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EL LIBRO DE CANOABO

ADHELY RIVERO

A Vicente Gerbasi, in memoriam.

VENEZUELA. 2020.
Canoabo, homenaje a Vicente Gerbasi.
David Cortés Cabán.

Para que el paisaje nos devuelva su íntima historia, su más clara intimidad, ha decidido
el poeta Adhely Rivero hacer un viaje a Canoabo, el hermoso pueblo donde naciera en 1913
el gran poeta venezolano Vicente Gerbasi. Allí como si descubriera por primera vez el
paisaje de aquel poeta que generosamente nos diera lo más profundo de su corazón en la
hondura de sus versos, Adhely ha ido desentrañando su apreciación por el autor de aquel
libro fascinante y mágico, Mi padre el inmigrante. Y ha llegado Adhely para abandonarse a
la contemplación y a la alegría de la palabra que agita la condición pasajera de la vida. Ha
fundido en El libro de Canoabo su visión de mundo como si proclamara aquí el mismo
sentimiento que sintió Gerbasi en la mirada del paisaje, y en la flora y la fauna que les
brindó a sus versos el matiz límpido y profundo que reflejó su propia existencia.
Lo que siente el lector al acercarse a este nuevo libro de Adhely Rivero es el aliento
del paisaje, lo esencial de la vida, la vibración del pájaro que abrió sus alas y se perdió en
luminoso vuelo hacia el ocaso. Y es que lo singular de esta poesía está en el espíritu de
afinidad que la reviste del recuerdo de Gerbasi. Su recuerdo, su vocación poética, la lucidez
que hace posible la continuidad de ese cántico que para ser comprendido necesita de una
honda dimensión de espíritu. Adhely conoce esta realidad porque es el poeta del llano y del
paisaje. Incorpora en sus versos la experiencia profunda de la mirada que nos devuelve la
luz de un horizonte más noble y luminoso. Su poesía recoge ese misterio insondable que
nos identifica con las cosas más dignas y humildes: el colibrí, el tordo, el horizonte, la
aldea, la neblina, la sabana, el viento, el café, la soledad. Toda una visión del campo, de la
tierra y del ser en una misma historia humana. La historia personal del poeta y la de Gerbasi
van paralelamente descubriéndonos la grandeza de Canoabo. No la grandeza que nace de lo
material y pasajero, sino la que proclama mediante la palabra bondadosa un sentido más
lúcido y humano de la vida. ¡Qué bien se siente recorrer a paso silencioso el tema de este
libro! Tus palabras son paisaje, ha dicho el poeta. ¿Lo ha dicho de sí mismo o de Gerbasi?
Ambos caminan el horizonte de estos textos, ambos ascienden lentamente en confiada
grandeza hacia la calma de estas montañas, a los caminos que reflejan la belleza del paisaje:
En el campo es otra vida / allí se siente el mar volando, anuncia este verso. Y en otro,
sentimos la naturaleza que trasciende la singular presencia: Aquí nació Vicente, / cuando
comienzo a recorrer / la carretera fría e iluminada de bambúes amarillos / en el monte
tupido.
Desde el primer momento de la lectura nos reciben los pájaros. El colibrí y el tordo
emiten sus alegres saludos: El colibrí se toma la flor / y se pone a volar. Querrá también el
tordo acompañar nuestra condición de caminantes por estos versos que trazan el recorrido
de Canoabo: El tordo en las calles, / canta, / para que me sienta bien. Estos cánticos nos
descubren nuestra condición humana, nuestros sentimientos en la luz de un horizonte que
va en ascenso hasta trazar su órbita natural y lejana como la humilde materia de las cosas
sobre la tierra. Lo que vemos en El libro de Canoabo nos provoca un amoroso sentimiento
en la armonía del paisaje, la luz de su cielo y la confianza de su gente. Nos sobrecoge el
hecho de vivir plenamente rodeado de la bondad y grata compañía de los otros, sumidos en
la plena realización de la palabra límpida y sin manchas. Esto lo ha advertido Adhely en su
recorrido por Canoabo para recordar una vez más sus pasos por estas mismas calles que
recorriera un día acompañado del propio Vicente Gerbasi y del poeta Luis Alberto Crespo:
Aquí no se alza la voz, / eso es en el mar que la gente / va gritando. / Aquí se habla en la
respiración, / en el susurro. / Nadie se atropella por volar más alto, / subes a la montaña /
y ya estás en el cielo. Sentimos de inmediato que la vida en Canoabo traza sus propios
signos, ésos que no demandan de agobiantes fórmulas de conocimiento, ni pretenden
insinuar otras acciones que no se correspondan con la realidad del paisaje o de la vida
misma. Ya lo ha señalado el poeta: Sobre la montaña amanece sentado el cielo, / abrigado
con nubes blancas. / En la cumbre crían ganado de raza, / hermosas vacas pastan en el
frío. / Naranjas y mandarinas tejen de verde / la falda del horizonte / donde cuelga un
camino de labriegos. He aquí el paisaje que revela lo que siente el corazón, pues no hay
otra forma de sentir la realidad que palpita en este libro. La que nos presenta la vida en su
más profunda dimensión, la que consiste en vivir armónicamente con el entorno. Por eso
encontramos que lo esencial de la vida se podría resumir en las cosas que dejan sobre el
alma una grata ternura. Esta realidad nos la recuerda el poeta Adhely Rivero en el
contenido de estos poemas. Un sentimiento provocado por el reencuentro con Canoabo, y
porque ligado a este sentimiento vemos pasar la imagen del profundo Gerbasi en el puro
fluir del tiempo, en la hermosura que repentinamente nos descubre la alegría de volverlo a
sentir en la vivencia evocadora de esta poesía y el paisaje sereno donde El colibrí se toma
la flor / y se pone a volar.
Dejemos ahora que el lector se apropie de estos versos para que su corazón recoja este
hermoso homenaje a Vicente Gerbasi, y que la alegría lo lleve escuchar el tordo, la plenitud
de su cántico cuando “Sobre la montaña amanece sentado el cielo, / abrigado con nubes
blancas”.

Nueva York,
Otoño, 2018
Canoabo de paso por Adhely Rivero.
Luis Alberto Crespo.

Adhely Rivero me dice que volvamos con Vicente Gerbasi a Canoabo, a su pueblo y a su
poesía, donde gime el ave quinquina y es de noche siempre en las hojas del guamo y del
cacao y otra vez huele a sudor de savia y llovizna el aire que lo visita. El gran poeta suave y
sonriente se quedó atrás. Ya no se distrae con su infancia, con losespacios cálidos, ni con el
viento en sus cabellos y el rumor dentro de sí de sus montañas, sino con la muerte, aquel
día, cuando la vida celebraba la hora de la inocencia, un diciembre de cuya tristeza no
quiero acordarme.

No; no iba a nuestro lado el propiciador de sortilegios, pero sí en nuestro ayer mientras
presentíamos el sosiego de su obra página a página, como si transitáramos su escritura
primordial bajo el follaje y respiráramos la loción que despide su país, la geografía de su
añoro, entre los senderos del roedor y el susto de la perdiz en los matorrales.

Sólo al nombrarme a Canoabo, nada más con pronunciarlo para avisarme que en sus nuevos
poemas iba a su lado Gerbasi camino a su aldea verde, me di a apresurarme para alcanzarle
los pasos a Adhely camino a esa región aromosa donde el señor de la dulzura verbal y la
emocionada calma eternizara en cada ser y cada cosa su vastedad poética. Con cuidado, sin
osar siquiera interrumpir el recuerdo con que juntos existiéramos alguna vez mientras la
aldea loara a su miglior fabro, mi amigo de los llanos mojados de Arismendi tomó aquí y
allá menciones de cacao y café, alguna criatura vegetal y del aire, ciertas veces el nombre
de Canoabo o de una oración gerbasiana trazada sobre la pared blanca del papel, mientras
trascribía las motivaciones que visita con tanta insistencia su memoria, las del avío
inagotable de su decir arismendino: ese caballo que adelgaza lo profundo, la palma lejos,
aquella res numerosa, el pastizal perpetuo, el agua, el ruido de orine del ordeño, el pájaro,
el solitario y en bandada, el hombre en todo, ceñudo bajo el alero del fieltro y quien mira y
copia y anota de todo ese suspiro, al tiempo que hinca su rastro por distintos espacios, el de
las esquinas y los viajes, atiende “otras voces y otros ámbitos” y evoca lo fraterno y lo
íngrimo.

Acaso pretexto, a lo mejor remembranza del estilo limpísimo de nuestro Gerbasi,


llanamente presentado sobre la hoja escrita (pienso en Los Colores Ocultos y en Las
Edades Perdidas), casi dicho, al borde del habla, Los poemas de Canoabo reúnen un
renovado conjunto de sentimientos, como aquellos que ofreciera a sus lares barineses de
Arismendi. Pero no permanece mucho rato mi amigo en el villorrio de Los Espacios
Cálidos. El gran señor de nuestra

nostalgia refleja, como hace el rayo de luz en el agua, su presencia, de pronto, lo mismo
que aquella mañana, cuando luciera su traje blanco en la blancura de Canoabo y de
seguidas se distancia, mas no para alejarse de su cómplice de viaje, no para olvidarlo, no:
Gerbasi lo escucha y lee, desde lo impalpable en que ahora se encuentra, cuanto de su
estilo, desprovisto de broza, a dos palmos apenas del exceso, diría Efraín Hurtado, es
retomado por Adhely (al que es tan atento) en esta reciente muestra de su obra
enriqueciéndola, a la que acompaña poemas de otros libros suyos, ya consagrados por sus
lectores y la crítica.

Y este es nuestro contentamiento: que al concluir la lectura de este libro la sorpresiva


mención de Gerbasi y de Canoabo nos convida a regresar a su aldea, su aldea que es su
obra, la obra que lleva su nombre por la tierra entera y volvemos a escucharla cuando la
nombra, así:

Canoabo
Este es el valle

rodeado de montañas

donde las aves

hacen círculos luminosos.

Cae el atardecer en nubes

que ahondan una mina de oro.

Las casas se reúnen

en un color solitario

gris-oscuro-malva

de un instante lejano
que siempre nos reúne

en la memoria.

CARACAS

Oct. 2018.

EL LIBRO DE CANOABO
UN POEMA AL AZAR

Aquí nació Vicente,

cuando comienzo a recorrer

la carretera fría e iluminada de bambúes amarillos

en el monte tupido.

Atraviesa una liebre distraída

resaltando la pelambre

en el asfalto.

Cuando llego a la cumbre me detengo a leer

un poema al azar

y suena como una oración al bosque de Eucaliptos,

arrullados por la brisa.

Me debo a la crianza de los pueblos,

el nativo es palco en su mirada

para recibir al que llega.

Más tarde los delata el amor,

tan querendones son los hijos de la cumbre.

Vicente vive en la gente


y en el canto de los gallos de raza

que criaba su hermano Pepino Gerbasi,

en los patios de Canoabo.

CANOABO

A Eloína Ybarra.

Aquí el alma encuentra su propia soledad…

Vicente Gerbasi.

Sobre la montaña amanece sentado el cielo,

abrigado con nubes blancas.

En la cumbre crían ganado de raza,

hermosas vacas pastan en el frio.

Naranjas y mandarinas tejen de verde

la falda del horizonte

donde cuelga un camino de labriegos.

Canoabo es de una ternura ancestral,

el nativo siembra con la luna,

según la sabiduría antigua,

los alimentos que mengua la hambruna.

Antes, recuerdas,

Canoabo era una aldea de agua dulce, café y cacao,


grandes arreos de mulas y cacería silvestre.

Al pueblo llegó la universidad, los artistas, los poetas y los vecinos.

Ahora Canoabo está más cerca del mundo.

LO AÑORÁBAMOS

No tenía ventana.

No veíamos la montaña desde adentro

y lo añorábamos.

La casa era prestada.

Nunca se interesaron

por tener ventana para ver la montaña.

Un día construí una vista panorámica

para contemplar las nubes volando en el cielo,

sobre un fondo verde de árboles de naranjas.

Ver los arrieros con sus recuas de mulas

bajando frenadas

con las cargas idas al cuello.

La montaña mandaba la neblina

a espiar los dormitorios,

la sentíamos fría,
perfumada con flores silvestres.

Cuando el dueño de la casa vio por la ventana

la cumbre,

vio desde el cuarto el cielo.

LA CUMBRE

Aquí no se alza la voz,

eso es en el mar que la gente

va gritando.

Aquí se habla en la respiración,

en el susurro.

Nadie se atropella por volar más alto,

subes a la montaña

y ya estás en el cielo.

Si gritas te cansas y tu grito no retumba

en las paredes del monte.

Solo el hacha tiene un leco pernicioso,

va dejando un hueco entre los árboles.

Una ventana por donde se ve la tierra del cerro.


Pronto sube humo de la quema,

la ceniza abona.

Van a sembrar, dicen,

cuando lleguen las lluvias.

CAFÉ

Cuando tomo un café en Caracas,

regreso a una calle de mi aldea,

donde existe una hermosa casa colonial,

con un patio de café.

Me encuentro con un niño en la puerta

mirando los obreros.

Se ha quedado absorto.

Cuando llegó a la playa de El palito,

en el litoral de Carabobo,

vio el mar por primera vez,

vio un barco en la noche,

con las luces prendidas como una gran ciudad.

Luego vino el mundo en Florencia.


Unos pueblos de Italia,

que olían a café.

Su alma lo añoraba todo,

Canoabo, era una selva iluminada

en algún lugar de la tierra.

MAR AFUERA

Tengo el mar Caribe muy cerca.

Lo veo durante el día.

Me pregunto: quién me puso aquí,

mar afuera,

cuando mi cabeza es una cresta de olas?

Sé tan poco de estas costas,

algunos nombres de playas

malolientes a puertos y refinerías.

Calor y sudor.

En el campo es otra vida,

allí se siente el mar volando:

el mar y el amor de las mujeres en la playa.


Se come buen queso de vacas que pastan

en potreros salitrosos

que en el pasado fueron playas.

En la mañana pensamos

la mujer amada.

El mar lo corroe y lo borra todo.

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