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LOS BÁRBAROS

Gustavo Cortés Bueno

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LOS BÁRBAROS

1. Perros ciegos

2. El silencio del mar

3. Las manos

4. Niños jugando a la guerra (Dr. Strangelove)

5. La protesta

6. Sin tierra

7. La despedida

8. Pájaro pintado

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LOS BÁRBAROS

1. Perros ciegos

Decorado: verja de una frontera, una fila de elevados mástiles clavados en


el escenario y unidos por una alambrada metálica. Al fondo, tras la frontera, se
vislumbran unas siluetas humanas: Bárbaros (no participan en la acción). Entran
en escena dos Perros Ciegos. Marchan en cuclillas, con actitud vigilante; gruñen,
olfatean buscando presa y palpan en derredor suyo para no caer ni tropezar.

PERRO 1: ¿Qué hacen?


PERRO 2: No lo sé. Seguro que nos miran.
PERRO 1: Nos vigilan.
PERRO 2: No, somos nosotros quienes vigilamos. Ellos solo observan.

(El Perro 2 aúlla. Desde el fondo del escenario —por detrás de


la frontera—, un nuevo personaje se aproxima agazapado:
Bárbaro.)

PERRO 1: ¿Qué hacen ahora?


PERRO 2: ¿Cómo quieres que lo sepa? Soy un perro ciego, tan ciego como tú.
(Enfurecido.) Nuestra presencia aquí es inútil. ¿Qué hacen dos perros ciegos
vigilando una frontera?
PERRO 1: Llegaron a la noche. (Olfateando la brisa.) Los sentí cuando me desperté.
Fueron llegando uno a uno, lentamente. Antes huían con solo vernos, ¿recuerdas?
Ni siquiera se atrevían a acercarse. (Olfateando nuevamente la brisa.) Ya no nos
tienen miedo.

(El Bárbaro trepa por uno de los mástiles, ruidosamente.)

PERRO 2: ¿Quién anda ahí? (Aúlla.) Alejaos, está prohibido acercarse. Marchaos, os
lo advierto: somos perros guardianes, feroces, sin escrúpulos, tenéis que temernos.
(Aúlla.) ¿Oís? Nadie cruzará la frontera.

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(Perro 2 aúlla repetidas veces, amenazante, intentando


ahuyentar a los Bárbaros.)

PERRO 1: ¿Cómo son?


PERRO 2: ¿Quiénes? ¿Los bárbaros? (Olfateando el aire.) Los negros huelen a
salitre. (Vuelve a olfatear.) Los otros, a miedo.
PERRO 1: ¿Y Por qué vienen?
PERRO 2: Nacieron en mal lugar, esa es la razón. Nacieron donde nunca tuvieron que
haber nacido. El monte de los olivos estaba vacío, tantos siglos de espera y
hallaron el monte de los olivos asolado, como un desierto.
PERRO 1: Y por eso los odiamos.
PERRO 2: Ellos también nos odian. Nos maldicen, dicen ser víctimas siendo en
realidad culpables. (Despectivo) Mentes extraviadas que se alimentan de su propia
desesperanza. (Alerta) Escúchalos, … sus murmullos, … ¿los oyes?, … como
suspiros, … escucha, escúchalos ahora, … hablan de paz, malditos sean, … la
reclaman, la predican casa por casa, frontera tras frontera, «Os traigo la paz»,
dicen, «Os traigo la paz», como si la paz fuese una palabra.
PERRO 1: Palabras y palabras, acaso no saben que la guerra se hace también de
palabras.
PERRO 2: Y de mentiras. Mienten los bárbaros tanto como nuestros amos.

(Un nuevo personaje entra en escena: Perro 3. Silencioso,


pasos lentos y suaves, el brazo extendido palpando el vacío.)

PERRO 1: Mienten, todos mienten. (Por los bárbaros.) … entonces, ¿cómo sabremos
cómo son realmente ellos?

(Perro 3 se ha situado en el centro del escenario, guiado por


las voces de los otros dos perros.)

PERRO 3: Violentos. Violentos y crueles. Así son los bárbaros: violentos, crueles,
salvajes…

(Perro 2 hace ademán de apuntar con un arma inexistente.)

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PERRO 2: ¿Quién habla? ¿Quién anda ahí? (Silencio.) ¡Contraseña o disparo!


PERRO 3: Sin armas ¿cómo pretendes amedrentarme?

(Perro 2 baja la inexistente arma, humillado, al sentirse


descubierto en su artimaña.)

PERRO 1: ¿Eres guardián? ¿Guardián de la frontera? Responde.


PERRO 3: Soy un perro. ¿Y tú?
PERRO 1: También.

(Perro 3 extiende su brazo hacia el lugar donde se encuentra


Perro 2.)

PERRO 3: ¿Qué clase de perros sois vosotros?


PERRO 2: Perros ciegos.

(Perro 3 palpa la cara de Perro 2. A continuación, palpa la de


Perro 1.)

PERRO 3: Somos los últimos que quedamos.

(El Bárbaro, nuevamente, salta entre mástiles haciendo


piruetas. Perro 3, como respuesta, golpea la tela metálica con
fuerza.)

PERRO 2: (Incrédulo) ¿Acaso lo ves?


PERRO 3: No necesito ojos para conocer sus intenciones. Fui perro de presa antes
que guardián.
PERRO 1: ¿Qué hacen? Cuéntanos.
PERRO 3: Miran. Solo nos miran. Palmo a palmo, van ganando terreno. Ni siquiera
saben dónde están. Tampoco dónde quieren llegar. Pero avanzan.
PERRO 2: ¿Cruzarán la frontera?
PERRO 3: Aún no. Todavía tienen miedo.

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PERRO 1: ¿Miedo?
PERRO 3: Les rodea un inmenso mar. Pardo a la mañana, azul al quemar el sol, rojo
como el vino al atardecer. Un inmenso mar. Lo saben, saben de su belleza, de la
belleza del mar, pero ellos nos miran a nosotros. Solo a nosotros. Y olvidan el
mar.
PERRO 2: Nos están vigilando, ¿acaso no lo sentís? Están al acecho, somos sus
próximas víctimas.
PERRO 3: Nos observan, solo nos observan. Nada más.
PERRO 2: Dispara, busca un arma, dispara. Con sangre… (Aúlla.) Solo cruzaréis la
frontera con sangre…
PERRO 3: Calla. No somos bestias, solo animales.

(Perro 2 aúlla.)

PERRO 3: Calla, te digo. No cruzarán la frontera. No se acercarán ni un paso más.


Aún nos tienen miedo. Son débiles…, aún son débiles.

(Un trueno anuncia una inmediata tormenta.)

PERRO 2: ¿Se marcharán?


PERRO 3: No. Olvidaron el camino de regreso. Saben que morirán en la frontera. Lo
saben desde el día que llegaron. Sus sueños se van desvaneciendo. Lentamente.
Pronto desearán morir. Enloquecerán. Después, se arrojarán al vacío, buscando la
muerte.
PERRO 1: Los negros huelen a salitre. Los otros a miedo. Son violentos, crueles. Tú
lo dijiste. Salvajes. ¿Recuerdas que lo dijiste? Salvajes.

(El ruido de lluvia intensa inunda la escena. Se oyen truenos


lejanos.)

PERRO 3: Nací perro de caza, y un cazador nunca olvida a su primera presa. Nunca.
(Recordando.) El mar de la mañana, ese de color pardo, lo trajo hasta la playa. Se
sabía abandonado y se dejó arrastrar por las olas. Lo sentí sin fuerzas, sin habla,
casi sin vida. Olfateé su cuerpo y no olía a nada. A sal, quizás. Aún veo su cuerpo.

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¿Escucháis lo que os digo? ¿Un perro ciego que aún guarda en su retina aquel
primer cuerpo? Su cara hinchada, los labios rasgados, sus manos roídas por el mar
y su cuerpo roto, abatido. Necesitó noches y días hasta tenerse en pie. Olvidó de
dónde venía. Olvidó qué buscaba. Solo ansiaba cruzar la frontera, sin saber el
porqué. Noche tras noche esperaba el momento de saltar la verja. Yo le vigilaba,
noche tras noche. Dormía con los ojos abiertos. Como yo. Boca abajo, dormía
boca abajo; las rodillas flexionadas, los brazos cruzados, la cabeza, aquella cabeza
tan negra, guarnecida entre sus rodillas. Alerta, dormía siempre alerta, dispuesto
en todo momento a saltar. Como un animal salvaje. Yo le vigilaba día y noche, de
cerca, y él, cansado de tanta espera, envejeció, envejeció lentamente, lentamente,
creyendo que algún día cruzaría esta frontera. Dejó de gemir, dejó de hablar en
sueños, se convirtió en un extraño para mí. Él mismo se sentía un extraño.
(Profundamente triste.) Y se dejó morir. Un día como hoy, precipitándose al
vacío.

(Cesa de llover. Suena, lejano, un ligero tronar, acompañado


de débiles relámpagos. Silencio.)

PERRO 3: Después de la tormenta llega la calma. ¿Y después?


PERRO 1: ¿Después?…
PERRO 3: Después, sí. ¿Qué viene después de la calma?

(La silueta del Bárbaro agita el mástil sobre el que se ha


encaramado. De repente, se precipita al vacío. Un golpe seco
evidencia que se ha suicidado. La escena oscurece.)

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2. El silencio del mar

La escena en absoluta oscuridad. Una luz puntual ilumina a un personaje


situado en el centro de la escena: el Padre. Junto a él, un taburete y una esterilla
en el suelo. El Padre reza una plegaria.

PADRE: El mal se esconde tras la belleza. Detrás del mar, de ese mar que retratan los
artistas, que cantan los poetas, de ese mar donde clavan la mirada los jóvenes
enamorados. El mal se esconde tras la belleza, detrás de los bosques que rodean la
frontera. Allí, el águila rapaz sobrevuela solitario buscando su víctima, los cuervos
en manada. El mal ya no se esconde tras las tinieblas. Ni en los callejones
estrechos de la casba, ni en la oscura medina, ni en la negra mirada del bárbaro.
Recuérdalo, hijo, el mal se esconde tras la belleza.

(Desde la penumbra, entra un nuevo personaje en escena: la


Hija, exultante, incluso infantilmente contenta.)

HIJA: Padre, rápido, vamos, pronto llegarán los ahogados… Rápido, bajemos al
puerto, los ahogados tardarán poco en llegar. Ya han bajado todos: los niños, las
madres, todos los hombres, los perros también. Vayamos, padre. El mar nos
devolverá muy pronto nuestros muertos.
PADRE: ¿Ya han llegado?
HIJA: Aún no, padre. Pronto, pronto llegarán. Dijeron que las olas nos habían
devuelto al hijo de Hassan. Hassan el beréber, el hijo de la vieja de la casba,
¿recuerda?… La Vieja, la más vieja de todas. (Decepcionada.) Pero no era cierto.
El mar aún lo retiene.

(El Padre recoge la esterilla del suelo.)

HIJA: (Como en secreto.) Dicen que naufragaron a la noche, en plena oscuridad. Eran
dos barcos, los pintaron en negro, de negro renegrido, para así engañar a las olas.
«Nos esconderemos en la noche», dijeron. (Con infantil felicidad.) Como si no

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existiesen, como si fuesen fantasmas, pero el mar los descubrió. ¿Por qué siempre
gana el mar, padre? Debería ser menos cruel, concedernos alguna esperanza.
PADRE: (Bruscamente) Tu madre, ¿dónde está madre?
HIJA: Ella fue la primera en bajar. Ha reservado el mejor sitio para usted. Lo
defiende con dientes y uñas. (Escenificando.) Fátima, la Flaca, se sentó a su vera.
«Hoy tendremos un pálido sol de enero. Nuestros hijos no se merecen tanta
tristeza». Y mientras hablaba, iba acercándose a madre y ganándole espacio. ¿Se
da cuenta? «Nuestros hijos tendrán lo que se merecen», le respondió madre,
empujándola y recuperando su sitio.

(Lentamente se ilumina el fondo del escenario: despunta el


día. Un ruido de olas cubre la escena.)

HIJA: Vayamos, padre. Ya está amaneciendo. Van a llegar. ¿Imagina, padre? Uno,
otro, un tercero, otro más, así hasta cuarenta. Llegarán, llegarán lentamente, pero
llegarán. Hoy será el día más largo. (Implorando como una chiquilla mimosa.)
Vamos, padre, bajemos al puerto.
PADRE: (Suspicaz.) ¿Ya bajó tu hermano al puerto?

(La Hija elude responder. Baja la cabeza intentando no


delatar al hermano quien ha embarcado.)

PADRE: (Rencoroso.) Le dije que permaneciese en casa. Le pedí que no embarcase:


«Quédate unos días más, necesito que me ayudes en la cosecha. Solo es un cuarto
de fanega de tierra estéril y un árbol seco, desmesurado, plantado en medio de la
nada. Hijo, ayúdame, son solo unos cientos de matojos los que hemos de arrancar,
nada más. Yo solo no puedo, me faltan fuerzas, tengo que dar de comer a la
familia. Por tu hermana —le dije por ti—. Hazlo por tu madre —le insistí—.
Quédate hasta el fin de la cosecha. Más tarde, hijo, más tarde podrás embarcar».
HIJA: Padre, compréndalo. Él es joven. Debería estar orgulloso.
PADRE: ¿Cómo puedo sentirme orgulloso? ¿Desde cuándo a los hijos hay que
rogarles, suplicarles? ¿Desde cuándo a un padre se le niega una orden?

(Se escuchan unos gritos lejanos.)

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HIJA: Ya están llegando. Quizá sea él, su hijo. Vamos, acompáñeme.

(El Padre rechaza seguirla. La Hija se acerca hasta el


proscenio. Se sienta en el suelo y observa ensimismada el patio de
butacas como si se tratase del mar.)

HIJA: Ya llegan, padre. Los veo. Al menos cuatro, padre…, más…, seis…, pronto
llegarán todos. ¿Por qué las olas no tienen piedad, padre? ¿Por qué no nos dejan
marchar? Es Hassan, padre, el hijo de la vieja. Está llegando. Míralo, blanco de
sal, la más suave de todas las muertes.

(El Padre desde la lejanía.)

HIJA: Acércate, ven rápido. Corre. Vamos a enterrarte…, enterrarte en tu tierra, en la


tuya. Hassan, ven, no esperes más tiempo. Ven, tengo sed de ti.

(Entra en escena un tercer personaje: el Hijo. Marcha


lentamente, cabizbajo, como avergonzado.)

HIJO: Padre, escóndame. Me avergüenzo. Escóndame. Me ha faltado valentía para


embarcar.

(El Hijo se postra ante el Padre, de rodillas, agarrado a sus


piernas.)

HIJO: Perdóneme, padre. Me dijo usted que no marchase, que me necesitaba a su


lado. «Solo hasta el fin de la cosecha». Me lo dijo, recuérdelo.
PADRE: Lo dije porque te quería, pero mi deseo era verte partir con los otros
hombres. Me has avergonzado.

(El Hijo gime desconsolado.)

HIJO: Tengo miedo, padre.

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PADRE: No, no tienes miedo, eres un hombre valiente. (Acariciándole.) Embarca,


hijo, embarca, aún estas a tiempo.
HIJO: Tengo miedo, padre.
PADRE: No tienes miedo, no tienes miedo, ¿lo entiendes? Repite conmigo: no tengo
miedo, no tengo miedo, soy un hombre, un hombre valiente. Repítelo, hijo mío: no
tengo miedo, no tengo miedo… ¡Grítalo!

(El Hijo niega con la cabeza.)

PADRE: Márchate, hijo, márchate. La tierra es estéril, el árbol está seco, el mar ya no
da riquezas. Debes marcharte. No hay mayor desconsuelo para una madre que ver
a su hijo deambular como un espectro perdido. No hay mayor congoja para un
padre que saber que su primogénito perderá la dignidad. Márchate y algún día el
mar te traerá de vuelta. A ti, a Hassan, a los otros, a todos, un día el mar os
devolverá a nuestra tierra. Os enterraremos a todos, hijo, te lo prometo. Os
enterraremos. Márchate, hijo, márchate, te lo suplico.

(El Hijo se agarra con fuerza al Padre y asiente.)

PADRE: Prométemelo, hijo, prométemelo. Abandona tu tierra, abandónala pronto.

(La Hija abandona su posición y retrocede hasta situarse


frente al Padre.)

HIJA: Padre, han regresado todos. 39, he contado 39 ahogados. Los he contado uno a
uno, 39. Solo 39, no he podido equivocarme. (Aturdida.) Padre, no he visto a mi
hermano.

(La Hija descubre a su Hermano. Se detiene bruscamente.


Tras unos segundos, se lanza contra él y le golpea el pecho. Llora
con rabia, decepcionada. El Hijo abandona la escena por la
derecha, a la carrera, huyendo. El Padre, lentamente, por la
izquierda. En el centro de la escena, hacia el fondo, la Hija.)

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3. Las manos

Dos nuevos personajes entran en escena: Hombre 2 y Hombre 3 empujan


una frontera móvil y la sitúan en el centro de la escena. Una Mujer, La Hija
(Ídem de escena n° 2), atraviesa la frontera desde el fondo y se sitúa próxima al
centro de la escena. Sus manos, ocultas. En el centro de la escena, un tercer
Personaje: Hombre Frontera. Junto a él, un gran árbol, seco, desmesurado.

HIJA: Señor, señor, mis manos.


HOMBRE FRONTERA: ¿Qué ocurre con sus manos?
HIJA: (Con extrañeza.) Ya no están.
HOMBRE FRONTERA: (Mirando sus muñones.) No lo entiendo. (Eludiendo el
problema, cambiando de tono.) ¿Quién es usted?
HIJA: Mis manos, mire mis manos. Crucé la alambrada y mis manos ya no están,
desaparecieron.
HOMBRE FRONTERA: ¿Por qué saltó la alambrada?
HIJA: Son mis tierras, alguien ha desplazado la alambrada.
HOMBRE FRONTERA: No es una alambrada. Es una frontera. ¿Quién es usted?
HIJA: Mis tierras alcanzaban hasta allí, allí, ¿lo ve?, hasta el árbol, ese árbol seco,
desmesurado. Alguien ha cambiado de sitio la frontera.
HOMBRE FRONTERA: (Le entrega unos guantes.) Vamos, vamos, tome sus
manos. Márchese.
HIJA: No, estas no son mis manos.
HOMBRE FRONTERA: ¿Cómo lo sabe?
HIJA: Son negras, las mías son diferentes.
HOMBRE FRONTERA: ¿Conoce la historia del bosque de Durham? ¿Ha escuchado
alguna vez esa historia?
HIJA: No, yo tan solo labro la tierra.
HOMBRE FRONTERA: El bosque avanzaba, avanzaba, era imparable…
HIJA: No, nunca oí esa historia. Siempre he estado ocupada labrando la tierra. (Mira
las manos del Hombre.) Y sus manos, ¿por qué están rojas? ¿Por qué ahora las

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esconde?
HOMBRE FRONTERA: Sus papeles, rápido, ¿quién es usted? Entrégueme sus
documentos de identidad. Es una orden.
HIJA: No puedo. No tengo manos para entregárselos.

(El Hombre de la Frontera busca la documentación entre las


ropas de la Hija.)

HIJA: Mis tierras alcanzaban hasta el árbol. Centenario, ¿sabe? Cada noche de verano
dormía bajo sus ramas. Lo conozco bien y él me conoce a mí.
HOMBRE FRONTERA: ¿Por qué cree que este árbol la conoce a usted?
HIJA: Porque dormíamos juntos. Noche tras noche. Desde hace años.
HOMBRE FRONTERA: ¿Por qué se empecina con un árbol que apenas da frutos?
¿No hay más árboles en sus tierras?
HIJA: No, es el único árbol que conozco.
HOMBRE FRONTERA: (A la defensiva.) ¿Qué quiere de mí?
HIJA: Mis manos, ya se lo he dicho, solo quiero mis manos.

(El Hombre de la Frontera devuelve los papeles de identidad a


la Hija. Después busca y entresaca nuevos guantes de un cubo.)

HOMBRE FRONTERA: Tome, sus manos.


HIJA: No, esas tampoco son.

(El Hombre de la Frontera saca otros guantes; después, otros,


y otros.)

HOMBRE FRONTERA: Y estas manos, ¿son las suyas? (La Hija niega con la
cabeza.) ¿Y estas? ¿Tampoco? (La Hija vuelve a negar.) Tome: manos recias, la
piel dura, curtida. Con ellas podrá labrar la tierra igual que lo harían doce fuertes
braceros.
HIJA: (Negando.) Son muy grandes, no las quiero.
HOMBRE FRONTERA: ¿Y estas? Pequeñas, femeninas, casi infantiles, suaves
como un guante. (La Hija niega.) Cuatro, le doy cuatro manos. ¿Qué le parece?

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Cójalas y márchese, es mi mejor oferta. Cuatro manos, tómelas antes de que me


arrepienta.

(La Hija permanece impasible, su gesto niega la oferta. El


Hombre de la Frontera desespera, se muestra agresivo.)

HOMBRE FRONTERA: Y después, ¿qué? ¿Querrá el árbol también? Y más tarde


pedirá que le devuelva las tierras, ¿no es así?

(La Hija calla.)

HOMBRE FRONTERA: (Intenta calmarse.) Vamos a empezar de nuevo, ¿le


parece? (Respira profundamente.) ¿Por qué saltó usted la frontera? ¿Qué derecho
cree tener para penetrar en mis tierras? Responda.

(La Hija calla. Un largo silencio, casi de interrogatorio


policial.)

HOMBRE FRONTERA: Bien. Empecemos una vez más. (Pactista.) ¿Qué prefiere?
¿Recuperar el árbol o sus manos?

(La Hija no sabe responder.)

HOMBRE FRONTERA: Vamos, responda…, por favor. ¿Sus manos o el árbol?


HIJA: Bajo el árbol enterré a mis padres, a mis abuelos y a mi único hermano…
Nunca quiso embarcar ...
HOMBRE FRONTERA: (Reflexivo, observando el inmenso árbol.) Las fronteras se
dibujan con sangre.
HIJA: Sí, señor; así debe ser.
HOMBRE FRONTERA: Es inmenso, hermoso, sí, pero apenas da frutos. Coincide
conmigo en ello, ¿verdad? ¿Para qué quiere un árbol que apenas podrá
alimentarla? En cambio, ¿qué será de usted sin manos? Piénselo. ¿Sus manos o el
árbol? No se sienta intimidada, no quiero presionarla, pero debe darme una
respuesta, y pronto.

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(Nuevamente, los dos personajes entran en escena: Hombre 2


y Hombre 3. Ajenos a la conversación, se dirigen hacia la
alambrada y la empujan con fuerza, desplazándola hacia atrás y
ganando terreno al fondo.)

HIJA: Han vuelto a desplazar la frontera, ¿lo ve? Y ahora ¿quién me devolverá mis
tierras?

(El Hombre de la Frontera hace caso omiso.)

HIJA: ¿Me escucha, por favor? Son ellos, volvieron a robarme mis tierras.
HOMBRE FRONTERA: Sea comprensiva, señora. El problema nos concierne a
todos… Ya han llegado, señora, han llegado… Usted sabe de quiénes le hablo,
estoy en lo cierto, ¿verdad? (La Mujer agacha la cabeza.) Sí, han llegado…, no a
centenares, sino a miles… Han llegado y seguirán llegando. No lo niego, muchos
murieron por el camino, por las montañas, los más en el desierto. Una tragedia.
Pero han llegado y seguirán llegando. No son vecinos suyos, no, vienen de muy
lejos, de mucho más lejos, ya le he dicho, no a centenares, sino a miles. Desde
lugares lejanos, tan lejanos que no existen en los mapas; caminando, caminando
sin nada, hasta alcanzar nuestra patria. Al llegar a la frontera no tenían
documentos, ni dinero ni enseres de valor, no tenían nada. ¿Lo comprende,
señora? ¿Lo comprende ahora?

(La Hija afirma con la cabeza.)

HOMBRE FRONTERA: Nada, nada traían consigo. Solo hambre y mucha pobreza.
(Le toma por los muñones.) ¿Cuántos de ellos llegaron con manos? ¿Cuántos?,
dígamelo. (Suelta los muñones.) Cansados, derrotados, inútiles e inservibles para
el trabajo. Así llegaron todos, no centenares, sino miles. (Señala hacia el patio de
butacas.) Ahí están aún. Mírelos. Abatidos, inservibles, sin nada.

(La Hija asiente nuevamente.)

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HOMBRE FRONTERA: (Indignado.) Sus tierras. ¿Y usted me habla de sus tierras?


Su árbol. ¿Me habla usted de su árbol?

(La Hija baja la cabeza, avergonzada.)

HOMBRE FRONTERA: Necesitamos sus tierras. Ellos las necesitan. Necesitamos


su árbol. Ellos lo necesitan aún más que usted. ¿Cómo si no podríamos alimentar a
estos hombres que atravesaron nuestra frontera, sin nada, con hambre y pobreza, y
que no son cientos, que son miles?

(El Hombre de la Frontera toma la barbilla de la Mujer y le


levanta la cabeza.)

HOMBRE FRONTERA: ¿Quiere el árbol? ¿O quiere las manos? Dígame, ¿qué


quiere realmente usted?

(El Hombre de la Frontera entrega el cubo de guantes a la


Mujer.)

HOMBRE FRONTERA: No lo dude. Tómelo. Coja las que quiera y márchese. Sí,
márchese.

(La Mujer toma el cubo de guantes y desaparece de la escena.


Seguidamente, la escena va oscureciéndose.)

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4. Niños jugando a la guerra (Dr. Strangelove)

Tres niños juegan a la guerra: Niño General 1, Niño General 2 y Niño


General 3. Pantalones cortos, chapas metálicas abotonadas en la camisa como si
se tratase de medallas, palos de madera que hacen las veces de rifles, catalejos o
espadas. El Niño General 1, con su fusil al hombro. El Niño General 2, con su
catalejo de madera, observa el horizonte. El Niño General 3, sentado en el suelo,
hace creer que conversa por un radioteléfono.

NIÑO GENERAL 1: ¿Quién ganará esta guerra, nosotros o ellos? Díganmelo, mis
generales: ¿nosotros o ellos?

(El Niño General 2 asiente: «Nosotros». El Niño General 3


permanece absorto en su conversación radiotelefónica.)

NIÑO GENERAL 1: Quien pierda la batalla tendrá que huir lejos, bien lejos. (Entre
dientes.) A otro planeta, quizás a la Luna. (Impaciente, al Niño General 3.) ¿No
responde, mi general?

(El Niño General 3 niega con la cabeza. El Niño General 2


alza la mirada buscando algún planeta en el firmamento.)

NIÑO GENERAL 2: Imagina, mi general, ¿cómo será la vida en la Luna?


(Confidencial, con la mirada en el cielo.) Me han contado que han construido
hoteles enormes, con habitaciones diminutas… Las llaman cápsulas, como en
Japón. ¿Las imagina, mi general? Las pastillas de jabón…, sí, las pastillas de
jabón, ¿las imagina? Pequeñas, enanas; las toallas, sí, las toallas… dicen que son
de papel, ya sabe, como de usar y tirar…; las sábanas, las ropas, todo de usar y
tirar… ¿Y dónde meteremos tanta basura? ¿Se da cuenta del problema, mi
general?

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NIÑO GENERAL 1: (Despreocupado.) Allí hay kilómetros y kilómetros de tierra


vacía para tirar tantas basuras como queramos.
NIÑO GENERAL 3: Lo peor será la comida. Pastillas, pastillas de colores. Como si
masticases el mismo chicle el día entero.
NIÑO GENERAL 2: Mi padre dice que tendríamos que enviar a los bárbaros a la
Luna. Así nos dejarán tranquilos.
NIÑO GENERAL 1: Mi padre piensa igual. Que esta tierra nos pertenece, que nos la
entregó el propio Dios, o el rey, o las guerras o quien fuese. Pero que es nuestra.

(El Niño General 3 hace ademán de colgar el teléfono.)

NIÑO GENERAL 3: ¿Quién? ¿Dios? No lo creo. A mi padre le han dicho que Dios
está harto de todos nosotros…, de nosotros y de los bárbaros… Está tan cabreado
que asegura que en diez días habrá un nuevo diluvio.
NIÑO GENERAL 2: ¿Universal?
NIÑO GENERAL 3: Universal. En diez días.
NIÑO GENERAL 2: Entonces, deberíamos irnos a la Luna… Y dejar aquí a los
bárbaros.
NIÑO GENERAL 3: No, qué va. Mi padre dice que no hay que preocuparse por lo
del diluvio, que en diez días tenemos tiempo de sobra para aprender a respirar bajo
el agua.

(Entra en escena un nuevo personaje: Niña Presidenta. Le


acompaña un niño que golpea rítmicamente un tambor: Niño
Tamborilero. Los Niños Generales, al advertir la presencia de estos,
se cuadran y hacen el saludo militar.)

NIÑA PRESIDENTA: Generales, ¿por qué me han llamado con tanta urgencia?
(El Niño Tamborilero hace un redoble de tambor.)

NIÑA PRESIDENTA: Respondan, ¿qué está ocurriendo?


NIÑO GENERAL 1: Señora presidenta, la guerra ha empezado.

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(Nuevo redoble de tambores.)

NIÑA PRESIDENTA: ¿Una guerra? ¿Contra quién?

(Un tercer redoble

NIÑA PRESIDENTA: (Tapándose los oídos.) Deja de tocar ese trasto. Me aburres.
NIÑO TAMBORILERO: Es la guerra, señora presidenta.
NIÑO GENERAL 2: Véalo usted misma, señora presidenta.

(El Niño General 2 le acerca un palo de madera, y la Niña


Presidenta lo toma como si fuese un catalejo: observa el horizonte.)

NIÑA PRESIDENTA: (Furiosa.) ¿Quién ha ordenado el ataque?


NIÑO GENERAL 1: Señora presidenta…, ha sido el jefe de la Marina…
NIÑO GENERAL 2: … Parece que se ha vuelto loco… Esta mañana dio la orden a
los buques de la Marina de entrar en guerra…
NIÑO GENERAL 3: (Hojea unas fotografías y las entrega a la Presidenta.)
Veinticinco destructores, diez acorazados y tres submarinos nucleares. Todos con
armas atómicas.
NIÑA PRESIDENTA: Vale, pero ¿contra quién estamos en guerra?

(Los Niños Generales resoplan, al considerar que la respuesta


es obvia.)

NIÑO GENERAL 3: Según mis informes…, (Titubeando y deletreando.) el jefe de la


Marina ha ordenado hundir los sesenta barcos clandestinos y las ciento doce
pateras que se aproximan a nuestras costas…

(El Niño Tamborilero redobla y redobla el tambor. El Niño


General 2 toma nuevamente un palo de madera que hará, una vez
más, la función de catalejo. La Niña Presidenta lo coge y mira hacia
el patio de butacas, como si se tratase de un campo de batalla
marino.)

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NIÑO GENERAL 2: Al norte tiene la posición de nuestra flota. Al sur, el enemigo…,


barcos de gran tonelaje, señora presidenta…, barcos de más de cien metros de
popa…
NIÑO GENERAL 1: (Corrigiendo.) De eslora.
NIÑO GENERAL 2: De eslora…, más de cien metros de eslora…, dos mil
emigrantes clandestinos en cada barco…, tal vez más…
NIÑO GENERAL 3: Nuestros servicios de inteligencia calculan que se acercan más
de cien mil bárbaros a nuestras costas. Señora presidenta, un desembarco de cien
mil indocumentados supondría…
NIÑA PRESIDENTA: (Cortándole bruscamente.) Gracias, general. (Al Niño General
2.) General, prosiga.

(El Niño General 2 entresaca de sus ropas una nota.)

NIÑO GENERAL 2: El jefe de la Marina, señora presidenta, nos ha remitido una


nota escrita de su puño y letra… La hemos recibido hace unos minutos.
NIÑA PRESIDENTA: Léala.
NIÑO GENERAL 2: (Abre el sobre y lee, a trompicones.) «Señora presidenta…,
estoy cansado de permanecer con los brazos cruzados ante las continuas
invasiones de los bárbaros, un día sí y otro día también, sin hacer nada para
detenerlos… (Carraspeo.) Señora presidenta…, estoy cansado de su cobardía, de
su incompetencia… (In crescendo.) y de sus niñerías de niña bobalicona…».

(Los Niños Generales apenas pueden contener la risa.)

NIÑA PRESIDENTA: Imbéciles…


NIÑO GENERAL 2: (Con firmeza.) «Por esta razón, he decidido bombardear todo
barco y toda patera que intente desembarcar en nuestro territorio… Señora
presidenta, no pierda el tiempo intentando frenar la guerra. Mis hombres no la
escucharán».

(El Tamborilero hace un redoble de tambor.)

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NIÑA PRESIDENTA: Ordene al jefe de la Marina que se presente de inmediato.


NIÑO GENERAL 1: Imposible, señora presidenta.
NIÑA PRESIDENTA: Es una orden, general.
NIÑO GENERAL 1: No podrá ser, señora presidenta. El jefe de la Marina acaba de
dispararse un tiro en la cabeza.

(El Tamborilero hace un nuevo redoble, lentamente, con


sonoridad de marcha fúnebre.)

NIÑA PRESIDENTA: Le exijo entonces que contacte con todos los capitanes de la
M-A-R-I-N-A… (Deletreando.) y ordene el regreso de todos los barcos a puerto.
NIÑO GENERAL 2: Me temo que tampoco será posible, señora presidenta. Cuando
se remite una orden de guerra, las contraórdenes son inútiles… No sería serio,
como podrá usted comprender… Una guerra es una guerra, y no un juego.

(El Niño General 1 levanta la mano, solicitando intervenir


como un escolar.)

NIÑO GENERAL 1: Si me lo permite, señora presidenta…

(La Niña Presidenta, con gesto grave, le exige aguardar antes


de intervenir.)

PRESIDENTA: (Al Niño General 2.) ¿Cuándo está previsto el ataque?


NIÑO GENERAL 2: (Mira el reloj.) Dentro de once minutos, señora presidenta.
(Mira el reloj, nuevamente.) Diez minutos. En diez minutos se iniciarán los
bombardeos.

(El Niño General 1 da un paso al frente.)

NIÑO GENERAL 1: Señora presidenta…, en diez minutos nuestra Marina de Guerra


habrá destruido un centenar de barcos clandestinos y, entre ellos, la vida de más de
cien mil bárbaros. (Silencio, se acerca más.) Y ¿después?

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(El Niño Tamborilero interpreta una marcha militar, entre


fúnebre y guerrera.)

NIÑO GENERAL 1: Cuando la noticia del bombardeo alcance nuestro continente,


¿sabe usted qué ocurrirá?… Violencia, violencia en las calles. Disturbios,
disparos, bombas, secuestros… (Con intriga.) ¿Y quiénes causarán tanta muerte?
NIÑO GENERAL 3: Los naturalizados, los bárbaros naturalizados…

(Redoble de tambor con tono inquietante.)

NIÑO GENERAL 1: Los bárbaros naturalizados. ¿Sabe usted, señora presidenta, a


quiénes me refiero? A sus compinches…, a esos otros bárbaros que hemos dejado
entrar en nuestra tierra, año tras año. ¿Y quiénes pagaran los platos rotos?
Nuestros hombres, nuestros queridos y amados ciudadanos.

(Los Niños Generales asienten con la cabeza.)

NIÑO GENERAL 1: Permítame un consejo, señora presidenta… (Respira profundo,


se arma de valor.) Ya que no hay marcha atrás, le aconsejo ampliar los
bombardeos hacia los barrios de las ciudades donde viven, …
NIÑA PRESIDENTA: General, no admitiré la matanza de inocentes…
NIÑO GENERAL 1: Señora presidenta, reconozca que si hace treinta años
hubiésemos bombardeado el primer barco de bárbaros que emigró a nuestras
costas, hoy no estaríamos donde estamos. (Tono gamberro.) Ya sabe usted lo que
dijo el sabio: «En Irlanda nunca tuvimos que perseguir a los judíos, porque nunca
les dejamos entrar». (Todos ríen.) Gracias al incidente de hoy, reconozcámoslo,
señora presidenta, tenemos la posibilidad de corregir los errores del pasado…
NIÑA PRESIDENTA: General, le exijo silencio.

(General 1 calla; baja la cabeza como un alumno que ha


recibido una grave amonestación escolar.)

NIÑO GENERAL 3: Señora presidenta, quisiera dar lectura a un informe secreto de


los Servicios de Inteligencia…

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NIÑA PRESIDENTA: Adelante, general.


NIÑO GENERAL 3: (Receloso.) Se trata de un informe clasificado, un informe
sensible…, sensible de nivel 3.

(Comprendiendo la situación, los Niños Generales 1 y 2


abandonan la escena. El Niño Tamborilero, tras un gesto de la Niña
Presidenta, se retira.)

NIÑO GENERAL 3: Cerca de cien mil bárbaros desembarcarán en nuestras costas…


(Consulta el reloj.) En tan solo seis minutos.

(El Niño General 3 entresaca un dosier de un maletín.)

NIÑO GENERAL 3: Según nuestros informes, entre estos cien mil bárbaros se
esconden veinte mil invasores alfa… Invasor Alfa es el nombre en clave que
hemos dado a un tipo de bárbaro conocido por su alta peligrosidad, por sus
instintos violentos… (Entresaca fotografías de un segundo dosier.) Es similar a un
virus: se infiltra entre nosotros, nos contamina e infecta; después, expande el caos
y los disturbios allá donde se encuentra, y cuando por fin vamos a arrestarle, se
inmola. Es altamente contagioso. (La Niña Presidenta siente escalofríos.) Quizás
usted lo desconozca, pero… más del treinta por ciento de los bárbaros
naturalizados que viven en nuestras ciudades han sido infectados por invasores
alfa. (Toma un nuevo dosier, muestra nuevas fotografías.) Aún no sabemos cómo
se transmite este virus. ¿Contacto físico? ¿Intercambio de fluidos? ¿Telepatía?…
Lo desconocemos. (Apocalíptico.) En cualquier caso, se trata de una epidemia, una
verdadera epidemia que hemos de combatir.

(El Niño General 3 afirma con la cabeza repetidas veces.)

NIÑO GENERAL 3: Señora presidenta, deje a los generales hacer su trabajo. No


impida el ataque, no ordene el regreso de nuestros barcos. Señora presidenta,
bombardeemos las ciudades, bombardeemos sus barrios. Señora presidenta, se lo
ruego, piense en Irlanda.

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(Lentamente y en silencio, los Niños Generales 1 y 2, junto al


Niño Tamborilero, regresan a escena.)

NIÑA PRESIDENTA: Generales, hablaban ustedes de aprender a nadar en tan solo


diez días. ¿A qué se referían concretamente?
NIÑO GENERAL 2: Parece ser que Dios nos amenaza con un nuevo diluvio
universal de aquí a diez días… Ya sabe, dice que está harto de nosotros y de
nuestra guerra con los bárbaros.

(Los Niños Generales ríen con ganas. La Niña Presidenta, tras


suspirar, les imita. La atmósfera se relaja; las luces de la escena,
muy lentamente, oscurecen.)

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LOS BÁRBAROS

5. La protesta

Disturbios en la ciudad. En la escena, tres personajes, Protestatario 1,


Protestatario 2 y Protestatario 3, increpan, chillan y dirigen sus protestas hacia la
izquierda de la escena, donde, entre bambalinas y ocultos al público, supuestos
furgones policiales pretenden disolver los disturbios: luces destellantes, ruidos de
carga y carreras de manifestantes. A la derecha de la escena, sentado y ajeno a
los disturbios, un personaje de mayor edad: Anciana.

PROTESTATARIO 1: Malditos esquiroles, sucios perros. Lleváis años y años


golpeándonos, somos vuestras víctimas preferidas, ¿verdad?

(El Protestatario 2 se acerca a las bambalinas, desabrocha su


camisa y muestra su cuerpo a los imaginarios policías.)

PROTESTATARIO 2: Ya conocéis mi cuerpo. (Se baja los pantalones.) Aquí,


golpea nuevamente aquí, cabrón. (Mostrando los genitales.)

(Los otros Protestatarios se aproximan hacia los imaginarios


policías.)

PROTESTATARIO 3: … Años y años de golpes. Desde siempre, sí, nos golpeáis


desde siempre…
PROTESTATARIO 1: … Y ahora protegéis a los bárbaros. Les dais casa, comida
gratis, nuestros hospitales, incluso les entregáis dinero que llamáis ayuda solidaria.
PROTESTATARIO 3: Para que beban y beban, y ya borrachos, violen a nuestras
mujeres, ¿verdad? Para que se rían en nuestra cara.
PROTESTATARIO 2: Estamos hartos de que nos llamen racistas… No somos
racistas, no, pero los bárbaros hacen aquí lo que quieren, y vosotros les protegéis.
PROTESTATARIO 3: Nos roban el trabajo, nuestros putos trabajos de esclavos, los

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putos trabajos en el puerto, los putos trabajos en las basuras, nos roban los putos
cartones y la puta chatarra.
PROTESTATARIO 1: Y a nosotros, ¿qué nos dejáis a nosotros? ¿Hemos de vivir tan
solo con las cuatro perras de la pensión de la abuela?
PROTESTATARIO 3: Ya no somos los pobres del mundo, ¿verdad? Ahora lo son
ellos. Ahora les pagáis a ellos para callarlos. Les pagáis con nuestro dinero.
PROTESTATARIO 2: Pueblos del mundo, uníos. (Tira una piedra contra los
policías.) Toma pueblos del mundo. (Varias piedras más.) A vosotros también,
bárbaros. Miserables. Lo destruís todo.
PROTESTATARIO 1: (Arrodillándose junto a la Anciana.) Cuéntales, anciana,
cuéntales lo que hicieron contigo.
PROTESTATARIO 2: Diles, anciana, que una cosa es verlos en la calle, en sus
cafés, y otra es que te venga un barbudo de vecino a la puerta de al lado. Diles que
por las noches arden coches y contenedores, que se reparten pedradas y estallan
disparos.
PROTESTATARIO 3: Diles, anciana, que te roban cuando sales de casa y que al
volver han desvalijado tu hogar. Dilo, anciana, diles la verdad. A ti te creerán.

(Las sirenas centellean con más fuerza. Ruidos de carreras y


gritos de protesta se hacen más audibles. Una carga policial se
acerca.)

PROTESTATARIO 1: La próxima vez va a ser peor, va a haber guerra de verdad, sí,


escuchad, la próxima vez se nos escapará un muerto.

(Los Protestatarios abandonan la escena. Lentamente, las


luces de las sirenas se extinguen. Silencio.)

ANCIANA: Es la guerra más triste que he conocido, eso es lo único que sé, y yo he
conocido muchas guerras. Aunque apenas las recuerdo, eso también es verdad.
(Suspira.) Los pobres de aquí contra los que vinieron de lejos, contra esos pobres
negros, contra los moros, contra los que huyen de la pobreza, una pobreza mayor
que la nuestra. Mi hijo dice que nos peleamos por las sobras, como las ratas; por
las migajas, digo yo. Yo ya no recuerdo cuándo llegaron; fue hace muchísimo

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tiempo, eso sí que es seguro. Yo no les he hecho nada, apenas los conozco. Mi
médico me ha dicho que mi cabeza ya no funciona del todo, que solo recuerda
aquello que me ocurrió ayer, o anteayer. O lo que me interesa. Poco más. (Mirada
fija, recordando con esfuerzo.) Yo vine hace más de treinta años, o más, quizás.
(Sonríe.) Es extraño. Ahora lo recuerdo. Esta no era mi patria, ni mi tierra;
tampoco conocía la lengua de estos de aquí. Ni sus costumbres. Nos dijeron que
teníamos que aprenderla. Y yo era del sur, y los del sur siempre tenemos que
aceptarlo. Lo que nos digan. (Soñadora, cerrando los ojos.) Aún recuerdo la luz,
tan blanca; los olivares, los olores de la tierra seca, el calor y el bochorno, el sudor
en mi cuerpo, la sed, el blanco —tan blanco— de los pueblos del sur. (Con
amargura.) Aquí no, aquí todo es lluvia, solo lluvia, un día y otro más. Y frío. No
sé por qué quieren venir… (Recordando.) Antonio murió el año pasado. (Piensa,
insegura.) Sí…, el año pasado. Lo recuerdo. Antonio era mi esposo. Antonio decía
que el día que los bárbaros probasen su tortilla, respetarían nuestras costumbres.
Incluso que acabarían hablando esta lengua que también nos hicieron aprender a
nosotros. (Con rencor.) Yo siempre quise volver. No teníamos nada. Nunca lo
tuvimos. Antonio decía que él se negaba a ahorrar, no porque no pudiese, sino
porque cuando tienes unos cuantos euros, van y te operan. Al final me dejó una
pensión de ochocientos euros y cuatro hijos. (Sonríe.) Mi hijo, el menor, me dice
que no puedo morir. Le han dejado sin trabajo. Y mi nieta, que ya acabó sus
estudios, tampoco encuentra qué hacer. Los jóvenes del barrio están, todos, igual.
(Mira hacia las bambalinas, buscando al Hijo.) «No puedes morir —me dice—.
Vieja, no mueras». (Confidente.) Yo no deseo vivir mucho tiempo más. (Silencio.)
Antes hacía ganchillo en casa, para la fábrica, pero mis manos se torcieron. No por
dinero. Trabajaba para hacer algo con el tiempo. (Se mira las manos.) Ya no sirvo
para mucho. Mis manos se torcieron. (Con cotidianidad.) Hago la compra los
lunes, dos veces al mes, congelados y patatas, en la plaza, sí, abajo, en el mercado
de aquí, de la plaza. Ya no voy a la iglesia… desde que murió Antonio. Él nunca
entraba, pero, al menos, me acompañaba. Cuando escuchaba lo de «Ave María
Purísima», se volvía. Ahora la iglesia está como cerrada…, han entrado muchos
bárbaros a dormir, más de cien, dicen, y allí se han quedado. Carmen, que es mi
vecina, dice que estamos rodeados. Es más joven que yo. Se le murió el marido las
otras navidades. (Quejándose.) Por la noche no hay quien duerma. Con la edad ya
duermes poco, eso es verdad. Con los ruidos de sus peleas, que son casi todas las

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noches, ya ni duermes. Los moros. Sí, eso, sobre todo los moros. (Confidente.)
Anoche, yo lo vi, los atacaron con piedras, con palos y cuchillos. Mi hijo les arrojó
botellas con fuego. (Sonríe pícara.) Yo les tiré una maceta desde mi ventana.
(Silencio.) Le han dicho a mi hijo que si los bárbaros quisieran acabar con
nosotros, ya lo habrían hecho hace tiempo, porque son muchos más, y mucho más
violentos. Que por eso hay que echarlos, antes de que ellos nos maten a todos
nosotros. (Confidente, al espectador.) La guerra siempre le toca a la gente de
abajo. Eso sí lo sé bien.

(Lentamente, la escena queda a oscuras.)

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LOS BÁRBAROS

6. Sin tierra

Penumbra. Un personaje entra en escena: Sin Papeles. Marcha lentamente,


maletín en mano, cabizbajo, arrastra los pies, hundido. Frente a él, se aproxima
un nuevo personaje: Hombre de la Frontera (ídem de la escena n° 3).

HOMBRE FRONTERA: Eh…, amigo, ven, ven, … ven aquí…, sí, tú, tú, ¿quién si
no?

(El Sin Papeles se acerca.)

HOMBRE FRONTERA: Documentación…, papeles, vamos. ¿De dónde sales?


SIN PAPELES: De lejos. De muy lejos.
HOMBRE FRONTERA: Las distancias no importan. Responde, ¿de dónde eres?
SIN PAPELES: No lo sé. Yo ya no tengo país.

(El Hombre de la Frontera le cachea.)

HOMBRE FRONTERA: Hablas de un país que ya no existe, ¿es eso?…


¿Yugoslavo?…

(El Sin Papeles niega repetidas veces con la cabeza.)

HOMBRE FRONTERA: … ¿Armenio? ¿Kurdo? ¿Palestino? ¿De la Alemania del


Este?… ¿Entonces?
SIN PAPELES: De África.

(El Hombre de la Frontera toma su maletín y lo abre.)

HOMBRE FRONTERA: ¿Desde cuándo hubo países en África?

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SIN PAPELES: Saharaui.


HOMBRE FRONTERA: Bueno, eso no es África. Apenas eres negro, ¿estamos de
acuerdo? Tampoco pareces moro. ¿Adónde vas? Responde.
SIN PAPELES: Mañana estaré lejos…, pero las distancias no importan.

(El Hombre de la Frontera cierra el maletín y se lo devuelve.)

HOMBRE FRONTERA: Márchate, sí, es lo mejor que puedes hacer. Mira a tu


alrededor: nada, no hay nada, solo tierra muerta, estéril y vieja. Aquí ya no se
puede parir más. Márchate, no malgaste el tiempo. Aprovecha, … los callejones
sin salida no existen, todavía puedes retroceder, aún puedes volver sobre tus pasos.
Regresa, regresa lo antes que te sea posible.
SIN PAPELES: Yo ya no tengo país.
HOMBRE FRONTERA: Sí, ya lo has dicho, ya lo has dicho.

(El fondo de la escena se ilumina. Descubrimos la barra de un


bar, un Camarero, varias mesas vacías y un rótulo luminoso:
«África». El Sin Papeles se dirige hacia la barra del bar. El
Camarero limpia y apila sobre la barra, con sumo cuidado y orden,
decenas de vasos de cristal.)

CAMARERO: Madrugar, madrugar…, ¿de qué le sirve madrugar a quien nunca tuvo
suerte? (Se percata de la llegada del Sin Papeles.) Trabajar, trabajar…, el bárbaro
a trabajar, el señor a gastar. (El Sin Papeles ocupa una de las mesas.) Almorzar,
almorzar…, bien cena quien poco trabaja. (Finaliza su tarea, cubre con un paño
los vasos.) Rezar y rezar…, de Dios para abajo, todos los desgraciados viven de su
trabajo.

(Dos clientes entran en escena y, caminando con lentitud,


toman sitio en una de las mesas vacías: Hombre y Mujer.)

CAMARERO: ¿Quién es usted?


SIN PAPELES: Nadie, nadie de importancia.
CAMARERO: Me es igual su nombre. Este local solo admite la entrada a personas

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que han perdido su tierra. A nadie más. Es, digámoslo, como tierra de nadie para
los «don nadie». En fin, para entendernos, un bar de desterrados.
SIN PAPELES: Soy como usted, señor, yo nací en África. (Ante la mirada incrédula
del Camarero.) Sí, en una tierra que no existe. Mejor dicho: en un país que ya no
existe. La tierra existe, sí, claro que aún existe, pero se la han quedado otros. De
mi tierra ya no queda ni el nombre, y cuando no tienes nombre, nadie puede
nombrarte. Y ya sabe usted: entonces dejas de existir.
CAMARERO: ¿Qué le pongo?
SIN PAPELES: No sé, cualquier cosa. Un café.
CAMARERO: La máquina está apagada.
SIN PAPELES: No importa. Agua, me valdría un vaso de agua. Realmente, lo que
busco es un poco de compañía. Hablar, ya sabe, hablar unos minutos y después me
marcharé. Me dijeron que aquí podría hablar de mí, compartir recuerdos, escuchar
a otras personas. Usted comprende lo que quiero decir, ¿verdad?, distraerme, pasar
el rato, ya sabe.
CAMARERO: Los lunes está prohibido hablar de recuerdos. Nada del pasado, nada
de la tierra que ya no es suya. Ya conoce las normas de la casa: los lunes queda
prohibido.
SIN PAPELES: ¿Y hoy es…?
CAMARERO: Lunes, precisamente hoy es lunes.

(La Mujer lanza un grito cargado de desasosiego y


abandono.)

MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?


CAMARERO: Lunes, ya lo he dicho. Hoy es lunes.

(Lentamente, el Hombre de la mesa contigua se aproxima


hasta situarse junto a ellos.)

CAMARERO: Usted tiene aspecto de no ser de por aquí…


SIN PAPELES: Es cierto. Soy un hombre de mundo. Voy de aquí para allá, y de allá
hacia cualquier otro sitio. Quizás ustedes puedan adivinar mi profesión. (Silencio.)
Soy comercial.

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HOMBRE: Ya…, ¿una especie de agente comercial, quiere decir usted?, o, acaso,
¿un representante de comercio?
SIN PAPELES: No, no. Comercial, comercial sin más. (Pone el maletín sobre la
mesa.) Vendedor ambulante, para entendernos. (Abre el maletín.) Yo estoy
satisfecho de mi profesión. Orgulloso, orgulloso… tal vez no, pero satisfecho creo
que sí. En ocasiones, siento que la gente me respeta; me refiero a mis clientes,
naturalmente. Un cliente mío, hace tiempo, me dijo que yo era un emprendedor,
un hombre forjado para el éxito.
HOMBRE: ¿Usted tiene estudios de comercio?
SIN PAPELES: No es un oficio fácil, exige especialización, pero… estudios,
estudios…, bueno, lo básico. Algo de matemáticas, contabilidad… Es importante,
sobre todo, conocer la mercancía, sus cualidades… Sí, la mercancía…, y, además,
tener una buena base de psicología. Psicología aplicada, así es como lo llamamos
en argot comercial. ¿Comprende lo que quiero decir? Más que estudios, mi
profesión requiere ciertas cualidades, digamos, innatas, que no se aprenden así
como así.
HOMBRE: Habla usted muy bien, yo diría que usted debe de tener estudios
universitarios, o algún máster más importante que las simples matemáticas y
contabilidad que nos decía antes.
SIN PAPELES: Le agradezco realmente sus palabras. Es que yo viajo, y viajando se
aprende. Con el tiempo que pasas en los caminos, de ciudad en ciudad, te haces
filósofo. Viajando siempre te sobra el tiempo y nunca sabes qué hacer con él. Y,
entonces, piensas, piensas y miras a tu alrededor…, y sin saberlo te conviertes en
un gran observador y, con un empujoncito, al final, puedes llegar a ser hasta un
intelectual.
CAMARERO: Viajar debe distraer mucho, además, ¿verdad?
SIN PAPELES: Usted lo ha dicho. Es cierto. Desde la prehistoria los hombres viajan.
No sé si los de la prehistoria viajaban para distraerse o para qué. Pero yendo de
ciudad en ciudad seguro que se distraían.
CAMARERO: Un cliente me dijo una vez que los griegos y los fenicios son los que
más viajan.
SIN PAPELES: Y los judíos, sobre todo. Ellos sí que eran grandes nómadas. Y ya
sabe que los judíos son gente inteligente, y es por el viajar. Yo soy más modesto.
Aprender aprendo, pero no mucho. Nunca estoy más de una semana en un mismo

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sitio. Quizás por esta razón nunca llegaré a ser nadie importante.
CAMARERO: Con tanto trajín debe de estar usted cansado… Algún día tendrá que
decir basta. No sé, lo digo porque llegará el día en que usted tendrá una cierta
edad…
SIN PAPELES: Lo de viajar dura toda la vida. Cuando naces ya lo sabes, así pues, no
puedes llamarte a engaño.
HOMBRE: ¿Ha visitado Londres?… ¿Berlín?… ¿Y París?… (Con asombro.)
¿Conoce París?…

(El Sin Papeles afirma con la cabeza, una y otra vez.)

HOMBRE: Cuénteme algo sobre París, por favor.


SIN PAPELES: ¿No conocen ustedes París?

(El Camarero y el Hombre, al unísono, niegan con la cabeza.)

SIN PAPELES: París hay que visitarla, al menos, una vez en la vida. En cambio, sus
gentes me han desilusionado. Y bastante. Creo que muchos de ellos se sienten
desesperados. Claro está, ellos no quieren reconocerlo, pero son infelices, lo puedo
asegurar. Yo soy muy observador, ya se lo he referido antes, y siento en ellos esa
desesperanza de los moribundos.
CAMARERO: Usted habrá aprendido idiomas para conversar con ellos, imagino.
SIN PAPELES: Apenas… Además, no lo necesito. Soy un pequeño comerciante, ya
se lo he dicho, un simple vendedor ambulante. A mis clientes no les gusta que les
dé conversación. A algunos sí, incluso me preguntan sobre mí, de dónde vengo,
pero no son muchos. Es la verdad… ¿Comprenden lo que digo? (Reaccionando
frente a las caras de decepción.) Algunas palabras sí que sé, pero no muchas. Las
básicas, ya sabe, el argot comercial. En este oficio mío, pasas muchos días sin
hablar, como recluido. Hasta se te olvida la lengua que aprendiste de tu madre. Así
que ¿cómo podría aprender otras lenguas? Por eso estoy aquí, para hablar, hablar
unos minutos antes de volver a emprender un nuevo viaje.
HOMBRE: ¿Usted debe de guardar grandes recuerdos de sus viajes?
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?
HOMBRE: (A la mujer, cansado.) Calla, mujer. Aún es lunes. (Al Sin Papeles.) Ya lo

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ve. Ella solo piensa en regresar…, viajar hacia atrás. Usted me da mucha envidia,
envidia sana, no lo dude. No obsesionarse con el pasado, viajar siempre hacia
adelante.
SIN PAPELES: No siempre, señor, no siempre. Siento mucho tener que defraudarle,
pero muchas veces pienso en el pasado. En mi tierra, en mi familia, ya sabe a qué
me refiero, en ese país nuestro que ya no existe.
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?

(El Camarero consulta el reloj.)

CAMARERO: En unos minutos escasos será medianoche… Madrugada del martes.


(A la Mujer.) Paciencia, señora. Pronto acabará el lunes. (Al Sin Papeles.)
Disculpe…, continúe, continúe…
SIN PAPELES: (Levantándose.) No, no, gracias. Creo que ya es hora de
marcharme…
HOMBRE: Por favor, por favor, acabe su historia, se lo ruego…

(El Sin Papeles reanuda la conversación.)

SIN PAPELES: Cuando viajas no tienes ocasión para estar triste. Esto lo he
aprendido con el tiempo. Vives despreocupado, olvidadizo. «Lo que ocurra tendrá
que ocurrir», te dices todas las mañanas. Si el negocio no ha marchado bien ese
día, piensas que al siguiente cambiará. «Las cosas vienen solas», te repites, «las
buenas y las malas» …
HOMBRE: Ahora usted parece un intelectual, más que un filósofo. Apenas le
comprendo.
SIN PAPELES: Disculpe, a veces no me doy cuenta de que hablo por hablar. Es la
necesidad. (Recordando.) Fue en el sur, en una de esas ciudades que dan al mar.
Mis clientes estaban allí, tumbados en la playa, y yo planté mi comercio junto a
ellos, a pocos metros. Todos miraban al mar, todos, como si esperasen algo.
CAMARERO: ¿Y qué esperaban?
HOMBRE: Sí, es absurdo, ¿qué esperaban?
SIN PAPELES: A eso mismo me refiero. No sé qué miraban, pero yo, de repente,
miré al mar y me acordé de mi tierra. Y sentí mucha tristeza. Recordé cómo de

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joven miraba el mar desde la playa… Recordé observar a los muchachos cuando
partían lejos… Recordé cómo esperábamos impacientes el día que el mar nos
devolvía nuestros ahogados. ¿Comprenden a qué me refiero? Mis clientes miraban
al mar, todos ellos, y yo pensé: «Quizá, desde la lejanía, están viendo la otra orilla
del mar, nuestra tierra; quizá —me dije después— miran el mar porque nos están
esperando». ¿Se dan cuenta?, nos están esperando. (Escenificándolo) «Venir,
acercaos, bienvenidos» … Es extraño, ¿verdad? Con solo mirar el mar, te puede
inundar la tristeza…

(Silencio. En la lejanía, se escuchan unas campanadas. El


Camarero mira su reloj, mientras el Hombre, con cansada lentitud,
regresa junto a la mujer.)

CAMARERO: Ya es medianoche.
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?
CAMARERO: Sí, señora, ya puede hacer memoria, ya puede recordar, sí, ya llego la
madrugada del martes…

(El Sin Papeles se levanta y abandona la escena. El Camarero


regresa tras la barra, mientras el Hombre y la Mujer permanecen
sentados y callados en torno a la mesa del bar. La escena queda en
penumbra.)

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LOS BÁRBAROS

7. La despedida

Una mujer de avanzada edad sentada en una silla de ruedas: Anciana.


Empujando la silla, una joven vestida con falda larga y mandil: Asistenta. La
escena se desarrolla en un patio interior rodeado de casas y cercado por una alta
tapia, como si de un complejo de viviendas fortificadas se tratase. La Asistenta,
ya sentada en un banco, pinta las uñas a la Anciana de un rojo fuerte y luminoso.
La Anciana se deja hacer.

ASISTENTA: Sople. Más, más fuerte.

(La Anciana se sopla las uñas recién pintadas; apenas


consigue expulsar un pequeño hilo de aire. La Asistenta le toma del
brazo, levanta su mano firmemente y le separa los dedos con unas
cartulinas.)

ASISTENTA: Manténgala en alto. Así, sí, así. Deme la otra mano.

(La Anciana intenta mover los dedos, juguetona; sonríe


coqueta.)

ASISTENTA: (Suspira.) Estese quieta.

(La Anciana se disculpa con una mirada complaciente. La


Asistenta le devuelve la mirada: una sonrisa tierna, cómplice, pero
también como tomándola por alocada.)

ASISTENTA: Vieja loca, vieja loca, ¿sabe usted por qué la llaman vieja loca?
ANCIANA: La gente es muy hija puta.
ASISTENTA: Señora, no debería hablar usted así.

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ANCIANA: Y tanto que sí…, muy hija puta.


ASISTENTA: La gente, como dice usted, tiene razón. Usted es ya muy vieja para
seguir siendo tan coqueta.

(Se escucha un ladrido cansino de animal abandonado.)

ASISTENTA: Además, tanto pintarlas no es nada bueno… Se le romperán las uñas…


Y con estos colores tan extravagantes… «Vieja loca, vieja loca» …, eso
cuchichean sus vecinos, eso dicen de usted.

(Un nuevo ladrido que suena a abandono.)

ANCIANA: (Por los vecinos.) ¿Estos? Estos ya ni miran.


ASISTENTA: ¿Sus vecinos?… Sus vecinos ya se han ido. La han dejado sola. Se lo
dije ayer, se lo dije anteayer…, y al otro, y al otro también. Todos los días se lo
llevo diciendo. Se han marchado, ¿ve como no me hace caso?… ¿Para qué me
pide conversación si nunca me escucha?… Se han marchado y estos ya no
vuelven.

(La Anciana se levanta de la silla con gran dificultad. Ella


intenta desnudarse.)

ASISTENTA: (Como si estuviese loca de atar.) ¿Y ahora qué hace?


ANCIANA: Hace calor, hija. (Como en secreto.) Nadie me ve, … no hay nadie.

(La Anciana se desabotona la camisa.)

ASISTENTA: ¡No le da vergüenza! (Le vuelve a abotonar la camisa y retoma el


tema.) Dejan las luces encendidas, la radio, la televisión… y, con disimulo, se
marchan. Uno de ellos, el del ático, abandonó hasta el perro, ese maldito perro que
ladra y ladra… ¿No lo ha oído?… Todos han huido. (Con la mirada señala
ventana tras ventana.) Aquel, el de enfrente, se fue hace más de una semana. No
se llevó nada, se fue con lo puesto… El del bajo, ayer, ayer mismo…
desapareció… ¿Y la familia de los niños rubios? ¿Sabe de quiénes le hablo? ¿Los

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ruidosos? … Si, recuérdelo, aquellos niñatos tan pesados que pasaban el día
jugando a la guerra y tocando el tambor, ¿los recuerda ahora?… (La Anciana
asiente.) Cada día se marchó uno de ellos: el pequeño el lunes, los gemelos
desaparecieron el martes y el miércoles, uno cada día, y la madre a la noche
siguiente, con la niña, si, aquella que la apodaban la Generala …
ANCIANA: Qué lío, podrían irse juntos.
ASISTENTA: Lo hacen. Viajan en grupo, así es más seguro. Desaparecen uno tras
otro, para no llamar la atención; después, toman el camino del este, como si fuesen
al trabajo, al colegio, no sé, como si fuesen a hacer un recado…, pero en las
afueras de la ciudad se reúnen… Sí, allí se esperan unos a otros, escondidos…, y
cuando son más de diez o veinte…, incluso muchos más, se marchan, todos juntos,
juntos para ocultar el miedo.
ANCIANA: Por cada uno que se va, hay diez esperando para entrar.
ASISTENTA: Antes, eso sería antes. Hasta el indigente ha desaparecido.
ANCIANA: ¿El del cajero?

(La Asistenta afirma con la cabeza.)

ANCIANA: ¿El que siempre está allí tumbado, sin hacer nada, maloliente…?
ASISTENTA: Claro, ¿qué podría hacer si no?

(La Asistenta ha terminado de pintar las uñas de la Anciana y


ella misma sopla para secarlas. Se oye un nuevo ladrido.)

ASISTENTA: Si se mueve, se correrá el color…

(La Asistenta muestra el pintauñas a la Anciana.)

ASISTENTA: ¿Lo querrá o lo tiro?

(La Anciana se encoge ligeramente de hombros, sin


responder. La Asistenta se lo guarda en un bolsillo de la falda.)

ANCIANA: Me robas todo.

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ASISTENTA: Lo guardo, señora, lo guardo. Para mí. Para cuando me vaya…, que
será pronto. Para cuando tenga hijas, que algún día serán adolescentes.
ANCIANA: El color ya estará seco, roñoso, olerá a viejo.

(La Asistente saca un pintalabios de un rojo aún más intenso y


se lo aplica a la Anciana.)

ASISTENTA: Lo guardo en cajas metálicas, y dentro lo envuelvo en plásticos, al


vacío. Y la falda que me dio, también.
ANCIANA: ¿Y el abrigo beis que me robaste? (La Asistenta afirma con la cabeza,
con guasa.) Le saldrán polillas.
ASISTENTA: Lo guardo en alcanfor. La ropa en alcanfor, el maquillaje en cajas
metálicas.

(Ahora es la propia Asistenta quien se pinta los labios,


coqueta. La Asistenta muestra el lápiz de labios a la Anciana,
pidiendo quedárselo. La Anciana asiente con la cabeza, como
cansada. Se oye otro ladrido, desesperado.)

ASISTENTA: (Guardándoselo.) Para cuando esté lejos. Así podré recordarla.


ANCIANA: Siempre dices que te vas a marchar, pero nunca te vas.
ASISTENTA: Lo decidirá mi marido. (Soñadora.) Cada noche, cuando regreso a
casa, me lo repite: «Prepárate, un día de estos nos marchamos». Cada día, por las
mañanas, mi marido empaqueta en cajas los cacharros de la cocina, los platos, la
máquina de coser, toda nuestra ropa, sus pantalones, sus doce camisas…, mi
vestido de encaje…, (Guasona.) su abrigo beis en alcanfor, mis cajas metálicas.
En cajas y en bolsas, todo. A mi marido no le gustan las maletas. «Ocupan mucho
—dice—, sobre todo para lo poco que cabe». A la noche, carga las cajas y las
bolsas en la furgoneta; a veces, pasa la noche en el interior. (Con decepción
melodramática.) A la mañana siguiente, mi marido lo piensa mejor y … cuando
comprende que aún no ha llegado el día de marcharnos, baja de la furgoneta las
cajas y las bolsas, y vuelve a colocar todo en los armarios: los cacharros, los
platos, la ropa, la máquina de coser. «Cualquier día nos vamos», me dice después.
Así, con algo de tristeza. (Con decisión.) Llegará el día de marcharnos, lo sé muy

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bien…, y ese día mi marido vendrá hasta aquí, a recogerme, tocará el claxon y me
dirá: «Nos vamos». Y entonces me iré.

(La Anciana se ha ido durmiendo, en un gesto de autodefensa


que le permite desoír aquello que no le interesa.)

ASISTENTA: (Despertándola.) Señora, señora, señora….


ANCIANA: (Sobresaltada.) «Señora, señora…». Con tanto «señora» me haces sentir
aún más vieja.
ASISTENTA: Cuando no le interesa una conversación, se hace la dormida.
(Reafirmándose.) Me marcho, muy pronto me marcho.
ANCIANA: Sí, marchaos…, márchate. Ahora todos nos abandonáis, después de
habernos exprimido de lo lindo…, después de haber dejado esta tierra toda seca,
polvorienta, como vuestros desiertos. Desagradecida.

(La Asistente le da la espalda, cansada de escuchar reproches


ya conocidos.)

ANCIANA: ¿Sabes qué haré yo?


ASISTENTA: (Mecánicamente.) No, señora.
ANCIANA: (Imitándola.) No…, señora.
ASISTENTA: (Enfadada.) La verdad, señora, ni lo sé ni me importa.

(Silencio. La Anciana entresaca de sus ropas una fotografía.)

ANCIANA: Yo me quedo aquí, a esperar a mis hijos.


ASISTENTA: (Repitiendo con retintín.) ¿A sus hijos?… ¿Cuándo fue la última vez
que los vio?

(La Anciana no responde. Un nuevo ladrido de abandono.)

ASISTENTA: ¿No lo recuerda? Vamos, haga memoria, intente recordarlo. Vinieron a


verla hace una semana. A despedirse. Su hija y el yerno. Con dos niños pequeños.
¿Lo recuerda ahora? Era su hija, le trajo fotos y unos ramos de flores; su hija, haga

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memoria, vino a verla y usted no le quiso ni hablar.


ANCIANA: Esa no era mi hija. (Toma la fotografía.) Esa mujer horrenda no era mi
hija. (Besa la fotografía con pasión.) Mira qué bonita es, ¿la ves?
ASISTENTA: ¿Recuerda a sus nietos, los niños pequeños que vinieron a visitarla? ¿Y
las flores que le trajeron? Un ramo cada niño.
ANCIANA: Niños pequeños hay por todas partes. Vayas por donde vayas. Son todos
iguales. Además, sobran. Ni me acuerdo de ellos. (Enfurecida.) Y a mí no me
gustan los jacintos. Son flores crueles, envidiosas… Si los jacintos fuesen
bárbaros, nos devorarían. Como a las abejas… Venid aquí, dicen los jacintos a las
abejas, mirad mis colores, azul pasión, azul terciopelo, venid…, y cuando las
pobres abejas se acercan a olerlas…, puf, se las comen.
ASISTENTA: Jacintos, sí, eran jacintos. Ve usted como sí lo recuerda. Se hace la
vieja, pero la memoria no le falla.
ANCIANA: A veces…, a veces nada…, y otras, de repente, me viene todo.
ASISTENTA: ¿Por qué no quiso hablar con su hija? Usted misma la llamó, para
después ni dirigirle palabra. Dígame por qué.
ANCIANA: Esa señora no era mi hija, era una extraña. (Confidente.) Me la han
cambiado, pero a mí no me engañan. Si quiere volver, que vuelva, pero que vuelva
con la misma ropa, con la misma cara, con el mismo peinado…, y entonces…,
entonces quizás le hable.
ASISTENTA: Usted es malvada… malvada, vieja loca. (Reflexiva.) No habló con ella
porque usted quería hacerle daño, ¿verdad? Por venganza, porque su hija ha
decidido también huir.
ANCIANA: Yo no soy malvada.
ASISTENTA: ¿Ah, no? ¿Y lo que hizo conmigo? (La Anciana no replica; ambas
permanecen en silencio unos largos instantes. Se vuelve a oír al perro.) Me
denunció, ¿tampoco lo recuerda? Malvada. (Escenificando, señalando un punto
impreciso.) «Ella, ella…, la extranjera, ella es la extranjera… Él también, su
marido…, detenedlos…, son bárbaros… Allí, allí se esconden». Nos denunció.
ANCIANA: (Justificándose como una niña.) Yo no hice las leyes. Ni las escribí, ni
me preguntaron si estaba de acuerdo con ellas. Yo solo les dije que no eras de
aquí… ¿Acaso no es cierto?… (Recordando, pícara.) Lo adiviné porque hablabas
de otra manera, porque pude sentir tus angustias, tus llantos, hasta tu tristeza cada
día de lluvia… Lo supe porque olías diferente… y andabas…, siempre andabas

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como ocultándote… Y sí, sí, lo dije, se lo dije a ellos, pero nunca te denuncié,
simplemente lo dije.
ASISTENTA: Pudo usted haber callado, pero no, me denunció. Usted misma me lo
contó, ¿tampoco lo recuerda? Para retenerme. Me dijo usted: «Te he denunciado
para tenerte cerca de mí». Me lo dijo como en sueños, hablándome como si yo no
estuviera presente; sí, recuérdelo, me lo dijo en uno de sus delirios de locura.
¿Locura? No era locura, no, qué va; se trataba de remordimientos, ¿verdad?
(Imitándola.) «Hija, te cuento un secreto del que nunca podremos hablar: te he
denunciado para tenerte cerca de mí».
ANCIANA: Era un secreto nuestro y los secretos se callan. ¿Cómo puedo hablarte
ahora si has roto nuestro secreto? ¿Como culpable? ¿Así he de hablarte: como
culpable y tú como víctima? (Enfurece.) Márchate. Si viniste de tan lejos solo para
hacerme sufrir, entonces no debiste ni haberte molestado en hacer un camino tan
largo.
ASISTENTA: Vine porque vine. (Orgullosa.) Y muy pronto me iré. (El perro ladra
una vez más.) «Prepárate, un día de estos nos marchamos», me volvió a decir mi
marido esta mañana. «Quizás, ese día puede ser hoy», le respondí yo. «Y ¿por qué
hoy y no mañana?», preguntó mi marido extrañado. «Ha de ser hoy, porque hoy
me siento con fuerzas. Con fuerzas para enfrentarme a la vieja loca. Ah, tantos
años acumulando rabia, resentimientos y rencores contra ella… En silencio, es
cierto, lo reconozco, con el silencio de una cobarde…, pero será esta misma
mañana —le prometí a mi marido—. Por fin hoy ha llegado el día en que podré
decírselo. (Convencida.) No me marcharé sin antes hacerla sufrir; no abandonaré
esta tierra sin antes contarle la verdad. —Y mi marido me abrazó—. Hoy nos
vamos. Hoy la harás sufrir, hoy le contarás la verdad». (A la Anciana, con
lágrimas en los ojos.) A usted no la odio por haberme denunciado. No la odio por
su crueldad, ni por su indolencia hacia mí, no. La odio porque usted me produce
ternura; ternura, mucha ternura, mi vieja loca. (Entre lágrimas.) Años y años
cuidándola, protegiéndola, mimándola, escuchándola… ¿Y usted?, ¿cuándo se
preocupó usted por mí? (Afloran las lágrimas. Se seca la cara.) No le reprocho
que no me quiera, no. Le reprocho que nunca lo haya intentado. (Toma el
pintalabios.) ¡Cómo desearía odiarla, no lo puede ni imaginar! (Negando con la
cabeza.) Me es imposible. (Se aplica el pintalabios.) Soy su cautiva, lo sabe usted
muy bien, su cautiva.

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(Un silencio solo roto por un cansino y triste aullido.)

ANCIANA: Los chinos. Esos sí que son listos. No se enamoran, no sueñan, no se


preocupan por nadie, mucho menos por nosotras. Solo piensan en trabajar, en
hacer dinero y en perderlo en sus estúpidas apuestas. Son listos, sí que son listos.
ASISTENTA: Vieja loca, vieja loca…, eres malvada; realmente, muy malvada.

(Callan. La Asistenta lanza a la Anciana una mirada de rabia,


también cargada de tristes lágrimas. Hace ademán de hablar, de
aproximarse a ella, sin conseguirlo. Silencio. Se oye el motor de un
automóvil: se aproxima, estaciona tras los muros del patio; el motor
en marcha. Suena un claxon. La Asistenta reconoce la señal. Se
repite el sonido del claxon, por segunda vez. La Asistenta
permanece quieta. Mira a la Anciana, busca las palabras, no las
encuentra. La Anciana se muestra fría e impasible. Las lágrimas de
la Asistenta resultan patentes. Suena el claxon por tercera vez. La
Asistenta se levanta con lentitud. Mira a la Anciana por última vez,
antes de abandonar la escena. La Anciana se levanta de la silla de
ruedas haciendo un gran esfuerzo. Camina, con pasos quebrados,
hasta el lugar de donde proceden los ladridos del perro
abandonado.)

ANCIANA: Pequeño, pequeño, perrito pequeño, ¿dónde estás?… Ven, ven aquí…,
¿dónde estás?

(La escena queda a oscuras.)

LOS BÁRBAROS

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8. Pájaro pintado

La escena, vacía de personajes. Un gran árbol en el centro. Al fondo, las


alambradas de la frontera. Entre la alambrada y el árbol, han tendido unas
cuerdas de donde cuelgan ropas para airear. Un personaje entra por la derecha
de la escena: Hombre Frontera 1 (ídem escenas 3 y 6). Apresurado, aunque
pisando suavemente el suelo para tratar de evitar cualquier ruido. Al otro
extremo de la escena, surge de entre bambalinas un segundo personaje: Mujer.
Mujer y Hombre Frontera 1 intercambian palabras, se muestran inquietos y
turbados. Seguidamente, toman una gran sábana del tendedero y la extienden en
el centro de la escena. Un tercer personaje entra por la derecha de la escena:
Hombre Frontera 2, quien porta sobre sus espaldas a un cuarto personaje: Pájaro,
herido, inerte, con dos grandes alas. Con sumo cuidado, Hombre Frontera 1 y
Hombre Frontera 2 tumban al Pájaro sobre la sábana.

HOMBRE FRONTERA 2: Es un pájaro, lo encontré colgado en la alambrada.


MUJER: Es enorme.
HOMBRE FRONTERA 2: Sí, es uno de ellos, seguro.
HOMBRE FRONTERA 1: Quedó atrapado al intentar atravesar la frontera.
HOMBRE FRONTERA 2: No, yo lo vi. Regresaba, vi como regresaba hacia el sur.
Volaba bajo, probablemente iría dormido y no se percató de la frontera.
MUJER: (Al Pájaro, acercándose.) Eh, ¿quién eres? ¿Cómo te llamas?
HOMBRE FRONTERA 2: No creo que sepa nuestro idioma.

(El Pájaro se agita levemente, gime.)

MUJER: Callad…, ¿os habéis dado cuenta? Ha movido la boca… Quizás quiera
decirnos algo.

(La Mujer se acerca aún más al Pájaro, hasta situarse mejilla


con mejilla, tratando de oír sus casi inaudibles palabras.)

MUJER: (Repitiendo las palabras del Pájaro, como si las tradujese.) «¿Dónde

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estoy?» … (A Hombre Frontera 1 y Hombre Frontera 2.) ¿Habéis oído? Ha


preguntado que dónde está.
HOMBRE FRONTERA 1: ¿Cómo le explicamos a este bárbaro dónde estamos?
HOMBRE FRONTERA 2: (al Pájaro, levantando la voz.) En el sur, ¿comprendes?…
Estás en el sur, al norte de tu tierra. En la primera ciudad que se divisa al atravesar
la frontera, la primera ciudad por donde entra el sol cada mañana, ¿comprendes?
La más luminosa, las más calurosa…
HOMBRE FRONTERA 1: Está intentando hablar de nuevo… Baja la voz, déjale
hablar.
MUJER: (Como traduciendo las palabras del Pájaro.) Dice que si muere…, que lo
quememos…, (Extrañada.) que lo quememos, que no quiere que lo enterremos
aquí, que no quiere permanecer más tiempo… Creo que ha dicho: «No más tiempo
en vuestra puta tierra».
HOMBRE FRONTERA 2: No jodas. Intentas ayudarlo y lo primero que hace es
insultarnos.
HOMBRE FRONTERA 1: Dile, dile que, si quiere, volvemos a colgarlo en la
alambrada.
MUJER: Eh, díselo tú.
HOMBRE FRONTERA 2: (Acercándose al Pájaro, levantado la voz.) ¿Quién eres?
Habla.
MUJER: (Como traduciendo.) «Soy un pájaro» Lo repite: «Soy un pájaro».
HOMBRE FRONTERA 2: (Levantando aún más la voz.) ¿Un pájaro de aquí?, ¿de
los nuestros?
MUJER: (Como traduciendo.) «No, los pájaros no somos ni de aquí ni de allí…,
somos de todas partes».
HOMBRE FRONTERA 2: Sí, pero ¿dónde trabajas?, ¿dónde y con quién vives?,
¿qué comes? Responde…

(La Mujer, con un gesto, pide a Hombre Frontera 2 que baje el


tono.)

MUJER: (Como traduciendo.) «Soy de todas partes…».


HOMBRE FRONTERA 2: (Con sorna.) De todas partes… A mí sí que me gustaría
ser como un pájaro: no tener que cocinar, ni trabajar, ni soportar a la familia…,

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marcharme donde me plazca sin dar explicaciones a nadie.


HOMBRE FRONTERA 1: Mirad, parece que tiene las alas rotas. (Observan las
alas.) Están desgarradas…, sangran…, le han disparado, sin duda. Veis…, perdigones.
MUJER: Ni en el cielo encontrarán paz.
HOMBRE FRONTERA 2: Pues en la tierra solo encontrarán el infierno.

(Se oye como aporrean la puerta. Ladridos. Tensión.)

MUJER: Deben de ser los perros guardianes.


HOMBRE FRONTERA 1: Calla, pájaro de mal agüero.

(Hombre Frontera 1 se acerca a las bambalinas, con gesto


agazapado. Exige silencio. Se oyen ruidos, nuevos golpes, aullidos
caninos. Después, silencio.)

HOMBRE FRONTERA 1: Ya se han marchado. Son ellos. Rápido, tenemos que


esconderlo.
MUJER: Lo subiremos al árbol para que nadie lo encuentre. (Al Pájaro.) Hoy será
noche llena, en la cima del árbol podrás incluso ocultarte de la luna.
HOMBRE FRONTERA 2: No temas, aquí enseguida se hace de noche. Es la ciudad
donde antes llega el sol, ¿recuerdas? Y la primera que recibe a la noche.

(Cogen la cuerda del tendedero, la atan al Pájaro y hacen un


primer intento de subirlo al árbol.)

MUJER: Esperad…, vuelve a hablar… (Se aproxima, como traduciendo.) «¿Por qué
me…?». Pregunta que por qué le ayudamos.

(Hombre Frontera 1 y Hombre Frontera 2 se miran uno al otro,


interrogándose sobre las razones reales de su ayuda.)

HOMBRE FRONTERA 1: Somos gente diferente, personas… Desde hace siglos


damos de comer a los animales sin esperar nada de ellos, a las palomas, a los
perros, sin distinguir raza ni color. Eres un pájaro, también tienes derecho a

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nuestra ayuda.

(El Pájaro les observa uno a uno, con extrañeza.)

MUJER: No creo que tus palabras le hayan convencido.


HOMBRE FRONTERA 1: Si duda de mis palabras, que pregunte a los otros
animales. Ellos podrán decir si acaso miento.
MUJER: ¿Crees que los animales distinguen entre la verdad y la mentira? Ni yo
misma sabría explicar por qué nos arriesgamos ayudando a este pájaro.
HOMBRE FRONTERA 2: Es cierto. Yo he matado pájaros a porrillo, he sido cruel
con todos los animales que se cruzaron en mi camino; en cambio, este pájaro me
ha perturbado tanto que estoy arriesgando mi vida por él. Verlo colgado…, sí,
quizás haya sido esa la razón…, así, desvalido… No sé, pensé que necesitaba mi
ayuda. Extraño, ¿verdad?
MUJER: (Al Pájaro, cariñosa.) Duerme, duerme. A la noche te esconderemos en el
árbol, duerme. (A Hombre Frontera 1 y Hombre Frontera 2.) Está muy débil.
Debería descansar antes de que lo subamos al árbol.

(Asienten.)

HOMBRE FRONTERA 2: (A Hombre Frontera 1.) Estiremos las alas, pongámosle


cómodo para que duerma.

(El Pájaro se revuelve. Pretende hablar.)

MUJER: (Acercándose y traduciendo las palabras del Pájaro.) No desea dormir…


Dice que tiene miedo al sueño…, dice que… durante el sueño ocurren muchas
cosas, muchas cosas extrañas…
HOMBRE FRONTERA 1: ¿Qué cosas? Pregúntale de qué sueños extraños habla.
MUJER: (Como traduciendo.) Dice que en sueños…, que en sueños presiente el
futuro…
HOMBRE FRONTERA 1: Habla, dinos qué va a ocurrir. Cierra los ojos, duerme,
dínoslo.

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(La Mujer vuelve a acercarse para escuchar con nitidez las


palabras del Pájaro.)

HOMBRE FRONTERA 2: Cuenta, cuéntanos, ¿qué dice?


MUJER: Espera, apenas lo entiendo… (Como traduciendo.) Que sabe que vamos a
delatarle, que lo dejaremos abandonado…
HOMBRE FRONTERA 1: Ya lo he dicho, nunca podré entender a los animales.
Arriesgamos nuestras vidas y ¿qué recibimos a cambio?

(Nuevos golpes del exterior. Aullidos. El Pájaro tiembla


bruscamente.)

MUJER: (Alarmada.) Han vuelto…, han vuelto esos malditos perros.


HOMBRE FRONTERA 2: Han debido olerlo… Más pronto que tarde darán con él.

(Hombre Frontera 1 se aproxima a las bambalinas. Regresa


rápidamente.)

HOMBRE FRONTERA 1: Abramos la puerta y entreguémosle. Están revisando casa


por casa. Pronto estarán aquí.
MUJER: No, no. Escondámosle. Subámosle al árbol, nunca lo encontrarán.
HOMBRE FRONTERA 2: Es inútil, nada podemos hacer por él. Lo encontrarán y
nos acusarán de cómplices. ¿Sabéis qué significa dar cobijo a un bárbaro?

(Silencio: dejan de golpear la puerta, las voces del exterior se


alejan.)

HOMBRE FRONTERA 1: Tenemos que deshacernos de él. Es cuestión de minutos.


MUJER: Al menos, démosle de comer o limpiémosle las heridas. Lo que sea. Pero
que sepa que hemos hecho algo por él.

(La Mujer toma unas sábanas colgadas entre la ropa tendida,


las hace tiras como si fuesen vendas y, seguidamente, le limpia las
heridas al Pájaro.)

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MUJER: Pronto podrá volar, marcharse lejos… Desaparecerá de nuestras vidas y ya


nadie nos acusará de ser sus cómplices. (Al Pájaro.) Aún estas débil, pero debes
intentarlo…, tienes que volar.

(La Mujer intenta incorporarlo. El Hombre Frontera 2 niega


con la cabeza.)

HOMBRE FRONTERA 2: Regresará, tenlo por seguro… Conoce el camino. En


cuanto tenga un nuevo problema, volverá con nosotros buscando refugio. Le
ayudas una vez y él te exigirá un nuevo compromiso. ¿Y qué haremos cuando
regrese? ¿Volver a ayudarle? ¿Volver a sanarle las heridas? ¿Esconderlo una vez
más de los perros guardianes? (Se miran entre ellos.) ¿Os dais cuenta? Así
seremos dos veces cómplices…, dos veces condenados.
HOMBRE FRONTERA 1: Y después de él vendrán otros; él mismo los traerá, les
dirá que con nosotros estarán a salvo. Si ahora vienen pájaros, ¿qué vendrá
mañana?
HOMBRE FRONTERA 2: Pondrán nidos en todas las ramas, ocuparán el árbol
indefinidamente… y a nosotros nos juzgarán, nos condenarán sin remisión. No
debimos haberle ayudado, sino delatarlo.

(El Pájaro se agita nerviosamente.)

MUJER: Calla, callaos…, os está oyendo. (Se aleja, tras una reflexión.) Deberíamos
deshacernos de él.
HOMBRE FRONTERA 1: ¿Matarlo dices?

(La Mujer afirma con la cabeza, ocultándose ante la mirada


del Pájaro.)

MUJER: Nosotros le hemos dado la vida. Lo encontramos moribundo y le dimos la


vida, ¿no es verdad? Por lo tanto, tenemos el derecho a decidir sobre su muerte.
HOMBRE FRONTERA 2: (Al Pájaro, justificándose.) Antes te hemos ayudado
nosotros, ahora eres tú quien debe ayudarnos.

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(El pánico inunda al Pájaro. Se estremece de terror.)

HOMBRE FRONTERA 2: No, olvidadlo… No funcionará. ¿Qué ocurrirá cuando lo


encuentren, aquí, entre nosotros? Vivo o muerto es un bárbaro. Un bárbaro que
buscó refugio y a quien dimos cobijo. Vivo o muerto seremos condenados.
HOMBRE FRONTERA 1: Diremos que es nuestro prisionero.
HOMBRE FRONTERA 2: Si fuésemos sus carceleros, ¿por qué no respondimos
cuando llamaron a nuestra puerta? Esa será la pregunta y no tenemos respuesta.
Vamos a ser condenados, no lo dudéis.
MUJER: Obliguémosle a huir. (Se miran entre ellos, reflexionan sobre la propuesta.)
Sí, que huya.
HOMBRE FRONTERA 1: Pero volverá, y tarde o temprano seremos condenados.
(El Pájaro mira al Hombre Frontera 1, suplicante.) No me mires así, no intentes
engañarme, sé que volverás. Todos volvéis.
HOMBRE FRONTERA 2: Maldito animal, has hecho de nosotros unos monstruos.
Solo queríamos ayudarte y todo se ha vuelto en contra nuestra.
MUJER: (Gesto de haber tenido una idea.) Ayudadme…

(La Mujer recoge ropa del tendedero, la de colores más


llamativos.)

MUJER: En el norte, en tiempo de hambruna, los campesinos nunca mataban a los


pájaros que se comían sus cosechas.

(La Mujer cubre con tiras de ropa de colores al Pájaro. Este se


mueve y jadea de terror.)

MUJER: Los cazaban, los cazaban con redes y, en lugar de matarlos, los pintaban de
colores fuertes, llamativos, colores extraños, muy extraños. El pájaro pintado, lo
llamaban. Cuando los otros pájaros volvían en bandadas, estos no lo reconocían
como igual, sino que creían que era un ser diferente, extraño, monstruoso. Y,
entonces, ellos mismos lo mataban.

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(El Hombre 2 vuelve a coger la cuerda del tendedero, atan al


Pájaro Pintado —cubierto de tiras de ropa de color— y, haciendo
una polea, lo suben a la cima del árbol. El Pájaro Pintado tiembla
histéricamente.)

HOMBRE FRONTERA 1: Nosotros lo dejamos huir. Ellos lo matarán.

(En la cima del árbol, el Pájaro Pintado busca un lugar por


donde descender. No lo encuentra. Otea el horizonte. Por un
momento se cree con fuerzas para emprender el vuelo: estira y agita
las alas; de repente, un ruido anuncia la llegada de una bandada de
pájaros, cada vez más próxima; el Pájaro Pintado se muestra
nervioso y angustiado; pretende ocultarse y se acurruca bajo una
rama del árbol.)

HOMBRE FRONTERA 1: Vuela, vuela…


MUJER: No, no se atreverá a volar. Tiene terror, pánico a los suyos.

(Golpes entre bambalinas: los Perros han regresado.


Aporrean la puerta con insistencia: gritos, aullidos y voces que
exigen entrar. El Pájaro Pintado se yergue, quiere huir, pero no
encuentra por dónde escapar. Angustiado, busca un lugar desde
donde arrojarse: duda, retrocede y vuelve a mirar el vacío que se
abre a sus pies. In crescendo, nuevos golpes procedentes de las
bambalinas junto a un ascendente murmullo de pájaros que se
acercan.)

HOMBRE FRONTERA 1: Se va a tirar, se arrojará al vacío.


MUJER: Decídete, nosotros no podemos ayudarte. Salta, salta rápido…

(La escena queda a oscuras; un silencio breve. De repente, un


golpe seco y definitivo ocupa la escena. El Pájaro Pintado se ha
arrojado al vacío.)

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