Está en la página 1de 92

Mis años perros

Ese Negro Montenegro


Mis años perros
Ese Negro Montenegro

pimienta rosa
Licencia de Atribución-NoComercial-SinDerivadas
4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0)
Esta obra se puede copiar y distribuir en tanto el autor sea
debidamente notificado. No puede usarse el material con fines
comerciales y siempre hay que dar crédito correspondiente.
A mis amigues
A mis amores
A mis compañeres
A mi terapeuta

5
6
Prólogo1

Posiblemente leí estos textos por primera vez hace un par de


años ya, cuando el Negro recién terminaba de escribirlos. Después, vol-
ví a leerlos varias veces, en especial este último mes, preparando este
prólogo, situación que me coloca en una posición amorosa, entre siendo
abrazado, de un lado, por la dedicatoria a lxs amigxs, y del otro, por el
cuerpo del texto, sintiéndome feliz también de abrazar estos relatos. Y
entre la z del abrazo y la s del abraso podría haber un desvío, porque
si abrasar es quemar con un calor intenso un material, ¿qué otra cosa
hacen estos textos sino mostrar ese calor ardiente, ese sofoco que sen-
timos cuando comprendemos que nos gusta muchísimo una persona, o
cuando lágrimas calientes nos ruedan por la cara, o nos abrazamos en
marchas, fiestas o encuentros, o cuando expresamos nuestro irrefrena-
ble amor por Cristina Fernández de Kirchner? Gira, en cada uno de es-
tos relatos, un calor, una pasión, muchas veces rodeada de reflexiones,
observada y hasta estudiada, pero que siempre sale indemne como algo
cierto. Pasión ante la seducción de las palabras e ideas de los amores,
pasión por la intimidad que se puede tener con unx amigx, pasión en el
sentido doloroso de un duelo o una pérdida de un ser querido, pasión
por intentar explicar las cosas que a veces nos resulta casi imposible
que lxs demás entiendan: que los varones trans menstruamos o qué es
el cisexismo, palabra que, en un libro de relatos, aparece cinco veces, lo
cual es un montón. Por eso, y por la pasión de estos textos que me emo-
cionaron mucho, te agradezco.
Me gustaría también decir que la escritura abrasa porque genera
un daño, una marca. En este gesto de trazar sobre un papel, (aunque
1 Como es de público conocimiento, el contexto de este prólogo duró tan solo un día. El
día viernes 23 de junio, Wado de Pedro declinó su candidatura, y en consecuencia Juan
Grabois pasó a ser precandidato a presidente en las PASO de Unión por la Patria. Sin
embargo, a la fecha de la entrada a imprenta de este libro, el 1 de agosto de 2023, la
decisión fue la de no modificar este prólogo, porque la brevedad de ese contexto ilustra
lo que el texto mismo señala: la intensa particularidad histórico política de cada día de
nuestra vida, algo que los relatos de este libro transmiten con una hermosa sensibilidad.

7
sé, Negro, que lo que te desvela no es el ambientalismo), gastamos el
mundo, gastamos la pluma, gastamos el tiempo, y lo que queda es un
texto que, después de ser leído, modificará el mundo de una manera
que no tiene retorno. No hay vuelta atrás después de leer este libro, y
al decir esto termino de comprender, de manera cabal, por qué es que
nace un libro, y es porque el mundo lo necesita para continuar con una
costumbre muy antigua que es la de que ocurra algo nuevo. Solemos
pensar que escribimos para contar algo del pasado, pero al cerrar las
páginas de estas historias pienso que es al revés: escribimos porque el
futuro nos demanda un texto que permita que ese futuro exista, ya que
no hay futuro si no hay algo nuevo, y nada nuevo puede ocurrir si no es
porque alguien dice o escribe algo que antes no estaba ahí. Quiero decir
con esto que las posibilidades de que cosas muy románticas, justas y
decisivas ocurran en la vida de muchas personas se verá grandemente
multiplicada en el caso de leer este libro, libro que les recomiendo no
solo por su sensibilidad y belleza (utilidad estética) sino por su utilidad
para cualquier aspecto afectivo-político de sus vidas (utilidad práctica).
Pero también el tiempo abrasa: nos gasta, nos modela, nos hace
receptivxs o no a las transformaciones. Como abrasa al perro viejo y ca-
llejero, que está más cerca de la muerte que del nacimiento y se lame los
rasguños para luego salir a buscar su manada, el perro que da título a es-
tas crónicas. De eso hablaba al principio: del tiempo (porque me desvié
un poco siguiendo el espíritu de este hermoso libro de sabias derivas),
hablaba del tiempo, de que leí por primera vez estos textos hace mucho,
y hace poco volví a leerlos para escribir este prólogo, y tuvieron que pa-
sar varias semanas hasta que logré sentarme a plasmar mis ideas. En
concreto, la escritura de este prólogo ocurrió (está ocurriendo) el 22 de
junio de 2023, día en que se conoció la candidatura presidencial que nos
mantenía en vilo desde hacía meses: la de Wado de Pedro por Unión por
la Patria. Parece mentira, pensaba yo, que me demore tanto en escribir
un texto sobre un libro que conozco tanto, que me gusta tanto, escrito
por una persona que aprecio y admiro tanto y que además es mi ami-
go. ¿Por qué pasan los días y no empiezo la tarea? La misma pregunta

8
que muchas personas se hicieron: ¿por qué tenemos que esperar tanto
por esta candidatura? ¿Por qué no podemos organizarnos con tiempo y
planificar las cosas? Sin duda. Pero esto, que en principio parece un pro-
blema y algo a corregir, basándonos en un ¡debería!, en mi caso, como
estudié la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires y cursé
Teoría y Análisis Literario, una materia fuertemente orientada a la teoría
de la crítica, esta situación (me refiero a estas demoras) me inclinó a
considerar el problema no como algo a ser resuelto sino como la parte
de un texto a ser leída, como un nudo que permite entender algo sobre el
mundo para poder acompañar el curso de los hechos del mundo de ma-
nera tal que las cosas nuevas que ocurren en él, en lugar de empeorarlo,
lo mejoren. Confíen, por favor, en que todo esto tiene mucho que ver con
este libro; es más, muchas de estas cuestiones no las habría podido de-
cir de no haber conocido y compartido la vida con el autor de estos rela-
tos. Nuestra inclinación a la demora, a la definición o acción concretada
a pocas horas antes de la fecha límite no es solo un accionar irresponsa-
ble o producto de conductas inmorales; tiene también una razón, que es
la de actuar a último momento para que las acciones realizadas sean las
más acordes al contexto de nuestras vidas. Esa demora, que tanta incer-
tidumbre causa, se motiva en realidad, en la necesidad de certidumbre:
en la necesidad, justamente, de saber qué está pasando para tomar una
decisión correcta de acuerdo a un contexto actual. Y el contexto solo
puede ser actual en el presente. Y el presente solo puede ser presente el
día de hoy, y nunca, pero nunca, el día de ayer. Las decisiones se toman
hoy, nunca ayer. Y los prólogos se escriben justo antes de que salga el
libro: así es, al menos, en nuestro país. Y afortunadamente es así porque
la lógica que sigue a este accionar es la lógica de la política y no la de
la economía. Y en la política (al igual que en el fútbol, vamos a decirlo
todo, como dice el Negro) la lógica es la de la conversación, la del juego,
y hasta que no termina el partido no se puede acomodar una persona
a un estado de cosas, a saber: si tu ánimo será el de la victoria o el de
la derrota. Mientras que para una lógica económica y racional alcanza
una calculadora con la que podés trazar parques geométricos y los sub-

9
marinos más perfectos del mundo (Argentina no tiene submarinos, me
enteré hoy mientras escuchaba un noticiero esperando enterarme de
quién sería candidato a presidente del país), para una lógica de la políti-
ca, lo que circula es la palabra en debate. Es la lógica de la política la que
guía nuestra vida y cada paso que damos (no lo digo yo, lo dijo Piglia), y
esa lógica no permite que se pueda escribir un prólogo de un libro como
este sin saber quién es candidato a presidente, por ejemplo, y esa lógica
permite también que textos tan bellos como los relatos de este libro pue-
dan ser escritos. Es por eso también que podemos decir con orgullo del
bueno, que nuestro país no solo es campeón mundial en el fútbol, lo es
también en literatura, por el simple hecho de que los cuentos y poemas
se escriben con palabras, y no con calculadoras. La pasión por el debate
y el análisis político, es, sin duda, lo que hace tan rica y tan universal
nuestra escritura, ya que en ella se da la pugna por el sentido que tiene
nuestra vida. Esta reflexión me la suscitan estos textos.
Si hablé del tiempo y la demora fue porque, como verán, estos
relatos están escritos en un tiempo de particular y angustiosa demora: el
aislamiento social que vivimos durante la pandemia del COVID-19, pero
también con una sabia deriva muy personal para la escritura en la ma-
nera de expresarse que tiene el Negro, rodeando una idea, aproximán-
dose a ella en diagonal. Él es, en caso de que no lo sepan a esta altura,
un activista por los derechos de las personas trans*, pensador, escritor,
docente, que participó en la organización de la Asamblea TTNB por la
Salud Integral, y es autor de Desandando el cisexismo en el camino a la
legalización del aborto, libro que les recomiendo especialmente que lean.
Todo esto ayuda a entender, aunque por supuesto no alcanza a expli-
car la manera de sentir y de expresarse que él tiene, porque en la vida
también hay mucho misterio, y a quién le toca que le salga escribir así
y a quién que le salga hacer los mejores goles del mundo es realmente
una lotería que por cierto desdice ampliamente cualquier falsa cultura
del esfuerzo y la superación. En lo personal, siempre supe que el Negro
tenía el don de la palabra oral, porque he tenido la suerte de compartir
muchas asambleas con él, y de poder escucharlo en muchas marchas y

10
actividades y por suerte bien pronto supe que escribía muy bien porque
lo leí en suplementos y libros y en un sinfin de documentos. Sin embar-
go, encontrarme con estos relatos de cuarentena fue una sorpresa. Los
aprecié porque a través de ellos, aun cuando no aparecía todo el tiempo
explícitamente la palabra “cuarentena” pude elaborar un poco más lo
que fueron esos crudos años tan recientes, que tanto daño nos causa-
ron, tiempo en el que resistimos de la mejor manera que pudimos, estan-
do juntxs, y qué mejor manera de estar juntxs que escribir estos relatos.
Paradójicamente, en esa demora de la vida tan dura, surgen textos de
tanta belleza. O tal vez no es tan raro, ya que la escritura es un arte atra-
vesado por la demora. Y así, mientras esperábamos que terminara por
fin la cuarentena, un escritor, en su mesa de tablas improvisadas, traza-
ba estas líneas. Cuánto tiempo y cuánta vida tuvo que pasar ese escritor
para que estos textos llegaran de tal manera a nuestras manos, eso es
algo que en breve leerán; cuántos años pasarán, haciendo que estas
palabras tengan un sentido completamente desconocido para nosotrxs
hoy, eso es algo que no podemos saber, pero sí podemos decir con certi-
dumbre y alegría que así como el presente siempre llega, y sin demoras,
el presente de leer estos relatos hoy por fin ha llegado. ¡Buen viaje!

I Acevedo, Junio 2023.

11
12
Mis años perros*

Salir a vagabundear sin un lugar a dónde ir, dónde llegar o dónde


volver. Admitir la incertidumbre. Habitarla. Que ella me habite. Mirar el
mundo con los ojos de quien mira por vez primera cuando sus párpados
se despegan. Un bostezoaullido y estirarse hasta ahí donde el dolor des-
contractura. Oler con detenimiento la humedad que se acumula entre las
hojas del liquidámbar y el pasto por la mañana, mientras un rayo otoñal
comienza a evaporar el rocío que bañó los autos, las rejas, las bolsas
de basura en algún canasto que por ahora sobrevive a la intervención
liberal e higienista de los barrios. Sentarse al sol de nuevo, a dejar que
seque también la humedad del pelaje. Olfatearse los vapores, los rollos,
los pensamientos.
Que un ruido lejano e indistinguible nos encante como un flautis-
ta de Hamelin, pero más bien de por acá. Más al sur del globo. Volver a
estirarse y salir tras el sonidopromesa con la curiosidad como quimera.
No distraerse en el camino con ese que podría ser yo, pero que está
tras unas rejas (las rejas hijas de la imaginación securitista que promete
protección y paga con encierro). Ese que a veces flashea que desea esa
seguridad, porque sabe del miedo, de la intemperie, del frío. A veces qui-
siera no saber del confort y sus zonas, para dejarse domesticar aunque
sea un rato, aunque no para siempre. Al borde de todos los caminos hay
sillas, recuerda que decía un trovador.
Volver a pensar en el ruido, ese que lo puso de pie, que orientó
la caminata, que lo sacó del colchón de hojas sobre el que se secaba.
Mirar y escuchar el silencio invisible de cada mañana. Ahí está de nue-
vo, la promesa de manada. Trotar para no perder la intuición. Recordar
que un zorro una vez le demandó a un ser interestelar rutinas. Saber a
qué hora llegaría, para preparar su corazón. En su corazón hay quienes
tienen rutinas, horarios, usanzas. Saben cuándo ir a su encuentro, para
encontrarse en otres. Se sacude antes de llegar a destino, como para
sacarse la fiaca, y pega un pique alegre hasta donde está su amigue. Sal-

13
tos, colitas, montadas. Olerse los culos, que es como pegarse un abrazo,
pero sin tanto protocolo. Se sonríen entre dientes. Se desafían a topeta-
zos. Se mueven las colitas, llegan otres. La ronda se agranda. Se miran,
se reconocen. A veces se lamen las heridas que se hicieron en alguna
gestión imprudente de las emociones.
Lamerse los rasguños, hasta cerrar los desgarramientos en la piel
o en las almas.

Mis años perros se abrieron tras la toma de decisiones que me


demandaron la escucha. Hacerme cargo de que era otro, alguien distinto
a quien me había acostumbrado a ser con una nostálgica resistencia.
Volver a foja cero, cada vez que el guión me demande negarme. Esa
fue quizás la primera lección que aún no siempre aprendo. A veces me
encuentro engañándome a mí mismo en una anquilosada costumbre y
arremeto ahí contra mi propio fraude.
Los llamo perros por dos razones que no indican, necesariamen-
te, explicación, argumentación o fundamento, sino más bien dos formas
en las que se configuran esas sensaciones en un cuerpo, que puede lo
que puede un cuerpo y nada más. Perros, porque me descubrí encon-
trándome cada mañana un poco vagabundeando en un mundo que me
gusta imaginar siempre nuevo, siempre por ser descubierto. Que me
aloja desde la ingenuidad y el desconocimiento. Que cada tanto me en-
cuentra con otres que, como yo, mezclaron las cartas y repartieron de
nuevo. Con quienes nos reconocemos los gestos, las rabias y los temo-
res. Con quienes nos olemos, nos lamemos, nos gruñimos, nos marca-
mos el territorio, nos movemos la colita, nos sabemos manadas.
Pero perros también, por ese razonamiento que no sé de dónde
viene, que plantea que siete años de perro equivalen a un año de huma-
no. Quizás porque hay otras intensidades en la vida perra o en la perravi-
da. Quizás porque fugarnos de algunos mandatos admite a que algunes
se habiliten a deshumanizarnos y llevarnos a otras escalas especistas.
Desde hace años que mis días tienen otras medidas, otras intensida-
des y otros desgastes. Que las alegrías, las tristezas, las injusticias, los

14
consuelos, los deseos, las calenturas, los fantasmas, los recuerdos, los
olvidos, las sonrisas, la frescura, las ausencias, las necesidades y una
extensa lista de sensaciones y sentimientos, tienen otro registro, otra
permanencia y otras inconstancias. Hay un registro de sobreadaptación
al agotamiento. Como vivir muchas vidas dentro de una vida. No sé si
siete, pero muchas.

Mayo de 2023, Buenos Aires, Argentina

*Mis años perros empezaron mucho antes de que este texto existiera, siquie-
ra en mi imaginación. Incluso sin que existiera aún en mi vida la terapeuta
que luego me recomendaría escribir como ejercicio casi de supervivencia, en
una pandemia que nos encerró más o menos a todxs. La escritura comenzó
en ese tiempo, terminó cuando pude, como muchas otras cosas en mi vida.
Y a la vez, el fin de esta escritura, casi coincide con el momento en el que la
Organización Mundial de la Salud declaró formalmente el fin de la pandemia.

15
El Encuentro de Trelew

“¿Te puedo hacer una pregunta?”. Así empezó esa historia, como
muchas otras, con una pregunta que nunca es solo una. Me la estás ha-
ciendo de hecho, —pensé— al hacer esa pregunta sobre si podés pre-
guntarme algo. Yo había estado todo el día y la tarde caminando de una
punta a otra de Trelew. Mentira, una amiga a la que le hice la segunda
con el manejo desde Buenos Aires hasta Trelew y que no tenía dónde
dejar el auto en la escuela donde estaba parando, me había dejado su te-
soro en mi poder. Por lo que no caminé nada ese Encuentro, comparado
con otros, ahora que lo pienso. Salvo los 21.237 kilómetros de la marcha
contra los travesticidios y los 321.742 kilómetros de la marcha de cierre
del Encuentro. ¿Podremos alguna vez, en serio, hablar de lo terriblemen-
te agotador que se hace año tras año, el recorrido de las marchas? Em-
piezo a creer que los Encuentros venideros van a arrancar en Rosario
—ponele— y terminar en Ushuaia. Total, los feminismos tienen aguante.
No sé qué flashean. Pero bueno, volviendo al tema del auto, había esta-

16
do con auto a disposición en ese Encuentro. Porque esta amiga, que no
hacía mucho se había comprado un auto y aprendido a manejar, no tuvo
mejor idea que irse al Encuentro a Trelew en auto. Bueno, no había sido
una idea solo de ella, pero de todas formas, yo terminé ahí de copiloto. Y
de paso, llegadxs a Trelew, pegué auto.
La cosa es que habíamos caminado mucho en la marcha contra
los travesticidios. Y llegadxs a la plaza, medio escabixs, como esas des-
trezas físicas lo demandan, debatimos —porque en un Encuentro todo
se debate— si nos íbamos o no a la casa donde parábamos. Sí, qué suer-
te que siempre tengo una amiga que conoce a un pibe que es hermano
de una amiga que tiene una casa en (----------inserte aquí cualquier ciu-
dad donde se haya hecho un Encuentro). Cualquier persona que haya
ido a un Encuentro sabe que después de la marcha, cualquier marcha,
si te vas a la escuela/casa/camping/hotel/loquesea donde parás para
descansar un toque, no volvés para la fiesta de lesbianas ni bajo amena-
za de arma. Así que el plan, tras organizarnos en comisión, como siem-
pre, fue hacernos de más birras y esperar a que sea la hora de la fiesta.
Otro problema es que la hora de la fiesta también es medio una metáfora
o un hecho mítico. Nunca supe cuándo empiezan o cuándo terminan las
fiestas en el Encuentro e incluso muchas veces terminé yendo a la fiesta
que no era la fiesta. Y con sinceridad me pregunto: si no podemos acor-
dar hora y lugar, ¿podremos acordar, alguna vez, los términos en los que
haremos la revolución?
Una de las situaciones que me pasa siempre en los Encuentros,
a confesión de partes, es que alrededor de, por lo menos, un 25% de sus
asistentes me resultan atractivxs en un sentido erótico. En ese porcen-
taje en general, siempre entran mis amigxs. Pero puede verse radical-
mente incrementado o disminuido si tuve o no una participación activa
en los talleres. Me erotiza la discusión y más si es feminista, no voy a
negar esos cargos. Por lo que, más allá o más acá de las diferentes for-
mas en las que he participado de los Encuentros, (fui como estudiante,
como sindicalista, como lesbiana, como tipo trans, como feriante, ade-
más de otras adhesiones que no es necesario aclarar) siempre termino

17
conociendo gente que me enamora a la tercera o cuarta palabra que
cruzamos. Soy de enamorarme fácil, tampoco eso lo voy a negar. Igual,
este no era el caso, porque con la persona a la que refiere este cuento
ya habíamos intercambiado palabras muchas veces. Palabras, cervezas,
porros, asambleas, campamentos. Y, de hecho, por esas cosas de la vida
llamada compañerxs, amigxs, feminismos, rancheada, trinchera, etc... es-
tábamos parando en la misma casa.
Y ahí estábamos, gestionando la birra, hasta que fuera la hora de
tramitar las otras birras dentro de la fiesta, que sucedía dentro de esta
otra fiesta llamada Encuentro.
Pero antes de hablar de aquella fiesta, quisiera dejar aquí cons-
tancia de otro hecho no menor, que ahora que recordé que estaba con
el auto de mi amiga, se me vino a la memoria. Recuerdo, también, que
en un tramo yendo de una escuela a otra donde se estaba armando la
rosca, levanté en el que ahora nombraré como mi falso auto a un amigo
que también apareció en la fiesta y que hace unos días atrás —en el
tiempo paralelo al que sobrevivo vomitando estas memorias— fue quien
me recordó esta historia que devino luego en este cuento que desde el
encierro resignifico, porque una de las preguntas que nos hicieron en
una entrevista que compartimos con mi amigo era “¿podría contarnos de
algún momento erótico que recuerde?”; y ahí recordé todo esto, como si
algo en esa pregunta activara algunos rincones de la memoria que ha-
bía quedado del lado del olvido. Ese mismo amigo aparece varias veces
aquí. Quizás, si uno pensara la vida bajo la lupa productivista que el ca-
pitalismo nos impone, este amigo tendría la pesada tarea de amigarme
también con lxs que fuimos. Recuerdo, nuevamente en Trelew, que lo
vi saliendo de un colegio y le grité desde el ahora devenido en mi auto:
¿Vas para la plaza?. Y claro, me miró exorbitado, debe haber flasheado
a un tipo cualquiera queriéndoselo levantar, porque quién iba a pensar
que yo iba a estar en un auto, en el medio de Trelew, cuando había dicho
hasta el cansancio que ese año no iba a ir al Encuentro. No fue su culpa
el desconocimiento/resistencia. Pero cuando cayó en la cuenta de que
era yo, me sonrió con la magia que sonríe siempre, y se subió de toque,

18
agitando a otras personas que estaban con él, como si hubiéramos roba-
do un bondi, o como si pasara esa secuencia (muy común en las movi-
das feministas) donde medio copamos la parada, con algunos métodos
que por la general nos son vedados, donde por tres días las reglas las
ponemos nosotrxs. Como sea, mi amigo se subió al auto con la sonrisa
de unx niñx que por primera vez se sube a un auto y lx dejan ir del lado
de la ventana. Cabeza afuera, viento en contra.
Supongo que abandonamos el auto por ahí y nos metimos, pa-
rada en algún super mediante, a alguna columna. Marchamos, mientras
el sol de la tarde de octubre caía en el sur. Caminamos, cantamos, cor-
tamos calles, sacamos fotos, giramos birras. Cantamos. “¡Señor, señora!
¡No sea indiferente! Se mata a las travestis en la cara de la gente”, “¡Lo dijo
Lohana y Sacayán! ¡Al calabozo no volvemos nunca más!”. Caminamos,
entre nuestrxs compas travas, trans, no binaries, lesbianas, lesbianxs,
maricas. Le gritamos al patriarcado, pero también a esos feminismos
que nos siguen negando, que serán menos por estas latitudes pero que
siguen siendo. Nos enojamos, porque en esa marcha siempre somos un
tercio, con suerte, de lxs que estamos en el Encuentro generalmente.
Porque no todas las muertes merecen el mismo llanto. Nos enojamos,
porque aunque sabemos que esa compañera que nos mira horrorizada
desde una esquina, no es la que va a empuñar el arma travesticida, su
cisexismo un poco —bastante— sostiene la lengua que nos sigue negan-
do. La marcha de ese año, esa marcha, no tenía un recorrido pactado.
Por lo que, en la cabecera, quienes íbamos cortando la calle, mirábamos
a un par de metros a las travas que marchaban primeras y más o menos
leyéndonos los gestos, adivinábamos dónde cortar, para doblar o seguir
derecho. Hasta llegar a la plaza, donde nos fundimos en un abrazo, en
esa emoción que es enojo y es rebeldía.
¿Vamos para la casa?... Todxs sabemos, como ya dije, que ir a la
casa es un no volvemos encubierto. Te das una vuelta por la feria bus-
cando algo sólido que meterle a tanta birra. Unas migas de harina de du-
dosa procedencia que floten y absorban un poco el alcohol. ¿A qué hora
arranca la fiesta? Risas, algo que nunca nadie supo y parece no necesi-

19
tamos saber. ¿Dónde es la joda? Por acá, dijeron que a dos cuadras de
la plaza… ¿Dos cuadras para qué lado? No importa, te vas a dar cuenta,
cuando todxs empiecen a caminar más o menos para el mismo lado. La
fiesta efectivamente existía e iba a ser en un club, un tinglado bastante
grande que funciona como polideportivo, según puede verse en las miles
de canchas delineadas sobre un mismo piso. Claro que pude advertir-
lo después de mil intentos fallidos de entrar a ese galpón atestado de
cuerpos semidesnudos, súper sudados, extasiados, que ya acumulaban
seguro más de 24hs de no sueño o del llamado mal sueño.
Afuera, en la puerta, en la vereda/calle/manzana donde estaba
el famoso pero a la vez secreto lugar de la fiesta, había bocha de pibxs.
Bocha. Incluso la poca distancia que podías poner entre los cuerpos de-
bería indicarnos que la fiesta ya había sobrepasado ampliamente los lí-
mites del tinglado. Vale decir que ahora, en contexto COVID-19, mientras
escribo esto, sería impensado. Lo que me lleva a reflexionar que creo
que por primera vez ahora, pensamos abiertamente en la distancia que
podemos o no poner entre nuestros cuerpos, que deseamos o no que
haya entre nosotrxs, en un Encuentro, en una marcha, en una fiesta y/o
en el bondi. Distancia. ¿Qué residuos quedarán en nuestras conductas
después de esto? ¿Adoptaremos definitivamente el gesto, para aquellxs
que tanto no bancamos, de saludarnos con el alita? A veces me divierto
tratando de descifrar cuál es la actitud de la gente con la que me en-
cuentro ante la distancia. Me pasa de encontrarme con amigxs en este
contexto y decirles abiertamente ¿Qué onda vos con los besos? ¡Gente
con la que más de una vez hemos chapado! ¡Raro! Pero volviendo a la
fiesta, la distancia ya era realmente estrecha, tanto así que no se sentía
el frío, típicamente sureño, de una noche de octubre. A la gente que le
tocó la tarea de “controlar” la cantidad de gente dentro del tinglado, creo
que le tocó la peor tarea del mundo-Encuentro. Una suerte de castigo
militante. Ser la gorra de la fiesta. Una piedra.
La cosa es que mensaje más, mensaje menos, mi grupo que ya
era ampliado, muy ampliado, había logrado entrar al meollo de la juerga.
Al tercer paso dentro de ese club, podías sentir que la ropa te quema-

20
ba. Era, literal, el mejor infierno posible. Nunca logré descubrir ni dónde
estaban los baños, ni dónde comprar más cerveza. De todas maneras
la bebida circulaba, como si un hada feminista siempre la proveyera. El
baño, entre feministas, siempre “se resuelve”. La cosa es que todxs o
buena parte de nosotrxs, ya estábamos en cueros. En el escenario la agi-
taba alguna compañera, y una voz en off cada tanto nos recordaba que
la capacidad del espacio estaba colapsada. Que tratemos de no fumar,
que cuidemos nuestras cosas, que no se tolerarían formas de violencia
homo-lesbo-trans-bi-odiantes y cosas por el estilo.
Mis amigxs bailaban. Iban y venían besos, donde además, si te-
nías suerte, implicaba un pase de MD, de micropunto, alguito de una
pepa. Pregunta mediante, obvio. La cosa es que yo estaba medio roto ya.
Parado con mi birra, apoyado en una columna. Alguien se acerca y me
dice: “¿Te puedo hacer una pregunta?”. Y como dije, esa pregunta, que
ya existía, siempre me genera gracia, porque a priori ya sabemos que no
es solo una… Y algo que me pasa con recurrencia es la insoportable cu-
riosidad que me genera esa forma de enunciación en sí. Bajo esa formu-
lación me han preguntado las cosas menos pensadas: “¿Tus pestañas
son postizas?”, “¿Te gustan los pibes o las pibas?”, “¿Vos sos travesti?”…
Siempre, no lo niego, me genera curiosidad a la vez que miedo.
La cosa es que la persona que me preguntaba esto pertenecía
a ese 25% del universo feminista que me fascina a la tercera palabra
que haya dicho. Igual, en su caso, la primera vez que tomé registro de
su magnificencia, no fue hablando, fue cocinando un guiso vegano para
más de 50 personas en un campamento de lesbianas, años atrás. Real-
mente creo que es un talento, y una capacidad reservada a lxs diosxs, el
poder cocinar con los elementos más precarios del mundo sin intoxicar
a nadie. No recuerdo si en ese momento lo dije o lo pensé, pero mientras
ella me daba mi tupper lleno de guiso, deseo haberle dicho: Es increíble
que hayas hecho esto tan hermoso. Igual soy tan tímido para decir cuan-
do algo me enamora, que casi seguro lo pensé y la timidez me condenó
al silencio.
Entonces ahí estaba yo, con mi cerveza seguro caliente por el

21
infierno bajo el tinglado en esas mil canchas una sobre otra de Trelew,
seguro con ganas de bailar y con la vergüenza, que aunque nadie la vea,
siempre me da pelea. Ella se acerca, le ofrezco birra, advirtiendo que ya
no sabía a birra sino más bien a una sopa de cebada con saliva y me dis-
para: “¿Te puedo hacer una pregunta?…”. La distancia entre nosotrxs ya
era acotada, porque la pista estaba estallada y porque el sonido, siempre
saturándonos todos los sentidos, nos obligaba a la cercanía. Entonces,
supongo que con la cortedad que me caracteriza, le dije Sí, claro… Tomó
un sorbo de la birra, como quien toma envión ante el salto al vacío y me
dice: “¿Tu vínculo es monogámico?”.
En ese momento de mi vida yo estaba en vínculo con otra per-
sona con la que no practicábamos la monogamia sexual. Eso implicaba
que teníamos encuentros con otras personas, algunas de manera más
o menos sistemática, pero que no necesariamente se traducía en tener
vínculos más del orden político-afectivo con otrxs. Sí nos había pasado
de compartir afectividad con otrxs pero siempre manteniendo, sin de-
cirlo explícitamente ni acordarlo como tal, cierta jerarquía alrededor de
nuestro vínculo. Cosa que descubrimos después, ante la inminencia de
otros amores.
Cuando ella me hizo esta pregunta, supe o pensé que no sabría
bien cómo explicar eso. Pero quería hacerlo. Creo que sonreí, debajo de
mi gorra y mis lentes que un poco siempre me funcionaron de armadura
y le dije: No tengo un vínculo de exclusividad sexual, si es eso a lo que te
referís… Me quedé en silencio, pensando todo lo que decía y no decía al
afirmar eso. Pensando en que solo una persona que pertenece al 25%
del mundo que me enamora podría haberme preguntado esto en medio
de una fiesta, aturdidxs por el calor, la birra y la lucha. Me quedé en silen-
cio porque la existencia de esa pregunta me confirmaba la existencia de
los otros mundos que deseo. Me quedé en silencio, también, porque no
sé sostener la palabra cuando alguien me gusta. Y ella me estaba gus-
tando toda, en cada uno de sus gestos. Me quedé en silencio porque lo
que me calentaba, sin dudas, era político y ella había tocado en el lugar
correcto de mi deseo.

22
Sí, me quedé en silencio. Uno que evidentemente le resultó in-
cómodo. Me devolvió la birra, más caliente ahora por estar entre sus
manos esos segundos que parecieron eternos. En ese momento, aunque
al resto del universo le parecería obvio, no me di cuenta que ella estaba
abriendo fuego. No me di cuenta porque soy una persona muy apegada
a la literalidad, aunque intente no serlo, que no entiende en la mayoría de
los casos cuándo se lo están encarando. Y un rato después, que puede
haber sido insostenible para cualquier persona que acaba de hacer un
intento, sólo pude responder un paupérrimo: ¿Por?… Y sonriendo, quizás
por cordialidad, o para no dejar en evidencia mi torpeza, me respondió
un: “No. Por nada. Solo por saber.” Y se fue de nuevo a perderse en esa
multitud de fuegos.

23
El porro esta mañana

Me pasé toda la mañana (bueno, en honor a la verdad no era la


mañana propiamente dicha. Más bien era esa parte del día en la que unx
se despertó hace poco y es lo que al cuerpo se le traduce como su ma-
ñana) pensando que debía mandarte un mensaje contándote que solo
acepté jugar ese juego para hacer algo con vos. Lo que fuera. Recién me
despierto, pero acepto porque quiero hacer algo con vos. Demostrar los
límites evidentes de mis dibujos o mis torpezas comunicacionales. Lo
terrible que se instala esta mañana en mi cara, habiendo dormido poco
porque odio dormir solo en este invierno de aislamiento y últimamente
doy vueltas y vueltas en la cama.
Me hago una paja, medio como somnífero o en modo automático,
algunas veces pensando en vos, otras pensando en otrxs, me duermo de
nuevo. Vuelvo a despertarme. Me sigo enrollando interminablemente en
las mil mini frazadas de mi cama. Sí, tengo casi cuarenta años y no tengo
frazadas de dos plazas, entonces mi cama es como una pila de trapitos
estratégicamente dispersados que cubren mi cuerpo oruga en invierno.
Odio dormir vestido, así que siempre es como jugar al T.E.G. mantener-
me calentito ahí. Quiero y no quiero salir de la cama. Pero también, estar
despierto mirando el techo me hace pensar en giladas irremediables por
lo que suelo eyectarme de ahí cuando aparecen los fantasmas. Vuelvo a
dormitar un rato, algo entra en mi celular (un mail, algo de Instagram, el
Facebook o lo que sea), vibra y despierto. Salgo o no salgo. ¿Mate o té
o café con leche? Salgo. Tengo una dieta de agua, infusiones y harinas
que mantener.
Busco en mi cabeza, mientras escroleo el Whatsapp viendo todos
los mensajes que no respondí aún, una excusa para escribirte. Ya lo ha-
bía hecho la noche anterior, pero vos no respondiste. Entonces mientras
pensaba en una nueva excusa, en mi pantalla el Whatsapp me avisa que
estabas escribiendo (Nota mental que cae: “desactivar búsqueda de ex-
cusas boludas”). Un amigo escribió un artículo sobre nosotrxs dos, algo
24
hermoso sobre lo que publicamos hace poco. En mi fantasía es como si
mi texto dialogara con el tuyo. De alguna forma, poética y política, nos
conectan otrxs, nuestrxs amigxs. Él lo hace con más facilidad que yo. Yo
tuve que esperar a que él fabrique esta excusa, sin saber que sería la mía,
para hablarte. Hablamos un poco del artículo en cuestión, nos tiramos
flores, en otro momento nos reímos de lo honradxs que se sienten Butler
y Haraway por compartir ese mismo artículo con nosotrxs. Creo que a
lxs dos nos divierten los juegos del ego. Hacemos de cuenta que nuestro
amor propio funciona. Nos reímos al toque, de toda la mierda que nos
impuso el discurso del amor propio.
Me decís que un amigo tuyo y mío quiere que juguemos a un jue-
go en línea. Hace días que vengo con esa droguita, con esa y otras. Esa
falopa solo “me funciona” cuando, además de la plataforma del juego,
abrimos una donde vernos, oírnos, reírnos, bardearnos… Pienso. Al me-
nos así funciona con mis otrxs amigxs, pero no me animo a pedirte eso.
La marica en cuestión, puta y facilitadora del encuentro, abre meet…
¿me meto? Me miento preguntándome algo a lo que no solo conocía la
respuesta sino que la deseaba. De una… Con mis amigxs entramos en
esa siempre, la de charlarnos mientras hacemos los garabatos… Entro,
sólo estamos la marica y yo. Como siempre sucede con él, amor y más
amor, charlamos de muchxs pibxs, a algunos lxs criticamos, a otrxs con-
fesamos querer caerles, otros simplemente son destinatarixs de nuestro
odio. A veces pienso que él también un poco me gusta, no gastaré ener-
gía en negarlo. Quizás será tela para otro teje de estos… Tengo ganas de
contarle a nuestra amiga que acepté hacer esto, ahora que para mí es
la mañana, sólo para hacer algo con vos. Pero no quiero 1) herir su ego
de marica leonina que amo y 2) que justo entres a la sala del meet y me
descubras más pendejo de lo que me siento por estar pensando todo
esto. Entonces hablo de giladas… De que tengo sueño, de que estoy dur-
miendo mal desde que decretaron que pasaré mi cumpleaños número
40 solo. De que en el medio escribo como un maniático para dos de mis
tres trabajos. Mientras abro y cierro aplicaciones me entran otros dos
mails de uno de mis tres fuentes de ingresos. No los abro. Siento que

25
si los abro voy a verme en la obligación de responderlos y no quiero. Es
sábado y acepté jugar a esto, a la mañana, solo para hacer algo con vos.
Quiero que vos entres al meet y no solo al jueguito. Hacia adentro, para
mí mismo, repito como mantra: que se conecte, que se conecte, que se
conecte.
Entrás a la sala fumando porro en plena mañana… Sí ya sé, es la
mañana para mí, vos saliste de la cama hace tres horas y media y seguro
para tu cuerpo, como para el resto de humanidad que vive por estas la-
titudes, ya es mediodía. Pero te veo prender ese porro y para mí la fiesta
ya se pagó sola.
No hace falta que te expliquemos las reglas del juego. Una liberal
contemporánea a nosotrxs diría que ella ya ganó… Y yo, yo creo que yo
también gané… Porque el resto de mi mañana, que fue entrada la tarde
de lxs demás, me la pasé pensando en vos y ese porro. En lo bien que te
queda la fisura. Más tarde, cuando le mandé un audio a la marica dicien-
do que me gustabas, entre otras cosas porque sos fisura, medio cheta y
fisura, dije, en honor a la verdad, la marica respondió: “Es fisura pero en
niveles del bien” … Y mientras le confesaba esto a él, seguía pensando
en ese porro y vos. En la paja que me haría más tarde pensando en eso.
En lo raro que me queda ser un chabón y decir esto sin sentirme como
esos machos que no queremos ser. En preguntarme mil veces si debía o
no mandarte este mensaje. En cómo deseo que el deseo crezca y no en
detrimento de nuestra amistad.
Me gusta coger con mis amigxs, pensé también, y te confesaría en
ese mensaje que aún no sé si escribir o no. Me gusta que mis amigxs me
gusten y me calienten. Me gusta gustarle a mis amigxs. Calentarnos. Si
no me gustaran mis amigxs y vos no fueras mi amiga, no podría haberte
pedido esa otra mañana que dejaras de moverte en mi cama, bajo las
mil y un frazaditas, lxs dos re en una, porque ponernos a coger implica-
ría perder un turno médico en el medio de esta pandemia mundial que
me encuentra sin obra social. No podría haberte dicho, tampoco, que
me quedé manija todo el día, pensando en cómo nos salimos del sueño
calentándonos como dos pibitxs. En ese beso torpe, pendejo, tímido, que

26
nos dimos a las 6:30 o 7 a. m. mientras vos te ibas en tu bici y yo me iba
al médico en el auto de un amigo que me pasaba a buscar. Porque yo
voy al médico con amigxs y me gusta.
Ya está cayendo la noche. Decidí empezar a escribir esto porque
parte de mi laburo en terapia —tareas que me deja mi querida terapeuta
a la que llamo “Maga”, por el famoso libro que amo y porque un poco
hizo magia y me sacó a flote en un par de secuencias (ella no lo sabe,
pero yo la nombro así)— es escribir en un cuaderno o un Word, antes de
mandarme al mail, Whatsapp o lo que sea. Es como simular meterle un
filtro, uno más, a mi verborragia y mi neurosis. Entonces Maga me dice:
“Vos escribí, cuando te agarra esto de necesitar decir, vos escribí. Y si
no funciona o te sobrepasa, me escribís a mí”. Pero sé que esto que me
pasa no es para escribirle a ella, porque no es un problema. No es un pro-
blema que me guste cómo te queda ese porro en la boca, debajo de la
capucha de tu campera negra, que te hace ver más pálida esta mañana.
Esta mañana para mí.

27
La Vicio sos vos

“¿Vamos para la Vicio?” preguntó unx de mis amigxs, estando


nosotrxs en una fiesta de otra amiga, con la que tenemos un grupo
de Whatsapp donde el 95% de las cosas que nos circulamos son fo-
tos nuestras desnudxs o semi, cogiendo con otrxs, beboteando, como
dicen ahora. Beboteando para mis amigxs, podría haberse dado a lla-
mar la obra. O quizás, ahora que lo pienso, ese grupo de Whatsapp lo
deberíamos haber llamado “paja es amor”, “paja con amigxs”, “PPT =
paja para todxs” y miles de formas más que sin decirlo o diciéndolo nos
habilitamos sin contrariar lo que entendemos por amistad. Si hay algo
que históricamente me fascinó de las personas asignadas varones al na-
cer es que siempre pueden hacerse la paja con amigos y eso no impli-
ca un problema mayor que requiera ningún tipo de explicación. Eso no
tensiona ni vulnera lo entendido por amistad. Tampoco se piensa como
homoerotismo. Están ahí, quizás sin preguntarse qué es “estar” y qué
es “ahí”. Es más, casi diría —con celos, claro— que es hasta una parte
constitutiva de esa forma vincular, un día decir estoy al palo y que la paja
circule como circula cualquier cosa, el mate, un apunte o la birra. Siem-
pre envidié un montón esa parte de la amistad en la que podés compartir
la calentura, calentarte con tu amigx y que no solo no se mal flashee sino
que además se celebre: “Somos amigxs, vení, podemos hacernos la paja
juntxs”. Amaría, no negaré esos cargos.
Pero mientras eso pasa, mientras un sector del mundo lucha por
su derecho a ser pajerx, nosotrxs, con mis amigxs, tenemos este grupo.
Me gusta creer que a lxs tres nos gusta gustarles a lxs otrxs. Me gus-
ta creer que, aunque no lo hiciéramos juntxs, cara a cara, ese tráfico
de imágenes frecuentes se activaba también mientras ellxs se hacían la
paja. Quiero que se hagan la paja con esa foto de mi media espalda/culo.
Quiero que la foto de sus tetas hackeen mi cerebro en el instante justo
en el que estoy por acabar. Quiero compartir esta calentura con ellxs.
Quiero decirles a mis amigxs que volví a babear con una pija después de

28
esa foto que ella nos compartió.
“Vamos, pero con carpa, no da activar abandono colectivo de la
fiesta de la amiga. Salimos saludándola a ella solamente, así no le deci-
mos a lxs demás a dónde nos vamos”. Foto de lxs tres en el ascensor,
un ritual muy milenial que robamos y practicamos, un poco porque te-
ner amigxs, no importa a qué edad, nos inscribe —por medio de sus
liturgias — como parte de una época. Besos entre amigxs. Subidón. La
Vicio siempre me generó amor/odio. En ese mismo lugar me pasaron las
cosas más maravillosas, bizarras y horribles, respecto al despliegue de
mi sexualidad, pensé. Pero ya me había colado el MD, quería luces, des-
nudez y mimos. Hacía calor. Ya fue. Salimos. Antes, parada técnica para
levantar a otras personas que venían agitando de ir para allá. “Tengo po-
rro”, “tengo pepa”, “tengo MD”… ¡¡¡Gracias, tengo que manejar!!!! pensé
y respondí. Una parte de mí, no sé por qué, siempre intenta mantenerme
vivo. Amigx dice: “Ya fue amigo, dejemos el auto en tu casa, nos vamos
en taxi, no la vas a pasar bien sobrio en ese antro”. Todo en mí agradeció
la claridad de esa intervención. No me banco careta esa fiesta. Y me gus-
ta drogarme y acariciarme con amigxs. Dejemos el auto acá.
Cruzamos todo CABA, de norte a sur, con una escala en su cora-
zón, para abandonar mi superyo llamado auto.
Entrar a la Vicio, como a otros antros que descubrí pasados mis
treinta y pico, siempre me recordaba la sensación de esa playa nudista
perdida entre los morros, que visité hace mil años en el norte de Brasil,
donde la única pregunta que me inquietó fue: ¿Dónde mierda guardo la
plata y mi DNI ahora que estoy en culo?. Y me sigue pareciendo hermoso
que esa sea la única preocupación a priori. Claro que después mi cere-
bro de señor mayor, que fue contemporáneo a Cromañón1, me recuerda
todo lo que debo tener en claro antes de entregarme al olvido. Pero ahí
estábamos, mis amigxs, mis amantes y yo… Todxs medio desnudxs y en
1 Para quienes no son de aquí o quienes no compartieron ese tiempo, Cromañón
fue un boliche donde tocaban bandas de rock, donde el 30 de diciembre de 2004,
un incendio que podría haberse evitado, se cargó con la vida de casi 200 pibxs.
Cromañón fue un antes y un después en la adolescencia de muchxs que como yo
seguían bandas de rock en subsuelos, bolichitos, barcitos oscuros y espesos.

29
proceso químico en alza.
Casi todo el mundo está en cuero… Algunxs también en culo.
Pero aunque me encanten los culos, hay algo en la contorsión de los
torsos desnudos y danzantes que me resulta más erotizante que el resto
de la desnudez. Abrazar el cuerpo sudado de tu amigx. Sentir cómo se
impregna su sal en tu torso aún frío de la ropa que lo secaba, es una de
las sensaciones más íntimas en las que me gusta reconocerme. “Esto
NO es agua” me dicen antes de darme una botella de agua que no tiene
únicamente eso. Tomar decisiones informadas, si eso no es erotizante,
qué lo es, suelo preguntarme.
Pasados los primeros treinta minutos ahí, podría afirmar que la
mitad —mínimo— de la gente que está sudando aquí va a manifestarse
mañana por la tarde en mi retina, cuando necesite dormir una siesta por
el bajón y previo, como somnífero, me clave una paja. Incluso esa gente
que no conozco pero que baila alrededor de mi amigx cual Venus de
Milo, haciendo un fuego que sólo mi retina y mi pupila, ya dilatada, per-
cibe y envuelve. ¿Sólo yo lo estoy viendo? Mi amigx ya sabe que siempre
está en mi línea de fuego imaginaria, a veces pienso que baila sabiendo
que algo en mi cabeza está grabando y repite ese corto en loop alguna
mañana, antes de salir al mundo.
Yo también bailo sintiéndome deseable en ese mercado de la
carne. Algo que siempre declaramos en la intimidad con une de mis ami-
gues es que nos gusta un poco sentirnos fetichizadxs. Me muevo sabien-
do que mi tórax quirúrgicamente creado por la 26.743 alimenta el morbo
y la curiosidad de otrxs. Eso que algunxs prefieren pensar como una ci-
catriz, como la huella de una lesión y de una lección, a veces deviene en
arma para esta cacería. Me gusta ser la pregunta en sus calenturas. Me
gusta incomodarles, que se pregunten qué les pasa mientras sus dedos
se deslizan por el filo de mi corte bilateral.
Un pibe al que conozco de la rosca se acerca. Baila. Transpira su
pálida piel conmigo. Empieza a dibujar garabatos con sus finos dedos
flacos en mi espalda. Me calienta pensar que eso que dibuja tiene un
sentido político. Que escribe un manifiesto con nuestra transpiración.

30
Cierro los ojos, porque así leo mejor cada movimiento que hacen sus
manos calientes en mi parte posterior. No me doy vuelta a mirarlo, un
poco porque soy un cagón y temo romper esa magia con mi torpeza ver-
bal y otro poco porque me gusta no mirarnos a los ojos siempre. Por mo-
mentos esboza ochos, infinitos, repetidamente, que unen mi nuca con
la cintura. Doy un paso atrás, para acortar la distancia entre mi espalda
y la palma de su mano. Ya tengo el registro claro de no sólo desear las
puntas de sus dedos imprimiéndose en mi dorso.
Sin darme vuelta, mis manos agarran su cintura, lo acerco a mi
culo, quiero que sus manos dibujen también mi pecho. Me agarra la
cresta, sin darme vuelta del todo, para pasarme su lengua por la boca.
El ocho ahora somos nosotros. Sigue delineando, ahora con su saliva
en mi boca. En mi boca seca ya de calentura, de respirar abierta. Pero
seguimos bailando sin darnos vuelta. Sin mirarnos a la cara. Apretando
su cintura a la mía. Su cabeza a mi cuello.
Ahora sí es infinito.
A veces hay gente con la que solo me gusta besarme. Besarme
con la misma intensidad con la que a veces —seamos sincerxs, no siem-
pre— cojo. Hay gente con la que me gusta besarme y no decirnos nada.
Nada. No intercambiar ni medio gesto, mucho menos palabras. Besar-
nos y apoyarnos mucho. Y en esa estaba con este pibe, que no, que ya
no solo es un pibe al que conozco de la rosca. Mientras tanto, al lado, un
show de algo que implicaba fuego comenzaba a suceder de forma real.
Ya no era el flash de mis ojos imaginando qué fuego esx pibx. Había al-
guien escupiendo fuego en un lugar cerrado, lleno de gente, con el techo
cubierto de nylon, en el medio de la nada entre La Boca y Barracas. Ahí,
donde estaba teniendo el mejor chape de esos últimos tiempos con un
pibe desde que dejé de ser hétero, había alguien escupiendo fuego. No
hay metáfora.
Esa parte de mí que a veces hace todo lo necesario por mante-
nerme vivo, me sacó de la secuencia. No es moral, es simple instinto. Me
di vuelta, levanté la cabeza hacia ese pibe, el primero con el que chapa-
ba —con muchas ganas— desde que había dejado de ser heterosexual,

31
es decir, el primero que me había vuelto a calentar, quizás en los últimos
veinte años y lo besé mirándolo a la cara. Reconociéndome como un tipo
que besa a otro tipo en ese gesto. Agarré a mis amigxs y nos fuimos.
Con aquel pibe, que ya no era un pibe y que era el primer tipo con
el que volví a calentarme después de tantos años, nos volvimos a ver mil
veces. Nunca hablamos de ese encuentro. Nunca fue un problema entre
nosotros. Nunca tuvo más sentido que eso: unos besos. Me gusta pensar
que un poco fue como hacerse la paja con un amigo.

32
Pantalla partida

“Otro jueves como los demás…”1 dice una canción de una banda
en alguna parte. Y este era demasiado jueves, demasiado igual. La ciu-
dad no se apagaba aún pero al menos comenzaba a cansarse, ya no ru-
gía, apenas maullaba. Todo el día, como todos los 280 días que ya pasa-
ron desde que se decretó la cuarentena, podrían ser un jueves. Uno más.
Muchas veces me pregunté cuál era mi día favorito, histórica-
mente, de cada semana. Hubo un tiempo en el cual amaba más salir
el jueves que cualquier otro día. Un jueves podés terminar en cualquier
parte, con la gente menos estándar o la más random (aun no lo sé) del
mundo. Un jueves puede ser alta fiesta, una cita y una serie, porro y birra,
en igualdad de condiciones.
El jueves es ese día que no te parte al medio la explotación. El jue-
ves es ese día en el que podés encontrarte con alguien que no conocés,
que no se gusten y que haber invertido ese tiempo en conocerse no se
traduzca en sacrificios. El jueves es ese día en el que empieza a quebrar-
se, posta y a favor nuestro, la semana.
Yo amo lidiar con la resaca de jueves. La del viernes me anula y
la del sábado es demasiado clásica. La del domingo ya no, nadie merece
arrancar así otra semana de infamia capitalista. Pero a la del jueves aún
la abrazo sin despecho ni reservas.
El jueves siempre es una buena forma de terminar algo que re-
cién empieza.
La cosa es que estaba yo, otra vez, recibiendo la explicación de
por qué no vamos a vernos con esa persona que aún no entiendo por
qué, pero sigue siendo un contacto. Un contacto agendado y que agen-
da. Un contacto agendante: que plantea una cita, cada tanto, porque a
veces es lo sacrificable, el jueves y nuestro deseo. Los jueves sin dudas
siguen siendo más rendidores que algunos contactos, por eso los pre-
fiero.
1 Caballeros de la quema,. “Otro jueves cobarde”.

33
Sigo casi en automático, metiendo zapping mientras cierro tareas.
La casa está vacía porque arrancó el calor, se relajaron los controles
pandémicos y la gente empieza a juntarse con otras gentes en terrazas,
patios y plazoletas. Mis convivientes hacen lo suyo. Van y vienen a otros
encuentros, cada vez que pueden, tras meses eternos de solo dialogar
entre nosotrxs. Hay silencio y yo voy de la cocina a la pieza… De la pieza
al patio… Del patio, pucho, porro, a la pieza. Respondo mensajes, corrijo
trabajos. Mi escritorio está tapado de papeles que me recuerdan que las
fechas de vencimiento me vencieron. Las pantallas de la compu, del tele
y hasta del celular, tienen pegados papelitos de colores con mensajes
importantes que no debo ignorar. A mi izquierda, contra la pared, una
pizarra llena de notas, aclaraciones y declaraciones afirman que otro año
llega a su ocaso, acaso conmigo.
De fondo, como siempre, el fútbol que puedo entender sin mirar
me invita a quedarme instalado. Cuando uno, una, unx vio mucho fútbol,
amó el fútbol, jugó al fútbol, puede mirarlo sin destinarle el afecto de su
mirada. Cuando uno/a/x/ sabe cómo sigue la frase de cualquier rela-
tor/a, dos cabezazos en el área son… o los goles que no se hacen en un
arco terminan…, puede mirar el fútbol sin necesitar la imagen. Me asumo,
también, parte de esa generación que escuchó partidos, que aprendió a
imaginar el pasto, los límites de la cancha, el olor a estadio y las inten-
sidades del juego. Por eso la tele o la compu también pueden oficiar de
radio y dejarme seguir adelante sin requerir demasiado detenimiento.
“Enviar”. “Responder, copiar, pegar, enviar”. “jajajajaja… Dale, ha-
blemos”. “No en serio, no sabía nada. Estoy acá, cualquier cosa avisá”.
Fueguito + Risa + Conitos de cumpleaños. “jajajaja”. “Qué forro”. “Mar-
car como no leído”. “Eliminar”. Mirar los vistos. Evitar clavar los vistos
que no queremos que se sepa que vimos. “jajajajaja… Dale, abrazos”.
“Responder, copiar, pegar, enviar”. Seguir. Fueguito. Fueguito. Buscar.
Dejar de seguir.
Pensé, —mientras se activa la alarma de una casa que suena a
diario, a escasos veinte metros de mi casa, sistemáticamente, quizás in-
cluso a la misma hora — no sé si por el enojo del plantón o por la simple

34
necesidad de coger un poco, que nunca me había hecho la paja mirando
fútbol. Sí, si hay algo de los cuerpos sudados, pasados los 40 minutos de
competición, cuando ya se despeinaron, cuando puede que ya haya algo
de verdín en sus shores, cuando un poco perdieron la pose y empiezan
a respirar a boca abierta, que puede que me caliente. No lo niego ni lo
afirmo…
A pantalla partida, en la compu, pongo porno.
Alerta abolo: sí, llegamos a la parte donde las, los, lxs lectores
abolicionistas cierran el libro y se indignan. Piensan en un escrache, les
duele la revolución, ahí punzante, cuando se descubren punitivistas. Afir-
man que está mal consumir pornografía, que nadie nace para puta/o/x,
que la marca de la esclavitud está dada por el dinero y no por nuestra
moral. Se van.
Pongo porno. Pienso también que hace poco, seguro en estos
días donde la líbido subió sorpresivamente, no sé si por el calor o por el
relajamiento de los controles higienistas, descubrí que podía pajearme
en otros lugares que no fueran la cama y eso, a mi edad, me parecía re-
velador y un poco vergonzante, porque reconocía en ese descubrimiento
también mis propios pruritos. Hacía unos años, cuando decidí laburar de
lo que llaman “freelance” y corté con 12 años de laburo en una fábrica,
equipé un poco mi mundito para que esa autoexplotación fuera lo me-
nos incómoda posible. Recuerdo que busqué durante semanas enteras,
por todo CABA y la web, una buena silla de escritorio que amortizara las
infinitas horas de posiciones poco felices para la columna. Esa silla, ha-
cía poco tiempo, empezaría a ser parte de un amoblamiento que podría
vincularse ya no solo al trabajo, sino al disfrute, que es también parte de
laburar en/con uno mismo.
En las medias pantallas, de un lado fútbol, del otro porno, elijo
quedarme con dos ositos que están en una, se están dando murra. Uno
cis y otro trans. Habito siempre la pregunta falso-dicotómica de no saber
si quiero ser como ellos o quiero coger con ellos. Pienso que una de las
cosas que me calienta, sin dudas, son sus barbas. Sus barbas mientras
se besan, mientras se babean, mientras se las llenan de fluidos. Pienso

35
que me calienta más, incluso, cuando aún conservan casi toda la ropa.
Cuando se aprietan bajo los abrazos de osos calientes, cuando se miden
la fuerza y la calentura en ese abrazo, cuando se frotan intensos. Pienso
que me calientan mucho sus besos.
Muteo el porno. No siempre me interesa la voz, lo dicho, lo gemi-
do. Asumo que en la paja hay algo del orden de escucharse a unx mismx,
al menos a veces me pega así, donde prefiero mi cambiante respiración
antes que al guión pensado para calentarme. Dejo de fondo, como si fue-
se una voz en off, el relato del partido. La locución del fútbol tiene ciertas
particularidades que a veces me desvían. Por ejemplo, hubo en un tiem-
po un jugador de primera división del fútbol argentino que se apellida-
ba Melano, jugaba en un club del cual yo no simpatizaba, pero me era
imposible resistirme a la tentación de escuchar a lxs relatorxs comentar
esos partidos donde él jugaba, porque aunque quisieran evitarlo caían
en conjugaciones del tipo: corre Melano..., pica Melano..., corta Melano..,
y me complacía pensar y, un poco saber, qué tan incómodxs se sentirían
con eso, con los imperativos y el ano, algo tan castigado en las narrativas
de la hetero-normalidad futbolera.
Pero esa noche, en ese partido que sonorizaba mi paja, pasaban
otras cosas. Habían llegado a la instancia de penales, tras agotar los re-
glamentarios noventa minutos de lo que para mí ya era una homoerótica
narración deportiva. Donde se rozaron, sudaron, compartieron el pico de
algunas botellas. Donde se golpearon, quizás se escupieron sin quererlo
o queriendo. Levantaron sus camisetas tras el silbato que ponía fin a una
porción del juego, para secarse las frentes, las bocas, la transpiración.
Llegamos al final de una contienda en la que a más de uno le temblaban
las piernas, como a mí.
Alguien en alguna terraza o desde alguna ventana no muy lejana
a la mía, grita un gol. No sé si terminó el partido. Yo sí.

36
37
Negro menstrual

No soy el tipo de las causas ambientales, no tengo esa sensibili-


dad, aunque lo piense y me obligue a mí mismo a estar informado, a in-
tentarlo con sinceridad. A veces escucho o leo a mis amigxs procupadxs
por el desarrollo del mundo, por el devenir de la especie, por el calenta-
miento global y yo tengo la certeza de que no llegaré a ver el tan temido
fin, por lo que no me sale militar contra el fin del mundo, contra el fin
de la especie, de las especies y de los especismos. No tengo activa esa
fibra. Sé que es políticamente incorrecto plantearlo así, pero me sucede.
A veces siento, y se me presenta la metáfora, que es como si te
compraras una caja de lápices, esos perfectos, que vienen en una lata en
realidad, no en una caja. Y que cuando la abrís, ¡zas! Falta uno. Me falta
ese color, ese tono, ese registro. Y contradictoriamente, debo confesar
que me copan todas las peleas, no hay una vez que me las evite, pero
esta… Esta… Es como la “comida saludable”: entiendo que está bien,
que es necesaria, pero no me surge. No me dan ganas de entrarle. No
sueño con ella cuando tengo hambre. No es lo primero que pienso cuan-
do se acerca esa hora del día en la que hay que resolver mandarle algo
sólido a la panza. Nunca fui bueno, ni con el medioambiente, ni con el
sostenimiento de mi propio medio para la existencia. Tampoco soy malo,
no voy por ahí tirando petróleo por los espejos de agua, ni dejando mi
cuerpo sin ingesta todo un día.
Y me siento un poco hipócrita poniéndole un corazón a ese men-
saje o a ese video que cuenta lo terrible que están siendo los incendios
en los humedales. Me siento hipócrita porque entiendo que ningún like
apaga el fuego. También entiendo la urgencia de quienes lo comparten,
pero eso un poco me recuerda a las fotos que circulaban hace unos años
de perros muy cagados a palos. De distintos animales maltratados de
infinidad de formas. De cacerías “deportivas” de cualquier especie. Me
recuerda a la necesidad, muchas veces morbosa, de mostrar el cuerpo
descuartizado de cualquier piba, para que algunxs simulen entender lo

38
que es patriarcado. Tienen el mismo efecto en mí… Las odio, aunque
entiendo que para algunxs, incluso compañerxs de trinchera, la perfo de
la piba en la bolsa de residuo siga siendo necesaria en medio de la plaza
de todas las violencias. Lo entiendo, pero no es como decido ponerle el
culo a la revolución.
Escroleo los portales de diarios, las redes sociales, algún que otro
perfil de alguien que me interesa cómo piensa, lo que dice o cómo lo
dice y sigo. No suelo detenerme ya en las fotos o en los videos. Algo en
mí está siempre puesto entre las pantallas y yo, una amante lo denomina
lente feminista —aunque en el caso de ella lo empleaba para explicar
cómo lo que llaman “humor” dejó de verse/ser gracioso— . Es como un
filtro. Algo que me impide seguir mirando la crueldad a los ojos, que me
cuida de las campañas efectistas del dolor o la brutalidad.
Mis amigxs más involucradxs con esas luchas piensan que soy
un tanto negacionista, pero realmente no necesito agregar ese siempre
renovado inventario de las pedagogías hetero-cis-capitalistas-patriarca-
les para reconocerme como parte del problema. Las pienso cada vez,
incluso en cosas más íntimas. Por ejemplo, ser un tipo que menstrúa…
Hace treinta años que una vez al mes mi cuerpo sangra.
Recuerdo como si fuera hoy ese 1º de mayo de 1991, la sensa-
ción que tuve cuando, al ir al baño con diez años de vida, vi cómo mi
cuerpo perdía sangre… Pensando fatalmente que moriría, porque na-
die me había explicado qué era la menstruación —de esas cosas no se
hablaba cuando yo era niño y a los diez años, hace treinta años, aún se
era niño, así que no se hablaba—. Me llené de miedo, pedí ayuda y me
respondieron con un folleto y un paquete de toallitas, en ese momento
llamadas “femeninas”. Creo que ahora las siguen llamando así, yo ya no
las uso y ya no las llamo de esa forma. Con el tiempo aprendí de algunxs
amigxs que algunas tecnologías están pensadas para construir el gé-
nero —incluso desde la forma que se impone nombrarlas— y también
para destruirlo, y esa acción sucede efectivamente —es decir, produce
su efecto— desde el nombre, por lo que no llamo femenino o masculino
a ningún objeto, pero sé de qué me habla el mundo cuando lo menciona

39
así. La cosa es que vivía en una casilla premoldeada con 3 hermanxs y
mis viejxs. El baño —que en realidad no era más que un cuartito precario
con un inodoro y una luz— quedaba afuera de la casilla. Era un cuarto
aparte, con piso de tierra, al que no le llegaba el agua, la llevábamos con
tachos. Tuve miedo, pensé que moriría ahí mismo. En ese cuarto en el
que no tenía idea de por qué mi cuerpo sangraba. Pero no morí, tampoco
me hice más fuerte, como dicen algunxs optimistas. No me sentía más
fuerte, ni más nada. Mi cuerpo de diez años sangraba y tuve que leer un
folleto para empezar a entender el por qué. Afuera del cuarto, la creencia
popular y familiar, en una suerte de rito, diría que yo ya no sería un niño
nunca más.
Con los años y, creo, porque siempre me gustó hacer deportes,
logré adaptar mi vida a ese sangrado que mes a mes me recordaba un
poco lo que sería una eterna disciplina. Dejé de usar toallitas para usar
tampones. De un tiempo a esta parte, mis amigas feministas y también
algunos amigos, me dicen que me pase a la copita. Que es más cómo-
do, más higiénico, más salubre para mí y sustentable para el ambiente.
Hace años que, obligado a elegir entre “baño de mujeres”/”baño de va-
rones”, voy al de varones. No porque me sienta de alguna forma validado
o afirmado (a través de ese dispositivo político-espacial), sino porque
adicionado a mi género, porto la sospecha como todos mis congéne-
res, de “potencial abusador”. La masculinidad venía con ese “plus” del
que uno no se puede desmarcar a simple voluntad, menos en un baño.
Entonces, harto del maltrato, pero también de las caras de miedo (que
seguramente se condecían con la sensación de quienes me veían allí),
decidí “pasarme al otro baño”.
En ese otro baño, por primera vez, me pude sentar a cagar sin
sentirme juzgado. En cualquier momento. Sí, es increíble. Los tipos ca-
gamos y tenemos habilitadísimo hacerlo en cualquier lugar: Un cum-
pleaños, un velorio, en el laburo, a mitad de un partido. Cuando digo
cualquier lugar, estamos diciendo, hasta en la mismísima revolución. Un
poco siempre cuento, medio en broma, que me sentí muy varón esa vez
que por primera vez cagué en un bar, mientras tomaba una birra en algo

40
parecido a una cita. Algo que diez años atrás, yendo a “los baños de mu-
jeres” no se me hubiera ocurrido.
Unos meses antes de este encierro que ahora habito, viajé a esa
parte de nuestra Abya Yala donde habita la montaña vieja. Recorrimos,
de Lima a Zorritos y de Zorritos a Lima, con una parada en el Machu
Picchu, algo de la geografía peruana. Recuerdo que un día, había ca-
minado por horas, entrando y saliendo de un mar que no tenía límites,
en una ciudad extranjera, casi al borde imaginario que separa a Perú
de Ecuador y viceversa, donde lo que iguala o aúna a ambos territorios
es la imposibilidad de ser un tipo trans. De hecho, estando yo en cuero
en esa playa, una persona prefirió asumir que mis cicatrices pectora-
les tenían que ver con algún tipo de cardiopatía severa del pasado que
con la posibilidad de haberme hecho una mastectomía bilateral total. En
su potencia creativa, que sabemos siempre está condicionada por esos
imaginarios (in)habilitados en una época y en un lugar determinados,
era más lógico que me hubieran trasplantado un pulmón o el corazón,
antes que haberme sacado las tetas. Por lo que ir al baño, cada vez, en
ese país especialmente, se me volvía un desafío. Más, mucho más, si de-
bía administrar mi sangrado socialmente negado a cualquier varón, en
esos dispositivos donde se fabrica la masculinidad.
Cuando no “estoy en casa” (en los espacios más o menos conoci-
dos donde se despliega habitualmente mi vida) suelo tener algunos mé-
todos ya interiorizados para sobrevivir a algunos dispositivos. Por ejem-
plo: vas a un bar o un restaurante, y mientras lxs demás se acomodan
en una mesa/barra/esquina/lo que sea, vas al baño a ver si hay inodoro
o sólo mingitorio. Sí, 2020 y sigue pasando que en algunos lugares solo
se puede mear de parado, con todo lo que ello requiere. Y no es que no
haya desarrollado la capacidad de hacerlo, simplemente no me puedo
relajar lo suficiente como para que el chorro salga, menos si hay alguien
parado a mi lado, mirando de reojo, qué sale entre mis piernas. Así que
entro, reviso las posibilidades de mear ahí y en función de eso, veo si be-
ber o no y/o la posibilidad de proponer irnos a otro lugar. Dos respuestas
que entiendo, pero ya no banco, son: 1) “Relajá amigo, yo te acompaño

41
al baño de pibas”, 2) “Hay baño para discapacitadxs”… 1) Ni soy piba, ni
quiero imponerles mi corporalidad a ellas. Y 2) no soy discapacitado y
no tengo porqué hacer uso de recursos tan escasos, poco facilitados, a
poblaciones tan vulneradas.

Antes, mucho antes de que me identificara trans, ya había sido


echado de muchos baños “de mujeres”, también de la fila “de mujeres”
para entrar al boliche, también del cacheo policial para entrar a la can-
cha, también de la sala de ginecología de una guardia hospitalaria, tam-
bién del vestuario antes de un picadito. Mucho, mucho antes que me
identificara un varón trans, la disciplina hetero-cis había impugnado mi
cuerpo, mi ser y mi meo. Por lo que aprendí, como muchxs de nosotrxs,
a tener estrategias de supervivencia:
-Mear antes de salir de casa.
-Ir con la ropa de entrenamiento puesta por debajo de la otra
ropa, para el partido.
-Llamar al consultorio y aclarar que soy un varón trans y que sí,
efectivamente siendo un varón, necesito un control ginecológico.

42
-Dejar de ir a ver eventos deportivos que imponen cacheo policial.
-Volver a mear, aunque no tengas muchas ganas, si encontraste
un lugar piola para hacerlo antes de volver a salir.
-No ir a fiestas en boliches cis-hetero.
-No tomar mates/birras/loquesea en la facultad, si cursás más
de 2hs.
-No mirar a la cara a nadie, nunca-jamás, en ningún baño. Porque
el miedo se trasluce en la mirada, el mío y el de otrxs. Y en “ambos lados
del mundo” te van a imputar por ello.
-Ir a la cadena de farmacias gigantes, que parecen un minisúper
pero de drogas, a comprar los tampones. Donde te los servís de un es-
tante, como quien agarra un paquete de arroz, y no tenés que pedírselos
a nadie que pueda escanear tu género desde sus estándares de “mas-
culinidad/feminidad”. Nunca vayas al súper/almacén del barrio, ahí los
tampones se piden en la caja, los guardan bajo siete llaves, porque son
caros, porque son muy robables y porque, siempre detrás del pedido, se
siguen otras preguntas.
-Si estás en hormonas y por temas de viaje vas a trasladar testo
sintética, gestionate un certificado médico que dé cuenta que las usas
a diario y que “es legal” que las estés trasladando en esas cantidades.
-Llevar impresa la 26.743 siempre en la mochila, cartera, bolso,
riñonera. Nunca sabés cuándo o dónde te van a impedir: Atención médi-
ca, inscripciones varias a diferentes cuestiones administrativas, trámites
legales, pagar con un medio de pago electrónico que no se condiga con
lo que lx cajerx entiende como “F” o “M” al ver tu DNI (si es que tenés el
privilegio de tener DNI), acceder a un natatorio, pileta, etc., quedarte en
cuero en la playa, etc… Llevar impresa la 26.743, aunque vayas a cenar
a lo de tus amigxs, si vas a subir a un bondi, caminar en una calle de
noche, subirte a un taxi, Uber o similar. Llevar impresa la 26.743 si vas a
pedir una I.L.E. o una I.V.E., cuando logremos que sea legal. Llevar im-
presa la 26.743, si vas a respirar, vivir o morir, porque sin dudas, cuando
te encuentre la muerte, sea en las circunstancias que sea, con seguridad
alguien va a violar tu derecho a la identidad.

43
La lista podría seguir, al infinito, seguramente. Pero hasta acá
está bien.

Hoy es la mañana de un 30 de agosto de cualquier año. Mi cuer-


po, como hace 30 años, decidió sangrar. No importa cuándo leas esto,
seguro una parte del Amazonas está siendo prendida fuego para facilitar
algún negocio inmobiliario que contenga cifras con más de ocho dígi-
tos. Habrá una marcha para denunciar eso en alguna ciudad del mundo.
Tengo frío, me niego a salir de la cama para ir a un negocio a comprar
las tecnologías que me permitan administrar mi menstruación. Y aún a
veces, sigo sintiendo el mismo miedo que la primera vez que sangré en
ese otro baño

44
Ella es linda y lo sabe

Si tuviera que listar las cosas que no sé hacer y que a menudo ha-
cen lxs demás por mí, sin dudas en la cabecera de ese inventario estaría
encararme a la gente que me gusta.
Ese día me desperté con un mensaje que decía: “Hola amigo,
¿qué hacés hoy a la tarde? Si estás con ganas y tiempo me voy a tomar
unos mates a tu casa”. Yo aprendí a tomar mates de grande, de grande
es pasados mis treinta agostos. Antes los tomaba solo en situación so-
cial. No había encontrado la compañía del mate hasta que me dispuse
a hacerme de ella. El mate, como muchas otras cosas en la vida, me
requirió el trabajo de sincerarme con mi deseo, que a veces es a solas
y a veces es con otras soledades. Claro, algunas otras veces es en apa-
cibles compañías. Pero son mates distintos, soledades y no-soledades
diferentes.
Antes de responder a ese mensaje, escribí por lo menos otros
dos, a otrxs amigxs, diciéndoles que no sabía si aceptar o no la invita-
ción, porque ella me gustaba y no sabía si correspondía o no aceptar el
convite desconociendo ella esta vital información. Vital para mí, claro.
Esto es: quedarme enredado en cada palabra que sale de su boca, don-
de discutimos nuestro hacer político en esta revolución. En esta o en
cualquiera. Cada vez que ella pronunciaba una palabra, yo no paraba de
flashear un mundo mejor. Muchos mundos mejores, hechos de peque-
ños gestos, pero de profunda convicción. Yo la había conocido a ella en
un Encuentro, hacía algunos años. Ella no me conoció a mí hasta mucho
tiempo después, nos confesamos una vez, cuando repusimos nuestro
primer recuerdo de le otrx. Pero desde esa primera vez que la escuché
en un taller hablando de educación, me había enrolado en la lista de su
frente para llevar adelante esa sublevación.
¿Era importante darle esa información?, nos preguntamos con
mis confesorxs. ¿Modificaba nuestro deseo compartido de cambiar el
mundo que ella supiera o no que me enamoraba su disposición a la lu-

45
cha? Consensuamos que no. Que no era vital y que el deseo individual,
al lado del sueño colectivo, encontraría un tiempo mejor de ser necesa-
rio. Acepté entonces la invitación de ella a ser invitada a mi casa. No sin
hacerme once mil preguntas, desde qué comemos (yo suponía o tenía
la sospecha, equivocada, de que ella era vegana, por lo que el qué co-
mer era casi una encrucijada. La comida y yo nunca nos llevamos bien
y menos cuando soy yo quien debe garantizársela a otrxs) hasta qué
ponerme para algo que no era una cita, pero donde igual quería verme
bien. Quería verme bien porque hablando también con la persona con
la que en ese momento éramos pareja, me dijo “…Y si te pinta, si se da,
le dirás. Y si se quieren, como sabemos que se quieren, su respuesta a
esa verdad no lxs va a cambiar… Así que no importa lo que te pongas,
aunque puede que la comodidad y la seguridad sean buenas compañías
para decir lo que querés decir”. Esta persona, que conocía como yo mi
incapacidad de encararme a la gente que me gusta —porque ya la había
padecido en primera persona alguna vez—, siempre intentaba, con cierta
efectividad, animarme a hacerlo. Sabía, entonces, que si en mi ensayo
fracasaba, tendría con quien reír de esa fallida intentona y de toda la
torpeza que desplegaría hasta llegar ahí.
Respondí, no sin dar mil vueltas, un escueto: Sí, claro. Me encan-
taría que vengas a casa. ¿Compro facturas o preferís otra cosa?. Ella es lo
que definiríamos como una impuntual crónica. Si te dice: “Estoy salien-
do”, calculale —por lo menos— dos horas más, aunque esté a 15 minutos
un destino del otro. Yo soy un obsesivo del horario, entre otras cosas.
Si te tiro un estoy en camino, es que ya estoy en zona y voy a esperar a
que se haga el horario pactado para no adelantarme, lo que me parece
igual de descortés que el retrasarse. Pero siempre, aunque no muchxs lo
sepan, llego antes a todas las citas. A no ser que hubiera sucedido algún
infortunio, pero en este caso, siendo el punto de encuentro mi casa y
estando yo ahí, no podía pasar.
“Sí, me gustan todas las facturas. Salgo en 15´para allá”. Sabía
que aún siendo yo un ignorante completo de la pastelería y los panifica-
dos, podía ponerme a hacer un pan de masa madre (o como se llame ese

46
pan que está de moda no sé por qué) y que lo terminaría antes de que
ella llegara a casa. Igual no iba a tentar a mi suerte, por ello no pondría a
prueba mi ignorancia culinaria. Así que me bañé y fui a comprar mucha
comida de persona que se junta a tomar el té —pero la versión rioplaten-
se— con amigas. Lxs dos somos de buen comer, pensé, por lo que nada
de lo que comprara me parecía suficiente. ¿Y si seguimos conspirando
tanto que nos llega la hora de la cena? ¿Y si a ella como a mí le gusta más
lo salado que lo dulce? ¿Compro o no compro ese queso Mar del Plata
que vi en la fiambrería que queda de camino a casa? Tuve que parar de
comprar comida cuando vi que ya no tenía cómo llevarla las siguientes
tres cuadras. La imposibilidad de cargar una bolsa más se volvió un lími-
te real a mis temores.
A una hora y media del mensaje: “Sí, me gustan todas las fac-
turas. Salgo en 15´ para allá…” Llegó el siguiente: “Ahora sí, perdón, la
colgué, pero estoy subiéndome a la bici y saliendo para allá”. Era her-
mosamente predecible su impuntualidad y no me molestaba, porque yo
me había quedado en mi casa, ordenando todo, especialmente las ideas.
Teníamos mucho de qué hablar y ella había propuesto una intimidad
necesaria para eso. Mi casa funcionaría, a partir del momento en la que
estacionó puntillosamente su bici en mi palier, como Las Vegas de la
incorrección. Fue así como nos lo prometimos: lo que nos decíamos ahí,
moriría ahí. Nadie tomará de rehén político nuestros dichos poco deco-
rosos, nuestros miedos a las militancias de la corrección, nuestros can-
sancios siempre postergados por una causa de fuerza mayor. Algo en
nuestro encuentro me logró revelar que no habría mayor intimidad en un
beso que en nuestra charla. Podíamos decírnoslo todo y besarnos, coger
o no hacerlo. Nada había en ese encuentro que agregara o quitara nada
a esa intimidad que entre ella y yo se estaba edificando.
A nosotrxs, lxs del deber ser, pocas cosas nos reconfortan tanto
como poder declarar nuestros miedos, sabiendo que esa fragilidad no se
volverá la espada con la que se nos enfrenten en otras contiendas. Le
conté uno por uno todos mis fracasos: amorosos, políticos, domésticos.
Todos, porque cuando unx se expone, todos los dolores cargan la misma

47
relevancia. Me contó los suyos y, como acordamos que eso era Las Ve-
gas, no puedo aquí reponerlos pero supe que al igual que yo, su mochila
no iba liviana. Repusimos mil maneras de hacer la revolución. Perma-
nente o por etapas. Peronista o anarquista. ¿Ista?... Ya no sabíamos qué,
pero a las 2 de la mañana, llegó la otra confesión.
Antes que eso, como a las siete de la tarde, una alarma en su te-
léfono nos recordó a lxs dos que teníamos que producir intencionalmen-
te nuestro género. Compartíamos esa confianza, aunque con distintas
tecnologías. Le dije: ¿Es hora de las hormonas? Se sonrió, como quien es
descubierta en algo que no es un secreto, pero con lo que no se convida
a cualquiera. Su sonrisa, cómplice, me hizo sentir en casa. En esa casa
que no tiene que ver con propiedad, sino con el refugio. Me desnudé sin
quitarme la ropa y sin sentirme observado, como pocas veces me pasa
en la vida.
“¿Me puedo quedar a dormir?”, arremetió… Y yo sabía que esa
decisión debía ser tomada con toda la información para ambxs, porque
somos compañerxs, además de amigxs y a lxs compañerxs no se les
esconde información. Entonces le dije que sí. Que siempre tendría lugar
en casa, pero que necesitaba que supiera algo… Nos quedamos lxs dos
en silencio, un silencio que no era incómodo, pero que a lxs dos nos era
desconocido. Entonces dije: Quiero decirte algo, con lo que espero sepa-
mos o aprendamos a lidiar lxs dos: Me gustás. Y no sólo en el sentido de
amigxs o compañerxs. Me gustás, como seguramente le gustás a muchas
otras personas. Me gustás en un sentido también sexual, además de afec-
tivo. Y creo que es justo que lo sepas. Aunque no espero que con eso ha-
gas nada. No pido una respuesta a mi deseo, porque es mío y no lo estoy
poniendo a consideración. Solo quiero que sepas que es tal y que no me
es indistinto que estés o no acá, ahora. Nunca en la vida había logrado ar-
ticular estas palabras con tanta claridad sin sentirme desproporcionada-
mente expuesto. Me sorprendía, de hecho, la fluidez que había salido de
mí en esas palabras que siempre, siempre, esquivo por miedo al rechazo.
No voy a desconocer que identifiqué los nervios ante mi confe-
sión en su sonrisa, tras escuchar atenta mis palabras. No voy a negar

48
que, al confesar amor, se espera alguna reacción, que no es un sí o no,
sino una sucesión de gestos, acciones, cuidados. A mí no me importaba
tanto la respuesta, la que pudiera dar o cómo pudiera darla, sino cómo
se continuarían los hechos. Las acciones entre nosotrxs, el próximo en-
cuentro de nuestros abrazos que ya eran parte de mi cotidianidad y a los
que no quería renunciar. No quería sentir miedo al abrazarnos cuando
nos viéramos en la plaza, en su casa o en la mía, en las calles enfrentan-
do a la yuta o donde sea.
Su silencio, acompañado de su sonrisa, fue hospitalario. Su ré-
plica, acotada pero clara, fue un gesto afectivo. Pudo decir: “A mí no me
pasa lo mismo, por ahora, pero me hace bien saber que nos podemos
decir estas cosas y que no sea un problema entre nosotrxs”. Volví a de-
cirle que podíamos dormir en casa, si aún lo deseaba. Le presté mi short
de fútbol y una remera que estensileamos en alguna marcha. Eligió su
lado de la cama. Seguimos soñando con la revolución.

49
La piba más linda de Caballito

Para mí, este cuento empezaba una noche de lluvia. Una tar-
de-noche de lluvia al borde del verano, esas que no se esperan pero que
sabemos en diciembre acontecen. Una de esas lluvias que te agarran
en un plan cualquiera, por ejemplo, ir al cumpleañitos de tu ex en una
plaza en Palermo. Sí, contextualicemos: parece que la humanidad está
ya entrada a una larga pandemia —a la que la narrativa higienista orga-
nizaría en olas, irónicamente/casualmente o no, de igual manera que se
ha periodizado a los feminismos— pero esta vez está siendo televisada.
Finales del 2020 ya y Buenos Aires con una curva de contagios en
alza, entrando por estos lares a lo que llaman verano. Los cumpleaños,
sean de niñxs (¿?) o de adultxs (¿?) se hacen en las plazas de los barrios.
Donde sin dudas, se dan muchas escenas muy diferentes sucediendo
a la vez: amigxs juntando plata para comprar otra birra, picadito mixto
en una punta, festejos a unx niñx que no tendrá memoria de tal agasa-
jo, ronda con pibas y mate, gente chapando, también gente tensando/
cortando una relación. Veo a unx niñx de unos 8 o 9 años, con los ojos
bien abiertos, tratando como esponja de absorber todo lo que sucede a
su alrededor. Como si en la mirada tuviera una Polaroid —ahora que se
retomó como muchas cosas el amor por lo vintage y estas cámaras vol-
vieron a estar de moda para quienes tienen unos cobres para quemar—,
va tomando instantáneas de un mundo que se reconfigura. Sospecho
que buena parte de la humanidad ya guarda anécdotas que arrancan
con “estaba en el cumple de… en la plaza tal… por el COVID-19”, como si
hubiéramos negociado una nueva normalidad, un nuevo procedimiento/
protocolo/reglamento, incluso para celebrarnos.
La cosa es que caí solo, con un pack de birras y unas papitas fri-
tas. Sintiéndome feliz de ir a festejar la vida de alguien amadx después
de largos meses de encierro. De meses enteros sin conocer a nadie. De
semanas y semanas sin escuchar por primera vez un “hola, XXXXX, mu-
cho gusto…” Sí, soy un tipo medio solemne y que queda como “serio” o

50
“cortante” cuando lo conocen, porque dice frases como esa al saludar a
unx desconocidx. Hola, Ese o Negro, como prefieras… ¡Mucho gusto!. Así,
como dicen por acá, “cara de orto” —¿expresión rara si las hay?— suelo
presentarme con la gente. De tímido y/o inseguro que soy. Pero con
entusiasmo… Al menos esa vez. Porque, en serio, hacía meses que no
conocía gente. Gente así, en tres dimensiones, sin que medie un disposi-
tivo o dos, mínimo, entre nosotrxs. Bueno, esto es lo que denomino una
verdad a medias, porque sí conocí gente, mucha, pero por redes sociales
o salas virtuales de comunicación.
Antes de este festejo, fui a una marcha y a otro cumpleaños, pero
en este cumpleaños casi no conocí “gente nueva”. Era un reencuentro
con muchxs conocidxs previamente, así que no cuenta como conocer
gente. Y en la marcha, curiosamente, conocí personalmente a gente que
había conocido antes en la virtualidad. Era la marcha por el Día de la
Militancia y yo lo pasaba con las personas con las que empecé a mili-
tar en medio de esta pandemia, es decir, conociendo en 3D a personas
que había conocido pantalla mediante, pero con la que un poco ya nos
conocíamos al parecer. Digo al parecer porque de mínima, cuando te
metés a militar en un espacio, es porque de base hay algunas cosas que
crees conocer. “¡Evita es Evita, lxs gorilas un problema y al troskismo ni
cabida!” ¡Ahre! Jajajaja… Perdón, yo también tengo unx amigx troskx. En
fin, con esa gente, digamos sospechadxs de cómplices, al principio me
animo a afirmar que algo, algunos vicios básicos, les conocía. Por lo que
tampoco calificaba como “conocer gente”.
En el cumpleañitos, la ronda era grande y por suerte, a nuestro
lado, había otra ronda grande de personas que más o menos parecían
ser todas mayores y no expresaban incomodidad con nuestros porros y
nuestras risas. Yo ya había saciado mi necesidad de conocer gente. Eso
también tiene sus límites en mí. Estaba en ese momento justo de la fiesta
en el que, o te podés ir a casa, o podés hacer otro plan y seguir yirando.
Pero la fiesta doblaba sus campanas para mí. Tengo la sospecha de que
la suerte siempre necesita un poco de la tentación, porque es ese ten-
tarnos lo que nos hace dar el salto y empujar/arrastrar la suerte. En eso

51
una compañera de militancia, en un grupo de Whatsapp que no guarda-
ba relación alguna con la gente de este cumpleaños, pregunta: “Alguien
para unas birras?”, y yo, que como dije, no les conocía pero sí, respondí
con mi ubicación y contexto: Estoy acá (insertar ubicación) en el cumple
de unx ex que es un amor… Plaza… Porro y birras… Si quieren venirse les
espero. Al rato, como quien responde a una plegaria, las pibas cayeron
en dos autos, con sus mochilas-heladeras llenas de birras e historias,
que yo, como “el recién llegado” a ese grupo, desconocía. Salvaron las
papas, porque tampoco es que me guste taaaaaaaaaaaanto conocer
gente en los cumpleaños como para ponerme a hablar en profundidad
con ellxs toda la noche. Y si bien eso para mí es un montón, creo que
corresponde declarar otra media verdad: a mi ex, a le que en este evento
celebrábamos, le conocí en un cumpleaños y no en uno cualquiera… A
le cumpleañere de este evento le había conocido en el cumpleaños de
una amiga troska. Como dije, tengo amigxs que son troskxs y amigxs
que, negando serlo, la troskean 24x7 y quizás por eso les amo, aunque a
veces pierda los estribos en las discusiones. En ese otro cumpleaños, la
troska, al ver la —quizás evidente y a la vez torpe, al menos por mi par-
te— seducción entre quien ahora es mi ex y yo, casi termina convidándo-
nos una habitación donde tramitar nuestra obvia tensión sexual. Luego,
devenidxs en amantes, nuestra amiga en común fue jueza y espectadora
de un amor intenso y desprevenido, que valió más por sus huellas que
por su duración.
La cosa es que, de nuevo en el cumple de mi devenidx en ex, las
pibas lejos del troskismo —esto lo aclaro porque en un error de este es-
tilo se me puede ir la vida— cayeron con cervezas y más porro, porque
así como yo conozco los vicios de algunxs, algunxs conocen los míos,
y la necesidad es amiga de la organización, lo sabemos. De ese grupo,
sólo conocía personalmente a una de ellas, a las demás las había visto
muchas veces en Zoom y una vez en la marcha que describí antes. Como
dije, la sociabilidad no es una de mis virtudes, aunque muchxs crean que
sí, aprender a tomar la palabra en los espacios públicos, sea un cumple,
una asamblea o la mismísima revolución, es un ejercicio que implica un

52
gran esfuerzo para con mi timidez, que existe aunque nadie la registre.
Lo hago, sí, lo aprendí a la fuerza. Años y años de asambleas de traba-
jadorxs, siendo delegado, me obligaron a aprender el oficio de la toma
de la palabra en público. Entonces, protocolos mediante, gira la birra y
la palabra y ahí uno/a/x si más o menos lo desea, empieza a conocer un
poco a sus compañerxs.
Buenos Aires no es una ciudad de clima lo que se dice “tropical”…
No, los trópicos nos quedan a miles de kilómetros de aquí y las lluvias se
suelen prever con cierta exactitud. Bueno, con la exactitud que eso que
llaman meteorología admite. Yo no esperaba la lluvia que, en no más de
20 minutos de viento y levantada de tierra, servilletas de papel, también
liyos y otras yerbas, nos envolvió. Levantada urgente y corridas a los au-
tos, porque las gotas, lejos de ser una garúa finita que hasta nos hubiera
refrescado de esa noche agobiante, eran de un tamaño y peso consi-
derable. El plan era que no había plan. Así que refugiadxs en los autos,
decidimos enfilar cada unx para su casa. Una de las pibas se ofreció a
tirarnos hasta Caballito, que es un punto de la ciudad relativamente cer-
cano a mi casa. Tres estaciones de subte, que a esa hora estaba cerrado
—alguna vez me gustaría saber por qué los subtes cierran de noche—,
es decir, a esas horas, no eran más de diez minutos en un taxi, y acepté.
Llegadxs al punto en cuestión, la casa de otra de las pibas que
había ido al falso pic-nic nocturno, la lluvia continuaba en intensidad
e incluso creo recordar —con el margen de error que sabemos manejo
respecto de la memoria aplicada a los detalles— que había crecido. Creo
que del auto al palier del edificio donde vive ella, a quien llamaremos la
piba más linda de Caballito, me empapé en menos de cinco segundos.
Dubitativo, es decir, fiel a mi estilo, cuando no sé qué hacer porque de-
testo incomodar a la gente, pensé en correr hasta la esquina a ver si
enganchaba un taxi que me depositara en mi cama. Y en esos nanose-
gundos, en los que supuse que ir a buscar un taxi en plena tormenta se-
ría una condena al fracaso, ella, la piba más linda de Caballito, agarró mi
mano y me invitó a subir a su departamento. “Subamos, tomamos algo
y esperamos que pare un poco la lluvia porque ahora no vas a encontrar

53
nada que te lleve a tu casa. ¿Tomamos una birra?”, apuntó y disparó sos-
teniendo aún mi mano. Ante esa propuesta, a confesión de partes, pensé
que era un garrón hacer que la piba más linda de Caballito se tuviera que
quedar despierta en su casa, bancándome, porque yo estaba varado a
treinta cuadras de mi casa en una regia tormenta de verano no-tropical.
Respondí con la incomodidad de quien no quiere molestar: Media cerve-
za y arranco. Respuesta que, luego me confesaría, le pareció horrible, de
anti, de quien desprecia una clara propuesta amatoria sin el más mínimo
cuidado. Siempre triunfando yo. Siempre pensando que puedo ser el tipo
menos deseado del condado, pensando que incomodo, pensando que
molesto, jamás leí la propuesta en un sentido distinto al de quien, porque
es compañera, invita a un pibe —bueno, lo de pibe también es una media
verdad— a su departamento para bancar que afloje el chaparrón.
Acepté. Quizás no muy efusivo en eso, porque no dejaba de pen-
sar que era un garrón que esa piba, la más linda de Caballito, tuviera
que fumarme por cuestiones climáticas. Y la piba más linda de Caballito
seguro tendría mil mejores planes que sentarse a tomar birra y fumar
unos puchos con un tipo con claras limitaciones en sus capacidades
de sociabilidad. Subimos en un ascensor seis pisos hasta su trinchera.
Creo que ni levanté la mirada en ese cubículo móvil de madera, espejo
y metal que eleva nuestras existencias. Es claro que en el ascensor no
pude sostener la mirada, creo que miré el piso en realidad. Miré nues-
tros pies chorreando agua, a lo sumo lancé una mirada de costado, que
no, nunca fue de desprecio, sino de una incontenible vergüenza que se
potencia en la situación ascensor, donde el espacio es estrecho, donde
siempre ronda el fantasma de que en medio del subidón se corte la luz,
hecho altamente probable en medio de tamaño tormentón no-tropical y
quedemos clavados entre dos pisos ¿y qué decir cuando eso pasa? Por
suerte, para mí, este temor no se concretó. Seis niveles arriba del suelo,
ella me invitó —me convidó— su intimidad.
Al entrar a su casa, sin saber si compartía guarida con otrxs, me
quedé parado en medio del comedor. Parado, esperando a ver sus mo-
vimientos para pasar lo más desapercibido —y buscando molestar lo

54
mínimo posible— pero mirando todo. Siempre que entro a la casa de
alguien, el primer lugar en el que me detengo es ese donde hay libros.
Sea una biblioteca monstruosa, de esas que van de pared a pared y del
piso al techo, o un simple estante, caja, etc, donde flasheo que los lomos
de esos dispositivos llamados libros me dan cuenta de quién es mi in-
terlocutorx. Miro, sin juzgar, buscando los relatos donde identificarnos
o montar un lugar en común entre nosotrxs. También miro otras cosas.
En esos estantes suelen acumularse otras cosas, generalmente objetos
pequeños, que también dan cuenta de quiénes somos. Por ejemplo, en
mi escritorio, donde un poco siempre hay alguna pila de libros a medio
leer, también encontrarían una rara repetición de El Principito en distintos
objetos: un mate, un vaso térmico, una de esas esferas de vidrio que si
las agitas remueve la brillantina que emula una lluvia de estrellas entre
él y su amada rosa. Hay porro y dos botellas, una repleta con arena de
Brasil, que me traje de un viaje que me salvó la vida y otra con agua del
glaciar Perito Moreno, que me traje de ese lugar en el que también supe
ser feliz, años después. Un pañuelo del aborto, galletitas de otras vidas
que no como ni tiro y un organizador de objetos de escritorio que nunca
logra su cometido conmigo.
En su caso, entre varios objetos pequeños, para sorpresa mía,
encontré una pulsera con la bandera de la bisexualidad. Para sorpresa
mía, digo, porque asumí sin conocerla que ella era lesbiana. Lo asumí
porque buena parte de las pibas con las que empecé a militar en la pan-
demia lo eran. Lo son, son lesbianas. Y medio que en el 2020, no da ir
preguntando con quién se vincula y/o coge la gente, aunque tampoco
da ir asumiéndolo, creo yo. Mala mía que lo hice, reflexioné mientras
movía la cabeza hacia otros objetos, o lejos de mis propios prejuicios.
La cosa es que, no sé por qué, esa pulsera me hizo sentir menos raro
en ese cuadro. Esa pulsera hablaba de ella, y ese descubrimiento y lo
que me implicó hablaba de mí, pero nada de esto fue compartido entre
nosotrxs en ese encuentro. Pensé: ¡Ah! ¿Es bisex? Qué piola… No porque
ser lesbiana no lo fuera, sino porque esa identidad, la de la bisexualidad,
habilita mi existencia por fuera de nuestra incipiente militancia partidaria

55
compartida. Me hacía aparecer ahí como un posible sujeto deseante y de
deseo. Como un tipo que puede desear y ser deseado. Y en mi derrotero
de amores, siempre lxs bisex han guardado un pleno de lujuria y afectos,
incluso sobreviviente a nuestros desamores.
La cosa es que literal, porque mi respuesta a la propuesta fue me-
dia cerveza y no cayó bien, la piba más linda de Caballito se sirvió medio
vaso ella y me dio la mitad restante de la lata a mí. Con cierto enfado que
prontamente abandonó su mirada y su voz, cuando empezamos a bajar
la guardia. Bajar la guardia y mostrar un poco lo que somos, hacemos,
amamos, también lo que nos enoja, lo que nos conmueve, lo que nos
duele. Para mí, un vínculo, sea cual sea, siempre es una construcción
consensuada de acuerdos y límites. “Bordes” como diría mi Maga de
cabecera, que permitan no siempre quedar en carne viva ante todo. La
piba más linda de Caballito no dudó en sentenciar: “Cuando me dijeron
quién eras y te empecé a escuchar, pensé que eras re anarko…”. Risas.
Por algún motivo que entiendo hijo de mis contradicciones con el pero-
nismo, mucha gente suele asumirme anarco o trosko, digamos que mi
peronismo con reservas no siempre hace que me lean como tal. Por su
parte y para sorpresa mía, una de las primeras cosas que ella me dijo es
que no es peronista y que, aunque lo entiende y acompaña, nunca canta
la marcha. Pensé, por segunda vez, que había apresurado mi percepción
de ella: la creí lesbiana y peronista, y resultó, además de ser la piba más
linda de Caballito, una bisexual más cercana a la izquierda que comulga
con convicción profunda en el kirchnerismo. Sorpresa, esa media birra
aleccionaba varios de mis prejuicios.
“¿Querés escuchar música?”, cruzó la pregunta mientras se cam-
biaba la ropa a una versión además de más cómoda, más seca, y mien-
tras yo intentaba —torpemente— vincularme con su gatita, que como
buena parte de la población felina, se acercó sigilosa y con desdén a que
se le rinda la correspondiente pleitesía al haber ingresado a su imperio.
Mi estrategia para con lxs reyes de la selva —lxs gatitxs son versiones
citadinas que gobiernan nuestra jungla de cemento, en mi humilde en-
tender del universo— es enfrentarlxs rápidamente, asumiendo su límite

56
y marcándoles el mío en búsqueda de su aceptación. Por lo que intenté
levantarla y, odiada como era de esperarse, simuló una orden de detener
el avance, en forma de aullido, que más que miedo me dio ternura, pero
que paralizó a su humana por mi clara imprudencia. “Es re arisca”, me
dijo. Nos sentamos, tras la rauda salida de su majestad Minerva —nom-
bre que rinde homenaje a la famosa saga de magos adolescentes— y
retomó la pregunta: “¿Qué querés escuchar?”. Mi miedo a esa pregunta,
y viviendo en estos tiempos de “cancelación”, donde siempre temo con-
tar que me marcaron canciones de personas que hoy están proscritas
por nuestros feminismos —o por un amplio sector de ellos—, siempre
se hace presente. Y porque, como los libros, la música también tiene un
poco el rol de hablar de nosotrxs, preferí delegar la decisión con la inde-
clinable afirmación de: Tu casa, tus reglas, tu música. Para sorpresa mía,
por tercera vez, elegiría una serie de artistas —en honor a la verdad una
lista en Spotify— que incluía a un amor de los 11 —y 6— y que siguió sien-
do después del amor, a dos o tres españoles que ronquean los lamentos,
a algunos cubanos que acercaban aroma de días y flores, a unas pibas
que ya no son pibas, que también son mi enfermedad y me enseñaron a
desconfiar… Una lista en Spotify que podría haber sonado en loop todo
el encuentro y no me incomodaría, con la que inevitablemente me des-
pertaba el deseo de seguir conociéndola.
La cosa es que media birra nunca es media, aunque soy literal
y a la mitad de una lata volví a sentirme una molestia, pero apareció
prontamente otra birra, dividida en dos mitades, vaso ella, lata yo. Luego
otra. Y, sucumbidas las reservas de cerveza industrialmente enlatada,
pucho, Spotify y charla de por medio, nos pasamos al fernet. Su risa y
sus comentarios, muchas veces linderos a la incorrección, habían apa-
ciguado la tormenta. La de afuera, que como todo aguacero de zona no
tropical, fue cediendo su potencia y la de mi desmedida timidez, que
aunque nadie lo sepa, encarna siempre tempestades entre mi deseo y
mi posibilidad de ser.
De todas formas, la tensión entre el disfrute y el deseo de no inco-
modar siempre se me hace presente. Guardé una serie de declaraciones

57
para otro momento, teniendo la certeza de que la militancia me garanti-
zaría ese “otro momento”. Resolví que un taxi podría ayudarme a recoger
la pregunta que se estaba haciendo en mí. Una y otra vez, me interro-
gué si estaba dispuesto a romper mi regla de no coger con la gente con
la que milito. Regla que mantuve durante años, con algunas tensiones,
pero que a los fines prácticos, hasta allí, me venía funcionando. En el
viaje a casa, mientras controlaba la sonrisa que sin hacerme cargo me
dominaba, mueca que sentía húmeda como la atmósfera que nos había
dejado un aguacero al pasar, me descubrí —con lo raro que puede ser
reconocerse a uno mismo en un ocultamiento— que si me preguntaba
mil veces eso, si es viable o no involucrarse con lxs compañerxs sin ca-
garla, es porque las ganas de volverme corriendo a pedirle otra media
birra me eran insoportables.
Mientras miraba tras los vidrios aún jaspeados por el aguacero en
el taxi que me devolvía a casa, recordé, porque la lluvia siempre me lo re-
cuerda, que en palabras de ese libro que lleva el nombre de un juego: “Lo
que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con
ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor,
como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en
la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que
es al vesre. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís
la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.”
Yo no podía elegir a la lluvia, ni a la chica más linda de Caballito, ellas
me habían tomado de sorpresa, sin paraguas, ni reparo, ni la fuerza para
esquivar el estremecimiento de un cuerpo que solo se había preparado
para un festejo, en un parque, una tarde-noche de verano no-tropical. La
lluvia y el deseo a veces me dan miedo. No lo niego, muchas veces elijo
intentar escabullirme de ellos, esquivarlos, engañarme a mí mismo di-
ciéndome que a veces los elijo y a veces intento inútilmente escaparles.
No llueve menos porque te ampares bajo un techo.
Bajé del taxi, entré a casa, arranqué a desvestirme de camino a
mi pieza, para pensar con menos peso. Para sentir más con los pies.
Enojado, un poco, con mi permanente facilidad de no considerarme me-

58
recedor de la lluvia. Preguntándome si, llovizna o diluvio, podría nueva-
mente disponer mi cuerpo a la contienda. De nuevo precipitó ella, ahora
en forma de mensaje, diciéndome: “Euu me avisas que llegas bien?” y yo
me quedé haciendo la plancha en mares que ahora reconocía como de
un líquido miedo. También, cansado de escapar de mi fortuna, decidí en-
tregarme al sueño. A esas quimeras húmedas, mojadas, donde la chica
más linda de Caballito me prometía de nuevo afrontar la tormenta y los
tormentos.

59
Un ejercicio de confesión

Como parte del proceso de escritura, en este transcurrir no muy


escurridizo de un tiempo coagulado, que aunque no diría perdido sí ha
implicado mucha pérdida, busqué en algunxs amigxs la lectura y escritu-
ra compartida, un poco cómplice, que me ordenara entre una necesidad
terapéutica y una fuga —quizás individualista, quizás medioclasera —
que, como dije varias veces, me facilite ponerle palabra al problema y, en
la voz de Haraway, seguir con él. En mi búsqueda de cómplices en esta
tarea de connivencia narrativa me encontré con un taller de escritura
coordinado por el wacho más potro de Córdoba. Dos motivos, no, mejor
tres, para confiarle a él este vómito narrativo o esta cagadera pandémica
de cierto tono literario, como me gusta pensarlo:
1. Como dije, es el potro más potro de todo el condado cordoba-
riense.
2. Valoro la ternura con la que siempre me interpela y su sencilla
amistad.
3. Es trans, y si bien eso nunca implica una “seguridad” —porque
ya aprendimos que la seguridad son los padres, quienes además son
también los reyes magos—, es una persona con la que siento que puedo
explicarme menos y sentirme más.
En uno de esos encuentros, después de mucho leer, rosquear y
flashear la revolución, el trolo trans más guapo que lxs cordobesxs ha-
yan conocido nunca-jamás, nos propone hacer un ejercicio que impli-
caba confesar algo, real o no, que no hemos comentado a nadie antes
que a quienes compartíamos esa sala virtual de escrilecturas. Medio —a
confesión de partes — pensé que esta propuesta jamás la concretaría,
porque solo escribo a demanda —cual “dispenser de ideas” —, temas
de la militancia y cosas de laburo, que medio son lo mismo, porque el
último paga renta y el otro no, pero alimenta. Escribir a demanda sobre
lo que me está pasando, pero bajo una consigna X, la que sea, siempre
me resultó muy dificultoso y enajenante, por lo que me fui del encuentro

60
prometiendo algo que difícilmente cumpliría. Y simulando, para conmigo
y con mis compañerxs, la sensación vergonzante de que me sabía futu-
ramente rompedor de un pacto.
Confieso que el ejercicio propuesto para ese encuentro en el
grupo de escritura, que como dije refería a escribir una confesión, me
puso en situación de repensar algunas prácticas/situaciones vividas o
que vivo que, para ser “confesables”, deben previamente cumplir o ser
impresas bajo algunos requisitos que entiendo anclados en la moral
cristiana. No, me corrijo, judeo-cristiana. La moral cisheteronormativa
que pega fuerte y produce muchos sentidos en nuestra subjetividad. Nos
marca, no podemos esquivarla. Lo sabemos. Medio estamos siempre ha-
ciendo de cuenta —porque nos gusta percibirnos liberales— que hace-
mos lo que queremos, sabiendo que se paga un precio por no responder
al coto impuesto por los mandatos que más o menos se resumen en tres
puntos, los demás medio son falopa:
1. No robarás. Regla que aplica solo a algunas personas, gene-
ralmente denominadas pobres, no así a las grandes multinacionales, las
coronas y algunos otrxs comerciantes como quienes escribieron esto en
tablas de piedra, según narra la historia.
2. No mentirás. Como si la verdad fuese siempre una y como si no
tuviera contradicciones cada medio segundo con ella. Como si la verdad
no fuese, al igual que nosotrxs, un ente situado, histórico y contingente.
3. Amarás pakimente —no lo dice así literal, pero un poco sí, solo
que a sus redactorxs les faltaban algunos recursos teóricos—. Que un
poco es el corazón mismo del Pakitalismo, que nos impone una eco-
nomía miserable del amor, el deseo y la lujuria, un eterno plazo-fijo que
asegura un futuro corralito emocional en el que de nada sirvió el ahorro,
el securitismo, la higiene y la abstención. Que los besos que hemos com-
prado en alguna esquina a un arbolito o a una puta o a unx trabajadorx
sexual, son besos en negro… Porque en ese dispositivo donde más o
menos nos desplegamos, lo negro, —al igual que nombrarme así— sigue
siendo catalogado como feo-malo-sucio.
El ejercicio propuesto, pasadas las horas del encuentro donde mi

61
escribir y pensar eran mediados por la demanda y la mirada de tercerxs
siempre omnipresentes, porque sería esa otredad la que evaluaría si la
confesión era tal, como si hasta aquí no hubiera pasado nada de ello, me
reforzaba la idea de que toda confesión para ser confesión primero exi-
ge que considere mis acciones y pensamientos pecaminosos, amorales,
imprudentes. Me obliga a mirar con sinceridad mi vergüenza, a descu-
brirme avergonzado de algo que soy o hago. De eso que estoy haciendo.
La confesión también demanda un arrojo, una valentía, romper con un
miedo. Pensé y respiré, a la vez que contuve durante horas un aire espe-
so que en mi cotidianeidad interpongo con alguien que amo sin que lo
sepa. El ahogo es solo mío. Nombrar mi deseo o ese deseo en particular
sigue resultándome del orden de lo imprudente mientras tecleo temero-
so. Quería decir, o decirle a un amigo, que a veces me masturbo pensan-
do que su novia me coge fuerte en un pasillo sucio, húmedo y estrecho.
Quería decirles, a lxs dos, que yo también inhalo esa tensión cuando nos
vemos, cuando ella me mira y se muerde los labios, cuando prolongamos
un abrazo más allá de lo estrictamente necesario en el saludo. Quería
decirle a él, para luego poder decirle a ella, que sólo me hago el boludo
ante su imposible seducción porque siempre fui un cagón. Pero ni bien
comienzo a escribirlo, letra por letra, habito la culpa, la quiera o no… El
cistema me gana, vivo en bancarrota, soy un quebrado, un acorralado...
Soy un rico con tristezas y un condenado a conservador.
Resuelvo, porque es lo que por repetición me ha mantenido a
salvo de mí mismo, no hacer mi ejercicio. Seleccionar todo + borrar +
guardar. Queda escrito en alguna parte este borrador de otra derrota.
Una que sí estoy dispuesto a asumir: a contar a viva voz, a reír o a llorar.

62
La transferencia

Hacía varios días que no me sentaba a escribir, a brindarme, a


poner en palabras lo que me va pasando, sacándolo de mí. Un poco
vomitándolo. Haciendo un intento hospitalario conmigo mismo. Escribir
era la tentativa que mi terapeuta, a la que llamo “Maga” (por ese libro
querido en el que suponemos —muchxs, no solo yo— el autor ficciona su
vínculo con Alejandra Pizarnik y la llama “La Maga”. Y también porque
pensando en Pizarnik no me animo a presumir su heterosexualidad, al
contrario de lo que hace el de los Cronopios, como así tampoco la de
mi terapeuta. Que no se llama Maga y que no usa ese diminutivo de su
nombre, pero un poco yo también prefiero ficcionarla, como Cortázar
a Pizarnik), me propone ejercitar, no con la esperanza de rescatar a un
Julio de mis entrañas, ni encontrar a una Alejandra —ahora devenido en
Alejandro— entre tanta regurgitación, sino como un ensayo, casi un ex-
perimento que me ponga a salvo de mi mismo. De mi pulsión de decirlo
todo. De decir sin oírme, sin leerme, sin saberme. Pienso, cuando repaso
en mi mente lo que Maga me propuso, que hay que elongar la palabra,
mover la verba, calentar la lengua y abrir la escucha. Escribir un poco es
eso, al menos para mí, decir más o menos como queremos y podemos,
respecto del trámite que nos toca en cada momento. Es decir, cómo va-
mos tramitando nuestras existencias.
¿Por qué lo identifico como trámite y no con otra palabra? Por-
que para mí, por momentos, la vida va de eso… Hacer un pedido/acción
explícita/voluntaria sobre algo para que ese algo cambie de condición.
Por ejemplo, somos “solterxs” ante el estado y hacemos un trámite lla-
mado matrimonio civil, que a veces es mediado por eso que llaman amor
y otras veces no, para cambiar a nuestro estado o situación —siempre
transitoria— a “casadxs” y que se revierte con otro trámite, llamado di-
vorcio, que no nos vuelve solterxs nuevamente, pero sí nos convierte en
“separadxs”, pudiendo siempre volver al punto dos de este ejemplo. Es
curioso y no, pienso mientras garabateo un poco con mi teclado, que lo

63
que somos siempre sea en función de la presencia o ausencia de unx
otrx, en este ejemplo.
Lo mismo me pasa con los duelos, los duelos que no siempre
remiten a la muerte de alguien, pero sí a la pérdida, siento que los tra-
mito. Que hago movimientos, generalmente poco placenteros, pero muy
conscientes para que esa condición cambie. Aunque en este pase o pa-
saje, vale saber que no siempre lo terminamos con éxito. Siento que algo
en mí se ha pasado el tiempo duelando (tramitar el duelo), no siempre
por la misma razón, pero sí más o menos de forma constante, presente,
ineludible.
Como sea, Maga me dijo que cuando necesito decir, lo que yo
también entiendo como tramitar, escriba. Y ahí estaba, sentado en mi
escritorio con una ventana pequeña enfrente. Una ventana que da a un
patio donde al levantar la mirada, además de la noche, puedo imaginar
la cotidianeidad de las personas que viven en los edificios, que sin tener-
los muy cerca, se llegan a ver algunos detalles de sus rutinas desde mi
habitación. Birra en mano, tabaco y muchos post-its pegados por todos
lados recordando tareas que no debo olvidar y yo diciéndo/me que hace
semanas que no me tomo el tiempo para mover estos pensamientos,
para que ellos cambien su estado de ideas mías a escrituras para otr-
xs —y para mí—, para quienes quieran leerlas. La escritura pone afue-
ra. Aunque sea rápidamente aniquilable, borrable, desechable. Aunque
nunca llegue a nadie, porque así puedo decidirlo al mandar este archivo
a la papelera de mi ordenador. El simple hecho de abrir un documento,
empezar con el tiqui-tiqui en el teclado, borrar, volver a pensar, volver al
tiqui-tiqui, ya el simple ejercicio de pensar la palabra, hace que esa sen-
sación o ese sentimiento que en mí está latiendo se transforme, cambie
de estado, busque ser comunicable, decible, etc. y por ende, la sensación
sea otra. Hay algo en eso de duelar que se vuelve intransferible, muchas
veces incomunicable, entonces en este ejercicio un poco revierto —o al
menos eso creo— esa incapacidad de transferir/comunicar de mí lo que
quiero y necesito sacar del pecho. Llamémoslo ahora: la ausencia de
alguien que amo. Que no, no se murió, pero ya no es parte de mi cotidia-

64
nidad. Entonces, duele y duelo.
Después de un día largo de trabajo y militancia, que van muy de
la mano en mí, porque muchas cosas cambiaron a lo largo de mi vida,
pero una constante en ella es la militancia, escrolié las historias de mi
Instagram y vi, entre muchas fotos de cenas, comidas y memes (¿qué
sería de nosotrxs sin ellos?) las cotidianidades que no quería ver. Y ante
ese deseo de no querer ver, me sentí miserable, además, por esta nece-
sidad de no querer saber. Porque claro, militamos tanto para deconstruir
(palabra de mierda si las hay) el amor romántico, que no me banco la
angustia propia de no querer ver las cosas que ahora hacen feliz a mi ex
y no son conmigo. Me siento profundamente mezquino por no sentirme
feliz mientras sus días siguen siendo igual de hermosos conmigo o sin
mí. Ahí llegué con mi intento, tan progre, tan progre, que me siento mal
por no sentirme bien en ese instante donde quisiera estar con ella y ella
no está conmigo: deconstrucción y feminismo a la mierda. A marzo. O
directamente previa. Da igual, no recibiré ese título como no he recibido
muchos otros.
Para masticar la bronca —que es conmigo— y la cena, porque
algo tenía que comer, mientras escroleaba en el inicio de mi Facebook
—dicho por ella misma: red social en la que prácticamente no entra para
nada, salvo para buscar info— me encontré con la transmisión de un
partido de fútbol en vivo que en otro tiempo debías pagar un diferencial
al servicio de cable para verlo. Esas cosas que pasan ahora en pandemia
y muchos eventos deportivos se empezaron a transmitir “gratuitamente”
porque la gente está en una y finjamos “compromiso social” de empre-
sas que nos hacen mierda la vida. La cosa es que mientras mezclaba mi
ensalada, la de vegetales y la de sensaciones, jugaba Boca Jr., que fue
siempre el club de los amores de mi viejo, un partido internacional por
algún torneo que no vengo siguiendo. Lo dejé de fondo porque el relato
casi radial (no estaba mirando esa ventana, sino el documento que es-
cribo ahora, en mi pantalla) por un lado, tapaba mi bronca conmigo y por
otro, me acercaba a mi viejo, a quien extraño y duelo a diario. Él sí murió,
hace casi tres años, de forma repentina, durmiendo una siesta de la que

65
jamás despertó y aún no logro cambiar ese sentir de estado. Por ahora
es muerte. Plena. Absoluta. Obturante.
Boca Jr. era el club de los amores de mi viejo, entonces un poco
—no mucho porque no soy de hincha de Boca— casi nunca deseaba que
perdieran, porque no me gustaba que mi viejo la pasara mal. Y pensando
en él, aunque me gustaría que fuera con él, encontraba un punto a favor
para quedarme escuchando ese partido, mientras rumiaba mi bronca.
Pero además, en la transmisión de ese encuentro, que quizás no era muy
interesante y por ello se daban estos otros temas, lxs locutorxs buscaban
armar un ranking de los ídolos de ese club. Y yo que vengo duelando a
mi viejo y a mi nombre impuesto, tuve por un instante la absurda idea de
tomar un nombre como Román que sin dudas mi padre me daría por el
histórico 10 de Boca. O Diego o Martín. A mi viejo le encantaba el fútbol
y a mí la felicidad sencilla que mi padre encontraba en eso. Un poco
buscar un nombre a solas, o buscarme un nombre sin mi viejo, me hace
pensar una y mil veces en si a mi viejo le gustaría o no los nombres que
estoy masticando, saboreando, digiriendo. Algo innegable y que edifica
su marca en la toma de mi nombre propio, es su apellido. Hay algo de lo
que no me puedo desmarcar y que me llama a un orden o sentido. Esa
marca que no es indistinta, llamada apellido.
Y mientras pensaba todo esto, mientras pienso en lo importante
que sigue siendo el amor en mí, me volví a sentir mal conmigo mismo
porque de nuevo caía en “la trampa patriarcal de querernos”. O de que-
rernos así, como podemos. Porque para muchxs liberales de la revolu-
ción, al padre no se lo ama y porque, aunque se lo ame, no se lo homena-
jea. Volví a traicionar las banderas de nuestras trincheras por pensar que
me podría poner el nombre de un hombre que no me importa, pero que
sí le importaba a alguien que me importó. Que aún me importa. Volví a
sentirme el menos trabajador de esta fantasía laboriosa de la liberación.
Yo, que aún amaba, no era menos que un traidor.
Mientras el silencio le copa la parada a una avenida cercana a mi
patio, que se apaga lentamente, como también lo hacen las ventanas de
los edificios que me rodean, escribo esto y ya no me acuerdo del enojo

66
conmigo mismo, pero sí se hace presente la pena que produce la falta:
la de ella en este camino en el que solo me acompaña su ausencia aún
muy presente, la de mi viejo que vuelve a morir cada vez que lo pienso,
la de nuestra paciencia en la producción de las revoluciones y, todavía,
la de mi nombre.

67
68
Todas las muertes renacidas

Era un miércoles, como muchos otros, pero no. En mi vida y en


mi agenda, la posible legalización del aborto en Argentina ocupaba todo.
Cabeza, cuerpo, escritorio, corazón, celular, heladera, cama y colchón.
La ansiedad, también, por una posible salida masiva a la calle, a disputar
los sentidos, tras meses… Un, dos, tres… Nueve meses casi... —estiro los
dedos mientras pienso, cuento, ya no me dan las cuentas. Abro y cierro
la mano. Las manos, requiero de las dos para dar cuenta de un tiem-
po por demás confuso— me gana el asombro. Pasaron nueve meses ya
desde la última acción masiva previa a la pandemia y a la declaración
del aislamiento obligatorio. Última salida que también tenía que ver con
los feminismos, transfeminismo, luchas populares. Acá, en esta parte del
mapa en la que mi humanidad trashuma, el 8M —es el Día Internacional
de la Mujer Trabajadora, aunque a mi me gusta más pensarlo como un
Paro Internacional Transfeminista— fue el último gran evento donde nos
encontramos en las calles. Donde nos abrazamos. Donde nos recono-
cimos. Donde marché con una manada de mostris, travas, trans y no
binaries reclamando un lugar no solo en la agenda estatal sino también
en la agenda política y afectiva de los feminismos. Cupo y aborto. Cupo
y aborto. Cupo y aborto. Repetimos como mantra.
Habían pasado casi nueve meses de esa última vez, medio que
podríamos decir que parimos aborto en el encierro. Pero antes, unos
días antes de esa epopeya, no la única pero sí una de las más emblemá-
ticas que guardo en mi memoria, el reloj —la vida siempre en diálogo con
la muerte—, haría una marcada pausa.
Era un miércoles y volaban mensajes de posibles organizaciones,
encuentros y discusiones necesarias en mi escritorio, que no es un es-
critorio, en honor a la verdad se trata de un tablón de madera aglomera-
da rescatado de una placa que compramos para otro teje. Un sobrante,
más o menos rectangular, sostenido por dos caballetes, que tampoco
son muy regulares, porque no son un par de iguales, pero más o menos

69
andan por la misma altura, por lo que sostienen un espacio minado de
irregularidades. Dos caballetes y un tablón, todos rescatados de otras
aventuras, que no tenían por fin acompañarme ni amoblarme, pero en
ese encierro me dieron estructura. Mates, termo, galletitas, puchos. Un
cenicero de metal que obsesivamente vacío cada dos o tres cigarros, a
lo sumo cuatro, pero no más que eso. Un cenicero que dejó una amante
en mi casa, en mi anterior casa y que fue de las pocas cosas que cargué
cuando mudé el desamor. Un pequeño artefacto circular, como dije de
metal, que una amada se trajo en su viaje porque le gustaba fumar en
la cama, desnuda, con el cuerpo caliente, con un pedazo de acero inoxi-
dable apoyado en el pecho. De metal, también tengo en mi tablón que
galopara en caballetes dispares, un organizador de esos de escritorio.
Que lejos de organizarme, ordenarme, arreglarme, me recuerda cotidia-
namente un desorden que me admito. Administro mi obsesión, fingiendo
tranquilidad frente a un organizador que no organiza.
La radio, siempre de fondo. Siempre, hasta que tengo que entrar
a algún Zoom. A mi derecha, el televisor también prendido, pero mu-
teado, en un canal de noticias 24x7, donde cada tanto, levanto-giro la
cabeza y leo un zócalo: “En Estados Unidos, Donald Trump ha dado luz
verde al inicio de la transición”. Trago un mate, pienso, ¡un facho menos!
En el fondo sé que no es real, pero lo pienso y lo deseo. “Miguel Ángel
Solá criticó con dureza a Tinelli”. Como una diva de la tele me pregunto:
¿vivos? Una estrella del rock amada repite en mi cabeza la promesa de
que van a desaparecer. Es cerca del mediodía, fines de noviembre, el sol
pica en punta por la ventana sobre la que reposa mi jinete de oficina.
Me prometo a esas horas que este será el último termo que abarroto de
agua caliente para llenar mi panza, y sigo procrastinando la odiada tarea
de asegurarme un almuerzo.
No levanto por un largo tiempo la cabeza para mirar la tele. Pero
algo en la voz de una locutora radial, feminista, que empecé a escuchar
cuando nos acorraló el neoliberalismo, me paraliza. Julia, así se llama
ella, se quiebra en llanto, intenta torpemente sostener la palabra en el
aire de radio —porque ahí el silencio no se admite— pero se vuelve a

70
quebrar. Dice, sin tamiz alguno, sin filtro, sin elegancia, casi como una
arcada, seguida de un vómito, lo que le pasa. Se parte, se rompe, re atra-
ganta. Todo se apaga. Levanto la mirada. La tele comienza a confirmar lo
que ya no es un rumor ni una fake news. Todo se silencia. Un zumbido se
prende en mi oído izquierdo y comienza a turbarme. Estallan los grupos
de Whatsapp queriendo —y no queriendo— chequear lo inchequeable.
Una parte de mí sigue pegada al relato de la radio, escucho —me reco-
nozco en— la angustia que asfixia a la conductora. No me doy cuenta
que, mientras esto pasa, mi cara comienza a perder agua tibia y salada.
Como si el caño mayor de un edificio comenzara a filtrarse, impercepti-
ble, pero imparable.
Cuando yo tenía cinco años, con mi familia vivíamos en un con-
ventillo, quizás uno de los últimos que se mantuvo tomado, a mediado de
los ochentas, en el barrio porteño de Constitución. Vivíamos mi madre,
mi padre, dos de mis tres hermanos mayores y yo. Yo era el más chico
hasta ese momento en esa casa, otro hijo crecía bajo la piel de mi ma-
dre. Yo había nacido ahí, okupa, en un aguantadero de putas, tranzas y
migrantes que con la democracia de a poco volvieron a la ciudad de las
promesas incumplidas. De promesas medioclaseras e irrealizables para
las clases populares, donde las familias son numerosas y los salarios
inexistentes o insuficientes. En ese mismo conventillo vivían otras treinta
o cuarenta familias, en igual condición.
Mediaba 1986 y la promesa de un mundial que llevara alegría a
las populares masas opacadas por un proceso hiperinflacionario infre-
nable sonaba fuerte. En casa había una tele blanco y negro, a la que le
comenzaba a fallar el tubo, por lo que corría cada tanto una línea hori-
zontal negra, de abajo hacia arriba de la pantalla, que impedía ver con
claridad la transmisión. La tele estaba arriba de un ropero viejo, también
destartalado. Por lo que cuando la línea horizontal impedía el alienante
embrujo, se tiraba con potencia un calzado, zapatilla, zapato o chan-
cleta contra la puerta del ropero y mágicamente la línea desaparecía y
la imagen volvía a tener cierta estabilidad. Al fin de la jornada se podía
encontrar una montaña de zapatos a los pies del ropero, signo de un día

71
que terminaba.
Mi hermano mayor merendaba sus sonrisas con “Piluso y Coqui-
to” frente a él. Mi hermana y yo, que compartimos generación porque
nacimos uno tras otro, miramos el “Señor Televisor” y un tal “Grock”
(el recolector de estrellas) en un programa infantil, que por su nombre,
también podría estar de moda hoy: “La Ola Verde”. La cosa es que un
mayo, cansado de transmitirnos la ilusión, la tele se apagó para ya no
prender más.
Mi viejo, que era el menor de diez hermanos también parido en
barrio obrero, criado a ropas dejadas por sus hermanxs, ante el apagón
del tele y la ansiedad de gritar un gol, se fue a una casa de electrodomés-
ticos, empeñó su salario en cuotas miles y apareció —recuerdo como si
fuera hoy— el mismo día que empezaba el mundial de fútbol que se juga-
ba en México con un televisor nuevo, marca SHARP. Nuevo y a colores.
Ahora podíamos ver —y ya no debíamos imaginar— cuál era la famosa
“celeste y blanca”. Ese tele, que llegó a un conventillo ahogado por ame-
nazas de un pronto desalojo, permitió a todo un pueblo —un pueblo para
mí que tenía apenas cinco años y mi mundo no iba mucho más allá de
los zaguanes de esa comunidad de okupas— vivir a colores una victoria
colectiva. Mis viejos, que nunca tuvieron mucho, pero todo lo compar-
tieron, sacaban la tele al patio del conventillo para que todxs, grandes
y pendejxs, pudiéramos correr junto al dios de los potreros. Recuerdo
como si fuera ahora —mientras mi oído aturdido sigue estallado por el
zumbido— las vecinas llevando buñuelos para que comiéramos algo lxs
peques y los vecinos juntando el mango para comprar un vino, una birra
o un aperitivo, con el cual brindar ante cada arrebato metido a la tristeza.
Esas tardes-noches de vivir colgadxs de los botines de un villero son las
primeras veces que recuerdo haber visto sonreír a mi viejo.
Logro pestañear y en ese parpadeo rompo con el hechizo de mi-
rar a un punto fijo donde mi mente proyecta todo un recuerdo que había
perdido. Escroleo los portales de noticias y caigo en las redes sociales,
mientras, tratando de abrazarme imaginariamente a esa Julia que tam-
bién me habita, comienzo a leer a odiadorxs. A recibir la bofetada de un

72
mundo donde, especialmente a quienes nos identificamos feministas, se
nos prohíbe llorar bajo los pies de barro de un dios con cara sucia. Impu-
ro e impío, muchas veces. El zumbido en mi cabeza continúa su labranza,
yo no lo registro, pero está ahí. Yo no puedo controlar el aguacero de mi
mirada, ni decirle a Julia que salga de ahí, que se cuide de la nueva yuta
de la moral que la incendia por llorar a un negrito devenido en dios. Que
se corra. Julia dejá el celular, quiero decirle. Julia, andá a una pausa. Abra-
zate a un cuerpo, a uno que no emplee tu escarnio para erguirse.
Vuelvo a mirar como puedo, con los ojos inundados, mi escritorio.
Pienso. Me pregunto para chequear si estoy orientado en tiempo y espa-
cio, porque un dolor agudo en el pecho comienza a doblarme: que hoy
es miércoles, que es 25 de noviembre. Que vivo o habito una habitación
en el barrio porteño de Flores, lado sur. Que tengo 40 años. Que la tele,
la radio, el celu y la calle confirman que murió el Diego. Tengo que hacer
memoria en medio del aturdimiento para recordar que mi viejo también
está muerto y que, aunque no sea consuelo, por primera vez no tengo
que preocuparme por una noticia que lo partiría al medio, ya que muerto,
otro cuadro de hipertensión no es posible.
Muerto.
Maga, mi psicóloga, me dijo una vez que “la muerte del padre
resignificaba todas las muertes”. En mi derrotero personal, ya hacía casi
tres años —de este miércoles 25 de noviembre— que, volviendo de un
viaje increíble, al pisar tierra, una o dos horas después, una de mis her-
manas me llamó y me anunció que mi padre —nuestro padre— había
muerto. Mambeado, por la diferencia horaria, no entendía. “Papá se mu-
rió. Se acostó a dormir la siesta y no se despertó. Creemos que fue un
infarto, mientras dormía. Estamos esperando la ambulancia”. El mensaje
era claro, pero yo no entendía.
Previo a la muerte de mi padre, que aconteció a mis 37 años,
arrastraba conmigo —y con otrxs— la muerte de hermanos, sí en plu-
ral. La muerte de amigxs, sí, también en plural, y la de compañerxs. La
muerte, que la primera vez que recuerdo hizo huella en mí, yo tenía cinco
años y unos días, había sido una invitada casi permanente a mi vida.

73
Había ocupado un lugar inmenso en mi cotidianeidad y desde la partida
de mi viejo, quizás, yo había quedado encerrado en un inconmensurable
cementerio afectivo, que volvía con la partida de un tal Maradona, a ha-
blarme de mi viejo, de lxs que fuimos y de lxs que nunca más seremos.
En el celular se juntaron un par de mensajes, pasadas las horas,
de personas que me invitaban a escribir una reflexión sobre esto que
nos pasaba. A ponerle palabra a la tensión, que hizo cuerpo en los mun-
dos virtuales, sobre llorar al macho, sobre matar al dios. El zumbido y
el dolor de pecho se habían vuelto insoportables, me habían tumbado
en la cama. Durante un rato largo, dudé si estaba teniendo un infarto o
un ataque de pánico. Nunca, en todas mis vidas y todas mi muertes, mi
cuerpo había tenido una sensación igual. Yo no sabía lo que era perder
así el control de mi propio cuerpo. El temor al fallo del cuerpo. Todo se
apagó de nuevo.
De ese día aún me duelen las condenas que voraz y punitivamen-
te aplicaron a quienes lloraron a un dios. De ese día, aún me guardo un
sombrío lugar donde seguir lamentando a mi padre. Hacerme cargo de
que sigo dando vueltas por una necrópolis de la que aún no regreso. Por-
que en la muerte del padre todas las muertes reviven y me distraen de
esto que llaman vida. Llorar al Diego, como llorar a mi viejo, se me había
prohibido, porque ni muerto al macho se le reconoce el amor.
Pasado el temor de una muerte que no era la mía aunque así lo
registraba mi cuerpo, reanudé el tiempo de la respiración en una bre-
ve oración de una compañera querida, que decía: “Gracias Diego. Las
cosas que no te perdono son por las que milito…” Gracias viejo, Diego,
amigxs, hermanos y compañerxs, las cosas en las que nos dolimos, tam-
bién son en las que me reconozco, las que no nos perdono y por las que
aún milito.

74
Eso que llaman apéndice,
acá es más bien corazón.

75
76
77
78
Un apartamento en Lugano**

Recibo una invitación que se estructura en 12.000 caracteres,


aproximadamente. Ese número con el que se me convida me hace pen-
sar también en que 12.000 es un número que se acerca quizás a esas
más de 12.300/12.500 reinscripciones de documentos nacionales de
identidad que lleva registradas el Estado Argentino. Reinscripción de
otros caracteres, reinscripciones de una de las tantas formas de inscri-
bir/imprimir nuestros cuerpos, nuestros géneros, nuestras existencias.
Podríamos pensarlo en términos de historias que son re-escritas, algu-
nas tachadas, otras censuradas, muchas desde el anonimato o el silen-
ciamiento. Sí, desorden en hojas de vidas y debidas, en tanto que aún
nos lo adeudan todo. Historias que no se resumen en una (mía) escritura
que quiere decir con cierta poesía el dolor, la alegría y las condiciones
materiales de existencia que (im)posibilitan mucho de esas biografías…
¿Por qué puedo decirme en plural y singular? Porque hablo desde
una coordenada específica: ser un militante. Buena parte de eso impli-
ca pensarnos en términos colectivos, decirnos en plurales, y desde ahí,
también construir nuestras individualidades, que no es lo mismo que
individualismo. Pero también dándonos a una tarea importante: vigilar
siempre que esa imagen sobre un colectivo que a veces encarna en una
persona, por ejemplo, yo ahora escribiendo, no se convierta en una re-
presentación totalizadora, homogeneizante y universalizadora de lo que
es ser tal o cual cosa. Las personas solemos tentarnos y caer rápida-
mente en la idea de que, por ejemplo, por haber conocido la historia de
vida de una persona negra, conocemos la historia de vida de todas las
personas de esa comunidad. Y eso, además de falaz, es racista.
Confieso que a veces tramito la ficción de que siempre arranca-
mos en una foja cero, algo que se vincula con un borramiento sistemáti-
co de ciertas voces, quiere imponer la idea de que esta es la primera vez
que escucharemos/leeremos/escribiremos esta historia. Para mi suerte y
la de muchxs otrxs, un ejercicio comunitario desarticula esa idea de so-

79
ledad a la que esa maldita ficción nos arroja. La historia no empieza acá,
ni es una sola. Pero, parafraseando al poeta transcordillerano, yo hablo
por mi diferencia defiendo lo que soy1, compañerxs y en ese hablar por
la diferencia, sí declaro mi no neutralidad, mi no objetividad y mi no in-
diferencia. Arrastro algunos vicios de historiador frustrado, por ejemplo,
asumir la arbitrariedad de decir dónde se hace el corte temporal para
dar inicio y fin (¿?) a una historia. La mía, por ejemplo, ¿comienza cuando
efectivamente accedo a un cambio registral? ¿Termina allí? ¿Comienza
antes, quizás, cuando me di cuenta de que hasta allí nada o muy poco
había sido escrito por mí? ¿Existe tal escritura o decisión en términos
individuales? Pensar/me/nos, un poco, en breves líneas, con urgencia,
es una tarea permanente, pero vamos a situarla un poco.
Mi nombre es Ese Negro, a estas horas tengo 41 años. Nací y
crecí, trashumando durante todas mis vidas, en diversos barrios del hoy
reconocido AMBA. Y soy también un varón trans. Escribo desde estos
bordes y dentro de estas coordenadas. Estos bordes han sido —y si-
guen siendo— el territorio donde se despliegan las disputas de sentidos
y su consecuencia de (im)posibilidad de mi/nuestra existencia, pero en
la que no soy solo yo. Parto de entender lo que soy, como otrxs han di-
cho antes, como una suerte de dispositivo que es “…histórico (cambia
a lo largo del tiempo), varía de lugar a lugar y de cultura a cultura, y que
es contingente —es decir, depende de una unión insólita y particular de
muchos factores distintos y aparentemente inconexos—”2. Y acá aparece
la primera advertencia de spoileo: así, históricxs, situadxs y contingen-
tes andamos siendo todxs. Nadie anda siendo sin estas coordenadas/
bordes, nadie anda siendo por fuera de los tiempos y los lugares. No hay
un sector que es y otro que se autopercibe, todxs venimos siendo una
autopercepción, producto de estas contingencias, aunque algunxs no lo
sepan o a algunxs les quede más cómodo fingir ignorarlo.
En mi experiencia, lo que se vuelve vital para espantar al fantasma
miserable de la primigenia que arrastra consigo e impone una inmensa
soledad es saberme histórico, es decir, saberme parte de una extensa
tradición de injurias, deshumanizaciones, borramientos y exterminios.

80
También hijo de un orgullo pagano, hermano de una extensa juerga pro-
miscua, peón de algunas partidas que se montan en la denominada era
de las revoluciones y la llenan de glitter y transpiración. Volver(me) siem-
pre a mirar atrás, pues otrxs tejieron antes con igual dedicación la manta
de la que somos solo hilo. Frágil hilo, que suelto no abriga ni sostiene,
pero que enredado en/con otrxs es sostén y cobijo.

Algunxs dicen que para escribir un texto potente hay que mante-
ner la intriga, decir sin decirlo todo. Yo no creo del todo en esa fórmula,
creo que más que ocultar hay que desestabilizar lo que está ahí presente
como dado y presentado como parte de la escena que se supone inocua,
que no agrega, pero que hace de soporte. En otros términos, creo en la
potencia de dar lugar al desconocimiento de lo que creemos sabido.

Aún hoy, mediados casi del 2022 —año que tiene sentido si to-
mamos como corte inicial esa fecha en la que se supone nació alguien
significativo a una parte de la humanidad— sigue habiendo un cierto, di-
gámosle, asombro, curiosidad y hasta morbo cuando la persona trans*3
aparece en escena. Todo a su alrededor parece estático, diría hasta iner-
te, algunxs a su alrededor hasta lo denominarían “natural”, lo dicen así,
precisamente, para marcar lo desnaturalizado, lo deshumanizado de ese
otro, otra, otre que se incluye en la escena con este carácter abyecto. Y
acá aparece la segunda advertencia de spoileo: para incluir y bienvenir
a alguien a una escena, una asamblea, un trabajo, una familia o la mis-
mísima revolución, primero hubo un movimiento —que no se declara, ni
se reconoce— desde un lugar todopoderoso, que fue excluyente, que im-
puso la marca de extranjería, que desnaturalizó y deshumanizó a niveles
tales que admitieron también, por acción explícita u omisión necesaria,
su exterminio.
Entonces la escena nunca es inocua. Hay una estructura invisible
y efectiva —en tanto consigue el efecto deseado— que plantea como
dado que el mundo es esto, sin decirlo, cisheteronormativo y binario. Y
que puede, como este es un público muy contemplativo, hacernos un

81
lugar en esa escena o en esa casa, siempre y cuando nos adecuemos y
estabilicemos en función de sus reglas, a esxs que hemos expulsado al
exilio, a la ignominia y marginalización. La entrada a este mundo no fue
gratuita, porque el paraíso es propiedad privada de algunxs pocxs, y el
ticket lleva consigo siglos mal pagos con miles de vidas, que nos vienen
sobreseyendo de todos sus cargos.
No lamento la incomodidad, ni vengo a pedir perdón o permiso
para instalarla entre nosotrxs. Vengo a compartirles que si no nos vieron,
que si no nos oyeron o no nos leyeron antes, es porque no quisieron o,
en algunos casos, porque quisieron efectivamente silenciarnos y borrar-
nos. Y no es que de lo trans* se sabe poco o es muy nuevo como solemos
escuchar sostenidamente por espectadores muy bienintencionados. Se
sabe, y en función de lo que se sabe se hace, mucho de lo cis4 pero sin
declararlo como tal. Como se sabe —y se hace— mucho de lo hetero.
Como se sabe —y se hace— mucho en términos binarios. Se sabe y se
hace tanto, tanto, tanto, sobre lo cishetero y binario, que al resto solo se
le otorga el lugar de excepción. Excepción que como sabemos, confirma
la regla, como en una suerte de profecía autorrealizada.
Y acá aparece la tercera advertencia de spoileo: las personas
trans* existimos siempre, incluso antes de que las personas cis nos hayan
marcado/nombrado como tales para hablar de nosotrxs y por nosotrxs.
Las personas trans* no somos vulnerables, sino que nos han vulnerabi-
lizado. No somos marginales, sino que nos han marginalizado. Y desde
esas márgenes, en las que hemos hecho vida y comunidad venimos a
desestabilizar la escena, que no es dada y que ha sido y sigue siendo es-
tructurada por un andamiaje que se muestra invisible —y eso es en parte
lo que le garantiza efectividad— al que denominamos cisexismo. Un ami-
go diría que ya no hay que gastar vida en explicar lo googleable, pero en
esta apuesta sincera por desmontar la escena y hacer visible el guión,
quizás vale decir, para algunxs desprevenidxs, que el cisexismo es un
sistema complejo y totalizador del que todxs somos parte. Es un régimen
al que en 2015 un filósofo local, llamado Blas Radi, describió como: “un
4 Cis: Que no es trans*

82
sistema de exclusiones y privilegios simbólicos y materiales vertebrados
por el prejuicio de que las personas cis son mejores, más importantes,
más auténticas que las personas trans*” y que a partir de ese sistema se
distribuyen desigualmente —en detrimento de las personas trans*— una
serie de violencias, derechos y privilegios, y que como resultado se ma-
nifiesta en la precarización de la vida y la existencia de millones de per-
sonas trans* alrededor del mundo. Este régimen, que organiza y vertebra
a la sociedad toda, es uno de los factores necesarios para la admisión y
la reproducción del exterminio contra nuestras comunidades.
Casi a modo de chiste, en el título de este texto juego con el nom-
bre de una obra muy difundida, llamada “Un apartamento en Urano”,
de un autor trans español, al que muchas veces se lo lee y reproduce
—incluso contra su voluntad— desde una mirada totalizadora. Esto no
es solo responsabilidad de Paul Preciado; esto, como dije antes, es una
práctica cisexista que nos debería interpelar a todxs. Preciado escribe
desde sus coordenadas que, como dije, no son universalizables, no dan
cuenta de todas las existencias, vidas y experiencias trans*. Por lo que,
mientras él juega con la idea de morar en Urano, yo lo hago con la idea
de localidad y desde mis coordenadas. Lo hago específicamente con
un barrio de la Ciudad de Buenos Aires, Lugano, que precisamente por
sus características socioeconómicas y composición poblacional, ha sido
negado/desconocido por las autoridades del gobierno de esta ciudad
como territorio que también la integra. ¿Un fallido? Yo creo que más bien
se trata de la exteriorización de un deseo, de aquellos que como dije, nos
desean el exilio y/o la desaparición.

Entonces, ya para finalizar, propongo en línea con quienes me


precedieron, que más que pensar y bienvenir/incluir lo trans* en la esce-
na —sea comedia o tragedia— se comience por pensar, revisar y hacer
visible eso que le da estructura al sostenimiento del status quo cishete-
ropatriarcal. Se tome nota del cristal a través del cual nos están mirando.
Se entienda que como dice otro querido amigo, no somos rarxs, es el
cisexismo el que nos ha enrarecido. Y que ese cristal que a veces es lupa

83
bajo la que nos ponen y nos examinan, tiene un rol muy poderoso, y aun-
que ustedes, personas cis, no lo sepan —cuarta advertencia de spoileo—
ese objeto al que han deshumanizado para ponerlo bajo el microscopio,
al que miran y enrarecen, también los está mirando.

**Este texto fue escrito para la Revista Segunda Época. Publicado en Junio de
2022. Revista Nº7. Pág. 6 a 12

84
Tu existencia siempre fue y será una diferencia***

Buenos Aires, 17 de Febrero de 2023

Querida compañera:

Una de las cartas de amor que conservo más presente, especial-


mente en tiempos infames, es aquella que grababa en nuestros horizon-
tes una incansable revolucionaria en su partida. En ella, la Comandanta
nos decía: “Muchos son los triunfos que obtuvimos en estos años. Ahora
es tiempo de resistir, de luchar por su continuidad. El tiempo de la revo-
lución es ahora, porque a la cárcel no volvemos nunca más. Estoy con-
vencida de que el motor de cambio es el amor. El amor que nos negaron
es nuestro impulso para cambiar el mundo.”1 En lo personal, que nunca
es individual y que ineludiblemente es político, me es imposible negar
que buena parte de la narrativa del amor en mi biografía, ha tenido que
ver con la militancia. El amor, como lo experimento, lo ejercito, como me
vive y lo vivo, tiene que ver con esa idea de otredad para la que el motor
de cambio es el amor. Y ahí se torna inexorable pensar y sentir a Lohana
y a vos en un diálogo con nosotres les militantes, en un llamado urgen-
te y revolucionario que interpela —a la vez que denuncia— la práctica
genocida, la clara criminalización de la lucha y, cómo no vincularlo, la
proscripción.
Y en ese derrotero, en esa pedagogía de la vincularidad que se
aprende en comunidades, tu existencia fue siempre un quiebre. Una di-
ferencia. Diferencia en el sentido lemebeliano, donde se habla por su
propio culo y no se pide perdón por ello, porque sin renunciar a ser com-
pañeres, aprendimos a ser en las diferencias.
Aquí, ahora, rasguñando las vísperas de tus setenta febreros, se
me convida la imaginación de un intercambio epistolar que me demanda
primera persona, donde el yo y el tú, o en nuestro caso el vos, se traduce
1 Carta de despedida de Lohana Berkins

85
en un nosotres. Entonces me permito la duda, por qué no jugar la fanta-
sía, de que estás acá mirándonos a los ojos mientras torpemente intento
resumir, cuando no explicar, los motivos por los que “no me arrepiento
de este amor, aunque me cueste el corazón”2, como decía una Santa Po-
pular.
Y no es casual evocar, para evocarte, a una travesti primero y a
una maestra jardinera devenida en cantante cumbiera después, ungidas
ambas desde el campo popular. Nosotres, les del llano, hemos sabido
construir nuestras propias deidades, nuestras propias referencias y je-
rarquías, coordenadas, pistas, guías, por donde ir transitando las luchas,
los logros, las derrotas y por qué no los milagritos. Y en esa cartografía
del quehacer, que se vuelve inentendible si no se cruza con el tiempo y
su paso, aparecés vos. Condensando la necesidad y la demanda de una
generación que se reconoce hija y nieta de las madres y abuelas de la
plaza. Que se reconoce continuidad de las flores cortadas que siguieron
haciendo incontenibles primaveras. Apareciste para hablarnos de amor,
para hablarlo, pero para hacerlo. Para desprivatizar la idea de amor, sa-
carlo de las cuatro paredes, trastocarlo también del sentido cishetero,
pensarlo para hacerlo también comunitario.
Y hablamos de amor habitando algunos cuerpos, escribiendo
historias desde coordenadas específicas, trans, sudakas, anti-imperia-
listas, transfeministas, y es un poco seguir escribiendo desde las márge-
nes, cuando no desde la injuria. Seguimos aún habitando la ignominia.
Siempre, la figura narrativa de la monstruosidad que hemos resignifica-
do, guarda para sí la no-humanidad, o la profunda certeza de no querer
seguir siendo esta humanidad, como predica la otra profeta de tres te-
tas llamada Susy3. Otro lugar en común con vos. Ellos, los del odio, han
intentado deshumanizarte, como sabemos, para aniquilarte. Tanto que,
sin quererlo o sin saberlo, lejos de quitarte algo, te elevaron en nuestros
altares callejeros. Ese ejercicio de deshumanización con el que preten-

2 “Paisaje”. Compuesta por Franco Simone (1978), en estas latitudes popularizada por
Gilda ¡y no se diga más!
3 Susy Shock… Si no sabés quién es, date vida y gugliala.

86
den también disciplinarnos a través de tu figura y lo que ella condensa,
nos une.
Vos, cuca, yegua, perra en celo. Groncha, loca y pendenciera. Es-
tás más cerca de nuestros cielos que de todos esos infiernos con los que
pretenden espantarnos. Porque lo que para ellos es el espanto, para no-
sotres es el amor y nos une. Pero no cualquier amor, el amor al que una
vez deshumanizado, se le habilita la posibilidad de proscripción. El que
intentan prohibir, impedir e injuriar. El amor negado como decía Lohana.
El amor a la trava, negado. El amor al negro, negado. El amor a la torta,
negado. El amor a la marica, negado. El amor a les grasitas, negado. El
amor al tipo trans, negado. El amor a les bisex, negado. El amor a les
pobres, negado. El amor a les villeres, negado.
Tu proscripción, como esos calabozos a los que ya no volvemos,
de los que nos hablaba la Comandanta Berkins, es una afrenta. Es un
fantasma conocido y nauseabundo que intenta impedir el sueño de una
Latinoamérica liberada. Es la encarnación, hoy materializada en formato
de fallo judicial, de los fascismos para nada modernos que los pueblos
enfrentan desde que tienen conciencia de sí y para sí. Te proscriben a
vos como una forma de destierro de este amor profundo y enraizado que
tenemos con les otres. Para exiliar y aniquilar cualquier gesto en el que
une se entienda y organice a partir del afecto y la profunda afectación
con les demás. Te prohíben a vos porque no hay artículos en sus códigos
que se animen a declarar abiertamente que se prohíbe que nos amemos.
En este lugar de la historia y del amor, de quien ama y se sabe
amade, porque profundamente así nos has distinguido, es atendible
acusar que ya nada podemos demandarte. Que el coraje y la entrega
para enfrentar esta página del derrotero deja el turno de este lado de la
mesa. Que somos muches, amando mucho. Que no sabemos de miedos,
porque como dijo un tano y popularizó una tal Myriam Alejandra Bianchi,
alias Gilda: “Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor. Tú,
aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo. Tú, tú me das la fuerza
que se necesita para no marchar. Tú me das amor”.

87
Me despido cantando, porque nada bello se construye sin alegría.

Con amor, Negro.

***Esta carta no tenía título, ahora lo tiene porque mi amigo I Aceve-


do editó un PDF con un montón de cartas que le escribimos y leí-
mos a CFK, para su cumpleaños. En una breve intro a ese PDF dice:
Este texto fue leído en “Cartas de amor a Cristina”. El 17 de febrero de
2023, a dos días de tu cumple, nos juntamos a leerte cartas de amor en
el bar La Tribu Mostra (Lambaré 873, CABA). Asistimos 230 personas.
Muchas de ellas durante el evento te enviaron más mensajes y cartas.

88
Índice

Prólogo 9
Mis años perros* 15
El Encuentro de Trelew 18
El porro esta mañana 26
La Vicio sos vos 30
Pantalla partida 35
Negro menstrual 40
Ella es linda y lo sabe 47
La piba más linda de Caballito 52
Un ejercicio de confesión 62
La transferencia 65
Todas las muertes renacidas 71
Eso que llaman apéndice, acá es más bien corazón 77
Un apartamento en Lugano** 78
Tu existencia siempre fue y será una diferencia*** 85

89
90
Este libro lo hicimos
Texto e ilustraciones: Ese Negro Montenegro
Prólogo: I Acevedo
Corrección: Leo Azul
Edición: Pimienta Rosa Ediciones

pimienta rosa
@pimientarosaediciones
pimientarosaediciones@gmail.com

91
Impreso en papel ecológico y con compromiso de reforestación.
Córdoba, Argentina
Agosto 2023

92

También podría gustarte