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No Sí
Prólogo
No sólo describe Grecia tal como era cuando la vió, también describe la
manera de ser de un griego antiguo. Aunque uno no ha leído demasiados
libros sobre la Grecia Antigua, ninguno de cuantos han pasado por sus
manos refleja ni remotamente el talante de los griegos antiguos como éste.
Hasta el punto de que se atreve a recomendarlo como la introducción más
cabal y esclarecedora a cualquier estudio sobre el pensamiento, el arte o la
cultura griega. Heráclito instruyéndose con los niños en el templo de
Artemisa.
Tomar el párrafo de la araña cazadora (capítulo dos) y contrastarlo con
algún párrafo de una batalla homérica. La perplejidad y el asombro fuerzan
a trasladar eso con minuciosidad y pulcritud.
Durrel –Wodehouse la expresión (capítulo 1) dando bandazos cual una
golondrina borracha es del Pigs have wings.
A mi madre.
Es una melancolía personal, compuesta de muchos elementos, extraída de
muchos objetos, a decir verdad de la variopinta contemplación de mis
viajes, la cual, en virtud de reiterada meditación, me arropa en una tristeza
de lo más humorística.
Como gustéis, Shakespeare
Discurso de Defensa
Vaya, a veces he creído hasta seis cosas imposibles antes del desayuno.
La Reina Blanca Alicia a través del espejo
PRIMERA PARTE
Hay cierto placer en estar loco que sólo los locos conocen.
DRYDEN, El fraile español, II, i
La Migración
Julio se había extinguido como una vela ante el cortante viento que
dio paso a un plomizo cielo de Agosto. Caía una llovizna intensa y punzante,
replegada en opacas láminas grises cada vez que el viento soplaba a su
través. A lo largo del litoral de Bournemouth, las casetas de baño volvían
sus rostros de madera blanquecinos hacia el mar gris verdoso encadenado
por la espuma que afanosamente brincaba sobre el espigón de cemento
costero. Las gaviotas se habían dejado caer tierra adentro en dirección a la
ciudad, sobrevolando ahora sin rumbo los tejados con las alas tensas y
gimiendo malhumoradamente. En suma, era esa clase de tiempo calculado
para poner a prueba la paciencia del más santo.
Considerada colectivamente, mi familia no presentaba aquella tarde
un aspecto demasiado lucido, pues el mal tiempo había traído consigo el
repertorio habitual de males a que éramos propensos. A mí, tendido sobre
el suelo etiquetando mi colección de conchas, me había procurado un
catarro, vertiéndolo en mi cráneo como argamasa, de suerte que me veía
forzado a respirar estertóreamente a través de la boca abierta de par en
par. A mi hermano Leslie, encorvado lúgubremente y frunciendo el ceño
junto al fuego, le había inflamado los pliegues de las orejas, los cuales le
sangraban suave pero persistentemente. A mi hermana Margo le había
dispensado un flamante sarpullido de acné, extendido sobre un rostro ya de
suyo moteado como un velo de lunares rojos. A mi madre le había tocado
un copioso y borboteante resfriado, acompañado de un toque de
reumatismo para rematarlo. Sólo Larry, mi hermano mayor, permanecía
intacto, si bien le bastaba el estar irritado por nuestros achaques.
Fue Larry, naturalmente, quien comenzó todo. Los demás nos
sentíamos demasiado apáticos para pensar en algo ajeno a nuestros propios
males; pero Larry había sido señalado por la Providencia para atravesar la
vida como un pequeño cohete rubio, explotando ideas en las cabezas de
otras personas para luego replegarse con untuosidad gatuna y rehusar
cualquier responsabilidad por las consecuencias. A medida que transcurría
la tarde, fue volviéndose más y más irritable. Finalmente, tras recorrer la
habitación con mirada taciturna, decidió atacar a Madre, considerándola
como la causante obvia de aquél estropicio.
—¿Por qué soportamos este maldito clima? —preguntó de sopetón,
haciendo un gesto hacia la ventana distorsionada por la lluvia—.¡Mira! Mejor
aún, míranos...Margo inflada como una fuente de levadura escarlata...Leslie
deambulando con dos docenas de algodón en cada oreja...Gerry suena
como si tuviera el paladar hundido de nacimiento...Y mírate tú misma: cada
día estás más decrépita y repulsiva.
Madre atisbó por encima de un voluminoso tomo titulado Recetas
fáciles de Rajputana.
—Te aseguro que no lo estoy —afirmó con tono indignado.
—Lo estás —insistió Larry—. Empiezas a parecerte a una lavandera
irlandesa...y tu familia parece una serie de ilustraciones sacadas de una
enciclopedia médica
A Madre no se le ocurrió ninguna réplica contundente, así que se
contentó con lanzar una mirada furibunda antes de replegarse de nuevo
tras su libro.
—Lo que necesitamos es sol —prosiguió Larry—. ¿No te parece,
Les?..Les...¡Les!
Leslie comenzó a desenredar de su oreja una ingente cantidad de
algodón.
—¿Qué decías? —preguntó.
—¡Ahí lo tienes! —clamó Larry, volviéndose triunfalmente hacia Madre
—. Mantener una conversación con él es toda una hazaña ¡Te das cuenta de
la situación en que estamos! Un hermano no puede oír lo que se le dice y el
otro no puede ser entendido. Realmente es hora de hacer algo. No puede
esperarse que produzca prosa inmortal en una atmósfera de pesadumbre y
eucalipto.
—Sí, querido —asintió Madre vagamente.
—Lo que precisamos —dijo Larry, volviendo sobre sus pasos— es
sol...un país donde podamos crecer.
—Sí, querido, eso sería bonito —concedió Madre sin prestar atención.
—Recibí una carta de George esta mañana...dice que Corfú es
maravilloso.¿Por qué no hacemos las maletas y nos vamos a Grecia?
—Muy bien, querido, si eso te agrada —dijo Madre
desprevenidamente.
Por lo general, solía tener mucho cuidado de no comprometerse con
Larry.
—¿Cuándo? —preguntó Larry, algo sorprendido por su cooperación.
Madre, advirtiendo que había cometido un error táctico, bajó
cautelosamente las Recetas fáciles de Rajputana.
—Bien, creo que sería una idea sensata el que fueras tú por delante,
querido, para arreglar las cosas. Luego puedes escribir contando si es un
lugar agradable, en cuyo caso podemos seguirte todos —dijo ella
sagazmente.
Larry le lanzó una mirada despectiva.
—Dijiste eso mismo cuando sugerí ir a España —le recordó—, y me
pasé dos interminables meses sentado en Sevilla a la espera de que
vinieras, mientras tú no hacías otra cosa salvo escribirme masivas cartas
sobre alcantarillado y agua potable, como si yo fuera el Secretario del
Ayuntamiento o algo parecido. No, si vamos a Grecia, vamos todos juntos.
—Ciertamente exageras, Larry —dijo Madre en tono plañidero—; en
cualquier caso, no puedo marcharme así como así. Tendría que disponer
algo sobre esta casa.
—¿Disponer? ¿Disponer qué, por amor del cielo? Véndela.
—No puedo hacer eso, querido —dijo Madre, desconcertada.
—¿Por qué no?
—Porque acabo de comprarla.
Véndela entonces cuando está aún por estrenar.
—No seas ridículo, querido —dijo Madre firmemente—; eso está fuera
de lugar. Sería una locura.
Así que vendimos la casa y huimos del lóbrego verano inglés, cual
una bandada de golondrinas migratorias.
Todos viajamos ligeros, llevando con nosotros tan sólo aquello que
estimábamos como elementos esenciales de la vida. Cuando abrimos los
equipajes para la inspección de aduana, el contenido de nuestros bártulos
indicaba a las claras el carácter e intereses de cada uno. Así, el equipaje de
Margo incluía una multitud de prendas diáfanas, tres libros sobre
adelgazamiento y un tropel de frasquitos conteniendo algún elixir
garantizado para curar el acné. La maleta de Leslie encerraba un par de
jerseys de cuello vuelto, unos pantalones arrollados sobre dos revólveres,
una pistola de aire comprimido, un libro titulado Sea su propio armero y
una enorme botella de aceite que goteaba. Larry iba acompañado por dos
baúles llenos de libros y un maletín con su ropa. El equipo de Madre estaba
sensatamente dividido entre ropas por un lado y varios volúmenes de
cocina y jardinería por el otro. Yo viajaba llevando únicamente aquellas
cosas que creía necesarias para aliviar el tedio de un largo viaje: cuatro
libros de historia natural, un cazamariposas, un perro y un tarro de
mermelada repleto de orugas en inminente trance de metamorfosearse en
crisálidas. De esta guisa, perfectamente equipados según nuestros criterios,
abandonamos las viscosas costas de Inglaterra.
Francia empapada y tristona; Suiza como una tarta navideña; Italia
exuberante, bullanguera y olorosa; atrás fueron quedando estos países,
dejando tan sólo recuerdos confusos. Desde el tacón de Italia el minúsculo
barco partió cabeceando rumbo al mar crepuscular, y, mientras dormíamos
en nuestros sofocantes camarotes, en algún punto de aquella extensión de
agua plateada por la luna cruzamos una invisible línea divisoria, penetrando
así en el resplandeciente y especular mundo de Grecia. Lentamente, la
impresión del cambio se filtró en nosotros, de tal manera que al amanecer
nos despertamos inquietos y fuimos a cubierta.
A la luz de la aurora, el mar se desperezaba alzando sus tersos y
azulados músculos de olas. Detrás nuestro, la espuma de la estela del barco
iba desplegándose suavemente como la blanca cola de un pavo real,
salpicada de chispeantes burbujas. Hacia levante el cielo se mostraba pálido
y amarillento. Enfrente se extendía una mancha de tierra achocolatada,
acurrucada en la niebla y con una cenefa de espuma en su base. Era la isla
de Corfú. Forzamos los ojos tratando de vislumbrar la figura exacta de sus
montañas; procurando descubrir sus valles, picos, barrancos y playas; más
permaneció siendo una silueta. Entonces, de repente, el sol se asomó sobre
el horizonte y el cielo adquirió el tono azul esmaltado del ojo de un
arrendajo. Por un instante las interminables y pausadas ondulaciones del
mar se inflamaron para colorearse luego con un púrpura intenso matizado
de verde. La niebla se desgarró en tenues jirones y ante nosotros surgió la
isla. Sus montañas parecían reposar bajo una arrugada sábana parda, con
los pliegues decorados por el verdor de los olivares. A lo largo de la costa,
las playas se curvaban tan blancas como colmillos frente a brillantes
conglomerados rocosos de color dorado, rojo o blanco. Doblamos el cabo
septentrional: un terso hombro de acantilados rojizos horadados por una
serie de cavernas gigantescas. Las oscuras olas iban alzando nuestra estela
atrayéndola suavemente hacia sí, y ya en sus bocas se retorcían
ansiosamente entre los escollos. Rodeando el cabo, dejamos las montañas y
la isla fue descendiendo suavemente; difuminada por el resplandor verde
plateado de los olivos, alzándose acá y allá contra el cielo el admonitorio
dedo de algún oscuro ciprés. En las ensenadas, el mar de aguas poco
profundas se mostraba de un azul mariposa e incluso por encima del ruido
de las máquinas del barco podíamos escuchar, resonando débilmente desde
la costa como un coro de vocecillas, el griterío estridente y triunfal de las
cigarras.
CAPITULO UNO
La Isla Insospechada