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KOHAN, Walter Omar (2000) “La ética como práctica de la libertad: cuestiones para pensar la

formación ética en la escuela.” en Gentili, Pablo (comp.). Códigos para la ciudadanía. La


formación ética como práctica de la libertad. Buenos Aires: Santillana

Capítulo 8

La ética como práctica de la libertad:

Cuestiones para pensar la formación ética en la escuela

Walter Omar Kohan

Contenido
Capítulo 8 ................................................................................................................................. 1

La ética como práctica de la libertad: ........................................................................................ 1

Cuestiones para pensar la formación ética en la escuela ........................................................... 1

Walter Omar Kohan .................................................................................................................. 1

¿Qué ética enseñar? ................................................................................................................. 3

1. Problematizar la ética imperante. .................................................................................. 5

2. Pensar críticamente las cuestiones de la ética. .............................................................. 6

3. Debatir en forma colectiva las preguntas de la ética ...................................................... 7

5. Resistir las imposiciones de valores ............................................................................... 9

6. Generar condiciones para afirmar otros valores diferentes de los dominantes ............ 10

7. Superar dicotomías como teoría y práctica, pensamiento y acción .............................. 10

Una y otra forma de enseñar ética. ......................................................................................... 11

Consideraciones finales........................................................................................................... 12

Tal vez es el momento de preguntarnos cómo llevar a las aulas algunas de las ideas
presentadas en los capítulos anteriores.

La ética ha pasado a ocupar un lugar preponderante en los discursos políticos


contemporáneos; se la usa como la referencia general para identificar el origen la crisis social,
cultural y económica que nos toca vivir. Su presencia se invoca para responder preguntas que
nadie puede responder: ¿por qué tenemos el país que tenemos?; ¿por qué vivimos en una
sociedad tan injusta y desigual? Nunca se han creado tantas comisiones, tribunales consejos

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de ética en hospitales, escuelas, ministerios, empresas, sindicatos y partidos políticos como


ahora.

La ética también ha aparecido como uno de los pilares de las reformas educativas actualmente
en curso. La Formación ética y ciudadana se considera un contrafuerte que atraviesa
longitudinalmente el currículo. Esta situación se ha visto reforzada por las perspectivas
psicogenéticas y constructivistas que sustentan las reformas: la formación en valores debe
acompañar el desarrollo cognitivo de niños y niñas. Desde este punto de vista se presupone
que en los años de la educación básica (y más específicamente, entre los 7 y los 12 años)
tienen lugar en los niños de ambos sexos la formación y consolidación de la conciencia moral.
La formación ética en la escuela subsidiaría ese proceso tanto como el aprendizaje de los
contenidos curriculares de las otras disciplinas. Al mismo tiempo, sería la preparación para la
formación de personas “democráticas”, “responsables”, “tolerantes”. Así, se la presenta como
un medio para la formación política.

Sin embargo, de ética se habla mucho, pero se dice poco. Su omnipotencia discursiva acabó
por trivializarla como problema. En una sociedad en la que todo es ética, nada lo es
específicamente. Se pretende que la ética esté presente en todos los espacios, con lo cual
acaba por no estar en ninguno. No nos referimos simplemente a que la ética deba tener un
espacio diferenciado. Se trata, más bien, de pensar de qué ética estamos hablando; sobre qué
bases político-culturales se establece; qué valores, normas y derechos consagra; cuáles somete
a crítica y cuestionamiento.

Desde el punto de vista educativo, ésta es una cuestión central, ya que de ella depende el
contenido que atribuimos a la ética en el discurso, el currículo y las prácticas pedagógicas. En
efecto, si por formación ética entendemos la transmisión a nuestros alumnos de aquellos
valores presuntamente universales alcanzados por la humanidad (“democracia”,
“responsabilidad”, “tolerancia”, etc.), poco espacio nos quedará para la reflexión moral
autónoma. Si ya sabemos lo que está bien y lo que está mal y simplemente se trata de
transmitir este contenido a nuestros alumnos, la formación ética desaparece como desafío
pedagógico y político para tornarse una mera instrucción moralizante.

Reflexionar sobre una forma diferente de entender y practicar la formación ética será el
objetivo de este capítulo. Entretanto, no vamos a presentar aquí los contenidos de una ética
universal que debe ser transmitida ni los recursos que propicien su traducción en principios
didácticos. Desde nuestro punto de vista, no podemos proponer ningún “cómo” si antes no
personas en el significado de esta práctica pedagógica, en “por qué” y “para qué”
enseñamos ética.

Nuestra propuesta es, en primer lugar, una apuesta al pensamiento. Nos interesa,
fundamentalmente, poder pensar la ética. Como docentes, necesitamos reflexionar sobre
nuestras prácticas, sobre el fundamento y el sentido de lo que enseñamos. También sobre las
relaciones entre lo que hacemos en el aula y lo que sucede fuera de ella. De tal manera, y a
partir de lo expuesto, vamos a pensar sobre cómo y para qué enseñar ética en la escuela.

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¿Qué ética enseñar? Por lo común se considera que enseñar ética significa
transmitir una serie de principios morales que, una vez aprendidos, deben normativizar la vida
de los individuos. Desde esta perspectiva, ética se enseña mediante la transmisión de los
componentes que la constituyen. Siendo así, sólo se aprende una ética cuando ésta es
internalizada por el sujeto del aprendizaje. El docente transmite a los alumnos un conjunto de
contenido morales que deben ser aprendidos, saberes mediante los cuales se definen el bien y
el mal, lo justo y lo injusto, la felicidad y la infelicidad. Esos contenidos pueden variar entre
opciones contradictorias (pensemos, por ejemplo, en enseñar una ética materialista,
humanista, fascista, aristotélica o existencialista). Sin embargo, en este enfoque, la enseñanza
de la ética se reduce siempre a la transmisión de un conjunto de “verdades” inmutables a
partir de las cuales se establece la frontera entre lo necesario y lo prescindible, entre lo
deseable y lo indeseable. La diferencia entre éticas contrapuestas se define a nivel de su
contenido, no de la naturaleza de las verdades que las constituyen, verdades que, una vez
definidas, deben ser aprendidas (o sea, internalizadas) por el alumno.

La ética se transforma así en un espacio donde se mueven a gusto la universalidad y la certeza.


Lo bueno es aquí sinónimo de “verdadero”. La ética se enseña bien cuando una ética para
todos está bien aprendida por todos. A partir de esta ética universal bien aprendida, se
presupone que los alumnos podrán elaborar juicios morales apropiados y adecuados para el
ejercicio de una vida recta. Las formulaciones más elaboradas de esta perspectiva reconocen
que la transmisión de valores y normas, aunque necesaria, no garantiza el aprendizaje de la
ética ni la traducción de sus principios en una práctica moral efectiva. Se destaca así la
importancia de una serie de acciones, rituales, ordenamientos y jerarquías que,
implementadas en la cotidianidad de la vida escolar, van tornando visibles los principios
morales que deben regir el buen comportamiento de los individuos dentro y fuera de la
institución educativa.

En otras palabras, es dentro y en el contexto de prácticas y discursos producidos en la escuela


como los alumnos aprenden el contenido de los valores y normas de “la” ética necesaria.
Aprenden, por ejemplo, a valorar la obediencia, la aceptación, la sumisión, la disciplina, la
docilidad, la competencia, la pasividad frente a la producción de saber y la receptividad frente
a las instancias socialmente legitimadas para ello, la inconveniencia de rebelarse. Y, lo que es
tal vez más significativo aun, aprenden algo sobre sí mismos. En el marco de estas técnicas y
dispositivos, los pequeños tienen una experiencia ética, consigo mismos y con los otros,
marcada por estos valores. Así, los internalizan, los subjetivan, los hacen parte de sí mismos.
Ellos mismos pasan a ser como los valores que aprenden: obedientes, sumisos, dóciles,
conformistas, pasivos. Una de las grandes implicancias de esta modalidad de entender la
relación entre ética y educación es su enorme utilidad social. Además de formar a los alumnos
en los valores que explícitamente transmite, forma personas obedientes, dóciles, sumisas,
individualistas, conformistas, no comprometidas, pasivas.

Podría afirmarse que los riesgos derivados de este tipo de interpretación sólo se presentan
cuando la ética transmitida se fundamenta en principios conservadores y autoritarios. Sin

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embargo, tales implicancias también están presentes cuando se trata de transmitir una ética
con pretensiones transformadoras y revolucionarias. En este caso, y más allá de sus contenidos
o aspiraciones, se enseñará, curiosamente, la desobediencia a través de la práctica de la
obediencia, la rebeldía a través de la docilidad, la actividad a través de la pasividad. En todos
los casos en los que se transita esta alternativa – no importa el color de la ética transmitida-,
una experiencia ética en los valores antedichos atraviesa la vida del aula: se los dice, se los
calla, se los practica, se los respira. Dentro del aula, los alumnos no tienen muchos otros aires
disponibles. En rigor, esta perspectiva reduce la formación ética a un tipo de instrucción
moralizante de dudosa efectividad en la promoción de la autonomía y la libertad de los sujetos
de la educación.

Reducida a mera repetición o aceptación acrítica de los componentes que la constituyen, la


ética nunca llega a ser otra cosa que una mueca de sí misma. En cambio, si la entendemos
como una práctica reflexiva de la libertad, comprobamos que la perspectiva antedicha se
enfrenta, en su formulación, a su propia negación: pretende enseñar ética sin permitir el
desarrollo de las condiciones que hacen posible la práctica del cuestionamiento y la
interpretación, bases de todo pensamiento ético.

Partiendo de un concepto amplio de enseñanza (que no se limita a las lecciones transmitidas


por el docente), muchas son las dimensiones que debemos considerar si aspiramos a pensar
críticamente qué ética se enseña en la escuela y cuál pretendemos enseñar. Algunas de ellas
son: la forma en que se conciben, administran y legitiman los saberes en la escuela; la relación
que se establece con lo verdadero y lo falso; la manera en que se regula la comunicación; las
relaciones de poder que se afirman dentro y fuera del aula.

“Enseñar” significa, de alguna manera, “gobernar” las experiencias que se viven en la


escuela; o sea, estructurar el campo de las experiencias que se desarrollan dentro y fuera del
aula, delimitar aquello que los alumnos pueden percibir, decir, pensar, juzgar y hacer consigo
mismos y con los otros. Así, la experiencia de la ética que tienen alumnos y docentes en la
escuela va mucho más allá de lo que la maestra o el maestro enseñan explícitamente. En el
marco de una serie de procedimientos, técnicas y dispositivos de enseñanza-aprendizaje, los
alumnos tienen una experiencia ética de sí mismos y de su relación con los otros. Aprenden
ética por todas partes. Dispositivos morales penetran capilarmente sus cuerpos. En la
escuela se respira ética.

El reconocimiento del carácter limitado de toda interpretación que reduce la enseñanza de la


ética a la transmisión de su contenido nos obliga a pensar una alternativa.

Desde un punto de vista diferente, podemos entender la enseñanza como una contribución a
la elaboración reflexiva, por parte de los alumnos, de una postura crítica frente a cuestiones
morales significativa de su realidad. En este caso, se busca que se posicionen éticamente
frente a los diversos acontecimientos del mundo, sin que ello implique la aceptación de una
ética determinada. No se afirma un contenido que debe aprenderse, sino que se contribuye a

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consolidar algunos principios para que los alumnos puedan decidir reflexivamente qué hacer
con la ética.

Nos definimos a favor de esta alternativa y vamos a proponer una forma de entenderla. Se
trata de explicitar, entonces, algunos principios que hay que considerar a la hora de
embarcarse en una investigación ética. Trabajaremos para ello la categoría de disposición,
como un complejo que implica lo emocional y lo intelectual. Presuponemos que, para tomar
posición en ética, es conveniente disponerse emocionalmente e intelectualmente de cierta
manera. Así, consideramos importante promover al menos siete disposiciones a la hora de
enseñar ética. Las explicitaremos y, a continuación brindaremos una forma de entender cada
una de ellas. Una vez más, se trata simplemente de una propuesta para pensar. Proponemos
trabajar las siete disposiciones siguientes en el aula: problematizar la ética imperante; pensar
críticamente las cuestiones de la ética; debatir en forma colectiva las preguntas de la ética;
situarse en perspectiva: con una historia de éticas y contra ella; resistir las imposiciones de
valores; generar condiciones para afirmar otros valores distintos de los dominantes; superar
dicotomías como teoría y práctica, pensamiento y acción.

1. Problematizar la ética imperante. La ética forma parte de la filosofía. En


tal sentido, enseñar ética constituye una dimensión de la enseñanza de la filosofía.
Ahora bien, enseñar filosofía es, en cierto modo, enseñar a preguntar. Enseñar ética
es, por lo tanto, también enseñar a preguntar. Resulta evidente que ésta es una de las
actividades predilectas de los niños y niñas. Conocemos el momento de sus por qué.
Preguntas que revelan algo de insatisfacción, asombro o molestia con los qué de su
mundo. Preguntas que pueden terminar por ser sólo un movimiento reflejo y aun
agotarse por no encontrar espacio para andar. Incluso puede volverse un mero
preguntar por preguntar. De cualquier manera, hay algo significativo en esta acción, y
ese “algo” es, justamente, la pregunta clave de la ética: “¿por qué?” ¿Por qué, qué?
¿Por qué tenemos que valorar aquello que valoramos? ¿Por qué tenemos que
considerar esto como bueno y aquello como malo? O, más aún, ¿por qué tenemos que
apreciar el mundo en términos de bueno o malo? Otra vez “¿por qué?” ¿Por qué son
estos valores los que fundamentan la vida social? ¿Por qué no otros? ¿Por qué esta
omnipresencia de la ética en nuestra sociedad? ¿Por qué? Siempre, “¿por qué?”.

No hay valores evidentes, naturales, obvios en ningún orden social. Aquello que una
sociedad valora es un determinado momento depende de complejas luchas y
circunstancias históricas; se trata de estados siempre provisionales e inestables. Más
aun, no hay sociedad humana en la que todos sus miembros estén de acuerdo en lo
que valoran. Los valores son siempre diversos, contrastados, inestables. Hoy domina,
entre otros, el valor del mercado. Todo tiene que pasar por su clivaje. La educación,
la salud, la vivienda, la felicidad, la vida y la muerte. ¿Por qué? ¿Por qué esta
valorización obsecuente del mercado? La puesta en cuestión de los valores
comúnmente aceptados es la piedra angular de la reflexión ética.

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Por ende, podemos ayudar a los alumnos a reflexionar sobre cuestiones éticas
estimulándolos a pensar sus por qué, creando las condiciones para que estos
cuestionamientos den lugar a nuevas preguntas, para que pongan en cuestión aquella
dimensión ética de la realidad que acaso no ha llamado su atención, para que no se
conformen con la primera respuesta sino que siempre se re-pregunten por aquello que
aparentemente resuelve un problema.

Así, la formación ética tiene mucho más que ver con plantear problemas que con
solucionarlos, no en el sentido vulgar de complicar las cosas, sino en el de
complejizarlos. La ética no resuelve las cuestiones. Mucho menos puede disolverlas.
Los abre. Muestra el carácter excepcional, anómalo y peculiar de lo que se presenta
como natural, obvio o evidente.

2. Pensar críticamente las cuestiones de la ética. Con la pregunta


abrimos un espacio en el reino de los valores afirmados. Se cuestiona la legitimidad de
aquellos valores que “conducen” los estados de cosas vigentes. Ponemos en riesgo la
aparente estabilidad de su dominio. Abierta esa brecha, es preciso pensar críticamente
el espacio abierto. ¿Qué significa pensar críticamente los valores dominantes?
Reconocer su existencia y dominio, comprender su legalidad y productividad, analizar
sus presupuestos e implicancias, posicionarse de manera fundamentada frente a ellos.

Para pensar críticamente los valores dominantes necesitamos una lógica. Esto es, una
forma de dirigir el pensamiento que pueda justificarse y fundamentarse a sí misma. Es
preciso que nos las veamos con categorías lógicas como la consistencia y la
contradicción, la claridad y la ambigüedad, la verdad y la falsedad, la certeza y la
incertidumbre, la necesidad y la contingencia, lo válido y lo inválido, lo relativo y lo
absoluto, lo total y lo parcial, lo universal y lo particular, lo hipotético y lo condicional,
lo relevante y lo pertinente, lo relacional y lo analógico, la deducción y la inducción, la
inclusión y la exclusión, la cualidad y la cantidad, la identidad y la diferencia, la unidad
y la multiplicidad, Necesitamos poner en juego una forma fundamentada de concebir
estas y otras categorías del pensamiento.

Claro que los valores no siempre están expuestos. Muchas veces es preciso
descubrirlos entre los saberes, prácticas, creencias, ideas, discursos imperantes. En
este sentido, enseñar ética es también contribuir a tornar visibles esos valores no
visibles. Ayudar a ver lo que no se ve. Éste parece ser un buen modo de retratar la
tarea de enseñar: ayudar a ampliar el campo de lo perceptible. Una vez percibidos
esos valores, es preciso reconocer, comprender y evaluar sus implicancias y
presupuestos. Los por qué de los por qué.

Así como reconocíamos anteriormente que formar en ética es, en cierto modo,
enseñar que también es ayudar a hacer visible, resolver, revisar, re-configurar y re-
categorizar de cierta manera el orden de valores dominante. Ayudar a pensar los

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valores es casi un imperativo de la enseñanza de la ética: comprender esos valores


reinantes en su situación histórica, en su complejidad, en su devenir otros valores.

3. Debatir en forma colectiva las preguntas de la ética . Estamos


acostumbrados a propiciar dentro del aula espacios individualizados. Los registros,
trabajos y evaluaciones se focalizan en el individuo. Podemos, eventualmente, trabajar
dinámicas y otras actividades en grupos o equipos, pero el peso de la formación en el
aula suele estar puesto en cada persona en particular. Proponemos no desatender en
la formación ética el trabajo colectivo. Al enseñar ética a niños y niñas nos importa no
sólo ayudarlos a desarrollar un pensamiento más cuestionador y crítico, sino que ese
trabajo tenga lugar en el entramado de una construcción cooperativa. No se trata de
subordinar un plano a otro, sino de reconocer su mutua dependencia. Nos preocupa
consolidar colectivos sensibles a las diferencias individuales e interesados en explorar
la dimensión ética de su experiencia del mundo. Para ello es preciso favorecer la
dimensión dialógica del pensamiento; esto es, la capacidad de escuchar con atención
otras voces, de considerar el pensamiento del Otro en la elaboración del propio, de
promover la participación igualitaria en los debates, de participar activamente de los
asuntos de interés colectivo, de comprender y explorar diversas visiones del mundo,
de situar la propia individualidad en perspectiva; en fin, de asumir la sociabilidad como
carácter constitutivo de la subjetividad y de la propia postura que será asumida en
cuestiones éticas.

En este aspecto, circula una versión devaluada del diálogo, que remite a procesos y
condiciones posibilidad formales y que suele estar dirigida a la búsqueda de consenso.
No estamos proponiendo un diálogo como ése. Sugerimos abrir una reflexión ética a
un espacio colectivo que no atropelle a los individuos que lo componen, pero que al
mismo tiempo les ofrezca un marco de significación y sentido que les permita
participar activamente de proyectos colectivos. Este diálogo no está tan preocupado
por llegar a un punto único común sino por propiciar una puesta en común respetuosa
de las diferencias, a través de un espacio abierto e igualitario, confiado en la
investigación participativa y deliberativa sobre las cuestiones éticamente relevantes
para ese colectivo.

Somos, ante todo, seres sociales. Nuestros sentidos y significaciones precisan de


otros. Se trata simplemente de reconocer esa marca.

4. Situarse en perspectiva: con una historia de éticas y contra ella. La historia de


la ética –y de la filosofía- tiene cierta particularidad frente a otras historias. En ella, de
manera más clara que en otras áreas, las propuestas que se suceden en el tiempo no
son superaciones de una hipotética verdad que hay que alcanzar en el desenlace de la
historia. La ética de Aristóteles no es más o menos “verdadera” que la de Platón, la
ética utilitarista no es más o menos “verdadera” que la socialista. Ninguna de éstas es
más o menos “verdadera” que la ética socrática. Están situadas en contextos históricos

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diferentes. Esta dificultad al comparar surge también cuando consideramos éticas


contemporáneas. Las éticas responden a preguntas diferentes o presuponen marcos
de referencia diferentes para responder las mismas preguntas. Es siempre
problemático contrastar éticas en términos de su aproximación a la Verdad.

El hecho de que no sea conveniente comparar dos propuestas éticas en términos de su


aproximación a la Verdad no quiere decir que todas tengan el mismo valor, que
signifiquen lo mismo o que no sea necesario pensarlas, contrastarlas. Por el contrario,
en ética nada da lo mismo. En su historia y en su presente. Siendo así, a pesar de la
pretensión de algunas éticas contemporáneas, categorías como sentido, significación,
realización, compromiso, consistencia, autonomía, libertad, autenticidad,
emancipación, interés, diferencia, tienen para la ética más importancia que la verdad.
Entiéndase bien: no queremos restar significatividad a esta categoría. En muchos
casos, el carácter verdadero o no de una cuestión puede ser decisivo. En muchos
casos, el carácter verdadero o no de una cuestión puede ser decisivo para apreciar un
problema ético. Queremos enfatizar que, a pesar de esta importancia perentoria para
definir cuestiones puntuales, categorías como las antedichas tienen más peso que la
verdad a la hora de marcar los caminos de una ética. Porque, si bien difícilmente
podemos decir que una propuesta ética es más verdadera que otra, bien podemos
contrastarlas en términos de la libertad que afirman, del espacio que dan a la
diferencia, de la consistencia que conllevan, de los intereses que afirman, de los
compromisos que sostienen, de la autonomía que propician, de las significaciones
sociales que inauguran. De modo que nada da igual en ética. En su historia y en su
presente.

¿Para qué, entonces, apelar a la historia de la ética? Sencillamente, para ampliar los
sentidos. Para percibir más y mejor. Para considerar otras preguntas, otros órdenes,
otras posiciones. Para alimentar el pensamiento sobre cuestiones éticas. Para
complejizarlas, en el sentido de darles más matices, más elementos, más posibilidades.
La reflexión ética que no mira a su historia se empobrece, se estrecha, se limita.

Esta mirada reflexiva sobre la historia de las cuestiones éticas entraña algunos
peligros. En un extremo, se corre el riesgo de ser cautivados por la seducción de una
mirada contemplativa de la historia. En este caso, la historicidad adquiere tal peso que
inhibe su problematización en función del presente. La historia de la ética se valoriza
de tal manera que se cierra en sí mismo. Las éticas pasadas se aprenden como algo
acabado, completo, sin comunicación con las cuestiones de nuestro tiempo. En el otro
extremo, se encuentra el riesgo de devaluar la dimensión histórica de las cuestiones.
Las propuestas éticas más ilustres son extirpadas de contexto para responder
preguntas que no podían formularse en su tiempo, para ser partícipes, como sparrings,
de una conversación que, en verdad, es un monólogo del presente. Entre una y otra
alternativa, procuramos situarnos en perspectivas frente a una historia de las éticas.
Miramos a la historia para pensar el presente.

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5. Resistir las imposiciones de valores . Vivimos en una sociedad cada vez


más globalizada en sus pobrezas y dividida en sus riquezas. Los enormes avances en el
campo de la ciencia y la tecnología no han contribuido a la eticidad de la vida en
sociedad. Tal vez, podría argumentarse lo contrario. La democracia representativa en
lo político y el capitalismo neoliberal en lo económico parecen cada vez menos
capaces de responder a las demandas económicas, sociales y políticas de justicia,
libertad, igualdad. Con todo, no se trata de pronunciar una condena rápida y
superficial de un sistema político y económico. Apenas nos proponemos reconocer un
escenario que invade todas las esferas de la vida individual y colectiva.

En efecto, si hay algo que distingue a nuestro tiempo es la guía de los valores
dominantes, su voracidad por abarcar todos los espacios: “esta política económica es
la única posible”, “no podemos vacilar, tenemos que sumarnos al único mundo
posible”, “el mercado está nervioso”. Se afirma que el rumbo es único en lo político,
en lo económico, en lo cultural. El omnipotente mercado adquiere características
humanas: está sensible, tranquilo, ansioso. Esta pretensión de abarcarlo todo desafía
las diversidades culturales, económicas, políticas, tal vez como nunca antes en la
historia de la humanidad. Lo que verdaderamente amenaza a los valores dominantes,
lo realmente diferente, no se tolera; se lo coopta o se lo embiste brutalmente. La línea
de pensamiento imperante parece querer decir que hemos llegado a un momento de
la civilización en que ya no es necesario discutir algunos valores; se trata simplemente
de adoptarlos. Aquellos que todavía no están maduros para aceptarlos pueden
necesitar algunos misiles para crecer de golpe. Siempre en nombre de la humanidad y
los nobles valores que ha alcanzado.

En este contexto, no sólo los valores discordantes están amenazados. El propio


pensamiento corre peligro, porque el pensamiento aceptable se entiende hoy como
un reconocimiento o como una negación. Cuando se piensa “bien”, se debe llegar a
una aceptación de los valores reinantes, moderada por el peso de la tolerancia, el
“diálogo” – que es, en verdad, un monólogo – y el benemérito consenso. Cuando no se
aceptan estos valores, se acaban el diálogo y la bendita tolerancia. Así, el propio
pensamiento está en peligro, al menos un pensamiento que pueda determinarse a sí
mismo con autonomía de los macropoderes económicos, políticos y culturales
imperantes.

Así situados, enseñar ética conlleva disponer el aula como un espacio de resistencia
frente a los valores dominantes y a la lógica totalizadora y excluyente del
pensamiento que los sostiene. Se trata de oponerse a la clausura del pensamiento, a
cualquier forma de fatalismo o necesidad en el ámbito del pensar los valores; de
resistir la lógica avasalladora vigente como forma de enseñar ética; de resistir la
negación y los embates contra la diferencia en términos de valores.

Resistir los valores dominantes aparece así como un requisito para pensar cuestiones
éticas en este mundo contemporáneo. En este sentido, en contra de lo que afirman los
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profesores de moral neoliberal, el trabajo de pensar la ética no se parece al de la


costurera. Allí donde ya está todo pensado, donde sólo se trata de coser los problemas
puntuales de un sistema que en sí mismo es indiscutible, no hay ética posible. De
modo que resistir cualquier imposición de valores es una condición para pensar una
ética autónoma.

6. Generar condiciones para afirmar otros valores diferentes de


los dominantes. Hemos afirmado el valor de la pregunta y de la crítica, del
pensamiento colectivo que mira en perspectiva a su historia, de resistir las
imposiciones de valores. Todos estos movimientos preparan el terreno para pensar
otros valores que difieren de los dominantes. Cuando se problematizan las evidencias
más habituales, cuando se desmenuza un análisis rigurosamente fundamentado de los
estados de normalidad, cuando se mira la historia para pensar el presente, cuando se
construye un pensamiento inclusivo y sensible a las diferencias, se pueden pensar las
condiciones de posibilidad para la emergencias de valores distintos de los dominantes.

No definiremos esos valores. No vamos a ocupar el mismo espacio con otros nombres.
Como docentes, procuramos repensar los espacios, permitir que emerjan relaciones
cada vez más amplias de sentido y significación, posibilitar que niñas y niños perciban
la dimensión ética de su existencia como un universo abierto al pensamiento. Se trata
de estimular la creación, el surgimiento de lo realmente nuevo, lo que es impensable
en el estado de cosas actual.

Entonces, generaremos condiciones para configurar espacios diferentes de aquellos


delimitados en estos días por una democracia que disimula las inequidades, por un
neoliberalismo que refuerza la exclusión, por una ciencia que clona lo humano, por
una técnica que virtualiza la comunicación, por una razón que totaliza el pensamiento,
por un ciudadano que resume sus virtudes en un voto rutinario o una compra cómoda.
Es preciso crear condiciones para pensar otras democracias, otros mercados, otras
ciencias, otras técnicas, otras razones, otros ciudadanos y, de un modo significativo
aun, otros estados de cosas, otros órdenes sociales.

No corresponde a quien enseña ética definir y transmitir esos órdenes. Estaríamos,


entonces, en una forma apenas diferente de la primera opción. Le corresponde, sí,
contribuir a establecer las condiciones de posibilidad de nuevos órdenes, los espacios
que abran el pensamiento de sus alumnos a la diferencia ética, dentro y fuera del aula.

7. Superar dicotomías como teoría y práctica, pensamiento y


acción. La historia de la cultura occidental y, más específicamente, la historia de la
ética occidental están marcadas por dicotomías como cuerpo y alma, teoría y práctica,
pensamiento y acción. Estas dicotomías se registran en diferentes niveles: entre las
producciones teóricas y las vidas de quienes las elaboran, entre los ideales
literariamente afirmados en una sociedad y sus normas, usos y costumbres, entre el

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discurso y la práctica políticos; en suma, entre los mundos de la palabra y de la vida


individual y social. Afirmaciones como “del dicho al hecho hay mucho trecho” ilustran
una forma privilegiada de estas dicotomías.

Es preciso disponer el aula para superar esta dualidad. Para ello, proponemos
considerar nuestro trabajo en la escuela como una práctica teórica, es decir, no como
una vana lucubración sobre cuestiones abstractas y lejanas ni como un espacio de
activismo irreflexivo a caballo de los movimientos de nuestro tiempo. Disponer la
enseñanza de la ética como práctica teórica significa afirmarla como una práctica de
pensamiento (con las notas específicas con las cuales la estamos caracterizando) en la
que se ponen en juego y se recrean permanentemente los propios principios del
pensamiento y de la investigación ética. No enseñamos ética con el fin de estar
preparados para aplicar en un futuro esos aprendizajes. Lo hacemos en indisoluble
conexión con una práctica que comienza dentro de la propia escuela y que tiene como
motor la reflexión.

Esta forma de enseñar ética tampoco constituye una preparación para una eventual
transformación social. Es en sí misma transformadora, en tanto permite revolucionar
el pensamiento. En efecto, en la medida en que conseguimos desnaturalizar el orden
social, resistir sus imposiciones, pensarlo críticamente, generar condiciones para la
emergencia de lo nuevo, ya no podemos seguir pensando como pensábamos, ya no
somos como éramos; entonces, ha tenido lugar una profunda transformación.

En este sentido, la reflexión ética en el aula conduce a una permanente


transformación de lo que somos y pensamos. La investigación sobre cuestiones éticas
nunca se detiene. La práctica alimentada por la teoría alimenta a la práctica y a la
teoría. La teoría alimentada por la práctica alimenta a la teoría y a la práctica. El aula
es un espacio de teoría y práctica. Como el afuera. Uno y otro se alimentan
mutuamente.

El mundo de los valores es un espacio que debe pensarse en forma abierta y


colectiva. No hay de antemano, ni en el firmamento, valores universalmente
verdaderos. Enseñar ética es poner en juego una serie de disposiciones para
investigar éticamente la realidad que nos circunda. Hemos propuesto una forma de
entender esas disposiciones en el mundo contemporáneo: pensar a través de la
pregunta, de la crítica, con una historia de pensamiento y contra ella, en forma
colectiva e inclusiva, resistiendo, abriendo camino a alternativas, superando la
dicotomía entre teoría y práctica.

Una y otra forma de enseñar ética. Vamos a sintetizar algunas diferencias


importantes frente al reduccionismo de la primera opción. En la interpretación que
defendemos, se renuncia al dominio de la totalidad y de la formación moral.

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KOHAN, Walter Omar (2000) “La ética como práctica de la libertad: cuestiones para pensar la
formación ética en la escuela.” en Gentili, Pablo (comp.). Códigos para la ciudadanía. La
formación ética como práctica de la libertad. Buenos Aires: Santillana

Al mismo tiempo, es preciso que la formación ética dé lugar a la constitución de personas


menos atadas a los procedimientos, dispositivos y técnicas dominantes en las instituciones
educativas. Se requiere renovar los aires de la ética que se respira en las escuelas. Podemos
disponer un campo de relaciones favorables a la constitución de subjetividades que
reconozcan la importancia de participar activamente de los acontecimientos de su tiempo, de
comprometerse con las transformaciones de su entorno social, de no aceptar pasivamente
ningún valor sin someterlo al cuestionamiento y al análisis crítico, de reconocer los valores
vigentes como productos contingente y arbitrarios de un proceso histórico complejo en el que
siempre es posible entrometerse, de generar condiciones para que emerjan otros valores
alternativas a los reinantes, de no escindir teoría y práctica.

Entonces, será preciso resignificar los actuales relaciones de poder-saber entre docentes y
alumnos en términos de relaciones más abiertas e igualitarias, discutir colectivamente los
procedimientos y reglas a través de los cuales se producen, transmiten y legitiman los saberes
en la escuela, propiciando la investigación participativa por encima de la transmisión lineal de
conocimientos. También será necesario establecer formas de comunicación menos
condicionantes y verticales, resituar la organización del trabajo pedagógico en función de su
contribución a la investigación ética y no como instrumento de control disciplinario; en suma,
consolidar prácticas que promuevan la autodeterminación de los sujetos de los diversas
experiencias escolares, que amplíen el horizonte de la que alumnos y docentes deciden en
relación con lo que pueden percibir, decir, pensar, juzgar y hacer consigo mismos y con los
otros en la escuela.

Consideraciones finales. No hemos ofrecido aquí, como es habitual en los libros


de Formación ética y ciudadana, una serie de dispositivos didácticos que muestren cómo
enseñar contenidos mínimos, preestablecidos, en el aula. Hemos asumido otra opción: la de
pensar las condiciones de posibilidad, fundamento y sentido de una propuesta de formación
ética. Procuramos mostrar la importancia de pensar los “cómo” en relación con los “por qué”,
los “para qué” y los “qué” que les sirven de fundamento. De este modo, si bien no hemos
respondido los “cómo”, creemos haber ofrecido elementos para que cada docente pueda
situarse mejor frente a ellos y pensar su práctica de manera más compleja.

El modo en que hemos planteado la alternativa inicial al enseñar ética, transmisión de una
ética frente a reflexión sobre cuestiones éticas, podría llevar a pensar, en forma equívoca, que
la fundamentación para la formación ética que estamos proponiendo está exenta de valores,
que es éticamente neutral. No lo es. No podría serlo, ya que ninguna propuesta lo es.
Afirmamos valores. Los hemos explicitado en distintos momentos de este texto. Se trata de
valores abiertos, controvertidos, polémicos, parciales, provisionales, sin pretensión de
universalidad, que pueden dar lugar a lo impensado, a lo inesperado, a lo incierto, aun a su
propia negación. Al mismo tiempo, estamos proponiendo subjetivamente menos obedientes,
sumisas, dóciles, conformistas y pasivas que las que las escuelas promueven actualmente.

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KOHAN, Walter Omar (2000) “La ética como práctica de la libertad: cuestiones para pensar la
formación ética en la escuela.” en Gentili, Pablo (comp.). Códigos para la ciudadanía. La
formación ética como práctica de la libertad. Buenos Aires: Santillana

Somos capaces de que las prácticas escolares contribuyan de modo significativo a la


experiencia que tienen de sí y de los otros quienes las atraviesan. Por eso, estimulamos la
adopción de procedimientos y métodos que den lugar a experiencias abiertas,
comprometidas, participativas, inclusivas, resistentes, creativas, críticas. Como dijimos, se
trata de una apuesta al pensamiento, a la reflexión, a la no-disolución entre teoría y práctica.
Consideramos la formación ética como un espacio para la formación de personas más libres,
en el doble sentido de estar en mejores condiciones de elegir en qué mundo quieren vivir y
en el de poder decidir qué tipo de persona quieren ser. Enseñar ética termina por ser
también una apuesta a la libertad, a una forma reflexiva de vivir la libertad al enseñar, al
aprender, al pensar.

Tal vez por eso no hemos propuesto una bajada didáctica con contenidos preestablecidos de
Formación ética y ciudadana. Quizá por esa misma razón, preferimos proponer elementos para
pensar las condiciones de posibilidad y los sentidos de enseñar ética en nuestras escuelas.
Porque concebimos la práctica docente como un espacio de libertad y de pensamiento. Si en
alguna de estas líneas, algún colega ha encontrado alguna idea para repensar su práctica en
libertad, entonces este libro habrá tenido sentido.

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