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ESCUELA DE POLÍTICA Y GOBIERNO

Estructura y Funcionamiento del Estado en América Latina


Luciano Andrenacci, 20161

Contenidos Páginas
1 El Estado como problema y como solución. Aproximación al Estado como una organización
que cristaliza formas específicas de poder social. Aproximación a la historia del Estado como
2-29
un proceso evolutivo contingente pero no arbitrario. Aproximación a los problemas del
Estado contemporáneo en tanto organización política y territorial.
2 Sobre los orígenes del Estado. Introducción a la teoría del Estado como cristalización de
formas que adquieren en el tiempo las fuentes del poder social. Rastreo de la evidencia
30-53
histórica disponible de los antecedentes de estas formas y de su evolución a lo largo de la
historia anterior al Estado moderno.
3 La formación del Estado moderno. Introducción a la historia de las organizaciones políticas
europeas y asiáticas de las que deriva el Estado moderno. Los procesos de desarrollo de las 54-78
burocracias estatales y la globalización del Estado.
4 La formación de los Estados contemporáneos. La configuración del Estado contemporáneo
como forma de gobierno representativo y como sistema de regulación de las relaciones
79-108
políticas, económicas y sociales entre los ciudadanos. La formación de los regímenes
poliárquicos y de los regímenes centralizados.
5 Los Estados contemporáneos. Los nudos problemáticos del Estado contemporáneo como
organización política: régimen político, desarrollo y legitimidad. Los nudos problemáticos de 109-135
los Estados contemporáneo como organización burocrática: autonomía y capacidad estatal.
6 Los Estados latinoamericanos modernos. La formación del mundo latinoamericano luego
de las invasiones españolas y portuguesas en América. Las formas de la burocracia colonial y
136-167
el surgimiento de los Estados territoriales latinoamericanos independientes. La
consolidación de los nuevos Estados en el mundo de la primera globalización.
7 La formación de los Estados latinoamericanos contemporáneos. La crisis global de los años
1930-45 y los problemas del desarrollo y la participación. La formación de las oligarquías
pluralistas y de los nacionalismos populistas. La expansión y complejización de los roles 168-197
económicos y sociales de las burocracias estatales latinoamericanas. Las oportunidades y
desafíos del fin de la Guerra Fría y de la segunda globalización.
8 Problemas de los Estados contemporáneos en América Latina. Los nudos problemáticos de
los Estados latinoamericanos como organizaciones políticas: representatividad limitada y
198-228
legitimidad débil. Los nudos problemáticos de los Estados latinoamericanos como
organizaciones burocráticas: heteronomía y baja capacidad estatal.

1
Este material fue originalmente diseñado en 2016 para la asignatura Estructura y Funcionamiento del Estado
en América Latina, correspondiente a la Maestría en Compras Públicas, posgrado a distancia en soporte virtual
de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín; y fue adaptado para convertirse
en bibliografía de la cátedra de la asignatura Teorías del Estado, del Ciclo General de Conocimientos Básicos en
Ciencias sociales y Humanidades de Universidad Nacional de San Martín desde 2022.
1
El Estado como problema y como solución

1.0. Resumen

Esta parte presenta los asuntos que se estudian en el curso y los abordajes de las
partes subsiguientes. En el primer apartado “Introducción al Estado”, se visitan las ideas que
el curso propone como más importantes para estudiar a los Estados hoy. En el segundo
apartado, “Aproximación por el pasado”, se explica la importancia de una introducción a la
historia del Estado, presentando el recorrido que lleva del Estado antiguo al Estado
contemporáneo. En el tercer apartado, “Aproximación por el presente”, se ofrece una
introducción a los modos en que las Ciencias Sociales analizan el Estado contemporáneo,
porqué usan los conceptos clave que usan para hacerlo, y cuáles son los asuntos
problemáticos más importantes que discuten. Finalmente, en el apartado “Plan de trabajo”,
se resumen los contenidos que tiene el resto del curso.

1.1. Introducción al Estado

Un investigador en temas de políticas públicas, Peter Evans, encontró una forma muy
atinada de plantear el modo en que se estudia a los Estados hoy (Evans, 2007). El Estado1 es,
al mismo tiempo, un problema y una solución. Un problema, porque se trata de una
organización compleja, formada por miles de personas, con una responsabilidad cargada de
consecuencias para la vida cotidiana de millones de personas. Su costo, su modo de
funcionamiento, y los resultados que genera, determinan en gran medida el modo en que
vivimos, desde las formas de convivencia y conflicto hasta la sobrevivencia física, el desarrollo
económico y la reproducción de formas culturales. Pero el Estado es, por la misma razón, una
solución. Porque nuestra vida cotidiana depende de que el Estado se comporte como la
principal organización social de los seres humanos, cumpliendo exitosamente una alucinante

1
En las lenguas occidentales la palabra “estado” tiene muchos usos gramaticales y semánticos, por los cuales
muchos autores de las Ciencias Sociales eligen usar la palabra en mayúscula para referirse al Estado como
organización política y territorial. No hay ninguna obligación de hacerlo, pero esa es la estrategia que usaremos
en este curso.

2
gama de funciones complejas a través del trabajo de los miles de personas que lo forman.
Este curso parte de estas ideas, y las pone en forma de pregunta: ¿por qué el Estado es un
problema y una solución? Más específicamente: ¿cómo han llegado las comunidades
humanas a desarrollar organizaciones como los Estados actuales? Y: ¿por qué funcionan del
modo que lo hacen?
La gran mayoría de las personas que habitan nuestro mundo carece de tiempo o
interés para preguntarse por qué estamos organizados de esta manera -y de hecho no
necesita hacerlo. La existencia y funciones del Estado contemporáneo están alojados en
nuestra idea de lo obvio. Hoy consideramos natural que la organización estatal coincida con
un espacio geográfico y trate (aunque no siempre con éxito) de controlar materialmente el
territorio que le corresponde de acuerdo a una demarcación espacial más o menos acordada
con los demás Estados. Nos resulta normal y lógico que adentro de este territorio la
organización estatal funcione como una gigantesca máquina de aplicación (aunque no
siempre mecánica) de las leyes y de las decisiones tomadas por un equipo de personas que lo
administra temporariamente en representación de los ciudadanos (aunque algunas
temporariedades sean más largas).
Pero esta forma y dinámica de funcionamiento del poder es sorprendentemente
reciente, considerando el tiempo que hace que los seres humanos deambulan de pie por el
globo terrestre. Más aún, desde que existe como tal, el Estado ha variado sustancialmente en
forma, contenido y dinámica, tanto por la naturaleza del poder político que la constituye,
como por la naturaleza de los problemas sobre los cuales interviene.
Nuestro curso tratará de abordar estos asuntos desde dos puntos de vista diferentes.
En primer lugar, trataremos de ver cómo la historia de las organizaciones que llamamos
Estados, por sí misma, explica mucho de la naturaleza del Estado. En segundo lugar, usaremos
instrumentos desarrollados por las Ciencias Sociales para analizar cómo funciona el Estado
hoy, y cuáles son sus principales desafíos. El objetivo final del curso es que los estudiantes
que no están familiarizados con las Ciencias Sociales tengan una introducción lo más completa
posible a los conocimientos y debates que estas disciplinas tienen sobre el Estado; y que todos
los estudiantes, independientemente de sus formaciones, tengan más elementos para
comprender por qué los Estados de América Latina se despliegan del modo que lo hacen y
cuáles son sus posibilidades y límites.

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Algunas definiciones básicas nos pueden ayudar a comprender nuestro punto de
partida y el recorrido que haremos. Si equiparáramos (un tanto ambiciosamente) al trabajo
de las Ciencias Sociales respecto del Estado como un esfuerzo equivalente al de la Bioquímica
a los intentos de hacer mapas genéticos del Estado, veríamos que los componentes esenciales
del genoma estatal son los seres humanos y unas formas de relación entre ellos a las que
llamamos “poder político”. Al igual que en la genética, identificaríamos que este puñado de
elementos y relaciones se repiten, y que, a pesar de combinarse en secuencias de variación
infinita, presentan patrones, o modos regulares de relación entre sus componentes. En
nuestro caso, se trata de las “organizaciones políticas”.
¿Qué es el poder político? Los seres humanos tienen, tomados como individuos, una
particular capacidad de usar su intelecto para ejercer poder colectivo sobre su entorno, junto
con otros seres humanos. Este tipo de poder, más efectivo que el puro poder físico, no es
exclusivo de los humanos. Pero en nuestra especie alcanzó grados de sofisticación que nos
permitieron obtener el control relativo del planeta. Desde hace un tiempo difícil de precisar,
quizás apenas una decena de miles de años, los seres humanos son los principales problemas
de los seres humanos, y no el entorno físico o la presencia de otras especies. Observemos
esta animación hecha por un área técnica de un Estado para ilustrar, a propósito del debate
sobre el calentamiento global, el impacto de los seres humanos sobre su ambiente. La
animación muestra cómo evoluciona la proporción de dióxido de carbono en la atmósfera.
Tengan la paciencia de aguardar hasta el final, en donde la secuencia adquiere escala de un
millón de años: http://www.esrl.noaa.gov/gmd/ccgg/trends/history.html No es difícil ver cómo,
luego de variaciones importantes pero contingentes a lo largo de decenas de miles de años,
el planeta empieza apenas hace un siglo a recibir el impacto de una fuente nueva de carbono.
Esta última podrá considerarse como la huella atmosférica de nuestras organizaciones
políticas.
¿Qué es una organización política? Cuando los seres humanos se organizan, su
capacidad de ejercer poder, lógicamente, se multiplica. Pero para organizarse tienen que
entrar en relaciones de cooperación y competencia que generan una forma distintiva del
poder, un tipo de poder que se ejerce en las relaciones entre individuos para que algunos
(unos pocos o la mayoría, casi nunca uno o todos) obtengan resultados de tipo específico: ése
es el poder político. De un modo muy simplificado, una organización fundada sobre formas
de poder político es una organización política. Uno podría pensar que, con semejante

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definición, todas las organizaciones humanas serían políticas. Cierto que todas tienen
relaciones políticas o que, dicho de otra manera, todas las relaciones tienen un aspecto
político. Así, en el interior de una organización familiar ha habido siempre, aunque de manera
cambiante, relaciones de poder político en las asimetrías de género y edad. Lo que hace a una
organización política es que las relaciones que la componen son esencialmente políticas,
aunque estén cruzadas por otras o entrelazadas con otras.
Esto puede resultar un poco frustrante para los amantes de la precisión o la distinción
inequívoca. En efecto las definiciones, en Ciencias Sociales, carecen de la precisión y la
estabilidad en el tiempo típicas de otras disciplinas. Nuestros elementos esenciales son
relacionales, y por ende fluidos y fugaces. La palabra “política” es una derivación del nombre
que los griegos daban a sus organizaciones, polis en singular, poléis en plural. Por unos dos
mil quinientos años la palabra ha estado asociada, en el mundo europeo y en sus
descendientes culturales, a los asuntos relacionados con la gestión de lo común o con el
ejercicio del poder colectivo. Las relaciones políticas pueden ser detectadas a través de sus
indicios y sus impactos, pero no puede ser aisladas ni medidas, sino de modo muy indirecto.
Los Estados son, justamente, algunos de esos indicios e impactos.
En nuestro curso le llamaremos “Estado”, siguiendo a la literatura especializada, a un
modo específico en que se combinaron, a lo largo de la historia, las formas de poder político.
¿De qué modo especial se tienen que combinar las relaciones de poder para generar el tipo
de organizaciones políticas que llamamos “Estados”? Según dos importantes historiadores de
las relaciones de poder, Michael Mann y Charles Tilly, la historia muestra que las
organizaciones políticas adquieren densidad y fuerza especial cuando el poder político
articula recursos militares, económicos e ideológicos. En casi todas aquellas experiencias
históricas para las que podemos reconstruir indicios significativos de un “Estado” con la
tecnología disponible actualmente -esto es, desde hace menos de 10.000 años- encontramos
esas formas de poder, también distinguibles hoy: el poder militar (fuerza física canalizada por
las organizaciones), el poder económico (formas de resolver necesidades materiales
potenciadas por las organizaciones) y el poder ideológico (formas de ver el mundo que se
transforman en percepciones compartidas al interior de las organizaciones).
El poder político de las organizaciones que llamamos “Estado” combina esas formas
de manera peculiar. Incluso en una pequeña comunidad de nómades, los individuos que se
imponían por su fuerza y destreza lideraban y organizaban la caza y la guerra; la comunidad

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disponía de una división del trabajo comunitario siguiendo las formas más antiguas de
diferenciación por competencias, edades y género; y el universo se explicaba con una
justificación de esos modos de funcionamiento, en los que se mezclaban ideas lógicas, míticas
o incluso fantásticas. En algún momento, por razones azarosas que constituyen el debate
favorito de la Paleoantropología, las comunidades humanas comenzaron a combinar de modo
cada vez más sofisticado e intenso estas formas de poder, quizá por amenazas a la
sobrevivencia o para obtener mejores resultados en su ambiente. Los éxitos relativos de estas
combinaciones llevaron a otras comunidades a emularlas, probablemente por ambición de
supremacía o razones de autoprotección.
El poder político que llamamos Estado articula (Tilly) o coordina (Mann) recursos
militares, económicos e ideológicos reforzando la capacidad de un centro (un grupo de
personas) para ejercer formas variadas de control social (lo que ocurre en un grupo humano
más amplio), y territorial (lo que ocurre en un espacio más o menos definido). A lo largo de la
historia, las combinaciones y variaciones han sido importantes. En “el centro” han habido
guerreros, sacerdotes, clanes familiares, castas y, más recientemente, coaliciones de grupos
pertenecientes a determinadas clases sociales o coaliciones de partidos con grupos de poder
civil. Este “centro” y su territorio se han movido o, desde hace menos tiempo, han
permanecido estables en un espacio geográfico definido con una ciudad “capital” y
“fronteras”. Todas estas formas tienen en común la combinación de las tres fuentes de poder
en un modo organizacional de formidable capacidad y resiliencia: el Estado.
Como la historia registra formas de esta naturaleza desde hace mucho tiempo, le
llamaremos “Estados antiguos” a las organizaciones políticas que combinaron formas de
poder político de una u otra manera desde que tenemos registros confiables; y hablaremos
de “Estados modernos” para referirnos a las formas estatales que, desde hace unos cinco o
seis siglos, prefiguran a los Estados que hoy conocemos. El Estado moderno, como veremos,
se caracteriza por tener un centro político estable del que emana su autoridad, un territorio
sobre el que reclama prioridad para su autoridad, y una estructura burocrática compleja para
controlarlo y administrarlo.
Pero nosotros vivimos en una forma de Estado moderno que se desarrolló hace
relativamente poco, aunque no necesariamente es la forma que retendrá en los siglos por
venir, un asunto de debate favorito de los politólogos. Le llamaremos “Estados
contemporáneos” a estos Estados en los que vivimos, dependiendo de donde estamos en el

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globo, más o menos desde los siglos XIX y XX. El Estado contemporáneo tiene una forma
particular de ejercer su poder territorial como exclusividad (se pretende el origen y fin último
de sus reglas, dentro de sus fronteras); y un modo peculiar de organizar su autoridad, como
representativo, (sus formas de gobierno se pretenden representativas de la amplia mayoría
de sus habitantes).
Para entender mejor estas cuestiones, antes de abordarlas en mayor profundidad en
nuestras clases, hagamos una breve aproximación a las organizaciones políticas que llamamos
Estados, primero por el pasado y luego por el presente.

1.2. Aproximación por el pasado

El Estado es un modo de organización y funcionamiento del poder político que se


desarrolló entre África, Europa y Asia hace quizá unos cincuenta o sesenta siglos. Michael
Mann es, argumentablemente, el estudioso que más lejos llevó el esfuerzo de estudiar la
forma en que los Estados, desde los inicios de los tiempos y en todo el globo terrestre,
combinaron poder militar, económico e ideológico en un territorio.
Mann (1997) propuso entender al poder social como redes de relaciones de poder
entrelazadas, pero de naturaleza diferenciable. El poder económico debe ser entendido como
la capacidad que tienen las organizaciones humanas de controlar su entorno material -su
“ambiente” solemos decir hoy- y producir, con ese control, resultados que se reflejan en la
sobrevivencia y la calidad de vida. El poder militar, por su parte, se encuentra en las formas
de fuerza física organizada capaces de obligar a las personas a aceptar imposiciones de otras;
eventualmente a aceptar reglas, símbolos o tareas. El poder ideológico o simbólico,
finalmente, es un modo de dotar de sentido a los complejos organizacionales. Las
explicaciones religiosas y/o éticas, incluso las leyes, son modos de combinar ideas y producir
un “sentido” justificatorio. El poder político combina estas fuentes en una cuarta que, por su
capacidad de coordinación, obtiene efectos que Mann propuso llamar infraestructurales
(1998). El Estado es una forma, más o menos estable en el tiempo y el espacio, de ejercer
poder infraestructural sobre un territorio.
Si las hipótesis teóricas de Michael Mann son correctas, las formas estatales más
antiguas de las que hay evidencia se encontraron en el Valle del río Nilo, en el actual Egipto;
y entre los ríos Tigris y Éufrates, en la antigua Mesopotamia, actual territorio del Estado de

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Irak (o lo que queda de él), hace unos seis o siete mil años. Datarlos con precisión no es posible,
en el estado actual de la tecnología. La Historia es todavía muy dependiente de evidencias
determinadas por la capacidad que tenían las sociedades de dejar registros que pudieran
difundirse geográficamente (aunque los cambios tecnológicos están rápidamente ampliando
su base de información arqueológica y paleontológica). Por estas razones, sabemos mucho
más de las sociedades que tenían formas de escritura y que estaban conectadas entre sí por
relaciones entre el Mar Mediterráneo, Medio Oriente, la India y Asia Oriental; y mucho menos,
por ejemplo, del África al sur del Desierto del Sahara, de América o de Oceanía. Sin embrago,
aunque no es posible asumir que estas regiones hayan sido las únicas que desarrollaron
Estados; no es exagerado asumir, por la historia posterior, que las organizaciones políticas
creadas en estos espacios fueron las más importantes del globo.
En estas regiones surgieron los Estados antiguos que sería más importantes, por su
proyección geográfica, económica y política posterior: los de Roma, Persia, Arabia, Turquía,
India y China. En el primero y el último de estos territorios se inauguraron tradiciones
organizacionales políticas cuyo desarrollo posterior se hizo muy influyente en ambos
extremos del Viejo Mundo septentrional. El Imperio Romano marcó fuertemente la historia
de los futuros Estados de Europa Occidental y América, mientras que el Imperio Chino hizo lo
mismo con el mundo de Asia Oriental. Los Estados del Asia Sudoccidental, que derivaron o se
transformaron por la expansión del hacia estas regiones desde la Arabia Islámica, y se
combinaron con las tradiciones de Persia y los aportes de los pueblos de Asia Central,
disputaron históricamente esta primacía de Europeos Occidentales y Asiáticos Orientales, con
desigual éxito en diferentes etapas de la historia.
El continente americano y las islas del este y sureste de Asia fueron las últimas
regiones del globo terrestre en ser pobladas por los seres humanos, y también las últimas en
desarrollar formas estatales. En el continente americano, formas estatales aparecieron recién
a lo largo del último milenio en, al menos (dada el actual estado del conocimiento) en dos
regiones: las selvas y mesetas que unen América Central con América del Norte (los actuales
México, Guatemala y Honduras); y en los altiplanos, valles y costas de los Andes Centrales en
América del Sur (los actuales Perú, Bolivia y Ecuador). La evolución de esas formas -de las que
conocemos en realidad bastante menos de lo que normalmente se supone- fue
violentamente transformada por la irrupción de algunos Estados europeos desde fines del
siglo XV, fundamentalmente España, Portugal e Inglaterra. Los Estados europeos colonizaron

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el continente agregándolo a sus propios territorios y transmitiéndole sus propias dinámicas
políticas, económicas e ideológicas, lo que determinó por varios siglos una fuerte relación,
esencialmente asimétrica, aunque en muchas circunstancias interdependiente y
complementaria.
Pero los Estados europeos que vinieron se encontraban en formación, y las estructuras
y dinámicas que finalmente tomó esa formación, sobre todo en las áreas de mayor densidad
demográfica de América, implicó una superposición e imbricación complejas de prácticas
antiguas y nuevas. Los Estados americanos independientes, la gran mayoría de los cuales
surgen entre fines del Siglo XVIII y fines del Siglo XIX, tienen por lo tanto marcas peculiares,
aunque se parezcan en mucho a los Estados de los cuales se desprendieron. Entre ellos, los
Estados Latinoamericanos2 comparten las tradiciones de los Estados de España y Portugal, y
por su historia se vieron fuertemente influidos por las tradiciones de los Estados del Reino
Unido y Francia, luego de los Estados Unidos. Como los Estados Latinoamericanos
evolucionaron de modos semejantes (aunque no similares), la región puede constituir un
“objeto de estudio” razonable, de manera independiente a nuestras preferencias políticas o
territoriales.
Los primeros Estados que ocupan América, sin embargo, no son todavía Estados
modernos en un sentido pleno (España y Portugal), o se encuentran todavía en la fase de
consolidación como tales (Inglaterra). ¿Cuándo aparecen los Estados modernos, entonces?
Según nos explican teorías de subdisciplinas de las Ciencias Sociales tales como las Relaciones
Internacionales o la Sociología Política comparada, los Estados modernos se consolidan como
tales desde fines de un conflicto largo y profundo, la Guerra de los Treinta Años, que tuvo
lugar en la Europa de mediados del siglo XVII. Este conflicto comenzó, como veremos en la
clase correspondiente, como una confrontación religiosa entre católicos y protestantes

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No hay acuerdo sobre el origen de la expresión “América Latina”, pero su generalización proviene del modo en
que las Américas se diferenciaron desde el punto de vista de las colonias inglesas de América del Norte. En inglés
“latino” se usó y se usa como sinónimo de “europeo del sur”, con un sentido que tiene sentido de diferenciación
y quizá connotaciones peyorativas. Sin embargo, la alocución tuvo éxito, en el sentido en que sirvió como
vehículo de identificación común a la América española y portuguesa desde fines del siglo XIX. Por lo tanto, si
bien la expresión más precisa debería ser Iberoamérica (la América descendiente de las colonias de los países
de la Península ibérica, España y Portugal), la expresión América Latina se ha instalado como el modo
convencional de referirse a la región. En este curso, la expresión Estados Latinoamericanos incluirá a los
diecinueve países iberoamericanos (de Norte a Sur, la República Dominicana, Cuba, México, Guatemala,
Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Venezuela, Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia,
Paraguay, Chile, Uruguay y Argentina) y, por razones de proximidad y relevancia para nuestro tema, incluiremos
a veces en la denominación a Haití.

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dentro de un Estado pluricultural que ocupaba gran parte de la Europa Central de la época, el
Sacro Imperio Romano o Imperio Romano-Germánico. Pero evolucionó hacia una guerra
entre organizaciones políticas en proceso de consolidación, y tanto la confrontación como los
acuerdos que le pusieron fin parecen haber sido elementos clave en la aparición de los
Estados modernos. La serie de tratados de paz subsiguientes implicó el mutuo
reconocimiento de soberanía territorial exclusiva entre Estados, de un modo novedoso
respecto de cómo se organizaba políticamente Europa en las etapas previas de su historia.
Por esa razón se conoce a veces a los Estados territoriales modernos o a su modo de ejercer
su autoridad territorial como “Estados Westfalianos” o al sistema internacional de Estados
como “Orden Westfaliano” (Eisenstadt, 2012).
En efecto, como veremos, un modo interesante de percibir la diferencia entre Estados
antiguos y modernos es observar el cambio en el modo de entender y gestionar los límites
territoriales. Un Estado antiguo reconocía como límite el confín del espacio sobre el que podía
ejercer algún tipo de control. Al interior de esos confines, el ejercicio del poder era
heterogéneo y fragmentario, así como variable en el tiempo y el espacio. El Estado moderno,
en cambio, percibía su límite como una frontera con otro Estado, y ambos buscaban conseguir
un control completo y homogéneo al interior de cada uno de sus territorios (Baudet, 2012).
La mayor intensidad del Estado fue también resultado del proceso por el cual los
“pueblos”, al interior de estos territorios, adquirieron o consolidaron homogeneidad cultural
relativa, inventando para este proceso una palabra novedosa: la “nación”. En realidad, Europa
no tenía “naciones” que buscaban construir sus Estados. Los Estados, como muestra la
literatura, promovieron la homogeneización de patrones culturales a su interior, y las
comunidades usaron ese proceso como forma constitutiva de su identidad (Anderson, 1993).
Si bien muchos Estados constituyeron su imaginario de unidad alrededor de la idea de
ciudadanía -individuos formalmente iguales cuyo único punto común “natural” es compartir
el territorio- otros lo hicieron a través de la idea de nación. Esto no fue mecánico ni fácil,
porque si bien había proximidades mayores y menores, no había homogeneidad étnica,
lingüística ni religiosa en los territorios en los que se estaban formando los Estados europeos.
La “nación” implicaba un invento que dejaba millones de personas afuera.
En los últimos dos siglos, sin embargo, estas identidades generadas a medio camino
entre la proximidad comunitaria, la política y el mito, se transformaron en dominantes, en
Europa y otras partes, en muchos casos produciendo justificaciones para el ejercicio de

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niveles de violencia física y cultural en escalas antes no imaginadas. El siglo XVII presenció la
expansión de estos nuevos Estados europeos “nacionales” a escala global, con España,
Francia, Gran Bretaña y Portugal invadiendo las Américas; Gran Bretaña, Holanda y Portugal
invadiendo regiones enteras de África; y todos ellos creando estaciones militares y
comerciales en el Océano Índico y la costa asiática del Océano Pacífico.
Como resultado de esta expansión de los europeos, mucho más decidida e intensa
que los intercambios anteriores, Estados antiguos con formas de ejercicio del poder diferente,
sobre todo en Asia meridional y oriental, reaccionaron de modo defensivo y adaptativo,
tratando de sobrevivir o emular a los europeos. A su vez, en los nuevos territorios ocupados,
los Estados europeos crearon extensiones territoriales de las metrópolis que en el futuro se
transformarían en otros tantos Estados. Entonces el Estado moderno no sólo cristaliza, sino
que se multiplica y se “globaliza”, en gran medida, entre los siglos XVII y XIX.
A medida que los Estados modernos se consolidaron y se globalizaron, sus procesos
políticos y sociales internos evolucionaron también. Como le ocurriera a muchos Estados
antiguos, y en algunos casos esto condujese a su fragmentación o disolución, los Estados
modernos también sufrieron conflictos alrededor de las formas de ejercicio del poder, o la
producción y distribución de sus recursos. En la historia de los últimos dos siglos, estos
procesos adquirieron además sentido ético ¿es necesario que haya Estados? Y si son la mejor
manera de resolver los problemas organizacionales de los seres humanos ¿cómo debe
ejercerse el poder? ¿cómo es un Estado justo?
Por supuesto que estos problemas existieron ya en otros momentos de la historia. La
historiografía china asocia los numerosos ciclos de caída y recuperación del Estado más
antiguo de Asia oriental a la decadencia de los nobles reinantes y a las rebeliones de los
campesinos que buscaban recuperar sentido de justicia en la organización política. La
historiografía europea, por su parte, asocia fuertemente la disolución de algunos de sus
Estados más importantes, como Roma, a la pérdida de sentido ético de los grupos dominantes
y a su incapacidad para reconducirlo. En un sentido general, más cercano a los instrumentos
conceptuales que hemos presentado, es muy difícil que un Estado se sostenga por la pura
coerción (poder militar), sin capacidad de distribuir beneficios (poder económico) o sin
proporcionar sentido aceptable a sus acciones (poder ideológico). Entre los siglos XVIII y XX,
este problema, que como veremos la sociología política denominará “legitimidad de la
dominación”, hizo eclosión en los Estados europeos, y el carácter global de estos estados

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propagó el pequeño problema a todo el globo. La Revolución Francesa, y luego la Rusa,
sacudieron al Estado contemporáneo y, al mismo tiempo, le dieron su forma actual. De estos
procesos surgen las formas que llamaremos Estados contemporáneos.
Las ciencias sociales alemanas se destacaron por la profundidad con la que discutieron
estos asuntos en el siglo XIX, quizá porque -como veremos- en la región que hoy llamamos
Alemania había un conjunto de pueblos, con prácticas culturales parecidas, que no tenían un
Estado propio hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, aunque estaban rodeados
por Estados territoriales ya bien centralizados y organizados. El problema ideológico del
Estado en Alemania también era clave, porque la región estaba repartida entre territorios
cristianos y protestantes que no tenían un enorme interés de tolerarse unos a otros. Y,
finalmente, la región sufrió un proceso de cambio socioeconómico acelerado que combinó
los problemas de legitimidad política e ideológica del Estado con sus problemas de legitimidad
social y distributiva. Una gran parte de los problemas inherentes al Estado contemporáneo,
podríamos decir, adquirió formas dramáticas en lo que hoy conocemos como Alemania.
Para los filósofos alemanes del siglo XIX, como Friedrich Hegel, en el Estado alemán
no sólo venía la esperada “unidad de la nación” (yendo en contra de éticas más abstractas
que asociaban a la comunidad con la suma de ciudadanos y sus leyes, como la de Immanuel
Kant), sino la posibilidad de que el Estado superara los intereses particulares y se transformara
en la síntesis de las oposiciones, el garante del Bien Común y de la voluntad general, con lo
que también soñaban los filósofos franceses como Jean-Jacques Rousseau. El debate alemán
planteaba un dilema que será importante para el siglo XX, y los es aún hoy (Bobbio y Bovero,
1998): ¿es el Estado simplemente una organización social que debe ajustarse y perfeccionarse
a las necesidades de los ciudadanos y los grupos que forman? ¿o el Estado es una cristalización
de la comunidad, y por ello algo más que la suma de sus partes?
Otro alemán, Karl Marx, hizo un planteo aún más desafiante. Si el Estado nuevo que
había tomado forma con la Revolución Francesa era realmente la organización de todos los
ciudadanos ¿acaso no debía tomar formas e instrumentos que le permitiesen resolver las
enormes desigualdades materiales entre sus habitantes que la economía de los Estados
europeos del siglo XIX estaba produciendo? Aunque estos debates no eran sólo alemanes, allí
tomaron algunas de sus formas más conocidas las palabras que usamos hoy para calificar al
Estado: conservador, cuando se inclinaba normativamente por las formas tradicionales del
poder político y religioso; liberal, cuando proclamaba la igualdad política de los ciudadanos

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en los Estados; socialista, cuando caracterizaba a la igualdad liberal como materialmente
insuficiente.
Para el más clásico de los pensadores sobre el Estado moderno, el sociólogo alemán
Max Weber, lo que caracterizaba al Estado moderno con más precisión y menos debate
político, respecto de formas previas de organización, es que reclamaba para sí la exclusividad
del uso de la fuerza al interior de un territorio; y que administraba sus decisiones a partir de
un conjunto de leyes y por medio de un conjunto de personas y tareas organizadas con
racionalidad instrumental: las leyes no son transcendentes, están diseñadas para producir
determinados efectos; y la organización de personas y tareas del Estado no son “naturales”,
están preparadas para llevar adelante las decisiones de los gobiernos. La noción de control
territorial y burocracia racional quedaron, a partir de Weber, grabadas como las marcas
genéticas que usan las Ciencias Sociales para llamar a una organización “Estado”. Tanto que
hablamos a veces de Estado “weberiano” para un Estado con territorio y burocracia, o
“weberiana” a una burocracia racionalmente organizada.
Y, finalmente, a pesar de la racionalidad que Weber creía ver propagarse a su
alrededor, y confirmando algunos de sus peores temores, Alemania fue el teatro de conflictos
sociales y políticos de profundidad inusitada en la primera mitad del siglo XX. Su monarquía,
apenas consolidada, sufre una revolución socialista suprimida con altísima violencia, y se
lanza a la guerra con los Imperios europeos vecinos. La derrota parece reorientar a Alemania
a refundarse como República capaz de procesar sus conflictos sociales exitosamente. Pero sus
crisis socioeconómicas abren paso a un régimen político nacionalista que transforma al país
en un Estado contemporáneo extremo. El Nacionalsocialismo o Nazismo creó una alianza
socialmente amplia, una formidable máquina bélica, y asoció los problemas políticos y
socioeconómicos de Alemania con una confrontación de identidades etnoculturales
producidas con fantasías políticas pseudocientíficas. Sobre algunas de las marcas de la guerra
que esta experiencia produce, la Segunda Guerra Mundial, todavía se juegan los procesos
estatales del presente.

1.3. Aproximación por el presente

Dejemos ahora a la Historia como foco central para observar el Estado desde el
presente, con la ayuda de las Ciencias Sociales, las más próximas a nuestro campo de interés.

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Las disciplinas académicas o las prácticas científicas que conocemos como Ciencia Política son
las que más directamente han encarado el estudio de esta organización que conocemos como
Estado y su evolución en el tiempo. Junto con la Sociología, la Economía y la Antropología,
crearon un conjunto de abordajes y conceptos que usamos cotidianamente para analizar al
Estado. El Estado es casi la “especialidad” de la Ciencia Política, porque su campo de
problemas de investigación está formado por la cuestión de la generación, organización y
distribución del poder en las sociedades. Las relaciones políticas en general, y el Estado en
particular, son entonces sus objetos privilegiados de estudio. Mientras que su rama clásica, o
Ciencia Política propiamente dicha, estudia al Estado como el resultado de las relaciones de
poder entre grupos e individuos; sus dos subdisciplinas más importantes estudian al Estado
en su estructura y dinámica como organización (la Administración Pública); y en la trama de
relaciones que teje con otros Estados y como ésta lo afecta y codetermina (las Relaciones
Internacionales). De esta disciplina y sus subdisciplinas surgieron (o en ellas se discuten y
refinan habitualmente) los principales términos que usamos para entender y discutir al Estado,
aunque los “préstamos conceptuales” y la interdisciplinariedad con sociólogos, economistas
y antropólogos es cada vez más importante.
¿Qué es el Estado para las Ciencias Sociales? La competencia de definiciones es
probablemente infinita. En este curso usaremos una definición derivada de lo que, en el
apartado anterior, llamamos Estado contemporáneo. El Estado es hoy (1) una organización
política que reclama como propio un territorio geográficamente delimitado con bastante
precisión. Dice (2) representar al colectivo de personas que lo habitan, y se legitima como tal,
por medio de diferentes regímenes, más o menos abiertos y directos, que canalizan los
conflictos sociales. A través de una organización burocrática relativamente técnica y estable,
finalmente (3), el Estado ejerce los roles más importantes de control y regulación de lo que
ocurre en el interior de ese territorio.
Exploremos esta definición en cada una de sus tres partes. La primera afirmación es
más obvia, aunque como vimos en la sección anterior, no siempre las cosas fueron igual, y
nada garantiza tampoco que lo serán por siempre. Hace relativamente poco tiempo, en la
historia de las organizaciones humanas que podemos llamar Estado, que las organizaciones
políticas se establecen como poderes exclusivos dentro de un territorio homogéneo. Mucho
menos tiempo aún que, dentro de este territorio, el Estado proclama y acepta que la mayoría
de sus habitantes tienen derechos y deberes parecidos. Hace no tantos años, un politólogo

14
observador de problemas latinoamericanos, Guillermo O’Donnell, decía que, si nos
tomábamos el trabajo de colorear los mapas de los territorios de nuestros Estados de acuerdo
al nivel de respeto y ejercicio efectivo de la ley estatal, entre verde (alta intensidad) a marrón
(baja intensidad), hallaríamos a los países de América Latina con amplias -demasiadas- zonas
marrones y pardas. Esas zonas están constituidas alrededor de poderes fácticos que, con
acuerdo, por displicencia, o por incapacidad, el Estado sufre, admite o tolera.
También hoy estamos acostumbrados a decir que la “descentralización” y la
“globalización” o “mundialización” implican una pérdida relativa -muchas veces importante-
de poder de los Estados nacionales. La descentralización, tomada como sinónimo de mayor
participación ciudadana en el mundo contemporáneo, ha trasladado poderes fácticos muy
importantes a jurisdicciones subestatales intermedias (como las provincias, los
departamentos, las regiones o los estados subnacionales) y locales, como los municipios.
Respecto de la globalización, la economía global o las asimetrías en el poder militar, producen
que una gran parte del poder político de los Estados esté “desterritorializado”. Las decisiones
relevantes sobre lo que ocurre en un territorio no se toman exclusivamente en dicho territorio.
Por supuesto que esto es cierto para todos los Estados, incluso aquellos en cuyos territorios
se toman las decisiones más relevantes. Pero es más fuerte en aquellos lugares en donde los
poderes locales controlan menos factores clave de poder.
El Estado nacional dista muy evidentemente de ser el único poder relevante en un
territorio dado. Pero es todavía, sin duda, el poder relativamente más importante al interior
de los territorios que están bajo su jurisdicción formal. Es la principal forma de producción de
las leyes y garantía de los derechos (por muy pobres que éstos sean); posee los principales
recursos de aplicación de políticas públicas; y despliega las principales fuerzas físicas de
sanción de las leyes. En ese sentido, solemos decir que el Estado y su territorio, en las formas
del Estado contemporáneo, son inseparables.
En segundo lugar, dijimos que se trata de una organización política que se reclama y
se legitima como representante de los habitantes de un territorio. El Estado moderno es la
transformación de los antiguos poderes monárquicos en poderes que se presentan a sí
mismos (con más o menos éxito) como colectivos y como garantes del bien común. En los
antiguos roles del Líder del Clan, del Rey, del Sumo Sacerdote o del Consejo de Ancianos,
tenemos hoy un conjunto de poderes constituidos por organismos que funcionan según
procedimientos legales complejos, ocupados por grupos y coaliciones de personas (individuos,

15
partidos, grupos de interés) que generalmente compiten (aunque no siempre de manera
plural o abierta) por el favor y apoyo de la población para ocupar esos lugares o mantenerse
allí.
Pero ninguno de estos poderes se ejerce sólo por la fuerza. Los antiguos reyes
argumentaban que los dioses y la sangre eran los modos apropiados para distinguir quién
debía conducir al reino; pero también sabían que necesitaban ganar el apoyo de la población,
contra la cual, en el largo plazo, se haría muy difícil -sino imposible- gobernar. En el mundo
contemporáneo, a través de un delicado equilibrio de dos efectos que un famoso pensador
italiano, Antonio Gramsci, denominaba “coerción” y “consenso”, el Estado se asienta, perdura,
actúa y obtiene apoyo. Decimos, en las ciencias sociales, que los poderes políticos “se
legitiman” frente a las personas que les están subordinadas, una idea que sistematizó hace
más de un siglo el sociólogo alemán Max Weber. La legitimación es el efecto por el cual los
habitantes de un territorio organizado políticamente le prestan su acuerdo a la organización
política, en tanto sistema (leyes y reglas) y en tanto resultado (políticas). Los ciudadanos
hacen esto explícitamente, con actos públicos de apoyo a sus gobernantes; o lo hacen
implícitamente, a través de la aceptación silenciosa de la situación. Puede ser una creencia -
la idea de que es correcto que en este territorio exista este Estado y que ese Estado al servicio
de los ciudadanos- o el fruto de una costumbre nunca puesta en tela de juicio -la idea de que,
si algo siempre fue así, así seguirá siendo.
Al conjunto complejo de mecanismos de funcionamiento del poder político moderno,
la Ciencia Política le suele llamar sistema político. Los sistemas políticos de los Estados
modernos se parecen a simple vista, pero se diferencian bastante cuando uno aproxima la
mirada a los detalles constitutivos. Todos los Estados tienen poderes especializados,
normalmente tres: uno que delibera y establece reglas, al que llamamos Poder Legislativo o
“Parlamento” (por el modo en que las monarquías europeas denominaban a los espacios de
diálogo entre el Rey y los representantes de la población); otro dedicado a gerenciar las
burocracias del Estado, que llamamos por esa razón Poder Ejecutivo o simplemente
“Gobierno”; y otro que hace control y administra conflictos derivados de las leyes, al que
llamamos Poder Judicial o simplemente “Justicia”. Todos los Estados tienen además “niveles
de gobierno”, por lo cual se entiende generalmente el nivel central o nacional, el nivel local,
y los niveles intermedios (provincias, departamentos, estados, regiones, etc.), cada uno de
ellos con diferentes atribuciones o jurisdicciones.

16
Pero los Estados varían mucho en las reglas que tienen para la formación,
funcionamiento y regulación de estos poderes. En un extremo del arco de posibilidades que
muestra el mundo actual, un conjunto reducido de individuos y grupos que tienen acuerdos
políticos y una organización estable -un “partido” o una coalición de partidos y grupos-
controla centralizadamente, política y territorialmente, la totalidad de los poderes y
distribuye las responsabilidades entre ellos. En el otro extremo del arco de posibilidades, un
conjunto de reglas impide (o limita) la concentración excesiva, generando un modo de
gobernar por acuerdos temporarios entre poderes variados renovables (partidos, coaliciones,
grupos de interés) que llamamos pluralista (desde el punto de vista político) y federal (desde
el punto de vista territorial).
A las reglas formales e informales que regulan estas relaciones entre poderes, y el
modo en que los ciudadanos participan en su armado y control, la Ciencia Política las
denomina regímenes políticos. Para enseñarle a su joven alumno Alejandro Magno qué
posibilidades le deparaba la experiencia para sus futuras tareas de gobierno, el sabio griego
Aristóteles dividía los regímenes políticos de su época en tres: la monarquía (gobierno de una
sola persona), la aristocracia (gobierno de unos pocos) y la democracia (gobierno de muchas
personas). Consideraba al segundo y al tercero poco apropiados para el buen gobierno, y
prefería una monarquía conducida por un hombre inteligente y bueno. Aristóteles,
probablemente, no tenía como objetivo educar a un militante político moderno, o ilustrar un
a ciudadano contemporáneo, sino ayudar a un príncipe a entender el delicado equilibrio que
significa un buen gobierno.
Casi dos milenios y medio de experiencia y debate han enriquecido la discusión, y han
alterado su naturaleza, aunque quizá no tanto. Hoy, todos discutimos (los académicos sólo
refinan) el debate sobre cuál debe ser el punto de equilibrio entre la concentración y la
división de los poderes políticos, la centralización o la distribución entre quienes los ejercen.
Tenemos importantes diferencias normativas con Aristóteles, y solemos considerar
autoritarios -y, por ende, malos- a los regímenes que admiten mayor concentración y
centralización del poder; y democráticos -y, por ende, buenos- a los regímenes políticos que
permiten una mayor descentralización y distribución del poder político.
Del mismo modo, las Ciencias Sociales dominantes tienen un fuerte sesgo favorable a
los regímenes pluralistas (se los suele considerar políticamente más tolerantes), federales (se
los suele considerar más incluyentes) y electivos (se los suele considerar políticamente más

17
representativos). A estos sistemas se les conoce vulgarmente como “democracias”, y de
modo un poco más técnico se les llama “democracias liberales”. Pero en sentido estricto, por
ejemplo, un partido que controla de manera geográfica centralizada los poderes políticos de
un Estado podría ser muy democrático, si fuese más representativo de los ciudadanos que los
poderes política y geográficamente heterogéneos que comparten el gobierno de un sistema
pluralista. El socialismo comunista en sus versiones leninista (por el líder ruso revolucionario
Vladimir “Lenin” Ilich) y maoísta (por el líder chino Mao Zedong o Tsetung), con o sin razón,
reclamaron siempre este carácter para sus regímenes políticos. En efecto, si los poderes que
forman un sistema formalmente pluralista, federal y electivo estuviesen capturados por un
conjunto pequeño y estable de personas, como acusaba el socialismo, podrían ser
plutocracias u oligarquías (gobiernos de grandes y pocos), en la práctica menos democráticas
que un sistema centralizado.
Lo más común suele ser, sin embargo, que las estructuras y dinámicas de los
pluralismos, los federalismos y los sistemas de gobernantes electivos garanticen mayor
representatividad, inclusión y participación política que los centralismos. A estos sistemas,
que la Ciencia Política asocia al mantenimiento de un poder distribuido (no concentrado)
según reglas y costumbres que no permiten su acaparamiento, le llama poliarquías, a partir
de la formulación clásica del politólogo norteamericano Robert Dahl. En nuestro curso,
preferiremos “poliarquías” para referirnos a los regímenes políticos habitualmente llamados
“democráticos”, donde el poder está distribuido y las prácticas e instituciones impiden
razonablemente su concentración. Las poliarquías serán más o menos democráticas, de
acuerdo al grado relativo de concentración y la fuerza relativa de dichas instituciones. Como
veremos, los regímenes políticos de los Estados contemporáneos variarán, a lo largo del
tiempo y de las circunstancias, en el carácter de sus poliarquías.
Como tercer elemento de nuestra definición dijimos que los Estados tienen una
burocracia estable que controla y regula el territorio. Originalmente -los antecedentes más
visiblemente directos- el Estado era un pequeño conjunto de personas al servicio directo del
“Príncipe”. El Príncipe, en la jerga de la Ciencia Política, alude a las reflexiones de un
funcionario y pensador florentino considerado precursor de la disciplina, Nicolò Machiavelli,
quien trabajaba como consejero del jefe de su pequeño Estado, una ciudad de Italia central
llamada Florencia. “Príncipe” es hoy una forma de denominar al sujeto soberano, al dueño
individual o colectivo del poder político. El rol de Machiavelli (hoy diríamos un consejero o

18
“asesor”) se fue generalizando, multiplicando y profesionalizando con la expansión y
complejización de los roles que trajo el desarrollo del Estado moderno.
Los Príncipes de mitad del milenio pasado contrataban temporariamente los servicios
de un número de personas que, visto desde el presente, parecería muy reducido. Las Cortes
de España y Francia en Europa, o las del Imperio Chino y Otomano en Asia -probablemente
las más grandes en sus respectivos tipos- tenían unos pocos miles de miembros permanentes.
Las obras públicas -de las cuales la guerra era la más importante- se subcontrataba o
“tercerizaba”, para usar un vocabulario contemporáneo. Un Estado moderno cuenta sus
funcionarios y empleados directos por cientos de miles, particularmente si el Estado tiene
muchos niveles de gobierno, si tiene fuerzas armadas numerosas, o si ejerce funciones de
seguridad, educación y salud pública. Además, como sus antecesores, los Estados modernos
subcontratan productos y servicios que involucran a otras tantas personas. Tanto que, en la
jerga de la macroeconomía moderna, el gasto público (estatal) es un componente central de
todo lo que se compra y consume en una economía, o “demanda agregada”. En algunos
territorios, donde la actividad económica es poco dinámica o usa pocos recursos humanos, el
Estado es el empleador directo o indirecto de la mayoría de la población, y el gasto público el
componente más importante de la demanda agregada.
Sus funciones son múltiples, ciertamente, pero no son infinitas. Haciendo un esfuerzo
de simplificación, un Estado moderno cumple sobre todo tres grandes tipos de funciones, que
podríamos vincular, respectivamente, con las políticas económicas, sociales y de seguridad o
defensa. Por lo pronto esas tres funciones (y los servicios de la deuda contraída para ejercerlas)
explican la casi totalidad del presupuesto anual de cualquier Estado del planeta.
Las políticas económicas administran o regulan las relaciones de producción y
distribución de los recursos materiales del territorio entre los habitantes. Hoy, fundamental
pero no exclusivamente, esto corresponde a las diferentes actividades formales e informales
que implican intercambios monetarios: quién produce, qué produce, cómo lo produce, cómo
lo vende, cuántos impuestos paga. Las políticas sociales, por su parte, intervienen sobre las
formas de reproducción e integración material y simbólica de los ciudadanos, más o menos
independientemente de sus actividades económicas: qué cosas el Estado garantiza, para
quiénes, cuáles promueve. Adicionalmente, en su rol de control exclusivo del territorio, el
Estado ejerce las funciones de policía y defensa. Las funciones del Estado moderno están
cruzadas, naturalmente, por el régimen político y las formas en que funciona el sistema

19
político. El debate sobre quién debe administrar al Estado; qué hace o debe hacer el Estado
en política económica, social y de seguridad; con qué objetivos; y cuán lejos está dispuesto a
llegar con ellos, es probablemente el asunto más importante que discuten hoy los ciudadanos
de un Estado moderno.
Finalmente, un Estado moderno es un conjunto de reglas y protocolos que tiene (o
procura tener) un tipo de racionalidad diferente de la antigua en los fines que busca y en los
medios que usa. Max Weber aconsejaba ver en la racionalidad del Estado moderno al mismo
tiempo su trato definitorio y su problema más importante. Frente a la arbitrariedad de una
burocracia al servicio personal de un Príncipe y de sus deseos, el Estado moderno obtiene
legitimidad de la doble garantía de que la burocracia estatal busca resultados socialmente
deseables, y que cumple con reglas socialmente aceptables. Para Weber, la burocracia ideal
debía estar formada por funcionarios imbuidos en una ética de la responsabilidad: al servicio
del Estado, no del Gobierno, y capaces de administrar los bienes públicos según reglas -leyes
traducidas en protocolos-.
Este asunto de la burocracia, de las políticas públicas y de las reglas de juego, también
ayuda a entender por qué a veces entendemos como “Estado” al fenómeno político general
del Estado contemporáneo, su régimen político y su territorio; y otras veces nos referimos
sólo a la organización burocrática del Estado contemporáneo. De manera simplificada, un
Estado contemporáneo (en sentido amplio) tiene la siguiente dinámica prototípica:
ESTADO (en sentido general)

• Sociedad • Régimen
político

Ciudadanos, Reglas y
grupos y formas prácticas de
de distribución distribución del
del poder social poder político

Dinámica de la Estructura de
burocracia y de poderes y
las políticas niveles de
públicas gobierno

• Estado (en • Sistema


sentido político
limitado)

20
El último problema que presentaremos en esta sección parte de la pregunta,
aparentemente simple ¿cuándo un Estado funciona bien y cuándo funciona mal? ¿Es
suficiente con un régimen políticamente justo -incluyente, representativo- para que el Estado
tenga un resultado justo? Una primera respuesta relativamente obvia sería que esto depende
de si el Estado consigue resultados materiales sustantivos -y valorados como tales- de modo
relativamente igualitario y para una mayoría suficiente de su población. Si no lo consigue, los
ciudadanos materialmente vulnerables, o perteneciente a grupos negativamente
discriminados, verán este asunto, potencialmente, de modo diferente al de los ciudadanos
materialmente ricos y/o pertenecientes a categorías positivamente discriminadas.
Las Ciencias Sociales contemporáneas abordan este problema desde el punto de vista
de la relación entre desarrollo y justicia. Si bien la literatura es muy amplia y diversa, son
particularmente respetadas las perspectivas, relativamente contemporáneas, de Amartya
Sen y John Rawls, para los problemas del desarrollo y la justicia, respectivamente. Podríamos
resumirlo de la siguiente manera ¿qué tipo de combinaciones entre regímenes políticos y
políticas públicas permite a un Estado contemporáneo un desarrollo material que alcance a
todos los ciudadanos en condiciones suficientes de justicia e igualdad? Este asunto será
abordado al final de nuestro curso de modo muy lateral, porque requeriría un tiempo y
espacio diferente. Pero tocaremos un aspecto de este problema de modo más directo ¿hay
manera de evaluar a los Estados de forma independiente a las condiciones materiales y
orientaciones ideológicas del observador? Este debate ocupa, probablemente, un lugar
central en la Ciencia política contemporánea.
A pesar de que diferentes perspectivas ideológicas le asignan a los Estados diferentes
fines, casi todos los Estados modernos comparten algunos criterios de éxito y fracaso
comparables, que pueden ser epitomizadas en el uso contemporáneo de las expresiones de
gobernanza y capacidad estatal. Estas expresiones no son “conceptos”, en el sentido de
palabras con definiciones precisas, sino “dimensiones de análisis”, es decir modos de ver un
problema. Se generalizaron entre las décadas de 1980 y 1990, probablemente porque las
críticas y las reformas de las organizaciones estatales adquirieron intensidad en esos años. Se
refieren al problema de cómo se gobierna o, de un modo más preciso, qué factores explican
los éxitos y fracasos de los Estados contemporáneos.

21
Tres temas se transformaron en favoritos de estos estudios: la capacidad política de
gobernar el desarrollo económico; los modos de conducir políticas públicas en arenas
conflictivas o en sistemas políticos democráticos (de poder distribuido o no concentrado); y
los problemas institucionales y operacionales de los Estados como burocracias, tanto de
países desarrollados como de países en desarrollo.
En la discusión de las dimensiones clave que hacen a un Estado “capaz” o “bien
gobernado”, estos estudios generalmente coincidieron en identificar dimensiones
institucionales o políticas -factores sistémicos que determinan la dinámica política del Estado,
tales como las características de los regímenes políticos y los patrones de relacionamiento
entre el Estado y los actores clave- y otras que se sugiere apreciar como operacionales o
administrativas -factores que determinan el éxito de los procesos de políticas públicas, tales
como los recursos financieros y humanos, o las prácticas organizacionales. Suele haber
consenso en que estos dos aspectos denotan capacidad y buen gobierno, lo que permite al
estado obtener mayor eficacia, legitimidad y autonomía, los tres pilares de la gobernanza o
la capacidad estatal. Cuando un Estado no consigue esto, pierde legitimidad, autonomía y
finalmente eficacia, transformándose en un “Estado fallido”: un Estado no reconocido por la
mayoría de sus habitantes y grupos clave (Brinkerhoff, 2005). En nuestro curso, estudiaremos
estos problemas centrales a los Estados contemporáneos con más de detenimiento, pero en
especial trataremos de ver si nos ayudan a entender las frecuentes críticas que reciben los
Estados latinoamericanos respecto de su capacidad de gobernar adecuadamente.

1.4. El Estado en América Latina

Los espacios que hoy llamamos “América Latina” tuvieron Estados antes de la llegada
de los europeos, en épocas equivalentes a los Mundos Antiguo y Medieval del Viejo
Continente: al menos dos, probablemente tres y quizá más. Tenemos evidencia de
organizaciones estatales complejas y estables en los territorios de los actuales Perú, Bolivia y
Ecuador, y en el México central; y hay razones para pensar (aunque la evidencia es limitada)
que hubo otras en el territorio comprendido entre los actuales México meridional, Guatemala
y Honduras; y otras en el territorio que hoy ocupan México septentrional y el suroeste de los
EE.UU. También hay razones para suponer que las tribus seminómadas de otras regiones

22
pudieron haber constituido temporariamente estados, aunque si los hubo no dejaron rastros
que estuvieran disponibles a la llegada de los europeos, o que hayamos encontrado aún.
Las dos organizaciones de las que tenemos evidencia histórica estaban en su apogeo
cuando llegaron los españoles, pero colapsaron rápidamente frente a ellos, y se
transformaron en la base política y económica para el sistema colonial de España: el Imperio
Azteca y el Imperio Quechua. Los primeros Estados latinoamericanos propiamente dichos
fueron organizaciones dependientes de una (luego dividida en dos) monarquía(s) europea(s),
la española y la portuguesa; las que a su vez, cuando desembarcaron en América entre los
siglos XV y XVI, venían transformándose en Estados modernos. Los Estados latinoamericanos
contemporáneos, casi todos independientes de jure o de facto desde principios del siglo XIX,
fueron, a su vez, el producto de la decadencia y el desmembramiento de los Imperios español
y portugués.
Creados en emergencia y por defecto de Imperios en caída, como organizaciones
políticas al servicio político y económico de una fracción de sus habitantes, y vinculados
asimétricamente a los poderes hegemónicos de los siglos XIX, XX y XXI, los Estados
latinoamericanos siempre tuvieron problemas para hacer efectivas las redes de poder
alrededor de las cuales funcionan los Estados modernos.
Recordemos nuestra definición del Estado como una organización política que
reclama como propio un territorio geográficamente delimitado; que pretende representar al
colectivo de personas que lo habitan, y se legitima como tal, por medio de diferentes
regímenes políticos; y que, a través de una burocracia estable, ejerce los roles más
importantes de control y regulación de lo que ocurre en el interior de ese territorio.
Recordemos luego que el buen gobierno de los Estados contemporáneos suele ser evaluado
como la capacidad política de gobernar el desarrollo económico; el éxito en la conducción de
políticas públicas en arenas conflictivas o en sistemas políticos democráticos; y la eficacia
institucional y operacional de las burocracias; todo lo cual produce “éxito”, entendido como
legitimidad y autonomía relativas.
La historia muestra que la mayoría de los Estados latinoamericanos han presentado
importantes dificultades en ambos campos de problemas, aunque (casi) nunca
imposibilidades del orden de las que se atribuye a los “Estados fallidos”. Al igual que en otras
regiones del mundo, los Estados latinoamericanos tardaron un tiempo importante, desde su
fundación, para definir el alcance de los territorios que reclamaron geográficamente como

23
propios. El proceso duró la mayor parte del siglo XIX. Algunos Estados se expandieron
notablemente a partir de sus “confines” originales, como en los casos de Argentina, Brasil o
Chile. Otros, al contrario, perdieron parte de los territorios que reclamaban como propios,
como en los casos de Bolivia, México, Paraguay o Perú. Unos pocos perdieron su
independencia de manera temporaria (Cuba, Nicaragua, Panamá y la República Dominicana)
o definitiva (Puerto Rico), en todos los casos en manos de los poderosos EE.UU. Una vez
definidas sus fronteras a través de acuerdos o guerras, los Estados de la región fallaron
además en concretar la relativa exclusividad en el ejercicio del orden estatal al interior de sus
territorios. En algunos casos, los conflictos armados entre el Estado y los grupos que
contestaron su soberanía dejaron amplias porciones del territorio en situación de legalidad
diferenciada o superpuesta (Colombia, El Salvador, México, Nicaragua o Perú). Finalmente,
en la mayor parte de los países de la región, la incapacidad de garantizar el ejercicio de la
propia ley frente a grupos que crean legalidades alternativas o paraestatales, hace de amplias
porciones del territorio áreas “sin Estado”.
Una parte de las dificultades de los Estados latinoamericanos, quizá la más importante,
proviene, sin duda, de la limitada representación política que han logrado de sus propios
habitantes y de la aún más limitada inclusión que sus políticas económicas y sociales
consiguieron. Estas limitaciones eran evidentes en el tiempo de las independencias, cuando
las élites relativamente reducidas de criollos que encabezaron los nuevos Estados (mestizos
y mulatos con poder militar y económico), aliadas con grupos de blancos extranjeros, tenían
escaso “enraizamiento” entre los grupos de campesinos minifundistas, asalariados urbanos y
comunidades de pueblos originarios que formaban las altamente ilusorias nuevas “naciones”.
Lo dramático es que esta fragmentación o segmentación social se continuó en clivajes
profundos y estables, agravados por el modo en que las élites ejercieron su control de los
sistemas políticos nacionales; y por el modo en que las economías latinoamericanas se
integraron a la economía global y desarrollaron sus respectivos “capitalismos”. Todavía en el
siglo XXI, las marcas de esta desigualdad social y su reflejo en la legitimidad parcial del Estado
es bastante evidente en todos nuestros los países.
La débil legitimidad se ha reflejado históricamente, también, en la inestabilidad
relativa de los regímenes políticos de la región. A pesar de que formalmente todos los Estados
latinoamericanos se cristalizaron en forma de repúblicas constitucionales (con la excepción
temporaria de Brasil) y en modelos poliárquicos de distribución y equilibrio del poder político,

24
a lo largo de los siglos XIX y XX las poliarquías sufrieron importantes sesgos excluyentes y
autoritarios; y en muchos casos sirvieron de ropaje superficial para concentraciones fácticas
de poder. Quizás es porque la importancia relativa del Estado en la producción y distribución
de oportunidades económicas en el territorio de los países hizo tradicionalmente de su
control un asunto estratégico para todos los grupos clave, como sugirió Marcelo Cavarozzi en
su idea de la “matriz estadocéntrica”, pensada para Argentina, pero fértil para los demás
países de la región. La importancia relativa de ese control y el carácter restringido de las élites
latinoamericanas facilitaron los repetidos ciclos de autoritarismo y/o democracia superficial
o no “sustantiva”, procesos de los que pocos países quedaron exentos.
El dramatismo de los cambios de régimen político, o el ejercicio de poderes estatales
restringidos a manos de élites de representatividad limitada, no facilitaron la construcción de
burocracias estatales estables o profesionales, con capacidad de control y regulación de lo
que ocurre en los respectivos territorios. A pesar de la centralidad de los aparatos estatales
en el pensamiento latinoamericano, y de la confianza de los diferentes gobiernos en la
capacidad del Estado de promover el desarrollo y la integración social, las organizaciones
estatales latinoamericanas mostraron históricamente límites serios en su racionalidad y
eficacia. Una larga lista de problemas organizacionales bastante comunes a los países así lo
demuestra: falta de información sustantiva, escasos canales de negociación con la sociedad
civil, incoherencia y desarticulación entre agencias y niveles, inestabilidad de recursos
financieros, inadecuación de recursos humanos, circuitos ilegales o paralegales de gestión,
insuficiencia de impactos de las políticas, frecuencia de los efectos no deseados e impactos
negativos.
Las dificultades de los regímenes políticos y la insuficiencia de los aparatos
burocráticos se han reflejado en las serias limitaciones de los Estados de la región para
conseguir los resultados exitosos que asociamos con gobernanza y capacidad estatal. Los
países de la región, aunque hay una gran heterogeneidad entre ellos, no han conseguido
desarrollos económicos satisfactorios en el largo plazo; no han logrado reducir de manera
definitiva la gravedad de sus arenas conflictivas; ni han obtenido niveles aceptables de
eficacia institucional y operacional de sus burocracias.
Aún a pesar de estas limitaciones, los Estados de la región garantizan su supervivencia
y su reproducción cotidiana en tanto organizaciones capaces de generar el tipo de poder que
Mann propuso denominar “infraestructural”; y por consiguiente gozan de niveles variados

25
pero razonables de legitimidad y autonomía relativa. La élites regionales, políticas y
económicas, han ido ampliando su enraizamiento y construido regímenes políticos un poco
más representativos y economías capitalistas un poco más inclusivas (aunque los altibajos de
la economía global y las dificultades de algunas economías nacionales admitan matices
importantes). No hay grupos que cuestionen, con tamaño y capacidad de acción suficiente, la
propia existencia de los Estados como tales (aunque el proceso de paz de Colombia no esté
concluido, y las dificultades del Estado mexicano con los grupos económicos ilegales hayan
alcanzado otra vez niveles serios). Las asimetrías en los poderes económicos y militares
globales afectan a la región, pero -al menos hoy- no a los niveles de sometimiento puro y duro
de los siglos XIX y XX.
Este panorama de claroscuros del Estado Latinoamericano en su historia, matizado
por un presente más auspicioso, constituirá la segunda parte de este curso. Estudiaremos en
más detalle a los Estados de América Latina, observando cómo se constituyeron
históricamente como tales; cómo se fueron delineando a lo largo del tiempo sus posibilidades
y limitaciones más importantes; y, finalmente, en qué situación se encuentran hoy, al
promediar la segunda década del siglo XXI.

1.5. Plan de trabajo

En la primera parte del curso abordaremos el problema de las formas del poder social,
y cómo lo que llamamos “Estado” es una combinación, históricamente determinada, de
dichas formas. Nos centraremos en la historia de las organizaciones estatales para ver, en el
paso del Estado antiguo al Estado moderno, por qué se trata del resultado contingente pero
no arbitrario de la historia. Veremos que, en muchos aspectos, las formas y dinámicas de la
organización estatal provienen de combinaciones azarosas de factores tales como la geografía,
el clima, la demografía o las prácticas culturales. Pero cristalizaron como tales porque
resolvieron de mejor modo sus problemas de poder social, inaugurando una larga historia
política que culmina en los problemas del Estado contemporáneo. Esta historia, sugerimos,
está llena de lecciones valiosas para el estudio del presente.
Luego veremos de qué modo el Estado contemporáneo funciona y resuelve sus
problemas en las formas en que lo conocemos hoy, es decir, como Estados territoriales con
burocracias complejas, controladas por poderes políticos organizados como gobiernos más o

26
menos representativos. A pesar de que los regímenes políticos del mundo contemporáneo no
confluyen en formas únicas -algunos forman poliarquías más pluralistas y cambiantes,
mientras que otros se estructuran en poderes estables y concentrados- los Estados, en tanto
organizaciones burocráticas, se parecen bastante, aunque su dinámica dependa de los
regímenes políticos. Los debates de gobernanza y capacidad estatal nos servirán para tener
una aproximación a los problemas más comunes de los Estados contemporáneos en tanto
organizaciones burocráticas que “producen” políticas públicas.
A continuación, nos dedicaremos a los Estados de América Latina. De un modo
parecido a la parte anterior, haremos primero un abordaje por la historia y luego por el
presente. La aproximación a la historia del Estado latinoamericano identifica tres etapas
diferenciadas. La etapa colonial (siglos XVI-XVIII), con su doble cara de choque y creación, es
la cuna de muchos de los nudos problemáticos del presente de la región. En el proceso de
independencia y consolidación de los Estados latinoamericanos, hasta la Primera Guerra
Mundial (siglo XIX), tienen origen las asimetrías que marcaron la historia notablemente
heterónoma de nuestros Estados. Con la “complejización” de los Estados latinoamericanos
entre, aproximadamente, la Primera Guerra Mundial y el fin de la Guerra Fría, finalmente, los
Estados abordaron con desigual éxito sus problemas de desarrollo económico, de integración
social y de participación política. Allí podríamos decir que nació el presente de América Latina.
Ese presente es el tema final del curso. Veremos cómo, desde la década de 1980 a la
actualidad, los Estados latinoamericanos, en un entorno nuevo y con las ventajas y
desventajas que derivan de él, replantean sus problemas y estructuras. Las nuevas poliarquías
pluralistas que surgen de la llamada “transición democrática” y los centralismos autoritarios
antiguos y nuevos que conducen esta etapa tuvieron una nueva oportunidad frente a los
problemas clásicos de desarrollo económico e integración social, cuyo resultado es el objeto
central de las polémicas contemporáneas.

1.6. Revisión

En esta parte presentamos el problema central al que se dirige nuestro curso: el


Estado. Mostramos que hay múltiples formas en que las Ciencias Sociales, principalmente la
Ciencia Política y la Sociología, discuten al Estado, desde el rol que ocupa hasta el modo en
que está constituido. Escogimos, de entre ellos, un modo de abordar al Estado: la forma

27
en que los seres humanos resolvieron, a lo largo de la historia, sus problemas esenciales por
medio de la organización de sus relaciones políticas en fuentes sociales de poder. A
partir de esa elección, resumimos las dos aproximaciones al Estado que el curso
propone: la mirada histórica o genealógica que conduce del Estado antiguo al moderno, y
el foco analítico en el Estado del presente o Estado contemporáneo. Armados con estas
ideas básicas, echamos una primera mirada al Estado en América Latina, pasando revista de
las principales ideas que las Ciencias Sociales de nuestra región han producido respecto de
su historia y de su presente. Finalmente, presentamos el Plan de Trabajo para el resto del
curso.

Referencias

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difusión del nacionalismo; México, Fondo de Cultura Económica.
Baudet, Thierry (2012): The Significance of Borders; Universitet Leiden.
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moderna. El modelo iusnaturalista y el modelo hegeliano-marxiano [1979]; México, Fondo de
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problemas conceptuales. Una perspectiva latinoamericana con referencias a países
poscomunistas”; en Desarrollo Económico, 33: 130; Buenos Aires.
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Weber, Max (1977): Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva [1922];
México, Fondo de Cultura Económica.

29
2
Sobre los orígenes del Estado

2.0. Resumen

En esta parte, luego de abordar el asunto de las formas del poder social,
estudiaremos cómo los tipos de organizaciones que llamamos “Estado” son el resultado
contingente pero no arbitrario de la historia. Veremos que, en muchos aspectos, las formas y
dinámicas de la organización estatal provienen de combinaciones azarosas de factores tales
como la geografía, el clima, la demografía o las prácticas culturales. Pero el modo en que
cristalizaron estas organizaciones tiene poco de azaroso. Fueron las formas que resolvieron
mejor sus problemas de poder social. Visitaremos los más antiguos antecedentes de estas
organizaciones y nos concentraremos en las que marcaron más claramente las formas
futuras del Estado, para tratar de derivar elementos útiles en la comprensión de los
problemas del Estado contemporáneo. Además de satisfacer la curiosidad, la Historia nos
será útil para entender que una sucesión de eventos y procesos, de la que hoy vemos el
final, podría haber tomado eventualmente otro camino. Por supuesto que esos caminos
alternativos son objeto de la ficción; pero vistos desde el presente, esos caminos se
están jugando en las relaciones económicas, políticas y sociales presentes. Por las
características de estas relaciones, el modo en que el Estado resuelve los problemas de
hoy tiene inercia, o poder de condicionar -sin necesariamente determinar- lo que
ocurrirá en el futuro. La Historia, entonces, es un importante instrumento de
comprensión del presente.

2.1. La naturaleza del “Estado”

Un famoso antropólogo político francés, Pierre Clastres, especializado en sociedades


de América del Sur que no estaban organizadas en sistemas estatales o protoestatales, lanzó
en la década de 1970 un serio desafío intelectual a la investigación de las Ciencias Sociales de
su época. El hecho de que algunas sociedades primitivas fuesen “sociedades sin Estado”, es
decir que careciesen de una organización política institucional del tipo del Estado moderno,
¿las convertía en sociedades no del todo evolucionadas, o incluso “incompletas”, como era
30
costumbre entenderlo entre los investigadores europeos de la época? Clastres sostenía que
esta visión estaba anclada en el evolucionismo etnocéntrico de las ciencias occidentales. Las
tribus que eran objeto de su estudio obtenían equilibrios de bienestar material sin necesidad
del instrumento “Estado”, como de otros instrumentos asociados a la civilización en sentido
europeo o asiático: no tenían divisiones estrictas del trabajo, porque el trabajo no ocupaba
un lugar tan central en sus vidas; no tenían escritura, porque no precisaban desarrollar formas
tan complejas de codificación simbólica; ni tenían mercado porque no había excedente.
El desafío, como otros notaron, podía leerse también al revés: ¿qué llevó a tantas
sociedades a desarrollar formas estatales; y a las sociedades que desarrollaron formas
estatales a transformarse en dominantes? La respuesta que ensayaremos en este curso es: la
necesidad, luego la emulación. En un ambicioso estudio de historia comparativa, el sociólogo
británico Michael Mann propuso un modo de entender esta “genética” del Estado, o trama
esencial de las organizaciones estatales modernas (Mann, 1997 y 1998). En su formulación
más clásica (1986), Mann propuso definir a las sociedades humanas como conjuntos de redes
organizacionales que generan poder “socioespacial” -poder sobre personas y lugares- a partir
de múltiples fuentes derivadas de la interacción social o de las relaciones sociales.
Mann afirmaba que las fuentes más importantes de poder de las organizaciones
humanas pueden encontrarse en cuatro tipos de relaciones: ideológicas, económicas,
militares y políticas (Mann, 1997: p. 22 y ss.). El poder ideológico deriva del hecho de que los
seres humanos atribuimos significado a las cosas usando relaciones entre ideas y símbolos, y
que ese significado se cristaliza en forma de normas y rituales con efectos de autoridad. El
poder económico deriva de las prácticas que las organizaciones desarrollan para satisfacer
necesidades materiales extrayendo, transformando (o produciendo), distribuyendo (o
intercambiando) y consumiendo objetos escasos. El poder militar deriva de la capacidad
coercitiva que tienen los instrumentos de violencia que los individuos y organizaciones usan
para su defensa y agresión física. El poder político, finalmente, deriva del conjunto de
regulaciones centralizadas y territoriales por las que las organizaciones humanes crean,
atribuyen y distribuyen liderazgo y autoridad.
La ambiciosa empresa de Mann tiene un carácter epistemológico marcadamente
diferente al que se deriva de muchos los grandes clásicos de las Ciencias Sociales, de buscar
racionalidades únicas o determinantes en las diferentes sociedades, o en las diferentes fases
de su historia. Si las sociedades son el resultado del entrecruzamiento de varias formas

31
organizacionales de poder, la forma más apropiada de entenderlas es comprendiendo, a
través de su historia empírica, sus distintos niveles de hibridación (mezcla) y contingencia
(azar).
En efecto, esas cuatro fuentes relacionales de poder, según Mann, no son “facetas” o
“dimensiones” de la sociedad, son tipos ideales -descripciones estilizadas- de relaciones
diferentes entre sí. Tampoco son necesariamente naturales, sino que se presentan como
frecuentemente efectivas, entre todas las relaciones de cooperación y conflicto que
establecen los seres humanos. Por eso, en estas relaciones, sus combinaciones y sus
institucionalizaciones (su transformación en prácticas reiteradas y reglas), se encuentran los
principales medios a través de los cuales las organizaciones humanas resuelven,
incrementalmente y por espacios de tiempos más prolongados, problemas concretos de
organización y control de personas, materiales o territorios.
Los Estados modernos, según Mann, son modos de cristalización de estas cuatro
fuentes de poder social dominante. Desde los siglos XVIII y XIX esa cristalización puede verse
en los modos centralizados de poder que despliegan los Estados. El poder estatal se ejerce
como poder infraestructural, coordinando la vida social a través de la infraestructura de un
Estado central que penetra radialmente grupos sociales y territorios, con efectos más o
menos despóticos, más o menos distributivos, más o menos legítimos (Mann, 1998: 59-61).
La efectividad del poder infraestructural del Estado moderno deviene del éxito en la
generación y difusión de poder a través del nacionalismo secular, el capitalismo imperialista,
el militarismo geopolítico y los regímenes eficaces de representación política (Mann, 1998:
723-726).
En este curso tomaremos, explicaremos el surgimiento y desarrollo del Estado con la
ayuda del modelo de Michael Mann. La perspectiva nos muestra la lógica de aparición y
desarrollo del Estado como la de un instrumento útil para obtener resultados humanos, que
surge de un modo específico en que se produjo la combinación de las relaciones de
cooperación y de conflicto entre los humanos. El Estado, desde este punto de vista, tiene un
carácter contingente -las fuentes de poder pudieron cristalizar combinaciones diferentes-
pero no arbitrario -cristalizaron del modo en que lo hicieron por razones empíricas. El Estado
es el epifenómeno de procesos complejos que se combinan azarosamente, y al mismo tiempo
las lógicas de combinación distan mucho de ser irracionales.

32
La historia y la antropología de los últimos años, con información multiplicada por los
instrumentos nuevos de la genética aplicada a la paleontología y la arqueología, han
producido hallazgos cuyas consecuencias coinciden bien con los principios explicativos
propuestos por Michael Mann. Hoy sabemos, por ejemplo, que los humanos no son una
especie distintiva que se abre de todas las demás, en el tronco genealógico de la vida terrestre,
para evolucionar lentamente hasta el presente, como se pensó durante mucho tiempo.
Durante unos cinco millones de años, al parecer, en el planeta coexistieron varias especies de
homínidos en relación de convivencia -incluyendo hibridación- y conflicto (Wood, 2005). Los
humanos dominantes en la actualidad (homo sapiens, en el último millón de años) serían el
resultado del éxito de algunas de ellas, en combinaciones de ubicuidad geográfica y capacidad
de adaptación biológica (Antón, Potts y Aiello, 2014). Los “homínidos contemporáneos” no
serían, en este sentido, el fruto de una evolución lineal, sino de un accidente evolutivo: el
producto contingente de avances cognitivos, innovación tecnológica y sobrevivencia al
cambio climático, con las capacidades de simbolización -lo único realmente distintivo- y
cooperación como los umbrales que probablemente potenciaron todo lo anterior (Tattersall,
2012).
En efecto, si bien no sabemos por qué los humanos cooperan, la ciencia
contemporánea está permitiendo aislar las variables que diferencian nuestros modelos de
cooperación de los de otras especies. Asuntos como la habilidad de anticipar los
pensamientos de otro, la monogamia o las estrategias “colectivistas” de refugio y crianza, la
capacidad de empatía o el altruismo, la moralidad compleja que reside en la reputación y el
castigo; pueden ser vistas como innovaciones actitudinales u organizacionales temporarias
que se transforman en comunes o incluso dominantes, en determinadas circunstancias (Rand
y Nowak, 2013; Tomasello, 2014). Asimismo, el avance de los abordajes multidisciplinarios
sobre el cambio climático contemporáneo muestra que las épocas de transformación
sociopolítica más importante podrían haber coincidido con las grandes etapas ambientales
del planeta, y podrían haber tenido características de épocas globales de cambio ambiental y
político (Zhang y otros, 2007; Prentice, 2009).
No sabemos cómo fue, pero la evidencia permite imaginar el camino que llevó de la
resolución de problemas sociales y ambientales a las formas complejas de organización del
poder como el Estado, de un modo parecido: el origen de las estrategias puntuales parece
contingente y el cambio no es lineal; pero la especialización es selectiva, una vez que la

33
estrategia mostró resultados útiles. Podemos encontrar estos procesos en la evidencia
histórica sobre todas las formas antiguas de organización política y sobre su cambio o
evolución en el tiempo.
Las formas organizacionales que denotan combinaciones de las fuentes de poder
social más antiguas de las que hay evidencia aparecieron hace unos cinco mil años en el Viejo
Mundo, entre el Mar Mediterráneo y las llanuras de Asia Oriental. Se encontraban en la
Mesopotamia, el valle del Nilo, el litoral del Mar Egeo, los valles del Indo y el Ganges, y el valle
del Río Amarillo. Y si seguimos las costumbres cronológicas de las ciencias históricas, al fin del
Mundo Antiguo (hace unos mil quinientos años) había organizaciones estatales clave que ya
tuvieron relación histórica con los Estados hoy contemporáneos: el Imperio Chino en Asia
Oriental, el Imperio Romano alrededor del Mar Mediterráneo, el Imperio Abasida entre
Arabia y la Mesopotamia, y los Imperios Maurya y Gupta en la India.
En este curso no presentaremos una historia sistemática de estas experiencias, ni un
análisis exhaustivo de sus relaciones con el Estado moderno, pero sí usaremos una
aproximación sintética a ellas para mostrar cómo algunos de esos procesos genéticos
antiguos, contingentes pero no arbitrarios, son claves para las redes de poder organizacional
que constituyen a los Estados modernos.

Cronología de los Estados Antiguos


2000+ AC 1000 AC 0 AC - 0 DC 500 DC 1500 DC
Asia Sumeria y Akad Babilonia y Imperio Persa Imperios Imperio
Occidental Asiria Árabes Otomano
África Egipto Egipto Egipto e Imperio Imperio
Septentrional Imperio Romano e Otomano
Romano Imperios
Árabes
Asia Oriental Reinos Chinos Imperio Chino Imperio Chino Imperio Chino Imperio Chino
e Imperio
Mongol
Asia Civilización del Imperio Maurya Imperio Gupta Imperio Gupta Imperio Mogol
Meridional Indo
Europa Ciudades Ciudades Imperio Imperio Estados
Griegas Griegas y Romano Romano cristianos e
Mediterráneas Imperio
Romano de
Oriente
América Imperio Maya Imperios
Azteca y
Quechua

34
En todo nuestro curso haremos referencias a muchos lugares del mundo y a muchos
procesos políticos y sociales que tienen lugar en muchas épocas diferentes, sobre los que no
podemos profundizar por razones de espacio y tiempo. Pero vale la pena hacerlo, usando los
recursos de la Red, para lo que se sugieren algunas recomendaciones.

EN LOS MAPAS
Un Atlas histórico completo y digitalizado del mundo se puede consultar online de modo directo y gratuito
en (https://archive.org/details/WorldAtlasHistory). La Biblioteca Perry-Castañeda de la Universidad de Texas
en Austin (EE.UU.) tiene un sitio de acceso libre para su importante colección de mapas
(http://www.lib.utexas.edu/maps/). La Colección David Rumsey de mapas antiguos y modernos también
(http://www.davidrumsey.com/). Y en el sitio (http://www.atlasofworldhistory.com/) hay un mapa del Viejo
Mundo (Eurasia y África) con una cronología interactiva. En todos estos sitios, sin embargo, la información se
encuentra en idioma inglés. En el sitio de GeaCron (http://geacron.com/home-es/?lang=es) el mapa
interactivo del mundo que admite búsquedas por lugar y fechas de la historia, puede consultarse
íntegramente en castellano.

EN LA WIKIPEDIA
La Wikipedia (https://www.wikipedia.org/) es una Enciclopedia cooperativa, es decir que se va completando
a medida en que las personas deciden participar creando, completando o corrigiendo artículos
(https://es.wikipedia.org/wiki/Wikipedia:Bienvenidos). Por tal razón, a veces los artículos son confiables y
completos; y otras veces son limitados y sesgados por los intereses de quienes los escribieron. Es la razón por
la cual no se usa Wikipedia como fuente en instancias académicas, pero sirve como orientación para tener
una primera aproximación o saber un poco más sobre temas muy variados. Se puede entrar al menú de
búsqueda directamente en castellano (eligiendo ES en el cuadro de búsqueda). Pero, por su mayor cobertura
y diversidad, lo más apropiado es usar el menú en inglés (eligiendo EN en el cuadro de búsqueda) y pasar al
castellano cuando la opción “Español” está disponible en la columna de idiomas citados a la izquierda de cada
página.

2.2. ¿Los primeros Estados?

La organización política más antigua de que hay rastros arqueológicos e


historiográficos más o menos consistentes es la desarrollada por Sumeria (Wise Bauer, 2008:
pp. 25-45), una civilización que ocupó los valles inferiores de los ríos Idiglat y Urudu (para los
griegos, Tigris y Éufrates), región llamada “Mesopotamia” por su ubicación entre ríos,
coincidente con el actual Irak, desde aproximadamente 5.000 años antes de Cristo (en

35
adelante “AC”). Las hipótesis más corrientes entre los historiadores indican que el desarrollo
de Sumeria coincide con la onda de cambio climático y crecimiento de la temperatura que se
produjo en nuestro planeta hace unos 8.000 años (desde 6.000 AC), la que se habría
combinado con la difusión de técnicas agrícolas y el aumento de la presión demográfica visible
en varias partes del planeta. En Mesopotamia, la mayor temperatura produjo un efecto de
inundaciones y sequías que habría obligado a desarrollar estrategias organizacionales de riego
y distribución de alimentos, mientras que la aparición de pueblos potencialmente
competidores por el territorio podría haber hecho necesaria una organización defensiva más
compleja.
Las historias de los primeros reyes de Sumer (provenientes de relatos semimíticos
encontrados en tablillas de barro grabadas y coincidentes con partes del Génesis en la Biblia
Cristiana y otras fuentes) ilustran estos procesos de adaptación ambiental y complejización
política. La diosa del amor y la guerra, Inanna (posteriormente conocida como Ishtar), debía
elegir entre brindarle sus favores a los agricultores (a los que prefería) y a los pastores (a los
que necesitaba), decidiendo -por el bien de su ciudad, Eridu- compartir estratégicamente su
lecho con ambos (Wise Bauer, 2008: pp. 31-32). El Diluvio Universal y el Arca de Noé
provienen de las mismas tradiciones, según las cuales los dioses buenos avisan a los hombres
de los designios de los dioses malos (el peligro de inundación) con tiempo suficiente para
tomar recaudos que permitiesen reconstruir las ciudades arrastradas por el agua. Aunque el
diluvio no fue seguramente universal (al menos no hay evidencias de una inundación global),
quizá es una referencia a los cataclismos climáticos de los cuales surge la etapa geológica y
climática contemporánea de nuestro planeta. Hay razones arqueológicas, al parecer, para
suponer que grandes diluvios contemporáneos se produjeron hacia el 10.000 AC, hacia el
7.000 AC, y uno de carácter regional casi destruyó a la civilización mesopotámica hacia el
2.800 AC.
Como sea, los sumerios se recuperaron del diluvio mudando su capital hacia el norte,
a un lugar llamado Kish, fundaron muchas ciudades más y aprendieron a controlar a los ríos,
con organización político-social y renovada fe en sus dioses. Las nuevas ciudades tenían una
“burocracia” compleja que proveía santuario, lugar de comercio y plegaria a sus habitantes y
a los pueblos campesinos y vecinos, y pedía a cambio impuestos y obediencia política y
religiosa. Probablemente la creciente complejidad e importancia de estas “instituciones” (en
el sentido de las ciencias sociales: prácticas repetidas que adquieren inercia y poder

36
reglamentario) y la competencia entre ciudades contribuyó a que los reyes sumerios se
deslizaran progresivamente hacia formas hereditarias de transmisión del poder político, y
formas cerradas de reclutar y controlar a las burocracias reales de las ciudades. Lo sabemos
porque las tablillas cuentan que el undécimo rey de Kish luego del diluvio, Etana, tiene una
espantosa vergüenza: su ciudad sufrirá porque no puede darle un heredero. Los dioses se
compadecen y lo llevan al cielo en el lomo de un águila, del que baja fecundo y produce al
futuro rey Balih (Wise Bauer, 2008: pp. 43-44).
Pero Kish era, como las demás ciudades sumerias, lo que llamaríamos hoy una ciudad-
Estado con un régimen político poliárquico, es decir un Estado con control territorial local
(sólo del ámbito urbano y sus adyacencias inmediatas), administrado por un gobierno
formado por un conjunto de poderes políticos no completamente centralizados ni
concentrados. Las ciudades sumerias parecen haber sido gobernadas por equilibrios
delicados entre reyes locales, pequeñas burocracias profesionales, consejos de ancianos,
asambleas de jóvenes y sacerdotes. Sólo hacia 2300 AC Sargón, un mayordomo semita
(miembro de la principal minoría étnica subordinada a los sumerios) del rey de Kish, que
encabeza el ejército de su jefe derrotado por una ciudad vecina, desarrolló un poderío militar
superior que acabó con el equilibrio entre ciudades sumerias y las gobernó centralizadamente
desde Agadé o Akkad. Los historiadores le atribuyen a Sargón el haber creado una supra-
burocracia de administradores “imperiales” sobre la burocracia local de las ciudades sumerias,
y de haber permitido la representación de los reyes de las ciudades dominadas en la corte
central de su reino.
Sumeria produce, finalmente, las primeras leyes escritas -en sentido estricto, la más
antigua codificación sistemática disponible sobre un abanico amplio de reglas de convivencia.
Hacia 1800 AC Hammurabi de Babilonia, rey de una ciudad menos antigua que Kish, Uruk o
Akkad, poblada por migrantes nómades nuevos en Sumeria, se erige como nuevo poder
militar dominante en la región por cerca de un siglo. Sus leyes sirven aparentemente para
homogeneizar el control político estandarizando la administración de justicia, un antecedente
inequívoco de formas modernas de ciudadanía. Imponían penas por delitos tales como robar,
ayudar a escapar a un esclavo, secuestrar a una persona, diseñar mal una casa o evadir los
impuestos; regulaba los matrimonios, las herencias, los actos de solidaridad y los agravios
personales (Wise Bauer, 2008: 216). La muerte de Hammurabi, sin embargo, parece haber
sido también el fin de la aplicación de su código.

37
Mientras tanto (en sentido estricto), en el Antiguo Egipto en donde se produce el
intento histórico más consistente de crear un sistema de gobierno vertical y centralizado, un
“Imperio”. La palabra Imperio deriva de la palabra que se usaba para designar a los poderes
con que el Senado Romano otorgaba a sus magistrados: el imperium. Cuando Octavio, sobrino
y heredero, traidor o vengador de Julio César, es nombrado magistrado perpetuo y toma, para
aumentar su prestigio, el nombre de “Augusto”, el Senado le otorga poderes imperiales,
instrumentos de gobierno extraordinarios que luego se transformarán en característicos de
la dictadura hereditaria en la que se transforma Roma. “Imperio”, en el uso historiográfico
posterior, denota una organización política que ejerce el control del múltiples territorios y
grupos humanos, y a nosotros nos interesa porque para conseguir esto los Imperios fueron
precursores en el desarrollo y el refinamiento de las burocracias de gobierno.
En la etapa climática previa a la actual, que se habría abierto en el planeta hace poco
más de cien siglos, hacia el final de la última Glaciación, el actual Desierto del Sahara era
probablemente una región húmeda mucho más habitable, y el Valle del Nilo parece haber
sido un largo pantano. Los cambios que secaron la Mesopotamia hicieron lo propio con el
Sahara, y pueden haber obligado a los pueblos de la región a refugiarse progresivamente en
el Valle del Nilo. Unos 3.000 años antes de Cristo los reinos del Valle se unen y el semimítico
faraón Narmer crea una capital intermedia para Egipto, Menfis. Al igual que en Sumeria, a
Narmer se le acreditan, además de fundar la Primera Dinastía de reyes egipcios, las primeras
“obras públicas” que regulan el flujo del río para prevenir las inundaciones y preservar el
efecto fertilizador de las crecidas.
Pero a diferencia del relativo pluralismo político que caracterizaba a Sumeria, la
Primera Dinastía es hereditaria y centralizada; controla las ceremonias religiosas y tiene
almacenes públicos de alimentos; y parece haber necesitado cobrar suntuosos impuestos
para sostener estas actividades. El poder real es tan grande que puede mover miles de
personas en obras de gran envergadura que requirieron años de trabajo, una señal inequívoca
de poder infraestructural. Emparentado con la importancia religiosa que el Más Allá tenía
para los egipcios, el poder se reflejaba en los funerales reales, cuando los faraones eran
enterrados con decenas de funcionarios, sirvientes y soldados en las Ciudades de los Muertos
(primero Abidos, luego Saqqara, finalmente Giza). La Tercera Dinastía (desde el 2.700 AC)
necesita para esto un sustancial un tesoro y una hacienda pública, gobernadores para las

38
secciones del territorio del Valle, y funcionarios especializados en aplicar protocolos y
mantener registros de las actividades de gobierno: los escribas.
Las líneas de continuidad política relativa de Babilonia y Egipto terminan,
eventualmente. Babilonia cae bajo la dominación de los Egipcios y los Hititas, un pueblo de
Asia Menor (la actual Turquía) entre 1800 y 1500 AC, luego entra en asociación con el último
imperio notable de la Mesopotamia septentrional, con centro en Assur y luego Nínive, y
conocido como Imperio Asirio, desde los años 1300 AC. El Imperio Asirio o Asirio-Babilónico
llega a su apogeo hacia el siglo VIII AC y tiene, entre otras cosas, el privilegio de haber creado
la primera biblioteca o registro de información burocrática estatal en Nínive, bajo un rey
llamado Asurbanipal entre los años 650 y 620 AC. En los mismos años Babilonia, bajo un rey
conocido como Nabucodonosor, obtiene su último apogeo y se transforma en una ciudad
fascinante para sus contemporáneos por tamaño y diversidad étnica, en la que quizás se
hallaron los míticos Jardines Colgantes o la bíblica Torre de Babel, leyendas que sólo pudieron
asociarse a una gran sofisticación política y organizacional.
Babilonia (y luego de ella toda la Mesopotamia) caen en la guerra contra el expansivo
Ciro, Emperador de Persia (al oeste del actual Irán), en 539 AC. El Imperio de los Persas, por
su parte, es vencido por el macedonio Alejandro Magno en 331AC, cuya organización militar
era poderosísima, pero cuya construcción política no será muy duradera. Los restos orientales
de su Imperio volverán a manos de Persia, y los restos occidentales caerán, junto con toda
Grecia, en manos de Roma. Egipto sufrirá reveses militares cada vez más comprometedores,
hasta caer también en manos de Alejandro Magno, y luego de Roma.
Egipto y la Mesopotamia no son los únicos submundos del Mundo Antiguo en el Viejo
Continente con experiencias organizacionales estatales que logran estabilidad territorial y
temporal. Dejando de lado experiencias geográficamente más limitadas o temporalmente
más inestables, emergen claramente los Estados creados por las civilizaciones de Persia y de
la India.
En las regiones que hoy llamamos India sabemos que hubo de una civilización muy
antigua que no dejó rastros escritos. En épocas contemporáneas a las ciudades de Kish, en
Mesopotamia, o Menfis, en Egipto, en el valle del río Indo se desplegaron ciudades de adobe
desde 3.000 años AC, que la mitología atribuyó a un rey, Manú, cuyo liderazgo permitió
escapar de los diluvios. La región del Indo y del alto Ganges fue invadida por pueblos
provenientes del Oeste unos 1.500 años AC, con lenguas emparentadas con las de los pueblos

39
que se asentaron en Europa, razón por la cual se los suele conocer como “indoeuropeos”. Los
pueblos originarios y los invasores se disputaron las llanuras de la India por varios siglos hasta
que, unos 1.000 años AC, luego de épicas guerras narradas por los poemas mitológicos
conocidos como Mahabharata (o la gran guerra de Bharat, siendo “Bharat” la base del
nombre indio moderno de la India), los invasores parecen establecer una combinación de
hegemonía político-militar y asimilación cultural.
En el mundo resultante, los reinos o mahajanapadas (grandes tribus con tierras)
convivían con las gana sanghas (alianzas de tribus menores). Los Mahajanapadas se
caracterizaron por una estricta división interna entre ksatrias (guerreros), brahamanes
(sacerdotes), vaishias (“comunes”) y sudra (esclavos y sirvientes), pero con la peculiaridad de
que -a diferencia de la mayoría de los pueblos antiguos- los sacerdotes retuvieron la primacía
relativa, en un equilibrio “institucional” de castas (de jati, o “nacimiento”) que marcaría
fuertemente el futuro de la región. Los brahamanes controlaban los ritos centrales -
nacimientos, sacrificios, matrimonios y funerales- y podían conferir el poder real al ksatria de
su elección, pero nadie que no naciera brahamán podía transformarse en sacerdote (Wise
Bauer, 2008: 555-556). Quizá como consecuencia de semejante arquitectura política y
cultural, las utopías de reforma social provinieron de líderes que hablaban de
desprendimiento material y de igualdad social. El más conocido fue Siddhartha (sidarta)
Gautama, luego Buda (“iluminado” por el nirvana, o conocimiento de la verdad), un príncipe
de una gana sangha que vivió entre 563 y 483 AC. Su proclamación de que los humanos
podían renacer en castas diferentes en cada ciclo de vida terrenal, y de que alcanzaban su
máxima calidad por sí solos mediante la virtud y el ascetismo, era un doble e incómodo
desafío político a ksatrias y brahamanes.
El primer reino que extiende su control político por desde el norte hacia el sur de la
India (donde habitaban pueblos de lenguas diferentes) es Magadha, y por el nombre de su
rey conquistador, Chandragupta Maurya, es conocido por los historiadores como Imperio
Maurya. Asoka, el nieto del conquistador, llevó el Impero a su extensión más importante, pero
en el auge de su poder se convirtió al budismo, lo erigió en religión estatal, y proclamó como
su fin político el dhamma o darma (la virtud), que permitiría unificar a los pueblos terrenales
y a todos los indios en “sus hijos”. Tras la muerte de Asoka (231 AC) el reino Maurya se
desmembró rápidamente, dando fin a uno de los primeros intentos en la Antigüedad de

40
“gobernar por el bien”. La región de la India no generará otros Imperios abarcativos hasta el
Imperio Gupta, entre los siglos II y V DC.
El Imperio Persa fue un poco más eficiente en el desarrollo de las fuentes de poder de
las que derivará el modo “Estado”. Hacia mediados del primer milenio AC, en las llanuras que
se encuentran pasando las tierras altas al este de la Mesopotamia, otro pueblo indoeuropeo
asentado en la región de Fars o Pars (en el centro sur del actual Irán), los “persas”, impone
gradualmente su control político de la región. Su salto a la fama histórica se produce cuando,
gracias a un cruce de familias y sangres, Ciro, un persa, accede en 559 AC al trono más
importante de la región, llamada Media, y conquista militarmente a los reinos de la
Mesopotamia y Asia Menor. El Imperio de Ciro se extendió desde el Mar Egeo, por Palestina
y la Mesopotamia, hasta la India. Ciro parece haber tenido una inusual capacidad u
oportunidad para crear una organización política que contuvo grupos culturales diferentes,
algo que fascinó tanto a los contemporáneos como a sus rivales occidentales, los griegos y
romanos.
El Imperio Persa cayó en manos del conquistador macedonio Alejandro Magno, fue
administrado por un siglo por descendientes de sus generales, pero renació hacia el siglo II
DC como vecino rival del Imperio Romano. El líder de este “renacimiento”, Ardashir, llevaba
el título de shah (rey) y fundó una dinastía que lleva el nombre de Sasan, razón por la cual es
habitualmente referida como Imperio Sasánida. El Imperio Sasánida fue por siglos el rival del
Imperio Romano de Oriente y un Estado en contacto comercial entre Europa, la India y China.
Será absorbido por las invasiones árabes hacia el siglo VII DC, pero su sucesor territorial se
transformará en una de las unidades políticas centrales del mundo islámico.
Pero dos Imperios en particular, menos antiguos que los Egipcios o los Mesopotámicos,
y en cierta medida más recientes incluso que los Persas y los Indios, desarrollaron
experiencias organizacionales cuyos impactos tuvieron amplia inercia histórica, quizá hasta el
presente del Estado (aunque no tan linealmente como las mitologías nacionalistas europeas
o asiáticas a veces proponen): China y Roma.

2.4. China ¿el Estado continuo más antiguo?

Ninguna de las experiencias organizacionales que hoy vemos como antecedentes


antiguos del Estado tuvieron continuidad hasta el presente, aunque las áreas geográfico-

41
culturales en donde se desarrollaran hayan permanecido vinculadas a sus tradiciones o -lo
que es más común- que experiencias organizacionales recientes se reclamen herederas
simbólicas o concretas de aquellas. El caso más claro de esto último es el Estado de la China
contemporánea, que se reclama continuación de organizaciones muy antiguas del área
geográfica de Asia Oriental. “China”, derivada de Zhong Huo (jong huó1 con la “j” pronunciada
como en inglés, francés o portugués), “reino del centro” o “reino del medio” es una palabra
de referencia político-geográfica al área que se hace “étnica” mucho más tarde, aunque los
pueblos que forman China admiten una gran diversidad de orígenes étnicos.
En el Valle del Río Huang He o “Río Amarillo”, hacia el extremo oriental del Viejo
Continente, un conjunto de territorios que comparten rasgos culturales se reconocen
tributarios de una dinastía de reyes épicos a los que se atribuye haber gobernado los reinos
del valle entre 2.900 y 2.600 AC inventaron la matemática (Fu Xi), la agricultura (Shen Nong)
y la brújula (Huang Di). La historiografía china antigua argumenta que los reyes subsiguientes
no preservarían la tradición de ser sucedidos por sus hijos, sino que eligirían a sus sucesores
por sus virtudes. La primera dinastía china, la de los Xia (siá, hacia 2.200 AC), se vería obligada
a justificar la sucesión de la autoridad por la sabiduría del elegido, y los Reyes Sabios que la
caracterizaron “ordenaron el mundo”, empezando por regular las crecidas del Río Amarillo.
Es probable que esta historia mitológica refleje asuntos importantes para la historia
china posterior -usamos frecuentemente los mitos para reescribir la historia o para justificar
el presente. La dinastía Xia parece haber sufrido una sucesión de ciclos traumáticos en donde
descendientes despóticos de un rey virtuoso son derrocados por rebeliones que imponen a
jefes militares usurpadores, los que a su vez son derrotados por líderes sabios que surgen de
campesinos comunes y restablecen el reino de la virtud. Uno de estos ciclos acaba con la
propia dinastía Xia en 1766 AC, dando lugar a la intervención regeneradora del emperador
Tang, que funda la dinastía de los Shang.
Los últimos Shang gobiernan ya en tiempos “históricos” (por las referencias escritas
disponibles); hay rastros de su última capital, Yin (cerca de la actual Anyang, en la provincia

1
El chino es un idioma en dos ramas principales (mandarín en el centro y norte, cantonés en el sur; cuya
relación es algo así como la que hay entre el castellano y el portugués o el catalán), cuyas formas escritas no
son silábicas (letras en combinaciones que replican sonidos). Los caracteres hacen referencia a palabras cuyos
sonidos con conocidos por el que habla. De modo que el cambio idiomático se refleja en combinaciones
complejas de signos antiguos. Aquí uso la forma estándar de chino mandarín a castellano, y agrego (cuando no
es evidente) el modo en que la fonética indica cómo se pronunciaría en castellano.

42
de Henan); y sus tumbas requieren obras de excavación complejas y están acompañadas de
innumerables cuerpos, probablemente sacrificados para la ocasión funeraria, ambas señales
bastante seguras de poder político y organizacional. No lo suficiente, sin embargo, como para
ejercer poder directo sobre todo el territorio nominalmente controlado, como en el caso de
Egipto. Los Shang parecen haber tenido que convivir en relaciones de cooperación y conflicto
con poderes territoriales efectivos, lo suficiente como para tener que cambiar de sitio la
capital cada un tiempo, o como para que el emperador Wu Ting, hacia el 1200 AD, tuviese
que romper el silencio al que asociaba el éxito de su gobierno, y se viese obligado a recordar
a sus súbditos la importancia de la virtud (Wise Bauer, 2008: 311-313).
La dinastía Shang cae, según la historiografía clásica de China, por el final catastrófico
de un nuevo ciclo de pérdida de la virtud y aumento de la crueldad del último emperador
Shang, llamado Chou. El reino vecino del Oeste, Zhou (jóu con la “j” pronunciada como en
inglés, francés o portugués), disputa exitosamente el trono en 1087 AC, dando inicio a una
época en que el poder relativo del emperador parece haber ido de altibajos a pérdidas, al
punto de transformarse hacia mediados del primer milenio AC en uno más entre varios
“reinos combatientes”. A pesar de ello (o como consecuencia), hay evidencia de una extensa
red de relaciones de autoridad, entre consensuadas e impuestas, que llevaban del Emperador
al último noble local, y que se actualizaban mediante la práctica del intercambio regular de
regalos y la oferta de sacrificios.
Los “regalos”, a diferencia de los impuestos que pagaban las clases subordinadas
chinas o los tributos que se pagarían entre sí los futuros señores feudales europeos, ponían
en acto la riqueza del obsequiador y la importancia relativa del obsequiado -una forma de
relación político-institucional (Mauss, 1924; Aafke, 2005) que, quizá por la proyección cultural
china, caracterizará hacia el futuro a muchas formas organizacionales, en especial las de Asia
oriental. Durante el reinado del Emperador Mu, hacia el principio del primer milenio AC, los
“sacrificios” eran formas de respetar el poder político haciendo probablemente ofrendas
religiosas. Los dependientes políticos director del Emperador debían sacrificios diarios, los
vecinos sacrificios mensuales, los dependientes alejados sacrificios estacionales, y los
nominalmente dependientes sólo una vez al año o ante un cambio de Emperador (Wise Bauer,
2008: 358-359).
La evolución histórica de la dinastía Zhou sufrió un doble efecto de expansión
territorial y progresiva pérdida de poder “terrenal” o efectivo del emperador, o su

43
transformación en figura ceremonial. Esto, por un lado, mostró el éxito relativo de la
civilización del Bajo Río Amarillo, hoy llamada “china”, en imponer sus símbolos y artefactos
culturales en una zona de influencia de creciente tamaño que se parece cada vez a la China
contemporánea, aguas arriba del Huang He y hacia el otro gran río de la región, el Yang Tse.
Al mismo tiempo, los poderes militares y económicos del emperador quedaron limitados a su
reino, Zhou, mientras que el resto del territorio están en manos de los reyes respectivos, de
un modo parecido al poder nominal de los reyes y papas sobre los señores feudales de la
Europa posterior.
En el siglo VI AC, mientras el emperador persa Ciro marchaba hacia Babilonia y los
atenienses comienzan a experimentar con su organización política (ver más abajo), los reinos
chinos entraron en guerra unos con otros por la apropiación de los atributos imperiales de los
Zhou, alineados con éste último o con su principal competidor sureño, el reino de Chu. En ese
contexto de crisis agravada hizo aparición el legendario consejero Kong Fu Zi (kun fu jí con la
“j” pronunciada como en inglés, francés o portugués), cuyo nombre los misioneros jesuitas
latinizaron como “Confucius”. Confucio fue un personaje suficientemente interesante desde
el punto de vista histórico, pero más lo fue por la prolífica y polémica tradición intelectual que
se reclamó su heredera después de Confucio, el “confucianismo”, en la cual dicen inspirarse,
justificarse o explicarse muchos de los modelos organizacionales de los futuros Estados de
Asia oriental, en particular de China, Japón y Corea.
La de Confucio fue esencialmente una vida trágica, que luego es recuperada como
estandarte político favorable a la unidad política, la preeminencia imperial y la veneración de
la tradición por generaciones futuras. Se desempeñaba como controlador o auditor de las
operaciones de los almacenes públicos de Lu, uno de los reinos de China Central. Al parecer,
su entusiasmo personal por los protocolos -en una época en que los protocolos eran saberes
ceremoniales transmitidos en formas de rituales religiosos- y por las tradiciones orales del
pasado -en una época en que eran la forma casi exclusiva de transmitir saberes- le habían
permitido ser promovido al rol de institutor del príncipe de Lu. Su punto más alto parece
haber sido el de consejero del rey de Lu para asuntos de justicia, justo cuando la guerra entre
los reinos se agravaba. Las enseñanzas de Confucio se basaban en relecturas idealizadas o
míticas de las tradiciones del pasado, de las cuales se derivaban críticas constructivas y
consejos sobre la vida individual y la organización política y social del presente y del futuro,
en forma de dichos, poemas y canciones.

44
La intransigente predilección de Confucio por el gobierno de la virtud, sin embargo, le
trajo aparejada una serie de dificultades importantes. Expulsado o autoexiliado de Lu, parece
haber recorrido China buscando líderes mejores, pero sufriendo recurrentes enfrentamientos
con sus empleadores y estratégicos bloqueos por parte de los cortesanos de cada reino
visitado. Vuelto a Lu, parece haber fallecido en 484 AC, el mismo año de la muerte del famoso
líder religioso indio Siddharta, luego llamado Buda. Discípulos y críticos compilaron sus dichos
y escritos, el más importante de los cuales fue Meng Tzu, “Mencio”. Una de sus
interpretaciones más llenas de consecuencias para la idea monárquica china fue que, a pesar
de que el mandato de los reyes es divino, el Cielo no se expresa directamente, sino a través
de la felicidad o infelicidad del pueblo (razonamiento que tampoco sirvió para ganar el afecto
de los empleadores de Mencio).
La guerra entre Reinos Combatientes llega a su fin cuando el reino más occidental, Qin,
se apropia de lo que queda de Zhou en 286 AC y reemplaza formalmente al último Emperador
por uno de la nueva dinastía. El nuevo poder alcanzó su apogeo con el rey Cheng, que
consigue imponer reconocimiento a todos los reinos y se hace rebautizar Shi (primer) Huang-
ti o Huangdi (Emperador), momento a partir del cual es probablemente posible hablar de
“China” como organización política con un Estado (Wise Bauer, 2008: 702-703). Una de las
principales medidas del fundador del Imperio Chino fue, al parecer, arrebatar control político
local a las familias nobles, trasladándolas a su nueva capital, Xian (si an); y reorganizar el
territorio en secciones bajo control de oficiales imperiales, uno civil y uno militar (con
prohibición explícita de que dichos funcionarios den empleo a sus familiares). La otra fue
unificar y potenciar las defensas contra los pueblos nómades del Norte, creando una Gran
Muralla.
A pesar de que la dinastía Qin no sobrevivió muchos años a Huangdi, en la siguiente
ronda de conflictos quedaría claro que el ganador era un continuador del rey Qin. Hacia
principios del siglo III AC un líder de origen campesino, Liu Pang (o Liu Bang), sale en defensa
de los reyes Qin e impone una dinastía nueva, los Han, cuyo nombre derivaba de la región en
donde había recibido tierras de los reyes Qin. Sobre esos infrecuentes factores políticos, el
origen humilde y la insistencia con el mérito, la dinastía Han sentó las bases del Estado
Imperial chino por cuatro siglos, coincidentes con el despliegue del Imperio Romano. “Han”
es, incluso, el modo en que se identifica contemporáneamente a los chinos como grupo
etnocultural.

45
Liu Bang, que adopta el nombre de Gaozu (caojú) o Emperador Gao, reordena el
modelo imperial de Huangdi con las enseñanzas de Confucio como literatura oficial; establece
acuerdos menos intransigentes con los poderes locales; y reemplaza la guerra en el Norte con
la estrategia (muy parecida a la romana) de absorber culturalmente a los vecinos. Los
sucesores de Gaozu entablan las primeras relaciones comerciales “globales” de China con los
reinos persas y macedonios de Occidente a través de la Ruta de la Seda en el Asia Central. La
segunda etapa de su dinastía, inaugurada por Guang Wudi (cuáng wudí) hacia 23 DC,
consolida el modelo burocrático confuciano del Imperio con la profesionalización de la
burocracia: la creación de escuelas de administración, la estandarización de cargos y el
sistema de exámenes de ingreso independiente al origen de sangre. También parece ser de
esta época la generalización de la práctica de admitir Eunucos (varones castrados) para tareas
especiales de la Corte, tales como acompañar las reinas y princesas o supervisar a las
concubinas -prácticas que en el futuro llevarán a la directa colisión con los funcionarios
confucianos.

2.5. Roma y el pasado de los Estados “Occidentales”

Por “Occidente” solemos entender la parte del mundo que se presenta como heredera
del área cultural europea, aunque los límites de esta última estén más vinculados con la
historia política reciente que con su historia antigua. Una visión más o menos amplia de esta
área cultural la muestra como el resultado de la formación y expansión de un conjunto
étnicamente heterogéneo de pueblos que desarrollaron sus civilizaciones alrededor del Mar
Mediterráneo desde hace unos 4.000 años y que cristalizaron, al otro lado de la Ruta de la
Seda, en el sistema político unificado del Imperio Romano.
Pero Roma, como experiencia organizacional, no tiene origen político sólo en la
historia empírica de la propia Roma. Los procesos de imitación y competencia que
caracterizan a los Estados modernos parecen haber sido una parte muy importante de las
estrategias adaptativas que explican la resiliencia política de los Estados en el mundo de la
Europa Mediterránea antigua. Roma fue, probablemente, la más estratégica y competente
de las ciudades-Estado del Mediterráneo, al punto de convertirlo en un “lago romano” desde
el punto de vista militar, y un área de intenso intercambio e hibridación, desde los puntos de
vista comercial y cultural.

46
Desde el punto de vista de las redes de poder que forman el Estado Romano, la historia
-que depende de la evidencia disponible- se remonta a las ciudades y reinos alrededor del
Mar Egeo que compartían rasgos culturales y políticos comunes, y que la historia suele llamar
“Grecia” o “Hélade”, por su nombre más antiguo. Los pueblos helénicos o griegos se
presentaban a sí mismos, a su vez, como descendientes de un conjunto de ciudades que se
habrían formado hace unos 4.000 años entre el centro y sur de la península griega, la más
importante de las cuales se llamaba Micenas. La mayoría de las leyendas e historias épicas
que llegaron hasta el presente gracias al interés que despertaron en los romanos, habrían
tenido lugar en épocas en que los micénicos luchaban por prevalecer políticamente en el área,
como la Ilíada y la Odisea.

2.5.1. Grecia

Las ciudades griegas (poléis) no eran aglomeraciones de edificaciones, en el sentido


moderno, sino territorios más o menos amplios poblados por campesinos de todos los
tamaños, con una zona central dedicada al comercio, los servicios y las actividades religiosas.
Con el tiempo esas áreas se rodearon además de pobladores “urbanos”, alcanzando unas
pocas decenas de miles de habitantes permanentes y pareciéndose a las futuras ciudades
medievales y modernas. La más importante especificidad de las ciudades -mediterráneas en
general y griegas en particular- era la sofisficación y resiliencia de formas e instancias de
autogobierno en las que participaba un número relativamente alto de pobladores.
Al igual que las ciudades sumerias, las ciudades griegas tenían poderes políticos y
religiosos concentrados en figuras monárquicas; pero a diferencia de las primeras, los griegos
parecen haber constituido cuerpos políticos cuyos miembros estaban (en buena parte de los
casos) en mayor proximidad de condiciones materiales, y en donde las asimetrías entre ricos
y pobres, libres y esclavos, parecen haber sido menos pronunciadas (Finley, 1983). Las
decisiones más importantes de una polis pasaban por alguna forma de filtro colectivo no
restringido a los consejos de ancianos y se plasmaban en códigos de reglas más o menos
estandarizadas; las relaciones de género mostraban asimetrías un poco menos pronunciadas;
la tradición obligaba a distribuir las herencias entre todos los hijos, atenuando la transmisión
de la desigualdad material; y las formas de religiosidad tenían una difusión y heterogeneidad
mayores, así como un estilo “participativo” simbolizado en el rol que cumplía el teatro. Esta

47
relativamente mayor proximidad social y política se reflejaba en formas de organización
militar más horizontales que las de otros lugares de la época, lo que parece haber redundado
en un notable poder defensivo. Cristalizaba, finalmente, en la noción de polites, miembro del
colectivo polis, o “ciudadanos” (según la palabra romana), un modo de identificar a los
hombres libres de la ciudad y reconocer su estatus y pertenencia que era marcadamente
“universal” para la época y el área cultural.
En Atenas, que puede no haber sido la ciudad más representativa de Grecia, pero era
muy relevante en la región, los asuntos políticos llevaron a diversas tensiones entre grupos
sociales desde el siglo V AC, lo cual parece haber contribuido a desarrollar lentamente, a lo
largo de varios siglos, una versión singular de esta organización política, considerada extrema
por los contemporáneos: la democracia. La ciudad puso por escrito sus leyes: las primeras,
compiladas por un consejero de nombre Dracón, fueron llamadas draconianas (y por la
cantidad de crímenes considerados punibles con la muerte, la palabra fue asociada a un alto
nivel de exigencia); y dejó el gobierno en manos de un conjunto de funcionarios electivos
(entre las clases altas) llamados arcontes. Más tarde, la ciudad dividió su territorio en
circunscripciones, generando formas de representación geográfica para la participación en
los consejos de ciudadanos (bulé) y en la asamblea “popular” (ekklesia) y obligando a los
“funcionarios” a ser elegidos como tales y someter muchas sus iniciativas a votaciones, no
sólo al bulé (algo entendido como lógico), sino a la ekklesia (algo entendido como exagerado).
Por el nombre de los distritos (demes) y su vulnerabilidad a la inflamación populista, el filósofo
Aristóteles, crítico de la experiencia, llamó a esta forma política “gobierno de los demes” o
“democracia”.
Las ciudades griegas, sin embargo, no deliberaban todo el tiempo de su suerte. Eran
casi todas ciudades-estado sin Estado, es decir que no tenían una organización burocrática
muy significativa ni estable. Los griegos parecen haber asignado valor a esto, asociándolo con
sus libertades, aunque algunos de ellos lo asociaban al caos. Esta tensión inherente a la
organización estatal tendrá una enorme importancia en los futuros Estados modernos. Las
funciones públicas eran tareas temporarias encomendadas a los ciudadanos, incluyendo la
más importante -la guerra- que era además la otra fuente más importante de recursos
además del comercio (la esclavización y la apropiación de las pertenencias de los vencidos).
También carecieron de las necesidades administrativas de un Imperio, ya que nunca formaron
unidades políticas estables que las englobaran, quizá por su misma y celosa naturaleza

48
autónoma. Una unidad relativa “por debajo” se generaba por la proximidad lingüística, la
interdependencia comercial, y los lugares sagrados comunes o las grandes fiestas religiosas
compartidas, como los célebres Juegos Olímpicos. Cuando la ciudad crecía mucho, un grupo
de sus politéis “planificaba” la emigración de la metropolis (la ciudad materna) y la fundación
de una polis nueva, lo que parece haber sido mucho más frecuente que la disputa por el poder
local.
Las ciudades griegas se extendieron así por todas las costas del Mediterráneo Oriental,
incluyendo las costas norafricanas no egipcias de Túnez y Libia, y llegaron a las costas de la
actual Francia, en el Mediterráneo Occidental, y la actual Ucrania, en el Mar Negro. Otros
pueblos compitieron con los griegos por el Mediterráneo, con ciudades-estado parecidas,
aunque ninguna experiencia asimilable a la de Atenas que haya dejado evidencia llamativa.
Los fenicios tenían sus ciudades, esencialmente pequeños reinos de comerciantes, entre los
actuales teritorios de Líbano e Israel, y fundaron reinos posteriormente muy importantes en
Cartago (en el actual Túnez) y en la Península Ibérica. Los etruscos tenían sus ciudades en la
región de la actual Toscana, en Italia, y se expandieron por el Norte de la actual Italia y por el
Mar Tirreno. Ambos pueblos, como los propios griegos, vieron el fin de sus procesos políticos
con el surgimiento, la expansión y finalmente la anexión por los romanos.

2.5.2. Roma

Los griegos colonizaron la península italiana desde Sicilia oriental, aproximadamente


desde el siglo X AC, en relaciones de intercambio y competencia con los pueblos de la región.
La épica romana atribuye el proceso de su fundación a un grupo diverso de pueblos locales
(latinos, sabinos), etruscos y quizá griegos, todos los cuales convivían en tensa armonía en el
valle del río Tíber a mediados del siglo VIII AC. Como toda ciudad mediterránea, la civitas de
los romanos (Kíuitas, comunidad política, más tarde estatus de pertenencia o “ciudadanía”)
era un reino con un monarca -en las primeras épocas, un etrusco- moderado por una
aristocracia de familias fundadoras y ricas representadas por una suerte de consejo de
notables llamado Senado (senatus). Conflictos políticos y disputas étnicas produjeron la
expulsión de los reyes etruscos a fines del siglo VI AC y la adopción de estructuras menos
centralizadas de poder, que la historiografía romana llamó “República” (de res publica o cosa
pública) y presentó como comparables a la organización política de la Atenas “democrática”.

49
En la República Romana, el poder último quedaba en el Senado, en donde estaban
representadas las familias más importantes entre los cive (kíue, ciudadanos), y las tareas de
interés públicos eran encomendadas por aquél a funcionarios de naturaleza temporaria, los
“magistrados”, y las tareas más delicadas, como la conducción de la guerra, a dos “cónsules”
que se controlaban mutuamente. Todos estos funcionarios eran elegidos anualmente por una
convención de las classis, divisiones de los cive según su riqueza. En situación de crisis militar
(o de rebeldía social), los cónsules podían nombrar a alguien (o a uno de ellos) como “dictador”
por seis meses, con poderes militares y judiciales excepcionales. Finalmente, un proceso de
codificación de la ley, iniciado hacia 450 AC, el más sofisticado hasta la época, convirtió a la
intermediación de la justicia en un aspecto esencial de la vida cotidiana.
Conceptualmente, el sistema no era muy diferente al de las ciudades griegas como
Atenas, pero en Roma el número de cive con posesiones suficientes para participar de la
elección de Senadores era muy reducido, los poderes del Senado eran más pronunciados, y
la ley más fácil de adaptar al servicio de las familias más ricas. Roma era en gran medida una
plutocracia (un gobierno de pocos grandes), con fuertes asimetrías sociales y un Estado que
era esencialmente un sistema de encargos temporarios, siempre en manos de las familias
representadas en el Senado.
El resto de la estructura social de Roma estaba compuesto por esclavos de los
ciudadanos (que desempeñaban tareas en las casas o en los emprendimientos económicos
de los ciudadanos), y por un alto número de ciudadanos libres sin posesiones importantes (la
plebs), que dependía de la actividad comercial, los servicios y, fundamentalmente, de la
guerra (la actividad más rápidamente lucrativa). En malas épocas (decaimiento económico o
paz prolongada), los ciudadanos pobres se endeudaban con sus personas como garantía de
pago, y eventualmente caían en la esclavitud (excepto si se hallaban en servicio militar). Los
conflictos sociales que esto producía regularmente (incluyendo la primera huelga de la
historia registrada, en 494 AC, llamada la “Secesión Plebeya”) llevó a Roma a crear un tipo
especial de magistrados, los tribunos de la plebe, que funcionaban como los actuales
defensores del pueblo en las instancias políticas y judiciales romanas.
Sobre esta base, a priori tan proclive a la inestabilidad, Roma desarrolló -en un juego
histórico de ensayos y errores- un tipo de organización política sorprendentemente poderoso.
Por una parte, concentró en una magistratura derivada de la antigua dictadura la totalidad
del poder de todas las demás (Imperator), transformando a la república plutocrática en una

50
monarquía marginalmente parlamentaria -proceso que se completa con Julio César y su
sobrino y sucesor Octavio, princeps (primer ciudadano) entre 46 AC y 14 DC. Y por la otra, usó
la flexibilidad de la ley para acoger como cive a todos los habitantes del Imperio, lo que hacía
a todos “romanos” en sentidos prácticos comerciales y militares, aunque sin consecuencias
efectivas en términos políticos -proceso que se iniciaría con los latinos de Italia y culminaría
con el Edicto de Caracalla, haciendo a todos los habitantes ciudadanos en 212 DC. La
experiencia, unida a una formidable primacía militar (los pueblos que no aceptaban ser
absorbidos eran destruidos), duró alrededor de un milenio, hasta las invasiones germánicas y
árabes, sentando muchas de las bases culturales y organizacionales del mundo europeo
posterior. Entre los pueblos destruidos por los romanos estuvieron los fenicios d Cartago, que
colonizaron el Mediterráneo occidental; y entre los asimilados estuvieron los hebreos de
Judea, entre cuyos líderes religiosos apareció Cristo, cuyas visiones del judaísmo se
difundieron y se convirtieron posteriormente en la religión de Roma.
Pero el Imperio Romano no tenía un Estado, en el sentido moderno. Las magistraturas
a cargo de los senadores o familiares del Princeps Imperator no constituían organizaciones
burocráticas especializadas ni estables. El tesoro público estaba muy débilmente separado
del del Emperador, y las obras y servicios públicos, como el circo o la guerra, eran, en un
lenguaje contemporáneo, consignas a contratistas “privados”. El Estado moderno, mezcla de
burocracia imperial asiática con estrategias de organización política occidental, es un
fenómeno posterior.

2.6. Revisión

Además de un paseo por el pasado que ojalá haya sido entretenido, mostramos
cómo los tipos de organizaciones que llamamos “Estado” son el resultado contingente pero
no arbitrario de la historia. “Contingente pero no arbitrario”, quiere decir que en muchos
aspectos las formas y dinámicas de la organización estatal provienen de combinaciones
azarosas de factores tales como el ambiente físico, la demografía, las formas culturales, la
proximidad con organizaciones competitivas o las catástrofes climáticas. No hay nada
“necesario” en la logística del Imperio Egipcio, el ritualismo de las Dinastías Chinas o la astucia
de la Ley Romana. Pero el modo en que cristalizaron, al mismo tiempo, no es azaroso: las
formas que resuelven del mejor modo posible problemas de poder militar, económico y

51
simbólico dan lugar a las estructuras de poder político e infraestructural sobre territorios
delimitados que hoy conocemos genéricamente como Estados.
En esta parte nos concentramos en los más antiguos antecedentes de estos Estados
para los que hay información sistematizada respetable. Elegimos algunos para observar con
algo más de detalle, por su antigüedad relativa (la Mesopotamia y Egipto) o por sus relaciones
con el mundo del futuro (China y Roma). China y Roma no fueron necesariamente “superiores”
en sofisticación a Persia o la India, pero las consecuencias de sus respectivas hegemonías
políticas, económicas y culturales fueron -hasta hoy- más determinantes sobre el presente
del Estado.
A pesar de las lagunas de la información y la mezcla inevitable entre historia y mito,
todo hace pensar que, en los problemas organizacionales del Mundo Antiguo, están
contenidos muchos de los problemas organizacionales del presente. En todas estas
experiencias surgen complejas articulaciones entre poder militar, poder económico y poder
simbólico, todo lo cual cristaliza en el poder infraestructural que llamamos Estado. El modo
en que conocemos a estos problemas hoy, sin embargo, parece haber comenzado a
desplegarse hace unos pocos siglos, asunto que será el objeto de la parte 3.

Referencias

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integrated biological perspective”; en Science: 345.

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the beginning to AD 1760; Cambridge University Press [1986].

52
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nation-states, 1760-1914; Cambridge University Press [1993].
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civilizaciones hasta la caída de Roma; Barcelona, Paidós.
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climate change, war, and population decline in recent human history”; en Proceedings of the
National Academy of Science, 104: 49.

53
5
Los Estados contemporáneos

5.0. Resumen

En esta parte estudiaremos los nudos problemáticos del Estado contemporáneo


como organización política, como organización productora de políticas, como
organización burocrática, y como conjunto de estrategias de gestión. Como
organizaciones políticas, a pesar de su heterogeneidad (el globo tiene unos 150 Estados
formalmente reconocidos hoy) veremos que los Estados contemporáneos han tendido a
cristalizar en dos formas: las poliarquías (sistemas pluralistas donde el gobierno es un
centro coordinador con autoridad limitada) y los centralismos (sistemas homogéneos
donde el gobierno es un centro que concentra la mayoría de los recursos de
autoridad). Como organizaciones productoras de políticas, veremos que todos los
Estados contemporáneos desarrollan políticas macroeconómicas, de protección social,
de seguridad civil y de defensa militar, y que todas ellas han crecido enormemente en
amplitud y complejidad a lo largo de los siglos XX y XXI. Como organización burocrática,
veremos que un Estado contemporáneo es, esencialmente, un conjunto más o menos
ordenado de responsabilidades de administración, también conocidas como formas de
“delegación”, porque los ciudadanos formalmente “delegan” la administración de sus
intereses en el Estado. Veremos que la palabra “gobernanza” se usa habitualmente para
caracterizar a la resolución exitosa de problemas de delegación, y que hay un cierto
consenso global (apropiado o no) sobre cómo se resuelven estos problemas. Finalmente,
dirigiremos nuestra atención a cómo consiguen sus objetivos de gobierno los Estados
contemporáneos, o cómo “gestionan” sus políticas públicas.

5.1. Los Estados contemporáneos como organizaciones políticas: poliarquías y centralismos

En la parte 1 decíamos que le llamamos Estado a un modo específico en que


una organización política combina recursos militares, económicos e ideológicos al interior de
un territorio. A lo largo de la historia las variaciones han sido importantes, como vimos en
las partes 2 y 3; pero culminaron en un tipo de organización, que llamamos Estado
moderno, que 109
se caracterizaba por tener un centro político estable, un territorio delimitado, y una
estructura burocrática compleja. La forma actual del Estado moderno, el Estado
contemporáneo, que vimos formarse en la parte 4, es una organización política que reclama
como propio un territorio delimitado con bastante precisión; tiene un centro o gobierno que
representa al colectivo de personas que lo habitan, y se legitima como tal, por medio de
diferentes regímenes políticos; y tiene una organización burocrática especializada que
controla y regula lo que ocurre en el interior de ese territorio. Veamos primero qué tipos de
regímenes políticos son los más habituales en los Estados contemporáneos.

5.1.1. Las poliarquías

Con las transformaciones en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, que vimos en la
clase pasada, tomaba forma uno de los modelos políticos dominantes del Estado
contemporáneo: las poliarquías. Aunque muchas veces los politólogos hablamos de
democracia liberal o representativa para caracterizar a los regímenes políticos que cumplen
con estas tres reglas, como en este curso nos interesa explicar a los Estados contemporáneos,
nos interesan en particular las relaciones que se tejen entre la dinámica del poder político y
el funcionamiento institucional de las organizaciones estatales. La idea de poliarquía es
particularmente útil para eso.
En una poliarquía una serie pluralista (heterogénea, variable y cambiante) de élites se
alterna en el control del Estado según reglas y prácticas (instituciones, en el sentido de las
ciencias sociales) que mantienen un grado importante de fluidez e indefinición: no está
garantizado quién ganará apoyos suficientes para gobernar, ni por cuánto tiempo podrá
retenerlos (Przeworski, 2000, le llama a esto “incertidumbre sustantiva”). La formulación
originaria de estos conceptos es de Robert Dahl (1971) y dio lugar a largos debates alrededor
de las formas políticas pluralistas. Una interpretación simplificada muestra que las tres reglas
que debe cumplir una organización política para ser efectivamente poliárquica son:
Regla A o Pluralismo: la libertad de los ciudadanos de organizarse en grupos
competitivos (partidos y coaliciones) y formular más o menos libremente sus preferencias (lo
que implica libertades de asociación y expresión, así como accesibilidad a la comunicación e
información públicas);

110
Regla B o Representatividad: la existencia de mecanismos de renovación y cambio de
mandatos gubernamentales (por ejemplo, la realización de elecciones, efectivamente
competitivas, para decidir quién ocupa el control de las instancias organizacionales del Estado)
capaces de evitar que un partido o coalición retenga el poder por tiempo indeterminado;
Regla C o Responsabilidad: la existencia de sistemas de control que impidan que un
gobierno ejerza poder sin limitaciones (equilibrios entre poderes, y mecanismos para hacer
prevalecer las leyes por encima de los gobernantes); y de mecanismos de responsabilización
que obliguen a quienes ejercen poderes políticos a rendir cuentas entre sí y a los ciudadanos
(en inglés, accountability1).
Las poliarquías cumplen de diferentes maneras y con diferentes intensidades estas
tres “reglas” conceptuales. Una poliarquía contemporánea casi siempre es pluralista porque
respeta la Regla A (si no lo hiciera, no la denominaríamos “poliarquía”). Pero puede ser más
o menos democrática, de acuerdo a como se jueguen las Reglas B y C en las circunstancias
históricas de cada experiencia institucional. La federación de repúblicas norteamericanas, por
ejemplo, ha ocupado históricamente el rol de punto de referencia normativo para las
poliarquías. La misma palabra “poliarquía” es, en realidad, una forma de conceptualizar el
régimen político norteamericano. Pero, a lo largo de su historia, el cumplimiento de estas
reglas no careció de altibajos, por ejemplo, en sus niveles de pluralismo: la exclusión o
discriminación de indígenas y africanos, formalmente hasta fines del siglo XIX, en la práctica
hasta mediados del siglo XX. Tampoco ha sido invulnerable a la cooptación temporaria o
intermitente de los dos partidos mayoritarios por cliques de poder económico o familiar; o a
coyunturas de concentración de poder y opacidad decisional que redujeron los niveles de
responsabilidad institucional.
En segundo lugar, así como una poliarquía puede ser más o menos democrática,
también puede estar más o menos descentralizada, contando o no con sistemas
institucionales en los cuales tenga importancia la representación política, o la existencia de
Estados subnacionales y/o locales. Por ejemplo, si bien la federación norteamericana, por
contingencias de su génesis, fue siempre democrática y descentralizada, el Imperio Británico,

1
La palabra “accountability” se usa en inglés para hacer referencia a la responsabilidad pública u obligación de
rendir cuentas de los funcionarios estatales respecto de los ciudadanos. En castellano, a veces se traduce como
“responsabilidad”, aunque en la ciencia política hispanohablante es muy frecuente que se use directamente
accountability, como en inglés.

111
a pesar de su relativo pluralismo, no otorgó representación política sustantiva a sus gobiernos
subnacionales y locales hasta el siglo XXI, y nunca lo hizo a sus colonias. Y la Francia
republicana, a pesar de la intensidad de su democratismo, no tuvo procesos (parciales) de
descentralización hasta las últimas décadas del siglo XX. La descentralización, por otra parte,
muchas veces puede ser formal y no ser efectiva. La Unión Soviética y su principal
componente, la República de Rusia, tenían constituciones federalistas. Pero el modo de
centralización de poder por el Partido Comunista pasaba por encima de esta estructura
institucional, subordinando, en la práctica, las decisiones locales a decisiones centrales.
En tercer lugar, es importante tener en cuenta que una poliarquía puede ser pluralista,
democrática y descentralizada, pero ello no necesariamente garantiza mejores resultados de
gobierno. Desde criterios normativos que solemos asociar con la capacidad estatal, la
gobernanza o el desarrollo, tales como el nivel de complejidad de la estructura económica, o
el bienestar material de sus habitantes, hay poliarquías con mejores resultados, como en
Europa del Norte, y poliarquías con peores resultados, como la India. Este problema ha sido
largamente discutido por el campo de los llamados “Estudios del Desarrollo” (ver, por ejemplo,
Acemoglu y Robinson, 2012). Como veremos en las clases siguientes, se expresó con bastante
dramatismo en la historia latinoamericana. Pero, además, es el factor que más visiblemente
sirvió de apoyo o justificación histórica a los modelos alternativos a la organización política
poliárquica, que llamaremos centralismos (también a partir de la oposición clásica que
propone Robert Dahl).
Las poliarquías dominan la mayor parte de Europa contemporánea, las dos Américas
(con pocas excepciones), el extremo sudoriental de Asia (Indonesia, Filipinas, Australia y
Nueva Zelanda), la India (argumentablemente, la poliarquía más poblada del mundo), y el
extremo sur de África (Sudáfrica). La distinción entre poliarquías y centralismos es discutible,
y puede ser temporaria. Una poliarquía puede tener un gobierno que ejerce el poder político,
o permanece el tiempo suficiente, como para que prefiramos entenderlo como un
centralismo. Este podría ser el caso de Turquía, Japón, Corea y Taiwán. Pero estas distinciones
no pretenden una taxonomía de los Estados contemporáneos, sino más bien la comprensión
de su dinámica política.

5.1.2. Los centralismos

112
Caracterizaremos en este curso como “centralismos” a los regímenes en los cuales el
poder político está ejercido por una organización central, relativamente homogénea, de
modo hegemónico (con una oposición tolerada, pero sin poder efectivo) o excluyente (sin
oposición organizada de ninguna clase). En los centralismos hegemónicos, se suele tratar de
regímenes políticos en los que solo un partido, o una coalición formada por un partido y un
conjunto de grupos de poder civil, gobierna de modo indisputado, o solo intermitentemente
disputado. En los centralismos excluyentes, se suele tratar de regímenes políticos en los que
una organización política única está autorizada a representar a los ciudadanos, por decisión
explícita de las leyes o por imposición autoritaria efectiva.
Muchos centralismos hegemónicos son poliarquías en donde coaliciones de partidos
y grupos ejercen el poder político con una oposición restringida o impotente, aunque las
reglas B y C pueden ser más o menos respetadas. Es el caso de Estados de Asia oriental como
Malasia o Singapur; o de Asia meridional, como Pakistán y Bangladesh. Es también el caso de
la mayoría de los Estados de África y de los países del Medio Oriente árabe. En Occidente, es
el caso de la mayoría de las repúblicas pos-soviéticas, aunque en algunas, como en Rusia,
Belarus y las de Asia Central, la tendencia es de gradual exclusivización de las coaliciones
gobernantes. En América Latina, éste fue durante largo tiempo el caso de México o el de
Paraguay, y podría ser hoy, argumentablemente, el caso de Venezuela. A veces los
centralismos hegemónicos, cuando están conducidos por las fuerzas armadas, funcionan
como dictaduras militares, como en los casos latinoamericanos previos a las transiciones
democráticas, o como es el caso actual de Tailandia y de Egipto.
Los centralismos excluyentes han sido, históricamente, el fruto de revoluciones
políticas en las cuales la coalición que tomó el control del gobierno no volvió a abrir el juego
poliárquico, y permaneció en control de todos o de casi todos los mecanismos de autoridad
política. Es el caso de la República Popular China, de Corea del Norte, de Vietnam y de Irán,
en Asia. En América, ha sido históricamente el caso de Cuba. Muchas veces los centralismos
excluyentes son, además, dictaduras militares, como en el caso asiático de Myanmar.
Los centralismos hegemónicos y excluyentes, dan lugar a dinámicas esencialmente
distintas a las que generan las tres “reglas” de las poliarquías:
Centralismo hegemónico y pluralismo: en los centralismos hegemónicos, los
ciudadanos pueden organizarse y formular libremente sus preferencias de manera pluralista,
pero estos grupos y opiniones funcionan como peticiones a un único grupo, partido o

113
coalición dominante (lo que implica libertad de información, asociación y expresión, pero
restricciones a la acción política).
Centralismo excluyente y pluralismo: en los centralismos excluyentes, los ciudadanos
sólo pueden organizarse y formular sus preferencias en el ámbito de una única organización
política (lo que implica restricciones a la información, asociación y expresión, y prohibiciones
a la acción política por fuera de la organización política única).
Centralismo hegemónico y representatividad: existen mecanismos de renovación de
mandatos gubernamentales (por ejemplo, hay elecciones), pero la frecuencia de los cambios
es baja o improbable.
Centralismo excluyente y representatividad: los mecanismos de renovación y cambio
de mandatos gubernamentales ocurren sólo al interior de la organización política única (por
ejemplo, las elecciones, si son abiertas, son sólo formas de legitimación de carreras
intrapartidarias).
Centralismo hegemónico y responsabilidad: los sistemas de control y de
responsabilización pueden o no funcionar efectivamente, pero no limitan la retención de las
organizaciones y poderes gubernamentales por el partido o coalición hegemónica.
Centralismo excluyente y responsabilidad: los sistemas de control y responsabilización
pueden o no funcionar efectivamente, pero lo hacen como mecanismos de premios y castigos
al interior de la organización política dominante.
Se ha elegido no usar la palabra autoritarismos para los centralismos hegemónicos, o
incluso para los excluyentes, porque, en alguna medida, pasa lo mismo que con la palabra
democracia en las poliarquías. Es cierto que, por su estructura y dinámica, los centralismos
suelen ser menos democráticos que las poliarquías. Hay afinidades evidentes, en la historia,
entre los mecanismos pluralistas y los ordenamientos liberales, así como entre los
mecanismos democráticos y la realización de elecciones competitivas con recambios de
gobierno. Pero los centralismos no necesariamente son autoritarios, si por autoritarismo
entendemos verticalidad del ejercicio del poder político. Hay poliarquías en las que el poder
político está secuestrado o custodiado por coaliciones cuyo ejercicio de la autoridad política
es extremadamente vertical. Hay centralismos hegemónicos en donde la coalición
gobernante no ejerce el poder político de modo autoritario. Hay también centralismos
excluyentes en donde el partido único se configuró, históricamente, como un mecanismo de
representación más democrática que los mecanismos que le precedieron, aunque luego

114
hayan dado lugar a formas autoritarias de retención del poder político, como en el caso de
muchas revoluciones socialistas, religiosas o nacionalistas.
El régimen político, afecta pero no determina el modo en que funcionan los Estados
contemporáneos. De hecho, como veremos, los Estados actuales se parecen mucho en sus
fuciones y dinámica burocrática, aunque su representatividad política y sus resultados varíen.

5.2. Los Estados contemporáneos como organismos productores de políticas

El Estado, como organización burocrática, hunde sus raíces en saberes políticos y


organizacionales antiguos, comunes a todas las sociedades que crearon estructuras estatales.
La proyección de los Estados europeos, y luego del Estado norteamericano, globalizaron
también sus estrategias de gobierno como puntos de referencia de la modernidad y el
desarrollo. Las estrategias de los competidores exitosos, como vimos en la clase pasada,
también se transformó en un punto de referencia para diseñar Estado y políticas públicas.
Hacia finales del siglo XX, luego de la implosión de la Unión Soviética y las reformas de la
República Popular China, los Estados contemporáneos tienden a parecerse cada vez más,
tanto en lo que hacen -sus políticas públicas- como en el modo que lo hacen -sus estrategias
organizacionales. Veremos primero qué es lo que tienen en común como aparatos
productores de políticas, y luego nos detendremos en el modo en que gestionan sus políticas.
Los Estados contemporáneos, en perspectiva histórica, son organizaciones
burocráticas de gran tamaño que intervienen en casi todos los ámbitos de la vida económica
y social de los territorios que controlan. Desde un punto de vista comparativo, sus roles y
funciones son sorprendentemente parecidos, aunque sus regímenes políticos varíen entre
poliarquías y centralismos. Observemos estos roles y funciones en los cuatro grandes ámbitos
simplificados en los que interviene un Estado contemporáneo, dentro de los cuales se pueden,
esquemáticamente, encuadrar todos los “sectores” en los que lo vemos cotidianamente
actuar: políticas macroeconómicas, de protección social, de seguridad civil y de defensa
militar. Los cuatro existieron, de diferentes maneras, en todas las organizaciones estatales;
pero en el Estado contemporáneo crecen enormemente en amplitud y complejidad.

5.2.1. Las políticas de defensa militar

115
Las que cambiaron proporcionalmente menos, en relación al pasado inmediato,
fueron las políticas vinculadas al ejercicio de la coerción física, fundamentalmente porque ya
eran la tarea más cara e importante de los Estados antiguos y modernos. Les podemos llamar
políticas de defensa militar a las que incluyen el complejo de políticas que administran a las
fuerzas armadas y regulan las fronteras del Estado territorial. Los dos cambios más
importantes que registra el Estado contemporáneo en este campo, respecto del Estado
moderno e incluso de las organizaciones estatales premodernas, son las necesidades que
derivan de las formas contemporáneas de la guerra -la guerra total y la guerra no
convencional- y la creciente importancia administrativa de las fronteras.
El siglo XX presenció el crecimiento de la importancia de dos formas de guerra, ya
existentes pero hasta entonces no dominantes, como formas de confrontación: la guerra total
y la guerra no convencional. Se le llama guerra total a una confrontación armada entre
ejércitos masivos de ciudadanos, en la que participan activamente -o son absorbidas- las
poblaciones civiles. La preparación para la guerra total implicó el crecimiento de la
importancia organizacional y de la cobertura territorial de las fuerzas armadas, así como la
subordinación de la infraestructura económica y social (las comunicaciones, la demografía, la
salud) a las potenciales necesidades de la guerra. Un impacto parecido produjo, y sigue
produciendo, la guerra no convencional. Se le llama así a las confrontaciones en donde al
menos una de las partes no es un ejército de línea, como en el caso de la guerra de guerrillas.
La multiplicación de las situaciones de guerra no convencional aumentó la complejidad de las
operaciones de logística y de inteligencia de las fuerzas armadas, llevando a delicados
problemas de administración y de colisión entre derechos ciudadanos e imperativos estatales.
En nuestra región, como veremos, este problema tuvo un cariz particularmente complejo.
Finalmente, como mencionamos antes, las fronteras pasaron de ser los confines del
poder político del Estado, a ser los bordes entre Estados. Este nuevo carácter le otorgó un rol
mucho más importante al control de los límites, especialmente en la medida que, como
veremos más adelante, el estado buscó regular los flujos de personas y de bienes que los
atraviesan, con imperativos económicos o securitarios. Pensemos sólo que, a principios del
siglo XX, no existían aún ni los pasaportes ni las visas, en el sentido que hoy conocemos a
estos documentos, como salvoconductos para movernos entre territorios y autorizaciones
formales sin las cuales nuestra residencia en dichos territorios pasa a ser ilegal.

116
5.2.2. Las políticas de seguridad interior

Proporcionalmente, sin embargo, cambiaron quizá mucho más en intensidad las


políticas vinculadas a los mecanismos de aplicación y seguimiento del cumplimiento de las
leyes, que llamaremos políticas de seguridad civil. Hay también, aquí, dos cambios muy
importantes que se despliegan a lo largo del siglo XX: el crecimiento de la importancia de las
tareas de administración de control social y de justicia civil; y la multiplicación de la
importancia de la coerción física en los sistemas de policía y el sistema penal, corolario lógico
de lo anterior. El Estado contemporáneo es una organización que se lanza a regular las
relaciones sociales más directamente, con una amplitud e intensidad mayores que las
presentes en fases anteriores, fundamentalmente porque las prácticas regulatorias de la
conducta social, otrora reguladas por la esfera familiar o las instituciones religiosas, son
“estatizadas” a través de un derecho civil progresiva (aunque nunca totalmente) laicizado.
Esto obliga al Estado a intervenir sobre una trama mucho más detallada de relaciones sociales,
penetrando ámbitos hasta entonces “privados”.
Los resultados de esto son ampliamente debatidos, como se sabe. Por una parte, el
Estado consigue garantizar derechos individuales que en el mundo de “lo privado” podían ser
subsumidos en lógicas de sumisión personal, como ocurre en el caso de las relaciones de
género sesgadas por la asimetría que genera la dominación masculina, o en la subordinación
de las prácticas sexuales y reproductivas, así como las formas de crianza de los hijos, a los
prejuicios religiosos, o las necesidades familiares y comunitarias. Por otra parte, sin embargo,
esto lanza al Estado a formas de control social de intensidad y detalle inusitados, por los
cuales se “cuelan” perversidades de nuevo tipo, asociadas a los sesgos culturales e ideológicos
que puede tener el propio sistema de derechos, como ocurre cuando el derecho civil estándar
colisiona con las creencias religiosas o las prácticas culturales de los ciudadanos.
El sistema de justicia civil y el sistema penal-penitenciario que administran estos
asuntos, como consecuencia de estos procesos, se ampliaron enormemente en tamaño y
complejidad. En una gran parte de los Estados territoriales contemporáneos, las fuerzas de
policía son numéricamente más importantes que las fuerzas armadas propiamente dichas, el
sistema de regulaciones civiles ocupa una parte cada vez más importantes de la justicia, y el
sistema penitenciario tiene un impacto presupuestario creciente, conteniendo en su interior
a una parte crecientemente importante de la población. Esto último también depende del rol

117
creciente que juegan la justicia civil y la coerción policial en el desarrollo de las relaciones
económicas en los Estados contemporáneos.

5.2.3. Las políticas macroeconómicas

Más intensidad y amplitud aún se registró en el ámbito del rol económicos del Estado.
Le podemos llamar políticas macroeconómicas a las estrategias que despliega un Estado
contemporáneo para producir crecimiento económico y regular las relaciones productivas
dentro de los confines de su territorio. Si bien, como hemos visto, el crecimiento económico
siempre fue un imperativo político de las organizaciones estatales, porque define la medida
de su propio poder material, durante el siglo XX la amplitud y complejidad de este rol creció
enormemente. El punto de quiebre para los nuevos roles del Estado, en los países centrales,
se registró en la década de 1930, luego de que la crisis financiera global se transformara en
crisis socioeconómica, y el desempleo apareciera por primera vez como causa de pobreza. La
regulación estatal, en los países periféricos, adoptó el imperativo adicional de acelerar el
desarrollo. En la segunda mitad del siglo XX ambas estrategias fueron confluyendo en una
nueva gama de formas de intervención del Estado en el proceso económico.
La crisis de la década de 1930 mostró que “los mercados”, el modo en que las ciencias
económicas denominan a los conjuntos de operaciones que se producen en los diferentes
ámbitos de la economía, no necesariamente tendían a ajustarse a puntos de equilibrio óptimo,
como los enfoques clásicos predecían. Por el contrario, en determinadas circunstancias,
podían entrar en procesos perversos de caída que, retroalimentándose, producirían fuertes
crisis, con importantes consecuencias materiales y humanas. La consecuencia fue el
desarrollo de instrumentos estatales para regular preventivamente los mercados,
promoviendo los círculos virtuosos y evitando los círculos viciosos, enfoque que los
economistas denominaron “macroeconomía”. A partir de entonces los volúmenes de
mercancías y sus formas de intercambio, en todos los ámbitos (incluyendo la propia emisión
de moneda y el establecimiento de su precio a través de los Bancos Centrales) fueron objeto
de diferentes instrumentos de regulación e intervención, transformando a la política
económica en un aspecto clave de la gestión estatal contemporánea.
La regulación de los mercados fue progresivamente acompañada por estrategias de
intervención del Estado en la economía orientadas a promover directamente el desarrollo,

118
sustituyendo o complementando a los actores privados en su dinámica. Estas estrategias
buscaron acelerar, complejizar u orientar estratégicamente el desarrollo económico, de un
modo mucho más activo e intenso que en las organizaciones estatales anteriores. De estas
estrategias surgieron instrumentos que hoy damos por sentados, tales como las políticas de
desarrollo industrial o tecnológico, las políticas de sustitución de exportaciones o
importaciones, las políticas de regulación del comercio interior y exterior, las políticas de
desarrollo de infraestructura, o las de regulación del impacto ambiental de la producción.

5.2.4. Las políticas de protección social

Finalmente, le podemos llamar políticas sociales, o políticas de protección social, a las


estrategias que despliega un Estado contemporáneo para producir pisos mínimos en las
condiciones materiales de vida y regular las relaciones sociales dentro de los confines de su
territorio. El abanico es aún más impresionante, y su desarrollo más intenso y reciente que
en el caso de las políticas de desarrollo económico. Pensemos que hasta mediados del siglo
XX la mayoría de los Estados no intervenía sobre el empleo; no había masificado la política de
salud; no había hecho obligatoria la educación básica; y sólo contribuía marginalmente con
las políticas de pobreza, en los casos extremos. Desde mediados del siglo XX, en procesos que
solemos denominar como desarrollo del “Estado social” o “Estado de Bienestar”, la mayoría
de los Estados contemporáneos desplegaron tres tipos de intervenciones, con consecuencias
capitales en términos de las condiciones materiales de vida de los ciudadanos de sus
territorios, al conjunto de las cuales solemos llamar política social o protección social: la
regulación del empleo, la provisión de servicios universales y la asistencia social.
En primer lugar, la generalización del trabajo asalariado en los países capitalistas
convirtió a la “salarización” en el modo predominante de vida de los sectores no poseedores
de capital. La política social tendió a regular la salarización, transformando este modo de
participación en la división social del trabajo en un estatus garante de un mínimo piso de
condiciones de vida de dos maneras: estableciendo las formas que puede adquirir y las
condiciones bajo las cuales se pueden establecer las relaciones salariales (la regulación
jurídica de contratos de trabajo) a través de la legislación laboral; y asegurando al asalariado
contra las irregularidades del ciclo económico (desempleo) y los riesgos individuales de la vida

119
activa (enfermedad, vejez, muerte) con lo que solemos denominar sistemas de seguridad
social.
En segundo lugar, otro conjunto de intervenciones de política social más universales
se dirigió a todos los ciudadanos, independientemente de su vinculación con los procesos
económicos. Si bien la instrucción básica, la atención de salud y la infraestructura social
fueron siempre preocupaciones de los Estados, su transformación en sistemas accesibles a
todos los habitantes fue un proceso gradual cuyos orígenes no van más allá de las últimas
décadas del siglo XIX. Así, los sistemas educativos, se transformaron en sistemas obligatorios
de socialización cultural e instrucción práctica capaz de configurar a los individuos y grupos al
espacio cultural del Estado-nación y al mercado de trabajo. La salud pública tendió, por su
parte, a garantizar un mínimo universalmente accesible de prestaciones y cuidados básicos a
los individuos, además de hacerse cargo de intervenciones (higiene pública, prevención de
epidemias, etc.) que por su dimensión no pueden correr por cuenta de individuos y grupos.
La provisión pública de infraestructura social (condiciones de vivienda, saneamiento,
abastecimiento, transporte y seguridad, fundamental pero no exclusivamente urbanas), por
último, es tan antigua como la existencia de organizaciones políticas. Pero desde fines del
siglo XIX, en particular, el Estado desarrolló o reguló un conjunto de servicios de
infraestructura social clave en la reproducción cultural y económica de los individuos,
garantizando al mismo tiempo el acceso a la mayor parte de la población.
Finalmente, aunque las políticas de trabajo y de los servicios universales regularon, en
los países capitalistas, unas condiciones de vida mínimas relativamente comunes para
ciudadanos y residentes legales, esto no suprimió (aunque sí transformó) las necesidades y
vulnerabilidades que solemos llamar “pobreza”, y los riegos específicos que corren otros
grupos de población. Para estos últimos grupos el Estado contemporáneo desarrolló
estrategias que solemos llamar de política asistencial: un conjunto de mecanismos de
transferencia de bienes y servicios dirigido a los grupos que corren riesgos o sufren
necesidades específicas para resolver su reproducción a través del mercado de trabajo, o para
acceder a las condiciones de vida básicas garantizadas por el complejo de políticas universales.
En la segunda mitad del siglo XX estas políticas adquirieron gran importancia como
mecanismos para atenuar la pobreza monetaria, o gestionar los riesgos materiales o
simbólicos de los grupos vulnerables.

120
5.3. Los Estados contemporáneos como aparatos burocráticos

Además de las políticas que desarrolla, un Estado contemporáneo es, esencialmente,


un conjunto más o menos ordenado de responsabilidades de administración, razón por la cual
se los conoce como “burocracias” (a pesar del origen despectivo de la idea: el “gobierno de
los escritorios”). Estas responsabilidades están distribuidas de acuerdo a un conjunto de
reglas explícitas (leyes y protocolos) e implícitas (instituciones y prácticas), entre una
Administración Central (los Ministerios y/o Secretarías que dependen del Poder Ejecutivo),
un conjunto de Agencias estatales autónomas (formalmente dependientes de la
Administración Central, pero con autonomía política y autarquía financiera), las
Administraciones subnacionales y/o locales (más o menos complejas, de acuerdo al nivel
relativo de federalismo o de descentralización). A esas distribuciones se la denominan,
frecuentemente, formas de delegación. Así como los ciudadanos formalmente “delegan”
poder político en sus representantes, los representantes “delegan” poder administrativo en
organizaciones burocráticas.

5.3.1. Las formas de delegación

Las estrategias de delegación dependen en gran medida de la historia institucional y


del régimen político del país que estemos observando, pero siguen generalmente tres ejes:
A) Gestión directa e indirecta del gobierno: el Estado puede gestionar directamente,
es decir ejercer todas sus funciones a través de organizaciones y programas estatales; o puede
preferir regular, es decir ejercer formas de gobierno indirecto a través de la fijación de
condiciones y reglas que cumplen agentes no estatales (Majone, 1997). Un Estado
contemporáneo es, generalmente, una combinación de ambas estrategias, de acuerdo a la
complejidad de los diferentes ámbitos de gobierno, o “sectores”. Sin embargo, a lo largo de
la historia, los Estados contemporáneos han pasado por etapas de multiplicación de ámbitos
de gestión directa y por fases de retracción a formas de regulación indirecta.
B) Relaciones entre los niveles de gobierno: el Estado puede tener una naturaleza
federal, es decir que la existencia del Estado Nacional y de su Administración Central fueron
el resultado de acuerdos entre unidades políticas históricamente previas; o puede tener una
forma unitaria, es decir que el centro político que creé el estado siempre tuvo control de todo

121
el territorio. Normalmente, los Estados con historias federales han tendido a tener
Administraciones Federales con menores responsabilidades relativas; y los Estados con
historias unitarias han concentrado mayores responsabilidades en los centros políticos. Sin
embargo, a lo largo de la historia, muchos Estados federales tuvieron procesos de
concentración de poder en el estado nacional, así como muchos Estados unitarios pasaron
por procesos de descentralización hacia los niveles subnacionales o locales (Karmis y Norman,
2005).
C) Gestión centralizada o por agencias autónomas: en determinadas circunstancias de
su historia, o por la naturaleza de sus regímenes políticos, los Estados han delegado funciones
en agencias públicas, formalmente estatales, pero políticamente autónomas y
financieramente autárquicas (Gilardi, 2008). La delegación en agencias, llamada también
“agencificación”, evolucionó en un método útil (aunque polémico) para extender en el tiempo
los alcances de decisiones políticas interpartidarias; para reducir la incertidumbre que traen
la dependencia de funcionarios electivos o los contextos políticos cambiantes; o para resolver
dilemas de gestión en contextos de baja capacidad institucional o burocrática.
¿Cuál es la mejor manera de resolver los problemas de diseño institucional, las reglas
de funcionamiento y las prácticas institucionales que se producen en estos tres ejes? Es
posible aproximarse, en perspectiva histórica, a una suerte de consenso dominante en torno
a la organización del Estado, a través del uso que ha adquirido la categoría de gobernanza2.

5.3.2. Gobernanza

La gobernanza se presenta al mismo tiempo como una forma de aludir al "gobierno


exitoso", que obtiene resultados objetivamente positivos en la calidad de vida de los
ciudadanos y en la autonomía relativa del Estado; a un tipo de "gobierno de redes", que
consigue estos éxitos por medio de la creación de consensos estratégicos, a través de la
articulación virtuosa de actores potencialmente concurrentes; y al "buen gobierno", que hace
todo esto cumpliendo con reglas normativas y de calidad de la gestión asociadas a los
regímenes democráticos (Pierre y Peters, 2005; Mayntz, 2006).

2
“Gobernanza” es un neologismo derivado del inglés governance, que siginfica “buen gobierno”. Su uso muy
frecuente en la literatura de ciencia política y de análisis de políticas públicas amerita que lo retengamos como
tal para nuestro curso.

122
El uso del término refleja la consolidación de un conjunto de premisas cuyo
asentamiento como consenso dominante fue el corolario de debates ideológicos, técnicos y
políticos que tuvieron lugar entre los años '70 y los años '90 del siglo pasado. Consideremos
al consenso dominante como un conjunto heterodoxo pero relativamente armónico de
saberes, supuestos y recomendaciones sobre diseño institucional y estrategias de gestión.
Como cualquier "espíritu de época", se aplica en entornos políticos y socioeconómicos
diversos (poliarquías y centralismos), y se refleja en los componentes normativos explícitos o
implícitos de los análisis académicos y de las recomendaciones técnicas.
La gobernanza es el atributo de un gobierno que logra mejorar los indicadores de
calidad de vida de sus ciudadanos; profundizar la legitimidad sistémica resolviendo o
canalizando apropiadamente los conflictos políticos, económicos y sociales; y aumentar los
niveles de autonomía interna y externa relativa del propio Estado. En las poliarquías, el énfasis
está puesto en los gobiernos que no confunden la naturaleza de su autoridad, y se asumen
como primus inter pares: agentes centrales pero no únicos del sistema político; organismos
de dirección y supervisión general que funcionan como arenas de conflictos y ámbitos de su
resolución por medio de equilibrios que salvaguardan los intereses de todos los actores y el
respeto de las reglas de juego. En los centralismos, el consenso se sesga hacia la capacidad
estatal y los resultados (performance). La gobernanza es la capacidad de conseguir desarrollo
económico y legitimidad social para un Estado conducido centralizadamente por el partido
excluyente o por la coalición hegemónica.
A pesar de los diferentes niveles de énfasis en el pluralismo y las formas, o en la
capacidad y los resultados, es posible encontrar estrategias y tecnologías organizacionales
comunes en la “gobernanza” contemporánea. Una “ciencia de gobierno”, de evolución no
lineal, subyace normativamente a nuestra concepción de buen gobierno. La literatura suele
aceptar a las décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial, en particular la de 1930, como
el fin del Estado liberal o “weberiano” clásico y las fases de inicio de la expansión en
complejidad e intensidad de los roles de la burocracia estatal (Lynn, 2006). Luego de la
Segunda Guerra Mundial las estrategias de desarrollo nacional generalizan y globalizan estas
estrategias de “Estado fuerte”. En los años '70 se inicia una retracción de los roles del Estado,
que adquiere fuerza en los '80 y cristaliza en los '90 como revisión, en algunos casos bastante
dramática, de las estructuras y procesos característicos del aparato burocrático estatal del
siglo XX. Finalmente, hacia fines de la primera década del siglo XXI, nuevas crisis económicas

123
y políticas en los antiguos países centrales, combinadas con el éxito relativo de los procesos
de desarrollo asiático, marcaron un cierto “retorno del Estado”: una revalorización del Estado
como sujeto clave de las organizaciones políticas contemporáneas.
De cada una de las tres fases previas al mundo actual, el de la segunda década del siglo
XXI, el Estado guarda diferentes “sedimentos” de estrategias organizacionales y tecnologías
de gestión, que hoy vemos amalgamados, pero que el ojo técnico aún puede discernir. El
“Estado Weberiano” había desarrollado la aproximación cientificista a la gestión de la
economía y la población, a partir del positivismo científico dominante en la segunda mitad
del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. En sus versiones más antiguas, como en el
caso de la Francia napoleónica o de la Alemania prusiana, había desarrollado una pirámide
jerárquica de expertos “imparciales” reclutados con mecanismos meritocráticos,
procedimientos estandarizados, protocolos legalistas, mecanismos de control y técnicas
archivísticas, que permitían administrar territorios heterogéneos a través de servicios
públicos uniformes.
Luego de las crisis socioeconómicas y las grandes guerras, se ampliaron enormemente
la dimensión y el alcance del Estado Weberiano, sumando obligaciones de infraestructura
económica y social, mecanismos de planificación económica centralizada, e instrumentos de
desarrollo y control, cultural y social, que se volverían característicos de los Estados
contemporáneos. En esta fase de Estado fuerte nació la planificación estatal contemporánea
-la idea de establecer metas de políticas públicas para el funcionamiento de las agencias
estatales- y sus usos ampliaron y multiplicaron las necesidades de información, proceso en el
marco del cual se consolidó la estadística contemporánea.
Las tradiciones de los países del área cultural británica, en esta fase, difirieron de las
evoluciones de Europa continental. Tanto en el Reino Unido como en los EE.UU (aunque por
diferentes circunstancias históricas), así como en las herencias institucionales británicas de
otros Estados, como Australia, Nueva Zelanda y Canadá, el rol central del parlamento tuvo
como consecuencia una primacía relativamente menor de la burocracia estatal central, y la
práctica de crear agencias estatales autónomas, con rendición de cuentas al Poder Legislativo.
Esto favoreció un gerencialismo particularista y pragmático, con orientación tecnocrática a
resultados, que adquiriría gran reputación en el mundo de la administración pública posterior.
Las crisis económicas y fiscales de los años '70 y '80 produjeron pérdidas de legitimidad
política y operativa en todos los Estados “fuertes”, aunque estas pérdidas fueron más graves

124
en los que estaban políticamente más centralizados, o tenían peores condiciones económicas
y fiscales para adaptarse a las circunstancias. A la acusación de elevados costos y baja
efectividad, se le sumó la pérdida de reputación de la burocracia pública como garante de
imparcialidad y locus del profesionalismo. El auge ideológico neoconservador en política y
neoclásico en economía se combinó con el auge de las reformas gerencialistas de las grandes
empresas privadas en una fase de retracción estatal y reforma administrativa que suele
conocerse como “neoliberalismo”. En la jerga de políticas públicas se asociaron las reformas
neoliberales del Estado con las perspectivas "gerencialistas" (managerialism) de la
administración, bajo el rótulo de "Nueva Gestión Pública" (Pollitt y Bouckaert, 2004).
Estos enfoques dieron lugar a un conjunto de consejos de rediseño institucional y
operativo. Debía revisarse el rol del Estado, propiciando una transición hacia modelos de
Estado subsidiario, garante sistémico de última instancia de procesos ya no centrados en su
activismo, sino en el de actores privados y asociativos no estatales. En términos operativos se
hacía énfasis en los resultados (como performance y como outputs); se manifestaba una
preferencia por formas organizacionales especializadas, pequeñas, horizontales y simples (a
la vez que un rechazo por organizaciones grandes y multifuncionales); se recomendaba
sustituir la dinámica de coordinación a través de las relaciones jerárquicas por compromisos
entre agencias y oficinas (eventualmente subcontratistas) explicitados en contratos de
gestión; se inyectaban mecanismos competitivos inspirados en el mercado para incentivar a
las agencias y a sus recursos humanos; se inducía la percepción y el tratamiento del ciudadano
como cliente; y se propiciaba la reingeniería de servicios para obtener mejoras de calidad.
Ya episódicamente desde fines de los '90, gradualmente en los primeros años del siglo
XXI, y con cierta fuerza desde la situación creada por la crisis económica de fines de la década
del 2000, muchos de los aspectos característicos de la fase “neoliberal” fueron perdiendo
fuerza relativa como referencias de la "buena” gestión pública. En parte resistidos política e
ideológicamente, en parte sometidos a revisiones críticas que arrojaron conclusiones
cautelosas, y en parte víctimas de una reconsideración política e intelectual sobre la
importancia estratégica de un Estado fuerte, los supuestos antiestatistas fueron (en general,
silenciosamente) abandonados, para ser reemplazados por cierta heterodoxia, en la cual se
mezclan estrategias de la fase que acaba, con otras que recuperan el pasado, y otras que
postulan aún nuevas formas de resolver problemas (Peters y Pierre, 2006).

125
5.3.3. Consensos dominantes

En este proceso de reflujo o de cambio se haya la “ciencia de gobierno” hoy. En primer


lugar, el Estado pasó a ser otra vez un centro productor de sentido, garante del cumplimiento
de metas y regulador de la calidad de resultados, a partir de las decisiones provenientes del
sistema político y de la gestión de la información proveniente de sus usinas técnicas. De la
fase neoliberal queda, sin embargo, la idea de que la buena gestión se orienta a “resultados"
(performance management), metas concretas surgidas de procesos de "gestión de la
información" (knowledge management) en los cuales la planificación vuelve a ser central,
junto a la negociación política y la participación ciudadana.
Sin embargo, esta vez no se espera, como en el siglo XX, que el Estado produzca los
resultados exclusivamente por sí mismo, es decir, a través de la administración directa de
servicios o la provisión directa de bienes. El Estado debe interactuar en todos los niveles con
actores privados y asociativos que le sirven de apoyos estratégicos y controles de efectividad
y transparencia. Al fundamentalismo neoliberal alrededor de la subsidiariedad del Estado, le
sucede un pragmatismo, por el cual se espera que el Estado encuentre, en cada situación, el
equilibrio más adecuado o políticamente más factible para cada sector de políticas, entre
actores públicos, asociativos y privados.
De la etapa neoliberal también subsiste el imperativo de descentralización territorial
y de “agencificación”. El grado de centralización del buen Estado debe ser el mínimo
compatible con la homogeneidad relativa del territorio; y sus competencias se deben
cogestionar con los niveles subnacionales y locales de gobierno todo lo posible. Los niveles
locales, en particular, son percibidos como las formas más exitosas de hacer más inteligente
y responsable al Estado, en la medida en que su proximidad respecto de los ciudadanos facilita
la participación, la visibilidad y el control. La descentralización territorial es acompañada por
la desconcentración de funciones públicas, de la Administración Central hacia agencias y
empresas estatales independientes. Pero, para evitar efectos de pérdida de unidad
estratégica del Estado, la delegación se hace a través de contratos de gestión, por los cuales
la autonomía de las agencias queda restringida por las metas que les establece el gobierno
central.
Al interior de las organizaciones, la cuestión de las competencias y las formas del
trabajo también reflejan sedimentos del Estado fuerte, la ola neoliberal y su reflujo parcial.

126
Frente a un pasado visto como estático y pasivo, las estrategias de reforma habían hecho
énfasis en la necesidad de aumentar el poder relativo de los decisores (políticos y técnicos),
para hacer más sensible a la burocracia estatal a los mandos funcionariales; a reformular las
estructuras de contratación y salario, con el objeto de facilitar un disciplinamiento de los
agentes públicos respecto de los cuadros gerenciales y de sus metas de gestión; y a
descentralizar y particularizar el tipo de empleo necesario para cumplir las tareas estatales,
introduciendo heterogeneidad en la estructura clásicamente homogénea de la
administración. La vinculación de estos imperativos con los ajustes fiscales y la reducción de
empleos y salarios que en general implicaron, convirtieron a las políticas de recursos humanos
neoliberales, o "flexibilización laboral", en el peor enemigo posible de los empleados estatales
y, en particular, de sus organizaciones sindicales.
El "reflujo" permitió redescubrir el valor de la burocracia como capital humano;
recuperó las nociones de profesionalismo técnico imparcial de la administración weberiana
clásica, como resguardo contra el riesgo de discrecionalidad política y personal de los cuadros
de la alta gestión; reorientó la flexibilidad contractual a modalidades de mayor horizontalidad
y compromiso organizacional; rediseñó políticas salariales sustituyendo disciplinamiento por
incentivos; y reintrodujo la capacitación como mecanismo de optimización del
funcionamiento administrativo. Aunque el terreno de los recursos humanos sigue siendo
problemático, estos cambios de dirección de la visión normativa facilitaron la desactivación
parcial de algunos de sus elementos más conflictivos.
Finalmente, los consensos dominantes le encontraron un nuevo lugar a la
planificación. De modo simplificado, la planificación es la acción de buscar la estrategia más
apropiada para obtener los resultados que se desea. Esto implica haber establecido una meta,
identificar el punto de partida, y diseñar un camino capaz de garantizar el recorrido bajo las
condiciones y criterios que haya que respetar. La planificación estatal moderna se inspiró en
las estrategias de las organizaciones militares y empresariales, y llegó a su pico de importancia
con los grandes planes de desarrollo de los estados contemporáneos, hacia mediados del siglo
XX. La retracción del estatismo, entre los años 1980 y 1990, cambió su lógica, de los grandes
proyectos inspirados en las decisiones políticas, a las técnicas para obtener resultados en
ámbitos específicos. Dicho de otro modo, la planificación pasó a ser la tecnología de los planes
de desarrollo, a ser la técnica de los programas y proyectos de políticas públicas.

127
Con el reflujo del antiestatismo, la planificación volvió a ampliar su importancia, sobre
todo como gestión de la información necesaria para optimizar resultados de políticas públicas.
La generación de información capaz de sostener procesos de comprensión y toma de
decisiones estratégicas para conseguir "senderos críticos" en escenarios potencialmente
cambiantes se ha transformado en un asunto esencial de la construcción de capacidad estatal,
tanto política como administrativa. El uso estratégico de la información que denominamos
planificación (Young, 2014) ha "vuelto al ruedo", especialmente cuando, en países en
desarrollo, las metas son ambiciosas, los tiempos ciudadanos son más cortos, los conflictos
más dramáticos, la coherencia más costosa, los instrumentos de soberanía están restringidos
y los recursos son escasos.
Como ha ocurrido con los consensos dominantes en gobernanza, la planificación
contemporánea recupera parte de los relatos normativos integrales de su pasado de
mediados del siglo XX; incorpora criterios organizacionales y normativos originados en la
crítica al Estado del último tercio del mismo siglo; y combina estos elementos en instrumentos
potencialmente capaces de optimizar la gestión de la información para la toma de decisiones
acerca de los senderos críticos de las políticas públicas. Planificar es el punto de partida de la
gestión por resultados; el punto de llegada de los liderazgos intraestatales; la forma de hacer
al Estado más transparente y susceptible de compromisos ciudadanos; la base racional de los
presupuestos; y la razón más importante para desarrollar y utilizar mecanismos de evaluación,
o hacer análisis de políticas públicas.

5.4. Los Estados contemporáneos como mecanismos de gestión

El debate acerca de cómo se organiza un Estado está acompañado por otro, un poco
más técnico y concreto- acerca de cómo se consiguen los objetivos de Gobierno o, dicho de
otro modo, cómo se ponen en práctica las políticas públicas. En esta última parte de la clase,
abordaremos estos problemas operacionales del Estado contemporáneo. ¿Cómo gestionan
los Estados contemporáneos? ¿Qué criterios deben usarse para saber cuándo lo hacen bien y
cuándo lo hacen mal? Aquí abordaremos al Estado contemporáneo de modo genérico, y en
la última clase aplicaremos estos esquemas para analizar en mayor detalle a los Estados de
América Latina, que son frecuentemente acusados de tener gestiones inapropiadas o
subóptimas.

128
En políticas públicas, se llama corrientemente gestión a los procesos por los cuales, a
partir de ideas-fuerza provenientes de las orientaciones ideológicas, las percepciones de
problemas o las múltiples situaciones emergentes que enfrentan los cuadros políticos y
técnicos de un gobierno, se toman decisiones, se generan iniciativas y se las pone en práctica.
Se suele tener por exitosas, como veremos, a aquellas iniciativas que cumplen
satisfactoriamente dos condiciones (Bovens, t’Hart y Peters, 2001): éxito programático
(consecución de la meta deseada, solución efectiva del problema o superación de la situación
emergente) y éxito político (aumento de la legitimidad y popularidad del gobierno del Estado
en particular y de las instituciones estatales en general).
Esta doble condición es esencial, porque un asunto de política pública es en parte
“objetivo” (tiene existencia empírica demostrable) y en parte “subjetivo” (depende de las
percepciones y representaciones de los ciudadanos). Por esa razón, puede haber éxitos
programáticos que culminan en fracasos políticos, y éxitos políticos que no están
acompañados por ningún éxito programático. Esta doble condición es también la fuente de la
tensión más importante que se puede identificar adentro de las organizaciones burocráticas
del Estado: la tensión entre políticos y técnicos. A veces esta es una tensión entre personas:
el militante y el tecnócrata. Las más veces, es una tensión entre imperativos: lo que se decide
debe buscar un equilibrio entre la responsabilidad de resolver problemas socialmente
relevantes y la necesidad de reproducir la legitimidad política de los gobernantes.
Lo “normal” (si una palabra semejante puede usarse para algo de esta complejidad),
es que los gobernantes encuentren puntos de equilibrio entre estos imperativos, y que los
éxitos programáticos y políticos vayan de la mano. Cuando no se encuentran equilibrios
apropiados, hay fracasos programáticos que a la larga se transforman en fracasos políticos, o
fracasos políticos que no llegan a producir éxitos programáticos. Cuando se estudian
comparativamente los procesos de gestión de políticas públicas entre Estados, no es difícil
identificar patrones, o regularidades, en las formas de gestión que producen éxitos o fracasos
(Dror, 2001; Painter y Pierre, 2005). ¿Cuáles son estos patrones? Usaremos una versión
simplificada de un modelo de análisis de políticas públicas que se llama modelo secuencial
(De Leon, 1999) que nos permitirá ver cómo funciona normalmente una política pública,
dónde están sus nudos problemáticos más importantes, y dónde se registran habitualmente
los éxitos y fracasos de gestión.

129
Un proceso de política pública presenta cuatro momentos (no necesariamente,
aunque sí habitualmente) secuenciales: (1) el momento de aparición o identificación de un
problema social o políticamente relevante; (2) el momento del diseño, o formulación de lo
que se hará -o no se hará- para resolver el problema; (3) el momento de la ejecución,
implementación, o puesta en práctica de lo que se pensó hacer o no hacer; y (4) el momento
de los resultados, y las consecuencias, efectos o “impactos” de lo que se hizo.
Naturalmente, hay variaciones que tienen que ver con los regímenes políticos y con
las distribuciones de funciones de los Estados, como vimos más arriba. Sin embargo, en cada
uno de esos momentos se ponen en práctica técnicas y mecanismos de gestión bastante
comunes entre diferentes tipos de Estados, y, del mismo modo, aparecen problemas de que
se repiten notablemente. En este cuadro podemos ver los cuatro momentos y los nudos
problemáticos más comunes que los caracterizan.

El ciclo de políticas públicas en cuatro momentos


Momento 1 Momento 2
Problema o contexto Diseño o iniciativa
Nudo 1: Naturaleza técnica del problema Nudo 1: Agendas de las agencias estatales
Nudo 2: Arena política del problema Nudo 2: Procesos de negociación con los grupos de
interés
Nudo 3: Capacidades estatales respecto del Nudo 3: Información y mecanismos de planificación
problema
Nudo 4: Grupos de interés alrededor del problema Nudo 4: Mecanismos de seguimiento y evaluación
Momento 3 Momento 4
Ejecución o puesta en práctica Resultados y efectos o impactos
Nudo 1: Recursos disponibles Nudo 1: Resultados de la gestión
Nudo 2: Gerencia de las iniciativas Nudo 2: Impactos sobre el problema
Nudo 3: Coherencia operativa de las acciones Nudo 3: Impactos políticos
Nudo 4: Respeto de reglas y procedimientos Nudo 4: Impactos organizacionales
Fuente: Andrenacci (2016).

En las cuatro tablas siguientes revisaremos, esquemáticamente, los indicios positivos


y negativos más habituales que presentan los ciclos de gestión de políticas públicas de los
Estados contemporáneos en cada uno de estos cuatro momentos o fases. Cada tabla presenta,
en su columna de la izquierda, los nudos problemáticos más importantes de cada momento.
En las columnas central y de la derecha se presentan, respectivamente, los factores que,
según la literatura, se asocian más frecuentemente al éxito y fracaso en la gestión de cada
nudo problemático.

130
1. El momento del problema o contexto
Nudos Factores de éxito Factores de fracaso
Nudo 1: Naturaleza Los factores clave del problema son Los factores clave del problema tienen
técnica del problema visibles, están consensuados, y/o son causalidades opacas, no hay consenso
de fácil control. a su alrededor, y/o son de difícil
control.
Nudo 2: Arena Los actores clave son coherentes, Los actores clave son ubicuos, opacos y
política del problema transparentes y proclives a la proclives a la polarización.
negociación.
Nudo 3: Capacidades Las agencias estatales del sector son Las agencias estatales del sector son
estatales respecto razonablemente estables y legítimas. muy inestables o están abiertamente
del problema deslegitimadas.
Nudo 4: Grupos de Hay “coaliciones promotoras” (grupos No hay coaliciones promotoras visibles;
interés alrededor del de interés organizados) públicas, son de carácter restringido o sus
problema amplias y legítimas. agendas no son fácilmente
legitimables.
Fuente: Adaptado de Andrenacci (2016).

En contextos favorables la gestión tiene más probabilidades de ser exitosa. Pero


incluso en los casos -muy frecuentes- de contextos parcial o totalmente desfavorables, la
buena gestión puede obtener efectos positivos (o menos negativos) si diseña
apropiadamente sus iniciativas:

2. El diseño o generación de iniciativas


Nudos Factores de éxito Factores de fracaso
Nudo 1: Las agencias estatales tienen información Las agencias estatales carecen de
Agendas de suficiente para diagnóstico y selección de información, diagnóstico o preferencias
las agencias opciones. Las brechas político- visibles. Las brechas político-
estatales
programáticas (diferencias entre las programáticas (diferencias entre las
agendas personales de los decisores y la agendas personales de los decisores y la
agenda programática de las agencias) son agenda programática de las agencias) son
bajas. altas.
Nudo 2: Las agencias estatales tienen mesas Las agencias estatales se mueven
Procesos de formales e informales de negociación con polarmente, entre la autonomía total,
negociación los actores clave, que "filtran" las política y/o tecnocrática; o la cooptación /
con los grupos
iniciativas con legitimidad razonable, captura por coaliciones de actores clave.
de interés
haciéndolas consensuables.
Nudo 3: Las agencias estatales tienen mecanismos Las agencias estatales no tienen
Información y de planificación formal efectiva y mecanismos de planificación o éstos son
mecanismos autoritativa que reflejan efectivamente exclusivamente rituales o publicitarios, no
de
problemas, opciones y riesgos de políticas. funcionando como instrumentos efectivos
planificación
para la toma de decisiones.
Nudo 4: Las agencias estatales tienen mecanismos Las agencias estatales tienen mecanismos
Mecanismos de seguimiento y evaluación sistemáticos, de seguimiento y evaluación episódicos
de con indicadores sustantivos y fuentes de y/o rituales, con indicadores opacos y/o
seguimiento y
insuficientes, y fuentes de información
evaluación

131
información confiable, que los decisores incompleta o discutible, que los decisores
utilizan regularmente. no usan regularmente.
Fuente: Adaptado de Andrenacci (2016).

Cuando las iniciativas están bien diseñadas, el margen de error es menor, los riesgos
son aceptables y las posibilidades de éxito son, naturalmente, mayores. Pero, si bien un mal
diseño de políticas tiene casi siempre resultados adversos, aunque esté gestionado
apropiadamente, un buen diseño puede ser desperdiciado por una gestión inconsistente con
las necesidades, tiempos y características del proceso:

3. La ejecución o puesta en práctica de las iniciativas


Nudos Factores de éxito Factores de fracaso
Nudo 1: Las agencias cuentan con un flujo de Las agencias cuentan con flujos
Recursos recursos financieros acorde con sus inestables y/o insuficientes de recursos
disponibles responsabilidades; y con recursos humanos financieros; y con recursos humanos en
profesionales, en dosis de estabilidad y número y calificaciones inadecuadas, con
flexibilidad apropiadas a las tareas que formas contractuales inapropiadas a las
cumplen. tareas que cumplen.
Nudo 2: Los gerentes tienen márgenes razonables de Los gerentes son correas de transmisión
Gerencia de las acción, controlan efectivamente los mecánica de otra autoridad y ejercen
iniciativas programas, protocolos y recursos humanos roles esencialmente simbólicos. Tienen
de sus agencias, pudiendo combinar los control superficial y temporario de sus
recursos en flujos adecuados. agencias, pudiendo gestionar recursos y
flujos sólo de modo marginal frente a
mecanismos y prácticas inerciales.
Nudo 3: Las agencias tienen relaciones de Las agencias tienen relaciones de
Coherencia articulación, cooperación y/o tolerancia con desarticulación, competencia y/o
operativa de otras agencias involucradas y/o con los conflicto con otras agencias involucradas
las acciones
niveles de gobierno concernidos. y/o con los niveles de gobierno
concernidos.
Nudo 4: Usan regularmente protocolos que permiten Las agencias no tienen y/o no respetan
Respeto de eficacia, eficiencia, legalidad y transparencia; sus propios protocolos, lo que dificulta el
reglas y sus decisores y agentes se responsabilizan desempeño y hace discrecionales a las
procedimientos
efectivamente de ellos; y hacen públicos sus prácticas. Los decisores y agentes sesgan
resultados. la aplicación de las leyes y opacan sus
resultados.
Fuente: Andrenacci (2016).

Los efectos o consecuencias negativas suelen ser la punta del iceberg de los problemas
de gestión, porque a partir de su identificación se busca la explicación de lo que pasó en los
tres momentos anteriores. A esto lo llamamos, en la jerga de la subdisciplina, “análisis de
políticas públicas”. El análisis de políticas públicas muestra que siempre hay un margen de

132
posibilidad de que los efectos sean positivos y negativos por razones contingentes, es decir
que no devengan lógicamente ni de los contextos, ni de los diseños de iniciativas, ni de su
puesta en práctica, Esto es así porque una enorme cantidad de factores, todos muy
importantes, y muchos de ellos fuera del control de las agencias estatales, se combinaron
favorable o desfavorablemente, y lo hicieron de modo determinante.
Pero, en general, los efectos positivos remiten a combinaciones de contextos
favorables, diseños estratégicos y/o ejecuciones efectivas; mientras que los efectos negativos
provienen de combinaciones de contextos desfavorables, diseños erráticos y/o ejecuciones
inconsistentes:

4. Los resultados, efectos o consecuencias


Nudos Factores de éxito Factores de fracaso
Nudo 1: Los procesos cumplen empíricamente sus Los ciclos de gestión quedan truncos, o
Resultados de la ciclos de gestión y obtienen eficacia y las brechas de implementación son
gestión eficiencia razonables en sus resultados. demasiado amplias.
Nudo 2: Los procesos tienen efectos positivos Los procesos no tienen efectos, o tienen
Impactos sobre sobre alguno o todos los problemas efectos no deseados, sobre alguno o
el problema iniciales. todos los problemas iniciales.
Nudo 3: Los decisores clave de las agencias La reputación de los decisores clave de las
Impactos involucradas adquieren reputación a agencias involucradas no está conectada
políticos partir de los logros o fracasos de la con los logros o fracasos de la gestión.
gestión.
Nudo 4: Las agencias estatales aumentan su Las agencias estatales pierden autoridad
Impactos autoridad y legitimidad como unidades y legitimidad como unidades capaces de
organizacionales capaces de resolver problemas. resolver problemas.
Fuente: Andrenacci (2016).

Así, un proceso ideal de políticas públicas implica un contexto relativamente favorable,


en el que se generan iniciativas adecuadas, las que se ponen en práctica apropiadamente,
consiguiendo resultados y generando efectos positivos. Un proceso típicamente negativo
implica un contexto desfavorable, en el que las iniciativas son inadecuadas y se ponen en
práctica de modo inapropiado, consiguiendo pocos resultados y generando efectos negativos.
En la última clase del curso, reaplicaremos este esquema a los procesos de políticas públicas
típicos de los Estados latinoamericanos, lo que nos ayudará a conocer mejor los problemas
de gestión estatal más frecuentes de nuestra región. Antes, sin embargo, es prudente que
sepamos más acerca de la historia de nuestras organizaciones estatales.

5.5. Revisión

133
En esta parte estudiamos al Estado contemporáneo como organización política,
como organización productora de políticas, como organización burocrática, y como
conjunto de estrategias de gestión. Como organizaciones políticas, vimos
que los Estados contemporáneos cristalizaron en forma de poliarquías (con mayores o
menores dosis de pluralismo, representatividad y responsabilidad) y de
centralismos (más o menos hegemónicos y excluyentes). A pesar de estas
diferencias entre regímenes políticos, vimos que todos los Estados
contemporáneos, como organizaciones productoras de políticas, confluyen en
el hecho de desarrollar políticas macroeconómicas, de protección social, de
seguridad civil y de defensa militar. Y como organizaciones burocráticas, vimos que
también se asemejan es sus formas de delegación, alrededor de las cuales hay consensos
dominantes asociados a la idea de “gobernanza”. Finalmente, estudiamos cómo
“gestionan” sus políticas públicas los Estados contemporáneos, e identificamos
nudos problemáticos alrededor de los cuales se juegan frecuentemente los éxitos y
fracasos del Estado. El resto del curso dedica su atención a los Estados de América Latina.

Referencias

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