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Este capítulo describe cómo la familia de Gerry debate sobre cómo educarlo, ya que viven en una isla griega remota. Deciden que George, amigo de la familia y escritor, le dará clases. George enseña a Gerry de manera poco convencional, usando una variedad de libros y cambiando los problemas matemáticos para hacerlos más interesantes. Mientras Gerry trabaja, George practica baile y esgrima en la habitación.
Este capítulo describe cómo la familia de Gerry debate sobre cómo educarlo, ya que viven en una isla griega remota. Deciden que George, amigo de la familia y escritor, le dará clases. George enseña a Gerry de manera poco convencional, usando una variedad de libros y cambiando los problemas matemáticos para hacerlos más interesantes. Mientras Gerry trabaja, George practica baile y esgrima en la habitación.
Este capítulo describe cómo la familia de Gerry debate sobre cómo educarlo, ya que viven en una isla griega remota. Deciden que George, amigo de la familia y escritor, le dará clases. George enseña a Gerry de manera poco convencional, usando una variedad de libros y cambiando los problemas matemáticos para hacerlos más interesantes. Mientras Gerry trabaja, George practica baile y esgrima en la habitación.
Apenas nos habíamos instalado en la villa rosa de fresa cuando Madre
dictaminó que estaba volviéndome un salvaje y me era necesario recibir alguna educación. Pero, ¿dónde encontrar eso en una remota isla griega? Como de costumbre cuando surgía algún problema, toda la familia se lanzó con entusiasmo a la tarea de resolverlo. Cada uno tenía su propia idea sobre lo que era mejor para mí, argumentando con tal fervor que cualquier discusión sobre mi futuro generalmente acababa en alboroto. ―Tiene tiempo de sobra para aprender ―dijo Leslie―; después de todo sabe leer, ¿no?. Yo puedo enseñarle a disparar y si compramos una barca podría enseñarle a navegar. ―Pero, querido, en realidad eso no le valdría de mucho más adelante ―señalaba Madre, añadiendo vagamente―, a menos que entre en la marina mercante o algo por el estilo. ―Considero esencial que aprenda a bailar ―dijo Margo―, de lo contrario se volverá uno de esos horribles adolescentes pavisosos. ―Sí, querida; pero eso puede aprenderlo más tarde. Debería adquirir alguna base en cosas tales como matemáticas o francés...y su ortografía es deplorable. ―Literatura ―dijo Larry con convicción―, eso es lo que precisa, una buena y sólida base literaria. El resto se seguirá naturalmente. He estado animándole para que lea algunas buenas obras. ―¿Pero no crees que Rabelais es un poco anticuado para él? ―preguntó Madre dubitativamente. ―Buena y limpia diversión ―dijo Larry de pasada―; es importante que empiece a contemplar el sexo desde la perspectiva correcta. ―Estás obsesionado con el sexo ―comentó Margo remilgadamente―; no importa lo que estemos discutiendo, tú siempre tienes que traerlo a colación. ―Lo que precisa es una vida saludable al aire libre; si aprende a disparar y a navegar...―empezó Leslie. ―Deja de hablar como un obispo...de aquí a poco nos recomendarás los baños helados. ―El problema contigo es que siempre adoptas una actitud altanera pensando que lo sabes todo, sin tomarte la molestia de escuchar ningún otro punto de vista. ―Con un punto de vista tan limitado como el tuyo, difícilmente puedes esperar que se te escuche. ―Vamos, vamos, no hace falta pelearse ―dijo Madre. ―Es que Larry es tan condenadamente irrazonable. ―¡Muy bonito! ―exclamó Larry en tono indignado―; soy con mucho el miembro más razonable de la familia. ―Sí, querido, pero pelear no va a resolver el problema. Lo que necesitamos es alguien que pueda enseñar a Gerry y que estimule sus intereses. ―Al parecer sólo tiene un interés ―observó Larrry con amargura―: ese nefasto impulso a llenar cosas con vida animal. Me parece que no debería ser alentado en eso. La vida ya está plagada de peligros tal como es...Esta misma mañana fui a encender un cigarrillo y un maldito abejorro salió volando de la caja de fósforos. ―A mi me tocó un saltamontes ―dijo Leslie lúgubremente. ―Sí, creo que habría que cortar esa clase de cosas ―sentenció Margo―. Yo encontré un bote de lo más repulsivo lleno de cosas serpenteantes...en el tocador, nada menos. ―No pretende hacer ningún daño, pobrecillo ―intervino Madre con tono apaciguador―; está tan absorbido por esas cosas. ―No me importaría ser atacado por abejorros, si ello llevara a algo ―indicó Larry―. Pero se trata tan sólo de una fase...la dejará atrás cuando cumpla los catorce. ―Lleva en esta fase desde los dos años ―dijo Madre―, y no muestra signos de dejarla atrás. ―Bien, si insistes en atiborrarle con información inútil, supongo que George podría intentar darle clases ―dijo Larry. ―Esa es una idea brillante ―dijo Madre complacida―. ¿Quieres ir a verle? Creo que lo mejor será que empiece cuanto antes. Sentado al caer la tarde bajo la abierta ventana, con el brazo rodeando el peludo cuello de Roger, había estado escuchando con interés, no exento de indignación, la discusión de la familia sobre mi destino. Ahora que ya estaba decidido, me preguntaba vagamente quién sería George y por qué era necesario que tomara lecciones. Pero el crepúsculo llegaba impregnado de aromas florales y los olivares aparecían oscuros, misteriosos y fascinantes. Me olvidé del inminente peligro de ser educado y me alejé en compañía de Roger para cazar luciérnagas en los vastos zarzales. Descubrí que George era un viejo amigo de Larry que había venido a Corfú para escribir. No había nada inusual en esto, dado que todos los conocidos de Larry por aquel entonces eran o escritores o poetas o pintores. Por añadidura, George era el auténtico responsable de nuestra presencia en Corfú, pues había escrito unas cartas tan entusiastas sobre el lugar que Larry había llegado a la convicción de que no podíamos vivir en ningún otro lugar. Ahora George iba a pagar la pena por haberse precipitado. Vino a la villa para discutir con Madre sobre mi educación y fuimos presentados. Nos observamos con mutuo recelo. George era un tipo alto y en extremo delgado que se movía con la gracia estrafalariamente descoyuntada de una marioneta. Su rostro larguirucho y huesudo quedaba en parte oculto por una barba castaña finamente puntiaguda y por unas gafas de concha. Tenía una voz profunda y melancólica, a la par que un seco y sarcástico sentido del humor. Cada vez que hacía un chiste, sonreía para su barba con una especie de placer zorruno, absolutamente impasible hacia las reacciones de los demás. De modo solemne, George inició la tarea de educarme. No se dejó amilanar por la carencia de libros escolares en la isla; sencillamente saqueó su propia biblioteca y el día señalado apareció armado con una selección de volúmenes de lo más dispar. Sombría y pacientemente, me enseñaba rudimentos de geografía a partir de los mapas de la contraportada de un antiguo ejemplar de la Pears Cyclopaedia; inglés, de libros que iban desde Wilde a Gibbon; francés, de un grueso y excitante libro llamado Le Petit Larousse, y matemáticas de memoria. Desde mi punto de vista, sin embargo, lo más importante era el hecho de dedicar algo de nuestro tiempo a la historia natural; y así, George fue enseñándome meticulosa y cuidadosamente cómo registrar y anotar mis observaciones en un diario. Mi entusiasta aunque aleatorio interés por la naturaleza se vio enseguida centrado, pues descubrí que anotando las cosas podía aprender y recordar mucho mejor. Las únicas mañanas que llegaba puntual a mis lecciones eran las dedicadas a historia natural. Cada mañana a las nueve, George aparecía caminando majestuosamente por los olivares, vestido con unos pantalones cortos, unas sandalias y un enorme sombrero de paja con el ala deshilachada; aferrando un montón de libros bajo el brazo y haciendo oscilar vigorosamente un bastón. ―Buenos días. El discípulo aguarda al maestro con ansiosa expectación, supongo ―me saludaba, dirigiéndome una sonrisa saturnina. Las contraventanas del pequeño comedor de la villa eran cerradas y en la verdusca penumbra la silueta de George se recortaba contra la mesa mientras arreglaba metódicamente los libros. Las moscas, aletargadas por el calor, se arrastraban pausadamente por los muros o volaban ebrias por la habitación, zumbando adormiladas. Afuera, las cigarras saludaban al nuevo día con punzante entusiasmo. ―Veamos, veamos ―musitaba George al tiempo que pasaba su largo índice por nuestro cuidadosamente elaborado horario―; sí, sí, matemáticas. Si mi memoria no me falla estábamos embarcados en la hercúlea labor de descubrir cuanto llevaría a seis hombres construir un muro si tres de ellos tardaban una semana. Me parece recordar que hemos empleado en este problema casi tanto tiempo como los hombres tardarían en hacer el muro. Ah, bien, aprestémonos para la lucha y batallemos una vez más. Quizá sea la forma del problema lo que te preocupa, ¿eh?. Vamos a ver si podemos volverlo algo más interesante. Entonces, mesándose la barba, se inclinaba sobre el libro de ejercicios pensativamente. Luego, con su espaciada y clara caligrafía, planteaba el problema de una manera nueva. ―Si dos orugas tardan una semana en comer ocho hojas, ¿cuánto tiempo tardarán cuatro orugas en comer la misma cantidad? Ahora concéntrate en eso. Mientras yo peleaba con el aparentemente irresoluble problema de los apetitos de las orugas, George se ocupaba de otros asuntos. Era un experto en esgrima y por aquellos días andaba aprendiendo algunas de las danzas locales, por las cuales mostraba auténtica pasión. Así pues, mientras aguardaba que yo terminase mi cuenta, él se deslizaba por la penumbra de la habitación practicando posturas de esgrima o complicados pasos de baile. Costumbre ésta que me resultaba desconcertante, por decir poco, y a la cual siempre he atribuido mi incapacidad para las matemáticas. Ponedme delante cualquier suma, incluso ahora, y de inmediato me evoca una visión del larguirucho cuerpo de George balanceándose y brincando por el tenuemente iluminado comedor. Acompañaba sus secuencias de baile con un hondo y desafinado tarareo, similar al zumbido de una colmena de abejas excitadas. ―Tam-ta-tam-ta-tam...trala trala lara lí...pierna izquierda otra vez...tres pasos a la derecha...tam-ta-tam-ta-tam-ta-tán...atrás, vuelta, abajo y arriba...trala trala lara lí...―zumbaba, mientras marcaba los pasos y hacía piruetas a la manera de una lúgubre grulla. Entonces, de repente, el tarareo cesaba, una mirada de acero relucía en sus ojos y adoptaba una posición defensiva, apuntando un imaginario florete a un imaginario enemigo. Con los ojos entornados y las gafas centelleantes iba empujando a su adversario de espaldas por la habitación, esquivando hábilmente el mobiliario. Ya con su enemigo acosado en un rincón, George hacía una finta y se giraba sobre sus talones con la agilidad de una avispa, acuchillando, estoqueando y poniéndose en guardia. Casi podía verse el brillo del acero. Por fin llegaba el momento culminante, el golpe rápido de arriba abajo que atrapaba el arma de su oponente y la arrojaba inofensivamente a un lado; luego la veloz retirada, seguida de la estocada larga y directa que impulsaba la punta de su florete a través del corazón del adversario. Yo contemplaba todo esto fascinado, con el libro de ejercicios yaciendo olvidado delante mío. Las matemáticas no eran una de nuestras asignaturas más triunfales. En geografía hacíamos más progresos, pues George se las arreglaba para infundir un matiz más zoológico a las lecciones. Dibujábamos mapas gigantescos surcados por rugosas montañas, para señalar a continuación los diversos lugares de interés, acompañándolos con dibujos de la fauna más excitante que allí podía hallarse. Así, para mí los productos principales de Ceilán eran los tapires y el té; de la India, los tigres y el arroz; de Australia, los canguros y las ovejas. Las azuladas curvas de las corrientes oceánicas que dibujábamos trasladaban ballenas, albatros, pingüinos y morsas; así como huracanes, vientos alisios, tiempo bueno y malo. Nuestros mapas eran obras de arte. Los volcanes principales escupían tales llamaradas y chispas que uno temía que prendieran fuego al papel que los contenía; las cadenas montañosas eran tan azules y estaban tan blanqueadas por la nieve y el hielo que sólo mirarlas le dejaba a uno congelado. Nuestros desiertos, pardos y achicharrados, estaban repletos de gibas de camello y pirámides. Nuestras selvas tropicales eran tan enmarañadas y exuberantes que los desgarbados jaguares, las esbeltas serpientes y los sombríos gorilas a duras penas podían atravesarlas; mientras que en sus aledaños nativos demacrados talaban fatigosamente los pintados árboles formando pequeños claros, al parecer con el propósito de poder escribir sobre ellos “café” o quizá “cereales” en rutilantes letras mayúsculas. Nuestros ríos eran anchos, azules como ramilletes de nomeolvides, salpicados de canoas y cocodrilos. Nuestros océanos eran cualquier cosa menos vacíos, pues estaban llenos de vida, cuando no se alzaban espumeantes formando una furia de tormentas o un estremecedor maremoto suspendido sobre alguna remota isla de peludas palmeras. Ballenas de buen natural dejaban que galeones poco marineros, armados con un bosque de arpones, las persiguieran infatigablemente; blandos e inocentes pulpos atrapaban con ternura pequeños botes en sus brazos; juncos chinos, con tripulaciones ictéricas, eran perseguidos por bancos de tiburones profusamente dentados; esquimales enfundados en pieles perseguían manadas de obesas morsas a través de parajes densamente poblados por osos polares y pingüinos. Eran mapas con vida, mapas que uno podía estudiar, examinar y complementar; mapas, en suma, que realmente significaban algo. Nuestras incursiones en la historia no fueron, en un principio, notablemente exitosas, hasta que George descubrió que podía atrapar mi atención sazonando una serie de datos indigeribles con una brizna de zoología y una pizca de detalles completamente irrelevantes. De este modo me familiaricé con algunos datos históricos que, por lo que yo sé, jamás habían sido advertidos anteriormente. Sin aliento, lección de historia tras lección de historia, fui siguiendo la marcha de Anibal a través de los Alpes. Sus motivos para emprender tal hazaña y lo que pretendía hacer al otro lado eran detalles que apenas me preocupaban. No, mi interés en lo que estimaba una expedición muy torpemente planificada residía en el hecho de que yo me sabía el nombre de todos y cada uno de los elefantes. También sabía que Anibal había nombrado un especialista encargado no sólo de alimentar y cuidar los elefantes, sino de proporcionarles botellas de agua caliente cuando el tiempo refrescaba. Este interesante hecho parece habérseles escapado a los historiadores más serios. Otra cosa que la mayoría de los libros históricos nunca parecen mencionar es que las primeras palabras de Colón al poner pie en América fueron: “¡Santo cielo, mirad...un jaguar!”. Con semejante introducción, ¿cómo podía uno no interesarse en la historia posterior del continente? Así George, estorbado por libros inadecuados y por un discípulo reticente, se afanaba por amenizar sus enseñanzas, de suerte que las lecciones no resultasen pesadas. Roger, claro está, pensaba que yo estaba malgastando las mañanas. Sin embargo, no me abandonó, echándose a dormir bajo la mesa mientras me debatía con mi trabajo. Ocasionalmente, si tenía que ir a buscar algún libro, se despertaba, se levantaba, se sacudía, se desperezaba con estrépito y meneaba el rabo. Luego, cuando veía que regresaba a la mesa, sus orejas volvían a desplomarse y con andar cansino regresaba a su rincón particular para dejarse caer con un suspiro de resignación. A George no le importaba que Roger estuviera en la habitación, pues se comportaba bien y no me distraía. De vez en cuando, si estaba profundamente dormido y oía ladrar a un perro campesino, se despertaba dando un respingo y emitía un ronco rugido de rabia antes de percatarse dónde se hallaba. Acto seguido miraba abochornado nuestros desaprobadores rostros, sacudía el rabo y paseaba la mirada por la habitación contritamente. Durante una breve temporada, Cuasimodo también se nos unió en nuestras lecciones, comportándose muy bien siempre que se le permitiera acurrucarse en mi regazo. Allí se quedaba dormido toda la mañana, arrullando suavemente. De hecho, fui yo quien le prohibí la entrada, pues cierto día volcó un frasco de tinta verde justo en el centro de un magnífico y hermoso mapa que acabábamos de completar. Era consciente, por supuesto, de que tal vandalismo no había sido intencionado, pero aun así me fastidió mucho. Cuasimodo intentó durante una semana recobrar mi favor sentándose al otro lado de la puerta y arrullando seductoramente a través de la rendija, pero cada vez que me ablandaba evocaba las plumas de su cola, de un verde tan chillón como horrible, y endurecía de nuevo mi corazón. Aquiles asistió también a una lección, pero no soportaba permanecer encerrado. Se pasó toda la mañana deambulando por la habitación arañando el rodapié y la puerta. Además persistía en atascarse con los muebles, pataleando frenéticamente hasta que levantábamos el objeto y le rescatábamos. Al ser la habitación pequeña, ello suponía que para desplazar un mueble teníamos que mover prácticamente todos los demás. Tras el tercer traslado, George dijo que al no haber trabajado nunca para una compañía de mudanzas no estaba acostumbrado a semejantes ejercicios; además, pensaba que Aquiles sería mucho más feliz en el jardín. De modo que sólo quedó Roger para hacerme compañía. Ciertamente resultaba consolador poder reposar mis pies sobre su lanudo cuerpo mientras luchaba enconadamente con algún problema, pero aun así era difícil concentrarse con el sol filtrándose a través de las contraventanas listando atrigadamente la mesa y el suelo, y recordándome todas las cosas que podía estar haciendo. En torno mío se extendían los vastos y despoblados olivares resonando con los cantos de las cigarras; los musgosos muros de piedra de los escalonados viñedos convertidos en peldaños para uso de los pintarrajeados lagartos; los matojos de mirto vivificados por los insectos y el abrupto promontorio donde bandadas de llamativos jilgueros revoloteaban trinando excitadamente de cardo en cardo. Dándose cuenta de esto, George prudentemente instituyó el novedoso sistema de las lecciones al aire libre. Algunas mañanas se presentaba llevando una gran toalla de felpa y bajábamos por los olivares, siguiendo el camino extendido como una alfombra de terciopelo blanco cubierta por una capa de polvo. Luego nos desviábamos tomando un sendero de cabras que bordeaba los minúsculos acantilados hasta llegar a una ensenada, pequeña y recoleta, ceñida por una franja de arena blanca en cuarto creciente. Allí se alzaban unos olivos raquíticos ofreciendo una placentera sombra. Desde lo alto del pequeño acantilado, el agua de la ensenada aparecía tan quieta y transparente que resultaba difícil creer que hubiese alguna. Los peces parecían deslizarse sobre la arena ondulada por las olas como si estuvieran suspendidos en el aire; mientras que a través de los dos metros de cristalina agua podían observarse las rocas donde las anémonas agitaban sus frágiles y coloreados brazos, o donde los cangrejos ermitaños se movían arrastrando sus casas con forma de peonza. Tras desnudarnos bajo los olivos nos metíamos en la cálida y reluciente agua. Flotando boca abajo, nos dejábamos llevar entre las rocas y las marañas de algas, buceando de vez en cuando para sacar algo que nos llamaba la atención: una concha más brillantemente coloreada que el resto, o un cangrejo ermitaño de masivas proporciones llevando sobre su concha una anémona, como una flor rosada sobre una gorra. Aquí y allá en el arenoso fondo crecían lechos de algas negras, y era allí donde vivían los arenícolas. Caminando por el agua con la cabeza agachada, podíamos distinguir a nuestros pies las tupidas frondas de resplandecientes algas verdes o negras apelotonadas y enmarañadas, sobre las cuales nos cerníamos cual halcones suspendidos en el aire sobre un bosque extraordinario. En los claros de los lechos de algas yacían los arenícolas, quizá los especímenes más feos de la fauna marina. De unos quince centímetros de largo, parecían exactamente como gruesas salchichas de cuero grueso, marrón y arrugado; bichos cegatos y primitivos que se limitan a yacer en un sitio, oscilando suavemente con el balanceo del mar, absorbiendo agua por un extremo de su cuerpo y expulsándola por el otro. La minúscula vida vegetal y animal del agua es filtrada en alguna parte del interior de la salchicha y transferida al simple mecanismo digestivo del arenícola. Nadie osaría afirmar que los arenícolas llevan una vida interesante. Con aire impasible ondulan en la arena absorbiendo el mar con monótona regularidad. Resultaba difícil creer que estas obesas criaturas pudieran defenderse de alguna manera, o incluso que alguna vez necesitasen hacerlo, pero de hecho tenían un método inusual de mostrar su disgusto. Si se les sacaba del mar, proyectaban un chorro de agua salina desde uno u otro extremo de sus cuerpos, aparentemente sin ningún esfuerzo muscular. Fue este hábito suyo de actuar como pistolas de agua lo que nos llevó a inventar un juego. Armados cada uno con un arenícola lanzábamos chorros con nuestras armas, fijándonos dónde impactaba el chorro en el mar. Luego nos desplazábamos al sitio en cuestión y aquél que descubría la mayor cantidad de fauna marina en su área ganaba un punto. Ocasionalmente, como en cualquier juego, los ánimos se caldeaban e indignadas acusaciones de hacer trampas eran formuladas y negadas. Era entonces cuando los arenícolas nos venían bien para habérnoslas con nuestro oponente. Una vez que hacíamos uso de los servicios de los arenícolas, siempre íbamos nadando y los devolvíamos a su bosque de algas. La próxima vez que bajáramos a la ensenada aún estarían allí, probablemente en la misma posición en que les dejáramos, balanceándose silenciosamente de un lado a otro. Luego de agotar las posibilidades de los arenícolas, nos poníamos a buscar conchas para mi colección, o manteníamos largas discusiones sobre la fauna que habíamos encontrado. George advertía de repente que todo esto, aunque de lo más placentero, difícilmente podía ser descrito como educación en el sentido más estricto de la palabra, así que nadábamos de vuelta hacia la orilla y allí nos tumbábamos. Entonces la lección proseguía, mientras los bancos de pececillos se congregaban en torno nuestro y nos mordisqueaban suavemente las piernas. ―Y así la escuadra francesa y la inglesa iban aproximándose lentamente hacia lo que había de ser la batalla decisiva de la guerra. Cuando el enemigo fue avistado, Nelson estaba en el puente observando los pájaros con su telescopio...ya había sido avisado de la proximidad de los franceses por una amistosa gaviota...¿eh?...oh, una gaviota reidora me parece que era...bien, las naves maniobraron una en torno a la otra...por supuesto, en aquellos días no podían desplazarse muy rápido, ya que todo lo hacían a vela...sin motores...no, ni siquiera motores fuera borda...los marineros ingleses estaban un poco preocupados porque los franceses parecían muy fuertes, pero cuando vieron que Nelson estaba tan poco impresionado por todo aquello que se había sentado en el puente para etiquetar su colección de huevos de ave, decidieron que realmente no había nada por lo que asustarse... El mar era como una cálida y sedosa colcha que balanceaba mi cuerpo de acá para allá. No había olas, sólo ese leve movimiento submarino, el latido mismo del mar, meciéndome con suavidad. Alrededor de mis piernas, los coloreados peces se agitaban y tremolaban, estirando sus cabecitas mientras musitaban mostrando sus desdentadas encías. En los lánguidos olivos una cigarra susurraba por lo bajo para sí. ―...y entonces llevaron a Nelson abajo tan rápido como fue posible, de modo que nadie de la tripulación notara que había sido alcanzado...Estaba mortalmente herido; yaciendo bajo la cubierta con la batalla aún librándose encima suyo, murmuró sus últimas palabras: “Bésame, Hardy”, y luego murió...¿Qué? Ah, sí. Bueno, ya le había dicho a Hardy que si algo le ocurría podía quedarse con sus huevos de ave...Así que, aunque Inglaterra había perdido a su mejor marino, la batalla había sido ganada y ello tuvo efectos decisivos sobre toda Europa... Una barca desteñida por el sol cruzaba la boca de la ensenada, impulsada por un bronceado pescador de pantalones raídos que, erguido sobre la popa, iba retorciendo un remo en el agua cual la cola de un pez. Perezosamente levantaba una mano a modo de saludo; mientras surcaba el agua calma y azulada, podía oírse el lastimero crujido del remo al girar y el suave chapoteo con que penetraba de nuevo en el mar.