Está en la página 1de 207

56

EJE PROBLEMÁTICO N° 3

EL HOMBRE QUE CONOCE: REFLEXIÓN


SOBRE EL CONOCIMIENTO Y LA VOLUNTAD HUMANA.

Reflexión filosófica sobre el conocimiento


La Teoría del Conocimiento – también llamada Gnoseología- es una disciplina que
pretende explicar filosóficamente el conocimiento humano. Si bien desde los inicios
de la filosofía diversos pensadores intentaron explicar el conocimiento humano, su
alcance y su esencia, se puede decir que recién en la Edad Moderna comienza
propiamente como disciplina filosófica independiente.

Algunos autores consideran que el inglés John Locke fue su fundador. En este
sentido, cabe recordar que en su obra “Ensayo sobre el entendimiento humano”,
plantea cuestiones sobre el origen y la esencia del conocimiento. En la misma línea
se pueden mencionar a Wilhelm Leibniz con su obra “Nuevos ensayos sobre el
entendimiento humano”; al obispo George Berkeley con su “Tratado de los
principios del conocimiento humano” y a David Hume con su “Tratado de la
naturaleza humana”. Se puede señalar además, como un verdadero exponente de
la Teoría del Conocimiento, al alemán Immanuel Kant, con su célebre obra “Crítica
de la Razón Pura”. John Locke

ANÁLISIS FENOMENOLÓGICO DEL CONOCIMIENTO

Para empezar a tratar acerca del conocimiento es posible realizar un análisis


fenomenológico del mismo. El objetivo es comprender “lo que ocurre” cuando se
conoce, antes de abordar cualquier teoría al respecto. Es decir, a partir de una
rigurosa observación, se intenta describir, explicar e interpretar el fenómeno del
conocimiento.

Se aspira a “aprehender la esencia general en el fenómeno concreto”. 42


Procediendo de esta manera, se descubre que en el conocimiento se hallan frente a
frente el sujeto y el objeto. Existe una correlación entre ambos, ello significa que el
sujeto es sujeto para un objeto y viceversa, el objeto solo es objeto para un sujeto.
Es decir, el sujeto supone un objeto de conocimiento y a su vez este objeto supone
un sujeto que lo conozca. De igual manera, se debe agregar que esta correlación
es irreversible, es decir que el sujeto que conoce no puede convertirse en el objeto
conocido y viceversa.

El objeto siempre es trascendente respecto al sujeto, es decir que permanecen


separados. La trascendencia implica la independencia del objeto respecto a la
conciencia cognoscente. El conocimiento supone una salida del sujeto para
apropiarse del objeto, por supuesto que no se trata de una apropiación material,
pero sí de una captación de su esencia y propiedades, una posesión intencional
del objeto. En este proceso, el objeto no se ve modificado ni alterado en su esencia.
Ahora bien, aquí aparece un tercer elemento que es la imagen, para llamarla
genéricamente, aludiendo al término mental a través del cual el sujeto conoce al
42
HESSEN, Juan. Teoría del conocimiento. Ed. Porrúa. México 1999. Primera parte, pág. 13.
57

objeto. Quien se ve determinado o modificado en este proceso de conocimiento es


el sujeto, sin embargo quien recibe la determinación no es directamente el sujeto,
sino la imagen del objeto. La imagen es en definitiva “el instrumento mediante el
cual la conciencia cognoscente aprehende su objeto”. 43

SUJETO OBJETO

IMAGEN

Aquí surge el concepto de verdad. El conocimiento es esencialmente verdadero,


pues si tengo un conocimiento falso en realidad carezco de conocimiento, estoy en
el error, en una ilusión, en la ignorancia.

Se puede definir la verdad como la adecuación o correspondencia de lo pensado


con la cosa pensada. Este es el concepto propio de la ciencia. El objeto en sí
mismo no se califica de verdadero ni de falso, sino que la verdad se encuentra en el
pensamiento, en el juicio y en su conveniencia o adecuación con la realidad.

Esto constituye una primera mirada, un acercamiento al fenómeno del


conocimiento, constituye una aproximación para plantear a partir de aquí algunas
problemáticas referentes a este tema.

PROBLEMAS EN TORNO AL CONOCIMIENTO

Una vez realizado el análisis fenomenológico se puede profundizar la reflexión del


conocimiento planteando tres problemas:

• La posibilidad del conocimiento.


• El origen del conocimiento.
• La esencia del conocimiento.

Respecto al primer problema, acerca de la posibilidad del conocimiento. La


pregunta que se plantea es si es posible conocer, si realmente el sujeto puede
conocer adecuadamente al objeto.

Cuando el planteo es acerca del origen del conocimiento, la pregunta se centra en


torno a la fuente del conocimiento; el objetivo es saber de dónde proviene el
conocimiento: de los sentidos, de la razón o quizás de ambos.

Por último se puede preguntar qué es lo que se conoce, es decir, cuál es la esencia
del conocimiento. Aquí se reflexiona si realmente el sujeto se conduce
receptivamente en el conocimiento o si lo hace activa y espontáneamente; es decir,
si el sujeto es quien se ve determinado en el acto de conocer, o si simplemente él
es quien construye su objeto de conocimiento.

Estos planteos tendrán diversas respuestas que serán analizadas a continuación.

43
Ibídem. Pág. 14.
58

POSIBILIDAD DE CONOCIMIENTO

Frente al problema de la posibilidad del conocimiento, analizaremos dos grandes


respuestas: el dogmatismo y el escepticismo, existiendo además una postura
crítica, intermedia entre las dos propuestas anteriores.

Dogmatismo
Se entiende por dogmatismo una actitud intelectual para la cual “no existe todavía
el problema del conocimiento”. 44 No toma conciencia aun del hecho que el
conocimiento constituye una relación entre un sujeto y un objeto y que entre ambos
hay una distancia. Existe una total confianza en la razón en su capacidad de
conocer la realidad. Se trata de una actitud que puede estar presente en distintos
momentos de nuestra vida y en distintos aspectos.

“El dogmatismo es la posición primera y más antigua tanto psicológica como


históricamente”. 45 En este sentido, se puede observar en los niños cierto
dogmatismo, pues no pusieron aún en tela de juicio la posibilidad de conocer; para
ellos no cabe duda que lo que se conoce es de la manera en que se lo percibe.
Históricamente se encuentran a los presocráticos 46 (considerados los primeros
filósofos) como autores dogmáticos.

Existen diferentes tipos de dogmatismo, tales como el dogmatismo ético,


metafísico, religioso. Se podrá observar más adelante que el racionalismo sostiene
un dogmatismo metafísico.

Escepticismo
El escepticismo es contrariamente al dogmatismo, una actitud intelectual que
desconfía de la posibilidad humana de llegar a conocer la verdad con certeza. El
escéptico toma conciencia que el conocimiento es una relación entre un sujeto y un
objeto y centra su atención en las limitaciones del sujeto para llegar al
conocimiento.

Al igual que el dogmatismo, puede existir escepticismo en diversos aspectos del


saber y en diferentes momentos de la vida. En los períodos de escepticismo, es
donde se produce un mayor crecimiento histórico y personal, siempre y cuando se
entienda como una actitud de desconfianza ante lo conocido o establecido, que
moviliza la duda y estimula la búsqueda de la verdad. Cuando el sujeto se instala
en el escepticismo, convirtiéndose éste en radical, inmoviliza la conciencia e
imposibilita el juicio.

44
Ibídem. Pág. 18.
45
Ídem.
46
Los presocráticos constituyen el primer elenco de filósofos con los cuales se considera que se
inicia la Filosofía. Ellos se denominaban presocráticos, no por haber vivido antes de Sócrates (si
bien algunos son anteriores a este autor), sino por sostener una temática y una forma de abordar
la Filosofía diametralmente opuesta a Sócrates. Su objeto de estudio era la naturaleza y buscaban
el arjé, que era el primer principio físico de donde provenía toda la realidad material y a donde ésta
regresaba una vez concluido su ciclo. Estos autores se dividían en escuelas y se consideran los
primeros filósofos por haber sido los primeros en dar respuestas racionales y no míticas a sus
interrogantes. Fueron dejando de lado el mito como modelo explicativo de la realidad. Dentro de
los presocráticos, se considera como el padre de la Filosofía a Tales ,de la escuela de Mileto, el
cual consideraba que el arjé era el agua.
59

Desde un escepticismo radical, se afirma que es imposible llegar a conocer la


verdad con certeza, por ende hay que suspender el juicio, abstenerse de juzgar. Sin
embargo, la afirmación del escéptico radical ya constituye en sí misma una verdad
que se enuncia como cierta, cayendo de esta manera en una contradicción. Esta
postura radical, termina anulándose a sí misma. Esta perspectiva radical es
sostenida sobre todo en la antigüedad por Pirrón de Elis (360-270). Sexto Empírico
(siglo II d.C.) sigue la línea del escepticismo pirrónico.

En René Descartes 47 se puede encontrar por ejemplo, un escepticismo metódico,


es decir la duda se convierte en un método de trabajo en la búsqueda de la verdad.
Descartes decide dudar de todo, hasta alcanzar un conocimiento claro y distinto, un
conocimiento que fuese indudable, de esa manera descubrirá como primera verdad
indudable al “cogito”. De hecho, si pienso, si me engaño, si dudo, hay algo evidente
de lo cual no puedo dudar: que si estoy pensando estoy existiendo. Por ello la
primera verdad indudable sería la certeza de la propia existencia que descubro en
el acto de pensar, pienso, luego existo.

“Así, fundándome en que los sentidos nos engañan algunas veces, quise
suponer que no había cosa alguna que fuese tal y como ellos nos la hacen
imaginar; y, en vista de que hay hombres que se engañan al razonar y
comente paralogismos, aun en las más simples materias de geometría, y
juzgando que yo estaba tan sujeto a equivocarme como cualquier otro,
rechacé como falsas todas las razones que antes había aceptado mediante
demostración; y finalmente, considerando que los mismos pensamientos que
tenemos estando despiertos pueden también ocurrírsenos cuando dormimos,
sin que en este caso ninguno de ellos sea verdadero, me resolví a fingir que
nada de lo que hasta entonces había entrado en mi mente era más verdadero
que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente después caí en la
cuenta de que, mientras de esta manera intentaba pensar que todo era falso,
era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese algo; y advirtiendo
que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de conmoverla,
pensé que podía aceptarla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía
que andaba buscando.” 48

En el caso de los sofistas 49 (Edad Antigua), el escepticismo que sostienen no es


radical sino probabilista, al cual se puede llamar relativismo. El relativismo
considera que no es posible conocer verdades absolutas y objetivas, pero sí
verdades probables. El concepto de verdad se circunscribe a ciertas condiciones
como cultura, lugar geográfico, momento histórico, etc.

Por otro lado, autores empiristas como David Hume (como se analizará más
adelante) sostendrán un escepticismo metafísico.

47
Filósofo francés, (1596-1650)
48
RENÉ DESCARTES. El Discurso del Método. Ediciones Orbis. Buenos Aires 1980. Pág. 71.
49
Elenco de filósofos que tenían como objetivo la educación de los jóvenes a través de la retórica y
la oratoria. Si bien el vocablo sofista proviene etimológicamente de sofos que significa sabio, su
connotación significativa cambia luego de la Guerra del Peloponeso ya que se los hace
responsables de la mediocridad y la decadencia moral de Atenas. En este sentido Aristóteles los
califica de traficantes de un saber aparente.
60

Criticismo
Sería posible, por supuesto, una postura crítica intermedia, que si bien comparte
con el dogmatismo la capacidad humana de conocer, analiza críticamente,
poniendo en tela de juicio todo conocimiento determinado, con el objetivo de
alcanzar la verdad.

ORIGEN DEL CONOCIMIENTO

Racionalismo
“Posición epistemológica que ve en el pensamiento, en la razón, la fuente principal
del conocimiento humano”. 50 Según el racionalismo un conocimiento solo merece
este nombre cuando es “lógicamente necesario y universalmente válido” 51. Un
conocimiento sobre una determinada realidad será lógicamente necesaria, cuando
lo predicado de la misma constituya una nota esencial. Por ejemplo, si se dice: el
triángulo es una figura de 3 lados, se ve que lo predicado acerca del triángulo
constituye una nota esencial que si se le negara se cometería un grave error. Ahora
bien, si se dice: la mesa está en la sala, el estar en la sala no es esencial de la
mesa, puede constituir un dato exacto, de hecho o fácticamente, pero su veracidad
está condicionada por la experiencia; no constituye un conocimiento universal sino
contingente. Por otro lado, se ve claramente que no posee una necesidad lógica, no
es necesario que la mesa, para ser mesa, deba estar en la sala.

Por lo tanto, los juicios lógicamente necesarios y universalmente válidos se fundan


en la razón y no en la experiencia.

Entre los autores racionalistas que se pueden encontrar cabe mencionar a Platón 52.
Este autor plantea la famosa teoría de los dos mundos, donde describe la
existencia de una realidad sensible, que está en un constante cambio, que posee
un carácter apariencial. A esta realidad la denomina Mundo Sensible o Mundo de
las Sombras. Por otro lado se encuentra una realidad inmutable y permanente
donde se encuentran las ideas de todas las cosas; a este mundo lo denomina de
las Ideas.

Según este autor, el alma humana se encuentra originariamente en el Mundo de las


Ideas contemplando la verdadera realidad de las cosas. Platón desprecia la
realidad del Mundo Sensible como fuente de conocimiento, pues éste solo aporta
un conocimiento cambiante, no pudiendo llegar a la certeza, sino solo a la doxa u
opinión. Por ende, los sentidos no pueden conducirnos a un verdadero saber.

Según Platón el alma cae del Mundo de las Ideas al Mundo Sensible (a causa de
una culpa originaria) quedando encerrada en un cuerpo. En este Mundo Sensible el
hombre conoce indirectamente las ideas a través de una reminiscencia, o sea un
recuerdo. En este proceso, las realidades del mundo sensible funcionarán como un
estímulo que le permite recordar la verdadera idea que una vez conoció mientras
estuvo en el Mundo de las Ideas.

50
HESSEN Juan. Óp. Cit. Primera parte, pág. 26.
51
Ídem.
52
Autor antiguo, maestro de Sócrates.
61

Es posible apreciar que en Platón el objeto sensible, al cual se accede a través de


mis sentidos, no constituye objeto de conocimiento sino, simplemente, un estímulo
que me permite recordar mi verdadero objeto de conocimiento que es la idea. Se ve
claramente cómo prioriza la razón sobre la experiencia sensible.

Entonces, para Platón, la fuente de conocimiento no está en la experiencia


sensible, sino que se encuentra en una realidad superior y trascendente al hombre
y la realidad sensible, en el Mundo de las Ideas.

Se puede encontrar otro representante del racionalismo en San Agustín. Este autor
coloca las ideas en el pensamiento de Dios. El conocimiento se produce cuando el
espíritu humano es iluminado por Dios.

Ya en la Edad Moderna, se encuentra un racionalismo fuertemente representado


por René Descartes, como así también por Leibniz. Descartes plantea la existencia
de ideas innatas en el pensamiento, las mismas “representan un patrimonio a priori
de la razón”. 53

Los autores racionalistas plantean de diferente modo la existencia de un


conocimiento intuitivo, es decir, directo, capaz de otorgar un conocimiento cierto. En
este sentido cabe recordar la visión directa de las ideas en Platón, la iluminación en
San Agustín y la captación directa del yo en el acto de pensar en Descartes.

También es posible encontrar cierto innatismo de ideas, es decir, un cúmulo de


contenidos de conciencia originario que no proviene directamente de la experiencia
sensible.

Empirismo
Desde la perspectiva empirista “no hay ningún patrimonio a priori de razón” 54 Los
conocimientos provienen exclusivamente de la experiencia. En esta teoría se parte
de los hechos y se niega la existencia de ideas innatas. Se considera que no hay
nada en el entendimiento que no provenga de la experiencia.

Los empiristas provienen en general del ámbito de las ciencias naturales y por lo
general reconocen una doble experiencia, interna y externa. Por ejemplo John
Locke diferencia una experiencia interna (reflexión), constituida por las diferentes
actividades de nuestra propia mente y una externa (sensación), de donde se origina
el mayor número de ideas que tenemos. Existen para este autor ideas simples y
complejas. “El pensamiento no agrega ningún nuevo elemento, sino que se limita a
unir unos con otros los distintos datos de la experiencia”. 55

Otro autor empirista es David Hume, el cual diferencia las impresiones e ideas. La
diferencia entre ambas radica en la mayor vivacidad que caracteriza a la impresión.
Así, no es lo mismo poner la mano en el fuego y quemarse que recordar el dolor
que sentí cuando puse la mano en el fuego y me quemé. Para él, “las impresiones
poseen un grado mayor de fuerza y vivacidad y comprenden todas nuestras

53
HESSEN Juan. Óp. Cit. Primera parte, pág. 28.
54
Ibídem. pág. 30.
55
Ibídem. Pág. 31.
62

sensaciones, pasiones y emociones: las ideas en cambio, son las débiles imágenes
que las impresiones dejan en el pensar y razonar”. 56

Según David Hume, todas las ideas se resuelven en impresiones correspondientes,


de manera que las impresiones se convierten en punto de referencia para
determinar la validez o no de una idea.

Por este motivo, Hume pone en tela de juicio la validez de ciertas ideas que
parecieran no tener un correlato sensible correspondiente. Cabe mencionar a modo
de ejemplo el análisis que este autor realiza sobre el concepto de causalidad. Para
él, al realizar el análisis de la relación entre causa y efecto (relación causal), se
debe partir exclusivamente de la experiencia.

Según este autor no es posible captar en la experiencia sensible una conexión


causal, no pudiendo inclusive descubrir el efecto en el análisis de la causa .Por tal
motivo, desde una perspectiva exclusivamente empirista, donde se considera que lo
que conocemos tiene su origen exclusivamente en la experiencia, es posible
comprender que se afirme la imposibilidad de conocer un influjo causal entre un
evento A y otro B, pudiendo solamente constatar una contigüidad entre ambos.

Si se dice: “El sol calienta la piedra” la única evidencia sensible que se tiene es la
de la piedra y la del calor del sol, pero no es posible conocer en cuanto dato
sensible, el influjo causal entre uno y otro. Por ello Hume considera que nuestra
convicción de que A es causa de B, se funda en la costumbre o el hábito. “La
inferencia causal es, pues, resultado de la creencia y de la conjunción habitual entre
dos objetos”. 57

Cabe mencionar además a John Stuart Mill (1806-1873), quien da un paso más
respecto de Locke y Hume “reduciendo también el conocimiento matemático a la
experiencia, como única base del conocimiento”. 58

Se puede finalizar diciendo que el empirismo conduce a un escepticismo metafísico.


En el análisis realizado por Hume acerca del conocimiento, se manifiesta la
negativa a aceptar como válido todo concepto o idea que no tenga un correlato
evidente en la experiencia sensible. En este sentido, por ejemplo, Hume critica la
idea de una Ética Normativa, pues considera que la idea de un deber ser al que se
refiere la norma, es incognoscible.

De hecho, solo es posible conocer empíricamente aquello que es. Ese ser es para
Hume empíricamente evidente. Por ello es inconducente pretender pasar del is al
ought, del ser al deber ser, este sería un paso totalmente improcedente. No se
puede analizar lo que el hombre debería hacer, sino tan solo describir lo que de
hecho hace. Sería posible hablar de una Ética Descriptiva.

Posturas intermedias
Frente a estos análisis diametralmente opuestos es posible distinguir dos
posiciones intermedias, una representada principalmente por Aristóteles y otra por
Kant. Las podemos llamar “intelectualismo y apriorismo” respectivamente. 59

56
VÍCTOR SANZ SANTACRUZ. Historia de la Filosofía Moderna. Ed. EUNSA. Barcelona 1991. Pág.
300.
57
Ibídem. Pág. 309.
58
HESSEN Juan. Óp. Cit. Primera parte, pág. 32.
63

Según las posturas intelectualista y apriorista el conocimiento proviene tanto de la


experiencia como de la razón. “Ahora bien, el intelectualismo considera (de la
misma manera que el racionalismo) que es posible llegar a juicios lógicamente
necesarios y universalmente válidos sobre objetos reales; sin embargo, niega la
existencia de contenido a priori de nuestra razón y deriva todo conocimiento de la
experiencia” 60.

Por ejemplo, el juicio “todos los cuerpos son extensos” es lógicamente necesario y
universalmente válido, pero éste no es un patrimonio a priori de la razón sino que
se lo descubre en la realidad física y en la interacción con los cuerpos. Por ende, la
inteligencia, obtiene siempre sus conocimientos de la experiencia. No hay nada en
el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos. Si bien, esto también es
sostenido por el empirismo, el alcance que se le da a esta frase es diferente. Para
el empirista la idea es una impresión pensada y no es posible descubrir un
concepto universal en este dato de la experiencia.

En cambio, el intelectualista considera que los sentidos son las puertas y ventanas
por las cuales ingresa el conocimiento al sujeto. De esta forma, las ideas son
obtenidas de la experiencia, a través de un proceso de abstracción. La abstracción
es, según Aristóteles, un proceso connatural de la inteligencia humana que permite
captar un concepto universal a partir de la experiencia sensible.

Nunca podrás bañarte dos veces en el mismo río, porque el río no será el mismo y
tú tampoco, decía Heráclito. Ahora bien, apelando al sentido común se comprende
que a pesar que las aguas del río se encuentren en un constante movimiento y que
el sujeto cambie permanentemente (seremos algo más viejos al finalizar la lectura
de este módulo respecto a cuándo la empezamos), hay sin embargo algo
permanente que me permite reconocer al río y a mí mismo a través del cambio. Y
¿qué es esto permanente?.Será quizás la Idea, como dijo Sócrates.

El sujeto es capaz de conocer las cosas a través de ideas, las cuales son
permanentes, necesarias, universales. La idea contiene una esencia, es decir,
aquello que la hace ser lo que es, una idea de hoja de papel y no hoja de árbol. Por
esa razón, la idea de hoja de papel no cambia, es siempre igual y puedo aplicarla a
cualquier hoja de papel que exista. Ahora bien, la hoja de papel real y concreta que
tengo en mis manos sí es susceptible de cambios y destrucción, es contingente y
tiene características propias.

Pero, ¿cómo llegó la idea a la inteligencia humana? Sócrates no lo explica, pero


Platón dirá que existe un Mundo de Ideas, por encima del Mundo Sensible y del
sujeto, allí las almas (antes de caer a sus cuerpos) conocen las ideas y al nacer las
traen incorporadas (innatismo de las ideas). La reminiscencia constituye un
recuerdo de estas ideas. Aristóteles comprenderá que la idea no puede tener una
entidad ontológica (real, existente fuera de la inteligencia humana) sino que ésta es
un patrimonio de la razón y guarda una relación necesaria con el orden de las
realidades físicas y metafísicas. Es decir, si tengo una idea de mesa a esta idea la
obtuve (a través del proceso de abstracción) de la mesa real y concreta, no es una
idea innata que obtuve de un Mundo de Ideas o de una iluminación divina.

La postura apriorista representada por Kant, considera que hay en el sujeto


factores a priori, es decir, independientes de la experiencia. Estos factores, son en
realidad formas a priori que reciben su contenido de la experiencia y entre ambos

59
Cfr.: Ibídem. Primera parte, pág. 32 y 33.
60
Ídem.
64

se construye el objeto de conocimiento. “Los factores a priori semejan en cierto


sentido recipientes vacíos, que la experiencia llena con contenidos concretos”. 61

El apriorismo sostiene que el sujeto construye el objeto de conocimiento con dos


elementos fundamentales: las formas a priori que no provienen de la experiencia
sino que son parte constitutivas del sujeto y las sensaciones provenientes de la
experiencia sensible.

ESENCIA DEL CONOCIMIENTO

Realismo
Es una “posición epistemológica según la cual hay cosas reales, independientes de
la conciencia”. 62 Es posible distinguir tres modalidades dentro del realismo:

• Realismo ingenuo: considera que la realidad es tal como la percibimos.


No se toma conciencia aún de la distancia existente entre el objeto
percibido y la percepción de dicho objeto. “No ve que las cosas no nos son
dadas en sí mismas, en su corporeidad, inmediatamente, sino como
contenidos de la percepción”.1 Todo lo percibido conviene a la realidad del
objeto, tal como lo percibimos.
• Realismo natural: ingresan en él ciertas reflexiones críticas acerca del
conocimiento. Se toma conciencia que hay una distancia entre el objeto y
el objeto percibido, el cual es un contenido de conciencia. En esta postura
se encuentra Aristóteles, el cual plantea claramente en el proceso de
abstracción cómo el sujeto a partir de la realidad concreta del objeto va
separando lo accidental y particular hasta llegar a la idea o concepto.
• Realismo crítico: considera que las propiedades captadas por un solo
sentido como el color, sonido, olor, sabor, existen solamente en nuestra
conciencia y que no se dan en el objeto de la misma manera que las
percibimos. El sabor dulce por ejemplo, no se encuentra en el azúcar sino
en mi degustación de la misma. Ahora bien, en el azúcar sí hay ciertas
condiciones objetivas (físico-químicas) que en contacto con mi órgano
sensorial me lleva a percibir “lo dulce”.

Más allá de las diversas posturas dentro del realismo, todas sostienen que existe
una realidad objetiva independiente de mi conciencia y mi voluntad y que esta
realidad existe aunque yo no la conozca. Por otro lado el sujeto tiene la capacidad
de conocer la realidad, de aproximarse a ella. Para poner un ejemplo se puede
decir que desde una postura realista el valor no es una realidad que uno inventa o
construye, sino una realidad con la que uno se encuentra. El valor sería definido
como un bien que se presenta como deseable, una realidad que encuentro, que
descubro.

Idealismo
Esta postura sostiene que no hay cosas reales independientes de la conciencia.
“Ahora bien, suprimidas las cosas reales, solo quedan dos clases de objetos, los de

61
Ibídem. Pág. 34.
62
Ibídem. Pág. 39.
65

conciencia (las representaciones, los sentimientos, etc.) y los ideales (los objetos de
la lógica y la matemática), el idealismo ha de considerar los pretendidos objetos
reales como objetos de conciencia o como objetos ideales”. 63

Se pueden distinguir el idealismo subjetivo o psicológico y el idealismo objetivo o lógico.

El idealismo subjetivo o psicológico considera que la realidad es, en definitiva,


un contenido de conciencia. El ser del objeto consiste solamente en su ser
percibido por nosotros. La realidad no es independiente de nuestra conciencia.

Por otro lado se encuentra el idealismo objetivo o lógico, el cual considera que el
contenido de la conciencia “no es un complejo de procesos psicológicos, sino una
suma de pensamientos, de juicios”. 64

“Mientras que el idealismo subjetivo ve en el objeto del conocimiento algo


psicológico, un contenido de conciencia, y el realismo lo considera como algo real,
como un contenido parcial del mundo exterior, el idealismo lógico lo tiene por algo
lógico, por un producto del pensamiento”. 65

“Para el idealismo, lo que existe no son las cosas, sino el pensamiento; éste
es lo que existe, puesto que es lo único de que yo tengo inmediatamente una
intuición. Ahora bien, el pensamiento tiene esto de peculiar: que se tiende o se
estira –por decirlo así- en una polaridad. El pensamiento es, por una parte,
pensamiento de un sujeto que lo piensa; y por otra, es pensamiento de algo
pensado por ese sujeto; de modo que el pensamiento es esencialmente una
correlación entre sujeto pensante y objeto pensado. Ese pensamiento, así, en
esa forma, por ser precisamente correlación, relación inquebrantable entre
objeto pensante y objeto pensado, elimina necesariamente la cosa o
substancia en sí misma. No hay ni puede haber en el pensamiento nada que
sea en sí mismo, puesto que el pensamiento es esa relación entre un sujeto
pensante y un objeto pensado”. 66

Desde una perspectiva realista se sostiene que el objeto existe, es y posteriormente


es pensado, mientras que la postura idealista considera que el ser pensado es lo
que constituye al objeto. Es decir, el objeto es un contenido de conciencia. El
pensar es lo que crea, constituye al objeto. El acto de pensar el objeto es el acto de
objetivarlo, de concebirlo como tal. De esta manera el idealismo logra eliminar la
“cosa en sí”, es decir, la afirmación de que existe algo en sí, independientemente de
la conciencia. En este ámbito cabe mencionar a Kant, y posteriormente a Fichte,
Schelling y Hegel.

LOS ÁMBITOS DEL CONOCIMIENTO

El conocimiento consiste en la adquisición o incorporación de algo que no se tiene


(información, datos, realidades, vivencias, personas, etc.). Al afirmar que es
incorporación implica una acción y, en consecuencia, la presencia de facultades
que realizan dicha acción: en el caso del hombre se tratan de los sentidos y de la
inteligencia.

63
Ibídem. Pág. 43.
64
Ibídem. Pág. 44.
65
Ídem.
66
GARCÍA MORENTE, Manuel. Lecciones preliminares de Filosofía. Madrid, 2007. Pág. 272.
66

Esto genera dos maneras distintas pero complementarias de conocer: el


conocimiento sensible y el conocimiento intelectual.

El Conocimiento Sensible
El conocimiento es una acción vital dirigida hacia un objeto. Vinculado a lo
corpóreo hablamos del conocimiento sensible, el cual supone la presencia de los
sentidos. Éstos, a su vez, se apoyan en los órganos físicos; por eso decimos que
los sentidos necesitan y están condicionados por el cuerpo: si estamos enfermos, si
estamos afectados por alguna dolencia, si un órgano sensorial está temporal o
permanentemente afectado, la función del conocimiento sensible se verá limitada.

Este conocimiento que se realiza por medio de los sentidos y está dirigida
hacia objetos que son materiales (denominados “sensibles”) se realiza en un
momento y lugar determinados (acá surge nuevamente la condición espacio-
temporal a la que estamos sujetos). Es necesario redefinir el concepto de
“materiales”, dado que cuando decimos que los sentidos conocen todo lo que sea
material, esto no es sólo lo que se puede ver y tocar, sino que material será todo
aquello que pueda ser captado por cualquiera de los sentidos. Entonces un olor o
un sabor o un sonido son objetos materiales porque son percibidos por los sentidos.
Si no tuvieran esta condición no podrían ser conocidos o captados sensiblemente.

Por lo tanto, todo lo que nos rodea es factible de que lo conozcamos


sensiblemente. Toda la realidad circundante es conocida por alguno de los
sentidos, sea que intervenga un solo sentido para conocerlo (se trataría de un
objeto o sensible propio) o de que intervengan en forma simultánea dos o más
sentidos (sensible común). Por lo tanto, nada escapa a la sensación externa
(excepto el caso de no prestar atención o que estemos afectados corporalmente y
ello nos impida o limite la sensación).

Por ejemplo, cuando tenemos en nuestras manos un libro, éste se trata de un


objeto o sensible común pues el mismo es posible de ser conocido mediante la
acción de dos o más sentidos, es común a varios sentidos; en este caso intervienen
el tacto y la vista para conocerlo. Si al caminar por alguna calle de la ciudad
sentimos música que proviene desde algún lugar (sin ver quienes la ejecutan) ese
sonido sólo lo percibimos por el sentido de la audición, entonces aquel objeto que
sólo se percibe por un único sentido se denomina objeto o sensible propio.

A los fines de profundizar en el estudio del conocimiento a continuación se


expondrán características del mismo. De acuerdo a la constitución esencial del
hombre (un ser corpóreo-espiritual y por lo tanto partícipe de dos dimensiones:
material y espiritual) ello permite sostener que el hombre tiene un tipo de
conocimiento que es sensible e intelectual. Todos los animales poseen el
conocimiento sensible (o también llamado “sensibilidad”) porque todos poseen los
llamados sentidos; pero en el caso del hombre (animal racional), posee además del
conocimiento sensible, el conocimiento intelectual (o intelección).

El siguiente esquema presenta el modo de conocer del hombre, según el cual se


analizarán los distintos pasos del mismo:

Externo
Sensible
Hombre Conocimiento Interno
Intelectual
67

El conocimiento sensible externo

Primeramente se distinguirá que en el conocimiento sensible externo intervienen


tres elementos: los sensibles, los sentidos y la sensación.

1.- Los sensibles constituyen el objeto de los sentidos, es lo que los sentidos
van a conocer. Los sensibles constituyen todo el universo material que nos
rodea. Entre los innumerables objetos que sentimos, éstos se pueden
clasificar o más bien distinguir entre: objeto propio y objeto común.
El objeto propio o sensible propio es el que sólo es perceptible por un
sentido (por ejemplo, los sonidos, la música sólo los percibe el sentido del
oído; los olores son captados solamente por el sentido del olfato). El objeto
o sensible común, es aquella cosa que es captada por dos o más sentidos.
Por ejemplo, el movimiento, es captado por el sentido del tacto, de la vista;
así por ejemplo, un auto es percibido por la vista, el tacto, el oído si éste se
desplaza, el olfato si éste despide olores)
2.- Los sentidos son una facultad por medio de la cual se conoce algo (los
sensibles). La función de ellos consiste en poner al ser vivo en relación con
el medio físico en el que tiene que vivir, y al que, para vivir, tiene que
adaptarse. Todos los sentidos concurren a este fin. Entonces, el objeto de
los sentidos es el medio físico o el universo material o el conjunto de los
cuerpos con los que estamos en relación. Es una potencia pasiva, en el
sentido de que comienza a funcionar cuando es impresionada por algo, por
alguna cosa.
Desde un punto de vista filosófico, en cuanto a la naturaleza de los sentidos,
se puede afirmar que:
a. un sentido es una facultad: es decir, un sentido no es un ente
independiente, una substancia, pues no tiene existencia propia; no
existe separado sino que existe en un ser vivo.
b. el sentido es una potencia pasiva: el sentido entra en actividad
solamente si es movido, es decir, excitado o estimulado desde el
exterior.
c. el sentido no es ni material ni espiritual: no es puramente material,
corporal, no se reduce al órgano, a lo meramente corpóreo. Tampoco es
espiritual, sino que más bien el sentido se apoya en algo corporal para
poder funcionar.
Ya los antiguos distinguían cinco sentidos: el sentido de los colores: la vista;
el de los sonidos: el oído; el de los sabores: el gusto; el de los olores: el
olfato; el de la resistencia: el tacto.
3.- La sensación es un fenómeno psíquico consistente en un acto de
conocimiento. Los sentidos conocen a los sensibles por medio de la
sensación.
Como características de ésta podemos señalar:
a. la sensación es un fenómeno psíquico.
b. la sensación es un acto de conocimiento.
c. la sensación es un conocimiento relativo. Es relativo a la naturaleza de
los sentidos, pues cada sentido conoce lo que lo corresponde. Así la
vista conoce una superficie coloreada, el oído los sonidos, etc. Es
relativo al estado del sentido: influye la salud, la fatiga, la lesión del
órgano del sentido. Es relativo a las demás sensaciones, es decir, a lo
que ya conocemos y que se agrega para seguir conociendo. Es relativo
a la atención que se preste para conocer (por ejemplo, podemos estar
mirando al docente explicar pero pensando en otra cosa: por lo tanto el
conocimiento que debiéramos adquirir a partir de esa explicación no se
68

logra). Es relativo a la presencia de factores externos (por ejemplo, en


una clase donde el docente está exponiendo y hay fuertes ruidos
exteriores ello impide que los alumnos puedan atender debidamente por
la presencia de estos factores provenientes desde el exterior).
d. la sensación es una intuición. La intuición puede definirse como el
conocimiento inmediato de un objeto concreto presente. En el
conocimiento sensible, el objeto es concreto y además está presente a
los sentidos: un auto que se ve es concreto y está frente a los sentidos.
Por último el conocimiento sensible es inmediato, es decir que se
produce sin razonamiento.

En cuanto a la explicación de cómo sucede la sensación, se tiene que reconocer


que el sentido, por ser una potencia pasiva, permanece en potencia de sentir
mientras no es excitado. Es decir, está en estado pasivo si no hay qué conocer, si
no hay algún objeto que lo estimule. Presentado un objeto cualquiera, éste estimula
la acción del sentido para que conozca. El sentido excitado reacciona según su
naturaleza, conoce lo que cada sentido le corresponde conocer (la vista los colores
y el tamaño, etc.)

De allí que se define a la sensación como “el acto común del que siente y lo
sentido”. O sea, que en la sensación se debe reconocer la intervención simultánea
del sujeto (el que siente) y del objeto (lo sentido).

El conocimiento sensible externo puede esquematizarse de la siguiente manera:

Acción de conocimiento
Hombre Cosas

Sentido Sensación Sensibles

El hombre está frente a todas las cosas que nos rodean (denominados “sensibles”).
Frente a ellas se realiza la acción del conocimiento (“sensación”) por medio de las
facultades que posee (los “sentidos”).

El conocimiento sensible interno

Conocimiento sensible externo Conocimiento sensible interno

Los sentidos externos para poder realizar su acción necesitan de la presencia de


algo externo que los impacte y de ese modo comience el proceso del conocimiento.
La primera diferencia que surge con los sentidos internos, es que éstos no
necesitan de la presencia de la cosa para funcionar. Trabajan con las sensaciones
provenientes de los sentidos externos, necesitan de aquello que los sentidos
externos captaron. Los sentidos internos son cuatro: el sentido común, la
imaginación, la estimativa o cogitativa y la memoria sensible. Brevemente veamos
cada uno de ellos.

1.- El sentido común (también llamado conciencia sensible) es el sentido que


distingue y une las distintas sensaciones provenientes de cada uno de los
sentidos externos. Es el que experimenta las diversas sensaciones y las
compara; es decir, las recepciona y las distingue (“sabe”, reconoce cuál
69

proviene de cada sentido), pero uniéndolas a fin de formar nuevamente ese


objeto que se está conociendo.
2.- La imaginación, su función es la representación de un objeto en su
ausencia, es el sentido que recibe las distintas sensaciones (luego del
sentido común) y les saca una copia llamada “fantasma” o “imagen”.
En este sentido se dan, además, dos funciones que son la conservación y la
reproducción de las imágenes. La conservación es lo que comúnmente se
llama memoria; en ella se depositan las imágenes, se "guarda" la copia o
imagen sacada. La reproducción (o evocación o también reminiscencia)
consiste en actualizar, evocar, traer al presente la imagen ya guardada; es
reconstruir las distintas sensaciones, armar en el interior del hombre lo
sucedido mediante las sensaciones ( a modo de información agregamos que
se pueden dar dos desviaciones en este sentido: la ilusión y la alucinación).
3.- La estimativa es un elemento de conocimiento implicado en el instinto. Es
una función de conocimiento que permite conocer la utilidad o la nocividad
de las cosas percibidas (por ejemplo, al percibir un animal irracional la
cercanía de un peligro o de temor frente a otro animal más robusto). Es
decir que a cada imagen elaborada, este sentido agrega una percepción
sobre cómo es esa imagen (si es útil o no, buena, mala, alegre, triste, etc.).
La estimativa es la función de conocimiento de los irracionales, mientras que
la cogitativa es la misma función, pero considerada en el hombre. Este
sentido será posteriormente asumido por la razón o inteligencia.
4.- La memoria es la facultad de conservar y de reproducir imágenes. Lo que
especifica a la memoria es su relación con el pasado. Su acto es el
reconocimiento de los recuerdos, el reconocimiento de una imagen en
cuanto es referida al pasado. Por eso la memoria supone una imagen
(elaborada por la imaginación) y una cierta percepción o apreciación del
tiempo.

En conclusión, primero se realiza el conocimiento sensible externo (allí intervendrán


los distintos sentidos conforme sea el objeto a conocer); luego de este primer paso
toda esa información es recibida por el conocimiento sensible interno (en esta fase
intervienen cada uno de los sentidos descriptos). Como finalización de este proceso
cognoscitivo sensible se elabora la denominada “imagen”, la cual es una
representación o copia de la realidad (que será más completa mientras más
información sensible se haya percibido). Esta imagen será transferida al
conocimiento intelectual en el caso del hombre (en el caso de los animales
irracionales su conocimiento finaliza en este punto).

El conocimiento intelectual o intelección


La inteligencia tiene como objeto el conocer. Este conocimiento supone que
previo a él se desarrolló el conocimiento proveniente de los sentidos. Si éste (el
sensible) no se realiza, tampoco puede realizarse el conocimiento de la inteligencia.
“No hay nada en la inteligencia que antes no haya pasado por los sentidos”
afirmaba Aristóteles, remarcando no sólo la necesidad del conocimiento sensible
sino también su precedencia cronológica, lógica y gnoseológica.

Por lo tanto, el conocer por la inteligencia se realiza a partir de los datos que
aportan los sentidos (es el llamado objeto directo de la inteligencia). Con ellos la
inteligencia conoce “algo más” de lo que los sentidos aportan. Éstos, los
sentidos conocen cualidades sensibles, o sea aquello para lo que los sentidos están
preparados (el oído, los sonidos; el tacto, la superficie y su textura, temperatura,
etc.). Cada sentido conoce aquello a lo cual está dirigido y previamente
70

determinado. Pero todo lo conocido no supera el orden de lo material: un color, un


sabor, una forma física, etc.

La inteligencia capta algo más que esto. Abstrayendo lo que captó cada sentido y
que le pertenece de modo propio a cada objeto, la inteligencia puede descubrir algo
que se puede aplicar o predicar de todas las cosas. Descubre la esencia de cada
cosa, esta esencia es de características universales, vale para todo objeto.

Por eso, por los sentidos se podrá conocer al hombre que se llama Juan y tiene
tantos años, es de tal altura, sus rasgos físicos son tales: estos datos los
conocemos mediante los sentidos. Pero trascendiendo a los mismos la inteligencia
descubre algo que escapa a los sentidos y vale para todo hombre: no es la altura ni
las dimensiones físicas, sino aquello por lo cual es hombre, descubre lo universal
en él, descubre la esencia. Y ésta es tan universal que es aplicable a todos los
seres de la misma especie. De la misma manera procede la inteligencia con todas
las cosas que va conociendo.

Por eso el objeto de la inteligencia será el conocer lo que va más allá de lo material.
De allí que su objeto es algo espiritual porque ella misma es espiritual. Es decir
hay una adecuación entre el objeto conocido y el medio por el cual se conoce.

Conocimiento sensible Conocimiento intelectual

El conocimiento intelectual se realiza a partir de y en base al conocimiento sensible


y, si bien trabaja con los datos provenientes de los sentidos, abstraerá sólo los
datos que necesita y dejará de lado aquellos que no le sirvan.

Este conocimiento se realiza por medio del ejercicio de la facultad de la


inteligencia.

De la misma manera que se estudió en el conocimiento sensible, en esta fase se


pueden reconocer los siguientes elementos:

• La facultad, medio o instrumento de conocimiento: la inteligencia.


• El objeto del conocimiento: son los datos provenientes desde los sentidos.
Éstos serán denominados “inteligibles”.
• La acción realizada: la intelección

Acción de conocimiento
Hombre Cosas

Sentido Sensación Sensible

Inteligencia Intelección Inteligibles

El proceso del conocimiento humano posee dos partes: el conocimiento sensible y


el intelectual. Ambos se complementan: el sensible quedaría incompleto si no se
continuara con el intelectual y éste no se realizaría si antes no se concretó el
sensible. Esto significa afirmar que el hombre posee dos vías o dos modos de
71

acceso a la realidad que nos rodea: por medio de los sentidos y por medio de la
inteligencia.

El modo de conocimiento intelectual es la forma propia que los hombres tenemos


de captar la realidad, o sea, sobre la base de lo que se percibe sensiblemente se
realiza esta otra forma de conocimiento. Esto implica que conocemos sensible e
intelectualmente a todas las cosas del mundo físico que nos rodean.

Inteligencia

Hombre Cosas del mundo físico

Sentidos

Por ello es que el conocimiento humano –desde este punto de vista- es superior al
conocimiento animal debido a la presencia e integración de las vías de
conocimiento antes mencionadas (no se niega que si se considera sólo el
conocimiento sensible hay especies animales que superan al hombre: animales con
mejor olfato o mejor audición, etc.).

Conocer de esta manera es en cierta manera “apropiarse” de las cosas del mundo.
Esta apropiación significa que esas cosas u objetos forman parte de quien conoce
desde ese momento. A partir de la instancia del conocimiento el objeto ha sido
incorporado y todo ese cúmulo de información, datos, vivencias, situaciones van
conformando el amplio mundo interior experiencial que sirve de base para la
formación personal.

Ello genera en alguna medida lo que se denomina el conocimiento vulgar 67 o


natural. Así, lo que el hombre percibe sensiblemente, es analizado racionalmente
por éste, buscando las causas de las cosas (este es otro punto diferencial con los
animales irracionales: mientras que éstos no superan el nivel del conocimiento
sensible y por lo tanto no conocen el por qué o la finalidad de cada una de las
cosas, el hombre sí lo hace, pudiendo trascender entonces este orden y remontarse
en el orden causal hasta llegar a plantearse por la primera causa de todas las
cosas). 68

Todo lo que existe en el universo es captado por los sentidos y por la inteligencia.
Entonces de todas las cosas que están presentes el hombre puede tener dos
apreciaciones:

• la obtenida por medio de la información que los sentidos proporcionan, y


• la que por medio de la inteligencia se elabora.

___ ___ ___ Características universales


Conocimiento
(esencia)
intelectual
Hombre Cosas
Conocimiento Características particulares (la
___ ___ ___
sensible forma, el tamaño, color, etc.)

67
Vulgar proviene de la palabra “vulgo” que significa lo que es común a todos.
68
En la medida que el hombre conoce las causas de las cosas, las cuales las obtiene de manera
ordena y sistemática genera el denominado conocimiento científico y conocimiento filosófico.
72

En el primer caso la información recogida es por medio de los sentidos: el color del
objeto, su forma, su tamaño, olor, etc. (estas son características particulares
propias de cada objeto). En el segundo caso, la inteligencia busca trascender lo
simplemente material para hallar algo que sea de característica universal y
permanente: la esencia de cada uno de las cosas.

Entonces: el hombre conoce todas las cosas de esta forma: aplicando todas
sus facultades cognoscitivas (sentidos e inteligencia).

La intelección es la acción que realiza la inteligencia con la finalidad de conocer los


denominados inteligibles. Si bien es una acción intelectual o espiritual, sin embargo
es necesaria la presencia de un órgano físico sin el cual no se podría desarrollar
esta acción.

Por medio de este órgano físico (el cerebro) se realiza el conocimiento intelectual;
sin embargo se debe aclarar que aunque decíamos que es necesaria la presencia
del mismo, no obstante no es totalmente dependiente del mismo (esto puede
observarse con claridad pues muchos animales poseen cerebro o masa encefálica
pero no son inteligentes): 69 por lo tanto podemos afirmar que el cerebro es
condición para que se realice la acción del pensar, pero no es condición necesaria y
suficiente (pues como recién se afirmó, muchos animales poseen cerebro pero no
realizan la acción del pensar). 70 Esto implica sostener que el pensamiento, la vida
racional tiene bases orgánicas (se realiza mediante un órgano cerebral) pero no es
todo dependiente de ella (caso contrario todos los animales pensarían).

Por otro lado, la presencia de este tipo de manifestaciones es la que nos permite
apreciar que no todo lo que el hombre realiza es de características materiales, sino
que efectúa acciones inmateriales o espirituales (lo cual es conforme a la
característica esencial del hombre: un ser corpóreo - espiritual). Ésta es su esencia:
el ser material (porque poseemos un cuerpo que está sujeto a todas las condiciones
del mismo) y espiritual (lo cual le permite participar en otro orden: éste es la base
de las realizaciones de acciones de ese tipo: espirituales).

La espiritualidad en el hombre no sólo le permite realizar acciones de este tipo sino


que es la base para características que le son esenciales: la moralidad, la
religiosidad, la capacidad abstractiva. Es decir es la apertura hacia otra realidad, de
la cual no participan todos los seres que habitan en el universo. Por esta razón
podemos afirmar que la moralidad, la religiosidad, la posibilidad de hacer ciencia es
netamente humana.

Muchos pensadores (filósofos, antropólogos, biólogos) han pretendido encontrar en


ciertas actitudes de algunas especies animales ciertos rasgos de conducta
inteligente, a partir de las cuales suponen la presencia de la inteligencia (por ello
afirman que ésta no es sólo una característica humana sino más bien animal).

69
Entendemos por ser inteligente la capacidad racional de resolver todo lo que se presenta, como así
también la capacidad de trascender el universo físico abordando otras cuestiones. De allí y en
función de esto es que podemos sostener la moralidad, la religiosidad, la capacidad abstractiva
para el desarrollo del lenguaje, la ciencia, el arte, la poesía, etc. No es lo mismo esta capacidad
intelectual que la capacidad instintiva propia de los animales, que es mediante la cual resuelven
sus situaciones en el universo.
70
Algunos especialistas sostienen que los mamíferos son inteligentes por la realización de
determinadas acciones. En este sentido entenderemos la posesión de la inteligencia pero en
sentido amplio, dado que en rigor, los animales no poseen la capacidad abstractiva y espiritual
mediante las cuales realizan acciones que superan el orden material e instintivo.
73

Se debe entender que ante la presencia de acciones aisladas, espontáneas, no


deliberadas, no debe inferirse en consecuencia la existencia de actividad inteligente
o la presencia de facultades superiores, como son la inteligencia y la voluntad.

Justamente el comportamiento inteligente humano deja huellas en la naturaleza,


modificándola para adaptarla a sí mismo; esto se evidencia en la transformación
que realiza del medio ambiente - mientras que los animales continúan viviendo de
la misma forma que siempre lo hicieron- . El hombre transforma la naturaleza
imprimiendo en ella sus fines (sean éstos exploratorios, habitacionales, de
conocimiento, etc.), de tal manera que el mundo no es el mismo desde su aparición
en ella.

La sucesiva transformación de la naturaleza muestra la “mano del hombre” y a


través de ella podemos conocer sus intenciones (esto no sucede con los animales:
los mismos –por ejemplo- siguen viviendo de la misma manera desde siempre, la
abeja construyendo a la perfección sus celdas hexagonales, el hornero su nido y el
castor los diques y castoreras, etc.; mientras que el hombre revela una actitud
inteligente introduciendo permanentemente distintos cambios en la naturaleza,
desde vivir a la intemperie o guarecido en cuevas a los modernos rascacielos o
distintas formas habitacionales).

De la misma manera que comentamos el aspecto de la vivienda, se podría evaluar


toda la conducta humana; para citar solo algunos aspectos: los alimentos, la
manera de organizarse socialmente, la aparición y desarrollo de una escritura, etc.

En conclusión: afirmamos que la inteligencia es una facultad espiritual


exclusivamente humana mediante la cual resuelve su manera de ser y actuar
en el mundo.

Ésta (la inteligencia) tiene como objeto conocer las cosas, pero de una manera
diferente a los sentidos, trasciende la información que ellos le proporcionan para
“buscar algo más”, totalmente imperceptible a los sentidos. Se trata de la esencia
de las cosas, entendiendo por la misma “aquello que hace que una cosa sea lo que
es y no sea otra cosa”.

Por esta definición debemos entender lo siguiente: Todos los seres somos
poseedores de una esencia.

La esencia de los seres no es la misma. Por ejemplo, la esencia del ser humano no
es la misma que la esencia de un perro, ni está la misma que la de un gato.
Compartimos el hecho de poseer una esencia pero sin embargo, ésta no es la
misma en los diferentes seres que habitan en el universo.

Entre los seres existe una diferencia esencial. Es decir, lo que diferencia a todos los
seres es la esencia: no es lo mismo la esencia del hombre que la del perro o
cualquier otro ser.

Captar la esencia o darnos cuenta de ésta no obedece a una percepción sensible


sino a una acción superior, la intelectual. Este es el primer objeto que se capta y se
logra mediante la abstracción, la cual consiste en que a partir de la imagen sensible
formada por los sentidos, se procede a despojar o dejar de lado todas aquellas
características particulares (la forma, el tamaño, el color, etc.) para que quede
solamente lo universal (aquello que valga para todos los seres que sean idénticos):
es la esencia.
74

Decíamos que la abstracción consiste en dejar de lado, en quitar aquello que a la


inteligencia no le sirve para poder elaborar lo que sea universal y pueda expresarse
mediante un concepto. Deja de lado (quedan retenidas en el plano sensible) las
características particulares, accidentales de las cosas conocidas. Se desarrolla de
la siguiente manera:

La inteligencia es una potencia pasiva, al principio es como una “tabla rasa” en la


que no hay nada escrito. Esta función Santo Tomás la denomina intelecto posible.
Para que el intelecto posible pase de la potencia al acto, necesita que le sea
presentado un objeto inteligible.

Esta es la especie impresa, que proviene de la experiencia sensible, de los


sentidos. Lo más elevado en el plano sensible es la imagen o fantasma (como lo
denominaba Aristóteles). De este fantasma la inteligencia obtendrá el concepto.
Entonces, la imagen es de orden sensible, permanece en el orden sensible. Al ser
recibida por la inteligencia, recibe el nombre de especie impresa.

Para pasar del plano sensible al intelectual, la iniciativa debe provenir de la misma
inteligencia. Se admite entonces, en la inteligencia una función activa: el intelecto
agente. Su papel consiste en hacer al fantasma inteligible, es decir, que la
inteligencia lo despoje de todas sus características individuales o particulares.
Realizado esto por medio de la inteligencia, lo que se obtiene es el verbo mental, el
concepto, o especie expresa.

Lo que se forma es la esencia la cual puede expresarse a través de un concepto.


Tanto la esencia como el concepto que la expresa son de características
universales (o sea, “aplicables” a todos aquellos que sean idénticos). Por lo tanto
cuando decimos “la esencia del hombre” no debe pensarse en uno en particular,
sino en todos, en la totalidad de los hombres (lo mismo debe decirse de los otros
seres).La esencia es lo que la inteligencia “descubre” en su proceso de conocer y la
expresa mediante el concepto. Esto permite dimensionar los rasgos del lenguaje
humano.

Acción de Conocimiento
Sensación Intelección
(Nivel sensible) (Nivel Intelectual)
Hombre Cosas
Conocimiento Conocimiento Intelecto
Sensible Sensible Posible Agente
Externo Interno

Imagen Concepto

Abstracción

El esquema precedente representa la acción del conocimiento humano y cómo en


él se realiza la denominada abstracción. Se debe recordar que es una acción que
realiza la inteligencia pero partiendo de la imagen sensible y cuyo término (el de la
abstracción) es formar el denominado concepto.

Tanto la imagen como el concepto son elaboraciones: el primero por la imaginación


sensible y el segundo por el entendimiento o intelecto agente. Ambos representan
75

la realidad, pero no son la realidad, por ello la importancia de la sensación y de la


intelección.

Por otro lado, la posesión de la inteligencia permite el desarrollo de otra capacidad


que es el habla. Es decir, por ser inteligentes tenemos la capacidad del habla, de
haber desarrollado un lenguaje.

EL LENGUAJE

La postura que sostenemos es que el lenguaje, proveniente del pensamiento, es


una facultad exclusivamente humana y se diferencia del lenguaje animal
(haciendo uso del término de “lenguaje” en sentido amplio. Entendiendo el lenguaje
como un sistema de comunicación y desde esa perspectiva se puede aplicar a los
animales irracionales).

De esta manera podemos decir que el lenguaje sirve a los animales irracionales
para comunicar sus necesidades. En cambio, en el caso del hombre el lenguaje no
sólo comunica necesidades sino que le permite expresar su riqueza interior y todas
sus manifestaciones: culturales, científicas, religiosas, etc.

El lenguaje animal está basado en un sistema de símbolos para transmitir la


información necesaria. Se trata de un lenguaje icónico. Se pueden marcar las
siguientes diferencias entre ambos tipos de lenguajes:

El lenguaje humano no resulta del instinto, sino que debe ser enseñado. Y allí
interviene la familia en primera instancia, luego el grupo de pares y luego, las
instituciones escolares. Entonces media el ámbito de lo cultural en sentido amplio.
Todas las instituciones ayudan a la transmisión del lenguaje, no es recibido
genéticamente, en el caso de los animales, sí. Por ello el valor de todas estas
instituciones para la formación y enseñanza del lenguaje. Asimismo remarcamos el
hecho de que las instituciones ayudan a la transmisión del lenguaje, como así
también supone una base de convencionalismo: es decir, hay un acuerdo entre los
hombres de llamar de determinada manera a los objetos. Esto pasa también con el
lenguaje escrito.

No es cerebralmente localizable, es decir, si tanto los animales superiores como


el mismo hombre, tenemos masa encefálica; ¿depende totalmente el habla del
cerebro? Si así fuera, todos los animales debieran poder hablar. Pero vemos que
no es así, sino que sólo el hombre habla. Por ello la dificultad de sostener la
relación directa del habla con el cerebro.

El lenguaje animal es icónico, es decir, hay una relación directa y simple entre el
signo y el mensaje, entre lo que se hace con lo que se quiere expresar. Lo que
hace el animal con su cuerpo es para transmitir un mensaje simple, basado en sus
necesidades corporales (alimentarse, protegerse, etc.). No hay una elaboración
mayor, dado que no hay mayores necesidades para transmitir. En el caso del
lenguaje humano, éste no sólo sirve para la transmisión de sus necesidades sino
como medio expresivo de todas sus realizaciones (lo que hace culturalmente,
socialmente, etc.).

Se dice que el lenguaje es dígito: la relación entre el signo y el mensaje es


convencional o arbitraria. Los hombres, las distintas comunidades de habla fueron
elaborando los distintos lenguajes. Es decir, debemos distinguir entre la capacidad
76

del habla (la disposición intelectual y la disposición física -poseer fisiológicamente la


disposición para hacerlo) y los distintos lenguajes. La capacidad del habla es una
condición natural (salvo alguna afección particular por la cual no se pueda hablar)
mientras que el lenguaje es algo convencional. Las distintas comunidades de habla
fueron elaborando sus distintas maneras de expresarse sobre la base de esta
disposición natural al habla.

Al ser algo desarrollado convencionalmente, significa que también puede variar


convencionalmente, esta variabilidad está sujeta a las condiciones espacio-
temporales: depende del lugar donde estemos será la lengua que se hable e
incluso, estando en el mismo lugar podemos ver cómo la propia lengua cambia a
través del tiempo. Esta modificación es exclusiva del lenguaje humano, mientras
que el lenguaje animal permanece invariable a lo largo del tiempo y en forma
independiente al lugar donde se esté (un perro ladrará de la misma manera en
cualquier lugar del mundo).

Esto forma parte de la riqueza del lenguaje humano, el cual puede variar,
modificarse por cuestiones convencionales. Pensemos en cómo hay toda una
variedad de sub-lenguajes propios de los distintos grupos. Sub-lenguajes en el
sentido de que distintos grupos (de jóvenes, grupos unidos por afinidades
temáticas, grupos sociales, grupos profesionales, etc.) elaboran toda una jerga
específica y que muchas veces los restantes miembros de la sociedad no conocen
esos términos. Por eso insistimos en la característica espiritual del lenguaje. Al
decir que el lenguaje humano es dígito estamos diciendo que los signos o símbolos
del lenguaje humano son elegidos o producidos por el hombre de manera
deliberada.

En función de estas características el producto final varía en ambos lenguajes. Es


decir: el número de mensajes del lenguaje humano es ilimitado, no así en el
caso de los animales. Cuantas cosas se puede decir mediante la combinación
inteligente de sólo una veintena de letras del alfabeto. Cuantos mensajes se
pueden decir mediante la combinación de las proposiciones elaboradas por el
hombre. Cuestión que no sucede en el caso de los animales, que tienen pocos
mensajes a transmitir (líneas arriba decíamos que el lenguaje sólo es usado para
una única función que es la de transmitir necesidades).

En conclusión, no es lo mismo el lenguaje humano que el lenguaje animal. Uno


(el lenguaje animal) tiene una base fisiológica; mientras que el lenguaje humano
tiene raíz intelectual o espiritual. Decimos que son radicalmente diferentes, por
cuanto no sólo la base o raíz son diferentes sino también su contenido, su modo de
transmisión y su finalidad son esencialmente diferentes.

Tampoco se puede pensar en una diferencia de grado, o sea que el lenguaje


humano es un grado más en la evolución animal, sino que hablamos de una
diferencia esencial: ambos lenguajes son esencialmente diferentes por todas las
características antedichas. 71

En función de esto es que se puede plantear la existencia del lenguaje animal y del
lenguaje humano. Para algunos autores no hay diferencia esencial entre ambos,

71
Cfr. La siguiente página
HTU http://www.correodelmaestro.com/anteriores/2007/mayo/2anteaula132.htmUT
En ella podemos apreciar conceptos diferentes, pero no por ello se los debe dejar de lado,
respecto del presente tema.
77

sino sólo de grado o, sostienen que el segundo puede ser una evolución del
primero.

El lingüista Sapir definió el lenguaje como “un método exclusivamente humano y no


instintivo de comunicar ideas, emociones y deseos por medio de un sistema de
símbolos producidos de manera deliberada.” 72 En esta definición de Sapir se
encuentran algunos de los elementos distintivos del lenguaje humano respecto del
animal. Lo analizamos con el siguiente cuadro comparativo:

Lenguaje Animal Lenguaje Humano


Origen

No hay base instintiva apreciable.


Es instintivo e involuntario.
No es resultado de un instinto.

No es una función programada


filogenéticamente.
Es una función relativamente
No existen órganos exclusivos del lenguaje ni
Modo

simple que cuenta con órganos


áreas cerebrales en virtud de las cuales se
más o menos específicos para
produzca espontáneamente el habla.
cumplirla.
El lenguaje arraiga en el área de la corteza
cerebral inespecializada.
Se transmite de modo social y varía de unos
Transmisión

grupos humanos a otros.


Es instintivo, por lo que es el
El lenguaje no puede ser explicado desde la
mismo en los animales aislados y
biología porque el hombre habla siempre en una
en grupo, transmitiéndose de
lengua concreta que es un producto cultural y
modo biológico.
que se transmite socialmente.
Toda lengua es un producto cultural.
El lenguaje es dígito. Los mensajes se
construyen a partir de diversos elementos
distintos entre sí, siendo las relaciones entre
No es un vehículo de signos y mensajes total-mente arbitrarios. Tienen
comunicación. referencia a objetos del entorno.
Los sonidos que emite son Puede tener lenguaje icónico: quejido, gritos de
respuestas reflejas inmediatas a dolor, etc. Éste es involuntario, instintivo y que no
Mensaje a transmitir

una sensación. ha de ser aprendida. El lenguaje icónico sí puede


El lenguaje es icónico. considerarse como una evolución del icónico
Icónico: si la relación entre un animal.
mensaje y la señal es simple y
directa. Cada signo representa un Posibilidad de emitir y recibir un número ilimitado
solo y el mismo mensaje. Ej.: el de mensajes.
baile de las abejas. Estos signos El lenguaje permite la creación incesante de
están ligados a las sensaciones o nuevos mensajes, que pueden ser
emociones de hambre, de sed, de comprendidos.
satisfacción, etc. Se forman nuevas proposiciones con viejas
El número de señales es limitado. palabras.
Esto implica que el pensamiento es la forma del
lenguaje.
El lenguaje no es posible sin el pensamiento

Por ello no se puede sostener el mismo concepto de lenguaje en un caso o en otro


(excepto como simple comunicación). Sin embargo los orígenes del mismo son
diferentes, por ello es que el lenguaje del hombre no es solo transmisión de
72
Sapir, Edward.T HTTIdioma: Una introducción al estudio del hablaTHT. Nueva York (USA). 1921
78

información en respuesta a una necesidad sino que va más allá. Expresa todo lo
que elabora interiormente y se comunica con los demás, es el medio por el cual se
abre a los demás semejantes comunicando, uniendo, dando a conocer infinidad de
cosas.

El lenguaje es el medio de expresión de los pensamientos, el vehículo de


transmisión del mismo, pero que a su vez lo condiciona. Esto quiere decir que el
pensamiento (por ser de características inmateriales o espirituales) debe ajustarse
a su vehículo transmisor que es el lenguaje. Éste a su vez se realiza por medio de
nuestro cuerpo (características materiales) y, en consecuencia, debe adaptarse a
él.

Es decir, se remarca la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje, pero para que
el primero sea transmitido se hace uso del lenguaje y éste requiere de los órganos
corporales que cumplen tal función. Allí es cuando sostenemos el condicionamiento
que puede experimentar, debido a que puede existir algún impedimento físico, o
carencia de palabras, etc., que hacen que no se exprese debida y acabadamente lo
pensado.

Nivel o ámbito Nivel o


de la ámbito
sensibilidad intelectual

Lenguaje Escritura

Imagen Concepto Concepto o Concepto o


sensible mental término oral término
escrito

Abstracción

El esquema precedente muestra que primero se realiza la acción del pensar y en


virtud de ella se realiza la acción del habla. A posteriori, se realiza la acción del
escribir (esto lo apreciamos en la realidad: no todos los hablantes saben escribir).

La intelección realizada por el hombre consistirá en penetrar la realidad íntima de


las cosas para encontrar aquello que le caracteriza y lo especifica: el objeto último
es descubrir la esencia que es formulada o expresada a través del concepto.
Tienen la características de ser generales, es decir de valer para todos los seres
que pertenecen a la misma especie. Por ello es que necesariamente la inteligencia
debe trascender lo material, quitando o despojando a las imágenes sensibles de
sus cualidades particulares. Ello es lo que le permitirá alcanzar la esencia.

En la práctica cotidiana, todos vemos cosas a nuestro alrededor, es decir objetos


individuales. Las sillas de la casa, las personas que nos rodean, los vehículos que
circulan, los colores de cada una de las infinitas cosas que vemos y están a nuestro
alcance. Toda esa información la percibimos por los sentidos: “vemos” cosas
coloreadas, caminamos por las calles y “oímos” sonidos, mediante el olfato
“percibimos los olores”, es decir, hay un ejercicio continuo de los sentidos externos.
De esa información que es transmitida a los sentidos internos es que se formará la
imagen, la cual representa lo que se conoció mediante los sentidos externos y de
esa imagen formada es que la inteligencia intervendrá para que abstrayendo forme
el denominado concepto universal.
79

Entonces la inteligencia capta características inmateriales de las cosas materiales.


Por eso es que afirmamos que la inteligencia es una facultad espiritual porque
desarrolla su acción en el nivel de la inmaterialidad: ello le permite conocer
realidades que no son puramente materiales (por ejemplo, el desarrollo de la
ciencia, del lenguaje, entre otras cosas).

Aristóteles sostenía diversos grados de abstracción (el físico, el matemático y el


metafísico): esto representa cómo el hombre puede –en forma sucesiva y
progresiva- desarrollar y alcanzar distintos niveles de inmaterialidad en el proceso
cognoscitivo. Este proceso gradual cognoscitivo tiene a su vez un desarrollo
cronológico y psicológico; por ejemplo, pensemos en los bebés y cómo la primera
información que captan es aportada por los sentidos, sin alcanzar aún un nivel de
abstracción, pero a medida que crece y comenzando la escolaridad se le enseñan
distintos nombres asociados a objetos concretos.

Por ejemplo la acción de sumar estará referenciada con objetos (“5 manzanas + 5
manzanas = 10 manzanas”), pero luego se dejará de lado la referencia a las
manzanas y a cualquier objeto y se expresará simplemente “5 + 5 = 10” (habremos
efectuado la abstracción física, que significa haber dejado de lado las cosas físicas
o materiales). Posteriormente se nos hablará de qué es la suma (no importa que
sea “5 + 5” o cualquier otra cifra): se trata de la abstracción matemática.

Finalmente se puede alcanzar la abstracción metafísica cuando nos planteamos por


las cosas mismas, su esencia, etc. Pero todo esto ocurre a través del tiempo, no es
logrado de inmediato (por eso se hacía mención a que estos grados de abstracción
obedecen a un proceso cronológico).

Alcanzar este nivel abstractivo implicó dejar de lado, trascender lo simplemente


material permitiéndonos alcanzar realidades que son puramente inmateriales o
espirituales, por ejemplo, el establecer principios inmateriales: los principios
morales o sostener la existencia de un ser que sea puramente espiritual (que es la
base de la religiosidad).

En definitiva, lo que conoce la inteligencia realizando su propia acción (la


intelección) es lo que denominamos “inteligibles”. El captar la esencia de las cosas
eso es común a todas las cosas (es lo que se denomina el “objeto común”). Luego,
en un segundo momento la inteligencia puede descubrir que si bien la esencia del
hombre es común a todos los humanos, sin embargo, en los hombres existen
diferencias (rasgos físicos, culturales, psicológicos, etc.): esto permite afirmar que
también conoce el denominado “objeto propio” que es la manera cómo la esencia
es en cada uno de los distintos seres del universo.

Por ello, este nivel de abstracción exclusivamente humano le permite el desarrollo


de todas sus potencialidades ampliando sus horizontes cognoscitivos y de
realización de sí mismo.

El hombre es esencialmente diferente respecto a todos los seres que habitan en la


naturaleza. Esta diferencia radica en que el hombre no es sólo un ser corpóreo o un
ser material sino un ser espiritual, por ello hemos afirmado que el hombre es un ser
corpóreo-espiritual.” 73

73
López filo i derecho.
80

La abstracción
La abstracción consiste en dejar de lado, en quitar, abstraer aquello que a la
inteligencia no le sirve para poder elaborar el concepto. Deja de lado (quedan
retenidas en el plano sensible) las características particulares, accidentales de las
cosas conocidas. Se desarrolla de la siguiente manera:

a. la inteligencia es una potencia pasiva, al principio es como una "tabla rasa"


en la que no hay nada escrito. Esta función Santo Tomás la denomina
intelecto posible. Para que el intelecto posible pase de la potencia al acto,
necesita que le sea presentado un objeto inteligible.
Esta es la especie impresa, que proviene de la experiencia sensible, de los
sentidos. Lo más elevado en el plano sensible es el fantasma o la imagen.
De este fantasma la inteligencia obtendrá el concepto. Entonces, la imagen
es de orden sensible, permanece en el orden sensible. Al ser recibida por la
inteligencia, recibe el nombre de especie impresa.
b. Para pasar del plano sensible al intelectual, la iniciativa debe provenir de la
misma inteligencia. Se admite entonces, en la inteligencia una función
activa: el intelecto agente. Su papel consiste en hacer al fantasma
inteligible, es decir, que la inteligencia lo despoje de todas sus
características individuales o particulares. Realizado esto por medio de la
inteligencia, lo que se obtiene es el verbo mental, el concepto, o especie
expresa.

En conclusión. Si hablamos del conocimiento humano debemos pensar que se


realiza mediante los sentidos (conocimiento sensible) y mediante la inteligencia
(conocimiento intelectual). A su vez, debemos pensar en las distintas facultades
intervinientes: los sentidos y la inteligencia. Con ella saber que la instancia sensible
es propia de la animalidad, mientras que la espiritualidad o intelectualidad es
exclusiva del hombre.

Esta visión se apoya en lo que es el hombre: una doble realidad, un ser corpóreo-
espiritual. Un ser que tiene cuerpo (materia) y tiene alma (lo espiritual). En cada uno
de ellos se "apoyan" o inhieren las distintas facultades cognoscitivas mencionadas
recientemente.

Conocimiento
Realidad
C.S. C.I.

Abstracción

EL HOMBRE SER LIBRE:


LOS APETITOS HUMANOS, DIVERSIDAD

Anteriormente se hizo mención a la existencia de apetitos y de tendencias. Si


bien, usualmente son usados como si fueran sinónimos, en rigor no lo son.

Por tendencias entendemos aquella característica común a todos los seres (tanto
racionales como irracionales, animados e inanimados), por medio de la cual
81

determinado ser alcanza algo. Por ejemplo: en las plantas la tendencia a crecer, lo
que también se da en el hombre; otro caso sería el de una lapicera que puedo tener
en mi mano y que al soltarla, tenderá a caer, etc. Es decir, todos los seres
poseemos tendencias y se trata de una propiedad natural en todos ellos.

Pero no es lo mismo que el apetito, el cual consiste en un deseo o un querer algo.


La apetencia radica en algo que se quiere conseguir, el cual puede provenir desde
el instinto (caso de los animales irracionales) o desde el deseo consciente de los
hombres. El animal apetece o desea guarecerse porque siente frío y buscará la
manera de resolver esa situación. El hombre ciertamente que puede sentir lo mismo
que el animal y busca igualmente solucionar eso, pero debido a su racionalidad
elaboró diferentes maneras de llegar a una solución. Además observamos que el
hombre busca, desea alcanzar objetivos superiores a los materiales, todo ello
debido a su espiritualidad.

En función de estos conceptos podemos establecer la siguiente clasificación:

Natural

Apetitos Irascible
Sensible Pasiones
Elícito Concupiscible
Intelectual

El apetito natural es aquel que recientemente hemos denominado “tendencia”. Por


ser natural, lo poseen todos los seres.

El apetito elícito lo poseen solo aquellos seres que poseen conocimiento. Por ello el
mismo se divide de acuerdo a las formas de conocimiento: sensible e intelectual.

Lo común en los apetitos sensible e intelectual es que ambos buscan o quieren


cosas, pero la diferencia radica en qué tipo de cosas son las buscadas. En el caso
del apetito sensible se trata de objetos materiales y en el caso del apetito intelectual
se trata de objetos inmateriales o espirituales. Estos apetitos se complementan y
esto lo vemos claramente en el hombre porque en él están presentes ambos.

Por ejemplo, un estudiante que sentado frente a libros de una materia consume
alguna infusión, come algunas galletas, porque desea hacerlo y además desea
aprobar la materia. El hecho de desear aprobar la materia se trata del apetito
intelectual que simultáneamente se realiza mientras está consumiendo algo, que es
el apetito sensible.

Conforme a lo que se dijo anteriormente, la forma propia de realización humana es


mediante la racionalidad, la cual está orientada a los deseos (intenciones,
tendencias, metas a alcanzar, etc.) que el hombre se plantea y se plantea tanto a
nivel de la sensibilidad como a nivel de su espiritualidad.

APETITO SENSIBLE

Lo que conocemos por medio de los sentidos o de la inteligencia genera luego un


gusto o disgusto, agrado o desagrado; es decir, hay una “reacción” en nosotros, no
somos lo mismo porque hemos incorporado algo proveniente desde las facultades
82

de conocimiento. En función de esto (del gusto, del agrado, etc.) surge la apetición.
Ésta es “toda tendencia o deseo hacia algo”. Pero ese algo debe ser conocido, se
trata de una realidad conocida. Por ello el apetito surge como consecuencia del
conocimiento (hay una prioridad del conocer sobre el apetecer), es decir, no se
puede desear o apetecer aquello que no conocemos.

Entonces tendemos o deseamos aquello que hemos conocido. Este deseo o


tendencia puede ser en dos sentidos. Tender en el sentido de búsqueda: lo
conocimos y nos agradó, por eso lo buscamos nuevamente. O no nos gustó, nos
desagradó y lo evitamos, deseamos no repetirlo.

El principio del cual partimos es la afirmación de que todos los seres tienden hacia
un fin. Pero no todos los seres “saben” o tienen conciencia de esto. Tanto los seres
inanimados (que no poseen alma o ánima) como los animados poseen tendencia,
es decir tienen una finalidad, un para qué. Es el sentido de finalidad o de teleología
(telos significa fin).

Así como el hombre posee un conocimiento realizado por los sentidos (el
conocimiento sensible) y un conocimiento intelectual, de manera análoga posee
una tendencia de orden sensible y una tendencia de orden intelectual o espiritual.
Esto en virtud de lo que es: un ser corpóreo-espiritual.

Las tendencias corpóreas o sensibles surgen por la condición de ser seres


corpóreos. En este punto compartimos esta realidad con los animales dado que al
poseer un cuerpo, éste está sujeto a las condiciones físicas o materiales de la
naturaleza en la cual estamos. El hambre, la sed, el frío, la necesidad de descanso,
etc., son tendencias que surgen y desean ser satisfechas. La posibilidad de
satisfacción es lo que generará la presencia de las pasiones, entendiendo a éstas
como un movimiento afectivo que surge en virtud de la presencia de una tendencia.

Si bien se usan –en muchos casos de manera indistinta- las tendencias y los
apetitos, sin embargo son realidades distintas. Por ejemplo, podemos afirmar que
una planta tiende a crecer pero no es consciente de ello), mientras que un animal
irracional tiene esa misma tendencia (al crecimiento) y simultáneamente posee
apetitos: deseos de comer, de descansar. De la misma manera en el hombre:
posee tendencias y apetitos.

En conclusión: esta realidad de conocer y de apetecer sensiblemente es lo que nos


permite estar en el mundo. Pero no es bajo este aspecto solamente que estamos.
Hemos dicho que el hombre es una realidad compleja. La dimensión corpórea se
completa con la dimensión espiritual, la cual sucede solamente en el hombre.

Por lo tanto, los apetitos tratan de los deseos y tendencias que a nivel sensible el
hombre experimenta: están vinculados a lo que corpóreamente se experimenta
(deseo de comer, de descansar, de beber algo, etc.). Es algo común, pues todos
los experimentan. Sin embargo, las circunstancias que rodean al hecho pueden
variar y ocasionar diferentes reacciones posteriores.

Debemos reconocer por un lado el apetito o deseo, la acción mediante la cual se


realiza y el resultado de la misma (o sea, que se obtenga o no lo deseado). Por ello
es que las reacciones posteriores (a las cuales las denominaremos “pasiones”) son
idénticas. Por ejemplo: una persona que se encuentra en su oficina puede
experimentar sed y para ello se dirige a un dispenser cercano para tomar agua y de
esa manera satisfacer su sed.
83

Por otro lado, una segunda persona también experimenta sed, pero se encuentra
caminando perdida por una zona desértica desde hace un día y no puede
satisfacerla. Ciertamente que las reacciones que tienen no son las mismas. Ambas
experimentan lo mismo, tienen el mismo deseo: satisfacer la sed. Pero, sin
embargo, el modo de resolución en los dos casos es diferente. Esto es lo que
genera una reacción que puede variar de acuerdo a las circunstancias, al estado de
ánimo de la persona, a su temperamento, etc.

Conforme a lo dicho precedentemente el apetito sensible puede clasificarse de la


siguiente forma:

Bien
Irascible Dificultad
Mal
Apetito

Bien
Concupis
cible Mal

1.- apetito irascible: es una tendencia hacia un bien difícil de conseguir o el


rechazo de algo que sea malo y cueste dejar de lado. De acuerdo al ejemplo
del párrafo anterior, la persona que está caminando en zona desértica tiene
un apetito irascible: desea algo que es bueno pero le cuesta conseguirlo.
2.- apetito concupiscible: se trata de un deseo hacia algún objeto que
entendemos es un bien para nosotros o el rechazo de algo malo, sin que
medie (en ambos casos una dificultad para lograrlo). En el ejemplo
mencionado, el primer caso se trata de un apetito concupiscible: existe el
deseo de satisfacer la sed y con sólo dirigirse a cierto lugar se logra dar
cumplimiento a la misma. Para el cumplimiento de la misma no hubo
ninguna dificultad.

Ambos apetitos tienen como objeto conseguir algo bueno o rechazar algo malo, sin
embargo la diferencia presente es la dificultad en el irascible para el logro de
cualquiera de esos dos apetitos.

Conforme al ejemplo mencionado se puede experimentar la misma tendencia o


deseo, pero sin embargo, al considerar los contextos en los cuales surgen, la
reacción posterior puede variar. Lo que sienta la persona que está en su oficina y
tiene sed no es lo mismo que la persona que está caminando desorientada y no
tiene cómo satisfacer la sed. Esas reacciones posteriores son conocidas con el
nombre de pasiones.

Por lo tanto siempre experimentamos estas reacciones que provienen desde el


interior de la persona, lo cual nos lleva a afirmar que es algo humano y por lo tanto,
natural. Estas reacciones podrán ser consideradas buenas o malas de acuerdo al
contexto, a la reacción en sí misma (no debe considerarse en este punto la visión
que nos presentan actualmente muchos medios de comunicación masiva en el cual
se entiende por pasión a una reacción vinculada a la ira –por ejemplo, la violencia
en espectáculos deportivos- o la pasión vinculada a aspectos sexuales, por ejemplo
en muchas novelas).

La pasión es una reacción surgida desde el interior de la persona y que se enraíza


en un conocimiento de la situación. Por ello es que previo a cualquier reacción
84

surgida desde un apetito, se realizó un acto de conocimiento, es decir, no hay una


apetencia o deseo de algo si antes no se conoce (aunque sea mínima o
básicamente) eso que se intenta conseguir.

Las Pasiones
Ampliando sobre el particular se entenderá por pasión a los sentimientos en
general, o términos modernos, los estados afectivos. En estos sentimientos están
presentes tres elementos:

1.- La llamada “inmutatiocorporalis” o una especie de modificación física (ésta es


solamente la base o la materia del sentimiento). Consiste básicamente en
aquella especie de “temblor corporal” que se siente cuando algo se presenta
como bueno o como malo (por ejemplo: la presencia de un animal feroz no sólo
da miedo, sino que el cuerpo lo exterioriza, el aceleramiento de los latidos del
corazón, la transpiración en las manos, etc.)
2.- El conocimiento es otro elemento, ya que él desencadena todo el proceso y
especifica el sentimiento. Por ejemplo: si un hombre tiembla frente a la
presencia de un animal peligroso; es porque lo reconoce como tal. Este
reconocimiento o el conocimiento serían inertes sin el apetito que lo despierta.
3.- El elemento principal del sentimiento es el apetito, que se despierta y especifica
por el conocimiento y que acarrea modificaciones físicas (el temblor, etc.).

Clasificación de las Pasiones

1.- Según el Apetito Concupiscible:


a. en relación con un bien, existe el amor:
• si no se lo posee a ese bien o si está ausente, surge el deseo;
• si el bien está presente o poseído, surge la delectación, o goce.
b. en relación con un mal, surge la pasión del odio:
• si el mal está ausente, la pasión generada es la aversión, pasión
contraria al deseo;
• si el mal está presente, la pasión surgida es el dolor o tristeza.
2.- Según el Apetito Irascible:
a. ante un bien difícil de obtener:
• si éste está ausente, surgen dos pasiones: si aparece como posible de
alcanzar, está la esperanza, y si aparece como imposible, surge la
desesperación.
b. ante un mal difícil de rechazar:
• si está presente, surge la cólera, pues luchamos ante un mal presente;
• si está ausente, surgen dos situaciones: la primera es si este mal es
posible de vencer, por lo cual surge la pasión de la audacia, y si es
imposible de vencer, surge el temor.

Encadenamiento de las pasiones

El primer movimiento o la primera pasión que surge es el amor del bien. Por el
hecho de que es amado determinado bien, todo aquello que nos separe, los
obstáculos que surjan aparecen como mal y se convierten en objeto de odio.

Simultáneamente se despiertan el deseo del bien y la aversión hacia los obstáculos.


85

Según que los obstáculos aparezcan como superables o insuperables nace la


esperanza o la desesperación.

La esperanza engendra la audacia: salimos al paso al obstáculo; después la cólera,


en el momento en que lo abordamos, y por último la delectación o goce, cuando
hemos vencido el obstáculo y poseemos el bien.

Paralelamente, la desesperación engendra el temor: retrocedemos ante el


obstáculo. No hay movimiento de cólera porque no llegamos a estar en contacto
con el obstáculo. El temor engendra directamente la tristeza porque no poseemos el
bien deseado.

EL APETITO INTELECTUAL

Se llama “apetito racional” o “apetito intelectual” a la tendencia despertada por el


conocimiento intelectual de un bien, o la tendencia hacia un bien concebido por la
inteligencia. Esta tendencia es la facultad de la voluntad.

Distinción entre "querer" y "desear": un mismo objeto puede ser a la vez querido
y deseado. La diferencia radica en que este objeto captado como un bien, lo
pueden tomar o la inteligencia o los sentidos. Entonces, el deseo tiende a un bien
sensible, percibido o imaginado (con el sentido interno de la imaginación); mientras
que el querer tiene por objeto un bien inteligible, es decir, concebido por la
inteligencia. (Por ejemplo, se puede desear un helado, mientras que se quiere el
estudio como perfeccionamiento).

La voluntad es un deseo a conseguir y alcanzar objetos de características


netamente espirituales. La presencia de tendencias en los seres es una
característica que les pertenece, pero las tendencias o apetitos espirituales o
intelectuales son exclusivamente humanos. Éstas surgen a raíz de un conocimiento
previo. Primero se realiza el movimiento intelectual que es lo que permite que
conozcamos las cosas; luego y sobre la base de este conocimiento surgirá un
agrado o desagrado, un gusto o disgusto por lo conocido (tanto a nivel sensible
como a nivel intelectual).

Por eso la tendencia es hacia algo conocido, no se puede tender o en definitiva, no


se puede desear alcanzar algo si no se conoce lo que es. En el plano espiritual esta
tendencia intelectual genera el amor, por ello no se puede amar lo que no se
conoce. Santo Tomás sostiene que “…el deseo en los seres inteligentes es
consecuencia del conocimiento...”. 74 Por ello, es que previo a toda acción de
apetecer o desear algo se realiza una acción de conocimiento.

Con esto se remarca la íntima unión de lo sensible con lo intelectual, de lo material


o corpóreo con lo espiritual. Son dos realidades que están presentes en la persona.
O sea, la voluntad sigue lo que la inteligencia le propone para realizar o alcanzar.

Pero, en la acción de la voluntad emerge la libertad. Es decir, la voluntad realiza en


libertad todos estos actos. De allí que sólo decimos que en el hombre se dan los
actos libres, no así en el resto de los seres de la naturaleza. El ser libres implica la
posibilidad de actuar sin condicionamientos exteriores, sin ningún tipo de coacción
externa.

74
Cfr. Santo Tomás. SummaTheologiae. I, q 75, a. 6.
86

Y la libertad es la posibilidad de elección de aquellos medios o fines que le


convengan a sí. O sea: fruto de su racionalidad el hombre elige libremente aquello
que le es conveniente a su ser hombre. Por eso es una contradicción elegir aquello
que atenta contra sí. Es un contrasentido elegir para sí lo que sea dañoso o atente
contra el mismo. Algunos autores definen a la libertad no como la elección entre el
bien y el mal (que sería contradictorio a lo recientemente dicho), sino la elección
efectuada entre todos los bienes y de ellos el mejor.

La pregunta que surge es si el mal es opción. En la práctica cotidiana vemos que sí.
Se opta libremente y se actúa en consecuencia a esta opción: se elige aquello que
resulta dañoso al hombre, tanto en el plano físico como en el plano de lo intelectual
o espiritual, generando una autodestrucción.

Esto se lo puede apreciar porque hay toda una modificación de lo que es bueno y
útil para el hombre; como así también un equívoco concepto de la libertad. Se
confunde libertad con libertinaje. La libertad es entendida como el actuar sin límites,
incluso si ello puede ocasionar algún perjuicio contra la persona. Se es libre para
hacer cualquier cosa, independientemente del orden que la naturaleza impuso.

La libertad entonces es aquella facultad que permite realizar acciones sin


condicionamientos, permite elegir distintos tipos de bienes que le sirvan al hombre
para su crecimiento como persona. Al surgir desde la voluntad significa que la
libertad no es un estado que se alcanza ni se adquiere o puede perderse, sino que
es una condición natural humana: todos los hombres son libres,
independientemente de la época en que haya vivido, de las condiciones sociales,
culturales, religiosas, sexuales, etc. No depende de estas características sino, más
bien, las trasciende.

El ejercicio de la libertad supone que previo a ello actuó el conocimiento


adquiriendo lo necesario para que actúe la voluntad y desde allí, se realice un acto
que denominamos “acto libre”: por lo tanto, para poder denominar a un acto de esta
manera se deben tener en cuenta la presencia de la inteligencia como así también
de la voluntad; un acto libre supone la deliberación de los actos (lo que hace la
inteligencia) como así también la acción de la voluntad.” 75

Análisis del acto voluntario


Un acto voluntario tiene doce fases (estos doce pasos lo son siguiendo la
exposición del autor Roger Verneaux. Existen otras posturas en que reducen o
aumentan la cantidad de pasos, pero lo esencial se mantiene, hay coincidencia).

Como hay una interrelación constante entre la inteligencia y la voluntad, seis de


estos pasos o fases conciernen a la inteligencia y seis a la voluntad.

75
López filo i derecho.
87

Inteligencia Voluntad

1º) Concepción de un objeto como bueno. Complacencia de ese objeto.

2º) Examen del objeto para ver si es


Intención de conseguir el bien. La voluntad
posible y bueno, en las situaciones
dispondrá los medios necesarios para
particulares. Si el objeto no es posible, todo
alcanzar ese bien.
se detiene y se comienza de nuevo.

3º) Búsqueda de los medios capaces de


conducirnos al bien. Si no se encuentran Consentimiento de los medios presentados
los medios adecuados, todo se detiene y se por la inteligencia. Si solamente hay un
vuelve a la complacencia. Suponiendo que medio, se saltan los dos pasos siguientes.
se encuentran los medios, se pasa al 3º Suponiendo varios pasos, sigue lo siguiente.
paso de la voluntad.

4º) El consentimiento provoca el examen


La deliberación termina con la elección de un
de los diversos medios analizando cuál es
medio con exclusión de los otros. Es el acto
realmente el más eficaz, el más útil. Este
central de la voluntad, donde se ejerce la
trabajo intelectual se llama deliberación o
libertad.
concilio.

La voluntad pone en movimiento las


5º) Realizada la elección, sigue la facultades que deben operar, es el uso activo
ordenación de las operaciones a realizar, de las facultades. (Ej.: la imaginación si se
llamado también imperio. Consiste en trata de explicar una historia, la inteligencia si
prever y combinar, poner en orden en el lo que se trata es resolver un problema, la
espíritu la serie de actos a ejecutar. movilidad si hay que realizar ciertos tipos de
movimientos, etc.).

6º) Sigue la ejecución. Las facultades


Si todo va bien, se obtiene el bien
actúan según su naturaleza, pero como es
primitivamente concebido, y entonces se
bajo la influencia de la voluntad, esta fase
produce el disfrute o gozo.
se llama uso pasivo.

Cuadro 1- Relación Inteligencia / Voluntad


Acciones de la Acciones Relacionados
Inteligencia de la con ….
Voluntad
Concepción Complacen Objeto
cia
Examen Intención
Búsqueda Consentimi Medios
ento
Deliberación Elección
Ordenación Uso activo Acción
Ejecución Disfrute
88

LA VOLUNTAD: NOCIÓN Y NATURALEZA

Para considerar su naturaleza, se deben tener en cuenta dos elementos: el objeto y


el sujeto.

El objeto de la voluntad
Este es el bien concebido por la inteligencia, lo cual equivale a decir que el mal
nunca es deseado por sí mismo, no puede ser amado. Además, si el objeto de la
voluntad es el bien concebido por la inteligencia, se desprende de esto que no
puede quererse lo que no se conoce. En definitiva, la voluntad ama necesariamente
el bien puro y perfecto.

La voluntad es una facultad espiritual como la inteligencia, está en su mismo nivel.


El objeto hacia el que se dirige es espiritual, porque es concebido por la
inteligencia. Por lo tanto, el acto de querer (que sea lo propio de la voluntad) es
espiritual, y la facultad que lo ejerce, es decir, la voluntad, también debe serlo.

Esta facultad también posee la capacidad de reflexión, es decir, de volver sobre sí


misma. Pero, a diferencia de la inteligencia, la reflexión en la voluntad es el hecho
de volver sobre sí misma para querer lo que está haciendo, para amar lo que está
haciendo.

Relación de la voluntad con la inteligencia y las demás pasiones:

I.- Voluntad e Inteligencia

Se plantean dos cuestiones:

1.- la relación de preeminencia: el objeto de la inteligencia es algo abstracto,


mientras que el objeto de la voluntad es algo concreto. De allí que, en la
consideración de los objetos, el de la inteligencia es superior respecto del de
la voluntad.
2.- la influencia se presenta cuando la inteligencia sigue, en algunas ocasiones
a la voluntad. Se afirmó que la voluntad sigue a la inteligencia, depende de
ella, puesto que la voluntad es despertada por la concepción de un bien.
Pero, una vez despertada la voluntad por la inteligencia, existe ya
reciprocidad de acción entre las dos facultades.

La voluntad aplica la inteligencia al objeto que ama para conocerlo mejor, es decir,
es la voluntad la que ahora regula la acción de la inteligencia para conocer mejor al
objeto y amarlo mejor.

II.- Voluntad y Pasiones

1.- en cuanto a la preeminencia, la voluntad es superior a las pasiones. La


primera es un apetito racional de naturaleza espiritual; mientras que la
pasión es un apetito sensible de naturaleza material. Considerando el tipo
de apetito y la naturaleza de ambas, surge inmediatamente que la voluntad
es superior a la pasión.
2.- en cuanto a la cuestión de la influencia, es un hecho que las pasiones
mueven a la voluntad. La pasión y la voluntad tienen un sujeto común que
89

es el hombre. De un modo general, la pasión modifica las disposiciones del


hombre y, en consecuencia, modifica su estimación de los bienes y de los
males. (Por ejemplo, frente a una situación violenta, una persona podrá
decir o hablar usando palabras que en momentos de calma no las usaría.)
En definitiva, las pasiones influyen sobre la voluntad, de tal manera que ésta
realice acciones no deseadas inicialmente.

LA LIBERTAD

Noción – Tipos
Al hablar de libertad se debe entender que ésta no es una substancia, ni un ser, ni
una facultad, sino más bien, un carácter de ciertos actos de voluntad.

Se debe distinguir entre la libertad de actuar y la libertad de querer.

Tipos de libertades
1.- Libertad de actuar 2.- Libertad de querer
Un acto puede ser llamado libre cuando Consiste en estar exento de una
está exento de toda coacción exterior, inclinación necesaria a poner el acto, es
La libertad reside en el movimiento al decir a hacer tal elección.
que una cosa tiende por naturaleza y Puede tomar dos formas:
que realiza cuando se la abandona a sí Libertad de ejercicio: puede elegirse
misma. entre actuar o no actuar, ejecutar el
Se pueden distinguir diversos tipos de acto o no.
"libertades": la libertad física, Libertad de especificación, consiste en
consistente en poder actuar sin ser hacer una cosa u otra, una vez
detenido por una fuerza superior (peso, determinada la libertad de ejercicio.
cadenas, etc.); la libertad civil, la Son dos formas de libertad distintas.
libertad moral, la libertad política, etc. Puede tenerse la primera y no la
segunda (por ejemplo, puedo elegir salir
o no salir, sin determinar adonde), pero
no la segunda sin la primera, más bien
la segunda supone la presencia de la
primera.

Los actos humanos y la norma o regla moral


Lo primero que conoce la inteligencia (dado por su objeto común) es la noción de
ser, y con ella, la noción de ente. Pero, la facultad de la inteligencia posee dos
"tipos" de actividad desarrolladas por la razón especulativa y por la razón práctica.
Por la primera es captado el ente, mientras que por la razón práctica lo que se
capta es la noción de bien.

De la misma manera, el primer principio que rige a la razón especulativa es que "el
ente no puede ser y no ser simultáneamente y bajo la misma relación" (denominado
principio de no-contradicción), así también el principio de la razón práctica (que
regula nuestro actuar libre) es "el bien debe hacerse y el mal evitarse".
90

Sobre este principio de la ley moral, se fundamentan los demás preceptos de la ley
moral, es decir, es la noción de bien la reguladora de las acciones del hombre; lo
que se debe tener en cuenta que bueno es para los hombres aquello a lo cual se
tiene una inclinación natural, no depravada ni desviada, y por tanto el orden de los
preceptos de la ley moral natural sigue entonces, al de las inclinaciones naturales
del hombre.

¿Cuáles son esas inclinaciones naturales?

1.- Existe en el hombre una inclinación que es común a todos los entes, que es
la de conservar su existencia según su propia naturaleza, y entonces
pertenece a la ley natural todo aquello por lo cual la vida del hombre
inocente se conserva y se impide lo que atenta contra ella.
2.- Existe en el hombre una inclinación que le es común con los animales
irracionales; y según lo cual es de ley natural todo lo que se refiere a la
unión del varón y la mujer y la educación de los hijos.
3.- Existe en el hombre una inclinación hacia el bien que le conviene según lo
racional de su naturaleza, que es propio de él: como conocer la verdad
hasta llegar a la Verdad Primera, a vivir en sociedad. Según esto, pertenece
a la ley natural todo lo que favorece a esta inclinación como el evitar la
ignorancia, el no hacer el mal a los hombres con quienes convive.

Resulta así, que un acto humano libre será moralmente bueno si concuerda con
estas inclinaciones esenciales del hombre, y moralmente malo si las contradice.
Debe tenerse en cuenta que los preceptos de la ley natural, fundados en las
inclinaciones del hombre como ser racional, regulan a las inclinaciones inferiores,
las cuales deben ejercerse siempre de una manera no animal, ni infra-animal, sino
humana, racional.

Los actos humanos y el último fin o bien del hombre


Todo el que obra tiende a un fin, hacia determinado objetivo; pero eso no quiere
decir que todo ente obre hacia un fin con conocimiento de ese fin. Hay tres modos
de tender a un fin:

1.- sin conocimiento alguno del fin (como los minerales y las plantas);
2.- con conocimiento del fin, pero sin conocerlo como fin, como aquello hacia lo
cual debe tender y lo busque de manera deliberada (los animales irracionales);
3.- con conocimiento del fin, y conociéndolo como fin (buscándolo como tal). Este
es el modo de obrar propio de los hombres.

El hombre obra con conocimiento del fin como fin: pues lo escoge libremente, dado
que todo bien finito es incapaz de imponer necesidad al actuar libre del hombre (o
sea, que ningún bien lo obliga, sino que es el hombre el que escoge libremente
cualquiera de ellos), y, porque, escogido el fin, elige los medios que le parecen más
conducentes a él.

Además, todo fin es un bien, y un fin último es un bien que satisface, en forma real
o solo aparente, totalmente el apetito. Hay que distinguir el fin último formal y el
material. El fin último formal es la felicidad en general buscada por todos los
hombres. El fin último material es el fin último en concreto y en particular; el objeto
concreto querido por sí mismo (es lo que cada uno desea como fin personal).
91

Hay que distinguir entre estos dos fines, porque todo hombre tiende a la felicidad:
respecto de ella el hombre no es libre (porque en la misma naturaleza de la
voluntad está el tender hacia la felicidad plena, el deseo de felicidad está enraizado
en la naturaleza humana, pertenece a la esencia del hombre, de allí que nadie
desea ser infeliz; sino que por medio de sus acciones busca la felicidad). Respecto
de la felicidad que otorga el fin último material, el hombre puede colocar la
búsqueda del bien sumo en los placeres, las riquezas, el poder, etc.

H Acción Fin = Bien

Además, existen tres clases de bienes:

a. bien honesto: es aquel que vale por sí mismo, por su propia dignidad y
nobleza (ejemplos: el saber, la virtud, la dignidad humana, etc.)
b. bien deleitable: aquel que atrae por el placer que produce una vez Clasificación de
alcanzado (ejemplo: un rico alimento). bienes.
c. bien útil: el que vale exclusivamente como medio para otro fin o bien
(ejemplo: una operación dolorosa, mediante la cual se obtiene la salud).

Si se obra por un bien honesto o un bien deleitable, éstos son considerados fines;
mientras que si se obra por un bien útil, éste es considerado como medio para
conseguir los otros.

En la determinación sobre cuál debe ser el bien a conseguir por parte del hombre,
se debe buscar aquel que sea capaz de saciar totalmente su apetito (es decir, de
colmar su apetencia plena de felicidad). Para ello se deben clasificar los distintos
tipos de bienes a los que se puede tender. Integrando los distintos bienes y
distinguiendo el doble orden (natural y sobrenatural), Santo Tomás (filósofo y
teólogo del s. XIII) realiza una catalogación de todos los bienes posibles.“ 76

76
López gestión de bancos
92

EJE PROBLEMÁTICO N° 4

POSMODERNIDAD Y
GLOBALIZACIÓN DE LA ECONOMIA
Para el siguiente eje Problemático se proponemos las siguientes lecturas
para estudiar acerca de la Posmodernidad.

(Extracto del módulo de estudio POSMODERNIDAD Y DDHH de la catedra


abierta sobre DDHH a cargo del Lic. Manuel Arzeno)

• Lecturas para profundizar y ampliar:


• LIPOVETSKY, Gilles (1986) Prefacio, del libro La Era del vacío, Anagrama, Barcelona, Pág. 5-15.
• Lectura obligatoria: VATTIMO, Gianni (2000) Cap II Crisis del Humanismos en El fin de la modernidad,
Gedisea, México, Pag. 33-46.
• Lectura complementaria: FOUCAULT, Michel (1999) Cap. 20 Que es la ilustración en Foucault, Michel,
Estética, ética y hesrmenéutica, Buenos Aires, Paidos.
• Lectura complementaria: LIPOVETSKY, Gilles (1986), Cap IV Modernismo y Posmodernismo, en La Era del
vacío, Anagrama, Barcelona.
• Lectura complementaria: VATTIMO, Gianni Cap I Posmodernidad: una sociedad transparente? en La
Sociedad Transparente, Paidos, Barcelona, Pag. 73-87.

Vamos iniciar nuestra reflexión presentando a la posmodernidad. Entendiendo por


ella una concepción que nos permite comprender el mundo en el que vivimos y nos
movemos. En este sentido, algunos podrán considerar un desacierto del uso de
este término. Otros lo cargarán con alguna connotación negativa, marcada por un
individualismo y pérdida de valores transcendentales. Sea la pre compresión que
tengamos, lo importante a considerar es la necesidad de contar con un esquema,
que no es ingenuo por cierto, para comprender la realidad que nos rodea.

Para esto vamos a tomar el texto de Lipovestsky la 'Era del vacío'. La


posmodernidad como parte de un proceso de personalización que se inició en la
modernidad es un proceso histórico y como tal tiene que ser analizado desde dos
categorías: la de continuidad y la de discontinuidad con la época anterior, en este
caso con la ‘modernidad’.

En cuanto continuidad, está marcada por el individualismo. Sin embargo, sufre una
segunda revolución (discontinuidad), que es denominada proceso de personalización.

En la ‘modernidad’ se inaugura el proceso del individualismo. Este se basa en la


negación de la tradición y la valoración de lo nuevo (secularización); rompe con el
tiempo pasado y se centra en el progreso del futuro.

No es más que un aspecto del amplio proceso secular que lleva al


advenimiento de las sociedades democráticas basada en la
soberanía del individuo y del pueblo, sociedades liberadas de la
sumisión a los dioses, de la jerarquías hereditarias y del poder de la
tradición. Prolongación cultural del proceso que se manifestó con
esplendor en el orden político y jurídico a fines del siglo XVIII,
culminación de la empresa revolucionaria democrática que constituyó
una sociedad sin fundamento divino, pura expresión de la voluntad de
los hombres que se reconocen iguales (Lipovetsky, Gilles, 1995: 86)
93

Liberado el hombre de la tradición y de lo sagrado, ahora exige ser reconocido


como igual ante el ‘otro’. Sin embargo, su libertad está enmarcada en un sistema
organización y sentido, como puede ser el estado, la educación, el trabajo. Estas le
trasmiten al hombre lo que tiene que hacer y por lo que hay que sacrificarse para
construir un mundo mejor.

Este individualismo va a continuar en la ‘posmodernidad’, pero a su manera. Es


decir, ya no se cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso; la gente
quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el nuevo
hombre.

En la ‘posmodernidad’, este individualismo genera una segunda revolución: el


individualismo total. Este es la revolución de las necesidades y de una ética
hedonista, que atomiza suavemente a los individuos, vacía poco a poco las
finalidades sociales de su significado profundo (Lipovetsky, Gilles, 2008: 25).

Por lo tanto, la ‘posmodernidad’ es un aggiornamento del individualismo de la


‘modernidad’ por el proceso de personalización.

Aquí como en otras partes el desierto crece: el saber, el poder, el


trabajo, el ejército, la familia, la iglesia, los partidos, etc. , ya ha
dejado globalmente de funcionar como principios absolutos e
intangibles y en distintos grados ya nadie cree en ellos, en ellos ya
nadie invierte nada (Lipovetsky, Gilles,1995: 35)

De esta manera, lo que genera en el hombre el proceso de personalización es la


búsqueda de una identidad personal y, por lo tanto, establece como derecho: el ser
uno mismo. En esta pretensión del hombre posmoderno se puede encontrar la
razón al crecimiento y progreso de los Derechos Humanos en nuestra época.

Salto adelante en la lógica individualista: el derecho a la libertad, en


teoría ilimitado pero hasta ahora circunscripto a lo económico, a lo
político, al saber, se instala en las costumbres y en lo cotidiano. Vivir
libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de
existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más
significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más
legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos (Lipovetsky,
Gilles,1986: 8)

Este proceso de personalización, de liberación del sujeto de los marcos


organizativos, no deja de tener su consecuencia: la decepción.

Cuanto más aumenta las exigencias de mayor bienestar y una vida


mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores
hedonistas, la super oferta, los ideales psicológicos, los ríos de
información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo,
más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones
(Lipovetsky, Gilles, 2008: 21)

El narcisismo, representación mitológica del hombre posmoderno, no solo designa


la pasión del conocimiento de uno mismo sino incluso la pasión de la revelación
intima del Yo. Esta autenticidad, más que una realidad psicológica actual, es un
valor social, y como tal expuesto a sujeciones: debe tener un estilo cool, cálido y
comunicativo. Hay que expresarse sin reservas, libremente, pero dentro de un
94

marco establecido (veamos los modos de comunicación en las redes sociales).


Narciso no es un actor atrofiado, su teatro es discreto.

Mientras que busca la liberación de todo aquello que lo obliga a ser algo distinto de
lo que él quiere ser no se escapa a este trabajo la liberación del ‘otro’. En la época
de los sistemas a la carta, la personalidad ya no es de tipo mimético (un buen padre
como..., un buen trabajador como..., etc), sino más bien se profundiza la diferencia
y la singularidad. Y en este sentido, Narciso está demasiado bien programado en
absorción de sí mismo, para que pueda afectarle el ‘otro’ y como también renuncia
a los grandes mensajes organizadores de vida, por lo que neutraliza los contenidos
ideológicos en beneficio de la diferencia.

De esta manera queda representada lo que Lipovetsky llamó el proceso de


personalización para caracterizar al hombre de nuestra época. Estas ideas se van
expresando en las diferentes facetas de la vida cotidiana. Para lo cual recomiendo
la lectura de los textos (se encuentran al final del texto) lo que nos permitirá ampliar
esta visión.

Otro pensador que habla de la posmodernidad es Gianni Vattimo. Su análisis de la


‘posmodernidad’ está marcado por las influencias filosóficas de Nietzsche y
Heidegger. De este modo, saliendo de la cotidianidad presentada por Lipovetsky
nos queremos acercar a la reflexión filosófica de nuestra época. Sin embargo, veo
conveniente hacer una primera aproximación a fin de visualizar cierta continuidad
con el análisis del proceso de personalización.

Este autor, del mismo modo que Lipovetsky, presenta la posmodernidad como
continuidad de la modernidad. En este sentido, abandona la cotidianeidad del
individualismo e ingresa al análisis de los discursos de la época, marcandos en las
categorías de discursos violentos y discursos débiles, la representación de una y
otra época.

Por ‘violencia’ entiende Vattimo, la imposición y firmeza que genera entender la


realidad desde un único principio (es lo que Lipovetsky habla de un marco
disciplinario-revolucionario-convencional). Y el modo, según el autor, de vivir en
esta perspectiva es de violencia y aceptación del mismo fundamento. Este único
principio explicativo de la realidad se refiere a la religión (Dios), la política (Estado),
a la filosofía (Ser). Desde esta perspectivas, los derechos humanos, pueden tener
un discurso universal ya que su fundamente estaría en la esencia del hombre
(naturaleza).

En contraparte está lo ‘débil’, que es lo propio de la ‘posmodernidad’. Al no existir


un fundamento que justifique la realidad, lo que queda son discursos ‘debilitados’.
Para Vattimo, esto no es falta de importancia sino al contrario, en la admisión de
una realidad ‘débil’ esta la vida del hombre actual. Es decir, la aceptación de lo
‘débil’ es el modo en el que devenga un hombre, como intérprete autónomo, frente
a todas las voces ahora autorizadas (Vattimo, Gianni, 1992: 10).

La modernidad es un proceso que se inicia en el siglo XV y el cual define como


valor lo nuevo y original. Es la época en la que ser moderno es valioso (Vattimo,
Gianni, 1994: 73). Es decir, la modernidad es entendida como un proceso del
pensamiento que busca la superación en lo ‘nuevo’, en donde el hombre ‘cree’
poder conocer la verdad de las cosas.

Desde alrededor de la década del 60’ hasta ahora, para Vattimo, el proceso en que
viene desarrollándose la modernidad se desactualiza. El principio en que se
95

fundamentaba es puesto en duda. De este modo se rompe con la lógica moderna y


se ingresa en la ‘posmodernidad’.

En este sentido, la crítica de la época actual a la modernidad, no va solo al


fundamento en el que ella se construía sino que cuestiona la posibilidad de
encontrar otro que permita unificar y entender la época actual (Vattimo, Gianni,
2000: 12). Por lo tanto, si la ‘posmodernidad’ es un estado nuevo, más avanzado o
más retrasado, no importa.

Vattimo encuentra la causa de la disolución de la modernidad, expresada en la


pérdida de valor de lo nuevo y del ideal de una historia universal en los medios de
comunicación.

La disolución de la historia, en los varios sentidos que pueden


atribuirse a esta expresión es probablemente, por lo demás, el
carácter que con mayor claridad distingue a la historia contemporánea
de la historia moderna. La época contemporánea (no ciertamente la
historia contemporánea según la división académica que la hace
comenzar con la Revolución Francesa) es esa época en la cual, si
bien con el perfeccionamiento de los instrumentos de reunir y
transmitir la información sería posible realizar una ´historia universal´,
precisamente esa historia universal se ha hecho imposible, …, esto
se debe a que el mundo de los media en todo el planeta es también el
mundo en el que los centros de historia (las potencias capaces de
reunir y transmitir las informaciones según una visión unitaria que es
también el resultado de elecciones políticas) se han multiplicado. Pero
también esto tal vez solo indica que no es posible una ´historia
universal´ como historiografía, como historia rerum, y que acaso falten
las condiciones para que se dé una historia universal como curso
unitario efectivo de los acontecimientos, como res (Vattimo, Gianni,
2000: 17)

En este sentido lo mass media en vez de facilitar un discurso unificado y a la vez


más culto e ilustrado lo que consolidaría el ideal moderno, permitió liberar las
historias de los derrotados rompiendo con el principio unificado de lo moderno.

Si hablo mi dialecto en un mundo de dialectos seré consciente


también de que la mía no es la única ‘lengua’, sino precisamente un
dialecto más entre otros. Si profeso mis sistema de valores –
religiosos, éticos, políticos, étnicos- en este mundo de culturas
plurales, tendré también una aguda conciencia de la historicidad,
contingencia y limitación de todos estos sistemas, empezando por el
mío (Vattimo, Gianni, 1994: 85)

A continuación una cita que resume todos los conceptos hasta acá desarrollados.

La importancia que reviste la enseñanza filosófica de autores como


Nietzsche y Heidegger se concentra toda en este punto: en el hecho
de que nos brindan los instrumentos para captar el sentido
emancipador del fin de la modernidad y de su concepto de historia.
Nietzsche, en efecto, ha mostrado que la imagen de una realidad
ordenada racionalmente sobre la base de un fundamento (la imagen
que la metafísica se ha hecho del mundo) es solo un mito
‘tranquilizador’ propio de una humanidad todavía bárbara y primitiva:
la metafísica es un modo violento aún de reaccionar ante una
96

situación de peligro y de violencia; busca, efectivamente, hacerse


dueña de la realidad por un ‘golpe de mano’ que atrapa (o cree
ilusionariamente haber atrapado) el principio primero del que todo
depende (asegurándose, así, ilusoriamente, el dominio de los
acontecimientos). Heidegger, continuando esta línea de Nietzsche, ha
mostrado que pensar el ser como fundamento, y la realidad como
sistema racional de causas y efectos, es sólo una manera de
extender a todo el ser el modelo de la objetividad ‘científica’, de la
mentalidad que para poder dominar y organizar rigurosamente todas
las cosas tiene que reducirlas al nivel de meras presencias
mensurables, manipulables y sustituibles, viniendo finalmente a
reducir también al propio hombre, su interioridad y su historicidad, a
este mismo nivel (Vattimo, Gianni, 1994: 82)

Por lo tanto, la ‘posmodernidad’, a diferencia de la modernidad donde prevalece el


universalismo, se caracteriza por una realidad pluralizada y esto se genera por el
abandono en la creencia de que un único principio es el fundamento de la realidad.
Entendemos las razón de la pluralización de los derechos humanos, el proceso de
expansión y crecimientos de los mismos.
97

ACTIVIDAD DE INTEGRACIÓN N° 3

Abarca los ejes problemáticos 3 y 4

Las consignas serán publicadas oportunamente en la


solapa de ACTIVIDADES DE INTEGRACIÓN según el
cronograma propuesto.
98

GLOSARIO

Inmanencia: proviene de los siguientes términos: “in” = dentro de y el verbo


“manere” = permanecer, estar. Entonces esta palabra significa “lo que está dentro
de” o “lo que permanece dentro de”.

Trascendencia: es la acción de salir de sí. Se puede aplicar al hombre que sale de


sí y sale al encuentro del otro: sucede en la relación interpersonal (de los padres
entre sí, del padre al hijo y viceversa, entre los amigos, los novios, con Dios).

Complejos: lo que está compuesto de partes. El hombre es un ser complejo, pues


está constituido de partes, en principio el alma y el cuerpo. Las cosas materiales del
mundo físico también lo son, pues tienen diversas partes que lo componen.

Aristóteles: (Estagira 384 – Calcis, 322 a J.C.) filósofo griego. Hijo del médico real
de Macedonia, estuvo veinte años en la Academia de Platón, primero como
discípulo y luego como investigador y como tutor. Candidato a ser el sucesor del
maestro, se afirma.

Edad Antigua: se inicia con la aparición de la escritura y llega hasta la caída del
Imperio romano a manos de los bárbaros, en el siglo V después de Cristo, en el año
476.

Edad Moderna: históricamente se conoce como una de las etapas en la que se


divide tradicionalmente la historia, extendiéndose desde la toma de Constantinopla
por los turcos en el año 1453 hasta el inicio de la Revolución Francesa en el año
1789.

Edad Contemporánea: se denomina al periodo histórico comprendido entre la


Revolución francesa (1789) y la actualidad. Es una época caracterizada por las
revoluciones y por las grandes transformaciones artísticas, demográficas, sociales,
políticas, tecnológicas y económicas.
LECTURA ANEXA 3A

EL FENÓMENO DEL CONOCIMIENTO Y LOS PROBLEMAS


CONTENIDOS EN ÉL
Johannes Hessen
Teoría del Conocimiento, Edición Popular, Pgs. 25-33.

La teoría del conocimiento es, como su nombre indica, una teoría, esto es, una
explicación o interpretación filosófica del conocimiento humano. Pero antes de
filosofar sobre un objeto es menester examinar escrupulosamente este objeto.
Una exacta observación y descripción del objeto debe preceder a toda
explicación e interpretación. Hace falta, pues, en nuestro caso, observar con
rigor y describir con exactitud lo que llamamos conocimiento, este peculiar
fenómeno de conciencia. Hagámoslo tratando de aprehender los rasgos
esenciales generales de este fenómeno, mediante la autorreflexión sobre lo
que vivimos cuando hablamos del conocimiento. Este método se llama el
fenomenológico, a diferencia del psicológico. Mientras este último investiga los
procesos psíquicos concretos en su curso regular y su conexión con otros
procesos, el primero aspira a aprehender la esencia general en el fenómeno
concreto. En nuestro caso no describirá un proceso de conocimiento
determinado, no tratará de establecer lo que es propio de un conocimiento
determinado, sino lo que es esencial a todo conocimiento, en que consiste su
estructura general.

Si empleamos este método, el fenómeno del conocimiento se nos presenta en


sus rasgos fundamentales de la manera siguiente:

En el conocimiento se hallan frente a frente la conciencia y el objeto, el sujeto y


el objeto. El conocimiento se presenta como una relación entre estos dos
miembros, que permanecen en ella eternamente separados el uno del otro. El
dualismo del sujeto y el objeto pertenece a la esencia del conocimiento.

La relación entre los dos miembros es a la vez una correlación. El sujeto sólo
es sujeto para un objeto y el objeto sólo es objeto para un sujeto. Ambos sólo
son lo que son en cuanto son para el otro. Pero esta correlación no es
irreversible. Ser sujeto es algo completamente distinto que ser objeto. La
función del sujeto consiste en aprehender el objeto, la del objeto ser aprensible
y aprehendido por el sujeto.

Vista desde el sujeto, esta aprehensión se presenta como una salida del sujeto
fuera de su propia esfera, una invasión en la esfera del objeto y una captura de
las propiedades de éste. El objeto no es arrastrado, empero, dentro de la
esfera del sujeto, sino que permanece trascendente a él. No en el objeto, sino
en el sujeto, cambia algo por obra de la función de conocimiento. En el sujeto
surge una cosa que contiene las propiedades del objeto, surge una “imagen”
del objeto.
Visto desde el objeto, el conocimiento se presenta como una transferencia de
las propiedades del objeto al sujeto. Al trascender del sujeto a la esfera del
objeto corresponde un trascender del objeto a la esfera del sujeto. Ambos sólo
son distintos aspectos del mismo acto. Pero en éste tiene el objeto el
predominio sobre el sujeto. El objeto es el determinante, el sujeto el
determinado. El conocimiento puede definirse, por ende, como una
determinación del sujeto por el objeto. Pero lo determinado no es el sujeto
pura y simplemente, sino tan sólo la imagen del objeto en él. Esta imagen es
objetiva, en cuanto que lleva en si los rasgos del objeto. Siendo distinta del
objeto, se halla en cierto modo entre el sujeto y el objeto. Constituye el
instrumento mediante el cual la conciencia cognoscente aprehende a su objeto.

Puesto que el conocimiento es una determinación del sujeto por el objeto,


queda dicho que el sujeto se conduce receptivamente frente al objeto. Esta
receptividad no significa, empero, pasividad. Por el contrario, puede hablarse
de una actividad y espontaneidad del sujeto en el conocimiento. Ésta no se
refiere, sin embargo, al objeto, sino a la imagen del objeto, en la que la
conciencia puede muy bien tener parte, contribuyendo a engendrarla. La
receptividad frente al objeto y la espontaneidad frente a la imagen del objeto en
el sujeto son perfectamente compatibles.

Al determinar el sujeto, el objeto se muestra independiente de él, trascendente


a él. Todo conocimiento menta (“intende”) un objeto, que es independiente de
la conciencia cognoscente. El carácter de trascendentes es propio, por ende, a
todos los objetos del conocimiento. Dividimos los objetos en reales o ideales.
Llamamos real todo lo que nos es dado en la experiencia externa o interna o se
infiere de ella. Los objetos ideales se presentan, por el contrario, como irreales,
como meramente pensados. Objetos ideales son, por ejemplo, los objetos de la
matemática, los números y las figuras geométricas. Pues bien, los singular es
que también estos objetos ideales poseen un ser en sí o trascendencia, en
sentido epistemológico. Las leyes de los números, las relaciones que existen,
por ejemplo, entre los lados y los ángulos de un triángulo, son independientes
de nuestro pensamiento subjetivo, en el mismo sentido en que lo son los
objetos reales. A pesar de su irrealidad, le hacen frente como algo en sí
determinado y autónomo.

Ahora bien: parece existir una contradicción entre la trascendencia del objeto al
sujeto y la correlación del sujeto y el objeto, señalada anteriormente. Pero esta
contradicción es sólo aparente. Sólo en cuanto que es objeto del conocimiento
hállase el objeto necesariamente incluso en la correlación. La correlación del
sujeto y del objeto es irrompible dentro del conocimiento; pero no en sí. El
sujeto y el objeto no se agotan en su ser el uno para el otro, sino que tienen
además un ser en sí. Éste consiste, para el objeto, en lo que aún hay de
desconocido en él. En el sujeto reside en lo que él sea además de sujeto
cognoscente. Pues además de conocer, el sujeto siente y quiere. Así, el objeto
deja de ser objeto cuando sale de la correlación; y en este caso el sujeto sólo
deja de ser sujeto cognoscente.
Así como la correlación del sujeto y el objeto sólo es irrompible dentro del
conocimiento, así también sólo es irreversible como correlación de
conocimiento. En sí es muy posible una inversión, la cual tiene lugar
efectivamente en la acción. En la acción no determina el objeto al sujeto, sino
el sujeto al objeto. Lo que cambia no es el sujeto, sino el objeto. Aquél ya no se
conduce receptiva, sino espontánea y activamente, mientras que éste se
conduce pasivamente. El conocimiento y la acción presentan, pues, una
estructura completamente opuesta.

El concepto de la verdad se relaciona estrechamente con la esencia del


conocimiento. Verdadero conocimiento es tan sólo el conocimiento verdadero.
Un “conocimiento falso” no es propiamente conocimiento, sino error e ilusión.
Más ¿en qué consiste la verdad del conocimiento? Según lo dicho, debe
radicar en la concordancia de la “imagen” con el objeto. Un conocimiento es
verdadero si su contenido concuerda con el objeto mentado. El concepto de la
verdad es, según esto, el concepto de una relación. Expresa una relación, la
relación del contenido del pensamiento, de la “imagen”, con el objeto. Este
objeto, en cambio, no puede ser verdadero ni falso; se encuentra, en cierto
modo, más allá de la verdad y la falsedad. Una representación inadecuada
puede ser, por el contrario, absolutamente verdadera. Pues aunque sea
incompleta, puede ser exacta si las notas que contiene existen realmente en el
objeto.

El objeto de la verdad, que hemos obtenido de la consideración


fenomenológica del conocimiento, puede designarse como concepto
trascendente de la verdad. Tiene, por supuesto, en efecto, la trascendencia del
objeto. Es el concepto de la verdad propio de la conciencia ingenua y de la
conciencia científica. Pues ambas entienden por verdad la concordancia del
contenido del pensamiento con el objeto.

Pero no basta que un conocimiento sea verdadero; necesitamos poder


alcanzar la certeza de que es verdadero. Esto suscita la cuestión: ¿en qué
podemos conocer si un conocimiento es verdadero? Es la cuestión del criterio
de verdad. Los datos fenomenológicos no nos dicen nada sobre si existe un
criterio semejante. El fenómeno del conocimiento implica sólo su presunta
existencia; pero no su existencia real.

Con esto queda iluminado el fenómeno del conocimiento en sus rasgos


principales. A la vez hemos puesto en claro que este fenómeno linda con tres
esferas distintas. Como hemos visto, el conocimiento presenta tres elementos
principales: el sujeto, la “imagen” y el objeto. Por el sujeto, el fenómeno del
conocimiento toca con la esfera psicológica; por la “imagen”, con la lógica; por
el objeto, con la ontológica. Como proceso psicológico en un sujeto, el
conocimiento es objeto de la psicología. Sin embargo, se ve en seguida que la
psicología no puede resolver el problema de la esencia del conocimiento
humano. Pues el conocimiento consiste en una aprehensión espiritual de un
objeto, como no sha revelado nuestra investigación fenomenológica. Ahora
bien, la psicología, al investigar los procesos del pensamiento, prescinde por
completo de esta referencia al objeto. La psicología dirige su mirada, como ya
se ha dicho, al origen y curso de los procesos psicológicos. Pregunta cómo
tiene lugar el conocimiento, pero no si es verdadero, esto es, si concuerda con
el objeto. La cuestión de la verdad del conocimiento se halla fuera de su
alcance. Si, no obstante, intentase resolver esta cuestión incurriría en una
perfecta .... en un tránsito a un orden de cosas completamente distinto. En esto
justamente reside el error del psicologismo.

Por su segundo miembro, el fenómeno del conocimiento penetra en la esfera


de la lógica. La “imagen” del objeto en el sujeto es un ente lógico y, como tal,
objeto de la lógica. Pero también se ve en seguida que la lógica no puede
resolver el problema del conocimiento. La lógica investiga los entes lógicos
como tales, su arquitectura íntima y sus relaciones mutuas. Inquiere, como
vimos, la concordancia del pensamiento consigo mismo, no su concordancia
con el objeto. El problema epistemológico se halla también fuera de la esfera
lógica. Cuando se desconoce este hecho, entonces decimos que se cae en el
logicismo.

Por su tercer miembro, el conocimiento humano toca a la esfera ontológica. El


objeto hace frente a la conciencia cognoscente como algo que es –trátese de
un ser ideal o de un ser real-. El ser, por su parte, es objeto de la ontología.
Pero también resulta que la ontología no puede resolver el problema del
conocimiento. Pues así como no puede eliminarse del conocimiento el objeto
tampoco puede eliminarse el sujeto. Ambos pertenecen al contenido esencial
del conocimiento humano, como nos ha revelado la consideración
fenomenológica. Cuando se desconoce esto y se ve el problema del
conocimiento exclusivamente desde el objeto, el resultado es la posición del
ontologismo.

Ni la psicología, ni la lógica, ni la ontología pueden resolver, según esto, el


problema del conocimiento. Este representa un hecho absolutamente peculiar y
autónomo. Si queremos rotularle con un nombre especial, podemos hablar con
Nicolás Hartmann de un hecho gnoseológico. Lo que significamos con esto es
la referencia de nuestro pensamiento a los objetos, la relación del sujeto y el
objeto, que no cabe en ninguna de las tres disciplinas nombradas, como se ha
visto, y que funda, por tanto, una nueva disciplina: la teoría del conocimiento.
También la consideración fenomenológica conduce, pues, a reconocer la teoría
del conocimiento como una disciplina filosófica independiente.

Cabría pensar que la misión de la teoría del conocimiento queda cumplida en lo


esencial con la descripción del fenómeno del conocimiento. Pero no es así. La
descripción del fenómeno no es su interpretación y explicación filosófica. Lo
que acabamos de describir es lo que la conciencia natural entiende por
conocimiento. Hemos visto que, según la concepción de la conciencia natural,
el conocimiento consiste en forjar una “imagen” del objeto y la verdad del
conocimiento es la concordancia de esta “imagen” con el objeto. Pero averiguar
si esta concepción está justificada es un problema que se encuentra más allá
del alcance del problema fenomenológico. El método fenomenológico sólo
puede dar una descripción del fenómeno del conocimiento. Sobre la base de
esta descripción fenomenológica hay que intentar una explicación e
interpretación filosófica, una teoría del conocimiento. Esta es la misión propia
de la teoría del conocimiento.

Este hecho es desconocido muchas veces por los fenomenólogos, que creen
resolver el problema del conocimiento describiendo simplemente el fenómeno
del conocimiento. Alas objeciones de los filósofos de distinta orientación
responden remitiéndose a los datos fenomenológicos del conocimiento. Pero
esto es desconocer que la fenomenología y la teoría del conocimiento son
cosas completamente distintas. La fenomenología sólo puede poner a la luz la
efectiva realidad de la concepción natural, pero nunca decidir sobre su justeza
y verdad. Esta cuestión crítica se halla fuera de la esfera de su competencia.
Puede expresarse también esta idea diciendo que la fenomenología es un
método, pero no es una teoría del conocimiento.

Como consecuencia de lo dicho, la descripción del fenómeno del concomiendo


tiene sólo una significación preparatoria. Su misión no es resolver el problema
del conocimiento, sino conducirnos hasta dicho problema.

La descripción fenomenológica puede y debe descubrir los problemas que se


presentan en el fenómeno del conocimiento y hacer que nos formemos
conciencia de ellos.

Si profundizamos una vez más en la descripción del fenómeno del


conocimiento anteriormente dada, encontramos sin dificultad que son ante todo
cinco problemas principales los que implican los datos fenomenológicos.
Hemos visto que el conocimiento significa una relación entre un sujeto y un
objeto, que entran, por decirlo así, en contacto mutuo; el sujeto aprehende el
objeto. Lo primero que cabe preguntar es, por ende, si esta concepción de la
conciencia natural es justa, si tiene lugar realmente este contacto entre el
sujeto y el objeto. ¿Puede el sujeto aprehender realmente el objeto. Esta es la
cuestión de la posibilidad del conocimiento humano.

Tropezamos con otro problema cuando consideramos de cerca la estructura


del sujeto cognoscente. Es esta una estructura dualista. El hombre es un ser
espiritual y sensible. Consiguientemente distinguimos un conocimiento
espiritual y un conocimiento sensible. La fuente del primero es la razón; la del
último, la experiencia. Se pregunta de qué fuente saca principalmente sus
contenidos la conciencia cognoscente. ¿Es la razón o la experiencia la fuente y
base del conocimiento humano? Esa es la cuestión del origen del
conocimiento.

Llegamos al verdadero problema central de la teoría del conocimiento cuando


fijamos la vista en la relación del sujeto y el objeto. En la descripción
fenomenológica caracterizamos esta relación como una determinación del
sujeto por el objeto. Pero también cabe preguntar si esta concepción de la
conciencia natural es la justa. Como veremos más tarde, numerosos e
importantes filósofos han definido esta relación justamente en el sentido
contrario. Según ellos, la verdadera situación de hecho es justamente la
inversa: no es el objeto el que determina al sujeto, sino el sujeto el que
determina al objeto. La conciencia cognoscente no se conduce
respectivamente frente a su objeto, sino activa y espontáneamente. Cabe
preguntar, pues, cuál de las dos interpretaciones del fenómeno del
conocimiento es la justa. Podemos designar brevemente este problema como
la cuestión de la esencia del conocimiento humano.

Hasta aquí, al hablar del conocimiento, hemos pensado exclusivamente en una


aprehensión racional del objeto. Cabe preguntar si además de este
conocimiento racional hay un conocimiento de otra especie, un conocimiento
intuitivo, en oposición al discursivo racional. Esta es la cuestión de las formas
del conocimiento humano.

Un último problema entró en nuestro círculo visual al término de la descripción


fenomenológica: la cuestión del criterio de verdad. Si hay un conocimiento
verdadero, ¿en qué podemos conocer esta verdad? ¿Cuál es el criterio que
nos dice, en el caso concreto, si un conocimiento es o no verdadero?

El problema del conocimiento se divide, pues, en cinco problemas parciales


(…).
EJE PROBLEMATICO N°4: Posmodernidad y la globalización de la economía

1. La posmodernidad: conceptualización y características.

Concepto:

La posmodernidad no es una época que se halle después de la modernidad como etapa


de la historia. El “post” de la posmodernidad, a juicio de Gianni Vattimo, es “espacial” antes que
“temporal”. Esto quiere decir que estamos sobre la modernidad. La Posmodernidad no es un
tiempo concreto ni de la historia ni del pensamiento, sino que es una condición humana
determinada, como insinúa Lyotard en La condición postmoderna.

El término posmodernidad nace en el domino del arte y es introducido en el campo


filosófico hace tres décadas por Jean Lyotard con su trabajo La condición postmoderna. Jean-
Francois Lyotard explica la Condición postmoderna de nuestra cultura como una emancipación
de la razón y de la libertad de la influencia ejercida por los “grandes relatos”, los cuales, siendo
totalitarios, resultaban nocivos para el ser humano porque buscaban una homogeneización que
elimina toda diversidad y pluralidad: “Por eso, la Posmodernidad se presenta como una
reivindicación de lo individual y local frente a lo universal. La fragmentación, la babelización, no
es ya considerada un mal sino un estado positivo” porque “permite la liberación del individuo,
quien, despojado de las ilusiones de las utopías centradas en la lucha por un futuro utópico,
puede vivir libremente y gozar el presente siguiendo sus inclinaciones y sus gustos”.

Grande y pequeños relatos:

La era moderna nació con el establecimiento de la subjetividad como principio


constructivo de la totalidad. No obstante, la subjetividad es un efecto de los discursos o textos
en los que estamos situados. Al hacerse cargo de lo anterior, se puede entender por qué el
mundo postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de lenguaje que compiten
entre sí, pero tal que ninguno puede reclamar la legitimidad definitiva de su forma de mostrar
el mundo.

La ruptura con la razón totalizadora supone el abandono de los grands récits, es decir,
de las grandes narraciones, del discurso con pretensiones de universalidad y el retorno de las
petites histoires. Tras el fin de los grandes proyectos aparece una diversidad de pequeños
proyectos que alientan modestas pretensiones. Aquí se insiste en el irreductible pluralismo de
los juegos de lenguaje, acentuando el carácter local de todo discurso, y la imposibilidad de un
comienzo absoluto en la historia de la razón. Ya no existe un lenguaje general, sino multiplicidad
de discursos. Y ha perdido credibilidad la idea de un discurso, consenso, historia o progreso en
singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos de discurso y narraciones.

El mundo postmoderno ha desechado los metarrelatos. El metarrelato es la justificación


general de toda la realidad, es decir, la dotación de sentido a toda la realidad. Ninguna
justificación puede alcanzar a cubrir toda la realidad, ya que necesariamente caerá en alguna
paradoja lógica o alguna insuficiencia en la construcción (especialmente en la completitud o en
la coherencia) y que desdicen sus propias pretensiones onmiabarcantes. El hombre
postmoderno no cree ya los metarrelatos, el hombre postmoderno no dirige la totalidad de su
vida conforme a un solo relato, porque la existencia humana se ha vuelto tan enormemente
compleja que cada región existencial del ser humano tiene que ser justificada por un relato
propio, por lo que los pensadores postmodernos llaman microrrelatos.

1
El microrrelato tiene una diferencia de dimensión respecto del metarrelato, pero esta
diferencia es fundamental, ya que sólo pretende dar sentido a una parte delimitada de la
realidad y de la existencia. Cada uno de nosotros tiene diferentes microrrelatos, probablemente
desgajados de metarrelatos, que entre ellos pueden ser contradictorios, pero el ser humano
postmoderno no vive esta contradicción porque él mismo ha deslindado cada una de esta esfera
hasta convertirlas en fragmentos. El hombre postmoderno vive la vida como un conjunto de
fragmentos independientes entre sí, pasando de unas posiciones a otras sin ningún sentimiento
de contradicción interna, puesto éste entiende que no tiene nada que ver una cosa con otra.
Pero esto no quiere decir que los microrrelatos no sean cambiables sin mayor esfuerzo, ya que
los microrrelatos responden al criterio fundamental de utilidad, esto es, son de tipo
pragmáticos.

Hermenéutica:

¿En qué punto nos encontramos ahora? Sin duda en el dominio de la interpretación y
la sobreinterpretación. Las interpretaciones dotan de sentido a los hechos. La interpretación es
una condición necesaria para que podamos conocer la realidad, para que nos podamos
relacionar con ella. La interpretación cuaja en la tradición y es el conocimiento de nuestras
formas de interpretación el objeto de la ciencia central de la Posmodernidad: la Hermenéutica.
La Hermenéutica tiene sus orígenes en los principios del conocimiento humano, no en vano
Aristóteles escribe un tratado sobre la interpretación. Con Gadamer9 la Hermenéutica cobra un
nuevo giro, ya no pretende aprehender el verdadero y único sentido del texto, sino manifestar
las diversas interpretaciones del texto y las diversas formas de interpretar. Hemos aludido por
primera vez a un elemento fundamental del pensamiento postmoderno: el texto.

Pensamiento débil:

Vattimo ha elaborado la idea de un pensamiento débil como portavoz de la sospecha,


se trata de un pensamiento eminentemente crítico, no tolera ninguna pretensión totalitaria
sobre la realidad, ningún pensamiento que quiere trascender los límites del microrrelato. Detrás
de cada intención totalitaria, de cada metarrelato como pretensión de interpretación última y
definitiva sobre la realidad y el sentido del mundo se esconde un interés del poder, de un poder
manifiesto u oculto, que, a través del lenguaje ontologizado y ontologizante –metafísico y/o
teológico, quiere someter la realidad a una visión univoca y normativa, anulando y vaciando la
potencialidad humana de hacer y crear mundos.

La sociedad del simulacro de Baudrillard:

La mercancía y la sociedad contemporánea están consumidas por el signo, por un


artefacto que suplanta y devora poco a poco lo real, hasta hacerlo subsidiario. Lo real existe por
voluntad del signo, el referente existe porque hay un signo que lo invoca. Vivimos en un universo
extrañamente parecido al original –las cosas aparecen replicadas por su propia escenificación–
señala Baudrillard.

La Posmodernidad, en contraste con la Modernidad, se caracteriza por las siguientes


notas: nihilismo y escepticismo, reivindicación de lo plural y lo particular, deconstrucción,
relación entre hombres y cosas cada vez más mediatizada, lo que implica una desmaterialización
de la realidad (Lyotard). Con respecto a esto Jean Baudrillard habla de un “asesinato de la
realidad”. En su libro El crimen perfecto, presenta metafóricamente cómo se produce en las
postrimerías de siglo esta desaparición de la realidad mediante la proliferación de pantallas e
imágenes, transformándola en una realidad meramente virtual: “Vivimos en un mundo en el

2
que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo
tiempo esa desaparición”.

No existe ya la posibilidad de una mirada, de una mirada de aquello que suscita la


mirada, porque, en todos los sentidos del término, aquello otro ha dejado de mirarnos. El mundo
ya no nos piensa, Tokio ya no nos quiere. Si ya no nos mira, nos deja completamente
indiferentes. De igual forma el arte se ha vuelto por completo indiferente a sí mismo en cuanto
pintura, en cuanto creación, en cuanto ilusión más poderosa que lo real. No cree en su propia
ilusión, y cae irremediablemente en el absurdo de la simulación de sí mismo.

Baudrillard localiza precisamente en el exceso expresivo el núcleo esencial de la


sobredosis de realidad. Ya no son la ilusión, el sueño, la locura, la droga ni el artificio los
depredadores naturales de la realidad. Todos ellos han perdido gran parte de su energía, como
si hubieran sido golpeados por una enfermedad incurable y solapada. Lo que anula y absorbe la
ficción no es la verdad, así como tampoco lo que deroga el espectáculo no es la intimidad;
aquello que fagocita la realidad no es otra cosa que la simulación, la cual secreta el mundo real
como producto suyo.

La hiperrealidad debe entenderse como copia de una realidad mejor que la original,
como instancia superadora. Se constituyen realidades paralelas a las iniciales y esto permite la
desaparición de rastros que podrían demostrar el punto de partida de la referencia; de hecho,
para Baudrillard, la hiperrealidad elimina toda huella.

La simulación es, entonces, el proceso de generación de hiperrealidad, a partir de los


modelos de algo de origen real. El simulacro no oculta la verdad, es la verdad (nueva,
superadora) la que oculta que ya no hay verdad por fuera de esa construcción.

2. Concepto de Globalización. Distintos tipos: la globalización tecnoeconómica, la


globalización sociopolítica, la globalización cultural.

Concepto:

La palabra "globalización", al parecer, fue inventada por Daniel Yergin hace ya diez
años. Pretendía describir un proceso que se manifiesta en un mundo hiperactivo y conectado 24
horas a las redes telemáticas, y que viene delimitado por tres fuerzas: a) movimiento alejado de
los gobiernos, que se apoya en los mercados y en la privatización de las empresas públicas; b)
desaparición de las fronteras nacionales con el surgimiento de las empresas transnacionales y
organismos supranacionales como el Banco Central Europeo; c) la aparición de nuevas
tecnologías que propician el mercado de los servicios.

Y, junto a estos aspectos técnicos, existen condicionamientos ideológicos y políticos: la


caída del muro de Berlín ha dejado a la economía de mercado sin rivales.

Dicha globalización provoca diversos cambios: a) de aumento de coste, debido a las


nuevas tecnologías y nuevos programas de investigación y desarrollo; b) la demanda de
productos se unifica aún más; c) replanteamiento de estrategias eficaces de las empresas, en
función del mercado; d) crecimiento asimétrico de la economía: algunos países son más ricos; y
los pobres, más pobres.

3
En cualquier caso, la palabra «globalización» está en la boca de todos como una de los
fenómenos más característicos de nuestro tiempo. El premio nobel de economía R. M. Solow,
llegó a exclamar irónicamente: «¡Ah, sí, la globalización! Es una maravillosa excusa para muchas
cosas».

En cualquier caso, la globalización neoliberal supone un pensamiento único, un interés


único, un poder único. Por eso, se entiende por globalización un proceso de interconexión
financiera, económica, social, política y cultural que se acelera por las nuevas tecnologías de la
información, por la victoria política del neocapitalismo y por el cuestionamiento de las grandes
ideologías.

Globalización no es lo mismo que internacionalización (relación entre Estados), o que


mundialización (los ciudadanos del mundo entero se benefician de bienes y valores compartidos
por todos). La globalización hace referencia a determinadas personas y organizaciones
(gubernamentales o no), que ostentan gran poder y son capaces de crear dinámicas complejas
de relación (integración) y exclusión, según el grado y nivel de globalización que interese en cada
momento.

Globalización tecnoeconómica:

Se entiende por ello nuevas formas de producción, con dos características: a)


desmaterialización, es decir, en los productos se paga más el marketing, la imagen, la publicidad,
que el contenido, y b) desnacionalización, en cuanto los componentes se producen en diversos
lugares del mundo.

Al mismo tiempo se habla de dos tipos de trabajadores: los autoprogramables (los


dominan las nuevas técnicas de comunicación), y los genéricos o no especializados (de los cuales
se puede prescindir individualmente, pero no en conjunto). Se ha dualizado mucho la clase
trabajadora entre ocupados y parados, temporales y fijos, a tiempo completo y parcial, hombres
y mujeres, trabajadores nativos e inmigrantes, legales y sumergidos, etc... Con lo que una
sindicación para la defensa de los intereses del trabajador resulta prácticamente imposible.

El capital mismo ha cambiado: se habla de viejos ricos, nuevos ricos y fondos de


inversión (capital obrero); y todo ello tiende a la concentración empresarial y a la anonimización
del capital.

En resumen, se advierte una pérdida de autoridad económica de los estados:


liberalización del comercio, y de los movimientos de capital.

Globalización sociopolítica:

Hoy existen tres grandes bloques políticos: EE.UU., Unión Europea, Japón-Sureste
Asiático.

Está desapareciendo el Estado-Nación en favor del Estado-Red. Lo delatan fenómenos


como la inmigración masiva, las comunidades virtuales de Internet, y los crecientes ciudadanos
del mundo.

Se establecen alianzas a diversos niveles (estatales, regionales, subestatal...) que ponen


en peligro las conquistas del Estado del Bienestar.

El fundamentalismo occidental o neoliberalismo (de Fukuyama y otros) ha hecho nacer,


como reacción, otros fundamentalismos en los países en vías de desarrollo.

4
Los sindicatos y partidos políticos están en crisis. Han aparecido los nuevos movimientos
sociales: preocupados por problemas concretos, pero de dimensión global (ecología, pacifismo,
feminismo, cooperación Tercer Mundo, derechos humanos). Poseen organizaciones internas
más democráticas y participativas que las tradicionales; actúan con dinámicas reivindicativas
«festivas» (conciertos, ocupaciones, campañas...); actúan saltando los conductos diplomáticos
oficiales y acarreando conflictos, a veces, estatales; actúan internacionalmente al margen de los
Estados.

Aparecen los excluidos del sistema o «agujeros negros del neocapitalismo»: continentes
enteros (como Africa), naciones, regiones, barrios de las grandes ciudades, o grupos sociales.

Globalización cultural:

Internet y la TV han ampliado el horizonte conceptual y de valores del ciudadano. Ya son


posibles relaciones y culturas virtuales, con la confusión entre realidad y ficción.

Se ha implantado la cultura del consumismo global, de la que los niños y jóvenes son
protagonistas, con el peligro de la recepción pasiva y meramente consumista.

3. La “sociedad de la transparencia” y la “sociedad del cansancio”.

Sociedad de la transparencia (Gianni Vattimo):

El autor nos habla de que la modernidad concluye cuando, debido a varias razones deja
de ser posible hablar de historia como de algo unitario, es decir, una historia concebida como la
realización progresiva de la humanidad auténtica. La historia como curso unitario es una
representación del pasado construida por los grupos y clases sociales dominantes, no se
transmite del pasado todos los acontecimientos ocurridos, sino solo lo relevante para las clases
dominantes. Ya no hay una historia única, sino distintas visiones del pasado propuestas desde
diferentes puntos de vista, no habiendo un punto de vista supremo capaza de unificar todos los
restantes. La crisis de la idea de historia al no poder considerarse unitaria trae por consecuencia
la crisis de la idea del progreso ya que si no hay un curso unitario de las acciones humanas
tampoco puede sostenerse que estas avancen hacia un fin, determinado a partir del punto de
vista de un cierto ideal del hombre. En la modernidad, este ideal de hombre coincide siempre
con el del hombre europeo moderno y su sentido de la historia, la realización de la civilización,
su civilización. Pero los europeos fallaron en conquistar a los pueblos primitivos de occidente
durante su colonialismo e imperialismo, volviendo problemática una historia unitaria y
centralizada entorno a un cierto ideal unificador, en este caso, el de los europeos.

Junto con el fin del imperialismo y el colonialismo, el advenimiento de las sociedades de


comunicación masiva resulta determinante para la disolución de la idea de historia unitaria y el
fin de la modernidad, con la posmodernidad tomando su lugar. En el nacimiento de una sociedad
posmoderna estos medios de comunicación masiva (mass media) desempeñan un papel
determinante, estos caracterizan a esta sociedad no como una sociedad más transparente y
consciente de sí misma (iluminada), sino como una sociedad más compleja y caótica, y en medio
de ese caos relativo se encuentran las esperanzas de emancipación de la sociedad. Esto trae
como consecuencia una explosión y multiplicación de visiones del mundo por parte de la
sociedad, como también una gran pluralización cultural, efecto de los mass media. Pero esto ha
desmentido el ideal de una sociedad transparente, no tendría sentido la libertad de información

5
en un mundo en el que la norma fuera la reproducción exacta de la realidad, la perfecta
objetividad. La intensificación de las posibilidades de información sobre la realidad en sus más
diversos aspectos vuelve cada vez menos concebible la idea misma de una realidad. Se abre
camino un ideal de emancipación a cuya base misma están, más bien, la oscilación, la pluralidad
y la erosión del propio principio de la realidad. Este ideal de emancipación consiste en un
extrañamiento, que es, además y al mismo tiempo, un liberarse por parte de las diferencias, de
los elementos locales (el dialecto), que vendrían a ser los puntos de vista de las diferentes
culturas en una sociedad. El sentido emancipador de la liberación de las diferencias y los
dialectos está más bien en el efecto añadido de extrañamiento que acompaña al primer efecto
de identificación. Cada uno de nosotros, al madurar, restringe sus propios horizontes de vida, se
especializa, se ciñe a una esfera determinada de afectos, intereses y conocimientos. La
experiencia de experimentar con las diferentes culturas que coexisten en una sociedad hace
vivir otros mundos posibles diferentes al que se viene a caer en la cotidianeidad concreta, y, así
haciéndolo, muestra también la contingencia, relatividad, y no definitividad del mundo “real” al
que cada uno se circunscribe. Vivir en este mundo múltiple significa experimentar la libertad
como oscilación continua entre la pertenencia y el extrañamiento. El ser no coincide
necesariamente con lo que es estable, fijo y permanente, sino que tiene que ver más bien con
el evento, el consenso, el diálogo y la interpretación, se tiene que recibir esta experiencia de
oscilación del mundo posmoderno como chance de un nuevo modo de ser humano.

Sociedad del cansancio (Byung-Chul Han):

El primer texto del desarrollo de La sociedad del cansancio se titula «La violencia
neuronal» y en él Byung-Chul Han busca alejarse de la interpretación inmunológica de la
sociedad, en especial de las explicaciones de R. Esposito y J. Baudrillard. Han inicia su texto con
la premisa de que toda época posee enfermedades emblemáticas. Así, habría existido una época
bacterial y viral que fue superada por la técnica inmunológica. La época inmunológica se habría
caracterizado por la división entre dentro y afuera, el amigo y el enemigo, entre lo propio y lo
extraño. La sociedad inmunológica se movería bajo el imperativo de repeler todo lo que es
extraño. «El objeto de la resistencia inmunológica es la extrañeza como tal. Aun cuando el
extraño no tenga ninguna intención hostil, incluso cuando de él no parta ningún peligro, será
eliminado a causa de su otredad». La otredad generaría una enfermedad o una reacción adversa
contra la cual la sociedad debería actuar mediante su destrucción. «La autoafirmación
inmunológica de lo propio se realiza, por tanto, como negación de la negación. (…) Se ejerce
voluntariamente una pequeña autoviolencia para protegerse de una violencia mucho mayor,
que sería mortal». La topología inmunológica está marcada por límites, cruces y umbrales, por
vallas, zanjas y muros que impiden los procesos de cambio e intercambio universal. Su rasgo
fundamental es la dialéctica de la negatividad. El filósofo constata que muchos discursos sociales
se sirven todavía del discurso inmunológico, no obstante, ese sería un rasgo de la caducidad de
ese modelo explicativo. «Que un paradigma sea de forma expresa elevado a objeto de reflexión
es a menudo una señal de su hundimiento», afirma él. El fin de la guerra fría habría marcado
uno de los momentos de caída del paradigma de la inmunología. El fin de la inmunología también
se expresaría en el proceso continuo de desaparición de «la otredad y la extrañeza» y la
instauración de la diferencia. «A la diferencia le falta, por decirlo así, el aguijón de la extrañeza,
que provocaría una violenta reacción inmunitaria. También la extrañeza se reduce a una fórmula
de consumo. Lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre. El turista o el
consumidor ya no es más un sujeto inmunológico». En este sentido, según el ejemplo que él
propone, los inmigrantes y refugiados dejan de ser extraños y se convierten en turistas o una

6
carga económica o política. «La desaparición de la otredad significa que vivimos en un tiempo
pobre de negatividad».

Según Han, desde un punto de vista patológico, el presente siglo no sería bacterial ni
viral, sino neuronal. El autor menciona tres enfermedades características de la época de
enfermedades neuronales: el déficit de atención con hiperactividad, el trastorno límite de la
personalidad y el síndrome de desgaste ocupacional. Según Han, las enfermedades neuronales
no siguen la dialéctica de la negatividad, sino de la positividad. Las enfermedades neuronales
consisten en «estados patológicos atribuibles a un exceso de positividad». El rechazo no
inmunológico, el rechazo neuronal, estaría dirigido a la sobreabundancia de lo idéntico, es decir,
al exceso de positividad. La positividad es lo idéntico, la falta de negatividad. La
superproducción, el superrendimiento (laboral, lúdico y sexual) o la supercomunicación son la
positividad. La positividad produce violencia. La repulsión frente al exceso de positividad
consiste en «una abreacción digestivo-neuronal y en un rechazo. El agotamiento, la fatiga y la
asfixia ante la sobreabundancia tampoco son reacciones inmunológicas. Todos ellos consisten
en manifestaciones de una violencia neuronal, que no es viral, puesto que no se deriva de
ninguna negatividad inmunológica». Según Han, la violencia de la positividad no implica ninguna
enemistad; sino que se desarrolla precisamente en las sociedades permisivas y pacíficas; es
menos visible que la violencia inmunológica. «La violencia de la positividad no es privativa, sino
saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata».
Esto quiere decir que la violencia neuronal es sistémica, consiste en una violencia inmanente al
sistema. El exceso de positividad significa el colapso del yo que se funde por un
sobrecalentamiento que tiene su origen en la sobreabundancia de lo idéntico». En este sentido,
la hiperproducción, el hiperrendimiento y la hipercomunicación serían la masificación de lo
positivo en las sociedades actuales. Esa masificación de lo positivo generaría no tanto
restricciones en los sujetos, sino exceso de actividad y libertades. La nueva violencia no proviene
de lo extraño y lejano, sino de las múltiples actividades que el sistema ofrece al sujeto. Ese
exceso produciría una violencia indolora expresada por el agotamiento, la fatiga y la asfixia del
exceso. «Aquella violencia neuronal que da lugar a infartos psíquicos consiste en un terror de la
inmanencia».

El segundo texto de desarrollo titula «Más allá de la sociedad disciplinaria», y en él el


filósofo busca alejarse de la interpretación disciplinaria de la sociedad, en especial de las
explicaciones de M. Foucault. La tesis que propone Han es la siguiente: «La sociedad del siglo
XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman
ya ‘sujetos de obediencia’, sino ‘sujetos de rendimiento’. Estos sujetos son emprendedores de
sí mismos». Han rechaza también la noción de ‘sociedad de control’. La sociedad disciplinaria se
apoyaría en la negatividad de la prohibición; ya que se caracterizaría por el verbo modal negativo
Nicht-Dürfen (no poder) y por su contraparte Sollen (deber). Esto significa que la sociedad
disciplinaria se organizaría en torno al no tener la posibilidad o derecho de poder hacer algo, en
torno a tener o no permiso para hacer algo; también se organizaría en torno a lo que se debe
hacer, en torno a lo que es aconsejable hacer. Por su parte, la sociedad de rendimiento se
caracteriza por el verbo modal positivo können (poder); es decir, por la posibilidad de hacer algo,
por la capacidad de hacer una u otra cosa, tal vez incluso por la facultad y por saber hacer algo.
«(En la sociedad de rendimiento): Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la
prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad
genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y
fracasados».

7
Siguiendo al autor, se podría afirmar que la sociedad de rendimiento es el resultado de
un perfeccionamiento de las sociedades disciplinarias. Según Han, el poder no anula el deber,
por lo que el sujeto de rendimiento ya ha pasado por la fase disciplinaria: «El poder eleva el nivel
de productividad obtenido por la técnica disciplinaria, esto es, por el imperativo del deber. En
relación con el incremento de productividad no se da ninguna ruptura entre el deber y el poder,
sino una continuidad».

Según Han, la depresión como enfermedad representativa de la sociedad actual es


provocada por la presión por el rendimiento; por ejemplo, el desgaste ocupacional manifiesta
‘un alma agotada, quemada’. «En realidad, lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e
iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo
tardomoderna», así como la progresiva fragmentación y atomización social, la carencia de
vínculos. El actual sujeto de rendimiento es uno indefenso y desprotegido frente al exceso de
positividad, es un sujeto que carece de soberanía. «El hombre depresivo es aquel animal
laborans que se explota a sí mismo, a saber: voluntariamente, sin coacción externa. Él es, al
mismo tiempo, verdugo y víctima». La depresión «se desata en el momento en el que el sujeto
de rendimiento ya no puede poder más». Según Han, el lamento ‘nada es posible’ emitido por
el individuo depresivo solo tiene sentido dentro de una sociedad que promueve la idea de que
‘nada es imposible’. Así lo afirma Han: «No-poder-poder-más conduce a un destructivo reproche
de sí mismo y a la autoagresión. El sujeto de rendimiento se encuentra en guerra consigo mismo
y el depresivo es el inválido de esta guerra interiorizada. La depresión es la enfermedad de una
sociedad que sufre bajo el exceso de positividad».

Al final de la sociedad disciplinaria se pudo haber imaginado el advenimiento de una


sociedad libre, pero eso no ha sucedido. La supresión del dominio externo ha hecho que libertad
y coacción coincidan: «Así, el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la
libre obligación de maximizar el rendimiento». La violencia de las nuevas sociedades se basa en
la autoexplotación del sujeto: «Ésta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va
acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es el mismo explotado. Víctima y
verdugo ya no pueden diferenciarse. Esta autoreferencialidad genera una libertad paradójica,
que, a causa, de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia».
Según Han, la manifestación patológica de la libertad paradójica que caracteriza a la sociedad
de rendimiento es el conjunto de las nuevas enfermedades psíquicas.

El tercer texto de desarrollo titula «El aburrimiento profundo», y en él el filósofo se


centra en el tema de la atención, la fragmentación y la dispersión de la percepción. Es un texto
menos negativo, en la medida en que no busca ya diferenciar su postura, sino más bien dialogar
con W. Benjamín, F. Nietzsche y, en especial, con M. Merleau-Ponty. Han afirma: «El exceso de
positividad se manifiesta, asimismo, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos»
que modifica la estructura y economía de la atención, por lo que la percepción queda
fragmentada y dispersa. ¿Cuál es la modalidad preeminente de esta modificación radical de la
atención y la percepción? Han parece hallarla en el multitasking. El multitasking se presentaría
como la capacidad de realizar muchas actividades al mismo tiempo con la finalidad de una
óptima administración del tiempo y la atención. Según Han, esta técnica será una regresión del
sujeto, ya que está extendida entre los animales salvajes. Éstos, mientras comen o se aparean,
deben mantener alejados a los enemigos y depredadores. Los animales salvajes necesitan de la
técnica de la multiactividad, por ello no se hallan capacitados para «una inmersión
contemplativa». Los animales no pueden sumergirse contemplativamente, ya que deben
ocuparse constantemente del trasfondo. «Los recientes desarrollos sociales y el cambio de

8
estructura de la atención provocan que la sociedad humana se acerque cada vez más al
salvajismo». Esto produciría, según el filósofo, un cambio de objetivo; se intensificaría cada vez
más la preocupación por la supervivencia en desmedro de la buena vida.

Han recuerda que la cultura requiere un entorno apto para una atención profunda; solo
con ella han surgido los logros culturales de la humanidad. En la actualidad se estaría
reemplazando la atención por la hiperatención. «Esta atención dispersa se caracteriza por un
acelerado cambio de foco entre diferentes tareas, fuentes de información y procesos. Dada,
además, su escasa tolerancia al hastío, tampoco admite aquel aburrimiento profundo que sería
de cierta importancia para un proceso creativo». Han recuerda algunas palabras de Benjamín en
las que se afirma que de la simple agitación nada nuevo se genera, ya que ella solo reproduce y
acelera lo que ya existe. Con la falta de aburrimiento se pierde la calma y la relajación; estas
últimas son imprescindibles para ‘el don de la escucha’ por la cual existe una comunidad que
escucha. Según Han, a diferencia del andar apresurado, «la danza, con sus movimientos llenos
de arabescos, es un lujo que se sustrae totalmente del principio de rendimiento». Han recupera
una importante observación de Merleau-Ponty sobre la importancia de la atención en las
manifestaciones ambiguas y fluidas: «Justo lo flotante, lo poco llamativo y lo volátil se revelan
solo ante una atención profunda y contemplativa. Asimismo, el acceso a lo lato y lo lento queda
sujeto al sosiego contemplativo. Las formas y estados de duración se sustraen de la
hiperactividad (…) Merleau-Ponty describe la mirada contemplativa de Cézanne sobre el paisaje
como un proceso de desprendimiento o desinteriorización». Han subraya la importancia del
recogimiento contemplativo, ya que con él se puede llevar algo a la expresión. Han subraya,
recordando las palabras de Nietzsche en Humano, demasiado humano: «Por falta de sosiego,
nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie» (Nietzsche citado por Han).

El cuarto texto de desarrollo titula «Vita activa», y en él el filósofo se aleja de la


interpretación de H. Arendt sobre la vida activa y contemplativa. Han recuerdo que Hannah
Arendt fundamenta la posibilidad de acción en el nacimiento, por lo que cada acción tiene un
carácter heroico. Han subraya que, según Arendt, la sociedad moderna aniquila toda posibilidad
de acción, ya que tiende a degradar al hombre a un animal laborans, a meros animales
trabajadores. Todas las capacidades humanas que la modernidad habría estimulado como una
inaudita y heroica activación se transforman en medios de fabricación y acción para el trabajo.
Arendt propondría que la modernidad ha terminado aquietando y adormeciendo a los humanos.
Han no está de acuerdo con esa interpretación. «La sociedad de trabajo se ha individualizado y
convertido en la sociedad de rendimiento y actividad, dice Han. El animal laborans
tardomoderno está dotado de tanto ego que está por explotar, y es cualquier cosa menos
pasivo. (…) El animal’ laborans tardo-moderno es, en sentido estricto, todo menos animalizado.
Es hiperactivo e hiperneurótico». Han propone otras respuestas a las preguntas de por qué
durante la modernidad tardía todas las actividades humanas se han reducido al nivel del trabajo
y por qué se ha alcanzado un nivel de agitación tan nerviosa.

En este texto, Han orienta sus respuestas a partir de la pérdida de la creencia en Dios y
en la realidad. Ella ha permitido que el mundo y la vida humana se conviertan en algo totalmente
efímero: «Nada es constante y duradero. Ante esta falta de Ser surgen el nerviosismo y la
intranquilidad. (…) El Yo tardomoderno, sin embargo (a diferencia de los animales), está
totalmente aislado. Incluso las religiones en el sentido de técnicas tanáticas, que liberen al
hombre del miedo a la muerte y generen una sensación de duración, ya no sirven. La
desnarrativización general del mundo refuerza la sensación de fugacidad: hace la vida desnuda».
La falta de Dios y la falta de fe en las narraciones biográficas, la falta del sentido de la vida, han

9
conducido al carácter efímero y la nerviosa intranquilidad. «Ante la falta de una tanatotécnica
narrativa, nace la obligación de mantener esta nuda vida necesariamente sana». En este punto,
Han se aleja de G. Agamben, ya que considera que, en la actualidad, toda vida se ha convertido
en una vida sagrada. «A la vida desnuda, convertida en algo totalmente efímero, se reacciona
justo con mecanismos como la hiperactividad, la histeria del trabajo y la producción. También la
actual aceleración está ligada a esta falta de Ser. La sociedad de trabajo y rendimiento no es
ninguna sociedad libre». En esta sociedad de explotación, propone Han, cada individuo debe
cuidar de su vida sagrada, y su cuidado se transforma en una nueva manera de autoexplotación:
«Así, uno se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio».

El quinto texto de desarrollo titula «Pedagogía del mirar», y en él el filósofo deriva una
pedagogía del mirar a partir de la vida contemplativa. Han inicia su texto recordando las tres
tareas que Nietzsche formuló para todo educador, para todo maestro: aprender a mirar, a
pensar y a hablar y escribir. Han pondrá su atención en la primera de las tareas. Aprender a mirar
significaría «educar el ojo para una profunda y contemplativa atención, para una mirada larga y
pausada. Este aprender a mirar constituye la ‘primera enseñanza preliminar para la
espiritualidad'» (p. 53). Ese tipo de aprendizaje supone el control de los impulsos. Aprender a
mirar significaría aprender a decir no a los impulsos: «En cuanto acción que dice No y es
soberana, la vida contemplativa es más activa que cualquier hiperactividad, pues esta última
representa precisamente un síntoma del agotamiento espiritual. (…) Una verdadera vuelta hacia
lo otro requiere la negatividad de la interrupción».

Han clasifica los tipos de actividad. En primer lugar, existe una actividad ‘que sigue la
estupidez mecánica’; ésta es pobre en interrupciones. La máquina no tiene la capacidad de
detenerse, no sabe cuándo detenerse: «A pesar de su enorme capacidad de cálculo, el
ordenador es estúpido en cuanto le falta la capacidad de vacilación». En segundo lugar, aparece
la rabia ligada a su íntima temporalidad. La rabia, dice Han, requiere detenerse, interrumpir otra
acción. «La rabia es una facultad de interrumpir un estado y posibilitar que comience uno
nuevo». La rabia y el enfado tendrían la misma relación que el miedo y el temor. El temor se
dirige a un determinado objeto, el miedo se refiere al «Ser como tal», ya que puede comprender
y quebrantar toda la existencia. Por su parte, la rabia es capaz de negar el todo en su conjunto,
ahí radica su energía de negatividad. La rabia representa un estado de excepción. La
positivización de la sociedad tendería a absorber toda excepción; por ello, la normalidad es
totalizada: «La progresiva positivización de la sociedad mitiga, asimismo, sentimientos como el
miedo o la tristeza, que se basan en una negatividad, es decir, que son sentimientos negativos».
La actividad mecánica reduce el pensamiento a un mero ejercicio de cálculo; la actividad que se
produce al interrumpir la actividad normal, es decir, la aparición de la vida contemplativa,
regenera el pensamiento. La vida contemplativa necesita del no, de la interrupción. De ahí que
Han retome una importante observación de Hegel: «la negatividad mantiene la existencia llena
de vida».

Han recuerda dos formas de potencia. La potencia positiva es aquélla por la que se
puede hacer algo. La negativa es, por su parte, la potencia de no hacer, de decir no. La potencia
negativa no es impotencia, no es la incapacidad para hacer algo: «La potencia negativa excede
la positividad, que se halla sujeta a algo. Es una potencia del no hacer». «La hiperactividad es,
paradójicamente, una forma en extremo pasiva de actividad que ya no permite ninguna acción
libre. Se basa en una absolutización unilateral de la potencia positiva». Por ello, la negatividad
del no (nichtzu) es, afirma Han, «un rasgo característico de la contemplación». La potencia

10
negativa sería un ejercicio que consiste en alcanzar en sí mismo un punto de soberanía, en saber
ser centro.

El sexto texto de desarrollo titula «El caso Bartleby», y en él el filósofo se aleja de las
interpretaciones teológicas y metafísicas del relato de Melville, en especial de las de G. Deleuze
y G. Agamben. Según Han, este relato «refiere un mundo de trabajo inhumano, de habitantes
reducidos a animal laborans». Los rasgos característicos del relato serían «la atmósfera lúgubre
y hostil de bufete» y la melancolía y la aflicción como temas recurrentes que «configuran la
tonalidad fundamental», ya que todos los asistentes del abogado padecerían trastornos
neuróticos. Según el filósofo surcoreano, Bartleby presenta síntomas propios de la neurastenia,
por ello, su fórmula «I would prefer not to (Preferiría no…) no expresa ni la potencia negativa
del ‘no-…’ (nicht zu) ni el instinto que inhibe y que sería esencial para la ‘espiritualidad’. Antes
bien, representa la falta de iniciativa y apatía que acaban con la vida de Bartleby».

Según Han, Melville describe una sociedad todavía disciplinaria; por ello, el relato
presenta una topografía disciplinar mediante el uso de las palabras muro y muerte. La vida
emocional de Bartleby es todavía la de un sujeto de obediencia y no presenta todavía los
síntomas de la depresión (sentimiento de insuficiencia e inferioridad o el miedo al fracaso)
propia del sujeto de rendimiento: «No se ve confrontado con el imperativo de ser él mismo,
signo característico de la sociedad de rendimiento tardo-moderna. Bartleby no naufraga ante el
proyecto de ser Yo». ¿Por qué? Porque el trabajo de Bartleby es transcribir, y ésa es una
actividad que no permite iniciativas. Este personaje vive en una sociedad de convenciones e
instituciones, por lo que no le es familiar el «superagotamiento del Yo que conduce a un
depresivo cansancio-del-Yo». Bartleby es un transcriptor que ha dejado de transcribir, es una
figura que carece de referencia a sí mismo o a otra cosa, ha dejado de tener mundo, se ha
convertido en ausente y apático. Han rechaza la interpretación mesiánica de Agamben, según la
cual Bartleby sería «un mensajero angelical, un ángel de anunciación, el cual, sin embargo, ‘no
afirma nada de nada»; por el contrario, propone que «la existencia de Bartleby es un negativo
ser para la muerte». Por ello, el filósofo surcoreano afirma que «‘On errands of life, these letters
speed to death (‘Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte’) es el mensaje
central del relato. Todos los esfuerzos por la vida conducen a la muerte». Han encuentra todavía
menos ilusión en el artista del hambre de Kafka, cuya muerte significaría un alivio para los
implicados. Según Han, para el artista del hambre «tan solo la negatividad de la negación le da
la sensación de libertad». Esa libertad, continúa, es ilusoria, tanto como la de la fiereza de un
salvaje animal enjaulado. Aunque no queda muy claro, parecería que Han encuentra en Bartleby
y en el artista del hambre el anuncio de la sociedad del cansancio; es decir, encontraría en ellos
una «historia del agotamiento» que desmorona al individuo desde dentro y no necesariamente
por la presión de los muros externos.

El último texto del libro titula «La sociedad del cansancio», y en él el filósofo señala que
«La sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose paulatinamente en una
sociedad de dopaje» Han se refiere al dopaje cerebral que actualmente se conoce también como
cosmética neurológica, Neuro-Enhancement o neuro-mejora. El dopaje cerebral o neuro-mejora
busca la mejoría del rendimiento cognitivo y laboral, potenciar la percepción sensorial, ampliar
la memoria, así como desarrollar la agilidad mental mediante regímenes farmacológicos (drogas
nootrópicas o drogas inteligentes) y tecnológicos (estimulación eléctrica e implantación de
microchips). Según Han, «el dopaje en cierto modo hace posible un rendimiento sin
rendimiento» La sociedad disciplinaría habría buscado el potenciamiento del cuerpo; en cambio,
según observa Han, la neuro-mejora estaría interesada en que «el ser humano en su conjunto

11
se convierta en una ‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin
alteraciones y en la maximización del rendimiento». Según el filósofo, esta tendencia produce
que la vitalidad misma se reduzca a la mera función y rendimiento vitales.

Han señala que el reverso del aumento del rendimiento y la actividad «produce un
cansancio y un agotamiento excesivo». El cansancio y el agotamiento son estados psíquicos que
caracterizan un mundo pobre en negatividad. «El exceso del aumento de rendimiento provoca
el infarto del alma». Han define el cansancio de la sociedad de rendimiento como una
Alleinmüdigkeit. La traductora nos ofrece la idea de un «cansancio a solas, que aísla y divide»;
también podría traducirse esa palabra como un ‘cansancio solitario’. El exceso de rendimiento,
el exceso de positividad, pareciera acelerar al individuo a una velocidad menos propia que
individual, a una velocidad de aislamiento, de soledad. «Estos cansancios -afirma Han- son
violencia, porque destruyen toda comunidad, toda cercanía, incluso el mismo lenguaje».

Han retoma la diferencia entre dos tipos de cansancio sugerida por el escritor Peter
Handke en su Ensayo sobre el cansancio (Alianza, 2006). Habría un cansancio elocuente, ya que
tiene la capacidad de mirar y reconciliar. Habría otro cansancio sin habla, sin mirada y que
separa. El segundo tipo de cansancio está provocado por la positividad y se vive como
agotamiento, como autoexplotación y constante superación del sí mismo contra uno mismo.
Por su parte, el primer tipo de cansancio consiste en una aminorización del Yo. «Cuando el Yo
se aminora, la gravedad del Ser se desplaza del Yo al mundo». Este primer tipo de cansancio
brinda confianza en el mundo y abre «un espacio de amistad como indiferencia», un ‘entre’, en
el que no hay dominio ni preponderancia sobre los demás.

Este cansancio restaura la dualidad, así uno ve y es visto, uno toca y es tocado. «Es ese
cansancio que hace posible que uno se detenga y se demore. La aminorización del Yo se
manifiesta como un aumento del mundo». Siguiendo a Handke, Han afirma que este primer tipo
de cansancio es uno fundamental y posee la facultad especial de inspirar y dejar que el espíritu
surja: «El cansancio permite al hombre un sosiego especial, un no-hacer sosegado». Como
premio del cansancio, el cansado recibe un nuevo tipo de juventud: el asombro del mundo. «El
cansancio profundo afloja la atadura de la identidad. Las cosas brillan, relucen y vibran en sus
cantos. (…) Esta especial indiferencia les concede un aura de la cordialidad»; por ello, el
cansancio «hace posible la concepción de una comunidad que no precise pertenencia ni
parentesco». Este tipo de cansancio es, pues, un cansancio de la potencia negativa, es un
entretiempo, un tiempo de juego, un tiempo de paz; es decir, un tiempo para no hacer algo en
específico; un tiempo para hacer nada. «El cansancio desarma», el cansancio puede reunir; de
ahí que Han, siguiendo todavía a Handke, afirme la posibilidad de una «inmanente religión del
cansancio» en la que se suprime el aislamiento egológico y se funda una comunidad que
prescinde de los parentescos. Parece sugerirse, no como imperativo, sino más bien como un
bostezo contagioso entre quienes han terminado de trabajar, que sería reconfortante aprender
a cansarnos juntos.

12
Nómadas. Critical Journal of Social and
Juridical Sciences
ISSN: 1578-6730
nomads@emui.eu
Euro-Mediterranean University Institute
Italia

Vásquez Rocca, Adolfo


La Posmodernidad. Nuevo régimen de verdad, violencia metafísica y fin de los
metarrelatos
Nómadas. Critical Journal of Social and Juridical Sciences, vol. 29, núm. 1, enero-junio,
2011
Euro-Mediterranean University Institute
Roma, Italia

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=18118941015

Cómo citar el artículo


Número completo
Sistema de Información Científica
Más información del artículo Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal
Página de la revista en redalyc.org Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

LA POSMODERNIDAD. NUEVO RÉGIMEN DE VERDAD, VIOLENCIA


METAFÍSICA Y FIN DE LOS METARRELATOS

Adolfo Vásquez Rocca 1


Universidad Católica de Valparaíso
Universidad Complutense de Madrid

1 Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad


Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Profesor de Antropología y Estética en el Departamento de
Artes y Humanidades de la Universidad Andrés Bello UNAB. – Miembro del Consejo Editorial Internacional
de la 'Fundación Ética Mundial' de México. Director del Consejo Consultivo Internacional de 'Konvergencias',
Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo, Argentina. Miembro del Conselho Editorial da Humanidades em
Revista, Universidade Regional do Noroeste do Estado do Rio Grande do Sul, Brasil. –Director de Revista
Observaciones Filosóficas. Profesor visitante en la Maestría en Filosofía de la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla. – Profesor visitante Florida Christian University USA y Profesor Asociado al Grupo
Theoria –Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado– UCM. Académico Investigador de la
Vicerrectoría de Investigación y Postgrado, Universidad Andrés Bello. Artista conceptual. Ha publicado el
Libro: Peter Sloterdijk; Esferas, helada cósmica y políticas de climatización, Colección Novatores, Nº 28,
Editorial de la Institución Alfons el Magnànim (IAM), Valencia, España, 2008. Invitado especial a la
International Conference de la Trienal de Arquitectura de Lisboa | Lisbon Architecture Triennale 2011
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

Resumen.- He aquí una breves notas en torno a la noción de posmodernidad. Un texto introductorio que
intenta dar luz sobre algunas tópicos que se entrecruzan y problematizan a un poco más de 30 años de la
publicación de La condición posmoderna de Jean-François Lyotard. Esta condición es –según el decir del
propio Lyotard– condición del saber en las sociedades más desarrolladas, particularmente en el continente
americano, en pluma de sociólogos y críticos. Lo posmoderno no es “lo contrario” de lo moderno, sino su
rebasamiento. Es la modernidad misma que en su autocumplimiento invierte sus modalidades y efectos
culturales. El descrédito de la razón, la ciencia y la técnica no ha surgido de una “negación simple” de estas,
sino de su concreción histórico-factual, de su realización. La posmodernidad designa el estado de la cultura
después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de
las artes a partir del siglo XIX. Aquí se situarán esas transformaciones con relación a la crisis de los grandes
relatos. Se tiene por “posmoderna” la incredulidad con respecto a los metarrelatos. Ésta es, sin duda, un
efecto del progreso de las ciencias; pero ese progreso, a su vez, la presupone. Al desuso del dispositivo
metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis de la filosofía metafísica, y la de la
institución universitaria que dependía de ella.

Palabras clave.- Posmodernidad, relato, razón, fragmento, narración, momento, totalidad, proyecto,
estética, dialéctica, discurso, postmodernidad, simulacro, ética.

Abstract.- Here is a brief notes about the notion of postmodernity. An introductory text that attempts to shed
light on some topics that are intertwined and problematize a little over 30 years since the publication of La
Condition posmoderna of Jean-François Lyotard. This condition is, according to Lyotard's own say-condition
of knowledge in more developed societies, particularly in the Americas, in pen and critical sociologists. The
postmodern is not "opposite" of the modern, but its excess. It is modernity itself that in its self reversed their
modalities and cultural effects. The discrediting of reason, science and technology has emerged from a
"mere denial" of these, but its factual and historical specificity of their realization. Postmodernism means the
state of culture after the changes that have affected the rules of the game of science, literature and art from
the nineteenth century. Here we place these transformations in relation to the crisis of the great stories. It is
"postmodern" incredulity about metanarratives. This is undoubtedly an effect of scientific progress but that
progress in turn presupposes it. With disuse metanarrative legitimation device responds particularly the crisis
of metaphysical philosophy, and of the university depended on it.

Keywords.- Postmodern narrative reason, fragment, narrative, time, completeness, design, aesthetic,
dialectical, speech, simulation, ethics.

1.- De la destotalización del mundo a la obsesión epistemológica por los


fragmentos.

Lo que se denomina "posmodernidad" aparece como una conjunción ecléctica de teorías.


Esa amalgama va desde algunos planteamientos nietzscheanos e instintivistas hasta
conceptos tomados del Pragmatismo anglosajón hasta pasar por retazos terminológicos
heideggerianos, nietszcheanos y existencialistas. Se trata, pues, de un tipo de
pensamiento en el que caben temáticas dispersas y, a menudo, conjuntadas sin un hilo
teórico claro.

© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730


Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

La posmodernidad no es una época que se halle después de la modernidad como etapa


de la historia. El “post” de la posmodernidad, a juicio de Gianni Vattimo2, es “espacial”
antes que “temporal”. Esto quiere decir que estamos sobre la modernidad. La
Posmodernidad no es un tiempo concreto ni de la historia ni del pensamiento, sino que es
una condición humana determinada, como insinúa Lyotard en La condición postmoderna3.

El término posmodernidad nace en el domino del arte y es introducido en el campo


filosófico hace tres décadas por Jean Lyotard con su trabajo La condición postmoderna4.

Jean-Francois Lyotard explica la Condición postmoderna de nuestra cultura como una


emancipación de la razón y de la libertad de la influencia ejercida por los “grandes
relatos”, los cuales, siendo totalitarios, resultaban nocivos para el ser humano porque
buscaban una homogeneización que elimina toda diversidad y pluralidad: “Por eso, la
Posmodernidad se presenta como una reivindicación de lo individual y local frente a lo
universal. La fragmentación, la babelización, no es ya considerada un mal sino un estado
positivo” porque “permite la liberación del individuo, quien despojado de las ilusiones de
las utopías centradas en la lucha por un futuro utópico, puede vivir libremente y gozar el
presente siguiendo sus inclinaciones y sus gustos”.

La posmodernidad, dice Lyotard, es una edad de la cultura. Es la era del conocimiento y la


información, los cuales se constituyen en medios de poder; época de desencanto y
declinación de los ideales modernos; es el fin, la muerte anunciada de la idea de
progreso.

2.- De los grandes relatos a las petites histoires

El término posmodernidad puede ser identificado, como lo hace Habermas, con las
coordenadas de la corriente francesa contemporánea de Bataille a Derrida, pasando por
Foucault, con particular atención al movimiento de la deconstrucción de indudable
actualidad y notoria resonancia en la intelectualidad local. Las oposiciones binarias que
rigen en Occidente -sujeto/objeto, apariencia/realidad, voz/escritura, etc. construyen una
jerarquía de valores nada inocente, que busca garantizar la verdad y sirve para excluir y
devaluar los términos inferiores de la oposición. Metafísica binaria que privilegia la
realidad y no la apariencia, el hablar y no el escribir, la razón y no la naturaleza, al hombre
y no a la mujer. Hace falta una deconstrucción completa de la filosofía moderna y una
nueva práctica filosófica.

La era moderna nació con el establecimiento de la subjetividad5 como principio


constructivo de la totalidad. No obstante, la subjetividad es un efecto de los discursos o

2 VATTIMO, Gianni, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna / La


fine della modernità (1985); Milán, Garzanti.
3 LYOTARD, Jean-François, La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987. Originalmente: La
Condition postmoderne: Rapport sur le savoir, Editions de Minuit, París, 1979.
4 LYOTARD, Jean-François, La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987. Originalmente: La
Condition postmoderne: Rapport sur le savoir, Editions de Minuit, París, 1979.
5 HABERMAS, Jürgen, El pensamiento postmetafisico, Editorial Taurus, Madrid, 1990, p. 85.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

textos en los que estamos situados6. Al hacerse cargo de lo anterior, se puede entender
por qué el mundo postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de lenguaje
que compiten entre sí, pero tal que ninguno puede reclamar la legitimidad definitiva de su
forma de mostrar el mundo.

Con la deslegitimación de la racionalidad totalizadora procede lo que ha venido en


llamarse el fin de la historia. La posmodernidad revela que la razón ha sido sólo una
narrativa entre otras en la historia; una gran narrativa, sin duda, pero una de tantas.
Estamos en presencia de la muerte de los metarrelatos, en la que la razón y su sujeto –
como detentador de la unidad y la totalidad– vuelan en pedazos. Si se mira con más
detenimiento, se trata de un movimiento de deconstrucción del cogito y de las utopías de
unidad. Aquí debe subrayarse el irreductible carácter local de todo discurso, acuerdo y
legitimación. Esto nos instala al margen del discurso de la tradición literaria (estética)
occidental. Tal vez de ahí provenga la vitalidad de los engendros del discurso periférico,
en Los Margenes de la Filosofía7 como dirá Derrida.

La destotalización del mundo moderno exige eliminar la nostalgia del todo y la unidad.
Como características de lo que Foucault ha denominado la episteme8 posmoderna
podrían mencionarse las siguientes: deconstrucción, descentración, diseminación,
discontinuidad, dispersión. Estos términos expresan el rechazo del cogito que se había
convertido en algo propio y característico de la filosofía occidental, con lo cual surge una
“obsesión epistemológica” por los fragmentos.

La ruptura con la razón totalizadora supone el abandono de los grands récits, es decir, de
las grandes narraciones, del discurso con pretensiones de universalidad y el retorno de
las petites histoires. Tras el fin de los grandes proyectos aparece una diversidad de
pequeños proyectos que alientan modestas pretensiones. Aquí se insiste en el irreductible
pluralismo de los juegos de lenguaje, acentuando el carácter local de todo discurso, y la
imposibilidad de un comienzo absoluto en la historia de la razón. Ya no existe un lenguaje
general, sino multiplicidad de discursos. Y ha perdido credibilidad la idea de un discurso,
consenso, historia o progreso en singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos
de discurso y narraciones.

Además de señalar que la desmitologización de los grandes relatos es lo característico de


la posmodernidad, es necesario aclarar que estos metarrelatos no son propiamente mitos,
en el sentido de fábulas. Ciertamente tienen por fin legitimar las instituciones y prácticas
sociales y políticas, las legislaciones, las éticas. Pero, a diferencia de los mitos, no buscan

6 El dominio del sujeto se ve subvertido por el hecho de que siempre nos encontramos situados de
antemano en lenguajes que no hemos inventado (donde la Razón es equiparada a una subjetividad
dominante, a una voluntad de poder) y que necesitamos para poder hablar de nosotros mismos y del
mundo.
7 DERRIDA, Jacques, Márgenes de la filosofía. Madrid, Cátedra, l988
8 “La épistémè no es una teoría general de toda ciencia posible o de todo enunciado científico posible,
sino la normatividad interna de las diferentes actividades científicas tal como han sido practicadas y de lo
que las ha hecho históricamente posibles”. Cf. FOUCAULT, Michel, “La vie: L’expèrience et la science”, en
Revue de Métaphysique et de Morale, 1 enero-marzo de 1985, R. 10.
“En una cultura en un momento dado, nunca hay más que una sola épistémè, que define las
condiciones de posibilidad de todo saber. Sea el que se manifiesta en una teoría o aquel que está
silenciosamente envuelto en una práctica”. FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Ed. Gallimard,
París, 1966, p. 179.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

esta legitimación en un acto fundador original, sino en un futuro por conseguir, en una
idea por realizar. De ahí que la modernidad sea un proyecto.

Los metarrelatos son las verdades supuestamente universales, últimas o absolutas,


empleadas para legitimar proyectos políticos o científicos. Así por ejemplo, la
emancipación de la humanidad a través de la de los obreros (Marx), la creación de la
riqueza (Adam Smith), la evolución de la vida (Darwin), la dominación de lo inconsciente
(Freud), etc.

El mundo postmoderno ha desechado los metarrelatos. El metarrelato es la justificación


general de toda la realidad, es decir, la dotación de sentido a toda la realidad. Ninguna
justificación puede alcanzar a cubrir toda la realidad, ya que necesariamente caerá en
alguna paradoja lógica o alguna insuficiencia en la construcción (especialmente en la
completitud o en la coherencia) y que desdicen sus propias pretensiones onmiabarcantes.
El hombre postmoderno no cree ya los metarrelatos, el hombre postmoderno no dirige la
totalidad de su vida conforme a un solo relato, porque la existencia humana se ha vuelto
tan enormemente compleja que cada región existencial del ser humano tiene que ser
justificada por un relato propio, por lo que los pensadores postmodernos llaman
microrrelatos.

El microrrelato tiene una diferencia de dimensión respecto del metarrelato, pero esta
diferencia es fundamental, ya que sólo pretende dar sentido a una parte delimitada de la
realidad y de la existencia. Cada uno de nosotros tiene diferentes microrrelatos,
probablemente desgajados de metarrelatos, que entre ellos pueden ser contradictorios,
pero el ser humano postmoderno no vive esta contradicción porque él mismo ha
deslindado cada una de esta esfera hasta convertirlas en fragmentos. El hombre
postmoderno vive la vida como un conjunto de fragmentos independientes entre sí,
pasando de unas posiciones a otras sin ningún sentimiento de contradicción interna,
puesto éste entiende que no tiene nada que ver una cosa con otra. Pero esto no quiere
decir que los microrrelatos no sean cambiables sin mayor esfuerzo, ya que los
microrrelatos responden al criterio fundamental de utilidad, esto es, son de tipo
pragmáticos.

Ahora bien, si no hay metarrelatos tampoco hay utopías. La única utopía posible –si acaso
pudiera todavía haber una– es la huida del mundo y de la sociedad y por la conformación
del espacio utópico en el seno de la intimidad, con determinados elementos degradados
de las tradiciones orientales, de los los nuevos orientalismos. Es una utopía fragmentada
para un mundo fragmentado, una religión muy propia de la Posmodernidad, sin sacrificios
y sin privaciones.

¿En qué punto nos encontramos ahora? Sin duda en el dominio de la interpretación y la
sobreinterpretación. Las interpretaciones dotan de sentido a los hechos. La interpretación
es una condición necesaria para que podamos conocer la realidad, para que nos
podamos relacionar con ella. La interpretación cuaja en la tradición y es el conocimiento
de nuestras formas de interpretación el objeto de la ciencia central de la Posmodernidad:
la Hermenéutica. La Hermenéutica tiene sus orígenes en los principios del conocimiento
humano, no en vano Aristóteles escribe una tratado sobre la interpretación. Con

© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730


Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

Gadamer9 la Hermenéutica cobra un nuevo giro, ya no pretende aprehender el verdadero


y único sentido del texto, sino manifestar las diversas interpretaciones del texto y las
diversas formas de interpretar. Hemos aludido por primera vez a un elemento fundamental
del pensamiento postmoderno: el texto.

En la posmodernidad, si la entendemos como Filosofía del Lenguaje o Teoría Literaria el


texto se independiza del autor hasta tal punto de que el autor puede ser obviado. En la
posmodernidad hay dos tendencias muy marcadas y contradictorias sobre la autoría, la
que la desprecia por centrarse únicamente en el texto y la que quiere explicar el texto
como trasunto del autor. No cabe hablar propiamente de un autor, pues el autor del texto
se ha perdido, como también se ha perdido el ser humano como sujeto, es decir, como
director libre de sus acciones.

Gianni Vattimo, por su parte, define el pensamiento posmoderno con claridad: en él lo


importante no son los hechos sino sus interpretaciones. Así como el tiempo depende de la
posición relativa del observador, la certeza de un hecho no es más que eso, una verdad
relativamente interpretada y por lo mismo, incierta. La posmodernidad, por más
polifacética que parezca, no significa una ética de carencia de valores en el sentido moral,
pues precisamente su mayor influencia se manifiesta en el actual relativismo cultural. La
moral posmoderna es una moral que cuestiona el cinismo religioso predominante en la
cultura occidental y hace hincapié en una ética basada en la intencionalidad de los actos y
la comprensión inter y transcultural de corte secular de los mismos. En este sentido la
posmodernidad abre el camino, según Vattimo, a la tolerancia, a la diversidad. Es el paso
del pensamiento fuerte, metafísico, de las cosmovisiones filosóficas bien perfiladas, de las
creencias verdaderas, al pensamiento débil, a una modalidad de nihilismo débil, a un
pasar despreocupado y, por consiguiente, alejado de la acritud existencial.

Vattimo ha elaborado la idea de un pensamiento débil10 como portavoz de la sospecha, se


trata de un pensamiento eminentemente crítico, no tolera ninguna pretensión totalitaria
sobre la realidad, ningún pensamiento que quiere trascender los límites del microrrelato.
Detrás de cada intención totalitaria, de cada metarelato como pretensión de interpretación
última y definitiva sobre la realidad y el sentido del mundo se esconde un interés del
poder, de un poder manifiesto u oculto, que, a través del lenguaje ontologizado y
ontologizante –metafísico y/o teológico, quiere someter la realidad a una visión univoca y
normativa, anulando y vaciando la potencialidad humana de hacer y crear mundos.

Debemos situar el punto de partida de este paradigma –del asalto a la razón – en la


filosofía de Nietzsche, aunque ubicado poco antes, contemporáneo al Iluminismo,
debemos hacer justicia al Romanticismo,corriente continental que inició la crítica de la
Modernidad poniendo énfasis, ya no en la razón, sino en la intuición, la emoción, la
aventura, un retorno a lo primitivo, el culto al héroe, a la naturaleza y a la vida, y por sobre
todas las cosas una vuelta al panteísmo. Nietzsche se encargará de revitalizar estos
motivos casi un siglo más tarde, imprimiéndole su sello propio, una filosofía cuyos rasgos
esenciales han de ser el individualismo, un relativismo gnoseológico y moral, vitalismo,
nihilismo y ateísmo, todo esto sobre un telón de fondo irracionalista.

9 GADAMER, Hans-Georg, El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1990.


10 VATTIMO, Gianni, El pensamiento débil / Il pensiero debole (1983); editado por G. Vattimo y P. A.
Rovatti, Milán
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

Gianni Vattimo tiene razón cuando ve en Nietzsche el origen del postmodernismo, pues él
fue el primero en mostrar el agotamiento del espíritu moderno en el ‘epigonismo’. De
manera más amplia, Nietzsche es quien mejor representa la obsesión filosófica del Ser
perdido, del nihilismo triunfante después de la muerte de Dios.

El postmodernismo aparece, pues, como resultado de un gran movimiento de des-


legitimación llevado a cabo por la modernidad europea, del cual la filosofía de Nietzsche
sería un documento temprano y fundamental.

La posmodernidad puede ser así entendida como una crítica de la razón ilustrada tenida
lugar a manos del cinismo contemporáneo. Baste pensar en Sloterdijk y su Crítica de la
razón cínica11, donde se reconoce como uno de los rasgos reveladores de la
Posmodernidad el anhelo por momentos de gran densidad crítica, aquellos en que los
principios lógicos se difuminan, la razón se emancipa y lo apócrifo se hermana con lo
oficial, como acontece según Sloterdijk con el nihilismo desde Nietzsche, y aun desde los
griegos de la Escuela Cínica.

La ruptura con la razón totalizadora aparece, por un lado como abandono de los grandes
relatos –emancipación de la humanidad–, y del fundamentalismo de las legitimaciones
definitivas y como crítica de la “totalizadora” ideología sustitutiva que sería la Teoría de
Sistemas.

La posmodernidad ha impulsado –al amparo de esta crítica– “un nuevo eclecticismo en la


arquitectura, un nuevo realismo y subjetivismo en la pintura y la literatura, y un nuevo
tradicionalismo en la música”12. La repercusión de este cambio cultural en la filosofía ha
conducido a una manera de pensar que se define a sí misma, según he anticipado, como
fragmentaria y pluralista, que se ampara en la destrucción de la unidad del lenguaje
operada a través de la filosofía de Nietzsche y Wittgenstein.

Lo específicamente postmoderno son los nuevos contextualismos o eclecticismos. La


concepción dominante de la posmodernidad acentúa los procesos de desintegración.
Subyace igualmente un rechazo del racionalismo de la modernidad a favor de un juego de
signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar, de dobles codificaciones; la sensibilidad
característica de la Ilustración se transforma en el cinismo contemporáneo: pluralidad,
multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos y tensión en lugar de franqueza
directa, “así y también asa” en lugar del univoco “o lo uno o lo otro”, elementos con doble
funcionalidad, cruces en lugar de unicidad clara Un singular “Ni sí ni no, sino todo lo
contrario. El último reducto posible para la filosofía” –como señalará Nicanor Parra en su
Discurso de Guadalajara13.

Así, con la posmodernidad se dice adiós a la idea de un progreso unilineal, surgiendo una
nueva consideración de la simultaneidad, se hace evidente también la imposibilidad de
sintetizar formas de vida diferentes, correspondientes a diversos patrones de racionalidad.

11 SLOTERDIJK Peter, Critica de la razón cínica I y II, Ed. Siruela, Madrid, 2004.
12 INNERARITY, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Ediciones Rialp, Madrid, 1990, p. 114.
13 “Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para la filosofía”, Discurso de
Guadalajara, en “Nicanor PARRA tiene la palabra”, Compilación de Jaime Quezada, Editorial Alfaguara,
Santiago, 1999.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

La posmodernidad, como proceso de descubrimiento, supone un giro de la conciencia, la


cual debe adoptar otro modo de ver, de sentir, de constituirse, ya no de ser, sino de sentir,
de hacer. Descubrir la dimensión de la pluralidad supone descubrir también la propia
inmersión en lo múltiple.

La Modernidad confundió la razón, entendida como facultad, con una forma de


racionalidad concreta. Toda la razón había quedado recluida al ámbito de la razón
científica natural y matemática. Ignorado otras formas de racionalidad y de pensamiento,
a las que se les consideraba menores o irracionales, especialmente a la racionalidad
propia del pensamiento estético y literario.

3.- El crepúsculo del deber, la ética indolora y las 'consignas' cosméticas

En la cultura posmoderna se acentúa un individualismo extremo, un "proceso de


personalización" que apunta la nueva ética permisiva y hedonista: el esfuerzo ya no está
de moda, todo lo que supone sujeción o disciplina austera se ha desvalorizado en
beneficio del culto al deseo y de su realización inmediata, como si se tratase de llevar a
sus últimas consecuencias el diagnóstico de Nietzsche sobre la tendencia moderna a
favorecer la “debilidad de voluntad”, es decir la anarquía de los impulsos o tendencias y,
correlativamente, la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquiza todo: “la
pluralidad y la desagregación de los impulsos, la falta de un sistema entre ellos
desemboca es una “voluntad débil”. Asociaciones libres, espontaneidad creativa, no-
directividad, nuestra cultura de la expresión, pero también nuestra ideología del bienestar
estimulan la dispersión en detrimento de la concentración, lo temporal en lugar de lo
voluntario, contribuyen al desmenuzamiento del Yo, a la aniquilación de los sistemas
psíquicos organizados y sintéticos.

La Posmodernidad es un momento de 'consignas' cosméticas: mantenerse siempre joven,


se valoriza el cuerpo y adquieren auge una gran variedad de dietas, gimnasias de distinto
tipo, tratamientos revitalizantes y cirugías estéticas.

En la posmodernidad los sucesos pasan, se deslizan. No hay ídolos ni tabúes, tragedias


ni apocalipsis, “no hay drama” expresará la versión adolescente postmoderna.

La condición postmoderna es, sin embargo, tan extraña al desencanto, como a la


positividad ciega de la deslegitimación. ¿Dónde puede residir la legitimación después de
los metarrelatos? El criterio de operatividad es tecnológico, no es pertinente para juzgar lo
verdadero y lo justo. ¿El consenso obtenido por discusión, como piensa Habermas?
Violenta la heterogeneidad de los juegos de lenguaje. Y la invención siempre se hace en
el disentimiento. El saber postmoderno no es solamente el instrumento de los poderes.
Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece nuestra capacidad de
soportar lo inconmensurable. No encuentra su razón en la homología de los expertos, sino
en la paralogía de los inventores14.

14 LYOTARD, Jean F. La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987.


© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

4.- De la Estética del Simulacro a la Incautación de lo Real

El "ser" ya no cuenta, el valor deviene en "parecer"15, lo que se conoce como la "cultura


del simulacro"16.

Los escritos de Baudrillard17, otro de los profetas de la posmodernidad, tributan a una


obsesión por el signo y sus espejos, el signo y su producción febril en la sociedad de
consumo, la virtualidad del mundo y La transparencia del mal18. La mercancía y la
sociedad contemporánea están consumidas por el signo, por un artefacto que suplanta y
devora poco a poco lo real, hasta hacerlo subsidiario. Lo real existe por voluntad del
signo, el referente existe porque hay un signo que lo invoca. Vivimos en un universo
extrañamente parecido al original –las cosas aparecen replicadas por su propia
escenificación– señala Baudrillard.

La Posmodernidad, en contraste con la Modernidad, se caracteriza por las siguientes


notas: nihilismo y escepticismo, reivindicación de lo plural y lo particular, deconstrucción,
relación entre hombres y cosas cada vez más mediatizada, lo que implica una
desmaterialización de la realidad (Lyotard). Con respecto a esto Jean Baudrillard habla de
un “asesinato de la realidad”. En su libro El crimen perfecto, presenta metafóricamente
cómo se produce en las postrimerías de siglo esta desaparición de la realidad mediante la
proliferación de pantallas e imágenes, transformándola en una realidad meramente virtual:
“Vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la
realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición”.

No existe ya la posibilidad de una mirada, de una mirada de aquello que suscita la mirada,
porque, en todos los sentidos del término, aquello otro ha dejado de mirarnos. El mundo
ya no nos piensa, Tokio ya no nos quiere19. Si ya no nos mira, nos deja completamente
indiferentes. De igual forma el arte se ha vuelto por completo indiferente a sí mismo en
cuanto pintura, en cuanto creación, en cuanto ilusión más poderosa que lo real. No cree
en su propia ilusión, y cae irremediablemente en el absurdo de la simulación de sí mismo.

Baudrillard intuye la evolución de fin de milenio como una anticipación desesperada y


nostálgica de los efectos de desrealización producidos por las tecnologías de
comunicación. Anticipa el despliegue progresivo de un mundo en el que toda posibilidad

15 Jean BAUDRILLARD establece la diferencia entre disimular y simular. Lo primero es fingir no tener
lo que se tiene. Quien disimula, intenta pasar desapercibido. Pero quien simula, aparenta ser quien no es, o
poseer lo que no tiene; busca crear una imagen de algo inexistente. El disimulo no cambia la realidad, sólo
la oculta o enmascara, en cambio la simulación muestra como verdadero algo que no lo es. Uno remite a
una presencia, lo otro a una ausencia, a una nada. Ahora el problema actual es la simulación, concluye
BAUDRILLARD. De este modo Ahora el simulacro produce una disociación entre lo que se muestra y la
realidad, entre el ser y el parecer.
16 LIPOVETSKY, Gilles. (1992), El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos
democráticos, Anagrama. Colección Argumentos: Barcelona, 1996
17 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "Baudrillard; de la metástasis de la imagen a la incautación de lo real",
En EIKASIA. Revista de Filosofía, OVIEDO, ESPAÑA. ISSN 1885-5679, año II, Nº 11 (julio 2007) pp. 53-59.
http://www.revistadefilosofia.com/11-02.pdf
18 BAUDRILLARD, Jean, La transparencia del mal, Ed. Anagrama, Barcelona, 2001
19 LORIGA, Ray, Tokio ya no nos quiere, Plaza & Janes. Colección Ave Fénix. Barcelona, 1999.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

de imaginar ha sido abolida. El feroz dominio integral del imaginario sofoca, absorbe,
anula la fuerza de imaginación singular.

Baudrillard localiza precisamente en el exceso expresivo el núcleo esencial de la


sobredosis de realidad. Ya no son la ilusión, el sueño, la locura, la droga ni el artificio los
depredadores naturales de la realidad. Todos ellos han perdido gran parte de su energía,
como si hubieran sido golpeados por una enfermedad incurable y solapada20. Lo que
anula y absorbe la ficción no es la verdad, así como tampoco lo que deroga el
espectáculo no es la intimidad; aquello que fagocita la realidad no es otra cosa que la
simulación, la cual secreta el mundo real como producto suyo.

Baudrillard exhausto de la esperanza del fin certifica que el mundo ha incorporado su


propia inconclusibilidad. La eternidad inextinguible del código generativo, la
insuperabilidad del dispositivo de la réplica automática, la metáfora viral21. La extinción de
la lógica histórica ha dejado el sitio a la logística del simulacro y ésta es, según parece,
interminable.

El momento postmoderno es, como se ve, un momento antinómico, en el que se expresa


una voluntad de desmantelamiento, una obsesión epistemológica con los fragmentos o las
fracturas, y el correspondiente compromiso ideológico con las minorías políticas, sexuales
o lingüísticas.

Es necesario, a este respecto, tener presente que en la expresión “momento


postmoderno” la palabra momento ha de tomarse literalmente22 - como un parpadeo,
como un “abrir y cerrar de ojos” y, por decirlo paradójicamente, como categoría
fundamental de una conciencia de época, claramente posthistórica.

La complejidad del momento postmoderno no es sólo una cuestión de perspectiva


histórica –o más bien de falta de ella–, sino que viene dada por el propio movimiento de
repliegue sobre sí mismo característico de la posmodernidad (frente a los desarrollos
lineales de la periodización moderna o clásica) lo que la dota de un espacio histórico
informe y desestructurado donde han caído los ejes de coordenadas, a partir de los
cuales se establecía el sentido y el discurso de la escena histórico-cultural de una época.

La caída de los discursos de legitimación que vertebraban los diferentes meta-relatos de


carácter local y dependiente, ha producido –como se ha señalado – una nivelación en las
jerarquías de los niveles de significación y la adopción de prácticas inclusivistas e
integradoras de discursos adyacentes, paralelos e incluso antagónicos.

La posmodernidad es aquel momento en que las dicotomías se difuminan y lo apócrifo se


asimila con lo oficial.

Desde un determinado punto de vista, la “revolución de la posmodernidad” aparece como

20 BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1993


21 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "W. Burroughs; La metáfora viral y sus mutaciones antropológicas" En
Almiar MARGEN CERO, Revista Fundadora de la ASOCIACIÓN DE REVISTAS DIGITALES DE ESPAÑA -
Nº 46 – 2009. http://www.margencero.com/articulos/new03/burroughs.html

22 'Augenblick' puede traducirse como parpadeo, “abrir y cerrar de ojos”.


© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

un gigantesco proceso de pérdida de sentido que ha llevado a la destrucción de todas las


historias, referencias y finalidades. En el momento postmoderno el futuro ya ha llegado,
todo ha llegado ya, todo está ya ahí. No tenemos que esperar ni la realización de una
utopía ni un final apocalíptico. La fuerza explosiva ya ha irrumpido en las cosas. Ya no hay
nada que esperar. Lo peor, el soñado final sobre el que se construía toda utopía, el
esfuerzo metafísico de la historia, el punto final, está ya entre nosotros. Según esto, la
posmodernidad sería una realidad histórica–posthistórica ya cumplida, y la muerte de la
modernidad ya habría hecho su aparición.

En este sentido, el artista postmoderno se encuentra en la misma situación de un filósofo:


el texto que escribe, la obra que compone, no se rigen en lo fundamental por reglas ya
establecidas, no pueden ser juzgadas según un canon valorativo, esto es, según
categorías ya conocidas. Antes bien, son tales reglas y categorías lo que el texto o la obra
buscan. De modo que artista y escritor trabajan sin reglas, trabajan para establecer las
reglas de lo que habrá llegado a ser. La negación progresiva de la representación se
vuelve aquí sinónimo de la negación de las reglas establecidas por las anteriores obras de
arte, que cada nueva obra ha de llevar a cabo de nuevo.

Todo esto ya se encuentra prefigurado en las vanguardias artísticas de comienzo del siglo
pasado.

5.- Del metarelato a la Posmodernidad estética; discurso y producción

Ahora bien, el postmodernismo como ideología puede ser entendido como un síntoma de
los cambios estructurales más profundos que tienen lugar en nuestra sociedad y su
cultura como un todo o, dicho de otra manera, en el modo de producción.

Esta constatación del modo diferente de construcción de la realidad va seguida de la


distinción entre una estetización "superficial" y una profunda: la primera refiere a
fenómenos globales como el embellecimiento de la realidad, lo cosmético y el hedonismo
como nueva matriz de la cultura y la estetización como estrategia económica; el segundo
incluiría las transformaciones en el proceso productivo conducidas por la nuevas
tecnologías y la constitución de la realidad por los medios de comunicación. Dentro de
este escenario global es que debe analizarse lo que ha estado gestándose en los últimos
doscientos años, nos referimos a la "estetización epistemológica" o como he querido
llamarlo23 el giro estético de la epistemología24. Este se inicia con el establecimiento de
la estética como disciplina epistemológica basal, que pasa por la configuración
nietzscheana del carácter estético-ficcional del conocimiento y termina en el siglo XX con
la estetización epistemológica que puede rastrearse en la nueva filosofía analítica y el
establecimiento de la hermenéutica - las interpretación que dota de sentido a los hechos -
como ciencia central de la Posmodernidad, de allí que surjan como categorías

23 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “La ficción como conocimiento, subjetividad y texto”; de Duchamp a
Feyerabend, En Psikeba Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, Nº 1- 2006, Buenos Aires.
24 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “El Giro Estético de la Epistemología; La ficción como conocimiento,
subjetividad y texto”, En Revista AISTHESIS, INSTITUTO DE ESTÉTICA, PONTIFICIA UNIVERSIDAD
CATÓLICA DE CHILE, PUC, Nº. 40, 2006 , pp. 45-
61.http://www.puc.cl/estetica/html/revista/pdf/Adolfo_Vssquez.pdf
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

fundamentales – en el modo de hacer filosofía – el texto y el discurso. Con Gadamer la


Hermenéutica cobra un nuevo giro, ya no pretende aprehender el verdadero y único
sentido del texto, sino manifestar las diversas interpretaciones del texto y las diversas
formas de interpretar. Hemos aludido por primera vez a un elemento fundamental del
pensamiento postmoderno: el texto.

La Posmodernidad, si la entendemos como Filosofía del Lenguaje, es una reflexión sobre


el lenguaje escrito, en contraposición con la tendencia anglosajona que se centra en el
lenguaje oral. El texto se independiza del autor hasta tal punto de que el autor puede ser
obviado. El texto se independiza de su autor, porque con cada lectura tiene lugar una
reelaboración, que es en sí misma una reinterpretación; no tiene sentido intentar
encontrar lo que el autor ha querido decir, sino lo que los lectores, a lo largo de la historia,
han dicho que el texto quería decir. La verdad se transforma en verdad interpretativa o
verdad hermenéutica.

6.- Deconstrucción de la noción de “autor”

La noción de “autor” –como creador individual de una obra artística o literaria– se puede
situar histórica y culturalmente en el tránsito de la modernidad a la posmodernidad, la
noción de creador individual empieza a problematizarse desde fines del siglo XIX y a lo
largo del siglo XX, donde la noción se hace insostenible.

Tal como lo refiere Michel Foucault , el autor que desde el siglo XIX venía jugando el
papel de regulador de la ficción, papel característico de la era industrial y burguesa, del
individualismo y de la propiedad privada, habida cuenta de las modificaciones históricas
posteriores, no tuvo ya ninguna necesidad de que esta función permaneciera constante
en su forma y en su complejidad.

Para Foucault el autor es una producción cultural que mediante la experiencia de una
subjetividad replegada sobre sí –fragmentada– da lugar al yo individual, a la personalidad
que difumina la conciencia de pertenecer a un colectivo. Así, la pérdida de la experiencia
colectiva modifica la noción misma de relato y con ello el sentido colectivo de la escritura,
esto es, como memoria e inconsciente que se escribe.

De este modo se intentará abolir al autor, así como a cualquier otra forma de
institucionalización de la escritura. Por ello el discurso no será considerado más que en
sus descentramientos y sus desterritorializaciones. Al dar por cierta la desaparición del
sujeto, el discurso que funda la subjetividad no puede mantener los mismos niveles de
coherencia más que como una forma de ejercer poder.

Todas las operaciones que designan y asignan las obras deben ser consideradas siempre
como operaciones de selección y de exclusión. “Entre los millones de huellas dejadas por
alguien tras su muerte, ¿cómo se puede definir una obra?”. Responder la pregunta
requiere una decisión de separación que distingue (de acuerdo con criterios que carecen
tanto de estabilidad como de generalidad) los textos que constituyen la “obra” y aquellos
que forman parte de una escritura o una palabra “sin cualidades” y que, por ende, no han
de ser asignados a la “función de autor”.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

Debe considerarse además que estas diferentes operaciones –delimitar una obra (un
corpus), atribuirla a un autor, producir su comentario– no son operaciones neutras. Ellas
están orientadas por una misma función, definida como “función restrictiva y coercitiva”
que apunta a controlar los discursos clásicos, ordenándolos y distribuyéndolos.

Tal como lo refiere Michel Foucault , el autor que desde el siglo XIX venía jugando el
papel de regulador de la ficción, papel característico de la era industrial y burguesa, del
individualismo y de la propiedad privada, habida cuenta de las modificaciones históricas
posteriores, no tuvo ya ninguna necesidad de que esta función permaneciera constante
en su forma y en su complejidad.

Como sucesor del autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos,


impresiones, sino un rol bifurcador de discursos propios y ajenos, en una intertextualidad
que prolifera hasta perder los lindes del yo, hasta la escisión de la identidad o su
fragmentación esquizoide en la escritura.

La muerte del autor responde, de este modo, al proyecto de desubjetivación, que intenta
eliminar la referencia a un sujeto originario sustentador de la verdad y el sentido del texto.
En efecto, el sujeto que comienza a pensarse en la escritura, es un sujeto deudor de las
citas de la cultura que tejen su obra. El entramado que constituye al texto posee una
referencialidad infinita, que multiplica desde distintas vertientes elementos refractarios de
otras. Aquello que preexiste de trasfondo es la muerte de un referente máximo que
establezca los linderos –los alcances– de las miradas; es la proliferación de las
perspectivas.

De este modo en el pensamiento contemporáneo ha tenido lugar un acoso sistemático a


las nociones de sujeto y verdad, tal como la tradición científica y filosófica las concibió,
decretando su expulsión de los reductos de la psicología, la historia, la antropología y la
sociología. La pretensión de objetividad por parte de un sujeto que no puede sino ser
contingente ha generado una serie de dudas y sospechas en torno a la noción misma de
sujeto que sustenta los discursos científicos y filosóficos desde la modernidad.

Un planteamiento interesante en torno las relaciones conflictuadas entre autor, texto y


lector, así como de la cuestión anteriormente planteada respecto de las nociones de autor
y autoría, es la de Juan Luis Martínez . La propuesta del poeta es la de una autoría
transindividual, que quiere superar desde oriente la noción de intertextualidad según se ha
entendido en occidente, donde los textos de base están presentes en las
transformaciones del texto que los procesa; pero en J. L. Martínez ésta [intertextualidad]
parece resolverse en la negación de la existencia de las individualidades en la literatura,
al hacer fluir bajo nombres distintos una misma corriente, que es y no es él. El ideario
poético con el que J. L. Martínez aparece comprometido es el de emanar una identidad
velada, en sus palabras “no sólo ser otro sino escribir la obra de otro”. Fue Flaubert quien
dijo que “un autor debe arreglárselas para hacer creer a la posteridad que no ha existido
jamás”. Palabras que calaron hondo en Juan Luís Martínez poeta secreto como pocos. El
poeta debe saber andar sobre sus pasos y borrar sus propias huellas.

En la Posmodernidad hay dos tendencias muy marcadas y contradictorias sobre la


autoría, la que la desprecia por centrarse únicamente en el texto y la que quiere explicar
el texto como trasunto del autor. No cabe hablar propiamente de un autor, pues el autor
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

del texto se ha perdido, como también se ha perdido el ser humano como sujeto, hoy son
los sistemas de producción de signos los que reclaman para sí la atención y esto esta
dado en lo que Debord llamará La Sociedad del Espectáculo, o Lipovetsky el Imperio de lo
Efímero. De allí que fenómenos en apariencia banales como el el cine, la moda, el diseño
y la arquitectura, entendidos éstos como sistemas productores de signos, o de
narratividades -de acuerdo a su modo de constitución- influyen de manera decisiva en el
modo de ser, en el ethos postmoderno, el cual puede ser entendido desde dentro de su
proceso de gestación sólo a partir de las claves hermenéuticas que nos proporciona el
paradigma estético.

7.- Las obras de arte como organizaciones imaginarias del mundo

Así Lyotard al utilizar los términos “relato”, “grandes relatos” y “metarrelato” se dirige a un
mismo referente: los discursos legitimadores a nivel ideológico, social, político y científico.
“Un metarrelato es, en la terminología de Lyotard, una gran narración con pretensiones
justificatorias y explicativas de ciertas instituciones o creencias compartidas.”25 Un Léxico
último –si se quiere emplear la terminología de Rorty–. El discurso legitimador se
caracteriza no por ser prosa narrativa sino principalmente prosa argumentativa. Todo
intento que realizar políticamente un sistema ideológico tienen en su interior el germen
del totalitarismo, la determinación de la pluralidad a partir de un solo punto de vista que se
impone por todos los medios posibles. En cambio, los microrelatos, las narraciones
literarias -por ejemplo- no tienen la intención de dar cuenta de hechos verdaderos sino
que su consistencia artística deriva de su verosimilitud, es decir, de la capacidad del texto
para hacerse creíble dentro de su contexto y del mundo que ha creado.

De este modo las obras de arte no son, pues, objetos específicos –aislados del mundo y
de su acontecer–, sino más bien organizaciones imaginarias del mundo, las que para ser
activadas requieren ser puestas en contacto con un modo de vida, por particular que este
sea, con un fenómeno concerniente al ser humano, de modo tal que, como se hace
evidente en la posmodernidad, arte, producción y vida se codeterminan y se
copertenecen.

El estallido de los grandes relatos es de este modo el instrumento de la igualdad y de la


emancipación del individuo liberado del terror de los megasistemas, de la uniformidad de
lo Verdadero, del derecho a las diferencias, a los particularismos, a las multiplicidades en
la esfera del saber aligerado de toda autoridad suprema, de cualquier referencia de
realidad. La operación del saber posmoderno, es la de la heterogeneidad y dispersión de
los lenguajes al modo de Babel, de las teorías flotantes, todo lo cual no es más que una
manifestación del hundimiento general -fluido (líquido) y plural- que nos hace salir de la
edad disciplinaria y amplía la continuidad democrática e individualista que dibuja la
originalidad del momento posmoderno, es decir el predominio de lo individual sobre lo
universal , de lo psicológico sobre lo ideológico , de la comunicación sobre la politización ,
de la diversidad sobre la homogeneidad, de lo permisivo sobre lo coercitivo.

25 DIÉGUEZ, Antonio (2006). “La ciencia desde una perspectiva postmoderna: Entre la legitimidad
política y la validez epistemológica”. II Jornadas de Filosofía: Filosofía y política (Coín, Málaga 2004), Coín,
Málaga: Procure, 2006, pp. 177-205.
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

BIBLIOGRAFÍA:

− ANDERSON, Perry, Los orígenes de la posmodernidad. Anagrama. Madrid, 2000.


ISBN 84-339-0591-0
− BAUDRILLARD, Jean (1995). La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos.
Barcelona: Anagrama.
− BAUDRILLARD, Jean (1998). Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós.
− BECK, Ulrich (1998). ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo,
respuestas a la globalización. Barcelona: Paidós.
− BERGER, Peter; LUCKMANN, Thomas (1997). Modernidad, pluralismo y crisis de
sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona: Paidós.
− DERRIDA, Jacques : Espectros de Marx: el Estado de la deuda, el trabajo del
duelo y la nueva Internacional, Trotta, 1995.
− DEBORD, Guy, La sociedad del espectáculo, Editorial Pre-textos, Valencia 1999
− JAMESON, Fredric. Teoría de la posmodernidad. Madrid: Trotta, 1996.
− JAMESON, Fredric : El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo
avanzado, Paidós, 1991.
− FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Ed. Gallimard, París, 1966
− RICOEUR, Paul, Historia y narratividad, Editorial Paidós, Barcelona, 1999
− LIPOVETSKY, Gilles. La era del vacío. Barcelona, Anagrama: 1986.
− LIPOVETSKY, Gilles. (1992), El crepúsculo del deber. La ética indolora de los
nuevos tiempos democráticos, Anagrama. Colección Argumentos: Barcelona, 1996
− LIPOVETSKY, Gilles, El imperio de lo efímero, Editorial Anagrama, Madrid, 1990.
− LYOTARD, Jean-François., La Condition Postmoderne. Paris: Minuit, 1979
− LYOTARD, Jean F. La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987.
− LYOTARD, Jean F. La condición postmoderna. Buenos Aires: Teorema, 1989.
− VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “El Giro Estético de la Epistemología; La ficción como
conocimiento, subjetividad y texto”, En Revista AISTHESIS, PUC, Nº. 40, 2006, pp. 45-61.
http://www.puc.cl/estetica/html/revista/pdf/Adolfo_Vssquez.pdf
− INNERARITY, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Ediciones Rialp, Madrid, 1990.
− HABERMAS, Jürgen, El discurso filosófico de la modernidad, en El pensamiento
posmetafísico. Taurus. Madrid, 1990. ISBN 84-306-1300-5
− HABERMAS, Jürgen, El pensamiento postmetafisico, Editorial Taurus, Madrid, 1990
− HABERMAS, Jürgen (1991). Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona:
Península.
− RUBERT DE VENTÓS, X. De la modernidad. Ensayo de filosofía crítica. Península.
Barcelona, 1982. ISBN 84-297-1669-6
− KOSELLECK, Reinhart (1993). Futuro pasado. Contribución a la semántica de los
tiempos históricos. Barcelona: Paidós.
− LYON, David (1996). Postmodernidad. Madrid: Alianza.
− LYOTARD, Jean-François (1989). La condición postmoderna. Informe sobre el
saber. Madrid: Cátedra.
− LYOTARD, Jean-François, La condición posmoderna: Informe sobre el saber (La
Condition postmoderne: Rapport sur le savoir. 1979). ISBN 84-376-0466-4
− LYOTARD, Jean-François (1995). La posmodernidad (explicada a los niños).
Barcelona: Gedisa.
− VATTIMO, Gianni (1994). La sociedad transparente. Barcelona: Paidós.

© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730


Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 29 (2011.1)

− G. VATTIMO, J. M. Mardones, I. Urdanabia... [et al.]. En torno a la posmodernidad.


Anthropos. Barcelona. 1990. ISBN 84-7658-234-X
− SLOTERDIJK Peter, Critica de la razón cínica I y II, Madrid: Ed. Siruela, 2004.
− WELLMER, Albrecht, Sobre la Dialéctica de la modernidad y la posmodernidad,
Editorial Visor, Madrid, 1993.
− ŽIŽEK, Slavoj : “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”,
en Fredric Jameson y Slavoj Žižek: Estudios culturales. Reflexiones sobre el
multiculturalismo, Paidós, 1998, págs. 137-188.

© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730


Publicación asociada a la Revista Nomads. Mediterranean Perspectives | ISSN 1889-7231
JOHANNES HESSEN

TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

TRADUCCIÓN DE JOSÉ GAOS


ÍNDICE

Noticia preliminar, Francisco Romero, 3

Prólogo, 4

Introducción, 5

PRIMERA PARTE
TEORÍA GENERAL DEL CONOCIMIENTO.
INVESTIGACIÓN FENOMENOLÓGICA PRELIMINAR

I. La posibilidad del conocimiento, 18

II. El origen del conocimiento, 26

III. La esencia del conocimiento, 36

IV. Las especies del conocimiento, 49

V. El criterio de la verdad, 59

SEGUNDA PARTE
TEORÍA ESPECIAL DEL CONOCIMIENTO, 64

CONCLUSIÓN

La fe y el saber, 79

2
NOTICIA PRELIMINAR

L
a primera edición en español de este libro se publicó hace años en la colección de la Revista de
Occidente y está agotada desde hace tiempo; el público lector advirtió desde bien pronto la calidad
de la obra, su mérito excepcional, su aptitud para iniciar en los difíciles problemas de la
gnoseología. La reedición viene a llenar un claro que probablemente no hubiera podido ser colmado por
ningún otro libro.

La colección alemana1 a que la obra en su edición original pertenece se inició en 1925 con la
Introducción a la filosofía de Aloys Müller, en redacción que fue luego considerablemente extendida;
siguió este volumen y a continuación otro de Müller, la Psicología; de los dos excelentes libros de Müller
hay traducción castellana. Los propósitos de la serie eran proporcionar obras de costo menos elevado
que los grandes tratados, pero completas en lo posible y rigurosas; salir al paso, mediante exposiciones
estrictas, a la apreciación superficial y confusa de las cuestiones filosóficas, e incorporar los resultados
más recientes de la indagación. El éxito de la colección alemana, duplicado en la acogida dispensada a los
volúmenes traducidos al español, atestigua que la realización siguió de cerca a las intenciones.

Debe declararse que el presente libro, más que una teoría del conocimiento, es una introducción
a los problemas que el conocimiento plantea. El vasto panorama de tales cuestiones, los diferentes
puntos de vista y las varias soluciones propuestas, se recogen en él con precisión y fidelidad, con una
seguridad y una eficacia didáctica que revelan tanto la hondura y versación del filósofo como la destreza
y la vocación del maestro. Quien sólo desee una visión de conjunto, la hallará aquí desarrollada en
manera perfecta. Al lector que intente afrontar textos que exponen y profundizan el tema según una
dirección determinada ‐la Crítica de la razón pura, por ejemplo‐ las páginas de Hessen le allanarán el
camino mostrándole los principales planteos del asunto en sus puntos capitales, con lo que dispondrá de
una noción previa y orientadora de la actitud que aspira a comprender en sus detalles y desarrollos, y al
mismo tiempo podrá tener presentes, para el contraste y la crítica, las restantes actitudes posibles sobre
los mismos problemas.

Hessen nació en 1889; su Teoría del conocimiento es fruto de sus lecciones en la Universidad de
Colonia. Figura entre los pensadores católicos de Alemania. Ha publicado: La fundamentación del
conocimiento según San Agustín (1916); La filosofía de Dios según San Agustín (1919); El conocimiento
inmediato de Dios según San Agustín (1919); La filosofía de la religión del neokantismo (1919); La prueba
agustiniana de la existencia de Dios (1920); Teoría del conocimiento agustiniana y tomista (1921);
Doctrina de la trinidad de Hegel (1921); Filosofía patrística y escolástica (1922); Corrientes filosóficas
contemporáneas (1922); San Agustín y su significación actual (1924); La teoría de las categorías de
Eduard von Hartmann y su significación para la filosofía actual (1924); La concepción del mundo de Santo
Tomás (1925); Teoría del conocimiento (1926); El principio de causalidad (1928); El método de la
metafísica (1932); El problema de la substancia en la filosofía moderna (1932); Los valores de santidad
(1938), etcétera.

Francisco Romero

1
Leitfäden ser Philosophie, herausgegeben von Dozenten der Hochschulen von Bonn und Köln.

3
PRÓLOGO

L
a exposición que ofrecemos de la teoría del conocimiento ha surgido de las lecciones dadas por el
autor en la Universidad de Colonia. Esto explica su forma elemental. El esfuerzo del autor se ha
enderezado no tanto a ofrecer llanas soluciones como a exponer clara y razonadamente el sentido
de los problemas y las distintas posibilidades de resolverlos, sin renunciar naturalmente a desarrollar un
examen crítico y a adoptar una posición. El autor comparte con Nicolai Hartmann la convicción de que
"el último sentido del conocimiento filosófico no es tanto resolver enigmas como descubrir portentos".

La presente exposición de la teoría del conocimiento se distingue de las usuales desde tres
puntos de vista. En primer término, porque pone el método fenomenológico al servicio de la teoría del
conocimiento. En segundo lugar, porque plantea una discusión detenida del problema de la intuición,
que no suelen tratar las más de las exposiciones. Finalmente, porque desenvuelve la teoría especial del
conocimiento, además de la general.

Ojalá el presente trabajo contribuya a fomentar el interés, hoy redivivo, por las cuestiones
filosóficas.

Colonia, octubre de 1925

4
INTRODUCCIÓN

1. La esencia de la filosofía

L
a teoría del conocimiento es una disciplina filosófica. Para definir su posición en el todo que es la
filosofía, necesitamos partir de una definición esencial de ésta. Pero ¿cómo llegar a esta definición?
¿Qué método debemos emplear para definir la esencia de la filosofía?

Se podría intentar, ante todo, obtener una definición esencial de la filosofía, partiendo de la
significación de la palabra. La palabra filosofía procede de la lengua griega y vale tanto como amor a la
sabiduría, o, lo que quiere decir lo mismo, deseo de saber, de conocimiento. Es palmario que esta
significación etimológica de la palabra filosofía es demasiado general para extraer de ella una definición
esencial. Es menester evidentemente elegir otro método.

Podría pensarse en recoger las distintas definiciones esenciales que los filósofos han dado de la
filosofía, en el curso de la historia, y comparándolas unas con otras, obtener una definición exhaustiva.
Pero tampoco este procedimiento conduce al fin buscado. Las definiciones esenciales que encontramos
en la historia de la filosofía discrepan tanto, muchas veces, unas de otras, que parece completamente
imposible extraer de ellas una definición esencial unitaria de la filosofía. Compárese, por ejemplo, la
definición de la filosofía que dan Platón y Aristóteles ‐que definen la filosofía como la ciencia, pura y
simplemente‐ con la definición de los estoicos y de los epicúreos, para quienes la filosofía es una
aspiración a la virtud o a la felicidad, respectivamente. O compárese la definición que en la Edad
Moderna da de la filosofía Cristian Wolff que la define como scientia possibilium, quatenus esse possunt‐,
con la definición que da Friedrich Überweg en su conocido Tratado de historia de la filosofía, según la
cual la filosofía es "la ciencia de los principios". Tales divergencias hacen vano el intento de encontrar por
este camino una definición esencial de la filosofía. A tal definición sólo se llega, pues, prescindiendo de
dichas definiciones y encarándose con el contenido histórico de la filosofía misma. Este contenido nos da
el material de que podemos sacar el concepto esencial de la filosofía. Ha sido Wilhelm Dilthey el que ha
empleado por primera vez este método, en su ensayo sobre La esencia de la filosofía. Aquí le
seguiremos, con cierta libertad, intentando, sin embargo, a la vez desarrollar sus pensamientos.

Pero el procedimiento que acabamos de señalar parece destinado al fracaso, porque tropieza
con una dificultad de principio. Se trata de extraer del contenido histórico de la filosofía el concepto de
su esencia. Mas para poder hablar de un contenido histórico de la filosofía necesitamos ‐parece‐ poseer
ya un concepto de la filosofía. Necesitamos saber lo que es la filosofía, para sacar su concepto de los
hechos. En la definición esencial de la filosofía, dada la forma en que queremos obtenerla, parece haber,
pues, un círculo; este procedimiento parece, pues, por esta dificultad, condenado al fracaso.

Sin embargo, no es así. La dificultad señalada desaparece, si se piensa que no partimos de un


concepto definido de la filosofía, sino de la representación general que toda persona culta tiene de ella.
Como indica Dilthey: "Lo primero que debemos intentar es descubrir un contenido objetivo común en
todos aquellos sistemas, a la vista de los cuales se forma la representación general de la filosofía''.
Estos sistemas existen, en efecto. Acerca de muchos productos del pensamiento cabe dudar de
que deban considerarse como filosofía. Pero toda duda de esta especie enmudece tratándose de otros
numerosos sistemas. Desde su primera aparición, la humanidad los ha considerado siempre como
productos filosóficos del espíritu, ha visto en ellos la esencia misma de la filosofía. Tales sistemas son los
de Platón y Aristóteles, Descartes y Leibniz, Kant y Hegel. Si profundizamos en ellos, hallamos ciertos
rasgos esenciales comunes, a pesar de todas las diferencias que presentan. Encontramos en todos ellos
una tendencia a la universalidad, una orientación hacia la totalidad de los objetos. En contraste con la
actitud del especialista, cuya mirada se dirige siempre a un sector mayor o menor de la totalidad de los
objetos del conocimiento, hallamos aquí un punto de vista universal o que abarca la totalidad de las
cosas. Dichos sistemas presentan, pues, el carácter de la universalidad. A éste se añade un segundo
rasgo esencial común. La actitud del filósofo ante la totalidad de los objetos es una actitud intelectual,
una actitud del pensamiento. El filósofo trata de conocer, de saber. Es por esencia un espíritu
cognoscente. Como notas esenciales de toda filosofía se presentan, según esto: primera, la orientación
hacia la totalidad de los objetos; segunda, el carácter racional, cognoscitivo, de esta orientación.

Con esto hemos logrado un concepto esencial de la filosofía, aunque muy formal aún.
Enriqueceremos el contenido de este concepto, considerando los distintos sistemas, no aisladamente,
sino en su conexión histórica. Se trata, por tanto, de abrazar con la mirada la total evolución histórica de
la filosofía en sus rasgos principales. Desde este punto de vista nos resultarán comprensibles las
contradictorias definiciones de la filosofía, a que hemos aludido hace un momento.

Se ha designado, no sin razón, a Sócrates como el creador de la filosofía occidental. En él se


manifiesta claramente la expresa actitud teórica del espíritu griego. Sus pensamientos y aspiraciones se
enderezan a edificar la vida humana sobre la reflexión, sobre el saber. Sócrates intenta hacer de toda
acción humana una acción consciente, un saber. Trata de elevar la vida, con todos sus contenidos, a la
conciencia filosófica. Esta tendencia llega a su pleno desarrollo en su máximo discípulo, Platón. La
reflexión filosófica se extiende en éste al contenido total de la conciencia humana. No se dirige sólo a los
objetos prácticos, a los valores y a las virtudes, como acaecía las más de las veces en Sócrates, sino
también al conocimiento científico. La actividad del estadista, del poeta, del hombre de ciencia, se
tornan por igual objeto de la reflexión filosófica. La filosofía se presenta, según esto, en Sócrates, y
todavía más en Platón, como una autorreflexión del espíritu sobre sus supremos valores teóricos y
prácticos, sobre los valores de lo verdadero, lo bueno y lo bello.

La filosofía de Aristóteles presenta un aspecto distinto. El espíritu de Aristóteles se dirige


preferentemente al conocimiento científico y a su objeto: el ser. En el centro de su filosofía se halla una
ciencia universal del ser, la "filosofía primera" o metafísica, como se llamó más tarde. Esta ciencia nos
instruye acerca de la esencia de las cosas, las conexiones y el principio último de la realidad. Si la filosofía
socrático‐platónica puede caracterizarse como una concepción del espíritu, deberá decirse de Aristóteles
que su filosofía se presenta ante todo como una concepción del universo.

La filosofía torna a ser reflexión del espíritu sobre sí mismo en la época posaristotélica, con los
estoicos y los epicúreos. Sin embargo, la concepción socrático‐platónica sufre un empequeñecimiento,
puesto que solamente las cuestiones prácticas entran en el círculo visual de la conciencia filosófica. La
filosofía se presenta, según la frase de Cicerón, como "la maestra de la vida, la inventora de las leyes, la
guía de toda virtud". Se ha convertido ‐dicho brevemente‐ en una filosofía de la vida.

6
Al comienzo de la Edad Moderna volvemos a marchar por las vías de la concepción aristotélica.
Los sistemas de Descartes, Spinoza y Leibniz revelan todos la misma dirección hacia el conocimiento del
mundo objetivo, que hemos descubierto en el Estagirita. La filosofía se presenta de un modo expreso
como una concepción del universo. En Kant, por el contrario, revive el tipo platónico. La filosofía toma de
nuevo el carácter de la autorreflexión, de la autoconcepción del espíritu. Cierto que se presenta en
primer término como teoría del conocimiento o como fundamentación crítica del conocimiento
científico. Pero no se limita a la esfera teórica, sino que prosigue hasta llegar a una fundamentación
crítica de las restantes esferas del valor. Junto a la Crítica de la razón pura aparecen la Crítica de la razón
práctica, que trata la esfera del valor moral, y la Crítica del juicio, que hace de los valores estéticos objeto
de investigaciones críticas. También en Kant se presenta, pues, la filosofía como una reflexión universal
del espíritu sobre sí mismo» como una reflexión del hombre culto sobre su conducta valorativa.

En el siglo XIX revive el tipo aristotélico de la filosofía en los sistemas del idealismo alemán,
principalmente en Schelling y Hegel. La forma exaltada y exclusivista en que el tipo se manifiesta origina
un movimiento contrario igualmente exclusivista. Este movimiento lleva por un lado a una completa
desvaloración de la filosofía, como la que se revela en el materialismo y el positivismo; y, por otro lado, a
una renovación del tipo kantiano, como la que ha tenido lugar en el neokantismo. El exclusivismo de esta
renovación consiste en la eliminación de todos los elementos materiales y objetivos, que existen de
modo innegable en Kant, tomando así la filosofía un carácter puramente formal y metodológico. En esta
manera de ver radica a su vez el impulso que conduce a un nuevo movimiento del pensamiento
filosófico, el cual torna a dirigirse principalmente a lo material y objetivo, frente al formalismo y
metodismo de los neokantianos, y significa por ende una renovación de tipo aristotélico. Nos encontra‐
mos todavía en medio de este movimiento, que ha conducido por una parte a ensayos de una metafísica
inductiva, como los emprendidos por Eduard von Hartmann, Wundt y Driesch, y por otra a una filosofía
de la intuición, como la que encontramos en Bergson y en otra forma en la moderna fenomenología
representada por Husserl y Scheler.

Esta ojeada histórica sobre la evolución total del pensamiento filosófico nos ha conducido a
determinar otros dos elementos en el concepto esencial de la filosofía. Caracterizamos uno de estos
elementos con el término "concepción del yo", y el otro con la expresión "concepción del universo".
Entre ambos elementos existe un peculiar antagonismo, como nos ha revelado la historia. Ya resalta más
el uno, ya más el otro; y cuanto más resalta el uno, tanto más desciende el otro. La historia de la filosofía
se presenta finalmente como un movimiento pendular entre estos dos elementos. Pero ello prueba
precisamente que ambos elementos pertenecen a aquel concepto esencial. No se trata de una
alternativa (o el uno, o el otro), sino de una acumulativa (tanto el uno como el otro). La filosofía es
ambas cosas: una concepción del yo y una concepción del universo.

Se trata ahora para nosotros de enlazar los dos elementos materiales, acabados de obtener, con
las dos notas formales primeramente señaladas, para llegar así a una plena definición esencial. Habíamos
encontrado anteriormente que las dos notas principales de toda filosofía eran la dirección hacia la
totalidad de los objetos y el carácter cognoscitivo de esta dirección. La primera de estas dos notas
experimenta ahora una diferenciación, por obra de los elementos esenciales últimamente obtenidos. Por
la totalidad de los objetos puede entenderse tanto el mundo exterior como el mundo interior, tanto el
macrocosmos como el microcosmos. Cuando la conciencia filosófica se dirige al macrocosmos, tenemos
la filosofía en el sentido de una concepción del universo. Por el contrario, cuando el microcosmos
constituye el objeto a que se dirige la filosofía, se da el segundo tipo de ésta: la filosofía en el sentido de

7
una concepción del yo. Los dos elementos esenciales últimamente obtenidos se insertan muy bien; pues,
en el concepto formal primeramente establecido, ya que lo completan y corrigen.

Podemos definir ahora la esencia de la filosofía, diciendo: la filosofía es una autorreflexión del
espíritu sobre su conducta valorativa teórica y práctica, y a la vez una aspiración al conocimiento de las
últimas conexiones entre las cosas, a una concepción racional del universo. Pero todavía podemos es‐
tablecer una conexión más profunda entre ambos elementos esenciales. Como prueban Platón y Kant,
existe entre ellos la relación de medio a fin. La reflexión del espíritu sobre sí mismo es el medio y el
camino para llegar a una imagen del mundo, a una visión metafísica del universo. Podemos decir, pues,
en conclusión: la filosofía es un intento del espíritu humano para llegar a una concepción del universo
mediante la autorreflexión sobre sus funciones valorativas teóricas y prácticas.

Hemos obtenido esta definición esencial de la filosofía por un procedimiento inductivo. Pero
podemos completar este procedimiento inductivo con un procedimiento deductivo. Este consiste en
situar la filosofía dentro del conjunto de las funciones superiores del espíritu, en señalar el puesto que
ocupa en el sistema total de la cultura. El conjunto de las funciones culturales arroja una nueva luz sobre
el concepto esencial de la filosofía que hemos obtenido.

Entre las funciones superiores del espíritu y de la cultura contamos la ciencia, el arte, la religión y
la moral. Si ponemos en relación con ellas la filosofía, ésta parece distar más de la esfera de la cultura
últimamente nombrada, de la moral. Si la moral se refiere al lado práctico del ser humano, puesto que
tiene por sujeto la voluntad, la filosofía pertenece por completo al lado teórico del espíritu humano. Con
esto la filosofía parece entrar en la vecindad de la ciencia. Y, en efecto, existe una afinidad entre la
filosofía y la ciencia en cuanto que ambas descansan en la misma función del espíritu humano, en el
pensamiento. Pero ambas se distinguen, como ya se ha indicado, por su objeto. Mientras que las ciencias
especiales tienen por objeto parcelas de la realidad, la filosofía se dirige al conjunto de ésta. Cabría, no
obstante, pensar en aplicar el concepto de la ciencia a la filosofía. Bastaría distinguir entre ciencia
particular y ciencia universal y llamar a esta última, filosofía. Pero no es lícito subordinar la filosofía a la
ciencia, como a un género más alto, y considerarla de esta suerte como una determinada especie de
ciencia. La filosofía se distingue de toda ciencia, no sólo gradual, sino esencialmente, por su objeto. La
totalidad de lo existente es más que una adición de las distintas parcelas de la realidad, que constituyen
el objeto de las ciencias especiales. Es frente a éstas un objeto nuevo, heterogéneo. Supone, pues, una
nueva función por parte del sujeto. El conocimiento filosófico, dirigido a la totalidad de las cosas, y el
científico, orientado hacia las parcelas de la realidad, son esencialmente distintos, de suerte que entre la
filosofía y la ciencia impera la diversidad, no sólo en sentido objetivo, sino también subjetivo.

¿Qué relación guarda ahora la filosofía con las dos restantes esferas de la cultura, con el arte y la
religión? La respuesta es: existe una honda afinidad entre estas tres esferas de la cultura. Todas ellas
están entrelazadas por un vínculo común, que reside en su objeto. El mismo enigma del universo y de la
vida se halla frente a la poesía, la religión y la filosofía. Todas ellas quieren en el fondo resolver este
enigma, dar una interpretación de la realidad, forjar una concepción del universo. Lo que las diferencia
es el origen de esta concepción. Mientras la concepción filosófica del universo brota del conocimiento
racional, el origen de la concepción religiosa del mismo está en la fe religiosa. El principio de que
procede y que define su espíritu es la vivencia de los valores religiosos, la experiencia de Dios. Por eso,
mientras la concepción filosófica del universo pretende tener una validez universal y ser susceptible de
una demostración racional, la aceptación de la concepción religiosa del universo depende, por modo

8
decisivo, de factores subjetivos. El acceso a ella no está en el conocimiento universalmente válido, sino
en la experiencia personal, en las vivencias religiosas. Existe, pues, una diferencia esencial entre la
concepción religiosa del universo, y la filosófica; y, por ende, entre la religión y la filosofía.

La filosofía es también esencialmente distinta del arte. Como la concepción del universo, que
tiene el hombre religioso, la interpretación que da de él el artista no procede del pensamiento puro.
También ella debe su origen más bien a la vivencia y a la intuición. El artista y el poeta no crean su obra
con el intelecto, sino que la sacan de la totalidad de las fuerzas espirituales. A esta diversidad de
funciones subjetivas se agrega una diferencia en el sentido objetivo; el poeta y el artista no están atentos
directamente a la totalidad del ser, como el filósofo. Su espíritu se dirige, en primer término, a un ser y
un proceso concretos. Y al representar éstos, los elevan a la esfera de la apariencia, de lo irreal. Lo
peculiar de esta representación consiste en que en este proceso irreal se manifiesta el sentido del
proceso real; en el proceso particular se expresa el sentido y la significación del proceso del universo. El
artista y el poeta, interpretando primordialmente un ser o un proceso particulares, dan indirectamente
una interpretación del conjunto del universo y de la vida.

Si intentamos definir, en resumen, la posición de la filosofía en el sistema de la cultura, debemos


decir lo siguiente: la filosofía tiene dos caras: una cara mira a la religión y al arte; la otra a la ciencia.
Tiene de común con aquéllos la dirección hacia el conjunto de la realidad; con ésta, el carácter teórico.
La filosofía ocupa, por ende, su puesto, en el sistema de la cultura, entre la ciencia por un lado y la
religión y el arte por otro, aunque está más cercana de la religión que del arte, puesto que también la
religión se dirige inmediatamente a la totalidad del ser y trata de interpretarla.

De este modo hemos completado nuestro procedimiento inductivo con otro deductivo. Situando
la filosofía dentro del conjunto de la cultura, poniéndola en relación con las distintas esferas de la
cultura, hemos confirmado el concepto esencial de la filosofía que habíamos obtenido y hecho resaltar
claramente sus distintos rasgos.

2. La posición de la teoría del conocimiento en el sistema de la filosofía

Nuestra definición esencial tiene por consecuencia una división de la filosofía en diversas
disciplinas. La filosofía es, en primer término, según vimos, una autorreflexión del espíritu sobre su
conducta valorativa teórica y práctica. Como reflexión sobre la conducta teórica, sobre lo que llamamos
ciencia, la filosofía es teoría del conocimiento científico, teoría de la ciencia. Como reflexión sobre la
conducta práctica del espíritu, sobre lo que llamamos valores en sentido estricto, la filosofía es teoría de
los valores. Mas la reflexión del espíritu sobre sí mismo no es un fin autónomo, sino un medio y un
camino para llegar a una concepción del universo. La filosofía es, pues, en tercer lugar, teoría de la
concepción del universo. La esfera total de la filosofía se divide, pues, en tres partes: teoría de la ciencia,
teoría de los valores, concepción del universo.

Una mayor diferenciación de estas partes tiene por consecuencia la distinción de las disciplinas
filosóficas fundamentales. La concepción del universo se divide en metafísica (que se subdivide en
metafísica de la naturaleza y metafísica del espíritu) y en concepción o teoría del universo en sentido es‐
tricto, que investiga los problemas de Dios, la libertad y la inmortalidad. La teoría de los valores se divide,

9
con arreglo a las distintas clases de valores, en teoría de los valores éticos, de los valores estéticos y de
los valores religiosos. Obtenemos así las tres disciplinas llamadas ética, estética y filosofía de la religión.
La teoría de la ciencia, por último, se divide en formal y material. Llamamos a la primera lógica, a la
última teoría del conocimiento.

Con esto hemos indicado el lugar que la teoría del conocimiento ocupa en el conjunto de la
filosofía. Es, según lo dicho, una parte de la teoría de la ciencia. Podemos definirla, como la teoría
material de la ciencia o como la teoría de los principios materiales del conocimiento humano. Mientras
que la lógica investiga los principios formales del conocimiento, esto es, las formas y las leyes más
generales del pensamiento humano, la teoría del conocimiento se dirige a los supuestos materiales más
generales del conocimiento científico. Mientras la primera prescinde de la referencia del pensamiento a
los objetos y considera aquél puramente en sí mismo, la última fija su vista justamente en la significación
objetiva del pensamiento, en su referencia a los objetos. Mientras la lógica pregunta por la corrección
formal del pensamiento, esto es, por su concordancia consigo mismo, por sus propias formas y leyes, la
teoría del conocimiento pregunta por la verdad del pensamiento, esto es, por su concordancia con el
objeto. Por tanto, puede definirse también la teoría del conocimiento como la teoría del pensamiento
verdadero, en oposición a la lógica, que sería la teoría del pensamiento correcto. Esto ilumina a la vez la
fundamental importancia que la teoría del conocimiento posee para la esfera total de la filosofía. Por eso
es también llamada con razón la ciencia filosófica fundamental, philosophia fundamentalis.

Suele dividirse la teoría del conocimiento en general y especial. La primera investiga la referencia
del pensamiento al objeto en general. La última hace tema de investigaciones críticas los principios y
conceptos fundamentales en que se expresa la referencia de nuestro pensamiento a los objetos.
Nosotros empezaremos, naturalmente, por la exposición de la teoría general del conocimiento. Pero
antes echemos una ojeada sobre la historia de la teoría del conocimiento.

3. La historia de la teoría del conocimiento

No se puede hablar de una teoría del conocimiento, en el sentido de una disciplina filosófica
independiente, ni en la Antigüedad ni en la Edad Media. En la filosofía antigua encontramos múltiples
reflexiones epistemológicas, especialmente en Platón y Aristóteles. Pero las investigaciones epis‐
temológicas están ensartadas aún en los textos metafísicos y psicológicos. La teoría del conocimiento
como disciplina autónoma aparece por primera vez en la Edad Moderna. Como su fundador debe
considerarse al filósofo inglés John Locke. Su obra maestra, An Essay Concerning Human Understanding
(Ensayo sobre el entendimiento humano), aparecida en 1690, trata de un modo sistemático las
cuestiones del origen, la esencia y la certeza del conocimiento humano. Leibniz intentó en su obra
Nouveaux essais sur l´entendement humain (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano), editada
como póstuma en 1765, una refutación del punto de vista epistemológico defendido por Locke. Sobre los
resultados obtenidos por éste edificaron nuevas construcciones en Inglaterra George Berkeley, en su
obra A Treatise Concerning the Principles of Human Knowledge (Tratado de los principios del
conocimiento humano, 1710), y David Hume, en su obra maestral Treatise on Human Nature (Tratado de
la naturaleza humana, 1739‐1740), y en la obra más breve Enquiry Concerning Human Understanding
(Investigación sobre el entendimiento humano, 1748).

10
Como el verdadero fundador de la teoría del conocimiento dentro de la filosofía continental se
presenta Emmanuel Kant. En su obra maestra epistemológica, la Crítica de la razón pura (1781), trata,
ante todo, de dar una fundamentación crítica del conocimiento científico de la naturaleza. Él mismo
llama al método de que se sirve en ella "método trascendental". Este método no investiga el origen
psicológico, sino la validez lógica del conocimiento. No pregunta ‐como el método psicológico‐ cómo
surge el conocimiento, sino cómo es posible el conocimiento, sobre qué bases, sobre qué supuestos
supremos descansa. A causa de este método, la filosofía de Kant se llama también brevemente,
trascendentalismo o criticismo.

En el sucesor inmediato de Kant, Fichte, la teoría del conocimiento aparece por primera vez bajo
el título de "teoría de la ciencia". Pero ya en él se manifiesta esa confusión de la teoría del conocimiento
y la metafísica, que se desborda francamente en Schelling y Hegel, y que también se encuentra de un
modo innegable en Schopenhauer y Eduard von Hartmann. En oposición a esta forma metafísica de
tratar la teoría del conocimiento, el neokantismo, aparecido hacia el año setenta del siglo pasado, se
esforzó por trazar una separación neta entre los problemas epistemológicos y los metafísicos. Pero puso
tan en primer término los problemas epistemológicos, que la filosofía corrió peligro de reducirse a la
teoría del conocimiento. El neokantismo desenvolvió además la teoría kantiana del conocimiento en una
dirección muy determinada. El exclusivismo originado por ello hizo surgir pronto corrientes
epistemológicas contrarias. Así es como nos encontramos hoy ante una multitud de direcciones
epistemológicas, las más importantes de las cuales vamos a conocer en seguida en conexión sistemática.

11
PRIMERA PARTE

TEORÍA GENERAL DEL CONOCIMIENTO.

INVESTIGACIÓN FENOMENOLÓGICA PRELIMINAR

12
El fenómeno del conocimiento y los problemas contenidos en él

L
a teoría del conocimiento es, como su nombre indica, una teoría, esto es, una explicación e
interpretación filosófica del conocimiento humano. Pero antes de filosofar sobre un objeto es
menester examinar escrupulosamente este objeto. Una exacta observación y descripción del
objeto debe preceder a toda explicación e interpretación. Hace falta, pues, en nuestro caso, observar
con rigor y describir con exactitud lo que llamamos conocimiento, este peculiar fenómeno de conciencia.
Hagámoslo, tratando de aprehender los rasgos esenciales generales de este fenómeno, mediante la
autorreflexión sobre lo que vivimos cuando hablamos del conocimiento. Este método se llama el
fenomenológico, a diferencia del psicológico. Mientras este último investiga los procesos psíquicos
concretos en su curso regular y su conexión con otros procesos, el primero aspira a aprehender la
esencia general en el fenómeno concreto. En nuestro caso no describirá un proceso de conocimiento
determinado, no tratará de establecer lo que es propio de un conocimiento determinado, sino lo que es
esencial a todo conocimiento, en qué consiste su estructura general.

Si empleamos este método, el fenómeno del conocimiento se nos presenta en sus rasgos
fundamentales de la siguiente manera:2

En el conocimiento se hallan frente a frente la conciencia y el objeto, el sujeto y el objeto. El


conocimiento se presenta como una relación entre estos dos miembros, que permanecen en ella
eternamente separados el uno del otro. El dualismo de sujeto y objeto pertenece a la esencia del co‐
nocimiento.

La relación entre los dos miembros es a la vez una correlación. El sujeto sólo es sujeto para un
objeto y el objeto sólo es objeto para un sujeto. Ambos sólo son lo que son en cuanto son para el otro.
Pero esta correlación no es reversible. Ser sujeto es algo completamente distinto que ser objeto. La
función del sujeto consiste en aprehender el objeto, la del objeto en ser aprehensible y aprehendido por
el sujeto.

Vista desde el sujeto, esta aprehensión se presenta como una salida del sujeto fuera de su propia
esfera, una invasión en la esfera del objeto y una captura de las propiedades de éste. El objeto no es
arrastrado, empero, dentro de la esfera del sujeto, sino que permanece trascendente a él. No en el
objeto, sino en el sujeto, cambia algo por obra de la función de conocimiento. En el sujeto surge una
cosa que contiene las propiedades del objeto, surge una "imagen" del objeto.

Visto desde el objeto, el conocimiento se presenta como una transferencia de las propiedades
del objeto al sujeto. Al trascender del sujeto a la esfera del objeto corresponde un trascender del objeto
a la esfera del sujeto. Ambos son sólo distintos aspectos del mismo acto. Pero en éste tiene el objeto el
predominio sobre el sujeto. El objeto es el determinante, el sujeto el determinado. El conocimiento
puede definirse, por ende, como una determinación del sujeto por el objeto. Pero lo determinado no es
el sujeto pura y simplemente, sino tan sólo la imagen del objeto en él. Esta imagen es objetiva, en cuanto
que lleva en sí los rasgos del objeto. Siendo distinta del objeto, se halla en cierto modo entre el sujeto y
el objeto. Constituye el instrumento mediante el cual la conciencia cognoscente aprehende su objeto.

2
Cf. a lo siguiente el "Análisis del fenómeno del conocimiento" que da Nicolai Hartmann en su importante obra
Fundamentos de una metafísica del conocimiento, pp. 36-48.

13
Puesto que el conocimiento es una determinación del sujeto por el objeto, queda dicho que el
sujeto se conduce receptivamente frente al objeto. Esta receptividad no significa, empero, pasividad. Por
el contrario, puede hablarse de una actividad y espontaneidad del sujeto en el conocimiento. Ésta no se
refiere, sin embargo, al objeto, sino a la imagen del objeto, en que la conciencia puede muy bien tener
parte, contribuyendo a engendrarla. La receptividad frente al objeto y la espontaneidad frente a la
imagen del objeto en el sujeto son perfectamente compatibles.

Al determinar al sujeto, el objeto se muestra independiente de él, trascendente a él. Todo


conocimiento menta ("intende") un objeto, que es independiente de la conciencia cognoscente. El
carácter de trascendentes es propio, por ende, a todos los objetos del conocimiento. Dividimos los ob‐
jetos en reales e ideales. Llamamos real a todo lo que nos es dado en la experiencia externa o interna o
se infiere de ella. Los objetos ideales se presentan, por el contrario, como irreales, como meramente
pensados. Objetos ideales son, por ejemplo, los sujetos de la matemática, los números y las figuras
geométricas. Pues bien, lo singular es que también estos objetos ideales poseen un ser en sí o
trascendencia, en sentido epistemológico. Las leyes de los números, las relaciones que existen, por
ejemplo, entre los lados y los ángulos de un triángulo, son independientes de nuestro pensamiento
subjetivo, en el mismo sentido en que lo son los objetos reales. A pesar de su irrealidad, le hacen frente
como algo en sí determinado y autónomo.

Ahora bien, parece existir una contradicción entre la trascendencia del objeto al sujeto y la
correlación del sujeto y el objeto, señalada anteriormente. Pero esta contradicción es sólo aparente. Sólo
en cuanto que es objeto del conocimiento hállase el objeto necesariamente incluso en la correlación. La
correlación del sujeto y el objeto sólo es irrompible dentro del conocimiento; pero no en sí. El sujeto y el
objeto no se agotan en su ser el uno para el otro, sino que tienen además un ser en sí. Este consiste, para
el objeto, en lo que aún hay de desconocido en él. En el sujeto reside en lo que él sea además de sujeto
cognoscente. Pues además de conocer, el sujeto siente y quiere. Así, el objeto deja de ser objeto cuando
sale de la correlación; y en este caso el sujeto sólo deja de ser sujeto cognoscente.

Así como la correlación del sujeto y el objeto sólo es irrompible dentro del conocimiento, así
también sólo es irreversible como correlación de conocimiento. En sí es muy posible una inversión. La
cual tiene lugar efectivamente en la acción. En la acción no determina el objeto al sujeto, sino el sujeto al
objeto. Lo que cambia no es el sujeto, sino el objeto. Aquél ya no se conduce receptiva, sino espontánea
y activamente, mientras que éste se conduce pasivamente. El conocimiento y la acción presentan, pues,
una estructura completamente opuesta.

El concepto de la verdad se relaciona estrechamente con la esencia del conocimiento. Verdadero


conocimiento es tan sólo el conocimiento verdadero. Un "conocimiento falso" no es propiamente
conocimiento, sino error e ilusión. Mas ¿en qué consiste la verdad del conocimiento? Según lo dicho,
debe radicar en la concordancia de la "imagen" con el objeto. Un conocimiento es verdadero si su
contenido concuerda con el objeto mentado. El concepto de la verdad es, según esto, el concepto de una
relación. Expresa una relación, la relación del contenido del pensamiento, de la "imagen", con el objeto.
Este objeto, en cambio, no puede ser verdadero ni falso; se encuentra en cierto modo más allá de la
verdad y la falsedad. Una representación inadecuada puede ser, por el contrario, absolutamente
verdadera. Pues aunque sea incompleta, puede ser exacta, si las notas que contiene existen realmente
en el objeto.

14
El concepto de la verdad, que hemos obtenido de la consideración fenomenológica del
conocimiento, puede designarse como concepto trascendente de la verdad. Tiene por supuesto, en
efecto, la trascendencia del objeto. Es el concepto de la verdad propio de la conciencia ingenua y de la
conciencia científica. Pues ambas entienden por verdad la concordancia del contenido del pensamiento
con el objeto.

Pero no basta que un conocimiento sea verdadero; necesitamos poder alcanzar la certeza de que
es verdadero. Esto suscita la cuestión: ¿en qué podemos conocer si un conocimiento es verdadero? Es la
cuestión del criterio de la verdad. Los datos fenomenológicos no nos dicen nada sobre si existe un
criterio semejante. El fenómeno del conocimiento implica sólo su presunta existencia; pero no su
existencia real.

Con esto queda iluminado el fenómeno del conocimiento humano en sus rasgos principales. A la
vez hemos puesto en claro que este fenómeno linda con tres esferas distintas. Como hemos visto, el
conocimiento presenta tres elementos principales: el sujeto, la "imagen" y el objeto. Por el sujeto, el
fenómeno del conocimiento toca con la esfera psicológica; por la "imagen", con la lógica; por el objeto,
con la ontológica. Como proceso psicológico en un sujeto, el conocimiento es objeto de psicología. Sin
embargo se ve en seguida que la psicología no puede resolver el problema de la esencia del
conocimiento humano. Pues el conocimiento consiste en una aprehensión espiritual de un objeto, como
nos ha revelado nuestra investigación fenomenológica. Ahora bien, la psicología, al investigar los
procesos del pensamiento, prescinde por completo de esta referencia al objeto. La psicología dirige su
mirada, como ya se ha dicho, al origen y curso de los procesos psicológicos. Pregunta cómo tiene lugar el
conocimiento, pero no si es verdadero, esto es, si concuerda con su objeto. La cuestión de la verdad del
conocimiento se halla fuera de su alcance. Si, no obstante, intentase resolver esta cuestión, incurriría en
una perfecta μετάβασις είς άλλογένος, en un tránsito a un orden de cosas completamente distinto. En
esto justamente reside el fundamental error del psicologismo.

Por su segundo miembro, el fenómeno del conocimiento penetra en la esfera lógica. La


"imagen" del objeto en el sujeto es un ente lógico y, como tal, objeto de la lógica. Pero también se ve en
seguida que la lógica no puede resolver el problema del conocimiento. La lógica investiga los entes lógi‐
cos como tales, su arquitectura íntima y sus relaciones mutuas. Inquiere, como ya vimos, la concordancia
del pensamiento consigo mismo, no su concordancia con el objeto. El problema epistemológico se halla
también fuera de la esfera lógica. Cuando se desconoce este hecho, entonces decimos que se cae en
logicismo.

Por su tercer miembro, el conocimiento humano toca a la esfera ontológica. El objeto hace
frente a la conciencia cognoscente como algo que es ‐trátese de un ser ideal o de un ser real‐. El ser, por
su parte, es objeto de la ontología. Pero también resulta que la ontología no puede resolver el problema
del conocimiento. Pues así como no puede eliminarse del conocimiento el objeto, tampoco puede
eliminarse el sujeto. Ambos pertenecen al contenido esencial del conocimiento humano, como nos ha
revelado la consideración fenomenológica. Cuando se desconoce esto y se ve el problema del
conocimiento exclusivamente desde el objeto, el resultado es la posición del ontologismo.

Ni la psicología, ni la lógica, ni la ontología pueden resolver, según esto, el problema del


conocimiento. Éste representa un hecho absolutamente peculiar y autónomo. Si queremos rotularle con
un nombre especial, podemos hablar con Nicolai Hartmann de un hecho gnoseológico. Lo que significamos

15
con esto es la referencia de nuestro pensamiento a los objetos, la relación del sujeto y el objeto, que no
cabe en ninguna de las tres disciplinas nombradas, como se ha visto, y que funda, por tanto, una nueva
disciplina: la teoría del conocimiento. También la consideración fenomenológica conduce, pues, a
reconocer la teoría del conocimiento como una disciplina filosófica independiente.

Cabría pensar que la misión de la teoría del conocimiento queda cumplida en lo esencial con la
descripción del fenómeno del conocimiento. Pero no es así. La descripción del fenómeno no es su
interpretación y explicación filosófica. Lo que acabamos de describir es lo que la conciencia natural en‐
tiende por conocimiento. Hemos visto que, según la concepción de la conciencia natural, el
conocimiento consiste en forjar una "imagen" del objeto; y la verdad del conocimiento es la
concordancia de esta "imagen" con el objeto. Pero averiguar si esta concepción está justificada es un
problema que se encuentra más allá del alcance del problema fenomenológico. El método
fenomenológico sólo puede dar una descripción del fenómeno del conocimiento. Sobre la base de esta
descripción fenomenológica hay que intentar una explicación e interpretación filosófica, una teoría del
conocimiento. Esta es la misión propia de la teoría del conocimiento.

Este hecho es desconocido muchas veces por los fenomenólogos, que creen resolver el
problema del conocimiento describiendo simplemente el fenómeno del conocimiento. A las objeciones
de los filósofos de distinta orientación responden remitiéndose a los datos fenomenológicos del
conocimiento. Pero esto es desconocer que la fenomenología y la teoría del conocimiento son cosas
completamente distintas. La fenomenología sólo puede poner a la luz la efectiva realidad de la
concepción natural, pero nunca decidir sobre su justeza y verdad. Esta cuestión crítica se halla fuera de la
esfera de su competencia. Puede expresarse también esta idea diciendo que la fenomenología es un
método, pero no una teoría del conocimiento.

Como consecuencia de lo dicho, la descripción del fenómeno del conocimiento tiene sólo una
significación preparatoria. Su misión no es resolver el problema del conocimiento, sino conducirnos
hasta dicho problema. La descripción fenomenológica puede y debe descubrir los problemas que se
presentan en el fenómeno del conocimiento y hacer que nos formemos conciencia de ellos.

Si profundizamos una vez más en la descripción del fenómeno del conocimiento anteriormente
dada, encontraremos sin dificultad que son ante todo cinco problemas principales los que implican los
datos fenomenológicos. Hemos visto que el conocimiento significa una relación entre un sujeto y un
objeto, que entran, por decirlo así, en contacto mutuo; el sujeto aprehende el objeto. Lo primero que
cabe preguntar es, por ende, si esta concepción de la conciencia natural es justa, si tiene lugar realmente
este contacto entre el sujeto y el objeto. ¿Puede el sujeto aprehender realmente el objeto? Esta es la
cuestión de la posibilidad del conocimiento humano.

Tropezamos con otro problema cuando consideramos de cerca la estructura del sujeto cognoscente.
Es ésta una estructura dualista. El hombre es un ser espiritual y sensible. Consiguientemente,
distinguimos un conocimiento espiritual y un conocimiento sensible. La fuente del primero es la razón; la
del último, la experiencia. Se pregunta de qué fuente saca principalmente sus contenidos la conciencia
cognoscente. ¿Es la razón o la experiencia la fuente y base del conocimiento humano? Ésta es la cuestión
del origen del conocimiento.

Llegamos al verdadero problema central de la teoría del conocimiento cuando fijamos la vista en
la relación del sujeto y el objeto. En la descripción fenomenológica, caracterizamos esta relación como

16
una determinación del sujeto por el objeto. Pero también cabe preguntar si esta concepción de la
conciencia natural es la justa. Como veremos más tarde, numerosos e importantes filósofos han definido
esta relación justamente en el sentido contrario. Según ellos, la verdadera situación de hecho es
justamente inversa: no es el objeto el que determina al sujeto, sino que el sujeto determina al objeto. La
conciencia cognoscente no se conduce receptivamente frente a su objeto, sino activa y
espontáneamente. Cabe preguntar, pues, cuál de las dos interpretaciones del fenómeno del
conocimiento es la justa. Podemos designar brevemente este problema como la cuestión de la esencia
del conocimiento humano.

Hasta aquí, al hablar del conocimiento hemos pensado exclusivamente en una aprehensión
racional del objeto. Cabe preguntar si además de este conocimiento racional hay un conocimiento de
otra especie, un conocimiento que pudiéramos designar como conocimiento intuitivo, en oposición al
discursivo racional. Ésta es la cuestión de las formas del conocimiento humano.

Un último problema entró en nuestro círculo visual al término de la descripción fenomenológica:


la cuestión del criterio de la verdad. Si hay un conocimiento verdadero, ¿en qué podemos conocer esta
su verdad? ¿Cuál es el criterio que nos dice, en el caso concreto, si un conocimiento es o no verdadero?

El problema del conocimiento se divide, pues, en cinco problemas parciales. Serán discutidos
sucesivamente a continuación. Expondremos cada vez las soluciones más importantes que el problema
haya encontrado en el curso de la historia de la filosofía, para hacer luego su crítica, tomar posición
frente a ellas, e indicar por lo menos la dirección en que nosotros mismos buscamos la solución del
problema.

17
I
LA POSIBILIDAD DEL CONOCIMIENTO

1. El dogmatismo

E
ntendemos por dogmatismo (de δόγμα = doctrina fijada) aquella posición epistemológica para la
cual no existe todavía el problema del conocimiento. El dogmatismo da por supuesta la
posibilidad y la realidad del contacto entre el sujeto y el objeto. Es para él comprensible de suyo
que el sujeto, la conciencia cognoscente, aprehende su objeto. Esta posición se sustenta en una
confianza en la razón humana, todavía no debilitada por ninguna duda.

Este hecho de que el conocimiento no sea todavía un problema para el dogmatismo, descansa
en una noción deficiente de la esencia del conocimiento. El contacto entre el sujeto y el objeto no puede
parecer problemático a quien no ve que el conocimiento representa una relación. Y esto es lo que
sucede al dogmático. No ve que el conocimiento es por esencia una relación entre un sujeto y un objeto.
Cree, por el contrario, que los objetos del conocimiento nos son dados, absolutamente y no meramente,
por obra de la función intermediaria del conocimiento. El dogmático no ve esta función. Y esto pasa, no
sólo en el terreno de la percepción, sino también en el del pensamiento. Según la concepción del
dogmatismo, los objetos de la percepción y los objetos del pensamiento nos son dados de la misma
manera: directamente en su corporeidad. En el primer caso se pasa por alto la percepción misma,
mediante la cual, únicamente, nos son dados determinados objetos; en el segundo, la función del
pensamiento. Y lo mismo sucede respecto del conocimiento de los valores. También los valores existen,
pura y simplemente, para el dogmático. El hecho de que todos los valores suponen una conciencia valo‐
rante, permanece tan desconocido para él como el de que todos los objetos del conocimiento implican
una conciencia cognoscente. El dogmático pasa por alto, lo mismo en un caso que en el otro, el sujeto y
su función.

Con arreglo a lo que acabamos de decir, puede hablarse de dogmatismo teórico, ético y religioso.
La primera forma del dogmatismo se refiere al conocimiento teórico; las dos últimas al conocimiento de
los valores. En el dogmatismo ético se trata del conocimiento moral; en el religioso, del conocimiento
religioso.

Como actitud del hombre ingenuo, el dogmatismo es la posición primera y más antigua, tanto
psicológica como históricamente. En el periodo originario de la filosofía griega domina de un modo casi
general. Las reflexiones epistemológicas no aparecen, en general, entre los presocráticos (los filósofos
jonios de la naturaleza, los eleáticos, Heráclito, los pitagóricos). Estos pensadores se hallan animados
todavía por una confianza ingenua en la capacidad de la razón humana. Vueltos por entero hacia el ser,
hacia la naturaleza, no sienten que el conocimiento mismo es un problema. Este problema se plantea
con los sofistas. Éstos son los que proponen por primera vez el problema del conocimiento y hacen que
el dogmatismo en sentido estricto resulte imposible para siempre dentro de la filosofía. Desde entonces
encontramos en todos los filósofos reflexiones epistemológicas bajo una u otra forma. Cierto que Kant
creyó deber aplicar la denominación de "dogmatismo" a los sistemas metafísicos del siglo XVII (Des‐
cartes, Leibniz, Wolff). Pero esta palabra tiene en él una significación más estrecha, como se ve por su

18
definición del dogmatismo en la Crítica de la razón pura ("El dogmatismo es el proceder dogmático de la
razón pura, sin la crítica de su propio poder"). El dogmatismo es para Kant la posición que cultiva la
metafísica sin haber examinado antes la capacidad de la razón humana para tal cultivo. En este sentido,
los sistemas prekantianos de la filosofía moderna son, en efecto, dogmáticos. Pero esto no quiere decir
que en ellos falte aún toda reflexión epistemológica y todavía no se sienta el problema del conocimiento.
Las discusiones epistemológicas en Descartes y Leibniz prueban que no ocurre así. No puede hablarse,
por tanto, de un dogmatismo general y fundamental, sino de un dogmatismo especial. No se trata de un
dogmatismo lógico, sino de un dogmatismo metafísico.

2. El escepticismo

Extrema se tangunt. Los extremos se tocan. Esta afirmación es también válida en el terreno
epistemológico. El dogmatismo se convierte muchas veces en su contrario, en el escepticismo (de
σχέπτεσvαι = cavilar, examinar). Mientras aquél considera la posibilidad de un contacto entre el sujeto y
el objeto, como algo comprensible de suyo, éste la niega. Según el escepticismo, el sujeto no puede
aprehender el objeto. El conocimiento, en el sentido de una aprehensión real del objeto, es imposible
según él. Por eso no debemos pronunciar ningún juicio, sino abstenernos totalmente de juzgar.

Mientras el dogmatismo desconoce en cierto modo el sujeto, el escepticismo no ve el objeto. Su


vista se fija tan exclusivamente en el sujeto, en la función del conocimiento, que ignora por completo la
significación del objeto. Su atención se dirige íntegramente a los factores subjetivos del conocimiento
humano. Observa cómo todo conocimiento está influido por la índole del sujeto y de sus órganos de
conocimiento, así como por circunstancias exteriores (medio, círculo cultural). De este modo escapa a su
vista el objeto, que es, sin embargo, tan necesario para que tenga lugar el conocimiento, puesto que éste
representa una relación entre un sujeto y un objeto.

Igual que el dogmatismo, también el escepticismo puede referirse tanto a la posibilidad del
conocimiento en general como a la de un conocimiento determinado. En el primer caso, estamos ante
un escepticismo lógico. Se llama también escepticismo absoluto o radical. Cuando el escepticismo se re‐
fiere sólo al conocimiento metafísico, hablamos de un escepticismo metafísico. En el terreno de los
valores, distinguimos un escepticismo ético y un escepticismo religioso. Según el primero, es imposible el
conocimiento moral: según el último, el religioso. Finalmente, hay que distinguir entre el escepticismo
metódico y el escepticismo sistemático. Aquél designa un método; éste, una posición de principio. Las
clases de escepticismo que acabamos de enumerar son sólo distintas formas de esta posición. El
escepticismo metódico consiste en empezar poniendo en duda todo lo que se presenta a la conciencia
natural como verdadero y cierto, para eliminar de este modo todo lo falso y llegar a un saber
absolutamente seguro.

El escepticismo se encuentra, ante todo, en la Antigüedad. Su fundador es Pirrón de Elis


(360‐270). Según él, no se llega a un contacto del sujeto y el objeto. A la conciencia cognoscente le es
imposible aprehender su objeto. No hay conocimiento. De dos juicios contradictorios el uno es, por
ende, tan exactamente verdadero como el otro. Esto significa una negación de las leyes lógicas del
pensamiento, en especial del principio de contradicción. Como no hay conocimiento ni juicio verdadero,
Pirrón recomienda la abstención de todo juicio, la έποχή.

19
El escepticismo medio o académico, cuyos principales representantes son Arcesilao († 241) y
Carneades († 129), no es tan radical como este escepticismo antiguo o pirrónico. Según el escepticismo
académico es imposible un saber riguroso. No tenemos nunca la certeza de que nuestros juicios
concuerden con la realidad. Nunca podemos decir, pues, que esta o aquella proposición sea verdadera;
pero sí podemos afirmar que parece ser verdadera, que es probable. No hay, por tanto, certeza rigurosa
sino sólo probabilidad. Este escepticismo medio se distingue del antiguo justamente porque sostiene la
posibilidad de llegar a una opinión probable.

El escepticismo posterior, cuyos principales representantes son Enesidemo (siglo I a. de J.C.) y


Sexto Empírico (siglo II d. de J.C), marcha de nuevo por las vías del escepticismo pirrónico.

También en la filosofía moderna encontramos el escepticismo. Pero el escepticismo que hallamos aquí
no es, la más de las veces, radical y absoluto, sin un escepticismo especial. En el filósofo francés
Montaigne († 1592) se nos presenta, ante todo, un escepticismo ético; en David Hume, un escepticismo
metafísico. Tampoco en Bayle podemos hablar apenas de escepticismo, en el sentido de Pirrón, sino, a lo
sumo, en el sentido del escepticismo medio. En Descartes, que proclama el derecho de la duda
metódica, no existe un escepticismo de principio, sino justamente un escepticismo metódico.

Es palmario que el escepticismo radical o absoluto se anula a sí mismo. Afirma que el


conocimiento es imposible. Pero con esto expresa un conocimiento. En consecuencia, considera el
conocimiento como posible de hecho y, sin embargo, afirma simultáneamente que es imposible. El
escepticismo incurre, pues, en una contradicción consigo mismo.

El escéptico podría, sin duda, recurrir a una escapatoria. Podría formular el juicio: "el
conocimiento es imposible" como dudoso, y decir, por ejemplo: "no hay conocimiento y también esto es
dudoso". Pero también entonces expresaría un conocimiento. La posibilidad del conocimiento es, por
ende, afirmada y puesta en duda a la vez por el escéptico. Nos encontramos, pues, en el fondo, ante la
misma contradicción anterior.

Como ya habían visto los escépticos antiguos, el defensor del escepticismo sólo absteniéndose
de juicio puede escapar a la contradicción consigo mismo que acabamos de descubrir. Pero tampoco
esto basta, tomadas rigurosamente las cosas. El escéptico no puede llevar a cabo ningún acto de
pensamiento. Tan pronto como lo hace, supone la posibilidad del conocimiento y se enreda en esa
contradicción consigo mismo. La aspiración al conocimiento de k verdad carece de sentido y valor desde
el punto de vista de un riguroso escepticismo. Pero nuestra conciencia de los valores morales protesta
contra esa concepción. El escepticismo, que no es refutable lógicamente mientras se abstenga de todo
juicio y acto de pensamiento ‐cosa que es, sin duda, prácticamente imposible‐, experimenta su
verdadera derrota en el terreno de la ética. Repugnamos en último término el escepticismo, no porque
podamos refutarle lógicamente, sino porque lo rechaza nuestra conciencia de los valores morales, que
considera como un valor la aspiración a la verdad.

Hemos trabado también conocimiento con una forma mitigada del escepticismo. Según ella, no
hay verdad ni certeza, pero sí probabilidad. No podemos tener nunca la pretensión de que nuestros
juicios sean verdaderos, sino tan sólo la de que sean probables. Pero en esta forma el escepticismo añade
a la contradicción, inherente en principio a la posición escéptica, una contradicción más. El concepto de la
probabilidad supone el de la verdad. Probable es lo que acerca a lo verdadero. Quien renuncia al
concepto de la verdad tiene, pues, que abandonar también el de la probabilidad.

20
El escepticismo general o absoluto es, según esto, una posición íntimamente imposible. No se
puede afirmar lo mismo del escepticismo especial. El escepticismo metafísico, que niega la posibilidad
del conocimiento de lo suprasensible, puede ser falso, pero no encierra ninguna íntima contradicción. Lo
mismo pasa con el escepticismo ético y religioso. Pero quizá no sea lícito incluir esta posición en el
concepto del escepticismo. Por escepticismo entendemos, en primer término, efectivamente, el
escepticismo general y de principio. Tenemos, además, otras denominaciones para las posiciones
citadas. El escepticismo metafísico es llamado habitualmente positivismo. Según esta posición, que se
remonta a Auguste Comte (1798‐1857), debemos atenernos a lo positivamente dado, a los hechos in‐
mediatos de la experiencia, y guardarnos de toda especulación metafísica. Sólo hay un conocimiento y
un saber, el propio de las ciencias especiales, pero no un conocimiento y un saber filosófico‐metafísico.
Para el escepticismo religioso usamos las más veces la denominación de agnosticismo. Esta posición,
fundada por Herbert Spencer (1820 a 1903), afirma la incognoscibilidad de lo absoluto. La que mejor
podría conservarse sería la denominación de "escepticismo ético". Mas, por lo regular, nos encontramos
aquí ante la teoría que vamos a conocer en seguida bajo el nombre de relativismo.

Por errado que el escepticismo sea, no se le puede negar cierta importancia para el desarrollo
espiritual del individuo y de la humanidad. Es, en cierto modo, un fuego purificador de nuestro espíritu,
que limpia éste de prejuicios y errores y le empuja a la continua comprobación de sus juicios. Quien haya
vivido íntimamente el principio fáustico: "yo sé que no podemos saber nada", procederá con la mayor
circunspección y cautela en sus indagaciones. En la historia de la filosofía el escepticismo se presenta
como el antípoda del dogmatismo. Mientras éste llena a los pensadores e investigadores de una
confianza tan bienaventurada como excesiva en la capacidad de la razón humana, aquél mantiene
despierto el sentido de los problemas. El escepticismo hunde el taladrante aguijón de la duda en el
pecho del filósofo, de suerte que éste no se aquieta en las soluciones dadas a los problemas, sino que se
afana y lucha continuamente por nuevas y más hondas soluciones.

3. El subjetivismo y el relativismo

El escepticismo enseña que no hay ninguna verdad. El subjetivismo y el relativismo no van tan
lejos. Según éstos, hay una verdad; pero esta verdad tiene una validez limitada. No hay ninguna verdad
universalmente válida. El subjetivismo, como ya indica su nombre, limita la validez de la verdad al sujeto
que conoce y juzga. Éste puede ser tanto el sujeto individual o el individuo humano, como el sujeto
general o el género humano. En el primer caso tenemos un subjetivismo individual; en el segundo, un
subjetivismo general. Según el primero, un juicio es válido únicamente para el sujeto individual que lo
formula. Si uno de nosotros juzga, por ejemplo, que 2 x 2 = 4, este juicio sólo es verdadero para él desde
el punto de vista del subjetivismo; para los demás puede ser falso. Para el subjetivismo general hay
verdades supraindividuales pero no verdades universalmente válidas. Ningún juicio es válido más que para
el género humano. El juicio 2 x 2 = 4 es válido para todos los individuos humanos; pero es por lo menos
dudoso que valga para seres organizados de distinto modo. Existe, en todo caso, la posibilidad de que el
mismo juicio que es verdadero para los hombres sea falso para seres de distinta especie. El subjetivismo
general es, según esto, idéntico al psicologismo o antropologismo.

21
El relativismo está emparentado con el subjetivismo. Según él, no hay tampoco ninguna verdad
absoluta, ninguna verdad universalmente válida; toda verdad es relativa, tiene sólo una validez limitada.
Pero mientras el subjetivismo hace depender el conocimiento humano de factores que residen en el
sujeto cognoscente, el relativismo subraya la dependencia de todo conocimiento humano respecto a
factores externos. Como tales considera, ante todo, la influencia del medio y del espíritu del tiempo, la
pertenencia a un determinado círculo cultural y los factores determinantes contenidos en él.

Al igual que el escepticismo, el subjetivismo y el relativismo se encuentran ya en la Antigüedad.


Los representantes clásicos del subjetivismo son en ella los sofistas. Su tesis fundamental tiene su
expresión en el conocido principio de Protágoras (siglo V a. de J.C.): Πάντων χρημàτων μέτρον άνϑωπος
(el hombre es la medida de todas las cosas). Este principio del homo mensura, como se le llama
abreviadamente, está formulado en el sentido de un subjetivismo individual con suma probabilidad. El
subjetivismo general, que es idéntico al psicologismo, como se ha dicho, ha encontrado defensores hasta
en la actualidad. Lo mismo puede decirse del relativismo. Oswald Spengler lo ha defendido
recientemente en su Decadencia de Occidente. "Sólo hay verdades ‐dice en esta obra‐ en relación a una
Humanidad determinada." El círculo de validez de las verdades coincide con el círculo cultural y temporal
de que proceden sus defensores. Las verdades filosóficas, matemáticas y de las ciencias naturales, sólo
son válidas dentro del círculo cultural a que pertenecen. No hay una filosofía, ni una matemática, ni una
física universalmente válidas, sino una filosofía fáustica y una filosofía apolínea, una matemática fáustica
y una matemática apolínea, etcétera.

El subjetivismo y el relativismo incurren en una contradicción análoga a la del escepticismo. Este


juzga que no hay ninguna verdad, y se contradice a sí mismo. El subjetivismo y el relativismo juzgan que
no hay ninguna verdad universalmente válida; pero también en esto hay una contradicción. Una verdad
que no sea universalmente válida representa un sinsentido. La validez universal de la verdad está
fundada en la esencia de la misma. La verdad significa la concordancia del juicio con la realidad objetiva.
Si existe esta concordancia, no tiene sentido limitarla a un número determinado de individuos. Si existe,
existe para todos. El dilema es: o el juicio es falso, y entonces no es válido para nadie, o es verdadero, y
entonces es válido para todos, es universalmente válido. Quien mantenga el concepto de la verdad y
afirme, sin embargo, que no hay ninguna verdad universalmente válida, se contradice, pues, a sí mismo.

El subjetivismo y el relativismo son, en el fondo, escepticismo. Pues también ellos niegan la


verdad, si no directamente, como el escepticismo, indirectamente, atacando su validez universal.

El subjetivismo se contradice también a sí mismo, pretendiendo de hecho una validez más que
subjetiva para su juicio: "Toda verdad es subjetiva". Cuando formula este juicio, no piensa ciertamente:
"Sólo es válido para mí, para los demás no tiene validez". Si otro le repusiese: "Con el mismo derecho
con que tú dices que toda verdad es subjetiva, digo yo que toda verdad es universalmente válida",
seguramente no estaría de acuerdo con esto. Ello prueba que atribuye efectivamente a su juicio una
validez universal. Y lo hace así, porque está convencido de que su juicio acierta en la cosa, reproduce una
situación objetiva. De este modo supone prácticamente la validez universal de la verdad que niega
teóricamente.

Lo mismo pasa con el relativismo. Cuando el relativista sienta la tesis de que toda verdad es
relativa, está convencido de que esta tesis reproduce una situación objetiva y es, por ende, válida para
todos los sujetos pensantes. Cuando Spengler, por ejemplo, formula la proposición anteriormente

22
citada: "Sólo hay verdades en relación a una humanidad determinada", pretende dar expresión a una
situación objetiva, que debe reconocer todo hombre racional. Supongamos que alguien le repusiese:
"Con arreglo a tus propios principios, este juicio sólo es válido para el círculo de la cultura occidental.
Pero yo procedo de un círculo cultural completamente distinto. Siguiendo el invencible impulso de mi
pensamiento, tengo que oponer a tu juicio este otro: toda verdad es absoluta. Con arreglo a tus propios
principios, este juicio se halla tan plenamente justificado como el tuyo. Por ende, me dispenso en lo
futuro de tus juicios, que sólo son válidos para los hombres del círculo de la cultura occidental". Si
alguien hablase así, Spengler protestaría con todas sus fuerzas. Pero la consecuencia lógica no estaría de
su parte, sino de la de su contrario.

4. El pragmatismo

El escepticismo es una posición esencialmente negativa. Significa la negación de la posibilidad


del conocimiento. El escepticismo, toma un sesgo positivo en el moderno pragmatismo (de πρâgma =
acción). Como el escepticismo, también el pragmatismo abandona el concepto de la verdad en el sentido
de la concordancia entre el pensamiento y el ser. Pero el pragmatismo no se detiene en esta negación,
sino que remplaza el concepto abandonado por un nuevo concepto de la verdad. Según él, verdadero
significa útil, valioso, fomentador de la vida.

El pragmatismo modifica de esta forma el concepto de la verdad, porque parte de una


determinada concepción del ser humano. Según él, el hombre no es en primer término un ser teórico o
pensante, sino un ser práctico, un ser de voluntad y acción. Su intelecto está íntegramente al servicio de
su voluntad y de su acción. El intelecto es dado al hombre, no para investigar y conocer la verdad, sino
para poder orientarse en la realidad. El conocimiento humano recibe su sentido y su valor de éste su
destino práctico. Su verdad consiste en la congruencia de los pensamientos con los fines prácticos del
hombre, en que aquéllos resulten útiles y provechosos para la conducta práctica de éste. Según ello, el
juicio: "la voluntad humana es libre" es verdadero porque ‐y en cuanto‐ resulta útil y provechoso para la
vida humana y, en particular, para la vida social.

Como el verdadero fundador del pragmatismo se considera al filósofo norteamericano William


James († 1910), del cual procede también el nombre de "pragmatismo". Otro principal representante de
esta dirección es el filósofo inglés Schiller, que ha propuesto para ella el nombre de "humanismo". El
pragmatismo ha encontrado adeptos también en Alemania. Entre ellos se cuenta, ante todo, Friedrich
Nietzsche († 1900). Partiendo de su concepción naturalista y voluntaria del ser humano, enseña: "La
verdad no es un valor teórico, sino tan sólo una expresión para designar la utilidad, para designar aquella
función del juicio que conserva la vida y sirve a la voluntad de poderío". De un modo más tajante y
paradójico todavía expresa esta idea cuando dice: "La falsedad de un juicio no es una objeción contra
este juicio. La cuestión es hasta qué punto estimula la vida, conserva la vida, conserva la especie, incluso
quizás educa la especie". También la Filosofía del como si, de Hans Vaihinger, pisa terreno pragmatista.
Vaihinger se apropia la concepción de Nietzsche. También según él es el hombre, en primer término, un
ser activo. El intelecto no le ha sido dado para conocer la verdad, sino para obrar. Pero muchas veces
sirve a la acción y a sus fines, justamente porque emplea representaciones falsas. Nuestro intelecto
trabaja de preferencia, según Vaihinger, con supuestos conscientemente falsos, con ficciones. Estas se

23
presentan como ficciones preciosas, desde el momento en que se muestran útiles y vitales. La verdad es,
pues, "el error más adecuado". Finalmente, también Georg Simmel defiende el pragmatismo en su Filosofía del
dinero. Según él, son "verdaderas aquellas representaciones que han resultado ser motivos de acción
adecuada y vital".

Ahora bien, es palmario que no es lícito identificar los conceptos de "verdadero" y de "útil".
Basta examinar un poco de cerca el contenido de estos conceptos para ver que ambos tienen un sentido
completamente distinto. La experiencia revela también a cada paso que una verdad puede obrar nociva‐
mente. La guerra mundial ha sido singularmente instructiva en este sentido. De una y otra parte se creía
un deber ocultar la verdad, porque se temían de ella efectos nocivos.

Estas objeciones no alcanzan, sin embargo, a las posiciones de Nietzsche y de Vaihinger, que
mantienen, como se ha visto, la distinción entre lo "verdadero" y lo "útil". Conservan el concepto de la
verdad en el sentido de la concordancia entre el pensamiento y el ser. Pero en su opinión no alcanzamos
nunca esta concordancia. No hay ningún juicio verdadero, sino que nuestra conciencia cognoscente
trabaja con representaciones conscientemente falsas. Esta posición es evidentemente idéntica al
escepticismo y se anula, por ende, a sí misma. Vaihinger pretende, en efecto, que la tesis de que todo
contenido del conocimiento es una ficción, es verdadera. Los conocimientos que él expone en su Filosofa
del como si pretenden ser algo más que ficciones. En la intención del autor, pretenden ser la única teoría
exacta del conocimiento humano, no un "supuesto conscientemente falso".

El error fundamental del pragmatismo consiste en no ver la esfera lógica, en desconocer el valor
propio, la autonomía del pensamiento humano. El pensamiento y el conocimiento están ciertamente en
la más estrecha conexión con la vida, porque están insertos en la totalidad de la vida psíquica humana; el
acierto y el valor del pragmatismo radican justamente en la continua referencia a esta conexión. Pero
esta estrecha relación entre el conocimiento y la vida no debe inducirnos a pasar por alto la autonomía
del primero y hacer de él una mera función de la vida. Esto sólo es posible, como se ha mostrado, cuando
se falsea el concepto de la verdad o se le niega como el escepticismo. Pero nuestra conciencia lógica
protesta contra ambas cosas.

5. El criticismo

El subjetivismo, el relativismo y el pragmatismo son, en el fondo, escepticismo. La antítesis de


éste es, como hemos visto, el dogmatismo. Pero hay una tercera posición que resolvería la antítesis en
una síntesis. Esta posición intermedia entre el dogmatismo y el escepticismo se llama criticismo (de
χρίνειν = examinar). El criticismo comparte con el dogmatismo la fundamental confianza en la razón
humana. El criticismo está convencido de que es posible el conocimiento, de que hay una verdad. Pero
mientras esta confianza induce al dogmatismo a aceptar despreocupa‐ damente, por decirlo así, todas
las afirmaciones de la razón humana y a no reconocer límites al poder del conocimiento humano, el
criticismo, próximo en esto al escepticismo, une a la confianza en el conocimiento humano en general la
desconfianza hacia todo conocimiento determinado. El criticismo examina todas las afirmaciones de la
razón humana y no acepta nada despreocupada‐ mente. Dondequiera pregunta por los motivos y pide
cuentas a la razón humana. Su conducta no es dogmática ni escéptica sino reflexiva y crítica. Es un
término medio entre la temeridad dogmática y la desesperación escéptica.

24
Brotes de criticismo existen dondequiera que aparecen reflexiones epistemológicas. Así ocurre
en la Antigüedad en Platón y Aristóteles y entre los estoicos; en la Edad Moderna, en Descartes y Leibniz
y todavía más en Locke y Hume. El verdadero fundador del criticismo es, sin embargo, Kant, cuya filosofía
se llama pura y simplemente "criticismo". Kant llegó a esta posición después de haber pasado por el
dogmatismo y el escepticismo. Estas dos posiciones son, según él, exclusivistas. Aquélla tiene "una
confianza ciega en el poder de la razón humana"; ésta es "la desconfianza hacia la razón pura, adoptada
sin previa crítica". El criticismo supera ambos exclusivismos. El criticismo es "aquel método de filosofar
que consiste en investigar las fuentes de las propias afirmaciones y objeciones y las razones en que las
mismas descansan, método que da la esperanza de llegar a la certeza". Esta posición parece la más
madura en comparación con las otras. "El primer paso en las cosas de la razón pura, el que caracteriza la
infancia de la misma, es dogmático. El segundo paso es escéptico y atestigua la circunspección del juicio
aleccionado por la experiencia. Pero es necesario un tercer paso, el del juicio maduro y viril."

En la cuestión de la posibilidad del conocimiento, el criticismo es la única posición justa. Pero


esto no significa que sea preciso admitir la filosofía kantiana. Es menester distinguir entre el criticismo
como método y el criticismo como sistema. En Kant el criticismo significa ambas cosas: no sólo el método
de que el filósofo se sirve y que opone al dogmatismo y al escepticismo, sino también el resultado
determinado a que llega con ayuda de este método. El criticismo de Kant representa, por lo tanto, una
forma especial de criticismo general. Al designar el criticismo como la única posición justa, pensamos en
el criticismo general, no en la forma especial que ha encontrado en Kant. Admitir el criticismo general no
significa otra cosa, en conclusión, que reconocer la teoría del conocimiento como una disciplina filosófica
independiente y fundamental.

Contra la posibilidad de una teoría del conocimiento se ha objetado que esta ciencia quiere
fundamentar el conocimiento al mismo tiempo que lo supone, pues ella misma es conocimiento. Hegel
ha formulado esta objeción en su "Enciclopedia" de la siguiente manera: "La investigación del co‐
nocimiento no puede tener lugar de otro modo que conociendo; tratándose de este supuesto
instrumento, investigarlo no significa otra cosa que conocerlo. Mas querer conocer antes de conocer es
tan absurdo como aquel prudente propósito del escolástico que quería aprender a nadar antes de
aventurarse en el agua".

Esta objeción sería certera si la teoría del conocimiento tuviese la pretensión de carecer de todo
supuesto, esto es, si quisiera probar la posibilidad misma del conocimiento. Sería una contradicción, en
efecto, que alguien quisiera asegurar la posibilidad del conocimiento por el camino del conocimiento. Al
dar el primer paso en el conocimiento, daría por supuesta tal posibilidad. Pero la teoría del conocimiento
no pretende carecer de supuestos en este sentido. Parte, por el contrario, del supuesto de que el
conocimiento es posible. Partiendo de esta posición entra en un examen crítico de las bases del co‐
nocimiento humano, de sus supuestos y condiciones más generales. En esto no hay ninguna
contradicción y la teoría del conocimiento no sucumbe a la objeción de Hegel.

25
II
EL ORIGEN DEL CONOCIMIENTO

S
i formulamos el juicio: "el sol calienta la piedra", lo hacemos fundándonos en determinadas
percepciones. Vemos cómo el sol ilumina la piedra y comprobamos tocándola que se calienta
paulatinamente. Para formular este juicio nos apoyamos, pues, en los datos de nuestros sentidos
‐la vista y el tacto‐ o, dicho brevemente, en la experiencia.

Pero nuestro juicio presenta un elemento que no está contenido en la experiencia. Nuestro juicio
no dice meramente que el sol ilumina la piedra y que ésta se calienta, sino que afirma que entre estos
dos procesos existe una conexión íntima, una conexión causal. La experiencia nos revela que un proceso
sigue al otro. Nosotros agregamos la idea de que un proceso resulta del otro, es causado por el otro. El
juicio: "el sol calienta la piedra" presenta, según esto, dos elementos, de los cuales el uno procede de la
experiencia, el otro del pensamiento. Ahora bien, cabe preguntar: ¿cuál de esos dos factores es el
decisivo? La conciencia cognoscente, ¿se apoya preferentemente, o incluso exclusivamente, en la
experiencia o en el pensamiento? ¿De cuál de las dos fuentes de conocimiento saca sus contenidos?
¿Dónde reside el origen del conocimiento?

La cuestión del origen del conocimiento humano puede tener tanto un sentido psicológico como
un sentido lógico. En el primer caso dice: ¿cómo tiene lugar psicológicamente el conocimiento en el
sujeto pensante? En el segundo caso: ¿en qué se funda la validez del conocimiento? ¿Cuáles son sus
bases lógicas? Ambas cuestiones no han sido separadas las más de las veces en la historia de la filosofía.
Existe, en efecto, una íntima conexión entre ellas. La solución de la cuestión de la validez supone una
concepción psicológica determinada. Quien, por ejemplo, vea en el pensamiento humano, en la razón, la
única base de conocimiento, estará convencido de la especificidad y autonomía psicológicas de los
procesos del pensamiento. A la inversa, aquel que funde todo conocimiento en la experiencia, negará la
autonomía del pensamiento, incluso en sentido psicológico.

1. El racionalismo

La posición epistemológica que ve en el pensamiento, en la razón, la fuente principal del


conocimiento humano, se llama racionalismo (de ratio = razón). Según él, un conocimiento sólo merece,
en realidad, este nombre cuando es lógicamente necesario y universalmente válido. Cuando nuestra
razón juzga que una cosa tiene que ser así y que no puede ser de otro modo; que tiene que ser así, por
tanto, siempre y en todas partes, entonces y sólo entonces nos encontramos ante un verdadero
conocimiento, en opinión del racionalismo. Un conocimiento semejante se nos presenta, por ejemplo,
cuando formulamos el juicio "el todo es mayor que la parte" o "todos los cuerpos son extensos". En
ambos casos vemos con evidencia que tiene que ser así y que la razón se contradiría a sí misma si
quisiera sostener lo contrario. Y porque tiene que ser así, es también siempre y en todas partes así. Estos
juicios poseen, pues, una necesidad lógica y una validez universal rigurosa.

Cosa muy distinta sucede, en cambio, con el juicio "todos los cuerpos son pesados", o el juicio "el
agua hierve a cien grados". En este caso sólo podemos juzgar que es así, pero no que tiene que ser así.

26
En y por sí es perfectamente concebible que el agua hierva a una temperatura inferior o superior; y
tampoco significa una contradicción interna representarse un cuerpo que no posea peso, pues la nota
del peso no está contenida en el concepto de cuerpo. Estos juicios no tienen, pues, necesidad lógica. Y
asimismo les falta la rigurosa validez universal. Podemos juzgar únicamente que el agua hierve a los cien
grados y que los cuerpos son pesados, hasta donde hemos podido comprobarlo. Estos juicios sólo son
válidos, pues, dentro de límites determinados. La razón de ello es que, en estos juicios, nos hallamos
atenidos a la experiencia. Esto no ocurre en los juicios primeramente citados. Formulamos el juicio
"todos los cuerpos son extensos", representándonos el concepto de cuerpo y descubriendo en él la nota
de la extensión. Este juicio no se funda, pues, en ninguna experiencia, sino en el pensamiento. Resulta,
por lo tanto, que los juicios fundados en el pensamiento, los juicios procedentes de la razón, poseen
necesidad lógica y validez universal; los demás, por el contrario, no. Todo verdadero conocimiento se
funda, según esto ‐así concluye el racionalismo‐, en el pensamiento. Éste es, por ende, la verdadera
fuente y base del conocimiento humano.

Una forma determinada del conocimiento ha servido evidentemente de modelo a la interpretación


racionalista del conocimiento. No es difícil decir cuál es: es el conocimiento matemático. Este es, en
efecto, un conocimiento predominantemente conceptual y deductivo. En la geometría, por ejemplo,
todos los conocimientos se derivan de algunos conceptos y axiomas supremos. El pensamiento impera
con absoluta independencia de toda experiencia, siguiendo sólo sus propias leyes. Todos los juicios que
formula se distinguen, además, por las notas de la necesidad lógica y la validez universal. Pues bien,
cuando se interpreta y concibe todo el conocimiento humano con arreglo a esta forma del conocimiento,
se llega al racionalismo. Es ésta, en efecto, una importante razón explicativa del origen del racionalismo,
según veremos tan pronto como consideremos de cerca la historia del mismo. Esta historia revela que
casi todos los representantes del racionalismo proceden de la matemática.

La forma más antigua del racionalismo se encuentra en Platón. Éste se halla convencido de que todo
verdadero saber se distingue por las notas de la necesidad lógica y la validez universal. Ahora bien, el
mundo de la experiencia se encuentra en un continuo cambio y mudanza. Consiguientemente, no puede
procurarnos un verdadero saber. Con los eleáticos, Platón está profundamente penetrado de la idea de
que los sentidos no pueden conducirnos nunca a un verdadero saber. Lo que les debemos no es una
έπιστήμη, sino una δόξα; no es un saber, sino una mera opinión. Por ende, si no debemos desesperar de
la posibilidad del conocimiento, tiene que haber además del mundo sensible otro suprasensible, del cual
saque nuestra conciencia cognoscente sus contenidos. Platón llama a este mundo suprasensible el
mundo de las Ideas. Este mundo no es meramente un orden lógico, sino a la vez un orden metafísico, un
reino de esencias ideales metafísicas. Este reino se halla, en primer término, en relación con la realidad
empírica. Las Ideas son los modelos de las cosas empíricas, las cuales deben su manera de ser, su
peculiar esencia, a su "participación" en las Ideas. Pero el mundo de las Ideas se halla, en segundo lugar,
en relación con la conciencia cognoscente. No sólo las cosas, también los conceptos por medio de los
cuales conocemos las cosas son copias de las Ideas, proceden del mundo de las Ideas. Pero ¿cómo es
esto posible? Platón responde con su teoría de la anamnesis. Esta teoría dice que todo conocimiento es
una reminiscencia. El alma ha contemplado las Ideas en una existencia preterrena y se acuerda de ellas
con ocasión de la percepción sensible. Esta no tiene, pues, la significación de un fundamento del
conocimiento espiritual, sino tan sólo la significación de un estímulo. La médula de este racionalismo es
la teoría de la contemplación de las Ideas. Podemos llamar a esta forma de racionalismo, racionalismo
trascendente.

27
Una forma algo distinta se encuentra en Plotino y San Agustín. El primero coloca el mundo de las
Ideas en el Nus cósmico, o sea Espíritu del universo. Las Ideas ya no son un reino de esencias existentes
por sí, sino el vivo autodespliegue del Nus. Nuestro espíritu es una emanación de este Espíritu cósmico.
Entre ambos existe, por ende, la más íntima conexión metafísica. Como consecuencia, la hipótesis de una
contemplación preterrena de las Ideas es ahora superflua. El conocimiento tiene lugar simplemente
recibiendo el espíritu humano las Ideas del Nus, origen metafísico de aquél. Esta recepción es
caracterizada por Plotino como una iluminación. "La parte racional de nuestra alma es alimentada e ilu‐
minada continuamente desde arriba." Esta idea es recogida y modificada en sentido cristiano por San
Agustín. El Dios personal del cristianismo ocupa el lugar del Nus. Las Ideas se convierten en las ideas
creatrices de Dios. El conocimiento tiene lugar siendo el espíritu humano iluminado por Dios. Las
verdades y los conceptos supremos son irradiados por Dios a nuestro espíritu. Pero es de observar que
San Agustín, sobre todo en sus últimas obras, reconoce, junto a este saber fundado en la iluminación
divina, otra provincia del saber, cuya fuente es la experiencia. Sin embargo, ésta resulta una provincia
inferior del saber y San Agustín es, después lo mismo que antes, de opinión de que todo saber en sentido
propio y riguroso procede de la razón humana o de la iluminación divina. La médula de este racionalismo
es, según esto, la teoría de la iluminación divina. Podemos caracterizar con razón esta forma plotiniano‐
agustiniana del racionalismo como racionalismo teológico.

Este racionalismo experimenta una intensificación en .a Edad Moderna. Se verifica en el filósofo


francés del siglo XVII, Malebranche. Su tesis fundamental dice: Nous voyons toutes choses en Dieu. Por
choses entiende Malebranche las cosas del mundo exterior. El filósofo italiano Gioberti ha renovado esta
idea en el siglo XIX. Según él, conocemos las cosas contemplando inmediatamente lo absoluto en su
actividad creadora. Gioberti llama a su sistema ontologismo, porque parte del Ser real absoluto. Desde
entonces se aplica también esta denominación a Malebranche y demás teorías afines, de suerte que
ahora se entiende por ontologismo en general la teoría de la intuición racional de lo absoluto como
fuente única, o al menos principal, del conocimiento humano. Esta concepción representa igualmente un
racionalismo teológico. Para distinguirlo de la forma del racionalismo anteriormente expuesta y
caracterizarlo como una intensificación de La misma, podemos llamarlo teognosticismo.

Mucho mayor importancia alcanzó otra forma del racionalismo en la Edad Moderna. La encontramos
en el fundador de la filosofía moderna, Descartes, y en su continuador, Leibniz. Es la teoría de las ideas
innatas (ideae innatae), cuyas primeras huellas descubrimos ya en la última época del Pórtico (Cicerón) y
que había de representar un papel tan importante en la Edad Moderna. Según ella, nos son innatos
cierto número de conceptos, justamente los más importantes, los conceptos fundamentales del
conocimiento. Estos conceptos no proceden de la experiencia, sino que representan un patrimonio
originario de la razón. Según Descartes, trátase de conceptos más o menos acabados. Leibniz es de
opinión que sólo existen en nosotros en germen, potencialmente. Según él, hay ideas innatas en cuanto
que es innata a nuestro espíritu la facultad de formar ciertos conceptos independientemente de la
experiencia. Leibniz completa el axioma escolástico nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu
con la importante adición nisi intellectus ipse. Se puede designar esta forma de racionalismo con el
nombre de racionalismo inmanente, en oposición al teológico y aj trascendente.

Una última forma del racionalismo se nos presenta en el siglo XIX. Las formas citadas hasta aquí
confunden el problema psicológico y el lógico. Lo que es válido independientemente de la experiencia no
puede menos, según ellas, de haber surgido también independientemente de la experiencia. Pero la
forma de racionalismo a que nos estamos refiriendo distingue, por el contrario, rigurosamente la

28
cuestión del origen psicológico y la del valor lógico y se limita estrictamente a investigar el fundamento
de este último. Lo encuentra con ayuda de la idea de la "conciencia en general". Esta es tan distinta de la
conciencia concreta o individual, a que el racionalismo moderno atribuye las ideas innatas, como del
sujeto absoluto, del que el racionalismo antiguo deriva los contenidos del conocimiento. Es algo
puramente lógico, una abstracción, y no significa otra cosa que el conjunto de los supuestos o principios
supremos del conocimiento. El pensamiento sigue siendo, pues, la única fuente del conocimiento. El
contenido total del conocimiento humano se deduce de esos principios supremos por modo rigurosamente
lógico. Los contenidos de la experiencia no dan ningún punto de apoyo al sujeto pensante para su
actividad conceptual. Semejan más bien a la χ de las ecuaciones matemáticas; son las magnitudes que se
trata de determinar. Se puede caracterizar esta forma del racionalismo como un racionalismo lógico en
sentido estricto.

El mérito del racionalismo consiste en haber visto y subrayado con energía la significación del factor
racional en el conocimiento humano. Pero es exclusivista al hacer del pensamiento la fuente única o
propia del conocimiento. Como hemos visto, ello armoniza con su idea del conocimiento, según el cual
todo verdadero conocimiento posee necesidad lógica y validez universal. Pero justamente este ideal es
exclusivista, como sacado de una forma determinada del conocimiento, del conocimiento matemático.
Otro defecto del racionalismo (con excepción de la forma últimamente citada) consiste en respirar el
espíritu del dogmatismo. Cree poder penetrar en la esfera metafísica por el camino del pensamiento
puramente conceptual. Deriva de principios formales proposiciones materiales; deduce, de meros
conceptos, conocimientos. (Piénsese en el intento de derivar del concepto de Dios su existencia; o de
definir, partiendo del concepto de sustancia, la esencia del alma.) Justamente este espíritu dogmático
del racionalismo ha provocado una y otra vez su antípoda, el empirismo.

2. El empirismo

El empirismo (de έμπειρία = experiencia) opone a la tesis del racionalismo (según la cual el
pensamiento, la razón, es la verdadera fuente del conocimiento) la antítesis que dice: la única fuente del
conocimiento humano es la experiencia. En opinión del empirismo, no hay ningún patrimonio a priori de
la razón. La conciencia cognoscente no saca sus contenidos de la razón, sino exclusivamente de la
experiencia. El espíritu humano está por naturaleza vacío; es una tabula rasa, una hoja por escribir y en
la que escribe la experiencia. Todos nuestros conceptos, incluso los más generales y abstractos,
proceden de la experiencia.

Mientras el racionalismo se deja llevar por una idea determinada, por un ideal de conocimiento,
el empirismo parte de los hechos concretos. Para justificar su posición acude a la evolución del
pensamiento y del conocimiento humanos. Esta evolución prueba, en opinión del empirismo, la alta im‐
portancia de la experiencia en la producción del conocimiento. El niño empieza por tener percepciones
concretas. Sobre la base de estas percepciones llega paulatinamente a formar representaciones
generales y conceptos. Éstos nacen, por ende, orgánicamente de la experiencia. No se encuentra nada
semejante a esos conceptos que existen acabados en el espíritu o se forman con total independencia de
la experiencia. La experiencia se presenta, pues, como la única fuente del conocimiento.

29
Mientras los racionalistas proceden de la matemática las más de las veces, la historia del
empirismo revela que los defensores de éste proceden casi siempre de las ciencias naturales. Ello es
comprensible. En las ciencias naturales, la experiencia representa el papel decisivo. En ellas se trata
sobre todo de comprobar exactamente los hechos, mediante una cuidadosa observación. El investigador
está completamente entregado a la experiencia. Es muy natural que quien trabaje preferente o
exclusivamente con arreglo a este método de las ciencias naturales, propenda de antemano a colocar el
factor empírico sobre el racional. Mientras el filósofo de orientación matemática llega fácilmente a
considerar el pensamiento como la única fuente del conocimiento, el filósofo procedente de las ciencias
naturales propenderá a considerar la experiencia como la fuente y base de todo el conocimiento
humano.

Suele distinguirse una doble experiencia: la interna y la externa. Aquélla consiste en la


percepción de sí mismo, ésta en la percepción por los sentidos. Hay una forma del empirismo que sólo
admite esta última. Esta forma del empirismo se llama sensualismo (de sensus = sentido).

Ya en la Antigüedad tropezamos con ideas empiristas. Las encontramos primero en los sofistas y
más tarde especialmente entre los estoicos y los epicúreos. En los estoicos bailamos por primera vez la
comparación del alma con una tabla de escribir, imagen que se repite continuamente desde entonces.
Pero el desarrollo sistemático del empirismo es obra de la Edad Moderna, y en especial de la filosofía
inglesa de los siglos XVII y XVIII. Su verdadero fundador es John Locke (1632‐1704). Locke combate con
toda decisión la teoría de las ideas innatas. El alma es un "papel blanco", que la experiencia cubre poco a
poco con los trazos de su escritura. Hay una experiencia externa (sensation) y una experiencia interna
(reflexión). Los contenidos de la experiencia son ideas o representaciones, ya simples, ya complejas.
Estas últimas se componen de ideas simples. Las cualidades sensibles primarias y secundarias
pertenecen a estas ideas simples. Una idea compleja es, por ejemplo, la idea de cosa o de sustancia que
es la suma de las propiedades sensibles de una cosa. El pensamiento no agrega un nuevo elemento, sino
que se limita a unir unos con otros los distintos datos de la experiencia. Por lo tanto, en nuestros
conceptos no hay contenido nada que no proceda de la experiencia interna o externa. En la cuestión del
origen psicológico del conocimiento, Locke adopta, por ende, una posición rigurosamente empirista.
Otra cosa es la cuestión del valor lógico. Aunque todos los contenidos del conocimiento proceden de la
experiencia ‐enseña Locke‐, su valor lógico no se limita en modo alguno a la experiencia. Hay, por el
contrario, verdades que son por completo independientes de la experiencia y, por tanto, universalmente
válidas. A ellas pertenecen ante todo las verdades de la matemática. El fundamento de su validez no
reside en la experiencia, sino en el pensamiento. Locke infringe, pues, el principio empirista, admitiendo
verdades a priori.

El empirismo de Locke fue desarrollado por David Hume (1711‐1776). Hume divide las "ideas"
(perceptions) de Locke en impresiones e ideas. Por impresiones entiende las vivas sensaciones que
tenemos cuando vemos, oímos, tocamos, etcétera. Hay, pues, impresiones de la sensación y de la
reflexión. Por ideas entiende las representaciones de la memoria y de la fantasía, menos vivas que las
impresiones y que surgen en nosotros sobre la base de éstas. Ahora bien, Hume sienta este principio:
todas las ideas proceden de las impresiones y no son nada más que copias de las impresiones. Este
principio le sirve de criterio para apreciar la validez objetiva de las ideas. Es menester poder señalar a
cada idea la impresión correspondiente. Dicho de otra manera: todos nuestros conceptos han de poder
reducirse a algo intuitivamente dado. Sólo entonces están justificados. Esto conduce a Hume a
abandonar los conceptos de sustancia y de causalidad. En ambos echa de menos la base intuitiva, la

30
impresión correspondiente. De este modo, también él defiende el principio fundamental del empirismo,
según el cual la conciencia cognoscente saca sus contenidos sin excepción de la experiencia. Pero, lo
mismo que Locke, también Hume reconoce en la esfera matemática un conocimiento independiente de
la experiencia y por ende universalmente válido. Todos los conceptos de este conocimiento proceden
también de la experiencia, pero las relaciones existentes entre ellos son válidas independientemente de
toda experiencia. Las proposiciones que expresan estas relaciones, como por ejemplo el teorema de
Pitágoras, "pueden ser descubiertas por la pura actividad del pensamiento, y no dependen de cosa
alguna existente en el mundo. Aunque no hubiese habido nunca un triángulo, las verdades demostradas
por Euclides conservarían por siempre su certeza y evidencia".

Un contemporáneo de Hume, el filósofo francés Condillac (1715‐1780), transformó el empirismo


en el sensualismo. Condillac reprocha a Locke haber admitido una doble fuente de conocimiento, la
experiencia externa y la experiencia interna. Su tesis dice, por el contrario, que sólo hay una fuente de
conocimiento: la sensación. El alma sólo tiene originariamente una facultad: la de experimentar
sensaciones. Todas las demás han salido de ésta. El pensamiento no es más que una facultad refinada de
experimentar sensaciones. De este modo queda estatuido un riguroso sensualismo.

En el siglo XIX encontramos el empirismo en el filósofo inglés John Stuart Mill (1806‐1873). Éste
rebasa a Locke y Hume, reduciendo también el conocimiento matemático a la experiencia como única
base del conocimiento. No hay proposiciones a priori, válidas independientemente de la experiencia.
Hasta las leyes lógicas del pensamiento tienen la base de su validez en la experiencia. Tampoco ellas son
nada más que generalizaciones de la experiencia pasada.

Así como los racionalistas propenden a un dogmatismo metafísico, los empiristas propenden a
un escepticismo metafísico. Esto tiene una conexión inmediata con la esencia del empirismo. Si todos los
contenidos del conocimiento proceden de la experiencia, el conocimiento humano parece encerrado de
antemano dentro de los límites del mundo empírico. La superación de la experiencia, el conocimiento de
lo suprasensible, es una cosa imposible. Se comprende, pues, la actitud escéptica de los empiristas frente
a todas las especulaciones metafísicas.

La significación del empirismo para la historia del problema del conocimiento consiste en haber
señalado con energía la importancia de la experiencia frente al desdén del racionalismo por este factor
del conocimiento. Pero el empirismo remplaza un extremo por otro, haciendo de la experiencia la única
fuente del conocimiento. Ahora bien, esto no puede hacerse, como conceden indirectamente los mismos
cabezas del empirismo, Locke y Hume, al reconocer un saber independiente de toda experiencia junto al
saber fundado en ésta. Con ello queda abandonado en principio el empirismo. Pues lo decisivo no es la
cuestión del origen psicológico del conocimiento, sino la de su valor lógico.

3. El intelectualismo

El racionalismo y el empirismo son antagónicos. Pero donde existen antagonistas no faltan, por
lo regular, intentos de mediar entre ellos. Uno de estos intentos de mediación entre el racionalismo y el
empirismo es aquella dirección epistemológica que puede denominarse intelectualismo. Mientras el
racionalismo considera el pensamiento como la fuente y la base del conocimiento y el empirismo la

31
experiencia, el intelectualismo es de opinión que ambos factores tienen parte en la producción del
conocimiento. El intelectualismo sostiene con el racionalismo que hay juicios lógicamente necesarios y
universalmente válidos, y no sólo sobre los objetos ideales ‐esto lo admiten también los principales
representantes del empirismo‐, sino también sobre los objetos reales. Pero mientras que el racionalismo
consideraba los elementos de estos juicios, los conceptos, como un patrimonio a priori de nuestra razón,
el intelectualismo los deriva de la experiencia. Como dice, su nombre (intelligere, de intus legere = leer
en el interior), la conciencia cognoscente lee, según él, en la experiencia, saca sus conceptos de la
experiencia. Su axioma fundamental es la frase ya citada: nihil est in intellectu quod prius non fuerit in
sensu. Es cierto que también el empirismo ha invocado repetidamente este axioma. Mas para él significa
algo completamente distinto. El empirismo quiere decir con él que en el intelecto, en el pensamiento, no
hay contenido nada distinto de los datos de la experiencia, nada nuevo. Pero el intelectualismo afirma
justamente lo contrario. Además de las representaciones intuitivas sensibles hay, según él, los
conceptos, Estos, en cuanto contenidos de conciencia no intuitivos, son esencialmente distintos de
aquéllas, pero están en una relación genética con ellas, supuesto que se obtienen de los contenidos de la
experiencia. De este modo, la experiencia y el pensamiento forman juntamente la base del conocimiento
humano.

Este punto de vista epistemológico ha sido desenvuelto ya en la Antigüedad. Su fundador es


Aristóteles. El racionalismo y el empirismo llegan, en cierto modo, a una síntesis en él. Como discípulo de
Platón, Aristóteles se halla bajo la influencia del racionalismo; como naturalista de raza, se inclina, por el
contrario, al empirismo. De esta suerte, se sintió fatalmente impulsado a intentar una síntesis del
racionalismo y el empirismo, que llevó a cabo del siguiente modo. Siguiendo su tendencia empirista,
coloca el mundo platónico de las ideas dentro de la realidad empírica. Las ideas ya no forman un mundo
que flota libremente; ya no se encuentran por encima, sino dentro de las cosas concretas. Las ideas son
las formas esenciales de las cosas. Representan el núcleo esencial y racional de la cosa, núcleo que las
propiedades empíricas rodean como una envoltura. Partiendo de este supuesto metafísico, trata
Aristóteles de resolver el problema del conocimiento. Si las Ideas se hallan sumidas en las cosas empí‐
ricas, ya no tiene razón de ser una contemplación preterrena de aquéllas, en el sentido de Platón. La
experiencia alcanza, en cambio, una importancia fundamental. Se convierte en la base de todo el
conocimiento. Por medio de los sentidos obtenemos imágenes perceptivas de los objetos concretos. En
estas imágenes sensibles se halla contenida la esencia general, la idea de la cosa. Sólo es menester
extraerla. Esto tiene lugar por la obra de una facultad especial de la razón humana, el noûç poihticóç,
el entendimiento real o agente. Aristóteles dice de él que "obra como la luz". Ilumina, hace
transparentes en cierto modo las imágenes sensibles, de suerte que alumbra en el fondo de ellas la
esencia general, la idea de la cosa. Esta es recibida por el noûç paÌhticóç, el entendimiento posible o
pasivo, y así queda realizado el conocimiento.

Esta teoría ha sido desarrollada en la Edad Media por Santo Tomás de Aquino. La tesis
fundamental de éste dice: cognitio intellectus nostri tota derivantur a sensu. Empezamos recibiendo de
las cosas concretas imágenes sensibles, species sensibiles. El intellectus agens extrae de ellas las
imágenes esenciales generales, las species intelligibiles. El intellectus possibilis recibe en sí éstas y juzga
así sobre las cosas. De los conceptos esenciales así formados se obtienen luego, por medio de otras
operaciones del pensamiento, los conceptos supremos y más generales, como los que están contenidos
en las leyes lógicas del pensamiento (por ejemplo, los conceptos de ser y de no ser, que figuran en el
principio de contradicción). También los principios supremos del conocimiento radican, pues, en último

32
término, en la experiencia, pues representan relaciones que existen entre conceptos procedentes de la
experiencia. Santo Tomás declara, por ende, siguiendo a Aristóteles: Cognitio principiorum provenit
nobis ex sensu.

4. El apriorismo

La historia de la filosofía presenta un segundo intento de mediación entre el racionalismo y el


empirismo: el apriorismo. También éste considera la experiencia y el pensamiento como fuentes del
conocimiento. Pero el apriorismo define la relación entre la experiencia y el pensamiento en un sentido
directamente opuesto al intelectualismo. Como ya dice el nombre de apriorismo, nuestro conocimiento
presenta, en sentir de esta dirección, elementos a priori, independientes de la experiencia. Esta era
también la opinión del racionalismo. Pero mientras éste consideraba los factores a priori como
contenidos, como conceptos perfectos, para el apriorismo estos factores son de naturaleza formal. No
son contenidos sino formas del conocimiento. Estas formas reciben su contenido de la experiencia, y en
esto el apriorismo se separa del racionalismo y se acerca al empirismo. Los factores a priori semejan en
cierto sentido recipientes vacíos, que la experiencia llena con contenidos concretos. El principio del
apriorismo dice: "Los conceptos sin las intuiciones son vacíos, las intuiciones sin los conceptos son
ciegas". Este principio parece coincidir a primera vista con el axioma fundamental del intelectualismo
aristotélico‐escolástico. Y en efecto, ambos concuerdan en admitir un factor racional y un factor
empírico en el conocimiento humano. Mas por otra parte definen la relación mutua de ambos factores
en un sentido totalmente distinto. El intelectualismo deriva el factor racional del empírico: todos los
conceptos proceden, según él, de la experiencia. El apriorismo rechaza del modo más resuelto semejante
derivación. El factor a priori no procede, según él, de la experiencia, sino del pensamiento, de la razón.
Ésta imprime en cierto modo las formas a priori a la materia empírica y constituye de esta suerte los
objetos del conocimiento. En el apriorismo, el pensamiento no se conduce receptiva y pasivamente
frente a la experiencia, como en el intelectualismo, sino espontánea y activamente.

El fundador de este apriorismo es Kant. Toda su filosofía está dominada por la tendencia a
mediar entre el racionalismo de Leibniz y Wolff y el empirismo de Locke y Hume. Así lo hace, declarando
que la materia del conocimiento procede de la experiencia y que la forma procede del pensamiento. Con
la materia se significan las sensaciones. Estas carecen de toda regla y orden, representan un puro caos.
Nuestro pensamiento crea el orden en este caos, enlazando unos con otros y poniendo en conexión los
contenidos de las sensaciones. Esto se verifica mediante las formas de la intuición y del pensamiento. Las
formas de la intuición son el espacio y el tiempo. La conciencia cognoscente empieza introduciendo el
orden en el tumulto de las sensaciones, ordenándolas en el espacio y en el tiempo, en una yuxtaposición
y en una sucesión. Introduce luego una nueva conexión entre los contenidos de la percepción con ayuda
de las formas del pensamiento, que son doce, según Kant. Enlaza, por ejemplo, dos contenidos de la
percepción mediante la forma intelectual (categoría) de la causalidad, considerando el uno como causa,
el otro como efecto, y estableciendo así entre ellos una conexión causal. De este modo edifica la
conciencia cognoscente el mundo de sus objetos. Como se ha visto, toma los sillares de la experiencia.
Pero el modo y manera de erigir el edificio, la estructura entera de la construcción, está determinada por
las leyes inmanentes al pensamiento, por las formas y las funciones a priori de la conciencia.

33
Si ponemos el intelectualismo y el apriorismo en relación con las dos posiciones antagónicas
entre las cuales quieren mediar, descubriremos en seguida que el intelectualismo se acerca al
empirismo; el apriorismo, por el contrario, al racionalismo. El intelectualismo deriva los conceptos de la
experiencia, mientras que el apriorismo rechaza esta derivación y refiere el factor racional, no a la
experiencia, sino a la razón.

5. Crítica y posición propia

Para completar las observaciones críticas hechas al exponer el racionalismo y el empirismo,


tomando en principio una posición frente a ambas direcciones, habremos de separar rigurosamente el
problema psicológico y el problema lógico. Empecemos fijando la vista en el primero y considerando el
racionalismo y el empirismo como dos respuestas a la cuestión del origen psicológico del conocimiento
humano. Ambos resultan entonces falsos. El empirismo, que deriva de la experiencia el contenido total
del conocimiento y que sólo conoce, por tanto, contenidos de conciencia intuitivos, está refutado por los
resultados de la moderna psicología del pensamiento. Ésta ha demostrado, en efecto, que además de los
contenidos de conciencia intuitivos y sensibles hay otros no intuitivos, intelectuales. Ha probado que los
contenidos del pensamiento, los conceptos, son algo específicamente distinto de las percepciones y las
representaciones, son una clase especial de contenidos de conciencia. Ha demostrado, además, que ya
en las más simples percepciones hay contenido un pensamiento; que, por tanto, no sólo la experiencia,
sino también el pensamiento, tiene parte en su producción. Con esto queda refutado el empirismo
(psicológicamente entendido). Pero tampoco el racionalismo resiste a la psicología. Esta no sabe nada de
conceptos innatos, ni menos de conceptos dimanantes de fuentes trascendentes. La psicología demuestra,
por el contrario, que la formación de nuestros conceptos está influida por la experiencia; que, por ende,
en la génesis de nuestros conceptos tienen parte, no sólo el pensamiento, sino también la experiencia.
Por eso cuando el racionalismo lo deriva todo del pensamiento y el empirismo todo de la experiencia, es
menester acudir a los resultados de la psicología, que ha demostrado que el conocimiento humano es un
cruce de contenidos de conciencia intuitivos y no intuitivos, un producto del factor racional y el factor
empírico.

Si consideramos ahora el racionalismo y el empirismo desde el punto de vista del problema


lógico y vemos en ellos dos soluciones a la cuestión de la validez del conocimiento humano, llegamos a
un resultado semejante. Tampoco ahora podremos dar la razón al racionalismo ni al empirismo.
Debemos hacer, por el contrario, una distinción entre el conocimiento propio de las ciencias ideales y el
propio de las ciencias reales. Ya la historia de ambas posiciones nos conduce a esta distinción. Vimos, en
efecto, que los racionalistas procedían las más veces de la matemática, una ciencia ideal; los empiristas,
por el contrario, de las ciencias naturales, ciencias reales. Unos y otros tendrían también completa razón
si limitasen sus teorías epistemológicas a aquella esfera del conocimiento que tienen a la vista. Cuando el
racionalismo enseña que nuestro conocimiento tiene la base de su validez en la razón, que la validez de
nuestros juicios se funda en el pensamiento, lo que enseña es absolutamente exacto, tratándose de las
ciencias ideales. Cuando consideramos, por ejemplo, una proposición lógica (verbigracia, el principio de
contradicción) o matemática (verbigracia, la proposición "el todo es mayor que la parte"), no necesitamos
preguntar nada a la experiencia para conocer su verdad. Basta comprobar entre sí los conceptos
contenidos en ellas, para ver con evidencia la verdad de estas proposiciones. Estas proposiciones son,

34
pues, válidas con completa independencia de la experiencia, o a priori, como dice la expresión técnica.
Leibniz las llama vérités de raison; verdades de razón.

La cosa resulta muy distinta en la esfera de las ciencias reales, de las ciencias de la naturaleza y
del espíritu. Dentro de esta esfera es válida, en efecto, la tesis del empirismo; nuestro conocimiento
descansa en la experiencia, nuestros juicios tienen en la experiencia la base de su validez. Tomemos, por
ejemplo, el juicio "el agua hierve a cien grados", o el juicio "Kant nació el año 1724". El pensamiento puro
no puede decir nada sobre si estos juicios son o no verdaderos. Estos juicios descansan sobre la
experiencia. No son válidos a priori, sino a posteriori. Son, para hablar con Leibniz, vérités de fait,
verdades de hecho.

Si consideramos, por último, las dos posiciones intermedias, habremos de juzgar que se ajustan a
los hechos psicológicos. Éstos muestran, como hemos visto, que en la producción del conocimiento
tienen parte tanto la experiencia como la razón. Pero ésta es justamente la doctrina del intelectualismo y
del apriorismo. Nuestro conocimiento tiene, según ambas, un factor racional y un factor empírico.

Más difícil es tomar posición frente a ambas teorías desde el punto de vista del problema lógico.
Las dos son en este punto de opinión que no sólo hay juicios de rigurosa necesidad lógica y validez
universal sobre los objetos ideales, sino también sobre los reales. En esto van de acuerdo con el
racionalismo. Pero el fundamento es en ambos casos completamente distinto. El racionalismo necesita
apoyar la validez real de los juicios referentes a objetos reales, admitiendo una especie de armonía
prestablecida entre las ideas innatas o dimanantes de lo trascendente y la realidad. El intelectualismo
logra resolver este problema más fácilmente, dado que pone la realidad empírica en íntima relación
genética con la conciencia cognoscente, haciendo que los conceptos se obtengan del material empírico.
Sin embargo, también el intelectualismo hace en este punto una hipótesis metafísica, que consiste en
suponer que la realidad presenta una estructura racional; que en todo caso hay escondido en cierto
modo un núcleo esencial y racional, núcleo que en el acto del conocimiento transmigra, por decirlo así, a
la conciencia. Añádase otra hipótesis metafísica, que reside en la teoría del intellectus agens. Este último
es una construcción metafísica, determinada por el esquema de la potencia y el acto, que domina toda la
metafísica aristotélico‐tomista; pero esta construcción no tiene apoyo alguno en los datos psicológicos
del conocimiento. El apriorismo evita ambos escollos. Ni hace aquella suposición metafísico‐cosmológica,
ni realiza esta construcción metafísico‐psicológica. Pero con esto no se ha probado aún que su teoría sea
exacta. A esta cuestión sólo podrá responderse cuando esté resuelto el verdadero problema central de la
teoría del conocimiento, el problema de la esencia del conocimiento. Sin embargo, podemos dar ya al
apriorismo la razón en el sentido de que también el conocimiento propio de las ciencias reales presenta
factores a priori. No se trata de proposiciones lógicamente necesarias, como las que podríamos señalar
en la lógica y la matemática; pero sí de supuestos muy generales, que constituyen la base de todo
conocimiento científico. A priori no significa en este caso lo que es lógicamente necesario; sino tan sólo
aquello que hace posible la experiencia, esto es, el conocimiento de la realidad empírica o el
conocimiento propio de las ciencias reales. Uno de estos supuestos generales de todo conocimiento
propio de las ciencias reales es, por ejemplo, el principio de causalidad. Este principio dice que todo
proceso tiene una causa. Sólo haciendo este supuesto podemos llegar a obtener conocimiento en la
esfera de las ciencias reales. Nos sería imposible, por ejemplo, establecer leyes generales en la ciencia de
la naturaleza, si no supusiéramos que en la naturaleza reinan la regularidad, el orden y la conexión. Nos
encontramos aquí con una "condición de la experiencia posible", para hablar con Kant.

35
III
LA ESENCIA DEL CONOCIMIENTO

E
l conocimiento representa una relación entre un sujeto y un objeto. El verdadero problema del
conocimiento consiste, por tanto, en el problema de la relación entre el sujeto y el objeto. Hemos
visto que el conocimiento se representa a la conciencia natural como una determinación del
sujeto por el objeto. Pero ¿es justa esta concepción? ¿No debemos hablar a la inversa, de una
determinación del objeto por el sujeto, en el conocimiento? ¿Cuál es el factor determinante en el conoci‐
miento humano? ¿Tiene éste su centro de gravedad en el sujeto o en el objeto?

Se puede responder a esta cuestión sin decir nada sobre el carácter ontológico del sujeto y el
objeto. En este caso nos encontramos con una solución premetafísica del problema. Está "solución
"puede resultar tanto favorable al objeto como al sujeto. En el primer caso se tiene el objetivismo; en el
segundo, el subjetivismo. Bien entendido que esta última expresión significa algo totalmente distinto que
hasta aquí.

Si se hace intervenir en la cuestión el carácter ontológico del objeto, es posible una doble
decisión. O se admite que todos los objetos poseen un ser ideal, mental ‐ésta es la tesis del idealismo‐, o
se afirma que además de los objetos ideales hay objetos reales, independientes del pensamiento. Esta
última es la tesis del realismo. Dentro de estas dos concepciones fundamentales son posibles, a su vez,
distintas posiciones.

Finalmente, se puede resolver el problema del sujeto y el objeto, remontándose al último


principio de las cosas, a lo absoluto, y definiendo desde él la relación del pensamiento y el ser. En este
caso se tiene una solución teológica del problema. Esta solución puede darse tanto en un sentido
monista y panteísta como en un sentido dualista y teísta.

1. Soluciones premetafísicas

a) El objetivismo

Según el objetivismo, el objeto es el decisivo entre los dos miembros de la relación cognoscitiva.
El objeto determina al sujeto. Este ha de regirse por aquél. El sujeto toma sobre sí en cierto modo las
propiedades del objeto, las reproduce. Esto supone que el objeto hace frente como algo acabado, algo
definido de suyo, a la conciencia cognoscente. Justamente en esto reside la idea central del objetivismo.
Según él, los objetos son algo dado, algo que presenta una estructura totalmente definida, estructura
que es reconstruida, digámoslo así, por la conciencia cognoscente.

Platón es el primero que ha defendido el objetivismo en el sentido que acabamos de describir.


Su teoría de las Ideas es la primera formulación clásica de la idea fundamental del objetivismo. Las Ideas
son, según Platón, realidades objetivas. Forman un orden sustantivo, un reino objetivo. El mundo
sensible tiene enfrente al suprasensible. Y así como descubrimos los objetos del primero en la intuición

36
sensible, en la percepción, así descubrimos los objetos del segundo en una intuición no sensible, la
intuición de las ideas.

El pensamiento básico de la teoría platónica de las ideas revive hoy en la fenomenología fundada
por Edmund Husserl. Como Platón, Husserl distingue también rigurosamente entre la intuición sensible y
la intuición no sensible, aquélla tiene por objeto las cosas concretas, individuales; ésta, por el contrario,
las esencias generales de las cosas. Lo que Platón denomina idea se llama en Husserl esencia. Y así como
las ideas representan en Platón un mundo existente por sí, las esencias o quidditates forman en Husserl
una esfera propia, un reino independiente. El acceso a este reino reside, repetimos, en una intuición no
sensible. Si ésta fue caracterizada por Platón como la intuición de las ideas, es designada por Husserl
como una "intuición de las esencias". Husserl emplea también el término "ideación", que hace resaltar
más claramente aún el parentesco con la teoría platónica.

La coincidencia entre la teoría platónica de las ideas y la teoría de Husserl sólo se refiere, sin
embargo, al pensamiento fundamental, no al desenvolvimiento particular de éste. Mientras Husserl se
detiene en el reino de las esencias ideales y lo considera como algo último, Platón avanza hasta atribuir
una realidad metafísica a estas esencias. Lo característico de la teoría platónica de las ideas está en
definir las ideas como realidades suprasensibles, como entidades metafísicas. Husserl discrepa también
de Platón en que remplaza la mitológica contemplación de las ideas, que supone la prexistencia del alma,
por una intuición de las esencias dependientes del fenómeno concreto, apoyándose en el cual se realiza.
En esto hay cierta aproximación a la teoría aristotélica del conocimiento.

El objetivismo fenomenológico se alía en Husserl con el idealismo epistemológico. Husserl niega,


en efecto, el carácter de realidad a los sustentáculos concretos de las esencias o quidditates. El objeto,
por ejemplo, que sustenta la esencia "rojo" no posee un ser real, independiente del pensamiento; en
Scheler, por el contrario, el objetivismo fenomenológico contrae alianza con el realismo epistemológico.
Esto prueba que la solución objetivista es una solución premetafísica.

b) El subjetivismo

Para el objetivismo el centro de gravedad del conocimiento reside en el objeto; el reino objetivo
de las Ideas o esencias es, por decirlo así, el fundamento sobre el que descansa el edificio del
conocimiento. El subjetivismo, por el contrario, trata de fundar el conocimiento humano en el sujeto.
Para ello coloca el mundo de las Ideas, el conjunto de los principios del conocimiento, en un sujeto. Este
se presenta como el punto de que pende, por decirlo así, la verdad del conocimiento humano. Pero
téngase en cuenta que con el sujeto no se quiere significar el sujeto concreto, individual, del pen‐
samiento, sino un sujeto superior, trascendente.

Un tránsito del objetivismo al subjetivismo, en el sentido descrito, tuvo lugar cuando San
Agustín, siguiendo el precedente de Plotino, colocó el mundo flotante de las Ideas platónicas en el
Espíritu divino, haciendo de las esencias ideales, existentes por sí, contenidos lógicos de la razón divina,
pensamientos de Dios. Desde entonces, la verdad ya no está fundada en un reino de realidades
suprasensibles, en un mundo espiritual objetivo, sino en una conciencia, en un sujeto. Lo peculiar del co‐
nocimiento ya no consiste en enfrentarse con un mundo objetivo, sino en volverse hacia aquel sujeto

37
supremo. De él, no del objeto, recibe la conciencia cognoscente sus contenidos. Por medio de estos
supremos contenidos, de estos principios y conceptos generales, levanta la razón el edificio del
conocimiento. Este se halla fundado, por ende, en lo absoluto, en Dios.

También encontramos la idea central de esta concepción en la filosofía moderna. Pero esta vez
no es en la fenomenología, sino justamente en su antípoda, el neokantismo, donde encontramos dicha
concepción. La escuela de Marburgo es, más concretamente, la que defiende el subjetivismo descrito. La
idea central del subjetivismo se presenta aquí despojada de todos los accesorios metafísicos y
psicológicos. El sujeto, en quien el conocimiento aparece fundado en último término, no es un sujeto
metafísico, sino puramente lógico. Es caracterizado, según ya vimos, como una "conciencia en general".
Se significa con esto el conjunto de las leyes y los conceptos supremos de nuestro conocimiento. Estos
son los medios merced a los cuales la conciencia cognoscente define los objetos. Esta definición es
concebida como una producción del objeto. No hay objetos independientes de la conciencia, sino que
todos los objetos son engendros de ésta, productos del pensamiento. Mientras en San Agustín
corresponde algo real, un objeto, al producto del conocimiento, engendrado mediante las normas y los
conceptos supremos, en suma, al concepto, según la teoría de la escuela de Marburgo coinciden el
concepto y la realidad, el pensamiento y el ser. Según ella, sólo hay un ser conceptual, mental, no un ser
real, independiente del pensamiento. También del lado del objeto se rechaza, pues, toda posición de
realidad. Mientras el subjetivismo descrito llega en el "platónico cristiano" a una síntesis con el realismo,
en los modernos kantianos aparece en el marco de un riguroso idealismo. Esto prueba de nuevo que esta
posición no implica de suyo una decisión metafísica, sino que representa una solución premetafísica.

2. Soluciones metafísicas

a) El realismo

Entendemos por realismo aquella posición epistemológica según la cual hay cosas reales,
independientes de la conciencia. Esta posición admite diversas modalidades. La primitiva, tanto histórica
como psicológicamente, es el realismo ingenuo. Este realismo no se halla influido aún por ninguna
reflexión crítica acerca del conocimiento. El problema del sujeto y el objeto no existe aún para él. No
distingue en absoluto entre la percepción, que es un contenido de la conciencia, y el objeto percibido.
No ve que las cosas no nos son dadas en sí mismas, en su corporeidad, inmediatamente, sino sólo como
contenidos de la percepción. Y como identifica los contenidos de la percepción con los objetos, atribuye
a éstos todas las propiedades encerradas en aquéllos. Las cosas son, según él, exactamente tales como
las percibimos. Los colores que vemos en ellas les pertenecen como cualidades objetivas. Lo mismo pasa
con su sabor y olor, su dureza o blandura, etcétera. Todas estas propiedades convienen a las cosas
objetivas, independientemente de la conciencia percipiente.

Distinto del realismo ingenuo es el realismo natural. Este ya no es ingenuo, sino que está influido
por reflexiones críticas sobre el conocimiento. Ello se revela en que ya no identifica el contenido de la
percepción y el objeto, sino que distingue el uno del otro. Sin embargo, sostiene que los objetos
responden exactamente a los contenidos de la percepción. Para el defensor del realismo natural es tan
absurdo como para el realista ingenuo que la sangre no sea roja, ni el azúcar dulce, sino que el rojo y el

38
dulce sólo existan en nuestra conciencia. También para él son, éstas, propiedades objetivas de las cosas.
Por ser ésta la opinión de la conciencia natural, llamamos a este realismo "realismo natural".

La tercera forma del realismo es el realismo crítico, que se llama crítico porque descansa en
lucubraciones de crítica del conocimiento. El realismo crítico no cree que convengan a las cosas todas las
propiedades encerradas en los contenidos de la percepción, sino que es, por el contrario, de opinión que
todas las propiedades o cualidades de las cosas que percibimos sólo por un sentido, como los colores, los
sonidos, los olores, los sabores, etcétera, únicamente existen en nuestra conciencia. Estas cualidades
surgen cuando determinados estímulos externos actúan sobre nuestros órganos de los sentidos.
Representan, por ende, reacciones de nuestra conciencia, cuya índole depende, naturalmente, de la
organización de ésta. No tiene, pues, carácter objetivo sino subjetivo. Es menester, sin embargo, suponer
en las cosas ciertos elementos objetivos y causales, para explicar la aparición de estas cualidades. El
hecho de que la sangre nos parezca roja y el azúcar dulce ha de estar fundado en la naturaleza de estos
objetos.

Las tres formas del realismo se encuentran ya en la filosofía antigua. El realismo ingenuo es la
posición general en el primer periodo del pensamiento griego. Pero ya en Demócrito (470‐370)
tropezamos con el realismo crítico. Según Demócrito, sólo hay átomos con propiedades cuantitativas. De
aquí se infiere que todo lo cualitativo debe considerarse como adición de nuestros sentidos. El color, el
sabor y todo lo demás que los contenidos de la percepción presentan además de los elementos
cuantitativos del tamaño, la forma, etcétera, debe cargarse a la cuenta del sujeto. Esta doctrina de
Demócrito no logró, sin embargo, imponerse en la filosofía griega. Una de las principales causas de ello
debe verse en la gran influencia ejercida por Aristóteles. Éste sostiene, al contrario que Demócrito, el
realismo natural. Aristóteles es de opinión que las propiedades percibidas convienen también a las cosas,
independientemente de la conciencia cognoscente. Esta doctrina mantuvo su predominio hasta la Edad
Moderna. Sólo entonces revivió la teoría de Demócrito. La ciencia de la naturaleza fue la que favoreció
esta resurrección. Galileo fue el primero que defendió nuevamente la tesis de que la materia sólo pre‐
senta propiedades espacio‐temporales y cuantitativas, mientras que todas las demás propiedades deben
considerarse como subjetivas. Descartes y Hobbes dieron a esta teoría un fundamento más exacto. Y
John Locke es el que más contribuyó a difundirla con su división de las cualidades sensibles en primarias
y secundarias. Las primeras son aquellas que percibimos por medio de varios sentidos, como el tamaño,
la forma, el movimiento, el espacio, el número. Estas cualidades poseen carácter objetivo, son
propiedades de las cosas. Las cualidades secundarias, esto es, aquellas que sólo percibimos por un sen‐
tido, como los colores, los sonidos, los olores, los sabores, la blandura, la dureza, etcétera, tienen por el
contrario carácter subjetivo, existen meramente en nuestra conciencia, aunque deba suponerse en las
cosas elementos objetivos correspondientes a ellas.

Como revela esta ojeada histórica, el realismo crítico funda ante todo su concepción de las
cualidades secundarias3 en razones tomadas de la ciencia de la naturaleza. La física es quien se las
ofrece en primer término. La física concibe el mundo como un sistema de sustancias definidas de un
modo puramente cuantitativo. Nada cualitativo tiene derecho de ciudadanía en el mundo del físico, sino
que todo lo cualitativo es expulsado de él; también las cualidades secundarias. El físico, sin embargo, no
las elimina simplemente. Aunque considera que sólo surgen en la conciencia, las concibe causadas por

3
Cf. a lo siguiente August Messer: Introducción a la teoría del conocimiento, pp. 56-57.

39
procesos objetivos, reales. Así, por ejemplo, las vibraciones del éter constituyen el estímulo objetivo para
la aparición de las sensaciones de color y claridad. La física moderna considera las cualidades secundarias,
según esto, como reacciones de la conciencia a determinados estímulos, los cuales no son las cosas
mismas, sino ciertas acciones causales de las cosas sobre los órganos de los sentidos.

La fisiología proporciona al realismo crítico nuevas razones. La fisiología muestra que tampoco
percibimos inmediatamente las acciones de las cosas sobre nuestros órganos de los sentidos. El hecho
de que los estímulos alcancen los órganos de los sentidos no significa que sean ya conscientes. Necesitan
pasar primero por estos órganos o por la piel, para llegar a los nervios transmisores propiamente de la
sensación. Estos nervios los transmiten al cerebro. Si nos representamos la estructura extremadamente
complicada del cerebro, es poco probable que el proceso que surge finalmente en la corteza cerebral,
como respuesta a un estímulo físico, tenga aún alguna analogía con este estímulo.

Por último, también la psicología proporciona al realismo crítico importantes argumentos. El


análisis psicológico del proceso de la percepción revela que las sensaciones no constituyen por sí solas
las percepciones. En toda percepción existen ciertos elementos que no deben considerarse simplemente
como reacciones a estímulos objetivos, esto es, como sensaciones, sino como adiciones de la conciencia
percipiente. Si cogemos, por ejemplo, un trozo de yeso, no tenemos meramente la sensación de blanco y
la sensación de peso y suavidad determinados, sino que adjudicamos también al objeto yeso una forma y
extensión determinadas y le aplicamos además determinados conceptos, como los de cosa y propiedad.
Estos elementos del contenido de nuestra percepción no pueden reducirse pura y simplemente a
estímulos objetivos, sino que representan adiciones de nuestra conciencia. Aunque esto no pruebe
todavía que estas adiciones deben considerarse como productos puramente espontáneos de nuestra
conciencia y que no exista ningún nexo entre ellos y los estímulos objetivos, semejantes descubrimientos
psicológicos hacen de todo caso sumamente inverosímil la tesis del realismo ingenuo, según la cual
nuestra conciencia reflejaría simplemente como un espejo las cosas exteriores.

El realismo crítico apela, pues, a razones físicas, fisiológicas y psicológicas, contra el realismo
ingenuo y el natural. Estas razones no poseen, sin embargo, un carácter de probabilidad. Hacen parecer
la concepción del realismo ingenuo y natural inverosímil, pero no imposible. Y en efecto, debemos decir
que el realismo natural ha encontrado recientemente una defensa que se funda en todos los medios de
la fisiología y la psicología modernas (Cf. Gredt, Nuestro mundo exterior, 1920).

Mucho más importante que la forma en que el realismo crítico defiende su opinión sobre las
cualidades secundarias (en la cual discrepa del realismo ingenuo y del natural), es la defensa que hace de
su tesis fundamental, común con el realismo ingenuo y el natural, de que hay objetos independientes de
la conciencia. Los tres argumentos siguientes pueden considerarse como los más importantes que el
realismo crítico aduce en favor de esta tesis.

En primer término, el realismo crítico acude a una diferencia elemental entre las percepciones y
las representaciones. Esta diferencia consiste en que en las percepciones se trata de objetos que pueden
ser percibidos por varios sujetos, mientras los contenidos de las representaciones sólo son perceptibles
para el sujeto que los posee. Si alguien enseña a otros la pluma que lleva en la mano, ésta es percibida
por una pluralidad de sujetos; mas si alguien recuerda un paisaje que ha visto, o se representa, en la
fantasía un paisaje cualquiera, el contenido de esta representación sólo existe para él. Los objetos de la
percepción son perceptibles, pues, para muchos individuos; los contenidos de la representación, sólo

40
para uno. Esta interindividualidad de los objetos de la percepción sólo puede explicarse, en opinión del
realismo crítico, mediante la hipótesis de la existencia de objetos reales, que actúan sobre los distintos
sujetos y provocan en ellos las percepciones.

Otra razón aducida por el realismo crítico es la independencia de las percepciones respecto de la
voluntad. Mientras que podemos evocar, modificar y hacer desaparecer a voluntad las representaciones,
esto no es posible en las percepciones. Su llegada y su marcha, su contenido y su viveza son in‐
dependientes de nuestra voluntad. Esta independencia tiene >u única explicación posible, según el
realismo crítico, en que las percepciones son causadas por objetos que existen independientemente del
sujeto percipiente, esto es, que existen en la realidad.

Pero la razón de más peso que el realismo crítico hace valer es la independencia de los objetos de
la percepción respecto de nuestras percepciones. Los objetos de la percepción siguen existiendo, aunque
hayamos sustraído nuestros sentidos a sus influjos y como consecuencia ya no los percibamos. Por la
mañana encontramos en el mismo sitio la mesa de trabajo que abandonamos la noche antes. La
conciencia de la independencia de los objetos de nuestra percepción respecto de ésta resulta todavía
más clara cuando los objetos se han transformado durante el tiempo en que no los percibimos. Llegamos
en primavera a un paisaje que vimos por última vez en invierno y lo encontramos totalmente cambiado.
Este cambio se ha verificado sin contar para nada con nuestra cooperación. La independencia de los
objetos de la percepción respecto de la conciencia percipiente resalta en este caso claramente. El
realismo crítico infiere de aquí que en la percepción nos encontramos con objetos que existen fuera de
nosotros, que poseen un ser real.

El realismo crítico trata, como se ve, de asegurar la realidad por un camino racional. Esta forma
de defenderla parece insuficiente, empero, a otros representantes del realismo. La realidad no puede,
según ellos, ser probada, sino sólo experimentada y vivida. Las experiencias de la voluntad son, más
concretamente, las que nos dan la certeza de la existencia de objetos exteriores a la conciencia. Así
como con nuestro intelecto estamos frente al modo de ser de las cosas, a su essentia, existe una
coordinación análoga entre nuestra voluntad y la realidad de las cosas, su existentia. Si fuésemos puros
seres intelectuales, no tendríamos conciencia alguna de la realidad. Debemos ésta exclusivamente a
nuestra voluntad. Las cosas oponen resistencia a nuestras voliciones y deseos, y en estas resistencias
vivimos la realidad de las cosas. Éstas se presentan a nuestra conciencia como reales justamente porque
se hacen sentir como factores adversos en nuestra vida volitiva. Esta forma del realismo suele
denominarse realismo volitivo.

El realismo volitivo es un producto de la filosofía moderna. Lo encontramos por primera vez en el


siglo XIX. Como su primer representante puede considerarse al filósofo francés Maine de Biran. El que
más se ha esforzado después por fundamentarlo y desarrollarlo es Wilhelm Dilthey. Su discípulo
Frischeisen‐Köhler ha seguido construyendo sobre sus resultados, tratando de superar, desde esta
posición, el idealismo lógico de los neokantianos. El realismo volitivo aparece también, últimamente, en
la fenomenología de dirección realista, en especial en Max Scheler.

Hemos visto las diversas formas del realismo. Todas ellas tienen por base la misma tesis: que hay
objetos reales, independientes de la conciencia. Sobre la razón o la sinrazón de esta tesis sólo podremos
decidir después de haber hecho conocimiento con la antítesis del realismo. Esta antítesis es el idealismo.

41
b) El idealismo

La palabra idealismo se usa en sentidos muy diversos. Hemos de distinguir principalmente entre
idealismo en sentido metafísico e idealismo en sentido epistemológico. Llamamos idealismo metafísico a
la convicción de que la realidad tiene por fondo fuerzas espirituales, potencias ideales. Aquí sólo hemos
de tratar, naturalmente, del idealismo epistemológico. Éste sustenta la tesis de que no hay cosas reales,
independientes de la conciencia. Ahora bien, como, suprimidas las cosas reales, sólo quedan dos clases
de objetos, los de conciencia (las representaciones, los sentimientos, etcétera) y los ideales (los objetos
de la lógica y de la matemática), el idealismo ha de considerar necesariamente los presuntos objetos
reales como objetos de conciencia o como objetos ideales. De aquí resultan las dos formas del idealismo:
el subjetivo o psicológico y el objetivo o lógico. Aquél afirma el primer miembro; éste, el segundo de la
alternativa anterior.

Fijemos primero la vista en el idealismo subjetivo o psicológico. Toda realidad está encerrada,
según él, en la conciencia del sujeto. Las cosas no. son nada más que contenidos de la conciencia. Todo
su ser consiste en ser percibidas por nosotros, en ser contenidos de nuestra conciencia. Tan pronto como
dejan de ser percibidas por nosotros, dejan también de existir. No poseen un ser independiente de
nuestra conciencia. Nuestra conciencia con sus varios contenidos es lo único real. Por eso suele llamarse
también esta posición consciencialismo (de conscientia = conciencia).

El representante clásico de esta posición es el filósofo inglés Berkeley. Él ha acuñado la fórmula


exacta para esta posición: esse = percipi, el ser de las cosas consiste en su ser percibidas. La pluma que
tengo ahora en la mano no es, según esto, otra cosa que un complejo de sensaciones visuales y táctiles.
Detrás de éstas no se halla ninguna cosa que las provoque en mi conciencia, sino que el ser de la pluma
se agota en su ser percibido. Berkeley, sin embargo, sólo aplicaba su principio a las cosas materiales,
pero no a las almas, a las cuales reconocía una existencia independiente. Lo mismo hacía respecto de
Dios, a quien consideraba como la causa de la aparición de las percepciones sensibles en nosotros. De es‐
te modo creía poder explicar la independencia de las últimas respecto de nuestros deseos y voliciones. El
idealismo de Berkeley tiene, pues, una base metafísica y teológica. Esta base desaparece en las nuevas y
novísimas formas del idealismo subjetivo. Como tales son de citar las siguientes: el empiriocriticismo,
defendido por Avenarius y Mach, cuya tesis dice: no hay más que sensaciones; la filosofía de la inmanen‐
cia, de Schuppe y de Schubert‐Soldern, según la cual todo es inmanente a la conciencia. En el filósofo
últimamente nombrado, el idealismo subjetivo se convierte en solipsismo, que considera la conciencia
del sujeto cognoscente como lo único existente.

El idealismo objetivo o lógico es esencialmente distinto del subjetivo o psicológico. Mientras éste
parte de la conciencia del sujeto individual, aquél toma por punto de partida la conciencia objetiva de la
ciencia, tal como se expresa en las obras científicas. El contenido de esta conciencia no es un complejo
de procesos psicológicos, sino una suma de pensamientos, de juicios. Con otras palabras, no es nada
psicológicamente real, sino lógicamente ideal, es un sistema de juicios. Si se intenta explicar la realidad
por esta conciencia ideal, por esta "conciencia en general", esto no significa hacer de las cosas datos
psicológicos, contenidos de conciencia, sino reducirlas a algo ideal, a elementos lógicos. El idealista
lógico no reduce el ser de las cosas a su ser percibidas, como el idealista subjetivo, sino que distingue lo
dado en la percepción de la percepción misma. Pero en lo dado en la percepción tampoco ve una
referencia a un objeto real como hace el realismo crítico, sino que lo considera más bien como una

42
incógnita, esto es, considera como el problema del conocimiento definir lógicamente lo dado en la
percepción y convertirlo de este modo en objeto del conocimiento. En oposición al realismo, según el
cual los objetos del conocimiento existen independientemente del pensamiento, el idealismo lógico
considera los objetos como engendrados por el pensamiento. Mientras, pues, el idealismo subjetivo ve
en el objeto del conocimiento algo psicológico, un contenido de conciencia, y el realismo lo considera
como algo real, como un contenido marcial del mundo exterior, el idealismo lógico lo tiene por algo
lógico, por un producto del pensamiento.

Intentemos aclarar la diferencia entre estas concepciones con un ejemplo. Cogemos un trozo de
yeso. Para el realista existe el yeso fuera e independientemente de nuestra conciencia. Para el idealista
subjetivo el yeso existe sólo en nuestra conciencia. Su ser entero consiste en que lo percibimos. Para el
idealista lógico el yeso no existe ni en nosotros ni fuera de nosotros; no existe pura y simplemente, sino
que necesita ser engendrado. Pero esto tiene lugar por obra de nuestro pensamiento. Formando el
concepto de yeso, engendra nuestro pensamiento el objeto yeso. Para el idealista lógico el yeso no es,
por tanto, ni una cosa real, ni un contenido de conciencia, sino un concepto. El ser del yeso no es, según
él, ni un ser real ni un ser consciente, sino un ser lógico‐ideal.

El idealismo lógico es llamado panlogismo, puesto que reduce la realidad entera a algo lógico.
Hoy es defendido por el neokantismo, especialmente por la escuela de Marburgo. En el fundador de esta
escuela, Hermann Cohen, leemos esta frase, que encierra la tesis fundamental de toda esta teoría del
conocimiento: "El ser no descansa en sí mismo: el pensamiento es quien lo hace surgir". El neokantismo
pretende encontrar esta concepción en Kant. Pero como veremos aún más concretamente, no puede
hablarse en serio de ello. Es más bien un sucesor de Kant, Fichte, el que ha dado el paso decisivo para la
aparición del idealismo lógico, elevando el yo cognoscente a la dignidad del yo absoluto y tratando de
derivar de éste la realidad entera. Pero lo mismo, en él que en Schelling, lo lógico no está todavía
puramente destilado, sino confundido con lo psicológico y lo metafísico. Sólo Hegel definió el principio
de la realidad como una idea lógica, haciendo, por tanto, del ser de las cosas un ser puramente lógico y
llegando así a un panlogismo consecuente. Este panlogismo implica aún, sin embargo, un elemento
dinámico‐irracional, que se nos presenta en el método dialéctico. En esto se distingue el panlogismo
hegeliano del neokantiano, que ha extirpado este elemento y estatuido así un puro panlogismo.

El idealismo se presenta, según esto, en dos formas principales: como idealismo subjetivo o
psicológico y como idealismo objetivo o lógico. Entre ambas existe, como hemos visto, una diferencia
esencial. Pero estas diversidades se mueven dentro de una común concepción fundamental. Esta es jus‐
tamente la tesis idealista de que el objeto del conocimiento no es nada real, sino algo ideal. Ahora bien,
el idealismo no se contenta con sentar esta tesis, sino que trata de demostrarla. Para ello argumenta de
la siguiente manera: la idea de un objeto independiente de la conciencia es contradictoria, pues en el
momento en que pensamos un objeto hacemos de él un contenido de nuestra conciencia; si afirmamos
simultáneamente que el objeto existe fuera de nuestra conciencia, nos contradecimos, por ende, a
nosotros mismos; luego no hay objetos reales extraconscientes, sino que toda realidad se halla
encerrada en la conciencia.

Este argumento, que es el verdadero argumento capital del idealismo, se encuentra ya en


Berkeley. Dice éste: "Lo que yo subrayo es que las palabras: 'existencia absoluta de las cosas sin el
pensamiento', no tienen sentido o son contradictorias". De un modo enteramente análogo se lee en

43
Schuppe: "Un ser dotado de la propiedad de no ser (o de no ser todavía) contenido de conciencia es una
contradictio in se, una idea inconcebible".

Con este argumento de la inmanencia, como se le llama, trata el idealismo de probar que la tesis
del realismo es lógicamente absurda y que su propia tesis es en rigor lógico necesaria. Pero ya esta
arrogante salida del idealismo debe hacer desconfiado al filósofo crítico. Y, en efecto, el argumento del
idealismo no es consistente. Sin duda podemos decir en cierto sentido que hacemos del objeto que
pensamos un contenido de nuestra conciencia. Pero esto no significa que el objeto sea idéntico al
contenido de conciencia, sino tan sólo que el contenido de conciencia, ya sea una representación o un
concepto, me hace presente el objeto, mientras este mismo sigue siendo independiente de la
conciencia. Cuando afirmamos, pues, que hay objetos independientes de la conciencia, esta
independencia respecto de la conciencia es considerada como una nota del objeto, mientras que la
inmanencia a la conciencia se refiere al contenido del pensamiento, que es, en efecto, un elemento de
nuestra conciencia. La idea de un objeto independiente del pensamiento no encierra, pues, ninguna
contradicción, porque el pensamiento, el ser pensado, se refiere al contenido, mientras la independencia
respecto del pensamiento, el no ser pensado, al objeto. El intento hecho por el idealismo para demostrar
que la posición contraria es imposible, debe considerarse, según esto, como frustrado.

c) El fenomenalismo

En la cuestión del origen del conocimiento se hallan frente a frente con toda rudeza el
racionalismo y el empirismo; en la cuestión de la esencia del conocimiento, el realismo y el idealismo.
Pero tanto en este como en aquel problema se han hecho intentos para reconciliar a los dos adversarios.
El más importante de estos intentos de conciliación tiene de nuevo a Kant por autor. Kant ha tratado de
mediar entre el realismo y el idealismo, al igual que entre el racionalismo y el empirismo. Su filosofía se
nos presentó desde el punto de vista de esta antítesis como un apriorismo o trascendentalismo; en la
perspectiva de aquélla se manifiesta como un fenomenalismo.

El fenomenalismo (de φαινόμενον phaenomenon = fenómeno, apariencia) es la teoría según la


cual no conocemos las cosas como son en sí, sino como nos aparecen. Para el fenomenalismo hay cosas
reales, pero no podemos conocer su esencia. Sólo podemos saber "que" las cosas son, pero no "lo que"
son. El fenomenalismo coincide con el realismo en admitir cosas reales; pero coincide con el idealismo
en limitar el conocimiento a la conciencia, al mundo de la apariencia, de lo cual resulta inmediatamente
la incognoscibilidad de las cosas en sí.

Para aclarar esta teoría del conocimiento, lo mejor es que partamos de una comparación entre el
fenomenalismo y el realismo crítico. También éste enseña, según hemos visto, que las cosas no están
constituidas como las percibimos. Las cualidades secundarias, como los colores, los olores, el sabor, etcé‐
tera, no convienen a las cosas mismas según la doctrina del realismo crítico, sino que surgen sólo en
nuestra conciencia.

Pero el fenomenalismo va todavía más lejos. Niega también a las cosas las cualidades primarias,
como la forma, la extensión, el movimiento y, por ende, todas las propiedades espaciales y temporales, y
las desplaza a la conciencia. El espacio y el tiempo son únicamente, según Kant, formas de nuestra

44
intuición, funciones de nuestra sensibilidad, que disponen las sensaciones en una yuxtaposición y una
sucesión, o las ordenan en el espacio y en el tiempo, de un modo inconsciente e involuntario. Pero el
fenomenalismo no se detiene en esto. También las propiedades conceptuales de las cosas, y no
meramente las intuitivas, proceden, según él, de la conciencia. Cuando concebimos el mundo como
compuesto de cosas que están dotadas de propiedades, o sea, cuando aplicamos a los fenómenos el
concepto de sustancia; o cuando consideramos ciertos procesos como producidos por una causa, esto
es, cuando empleamos el concepto de causalidad; o cuando hablamos de la realidad, la posibilidad, la
necesidad, todo esto se funda, en opinión del fenomenalismo, en ciertas formas y funciones a priori del
entendimiento, las cuales, excitadas por las sensaciones, entran en acción independientemente de nues‐
tra voluntad. Los conceptos supremos o las categorías, que aplicamos a los fenómenos, no representan,
por consiguiente, propiedades objetivas de las cosas, sino que son formas lógicas subjetivas de nuestro
entendimiento, el cual ordena con su ayuda los fenómenos y hace surgir de este modo ese mundo
objetivo que en opinión del hombre ingenuo existe sin nuestra cooperación y con anterioridad a todo
conocimiento. Según esto, en sentir del fenomenalismo nos las habemos siempre con el mundo
fenoménico, esto es, con el mundo tal como se nos aparece por razón de la organización a priori de la
conciencia, nunca con la cosa en sí. El mundo en que vivimos es, dicho con otras palabras, un mundo
formado por nuestra conciencia. Nunca podemos conocer cómo está constituido el mundo en sí, esto es,
prescindiendo de nuestra conciencia y de sus formas a priori. Pues tan pronto como tratamos de conocer
las cosas, las introducimos, por decirlo así, en las formas de la conciencia. Ya no tenemos, pues, ante
nosotros, la cosa en sí, sino la cosa como se nos aparece, o sea, el fenómeno.

Ésta es, en breves trazos, la teoría del fenomenalismo, en la forma en que ha sido desarrollada
por Kant. Su contenido esencial puede resumirse en tres proposiciones: 1. La cosa en sí es incognoscible.
2. Nuestro conocimiento permanece limitado al mundo fenoménico. 3. Este surge en nuestra conciencia
porque ordenamos y elaboramos el material sensible con arreglo a las formas a priori de la intuición y
del entendimiento.

d) Crítica y posición propia

Estamos ahora en situación de hacer la crítica del realismo y del idealismo y de tomar posición
en la disputa entre ambos. Como hemos visto anteriormente, el idealismo no logra demostrar que la
posición realista sea contradictoria y, por ende, imposible. Mas, por otra parte, tampoco el realismo
consigue abatir definitivamente a su adversario. Las razones que podía hacer valer no eran, como se vio,
lógicamente convincentes, sino tan sólo probables. Parece, pues, que no puede terminarse la disputa
entre el realismo y el idealismo. Esto es lo que ocurre, en efecto, mientras sólo se emplea un método ra‐
cional. Ni el realismo ni el idealismo pueden probarse o refutarse por medios puramente racionales. Una
decisión sólo parece ser posible por vía irracional. El idealismo volitivo es quien nos ha enseñado este
camino. Frente al idealismo, que quisiera hacer del hombre un puro ser intelectual, el realismo volitivo
llama la atención sobre el lado volitivo del hombre y subraya que el hombre es en primer término un ser
de voluntad y de acción. Cuando el hombre tropieza en su querer y desear con resistencias, vive en éstas
de un modo inmediato la realidad. Nuestra convicción de la realidad del mundo exterior no descansa,
pues, en un razonamiento lógico, sino en una vivencia inmediata, en una experiencia de la voluntad. Con
esto queda superado de hecho el idealismo.

45
Pero el idealismo fracasa también en el problema de la existencia de nuestro yo, de la cual
estamos ciertos por una autointuición inmediata. Ya San Agustín hizo referencia a este punto.
Desarrollando sus ideas, formuló posteriormente Descartes su célebre cogito, ergo sum. En nuestro
pensamiento, en nuestros actos mentales ‐ésta es su idea‐, nos vivimos como una realidad, estamos
ciertos de nuestra existencia. Como paralelo al principio cartesiano ha formulado más tarde Maine de
Biran el principio volo, ergo sum. Ambos principios tratan de expresar, sin embargo, la misma idea funda‐
mental: que poseemos una certeza inmediata de la existencia de nuestro propio yo. Pero el uno parte de
los procesos del pensamiento y el otro de los procesos de la voluntad. Todo idealismo fracasa
necesariamente contra esta autocertidumbre inmediata del yo.

Con esto queda resuelta la cuestión de la existencia de los objetos reales. Pero ¿qué pensar de la
cognoscibilidad de estos objetos? ¿Podemos conocer la esencia de las cosas o ‐dicho en el lenguaje de
Kant‐ la cosa en sí? ¿Podemos afirmar algo sobre las propiedades objetivas de los objetos o hemos de
contentarnos con poder conocer la existencia, pero no la esencia de las cosas en el sentido del fenomenalismo?
La respuesta a esta importante cuestión depende, ante todo, de la concepción que se tenga de la esencia
del conocimiento humano. La concepción aristotélica y la concepción kantiana son las más opuestas en
este punto. Según aquélla, los objetos del conocimiento están ya Estos, tienen una esencia determinada
y son reproducidos por la conciencia cognoscente. Según ésta, no hay objetos del conocimiento hechos,
sino que los objetos del conocimiento son producidos por nuestra conciencia. En aquélla, la conciencia
cognoscente refleja el orden objetivo de las cosas; en ésta, crea ella misma este orden. En aquélla, el
conocimiento es considerado como una función receptiva y pasiva; en ésta, como una función activa y
productiva.

¿Cuál de las dos concepciones es la justa? Consideremos primero la aristotélica. Está con toda
evidencia en la conexión más estrecha con la estructura del espíritu griego. Con razón habla Windelband
en su Platón de una "peculiar limitación de todo el pensamiento antiguo, que no concibió la re‐
presentación de una energía creadora de la conciencia, sino que querría pensar todo conocimiento
exclusivamente como una reproducción de lo recibido y descubierto" (5a ed., 1910, p. 75 y ss.). Esta
peculiaridad debe achacarse al sentido estético‐plástico de los griegos. Este sentido ve en todas partes la
forma y la figura. El universo se le presenta como un todo armónico, como un cosmos. Esta actitud
estética ante el universo influye también en la concepción del conocimiento humano. Éste es concebido
como la contemplación de una forma objetiva, como el reflejo del cosmos exterior. La teoría aristotélica
del conocimiento se halla determinada en último término por la peculiar estructura espiritual del mundo
griego.

Debemos señalar aún otro punto. Cuando el conocimiento es concebido como una reproducción
del objeto, representa una duplicación de la realidad. Esta existe en cierto modo dos veces: primero
objetivamente, fuera de la conciencia; luego subjetivamente, en la conciencia cognoscente. No se ve
bien, empero, qué sentido tendría semejante repetición y duplicación. En todo caso una teoría del
conocimiento, que no implique semejante duplicación, representa una explicación más sencilla y, por
ende, más probable del fenómeno del conocimiento.

Otra deficiencia de la teoría aristotélica del conocimiento reside, por último, en que descansa en
una hipótesis metafísica no demostrada. Esta hipótesis consiste en suponer que la realidad posee una
estructura racional. La teoría aristotélica del conocimiento, que trabaja con esta hipótesis no demostra‐
da, está de antemano en desventaja frente a otras teorías del conocimiento, que tratan de valerse sin

46
una hipótesis semejante. Vemos también que Kant considera como ventaja fundamental de su teoría del
conocimiento sobre la racionalista, justamente el hecho de que la suya no parte como ésta de una
opinión preconcebida sobre la estructura metafísica de la realidad, sino que se abstiene de toda
hipótesis metafísica.

Mas, por otra parte, hemos de hacer una objeción importante a la teoría kantiana del
conocimiento. Las sensaciones representan, según Kant, un puro caos. No ofrecen ningún orden; todo
orden procede de la conciencia. Pensar no significa para Kant otra cosa que ordenar. Pero esta posición
es imposible. Si el material de las sensaciones carece de toda determinación, ¿cómo empleamos, ya la
categoría de sustancia, ya la de causalidad, ya otra cualquiera, para ordenar dicho material? En lo dado
debe existir un fundamento objetivo que condicione el empleo de una categoría determinada. Luego, lo
dado no puede carecer de toda determinación. Pero si presenta ciertas determinaciones, hay en él una
indicación sobre las propiedades objetivas de los objetos. Sin duda éstas no necesitan responder
completamente a nuestras formas mentales ‐lo cual pasan por alto muchas veces el realismo y el
objetivismo‐; pero el principio de la incognoscibilidad de las cosas siempre queda quebrantado.

Con lo dicho hemos indicado, al menos, la dirección en que debe buscarse, a nuestro entender,
la solución del problema de que estamos hablando. No nos parece posible hacer más. Se trata, en efecto,
de un problema que se halla en los límites del poder del conocimiento humano, como revelan Las
soluciones antagónicas, en las cuales hay por ambas partes pensadores profundos. Se trata, por tanto,
de un problema que escapa a una solución sencilla y absolutamente segura por parte de nuestro
limitado pensamiento. Esta posición puede justificarse de un modo todavía más profundo. Como seres
de voluntad y acción estamos sujetos a la antítesis del yo y el no yo, del sujeto y el objeto; por eso no nos
es posible superar teóricamente este dualismo, o sea, resolver de un modo definitivo el problema del
sujeto y el objeto. Debemos resignarnos y considerar como la última palabra de la sabiduría la frase de
Lotze, cuando habla de un "abrirse la realidad, como una flor, en nuestro espíritu".

3. Soluciones teológicas

a) La solución monista y panteísta

En la resolución del problema del sujeto y el objeto cabe remontarse al último principio de la
realidad, lo absoluto, y tratar de resolver el problema partiendo de él. Según se conciba lo absoluto
como inmanente o como trascendente al mundo, se llega a una solución monista y panteísta o a una
solución dualista y teísta.

Mientras el idealismo borra en cierto modo uno de los dos miembros de la relación del
conocimiento, negándole el carácter de real, y el realismo deja a ambos coexistir, el monismo trata de
absorberlos todos en una última unidad. El sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, la conciencia y las
cosas, sólo aparentemente son una dualidad; en realidad son una unidad. Son los dos aspectos de una
misma realidad. Lo que se presenta a la mirada empírica como una dualidad es para el conocimiento
metafísico, que llega a la esencia, una unidad.

47
Donde encontramos desarrollada más claramente esta posición es en Spinoza. En el centro de su
sistema está la idea de la sustancia. Esta tiene dos atributos: el pensamiento (cogitatio) y la extensión
(extensio). Esta representa el mundo material, aquél el mundo ideal o de la conciencia. Cada atributo
tiene a su vez infinitos modos. Como ambos atributos son una misma cosa en la sustancia universal,
puesto que sólo representan dos aspectos de la misma, por decirlo así, el sujeto y el objeto, el
pensamiento y el ser tienen que concordar plena y necesariamente. Spinoza expresa esta consecuencia
con esta frase: Ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio rerum. "El orden y enlace de las
ideas es el mismo que el orden y enlace de las cosas."

En forma algo distinta encontramos esta solución monista y panteísta del problema del
conocimiento en Schelling. Su filosofía de la identidad define lo absoluto como la unidad de la Naturaleza
y el Espíritu, del objeto y el sujeto. Mientras Spinoza aún reconocía a los atributos cierta independencia,
considerándolos como dos reinos que tienen un sustentáculo común, para Schelling constituyen en el
fondo un solo reino. Según la situación del contemplador, uno y el mismo ser se presenta ya como
objeto, ya como sujeto. La unidad del sujeto y el objeto es concebida de un modo más riguroso aún que
en Spinoza. Con ello queda dada sin más la solución del problema del conocimiento. Si el sujeto y el
objeto son completamente idénticos, ya no existe el problema del sujeto y el objeto. La teoría del
conocimiento resulta, pues, completamente absorbida por la metafísica. Pero esto significa renunciar a
una solución científica del problema del conocimiento. Pues las especulaciones de Schelling sobre lo
absoluto no pueden pretender en modo alguno un carácter científico, por agudas y profundas que sean.

b) La solución dualista y teísta

Según la concepción dualista y teísta del universo, el dualismo empírico del sujeto y el objeto
tiene por base un dualismo metafísico. Esta concepción del universo mantiene la diversidad metafísica
esencial del pensamiento y el ser, la conciencia y la realidad. Esta dualidad no es para ella, sin embargo,
algo definitivo. El sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, van a parar finalmente a un último principio
común de la idealidad y la realidad, del pensamiento y el ser. Como causa creadora del universo, Dios ha
coordinado de tal suerte el reino ideal y el real, que ambos concuerdan y existe una armonía entre el
pensamiento y el ser. La solución del problema del conocimiento está, pues, en la idea de la Divinidad
como origen común del sujeto y el objeto, del orden del pensamiento y del orden del ser.

Esta es la posición del teísmo cristiano. Conatos más o menos fuertes de ella se encuentran ya en
la Antigüedad en Platón y Aristóteles. También existe en Plotino, al menos en sustancia, aunque
aparezca modificada por la teoría de la emanación. Pero donde alcanzó su verdadera fundamentación y
desenvolvimiento fue en la Edad Media. San Agustín y Santo Tomás de Aquino se presentan como sus
principales representantes. Mas también ha encontrado importantes defensores en la Edad Moderna. El
fundador de la filosofía moderna, Descartes, se halla en el terreno del teísmo cristiano. Lo mismo debe
decirse de Leibniz. Este resuelve el problema de la conexión de las cosas, como es sabido, mediante la
idea de la armonía prestablecida. El universo se compone, según él, de infinitas mónadas, que
representan mundos completamente cerrados. Una acción recíproca no es posible, por consiguiente,
entre ellas. La conexión y el orden del universo descansan en una armonía establecida originariamente
por Dios. En ella descansa también la concordancia del pensamiento y el ser, del sujeto y el objeto.

48
Es claro que esta metafísica teísta no puede considerarse como base, sino sólo como coronación
y cierre de la teoría del conocimiento. Cuando se ha resuelto el problema del conocimiento en el sentido
del realismo, se está autorizado y también impulsado a dar a la teoría del conocimiento una conclusión
metafísica. Lo que no está permitido es proceder a la inversa y utilizar la metafísica teísta como supuesto
y base para la resolución del problema del conocimiento. Cuando se hace esto, el método entero viene a
parar a una petitio principii, a una confusión del fundamento de la prueba con el objetivo de ésta.

IV
LAS ESPECIES DEL CONOCIMIENTO

1. El problema de la intuición y su historia

C
onocer significa aprehender espiritualmente un objeto. Esta aprehensión no es por lo regular un
acto simple, sino que consta de una pluralidad de actos. La conciencia cognoscente necesita dar
vueltas, por decirlo así, en torno a un objeto, para aprehenderlo realmente. Pone su objeto en
relación con otros, lo compara con otros, saca conclusiones, etcétera. Así hace el especialista, cuando
quiere definir su objeto desde todos los puntos de vista; así hace también el metafísico, cuando quiere
conocer, por ejemplo, la esencia del alma. La conciencia cognoscente se sirve en ambos casos de las más
diversas operaciones intelectuales. Se trata siempre de un conocimiento mediato, discursivo. Esta última
expresión es singularmente exacta, porque la conciencia cognoscente se mueve, en efecto, de aquí para
allá.

Ahora bien, cabe preguntar si hay un conocimiento inmediato además del mediato, un
conocimiento intuitivo además del discursivo. El conocimiento intuitivo consiste, como dice su nombre,
en conocer viendo. Su peculiar índole consiste en que en él se aprehende inmediatamente el objeto, co‐
mo ocurre sobre todo en la visión. Nadie podrá negar que hay un conocimiento semejante.
Aprehendemos inmediatamente, en efecto, todo lo dado en la experiencia externa o interna.
Inmediatamente percibimos el rojo o el verde que vemos, el dolor o la alegría que experimentamos. Mas
cuando se habla de la intuición no se piensa en esta intuición sensible, sino en una intuición no sensible,
espiritual. Tampoco ésta puede negarse. Cuando, por ejemplo, comparamos el rojo y el verde y
pronunciamos el juicio: "el rojo y el verde son distintos", este juicio descansa patentemente en una
intuición espiritual inmediata. En una intuición semejante descansan también aquellos juicios que
tenemos ante nosotros en las leyes lógicas del pensamiento. El principio de contradicción, por ejemplo,
afirma que entre el ser y el no ser existe la relación de la mutua exclusión, relación que intuimos
igualmente de un modo espiritual. En el punto inicial y en el punto final de nuestro conocimiento se
halla, pues, una aprehensión intuitiva. Aprehendemos de un modo inmediato, intuitivo, tanto lo
inmediatamente dado, de que parte nuestro conocimiento, como los últimos principios que constituyen
las bases del mismo.

49
Como queda dicho, suele aplicarse la denominación de "intuición" y de "conocimiento intuitivo"
tan sólo a la intuición espiritual. Pero aún debemos hacer otra restricción. Tampoco debemos llamar
intuición, en sentido riguroso, a la aprehensión inmediata de la relación entre dos contenidos sensibles o
intelectuales a que acabamos de referirnos. Caso que queramos conservar la palabra, deberemos hablar
de una intuición formal. Esencialmente distinta de ésta es la intuición material, en la cual no se trata de
una mera aprehensión de relaciones, sino del conocimiento de una realidad "material", de un objeto o
un hecho suprasensible. Esta intuición material es la que llamamos intuición en sentido propio y
riguroso.

Esta intuición material puede ser de diversa índole. Su diversidad está fundada en lo más hondo
de la estructura psíquica del hombre. El ser espiritual del hombre presenta tres fuerzas fundamentales: el
pensamiento, el sentimiento y la voluntad. Advirtamos expresamente que con esto no se significa en
modo alguno tres facultades del alma independientes, sino tan sólo tres diversas tendencias o
direcciones de la vida, psíquica humana. Conforme a esto debemos distinguir una intuición racional, otra
emocional y otra volitiva. El órgano cognoscente es, en la primera, la razón; en la segunda, el sen‐
timiento; en la tercera, la voluntad. En los tres casos hay una aprehensión inmediata de un objeto, y esto
es justamente lo que pretende expresarse con la palabra "intuición". Si se tiene esto presente, no se
experimentará ninguna dificultad ante la expresión de "intuición volitiva", que suena a paradójica en un
principio.

A la misma división llegamos si partimos de la estructura del objeto. Todo objeto presenta tres
aspectos o elementos: esencia, existencia y valor. Por consiguiente, podemos hablar de una intuición de
la esencia, una intuición de la existencia y una intuición del valor. La primera coincide con la racional, la
segunda con la volitiva, la tercera con la emocional.

Para dar a nuestras consideraciones abstractas y esquemáticas un contenido más concreto,


hagamos pasar a grandes rasgos ante los ojos de nuestro espíritu la historia del problema de la intuición.
Platón es el primero que habla de una intuición espiritual, de una intuición en sentido estricto. Según él,
las Ideas son percibidas inmediatamente, intuidas espiritualmente por la razón. Se trata de una intuición
material, pues lo que vemos son determinados contenidos espirituales, realidades "materiales". Esta
intuición debe caracterizarse, además, como una intuición estrictamente racional. Pues es una función
del intelecto, representa una actividad rigurosamente teórica, intelectual.

En Plotino, el renovador del platonismo, la intuición del Nus remplaza a la intuición de las Ideas,
como ya hemos visto. Esta intuición del Ñus es una actividad puramente intelectual, como la intuición
platónica de las Ideas. Pero Plotino conoce, además de la intuición del Nus, una intuición inmediata del
principio supremo de la realidad, de lo Uno. En su tratado "De la contemplación", que se encuentra en
las Enéadas, pinta Plotino con palabras entusiastas la sublime contemplación de lo Divino. Esta misma
pintura revela que la contemplación de Dios no es en Plotino algo puramente racional, sino que está
fuertemente empapada de elementos emocionales. Es una contemplación mística, en que no sólo tiene
parte el intelecto, sino también las fuerzas activas del hombre.

Cosa análoga pasa con San Agustín, que justamente en la teoría del conocimiento está influido
fuertemente por Plotino. Para el padre de la Iglesia, el Nus coincide con el Dios personal del cristianismo,
como ya se ha indicado. El cósmoç nohtóç, el mundus intelligibilis, se convierte de este modo en el
contenido del pensamiento divino. Visto en esta perspectiva, Dios se presenta al "platónico cristiano"

50
como veritas aeterna et incommutabilis, que encierra en su seno todas las cosas, incommutabiliter vera.
En consecuencia, San Agustín habla de una visión de lo inteligible en la verdad inmutable o incluso de
una visión de esta misma verdad. También para él se trata de una intuición puramente racional. Pero,
como Plotino, también él conoce un grado superior de visión divina: en la experiencia religiosa, en las
vivencias religiosas, entramos en contacto inmediato con Dios, le vemos de un modo inmediato, místico.
Esta visión mística de Dios se presenta en San Agustín ‐que en este punto se halla influido también por la
Biblia‐ como un proceso en el fondo emocional, de un modo más fuerte aún que en Plotino, el cual
todavía está demasiado en poder del intelectualismo griego.

El pensamiento de una visión mística de Dios pasó de las obras de San Agustín a la mística de la
Edad Media. Ésta se presenta como la adversaria de la escolástica intelectualista. Mientras ésta sólo
admite un conocimiento discursivo racional, la mística defiende el derecho de la intuición, en especial de
la intuición religiosa. "El método frío, abstracto e impersonal de la silogística, con sus rígidas formas,
reglas y argumentos, no es para la mística el ideal o el medio único y exclusivo de alcanzar la verdad. La
mística ve una fuente de verdad tan segura, si no superior, en las vivencias y experiencias subjetivas, en
la intuición subjetiva, en el videre, sentire y expirere espiritual, y en los sentimientos y deseos ‐en
ocasiones extraordinariamente intensos‐ que acompañan a las vivencias e intuiciones íntimas"
(Überwer‐Baumgartner, Tratado de historia de la filosofía, 10a ed., 1915, p. 328).

Ambas concepciones se hacen frente en la alta escolástica. La contienda entre el agustinismo y el


aristotelismo que domina el siglo XIII, no es en el fondo otra cosa que una contienda en torno a los
derechos de la intuición, en especial de la intuición religiosa. Los partidarios del agustinismo, con San
Buenaventura a la cabeza, tienen enfrente a los defensores del aristotelismo, con Santo Tomás de
Aquino como jefe. Aquéllos proclaman una visión inmediata, mística de Dios; éstos sólo admiten un
conocimiento mediato, discursivo, racional, del mismo. Según aquéllos, Dios puede ser experimentado y
vivido inmediatamente, puede ser visto espiritualmente; según éstos, necesita ser demostrado.

Si pasamos a la Edad Moderna, el cogito ergo sum, de Descartes, significa el reconocimiento de


la intuición como un medio autónomo de conocimiento. El principio cartesiano no encierra, en efecto,
una inferencia, sino una autointuición inmediata. En nuestros actos de pensamiento no vivimos in‐
mediatamente como reales, como existentes. Este es su sentido. Hay, pues, aquí una intuición material,
que se refiere a un hecho metafísico.

El reconocimiento de la intuición como una fuente autónoma de conocimiento se encuentra


también en Pascal, que con su afirmación: le cœur a ses raisons, que la raison ne connâit pas, pone al
lado del conocimiento por el intelecto un conocimiento por el corazón, al lado del conocimiento racional
un conocimiento emocional. Se encuentra asimismo en Malebranche, cuya tesis epistemológica
fundamental, nous voyons toutes choses en Dieu, hemos mencionado anteriormente. En Spinoza y en
Leibniz, por el contrario, la intuición no representa ningún papel notable en la teoría del conocimiento.
Lo mismo pasa en Kant. Este sólo conoce una experiencia, que consiste en la elaboración conceptual del
material empírico. Otra especie de experiencia, en el sentido de una aprehensión inmediata del objeto,
de una intuición espiritual, no es conocida de él. Lo mismo que para el intelectualismo medieval y el
racionalismo moderno, también para Kant hay sólo un conocimiento discursivo‐racional.

Concepciones muy distintas son las que encontramos en la filosofía inglesa anterior a Kant. Su
representante más ilustre, David Hume, tiene la convicción de que nuestra razón no puede conocer que

51
hay cosas, ni tampoco cuál es su esencia. Todo lo que rebasa el contenido de nuestra conciencia escapa,
según él, al conocimiento racional. Se ha llamado a Hume muchas veces escéptico, a consecuencia de
esto. Pero el escepticismo de Hume se refiere exclusivamente al conocimiento teórico‐racional. Según
Hume, el centro de gravedad del ser humano no reside en el lado teórico, sino en el práctico. Conforme a
esto, Hume pone al lado del órgano del conocimiento teórico y racional otro órgano práctico e irracional.
Es el que denomina "fe" (belief), y entiende por tal una aprehensión y asentimiento intuitivos y
emotivos. "La fe ‐advierte‐ es mucho más propiamente un acto de la parte afectiva de nuestra naturaleza
que de su parte pensante." Gracias a esta fe, que radica en un instinto psíquico, alcanzamos, según
Hume, la certeza de la realidad del mundo exterior, que resulta un problema insoluble para la razón
teórica.

Así como Hume sostiene que conocemos de un modo inmediato la realidad, otros filósofos
ingleses del siglo XVIII admiten un conocimiento intuitivo en el terreno de los valores. El principal
representante de esta doctrina es un discípulo de Shaftesbury, Hutcheson. Según su teoría,
aprehendemos inmediata, emotivamente, tanto los valores de lo bello como Los de lo bueno. El órgano
cognoscitivo es en el primer caso el "sentido estético", en el segundo el "sentido moral". Hutcheson se
esfuerza por introducir en la ética el concepto del moral sense. Nuestros juicios de valor ético no
descansan en la reflexión –enseña‐, sino en la intuición. El valor o el no‐valor ético de una acción no se
conoce aplicando a la acción una unidad de medida general, una norma ética suprema, y midiéndola con
ella, sino de un modo inmediato intuitivo. Así como nuestro sentido visual percibe inmediatamente los
colores, el sentido moral percibe las cualidades valiosas de una acción o de una intención.

Si pasamos al siglo XIX, encontramos que la intuición representa un importante papel en el


idealismo alemán. Mientras Kant sólo había reconocido una intuición sensible, rechazando
expresamente, por el contrario, una intuición no sensible, intelectual, su sucesor Fichte es de otra
opinión. Según él hay una intuición espiritual, intelectual. Es el órgano mediante el cual el yo absoluto se
conoce a sí mismo y conoce sus acciones. En Fichte se trata, pues, de una intuición metafísico‐racional.
Lo mismo pasa en Schelling. Su filosofía de la identidad define lo absoluto como la unidad de la Natura‐
leza y el Espíritu. Este absoluto es aprehendido por nosotros mediante una intuición intelectual. No otra
cosa enseña Schopenhauer. Este empieza coincidiendo con Kant en la doctrina de que nuestro
entendimiento, nuestro conocimiento discursivo racional, está encerrado en los límites del mundo fe‐
noménico. Si no hubiese otro medio de conocimiento, la esencia de las cosas permanecería eternamente
oculta para nosotros. Pero hay otra especie de conocimiento, y en esto se aleja Schopenhauer de Kant.
Es la intuición espiritual. Mediante ella aprehendemos la esencia de las cosas y encontramos la clave de
la metafísica.

Un conocimiento intuitivo en el terreno religioso es enseñado en el siglo XIX, sobre todo, por
Fries y Schleiermacher. El primero distingue tres fuentes de conocimiento: el saber, la fe y el
presentimiento. "Sabemos de los fenómenos, creemos en la verdadera esencia de las cosas, presentimos
ésta en aquéllos." Fries define el presentimiento como "un conocimiento por puro sentimiento". Por su
medio aprehendemos en lo temporal lo eterno, en lo terrenal lo divino. El presentimiento es, según esto,
el órgano del conocimiento religioso. Schleiermacher piensa de un modo análogo. Frente al racionalismo
y al moralismo insiste en que la religión no es saber ni hacer. No tiene su sede ni en el intelecto, ni en la
voluntad, sino en el sentimiento. Consiste por esencia en una aprehensión emotiva, intuitiva, de la
unidad y del principio del universo. La religión, declara Schleiermacher en sus muy leídos Discursos sobre
la religión, es "un sentimiento y una intuición del universo".

52
Fijemos aún brevemente la vista en la posición de la filosofía contemporánea frente al problema
de la intuición. El neokantismo toma una actitud de ruda repulsión. Esto debe decirse muy
especialmente de la escuela de Marburgo. Su fundador, Hermann Cohen, se vuelve con innegable
animosidad contra los "predicadores de la intuición". Ésta es, según él, una ilusión y, por ende, la viva
contradicción del pensamiento científico. Por eso no puede tomarse nunca en consideración como
medio metódico de conocimiento. Hay que mantener por el contrario la exigencia de "un método para
un conocimiento". O en otras palabras: sólo hay un conocimiento racional discursivo y un método
racional deductivo fundado en él. Ésta es también la posición de la escuela de Badén, aunque no se
exprese de un modo tan crudo. Tampoco para ella puede considerarse la intuición como medio legítimo
de conocimiento. También ella se opone al intuicionismo, rechazándolo en todas sus formas, como
muestra especialmente el libro de Rickert sobre "la filosofía de la vida".

La actitud del realismo crítico frente a la intuición es también predominantemente negativa. Así
declara, por ejemplo, Joseph Geyser: "Respecto de la intuición como fuente de conocimiento, debo
hacer las mayores reservas; pues este concepto es sumamente equívoco y los que le tienen siempre en
la boca y ven en la intuición la verdadera fuente de luz y conocimiento de nuestro espíritu no lo definen
clara y distintamente. Tal como yo concibo nuestro conocimiento humano, los únicos objetos que
podemos aprehender en su objetivo por intuición, esto es, por una percepción inmediata, consisten en
las realidades individuales de nuestra percepción externa e interna y en las formas (o esencias), las
relaciones esenciales y los demás objetos singulares y generales análogos, claramente intuibles en
aquellas realidades por medio de una serie de determinados actos de pensamiento. No admito como
fuente de conocimiento una intuición de objetos metafísicos, por ejemplo, de Dios y la sustancia
psíquica, o de objetos éticos, estéticos, religiosos y otros análogos, en lugar de inferirlos de los
conceptos y juicios obtenidos sobre la base de las distintas realidades conocidas intuitivamente". Geyser
sólo admite, según esto, una intuición racional, que es además principalmente de naturaleza formal.
Otros representantes del realismo crítico hacen a la intuición mayores concesiones. Así ante todo August
Messer. Éste reconoce la intuición principalmente en el terreno de los valores. Según él, aprehendemos
de un modo inmediato, intuitivo, no solamente los valores estéticos, sino también los éticos. La intuición
es el único órgano de su conocimiento. También en el terreno metafísico hay, según Messer, un
conocimiento intuitivo. Vivimos e intuimos inmediatamente, en especial, la existencia de nuestro yo y la
de nuestra libertad. Tenemos una suerte de saber inmediato de nuestro yo espiritual y de la naturaleza
de sus actos, y fundándonos en este saber atribuimos a nuestro yo una libertad indeterminada. La
posición de Johann Volkelt frente a la intuición es aún más positiva. Volkelt entiende por intuición o
certeza intuitiva la vivencia inmediata de algo inexperimentable, la certidumbre inmediata de algo
transubjetivo o trascendente a la conciencia. Los objetos que nos son conocidos por el camino de la
certeza intuitiva son, ante todo, el propio yo, el mundo exterior y las demás personas. Además apre‐
hendemos intuitivamente los valores. Hay intuición estética, ética y religiosa. Volkelt subraya que la
certeza intuitiva es esencialmente distinta, tanto de la autocerteza inmediata de la conciencia, como de
la necesidad lógica del pensamiento. Representa "una modalidad de certeza, absolutamente peculiar,
irreductible, primitiva". Tiene de común con la autocerteza de la conciencia la inmediatez; con la
necesidad lógica del pensamiento, la validez transubjetiva. "La certeza intuitiva es una fe que se siente
identificada con la cosa. En honor a esta garantía objetiva, debe emparejarse la certeza intuitiva con la
necesidad lógica, con derechos hasta cierto punto iguales."

53
Un intuicionismo expreso se encuentra hoy en Bergson, Dilthey y la fenomenología. Según
Bergson, el intelecto es incapaz de penetrar en la esencia de las cosas. Sólo puede aprehender la forma
matemático‐mecánica de la realidad, no su núcleo y contenido íntimo. Sólo la intuición puede aprehen‐
der éste. La intuición es el "instinto desinteresado y consciente de sí mismos". Mediante la intuición
asimos la realidad por dentro, penetramos en el interior de la vida. Mediante ella entramos en contacto,
por decirlo así, con el núcleo y el centro de todas las cosas y "respiramos algo de este océano de la vida".
La intuición es así la clave de la metafísica.

La intuición se presenta en Dilthey, lo mismo que en Bergson, como algo absolutamente


irracional, como un entrar en contacto con la realidad de un modo emotivo y volitivo. Como ya hemos
visto, nuestra convicción de la realidad del mundo exterior descansa, según Dilthey, en una experiencia
inmediata de nuestra voluntad. En la misma forma inmediata e irracional aprehendemos la existencia de
nuestros prójimos. La intuición representa además un gran papel, según Dilthey, en la esfera histórica.
Las totalidades psíquicas, como las que se nos presentan en las personalidades históricas, sólo pueden
ser comprendidas por nosotros, en su opinión, emotivamente; sólo pueden ser conocidas intuitivamente.
La intuición es, por ende, el verdadero órgano de conocimiento del historiador.

La intuición tiene en la fenomenología un sentido muy distinto del que tiene en Bergson y
Dilthey. El objeto de la intuición inmediata no es ya la realidad como tal, no es la existencia, sino
justamente la esencia. El factor existencial, la existencia, es eliminado, "puesto entre paréntesis", por el
fenomenólogo. La mirada de éste se dirige al modo de ser, a la esencia, al eidos de las cosas. El
fenomenólogo cree aprehenderlo en una intuición esencial inmediata. Husserl trata de aclarar con
ejemplos cómo debe concebirse ésta. "Cuando nos representamos intuitivamente con plena claridad lo
que quiere decir 'color', lo presente es una esencia, y cuando nos representamos igualmente en una pura
intuición, pasando la vista acaso de percepción en percepción, lo que es la percepción, la percepción en
sí misma, hemos aprehendido intuitivamente la esencia 'percepción'. La intuición, la conciencia intuitiva,
llega hasta donde llegue la posibilidad de la ideación o intuición esencial correspondiente."

Mientras Husserl sólo conoce una intuición racional, la que él llama intuición esencial, Scheler
admite además una intuición emocional y ve en ella el órgano del conocimiento de los valores. Éstos se
hallan, según él, completamente vedados al intelecto. El intelecto es tan ciego para ellos como el oído
para los colores. Los valores son aprehendidos inmediatamente por nuestro espíritu, de un modo
análogo a como los colores lo son por nuestros ojos. Scheler caracteriza este modo de conocer como un
"sentir intencional". En él vislumbramos, por decirlo así, los valores. Lo mismo sucede en la esfera
religiosa. También Dios es, según Scheler, conocido intuitivamente. Por el camino metafísico‐racional
llegamos a un principio absoluto del universo, pero nunca un Dios en el sentido de la religión. La nota de
la personalidad es, en efecto, de una importancia esencial para la idea religiosa de Dios. Pero sólo hay un
medio de poder conocer a una persona: que ella se nos revele. La experiencia religiosa es lo que
responde en el sujeto humano a esta autorrevelación de Dios. De este modo, el Dios de la religión sólo se
hace presente, según Scheler, en la experiencia religiosa, en una vivencia e intuición inmediatas.

54
2. Razón y sin razón del intuicionismo

El admitir o rechazar un conocimiento intuitivo junto al discursivo‐racional, depende ante todo


de cómo se piense sobre la esencia del hombre. Quien vea en el hombre exclusiva o preponderantemente
un ser teórico, cuya principal función es el pensamiento, sólo admitirá un conocimiento racional. Quien,
por el contrario, ponga el centro de gravedad del ser humano en el lado emocional y volitivo, propende‐
rá de antemano a reconocer en el hombre, junto a la forma discursivo‐racional del conocimiento, otras
clases de aprehensión de objetos. Estará convencido de que a la multitud de aspectos de la realidad
corresponde una pluralidad de funciones cognoscitivas.

La primera concepción representa evidentemente un exclusivismo. Procede las más de las veces
de una actitud alejada del mundo y de la vida, como la que suele encontrarse justamente entre los
filósofos. El filósofo, cuya función propia en la vida es conocer, concluye con demasiada facilidad
"juzgando por sí mismo a los demás" ‐como suele decirse‐ y concibiendo al hombre en general como un
ser predominantemente cognoscitivo. Quien está, por el contrario, en contacto con las realidades
concretas de la vida, se convence pronto de que el verdadero centro de gravedad del ser humano no
reside en las fuerzas intelectuales, sino en las emocionales y volitivas. Ve que el intelecto humano se
halla incluido, de un cabo a otro, en la totalidad de las fuerzas del espíritu humano y que por tanto
necesita y depende múltiplemente de ellas en su función. No es el intelecto, sino las fuerzas emotivas y
volitivas del hombre las que le parecen las dominantes en este juego de fuerzas que llamamos la vida.

Entre los filósofos modernos es Dilthey quien principalmente ha llamado la atención sobre este
hecho. En su Introducción a las ciencias del espíritu ataca con energía ese racionalismo e intelectualismo
según el cual "en las venas del sujeto cognoscente no corre verdadera sangre, sino el humor enrarecido
de la razón, considerada como mera actividad intelectual". "La ocupación histórica y filosófica con el
hombre entero me ha conducido ‐declara‐ a tomar a éste en la variedad de sus fuerzas, a tomar a este
ser que quiere, siente y representa también por base en la explicación del conocimiento y de sus
conceptos" (Prólogo). De este modo llega a poner al lado del conocimiento discursivo‐racional otro
intuitivo‐irracional.

Pero el reconocimiento de la intuición, ¿no significa el fin de todo conocimiento científico? ¿No
significa abandonar la validez universal y la demostrabilidad, que constituyen el alma de todo conocimiento
científico?

Frente a esta objeción debemos hacer una distinción. Es la distinción entre la actividad teórica y
la actividad práctica. En la esfera teórica, la intuición no puede pretender ser un medio de conocimiento
autónomo, con los mismos derechos que el conocimiento racional‐discursivo. La razón tiene en este
terreno la última palabra. Toda intuición ha de legitimarse ante el tribunal de la razón. Cuando los
adversarios del intuicionismo exigen esto, están en su perfecto derecho. Pero la cosa es distinta en la
esfera práctica. La intuición tiene en ésta una significación autónoma. Como seres que sentimos y
queremos, la intuición es para nosotros el verdadero órgano de conocimiento. En tanto el intuicionismo
no enseña otra cosa que ésta, la razón está de su parte.

De lo dicho resulta que debemos rechazar la intuición metafísica en el sentido de Bergson. No


porque no haya una intuición metafísica. La historia de la metafísica prueba a cada paso lo contrario.
Revela, en efecto, que todos los grandes sistemas metafísicos radican, en último término, en ciertas

55
intuiciones. No se puede dudar, por tanto, del hecho psicológico de una intuición metafísica. Pero la
cuestión del valor lógico de la intuición es algo muy distinto. Y a este respecto debemos sostener, como
consecuencia de lo dicho, que la intuición no puede ser nunca la base última de la validez de ningún
juicio en la esfera teórica, ni, por ende, en la metafísica. La última instancia en esta esfera es la razón, y
toda intuición ha de someterse a su examen.

Como consecuencia de las afirmaciones anteriores debemos negar también la adhesión a la


intuición esencial de Husserl. Prescindiendo de que esta intuición no es un acto tan absolutamente
simple y autónomo como Husserl pretende, sino que consta de una pluralidad de actos de pensamiento,
según ha demostrado principalmente la crítica de Volkelt y Geyser, tampoco puede pretender ser nunca
última instancia. Pues cuando hacemos la teoría del conocimiento, ejercitamos una actividad teórica,
como ya dice el mismo nombre, y por tanto, debemos dejar a la razón la última palabra. Significaría el fin
de toda filosofía científica que alguien quisiera justificar, por ejemplo, el principio de causalidad ‐según el
cual todo proceso tiene una causa‐, declarando: "Entre los conceptos de proceso y de causa existe una
conexión esencial que yo intuyo inmediatamente". Habría que oponer a un filósofo semejante el hecho
de que casi ninguno de los demás filósofos logra intuir esta conexión. El reconocimiento de esta intuición
esencial privaría a la filosofía de su validez universal y por tanto de su carácter racional y científico.
Tampoco es por esto admisible justificar las leyes supremas del pensamiento acudiendo a su "inmediata
evidencia". Volveremos posteriormente con más detalles sobre este punto.

Posición muy distinta debemos tomar frente a la intuición existencial de Dilthey. Esta no radica
en la esfera teórica, sino en la práctica. Como seres de voluntad y acción entramos en contacto con la
realidad, vivimos la realidad en las resistencias que nos opone. La inmediata e inconmovible certeza que
acompaña a nuestra convicción de la existencia del mundo exterior habla, en efecto, de que esta
convicción descansa en una experiencia íntima, en una vivencia inmediata. Esta certeza no es explicable
desde el punto de vista del realismo crítico.

Como conceden los mismos defensores de esta posición, las pruebas de la existencia del mundo
exterior no poseen un carácter absolutamente convincente. Luego, si nuestra convicción de la existencia
de un mundo exterior real descansase en demostraciones e inferencias racionales, no poseería esa certe‐
za inmediata e irresistible que posee efectivamente. Ya Schopenhauer observa una vez que encerraríamos
sencillamente en el manicomio a quien quisiera negar la existencia del mundo exterior.

El filósofo Max Frischeisen‐Köhler, discípulo de Dilthey, ha tratado de fundamentar la concepción


que defendemos en las discusiones muy claras y profundas de su obra El problema de la realidad. Según
él, estamos inermes frente al problema de la realidad, si sólo admitimos con Kant dos fuentes de
conocimiento: la sensación y el pensamiento. De este modo no es posible superar el idealismo. A lo
sumo se puede remplazar la construcción idealista por otra construcción. Pero entonces se está
decididamente en desventaja, frente al idealismo, desde el punto de vista metódico, puesto que el
idealismo da una teoría del conocimiento mucho más sencilla y unitaria, ya que trata de explicar el
fenómeno del conocimiento sin la hipótesis de una realidad extraconsciente. Una verdadera solución del
problema sólo es posible si se admite, además de la sensación y el pensamiento, otra fuente de cono‐
cimiento: la experiencia interna y la intuición. La importancia de esta fuente resulta clara cuando se
considera la historia de la cultura humana. La índole de las grandes obras religiosas, filosóficas y
artísticas, prueba que en su generación tuvieron parte otras funciones de la conciencia que la sensación
y el pensamiento. Estas fuerzas cognoscitivas irracionales constituyen el órgano del conocimiento del

56
mundo exterior. Éste es experimentado y vivido inmediatamente por nosotros. Y lo mismo pasa con la
existencia de nuestros prójimos. Tampoco "la intimidad extraña de nuestros prójimos es inferida, sino
vivida de un modo originario".

Mucho menos discutido que el conocimiento del mundo exterior es el conocimiento de la


existencia de nuestro yo. La gran mayoría de los filósofos sustenta la opinión que Descartes formuló
claramente por vez primera. Vivimos y aprehendemos inmediatamente nuestra propia existencia. En
nuestro pensamiento y voluntad nos vivimos como seres realmente existentes. No nos es menester
ningún raciocinio, nos basta una simple autointuición, para cerciorarnos de nuestra propia existencia.
Exactamente observa a este respecto Bergson: "Hay por lo menos una realidad que todos nosotros
comprendemos desde adentro, por intuición y no por mero análisis. Es nuestra propia persona en su
curso a través del tiempo. Es nuestro yo, que dura. No podemos coexperimentar intelectualmente
ninguna otra cosa. Pero es seguro que nos experimentamos a nosotros mismos" (Introducción a la
metafísica, 1912, p. 5 y ss.).

Si pasamos ahora a las esferas del valor, vemos que donde la intuición es menos discutida es en
la esfera estética. Casi nunca se ha discutido en serio que el valor estético de una imagen, de una obra de
arte, de un paisaje, sea aprehendido por nosotros de un modo inmediato, emocional, o sea, que haya
una intuición estética. Basta, en efecto, una simple reflexión para verlo así. Si cuando vivimos, por
ejemplo, la belleza de un paisaje, intentásemos comunicarla y revelarla mediante operaciones intelectuales
a otra persona que no sintiese la belleza, pronto veríamos que era un intento emprendido con medios
inadecuados. Los valores estéticos no pueden percibirse intelectual ni discursivamente, sino sólo
emocional e intuitivamente. Es cierta la sentencia del poeta: "Si no lo sentís, es inútil que lo queráis
alcanzar".

La cosa no es tan sencilla en la esfera ética. Cuando valoramos las intenciones y las acciones
humanas, adjudicando a un hecho el predicado de "bueno", a otro el predicado de "malo", este juicio de
valor tiene lugar, según una concepción muy difundida, por aplicación de una unidad de medida, de una
norma moral, a las acciones correspondientes, que son medidas en cierto modo con ella. Nuestros juicios
morales de valor descansan, según esto, en un conocimiento discursivo‐racional. No cabe negar que hay,
en efecto, juicios de valor que tienen lugar de este modo. Pero no son los primeros ni los fundamentales.
Éstos se basan más bien en una experiencia y aprehensión inmediata, emocional de los valores. Ello se
revela también en el hecho de que no nos es dado hacer accesibles esos valores a otras personas por vía
intelectual. Como observa exactamente Messer, "quien al comparar un vividor con una personalidad
moralmente pura no vea con íntima convicción, con inmediata evidencia, el más alto valor objetivo de
esta última, tampoco podrá comprenderlo mediante pruebas intelectuales" (Ética, 1918, p. 92). Y
aunque se conceda que el valor moral de determinadas formas de conducta (por ejemplo: la justicia, la
templanza, la pureza) puede probarse, al menos hasta cierto grado, mediante una consideración racional
de la esencia y del fin del hombre, habrá que conceder, por otra parte, que el íntimo valor, la verdadera
cualidad valiosa de sentimientos como la justicia, la templanza y la pureza, sólo puede experimentarse y
vivirse inmediatamente, sólo puede conocerse intuitivamente.

Consideremos, en fin, brevemente, la esfera del valor religioso. También hay en ella una
concepción muy difundida que sostiene que el valor objeto de la vida religiosa, el objeto de la religión,
sólo puede conocerse por vía discursivo‐racional. Pero la historia y la psicología de la religión
demuestran, por el contrario, que la vivencia y la intuición también representan un papel sobresaliente

57
en la esfera religiosa. En su obra La experiencia religiosa como problema filosófico, observa el psicólogo
de la religión Oesterreich: "Dondequiera que existe una intensa vida religiosa, hallamos la creencia de
estar en inmediato contacto de conciencia con Dios. Lo divino deja de ser trascendente, entra en la
esfera de lo inmanente, es experimentado, vivido, inmediatamente" (p. 11). Lo mismo juzga Volkelt en su
opúsculo, sumamente valioso, ¿Qué es la religión?, cuando ve lo peculiar de la vida religiosa en que
"intimamos de un modo inmediato, esto es, no por medio del pensamiento, ni del raciocinio, ni de la
demostración, con un objeto que se extiende hasta la esfera de lo inexperimentable" (p. 10). "De mi‐
llones de maneras ‐advierte‐ se ha atestiguado el hecho de que existe una certeza intuitiva, absolutamente
peculiar, allí donde el hombre está inmediatamente cierto de sentirse en anión con lo Infinito, con lo
Absoluto, con el principio más profundo de todo ser, con lo eternamente uno" (p. 12 y ss.).

Al exponer la historia del problema de la intuición, hemos visto el importante papel que la teoría
del conocimiento intuitivo‐místico de Dios ha representado en la historia de la filosofía y de la teología.
Desde San Agustín, que sentó la teoría, continuando a Plotino, y la introdujo en la mística cristiana de la
Edad. Media, corre, una línea casi continua hasta el presente, en que Scheler, en su obra De lo eterno en
el hombre, considera justamente como el fin de sus esfuerzos en filosofía de la religión "presentar de un
modo más claro cada vez este contacto inmediato del alma con Dios, contacto que San Agustín se
esforzaba por rastrear siempre en la experiencia de su gran corazón y expresar en palabras con los
medios del pensamiento neoplatónico" (Prólogo).4

Los defensores del intelectualismo religioso, que sólo admiten un conocimiento discursivo‐
racional en la esfera religiosa, como Geyser, Messer y otros, parten de un supuesto falso. Confunden la
religión con la metafísica. En la esfera metafísica sólo hay en último término, como hemos visto, un
conocimiento racional. La razón tiene la última palabra. Pero los filósofos aludidos no ven que Dios no es
objeto de la metafísica, sino de la religión. La metafísica trata exclusivamente de lo absoluto, del
principio del universo. Pero este absoluto de la metafísica es toto coelo distinto del Dios de la religión.
Aquél es un ser, éste es en primer término un valor. Y como todos los valores, también el valor de Dios
nos es dado exclusivamente en la experiencia interna. Dios no llega a nuestra presencia en la actitud
metafísico‐racional, sino sólo en la experiencia religiosa.

Debemos oponer al intelectualismo religioso el hecho de que la certeza que el hombre religioso
posee respecto de Dios es de una índole completamente distinta de la que se obtiene mediante
complicados razonamientos metafísicos. Si la fe religiosa en Dios reposase en semejantes bases, no
poseería esa absoluta invencibilidad que tiene efectivamente en el hombre religioso. Nadie se ha dejado
martirizar hasta hoy por una hipótesis metafísica; pero millones de hombres, dentro y fuera del
cristianismo, han derramado la última gota de su sangre por su fe en Dios. Este hecho habla un lenguaje
claro para todo el que no tenga prevenciones.

4
Más detalles sobre este punto, en mi obra San Agustín y su significación en la actualidad, Stuttgart, 1924.

58
V
EL CRITERIO DE LA VERDAD

1. El concepto de la verdad

Fáltanos por investigar una última cuestión: la del criterio de la verdad. No es bastante que
nuestros juicios sean verdaderos; necesitamos la certeza de que lo son. ¿Qué nos presta esta certeza?
¿En qué conocemos que un juicio es verdadero o falso? Ésta es la cuestión del criterio de la verdad.
Antes de poder responderla necesitamos tener un concepto claro de la verdad.

Hemos hablado ya con frecuencia de este concepto. En la descripción del fenómeno del
conocimiento encontramos que, para la conciencia natural, la verdad del conocimiento consiste en la
concordancia del contenido del pensamiento con el objeto. Designamos esta concepción como el
concepto trascendente de la verdad. Pero frente a éste hay otro que podemos designar como concepto
inmanente de la verdad. Según éste, la esencia de la verdad no radica en la relación del contenido del
pensamiento con algo que se halla frente a nuestro pensamiento, algo trascendente al pensamiento,
sino con algo que reside dentro del pensamiento mismo. La verdad es la concordancia del pensamiento
consigo mismo. Un juicio es verdadero cuando está formado con arreglo a las leyes y a las normas del
pensamiento. La verdad significa, según esto, algo puramente formal; coincide con la corrección lógica.

La decisión sobre cuál de ambos conceptos de la verdad sea el justo, se halla implícita en la
posición que hemos tomado en la discusión entre el idealismo y el realismo. Creímos deber decidir esta
discusión a favor del realismo. Esto significa rechazar el concepto inmanente de la verdad; pues este
concepto puede caracterizarse igualmente como concepto idealista de la verdad. Este concepto sólo
tiene sentido en el terreno del idealismo. Pues sólo si no hay objetos extra‐conscientes reales tiene
sentido concebir la verdad de puro modo inmanente. Esta concepción es entonces necesaria. Pues si no
hay objetos independientes del pensamiento sino que todo ser se halla dentro de la esfera de éste, la
verdad sólo puede residir en la concordancia mutua de los contenidos de aquél, en la corrección lógica.

El concepto inmanente de la verdad puede conciliarse también con aquella posición epistemológica
que Eduard von Hartmann llama el "idealismo inconsecuente" y que nosotros hemos estudiado bajo el
nombre de fenomenalismo. Según éste, hay objetos independientes del pensamiento, cosas en sí. Pero
son completamente incognoscibles. Por eso no tiene sentido, desde este punto de vista, considerar la
verdad como la concordancia del pensamiento con los objetos; sobre esta concordancia nada podemos
decir, porque no conocemos los objetos. La verdad del conocimiento sólo puede consistir, por ende, en
la producción correcta ‐conforme a las leyes‐ del objeto, esto es, en que el pensamiento concuerde con
sus propias leyes.

Como hemos visto, esta posición, defendida por Kant, no puede sostenerse. El dilema es: o se
borran las cosas en sí y se estatuye un riguroso idealismo, como ha hecho el neo‐kantismo, desarrollando
las ideas kantianas, o se reconocen objetos reales, independientes de la conciencia, como ha hecho el
mismo Kant. Pero en este caso es imposible prescindir de la relación con los objetos en los conceptos del
conocimiento y de la verdad. También en Kant representan los objetos un papel importante en la
explicación genética del conocimiento. Ellos son la causa de las sensaciones, que se producen porque las
cosas en sí afectan nuestra conciencia. Cierto que las sensaciones carecen, según Kant, de todo orden y
determinación. Pero como ya vimos anteriormente, el hecho de que apliquemos a las sensaciones ya
esta, ya aquella forma de la intuición o del pensamiento, hace menester que supongamos un fun‐
damento objetivo del mismo en el material de las sensaciones. Aunque el espacio y el tiempo sólo
existan formalmente en nuestra conciencia, debemos admitir que los objetos tienen en sí ciertas
propiedades que nos inducen a emplear esas formas de la intuición. Y lo mismo cabe decir de las formas
del pensamiento, de las categorías. Aunque la causalidad sea primariamente una forma del
pensamiento, necesitamos suponer que tiene un fundamentum in re, si queremos explicar el hecho de
que determinadas percepciones nos induzcan a emplear justamente esta categoría. Exactamente
observa Heinrich Maier: "Ya la forma en que los elementos de nuestras representaciones de la realidad
aluden a lo transubjetivo nos fuerza a suponer en esta x cierta estructura, ciertas propiedades positivas",
(Psicología del pensamiento emocional, p. 328).

Pero esta manera de ver, se objetará, ¿no nos hace tornar a aquel concepto del conocimiento
que considera éste como una reproducción, una copia del mundo objetivo y que hemos declarado
exclusivista e inadmisible? Esta objeción, empero, es precipitada. Descansa en este dilema: el conoci‐
miento es o una producción o una reproducción del objeto. Pero esta disyuntiva es incompleta. Con
razón advierte Külpe: "Hay que guardarse de la disyuntiva incompleta según la cual el conocimiento es
necesariamente o una creación o una copia. Hay un tercer término: una aprehensión de las realidades no
dadas, pero que se revela por medio de lo dado" (Realización, I, p. 238). Nuestro conocimiento está y
estará en relación con los objetos. No hay idealismo que pueda soslayar este punto. Pero esta relación
no necesita consistir en una reproducción; basta admitir que entre el contenido del pensamiento y el
objeto existe una coordinación, una relación regular. Los contenidos de nuestro pensamiento no son
reproducciones, sino más bien "símbolos de las propiedades transubjetivas", para hablar con Maier (p.
335). Pero, añade, "este conocimiento simbólico‐abstracto es capaz de penetrar profundamente en el
reino de lo transubjetivo" (p. 328).

De este modo venimos a confirmar la concepción que la conciencia natural tiene del
conocimiento humano y que describimos al principio. Pero esta confirmación significa a la vez una
depuración crítica de aquella concepción. La idea básica, según la cual el conocimiento representa una
relación entre un sujeto y un objeto, ha resultado sostenible. Pero con este concepto del conocimiento
queda justificado también, en principio, el concepto de la verdad que tiene la conciencia natural. Para
ésta es esencial la relación del contenido del pensamiento con el objeto. Esta relación no significa,
empero, una reproducción, sino una coordinación regular, y aquí es donde la concepción natural sufre
una corrección.

El idealismo representa el intento de suprimir el dualismo del sujeto y el objeto en el problema


del conocimiento y de estatuir un monismo epistemológico. El idealismo hace este intento, porque cree
poder suprimir de este modo todas las dificultades inherentes al problema del conocimiento. Pues éstas
le parecen tener su causa más profunda en dicho dualismo. Pero esta interpretación monista del
fenómeno del conocimiento violenta la realidad. Se funda, en efecto, en hacer valer una sola de las tres
esferas a que toca el fenómeno del conocimiento. Esta esfera es la lógica. El aspecto psicológico y el
aspecto ontológico del fenómeno del conocimiento son escamoteados, por decirlo así, en favor del
lógico. Por eso pudimos designar esta posición con el nombre de logicismo.

60
2. El criterio de la verdad

La cuestión del criterio de la verdad está en conexión estrechísima con la cuestión del concepto
de la verdad. Esto puede demostrarse fácilmente en el idealismo lógico. La verdad significa para él, como
hemos visto, la concordancia del pensamiento consigo mismo. ¿En qué podemos conocer esta
concordancia? La respuesta dice: en la ausencia de contradicción. Nuestro pensamiento concuerda
consigo mismo cuando está libre de contradicciones y sólo entonces. El concepto inmanente o idealista
trae consigo necesariamente el considerar la ausencia de contradicción como criterio de la verdad.

La ausencia de contradicción es, en efecto, un criterio de la verdad; pero no un criterio general,


válido para todo el conocimiento, sino un criterio válido solamente para una clase determinada de
conocimiento, para una esfera determinada de éste. Resulta palmario cuál es esta esfera: es la esfera de
tas ciencias formales o ideales. Piénsese en la lógica o en la matemática. El pensamiento no se encuentra
con objetos reales, sino con objetos mentales, ideales; permanece en cierto modo dentro de su propia
esfera. Es válido, por tanto, el concepto inmanente de la verdad, y, por consiguiente, también el criterio
de la misma, dado con él. Mi juicio es, en este caso, verdadero cuando está formado con arreglo a las
leyes y normas del pensamiento. Y conocemos que es así en la ausencia de contradicción.

Pero este criterio fracasa tan pronto como no se trata de objetos ideales sino de objetos reales o
de objetos de conciencia. Para este caso necesitamos buscar otros criterios de a verdad. Detengámonos
ante todo en los datos de la conciencia. Poseemos una certeza inmediata del rojo que vemos o del dolor
que sentimos. Aquí tenemos otro criterio de la verdad. Consiste en la presencia o realidad inmediata de
un objeto. Según esto, son verdaderos todos los juicios que descansan en una presencia o realidad
inmediata del objeto pensado. Se habla también de una "evidencia de la percepción interna" (Meinong).
Lo mismo quiere decir Volkelt cuando habla de una "autocerteza de la conciencia". Ésta es para él "un
principio de certeza absolutamente último" (Certeza y verdad, p. 69). Caracteriza esta certeza más
concretamente como una certeza prelógica. Esto significa que en esta certeza todavía no tiene parte el
trabajo del pensamiento. Volkelt incluye en esta clase de certeza, no sólo la percepción inmediata de
determinados contenidos de conciencia, sino también la de las relaciones existentes entre ellos. En el
círculo de la autocerteza de la conciencia no sólo entra el juicio "veo un negro y un blanco", sino también
el juicio "el negro es distinto del blanco". Esto se funda en que "simultáneamente con estos dos
contenidos de la sensación, que llamamos negro y blanco, con arreglo al lenguaje usual, nos es dada su
diversidad" (p. 99).

Ahora bien, cabe preguntar si el criterio de la evidencia inmediata es válido, no sólo para los
contenidos de la percepción, sino también para los contenidos del pensamiento. Esta cuestión equivale a
la de si además de la evidencia de la percepción hay una evidencia del pensamiento conceptual y si po‐
demos ver en ella un criterio de la verdad.

Muchos filósofos responden, desde luego, afirmativamente a esta cuestión. Esta afirmación puede tener
un doble sentido. Se puede entender por evidencia algo irracional y algo racional. En el primer caso, la
evidencia es sinónimo del sentimiento de evidencia, esto es, de una certeza emocional inmediata. Este
sentimiento se da en todo conocimiento intuitivo. Representa algo subjetivo y no puede pretender, por
tanto, validez universal. La peculiaridad de la certeza intuitiva consiste justamente en que no puede ser
probada de un modo lógicamente convincente, universalmente válido, sino que sólo puede ser vivida

61
personalmente. Pero esto no significa en modo alguno renunciar a la objetividad. El juicio "una
personalidad moralmente pura encarna un valor moral más alto que un hombre entregado a bajos
goces", expresa un hecho ético objetivo y puede, por ende, pretender la objetividad, aunque no quepa
obtener por la fuerza de la lógica su reconocimiento y carezca, por lo tanto, de validez universal. Hay que
distinguir entre la objetividad y la validez universal. Muchas objeciones contra la intuición y el conocimiento
intuitivo descansan justamente en no saber distinguir entre la objetividad y la validez universal del
conocimiento.

Todo conocimiento científico posee validez universal. Cabe identificar el conocimiento científico
con el conocimiento universalmente válido. Por consiguiente, no puede tomarse en consideración la
evidencia en el sentido descrito, como criterio de la verdad, en la esfera teórica y científica. Si alguien
quisiera, por ejemplo, justificar las leyes supremas del pensamiento acudiendo al sentimiento de
evidencia que acompaña la comprensión de estas leyes, y dijese, verbigracia: "estos juicios son
verdaderos, porque me siento íntimamente compelido a tenerlos por verdaderos", ello significaría
renunciar a la validez universal y, por ende, poner fin a toda filosofía científica.

No obstante, muchos filósofos sostienen que la evidencia es un criterio de la verdad en la esfera


teórica. Pero entienden la evidencia en el segundo sentido antes indicado. La evidencia no es para ellos
algo emocional, irracional, sino algo intelectual, racional. Significa para ellos la visión inmediata de lo
dado objetivamente. Esta evidencia se presenta como una evidencia lógica u objetiva, en contraste con
la evidencia psicológica o subjetiva anteriormente tratada. Pero esta distinción no conduce al fin
buscado. Los filósofos que la hacen no pueden menos de distinguir dentro de la evidencia lógica u
objetiva entre evidencia verdadera y falsa, real y aparente, auténtica y apócrifa. Pero esto es abandonar
la evidencia como propio y último criterio de la verdad. Pues ahora necesitamos otro criterio que nos
diga cuándo y dónde se trata de una evidencia verdadera y auténtica; y cuándo y dónde, de una
evidencia meramente aparente y apócrifa.

No es verdadera solución de la dificultad la que ofrece Geyser en su opúsculo Sobre la verdad y


la evidencia. Geyser distingue entre la evidencia y la vivencia de la evidencia y entiende por la primera el
hecho objetivo a que se refiere el juicio. Esta solución parece a primera vista vencer la dificultad. Pues la
distinción entre evidencia auténtica y evidencia apócrifa no se referiría entonces a la evidencia misma,
sino a la vivencia de la evidencia. Pero no es lícito colocar la evidencia fuera de la conciencia, como lo
hace Geyser. Entiéndase por evidencia lo que se quiera, en todo caso no se puede prescindir en ella de la
relación con la conciencia cognoscente, ya se caracterice esta relación ‐desde el objeto o el hecho‐ como
un ver claramente, ya desde la conciencia, como un intuir o percibir. Como Geyser emplea, pues, la
palabra evidencia en un sentido contrario al uso filosófico, sólo escapa aparentemente a la dificultad que
existe en este punto.

Sin duda hay también una evidencia en la esfera del pensamiento. Juicios como "todos los
cuerpos son extensos" o "el todo es mayor que la parte" son juicios cuya verdad brilla inmediatamente
para nosotros. Pero no puede considerarse la evidencia como la verdadera base de la validez de estos
juicios. La evidencia sólo es la forma en que lo lógico se hace sentir en nuestra conciencia. "Lo único que
cabe decir es que la pura necesidad objetiva de lo lógico se presenta subjetivamente a nuestra
conciencia en la forma de una certeza inmediata [...] Por eso, cuando se trata de fundamentar
lógicamente un juicio, no puede responderse a la pregunta de en qué consiste el criterio de la rectitud de
la fundamentación, diciendo que consiste en la certeza inmediata con que el juicio se impone; sino que

62
hay que decir que consiste sólo en que el fundamento aducido funde el juicio en cuestión de un modo ló‐
gicamente convincente" (Volkelt).

El fundamento lógico de los dos juicios citados no reside en la evidencia, sino en las leyes lógicas
del pensamiento. Si analizamos el concepto de cuerpo, encontramos en él la nota de la extensión;
asimismo encontramos, al analizar el concepto de "todo", que éste es necesariamente mayor que su
parte. En estos análisis de conceptos dirígennos las leyes lógicas del pensamiento, el principio de
identidad y el principio de contradicción En ellas radica últimamente la verdad de aquellos juicios. Quien
no reconoce aquellos juicios niega indirectamente las leyes lógicas del pensamiento. Estas constituyen,
por ende, el último fundamento de la validez de aquellos juicios.

Si preguntamos cuál es el fundamento de las mismas leyes supremas del pensamiento, es


evidente que estas leyes tienen que fundarse en sí mismas. Pero esta autofundamentación no reposa a
su vez en la evidencia, sino en el carácter de supuestos necesarios de todo pensamiento y conocimiento
que tienen esas leyes. En estas leyes se revela la estructura, la esencia del pensamiento. No son otra cosa
que formulaciones de las leyes esenciales del pensamiento. Su negación significa, por ende, la anulación
del pensamiento mismo. Todo pensamiento y conocimiento es imposible sin ellas. En esto reside su jus‐
tificación. Es ésta aquella fundamentación que Kant expuso por vez primera, designándola como
"deducción trascendental".

Pero hay principios del conocimiento que no pueden reducirse a las leyes lógicas del
pensamiento. Tal es, por ejemplo, el principio de causalidad. Como veremos más tarde, no es posible
fundamentar este principio por el camino del análisis de los conceptos. Sólo es posible también darle una
fundamentación trascendental. Reside ésta en el carácter que el principio de causalidad tiene de
supuesto necesario, no de todo conocimiento y pensamiento, pero sí de todo conocimiento científico
real, dirigido al ser y al devenir reales. En la esfera del ser y el devenir reales no podemos dar un solo
paso de conocimiento, si no partimos del supuesto de que todo cuanto sucede tiene lugar regularmente,
está dominado por el principio de causalidad. El fundamento tampoco en este caso reside, pues, en la
evidencia, sino en la significación de este principio destinado a servir de fundamento al conocimiento. En
general podemos decir con Switalski: "Lo que garantiza la validez de los principios no es la vivencia
matizada de la evidencia, sino la íntima intuición de la fecundidad sistemática de los mismos" (Problemas
del conocimiento, II, p. 13).

63
SEGUNDA PARTE

TEORÍA ESPECIAL DEL CONOCIMIENTO

64
1. Su problema

L
a teoría del conocimiento trata de estudiar la significación objetiva del pensamiento humano, la
referencia de éste a sus objetos. La referencia de todo pensamiento a los objetos es el objeto
formal de la teoría del conocimiento. Por eso la caracterizamos también como teoría del
pensamiento verdadero.

Ahora bien, mientras la teoría general del conocimiento investiga la referencia de nuestro
pensamiento a los objetos en general, la teoría especial del conocimiento vuelve la vista hacia aquellos
contenidos del pensamiento en que esta referencia encuentra su expresión más elemental. Con otras
palabras, investiga los conceptos básicos más generales, por cuyo medio tratamos de definir los objetos.
Estos conceptos supremos se llaman categorías. La teoría especial del conocimiento es, por ende,
esencialmente una teoría de las categorías.

En cuanto teoría de las categorías, la teoría especial del conocimiento se halla en relación más
estrecha con la metafísica general u ontología. Pues ésta, como teoría del ser, investiga también,
naturalmente, los conceptos más generales que se refieren al ser. Pero las categorías son tratadas por la
teoría especial del conocimiento y por la metafísica desde distintos puntos de vista. "La teoría de las
categorías", observa Volkelt, investigan los mismos conceptos, pero la manera de plantear el problema
es esencialmente distinta en ambas ciencias. La teoría de las categorías fija su vista en el origen lógico de
estas formas del pensamiento, investiga cómo brotan estos conceptos de las leyes esenciales del
pensamiento en concurrencia con el carácter de lo dado empíricamente. Con esto queda dicho que la
teoría de las categorías realiza esta investigación exclusivamente desde el punto de vista de la validez. La
discusión del origen lógico de las categorías es a la vez una explicación del carácter de su validez. La
metafísica tiene una orientación muy distinta; el punto de vista que le da la norma es el del ser. La
metafísica quiere llegar a conocer la estructura esencial del universo, los principios de toda realidad,
partiendo de los hechos de experiencia" (Certeza y verdad, p. 565).

En la exposición de la teoría especial del conocimiento procederemos del modo siguiente.


Discutiremos primero la esencia de las categorías, esto es, la cuestión de su validez objetiva. Nos
ocuparemos luego de los distintos ensayos hechos para establecer un sistema de categorías.
Escogeremos después las dos categorías más importantes, la sustancia y la causalidad, para hacerlas
objeto de una discusión especial. Y como conclusión examinaremos brevemente la cuestión de la
relación entre la fe y el saber.

2. La esencia de las categorías

Es palmario que la posición epistemológica adoptada en principio resulta decisiva para la


concepción de las categorías. Si el conocimiento humano es, como enseña Aristóteles, una reproducción
de los objetos; si éstos tienen una forma y una naturaleza propias, entonces los conceptos fundamen‐
tales del conocimiento, las categorías, representan propiedades generales de los objetos, cualidades
objetivas del ser. Si, por el contrario, el pensamiento produce los objetos, como enseña Kant, las
categorías resultan puras determinaciones del pensamiento, formas y funciones a priori de la conciencia.

65
Dos concepciones de la esencia de las categorías se hallan, pues, frente a frente: según la una, las
categorías son formas del ser, propiedades de los objetos; según la otra, son formas o determinaciones
del pensamiento. Aquélla es la concepción realista y objetivista; ésta, la idealista y apriorista.

Esta última es defendida hoy por el neokantismo, que ha desenvuelto, como hemos visto, el
idealismo trascendental de Kant en un riguroso panlogismo. Según él, los objetos son producidos por
nuestra conciencia cognoscente, no sólo en cuanto a su esencia, sino también en cuanto a su existencia.
Los medios principales de que nos servimos para ello son las categorías. Estas son, por consiguiente,
"elementos del pensamiento puro" (Cohen), "funciones lógicas fundamentales" (Natorp). Tenemos aquí,
pues, una concepción de las categorías rigurosamente idealista y apriorista. Las categorías no son más
que puras determinaciones del pensamiento.

En el terreno de la concepción objetivista de las categorías se hallan hoy la fenomenología, la


teoría del objeto y el realismo crítico. El fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, distingue en sus
Ideas sobre una fenomenología pura y una investigación fenomenológica, entre las categorías formales o
lógicas y las categorías materiales o regionales. Por las primeras entiende "aquellos conceptos mediante
los cuales se define la esencia lógica de un objeto en general en el sistema total de los axiomas, o que
expresan las propiedades absolutamente necesarias y constitutivas de un objeto como tal" (p. 22). Dis‐
tintas de éstas son las categorías materiales o regionales. "Estos conceptos no expresan meras
especificaciones de las categorías lógicas puras, como los conceptos generales, sino que se distinguen
porque expresan, en virtud de los axiomas regionales, lo peculiar de la esencia regional, o lo que es lo
mismo, expresan con universalidad eidética lo que es por necesidad inherente, a priori y de un modo
sintético, a un objeto individual de la región" (p. 31). La concepción objetivista resalta claramente tanto
en la definición de las categorías formales como en la de las materiales. Scheler se expresa en el mismo
sentido sobre la esencia de las categorías, cuando advierte, volviéndose contra Kant: "Tanto el material
de las sensaciones, caótico e informe, como las funciones de síntesis regular (las funciones categoriales),
que no se encuentran por ninguna parte, son puras invenciones de Kant, condición la una de la otra. Las
unidades formales que Kant aduce como ejemplos de sus categorías, y otras muchas que no aduce, son
propiedades de los objetos, que pertenecen a lo dado mismo: así la sustancia y la causalidad, las
relaciones, las figuras, etcétera" (De lo eterno en el hombre, p. 441 y ss.).

Las categorías se presentan asimismo como propiedades de los objetos en la moderna teoría del
objeto, fundada por Alexius Meinong. Esta teoría tiene por concepción básica, en efecto, la de que la
conciencia cognoscente se halla frente a objetos acabados, definidos de suyo. De esto resulta, desde
luego, la concepción objetivista de las categorías. El filósofo Hans Driesch, fuertemente influido por la
teoría del objeto, juzga así, coincidiendo por completo con la concepción imperante en esta teoría: "Hay
que rechazar en absoluto la doctrina de que lo dado es un 'material' en bruto, caótico, que yo elaboro de
un modo activo con formas de orden: yo intuyo lo dado en sus formas de orden intuitivas y no intuitivas"
(El saber y el pensamiento, 1919, p. 25).

Se ha distinguido sobremanera en el intento de fundamentar epistemológicamente la


concepción objetivista de las categorías, Oswald Külpe, a quien ya conocemos como uno de los
principales representantes del realismo crítico. En su ensayo Sobre la teoría de las categorías trata de
defender el objetivismo, haciendo siete objeciones de principio a la concepción idealista y apriorista. El
idealismo no logra, según él, hacer comprensible por la naturaleza del pensamiento, ni la diversidad de
las mismas formas categoriales, ni la diversidad de sus esferas de validez. Tampoco puede explicar el

66
hecho "de que las determinaciones categoriales están en conexión regular con otras y de que la
afirmación de la existencia de una categoría o de un complejo de ellas en relación a uno o varios objetos,
se haga con una seguridad y un rigor que no ceden a la comprobación de las realidades empíricas
inmediatas" (p. 52 y ss.). La concepción idealista queda por ello perpleja ante el problema de la unión de
las propiedades categoriales con las demás inherentes al objeto. Tampoco puede dar una explicación
satisfactoria a la dependencia de los sistemas de categorías respecto de las esferas de objetos,
dependencia que resalta de un modo especialmente claro en la filosofía moderna. La solución idealista
del problema tropieza, finalmente, con otras dos dificultades de principio. La primera se refiere a la
posición lógica de los conceptos categoriales. "Si las funciones del pensamiento se limitan a descubrir las
propiedades categoriales en los objetos y a demostrar que son cualidades o relaciones de éstos, puede
recorrerse la gradación lógica subiendo hasta ellas o descendiendo de ellas, sin un salto ni un cambio de
dirección. La validez universal es entonces el simple resultado de encontrarse a la cabeza de todo el
orden. Pero si las formas o las funciones del pensamiento son el contenido de los conceptos
fundamentales, no se ve fácilmente cómo puedan obtener o conservar su preminencia lógica" (p. 73). La
segunda dificultad concierne a la posición de la psicología frente a las categorías. La psicología considera
las categorías, no como funciones psíquicas primarias, según exigiría la concepción idealista, sino tan
sólo como direcciones y operaciones especiales de las mismas. De todo esto resulta que "las deter‐
minaciones categoriales no hacen otra cosa que fijar las cualidades y las relaciones más generales
inherentes a los objetos" (p.88).

Külpe tiene indiscutiblemente razón al afirmar que no es posible obtener las categorías mediante
el pensamiento puro. En su producción, no sólo tiene parte el pensamiento, sino también la experiencia.
Como consecuencia, las categorías apuntan a los objetos y a las propiedades de éstos. No hay idealismo
ni apriorismo que pueda quitarles ésta su referencia a los objetos. Pero con esto no se ha dicho todavía
que las categorías sean reproducciones adecuadas de las propiedades de los objetos. Con arreglo a lo
expuesto acerca del problema del sujeto y el objeto, lo único que podemos decir es que los objetos
deben tener tal naturaleza que nos induzcan a aplicarles determinadas categorías. Deben existir, por
ende, relaciones regulares entre el objeto y las categorías. Podemos resumir también nuestra
concepción, diciendo con Eisler "que las propiedades de los contenidos de la experiencia se hallan en
relación unívoca con modalidades de los factores trascendentes de que dependen. Aunque la naturaleza
y las formas de acción de estos factores como tales no sean directamente cognoscibles ‐pero sí
concebibles‐, tenemos al menos un conocimiento indirecto, simbólico, de ellos, una traducción de su ser
en el lenguaje de la conciencia. No existe, según esto, identidad o igualdad entre la conciencia
cognoscente y la realidad absoluta, pero sí una coordinación de determinados elementos del ser
fenoménico al ser en sí de las cosas, en la cual descansa la objetividad del conocimiento, la posibilidad de
un conocimiento universalmente válido de los mismos objetos por los más diversos sujetos" (Introducción
a la teoría del conocimiento, p. 267).

3. El sistema de las categorías

En el curso de la historia de la filosofía se han hecho muchos ensayos para agrupar las categorías,
para hallar un sistema de categorías. El primero fue el de Aristóteles. Éste distingue diez "clases de
afirmaciones sobre el ser" o categorías: 1. Sustancia o esencia (por ejemplo, hombre, caballo); 2.

67
Cantidad (por ejemplo, dos o tres varas de largo); 3. Cualidad (por ejemplo, sabio, culto); 4. Relación (por
ejemplo, menor que éste, mayor que aquél); 5. Lugar (por ejemplo, en el mercado); 6. Tiempo (por
ejemplo, hoy, ayer); 7. Posición (por ejemplo, está echado, está sentado); 8. Estado (por ejemplo, está
vestido, está armado); 9. Acción (por ejemplo, corta); 10. Pasión (por ejemplo, es cortado).

Aristóteles obtiene esta tabla de las categorías considerando la proposición enunciativa. Los
elementos esenciales de la proposición son el sujeto y el predicado. La categoría aristotélica de la
sustancia no es en el fondo otra cosa que el sujeto sustantivo: las otras nueve categorías, que significan
puros accidentes, son los predicados posibles. Pueden condensarse las diez categorías en una frase: "El
gran (cantidad) caballo (sustancia) castaño (cualidad) del caballero (relación) está (posición o acción o
pasión) ensillado (estado) por la mañana (tiempo) en el patio (lugar)".

Contra el sistema aristotélico de las categorías se ha hecho observar con razón que el supuesto
que le sirve de base, el paralelismo entre las clases de palabras y las categorías, es inexacto. Significa,
por ende, un progreso sobre Aristóteles que Kant trate de derivar las categorías, no de las clases de
palabras, sino de las clases de juicios. Según Kant, el entendimiento es la facultad de juzgar. En toda clase
de juicio, la unión (síntesis) del sujeto y del predicado tiene lugar desde un punto de vista determinado.
La categoría indica precisamente ese punto de vista. Hay, por lo tanto, según Kant, tantas categorías
como clases de juicios pueden distinguirse. Los juicios se dividen del modo siguiente: 1°, por la cantidad,
esto es, la extensión de su validez, en singulares (este S es P), particulares (algunos S son P) y universales
(todos los S son P); 2°, por la cualidad, en afirmativos (S es P), negativos (S no es P) e infinitos (S es un
no‐P); 3°, por la relación entre las representaciones enlazadas, en categóricos (S es P), hipotéticos (si S es
P, no es Q], y disyuntivos (S es o P o Q); 4°, por la modalidad, esto es, su valor cognoscitivo, en
problemáticos (S es quizá P), asertóricos (S es P) y apodícticos (S es necesariamente P).

El sistema de las categorías responde a este sistema de las clases de juicios: 1° Categorías de la
cantidad: unidad, pluralidad, totalidad. 2° Categorías de la cualidad: realidad, negación, limitación. 3°
Categorías de la relación: sustancia‐accidente, causa‐efecto, acción recíproca. 4° Categorías de la
modalidad: existencia, posibilidad, necesidad.

Lo que Hauck dice en su ensayo sobre El origen de la tabla kantiana de los juicios, sólo
representa la reproducción del juicio hoy casi general sobre la tabla kantiana de las categorías: "El error
de Kant consiste en querer obtener con la tabla de los juicios una guía segura para descubrir los
conceptos puros del entendimiento, a la vez que estructurar esta misma guía con arreglo a los conceptos
en que está pensando. Si encuentra en los juicios lo buscado, es sólo porque él mismo lo ha puesto antes
en ellos" (Estudios kantianos, XI, p. 207).

El ensayo de un sistema de categorías más importante que se ha hecho desde Kant, es el de


Eduard von Hartmann. Hartmann define la esencia de las categorías del modo siguiente: "Entiendo por
una categoría ‐dice en el prólogo de su Teoría de las categorías‐ una función intelectual inconsciente de
naturaleza y forma determinadas, o una determinación lógica inconsciente que establece una relación
determinada". Las categorías pertenecen, según esto, a la esfera de lo inconsciente. Sólo entran en la
esfera de la conciencia por sus resultados, por ciertos elementos formales del contenido de la
conciencia. La reflexión consciente puede extraer a posteriori, por abstracción, del contenido de la
conciencia, que se le da hecho, las formas de relación que intervinieron en su formación, y obtener así
los conceptos categoriales. Estos son, pues, "los representantes en la conciencia de las funciones

68
categoriales inconscientes inferidas inductivamente". El método de que Hartmann se sirve para
descubrir las categorías es, según esto, el análisis psicológico del contenido de la conciencia.

Hartmann divide las categorías en categorías de la sensibilidad y categorías del pensamiento. Las
primeras se dividen, a su vez, en categorías de la sensación y de la intuición. En la esfera de la sensación
la cualidad es la primera que se presenta como el resultado de una síntesis inconsciente de intensidades
de sensaciones y, por ende, como una auténtica categoría. Otras categorías son la "cantidad intensiva" y
la "cantidad extensiva" o temporalidad. En la esfera de la intuición se presenta la "cantidad extensiva" o
espacialidad como el resultado de una función sintética y, por ende, como auténtica categoría. Las
categorías del pensamiento se dividen en las del pensamiento reflexivo y las del especulativo. La
"categoría fundamental" es la relación. Todas las demás categorías son, en último término, "meras
determinaciones de esta categoría fundamental". A las categorías del pensamiento reflexivo pertenecen,
ante todo, las categorías del pensamiento comparativo. Sus categorías principales son la identidad y el
contraste; las secundarias, la igualdad, la semejanza, la diferencia y la negación. Vienen luego las
categorías del pensamiento divisivo y unitivo. Sus categorías principales son la pluralidad y la unidad; las
secundarias, el todo, la parte, la totalidad y la categoría "algunos". Después las categorías del
pensamiento mensurativo. Categoría principal, el número; categoría secundaria, la infinitud. A
continuación las categorías del pensamiento discursivo. Categoría principal, la determinación lógica;
como categorías secundarias se presentan las diversas formas de la determinación lógica (la deducción y
la inducción). Finalmente las categorías de la modalidad: realidad, necesidad, calidad, posibilidad y
probabilidad. Las categorías del pensamiento especulativo forman el segundo grupo de las categorías del
pensamiento. Hay tres: causalidad, finalidad, sustancialidad. Esta última es la principal y más alta ca‐
tegoría, la cumbre de todo el sistema de las categorías.

Como queda dicho, Hartmann se sirve del método psicológico para deducir las categorías,
analizando el contenido de la conciencia en busca de sus elementos formales. Pero en este análisis
intervienen también hipótesis metafísicas, como prueba casi cada página de la obra de Hartmann. Ahora
bien, es palmario que las categorías, como conceptos fundamentales del conocimiento científico, no
pueden ser fijadas por vía psicológico‐ metafísica, sino sólo por vía lógica. Por eso significa en principio
un progreso sobre Hartmann el que Wilhelm Windelband, en su ensayo Sobre el sistema de las catego‐
rías, aplique el método lógico‐trascendental al problema de las categorías. Windelband ve en la teoría de
las categorías de Hartmann "decididamente el ensayo más importante y original desde Hegel". La
rechaza, empero, "porque su notable arquitectura está basada, en último término, sobre hipótesis
metafísicas". En contra de esto advierte con razón que el sistema de las categorías "sólo puede
descansar en puros principios lógicos". Partiendo de esta idea, desarrolla Windelband en el ensayo
citado su sistema de categorías. Define las categorías como "las relaciones con que la conciencia sintética
une entre sí los contenidos intuitivamente dados". Encontramos un principio para deducir las categorías
"cuando desenvolvemos las posibilidades que están contenidas en la esencia de la unidad sintética de lo
múltiple y diverso y constituyen las condiciones del ejercicio de estas funciones".

Windelband divide las categorías en reflexivas y constitutivas. Estas últimas son relaciones que
convienen a los contenidos en su ser independiente de la conciencia y que, por ende, ésta se limita a
recoger y repetir; las primeras, por el contrario, son relaciones en que los contenidos se presentan sólo
porque y en tanto que la conciencia relacionante los pone entre sí en una conexión que no les conviene
en sí e independientemente de ésta. Windelband explica esta distinción del modo siguiente: "Cuando
pensamos, por ejemplo, una cosa con una propiedad inherente a ella (en el juicio predicativo o en un

69
concepto de sustancia), la categoría de la inherencia, activa entonces, puede considerarse a la vez como
una relación real de los contenidos de la representación unidos sintéticamente por la conciencia. Cuando
juzgamos, en cambio, sobre la igualdad o la diferencia de dos impresiones, no necesita existir la menor
conexión real entre éstas (como, por ejemplo, entre un sonido y un color); jamás pertenece a la realidad
en sí de un contenido el ser igual a otro o diferente de otro, y la categoría es en este caso, por ende, una
relación en que los contenidos sólo entran por ser representados juntos en la misma conciencia".

Las categorías reflexivas fundamentales son, según Windelband, la diferencia y la igualdad.


Cuando se trata de una igualdad relativamente escasa se suele hablar de semejanza. Todas las demás
categorías reflexivas resultan de la acción recíproca entre el diferenciar y el igualar. Esas otras categorías
son matemáticas o lógicas. Las primeras son las del número o la cantidad, el erado, la medida y el
tamaño. Como categorías lógicas se presentan en primer término las funciones que toman parte en la
formación de la idea general: abstracción y determinación, subordinación y coordinación, división y
disyunción. En segundo lugar vienen las categorías de la silogística. Windelband entiende por éstas, "las
clases de la relación de principio a consecuencia o las formas de la dependencia lógica por virtud de las
cuales la validez de las premisas trae consigo la de la conclusión". El principio general que sirve de base a
las categorías constitutivas es la relación de la conciencia al ser. Sus especies fundamentales son la ob‐
jetividad y la causalidad. Windelband cree poder derivar también estas categorías fundamentales de la
esencia de la unidad sintética de la conciencia, partiendo nuevamente de la acción recíproca entre el
diferenciar y el igualar, pero combinándola de continuo con la relación de la conciencia al ser. La
categoría fundamental de la objetividad se despliega en las categorías secundarias de la inherencia
(relación de los elementos a la unidad que los enlaza), la propiedad (o cualidad), el atributo, el modo, el
estado, la sustancia y la cosa en sí. La categoría fundamental de la causalidad implica como categorías
secundarias el aparecer y desaparecer, la evolución y la acción, la fuerza y la facultad, la dependencia
causal y la ideológica (en aquélla, el estado precedente determina el siguiente; en ésta, a la inversa) y la
ley (dependencia de una regla general).

Comparando la tabla de las categorías de Windelband con la de Hartmann, la primera resulta la


más pobre. Faltan en ella, sobre todo, el espacio y el tiempo. También se revela claramente en ella una
concepción idealista y apriorista de las categorías; aunque lo que Windelband dice sobre la esencia de las
categorías constitutivas apenas parece conciliable con esta concepción. A pesar de estos defectos,
debemos con Geyser considerar certero en su idea fundamental el camino emprendido por Windelband
para hallar las categorías. "El método para descubrir y definir las categorías debe consistir, según esto,
en la unión de dos operaciones: primera, la observación de las funciones y exigencias del pensamiento,
enlazadas con la esencia de nuestro conocimiento judicativo, y segunda, la aplicación de estas funciones
a lo dado y a los objetos del conocimiento lógicamente posibles" (Bases de la lógica y teoría del
conocimiento, 1909, p. 398 y ss.).

Nosotros no podemos intentar el esbozo de una nueva tabla de categorías. Dada la dificultad del
problema, un esbozo semejante nunca es definitivo. Pero indicaremos una distinción que sí nos parece
ser definitiva. La encontramos tanto en Windelband como en Hartmann. Es la división de las categorías
en categorías del pensamiento reflexivo y categorías del pensamiento especulativo (Hartmann), o en
categorías reflexivas y categorías constitutivas (Windelband). Esta división pertenecerá en lo futuro al
fondo permanente de la teoría de las categorías.

70
Como las categorías constitutivas son las más importantes para el conocimiento del ser, vamos a
dedicarles un examen más detenido. Pero nos limitaremos a las dos categorías fundamentales de la
sustancialidad y la causalidad.

4. La sustancialidad

Cuando consideramos un objeto, por ejemplo, un árbol, podemos predicar de él distintas


propiedades. El árbol tiene una forma y un tamaño determinados; posee ramas y hojas, etcétera. Todas
estas propiedades convienen al objeto, o sea, en este caso al árbol; están adheridas a él en cierto modo.
Por eso se llaman también accidentes (de assidere = caer sobre otra cosa, adherirse). A diferencia de
ellas se llama al objeto mismo sustancia (de substare = estar debajo, servir de base).

Mientras que los accidentes no existen por sí, sino siempre en otro objeto, las sustancias existen
en sí, poseen un ser independiente, y por eso pueden ser a su vez sustentáculos de los accidentes. Suele
designarse esta relación de la sustancia con los accidentes como subsistencia, y la relación de los
accidentes a la sustancia como inherencia (de inhaerere = estar adherido).

En el concepto de la sustancia entra una segunda nota, además de la nota de la independencia


que acabamos de señalar. Si volvemos a ver en invierno el árbol que vimos por última vez en verano
‐para seguir con el ejemplo antes escogido‐ lo encontramos cambiado. Su adorno de hojas ha
desaparecido; está desnudo y al parecer muerto. Y si volvemos a verlo al cabo de uno o varios años,
acaso hayan cambiado también su forma y su tamaño, habiéndose hecho más alto y más ancho. A pesar
de estos cambios, no dudamos de que siga siendo el mismo árbol. Frente a los accidentes mudables, la
sustancia se presenta como lo estable y permanente. El concepto de la sustancia presenta, según esto,
además de la nota de la independencia, la nueva nota de la permanencia.

La filosofía moderna ha exagerado con frecuencia la nota de la independencia en el concepto de


la sustancia. Así, Descartes define la sustancia como res quoe ita existit ut nulla alia re indigeat ad
existendum. La sustancia es, según esto, una cosa que no necesita de ninguna otra para existir. Este
concepto, rigurosamente tomado, sólo tiene aplicación al ser absoluto, a Dios, Spinoza ha sacado con
toda formalidad esta consecuencia. La nota esencial de la sustancia reside, según él, en la aseidad. Como
consecuencia, sólo hay una sustancia: Deus sive natura.

La posición epistemológica adoptada en principio es naturalmente decisiva para la concepción


lógica y epistemológica de la categoría de sustancia. Para el idealismo subjetivo, la sustancia es
solamente una representación en nosotros, un contenido de conciencia. Para el idealismo lógico,
significa una pura relación lógica: la relación mutua entre las notas de un concepto. El concepto de
función matemática remplaza al concepto de sustancia. Para el fenomenalismo, la sustancia es una
forma del pensamiento, una forma sintética de nuestro entendimiento, mediante la cual éste introduce
el orden y la conexión en el caos de las sensaciones. Finalmente, para el realismo, la sustancia representa
una realidad metafísica objetiva o independiente de la conciencia cognoscente.

La sustancialidad, o más exactamente, la relación de inherencia y de subsistencia, no es un dato


de la experiencia, sino un producto del pensamiento que interviene en la experiencia. Somos nosotros

71
los que estatuimos esa relación de inherencia y subsistencia, respondiendo a una exigencia de nuestro
pensamiento. Esta exigencia tiene su expresión en el principio de identidad, según el cual todo objeto del
pensamiento es idéntico consigo mismo. Aplicando este principio a los fenómenos, venimos a formar el
concepto de sustancia. Pero el hecho de que apliquemos este principio al contenido de la experiencia,
debe estar fundado en ésta. El contenido de la experiencia presenta aspectos que nos inducen a aplicar
el principio y, por ende, a formar el concepto de sustancia. Este último responde, por tanto, a propiedades
objetivas de las cosas. El idealismo lógico y el fenomenalismo pasan esto por alto. Frente a ellos debemos
sostener que el concepto de sustancia posee un fundamento objetivo, fundamentum in re.

5. La causalidad

a) El concepto de causalidad

Así como la conjunción de los contenidos de la experiencia nos induce a formar el concepto de
sustancia, su cambio, su aparecer y desaparecer nos inducen a formar el de causalidad. Para aclarar su
sentido, partamos del juicio utilizado como ejemplo ya anteriormente: "el sol calienta la piedra". Este
juicio se apoya en la experiencia. Tiene por base una doble percepción. Percibimos en primer término
cómo el sol ilumina la piedra; y comprobamos luego, tocando ésta, que se pone cada vez más caliente.
Nuestra percepción nos dice que hay aquí una sucesión temporal de dos procesos. Pero nuestro juicio
encierra algo más. No afirma meramente que un proceso sigue al otro, sino que es causado por él. Con
otras palabras, no afirmamos meramente un post hoc, sino a la vez un propter hoc; no meramente una
sucesión temporal, sino un íntimo enlace, un vínculo necesario, un nexo causal. El primer proceso es
para nosotros una causa; el segundo, un efecto.

Lo mismo que la sustancialidad, tampoco la causalidad es un dato de la experiencia. Nos es


imposible percibir esa íntima conexión, ese lazo causal. David Hume ha sido el primero que reconoció y
expuso esto claramente. Si, no obstante, afirmamos la existencia de un nexo causal, es porque deferimos
a una exigencia de nuestro pensamiento. Mientras en la categoría de la sustancialidad era el principio de
identidad el que aplicábamos a los contenidos de la experiencia, ahora es el principio de razón suficiente
el que nos guía. Nuestro pensamiento nos impulsa a buscar un fundamento objetivo para el nuevo
proceso que observamos, a concebirle íntimamente condicionado por el proceso que le precede. De este
modo llega nuestro pensamiento a formar el concepto de causalidad, elaborando los contenidos de la
experiencia. "Análogamente a lo que pasaba, tratándose de la sustancialidad, no tomamos de la
experiencia la categoría de la causalidad, sino que la creamos para satisfacer las exigencias de nuestro
pensamiento. Pero la creamos para aplicarla a la experiencia" (Geyser).

La experiencia interna es la que nos sirve de modelo, tanto para la formación del concepto de
sustancia, como para la formación del concepto de causa. Por nuestra vida interior sabemos lo que
significa ser sujeto de propiedades, pues nos vivimos a nosotros mismos como sujetos de una vida
interior. Hermann Lotze lo expresa exactamente: "En la conciencia de sí mismo vivimos inmediatamente
el yo como sujeto de la vida interior, en tal forma que a la vez vivimos lo que significa ser un sujeto
semejante". Pues así como nuestro yo se vive como sujeto de determinadas propiedades, se vive
también como causa de determinados procesos. Es lo que ocurre en toda auténtica volición. La

72
percepción interna nos dice que nuestro yo es el autor de determinados actos. Tanto la causalidad como
la sustancialidad nos son dadas, pues, al menos hasta cierto grado, en la experiencia interna. Por
analogía con estos datos de nuestra vida interior formamos los dos conceptos categoriales.

Lo mismo que el concepto de sustancia, el concepto de causalidad carece de significación


objetiva, de validez real para el idealismo. Para el subjetivo, la causalidad es una mera representación;
para el lógico, una relación lógica. El realismo, por el contrario, ve en ella un nexo real, existente en la
realidad. Esta concepción es la justa. El concepto de causalidad se refiere, en efecto, a un hecho objetivo:
este hecho que no podemos definir más concretamente, pero que da el concepto de causalidad,
traspuesto al lenguaje de nuestro pensamiento.

b) El principio de causalidad

El principio de causalidad está en conexión estrechísima con el concepto de causalidad. Se


refiere a la validez o, más exactamente, a la esfera de validez de este concepto. Cabe preguntar si
debemos suponer una causa dondequiera tiene lugar un cambio. El principio de causalidad significa la
afirmación de esta pregunta. Todo cambio, todo proceso tiene una causa; éste es el contenido del
principio de causalidad.

Esto suscita la cuestión del carácter lógico y epistemológico de este principio. ¿Es evidente de un
modo inmediato, o meramente de un modo mediato, de forma que necesite ser probado? ¿O acaso
‐pues también existe esta posibilidad‐ no es inmediata ni mediatamente evidente, sino que debe con‐
siderarse como un supuesto que es necesario hacer, si se quiere llegar a un conocimiento científico de la
realidad?

Los filósofos que consideran el principio de causalidad como inmediatamente evidente, lo


formulan, por lo regular, así: "Todo efecto tiene una causa". Así se lee, por ejemplo, en la Metafísica de
Georg Hagemann: "La verdad de este principio es inmediatamente evidente. La proposición 'todo efecto
tiene una causa' es un juicio analítico, en el cual el predicado‐resulta del concepto del sujeto. No es
posible pensar el concepto de efecto sin pensar a la vez el de causa. Para negar este principio, se
necesitaría poder pensar un efecto como efecto y a la vez como no efecto, con desprecio del principio de
contradicción" (7a ed., p. 54). El principio de causalidad es, por ende, inmediatamente evidente.

Geyser aduce, con razón, lo siguiente contra la formulación indicada del principio de causalidad.
Este principio "se expresa no raras veces en la forma nullus effectus sine cause. Esta proposición es, sin
duda alguna, inmediatamente evidente y verdadera; así como no puede haber hijo sin padres, tampoco
hay efecto sin causas. Pero esta proposición es absolutamente estéril en su aplicación científica; cuando
sabemos que algo es un efecto, nuestro conocimiento de este algo no aumenta en nada si se nos dice
que tiene una causa. Tan pronto como sabemos de algo que es un efecto, ya no necesitamos inferir que
existe una causa del mismo, pues esto se halla encerrado en aquel saber. Lo verdaderamente importante
para la investigación de los hechos de la naturaleza es la inferencia de que éste y este otro elemento de
la naturaleza son, respectivamente, un efecto y una causa. Para poder hacer con sentido esta inferencia,
la ciencia necesita un principio de un contenido muy distinto que el de que todo efecto tiene una causa"
(Filosofía general del ser y de la naturaleza, 1915, p. 95). En su obra Sobre las bases de una prueba

73
cosmológica válida de la existencia de Dios, Isenkrahe caracteriza exactamente el principio de causalidad
en la formulación anterior como "un principio puramente idiomático, léxico", que afirma que causa y
efecto son conceptos correlativos. "Pero de una regla idiomática semejante, no se sigue lo más mínimo
que una cosa determinada c, ni siquiera que una sola cosa de las existentes en el mundo, sea un 'efecto'
y tenga, por ende, una 'causa'. Como tampoco podría sacarse de la misma regla de los correlatos la
conclusión de que en el globo terrestre viva actualmente un hombre que sea 'abuelo' y, por ende, tenga
al menos un nieto" (p. 16).

La formulación del principio de causalidad a que nos referimos es, según esto, equivocada. Pero
entonces falla también la tesis del carácter inmediatamente evidente del principio, fundada en esta
formulación. Acaso la exacta sea la segunda posibilidad y el principio de causalidad tenga una evidencia,
si no inmediata, al menos mediata. Este será el caso, si el principio de causalidad es una proposición
analítica, en que el predicado no puede sacarse del concepto del sujeto directamente, sino indirectamente,
esto es, mediante determinadas operaciones del pensamiento. Tal es, en general, la posición del
neoescolasticismo. Este considera el principio de causalidad como una proposición analítica mediata,
cuya verdad puede demostrarse por vía deductivo‐conceptual.

Los neoescolásticos difieren, sin embargo, unos de otros en la forma de la demostración.


Mientras los unos tratan de demostrar la verdad de este principio por medio de los conceptos más
generales, otros lo hacen con ayuda de los principios supremos. En el primer caso analizan el concepto
de originación y lo reducen a otros conceptos más generales. Se trata de mostrar que en el concepto de
originación está contenido el concepto de ser no necesario o ‐dicho de un modo positivo‐ contingente.
Este concepto ‐prosiguen dichos filósofos‐ es idéntico al concepto de objeto indiferente al ser y al no ser.
Y de éste se trata de sacar la nota de causalidad.

Este discurso se encuentra desarrollado con singular claridad y detalle en Joseph Geyser, que
pasa actualmente por el representante más significado del neoescolasticismo en Alemania. En su obra El
problema filosófico de Dios esboza su método demostrativo del modo siguiente: "El análisis del concepto
de originación da por primer resultado el concepto de comienzo temporal de algo. Comparando luego
los conceptos de algo que no ha sido siempre, pero que hubiese podido ser siempre, resulta el concepto
del ser contingente o indiferente en sí al ser y al no ser. De aquí se sigue, en concusión, la necesidad
lógica de admitir que un objeto seme‐ante debe haber sido determinado a la existencia por otro ser" (p.
137). Geyser desarrolla más detalladamente esta serie de ideas, diciendo: "Lo que existe no puede a la
vez no existir en el mismo momento en que existe, como se comprende de suyo; es, por tanto, diferente
para el segundo miembro del par de contrarios no ser o ser". Y se pregunta: "Esta diferenciación para el
ser, ¿la debe el objeto existente a sí mismo o a otro ser? [...] Si el objeto es diferenciado, esto es,
determinado a existir por otro ser, tiene una causa. Ahora bien, lo que se trata es la cuestión de si es
lógicamente posible que un objeto o una propiedad empiecen a existir sin que sean determinados a la
existencia en algún modo desde fuera [...] Ahora bien, es evidentemente imposible que pensemos nunca
como no existente un objeto pensado por nosotros como existente y como existente con independencia
de toda causa externa, o sea, con íntima necesidad; contradiríamos nuestro propio concepto, formando
primero el concepto de un objeto, que existiría necesariamente, esto es, que no podría no existir tan sólo
por ser este objeto, y diciendo luego que el mismo objeto no existe en cierto momento [...] Por ende,
todo lo que se origina, o todo lo que empieza a ser después de no haber sido, no puede existir por íntima
necesidad o diferenciación, sino que debe conducirse indiferentemente para el ser o el no ser, no
necesitando existir, mientras se le tome a él sólo en consideración [...] Ahora bien, representa una

74
evidente contradicción que algo que es indiferente en sí a algo, pueda ser a la vez diferente por sí mismo
para este algo; pues la segunda proposición es la contradictoria de la primera. Pero como todo lo que
existe es diferente para el ser, necesita haber recibido esta determinación de otra parte, esto es,
necesita tener una causa. Por consiguiente, estamos lógicamente obligados a reconocer que todo lo que
se origina, se origina en virtud de una causa" (p. 121 y ss.).

Si analizamos esta demostración de Geyser, que en forma algo distinta se encuentra también en
su obra El conocimiento de la naturaleza y el principio de causalidad, resulta lo siguiente: Geyser quiere
demostrar que todo lo que se origina tiene una causa. A este fin analiza el concepto de originación. En
éste se halla implícito el concepto de comienzo temporal y en éste a su vez el concepto de ser contingente.
Este último es sinónimo del concepto de ser indiferente al ser y al no ser. Por medio de este último trata
Geyser de sacar el concepto de causa del de originación. Tan pronto como algo existe, ya no es
indiferente al ser o al no ser, sino diferente para el ser. Geyser pregunta ahora: "Esta diferenciación para
el ser, ¿la debe el objeto existente a sí mismo o a otro ser?". Estamos aquí ante un patente salto lógico.
Originación significa tránsito del estado de diferencia al ser y no ser al de diferencia para el ser, o dicho
brevemente, diferencia tras diferencia. Esto y sólo esto es lo que Geyser ha demostrado hasta ahora.
Pero lo demostrado hasta aquí no implica absolutamente en nada que este tránsito sea obra de algo, o
sea, que pueda hablarse de una diferenciación. Cuando Geyser pregunta: ¿mediante qué tiene lugar la
diferenciación?, da, pues, un salto lógico y supone sin más que tiene lugar una diferenciación. Pero esta
suposición es sólo otra fórmula del principio de causalidad. En efecto, si sustituimos diferenciar por la
definición que el mismo Geyser da de este concepto ("determinar a algo a existir") "ser diferenciado por
algo" no significa otra cosa que "ser determinado a existir por algo", dicho brevemente: tener una causa.
Geyser supone y emplea, pues, en la fundamentación del principio de causalidad, este mismo principio.
Hace del objetivo de la demostración el fundamento de la misma y comete así aquella falta lógica que se
llama petitio principii, o también, círculo vicioso.

El segundo método demostrativo se encuentra en la Filosofía general del ser y de la naturaleza,


de Geyser. Trata éste de demostrar en esta obra la necesidad lógica y la validez universal del principio de
causalidad, tomando por auxiliar el principio de razón suficiente. "Es conducta contradictoria ‐se lee en
esta obra‐ la que hace que un objeto primero no exista y luego exista. El pensamiento se conducirá
asimismo de un modo contradictorio, si ha de responder a la exigencia primero de negar la existencia de
cierto objeto y luego de afirmar la existencia de este objeto. Pero esta conducta contradictoria sólo es
lógicamente posible para el pensamiento cuando la razón que ordena la negación desaparece y deja
puesto a otra razón que exige de él la afirmación. En cambio, una conducta contradictoria e infundada
del pensamiento judicativo repugnaría a la esencia del mismo [...] Por tanto, si la conducta contradictoria
del ser tuviese lugar puramente por sí misma en la esfera real, el ser y el pensamiento estarían en
contradicción entre sí". Pero en esta posibilidad puede "creer sólo aquel que tenga una representación
totalmente falsa del ser. El hombre se forma una primera representación del ser partiendo de la relación
que existe entre el intelecto humano finito y la naturaleza. En esta relación, en que la naturaleza es en
tan gran medida la parte dadora, puede sin duda parecer que ambos miembros existen
independientemente el uno del otro y tienen leyes propias completamente distintas. Pero esta relación
del pensamiento y el ser es sólo derivada, secundaria. Tiene por base otra relación más primitiva y
amplia del pensamiento y el ser; una relación en la cual el pensamiento ‐así como en la esfera limitada
de la matemática es ya hasta cierto grado él espíritu humano‐ es infinito y creador y abarca la mayor
variedad posible con absoluta claridad y distinción, esto es, con un orden y una integridad absolutamente

75
perfectos. Frente a este contenido del pensamiento no hay ser dador, sino que todo ser es receptor o
creado. Ésta es, por tanto, la raíz más profunda de la armonía entre el pensamiento y el ser. Y esta raíz
hace imposible admitir la hipótesis de que la esfera del pensamiento y la esfera del ser se contradigan en
su más profunda esencia" (p. 119 y ss.).

La médula de esta demostración es la idea de que el principio lógico de razón suficiente ha de ser
válido también para la esfera real, porque el pensamiento y el ser concuerdan. Ahora bien, Geyser
prueba que esto último es así, acudiendo a la razón divina, que ha coordinado el pensamiento y el ser
como fuente común de ambos. Y cabe preguntar: ¿cuál es el valor lógico de esta prueba? Es desde luego
claro que sólo puede usarse como apoyo la existencia de Dios, si esta misma se halla ya probada. Pero,
según la concepción de Geyser, el principio de causalidad sirve justamente para afianzar la existencia de
Dios. Esta última no es, por consiguiente, fundamento, sino objetivo de la demostración del principio de
causalidad. Geyser utiliza, pues, en la demostración del principio de causalidad, la existencia de Dios
como fundamento de la demostración, apoyando en la existencia de Dios la base suprema del principio,
la armonía entre el pensamiento y el ser; y toda su argumentación viene a parar de nuevo a una petitio
principii.

No es posible, por tanto, demostrar el principio de causalidad por vía deductivo‐conceptual. Con
otras palabras: el principio de causalidad no es una proposición analítica. Geyser mismo se adhiere hoy a
esta opinión. En su Teoría del conocimiento, aparecida en 1922, renuncia al carácter analítico del
principio de causalidad y lo considera como un juicio sintético. Pero lo que esta renuncia significa se
reconoce en seguida que se piensa en esta frase de Geyser: "La posibilidad de comprender el universo
depende lógicamente de la categoría de la causalidad" (Bases de la lógica y de la teoría del conocimiento,
1909, p. 407). No puede darse, pues, una demostración lógica convincente del principio de causalidad.
Esta demostración sólo podría ser, naturalmente, conceptual‐deductiva, no empírico‐inductiva, porque
esta última sólo engendra la probabilidad. Pero con esto queda concedido que no puede demostrarse la
posibilidad de comprender el universo. Es palmario que esta consecuencia es fatal para todos los
argumentos cosmológicos, que utilizan el principio de causalidad como premisa mayor, porque suponen
sin más la estructura racional de la realidad, y pretenden llegar desde aquí a un principio del universo, a
un ser absoluto.

Las dos primeras posibilidades de concebir el principio de causalidad se han revelado, según
esto, como irrealizables. Sólo queda la tercera posibilidad. Consiste ésta en concebir el principio de
causalidad como un supuesto necesario de todo conocimiento científico de la realidad. Esta concepción,
única justa, es defendida actualmente sobre todo por August Messer y Erich Becher. El primero dice en
su Introducción a la teoría del conocimiento lo siguiente: "Para que los cambios nos resulten comprensibles,
necesitamos referirnos a sus causas. Suponemos a priori, por ende, que todo cambio tiene su causa. Este
principio es válido en su universalidad no por fundarse en la experiencia (a posteriori); pues entonces
deberíamos haber probado ya su validez en todas las experiencias posibles. Mas por otra parte no
debemos temer que pueda ser desmentido por la primera experiencia que se presente. Si no
pudiésemos encontrar a un cambio ninguna causa no nos contentaríamos con pensar que no la tiene,
sino que creeríamos que la causa nos es provisionalmente desconocida. El principio es válido, por lo
tanto, independientemente de la experiencia (a priori). Pero por otra parte se halla en la más estrecha
relación con ella; existe sólo para ella, por decirlo así. En efecto, sólo porque hacemos la suposición de
que es absolutamente válido, llegamos a obtener un conocimiento científico de los cambios. Este
principio contribuye, pues, a hacer posible la experiencia; es una condición de la experiencia posible [...]

76
Pero si podemos considerar de este modo el principio de causalidad como una condición a priori de la
experiencia, no por eso es válido a priori exactamente en el mismo sentido en que lo son los principios
de la matemática pura y de la lógica. No es, en efecto, lógicamente necesario como éstos, de forma que
su negación implique una contradicción. El concepto de cambio no contiene el concepto de causa, de
modo tal que contradijéramos el contenido de este concepto si afirmásemos de un cambio que no tenía
causa. Únicamente no podríamos obtener ningún conocimiento científico de un cambio semejante; éste
sería para nosotros un puro milagro; frente a él se nos pararía, por decirlo así, el intelecto. Pero esta
misma afirmación de que todo lo existente haya de ser comprensible para nosotros no es una
proposición lógicamente necesaria; es también sólo un supuesto y, por ende, el principio de causalidad
sólo tiene el valor epistemológico de un supuesto" (p. 42 y ss.).

77
CONCLUSIÓN

78
LA FE Y EL SABER

E
l fin de nuestros esfuerzos era profundizar y fundamentar filosóficamente el saber humano.
Hemos visto que el conocimiento humano no se limita al mundo fenoménico, sino que avanza
más allá, hasta la esfera metafísica, para llegar a una visión filosófica del universo. Pero también la
fe religiosa da una interpretación del sentido del universo. Cabe preguntarse, pues, cómo se relacionan
entre sí la religión y la filosofía, la fe religiosa y el conocimiento filosófico, la fe y el saber.

Esta relación ha sido definida muy diversamente en el curso de la historia de la filosofía. Pueden
distinguirse cuatro tipos principales de definición de la misma. Los dos primeros sostienen una identidad
esencial; los dos últimos, una diferencia esencial entre la religión y la filosofía, la fe y el saber. Aquella
identidad puede en primer término ser total. La fórmula dice, entonces, o que la religión es filosofía, o
que la filosofía es religión, esto es, o se reduce la religión a la filosofía, o a la inversa, la filosofía a la
religión. En el primer caso se puede hablar de un sistema gnóstico de la identidad. La religión y la filosofía
son lo mismo según él. Ambas quieren conocer; se trata para ambas de alcanzar una gnosis. Un mismo
impulso hacia el conocimiento filosófico se agita en ellas. La única diferencia consiste en que la religión
es un grado inferior del conocimiento filosófico, puesto que no habla en conceptos abstractos, sino en
representaciones concretas. Esta concepción se encuentra en la Antigüedad, principalmente, en el
budismo, en el neoplatonismo y en el gnosticismo; en la Edad Moderna, en Spinoza, Fichte, Schelling,
Hegel y von Hartmann. En el segundo caso resulta el sistema tradicionalista de la identidad. Según él
toda filosofía se reduce a la religión. Los filósofos han bebido sus ideas en la tradición religiosa. La
filosofía no es, por tanto, nada independiente junto a la religión, sino que en el fondo coincide con ésta.
Esta concepción ha sido defendida particularmente por los filósofos y teólogos franceses De Maistre, De
Bonald y Lamennais.

Puede sostenerse también una identidad parcial entre la religión y la filosofía, en lugar de una
total. Ambas se identifican parcialmente, porque tienen determinada esfera común. Esta esfera común
es la "teología natural" (Escolástica) o la "teología racional" (filosofía de la Ilustración). La misión de esta
teología consiste en demostrar la existencia de Dios y definir su esencia mediante las fuerzas naturales
de la razón. Haciendo esto, pone la base para la fe sobrenatural. Esta tiene, pues, un fundamento
racional. La religión reposa materialmente en la filosofía; la fe, en el saber. Santo Tomás de Aquino y la
teología y filosofía orientadas por él, son las que principalmente han definido en este sentido la relación
entre la fe y el saber.

A los sistemas de la identidad se oponen los sistemas dualistas. Puede tratarse de un dualismo
extremo o de un dualismo moderado. El primero separa completamente ambas esferas. La esfera del
saber es el mundo fenoménico; la esfera de la fe, el mundo suprasensible. No hay un saber de este úl‐
timo. La metafísica es imposible como ciencia. El fundador de esta concepción es Kant. La teología
protestante del siglo XIX está dominada por ella en su mayor parte. Así sucede principalmente con
Ritschl y su escuela. Según el dualismo moderado, la religión y la filosofía son dos esferas esencialmente
distintas, que se tocan, empero, en un punto. Ese punto de contacto es la idea de lo absoluto. Según la
concepción del dualismo moderado, la metafísica es posible como ciencia y esta ciencia puede llevarnos
hasta lo absoluto, hasta el principio del universo. Éste constituye, por ende, el objeto común de la

79
religión y la filosofía. Pero ambas lo definen desde puntos de vista enteramente distintos: la filosofía,
desde un punto de vista cosmológico‐racional; la religión, desde un punto de vista ético‐religioso. En
aquélla, el resultado es la idea de un principio espiritual del universo; en ésta, la idea de un Dios
personal. Esta concepción ha sido defendida varias veces en la filosofía moderna, y últimamente, de un
modo consciente y sistemático, por Scheler, que ha encontrado para ella el nombre de "Sistema de la
conformidad".

Si tomamos posición crítica respecto a las diversas definiciones de la relación, habremos de


asentir a lo que Scheler indica contra los sistemas de la identidad: "Hoy, que las posiciones religiosas
difieren más profundamente que nunca, no hay nada admitido con mayor unanimidad y seguridad por
todos los que se ocupan de un modo inteligente de la religión, que esto: que el origen de la religión en el
espíritu humano es radical y esencialmente distinto de la filosofía y la metafísica; que los fundadores de
religiones, los grandes homines religiosi, han sido tipos del espíritu humano completamente distintos de
los metafísicos y los filósofos; y que las grandes transformaciones históricas a ellos debidas no han
tenido lugar nunca ni en parte alguna por virtud de una nueva metafísica, sino de un modo radicalmente
distinto" (De lo eterno en el hombre, p. 327). Con esto queda demostrada la inexactitud, no sólo del
sistema de la identidad total, sino también parcial. Este último descansa igualmente en un desconocimien‐
to de la diferencia entre la religión y la metafísica, a que ya nos hemos referido anteriormente. Cuando
los defensores de la teología natural o racional creen poder llegar hasta el objeto de la religión, lo Divino,
por el camino de las demostraciones metafísico‐racionales, no ven que la religión y la metafísica son
esferas esencialmente distintas y que, por ende, es imposible el tránsito de la una a la otra. También
hemos podido mostrar que el principal medio de que se sirven los defensores de la teología natural, el
principio de causalidad, no tiene el carácter lógico y epistemológico que debería tener para cumplir el fin
que se le encomienda. Finalmente, puede mostrarse sin dificultad que las supuestas demostraciones
metafísicas puramente racionales nacen, en realidad, de una actitud religiosa, de tal suerte que se puede
decir con Scheler que tales razonamientos y demostraciones no sirven de base a la religión, sino a la
inversa, se basan en la religión. Esto explica el hecho psicológico, en otra forma completamente incom‐
prensible, de que las pruebas de la existencia de Dios, tenidas por tan rigurosas, sólo hagan impresión
sobre aquellos que ya son creyentes y se encuentran en actitud religiosa, mientras fracasan justamente
en aquellos que están en actitud puramente racional y crítica. Esta peculiar psicología de las pruebas de
la existencia de Dios arroja una clara luz sobre su carácter lógico y epistemológico.

Frente a todos los intentos de confundir la religión y la filosofía, la fe y el saber, debemos insistir
con toda energía en que la religión es una esfera del valor completamente autónoma. No reposa en otra
esfera del valor, sino que descansa íntegramente sobre propias bases. No tiene el fundamento de su va‐
lidez en la filosofía, ni en la metafísica, sino en sí misma, en la certeza inmediata peculiar al conocimiento
religioso. El reconocimiento de la autonomía epistemológica de la religión depende, pues, de que se
admita un conocimiento religioso especial. Cuando, al tratar el problema de la intuición, pusimos de
manifiesto este conocimiento, que caracterizamos más concretamente como un conocimiento inmediato
intuitivo, sentamos la base teórica de la autonomía de la religión, que afirmamos y defendemos ahora.

Scheler replica con razón a los filósofos y teólogos que se resisten a fundar la religión sobre sus
propias bases: "¿Es que puede la religión, subjetivamente, la de raíces más profundas entre todas las
disposiciones y potencias del espíritu humano, asentarse sobre una base más firme que sobre sí misma,
sobre su esencia} [...] Cuan extraña es la desconfianza en el poder y evidencia propios de la conciencia
religiosa, que se revela en el intento de 'fundar' sus primeras y más evidentes afirmaciones sobre otra

80
cosa que el contenido esencial de los objetos de esta misma conciencia" (De lo eterno en el hombre, p.
582).

Esta desconfianza tiene su raíz más profunda en aquella confusión de la objetividad y la validez
universal que ya mencionamos anteriormente. Se opina que un juicio que no sea demostrable de un
modo universalmente válido, esto es, lógicamente convincente, no puede tener aspiración alguna a la
objetividad. En la admisión de una forma especial de conocimiento y certeza religiosos no se ve, por
ende, nada más que subjetivismo, mientras en realidad un juicio puede poseer una absoluta objetividad,
sin ser por ello universalmente válido, como se demostró anteriormente. La mayoría de las objeciones
que August Messer hace en la conclusión de su Introducción a la teoría del conocimiento contra la
definición dualista de la relación entre la fe y el saber, descansan en la insuficiente distinción entre
objetividad y validez universal. La razón más profunda de esta deficiente distinción reside en esa forma
intelectualista de pensar que sólo reconoce lo que puede apoyarse en fundamentos racionales, dicho
brevemente, lo que puede demostrarse.

Muchos filósofos opinan que la filosofía presta a la religión el mayor de los servicios, asegurando
su verdad mediante razonamientos metafísicos. Pero estos filósofos pasan por alto que la concepción de
la relación entre la religión y la filosofía, defendida por ellos, sólo es de provecho cuando y en tanto el
conocimiento filosófico se mueve en las vías de un sistema acabado e incorporado en cierto modo a la
religión. Por el contrario, tan pronto como el impulso hacia el conocimiento filosófico se apoya sobre sus
propias bases y conmueve las bases del sistema recibido, existe el peligro de que también la religión
misma se torne problemática con el fundamento filosófico, y que la supuesta piedra fundamental de la
religión se convierta en la piedra de molino que la arrastre al abismo del escepticismo. Libros como La fe
y el saber, de August Messer, o El hombre religioso y sus problemas, de Johann Maria Verweyen,
iluminan vivamente el peligro que existe aquí para la religión. El abandono de la fe religiosa depende
últimamente, lo mismo en un autor que en otro, de la confusión entre la religión y la filosofía y el
intelectualismo religioso consiguiente a ella.

Señalemos brevemente, por último, una consecuencia pedagógica práctica que resulta de
nuestra concepción de la relación entre la religión y la filosofía, la fe y el saber. Si hay una esfera propia,
religiosa del valor, y consiguientemente un conocimiento religioso especial, o sea, en cierto modo un
órgano religioso especial, se sigue que el cultivo de la religión sólo puede tener lugar por medios
religiosos. No nos hacemos religiosos mediante una actitud intelectual, ni mediante las reflexiones
filosóficas, ni mediante estudios y lucubraciones teológicos, sino sólo desenvolviendo y desplegando el
fondo religioso recibido de Dios, quizá menoscabado por una errónea educación y enseñanza religiosa;
tratando de afinar y desarrollar, por decirlo así, el órgano religioso. Así como no se aprende a ver ni a
sentir artísticamente con el estudio de estéticas, tampoco se hace nadie realmente religioso con el
estudio de obras teológicas o sobre filosofía de la religión. En un caso lo mismo que en el otro se trata
más bien de poner en actividad las disposiciones recibidas, desarrollándolas y desplegándolas. Si se hace
esto, el mundo de los valores religiosos penetra cada vez más viva y poderosamente en la conciencia del
hombre. Hasta que llega finalmente, en el terreno religioso, a vivir por entero en lo divino, recibiendo de
este modo certidumbres siempre renovadas, que le hacen triunfar con santa sonrisa de todas las
angustias críticas del intelecto oprimido por los problemas.

Concluyo con un pasaje del Microcosmos, de Lotze (m, 1864, p. 243 y ss.), que encierra todo un
programa filosófico:

81
"La esencia de las cosas no consiste en ideas y el pensamiento no es capaz de comprenderla; mas el
espíritu entero vive acaso en otras formas de su actividad y de su emotividad el sentido esencial de todo
ser y obrar; el pensamiento le sirve como un medio de poner lo vivido en aquel orden que exige su
naturaleza y de vivirlo más intensamente en la medida en que se hace dueño de este orden. Son errores
muy antiguos los que se oponen a esta concepción [...] La sombra de la Antigüedad, su nefasta
sobrevaloración del logos, se extiende aún vastamente sobre nosotros y no nos deja ver, ni en lo real, ni
en lo ideal, aquello por lo que ambos son algo más que toda razón."

82
CAPÍTULO I I I

NARCISO O LA ESTRATEGIA DEL VACIO

A cada generación le gusta reconocerse y encontrar su iden-


tidad en una gran figura mitológica o legendaria que reinterpre-
ta en función de los problemas del momento: Edipo como em-
blema universal, Prometeo, Fausto o Sísifo como espejos de la
condición moderna. Hoy Narciso es, a los ojos de un importante
número de investigadores, en especial americanos, el símbolo de
Jjoestro tiempo: «El narcisismo se ha convertido en uno de los
finias centrales de la cultura americana».1 Mientras el libro de R_
Sennett,3 Las Tiranías de la intimidad (T. I.), acaba de ser traduci-
do al francés, The Culture of Narcissism (C. N.) se ha conver-

1. Chr. Lasch. The Culture of Narcissism, New York, Warner Books,


1979, p. 61. Sobre la temática narcisista, además de los trabajos de R. Sen-
nett, Chr. Lasch cita: Jim Hougan, Decadence: Radical nostalgia, narcissism
*nd decline in the seventies, New York, Morrow, 1975; Peter Marín, «The
new narcissism», Harpers, oct., 1975; Adwin Schur, The Awareness Trap:
Klf-absoption instead of social change, New York, Quadrangle, N. Y . Ti-
mes, 1976, así como un importante número de trabajos de inspiración psi
(cf. notas pp. 404407), concretamente P. L. Giovachini, Psychoanalysis of
Cbaracter Disorders, New York, Jason Aronson, 1975; H. Kohut, The
Antdysis of the self, New York, International Universities Press, 1971;
O. F. Kernberg, Borderline conditions and pathological narcissism, New
York, Jason Aronson, 1975.
Desde la redacción de este texto, el libro de Chr. Lasch ha sido tradu-
cido en Laffont, con el título: Le complexe de Narcisse, 1980. Las páginas
aquí indicadas son las de la edición americana.
2. Richard Sennett, Les Tyrannies de l'intimité, traducido por Antoine
Bennan y Rebecca Folkman, París, Ed. du Seuil, 1979.

49
tido en un auténtico best-seller en todo el continente de los USA
Más allá de la moda y de su espuma y de las caricaturas que
pueden hacerse aquí o allá del neo-narcisismo, su aparición en la
escena intelectual presenta el enorme interés de obligarnos a re-
gistrar en toda su radicalidad la mutación antropológica que se rea-
liza ante nuestros ojos y que todos sentimos de alguna manera,
aunque sea confusamente. Aparece un nuevo estadio del indivi-
dualismo: el narcisismo designa el surgimiento de un perfil iné-
dito del individuo en sus relaciones con él mismo y su cuerpo,
con los demás, el mundo y el tiempo, en el momento en que el
«capitalismo» autoritario cede el paso a un capitalismo hedonista
y permisivo, acaba la edad de oto del individualismo, competi-
tivo a nivel económico, sentimental a nivel doméstico,1 revolu-
cionario a nivel político y artístico, y se extiende un individua-
lismo puro, desprovisto de los últimos valores sociales y morales
que coexistían aún con el reino glorioso del homo economicus,
de la familia, de la revolución y del arte; emancipada de cual-
quier marco trascendental, la propia esfera privada cambia de
sentido, expuesta como está únicamente a los deseos cambian-
tes de los individuos. Si la modernidad se identifica con el espíritu
de empresa, con la esperanza futurista, está claro que por su indi-
ferencia histórica el narcisismo inaugura la posmodernidad, última
fase del homo aequdis.

Narciso a medida

Después de la agitación política y cultural de los años sesenta,


que podría verse aún como una inversión masiva en los asuntos
públicos sobreviene un abandono generalizado que de una manera
ostensible se extiende por lo social, cuyo corolario es el reflujo de
los intereses en preocupaciones puramente personales, indepen-
dientemente de la crisis económica. La despolitización y la desin-
dicalización adquieren proporciones jamás alcanzadas, la esperan-
za revolucionaria y la protesta estudiantil han desaparecido, se
agota la contra-cultura, raras son los causas capaces de galvanizar

1. Echvard Shorter, Naissance de la famille moderne, Ed du Seuil,


trad. fran., 1977.

50
1 largo término las energías. La res publica está desvitalizada, las
grandes cuestiones «filosóficas», económicas, políticas o milíta-
jes despiertan poco a poco la misma curiosidad desenfadada que
cualquier suceso, todas las «alturas» se van hundiendo, arras-
tradas por la vasta operación de neutralización y banalización so-
cales. Unicamente la esfera privada parece salir victoriosa de
p e maremoto apático; cuidar la salud, preservar la situación ma-
jyifll. desprenderse de los «complejos», esperar las vacaciones:
gjvir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible. Las pe-
lículas de Woody Alien y su éxito son el propio símbolo de esa
hiperinversión en el espacio privado; tal como declara él mismo,
«political solutions don't work» (citado por Chr. Lasch, p. 30),
en muchos aspectos esa fórmula traduce el nuevo espíritu de los
tiempos, ese neonarcisismo que nace de la deserción de lo polí-
tico. Fin del homo politicus y nacimiento del homo psicologicus,
al acecho de su ser y de su bienestar.
i. Vivir en el presente, sólo en el presente y no en función del
j p a d o y del futuro, es esa «pérdida de sentido de la continuidad
Jflgtórica» (C.N., p. 30), esa erosión del sentimiento de pertenen-
cia a una «sucesión de generaciones enraizadas en el pasado y que
se prolonga en el futuro» es la que, según Chr. Lasch, caracte-
riza y engendra la sociedad narcisista. Hoy vivimos para noso-
H$s mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones y nuestra
gpteridad: el sentido histórico ha sido olvidado de la misma
Minera que los valores y las instituciones sociales. La derrota del
Vietnam, el asunto Watergate, el terrorismo internacional, pero
también la crisis económica, la escasez de las materias primas, la
angustia nuclear, los desastres ecológicos (C.N. pp. 17 y 28) han
provocado una crisis de confianza hacia los líderes políticos, un
||ima de pesimismo y de catástrofe inminente que explican el
¡Éíjtarrollo de las estrategias narcisistas de «supervivencia», pro-
ÜÉtiendo la salud física y psicológica. Cuando el futuro se pre-
senta amenazador e incierto, queda la retirada sobre el presente,
•1 que no cesamos de proteger, arreglar y reciclar en una juventud
infinita. A la vez que pone el futuro entre paréntesis, el sistema
ÜOCede a la «devaluación del pasado», por su avidez de abando-
ÉPt las tradiciones y territorialidades arcaicas e instituir una so-
ledad sin anclajes ni opacidades; con esa indiferencia hacia el
tiempo histórico emerge el «narcisismo colectivo», síntoma social

51
de la crisis generalizada de las sociedades burguesas, incapaces
de afrontar el futuro si no es en la desesperación.
So pretexto de modernidad, lo esencial se nos escapa entre
los dedos. Al interpretar el narcisismo según una sacrosanta tra-
dición marxista como un síntoma de la «bancarrota» del siste-
ma (C. N. p. 18) y bajo el signo de la «desmoralización», ¿no
se enfatiza demasiado por un lado la «toma de conciencia» y
por otro la situación coyuntural? De hecho, el narcisismo con-
temporáneo se extiende en una sorprendente ausencia de nihi-
lismo trágico; aparece masivamente en una apatía frivola, a pesar
de las realidades catastróficas ampliamente exhibidas y comenta-
das por los mass media. ¿Quién, a excepción de los ecologistas,
tiene conciencia de vivir una época apocalíptica? La «tanatocra-
cia» se desarrolla, las catástrofes ecologistas se multiplican sin
por ello engendrar un sentimiento trágico de «fin del mundo».
Nos acostumbramos sin desgarramiento a lo «peor» que con-
sumimos en los mass media; nos instalamos en la crisis que, por
lo que parece, no modifica los deseos de bienestar y de distrac-
ción. La amenaza económica y ecológica no ha conseguido pe-
netrar en profundidad la conciencia indiferente de la actualidad;
debemos admitirlo, el narcisismo no es en absoluto el último re-
pliegue de un Yo desencantado por la «decadencia» occidental y
que se abandona al placer egoísta. Ni versión nueva del «diver-
tirse» ni alienación —la información jamás estuvo tan desarrolla-
da—, el narcisismo ha abolido lo trágico y aparece como una for-
ma inédita de apatía hecha de sensibilización epidérmica al mundo
a la vez que de profunda indiferencia hacia él: paradoja que se
explica parcialmente por la plétora de informaciones que nos
abruman y la rapidez con la que los acontecimientos mass-media-
tizados se suceden, impidiendo cualquier emoción duradera.
Jamás podrá explicarse, por otra parte, el narcisismo a par-
tir de una acumulación de acontecimientos y dramas coyunturales:
si realmente el narcisismo, como nos invita a pensar Chr. Lasch,
es una conciencia radicalmente inédita, una estructura constitu-
tiva de la personalidad posmoderna, debe aprehenderse como la
resultante de un proceso global que rige el funcionamiento social.
Nuevo perfil coherente del individuo, el narcisismo no puede ser
el resultado de una constelación dispar de acontecimientos pun-
tuales, por más que se acompañara de una mágica «conciencia-

52
ción». De hecho, el narcisismo surge de la deserción generalizada
¿g los valores y finalidades sociales, provocada por el proceso de
personalización. Abandono de los grandes sistemas de sentido e
hiperinversíón en el Yo corren a la par: en sistemas de «rostro
humano» que funcionan por el placer, el bienestar, la desestan-
darización, todo concurre a la_ promoción de un individualismo
puro, dicho de otro modo psi, liberado de los encuadres de masa
y enfocado a la valoración generalizada del sujeto. Es la revo-
l c ó n de las necesidades y su ética hedonista lo que, al atomizar
gravemente a los individuos, al vaciar poco a poco las finalida-
des sociales de su significado profundo, ha permitido que el dis-
curso psi se injerte en lo social, convirtiéndose en un nuevo ethos
j b masa; es el «materialismo» exacerbado de las sociedades de
la abundancia lo que, paradójicamente, ha hecho posible la eclo-
sión de una cultura centrada en la expansión subjetiva, no por
reacción o «suplemento de alma», sino por aislamiento a la car-
ta. La ola del «potencial humano» psíquico y corporal no es más
que el estadio definitivo de una sociedad que se aparta del orden
disciplinario y lleva a sus últimas consecuencias la privatización
sistemática ya operada por la edad del consumo. Lejos de derivar-
se de una «concienciación» desencantada, el narcisismo resulta del
gruce de una lógica social individualista hedonista impulsada
for el universo de los objetos y los signos, y de una lógica tera-
péutica y psicológica elaborada desde el siglo xix a partir del en-
foque psicopatológico.

El zombi y el psi

Simultáneamente a la revolución informática, las sociedades


j(5>smodernas conocen una «revolución interior», un inmenso «mo-
limiento de conciencia» («awareness movement», C. N., pp. 43-
48), un entusiasmo sin precedentes por el conocimiento y la rea-
lización personal, como lo atestigua la proliferación de los orga-
nismos psi, técnicas de expresión y de comunicación, meditaciones
gimnasias orientales. La sensibilidad política de los años se-
senta ha dado paso a una «sensibilidad terapéutica»; incluso (los
más duros sobre todo) entre los ex líderes contestatarios sucum-
ben a los encantos de la self-examination: mientras Rennie Davis

53
abandona el combate radical para seguir al guru Maharaj Ji, Jerry
Rubin explica que entre 1971 y 1975, practicó con delicia la ges-
taltterapia, la bioenergía, el rolfing, los masajes, el jogging, tai ¿hi,
Esalen, hipnotismo, danza moderna, meditación, Silva Mind Con-
trol, Arica, acupuntura, terapia reichiana (citado por Chr. Lasch,
pp. 43-44). En el momento en que el crecimiento económico se
ahoga, el desarrollo psíquico toma el relevo, en el momento en
que la información substituye la producción, el consumo de con-
ciencia se convierte en una nueva bulimia: yoga, psicoanálisis,
expresión corporal, zen, terapia primal, dinámica de grupo, medi-
tación trascendental; a la inflación económica responde la infla-
ción psi y el formidable empuje narcisista que engendra. Al cana-
lizar las pasiones sobre el Yo, promovido así al rango de ombligo
del mundo, la terapia psi, por más que esté teñida de corpo-
reidad y de filosofía oriental, genera una figura inédita de Nar-
ciso, identificado de una vez por todas con el homo psicologicus.
Narciso obsesionado por él mismo no sueña, no está afectado de
narcosis, trabaja asiduamente para la liberación del Yo, para su
gran destino de autonomía de independencia: renunciar al amor,
«to love myself enough so that I do not need another to make
me happy» ese es el nuevo programa revolucionario de J . Ru-
bin (citado por Chr. Lasch, p. 44).
En ese dispositivo psi, el inconsciente y la represión ocupan
una posición estratégica. Por el desconocimiento radical que ins-
tituyen sobre la verdad del sujeto, son operadores cruciales del
neonarcisismo: ofrecer el cebo del deseo y la barrera de la re-
presión es una provocación que desencadena una irresistible ten-
dencia a la reconquista de la verdad del Yo: «Allí de donde era,
debo advenir.» El narcisismo es una respuesta al desafío del in-
consciente: conminado a reencontrarse, el Yo se precipita a un
trabajo interminable de liberación, de observación y de interpre-
tación. Reconozcámoslo, el inconsciente, antes de ser imaginario
o simbólico, teatro o máquina, es un agente provocador cuyo efec-
to principal es un proceso de personalización sin fin: cada uno
debe «decirlo todo», liberarse de los sistemas de defensa anóni-
mos que obstaculizan la continuidad histórica del sujeto, perso-
nalizar su deseo por las asociaciones «libres» y en la actualidad
por lo no-verbal, el grito y el sentimiento animal. Por otra par-
te, todo lo que podía funcionar como desperdicios (el sexo, el

54
sueño, el lapsus, etc.) se encontrará reciclado en el orden de la
subjetividad libidinal y del sentido. Ampliando así el espacio de
la persona, incluyendo todas las escorias en el campo del sujeto,
d inconsciente abre el camino a un narcisismo sin límites. Narci-
¿swo total que manifiestan de otra forma los últimos avatares
psi cuya consigna ya no es la interpretación sino el silencio del
a n a l i s t a : liberado de la palabra del Maestro y del referente de
verdad, el analizado queda en manos de sí mismo en una circu-
laridad regida por la sola autoseducción del deseo. Cuando el sig-
nificado deja paso a los juegos del significante, y el propio dis-
curso a la emoción directa, cuando las referencias exteriores caen,
d narcisismo ya no encuentra obstáculos y puede realizarse en
toda su radicalidad.
De este modo la autoconciencia ha substituido a la conciencia
de clase, la conciencia narcisista substituye la conciencia política,
substitución que no debe ni mucho menos interpretarse como el
eterno debate sobre la desviación de la lucha de clases. Lo esen-
cial no está aquí. Ante todo instrumento de socialización, el nar-
¿feismo, por su autoabsorción, permite una radicalización del
gbandono de la esfera pública y por ello una adaptación funcional
di aislamiento social, reproduciendo al mismo tiempo su estrate-
gia. Al hacer del Yo el blanco de todas las inversiones, el narci-
sismo intenta ajustar la personalidad a la atomización sibilina
engendrada por los sistemas personalizados. Para que el desierto
social resulte viable, el Yo debe convertirse en la preocupación
Kentral: se destruye la relación, qué más da, si el individuo está
W condiciones de absorberse a sí mismo. De este modo el narci-
sismo realiza una extraña «humanización» ahondando en la frag-
mentación social: solución económica a la «dispersión» genera-
lizada, el narcisismo, en una circularidad perfecta, adapta el Yo al
Rundo en el que nace. El amaestramiento social ya no se realiza
por imposición disciplinaria ni tan sólo por sublimación, se efec-
túa por autoseducción. El narcisismo, nueva tecnología de con-
trol flexible y autogestionado, socializa desocializando, pone a los
individuos de acuerdo con un sistema social pulverizado, míen-
tías glorifica el reino de la expansión del Ego puro.
Pero el narcisismo encuentra quizá su más alta función cuan-
do quita lastre a los contenidos rígidos del Yo que la demanda
mflacional de verdad sobre sí realiza ineluctablemente. Cuanto

55
más se invierte en el Yo, como objeto de atención e interpreta-
ción, mayores son la incertidumbre y la interrogación. El Yo se
convierte en un espejo vacío a fuerza de «informaciones», una
pregunta sin respuesta a fuerza de asociaciones y de análisis, una
estructura abierta e indeterminada que reclama más terapia y
anamnesia. Freud no se equivocaba cuando, en un texto célebre,
se comparaba con Copérnico y Darwin, por haber infligido uno
de los tres grandes «mentís» en la megalomanía humana. Nar-
ciso ya no está inmovilizado ante su imagen fija, no hay ni ima-
gen, nada más que una búsqueda interminable de Sí Mismo, un
proceso de destabilización o flotación psi como la flotación mo-
netaria o la de la opinión pública: Narciso se ha puesto en órbita.
El neonarcisismo no se ha contentado con neutralizar el uni-
verso social al vaciar las instituciones de sus inversiones emocio-
nales, también es el Yo el que se ha vaciado de su identidad, pa-
radójicamente por medio de su hiper-inversión. Al igual que el
espacio público se vacía emocionalmente por exceso de informa-
ciones, de reclamos y animaciones, el Yo pierde sus referencias,
su unidad, por exceso de atención: el Y o se ha convertido en
un «conjunto impreciso». En todas partes se produce la desapa-
rición de la realidad rígida, es la desubstancialización, última for-
ma de extrapolación, lo que dirige la posmodernidad.
Es a esa misma disolución de Yo a lo que apunta la nueva
ética permisiva y hedonista: el esfuerzo ya no está de moda, todo
lo que supone sujeción o disciplina austera se ha desvalorizado
en beneficio del culto al deseo y de su realización inmediata,
como si se tratase de llevar a sus últimas consecuencias el diag-
nóstico de Nietzsche sobre la tendencia moderna a favorecer la
«debilidad de voluntad», es decir, la anarquía de los impulsos o
^ tendencias y, correlativamente, la pérdida de un centro de grave-
dad que lo jerquiza todo: «la pluralidad y la desagregación de los
- impulsos, la falta de un sistema entre ellos desemboca en una
«voluntad débil»; la coordinación de éstos bajo el predominio
de uno entre todos produce una «voluntad fuerte».1 Asociacio-
nes libres, espontaneidad creativa, no-directividad, nuestra cultura
de la expresión, pero también nuestra ideología del bienestar es-

1. Nietzsche, Le Nibilisme européen, fragmentos póstumos reunidos y tra-


ducidos por A. Kremer-Marietti, UGE, col. « 1 0 / 1 8 » , p. 207.

56
timulan la-dispersión en detrimento de la concentración, lo tem-
poral en lugar de lo voluntario, contribuyen al desmenuzamiento
del Yo, a la aniquilación de los sistemas psíquicos organizados
y sintéticos. La falta de atención de los alumnos, de la que todos
los profesores se quejan hoy, no es más que una de las formas
de esa nueva conciencia cool y desenvuelta, muy parecida a la
conciencia telespectadora, captada por todo y nada, excitada e
indiferente a la vez, sobresaturada de informaciones, conciencia -
Opcional, diseminada, en las antípodas de la conciencia voluntaria, -
«intra-determinada». El fin de la voluntad coincide con la era de
J i indiferencia pura, con la desaparición de los grandes objetivos
y grandes empresas por las que la vida merece sacrificarse: «todo
y ahora» y ya no per aspera ad astra,1 «Disfrutad», leemos a ve-
ces en las pintadas; no hay nada que temer, el sistema se encarga
de ello, el Yo ha sido ya pulverizado en tendencias parciales se-
gún el mismo proyecto de desagregación que ha hecho estallar la
socialidad en un conglomerado de moléculas personalizadas. Lo
social átono es la réplica exacta del Yo indiferente, con la volun-
J»d débil, nuevo zombi atravesado de mensajes. Inútil desespe-
flftrse, el «debilitamiento de la voluntad» no es catastrófico, no
Jptepara una humanidad sumisa y alienada, no anuncia para nada
j|l subida del totalitarismo: la apatía desenvuelta representa al con-
trario un muro contra los sobresaltos de religiosidad histórica y
los grandes designios paranoicos. Obsesionado sólo por sí mismo,
al acecho de su realización personal y de su equilibrio, Narciso
Obstaculiza los discursos de movilización de masas; hoy día, las
invitaciones a la aventura, al riesgo político no encuentran eco;
si la revolución se ha visto desclasada, no hay que achacarlo a nin-
guna «traición» burocrática: la revolución se apaga bajo los spots -
seductores de la personalización del mundo. Así la era de la
Noluntad» desaparece: pero no hay ninguna necesidad de recu- --
rrir, como Nietzsche, a una «decadencia cualquiera». Es la lógica
'de un sistema experimental basado en la celeridad de las combi-
naciones, la que exige la eliminación de la «voluntad», como obs-
táculo a su funcionamiento operativo. Un centro «voluntario» con
sus certezas íntimas, su fuerza intrínseca, representa aún un núcleo

1. «Más allá de los obstáculos, hacia las estrellas», citado por D. Ries-
m a n , La Foule Solitaire, Arthaud, 1964, p. 164.

57
de resistencia a la aceleración de las experimentaciones: más vale
la apatía narcisista, un Y o lábil, el único capaz de funcionar sin-
cronizado con una experimentación sistemática y acelerada.
Al liquidar las rigideces «intra-determinadas» incompatibles
con los sistemas «flotantes», el narcisismo apunta a la disolución
de la «extro-determinación» la cual a los ojos de Riesman, era
la personalidad rica en futuro, pero que pronto se manifestó como
una última personalidad de masa, correspondiente al estado inau-
gural de los sistemas de consumo e intermedia entre el individuo
disdplinario-voluntario (intradeterminado) y el individuo narci-
sista. En el momento en que la lógica de la personalización reor-
ganiza la integralidad de los sectores de la vida social, la extro-
determinación, con su necesidad de aprobación del Otro, su com-
portamiento orientado por el Otro, deja paso al narcisismo, a una
autoabsorción que reduce la dependencia del Yo hacia los otros.
R. Sennett tiene parcialmente razón: «Las sociedades occidenta-
les están pasando de un tipo de sociedad más o menos dirigida
por los otros a una sociedad dirigida desde el interior» (T. I.,
p. 14). En la época de los sistemas a la carta, la personalidad ya
no debe ser de tipo gregario o mimético, debe profundizar su di-
ferencia, su singularidad: el narcisismo representa esa liberación
de la influencia del Otro, esa ruptura con el orden de la estanda-
rización de los primarios tiempas de la «sociedad de consumo».
Licuación de la identidad rígida del Yo y suspensión del prima-
do de la mirada del Otro, en cualquier caso, el narcisismo fun-
ciona fundamentalmente como agente del proceso de personali-
zación.
Se comete un grave error al querer dar cuenta de la «sen-
sibilidad terapéutica» a partir de una ruina cualquiera de la
personalidad causada por la organización burocrática de la vida:
«El culto a la intimidad no se origina en la afirmación de la
personalidad sino en su caída» (C.N., p. 69). La pasión narci-
sista no procede de la alienación de una unidad perdida, no com-
pensa una falta de personalidad, genera un nuevo tipo de perso-
nalidad, una nueva conciencia, toda ella indeterminación "y fluc-
tuación. Que el Yo se convierta en un espacio «flcrtanfé», sin
fijación ni referencia, una disponibilidad pura, adaptada a la ace-
leración de las combinaciones, a la fluidez de nuestros sistemas,
esa es la función del narcisismo, instrumento flexible de ese recí-

58
claje psi permanente, necesario para la experimentación posmo-
derna. Y, simultáneamente, al expurgar del Yo las resistencias y los
estereotipos, el narcisismo hace posible la asimilación de los mo-
delos de comportamientos elaborados por todos los ortopedistas
de la salud física y mental: instituyendo un «espíritu» doblegado
a la formación permanente, el narcisismo coopera en la gran obr3
de gestión científica de los cuerpos y almas.
La erosión de las referencias del Yo es la réplica exacta de
Ja disolución que conocen hoy las identidades y papeles sociales,
antaño estrictamente definidos, integrados en las oposiciones
reglamentadas: así el estatuto de la mujer, del hombre, del niño,
del loco, del civilizado, etc., han entrado en un período de inde-
finición, de incertidumbre, donde la interrogación sobre la na-
turaleza de las «categorías» sociales no cesa de desarrollarse. Pero
mientras que la erosión de las formas de la alteridad debe acha-
carse, al menos en parte, al proceso democrático, es decir al im-
pulso hacia la igualdad cuya tendencia consiste, tal como ha expli-
cado brillantemente M. Gauchet, en reducir todo lo que figura
la alteridad social o la diferencia de substancia entre los seres
por la institución de una similitud independiente de los datos
visibles,1 lo que hemos llamado la desubstancialización del Yo
procede ante todo del proceso de personalización. Si el movimien-
to democrático disuelve las referencias tradicionales del otro, el
vacío de toda diferencia esencial al implantar una identidad en-
tre los individuos, sean cuales fueren por lo demás sus diferen-
cias aparentes, el proceso de personalización narcisista desmon-
ta las referencias del Yo, lo vacía de cualquier contenido de-
finitivo. El reino de la igualdad ha transformado de arriba
abajo la aprehensión de la alteridad al igual que el imperio hedonis-
ta y psicológico transforma de arriba a abajo la aprehensión de
nuestra propia identidad. Es más: la explosión psi sobreviene en
el mismo momento en que todas las figuras de la alteridad (per-
verso, loco, delincuente, mujer, etc.) se ponen en tela de juicio
y caen en lo que Tocqueville llama la «igualdad de las condicio-
nes». Precisamente, ¿no surge el problema de la identidad pro-
pia, íntima 'esta vez, cuando la alteridad social deja masivamente

1. Marcel Gauchet, «Tocqueville, L'Amérique et nous», Libre, n.° 7,


Pp. 83-iW

59
paso a la identidad, la diferencia a la igualdad? ¿No es porque
el proceso democrático se ha generalizado hasta carecer de límites
o fronteras definibles, que surge el mar de fondo psicológico?
Cuando la relación con uno mismo suplanta la relación con el
otro, el fenómeno democrático deja de ser problemático; por ello,
el despliegue del narcisismo significaría la deserción del reino
de la igualdad que, entre tanto, proseguirá. Resuelta la cuestión
del otro (¿quién hoy no es reconocido, objeto de solicitud e inte-
rrogación?), la igualdad ha limpiado el terreno permitiendo que
surja la cuestión del Yo; de ahora en adelante, la autenticidad
domina a la reciprocidad, el conocimiento de sí al reconocimiento.
Pero, simultáneamente con esa desaparición de la escena social
de la figura del Otro, reaparece una nueva división, la del cons-
ciente, la separación psíquica, como si la división tuviera que
producirse permanentemente, aunque fuera de una manera psicoló-
gica, para que la obra de socialización pueda proseguir. «Yo es
Otro» anuncia el proceso narcisista, el nacimiento de una nueva
alteridad, el fin de la familiaridad del Uno con Uno mismo, cuan-
do el prójimo deja de ser un absolutamente otro: la identidad
del Yo vacila cuando la identidad entre individuos se ha cum-
plido, cuando cualquier ser se convierte en un «semejante». Des-
plazamiento y reproducción de la división, interiorizándose, el con-
flicto asume siempre una función de integración social,1 esta vez
no tanto a través de la conquista de la dignidad por la lucha de
clases como por la aspiración a la autenticidad y de la verdad
del deseo.

El cuerpo reciclado

Al querer asimilar, a la manera de R. Sennett, el narcisismo


al psicologismo, nos enfrentamos automáticamente con la dificul-
tad que representa el cortejo de solicitudes y cuidados que rodean
hoy al cuerpo, promovido por ello al rango de verdadero objeto
de culto. Inversión narcisista en el cuerpo visible directamente
r a través de mil prácticas cotidianas: angustia de la edad y de las
arrugas (C.N., pp. 351-367); obsesión por la salud, por la «línea»,

1. M. Gauchet, ibid., p. 116.

60
por la higiene; rituales de control (chequeo) y de mantenimiento
(masajes, sauna, deportes, regímenes); cultos solares y terapéuti-
OOf (superconsumo de los cuidados médicos y de productos farma-
céuticos), etc. Indiscutiblemente, la representación social del cuer-
po ha sufrido una mutación cuya profundidad puede compararse
con el desmoronamiento democrático de la representación del pró-
jimo; el advenimiento de ese nuevo imaginario social del cuerpo
produce el narcisismo. Así como la aprehensión de la alteridad del
otro desaparece en beneficio del reino de la identidad entre los
seres, el cuerpo mismo ha perdido su estatuto de alteridad, de
res extensa, de materialidad mud», en beneficio de su identifi-
cación con el ser-sujeto, con la persona. El cuerpo ya no designa
una abyección o una máquina, designa nuestra identidad profun-
da de la que ya no cabe avergonzarse y que puede exhibirse des-
nudo en las playas o en los espectáculos, en su verdad natural. En
tanto que persona, el cuerpo gana dignidad; debemos respetarlo,
es decir vigilar constantemente su buen funcionamiento, luchar
contra su obsolescencia, combatir los signos de su degradación
por medio de un reciclage permanente quirúrgico, deportivo, die-
tético, etc.: la decrepitud «física» se ha convertido en una in-
fancia.
Ya lo dice Chr. Lasch, el miedo moderno a envejecer y morir
«^constitutivo del neo-narcisismo: el desinterés por las genera-
Jfciies futuras intensifica la angustia de la muerte, mientras que
la degradación de las condiciones de existencia de las personas
de edad y la necesidad permanente- de ser valorado y admirado
f o r la belleza, el encanto, la celebridad hacen la perspectiva de
Id vejez intolerable (C. N., pp. 354-357). De hecho, es el proceso
de personalización el que, al evacuar sistemáticamente cualquier po-
sición trascendente, engendra una existencia puramente actual,
una subjetividad total sin finalidad ni sentido, abandonada al vér-
tigo de su autoseducción. El individuo, encerrado en ese ghetto de
mensajes, se enfrenta a su condición mortal sin ningún apoyo «tras-
cendente» (político, moral o religioso). «Lo que realmente rebela
contra el dolor no es el dolor en sí, sino el sin sentido del dolor»,
decía Nietzsche: ocurre lo mismo con la muerte y la edad: es
«u sinsentido contemporáneo lo que exacerba su horror. En los
Ostemas personalizados, no queda más remedio que durar y man-
tenerse, aumentar la fiabilidad del cuerpo, ganar tiempo y ganar

61
contra el tiempo. La personalización del cuerpo reclama el impe-
rativo de juventud, la lucha contra la adversidad temporal, el com-
bate por una identidad que hay que conservar sin interrupción
ni averías. Permanecer joven, no envejecer: el mismo imperativo
de funcionalidad pura, el mismo imperativo de reciclaje, el mismo
imperativo de desubstancialización acosando los estigmas del tiem-
po a fin de disolver las heterogeneidades de la edad.
Como todas las grandes dicotomías, la del cuerpo y del espí-
ritu se ha esfumado; el proceso de personalización, y particular-
mente aquí, la expansión del psicologismo, borra las oposiciones
y jerarquías rígidas, confunde las referencias e identidades marca-
das. El proceso de psicologización es un agente de desestabiliza-
ción, bajo su égida todos los criterios vacilan y fluctúan en una
incertidumbre generalizada; de este modo el cuerpo ya no está
relegado a un estatuto de positividad material en oposición a una
conciencia cósmica y se convierte en un espacio indecidible, un
«objeto-sujeto», una mezcla flotante de sentido y lo sensible,
como decía Merleau-Ponty. Con la expresión corporal y la danza
moderna (la de Nikolais, Cunningham, Carolyn Carlson), con
la eutonía y el yoga, con la bioenergía, el rolfing, la gestaltterapia,
¿dónde comienza el cuerpo, dónde acaba? Sus fronteras retro-
ceden, se difuminan; el «movimiento de conciencia» es un des-
cubrimiento del cuerpo a la vez que el de sus potencias subjeti-
vas. El cuerpo psicológico ha substituido al cuerpo objetivo y la
concienciación del cuerpo por sí mismo se ha convertido en una
finalidad en sí para el narcisismo: hacer existir el cuerpo por sí
mismo, estimular su autorreflexividad, reconquistar la interiori-
dad del cuerpo, esa es la obra del narcisismo. Si el cuerpo y la
conciencia se intercambian, si el cuerpo, como el inconsciente,
habla, debemos amarlo y escucharlo, debe expresarse, comuni-
car, de ahí emana la voluntad de redescubrir el cuerpo desde
dentro, la búsqueda furiosa de su idiosincrasia, es decir el mismo
narcisismo, ese agente de psicologización del cuerpo, ese instru-
mento de conquista de la subjetividad del cuerpo por todas las
técnicas contemporáneas de expresión, concentración y relaja-
ción.
Humanización, subjetivización, R. Sennett tiene razón, esta-
mos inmersos en una «cultura de la personalidad» a condición de
precisar que el propio cuerpo se convierte en sujeto y, como tal,

62
debe situarse en la órbita de la liberación, incluso de la revolución,
gexual por supuesto, pero tambie'n estética, dietética, sanita-
ria, etc., bajo la égida de «modelos directivos».1 No debe omi-
tirse que, simultáneamente a una función de personalización, el
narcisismo cumple una misión de normalización del cuerpo: el
interés febril que tenemos por el cuerpo no es en absoluto espon-
táneo y «libre», obedece a imperativos sociales, tales como la
«línea», la «forma», el orgasmo, etc. El narcisismo toca todas
las teclas funcionando a la vez como operador de desestandariza-
ción y como operador de estandarización, aunque ésta no se mues-
tra jamás como tal sino que se doblega a las exigencias mínimas^
de la personalización: la normalización posmoderna se presenta
liempre como el único medio de ser verdaderamente uno mismo,
joven, esbelto, dinámico.2 Sucede lo mismo con la exaltación del
Cuerpo que con la inflación psi: liberar el cuerpo de los tabúes
y sujeciones arcaicas y hacerlo de este modo permeable a las
normas sociales, esa es la tarea del narcisismo. Paralelamente a la
desubstancialización del Yo, hay desubstancialización del cuerpo,
es decir eliminación de la corporeidad salvaje o estática por un
trabajo que no se realiza como antes según una lógica ascética
por defecto, sino, al contrario, según una lógica pletórica que
• maneja informaciones y normas. El narcisismo, por la atención
puntillosa hacia el cuerpo, por su preocupación permanente de
funcionalidad óptima, desmonta las resistencias «tradicionales»
y hace al cuerpo disponible para cualquier experimentación. El
cuerpo, cpmo la conciencia, se convierte en un espacio flotante,
un espacio deslocalizado, en manos de la «movilidad social»:
limpiar el terreno, hacer el vacío por saturación, reducir los nudos
refractarios a la infiltración de normas, de esta manera procede
el narcisismo y no como afirma ingenuamente R. Sennett con la
«erosión de los roles públicos», es decir el abandono de todo lo

1. J. Baudrillard habla justificadamente de un «narcisismo dirigido»;


cf. L'Echange symbolique et la mort,'Gallimard, 1976, pp. 161-163.
2. El proceso de personalización ha incorporado la propia norma como
incorporó la producción, el consumo, la educación o la información. La
norma dirigista o autoritaria ha sido sustituida por la norma «indicativa»,
flexible, los «consejos prácticos», las terapias «a medida», las campañas
«le información y de sensibilización por películas humorísticas y anuncios
sonrientes.

63
que es convención, artificio o costumbre, considerado desde ahora
como «algo seco, formal, si no artificial» (T.I., p. 12), como algo
que obstaculiza la expresión de la intimidad y de la autenticidad
del Yo. Sea cual fuere la validez parcial de esta tesis, ésta no resis
te la prueba de la idolatría codificada del cuerpo, de la que
R. Sennett curiosamente no dice palabra: si el narcisismo está
en una corriente de abandono, esto concierne a los valores y fina-
lidades «superiores», en ningún caso a los roles y códigos socia-
les. Nada menos que el grado cero de lo social, el narcisismo
procede de una hiperinversión de los códigos y funciona como
un tipo inédito de control social sobre almas y cuerpos.

Un teatro discreto

Con lo que R. Sennett llama la «condena moral de la imper-


sonalidad» que equivale a la erosión de los papeles sociales, se
inicia el reino de la personalidad, la cultura psicomórfica y la
obsesión moderna del Yo en su deseo de revelar su ser ver-
dadero o auténtico. El narcisismo no sólo designa la pasión del
conocimiento de uno mismo sino incluso la pasión de la reve-
lación íntima del Yo como lo atestigua la inflación actual de
biografías y autobiografías o la psicologización del lenguaje polí-
tico. Las convenciones nos parecen represivas, «las cuestiones im-
personales sólo suscitan nuestro interés cuando las enfocamos
—equivocadamente— bajo un ángulo personalizado» (T.I., p. 15);
todo debe ser psicologizado, dicho en primera persona: hay que
implicarse, revelar las propias motivaciones, entregar en cualquier
ocasión la propia personalidad y emociones, expresar el senti-
miento íntimo, sin lo cual se cae en el vicio imperdonable de la
frialdad y el anonimato. En una sociedad «intimista» que lo
evalúa todo con un criterio psicólogico, la autenticidad y la sin-
ceridad, como ya observó Riesman, se convierten en virtudes car-
dinales, j los individuos, absortos como lo están en su yo íntimo,
son cada vez jnenos capaces de desempeñar roles sociales: nos
hemos convertido en «actores privados de arte» (T.I., p. 249).
Con su obsesión de verdad psicológica, el narcisismo debilita la
capacidad de jugar con la vida social, hace imposible toda distan-
cia entre lo que se siente y lo que se expresa: «La capacidad de

é4
jer expresivo se pierde, porque intentamos identificar la aparien-
cia a nuestro ser profundo y porque ligamos el problema de la
expresión al de su autenticidad» (T.I., p. 205). Y es ahí donde
está la trampa, pues cuanto más los individuos se liberan de códi-
gos y costumbres en busca de una verdad personal, más sus rela-
ciones se hacen «fraticidas» y asocíales. Al exigir constantemen-
te mayor inmediatez y proximidad, abrumando al otro con el peso
de las confidencias personales, ya no respetamos la distancia nece-
aaria para el respeto de la vida privada de los demás: el intimismo
es tiránico e «incivil». «El civismo es la actividad que protege
0 yo de los otros, y así le permite disfrutar de la compañía del
fjójimo. La máscara es la propia esencia del civismo... Cuantas
más máscaras, mayor mentalidad "urbana" y también más amor
a la urbanidad» (T.I., p. 202). La sociabilidad exige barreras, re-
glas impersonales que son las únicas que pueden proteger a los
individuos unos de otros; allí donde, al contrario, reina la obsce-
nidad de la intimidad, la comunidad se hace pedazos y las rela-
ciones humanas se vuelven «destructoras». La disolución de los
frfes públicos y la compulsión de autenticidad han engendrado
una forma de incivismo que se manifiesta, por una parte, en el
rechazo de las relaciones anónimas con los «desconocidos» en la
dudad y el confortable repliegue en nuestro ghetto íntimo, y por
otra, en la disminución del sentimiento de pertenencia a un grupo
y correlativamente la acentuación de los fenómenos de exclusión,
liquidada la conciencia de clase, se fraterniza ahora sobre la base
del barrio, de la región o de los sentimientos comunes: «El propio
•cto de compartir remite cada vez más a operaciones de exclusión
o, a la inversa, de inclusión... La fraternidad no es más que la
unión de un grupo selectivo que rechaza a todos aquellos que no
forman parte de él... La fragmentación y las divisiones internas
•on el producto de la fraternidad moderna» (T.I., p. 203).
Digámoslo sin rodeos, la idea de que el narcisismo debilita la
energía lúdica y se hace incompatible con la noción de «rol» no
íesiste el análisis. Ciertamente, las convenciones rígidas que en-
marcaban las conductas han sido arrastradas por el proceso de
personalización que en todas partes tiende a la desreglamentación
y la flexibilización de los marcos estrictos; en ese sentido, es
Qetto que los individuos rechazan las imposiciones «victorianas»
y aspiran a una mayor autenticidad y libertad en sus relaciones.

65
Pero eso no significa que el individuo se encuentre sin ataduras,
desprovisto de cualquier codificación social. El proceso de per-
sonalización no elimina los códigos, los descongela, a la vez que
impone nuevas reglas adaptadas al imperativo de producir preci-
samente una persona pacificada. Decirlo todo, quizá, pero sin
gritos, podéis decir lo que queráis, pero sin pasar a los actos-,
es más, esa liberación del discurso, aunque vaya acompañada de
violencia verbal, contribuye a la regresión del uso de la violencia
física: sobreinversión en el verbo íntimo y a la vez abandono de
la violencia física, por ese desplazamiento, el strep-tease psi se
manifiesta como un instrumento de control y de pacificación so-
cial. La autenticidad, más que una realidad psicológica actual, es
un valor social, y como tal expuesto a sujeciones: la orgía de reve-
laciones sobre uno mismo debe plegarse a nuevas normas, ya sea
el diván del analista, el género literario o la «sonrisa familiar»
del político en la tele. De todos modos la autenticidad debe co-
rresponder a lo que esperamos de ella, a los signos codificados de
la autenticidad: una manifestación demasiado exuberante, un dis-
curso demasiado teatral no producen efecto de sinceridad, la cual
debe adoptar el estilo cool, cálido y comunicativo; Más allá o
más acá, resulta histriónico o neurótico. Hay que expresarse sin
reservas (e incluso esto debe ser bien matizado, ya lo veremos),
libremente, pero dentro de un marco preestablecido. Hay búsque-
da de autenticidad, en absoluto de espontaneidad: Narciso no es
un actor atrofiado, las facultades expresivas y lúdicas no están
ni más ni menos desarrolladas hoy que ayer. Observen la proli-
feración de todos los «truquitos» de la vida cotidiana, las trampas
y astucias en el mundo del trabajo: el arte del disimulo, las más-
caras no han perdido ni un ápice de su eficacia. Fíjense hasta
que punto la sinceridad está «prohibida» ante la muerte: debe-
mos esconder la verdad al moribundo, no debemos manifestar
dolor por el fallecimiento de un ser querido sino simular «indiferen-
cia», dice Aries: 1 «La discreción se presenta como la forma mo-
derna de la dignidad.» 2 El narcisismo se define no tanto por la
explosión libre de las emociones como por el encierro sobre sí

1. Ph. Aries, Essays sur l'histoire de la mort en Occident, Ed. du


Seuil, 1975, p. 187.
2. Ibid., p. 173.

66
Iljismo, o sea la «discreción», signo e instrumento del self-con-
Sobre todo nada de excesos, de desbordamientos, de tensión
goe lleve a perder los estribos; es el replegarse sobre sí, la «reser-
yg» o la interiorización lo que caracteriza al narcisismo, no la
gjjbición «romántica».
Por otra parte el psicologismo, lejos de exacerbar las exclu-
jjones y engendrar el sectarismo, tiene efectos inversos: la perso-
nalización desmantela los antagonismos rígidos, las excomunica-
¿ones y contradicciones. El laxismo sustituye al moralismo o
¿ purismo, y la indiferencia a la intolerancia. Narciso, demasiado
JjBorto en sí mismo, renuncia a las militancias religiosas, abandona
^ grandes ortodoxias, sus adhesiones siguen la moda, son fluc-
||nites, sin mayor motivación. Aquí también la personalización
conduce a la desinversión del conflicto, a la distensión. En siste-
Üas personalizados, los cismas, las herejías ya no tienen sentido:
guando una sociedad «valora el sentimiento subjetivo de los acto-
ies y desvaloriza el carácter objetivo de la acción» (T.I., p. 21),
pone en marcha un proceso de desubstancialización de las acciones
y doctrinas cuyo efecto inmediato es un relajamiento ideológico
y político. Al neutralizar los contenidos en beneficio de la seduc-
ción psi, el intimismo generaliza la indiferencia, engrana una estra-
tegia de desarme que está a las antípodas del dogmatismo de
]ts exclusiones.
La tesis de R. Sennett, respecto a las relaciones intersubjeti-
«as, no es mucho más convincente: «Cuanto más íntima es la
|pnte, más dolorosas se vuelven sus relaciones, fratricidas y asó-
males» (T.I., p. 274). ¿Impiden las convenciones rituales que los
lumbres se maten y arrasen entre sí? ¿La cultura pública igno-
»ba hasta ese punto la crueldad y el odio? ¿Tuvimos que espe-
Ipr la era intimista para que la lucha de conciencias conociera su
ipáximo desarrollo? Si bien está claro que es imposible adherirse
Jlese maniqueísmo ingenuo (máscaras = civismo; autenticidad =
incivismo), tan claramente al revés de la apatía narcisista,
¿Subsiste no obstante un problema respecto de esa dramatización
jjtó conflicto: ¿qué es lo que mueve a esa representación catas-
.itófica? ¿Por qué es una idea dominante de nuestro tiempo?

67
¿Apocalipsis now?

Chr. Lasch hace la misma constatación trágica, acompañada esta


vez por un discurso netamente apocalíptico; cuanto más tolerante
es la imagen que la sociedad da de sí misma, más se intensifica v
generaliza el conflicto: así hemos pasado de la «guerra de clases»
a la «guerra de todos contra todos» (C.N., p. 125). En el univer-
so económico, en primer lugar, reina una rivalidad pura, vaciada
de cualquier significado moral o histórico: se acabó el culto a>
self-made man y al enriquecimiento como signo de progreso in-
dividual y social, ahora el «éxito» sólo tiene un significado psico-
lógico: «La búsqueda de la riqueza no tiene más objeto que ex-
citar la admiración o la envidia» (C.N., p. 118). En nuestros sis-
temas narcisistas, cada uno corteja a sus superiores para obtener
un ascenso, desea más ser envidiado que respetado y nuestra
sociedad, indiferente al futuro, se presenta como una jungla buro-
crática donde reina la manipulación y la competencia de todos
contra todos (C.N., pp. 114-117). La propia vida privada ya no
es un refugio y reproduce ese estado de guerra generalizado: ex-
pertos en comunicación redactan tratados psicológicos para asegu-
rar a los individuos una posición dominante en los cócteles, mien-
tras nuevas estrategias, como la assertiveness therapy, intentan
eliminar el sentimiento de ansiedad de los individuos, de culpa-
bilidad y de inferioridad utilizados frecuentemente por sus seme-
jantes para conseguir sus fines. Las relaciones humanas, públicas y
privadas, se han convertido en relaciones de dominio, relaciones
conflictivas basadas en la seducción fría y la intimidación. Por
último, bajo la influencia del neo-feminismo, las relaciones entre
el hombre y la mujer se han deteriorado considerablemente, libera-
das de las reglas pacificadoras de la cortesía. La mujer, con sus
exigencias sexuales y sus capacidades orgásmicas vertiginosas —los
trabajos de Masters y Johnson, K. Millet, M. J. Sherfey presentan
a la mujer como «insaciable»—, se convierte para el hombre en
una compañera amenazadora, que intimida y genera angustia: «El
espectro de la impotencia persigue la imaginación contemporá-
nea» (C.N., p. 345), esta impotencia masculina que, según los
últimos informes, aumenta, en razón del miedo a la mujer y de
su sexualidad liberada. En ese contexto, el hombre alimenta un
odio irrefrenable contra la mujer, como lo atestigua el trato que

68
se da a ésta en las películas actuales con sus frecuentes escenas
de violaciones. (C.N., p. 324). Simultáneamente el feminismo
desarrolla, en la mujer, el odio al hombre, asimilado a un enemigo,
fuente de opresión y de frustración; al tener cada vez mayores
exigencias hacia el hombre que él no puede satisfacer, el odio y
la recriminación se extienden en esa sexual warfare característica
de nuestro tiempo.
Chr. Lasch, al rechazar las teorías de Riesman y de Fromm,
culpables, para él, de haber exagerado la capacidad de socializa-
ción de las pulsiones agresivas por la sociedad permisiva, no hace
sino caer de nuevo en la representación dominante, mass-mediáti-
ca del aumento de la violencia en el mundo moderno: la guerra
está a nuestras puertas, vivimos sobre un barril de pólvora, fíjen-
se en el terrorismo internacional, los crímenes, la inseguridad en
las ciudades, la violencia racial en las calles y en las escuelas, los
atracos, etc. (C.N., p. 130). El estado de la naturaleza de Hobbes
se encuentra de este modo al final de la Historia: la burocracia,
la proliferación de las imágenes, las ideologías terapéuticas, el
culto al consumo, las transformaciones de la familia, la educación
permisiva han engendrado una estructura de la personalidad, el
narcisismo, juntamente con unas relaciones humanas cada vez más
crueles y conflictivas. Sólo aparentemente los individuos se vuel-
ven más sociables y más cooperativos; detrás de la pantalla del
hedonismo y de la solicitud,, cada uno explota cínicamente los sen-
timientos de los otros y busca su propio interés sin la menor preo-
cupación por las generaciones futuras. Curiosa concepción la de
ese narcisismo, presentado como estructura psíquica inédita y que
de hecho está atrapado en las redes del «amor propio» y del deseo
de reconocimiento ya percibidos por Hobbes, Rousseau y Hegel
como responsables del estado de guerra. Si el narcisismo repre-
senta claramente un nuevo estadio del individualismo —es esta
hipótesis lo más fructífero de los trabajos americanos actuales,
mucho más que sus contenidos, inclinados a un catastrofismo sim-
plista—, hay que plantear que se acompaña de una relación ori-
ginal con el Otro, como implica una relación inédita con el cuer-
po, el tiempo, el afecto, etc.
Esa transformación de la dimensión intersubjetiva es ya suma-
mente visible, tanto en lo que concierne al espacio público como
al privado. El primado de la sociabilidad pública y la lucha por

69
los signos manifiestos del reconocimiento empiezan a borrarse co-
rrelativamente al aumento de la personalidad psi. El narcisismo
tempera la jungla humana por su abandono de las jerarquías socia-
les, por la reducción del deseo de ser admirado y envidiado por
sus semejantes. Profunda revolución silenciosa de la relación inter-
personal: lo que importa ahora es ser uno mismo absolutamente,
florecer independientemente de los criterios del Otro; el éxito
visible, la búsqueda de la cotización honorífica tienden a perder
su poder de fascinación, el espacio de la rivalidad interhumana
deja paso a una relación pública neutra donde el Otro, despojado
de todo espesor, ya no es ni hostil ni competitivo sino indiferente,
desubstancializado, como los personajes de P. Handke y de Wim
Wenders. Mientras el interés y la curiosidad por los problemas
personales del Otro, aunque sea un extraño para mí, siguen en
aumento (éxito de las revistas «del corazón», de las confidencias
radiofónicas, de las biografías) como es propio de una sociedad
basada en el individuo psicológico, el Otro como polo de referen-
cia anónima está abandonado igual que las instituciones y valores
superiores. Ciertamente, la ambición social no se ha difuminado
idénticamente para todos: categorías enteras (dirigentes y ejecu-
tivos de empresas, políticos, artistas, inteligentsia) siguen luchan-
do duramente para obtener prestigio, gloria o dinero; pero quién
no se da cuenta de que se trata ante todo de grupos pertenecien-
tes, en grados diversos, a lo que se ha dado en llamar una «élite»
social, reservándose el privilegio de reconducir un ethos de rivali-
dad necesaria para el desarrollo de nuestras sociedades. En con-
trapartida, para un número creciente de individuos, el espacio
público ya no es el teatro en el que se mueven las pasiones «arri-
bistas»; sólo queda la vojuntad de realizarse aparte e integrarse
en círculos cálidos de convivencia, los cuales se convierten en los
satélites psi de Narciso, en sus ramificaciones privilegiadas: la
decadencia de la íntersubjetividad pública no lleva sólo a una
relación exclusiva de sí mismo a sí mismo, sino que funciona
con la inversión emocional en los espacios privados que, no por
inestable deja de ser efectiva. Así, boicoteando el deseo de reco-
nocimiento, temperando los deseos de escalada social, el narcisis-
mo prosigue de otra manera, desde dentro en este caso, el proceso
de igualdad de condiciones. El homo psícologicus aspira menos
a sobresalir por encima de los demás que a vivir en un entorno

70
distendido y comunicativo, en ambientes «simpáticos», sin alturas,
lin pretensión excesiva. El culto a lo relacional personaliza o
psicologiza las formas de sociabilidad, corroe las últimas barreras
anónimas que separan a los hombres, se convierte en un agente
de la revolución democrática, que opera continuamente la disolu-
ción de las distancias sociales.
En e ^ marco es evidente que la lucha por el reconocimiento
no desaparece, más exactamente se privatiza, manifestándose prio-
ritariamente en los circuitos íntimos, en los problemas relacióna-
les; el deseo de reconocimiento ha sido colonizado por la lógica -
narcisista, se vuelve cada vez menos competitivo, cada vez más
estético, erótico, afectivo. El conflicto de las conciencias se per-
sonaliza, está más en juego el deseo de complacer, seducir, duran-
te el mayor tiempo posible que el de clasificación social; también
d deseo de ser escuchado, aceptado, tranquilizado, amado. Es
por eso que la agresividad de los seres, el dominio y la servidum-
bre se dan actualmente no tanto en las relaciones y conflictos
sociales como en las relaciones sentimentales de persona a per-
sona. Por un lado, la escena pública y las conductas individuales
se pacifican por autoabsorción narcisita; por otro, el espacio pri-
vado se psicologiza, pierde sus amarras convencionales y se con-
vierte en una dependencia narcisista en la que cada uno sólo en-
cuentra lo que «desea»: el narcisismo no significa la exclusión del
*6tro, designa la transcripción progresiva de las realidades indivi-
duales y sociales en el código de la subjetividad.
A pesar de sus declaraciones de guerra estrepitosas y de su
llamada a la movilización general, el neo-feminismo, por su parte,
no encuentra su verdad en la intensificación finalmente superfi-
cial de la lucha de sexos. La relación de fuerzas que parece defi-
nir en este momento las relaciones entre sexos es quizás el último
sobresalto de la división tradicional de los sexos a la vez que el
signo de su desaparición. La exacerbación del conflicto no es lo
esencial y permanecerá probablemente circunscrita a las genera-
ciones «intermediarias», las trastornadas, desconcertadas por la
revolución feminista. Al estimular una interrogación sistemática
sobre la «naturaleza» y el estatuto de la mujer, al buscar su iden-
tidad perdida, al rechazar cualquier posición preestablecida, el
feminismo desestabiliza las oposiciones reguladas y borra las re-
ferencias estables: empieza el fin de la antigua división antro-

71
pológica y de sus conflictos concomitantes. No la guerra de los se-
xos, sino el fin del mundo del sexo y de sus oposiciones codifi-
cadas. Cuanto más el feminismo cuestiona el ser de lo femenino,
más este se borra y se pierde en la incertidumbre; cuantos más
se derrumban los pilares de su estatuto tradicional, mayor es la
pérdida de identidad de la propia virilidad. Las clases relativa-
mente homogéneas del sexo quedan substituidas por individuos
cada vez más aleatorios, combinaciones hasta entonces improba-
bles de actividad y de pasividad, miríadas de seres híbridos sin
una pertenencia fuerte al grupo. La identidad personal se vuelve
problemática. El neo-feminismo se dedica fundamentalmente a ser
uno mismo, más allá de las oposiciones constituidas del mundo del
sexo. Incluso si consigue seguir movilizando el combate de las
mujeres a través de un discurso militar y unitario, quién no se da
cuenta de que no es esto lo que está en juego: en todas partes,
las mujeres se reúnen entre ellas, hablan, escriben, liquidando
por ese trabajo de autoconciencia su identidad de grupo, su pre-
tendido narcisismo de antaño, su eterna «vanidad corporal» con
que todavía Freud las ridiculizaba. La seducción femenina, miste-
riosa o histérica, deja paso a una autoseducción narcisista que
hombres y mujeres comparten por un igual, seducción fundamen-
talmente transexuál, apartada de las distribuciones y atribuciones
respectivas del sexo. La guerra de los sexos no tendrá lugar: el
feminismo, lejos de ser una máquina de guerra, es una máquina
de desestandarización del sexo, una máquina dedicada a la repro-
ducción ampliada del narcisismo.

24.000 watios

A la guerra de cada uno contra todos se le suma una guerra


interior llevada y amplificada por el desarrollo de un Superyo
duro y punitivo, resultado de las transformaciones de la familia,
como la «ausencia» del padre y la dependencia de la madre res-
pecto a los expertos y consejeros psicopedagógicos (C.N., capítu-
lo VII). La «desaparición» del padre, por la frecuencia de divor-
cios, lleva al niño a imaginar a la madre castradora del padre: en
esas condiciones alimenta el sueño de reemplazarle, de ser el falo,
consiguiendo la celebridad o acercándose a los que representan el

72
¿¿to. La educación permisiva, la socialización creciente de las
¿lociones parentales, que hacen difícil la interiorización de la auto-
ridad familiar, no destruyen por eso el Supervo, sino que transfor-
man su contenido en un sentido cada vez más «dictatorial» y fe-
jpz (C.N., p. 305). El Supervo se presenta actualmente bajo la
forma de imperativos de celebridad, de éxito que, de no realizarse,
desencadenan una crítica implacable contra el Yo. De este modo
se explica la fascinación ejercida por los individuos célebres, stars
e ídolos, estimuladas por los mass media que «intensifican los
menos narcisistas de celebridad y de gloria, animan al hombre
de la calle a identificarse con las estrellas, a odiar el '"borreguis-
ano" y le hace aceptar cada vez con más dificultad la banalidad de
la existencia cotidiana» (C.N., pp. 55-56): América se ha conver-
tido en una nación de «fans». Así como la proliferación de los
consejeros médico-psicológicos destruye la confianza de los padres
en su capacidad educativa y aumenta su ansiedad, asimismo las
imágenes de felicidad asociadas a las de celebridad engendran
nuevas dudas y angustias. Al activar el desarrollo de ambiciones
desmesuradas y al hacer imposible su realización, la sociedad
aarcisista favorece la denigración y el desprecio de uno mismo.
La sociedad hedonista sólo engendra a nivel superficial la toleran-
cia y la indulgencia, en realidad, jamás la ansiedad, la incertidum-
bre, la frustración alcanzaron estos niveles. El narcisismo se nutre
antes del odio del Yo que de su admiración (C.N., p. 72).
¿Culto a la celebridad? Lo más significativo es, al contrario,
la pérdida de carisma que sufren las estrellas y famosos del mun-
do. El destino de las «estrellas» de cine es paralelo al de los
grandes líderes políticos y pensadores «filosóficos». Las figuras
imponentes del saber y del poder se apagan, pulverizadas por
un proceso de personalización incapaz de tolerar por más tiempo
la manifestación ostentosa de tal desigualdad, de tamaña distan-
cia. En el mismo momento se produce la disolución de los discur-
sos sagrados marxistas y psicoanalíticos, el fin de los gigantes his-
tóricos, el fin de las stars por las que la gente se suicidaba y, a
la vez se multiplican los pequeños pensadores, el silencio del
psicoanalista, las estrellas de un verano, las charlas intimistas de
los políticos. Todo lo que designa un absoluto, una altura dema
siado importante desaparece, las celebridades pierden su aura a
la vez que se debilita su capacidad de entusiasmar a las masas.

73
Las vedettes no están ya mucho tiempo en cartel, las nuevas «reve-
laciones» eclipsan las de ayer según la lógica de la personaliza-
ción, que es incompatible con la sedimentación, siempre propensa
a reproducir una sacralidad impersonal. A la obsolescencia de
Jos objetos responde la obsolescencia de los stars y gurus; la per-
sonalización implica la multiplicación y aceleración en la rota-
ción de los «famosos» para que ninguno pueda erigirse en ídolo
inhumano, en «monstruo sagrado». A través del exceso de imá-
genes y de su celeridad se realiza la personalización: la «humani-
zación» viene con la inflación galopante de la moda. Así cada
vez hay más «estrellas» y menos inversión emocional en ellas; la
lógica de la personalización genera una indiferencia hacia los ído-
los, hecha de entusiasmo pasajero y de abandono instantáneo. Hoy
día no cuenta tanto la devoción por el Otro como la realización y
transformación de uno mismo; es lo que dicen, cada uno con sus
lenguajes y en sus grados diversos, los movimientos ecológicos,
el feminismo, la cultura psi, la educación cool de los niños, la
moda «práctica», el trabajo intermitente o el tiempo flexible.
Esta desubstancialización de las grandes figuras de la Alteri-
dad y del Imaginario, el concomitante de una desubstancialización
de lo real por el mismo proceso de acumulación y de aceleración.
Por todas partes lo real debe perder su dimensión de alteridad
o de espesor salvaje: restauración de los barrios antiguos, pro-
tección de los monumentos históricos, animación de las ciudades,
iluminación artificial, «despachos sin tabiques», aire acondicio-
nado, hay que sanear lo real, expurgarlo de sus últimas resisten-
cias convirtiéndodo en un espacio sin sombras, abierto y perso-
nalizado. El principio de realidad queda sustituido por el principio
de transparencia que transforma lo real en un lugar de tránsito,
un territorio en el que el desplazamiento es imperativo: la per-
sonalización es una puesta en circulación. ¿Qué decir de esos
suburbios interminables de los que sólo cabe huir? Lo real, clima-
tizado, sobresaturado de informaciones, se vuelve irrespirable y
condena cíclicamente al viaje: «cambiar de aires», ir a cualquier
parte, pero moverse, traduce esa indiferencia que afecta actual-
mente a lo real. Tpdo nuestro entorno urbano y tecnológico (par-
king subterráneo, galerías comerciales, autopistas, rascacielos,
desaparición de las plazas públicas en las ciudades, aviones, co-
ches, etc.) está dispuesto para acelerar la circulación de los indi-

74
viduos, impedir el enraizamiento y en consecuencia pulverizar la
sociabilidad: «El espacio público se ha convertido en un deri-
vado del movimiento» (T.I.. p, 23), nuestros paisajes «limpiados
por la velocidad» dice acertadamente Virilio, pierden su consis-
tencia o indicio de realidad.1 Circulación, información, ilumina-
ción apuntan a una misma anemización de lo real que a su vez
refuerza la inversión narcisista: sea lo real inhabitable, sólo queda
replegarse sobre uno mismo, el refugio antartico perfectamente
ilustrado por la nueva moda de los decibelios, «cascos» o con-
ciertos pop. Neutralizar el mundo por la potencia sonora, ence-
rrarse en uno mismo, relajarse y sentir el cuerpo al ritmo de los
amplificadores, los ruidos y las voces de la vida se han conver-
tido en parásitos, hay que identificarse con la música y olvidar
la exterioridad de lo real. De momento ya podemos ver lo si-
guiente: adeptos al jogging y al esquí practican sus deportes, con
los auriculares estéreo en los tímpanos, coches equipados con pe-
queñas cadenas con amplificadores hasta 100 watios, salas de
fiestas con 4.000 W, conciertos pop que alcanzan los 24.000 W,
toda una civilización que fabrica, como titulaba hace poco Le Mon-
de, «una generación de sordos», jóvenes que han perdido hasta
el 50 % de su capacidad auditiva. Surge una nueva indiferencia,
hacia el mundo a la que ya no acompaña siquiera el éxtasis nar-
cisista de la contemplación de uno mismo, hoy Narciso «se libera»,
envuelto en amplificadores, protegido por auriculares autosuficien-
te en su prótesis de sonidos «graves».

El vacío

«¡Si al menos pudiera sentir algo!»: esta fórmula traduce la


«nueva» desesperación que afecta a un número cada vez mayor
de personas. En ese punto, el acuerdo de los psi parece general,
desde hace veinticinco o treinta años, los desórdenes de tipo nar-
cisista constituyen la mayor parte de los trastornos psíquicos
tratados por los terapeutas, mientras que las neurosis «clásicas»

1. P. Virilio, «Un confort subliminal», Traverses, n.° 14-15, p. 159.


Sobre la «sujeción a la movilidad», ver igualmente P. Virilio, Vitesse et
Politique, Galilée, 1977.

75
del siglo xix, histerias, fobias, obsesiones, sobre las que el psico-
análisis tomó cuerpo, ya no representan la forma predominante
de los síntomas (T.I., p. 259 y C.N., pp. 88-89). Los trastornos
narcisistas se presentan no tanto en forma de trastornos con
síntomas claros y bien definidos, sino más bien como «trastornos
de carácter» caracterizados por un malestar difuso que lo invade
todo, un sentimiento de vacío interior y de absurdidad de la vida,
una incapacidad para sentir las cosas y los seres. Los síntomas
neuróticos que correspondían al capitalismo autoritario y purita-
no han dejado paso bajo el empuje de la sociedad permisiva, a
desórdenes narcisistas, imprecisos e intermitentes. Los pacientes
ya no sufren síntomas fijos sino de trastornos vagos y difusos; la
patología. mental obedece a la ley de la época que tiende a la
reducción de rigideces así como a la licuación de las relevancias
estables: la crispación neurótica ha sido sustituida por la flotación
narcisista. Imposibilidad de sentir, vacío emotivo, aquí la desubs-
tancialización ha llegado a su término, explicitando la verdad del
proceso narcisista, como estrategia del vacío.
Es más: según Chr. Lasch, los individuos aspiran cada vez
más a un desapego emocional, en razón de los riesgos de inesta-
bilidad que sufren en la actualidad las relaciones personales. Te-
ner relaciones interindividuales sin un compromiso profundo, no
sentirse vulnerable, desarrollar la propia independencia afectiva,
vivir solo,1 ese sería el perfil de Narciso (C.N., p. 339). El miedo
a la decepción, el miedo a las pasiones descontroladas traducen
a nivel subjetivo lo que Chr. Lasch llaman the flight from feeling
—«la huida ante el sentimiento»—, proceso que se ve tanto en la
protección intima como en la separación que todas las ideologías
«progresistas» quieren realizar entre el sexo y el sentimiento. Al
preconizar el cool sex y las relaciones libres, al condenar los celos
y la posesividad, se trata de hecho de enfriar el sexo, de expurgar-
lo de cualquier tensión emocional para llegar a un estado de indi-
ferencia, de desapego, no sólo para protegerse de las decepciones

1. Entre 1970 y 1978, el número de americanos entre catorce y treinta


y cuatro años, que viven solos, fuera de cualquier situación familiar, se ha
triplicado, pasando de un millón y medio a 4.300.000. «Hoy, el 20 % de
los hogares americanos se reducen a una persona que vive sola... actual-
mente casi la quinta parte de compradores son solteros» (Alvin Toffler,
La Troisiéme Vague, Denoel, 1980, p. 265).

76
amorosas sino también para protegerse de los propios impulsos
que amenazan el equilibrio interior (C.N., p. 34). La liberación
jexual, el feminismo, la pornografía apuntan a un mismo fin:
levantar barreras contra las emociones y dejar de. lado las inten-
ttdades afectivas/Fin de la cultura sentimental, fin del happy end,
fin del melodrama y nacimiento de una cultura cool en la que
cada cual vive en un bunker de indiferencia, a salvo de sus pasio-
nes y de las de los otros.
Seguramente Chr. Lasch tiene razón al señalar el reflujo de la
moda «sentimental», destronada por el sexo, el placer, la autono-
mía, la violencia espectacular. El sentimentalismo ha sufrido el
mismo destino que la muerte; resulta incómodo exhibir las pasio-
nes, declarar ardientemente el amor, llorar, manifestar con dema-
siado énfasis los impulsos emocionales. Como en el- caso de la
muerte, el sentimentalismo resulta incómodo; se trata de perma-
necer digno en materia de afecto, es decir discreto. El «sentimien-
to prohibido», lejos de designar un proceso anónimo de deshuma-
nización, es un efecto del proceso de personalización que apunta
a la erradicación de los signos rituales y ostentosos del sentimien-
to. El sentimiento debe llegar a su estado personalizado, elimi-
nando los sintagmas fijos, la teatralidad melodramática, el kitsch
convencional. El pudor sentimental está regido por un principio
de economía y sobriedad, constitutivo del proceso de personali-
zación. Por ello no es tanto la huida ante el sentimiento lo que
caracteriza nuestra época como la huida ante los signos de senti-
mentalidad. No es cierto que los individuos busquen un desapego
emocional y se protejan contra la irrupción del sentimiento; a
ese infierno lleno de mónadas insensibles e independientes, hay
que oponer los clubs de encuentros, los «pequeños anuncios», la
«red», todos esos millares de esperanzas de encuentros, de rela-
ciones, de amor, y que precisamente cada vez cuesta más realizar.
Por eso el drama es más profundo que el pretendido desapego
cool: hombres y mujeres siguen aspirando a la intensidad emo-
cional de las relaciones privilegiadas (quizá nunca hubo una tal
«demanda» afectiva como en esos tiempos de deserción genera-
lizada), pero cuanto más fuerte es la espera, más escaso se hace
el milagro fusional y en cualquier caso más breve.1 Cuanto más la

1. El proceso de desestandarización precipita el curso de las «aven-

77
ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se sienten
los individuos; más libres, las relaciones se vuelven emancipadas
de las viejas sujeciones, más rara es la posibilidad de encontrar
una relación intensa. En todas partes encontramos la soledad, el
vacío, la dificultad de sentir, de ser transportado fuera de sí; de
ahí la huida hacia adelante en las «experiencias» que no hace
más que traducir esa búsqueda de una «experiencia» emocional
fuerte. ¿Por qué no puedo yo amar y vibrar? Desolación de Nar-
ciso, demasiado bien programado en absorción en sí mismo para
que pueda afectarle el Otro, para salir de- sí mismo, y sin embargo
insuficientemente programado ya que todavía desea una relación
afectiva.

turas», pues las relaciones repetitivas, con su inercia o pesadez, perjudican


la disponibilidad, la «personalidad» viva del individuo. Hay que buscar el
frescor de vivir, reciclar los afectos, tirar todo lo que envejece: en los siste-
mas desestabilizados, la única «relación peligrosa» es una relación de pareja
prolongada indefinidamente. De ahí una bajada o subida de la tensión cícli-
ca: del stress a la euforia, la existencia se vuelve sismográfica (cf. Manhattan,
de W. Alien).

78

También podría gustarte