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1.

Comunicación

A menudo se expresan sentimientos de temor respecto de qué pasará cuando estos


sistemas (la inteligencia artificial) «reemplacen» a los seres humanos. Lo cierto es que
siempre hemos encontrado formas tecnológicas de realizar las tareas de manera más
eficiente: el transporte nos hace llegar más rápido, la industria textil produce más y
mejores vestimentas, las máquinas levantan la cosecha a mayor velocidad, etc. ¿Y la
inteligencia artificial? Procesa información. Pero ¿es realmente «inteligencia»? Lo
distintivo de los seres humanos no es solo su capacidad de procesar y absorber
información; es también su capacidad de equivocarse, de crear, de aprender, de ser
únicos, de ser diversos, de ver las cosas desde otro ángulo. Artificial, seguro, pero
¿inteligencia? El machine learning nos muestra que la evolución de esta tecnología
puede emular a nuestro cerebro, pero aún falta mucho camino por recorrer. De hecho,
la inteligencia artificial encuentra su mayor debilidad y sus mayores críticas en su poca
capacidad de juzgar en diversos contextos, en su estandarización de los resultados, en
su homogeneización de todos sin distinguir diversidades. Esto hace pensar en la
inteligencia artificial como en una mera tecnología (aunque sumamente poderosa), que
tiene una capacidad inimaginable de procesar información y, sobre esa base, trazar una
línea hacia el futuro, teniendo únicamente en cuenta las variables o contextos que
hayamos incluido en el conjunto de datos que la alimentan. Dicho de otro modo: la
creatividad, la imaginación y la crítica sobre su propio accionar quedan a un lado, y
difícilmente pueda emular la inteligencia humana. No solo eso: la programación es
realizada por seres humanos con limitaciones y preconceptos que los llevan a diseñar
una inteligencia artificial sesgada. Así, las críticas respecto a la discriminación, los
sesgos, los juicios sin contexto y otras falencias que presenta son tantas que nos
hacen pensar si no son máquinas de generar exclusión artificial.
(....)
Ya están bien documentados los problemas de exclusión y desigualdad social que
genera la incorporación de inteligencia artificial en diversos ámbitos. Se han detectado
algoritmos que estigmatizan a las personas de color, que otorgan menos crédito a
mujeres por el solo hecho de ser mujeres o que directamente imposibilitan el acceso a
empleos por diversos motivos. El problema de fondo no es solo la base de datos sobre
la que está construido el sistema de inteligencia artificial, sino más bien, y sobre todo,
la decisión sobre quién da las órdenes y define la acción del equipo programador. La
poca diversidad sexual, racial, étnica y cultural que existe entre quienes diseñan y
producen la tecnología es un problema, pero no el único. Si los algoritmos deciden
sobre las personas, sobre su libertad, sobre su empleo, sobre su capacidad de acceder
a seguros, servicios médicos y otras cuestiones fundamentales de la vida, es menester
tener la posibilidad de regularlos.

“La desigualdad automatizada” de Sofía Scassera (texto completo:


https://nuso.org/articulo/la-desigualdad-automatizada/)
2. Investigación

La salmonicultura en Tierra del Fuego, la megaminería en Chubut, ahora perforaciones


petroleras en la costa Atlántica: el debate sobre la relación entre actividades
productivas y ambiente se repite y todo indica que continuará agitando aguas. La
discusión, sin embargo, no avanza.

Las comunidades locales y quienes están preocupados por los efectos de actividades
potencialmente contaminantes elevan sus voces de alarma. Del otro lado responden
con un repertorio reiterativo de descalificaciones y vaguedades: que no hay nada de
qué preocuparse, que los “ambientalistas” son paranoicos (o peor, “ecolocos”,
“ludistas”) y no quieren el desarrollo, que no entienden que la vida requiere materias
primas y que la Argentina necesita los dólares. Siempre lo mismo. Todo genérico: los
mismos argumentos valen para todos y cada uno de los emprendimientos que
proponen.

Con el mundo avanzando a una catástrofe ecológica y con la cantidad y variedad de


desastres grandes y pequeños que vemos en nuestro país –reiterados derrames de
algunas minas, vertederos tóxicos en Vaca Muerta, contaminación industrial en Trelew,
etc.– es sencillamente de mala fe descalificar a quienes se preocupan. Tenemos todo
el derecho del mundo a estar preocupados. ¿Quizás en algunos casos no haya
justificación? Puede ser. Pero la carga de la prueba está del lado de los empresarios:
no somos los ciudadanos lo que tenemos que demostrar que nuestras alarmas son
justificadas, es la gente de negocios (y los políticos que los apoyan) la que tiene que
suministrar toda la información requerida antes de iniciar un nuevo emprendimiento.
Toda. Y la realidad es que no lo están haciendo.

Imposible que el debate avance con industrias enteras que sencillamente se niegan a
admitir que sus actividades causan daño. “No pasa nada: es minería sustentable”. La
propia expresión ya parte de un engaño: por definición, la megaminería no es
sustentable. Siempre agota recursos. Siempre causa efectos. Es obligación de los
empresarios reconocerlo, cuantificar los costos ambientales y sanitarios que genera y
permitirnos decidir si los beneficios que nos traerían a todos (y no solo a ellos) la
vuelven conveniente. Un simple cálculo costo-beneficio. En lugar de eso, tapan el
problema con un eslogan bonito y demonizando a los demás.

“No pasa nada: se puede perforar en el mar sin riesgos”. Otra falacia. No es obligación
que sucedan, pero cientos de accidentes petroleros en todo el mundo prueban que
riesgos hay. Los hay. De nuevo en este caso: los empresarios deben admitir esos
riesgos, calcular seriamente su probabilidad, mostrar qué previsiones han tomado para
enfrentar los accidentes si suceden y explicar claramente cómo pagarían sus costos.
Pero no hacen nada de eso: niegan el problema y acusan a los demás de paranoia. Las
evaluaciones de impacto ambiental las hacen las propias empresas con consultoras
que siempre dictaminan que no habrá ninguno. Imposible tomarlas en serio.

“El (no) debate ambiental” de Ezequiel Adamovsky (texto completo en:


https://www.eldiarioar.com/opinion/no-debate-ambiental_129_8638893.html)
3. Gestión comunitaria

Como ahora sabemos, las diferentes lenguas integran el patrimonio cultural de la


humanidad porque forman parte de lo que la gente, a lo largo de su historia, creó para
vivir en comunidad, para guardar información, para ordenar la realidad, para expresar
sentimientos, para pensar... El conjunto de lenguas distribuidas en un territorio
determinado se llama diversidad lingüística, y constituye una riqueza para la
humanidad. Por este motivo, su reducción empobrece nuestra manera de vivir. Tal vez
parezca que las lenguas del mundo están muy lejos. Uno mira a su alrededor y escucha
o lee tres o a lo sumo cuatro lenguas. Pero las lenguas están más cerca de lo que
creemos. El castellano tiene palabras de varias lenguas del mundo. Así, en realidad,
cuando hablamos castellano, también hablamos guaraní, quechua, nahua, toba,
mapuche, taíno y muchas otras lenguas americanas. En nuestro idioma también hay
palabras de origen africano, como el árabe y el suahili, y de origen asiático, como el
chino o el japonés. También usamos palabras de lenguas de Oceanía, como el maorí; y
palabras de origen europeo, como el francés, el portugués o el catalán. Las palabras
viajan con las personas, a veces porque quieren, a veces porque las obligan. Vamos a
conocer algunos de estos viajes. Comencemos por nuestro continente, América.
Seguramente, habrá alguien en su clase que hable guaraní o quechua, o quizá conozcan
a alguien que hable toba o mapuche. Muchas palabras del castellano vienen de lenguas
americanas que se hablaban en este continente antes de que los colonizadores
llegaran. La mayoría proviene del quechua, del guaraní y del nahua, las lenguas con
más hablantes en la época de la colonia española. Del nahua, por ejemplo, provienen
palabras como “chicle”, “tiza” y “chocolate”. Sin embargo, cada una se transformó al
incorporarse al castellano, utilizando otros sonidos y adaptándose a la forma de hablar
y de escribir el castellano. Pero no sólo cambiaron las formas de las palabras, también
cambiaron los significados. Las palabras que una lengua toma de otra se llaman
préstamos, aunque también las podemos llamar “adopciones” porque en realidad
nunca se devuelven. Las adopciones lingüísticas mantienen viva una lengua y su
cultura, ya que a través de nuevas palabras se da nombre a nuevas cosas, procesos o
sensaciones que antes no conocían o no habían experimentado.

Lengua, Virginia Unamuno (texto completo:


http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL002828.pdf)

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