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Lector, ¿tienes más de quince años?

No Sí

Sáltate el coñazo del prólogo Haz lo que te venga en gana

Prólogo

No sólo describe Grecia tal como era cuando la vió, también describe la
manera de ser de un griego antiguo. Aunque uno no ha leído demasiados
libros sobre la Grecia Antigua, ninguno de cuantos han pasado por sus
manos refleja ni remotamente el talante de los griegos antiguos como éste.
Hasta el punto de que se atreve a recomendarlo como la introducción más
cabal y esclarecedora a cualquier estudio sobre el pensamiento, el arte o la
cultura griega. Heráclito instruyéndose con los niños en el templo de
Artemisa.
Tomar el párrafo de la araña cazadora (capítulo dos) y contrastarlo con
algún párrafo de una batalla homérica. La perplejidad y el asombro fuerzan
a trasladar eso con minuciosidad y pulcritud.
Durrel –Wodehouse la expresión (capítulo 1) dando bandazos cual una
golondrina borracha es del Pigs have wings.
A mi madre.
Es una melancolía personal, compuesta de muchos elementos, extraída de
muchos objetos, a decir verdad de la variopinta contemplación de mis
viajes, la cual, en virtud de reiterada meditación, me arropa en una tristeza
de lo más humorística.
Como gustéis, Shakespeare
Discurso de Defensa

Vaya, a veces he creído hasta seis cosas imposibles antes del desayuno.
La Reina Blanca  Alicia a través del espejo
PRIMERA PARTE

Hay cierto placer en estar loco que sólo los locos conocen.
DRYDEN, El fraile español, II, i
La Migración

Julio se había extinguido como una vela ante el cortante viento que
dio paso a un plomizo cielo de Agosto. Caía una llovizna intensa y punzante,
replegada en opacas láminas grises cada vez que el viento soplaba a su
través. A lo largo del litoral de Bournemouth, las casetas de baño volvían
sus rostros de madera blanquecinos hacia el mar gris verdoso encadenado
por la espuma que afanosamente brincaba sobre el espigón de cemento
costero. Las gaviotas se habían dejado caer tierra adentro en dirección a la
ciudad, sobrevolando ahora sin rumbo los tejados con las alas tensas y
gimiendo malhumoradamente. En suma, era esa clase de tiempo calculado
para poner a prueba la paciencia del más santo.
Considerada colectivamente, mi familia no presentaba aquella tarde
un aspecto demasiado lucido, pues el mal tiempo había traído consigo el
repertorio habitual de males a que éramos propensos. A mí, tendido sobre
el suelo etiquetando mi colección de conchas, me había procurado un
catarro, vertiéndolo en mi cráneo como argamasa, de suerte que me veía
forzado a respirar estertóreamente a través de la boca abierta de par en
par. A mi hermano Leslie, encorvado lúgubremente y frunciendo el ceño
junto al fuego, le había inflamado los pliegues de las orejas, los cuales le
sangraban suave pero persistentemente. A mi hermana Margo le había
dispensado un flamante sarpullido de acné, extendido sobre un rostro ya de
suyo moteado como un velo de lunares rojos. A mi madre le había tocado
un copioso y borboteante resfriado, acompañado de un toque de
reumatismo para rematarlo. Sólo Larry, mi hermano mayor, permanecía
intacto, si bien le bastaba el estar irritado por nuestros achaques.
Fue Larry, naturalmente, quien comenzó todo. Los demás nos
sentíamos demasiado apáticos para pensar en algo ajeno a nuestros propios
males; pero Larry había sido señalado por la Providencia para atravesar la
vida como un pequeño cohete rubio, explotando ideas en las cabezas de
otras personas para luego replegarse con untuosidad gatuna y rehusar
cualquier responsabilidad por las consecuencias. A medida que transcurría
la tarde, fue volviéndose más y más irritable. Finalmente, tras recorrer la
habitación con mirada taciturna, decidió atacar a Madre, considerándola
como la causante obvia de aquél estropicio.
—¿Por qué soportamos este maldito clima? —preguntó de sopetón,
haciendo un gesto hacia la ventana distorsionada por la lluvia—.¡Mira! Mejor
aún, míranos...Margo inflada como una fuente de levadura escarlata...Leslie
deambulando con dos docenas de algodón en cada oreja...Gerry suena
como si tuviera el paladar hundido de nacimiento...Y mírate tú misma: cada
día estás más decrépita y repulsiva.
Madre atisbó por encima de un voluminoso tomo titulado Recetas
fáciles de Rajputana.
—Te aseguro que no lo estoy —afirmó con tono indignado.
—Lo estás —insistió Larry—. Empiezas a parecerte a una lavandera
irlandesa...y tu familia parece una serie de ilustraciones sacadas de una
enciclopedia médica
A Madre no se le ocurrió ninguna réplica contundente, así que se
contentó con lanzar una mirada furibunda antes de replegarse de nuevo
tras su libro.
—Lo que necesitamos es sol —prosiguió Larry—. ¿No te parece,
Les?..Les...¡Les!
Leslie comenzó a desenredar de su oreja una ingente cantidad de
algodón.
—¿Qué decías? —preguntó.
—¡Ahí lo tienes! —clamó Larry, volviéndose triunfalmente hacia Madre
—. Mantener una conversación con él es toda una hazaña ¡Te das cuenta de
la situación en que estamos! Un hermano no puede oír lo que se le dice y el
otro no puede ser entendido. Realmente es hora de hacer algo. No puede
esperarse que produzca prosa inmortal en una atmósfera de pesadumbre y
eucalipto.
—Sí, querido —asintió Madre vagamente.
—Lo que precisamos —dijo Larry, volviendo sobre sus pasos— es
sol...un país donde podamos crecer.
—Sí, querido, eso sería bonito —concedió Madre sin prestar atención.
—Recibí una carta de George esta mañana...dice que Corfú es
maravilloso.¿Por qué no hacemos las maletas y nos vamos a Grecia?
—Muy bien, querido, si eso te agrada —dijo Madre
desprevenidamente.
Por lo general, solía tener mucho cuidado de no comprometerse con
Larry.
—¿Cuándo? —preguntó Larry, algo sorprendido por su cooperación.
Madre, advirtiendo que había cometido un error táctico, bajó
cautelosamente las Recetas fáciles de Rajputana.
—Bien, creo que sería una idea sensata el que fueras tú por delante,
querido, para arreglar las cosas. Luego puedes escribir contando si es un
lugar agradable, en cuyo caso podemos seguirte todos —dijo ella
sagazmente.
Larry le lanzó una mirada despectiva.
—Dijiste eso mismo cuando sugerí ir a España —le recordó—, y me
pasé dos interminables meses sentado en Sevilla a la espera de que
vinieras, mientras tú no hacías otra cosa salvo escribirme masivas cartas
sobre alcantarillado y agua potable, como si yo fuera el Secretario del
Ayuntamiento o algo parecido. No, si vamos a Grecia, vamos todos juntos.
—Ciertamente exageras, Larry —dijo Madre en tono plañidero—; en
cualquier caso, no puedo marcharme así como así. Tendría que disponer
algo sobre esta casa.
—¿Disponer? ¿Disponer qué, por amor del cielo? Véndela.
—No puedo hacer eso, querido —dijo Madre, desconcertada.
—¿Por qué no?
—Porque acabo de comprarla.
Véndela entonces cuando está aún por estrenar.
—No seas ridículo, querido —dijo Madre firmemente—; eso está fuera
de lugar. Sería una locura.
Así que vendimos la casa y huimos del lóbrego verano inglés, cual
una bandada de golondrinas migratorias.

Todos viajamos ligeros, llevando con nosotros tan sólo aquello que
estimábamos como elementos esenciales de la vida. Cuando abrimos los
equipajes para la inspección de aduana, el contenido de nuestros bártulos
indicaba a las claras el carácter e intereses de cada uno. Así, el equipaje de
Margo incluía una multitud de prendas diáfanas, tres libros sobre
adelgazamiento y un tropel de frasquitos conteniendo algún elixir
garantizado para curar el acné. La maleta de Leslie encerraba un par de
jerseys de cuello vuelto, unos pantalones arrollados sobre dos revólveres,
una pistola de aire comprimido, un libro titulado Sea su propio armero y
una enorme botella de aceite que goteaba. Larry iba acompañado por dos
baúles llenos de libros y un maletín con su ropa. El equipo de Madre estaba
sensatamente dividido entre ropas por un lado y varios volúmenes de
cocina y jardinería por el otro. Yo viajaba llevando únicamente aquellas
cosas que creía necesarias para aliviar el tedio de un largo viaje: cuatro
libros de historia natural, un cazamariposas, un perro y un tarro de
mermelada repleto de orugas en inminente trance de metamorfosearse en
crisálidas. De esta guisa, perfectamente equipados según nuestros criterios,
abandonamos las viscosas costas de Inglaterra.
Francia empapada y tristona; Suiza como una tarta navideña; Italia
exuberante, bullanguera y olorosa; atrás fueron quedando estos países,
dejando tan sólo recuerdos confusos. Desde el tacón de Italia el minúsculo
barco partió cabeceando rumbo al mar crepuscular, y, mientras dormíamos
en nuestros sofocantes camarotes, en algún punto de aquella extensión de
agua plateada por la luna cruzamos una invisible línea divisoria, penetrando
así en el resplandeciente y especular mundo de Grecia. Lentamente, la
impresión del cambio se filtró en nosotros, de tal manera que al amanecer
nos despertamos inquietos y fuimos a cubierta.
A la luz de la aurora, el mar se desperezaba alzando sus tersos y
azulados músculos de olas. Detrás nuestro, la espuma de la estela del barco
iba desplegándose suavemente como la blanca cola de un pavo real,
salpicada de chispeantes burbujas. Hacia levante el cielo se mostraba pálido
y amarillento. Enfrente se extendía una mancha de tierra achocolatada,
acurrucada en la niebla y con una cenefa de espuma en su base. Era la isla
de Corfú. Forzamos los ojos tratando de vislumbrar la figura exacta de sus
montañas; procurando descubrir sus valles, picos, barrancos y playas; más
permaneció siendo una silueta. Entonces, de repente, el sol se asomó sobre
el horizonte y el cielo adquirió el tono azul esmaltado del ojo de un
arrendajo. Por un instante las interminables y pausadas ondulaciones del
mar se inflamaron para colorearse luego con un púrpura intenso matizado
de verde. La niebla se desgarró en tenues jirones y ante nosotros surgió la
isla. Sus montañas parecían reposar bajo una arrugada sábana parda, con
los pliegues decorados por el verdor de los olivares. A lo largo de la costa,
las playas se curvaban tan blancas como colmillos frente a brillantes
conglomerados rocosos de color dorado, rojo o blanco. Doblamos el cabo
septentrional: un terso hombro de acantilados rojizos horadados por una
serie de cavernas gigantescas. Las oscuras olas iban alzando nuestra estela
atrayéndola suavemente hacia sí, y ya en sus bocas se retorcían
ansiosamente entre los escollos. Rodeando el cabo, dejamos las montañas y
la isla fue descendiendo suavemente; difuminada por el resplandor verde
plateado de los olivos, alzándose acá y allá contra el cielo el admonitorio
dedo de algún oscuro ciprés. En las ensenadas, el mar de aguas poco
profundas se mostraba de un azul mariposa e incluso por encima del ruido
de las máquinas del barco podíamos escuchar, resonando débilmente desde
la costa como un coro de vocecillas, el griterío estridente y triunfal de las
cigarras.
CAPITULO UNO

La Isla Insospechada

Nos abrimos paso entre el estrépito y la confusión del puesto de


aduana hasta salir a la radiante luminosidad del muelle. En torno nuestro la
ciudad ascendía escarpadamente: hileras de casas multicolores apiladas al
azar con sus verdes contraventanas replegadas como las alas de un millar
de mariposas. A nuestra espalda se extendía la bahía, tersa cual una
bandeja y resplandeciendo con aquél increíble color azul.
Larry caminaba con paso vivo —la cabeza echada hacia atrás y
luciendo en su rostro tal expresión de soberano desdén que uno no advertía
su diminuto tamaño—, al tiempo que vigilaba con ojo atento a los mozos
que batallaban con sus baúles. Detrás suyo marchaba Leslie —menudo,
achaparrado y con aire de serena belicosidad—; luego iba Margo,
remolcando metros de muselina y perfume. Madre, con el aspecto de un
minúsculo misionero sorprendido en una revuelta, fue arrastrada
involuntariamente hasta la farola más próxima por un exuberante Roger,
viéndose forzada a permanecer allí con la mirada perdida mientras él
descargaba las urgencias reprimidas que acumulara en la perrera. Larry
seleccionó dos carruajes de caballos magníficamente desvencijados, hizo
instalar el equipaje en uno de ellos y se sentó en el segundo. Acto seguido
miró a su alrededor irritadamente.
—Bien —preguntó—. ¿A qué estamos esperando?
—Esperamos a Madre —explicó Leslie—. Roger ha encontrado una
farola.
—¡Dios bendito! —exclamó Larry; luego se puso de pie sobre el
carruaje y vociferó— ¡Vamos, Madre, vamos! ¿No puede aguardar ese
perro?
—Ya voy, querido —replicó Madre pasiva e insinceramente, pues
Roger no mostraba indicios de dejar la farola.
—Ese perro ha sido un condenado incordio durante todo el viaje —
dijo Larry.
—No seas tan impaciente —replicó Margo indignada—. No puede
remediarlo...Además, en Nápoles tuvimos que aguardar una hora por ti.
—Tenía el estómago revuelto —explicó Larry con frialdad.
—Bueno, es de suponer que su estómago está ahora revuelto —
proclamó Margo triunfalmente—.”Igual da seis de esto y una docena de
aquello”.
—Querrás decir que media docena de aquello.
—Diga lo que sea, viene a ser lo mismo.
En ese momento llegó Madre, ligeramente despeinada, y nuestra
atención hubo de dirigirse a la tarea de subir en el carruaje a Roger: nunca
había montado en semejante vehículo y lo miraba con recelo. A la postre
tuvimos que alzarle a pulso, arrojarle al interior mientras aullaba
frenéticamente, abalanzarnos sobre él y sujetarle contra el fondo. El
caballo, asustado por semejante actividad, inició un atropellado trote,
acabando todos amontonados confusamente sobre el piso del carruaje con
Roger debajo gimiendo a grito pelado.
—Menuda entrada —dijo Larry con amargura—. Confiaba transmitir
una impresión de graciosa majestad y mira lo que sucede...entramos en la
ciudad como una cuadrilla de saltimbanquis medievales.
—Deja eso, querido —dijo Madre conciliadoramente mientras se
enderezaba el sombrero—, pronto llegaremos al hotel.
Así, traqueteando y tintineando, el carruaje fue abriéndose paso por
la ciudad. Nosotros entretanto, sentados en los asientos de cabeza,
procurábamos adoptar la apariencia de graciosa majestad requerida por
Larry. Roger, rodeado por los poderosos brazos de Leslie, ladeaba la cabeza
sobre el costado del vehículo poniendo los ojos en blanco como si fuera a
exhalar su último aliento. En esto atravesamos un callejón donde cuatro
chuchos piojosos tomaban el sol. Roger se puso tieso, les miró ferozmente y
emitió un torrente de hondos ladridos. Los chuchos, puestos en movimiento
como por una descarga eléctrica, corrieron tras el carruaje ladrando
clamorosamente. Nuestra pose quedó así descompuesta de modo
irremediable, pues fue preciso que dos de nosotros contuviéramos al
frenético Roger, mientras el resto sacaba el cuerpo fuera del carruaje,
gesticulando airadamente con libros y revistas a la horda perseguidora. Esto
sólo sirvió para excitarles aún más, de suerte que a cada callejón que
pasábamos su número se incrementaba, hasta el punto que en el momento
de enfilar la calle mayor de la ciudad unos veinticuatro perros se
arremolinaban tras nuestras ruedas, casi histéricos por la ira.
—¿Por qué no hace alguien algo? —preguntó Larry, alzando la voz
entre la algarabía—. Esto parece una escena de La cabaña del tío Tom.
—¿Por qué no haces tú algo, en vez de criticar —le espetó Leslie,
trabado en combate con Roger.
Larry se puso rápidamente en pie, arrebató el látigo de las manos de
nuestro perplejo cochero, lanzó un trallazo a la jauría de perros, falló y le
dio a Leslie en el cogote.
—¿A qué diablos crees que estás jugando? —gruñó Leslie, volviendo
hacia Larry un rostro escarlata y colérico.
—Un accidente —explicó Larry de pasada—. Me falta práctica...hace
ya tanto tiempo que no uso un látigo.
—Bueno, ten cuidado con lo que haces, maldita sea —gritó Leslie
belicosamente.
—Vamos, vamos, querido, fue un accidente —terció Madre.
Larry lanzó otro trallazo a los perros y golpeó el sombrero de Madre.
—Alborotas más que los perros —dijo Margo.
—Ten mucho cuidado, querido —aconsejó Madre, aferrando su
sombrero— podrías herir a alguien. Más vale que dejes el látigo.
En ese momento el carruaje se paró frente a un portal sobre el que
pendía un letrero con la inscripción “Pension Suisse”. Los perros,
percibiendo que al fin iban a vérselas con aquel can afeminado que viajaba
en carruaje, nos rodearon formando una cuña maciza y jadeante. Entonces
se abrió la puerta del hotel y apareció un anciano portero patilludo que se
quedó estupefacto contemplando con ojos vidriosos el barullo callejero.
Sacar a Roger del carruaje y meterle en el hotel supuso una dificultad
considerable, pues se trataba de un perro pesado y fueron precisos los
esfuerzos combinados de toda la familia para alzarle, acarrearle y
controlarle. Para entonces Larry había abandonado su pose mayestática y
se había entregado a la diversión. Con el látigo en la mano, brincaba y
danzaba sobre la acera abriendo un pasadizo entre los perros, a través del
cual nos apresuramos Leslie, Margo, Madre y yo, llevando en volandas a
Roger que continuaba debatiéndose y gruñendo. Entramos dando
trompicones en el vestíbulo, el portero cerró de golpe la puerta principal y
se apoyó contra ella mientras le temblaban los bigotes. El gerente se
adelantó hacia nosotros, examinándonos con una mezcla de recelo y
curiosidad. Madre salió a su encuentro, con el sombrero caído y sosteniendo
en una mano mi tarro lleno de orugas.
—¡Ah! —dijo sonriendo dulcemente, como si nuestra llegada hubiera
sido la cosa más natural del mundo—. Nuestro nombre es Durrell. Espero
que tenga reservadas unas habitaciones para nosotros.
—Sí, madame —replicó el gerente, esquivando al aún frenético Roger
—; están en el primer piso...cuatro habitaciones y un balcón.
—Estupendo —dijo Madre con semblante risueño—. Creo que
subiremos y descansaremos un rato antes de almorzar.
Y con majestuosa gracia condujo a su familia escaleras arriba.
Un poco más tarde bajamos a almorzar, haciéndolo en un espacioso y
sombrío aposento repleto de macetas con palmeras y estatuas
contorsionadas. Nos sirvió el portero patilludo, transformado en camarero
principal mediante la simple adición de un frac y una pechera de celuloide
que crujía como una asamblea de grillos. La comida, sin embargo, fue
copiosa y bien cocinada, así que comimos vorazmente. Mientras se servía el
café, Larry se arrellanó en su silla lanzando un suspiro.
—Una comida pasable —otorgó generosamente—.¿Qué te parece este
sitio, Madre?
—Bueno, la comida está bien, querido —dijo madre, eludiendo
comprometerse.
—Parecen una pandilla servicial —prosiguió Larry—. El propio gerente
me movió la cama para acercarla a la ventana.
—No fue muy servicial cuando le pedí papel —dijo Leslie.
—¿Papel? —preguntó Madre—. ¿Para qué querías papel?
—Para el retrete...allí no había —explicó Leslie.
—¡Sssh! No en la mesa —susurró Madre.
—Evidentemente no miras —dijo Margo con voz clara y penetrante—.
Tienen una cajita llena junto a la taza.
—¡Margo, querida! —exclamó Madre, horrorizada.
—¿Qué pasa? ¿No habéis visto la cajita?
Larry relinchó de risa.
—Debido al un tanto excéntrico sistema de cañerías de la ciudad —
explicó amablemente a Margo—, esa cajita está prevista para...eh...los
restos, por así decir, una vez que se ha terminado de comulgar con la
naturaleza.
El rostro de Margo se mudó a un tono escarlata, mezcla de vergüenza
y repugnancia.
—Quieres decir...quieres decir...que eso...¡Dios mío! Puedo haber
cogido alguna enfermedad horrenda —gimoteó, y rompiendo a llorar salió
precipitadamente del comedor.
—De lo más insalubre —sentenció Madre con gravedad—. Realmente
es una manera repugnante de hacer las cosas. Dejando de lado la
equivocación que puede cometerse, me inclino a pensar que hay peligro de
coger el tifus.
—No habría equivocaciones si organizaran las cosas debidamente —
señaló Leslie, volviendo a su queja de partida.
—Sí, querido; pero no creo que debamos discutirlo ahora. Lo mejor
que podemos hacer es encontrar una casa lo más pronto posible, antes de
que todos cojamos algo.
Arriba, Margo se quedó semidesnuda, rociándose con desinfectante a
manos llenas. Madre pasó una tarde agotadora, obligada a examinarla cada
dos por tres en busca de síntomas de todas aquellas enfermedades que
Margo aseguraba estar incubando. Fue un hecho desafortunado para la paz
anímica de Madre el que la Pension Suisse resultara hallarse en la carretera
que llevaba al cementerio local. Sentados en nuestro balconcito abierto a la
calle, una aparentemente interminable sucesión de entierros desfilaba bajo
nosotros. Obviamente, los habitantes de Corfú creían que la parte mejor de
un funeral era el entierro, pues cada uno parecía más emperifollado que el
anterior. Carruajes decorados con metros de crespón morado y negro iban
tirados por caballos tan envueltos en plumas y gualdrapas que parecía
prodigioso el que pudieran moverse. Seis o siete de tales carruajes,
trasladando a los integrantes del duelo transidos de irreprimido pesar,
precedían al cadáver. Este venía en otro vehículo semejante a una carreta,
acomodado en un ataúd tan grande y suntuoso que más parecía una
enorme tarta de cumpleaños. Unos féretros eran blancos con adornos
morados, rojinegros y azul marino; otros de un negro reluciente, con
complicadas filigranas de oro y plata trenzadas profusamente sobre ellos y
luciendo brillantes asas de latón a los costados. Nunca había visto algo tan
colorido y atrayente. Esto, decidí, era en verdad la manera de morir:
caballos amortajados, montones de flores y una horda de deudos
satisfechamente apenados. Apoyado sobre la barandilla del balcón
observaba pasar por debajo los ataúdes, absorto y fascinado.
A medida que pasaba cada funeral, desvaneciéndose en la lejanía los
sonidos fúnebres y el golpeteo de las pezuñas contra el pavimento, Madre
iba volviéndose más y más alterada.
—Estoy segura de que es una epidemia —exclamó al fin, oteando
nerviosamente la calle.
—Tonterías, Madre. No alborotes —dijo Larry restándole importancia.
—Pero, querido, tantos...No es natural.
—No hay nada más natural que morir...la gente lo hace todo el
tiempo.
—Sí, pero no mueren como moscas a menos que algo vaya mal.
—Quizá los guardan para enterrarlos por lotes —sugirió Leslie
insensiblemente.
—No seas tonto —dijo Madre—. Estoy segura de que tiene que ver
con las alcantarillas. Esos sistemas que tienen no pueden ser saludables
para la gente.
—¡Dios mío! —exclamó Margo con voz sepulcral—, entonces supongo
que lo he cogido.
—No, no, querida, no tiene por qué ser así —dijo Madre vagamente
—; puede que se trate de algo no contagioso.
—No veo cómo puede haber una epidemia sin que sea de algo
contagioso —observó coherentemente Leslie.
—De todos modos —dijo Madre, evitando meterse en discusiones
médicas—; creo que deberíamos averiguarlo. Larry, ¿quieres telefonear a
las autoridades sanitarias?
—Lo más probable es que aquí no haya ninguna autoridad sanitaria —
indicó Larry—, y si la hubiera dudo mucho que me contasen algo.
—Bien —dijo Madre con determinación—, no hay más que hablar.
Tendremos que mudarnos. Hemos de salir de la ciudad. Hemos de
encontrar una casa en el campo de inmediato.
A la mañana siguiente iniciamos la búsqueda de casa acompañados
por el señor Beeler, el guía del hotel, un hombrecito obeso de mirada servil
y mejillas sudorosas. Cuando partimos se hallaba muy animado...aún no
sabía lo que le aguardaba. Nadie que no haya estado buscando una casa
con mi madre puede imaginárselo. Pateamos la isla envueltos en una nube
de polvo, mientras el señor Beeler nos mostraba una villa tras otra en una
pasmosa variedad de tamaños, colores y emplazamientos, y Madre sacudió
firmemente su cabeza ante todas ellas. Al fin contemplamos la décima y
última villa de la lista del señor Beeler, y Madre sacudió su cabeza una vez
más. Hecho polvo, el señor Beeler se sentó en los escalones y se enjugó el
rostro con el pañuelo.
—Madame Durrell —dijo al fin— le he enseñado todas las villas que
conozco y ninguna le agrada. Madame, ¿qué es lo que anda buscando?
¿Qué tienen de malo estas villas?
Madre le observó con asombro.
—¿No se percató? Ninguna tenía cuarto de baño.
El señor Beeler miró fijamente a Madre con ojos saltones.
—Pero Madame —gimió con genuina angustia—, ¿para qué quiere un
cuarto de baño?...¿No le basta con el mar?
Regresamos al hotel en silencio.
El día siguiente Madre decidió alquilar un coche y salir a buscar una
casa por nuestra cuenta. Estaba convencida de que en algún rincón de la
isla se ocultaba una villa con cuarto de baño. Los demás no compartíamos
la fe de Madre, así que fue un grupo un tanto irritable y contestatario el que
condujo gregariamente hasta la parada de taxis de la plaza mayor. Los
taxistas, advirtiendo nuestra aspecto cándido, salieron en tropel de sus
coches y se congregaron alrededor nuestro como buitres, cada uno
procurando vocear más que sus compatriotas. Sus voces fueron subiendo
de tono, sus ojos echaban chispas, se tiraban del brazo unos a otros y se
enseñaban los dientes, luego se abalanzaron sobre nosotros como si fueran
a hacernos pedazos. En realidad se trataba del más leve de los altercados
leves, pero como no estábamos acostumbrados al temperamento griego
tuvimos la impresión de que nuestras vidas corrían peligro.
—¿No puedes hacer algo, Larry? —chilló Madre, desembarazándose
trabajosamente de las garras de un enorme taxista.
—Diles que informarás de su conducta al Consulado Británico —
sugirió Larry, alzando su voz sobre el griterío.
—No seas tonto, querido —dijo Madre sin aliento—.Explícales que no
les entendemos.
Margo, sonriendo bobamente, pasó a la ofensiva.
—Nosotros ingleses —gritó a los gesticulantes taxistas—.Nosotros no
comprender griego.
—Si ese tipo me empuja de nuevo le atizo en un ojo —dijo Leslie con
el rostro enrojecido.
—Vamos, vamos, querido —jadeó Madre mientras seguía peleando
con el taxista que vigorosamente la empujaba hacia su coche—, no creo que
pretendan hacernos ningún daño.
En ese momento todo el mundo enmudeció del susto ante una voz
que retumbó por encima del barullo; una voz honda, sonora y vibrante...la
clase de voz que uno esperaría oír a un volcán.
—¡Hey! —bramó la voz—, ¿por qués no tienen alguien que hables su
idioma?
Al volvernos vimos un Dodge antiguo aparcado junto al bordillo. Tras
el volante se sentaba un individuo menudo con cuerpo de barril y manos
como jamones; de rostro amplio, curtido y ceñudo, coronado por una gorra
de bisera chulamente ladeada. Abrió la puerta del coche, se precipitó sobre
la acera y vino hacia nosotros tambaleándose como un pato. Luego se
detuvo, frunció el entrecejo aún más ferozmente y examinó al silenciado
grupo de taxistas.
—¿Les has molestados? —preguntó a Madre.
—No, no —dijo Madre embusteramente—; sólo ocurría que nos
costaba entenderles.
—Les haces falta alguien que hables su idioma —insistió el recién
llegado—; estos bastardos...discúlpenmes las palabras...timarían a su
mismas madre. Discúlpenmes un momento, voy a darles un repasos.
Acto seguido descargó sobre los taxistas una parrafada en griego
poniéndoles de vuelta y media. Agraviados, gesticulantes e irritados
volvieron gregariamente a sus coches hostigados por aquel hombre
formidable. Luego de dirigirles una última y, al parecer, despectiva
parrafada en griego, se volvió nuevamente hacia nosotros.
—¿Dóndes quieren ir? —preguntó casi hoscamente.
—¿Puede llevarnos a buscar una villa? —preguntó Larry.
—Claro. Les llevos a cualquier partes. Bastas que me lo digan.
—Estamos buscando —explicó Madre con firmeza— una villa con
cuarto de baño. ¿Sabe de alguna?
El hombre se puso a cavilar cual una gigantesca gárgola bronceada,
entrelazando sus oscuras cejas hasta formar un reflexionante nudo.
—¿Baños? —dijo—.¿Quieren un baños?
—Ninguna de las que hemos visto hasta ahora lo tenía —informó
Madre.
—Ah, conozcos una villa con baños —dijo el hombre—.Me preguntaba
si sería bastante grandes para ustedes.
—Quiere llevarnos a verla, por favor —pidió Madre.
—Claro que les llevos. Suban al coches.
Trepamos al interior del espacioso vehículo y nuestro conductor,
luego de encajar su masa tras el volante, comenzó a manipular la palanca
de cambios produciendo un sonido aterrador. Atravesamos disparados las
tortuosas calles de las afueras culebreando entre burros cargados, carros,
corrillos de campesinas e incontables perros, acompañando nuestro paso
con los ensordecedores avisos de la bocina. Entretanto, nuestro conductor
aprovechaba la oportunidad para darnos conversación. Cada vez que se
dirigía a nosotros estiraba y giraba su cabezota para observar nuestras
reacciones, mientras el coche iba dando bandazos de un lado a otro de la
carretera cual una golondrina borracha.
—¿Vosotros ingleses? Eso pensaba...Ingleses siempre querer
baños...Tengo baños en mi casa...Mi nombre es Spiro, Spiro
Hakiaopulos...Todos llamarme Spiro el americano por haber vivido en
América...Sí, pasé ocho años en Chicago...Allí aprendís mi bueno
Inglés...Fui allí para hacer dineros. Luego de ocho años me dijes, “Spiro”,
me dijes, “hiciste bastantes...”, así que me volví a Grecia...me trajes este
coche...el mejor de las islas...nadies tiene un coche como este...Todos los
turistas ingleses conocerme, todos preguntar por mí cuando venir
aquí...Saber que no serán timados...Gustarme los ingleses...las mejores
gentes...Se lo aseguro, de no ser griego me gustaría ser inglés.
Cruzamos como una exhalación una carretera blancuzca cubierta por
una espesa capa de polvo sedoso que iba alzándose a nuestras espaldas
formando una burbujeante nube. La carretera estaba flanqueada por
chumberas, dispuestas como una valla de placas verdes diestramente
superpuestas unas a otras por los bordes y salpicadas con bultos de frutos
escarlatas. Dejamos atrás viñedos con diminutas y achaparradas cepas
arropadas por verdosas hojas; olivares cuyos troncos horadados nos hacían
centenares de asombradas muecas desde la penumbra de sus sombras;
cañaverales listados a rayas que ondeaban sus hojas como un tropel de
banderines verdes. Finalmente ascendimos un montículo y Spiro pisoteó los
frenos deteniendo el coche entre una cortina de polvo.
—Aquí estás —dijo, apuntando con su enorme y rechoncho índice—;
es la villa con baños, tal comos querían.
Madre, que había mantenido los ojos firmemente cerrados durante
todo el trayecto, los abrió ahora cautelosamente y observó. Spiro señalaba
hacia la ladera suavemente curvada de una colina que se alzaba desde el
resplandeciente mar. Un edredón de olivares cubría la colina y los valles
circundantes, centelleando con destellos escamosos allí donde la brisa
tocaba sus hojas. A mitad de la empinada ladera, resguardada por unos
altos y esbeltos cipreses, reposaba una pequeña villa rosada, cual una fruta
exótica en medio del verdor. Los cipreses oscilaban pausadamente mecidos
por la brisa, como si estuvieran afanosamente ocupados en pintar el cielo
de un azul aún más brillante para festejar nuestra llegada.

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