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LOS BÁRBAROS
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LOS BÁRBAROS
1. Perros ciegos
3. Las manos
5. La protesta
6. Sin tierra
7. La despedida
8. Pájaro pintado
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LOS BÁRBAROS
1. Perros ciegos
PERRO 2: ¿Quién anda ahí? (Aúlla.) Alejaos, está prohibido acercarse. Marchaos, os
lo advierto: somos perros guardianes, feroces, sin escrúpulos, tenéis que temernos.
(Aúlla.) ¿Oís? Nadie cruzará la frontera.
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PERRO 1: Mienten, todos mienten. (Por los bárbaros.) … entonces, ¿cómo sabremos
cómo son realmente ellos?
PERRO 3: Violentos. Violentos y crueles. Así son los bárbaros: violentos, crueles,
salvajes…
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PERRO 1: ¿Miedo?
PERRO 3: Les rodea un inmenso mar. Pardo a la mañana, azul al quemar el sol, rojo
como el vino al atardecer. Un inmenso mar. Lo saben, saben de su belleza, de la
belleza del mar, pero ellos nos miran a nosotros. Solo a nosotros. Y olvidan el
mar.
PERRO 2: Nos están vigilando, ¿acaso no lo sentís? Están al acecho, somos sus
próximas víctimas.
PERRO 3: Nos observan, solo nos observan. Nada más.
PERRO 2: Dispara, busca un arma, dispara. Con sangre… (Aúlla.) Solo cruzaréis la
frontera con sangre…
PERRO 3: Calla. No somos bestias, solo animales.
(Perro 2 aúlla.)
PERRO 3: Nací perro de caza, y un cazador nunca olvida a su primera presa. Nunca.
(Recordando.) El mar de la mañana, ese de color pardo, lo trajo hasta la playa. Se
sabía abandonado y se dejó arrastrar por las olas. Lo sentí sin fuerzas, sin habla,
casi sin vida. Olfateé su cuerpo y no olía a nada. A sal, quizás. Aún veo su cuerpo.
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¿Escucháis lo que os digo? ¿Un perro ciego que aún guarda en su retina aquel
primer cuerpo? Su cara hinchada, los labios rasgados, sus manos roídas por el mar
y su cuerpo roto, abatido. Necesitó noches y días hasta tenerse en pie. Olvidó de
dónde venía. Olvidó qué buscaba. Solo ansiaba cruzar la frontera, sin saber el
porqué. Noche tras noche esperaba el momento de saltar la verja. Yo le vigilaba,
noche tras noche. Dormía con los ojos abiertos. Como yo. Boca abajo, dormía
boca abajo; las rodillas flexionadas, los brazos cruzados, la cabeza, aquella cabeza
tan negra, guarnecida entre sus rodillas. Alerta, dormía siempre alerta, dispuesto
en todo momento a saltar. Como un animal salvaje. Yo le vigilaba día y noche, de
cerca, y él, cansado de tanta espera, envejeció, envejeció lentamente, lentamente,
creyendo que algún día cruzaría esta frontera. Dejó de gemir, dejó de hablar en
sueños, se convirtió en un extraño para mí. Él mismo se sentía un extraño.
(Profundamente triste.) Y se dejó morir. Un día como hoy, precipitándose al
vacío.
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LOS BÁRBAROS
PADRE: El mal se esconde tras la belleza. Detrás del mar, de ese mar que retratan los
artistas, que cantan los poetas, de ese mar donde clavan la mirada los jóvenes
enamorados. El mal se esconde tras la belleza, detrás de los bosques que rodean la
frontera. Allí, el águila rapaz sobrevuela solitario buscando su víctima, los cuervos
en manada. El mal ya no se esconde tras las tinieblas. Ni en los callejones
estrechos de la casba, ni en la oscura medina, ni en la negra mirada del bárbaro.
Recuérdalo, hijo, el mal se esconde tras la belleza.
HIJA: Padre, rápido, vamos, pronto llegarán los ahogados… Rápido, bajemos al
puerto, los ahogados tardarán poco en llegar. Ya han bajado todos: los niños, las
madres, todos los hombres, los perros también. Vayamos, padre. El mar nos
devolverá muy pronto nuestros muertos.
PADRE: ¿Ya han llegado?
HIJA: Aún no, padre. Pronto, pronto llegarán. Dijeron que las olas nos habían
devuelto al hijo de Hassan. Hassan el beréber, el hijo de la vieja de la casba,
¿recuerda?… La Vieja, la más vieja de todas. (Decepcionada.) Pero no era cierto.
El mar aún lo retiene.
HIJA: (Como en secreto.) Dicen que naufragaron a la noche, en plena oscuridad. Eran
dos barcos, los pintaron en negro, de negro renegrido, para así engañar a las olas.
«Nos esconderemos en la noche», dijeron. (Con infantil felicidad.) Como si no
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existiesen, como si fuesen fantasmas, pero el mar los descubrió. ¿Por qué siempre
gana el mar, padre? Debería ser menos cruel, concedernos alguna esperanza.
PADRE: (Bruscamente) Tu madre, ¿dónde está madre?
HIJA: Ella fue la primera en bajar. Ha reservado el mejor sitio para usted. Lo
defiende con dientes y uñas. (Escenificando.) Fátima, la Flaca, se sentó a su vera.
«Hoy tendremos un pálido sol de enero. Nuestros hijos no se merecen tanta
tristeza». Y mientras hablaba, iba acercándose a madre y ganándole espacio. ¿Se
da cuenta? «Nuestros hijos tendrán lo que se merecen», le respondió madre,
empujándola y recuperando su sitio.
HIJA: Vayamos, padre. Ya está amaneciendo. Van a llegar. ¿Imagina, padre? Uno,
otro, un tercero, otro más, así hasta cuarenta. Llegarán, llegarán lentamente, pero
llegarán. Hoy será el día más largo. (Implorando como una chiquilla mimosa.)
Vamos, padre, bajemos al puerto.
PADRE: (Suspicaz.) ¿Ya bajó tu hermano al puerto?
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HIJA: Ya llegan, padre. Los veo. Al menos cuatro, padre…, más…, seis…, pronto
llegarán todos. ¿Por qué las olas no tienen piedad, padre? ¿Por qué no nos dejan
marchar? Es Hassan, padre, el hijo de la vieja. Está llegando. Míralo, blanco de
sal, la más suave de todas las muertes.
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PADRE: Márchate, hijo, márchate. La tierra es estéril, el árbol está seco, el mar ya no
da riquezas. Debes marcharte. No hay mayor desconsuelo para una madre que ver
a su hijo deambular como un espectro perdido. No hay mayor congoja para un
padre que saber que su primogénito perderá la dignidad. Márchate y algún día el
mar te traerá de vuelta. A ti, a Hassan, a los otros, a todos, un día el mar os
devolverá a nuestra tierra. Os enterraremos a todos, hijo, te lo prometo. Os
enterraremos. Márchate, hijo, márchate, te lo suplico.
HIJA: Padre, han regresado todos. 39, he contado 39 ahogados. Los he contado uno a
uno, 39. Solo 39, no he podido equivocarme. (Aturdida.) Padre, no he visto a mi
hermano.
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LOS BÁRBAROS
3. Las manos
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esconde?
HOMBRE FRONTERA: Sus papeles, rápido, ¿quién es usted? Entrégueme sus
documentos de identidad. Es una orden.
HIJA: No puedo. No tengo manos para entregárselos.
HIJA: Mis tierras alcanzaban hasta el árbol. Centenario, ¿sabe? Cada noche de verano
dormía bajo sus ramas. Lo conozco bien y él me conoce a mí.
HOMBRE FRONTERA: ¿Por qué cree que este árbol la conoce a usted?
HIJA: Porque dormíamos juntos. Noche tras noche. Desde hace años.
HOMBRE FRONTERA: ¿Por qué se empecina con un árbol que apenas da frutos?
¿No hay más árboles en sus tierras?
HIJA: No, es el único árbol que conozco.
HOMBRE FRONTERA: (A la defensiva.) ¿Qué quiere de mí?
HIJA: Mis manos, ya se lo he dicho, solo quiero mis manos.
HOMBRE FRONTERA: Y estas manos, ¿son las suyas? (La Hija niega con la
cabeza.) ¿Y estas? ¿Tampoco? (La Hija vuelve a negar.) Tome: manos recias, la
piel dura, curtida. Con ellas podrá labrar la tierra igual que lo harían doce fuertes
braceros.
HIJA: (Negando.) Son muy grandes, no las quiero.
HOMBRE FRONTERA: ¿Y estas? Pequeñas, femeninas, casi infantiles, suaves
como un guante. (La Hija niega.) Cuatro, le doy cuatro manos. ¿Qué le parece?
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HOMBRE FRONTERA: Bien. Empecemos una vez más. (Pactista.) ¿Qué prefiere?
¿Recuperar el árbol o sus manos?
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HIJA: Han vuelto a desplazar la frontera, ¿lo ve? Y ahora ¿quién me devolverá mis
tierras?
HIJA: ¿Me escucha, por favor? Son ellos, volvieron a robarme mis tierras.
HOMBRE FRONTERA: Sea comprensiva, señora. El problema nos concierne a
todos… Ya han llegado, señora, han llegado… Usted sabe de quiénes le hablo,
estoy en lo cierto, ¿verdad? (La Mujer agacha la cabeza.) Sí, han llegado…, no a
centenares, sino a miles… Han llegado y seguirán llegando. No lo niego, muchos
murieron por el camino, por las montañas, los más en el desierto. Una tragedia.
Pero han llegado y seguirán llegando. No son vecinos suyos, no, vienen de muy
lejos, de mucho más lejos, ya le he dicho, no a centenares, sino a miles. Desde
lugares lejanos, tan lejanos que no existen en los mapas; caminando, caminando
sin nada, hasta alcanzar nuestra patria. Al llegar a la frontera no tenían
documentos, ni dinero ni enseres de valor, no tenían nada. ¿Lo comprende,
señora? ¿Lo comprende ahora?
HOMBRE FRONTERA: Nada, nada traían consigo. Solo hambre y mucha pobreza.
(Le toma por los muñones.) ¿Cuántos de ellos llegaron con manos? ¿Cuántos?,
dígamelo. (Suelta los muñones.) Cansados, derrotados, inútiles e inservibles para
el trabajo. Así llegaron todos, no centenares, sino miles. (Señala hacia el patio de
butacas.) Ahí están aún. Mírelos. Abatidos, inservibles, sin nada.
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HOMBRE FRONTERA: No lo dude. Tómelo. Coja las que quiera y márchese. Sí,
márchese.
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LOS BÁRBAROS
NIÑO GENERAL 1: ¿Quién ganará esta guerra, nosotros o ellos? Díganmelo, mis
generales: ¿nosotros o ellos?
NIÑO GENERAL 1: Quien pierda la batalla tendrá que huir lejos, bien lejos. (Entre
dientes.) A otro planeta, quizás a la Luna. (Impaciente, al Niño General 3.) ¿No
responde, mi general?
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NIÑO GENERAL 3: ¿Quién? ¿Dios? No lo creo. A mi padre le han dicho que Dios
está harto de todos nosotros…, de nosotros y de los bárbaros… Está tan cabreado
que asegura que en diez días habrá un nuevo diluvio.
NIÑO GENERAL 2: ¿Universal?
NIÑO GENERAL 3: Universal. En diez días.
NIÑO GENERAL 2: Entonces, deberíamos irnos a la Luna… Y dejar aquí a los
bárbaros.
NIÑO GENERAL 3: No, qué va. Mi padre dice que no hay que preocuparse por lo
del diluvio, que en diez días tenemos tiempo de sobra para aprender a respirar bajo
el agua.
NIÑA PRESIDENTA: Generales, ¿por qué me han llamado con tanta urgencia?
(El Niño Tamborilero hace un redoble de tambor.)
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NIÑA PRESIDENTA: (Tapándose los oídos.) Deja de tocar ese trasto. Me aburres.
NIÑO TAMBORILERO: Es la guerra, señora presidenta.
NIÑO GENERAL 2: Véalo usted misma, señora presidenta.
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NIÑA PRESIDENTA: Le exijo entonces que contacte con todos los capitanes de la
M-A-R-I-N-A… (Deletreando.) y ordene el regreso de todos los barcos a puerto.
NIÑO GENERAL 2: Me temo que tampoco será posible, señora presidenta. Cuando
se remite una orden de guerra, las contraórdenes son inútiles… No sería serio,
como podrá usted comprender… Una guerra es una guerra, y no un juego.
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NIÑO GENERAL 3: Según nuestros informes, entre estos cien mil bárbaros se
esconden veinte mil invasores alfa… Invasor Alfa es el nombre en clave que
hemos dado a un tipo de bárbaro conocido por su alta peligrosidad, por sus
instintos violentos… (Entresaca fotografías de un segundo dosier.) Es similar a un
virus: se infiltra entre nosotros, nos contamina e infecta; después, expande el caos
y los disturbios allá donde se encuentra, y cuando por fin vamos a arrestarle, se
inmola. Es altamente contagioso. (La Niña Presidenta siente escalofríos.) Quizás
usted lo desconozca, pero… más del treinta por ciento de los bárbaros
naturalizados que viven en nuestras ciudades han sido infectados por invasores
alfa. (Toma un nuevo dosier, muestra nuevas fotografías.) Aún no sabemos cómo
se transmite este virus. ¿Contacto físico? ¿Intercambio de fluidos? ¿Telepatía?…
Lo desconocemos. (Apocalíptico.) En cualquier caso, se trata de una epidemia, una
verdadera epidemia que hemos de combatir.
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LOS BÁRBAROS
5. La protesta
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putos trabajos en el puerto, los putos trabajos en las basuras, nos roban los putos
cartones y la puta chatarra.
PROTESTATARIO 1: Y a nosotros, ¿qué nos dejáis a nosotros? ¿Hemos de vivir tan
solo con las cuatro perras de la pensión de la abuela?
PROTESTATARIO 3: Ya no somos los pobres del mundo, ¿verdad? Ahora lo son
ellos. Ahora les pagáis a ellos para callarlos. Les pagáis con nuestro dinero.
PROTESTATARIO 2: Pueblos del mundo, uníos. (Tira una piedra contra los
policías.) Toma pueblos del mundo. (Varias piedras más.) A vosotros también,
bárbaros. Miserables. Lo destruís todo.
PROTESTATARIO 1: (Arrodillándose junto a la Anciana.) Cuéntales, anciana,
cuéntales lo que hicieron contigo.
PROTESTATARIO 2: Diles, anciana, que una cosa es verlos en la calle, en sus
cafés, y otra es que te venga un barbudo de vecino a la puerta de al lado. Diles que
por las noches arden coches y contenedores, que se reparten pedradas y estallan
disparos.
PROTESTATARIO 3: Diles, anciana, que te roban cuando sales de casa y que al
volver han desvalijado tu hogar. Dilo, anciana, diles la verdad. A ti te creerán.
ANCIANA: Es la guerra más triste que he conocido, eso es lo único que sé, y yo he
conocido muchas guerras. Aunque apenas las recuerdo, eso también es verdad.
(Suspira.) Los pobres de aquí contra los que vinieron de lejos, contra esos pobres
negros, contra los moros, contra los que huyen de la pobreza, una pobreza mayor
que la nuestra. Mi hijo dice que nos peleamos por las sobras, como las ratas; por
las migajas, digo yo. Yo ya no recuerdo cuándo llegaron; fue hace muchísimo
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tiempo, eso sí que es seguro. Yo no les he hecho nada, apenas los conozco. Mi
médico me ha dicho que mi cabeza ya no funciona del todo, que solo recuerda
aquello que me ocurrió ayer, o anteayer. O lo que me interesa. Poco más. (Mirada
fija, recordando con esfuerzo.) Yo vine hace más de treinta años, o más, quizás.
(Sonríe.) Es extraño. Ahora lo recuerdo. Esta no era mi patria, ni mi tierra;
tampoco conocía la lengua de estos de aquí. Ni sus costumbres. Nos dijeron que
teníamos que aprenderla. Y yo era del sur, y los del sur siempre tenemos que
aceptarlo. Lo que nos digan. (Soñadora, cerrando los ojos.) Aún recuerdo la luz,
tan blanca; los olivares, los olores de la tierra seca, el calor y el bochorno, el sudor
en mi cuerpo, la sed, el blanco —tan blanco— de los pueblos del sur. (Con
amargura.) Aquí no, aquí todo es lluvia, solo lluvia, un día y otro más. Y frío. No
sé por qué quieren venir… (Recordando.) Antonio murió el año pasado. (Piensa,
insegura.) Sí…, el año pasado. Lo recuerdo. Antonio era mi esposo. Antonio decía
que el día que los bárbaros probasen su tortilla, respetarían nuestras costumbres.
Incluso que acabarían hablando esta lengua que también nos hicieron aprender a
nosotros. (Con rencor.) Yo siempre quise volver. No teníamos nada. Nunca lo
tuvimos. Antonio decía que él se negaba a ahorrar, no porque no pudiese, sino
porque cuando tienes unos cuantos euros, van y te operan. Al final me dejó una
pensión de ochocientos euros y cuatro hijos. (Sonríe.) Mi hijo, el menor, me dice
que no puedo morir. Le han dejado sin trabajo. Y mi nieta, que ya acabó sus
estudios, tampoco encuentra qué hacer. Los jóvenes del barrio están, todos, igual.
(Mira hacia las bambalinas, buscando al Hijo.) «No puedes morir —me dice—.
Vieja, no mueras». (Confidente.) Yo no deseo vivir mucho tiempo más. (Silencio.)
Antes hacía ganchillo en casa, para la fábrica, pero mis manos se torcieron. No por
dinero. Trabajaba para hacer algo con el tiempo. (Se mira las manos.) Ya no sirvo
para mucho. Mis manos se torcieron. (Con cotidianidad.) Hago la compra los
lunes, dos veces al mes, congelados y patatas, en la plaza, sí, abajo, en el mercado
de aquí, de la plaza. Ya no voy a la iglesia… desde que murió Antonio. Él nunca
entraba, pero, al menos, me acompañaba. Cuando escuchaba lo de «Ave María
Purísima», se volvía. Ahora la iglesia está como cerrada…, han entrado muchos
bárbaros a dormir, más de cien, dicen, y allí se han quedado. Carmen, que es mi
vecina, dice que estamos rodeados. Es más joven que yo. Se le murió el marido las
otras navidades. (Quejándose.) Por la noche no hay quien duerma. Con la edad ya
duermes poco, eso es verdad. Con los ruidos de sus peleas, que son casi todas las
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noches, ya ni duermes. Los moros. Sí, eso, sobre todo los moros. (Confidente.)
Anoche, yo lo vi, los atacaron con piedras, con palos y cuchillos. Mi hijo les arrojó
botellas con fuego. (Sonríe pícara.) Yo les tiré una maceta desde mi ventana.
(Silencio.) Le han dicho a mi hijo que si los bárbaros quisieran acabar con
nosotros, ya lo habrían hecho hace tiempo, porque son muchos más, y mucho más
violentos. Que por eso hay que echarlos, antes de que ellos nos maten a todos
nosotros. (Confidente, al espectador.) La guerra siempre le toca a la gente de
abajo. Eso sí lo sé bien.
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LOS BÁRBAROS
6. Sin tierra
HOMBRE FRONTERA: Eh…, amigo, ven, ven, … ven aquí…, sí, tú, tú, ¿quién si
no?
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CAMARERO: Madrugar, madrugar…, ¿de qué le sirve madrugar a quien nunca tuvo
suerte? (Se percata de la llegada del Sin Papeles.) Trabajar, trabajar…, el bárbaro
a trabajar, el señor a gastar. (El Sin Papeles ocupa una de las mesas.) Almorzar,
almorzar…, bien cena quien poco trabaja. (Finaliza su tarea, cubre con un paño
los vasos.) Rezar y rezar…, de Dios para abajo, todos los desgraciados viven de su
trabajo.
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que han perdido su tierra. A nadie más. Es, digámoslo, como tierra de nadie para
los «don nadie». En fin, para entendernos, un bar de desterrados.
SIN PAPELES: Soy como usted, señor, yo nací en África. (Ante la mirada incrédula
del Camarero.) Sí, en una tierra que no existe. Mejor dicho: en un país que ya no
existe. La tierra existe, sí, claro que aún existe, pero se la han quedado otros. De
mi tierra ya no queda ni el nombre, y cuando no tienes nombre, nadie puede
nombrarte. Y ya sabe usted: entonces dejas de existir.
CAMARERO: ¿Qué le pongo?
SIN PAPELES: No sé, cualquier cosa. Un café.
CAMARERO: La máquina está apagada.
SIN PAPELES: No importa. Agua, me valdría un vaso de agua. Realmente, lo que
busco es un poco de compañía. Hablar, ya sabe, hablar unos minutos y después me
marcharé. Me dijeron que aquí podría hablar de mí, compartir recuerdos, escuchar
a otras personas. Usted comprende lo que quiero decir, ¿verdad?, distraerme, pasar
el rato, ya sabe.
CAMARERO: Los lunes está prohibido hablar de recuerdos. Nada del pasado, nada
de la tierra que ya no es suya. Ya conoce las normas de la casa: los lunes queda
prohibido.
SIN PAPELES: ¿Y hoy es…?
CAMARERO: Lunes, precisamente hoy es lunes.
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HOMBRE: Ya…, ¿una especie de agente comercial, quiere decir usted?, o, acaso,
¿un representante de comercio?
SIN PAPELES: No, no. Comercial, comercial sin más. (Pone el maletín sobre la
mesa.) Vendedor ambulante, para entendernos. (Abre el maletín.) Yo estoy
satisfecho de mi profesión. Orgulloso, orgulloso… tal vez no, pero satisfecho creo
que sí. En ocasiones, siento que la gente me respeta; me refiero a mis clientes,
naturalmente. Un cliente mío, hace tiempo, me dijo que yo era un emprendedor,
un hombre forjado para el éxito.
HOMBRE: ¿Usted tiene estudios de comercio?
SIN PAPELES: No es un oficio fácil, exige especialización, pero… estudios,
estudios…, bueno, lo básico. Algo de matemáticas, contabilidad… Es importante,
sobre todo, conocer la mercancía, sus cualidades… Sí, la mercancía…, y, además,
tener una buena base de psicología. Psicología aplicada, así es como lo llamamos
en argot comercial. ¿Comprende lo que quiero decir? Más que estudios, mi
profesión requiere ciertas cualidades, digamos, innatas, que no se aprenden así
como así.
HOMBRE: Habla usted muy bien, yo diría que usted debe de tener estudios
universitarios, o algún máster más importante que las simples matemáticas y
contabilidad que nos decía antes.
SIN PAPELES: Le agradezco realmente sus palabras. Es que yo viajo, y viajando se
aprende. Con el tiempo que pasas en los caminos, de ciudad en ciudad, te haces
filósofo. Viajando siempre te sobra el tiempo y nunca sabes qué hacer con él. Y,
entonces, piensas, piensas y miras a tu alrededor…, y sin saberlo te conviertes en
un gran observador y, con un empujoncito, al final, puedes llegar a ser hasta un
intelectual.
CAMARERO: Viajar debe distraer mucho, además, ¿verdad?
SIN PAPELES: Usted lo ha dicho. Es cierto. Desde la prehistoria los hombres viajan.
No sé si los de la prehistoria viajaban para distraerse o para qué. Pero yendo de
ciudad en ciudad seguro que se distraían.
CAMARERO: Un cliente me dijo una vez que los griegos y los fenicios son los que
más viajan.
SIN PAPELES: Y los judíos, sobre todo. Ellos sí que eran grandes nómadas. Y ya
sabe que los judíos son gente inteligente, y es por el viajar. Yo soy más modesto.
Aprender aprendo, pero no mucho. Nunca estoy más de una semana en un mismo
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sitio. Quizás por esta razón nunca llegaré a ser nadie importante.
CAMARERO: Con tanto trajín debe de estar usted cansado… Algún día tendrá que
decir basta. No sé, lo digo porque llegará el día en que usted tendrá una cierta
edad…
SIN PAPELES: Lo de viajar dura toda la vida. Cuando naces ya lo sabes, así pues, no
puedes llamarte a engaño.
HOMBRE: ¿Ha visitado Londres?… ¿Berlín?… ¿Y París?… (Con asombro.)
¿Conoce París?…
SIN PAPELES: París hay que visitarla, al menos, una vez en la vida. En cambio, sus
gentes me han desilusionado. Y bastante. Creo que muchos de ellos se sienten
desesperados. Claro está, ellos no quieren reconocerlo, pero son infelices, lo puedo
asegurar. Yo soy muy observador, ya se lo he referido antes, y siento en ellos esa
desesperanza de los moribundos.
CAMARERO: Usted habrá aprendido idiomas para conversar con ellos, imagino.
SIN PAPELES: Apenas… Además, no lo necesito. Soy un pequeño comerciante, ya
se lo he dicho, un simple vendedor ambulante. A mis clientes no les gusta que les
dé conversación. A algunos sí, incluso me preguntan sobre mí, de dónde vengo,
pero no son muchos. Es la verdad… ¿Comprenden lo que digo? (Reaccionando
frente a las caras de decepción.) Algunas palabras sí que sé, pero no muchas. Las
básicas, ya sabe, el argot comercial. En este oficio mío, pasas muchos días sin
hablar, como recluido. Hasta se te olvida la lengua que aprendiste de tu madre. Así
que ¿cómo podría aprender otras lenguas? Por eso estoy aquí, para hablar, hablar
unos minutos antes de volver a emprender un nuevo viaje.
HOMBRE: ¿Usted debe de guardar grandes recuerdos de sus viajes?
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?
HOMBRE: (A la mujer, cansado.) Calla, mujer. Aún es lunes. (Al Sin Papeles.) Ya lo
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ve. Ella solo piensa en regresar…, viajar hacia atrás. Usted me da mucha envidia,
envidia sana, no lo dude. No obsesionarse con el pasado, viajar siempre hacia
adelante.
SIN PAPELES: No siempre, señor, no siempre. Siento mucho tener que defraudarle,
pero muchas veces pienso en el pasado. En mi tierra, en mi familia, ya sabe a qué
me refiero, en ese país nuestro que ya no existe.
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?
SIN PAPELES: Cuando viajas no tienes ocasión para estar triste. Esto lo he
aprendido con el tiempo. Vives despreocupado, olvidadizo. «Lo que ocurra tendrá
que ocurrir», te dices todas las mañanas. Si el negocio no ha marchado bien ese
día, piensas que al siguiente cambiará. «Las cosas vienen solas», te repites, «las
buenas y las malas» …
HOMBRE: Ahora usted parece un intelectual, más que un filósofo. Apenas le
comprendo.
SIN PAPELES: Disculpe, a veces no me doy cuenta de que hablo por hablar. Es la
necesidad. (Recordando.) Fue en el sur, en una de esas ciudades que dan al mar.
Mis clientes estaban allí, tumbados en la playa, y yo planté mi comercio junto a
ellos, a pocos metros. Todos miraban al mar, todos, como si esperasen algo.
CAMARERO: ¿Y qué esperaban?
HOMBRE: Sí, es absurdo, ¿qué esperaban?
SIN PAPELES: A eso mismo me refiero. No sé qué miraban, pero yo, de repente,
miré al mar y me acordé de mi tierra. Y sentí mucha tristeza. Recordé cómo de
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joven miraba el mar desde la playa… Recordé observar a los muchachos cuando
partían lejos… Recordé cómo esperábamos impacientes el día que el mar nos
devolvía nuestros ahogados. ¿Comprenden a qué me refiero? Mis clientes miraban
al mar, todos ellos, y yo pensé: «Quizá, desde la lejanía, están viendo la otra orilla
del mar, nuestra tierra; quizá —me dije después— miran el mar porque nos están
esperando». ¿Se dan cuenta?, nos están esperando. (Escenificándolo) «Venir,
acercaos, bienvenidos» … Es extraño, ¿verdad? Con solo mirar el mar, te puede
inundar la tristeza…
CAMARERO: Ya es medianoche.
MUJER: ¿Nos queda mucho para volver a casa?
CAMARERO: Sí, señora, ya puede hacer memoria, ya puede recordar, sí, ya llego la
madrugada del martes…
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LOS BÁRBAROS
7. La despedida
ASISTENTA: Vieja loca, vieja loca, ¿sabe usted por qué la llaman vieja loca?
ANCIANA: La gente es muy hija puta.
ASISTENTA: Señora, no debería hablar usted así.
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ruidosos? … Si, recuérdelo, aquellos niñatos tan pesados que pasaban el día
jugando a la guerra y tocando el tambor, ¿los recuerda ahora?… (La Anciana
asiente.) Cada día se marchó uno de ellos: el pequeño el lunes, los gemelos
desaparecieron el martes y el miércoles, uno cada día, y la madre a la noche
siguiente, con la niña, si, aquella que la apodaban la Generala …
ANCIANA: Qué lío, podrían irse juntos.
ASISTENTA: Lo hacen. Viajan en grupo, así es más seguro. Desaparecen uno tras
otro, para no llamar la atención; después, toman el camino del este, como si fuesen
al trabajo, al colegio, no sé, como si fuesen a hacer un recado…, pero en las
afueras de la ciudad se reúnen… Sí, allí se esperan unos a otros, escondidos…, y
cuando son más de diez o veinte…, incluso muchos más, se marchan, todos juntos,
juntos para ocultar el miedo.
ANCIANA: Por cada uno que se va, hay diez esperando para entrar.
ASISTENTA: Antes, eso sería antes. Hasta el indigente ha desaparecido.
ANCIANA: ¿El del cajero?
ANCIANA: ¿El que siempre está allí tumbado, sin hacer nada, maloliente…?
ASISTENTA: Claro, ¿qué podría hacer si no?
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ASISTENTA: Lo guardo, señora, lo guardo. Para mí. Para cuando me vaya…, que
será pronto. Para cuando tenga hijas, que algún día serán adolescentes.
ANCIANA: El color ya estará seco, roñoso, olerá a viejo.
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bien…, y ese día mi marido vendrá hasta aquí, a recogerme, tocará el claxon y me
dirá: «Nos vamos». Y entonces me iré.
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como ocultándote… Y sí, sí, lo dije, se lo dije a ellos, pero nunca te denuncié,
simplemente lo dije.
ASISTENTA: Pudo usted haber callado, pero no, me denunció. Usted misma me lo
contó, ¿tampoco lo recuerda? Para retenerme. Me dijo usted: «Te he denunciado
para tenerte cerca de mí». Me lo dijo como en sueños, hablándome como si yo no
estuviera presente; sí, recuérdelo, me lo dijo en uno de sus delirios de locura.
¿Locura? No era locura, no, qué va; se trataba de remordimientos, ¿verdad?
(Imitándola.) «Hija, te cuento un secreto del que nunca podremos hablar: te he
denunciado para tenerte cerca de mí».
ANCIANA: Era un secreto nuestro y los secretos se callan. ¿Cómo puedo hablarte
ahora si has roto nuestro secreto? ¿Como culpable? ¿Así he de hablarte: como
culpable y tú como víctima? (Enfurece.) Márchate. Si viniste de tan lejos solo para
hacerme sufrir, entonces no debiste ni haberte molestado en hacer un camino tan
largo.
ASISTENTA: Vine porque vine. (Orgullosa.) Y muy pronto me iré. (El perro ladra
una vez más.) «Prepárate, un día de estos nos marchamos», me volvió a decir mi
marido esta mañana. «Quizás, ese día puede ser hoy», le respondí yo. «Y ¿por qué
hoy y no mañana?», preguntó mi marido extrañado. «Ha de ser hoy, porque hoy
me siento con fuerzas. Con fuerzas para enfrentarme a la vieja loca. Ah, tantos
años acumulando rabia, resentimientos y rencores contra ella… En silencio, es
cierto, lo reconozco, con el silencio de una cobarde…, pero será esta misma
mañana —le prometí a mi marido—. Por fin hoy ha llegado el día en que podré
decírselo. (Convencida.) No me marcharé sin antes hacerla sufrir; no abandonaré
esta tierra sin antes contarle la verdad. —Y mi marido me abrazó—. Hoy nos
vamos. Hoy la harás sufrir, hoy le contarás la verdad». (A la Anciana, con
lágrimas en los ojos.) A usted no la odio por haberme denunciado. No la odio por
su crueldad, ni por su indolencia hacia mí, no. La odio porque usted me produce
ternura; ternura, mucha ternura, mi vieja loca. (Entre lágrimas.) Años y años
cuidándola, protegiéndola, mimándola, escuchándola… ¿Y usted?, ¿cuándo se
preocupó usted por mí? (Afloran las lágrimas. Se seca la cara.) No le reprocho
que no me quiera, no. Le reprocho que nunca lo haya intentado. (Toma el
pintalabios.) ¡Cómo desearía odiarla, no lo puede ni imaginar! (Negando con la
cabeza.) Me es imposible. (Se aplica el pintalabios.) Soy su cautiva, lo sabe usted
muy bien, su cautiva.
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ANCIANA: Pequeño, pequeño, perrito pequeño, ¿dónde estás?… Ven, ven aquí…,
¿dónde estás?
LOS BÁRBAROS
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8. Pájaro pintado
MUJER: Callad…, ¿os habéis dado cuenta? Ha movido la boca… Quizás quiera
decirnos algo.
MUJER: (Repitiendo las palabras del Pájaro, como si las tradujese.) «¿Dónde
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MUJER: Esperad…, vuelve a hablar… (Se aproxima, como traduciendo.) «¿Por qué
me…?». Pregunta que por qué le ayudamos.
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nuestra ayuda.
(Asienten.)
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MUJER: Calla, callaos…, os está oyendo. (Se aleja, tras una reflexión.) Deberíamos
deshacernos de él.
HOMBRE FRONTERA 1: ¿Matarlo dices?
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MUJER: Los cazaban, los cazaban con redes y, en lugar de matarlos, los pintaban de
colores fuertes, llamativos, colores extraños, muy extraños. El pájaro pintado, lo
llamaban. Cuando los otros pájaros volvían en bandadas, estos no lo reconocían
como igual, sino que creían que era un ser diferente, extraño, monstruoso. Y,
entonces, ellos mismos lo mataban.
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