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El entusiasmo teórico

Jorge Panesi
El entusiasmo teórico

Conversaciones con
Marcelo Topuzian
XXXXX, XXXX
XXxxxxXXXXXXXXXXXXXXXXXX XXXXXXXXX. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires, 2019.
XXX p. ; 20 x 14 cm.
ISBN XXXXXXX
1. XX. 2. XX. 3. XXXXX XXXXXXX IV. Título.
CDD XXXXXX

© 2019, Facultad de Filosofía y Letras (UBA)


Puan 480 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires – República Argentina
eufyl@filo.uba.ar – www.filo.uba.ar

EUFyL – Editorial Universitaria de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA)


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Coordinación editorial: Karina Bonifatti
Diseño y diagramación: Magali Canale

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina


Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Índice

Lectura, crítica y medios de comunicación 7


La crítica se conjuga en tiempo
presente. El lector común 12
La escritura de la crítica: transparencia,
hermetismo y jerga 16
Crítica y política 21
Investigación literaria 28
Vocabularios y cientificidad 31
Entre la Filosofía y la Lingüística 35
Derrida 41
Narrador, género, valor 44
Objeto de imaginación y gusto 50
Teoría literaria, sociología de la literatura
y estudios culturales 56
Circulación de las teorías 65
La tesis universitaria más allá del claustro 68
Modos de existencia: la autorreflexividad,
las polémicas 71
Instituciones: el mapa de la crítica literaria argentina 74
La teoría como forma de vida 78
Literatura, crítica, teoría: problemas en la enseñanza 90
Lectura, crítica y medios
de comunicación

Marcelo Topuzian: –En el discurso actual acerca de la lectura,


sobre todo el periodístico, se da cada vez más la contradicción
entre un lamento por la disminución de la lectura y, a la vez,
una celebración de que los niveles de alfabetización son los más
altos de la historia, de que cada vez leemos y escribimos más, si
incluimos los correos electrónicos, los mensajes de texto y las redes
sociales. ¿Ves alguna relación entre estos discursos y aquello que,
en el ámbito de los estudios literarios, aunque no solamente, lla-
mamos desde siempre ‘ lectura crítica’?

Jorge Panesi: –Me parece que ese aumento aparente de


la lectura y de la escritura ahora quizás perturba la lectura
literaria. Por un prejuicio de nuestra formación, los críticos
y profesores de literatura en el fondo seguimos creyendo que
la literatura es algo elitista, más allá de que por supuesto
exista una literatura popular. Ahora hay un mayor uso de
la escritura y la lectura como herramienta; la literatura tam-
bién lo es, pero se salvaguarda del uso corriente a partir de
su modo de circulación. Y cuando la literatura se enclaustra

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–cuando se enseña en la universidad, por ejemplo, por más
que estudiemos la cultura popular y acerquemos la literatura
a los medios masivos de comunicación–, siempre hay una
jerga. Todo grupo de conocimiento construye, desarrolla o
practica una jerga. Ahí funciona cierto elitismo necesario en
la crítica literaria.

–Sin embargo, también es cierto que en la época de nuestras


respectivas formaciones como críticos y como investigadores había
una idea diferente acerca de qué eran los medios de comunica-
ción. Por un lado, estaba la prensa escrita, con la cual la litera-
tura, la crítica y la historia de la crítica literaria guardaban una
relación constitutiva. Pero, por otro, los medios de comunicación
y de entretenimiento masivo eran la radio, el cine y la televisión,
y entonces parecía que el tipo de tarea de recepción que le impo-
nían a su público estaba bastante alejado de lo que en aquel mo-
mento pensábamos que requería la literatura. Nuestras maestras
y nuestros padres nos recomendaban leer y no mirar tanta tele.
Este escenario se diferencia mucho de los nuevos medios de hoy,
donde parecería que la escritura y la lectura están mucho más
directamente implicadas por la naturaleza y las características del
medio, como prácticas generalizadas, incluso de autoescritura.

–En efecto, el gran siglo de la literatura es el XIX, y es tam-


bién el siglo de la difusión de los periódicos, de ese medio ma-
sivo ‘antiguo’. La literatura en sentido moderno –o la literatura
en sí– coexistió de entrada con el gran medio masivo que es el
periodismo. Dostoievski, Balzac y toda esa gente que escribía
en cantidades casi industriales están muy cerca del folletín;
y el formato folletín, tan popular, guarda una cercanía muy
grande con el periodismo, e incluso con la crítica literaria en

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los periódicos. Por otro lado, los formalistas rusos, fundadores
de la teoría literaria moderna, estaban implicados todos ellos
con el cine. Hacían teoría del cine y Victor Shklovski incluso
escribía guiones. En el nacimiento de la lectura crítica hay una
ósmosis tanto con el periodismo como con los medios masivos
ya en un sentido más moderno. Aunque esto no implica que
esa pincelada elitista de que hablaba no esté siempre presente.
Lo primero que la gente que se dedica a tareas intelectua-
les hace ante un problema es buscar la bibliografía –incluso
cuando va a hacer algo práctico, como cocinar (yo ahora ade-
más de la bibliografía me fijo en YouTube, que es como la
enciclopedia de Diderot de los tiempos modernos)–. Sobre el
tema del surgimiento de la crítica literaria hay dos libros muy
importantes. Uno es Historia y crítica de la opinión pública de
Jürgen Habermas, que sitúa el origen de la crítica y, específi-
camente, de la crítica literaria o artística, en los cafés, las ter-
tulias, es decir, donde los burgueses hablaban de literatura. La
crítica y la literatura nacen al mismo tiempo, son gemelas. Y
el segundo libro, por cierto, es El absoluto literario de Philippe
Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, que curiosamente tardó
en traducirse al español mucho más que el de Habermas, y
permite entender cómo la universidad absorbe la literatura o
acoge la enseñanza de la literatura moderna, y le da importan-
cia a cómo se lee, y a la institucionalización de la crítica.
La literatura no es un continuo total y este es un punto
pedagógico esencial. Cuando en mis clases decía que la li-
teratura moderna nace, y que lo demás es otra cosa, no lo
que entendemos actualmente por literatura, lo primero que
me contestaban los alumnos era: “¿Cómo? ¿Homero no es
literatura?”. Pensamos la literatura como un continuo his-
tórico que arranca en Homero y al mismo tiempo sabemos
perfectamente que la literatura es móvil como cualquier otro

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ente histórico, y que, por lo tanto, la literatura de Homero
es totalmente incomparable –institucionalmente, escritura-
riamente, etc.– con la literatura del siglo XIX, que es cuan-
do nace lo que entendemos hoy como literatura. No se lee
siempre de la misma manera; hay episodios de lectura: un
Shakespeare del siglo XVI, uno romántico del siglo XIX y
un Shakespeare actual.

–Pero también hay una crítica fuera de la universidad. Uno


podría pensar en la época de la importancia de los suplementos
culturales de los diarios. Ahí se ejercía la lectura crítica de mane-
ras que eran más o menos exteriores respecto a la universidad. Es
una pregunta más amplia sobre la relación ente la crítica univer-
sitaria y el amplísimo mundo de la lectura y los lectores.

–Siempre solía empezar mis clases por Henry James, por


la lectura crítica de La figura en el tapiz. Cuando en su obra
se empieza a ver a los críticos o a la crítica con bastante re-
celo, James está pensando sólo en la crítica de los periódicos.
Obviamente, es un mecanismo de lectura particular. Pero en
el horizonte de Henry James, por lo menos en el mundo an-
glosajón, la crítica académica –que existía, obviamente– no
representaba ni un problema, ni una sombra, ni algo a tener
en cuenta. También habría que pensar en el caso argentino.
Siempre se ve el gesto fundador de Rojas como una cosa ab-
solutamente inusitada, en el sentido de que alguien que se
dedicaba a estudiar Letras en 1908 o 1910 no sentía la ne-
cesidad de estudiar literatura argentina; creía que mucho no
existía. Otro dirá que en realidad la literatura argentina nace
con la historia de la literatura argentina o con la crítica argen-
tina. La literatura y la crítica argentinas tienen cada década

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una encuesta, y en una de las primeras, la de Adolfo Prieto
en la Universidad Nacional del Litoral, se puede ver que hay
gente que no tiene nada que ver con la universidad. Y, ade-
más, todos publican en los periódicos, se ganan la vida como
pueden. Que la crítica académica sea la hegemónica es un
proceso que me parece posterior.

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La crítica se conjuga en tiempo
presente. El lector común

–Me pregunto qué grado de autonomía podía guardar la crí-


tica periodística más tradicional de los suplementos frente a la
función, o al menos la fantasía de función mediadora que tenía
respecto al público lector. Hay una diferencia clara con la crítica
universitaria que parece no cargarse ya de ese deber impuesto de
tener que mediar la literatura con la masa lectora.

–Todavía, cuando uno lee alguna intervención del periodis-


mo, ve sobre todo las cosas que se están publicando. La noción
del tiempo de la crítica académica es lenta, extrae el máximo de
esa noción del tiempo de lectura. La crítica ligada al periodis-
mo evidentemente tiene otro ritmo. Pero, como decía, la crítica
en la que pensaba James nació, de acuerdo con Habermas, en
los periódicos, en la conversación sobre temas del presente. Me
parece que la crítica literaria, académica y no académica –aquí
yo no haría demasiada distinción–, tiene siempre una exigencia
del tiempo presente. En la academia se manifiesta cuando uno
dice: “Este tema ya está gastado”. La moda es otra institución
que está muy presente en esto que yo llamo la exigencia del

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tiempo presente sobre la crítica literaria. No hay nada más pre-
sente que la moda; la moda no es el futuro, es el ahora. Hay un
imperativo de la crítica que es estar situado en la problemática
del presente. Una crítica argentina rotundamente académica
como Josefina Ludmer es, a la vez, como una ventana abierta
a otra cosa, no solo a la literatura o a la escritura académicas,
especialmente en su último libro Aquí América Latina. Una
especulación, que muchos todavía no saben cómo leer en serio,
que nadie integró con otra cosa porque no tiene que ver con
nada de lo que ella venía haciendo.

–En ese libro, el uso de la forma del diario íntimo tiene que
ver con toda una puesta en escena de la inmediatez donde se lee
ese desiderátum crítico por captar el pulso del presente, lo que
está pasando en ese mismo momento. Aunque el libro venga de la
universidad, es cierto.

–Los que nos dedicamos a la crítica desde la universidad


siempre tenemos el miedo de estar en otra cosa, no sintoniza-
dos; de estar en otro mundo, lo cual, sin embargo, es también
uno de los grandes valores de la crítica académica. Eso puede
servir para redescubrir algo en el pasado. Para usar a la mis-
ma China Ludmer, y su libro El cuerpo del delito: de repente,
querer volver a leer, como algo muy importante, a Juan José
de Soiza Reilly, a quien yo escuchaba por radio cuando tenía
ocho o nueve años.

–Ahí también aparece otra vez la cuestión de los tiempos de


la crítica universitaria, porque, aún en relación con el presen-
te, es cierto que los críticos universitarios podemos dedicar más

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tiempo a la lectura, y podemos dejar que los textos en cierta for-
ma decanten en relación con el peso que tienen en una tradición
también, en relación con otros textos contemporáneos suyos. Ahí
podría estar el valor de ese aparente defecto, de sentir que se está
tomando demasiada distancia respecto de lo que está pasando y
manejarse con una lógica propia de lecturas, una lógica más in-
terna que tiene que ver con las modas, pero en este caso las líneas
y los movimientos dentro del ámbito de la crítica universitaria,
que imponen su propia lógica y a veces generan conflictos, por
ejemplo con los escritores que se ven reconocidos o no por la crítica
universitaria, y con los grandes excluidos a los que se les adosa esa
etiqueta: Sabato, Cortázar.

–Lo que pasa es que Sabato tiene una conducta política tan
errática a lo largo del tiempo, que es un poco difícil simpatizar
con él. Siempre hay un grupo que se va a quedar atrás, ya sea
peronista, antiperonista, proproceso, antiproceso… Siempre
pasando por todas. Es un poco complicado.

–Esto me hace pensar en el lector común. El lector crítico uni-


versitario no acepta la lectura de Sabato, pero hay un lector co-
mún que sin embargo sigue leyéndolo. Aunque ese lector común,
como vos decís, resulta muy improbable, porque también es pero-
nista o radical, o tiene tal o cual simpatía, así que es muy difícil
de imaginar ese personaje, de todos modos, el lector ingenuo.

–Categoría contra la cual yo siempre he peleado. Yo creo


que no hay lectores ingenuos, que incluso los que adoran a
Sabato vienen con una serie de ‘grillas’ o ‘estereotipos’, pero
que también son cosas en las que creen a rajatabla, como al-
guien que adopta determinada teoría corriente entre lectores

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universitarios nada más que para parecer más sesudo. Me
parece que el mecanismo de identificaciones es el mismo.
Lo que pasa es que las ‘teorías’ que circulan entre los ‘lecto-
res corrientes’ o ‘comunes’ son menos sofisticadas, aunque
muy difundidas. Leer literatura es ya un gesto que implica
una especie de autoconsciencia, de valoración diferente del
lenguaje, de la lectura. El que se va para la literatura da un
paso hacia otra dimensión; se retrae sobre sí mismo. No es lo
mismo pensar la lectura cuando uno se comunica vía redes
sociales con otro, que cuando se pide auxilio. Y todo eso es
lo que, en definitiva, hace el lector universitario. El lector
común puede entrar dentro de una estadística, y aun así los
libreros y los editores saben muy bien que cuanto más refi-
nado e identificado tengas el target, mejor va a ir tu negocio.
El lector común no funciona ni para la academia, ni para el
negocio editorial, ni para nada; no hay un lector común. Un
lector ingenuo lee apasionándose e identificándose, pero el
lector universitario también. En la primera lectura que hace
el lector universitario hay como un otro yo que está diciendo:
“Mirá este, se copió, está en la misma cosa que otro, mirá
cómo maneja el lenguaje, qué ridículo”. Pero, en realidad,
nuestro interés como lectores es que nos desarmen de todas
esas armas con las que venimos montados y valoramos cuan-
do quedamos desarmados. Después nos volvemos a armar,
pero hay un momento en que uno busca, como lector no
ingenuo, ese momento de ingenuidad que tiene que estar en
toda lectura. No siempre quienes nos dedicamos a las Letras
somos los lectores más críticos.

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La escritura de la crítica:
transparencia, hermetismo y jerga

–La academia, además de una manera de leer, tiene una for-


ma de hablar de la literatura. Es la cuestión de la jerga, como de-
cías antes. ¿Hay un signo de identidad de la crítica universitaria
en el hecho de manejarse con un vocabulario específico, propio,
que la diferenciaría de la crítica periodística o del simple hablar
de los textos que uno lee? Es algo que hoy, otra vez, han genera-
lizado las redes sociales, como Goodreads, por ejemplo, donde
los lectores comparten breves comentarios sobre los textos que leen
sin pretensión de hacer crítica, aunque en algunos casos son no-
tablemente eruditos y se acercan incluso al nivel de conocimiento
fáctico de un historiador de la literatura.

–Beatriz Sarlo siempre hablaba de una época en que la gente


culta que leía literatura en la Argentina también se sentía muy
cómoda leyendo una revista como Sur, donde cada artículo que
publicaban José Bianco o Enrique Pezzoni era comprensible.
Le hablaban en un lenguaje común, o por lo menos había una
problemática que el lector parecía compartir con el escritor del
artículo. A partir de cierto momento, sin embargo, si ese mismo
lector culto quisiera penetrar en algunas de las revistas académi-
cas especializadas, no entendería nada. Uno podría pensar que

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hay otra mecánica dentro de Internet –habría que ver cuál es el
lenguaje–, pero me temo que esté bastante ligada a la hegemo-
nía de la crítica universitaria.
Cuando salió mi librito Críticas, una de las cosas que me
decían, como gran elogio, era que se entendía lo que yo decía.
Uno trata de hacerse entender siempre, tanto cuando escribe
una carta como cuando escribe un artículo. Puede haber una
crítica hermética seguramente, como alguna literatura hermé-
tica, pero la crítica literaria es crítica, es hija del Iluminismo,
del discurso iluminista; por lo tanto, no puede haber una crí-
tica hermética. Por eso la crítica lacaniana difícilmente se haya
conseguido –más allá de algún logro, como el libro sobre Ma-
cedonio Fernández de Germán García.

–Es más el prejuicio sobre la crítica académica el que supone que


trabaja con jergas incomprensibles, que lo que pasa realmente en
una pretensión de la universidad por difundir su punto de visa res-
pecto de la literatura fuera de ella, incluso en las grandes figuras de
la historia de la crítica universitaria argentina, que tuvieron una
vocación por que sus textos circularan por fuera de la universidad.

–Hay una etiqueta de descrédito, la etiqueta ‘Puan’, que


supone un mundo artificioso, pretencioso, falso. Lo curioso
es que la usa autoirónicamente mucha gente muy relacionada
con la universidad. A la crítica universitaria a veces le molesta
profundamente la etiqueta de universitaria, de académica; la
siente como una especie de desprestigio. Uno puede leer Pnin
de Nabokov y ahí cierta autoironía se justifica, pero, en cam-
bio, en las novelas de un tipo que enseñó teoría literaria como
David Lodge se convierte en una especie de autosátira o de
autotortura de la crítica académica. El principal bien de esa

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crítica, que es poder plantear autónomamente sus problemas
independientemente de otra cosa, se convierte también en el
encierro. Es una posición bastante desafortunada.

–Decir que la crítica académica es fundamentalmente crítica


escrita supone un conjunto de textos, de géneros, con sus propias
lógicas, sus necesidades, sus vías de circulación, publicación, etc.
¿Cómo se juntan la idea de la crítica como una lectura autorre-
flexiva, concentrada e intensiva y el hecho de que su circulación
sea fundamentalmente una segunda escritura?

–Hay que recordar que la crítica académica depende de


esa otra institución que es la enseñanza. Son indicativas las
tensiones que Barthes establece en “Escritores, intelectuales,
profesores”, donde describe perfectamente la posibilidad y la
imposibilidad de la crítica académica. Está posicionado ahí
donde el valor más alto de los tres que presenta es la tesis o la
investigación, es decir, la escritura. Ahora ¿qué pasa con los
otros dos? El mismo Barthes me parece que trató de conciliar
eso en S/Z, un seminario que pudo convertirse después en una
escritura, aunque esto no quiere decir que desaparezca la ten-
sión, que es constitutiva y productiva.
El asiento institucional que tiene la crítica literaria son la es-
critura y la enseñanza. Son dos instituciones. ¿Qué pasa con
la enseñanza? ¿Hay que separarla de la escritura? ¿Hay vasos
comunicantes? Esta problemática es la razón que da existencia
a la crítica contemporánea. Pero que uno realmente enseñe no
es algo obvio.
Por otro lado, si alguien se pone a hacer cambios en el for-
mato de la crítica como género escrito, uno lo ve como una
variación. Pongamos el caso de “Roberto Arlt, yo mismo”, de

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Oscar Masotta, que leído en la época era una cosa rara. Era
una biografía y al mismo tiempo un sujeto sartriano que dice
la verdad, que se desnuda; una pieza muy distinguible dentro
de la crítica argentina. En cambio, me costaría encontrar un
ejemplo de alguien que desde el plano académico, sin tratar de
saltar el cerco académico, trate de innovar sea como sea en ese
asunto formal de la crítica sin hacer payasadas.

–Se me ocurre un ejemplo más lejano, saliendo quizás de la


crítica literaria: un texto como Glas de Derrida, donde hay una
apuesta formal clarísima respecto de la disposición del texto, en dis-
tintas columnas. Tal vez es algo que solo se puede hacer cuando se
tiene un capital filosófico como el de Derrida. En el caso de la críti-
ca pasa algo parecido. Un ejemplo es otra vez Aquí América Latina
de Ludmer, un texto crítico que a la vez es un diario, y que trabaja
sobre la intimidad, los vínculos amistosos, los encuentros casuales.

–Lo de Ludmer es algo que descubrió Alberto Giordano en


El giro autobiográfico de la literatura argentina actual, que alcan-
zó a la crítica. Pero es más difícil innovar y, al mismo tiempo,
no querer apartarse del campo académico. Curiosamente, hay
una ironía en tu primer ejemplo, porque parece que cuando De-
rrida quiso suceder a Ricoeur en la Sorbonne, y le armaron ese
tinglado de aceptar las obras que había escrito como equivalente
de una tesis, sacó Glas de su presentación –aunque en el fondo
es una tesis sobre Hegel–. Después, finalmente todo terminó en
la nada. Y cuando salió por fin la traducción de Glas al caste-
llano, que con buena razón poética tradujeron en España como
Clamor, vi en un periódico madrileño o de Barcelona que se la
presentaba, con cierta ironía y cierto menosprecio, como una
obra pasada de moda: esa innovación tiene un costo.

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Recuerdo algo mucho más banal. Una mala cosa de los ju-
rados de tesis en humanidades: cuando quieren desacreditar
ciertas libertades de la tesis que se está presentando, se dice
que es ensayística. Pero Lévi-Strauss escribía maravillosamen-
te bien, era ensayístico y no creo que perdiera nada haciendo
eso, muy por el contrario. Creo que muchos no han leído an-
tropólogos que sí tienen una empatía literaria, como Clifford
Geertz y otros tantos, a quienes en una época por eso llama-
ban posmodernos, y decían que no eran serios.

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Crítica y política

–Una idea muy ligada a la manera en que vos pensás tu


trabajo consiste en ver la crítica como una acción, como una
manera, bien impactante para tus estudiantes, de tomar distan-
cia de una idea de la crítica literaria como descripción, imagen
o representación en segundo grado del texto literario que sería
su objeto exterior, pasivo, inmóvil, autoconsistente, cerrado so-
bre sí mismo. Tu concepción pragmática de la crítica y de la
literatura rompe con el prejuicio de que reproducimos lo que ya
está en el texto, visible en los planteos que hacen muchas veces
los estudiantes cuando ingresan a la carrera: ‘¿pero esto es lo
que el escritor quería decir?’, ‘¿esto lo pensó el escritor cuando
lo escribía?’

–Es otra vez el problema del aquí y ahora de la crítica, y


de la moda. Hay un valor de la crítica literaria, por su sola
existencia, que es la novedad. Pero ¿qué es exactamente lo
que la crítica representa? Al dar cuenta de la trama literaria de
un texto o de las relaciones del texto con sus mecanismos de
producción contextuales, como estamos acostumbrados, tiene

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que haber un punto de partida: ahí es aceptable que la crítica
describa un estado de cosas más o menos inapelable. Hay que
ubicarse en el momento actual de una problemática que quizás
tiene siglos y que no se puede ignorar en ninguna lectura.

–Siempre hay un presente del crítico que opera como un an-


claje, aunque ese presente sea precisamente el de la recolección de
toda la tradición con la que el texto nos llega.

–Pero, además, el que escribe crítica, más que cualquier


otro, es “un estratega en el combate literario”, como decía
Walter Benjamin (“La técnica de un crítico en trece tesis”, en
Calle de dirección única), un soldado que combate en nombre
de un grupo. Esto es lo más común en la Argentina y Latino-
américa: de alguna manera, el crítico literario, lo quiera o no,
está representando un modo de opinar, un grupo de opinión
o un grupo político directamente. Esta sería otra forma de re-
presentación, de distinta índole, en el sentido de hacerse cargo
de una opinión política. En los primeros años ochenta, ya a
fines de la dictadura, el gran gesto de representación de un
sector de la historiografía y de la crítica literaria era una rei-
vindicación de la década de 1880 en la Argentina. ¿A quién le
venían bien las loas a la generación del ochenta? Obviamente,
a los militares, a ningún otro. Se veía muy claro ese gesto de
ser representantes actuales de una manera de pensar, de una
política que no era inactual, que era actual aunque se refiriera
al pasado. Para quienes estábamos afuera de todo eso, la idea
era más bien pensar en contra del ochenta, por una necesidad
política, aunque no inquietara a nadie.

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–Todo esto no aparecía tematizado en la crítica. La crítica
podía pensarse, en esa época, como una práctica más o menos
aséptica, encerrada en la universidad, dedicada al trabajo con
textos históricos lejanos en el tiempo, pero vos pensás que ahí,
directamente, se podían leer todas esas tensiones de ese momento.

–Recuerdo que en un famoso seminario de la China Ludmer


yo tomé como tema de exposición la hermenéutica, Gadamer
y todo lo demás. Era una clase dirigida exactamente en contra
de la versión de la hermenéutica que entonces sostenía el grupo
‘hagiográfico’ de Graciela Maturo, porque esa versión espiritua-
lista y cristiana era lo mejor que le podía pasar al Proceso en las
aulas universitarias. No necesitaba ningún gendarme; estaba ese
misticismo de cuarta categoría instalado ahí, que, además, era
lo más alejado de una hermenéutica filosóficamente respetable.
Era solo el Diccionario de símbolos de Juan-Eduardo Cirlot, y
leer un poema era decir: “Acá esta metáfora remite al mar, a la
tierra, al cielo, al espíritu santo”. Ellos representaban eso, sabién-
dolo o no, y uno representaba a otro grupo, un poco petulante,
triunfante, que venía a manifestar exactamente lo contrario, la
voz de la objetividad, la pretensión científica. Pero todas eran
representaciones políticas. Esa dimensión, que es la ligazón de la
crítica y la literatura argentinas con lo político, es algo a lo que
la crítica argentina difícilmente pueda renunciar. No hace falta
poner ejemplos: Martín Fierro, Sarmiento, La Bolsa…
En esa época estaba contento con lo que escribí sobre la
revista Los Libros, que me permitía reflexionar sobre ciertas
cosas: “La crítica argentina y el discurso de la dependencia”.
Era un pasado muy inmediato, en el ochenta y cuatro. Yo no
había participado en luchas políticas, aunque me comí un mes
preso en Villa Devoto; me sacaron de una manifestación –de
la cual yo no había participado, por cierto.

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–Esto yo no lo sabía. ¿No querrías dar algún detalle?

–¿No? Era en la época de Onganía. Salía con mi compañera


y amiga de toda la vida, que es Elvira Arnoux, de una clase de
griego. De repente nos encontramos con la manifestación. No
habíamos ido ni ella ni yo. En aquel momento se podía hacer
el servicio militar en la policía, por lo tanto los gendarmes
eran chicos de diecinueve o veinte años. Así que corro atrás de
Elvira porque se me había perdido y viene un jovencito de mi
edad, me caza y me mete en la comisaría. Hay una foto que
conservaba, creo que la he tirado, del diario La Razón: yo con
una bufanda –era junio– llevado preso por un policía. Des-
pués, con mi compañero de pabellón, Daniel Samoilovich,
escribíamos poemas surrealistas. Había un pabellón dedicado
a los estudiantes, donde estaba toda la dirigencia de entonces.
Ahí aprendí cosas. Recuerdo que tomamos un taxi una vez
con un militante, una de estas amistades que se hacen en la
cárcel, y yo estaba contando algo de política. Cuando bajamos
me dice: “Mirá, todos los taxistas son de la cana, y si no son
de la cana, igual”. Recuerdo también con mucha gracia que el
Centro de Estudiantes de la Facultad usaba en aquel entonces
una propaganda que era algo así: “Si un pelotudo como Pane-
si, que lo único que hace es estudiar latín y griego, fue preso,
imaginen lo que les puede pasar a ustedes”.

–¿Y volviste ahora a dar Teoría y Análisis Literario a la cárcel


de Devoto?

–Sí, sí. Me recordaba una de las cosas más graciosas de


Devoto, que son las frases pintadas en las paredes, como “La
sabiduría nos hará libres”. Cosas por el estilo, una jaula con

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un pajarito. Lo que más recordaba era el olor a sopa de todos
los pabellones, y lo volví a encontrar otra vez. Después, en la
época del Proceso, dos o tres veces me vinieron a buscar por
averiguación de antecedentes. Obviamente, quedás fichado de
por vida. Y me detuvieron ahí en la dependencia, veinticuatro
horas las dos o tres veces que estuve.
Yo no era militante y podía tomar cierta distancia, como en
“La crítica argentina y el discurso de la dependencia”. A Josefina
Ludmer, mi artículo no le gustó para nada. Gran decepción mía,
porque para mí ella era una maestra, un personaje notable. Pero
ella estaba implícita en ese artículo sobre Los Libros. Alguna vez
llegó a prohibirme que hablara de ella; obviamente, no le hice
caso. Después, en otro momento, mi artículo le pareció maravi-
lloso, aunque no me dijo las razones; pero en el primer momento
–que era el que a mí me interesaba, porque todavía no estaba
publicado–, no; y su pregunta era: “¿Y vos desde dónde hablás?
¿Dónde estás acá? ¿Qué representás en esto?”

–Porque ese lugar no existía y contribuiste a armarlo con ese


texto. Era la perspectiva de la crítica universitaria.

–No sé, no sé; no me arrogo tanto protagonismo. Pero tiene


que haber algo que te permita una cierta distancia, y Los Libros
me parecía un objeto ideal. Aunque también tenía que ver con
uno. Ahí se gestó un núcleo: estaban Germán García, Luis
Gusmán, Ricardo Piglia. García siempre estuvo interesado por
alguien que yo siempre admiré desde joven, que era Witold
Gombrowicz, a quien Piglia también después reivindicó. Yo
había leído la revista Eco Contemporáneo –que era de un tipo
que después se dedicó al rock, Miguel Grinberg–, que hablaba
de Gombrowicz, e inmediatamente me precipité a leerlo. En la

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revista Los Libros había un tipo de literatura con el que uno se
sentía identificado, el psicoanálisis, en contra de otra lectura,
que era la de Jorge Lafforgue, la de Luis Gregorich, la de la re-
vista Crisis, por ejemplo. Eran dos visiones, y entre una y otra
yo no dudaba. Pero no de una manera política tan directa.
Todos en este grupo que yo estudié, del cual tampoco parti-
cipé –era conocido de Piglia y amigo relativamente no muy
estrecho de Luis Gusmán–, algunos más teóricamente, como
en el caso de Piglia, tenían interés en ciertas teorías como el
marxismo, pero al mismo tiempo eran muy reticentes respecto
de cierta versión sociológica vulgar de la crítica imperante en
esos momentos. Quizá también ese prejuicio esté funcionando
en mi artículo: tratar de no caer en eso.

–Con “La crítica argentina y el discurso de la dependencia”


construiste un objeto, que hasta el momento no existía, que tenía
que ver con hacer una historia de las prácticas críticas, pero no
en términos de metodología o de epistemología de la investiga-
ción literaria, de cómo se puede acceder a la cientificidad en la
crítica literaria, que era un tema que había estado muy presente
en los críticos argentinos. Uno puede pensar en el trabajo de Noé
Jitrik Producción literaria y producción social, de 1975. Cómo
construís el objeto, la crítica y el estudio de la crítica, en tu artí-
culo es muy diferente. No tiene nada que ver con la construcción
de un discurso científico acerca de la literatura sino que lo que
está en juego en el centro de la crítica es la política. Los agrupa-
mientos políticos, los posicionamientos a través de las revistas, los
cortes que implican las encuestas precisamente para reponer esos
posicionamientos en cada uno de los territorios, y sobre todo el
cambio: cómo lo que se va pensando respecto de qué es la litera-
tura, y la literatura argentina, va cambiado en el tiempo a veces

26
con lapsos mínimos, siguiendo el pulso de los acontecimientos his-
tóricos, políticos recientes.

–Yo en ese momento era ingenuo. Ahora me doy cuenta


de que yo no estaba reflexionando sobre la relación literatura-
política, que era un tema de enseñanza obligado, heredado,
necesario. Creo que no hay una reflexión político-teórica en
ese artículo. ¿Por qué no la hay? Es como el ombú y la pampa:
lo que estás escribiendo está impregnado, quieras o no lo quie-
ras, de tu situación política concreta. Podés hablar o no hablar
de ella, podés dedicarte al análisis político, pero en ese caso
no me resultó necesario; veo que está más presente que si yo
hubiera hecho alusiones mucho más concretas. A lo mejor lo
de “¿desde dónde hablás?”, “¿dónde estás vos acá metido?” de
Ludmer era eso: evidentemente estaba metido en cada uno de
los escondrijos, aunque no necesariamente a favor o en contra
de algo particular.

27
Investigación literaria

–Si la crítica se puede pensar como una acción, como un con-


junto de acciones, un conjunto de operaciones, una tarea, ¿te pa-
rece que hay reglas, hay regulaciones? ¿Cómo se ubica el crítico
respecto de esos protocolos, requisitos o maneras reguladas –el
método– para llevar a cabo esas tareas en la universidad? Reglas
que pueden ir desde los requisitos de extensión de los artículos y
los géneros universitarios, al tipo de trabajo que uno hace con el
material, la organización de la lectura, los recursos retóricos de
que se puede servir el crítico y por supuesto la conceptualidad para
trabajar con el material.

–La crítica universitaria está altamente regulada, pero, cu-


riosamente, esta regulación no está cien por ciento manifiesta
o explícita, por lo menos en la Universidad de Buenos Aires y
en el momento de la tesis universitaria. Uno diría que es el lu-
gar donde hay más regulación. Los jurados y los exámenes son
cosas llenas de reglas. Y, sin embargo, cuando fui miembro
en la comisión de doctorado había un reclamo constante, por
parte de todo el mundo, de seminarios sobre cómo redactar

28
una tesis universitaria. Un doctorando que siguió todos los pa-
sos tiene más o menos la idea de las buenas tesis, de las malas
tesis. En realidad, lo que uno necesita para construir una tesis
son dos cosas: paciencia y tener un par de buenas asentaderas
y una silla cómoda. Hay regulaciones, hay un sometimiento,
pero es un sometimiento que me parece que no es un some-
timiento. Puede ser un sadomasoquismo, donde un someti-
miento puede ser un goce. A mí, por ejemplo, no te imaginás
el placer que me causa hacer notas al pie. Aunque haya notas
que más vale borrarlas; pero forma parte del trabajo. David
Viñas no ponía una sola nota, cuando era absolutamente nece-
sario para el pobre lector muchas veces que hubiera una nota.
Es un autosarcasmo, pero es tan universitario el rechazo de la
nota académica como el placer de la nota.
El trabajo de investigación y el de escritura van juntos. La
práctica de lectura académica es un trabajo en el que se siguen
varios hilos al mismo tiempo. Uno sabe que pueden cruzar-
se o no, y que a lo mejor hay unos hilos que va a tener que
cruzar, porque no están dados. Uno tiene una masa bastante
considerable de esos hilos que llevan a obras, a movimientos,
a autores, a archivos. Está leyendo una cosa porque está en sus
planes, pero de repente un libro lo lleva a otro y no puede de-
jarlo. Ningún investigador, ningún lector deja ese hilo que está
‘mandando luces’, que no estaba en sus intereses, pero está ahí
y hay que agotarlo. Y de repente, entre esas cosas previstas o
imprevistas, hay algo así como un descubrimiento. La tarea es
en sí feliz, más allá del resultado, porque es un encadenamiento
de descubrimientos. En un territorio, de repente se descubre
una particularidad, un terreno que se desconocía. Este trabajo
forma parte de la penuria y del placer de la investigación. Uno
puede recomponer las operaciones, como vos hacías recién con
mi artículo, pero yo estaba trabajando algo que no se hacía en

29
la crítica; solo quería hacer algo original. Nunca pensé que lo
estaba haciendo, pero sí era consciente de que no había leído
muchos trabajos dedicados a las revistas. Hoy creo que es un
interés bastante grande, que forma parte de la historia; un ob-
jeto evidente. Es algo que como acción de la crítica me parece
notable: hay cosas que ni siquiera hay que construirlas, que son
de una evidencia tal que uno dice: ¿cómo alguien no se dedicó
a esto? ¿Cómo alguien no investigó esto? ¿Cómo alguien no
vio esto? Ese es el propósito de la tarea, pero no siempre uno
tiene claro cuál va ser el producto final de lo que está haciendo,
porque si no, ese descubrimiento paulatino no se produciría.

–Eso muestra el completo caos que puede ser la investigación


literaria: la cosa va a salir, uno ve la luz al final del túnel, pero
el camino del túnel no se ve. Es un sufrimiento.

–Yo no hice lo que se llama una tesis universitaria, por lo


tanto puedo hablar con esta displicencia. Pero tengo presente
dos cosas que decía Foucault, cuando se dedicaba a la literatura
y la literatura formaba parte de sus intereses, y escribía en Tel
Quel. Una, que cuando escribía sobre algo que le desagradaba,
no refrenaba ese desagrado, pero con las cosas que lo maravi-
llaban, tenía una obligada reticencia. Es la necesaria distan-
cia que hay que tomar. La segunda cosa que decía Foucault es
que el momento de la escritura de la tesis –lo que vos llamás
el túnel y yo, místicamente, la cadena de descubrimientos– es
algo que marca definitivamente, de una manera muy grande,
al investigador.

30
Vocabularios y cientificidad

–Te quería preguntar sobre tu interés por el pragmatismo,


básicamente en la figura de Richard Rorty, en relación con la
cuestión de la crítica y el estudio de la literatura. Rorty tiene una
posición muy crítica respecto de la epistemología en La filosofía y
el espejo de la naturaleza, que tiene que ver con tu propia acti-
tud décontracté con la teoría.

–Me vi interesado a raíz de ciertas prevenciones ciertamente


irónicas de Rorty respecto de Derrida, en cuanto a que hay en
él toda una zona cuasi metafísica o fundamentalista. También
me parecía interesante el asunto de los vocabularios –y del
cambio de vocabulario– en Rorty, que sería lo que permitiría
ese enfoque light de la teoría, sin ser incompatible con una vi-
sión derridiana. Algo vinculado con la moda: la preocupación
de la crítica literaria por el presente y por el cambio de valores
constante en todos los discursos. La otra cosa interesante es
que Rorty se negó a enseñar filosofía y enseñaba literatura.

31
–Es interesante el tema de los vocabularios: la idea, que
muchas veces te escuché formular en tus clases, de que la crítica
es una manera de hablar de la literatura; es un discurso, una
conversación, incluso. Pero también de que es muy difícil ac-
ceder a un vocabulario definitivo cuando hablamos de lite-
ratura, que es una aspiración tal vez de las corrientes más
cientificistas dentro de la crítica literaria. Sin embargo, de
todos modos, a la crítica literaria le cuesta abandonar la hipó-
tesis del posible salto a la cientificidad. Franco Moretti viene
haciendo un trabajo cuantitativo sobre literatura hace ya casi
veinte años, y el año pasado apareció un libro, Canon/Archi-
ve: Studies in Quantitative Formalism, que en realidad es
una recopilación de trabajos de varios autores, en el labora-
torio literario de la Universidad de Stanford –un grupo de
investigadores liderados por Moretti–, sobre metodología del
estudio de la literatura a través de programas de computación
y bases de datos. Todo en la publicación alude a las ciencias
duras. Estamos en una circunstancia donde la tecnología digi-
tal parece ofrecerles a las humanidades un nuevo posible esta-
tuto de cientificidad. Pero la crítica literaria se mueve siempre
en este conflicto o tensión entre, por un lado, la vieja vocación
humanista, que apuesta en última instancia a lo indecidible,
a la responsabilidad personal, a la contextualización radical
–como pensaba Derrida– y a un posicionamiento ‘carismá-
tico’ del crítico; y, por otro, esta aspiración a un vocabulario
definitivo; para hablar en los términos de una discípula tuya,
Annick Louis, una epistemología de los estudios literarios. La
crítica literaria no ha podido resguardarse en una vocación
exclusivamente humanista, y ese horizonte de cientificidad,
más o menos hipotética, tiende a reaparecer como síntoma
de la práctica crítica. Vos te reías de muchos de esos plan-
teos, como los de Sieg fried J. Schmidt, o de los excesos de los

32
formalistas o los estructuralistas duros, pero a la vez era algo
que aparecía constantemente en tus clases.

–Sí, coincido: el cientificismo de la crítica es como una co-


lumna siempre a punto de caer, pero se levanta luego.

–Incluso en relación con las tensiones dentro de la crítica ar-


gentina, en la revista Los Libros por ejemplo…

–En el interregno de los oscuros años de la dictadura se usa-


ba la palabra “rigor”, y se hablaba de la falta de rigor en favor de
una ideología oscura, porque no se podía usar la palabra “cien-
tificidad”, dado que era inconveniente, por lo absurda. Pero
existían las posibilidades de hacer algo parecido a la ciencia. El
que creía que por esgrimir a A. J. Greimas iba hacer algo cien-
tífico, caía en un error; pero eso también es parte de Barthes,
un gurú para la crítica argentina de hoy –aunque yo no lo
elegiría, elegiría a Benjamin, desde luego–. En Barthes está el
analista de la ideología, el favorable al acercamiento científico
al discurso y también el del placer del texto, que manda todo
eso al diablo. La palabra ‘tensión’ me parece muy bien, porque
la tensión hace mover, hace caminar, hace pensar. Un corola-
rio de esto es la huida de la crítica por horror o espanto frente a
la necesidad de hermenéutica. Me parece que en el fondo estos
brotes cientificistas –sean de Moretti o de cualquiera– están
proclamando ese horror por la hermenéutica, que es la otra
columna de la crítica: la necesidad de interpretar intermina-
blemente, que es lo que le reprochaba Foucault a Derrida y la
deconstrucción. Las teorías como las de Moretti suponen un
desarrollo histórico: repiten a los formalistas rusos en la unión
de cientificidad e historicismo.

33
–Moretti dice expresamente que él está realizando el proyecto
de los formalistas, gracias a la “ lectura distante”.

34
Entre la Filosofía y la Lingüística

–La crítica literaria tiene a lo largo de su historia no dos


columnas, como decía antes, sino dos discursos que la consti-
tuyen y de los que históricamente huye, del uno o del otro y
a veces de los dos al mismo tiempo. Uno es el discurso de la
filosofía y otro es el de la lingüística, porque la literatura es un
hecho de lengua, algo que hoy es una verdad de perogrullo,
pero que en la historia está como algo no pensado. Aunque,
finalmente, sacarse de encima la lingüística fue posible. Yo re-
cuerdo –perdón por la anécdota– que a finales de la dictadu-
ra existían unos grupos de estudio de las últimas tendencias
lingüísticas que había armado Beatriz Lavandera, que era la
lingüista insigne de esos tiempos. La gente que concurría era
insigne también, y estaba muy interesada porque reconocía
que en la crítica literaria era fundamental el estudio de la lin-
güística, que había que estudiar a Chomsky. Al año siguiente
apareció el análisis del discurso. Ahí yo me sentía más cómodo
porque había más charla. Pero después me di cuenta de que
más vale olvidarlo. Y muchos también sintieron de repente que
la lingüística no funcionaba ya. Eran los años ochenta y dos,

35
ochenta y tres; era el final de la dictadura y, curiosamente, eso
que uno veía como un acto de cientificidad necesario, ‘tengo
que aprender Chomsky para…’ –y pongo puntos suspensivos
porque hoy no veo muy claramente para qué– no creo que
haya movido absolutamente nada.

–Pero sí el análisis del discurso. Durante los ochenta fue un


boom en la Argentina y hoy sigue siendo muy importante.

–Sí, pero tiene una armonía preestablecida con la literatura.


Un gran crítico literario como Bajtín hacía análisis del discur-
so. A mí me parece que esta separación de la lingüística ha sido
una liberación para la crítica. Por otro lado, con la problema-
tización de la relación ‘literatura-filosofía’ hecha por Derrida
y por sus discípulos, como Phillippe Lacoue-Labarthe en “La
Fable (Littérature et philosophie)”, tampoco se da por sentada
la relación unívoca de ‘ama’ de la filosofía sobre la literatura.

–¿Y cuál te parece que fue el rol de los formalistas rusos en esta
historia?

–Si uno toma el contexto ruso de la época, que la literatura


era fundamentalmente un hecho de lenguaje era algo absolu-
tamente olvidado. Eso fue fundamental en los formalistas. Y
de que el lenguaje sea constitutivo de la literatura, derivar algo
que me parece esencial desde el punto de vista estético, de la
historia del arte y de la historia de la literatura: poner el proce-
dimiento –como decía el ilustre Jakobson– como el héroe de
la literatura y de la crítica literaria. El héroe es el lenguaje y ahí
aparece justamente la lingüística. Hoy, en cambio, es mucho

36
más distendida la relación de la crítica con la lingüística, y ha
quedado como mucho más fundamental la cuestión del proce-
dimiento. Peter Bürger les rinde un justo tributo a los forma-
listas por esta centralidad del procedimiento, que es algo obvio
pero que no se había conceptualizado antes. Muchas veces la
crítica literaria pone en el vocabulario o en conceptos cosas de
las que todo el mundo hablaba sin poder formalizar. La crítica
literaria batalla con cosas que parecen obvias, sobre las que se
habla y se discute, pero falta el concepto de qué uno está ha-
blando y qué está discutiendo. Siempre hay dos bandos, pero lo
interesante es saber qué es eso sobre lo que se discute.

–Se me ocurre que el mejor lugar para pensar la noción de proce-


dimiento vos lo encontraste en tu lectura de Borges, en contra de la
idea de que Borges es un escritor de las profundidades metafísicas.

–El mismo Borges, en cuanto reportaje ha dado, en sus


prólogos y en sus narraciones, se ha reído de esa posición me-
tafísica. Uno puede encontrar centenares de ejemplos donde
justamente lo importante es lo que él llamaba “gramatiquería”,
¿no? Borges lee en el momento oportuno a ciertos escritores y a
ciertos filósofos que en la Argentina a nadie se le ocurriría leer
hasta treinta, cuarenta años después: Mauthner, por supuesto
Kant, Whitehead, Berkeley, Wilkins, todos esos lógicos. No
eran algo con lo que un literato argentino tuviera un acerca-
miento. Borges no solamente revalorizó el artificio o la grama-
tiquería, sino que usó la palabrita de mi generación: el rigor en
el pensamiento. El pensamiento también está en la literatura.
A Borges le interesaba el artificio, es decir que su preocupa-
ción por el lenguaje era esencial. Esto llevó a decir que Borges
deshumanizaba todo, que solo hacía triquiñuelas estéticas. Por

37
eso también es coherente revalorizar todo el interés de Borges
por las religiones, por la metafísica, y tomárselo en serio. No
es que Borges no se lo tomase en serio, aunque siempre hay
una distancia muy irónica en la utilización de esos concep-
tos. Otra cosa que vulgarmente siempre ha existido en contra
de Borges es su apoliticismo. Yo, en cambio, siempre he leído
a Borges políticamente, pero no en contra de Borges porque
tiene una posición política contraria. Borges era muy político
evidentemente, y esto parece demostrar que la crítica literaria
argentina es política lo quiera o no lo quiera. Recién hablaba
de dos columnas y la política me parece que es otra. La polí-
tica siempre está ahí, quieras o no quieras, incluso en el For-
malismo Ruso. En la Argentina siempre parece apremiante el
contexto político; hace siempre ruido.
A mí me resultó divertido, y me parece muy importante
para entender ciertas cosas de Borges, el personaje doméstico.
En la parte de su diario dedicada a Borges, Bioy Casares me
parece mucho más esteticista que él, porque no podía entender
que Borges se preocupara no por la política del peronismo,
sino por la pequeña política de las elecciones en la Sociedad
Argentina de Escritores. Eso de decir “Me afilié al Partido
Conservador” era para que lo dejaran tranquilo.

–¿Qué diferencia introduce para vos en la historia de la crí-


tica literaria pasar de hablar de que la literatura es un hecho
de lenguaje a decir, con Barthes y Derrida, que es un hecho de
escritura? ¿Qué novedad, qué pequeño desvío introduce la noción
de escritura respecto a la noción de lengua?

–Pensar la lengua a través de la literatura lleva de alguna


manera al concepto de escritura. Es cierto, sin embargo, que

38
la poesía está ligada no a la filología de la vista, sino a la filo-
logía del oído. La poesía es todo un problema para cierta rama
de los estudios literarios. Como Sartre no sabe qué hacer con
ella, la excluye; no la quiere comprometer porque la poesía
está del lado de las cosas. Algo que se reproduce en Derrida,
porque en su sistema la poesía es un caso aparte. Solo se ocu-
pa de ella vía Heidegger, en “¿Qué es poesía?”, y la relaciona
con la oralidad, con el recitado de memoria. Pero después de
Mallarmé, la poesía no es la historia de la sonoridad: ¿por qué
otorgarle entonces un estatus especial? Históricamente tiene
justificación, quizá: existía esa conciencia de que la poesía era
para recitar. Pero hoy ya nadie piensa en la poesía como un
fenómeno de la oralidad.

–Te quería preguntar por una noción que en la teoría literaria


de la segunda mitad del siglo XX tuvo un notable éxito, la noción
de texto. ¿Es una de esas categorías que introducen un antes y un
después en la historia de la crítica?

–Es uno de los instrumentos básicos, me parece. Pero llega


a ser una especie de comodín, como tantos otros. Este es otro
de los males de la crítica literaria: hay ciertos comodines que
funcionan como un escudo para no pensar. El concepto de
texto es bastante difuso. Yo prefiero no hablar de texto, por el
problema de que es una cosa acuosa o poco precisa. Foucault
decía que el de “obra” no es un concepto serio ni riguroso. El
de “texto” tampoco. Es muy nebuloso, pero necesario. Quizá
haya servido para que uno vuelva a hablar de obra, e incluso
de autor, sin que nadie se moleste.

39
–La idea de texto importa cuando viene ligada a un tipo de
práctica crítica que el concepto habilita. Durante una época de
la historia de la crítica literaria, funcionó como una abreviatura
para indicar que la práctica crítica de la que se trataba no tenía
que ver precisamente con develar un sentido que estaba oculto en
la obra. El texto aparecía como una garantía –no del todo confia-
ble– de que la práctica del crítico es una producción de sentido y
no una investigación de la intención del autor. Hoy estamos lejos
ya de esa situación. Hay una conciencia mucho mayor de que en
la lectura crítica hay algo del orden de la invención, y que difícil-
mente pueda pretender ser interpretación definitiva.

–Por eso uno ahora puede manejar la palabra “obra” con


más tranquilidad. Foucault cuestionaba la sacralización de la
literatura. A la par del otro polo de la cientificidad, la literatura
vive de la ‘mitificación’. Y la idea de autor lleva directamente
a la mitificación. Yo a veces me siento culpable de haber caído
en una especie de mitificación de la literatura. Hacer la apolo-
gía de la literatura es lo mismo que recitar alguna oración en la
capilla: es algo que une, en cierto modo. Hasta en los medios
la literatura está ligada a algún mito, histórico, biográfico…
No quería olvidarme de esto. Cuando uno enseña, tiene que
tomar prevenciones ante los chicos, aunque uno diría, hablan-
do este mismo vocabulario religioso, que es un milagro que
todavía haya gente que se interese por estudiar literatura. Y
plantear este asunto así es como renunciar a la clientela. Pero
me parece que es esencial pensarlo.

40
Derrida

–Cuando hablamos del sentido en literatura siempre estamos


hablando de algo de orden religioso, de la creencia. ¿Cómo eso
juega concretamente en la práctica del crítico? El crítico tiene que
llevar adelante un tipo de política respecto del sentido: ¿interpre-
ta? ¿describe? Podría ser interesante vincular este problema del
sentido en la crítica literaria con una noción esquiva de Derrida,
en su texto “Pasiones”, que es la del “secreto”.

–No está publicado todavía el seminario que Derrida le


dedicó a Henry James, que debe estar poblado de estos pro-
blemas del secreto. Hay una división institucional muy clara:
la literatura no sé si está plegada totalmente a este asunto del
secreto, en la medida en que los textos sí están ligados a una
producción particular, de la lengua y del sentido, por parte de
la literatura. Hay un cierto núcleo irreductible de sentido que
está abierto. No es que sea un misterio: está abierto. El senti-
do de la literatura y del arte está abierto a muchos contextos.
No sé si es un secreto. Uno puede decir ‘¡qué discurso nota-
ble!’, pero también puede convertir esto en el secreto y en una

41
mistificación, ‘el poder del arte’ o ‘el poder de la literatura’,
ese tipo de discursos cuasi panfletarios. La literatura puede
tener secretos, pero la crítica literaria –como también lo dice
Henry James– es iluminista; por lo tanto, está ligada siempre
a un saber. Y donde hay saber, el secreto necesariamente tiene
que retroceder. La crítica literaria nació kantiana, iluminista,
y está ligada a un proceso de saber, de intelección. En cambio,
la literatura puede darse el lujo de excluir esos procesos racio-
nalistas. En determinados contextos, a veces esos procesos son
políticamente desdeñables y entonces la literatura los dice, con
lo cual no es ni más racional ni menos racional. Por eso leemos
literatura: hay cosas que escapan al sentido común general.
Uno lee novelas donde el sentido común no aparece y está
contento con eso; no sé si estaría contento un lector con que
en su vida cotidiana la irracionalidad esté totalmente presente,
aunque de hecho lo está, pero es algo que uno tiende a olvidar
para seguir viviendo, y se cree que todos los fenómenos tienen
alguna explicación racional o lógica.
Parece que, modernamente, la literatura siempre se refugia
o funciona con un carácter cerrado, elitista. El elitismo lleva
a un misterio y si hay misterio tiene que haber un ‘sacerdote’
que explica a los fieles de qué se trata el secreto, pero con la
consigna de que ese secreto, lo último que podría ser, es de-
rribado. Por eso la crítica literaria sí tiene la obligación de no
creer el misterio. La literatura es otra cosa. Esto es importante
para marcar la diferencia entre discurso literario y discurso
crítico, que a veces ciertas manifestaciones contemporáneas
tienden a hacer desaparecer. Me parece que es una mala in-
terpretación de su obra: Derrida tiene claras las fronteras entre
literatura y filosofía, aunque a veces se entremezclan, pero eso
no quiere decir que las fronteras no existan.

42
–Derrida también se refirió, en su polémica con John Searle a
propósito de Austin y la teoría de los actos de habla, a esta idea de
que la literatura es una especie de uso irresponsable del lenguaje,
irresponsable en el sentido de que se aprovecha de que cualquier
acto de habla puede llevarse a cabo por motivos no serios –que
puedo citar, sacar de contexto, con las mismas palabras que uso
para sí hacerme cargo de lo que digo–. ¿Cómo pensás esta noción
de ficción y qué rol te parece que tiene para la crítica?

–Siempre ha habido desde la lógica o la filosofía un tipo de


acercamiento a la idea de ficción. Parece que la crítica literaria
no pudiera pasar por alto la problematización del concepto
mismo de ficción. Pero hay territorios que no estarían dentro
de esta preocupación por la ficción, como la poesía –otro caso
de especialidad de la poesía–. Ahora bien, realmente es un
poco difícil establecer los límites precisos entre la ficción y la
no ficción. Es una reconstrucción a veces ardua determinar
ante qué tipo de ficción estamos, cuál es la relación de la fic-
ción con el contexto o la realidad, como se decía en una época.
Un concepto importante y simple, como muchos de los que
puso en circulación Mukařovský para solucionar el problema,
es que la ficción no es una copia de lo real, sino que siempre
hay una distancia marcada por lo verdadero, menos verdadero,
más falso, menos falso respecto de la realidad. Ese es el nudo
conceptual de la ficción en literatura. No es que toda la litera-
tura sea ficción, como se pueden interpretar ciertos manejos de
Derrida al respecto: la literatura es una institución sui generis
donde la responsabilidad está mitigada o ausente. La ficción
está en cómo la literatura es leída: no puedo hacer responsable
al escritor, ni el texto es responsable por lo que dice. Esto tiene
un grado de alejamiento extremo de la realidad.

43
Narrador, género, valor

–Cuando hablamos de ficción literaria, aparece el narrador,


que tiene que ver precisamente con la enunciación desviada del
discurso literario. ¿Cómo pensás que se puede enseñar a los es-
tudiantes a percibir esa presencia que para un profano podría
resultar medio invisible?

–Si uno quiere transmitir un suceso ocurrido de una mane-


ra patética, evidentemente tendrá que pensar qué lo haría más
patético, narrarlo en primera o en tercera persona. Se elige de-
terminada perspectiva, determinada voz, que es algo que todo
escritor se plantea, porque forma parte del éxito de la narración.

–En relación con esta cuestión del narrador y la posición de


enunciación, hay una categoría de estirpe bajtiniana que tuvo un
impacto muy fuerte dentro de la crítica argentina. Pienso en En-
rique Pezzoni y en Josefina Ludmer, que parecen recuperar para
la escritura literaria algunos rasgos de la oralidad con las nociones
de “voz” y de “tono”.

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–Estamos hablando sobre términos totalmente controversia-
les o que tienen un manejo bastante ambiguo también. ¿Qué
es un tono? Me parece que no hay ningún problema si estos
conceptos se aplican a casos específicos, textos o grupo de textos
específicos, si se especifica qué queremos hacer, qué operación
va a resultar o cuál es el interés de hacer la operación que lleve
por resultado el concepto de “voz”. Ludmer usa la noción de
“tono” a propósito de la gauchesca, que es un género relacio-
nado con la oralidad, la recitación, el verso. Hay una justifica-
ción del uso perfectamente determinada. En la palabra “voz” tal
como se emplea en Bajtín y sus seguidores también hay mucho
de este asunto de la oralidad. Cada vez que uno trata de concep-
tualizar problemas del lenguaje surge la oralidad como lo más
‘obvio’. Hay una relación de la literatura con la oralidad, pero
esa relación es siempre compleja. El mismo Bajtín subsume todo
bajo el problema de la voz, por ejemplo la ideología, algo que
Voloshinov estudió mucho mejor y con más rigor que Bajtín.

–En relación con el vocabulario bajtiniano para analizar la


literatura, nos encontramos con la noción de género. Es una com-
partimentación un poco artificial, que la crítica siempre toma
como recibida, ¿o puede convertirse en una instancia de análisis
productiva? ¿Funciona solo en relación con literatura de inscrip-
ción seriada, como las literaturas populares, o puede tener alguna
función en la llamada ‘alta literatura’? ¿O precisamente la no-
ción de género es una de esas nociones bisagra que muestran cómo
esa gran división no es tal?

–La noción de género es central para la literatura, la críti-


ca literaria, la historia de la literatura; e incluso también hay
ciertos manejos de la crítica literaria que han pasado al análisis

45
de los medios. Algo que a la historia de la literatura le lleva-
ría cierto esfuerzo estudiar a lo largo del tiempo se puede ver
directamente en la evolución de los géneros en sí misma. Es
algo que cualquier espectador de cine o de televisión ve: los
cambios, las mezclas, las cosas que pasan por esa oxidación
o automatización –como dirían los formalistas– de los mis-
mos géneros. Es una herramienta válida, que va de suyo, y
no solamente para la literatura. Todo aquel que la estudia se
encuentra con el problema de los géneros literarios más allá de
la posición teórica que tome. La lectura de los clásicos rusos
y de la literatura popular en Arlt; la literatura policial en Bor-
ges: siempre vas a tener el problema del género. Aunque todos
tenemos claro que la vieja perspectiva sobre el género como
algo rígido ha desaparecido, ante cada objeto de estudio no
es posible desentenderse del problema. Si me estoy ocupando
de Perlongher, hay una historia de la lengua poética antes de
Perlongher, y Perlongher fue una inflexión en esa lengua. Hay
una comprensión instantánea del poema “Cadáveres”, que fija
el tema de la dictadura como ningún otro texto, pero ¿qué ha
pasado con el género poema? La fórmula te obliga a reflexio-
nar sobre la evolución de la poesía argentina, aunque no hay
que dividir al Perlongher poeta y al Perlongher militante. De
alguna manera hay que plantear el problema del género, y si
no, tiene que estar de algún modo.

–Tiene que aparecer en la discusión crítica, pero nunca funcio-


na como un repertorio de características que uno va a confirmar o
reconocer en el texto, porque lo interesante con los géneros es cómo
las distintas producciones se corren, se organizan, toman distan-
cia respecto de cualquier versión normativizada.

46
–También es productivo estudiar cómo se utilizan los géne-
ros en una situación literaria dada para entender la aparición
de un Borges o un Perlongher. Por lo tanto, me parece que
hacer como un repertorio de características históricas en un
género es esencial para ver cómo pensó el género el tipo de li-
teratura o autor del que te estás ocupando. Así podés meter un
montón de autores que a lo mejor no tienen nada que ver entre
sí en un momento o a lo largo de un eje temporal. No soy
un gran admirador de Moretti, pero me parece deslumbrante
todo lo que él ha pensado en este sentido. El género es espe-
cialmente importante cuando se trata de organizar el análisis
de una serie temática en una masa muy grande.

–Vos te ocupaste también de los géneros populares. Pienso en el


tango, por ejemplo.

–Decir que yo me haya dedicado a eso sería totalmente in-


justo para esos estudios. Pero es algo en lo que uno no puede
dejar de interesarse. La cultura popular es algo que te rodea y
la literatura sabe eso. La literatura tiene vasos comunicantes
con esa cultura, se nutre de ella y forma parte también. Hasta
en el Ulises de Joyce.

–Ya que estamos hablando de la cuestión de los géneros, me


parece que nos acercamos a otro aspecto institucional de la lite-
ratura que son sus costados normativos. Algo que vos enseñás a
partir de esa relación entre norma y valor en el famoso texto de
Mukařovský, que le da ese carácter tan singular a la literatura
como institución.

47
–Lo que me parece más interesante y original de Derrida es
ligar la literatura con la normatividad, con la juridicidad, con la
ley. Hay una correlación bastante interesante con Mukařovský,
aunque no desarrollada con esa contundencia que le permite
Kafka a Derrida. En el sistema de Mukařovský, la norma que
impera es la norma jurídica; es la matriz de todas las normas
o el modelo de todas las normas posibles. La norma estética y
las otras normas son variables. En cuanto al valor, hasta cierto
corte, que uno puede poner en el Formalismo y en el Estructu-
ralismo, la crítica literaria estaba ligada al juicio, algo que hoy
hasta las reseñas en los diarios evaden, o hacen una serie de cir-
cunloquios, que todos hemos empleado y en los que los buenos
lectores leen tus secretas intenciones malévolas. En el caso de la
novela de Piglia sobre Macedonio, La ciudad ausente, yo empleé
todos los circunloquios habidos y por haber para decir que no
me había gustado, más allá de celebrarla como una aparición;
cosa que sintió el mismo Piglia, que se resintió profundamente.
Él entendió. Me sentí como un hereje en ese momento, pero a
mí me gustaba Plata quemada, que me parece más espontánea,
más divertida. Respiración artificial es artificiosa. En cambio
Plata quemada estaba a contracorriente de la época. Ahí me pa-
reció necesario que la crítica expresara un juicio estético.

–Es un juicio de gusto.

–Es incómodo para un crítico literario porque el gusto te


lleva a desnudarte. Es una postura estética, pero a veces una
postura estética está ligada a una postura política. Dirigí una
tesis doctoral sobre los grupos de Florida y Boedo, y todo el
mundo decía: ‘¿Cómo una tesis sobre Florida y Boedo, con
todas las tesis que se han escrito sobre Florida y Boedo?’. Es un

48
sistema de gusto el que dice que en crítica literaria no se puede
hablar ahora de Florida y Boedo, que ha sido dicho todo y no
hay nada más que decir. Esto es un juicio de valor estricta-
mente académico. Entonces la tesis intentó convertir a Boedo
en una vanguardia al mismo nivel que la otra, en contra de las
lecturas tradicionales que siempre ponen a Florida en un pla-
no de superioridad estética y de innovación. Inmediatamente
uno puede decir que ahí había un gusto por Boedo, pero no
es solamente un problema de gusto: inmediatamente surge lo
político atrás, es inevitable. Pero a diferencia de la crítica pe-
riodística, la crítica académica tiene un horizonte de cientifici-
dad o de objetividad más marcado; trata de que los conceptos
sean lo más refinados posible.

49
Objeto de imaginación y gusto

–¿Qué es un objeto de la crítica? La crítica literaria recorta,


configura, arma su objeto y ahí hay un momento de mucha aper-
tura en el trabajo de la crítica: el objeto no le viene dado, hay
que hacer todo un trabajo de elaboración, de configuración de ese
objeto de estudio.

–La crítica literaria académica o la investigación no reci-


ben objetos en bruto a partir de los cuales crearían como una
plastilina; reciben objetos con una historicidad más o menos
propia. O sea, reciben objetos que han sido ya estudiados, en-
sayados y construidos. La crítica interviene en esos aspectos de
historicidad que tienen esos objetos sobre los cuales va a traba-
jar, incluso en relación con otras disciplinas, otros discursos.
Aunque se trate de un objeto muy contemporáneo.

–Pero a la vez, en lo que dijiste, mostrás que la crítica busca


una chispa de originalidad en eso que ya está dado.

50
–Los lectores contemporáneos, mis jueces, mis pares, inme-
diatamente van a decir: ‘¿Para qué te pusiste a escribir sobre
algo si no dijiste nada nuevo?’. Hablo de la crítica académica.

–Ahí la originalidad depende de la comunidad académica


y la institución de la crítica inevitablemente, un estado de los
pareceres colectivos respecto de aquello de lo cual vale la pena
ocuparse o aquello sobre lo que ya, como vos decías, no hay nada
que decir. Hay un delicado equilibrio entre lo que hay de recono-
cible en un objeto de investigación, en el sentido de históricamente
constituido, fechable e historiable, y lo que hay de originalidad,
innovación o novedad en el planteo. Porque una investigación
también puede resultar forzada o fallida cuando la búsqueda de
la novedad se escapa demasiado de los materiales que la historia
literaria ofrece como soporte.

–¿Por qué alguien elige un tema de tesis? Normalmente,


porque está más o menos en el ‘barrio’ del director de tesis.
Pero interviene un juicio estrictamente académico, en un es-
tado especial de la cuestión en el saber académico. La tesis es
un género muy particular, no solamente en el aspecto textual.
Está ligada con otras cosas: con momentos del estado de una
cuestión particular, con otro estado del campo cultural más allá
de lo universitario. Es un género bastante complejo en el que la
innovación parece bien vista, pero por otro lado puede llevar al
abismo. Por lo demás, la crítica académica basada en gustos no
es un tipo de crítica que me interese. Por ejemplo la crítica de
género, que parte de un posicionamiento, de un ‘gusto de géne-
ro’, de toda una elección de vida que es sostenida no solamente
por esa elección de vida, sino por la profesión académica. En
los Estados Unidos es así. Yo tengo evidentemente un gusto

51
contrario: no mezclaría mi elección de género sexual. No digo
que no sea lícito hacerlo, pero yo soy de otra época y no lo haría;
no lo he hecho, creo. Hay un circunloquio, supongo: ocuparse
de Perlongher no es una manifestación de elección de género.
Siempre me resisto a esa frase de Barthes: “En lo que escribe,
cada uno defiende su sexualidad”. No la puedo pensar. Uno
defiende su sexualidad, su politicidad, miles de cosas defiende.
Pero este tipo de crítica del que hablo defiende notoriamente su
propia sexualidad de forma manifiesta. En realidad, la sexuali-
dad se defiende en muchos planos; no solo, paradójicamente, en
el plano de la sexualidad misma. Hay logros y conceptos impor-
tantes, como el mismo concepto de género. Siempre propon-
go el ejemplo de Cortázar cuando habla de “lector-macho” y
“lector-hembra”: solo lo puede decir en determinado momento,
cuando esta metáfora de los machos como cosa activa, positiva
y valorada era una cosa corriente, y nadie pensaba que era ma-
chista adherir a esta idea, o recitarla, como hizo buena parte de
la crítica argentina. El feminismo y el concepto de género me
permiten leer eso de otro modo.

–Me parece que lo que tiene de interesante la crítica acadé-


mica –no lo veo como un demérito, como se podría pensar en
un primer momento– es que la cuestión de gusto se colectiviza
en un punto. Desde afuera de la academia, esto se suele pensar
como el carácter gregario del gusto académico, ‘el gusto de Puan’.
Pero esto me parece muy productivo, porque rescata esa aspira-
ción a la universalidad que estaba desde el principio en la idea
kantiana de juicio. En el marco de esa aspiración funcionan la
retórica, la argumentación, las estrategias para convencer en
la crítica literaria. La tarea del crítico es encontrar la manera
más refinada, compleja y elaborada de sostener ese juicio de

52
modo que pueda ser aceptado y compartido sin resquemor por
la mayor parte de la comunidad de la crítica académica con-
temporánea. Y me parece que la cuestión de la crítica de género
se puede pensar en relación con eso. La noción de género es un
tipo de elección de gusto que ya no se piensa como personal. Al
convertirse en una categoría de análisis, en una categoría de la
crítica, la noción de género crea un colectivo, y así se transforma
en militancia académica –no solo política: militancia de una
práctica de lectura, por ejemplo– en relación con un problema
social mucho más amplio.

–Mientras hablábamos de esto, pensaba en algo que dice


Mukařovský, con una elegancia teórica notable y que siempre
me pareció genial, sobre el problema del mal gusto. Lo trata
de una manera objetiva, a partir de la mala elaboración del
artefacto. Me parece ideal para manejar esto que resulta tan
controvertido. Cuando algo está mal terminado, es algo que
todo el mundo puede sentir: una torta ladeada y con gusto a
harina, por ejemplo.

–Es más fácil darse cuenta con las tortas que con las obras de
arte.

–Yo era un melómano en una época. No podía decir ‘esto


está mal compuesto por esta razón’, pero es algo que podía sen-
tir en la eficacia musical. Un lector con cierta competencia pue-
de detectarlo en la literatura. El crítico académico, que escribe
para sus pares –para los jueces pares–, está todo el tiempo con
las luces encendidas tratando de no caer en la abominación de
estas cosas donde el gusto es muy marcado. Salvo en estos sesgos
últimos, o no tan últimos, de la crítica militante. No sé cuál es

53
el futuro de la crítica queer. Depende de cosas que no tienen que
ver exactamente con la literatura de tipo queer o con la mirada
queer sobre la literatura: depende de otras cosas, sobre las cuales
uno no puede sentenciar absolutamente nada. Modernamente,
como residuo de la vieja profesión crítica que todavía funciona
o es necesario, el problema del ‘gusto’ se ha trasladado a las edi-
toriales. Las grandes editoriales tienen lo que llaman “lectores”.
Es uno de los pocos lugares donde uno podría pensar que la crí-
tica, tal como siempre funcionó, sigue funcionando. A la gente
que hace informes de lectura se le exige justamente el gusto,
la representación de un tipo de lector al cual la obra sobre la
que está informando pertenece. Nadie es informante de lectura
toda la vida; me parece que es algo residual por lo errático de la
actividad. Pero en esos informes hay todo un análisis: textual,
contextual, de público. El juicio de gusto está ahí presente toda-
vía como residuo. Hay gente que practica la crítica en un sentido
de investigación que para ganarse la vida ha hecho eso tempo-
rariamente; entonces, tiene que cambiar de esquema, porque es
totalmente diferente.

–En el negocio editorial, las cosas también cambiaron mucho.


Esa manera de pensarlo todavía remite a ese momento en el que
los escritores mandaban originales a la editorial y la editorial
tenía que decidir –ahí estaba ese momento de juicio– qué de eso
valdría la pena publicar con los criterios del caso. La industria
editorial, más recientemente, tiende directamente a producir el
objeto de que se trate, literariamente hablando. Me han contado
que ahora el editor más bien lleva a cabo una especie de tarea de
exploración que tiene que ver con descubrir la posibilidad de un
texto que todavía no existe y que el editor va a ayudar a escribir
de todas las maneras que se te ocurran. Por ejemplo, alrededor de

54
estas nuevas celebridades, como los youtubers: un editor detecta
la popularidad de este personaje e introduce entre sus posibles
intereses la cuestión de la escritura literaria, normalmente a car-
go de un escriba con el que el youtuber conversa o que accede a
los materiales del youtuber y los recicla en algo legible. Ahí ya
no habría intervención ninguna del gusto, en el sentido en que
hablábamos.

–Pero en materia de literatura me parece que todavía la cosa


es un poco más tradicional.

55
Teoría literaria, sociología de
la literatura y estudios culturales

–Ahora me gustaría hablar de los modelos interpretativos:


¿cómo operan en relación con el trabajo de la crítica? Por un
lado, no hay quizá trabajo más singular que el de la lectura in-
terpretativa con un texto literario concreto: siempre es uno y a su
manera único, más allá de que podamos inventar distintas estra-
tegias de clasificación y ordenamiento, es decir, distintas políticas
de la interpretación, de la reiteración, de la regularidad en la
literatura. Cuando nos acercamos a la teoría literaria, aparece
la cuestión de las escuelas críticas y los modelos interpretativos
con sus conceptualidades características y sus reglas metodológicas.
Modelos que, como dijiste, tienen momentos de alza importante
y luego desaparecen, dejan su espacio a otros, en lo que parece ser
una dinámica que le da su volatilidad característica al ámbito de
los estudios literarios.

–La palabrita “modelo” tiene relación con la ciencia. Viene


del estructuralismo, y por eso ahora no está tan presente. En
los años setenta y ochenta se usaba en sentido fuerte, incluso

56
como metodología, y funcionaba. El “modelo” aparecía aso-
ciado a la lingüística y a la semiología.

–Es un problema ligado a esa aspiración a la cientificidad o


al rigor, como decías, y también al desarrollo profesional de la
crítica literaria, que históricamente había sido una actividad
más vinculada con el gusto, con lo personal, con cierta forma-
ción individual. Tiene que ver con la expansión de la forma-
ción en estudios literarios y en crítica literaria, que dejan de ser
asuntos de una pequeña élite que mediaba entre los escritores y
el público en general en los periódicos, para formar parte de una
‘ formación superior del carácter’ que aspira a la masividad,
comparada con la demografía anterior de la crítica literaria, y
que luego se profesionaliza. Es el momento en que el acceso a la
educación superior empieza a crecer, en los sesenta, que coincide
con el desarrollo como disciplina de la teoría literaria. Por un
lado, está la voluntad de acceso a cierta dignidad epistémica
de los estudios literarios, a que se los tome en serio dentro de la
formación universitaria; y por otro, la masividad creciente de
la formación en crítica literaria. Hoy estamos en otro escenario.
En los años setenta y ochenta, la aspiración epistemológica de
los modelos tenía todavía como objetivo la ciencia natural. Hoy
creo que un modelo tendría que cumplir al menos con dos ta-
reas: por un lado, ‘protocolizar’ los estudios literarios, pero en el
sentido en que uno habla de ‘protocolos de atención médica’, de
un conjunto de ‘ buenas prácticas’; por otro, tratar de desarrollar
un vocabulario común para nuestras prácticas. Tengo la impre-
sión de que ahí se da como un intríngulis fundamental de la
crítica argentina, que vos estudiaste en “La crítica argentina y
el discurso de la dependencia”, incluido en tu libro Críticas. Lo
que le da su razón de ser y forma parte de las condiciones más

57
fundamentales de la madeja entre cientificidad y política en la
crítica argentina es la creencia generalizada en que la crítica
nunca va a poder definirse epistemológicamente por la natura-
leza constitutivamente histórica y política de sus materiales y de
sus propios procedimientos. De todos modos, es una madeja muy
productiva.

–La palabra “productivo” la pondría más literariamente en el


sentido de la urgencia de novedad de la crítica literaria. A mitad
de los años ochenta, además de la cosa lingüística, yo subrayaría
el interés por el modelo sociológico. Antes había habido un in-
tento con Adolfo Prieto, en su momento, más tradicional, y con
David Viñas, que muchos ven como deudor de Arnold Hauser
y otro tipo de sociología; sin olvidar por supuesto el marxismo,
un paradigma plenamente incorporado en toda la crítica argen-
tina. Pero en los años ochenta aparecen otras sociologías; uno
de repente ve el caso de Pierre Bourdieu, puesto en tándem con
Raymond Williams, que es el énfasis que le dieron Sarlo y la
revista Punto de Vista durante un momento bastante extenso.

–La alianza entre la sociología y los estudios literarios después


en cierta forma se disolvió de una manera singular. Había gente
que provenía más del lado de los estudios literarios y otra más de
la sociología, que montaron un proyecto intelectual común alre-
dedor de Punto de Vista. En los recorridos posteriores de los in-
tegrantes del grupo, por un lado uno encuentra una sociología de
la cultura muy desarrollada en términos de programas de investi-
gación de mucha importancia todavía, independizada completa-
mente del ámbito de las Letras, sin tanto interés en la literatura y
en la teoría literaria, aunque bastante más soft que la vieja tra-
dición sociológica que un crítico más formalista podía denunciar.

58
En la sociología de la cultura contemporánea hay mucho más
espacio para aquello que en los años ochenta llamábamos teoría
literaria. Pensemos en la difusión del pensamiento de Foucault,
Derrida, Deleuze, que hoy están mucho más presentes dentro del
trabajo de los investigadores en ese ámbito; eso era inimaginable
en los ochenta para el proyecto de Punto de Vista.

–Hay ciertas corrientes dentro de la crítica argentina que


son episodios, tal vez menores, sin demasiada fuerza, que in-
tentan proponer modelos con cierta petulancia y prepotencia,
pero que, en definitiva, parece que se funden, desaparecen,
no siguen. Se leía a Althusser mucho antes del Proceso. Si
es cierta mi hipótesis sobre las apetencias cientificistas de la
crítica argentina y esa permanencia de la política y de la pre-
ocupación de orden sociológico, Althusser aparecía como un
desiderátum. Pero eso quedó ahí; no me atrevería ni siquiera
a llamarlo un capítulo de la historia de la crítica.

–En la salida del Proceso, como vos decís en tu artículo “La


crítica argentina y el discurso de la dependencia”, las cosas están
barajadas de otra manera. Ahí la teoría literaria vino un poco a
nombrar esa búsqueda sostenida de profesionalización, de rigor
dentro de la crítica, pero al mismo tiempo elaborando especial-
mente el hecho de que los estudios literarios no pueden ser ciencia.
Eso que aparecía antes como un defecto, ahora aparece como parte
de las condiciones del ejercicio de la crítica. Es el momento del se-
minario de Josefina Ludmer “Algunos problemas de teoría litera-
ria”, de 1985, cuya transcripción publicó Annick Louis. Ludmer
invita a dictar una clase del seminario a Walter Mignolo, que lle-
vaba ya mucho trabajando afuera y en ese momento estaba toda-
vía enfrascado en una perspectiva de análisis semiótico-cognitivo

59
de la literatura (un Mignolo anterior al de la crítica decolonial);
y en la clase siguiente Ludmer lo defenestra diciendo: “¿De qué
comunidad científica me viene a hablar si acá no tenemos nada,
no tenemos acceso ni a la bibliografía?”. Se ubica en un lugar
completamente distinto respecto de la vocación anterior de cienti-
ficidad y dice que lo que los críticos literarios hacemos es política
de cabo a rabo, pero política específica, no política en general. Me
parece que eso define perfectamente la manera en que se terminó
de conformar el discurso de la teoría literaria en esos años, y ex-
plica el sex appeal de la teoría literaria también.

–Eso explicaría también, aparte del silenciamiento total de


cualquier corriente relacionada con el marxismo, el retiro de
Althusser. Hoy solo lo leemos con Rancière, que lo considera
una teoría elitista, no igualitaria. La teoría althusseriana de
la ideología era muy criticada desde el comienzo, pero a mí
siempre me había fascinado, sobre todo porque aparecían la
preocupación sobre el sujeto y el lacanismo. En Althusser con-
vergían varias líneas notables de la crítica argentina: el estruc-
turalismo, el marxismo y el psicoanálisis. La crítica argentina
es un revuelto de esas tres corrientes, que, juntas o separadas,
han dominado algunos tramos de su reciente historia, que co-
mienza por suerte a ser estudiada. No sé si relacionar con la
sociología de la cultura ese experimento más bien fallido –en
el mundo entero, pero particularmente en la Argentina– que
fue el boom de los estudios culturales. Es algo con lo que no
pude explicarme qué pasó. Hay en Latinoamérica un rechazo
no de la escuela inglesa de Birmingham, que sí entra a formar
parte de una especie de canon, sino de la preponderancia que
los estudios culturales tuvieron en los Estados Unidos, que los
hicieron profundamente sospechosos.

60
–Uno ahí tiene la impresión de que está ante una especie de
doxa, de modelo estándar generalizado de alcance global, y que
además permite que los críticos literarios se entiendan con gente
que pertenece a otras disciplinas en distintos lugares del mundo a
partir de las claves que ofrece ese perfil disciplinar. Pero esto tiene
como consecuencia el carácter vacío del contenido metodológi-
co de los estudios culturales. En el libro de Lawrence Grossberg
Estudios culturales en tiempo futuro, de 2010, hay un lu-
gar común reiterado, que es que los estudios culturales estudian
lo concreto en su concreción, lo singular en su singularidad, la
coyuntura en tanto coyuntural, evitando cualquier pretensión
de abstracción, de regularización, de establecimiento de méto-
dos alejados de las prácticas concretas. Pero, como decías vos,
siempre hay en juego una teoría más o menos elaborada, más o
menos compleja; es una posición imposible, o vacía, la que busca
el estudio de la coyuntura por los rasgos de la coyuntura misma, y
de hecho la ‘coyuntura’ sería la herramienta teórica radicalmen-
te abstracta y no coyuntural de este tipo de pensamiento. En la
historia más local, los veo como otra vía que quedó en la nada,
aunque hubo un momento de gran explosión y debate interno,
hacia mediados de los años noventa.

–A mí lo que me asustaba y me molestaba era precisamente


esa concreción. No digo que los detalles no sean importantes
en la crítica literaria: se puede hallar ciertos detalles que pasan
desapercibidos y que son importantes, pero no sobre la base de
la mera facticidad de la coyuntura. Para explicar la coyuntura
se necesita siempre algún tipo de pensamiento un poco más
amplio. Aunque hay ciertos procederes, no sé si venidos de los
estudios culturales, que sí me parecen legítimos y productivos.
Por ejemplo, estudiar el fenómeno de Alfonsina Storni, como
hizo Delfina Muschietti, en relación con la imagen de la mujer

61
en las revistas de divulgación masiva de la época, me parece
que es absolutamente válido. Es un procedimiento que incor-
pora ciertos elementos coyunturales, que no son exactamente
literarios pero tienen que ver con lo literario. Así, ese objeto,
‘Alfonsina Storni’, ‘poesía femenina’, ‘escrituras de las mujeres’
o como quieras llamarlo, funciona de otro modo.

–Los estudios culturales tuvieron que ver con cierto cuestio-


namiento del formalismo dentro de la crítica, y una apertu-
ra sin duda valiosa a otras cuestiones que no tuvieran que ver
con el estudio exclusivo de la obra en sí. Al mismo tiempo, los
estudios culturales buscaron no exponerse al tipo de legitimación
que el saber de las ciencias sociales seguramente les habría re-
querido en aquel momento. Es una posición un poco imposible,
aunque interesante, a medio camino entre los estudios filológicos
más centrados en la obra y estándares muy diferentes de legiti-
mación de la investigación en ciencias sociales. Lo que a mí me
resulta más interesante es por qué de pronto una denominación
disciplinar o una moda teórica como los estudios culturales cuaja
o no en determinado ámbito: en los Estados Unidos y en Brasil
sí, y acá no. ¿Por qué pasa eso? Yo pienso que lo que ocurrió acá
es que cierta parte del camino, que permitieron hacer los estudios
culturales en otros ámbitos, estaba bastante recorrido en el ochen-
ta y cinco. Cuando Ludmer dice en su seminario de ese año que
lo que nosotros hacemos no es ciencia, es política, pero política
específica dentro de los estudios literarios y no política general, y
hace incluso una especie de reivindicación identitaria, diciendo
que habla precisamente desde la posición de dominado, como
mujer, judío, negro, proletario, se está posicionando donde se po-
sicionaron los estudios culturales. Está hablando desde ese lugar,
pero con la bandera de la teoría literaria, no con la bandera de

62
los estudios culturales. Es la teoría literaria la que en ese momen-
to le permite hacer eso en el ámbito local.

–Pero a veces se suele olvidar que en la Argentina nunca


la crítica literaria tiene todo ese costado político que sí tiene
en Latinoamérica, si uno piensa en tipos como Mariátegui.
Todo ese aspecto que se podría citar en la palabra “cultural”
sí estuvo muy presente. Beatriz Sarlo, en los años setenta,
en la revista Los Libros, decía que la crítica literaria de algu-
na manera tiene que ocuparse y considerar los medios masi-
vos de comunicación. Ya había toda una corriente muy pa-
recida a los estudios culturales. Tanto Ludmer como Sarlo
están diciendo eso. El mismo libro de Sarlo sobre la literatura
sentimental por entregas, El imperio de los sentimientos, era eso.
Ahora, siempre recuerdo que Ludmer criticaba este tipo de tra-
bajos porque en la lectura hay toda una serie de cosas que no
las hizo directamente Sarlo; tenía informantes. No sé si esto
es verdad, pero de todos modos sería una nueva manera de
trabajar este tipo de objeto tan particular. Yo no le reprocharía
eso, porque hay cierto tipo de investigación que requiere de ese
trabajo en equipo. Pareciera que criticar esto es adoptar una
figura del crítico ideológicamente controvertida: el sujeto que
solo piensa, no el sujeto que dirige un grupo de investigación.

–Ahí se ve la fuerza que tienen a veces las tradiciones crí-


ticas nacionales. Pienso en una figura como David Viñas, que
le da a la crítica literaria argentina esa clarísima vocación por
pensar la literatura en relación con la política y con la sociedad
argentina, y al mismo tiempo un estilo ensayístico muy fuerte,
muy personal. La tarea que hace un intelectual individualmen-
te, personalmente, tiene que ver con una tarea de escritura, pero

63
al mismo tiempo está intrínseca y constitutivamente ligada con
la política. La teoría literaria vino a resolver eso en los años
ochenta: permitía disponer de una conceptualidad que se podía
compartir y se podía enseñar en la universidad, y al mismo tiem-
po le daba cierta sensibilidad o alcance político a la literatura.

–Cierto. Foucault y Lévi-Strauss son grandes escritores en


un sentido no sé si literario, pero bastante reconocido. Ciertos
aspectos de la teoría y la crítica literaria entran así en otro
dominio, porque si no, pareciera que todo le viene a la crítica
literaria de afuera. Toda esta irrupción se veía antes como pos-
modernidad, otro tópico que cayó.

–Era una acusación que venía muchas veces desde las ciencias
sociales respecto de lo que se hacía en Letras. Ahora todo esto
cambió completamente, porque dentro de las ciencias sociales la
referencia a los autores que entonces se calificaba como posmo-
dernos sin que lo fueran, como Foucault o Deleuze, se volvió
absolutamente habitual.

–Todo esto ha dado por resultado cosas antes bastante ines-


peradas: hoy un historiador o un antropólogo aceptan que su
tarea tiene que ver con el discurso, con todo lo que eso implica.

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Circulación de las teorías

–Ya que hablábamos de los modelos, aquí aparece también


el tema de la ‘ importación’, que sin duda fue un problema muy
político también dentro de la historia de la crítica argentina, con
las acusaciones, hasta bien entrados los años ochenta, de servirse
de modelos que venían marcados por el imperialismo cultural.
Vos en tu artículo del ochenta y cuatro –“La crítica argentina y
el discurso de la dependencia”, que apareció ese año en la revista
Filología– cuestionabas el modelo dependentista para pensar la
investigación universitaria, y me parece que fue uno de los pasos
habilitantes para lo que pasó después en los años ochenta, la gran
época de reconstrucción del comercio con las corrientes intelectua-
les internacionales.

–Eso cambió. Perdón por la anécdota –mi pasión por la


anécdota–. En los años ochenta en todas las universidades
argentinas se comenzaron a hacer concursos. Nos llamaban
para ejercer como jurados de las más diversas especialidades
de la literatura. Creo que nunca más volví a viajar tanto como
entonces. El miedo y el pretexto de los concursantes hasta ese

65
momento era cómo acceder a la bibliografía. La excusa era:
‘Acá no llega nada; no tenemos sino lo estrictamente necesa-
rio’. Hoy a nadie se le ocurriría decir eso, gracias a Internet y
las bases de datos. Se ha producido una mundialización de la
crítica o la teoría literaria, y un intercambio generalizado, en
la profesión de enseñar literatura, o crítica, o teoría literaria,
con los centros europeos y regionales. Ha sido un cambio
absolutamente notable y definitorio en la crítica argentina. El
cambio ha sido tan espectacularmente vertiginoso –porque
son dos momentos no tan alejados en el tiempo: yo soy viejo,
tengo toda una carrera de años, pero no son tantos en la his-
toria de la literatura; no son nada– que todavía no ha podido
ser estudiado.

–La circulación de la bibliografía y de las corrientes intelec-


tuales dentro de la crítica estaban asociadas con los viajes y las
migraciones de los intelectuales. Uno piensa por ejemplo en la
importación a la Argentina de filólogos del Centro de Estudios
Históricos de Madrid, que terminaban dándole el cariz peculiar
a las escuelas críticas nacionales. Esto ya no tiene ningún sentido
ahora, cuando hay una circulación generalizada. La profesio-
nalización de cualquier disciplina tiene que ver con el estable-
cimiento de ciertos vocabularios más o menos estandarizados,
comunes. Esto se podría pensarlo hoy a nivel mundial respecto a
los estudios literarios. Pero hoy se puede reflexionar un poco más
sobre las inscripciones locales del pensamiento crítico y de la teo-
ría, no solo la literaria. Se ha venido hablando de la ‘teoría desde
el sur’ o la ‘epistemología del sur’, con la idea de que en los con-
textos antes llamados periféricos o del Tercer Mundo se fue dando
una producción intelectual que vendría a disputar el predominio
anglosajón o europeo.

66
–Hoy ya no se vería a un importador intelectual como un
mercachifle que trata de apoderarse de una mercancía y ven-
derla para obtener un provecho, como era usual en el ima-
ginario cultural argentino. Además, Estados Unidos, el país
capitalista por excelencia, es un importador de teoría en las
Humanidades, y sin remordimiento. Sin embargo, en la Ar-
gentina, parece que eso causa todavía cierto escozor político.
Y la cercanía de la universidad argentina con la política es más
estrecha que en la academia norteamericana, aunque aquí han
pasado muchas cosas en los últimos años.

67
La tesis universitaria
más allá del claustro

–¿Qué te parece que pasa cuando tiende a masificarse no solo


la enseñanza de Letras sino también la investigación formal? Por
ejemplo, el aumento de la cantidad de tesis de doctorado dentro
de la disciplina de los estudios literarios, que por supuesto tiene
que ver con condiciones coyunturales relativas al financiamiento,
a las becas y a las políticas de ciencia y tecnología. ¿De cuántas te-
sis habrás sido jurado? ¿Notaste un cambio, a lo largo de los años,
entre la manera de entender la teoría, la crítica y la investigación
en las tesis tradicionales, que históricamente eran, al menos en la
Argentina, la clausura de toda una trayectoria intelectual, y la
forma de las tesis de hoy, cuando la investigación está plenamente
integrada con la enseñanza universitaria y tiene unos tiempos
completamente distintos? Las tesis se escriben hoy entre los veinte y
los treinta años, y son algo enormemente generalizado.

–¿Qué hacía un profesor de literatura argentina cuando


yo estudiaba? Publicaba un libro o algún artículo, pero no se
lo veía como investigador. Hoy me parece que el asunto ha
cambiado, y ya se ha naturalizado el doctorado. De repente,

68
con los ires y venires surrealistas de la política argentina, el
esquema falla porque no hay suficientes becas, pero que sea
un escándalo quiere decir que hay un camino ya formado sin
vuelta atrás en el amplio espectro de las universidades nacio-
nales argentinas. Pero se han mitigado las periódicas catástro-
fes que forzaban la expulsión de los investigadores y profesores
de la universidad. No digo que no haya discriminación, pero
está mitigada. Me parece bien que haya proliferación de tesis
porque muestra que la enseñanza y el aprendizaje en la uni-
versidad se han vuelto adultos por una vez. El gran peligro de
la proliferación es el de las tesis en los Estados Unidos, que es
como una fábrica de embutidos. Es todo un desafío, porque
continúa la expectativa de que aparezca la gran tesis. El inves-
tigador ha tenido tantos años de estudio, ha hecho tantos pos-
grados y ha hecho su tesis, pero no todas pueden ser grandes
tesis porque la originalidad es un bien muy preciado que no
se fabrica todo el tiempo, aunque haya tesis muy bien hechas.
También es difícil de evaluar en el momento de aparición, por-
que habría que ver qué se propone y qué se produce a partir
de esa tesis; es el gran problema que las tesis comparten con la
literatura: hay grandes libros que se olvidan, que están ahí en
una especie de purgatorio.

–Llama la atención ese rasgo de los dictámenes de evaluacio-


nes de tesis que parece accesorio, pero no lo es, que es la famosa
recomendación de publicación. En ese intervalo entre la tesis, que
se entrega siguiendo los protocolos de los requisitos académicos
formales del programa de doctorado, y el libro se da una línea
divisoria, muy característica de la crítica argentina, en que la
tesis ya va a funcionar según la lógica del ensayo, y no solo de la
tesis académica.

69
–Sería para mí un desiderátum que quien escriba una tesis
piense en todos los protocolos académicos necesarios en cuan-
to a una tesis, pero al mismo tiempo, sin grandes cambios,
piense en un libro. ¿Se puede pensar en un discurso que pue-
da ser leído por el jurado pero además por alguien a quien le
gusta la literatura o está medianamente informado y no muera
en el intento? Entiendo que si alguien quiere hacer una tesis
acabadamente académica, el problema de quien no pertenece
al ámbito académico no es realmente un problema. Pero ¿para
quién se escribe la tesis? Fui jurado del Premio Nacional de
Literatura dos veces. No es un orgullo para mí, porque no
hay realmente un lugar de acuerdo perfecto en un jurado y
ocurren cosas caprichosas. ¿Por qué se recomienda la publica-
ción de una tesis? Un misterio, pero es una práctica, y en la
codificación de la práctica hay algo que se quiere llenar: es tan
importante esta tesis que todo el mundo debe leerla, pero al
mismo tiempo este gesto habla de la conciencia de que el saber
universitario es un saber enclaustrado, limitado, etc., etc. En
los Estados Unidos –no sé acá– hay una cultura universitaria
con sus normas, que no consiste solamente en enseñar y escri-
bir –que sería el prototipo de las actividades de los profesores
universitarios–, sino que pretende interpretar y participar en
la vida corriente, en los fenómenos políticos y culturales más
allá del ámbito académico. Los estudios culturales tienen que
ver con esto: una cultura, la universitaria, que se sabe circuns-
cripta a un ámbito, tiene también pretensiones de intervenir
en un campo más vasto. Los estudios culturales no son una
intervención concreta que haya tenido efecto, cosa que dudo,
sino la pretensión de tener ese efecto.

70
Modos de existencia:
la autorreflexividad, las polémicas

–Hay cierta desconfianza con la “crítica de la crítica”, pero


la fórmula tiene una claridad: cuando la crítica se refiere a sí
misma.

–Lo que genera sospecha es la metacrítica: pensar que la crítica


de la crítica es un discurso superior que se arroga el derecho, desde
una atalaya o una distancia, a describir lo que en el ‘barro’ hacen
los críticos.

–Pero ningún discurso crítico puede escapar de la autorre-


flexión. De todos modos, analizar críticamente los libros y ar-
tículos que se escribieron sobre un tema, las corrientes que hay,
no sería metacrítica.

–El gesto de autorreflexión de la crítica respecto de sus propias


prácticas, sus conceptos y la manera de enfrentarse a un texto
literario es ya un elemento propio de la crítica. No implica ‘subir
de nivel’.

71
–Así es. Siempre me llamó la atención –lo he dicho hace
muchos años– cómo la crítica argentina operaba en ciertos
momentos en los que parecía que había que reflexionar; algo
había pasado en el orden de la política, de la cultura, de la
crítica misma, que obligaba a ver dónde estaba parada la crí-
tica. Como la crítica no era solamente universitaria, todo está
registrado a lo largo de la historia de las encuestas, que apa-
recían más o menos cada diez años, desde la primera, que era
universitaria, pero en la que había críticos no universitarios,
como Masotta –bueno, en el límite–. Es un rasgo idiosincráti-
co de la crítica argentina. Uno lo puede ver hasta en Los Libros
y Capítulo. La crítica siempre está haciendo crítica de la críti-
ca; es una manera de operar y forma parte de sus operaciones
más ‘naturales’. No es la única posibilidad: también se puede
hacer una historia de las posiciones críticas ante determinada
cuestión, o estructurar ciertos rasgos ante una problemática
determinada haciendo teoría. Siempre me pareció que en lite-
ratura la manera de producir o la manera de funcionar es más
o menos polémica, no negociable. Hice un programa en la
cátedra de Teoría y Análisis Literario sobre la polémica. Hoy
no sé; hubo un momento, el menemismo, por ejemplo, en que
no había polémica. Tanto la China Ludmer como Horacio
González decían que no había polémica, y yo pensaba: ¿cómo
no hay polémica? No había polémicas estentóreas, como la
de Contorno contra la revista Sur, por razones que uno podía
intuir o estudiar, pero las polémicas se seguían manteniendo.
Los poetas se seguían peleando: había una revista que se lla-
maba La Guacha, que yo salí a buscar en mis investigaciones
por los quioscos, donde se ponía en tela de juicio a las grandes
estrellas de la poesía argentina.

72
–La encuesta no solo supone el acto de habla de la toma de
posición dentro de un campo conflictivo, sino también la posibili-
dad de inscribir esa toma de posición en algún colectivo, en algún
bando. Tal vez eso es lo que testimoniaba la época de las encuestas
dentro de la crítica argentina, no sé si cerrada ya, dado que hace
unos cuantos años que no hay.

–Estaba pensando si hoy tendría algún valor. ¿Qué aspectos


se pueden encuestar hoy en la crítica argentina? ¿Para descubrir
qué cosa? Porque pareciera que en el mundo académico coexis-
ten internamente muchas cosas. Me cuesta pensar que no exis-
tan esas polémicas que yo llamé alguna vez, bajtinianamente,
“polémicas ocultas”.

–Más allá de que uno tenga o no con quien pelearse, el ejercicio


de la crítica supone dar por cierto algo en un campo de conflicto o
incerteza más o menos generalizados. Tal vez ahí estaría eso que
buscás en las intervenciones críticas, ese momento de desfunda-
mentación y afirmación al mismo tiempo.

–Sí, se podría hacer una encuesta. Se consolidó un saber


universitario profesionalizado, pero la crítica todavía está su-
jeta a cierto personalismo. Cuando uno hace una encuesta,
selecciona a quién le va a preguntar. Todavía seguimos pen-
sando que hay que preguntarles a determinados personajes.
Hoy sería inconcebible pensar quién representa a la crítica en
la Universidad de Buenos Aires o en la Argentina.

73
Instituciones: el mapa de la
crítica literaria argentina

–¿Cuáles son hoy las instituciones de la crítica? Vos hablabas


de las revistas, que son instituciones muy significativas dentro de
la crítica argentina. Hoy ya casi no existen esas revistas especia-
lizadas según el viejo modelo, que hacían un corte mensual o
periódico de los problemas que se estaban discutiendo en el campo
intelectual o en el campo literario local; ni siquiera, casi, los su-
plementos culturales. Los diarios están más ligados a la difusión
de los proyectos editoriales, a la publicidad de algunas visitas de
intelectuales extranjeros, pero no a la búsqueda de elaboración de
las líneas generales por las que se movería la literatura argentina.
Hace unos años, los blogs fueron el foro de discusión a propósito
de la crítica –pienso en la circulación inicial del texto de Josefina
Ludmer sobre “Literaturas postautónomas”–. Hoy cuesta pensar
en un ámbito unitario donde se dan las discusiones; todo prolifera
por todos lados: habrá discusiones en Twitter, Alberto Giordano
publicará en Facebook. Parecería que nos encontramos en una
circunstancia donde no hay un único medio donde se ejerza la
crítica como fueron las revistas y grandes emprendimientos de la
historia de la literatura argentina como Capítulo.

74
–Ha cambiado el concepto de institución de la literatura.
Las revistas siguen existiendo, me parece, aunque el rol es me-
nos destacado. Todavía hay gente, como Giordano –a pesar de
que también publique en Facebook–, que sigue pensando que
es ineludible la ‘institución-libro’, con lo que esto implica: una
editorial, universitaria o no. Eso me parece que está bien: el
libro puede tener distintos formatos, pero como concepto sigue
funcionando, incluso como concepto físico, aunque lo lea en la
computadora o en la tableta. El horizonte sigue siendo el libro.

–Pero uno tiende a hablar más de las revistas, como Los Li-
bros o Literal, que marcaron el pulso de la historia de la crítica
argentina, cuando quiere pensar en un lugar por donde pasaban
más o menos todas las líneas.

–Sí, hoy sería inconcebible pensar eso sobre las revistas.


Pero el libro es un horizonte que sigue siendo apetecible para
todos. Puedo escribir en Facebook, pero ansío que esto que
escribo en Facebook aparezca en forma de libro, sea digital
o en papel. Una idea un poco idealista del libro, cuando el
saber académico se ha orientado no al libro, sino –dejando de
lado la tesis– al artículo y al paper. Se supone que un libro es
una meditación que lleva un tiempo más largo de producción,
mientras que en la vida cotidiana de la crítica de los profesores
que escribimos es el paper la unidad de medida de todo lo que
hacemos, con todos los protocolos universitarios sobre en qué
revista aparece, y que yo entiendo, aunque al profesor Viñas
lo ponían loco este tipo de cosas, si bien él era un académico.
Se ha fragmentado un poco el asunto de cuáles son los pará-
metros de las instituciones literarias tanto en la crítica como
en la literatura.

75
–Sospecho que, para medir el pulso de lo que está pasando
dentro de la crítica argentina, ya no se puede leer solo una, dos o
tres revistas, sino que hay que leer no sé si Twitter, pero Facebook
seguro, algunos blogs…

–Voy poniendo cara de pánico en este momento.

–También algunas notas en suplementos culturales, y después


aquello de que es más difícil de determinar el impacto real: las
revistas académicas.

–Yo diría que si hay una institución por donde pasa el saber
de la crítica, es la universidad. Cuando los profesores quie-
ren escribir un libro piden un año sabático, pero en el fondo
de todo eso está la enseñanza, están las clases. El componen-
te más grueso de la crítica pasa por enseñar y aprender en la
universidad, que sería la institución hegemónica. Por eso el
regocijo de que esa cultura universitaria tenga algunos pará-
metros míos. Frente a los Estados Unidos, en la Argentina la
crítica universitaria parece más reconocida por los que están
afuera, o pretenden o tienen la ilusión de que están afuera de
esa hegemonía cultural en la literatura que es la universidad –y
entonces hablan de un ‘efecto Puan’–. Uno no siente que está
en una burbuja con sus propios preconceptos; simplemente los
actúa y los vive en distintos momentos; son los que intentan
separarse –quizás porque no están tan separados– los que la
delimitan. Esto da por resultado una paradoja: en la medida
en que desde ahí se pueda hablar de la literatura de Puan, del
canon de Puan, uno en realidad puede pensar que la univer-
sidad tiene sus efectos exteriores. No en vano el libro Políticas
de exhumación, de Analía Gerbaudo, empezó por la cultura

76
de Puan, como si no existieran otros centros –y esto no es un
reproche–. Aunque uno olvida que, antes de los años setenta,
el asunto no pasaba por Buenos Aires, sino por Rosario o por
el Litoral: Adolfo Prieto enseñaba ahí, Jitrik enseñaba ahí, Al-
calde enseñó ahí, de ahí salió Gramuglio, sin olvidarme de Ni-
colás Rosa. Ahí ha actuado de una manera más contundente,
más militante, en el plano de la literatura, un Juan José Saer.
Aunque el libro de Gerbaudo está centrado con razón acá,
vale la pena recordar que Ludmer se formó en Rosario con
esos maestros –los “maestros de Contorno”, como dice ella–.
Aunque empezamos hablando de las instituciones y yo me fui
por la historia.

77
La teoría como forma de vida

–Decías que no hay ejercicio de la crítica literaria que no sea


al mismo tiempo un gesto autorreflexivo sobre las propias opera-
ciones de lectura…

–Cuando empecé a trabajar en la Universidad de Buenos


Aires, era un mito compartido por toda la comunidad que
la teoría literaria era un impedimento para el goce estético.
Nunca concordé con eso. En la Argentina, la Facultad de Filo-
sofía y Letras, a fines de los años setenta, otra vez se coloreaba
con el asunto político, y toda teorización era vista con recelo,
porque la teoría de lo que sea, teoría literaria, teoría antropo-
lógica, cualquier tipo de teoría, pone la reflexión en un plano
de generalización tal que ataca o se mete con problemas de or-
den general para una comunidad y con la política misma. Son
puntos bastante complicados para los regímenes totalitarios,
donde la única teoría válida es la que funciona por decreto.
Y en la Argentina, durante el Proceso, ni siquiera había una
teoría válida, salvo un catolicismo trasnochado del siglo XVI,

78
una teoría política sobre las corporaciones, el tomismo, una
ensalada de cosas retardatarias increíbles de pensar.
Frente a una idea de alma bella y de goce estético, parece
que la teoría pone todo al desnudo; es la desnudez del proce-
dimiento. Yo creo exactamente lo contrario: quien se interesa
por un problema de orden estético y es capaz de leer teoría
y de, eventualmente, teorizar algún campo específico, goza
más. El goce, teóricamente hablando, tendría que poder in-
tensificarse en vez de poner una distancia. Cuando uno asiste
con amigos a una película o un espectáculo de cualquier na-
turaleza, todos hablan de la película pero también se inclinan
a teorizar sobre ella. Es la cosa más elemental de cualquier
experiencia estética. Cualquiera puede en algún momento
ponerse a teorizar; los filósofos de café son teóricos insospe-
chados. Entonces no me parece que la teoría venga a sobreim-
ponerse, como creían ciertos trogloditas anglosajones; incluso
un George Steiner.
La teoría nació llena de prejuicios en contra y yo los ex-
plicaría por este grado de reflexión y de generalización de la
reflexión que tiene la teoría. Hay que estudiar más casuística-
mente el estructuralismo, que, con una especie de connatural
ahistoricismo que podría no ser tal, pero que de hecho fun-
cionó siempre así, parece ideal para enseñar teoría. Una teoría
aséptica que no daba cuenta de los contextos políticos y so-
ciales, donde uno podía ‘refugiarse’ y enseñar perfectamente
literatura haciendo análisis a la manera de la “Introducción al
análisis estructural de los relatos” de Barthes, un artículo que
se leía mucho. Ahora, ¿por qué el estructuralismo no tuvo éxi-
to en la Argentina, salvo en algunos lugares, como Córdoba,
donde había una cátedra greimasiana? Incluso aquellos que
enseñaban el análisis sintáctico por la vía de Saussure, Ama-
do Alonso y Ana María Barrenechea, retrospectivamente lo

79
vieron como ‘estéril’ también. ¿Pero por el estructuralismo
en sí mismo, por la teoría sintáctica, o por una mala imple-
mentación de esos principios? Creo que se intentaba hacerlo
culpable de esta especie de castración –estar en contra del
gusto de la lectura, de la literatura, etc.–, lo que me parece
injusto. No es el principio en sí, sino enseñar el análisis sin-
táctico por el análisis sintáctico como se hacía, sin que eso,
que me parece muy útil, reditúe en algún lado, en la escritura,
por ejemplo.

–Una estrategia tuya para provocar a los estudiantes era decir


que vos tenías libros de teoría en la mesita de luz, y que a la noche
te ibas a dormir acunado por Derrida, por Deleuze...

–Eso era un invento mío, una provocación…

– …contra esa expectativa que asocia el placer con el supues-


to encuentro directo con el texto literario, y a la teoría con el
displacer…

–Hay gente a la que le gusta la teoría. Son muchos, por lo


menos en la Facultad de Filosofía y Letras, y adoptan una cá-
tedra en vez de otra porque tiene más contenido teórico. Es un
gusto estético, que funciona como se dice de los matemáticos,
que sienten cuasi estéticamente algún desarrollo límpido. En
la teoría pasa también. En los años setenta, en Francia, en Tel
Quel, con Derrida y otros tantos de la revista como sacerdotes,
la teoría se llegó a convertir en una especie de modo de vida, con
grupos de estudio que eran los lugares de encuentro y de debate.
Derrida siempre los reivindica como los años gloriosos; otros,

80
un poco peyorativamente, hablan del “reino de la teoría”, los
“años de la teoría”, la “demagogia de la teoría”, el “totalitarismo
de la teoría”. El lacanismo, Lacan y sus seminarios tienen mu-
cho que ver en esto. El mismo Foucault se ponía nervioso por
la afluencia a su curso, porque, según él, no le permitía ejecutar
una política de investigación tal como él la quería. Esa ‘subcul-
tura universitaria’ en esos años explotaba; era otra manera de
mirar las cosas y, por lo tanto, de experimentar la vida.
En su artículo “Teoría literaria: una primavera interrumpida
en los años setenta”, Leonardo Funes recordaba las experien-
cias de las distintas cátedras de teoría que aparecieron en los
años setenta y tres o setenta y cuatro en la Argentina. Era un
momento donde la teoría era muy importante. Funes plantea
lo que no fue. Sostiene que hubo una especie de entronización
o de centralidad de la teoría no relacionada con alguna lite-
ratura o algún problema, sino la teoría funcionando tal cual,
como una disciplina académicamente autónoma. Y eso, según
Funes, se perdió. Pero, al mismo tiempo, me parece contradic-
torio que, en ese momento, aparezca la reivindicación de una
acción política, con lo cual me parece, mutatis mutandis, que
Funes está diciendo exactamente lo que siempre digo yo: que
en la Argentina la teoría literaria iba detrás del carrito de la po-
lítica, o entreverada de una manera muy notoria. Sin embar-
go, me parece que no habría que olvidar algo anterior: que el
modo de leer de la crítica argentina siempre tuvo una mirada
muy atenta a las posibilidades teóricas. Nunca olvidó la teoría
para dedicarse solo a la literatura nacional por ella misma, con
una aproximación histórica a los textos, los movimientos y las
literaturas. Dar ese paso de generalización parece ser necesario
a la crítica académica argentina.
Este modo de leer fue inaugurado por Contorno. El exis-
tencialismo y Sartre funcionaban como una grilla teórica que

81
servía para interpretar no solamente la literatura y la política,
sino casi la vida misma. Uno lo puede ver en Carlos Correas,
por ejemplo, o en Masotta, que –uno podría decir muy insi-
diosamente– cambió a Sartre por Lacan. La teoría, también
en la Argentina, formó parte, más allá de la teoría literaria,
o antropológica, o política, de un modo de vivir para cierto
núcleo de gente, no sé si numeroso, pero que llegó a tener
papeles importantes en la vida cultural. Me pareció muy ilu-
minador el último tomo de las memorias de Piglia: ¿cómo un
escritor se gana la vida? Enseñando. El plano académico es
bastante importante en la vida argentina, de una manera di-
ferente de lo que uno puede encontrar en los Estados Unidos.
En los ochenta, en la universidad argentina había una sed de
teoría. Pero frente a ese fervor que antes se había trasladado al
modo de vida o a la vida misma, había en los primeros alumnos
de la democracia un entusiasmo más calmo por la teoría, ya no
ligada a la política, en ese momento de la universidad que a mí,
por suerte, me tocó vivir, porque fue un momento muy gozoso,
donde se abrían perspectivas de renovación y uno se sentía parte
de esa energía de futuro, de toda una serie de cambios. Y uno
también estaba empezando a advertir ciertas disidencias polí-
ticas que no tardaron en establecerse; con el alfonsinismo, por
ejemplo. No era un fervor vital, era un fervor de la teoría por la
teoría, incluso desligada de todo ese anclaje político que tuvo
en su historia argentina, aunque no en todos los casos. Era muy
reciente todo esto como para ser procesado por los que enseñá-
bamos y aprendíamos en aquel momento ¿glorioso?, alegre más
bien, no hay nada glorioso. Fue un cambio notable, quizá no
tan perceptible, pero creo que en ese momento la teoría estuvo
cerca de eso que echaba de menos Funes. Son dos momentos
que habría que distinguir muy claramente en lo que podría ser
una historia de las ideas teóricas en la Argentina.

82
–Vos decís que la teoría literaria está en el ‘gen cultural argen-
tino’, en esa vocación de la cultura argentina, en razón de su po-
sición periférica respecto de los grandes centros culturales mundia-
les, por revisarse a sí misma continuamente para ver si está al día.

–Pero si uno observa qué pasa con los Estados Unidos, que
es nuestro faro cultural, encontramos la misma dependencia
teórica de las ideas francesas, alemanas, etc., etc. Y no parece
tener un complejo ni de inferioridad, o algún nacionalismo que
reivindicar, frente a la circulación de ideas teóricas, más allá de
que a veces sea ridículo que una teoría pensada en un contexto
determinado, para un tipo de textualidad europea determinada
y una serie de problemáticas bastante acotadas, directamente se
traslade al campo norteamericano. Uno lo nota en esos artículos
de mirada muy directa a la teoría que desembocan, como en
una especie de callejón muy estrecho, en algún texto o literatura
vernácula estadounidense, y uno dice: ‘acá hay una fractura que
no se llena, algo que no funciona, ça cloche, hace ruido’.

–Vos viniste señalando la relación directa de lo que parece


desde afuera un cuerpo conceptual bastante abstracto, complejo,
muchas veces difícil de entender, con la política en distintos mo-
mentos de la historia argentina. Y, por otro lado, también una
relación directa de la aspiración de la teoría a cierta objetividad
dentro de los estudios literarios, a cierta distancia crítica relacio-
nada con la profesionalización de la investigación, con los sujetos
concretos, ‘biográficos’, que tuvieron en sus manos el desenvolvi-
miento del pensamiento teórico en la Argentina. Diego Peller, en
Pasiones teóricas: crítica y literatura en los setenta, completa el
razonamiento y sostiene que, si la teoría hay que leerla en los ges-
tos autorreflexivos de la crítica, entonces ella va a estar también

83
en todo gesto de autorreflexión personal, de vuelta sobre sí mis-
mo; y así Peller lee teóricamente los textos semiautobiográficos y
autocríticos de Masotta, por ejemplo, ya que lo mencionamos, y
operaciones parecidas en Literal.

–Parece como que mi pensamiento es que la teoría literaria


debe fundirse o fusionarse con el discurso crítico. Esa no es
exactamente mi posición. Hay momentos en el discurso críti-
co donde es absolutamente necesario, en esas coyunturas que
están marcadas por la historia, un gesto de abstracción y de
generalización, independientemente de sus probables raíces
contextuales, políticas o culturales. Es necesario, en determi-
nada coyuntura, hacer ese esfuerzo de generalización. Estos
momentos de generalización son absolutamente necesarios, no
solamente desde el punto de vista de las ideas teóricas en sí,
sino también de los distintos discursos de la literatura, de la
filosofía y de la crítica literaria.

–La teoría tiene algo de constitutivamente extraterritorial tam-


bién, que la hace como migrante por naturaleza y muy apetitosa
respecto de las elaboraciones intelectuales vengan de donde vengan.

–Es el gesto teórico de Borges, que lee a gente que un literato


argentino no leía. Esta pasión teórica de la que hablaba Peller
tiene en Borges un núcleo interesante, entre la teoría y la lite-
ratura. Otro momento sucede cuando la teoría psicoanalítica
sobre todo, pero también literaria, estuvo funcionando como
acicate de la producción de Luis Gusmán, Germán García, ese
núcleo que estudia muy bien Peller y que estaba en una cier-
ta periferia. Puig formaba parte curiosamente de esa movida.
Uno diría que no tiene nada que ver, pero sí, tiene contactos

84
con ese grupo en su manera de usar la teoría para hacer litera-
tura, una manera un poco más distanciada, en esas notas psi-
coanalíticas famosas de El beso de la mujer araña. Ahí se narra
de otra manera con el instrumento teórico, aunque este ha sido
un tema polémico y no hay una interpretación satisfactoria de
esas notas psicoanalíticas lacanianas. No porque brinden una
riqueza semántica inusitada; al contrario, me parece que ese lu-
gar que tienen las notas, narrativamente hablando, hace ruido,
desencaja, aunque no es la primera vez que Puig utiliza objetos
o procedimientos no narrativos para narrar. Ya en La traición
de Rita Hayworth hay un muestrario de ese tipo de cosas.
A veces la literatura también se une a la teoría; la teoría
no se queda archivada en las aulas universitarias. Uno de los
fundadores de la revista Tel Quel, Philippe Sollers, no era un
académico, y sin embargo en algún momento, todos los aca-
démicos de nota, empezando por su esposa, Julia Kristeva, y
siguiendo por Foucault y Derrida, formaron parte de ella. Hay
una alianza en busca de otros horizontes, aunque todos ellos
eran la quintaesencia del profesor universitario, convencidos
de las excelencias de eso que enseñaban y de las instituciones
de enseñanza-aprendizaje francesas. Había algo que Derrida
no atacaba a fondo, que era la institución. La deconstrucción
sirve para desatar toda una serie de mitos, pero al mismo tiem-
po lo único que no deshace es la institución misma. Sacar cier-
tos textos de su tesis porque no tenían pertenencia filosófica
es arrepentirse de uno de sus principios aseverados una y otra
vez, y marca muy claramente la fe de Derrida, y de todos ellos,
en la institución académica francesa. Bien por ellos.

–A partir de la segunda mitad de los años ochenta, esa sed de


teoría que se había manifestado también en los cursos privados de

85
la llamada ‘universidad de las catacumbas’, se transforma en el
carácter masivo del acercamiento de estudiantes y del público en
general a la carrera de Letras y particularmente a los cursos que
tenían que ver con la teoría literaria, en esos años como resultado
de la reforma del plan de estudios que introdujo varios cursos y
un área completa dedicada a la disciplina en la carrera de Letras
en Buenos Aires. La teoría accede definitivamente a los espacios
universitarios y el pensamiento teórico en la Argentina adquiere
su perfil definitivo y se vuelve hegemónico. No solo las cátedras de
teoría, sino también muchas cátedras de literatura, tenían una
bibliografía teórica muy importante, y de ningún modo los pro-
gramas se organizaban exclusivamente sobre la base del corpus y
la crítica, sino alrededor de un problema teórico. La teoría era
omnipresente. De todos modos, se siguieron dando los coletazos de
un debate respecto de la importación de los modelos, aunque ya
con una idea más clara de que la teoría literaria francesa era algo
también construido en los Estados Unidos. En esta época de pre-
dominio de la teoría, sin embargo, se la piensa exclusivamente a
partir de la posibilidad de importar modelos de lectura, pero siem-
pre para leer nuestro contexto más inmediato. La frase de Nicolás
Rosa, “somos lectores de lo universal, pero solo somos escritores de lo
particular” resume bien esta idea de que nosotros podemos impor-
tar teorías, importar modelos –ahí está ese momento de distancia,
generalización, abstracción de la teoría de que hablabas–, pero
cuando practicamos la crítica, siempre estamos haciendo lecturas
concretas y situadas. Ahí se cobraba venganza el posicionamiento
periférico del aparato de la institución universitaria argentina.
Rosa parece plantear como límite casi trascendental lo que Lud-
mer, en su seminario, hacía depender de la carencia –no tenemos
acceso a la bibliografía, no hay comunidad científica–: podemos
leer lo que queramos, pero cuando nos ponemos a hacer crítica e in-
vestigación, cuando escribimos, necesariamente vamos a tener que

86
leer literatura argentina. Y esto lo confirmaban los cuadros que
formaban las cátedras de teoría literaria en ese momento, que se
dedicaban a investigar sobre literatura argentina.
A mí me llama la atención que esa omnipresencia de la teoría
en la Argentina no haya generado profesores de teoría dedicados a
la teoría, y que a pesar de ello hoy haya un interés por investigar
la teoría literaria argentina de aquellos años –en la producción
de Analía Gerbaudo, de Annick Louis, de Diego Peller– pero que
tiene que hurgar en revistas, programas de materias y seminarios,
desgrabaciones de clases, porque uno no termina de encontrar un
gran libro de teoría, el gran acontecimiento teórico dentro de la
cultura argentina manifiesto en una obra, más allá de la omni-
presencia de la teoría en tus Críticas, en tu libro sobre Felisberto
Hernández, en las recopilaciones de Nicolás Rosa, en El género
gauchesco de Ludmer. Resulta difícil precisar esta omnipresencia
de la teoría en la Argentina en un conjunto de ideas, de conceptos,
de metodologías de trabajo. Aunque que la teoría literaria como
disciplina no cuajara no pasó solo acá –si bien quizás en ninguna
parte fue más evidente que acá.

–Seguramente caeré en lo anecdótico, pero acá, y en los Es-


tados Unidos y en Europa, la teoría ha retrocedido en el interés,
pero no ha desaparecido. En realidad, cuando la gente se decía
teórica en la Argentina, o decía que hacía teoría, lo que estaba
diciendo exactamente no es que se dedicara a la teoría en el
sentido de una producción de teoría autónoma, sino que lo que
hacía era enseñar teoría. En el plan de estudios de la carrera de
Letras de la Universidad de Buenos Aires, que es el culpable
de muchas de las cosas que ocurren en el campo de las ideas
teóricas y críticas, y en cuya cocina estuve, la lingüística –por
supuesto con un correlato con las ideas lingüísticas de aquella
época– está tamizada por el filtro de Beatriz Lavandera; del

87
mismo modo, la idea de Beatriz Sarlo era que, para la litera-
tura, el eje del plan tenía que ser la literatura argentina, y que
incluso las materias de literatura comparada o de historia de la
literatura europea, como Literatura del Siglo XIX o Literatu-
ra del Siglo XX, funcionaran como pilares para comprender
la literatura argentina. Pero en la práctica, más allá del obvio
interés por la literatura argentina y latinoamericana, hubo un
interés muy grande en las literaturas extranjeras, que no se ha
perdido, a pesar de que en el plan de estudios las literaturas
extranjeras estaban como satélite cuya órbita no se entendía
demasiado bien que tenía que ser la literatura nacional. A mí
lo que me maravilla es cómo con ese plan los alumnos hicieron
totalmente otra cosa. Hoy uno le pregunta a un alumno: “¿cuál
es el eje del plan?”. Evidentemente, en la puesta en práctica hay
otros imponderables.
En el plano teórico, una cosa que me llamaba profunda-
mente la atención era el papel que se le otorgaba a la teoría
literaria en el armado de los concursos docentes de las distintas
materias. Era el supuesto, que duró hasta hace poco, de que
la teoría era una especie de gendarme que podía intervenir en
todas partes. Por supuesto, esto no tiene que ver con la teo-
ría literaria, sino con las personas que hacen bajar como un
gendarme a la teoría literaria. La teoría era hegemónica pero
en un sentido bastante político, de política académica. En la
literatura alemana, o en la francesa, puede haber distintas co-
rrientes, distintas interpretaciones, distintas escuelas, distin-
tas personalidades, pero ¿alguien que pueda intervenir desde
afuera, y en un sentido marcadamente jerárquico? Se suponía
que el teórico podía hablar desde un plano general: era el pa-
pel que la filosofía había tenido en una época. En el prólogo
a la reedición de uno de sus libros, Nicolás Rosa se arrepiente
–o le parece no adecuada a las nuevas épocas– de la teoría que

88
él desarrollaba en ese libro; entonces yo muy amistosamente le
llamaba la atención, en la presentación de su libro, no sobre la
extinción, pero sí sobre la pérdida de importancia de la teoría,
su cambio de función, en la frontera o bisagra entre los años
ochenta y los posteriores, cuando los alumnos habían perdido
ese remanente tan político de los comienzos. Rosa lo percibía.
También Ludmer, con ese tono tan particular que tenía, decía
que en el área de teoría ya a nadie le importaba la teoría, que
la teoría había muerto. A mí me parece que no es tan así, sino
que hay como un reacomodo, una reformulación evidente.

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Literatura, crítica, teoría:
problemas en la enseñanza

–Para vos, la enseñanza de la teoría no tenía que partir de


ningún remilgo, de ninguna consideración, del tipo de ‘vayamos
de a poco, dejemos para más adelante lo más difícil’, que muchas
veces es un más adelante que nunca llega porque se posterga. Era
una actitud muy militante, que se notaba en tus clases; decir: ‘este
es el primer curso de la carrera y vamos a leer cosas difíciles de leer,
difíciles de entender y dificilísimas de enseñar’. Señalabas la im-
portancia que tenía que los estudiantes que accedían a la carrera
de Letras frecuentaran y estuvieran familiarizados con estos textos
que, a pesar de su complejidad, sin embargo tenían un rol rector
muy importante en cierto modo de pensar la literatura y la crítica,
y que cumplían una función crucial. Este ‘arrojarse al ruedo’ de
la teoría literaria fue siempre muy característico de los cursos de
Teoría y Análisis Literario, y generaba, respecto de la cátedra y de
la teoría, relaciones de ‘amor-odio’. Había estudiantes plenamente
convencidos por la política de enseñanza de la materia y por la teo-
ría, y otros que asqueados decían ‘yo con la teoría no quiero saber
nada’ y terminaban volcándose más hacia la historia literaria. La
política tuya y de la cátedra respecto de cómo se enseñaba teoría
era: leyendo teoría y sin contemplaciones.

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–Esa enseñanza proponía cierta complejidad, cierta forma
estricta de lectura y de estudio. Esa forma estricta de proceder
no fue solamente la de una cátedra y de la teoría, sino de toda
la carrera de Letras. No creo que haya muchas maneras dife-
rentes de estudiar teoría. Es un vocabulario, y un vocabulario
se aprende así, de una manera compleja, en parte razonada
y en parte intuitiva. Aquí hay algo muy general y acuciante,
para cualquiera que se dedica a enseñar, en el colegio pri-
mario o secundario, que es una decadencia total y absoluta
que yo puedo casi vivir corporalmente. Cuando yo entré a la
universidad, ya habían pasado ciertas polémicas, como la que
oponía educación laica y libre, dos concepciones antagónicas
muy fuertes. Yo soy un hijo de esa discusión, de lo que hoy se
conoce, en una especie de lugar común, por la defensa de la
educación pública. Luego, no sé cuándo, se instaló cultural-
mente lo que yo llamo la ‘teoría del pobrecito’. La universidad
pública da todas las garantías para que cierta idea de rigor en
la enseñanza de Letras funcione. Las carreras de Letras en las
universidades públicas de la Argentina tienen un nivel aca-
démico más que aceptable, muy superior al de las privadas.
Hay un consenso sobre que las carreras de Letras están bien,
independientemente de que tengan más o menos bibliotecas,
o esos parámetros objetivos que mide la CONEAU. En el
ochenta y cuatro, cuando yo empecé a enseñar en la Uni-
versidad de Buenos Aires, había una tierra casi baldía: eso
siempre estuvo en la conciencia de los que participamos de
esos años felices. Era difícil porque además de esa pretensión
de excelencia estaba la experiencia de una universidad abierta
–aunque nunca la universidad es completamente abierta; ahí
está el famoso CBC.
Pero en materia de enseñanza no todo se circunscribe a las
paredes académicas y la cosa es mucho más complicada. La

91
situación me parece desastrosa y no veo que haya una vía de
arreglo. Las últimas reestructuraciones de la escuela secundaria
llevaron al fracaso. Ahora pareciera que el espíritu es que la en-
señanza secundaria tiene que tener buenos maestros enseñantes
que sean realmente competentes. ¿Cómo se hace eso? Convir-
tiendo los institutos de profesorado en universidades. Pero el
Instituto Superior del Profesorado “Joaquín V. González” o el
Lenguas Vivas tienen una historia. Es como si dijéramos: ‘Va-
mos a desterrar todo lo que se hace en Harvard’, como si la
historia de Harvard no sirviera y hubiera que hacer otra cosa
competitiva. Mejorá lo que está; no conviertas una estructura
burocrática –en el fondo es eso– en otra estructura burocrática,
creyendo que la estructura universitaria es per se mejor que la
que puede tener el instituto cuyo designio es formar profesores.

–En tus clases, lograbas que algo que podía parecer muy lejano
–el Estructuralismo Checo, el Formalismo Ruso– se convirtiera
en una materia de afectividad fuerte, de reconocimiento de valor
en lo que se estaba estudiando, de aprecios y rechazos. Llevabas a
la clase el carácter siempre polémico de la teoría…

–Es otra de mis convicciones. Creo que el saber puede ser


polémico en un sentido no convencional. Yo no creo en esa
historia de la lucha a muerte de los padres con sus hijos y las
herencias, un combate que no parece de naturaleza tan san-
grienta como se lo pinta desde el punto de vista subjetivo de
una generación respecto de otra; Lugones-Borges, por ejemplo:
el hijo primero lo ataca a cuchilladas y después se arrepiente
y dice: ‘el genio Lugones, sin él no hubiéramos sido nada’.
Todo ese tipo de pavadas no me parecen nada satisfactorias.
Pero sí en el terreno de las ideas. Me parece que cualquier idea
importante siempre generó algún tipo de polémica o directa-
mente nació de la polémica.
Siempre vi con cierta risa que, en uno de los apéndices de su
libro La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn
diga que muchos investigadores en Humanidades e historiado-
res de las artes le preguntaban cómo desde la teoría de los pa-
radigmas científicos se podía llegar al campo de estudio propio
del arte y la literatura, y él se reía, porque decía que, en realidad,
el motivo inspirador de esa teoría de un paradigma que cae y el
otro que sube lo había encontrado en la historia del arte. A veces
la teoría o la crítica literaria se empeñan en pensar cuál es el pa-
radigma que va a influir sobre ellas, pero el sentido inverso tam-
bién es importante. Y respecto de ese efecto de la enseñanza del
que hablás, cuando uno hace énfasis es eso lo que generalmen-
te cosecha: cuando uno ve que el otro pone demasiado énfasis
aparece toda la teoría de la sospecha: ‘¿por qué este pone tanto
énfasis en esto? ¿Cuál es la razón del énfasis?’. La enseñanza
tiene mucho de teatral, mucho de todos esos efectos frente a un
público. En condiciones de masividad, sobre todo, creo que uno
se tienta y tiene una tendencia cuasi-histérica. Los énfasis vienen
del contacto con muchos estudiantes, una tribuna, a veces. Son
efectos no deseados, que yo no hubiese querido promover, pero
que están en todas esas condiciones en las que uno enseña. En
La Plata, cuando tenía a lo sumo veinte o treinta alumnos, yo
estaba más contento…

–Porque ahí Teoría de la Crítica estaba más bien al final de


la carrera…

–Había una sobreactuación, una hiperinflación teórica: In-


troducción a la Literatura, con una parte teórica; Teoría I, II
y III, y además una Metodología de la Investigación Literaria,
que da Dalmaroni, y después mi materia, Teoría de la Crítica,
que yo siempre confesaba que no sabía qué era; en rigor, no
hay algo así como una teoría de la crítica; hay mucho escrito
sobre qué es la crítica, pero ¿una disciplina académica que jus-
tifique la materia? Yo siempre tuve mis dudas. He enseñado en
miles de lugares, siempre con gran entusiasmo. Para enseñar
literatura, crítica literaria o lo que sea, la condición que tenés
que tener es un entusiasmo tuyo. ¿Por qué alguien se pondría
a leer –habiendo tantas cosas– a Mukařovský, la teoría checa,
salvo para el examen? Ante mi sorpresa, lo leen porque les ha
interesado o les ha servido para algo; ha logrado entusiasmar
a alguien en el sentido platónico: un entusiasmo que va de un
sujeto a otro sujeto. No se puede cuantificar. Para mí enseñar
era eso: la transmisión de un entusiasmo. No sé si en literatu-
ra es todo ‘inenseñable’, pero es dificultoso enseñar literatura,
aunque la ventaja, cuando se enseña en las carreras de Letras,
es que todos están convencidos de que les gusta estudiar litera-
tura, mientras que en el colegio secundario no todos tienen la
evidencia de que la literatura es benéfica y es un valor cultural.

–Eso en la universidad pasa con la literatura, pero no sé si con


la teoría: es más dudoso que a todos los que ingresan a la carrera
de Letras les guste de por sí.

–Pero, bueno, al final se resignan. Según lo que venimos


hablando, este no sería el momento ideal para enseñar teoría
literaria tampoco en la carrera de Letras. Cuando yo enseñaba
en la secundaria, en un colegio nacional, algún alumno me
llegó a decir –siempre hay alguien que, a fin de curso, te dora
la píldora, por las dudas–: “La literatura tenía muy mala fama
entre nosotros y ahora me voy con otra idea; y la mala fama
se ha convertido en buena”. Creo que es el elogio más grande
que me han hecho como profesor de secundaria. No lo dudo
un solo instante, y me acuerdo de la cara del pobre estudiante
y de la frase notable.

–¿Y habrás hecho algo por la fama de la teoría literaria


también?

–No te puedo contestar. He puesto entusiasmo, eso sí, un


énfasis que a veces se puede traducir en ‘no-reflexión’ y entrega
a unos dominios que no son exactamente los de la razón, sino
los de la pasión. La pasión no se puede evitar, ni eludir, y me
parece que es bueno morigerarla. En este sentido, soy conser-
vador. Sobre la enseñanza tanto de la crítica como de la teoría,
se ha comprobado que las dos son discursos muy pasajeros.
¿Cuál es el corpus estable de la teoría literaria? Más allá de las
escuelas o de las tendencias críticas, ¿cómo llegar a cierto gra-
do de generalización admitido por todo el mundo? Creo que
estaríamos horas discutiéndolo. Ludmer decía que no hay una
teoría literaria, hay teorías literarias; no arregla demasiado el
asunto, pero así funciona, aunque no quiere decir que sea así.
En este momento, convencer a los alumnos debe ser un poco
más complicado que en el ochenta y cuatro, y aún que en el
noventa. Entonces había un convencimiento sobre la teoría,
como la generación anterior a la mía estaba muy convencida
de que tenía que estudiar latín y griego, y mi generación y yo
mismo, no tanto.
En la formación de profesores en Letras en la UBA actual-
mente hay un mecanismo en el que la narración está involu-
crada. En las etapas de su aprendizaje pedagógico, el futuro
profesor debe registrar sus avances, sus pretensiones, hasta sus
sensaciones respecto del proceso que ha iniciado, y lo hace a tra-
vés de narraciones escritas que son evaluadas por el encargado
de las Prácticas de Enseñanza. Yo reivindico la narración; me
parece muy importante desde el punto de vista cultural, antro-
pológico, pero no me cabe la menor duda de que el centro de la
enseñanza tiene que estar depositado en el pobre alumno, no
en las experiencias emotivas dignas de narración que, a modo
de enseñanza, tendría que hacer cada uno que emprende una
práctica educativa, salvo que esa crónica o narración tenga su
parte literaria. Dudo de que esto sea efectivo como aprendizaje
de la enseñanza de la literatura. A mí me parece que hay que
cambiar el eje. No digo que el sujeto que va a enseñar no tenga
experiencias, pero me parece que no pasan por ese lado narra-
tivo sentimental. El sujeto es el que va a aprender, no el que
va a enseñar. Todo esto puede ser muy lindo, como una expe-
riencia literaria del alumno de Letras, pero dudo que sea algo
importante para su formación profesional. Hay modos de en-
señanza de la literatura y de la lengua –no solamente de la lite-
ratura– que son bastante objetivos, sin pasar por toda esa fanfa-
rria narrativa.

–¿Te parece que los cambios en el interés por la teoría de los


estudiantes tiene que ver con un vaivén entre los dos polos de
atracción de los estudios literarios: por un lado, la crítica –y
la teoría–, y por otro, la historia literaria, dos tipos de prác-
tica que no se termina de saber muy bien cómo se llevan entre
sí? La práctica de la crítica se centra sobre todo en la tarea de
producir lecturas críticas, y en la historia de la literatura el foco
está más puesto en cuestiones como la periodización y el análisis
de procesos que no siempre se ven en relación con la lectura de
textos puntuales. ¿Te parece que hubo un resurgir de la historia
literaria en los últimos años, frente al predominio anterior de la
teoría, y que es la misma historia literaria anterior al impacto
del pensamiento teórico, o se puede hablar de una nueva histo-
ria literaria?

–La literatura argentina nació de la mano de la historia. El


gesto de Rojas consiste en hacer una historia –de la literatura
argentina– donde para el resto de los mortales no era tan evi-
dente que podía haber una historia. Era un terreno lleno de
yuyos donde la historia del yuyo no tenía ninguna importan-
cia. Por lo tanto, la literatura y la crítica argentinas, a pesar de
los embates de las distintas corrientes, siempre estuvieron bas-
tante ancladas en la historia. Eso fue Contorno, que siguió ese
camino, y todos estamos de acuerdo –hasta nueva revisión– en
que la crítica argentina tiene como padres o maestros a los de
Contorno. Lo que podría haber actuado en contra de eso sería,
en primer lugar, la corriente estructuralista, pero su difusión
es bastante sesgada y no logró desarrollarse, porque fue el mo-
mento del Proceso. Por lo tanto, cuando en el ochenta y cuatro
aparecieron todas estas cátedras teóricas, en Buenos Aires y en
otras universidades argentinas, la enfermedad ya venía con el
remedio puesto, y ya estaban funcionando otras teorías. El li-
bro de Analía Gerbaudo me parece lo más novedoso que pue-
de haber en la inserción de la teoría literaria en Argentina, que
es el interés por historizar esa práctica. No solo en ella; hay un
interés también en la revista Luthor, que es hiperteórica. Esto
me parece lo más distintivo, y así termina entonces de cumplir
con esa especie de ley de que el estudio de la literatura argen-
tina está muy ligado a la historia, aunque también se mezcla
con otras cosas.

97
–El estudio de cualquier literatura nacional, cuando lo nacio-
nal es central, tiende al historicismo.

–Y no olvidemos que lo que uno llama Formalismo Ruso,


que era un protoestructuralismo, al mismo tiempo hacía una
apuesta por un historicismo radical, al menos en sus postu-
lados teóricos. Para concluir, creo que, en la enseñanza de la
teoría, estamos en un momento de autorreflexión; pero ella
tiene que estar permanentemente en guardia contra aquello
que está enseñando, sin que esto implique una puesta en duda
de cada uno de sus postulados. Hay que dar la posibilidad, o el
atisbo de que se pueda pensar –aunque uno esté convencido–,
de que el alumno no estudie teoría literaria como un dogma,
que me parece que es otro de los peligros, por ese afán im-
perial que tuvo la teoría literaria, que se manifestaba en esa
aparición en el jurado de las distintas disciplinas literarias:
el personaje que venía a zanjar todos los problemas como si
fuera el Papa, sin ver que el Papa no es el que soluciona los
problemas de la humanidad, sino que le trae otros.

98
Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Buenos Aires

Consejo editor
Grisel Azcuy
Sergio Castelo
Gustavo Daujotas
María Marta García Negroni
Silvia Gattafoni
Rosa Gómez
Flora Hillert
Raúl Illescas
Hernán Inverso
Virginia Manzano
Graciela Palmas
Jimena Pautasso
Fernando Rodríguez
Ayelén Suárez
Carlos Marcelo Topuzian
Leandro Verdecchia

Subsecretario
de Publicaciones
Matías Cordo
Este libro se terminó de imprimir en el mes de julio de 2019,
en Altuna Impresores, Doblas 1968, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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