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y
Prosas de El Ibero
el último escrito (inédito)
y algunos de los primeros
de
Gabriel Miró
Introducción biográfica, transcripciones y
enmiendas de Edmund L. King
Sigüenza y el Mirador Azul y Prosas de El Ibero
Nuestro Mundo N.° 12 Serie: Arte y cultura
Sigüenza y el Mirador Azul
y
Prosas de Ei Ibero
el último escrito (inédito)
y algunos de los primeros
de
Gabriel Miró
EDICIONES DE LA TORRE
Madrid, 1982
Edmund L. King nació en San Luis, Missouri (EE.UU.) en 1914. Se crió y
se educó en Tejas, por cuya universidad (en Austin) es Doctor en Filosofía
y Letras (1949). Desde 1946 es profesor de la Universidad de Princeton,
donde ha sido Director del Departamento de Lenguas y Literaturas
Románicas desde 1966 a 1972 y desde 1976 Catedrático «Walter S.
Carpenter, Jr.» de la Lengua, Literatura y Civilización de España. Se jubiló
en 1982. Durante muchos años fue Presidente de la Junta Directiva del
Instituto Internacional en España (Miguel Angel, 8; Madrid) y actualmente
es Director Residente de dicho Instituto. Ha dedicado una gran parte de
su vida profesional al estudio de la vida y obra de Gabriel Miró, sobre
quien ha publicado numerosos artículos en revistas españolas y
norteamericanas, y ha colaborado con artículos sobre poetas españoles
contemporáneos en The New Republic y The Hudson Review. Es traductor
de La realidad histórica de España de Américo Castro (The Structure of
Spanish History, Princeton, 1954); es autor de Gustavo Adolfo Bécquer:
Erom Painter to Poet (México: Porrúa, 1953); y ha publicado una edición
de El humo dormido de Gabriel Miró, con una larga introducción y
copiosas notas (New York: Dell, 1967).
Pág-
INTRODUCCION BIOGRAFICA................................................... 13
I. El pasado familiar.............................................................. 15
II. Niñez en Alicante.............................................................. 24
III. Educación........................................................................... 32
IV. Lecturas............................................................................... 64
V. Primeras publicaciones....................................................... 79
E. L. K.
Introducción Biográfica
gunda hija. Carmen nació primero. Aparte de éstos, el orden de los naci
mientos multiplicados hafcta once se ha olvidado. En realidad, solamente
seis nombres de los hermanos de Encarnación recuerda la familia Miró.
Además de Carmen, existieron Baldomero, Lola, Antonio, José y Fran
cisco.
En general, toda esta generación de Ferrer tuvo, como su ilustre des
cendiente, buena estatura y belleza física. Parece ser que Baldomero, por
rara excepción, era relativamente bajo. Sin embargo, tuvo un gran éxito
en la vida, éxito que aun en menor escala compartieron los demás.
Baldomero fue un hombre de negocios y tuvo una visión aguda para
cualquier empresa prometedora. Adquirió el Huerto de los Cobos, her
moso naranjal en términos de Orihuela, y para incrementar el espejuelo
comercial de su cosecha recurrió a una hábil estratagema empleada con
frecuencia en el comercio español: utilizar un nombre inglés, El Derby,
como marca de fábrica bajo cuya divisa aparecieron sus naranjas en el
mercado de España. El fruto Derby se vendió tan bien que don Baldome
ro pudo sostener, no solamente su casa de Orihuela, sino otras dos: una
en Murcia y la otra, espléndida mansión, en Cabo de Palos, cerca de Car
tagena. Mientras tanto y con la compañía de su madre, ya viuda, pudo
construir todo un barrio residencial en la misma ciudad de Cartagena.
¿Qué clases de atractivos ofrecía esta ciudad para casi todos los Ferrer?
Porque no fue sólo Baldomero quien se estableció allí. También Carmen,
para seguir la tradición familiar, fue dueña de una posada allí a la que
dio su nombre: Posada del Carmen, con lo cual demostró no haber here
dado el sentido delicado del resto de los suyos. Pero la verdad es que na
die la recuerda demasiado. El caso de Lola es más fácil de explicar. Vivió
en Cartagena por haberse casado con el primer maquinista del vapor
Reina Regente, don Jesús Sánchez, que pereció en el naufragio de su bar
co en el Atlántico el 11 de marzo de 1895, dejando una viuda de veinti
séis años, la cual se vio obligada a refugiarse en casa de su madre y vivir
con ella hasta el fallecimiento de doña Lucía Ons de Ferrer, acaecido hacia
finales de siglo.
Francisco y José no hicieron nada digno de ser tenido en cuenta: el
primero casó con una señorita llamada Pepa; de José, su hermana Encar
nación decía que por su poca afición al trabajo casó dos veces y ambas ve
ces con viudas. Ni Juana ni Virtudes le dejaron hijos, pero gracias a ellas
pudo vivir en una buena casa de Cartagena, igual que habían hecho sus
hermanos Baldomero y Antonio.
18 Introducción biográfica
4 José Guardiola Ortiz, Biografía íntima de Gabriel Miró (Alicante, 1935), pág. 28.
22 Introducción biográfica
bió reunir todas sus fuerzas para precipitar el parto, con lo cual resultó
que el niño nació en un estado de semi-asfixia por compresión del cordón
umbilical, que rodeaba con dos vueltas el cuello del recién nacido. A pe
sar de su especial predilección por Juan, primogénito y más semejante a la
madre en temperamento, doña Encarnación se atendría a Gabriel durante
toda su existencia. La partida de bautismo de Gabriel, reproducida en
facsímile por Guardiola (pág. 32), dice lo siguiente:
Año del Señor mil ochocientos setenta y nueve, día primero de agosto;
en la Igl.a Parroq.1 de San Nicolás Insigne Colegial de la Ciudad de Alicante
ProvA de id, Obispado de Orihuela. Yo D. Mariano Urios Ten." Cura de
la misma, bauticé y puse por nombres Gabriel Francisco Víctor, a un niño
que nació el veinte y ocho a las seis de la tarde, hijo lejítimo de D. Juan Mi
ró, Ingeniero de Caminos, de Alcoy, y D. Encarnación Ferrer, de Orihuela;
Ab.s Pat.s D. Gabriel y D. Agustina Moltó, de Alcoy. Mat.s D. Francisco,
de Murcia y D. Lucia Ons de Orihuela. Pad.s D. Alejandro Miró y D. Con
cepción Miró a quienes advertí el parentesco espiritual y su obligación. Testi
gos José Valents y Fran.co Dols. De que certifico
Mariano Urios
5 Agradezco a don Vicente Ramos, en su libro Gabriel Miró (Alicante: Instituto de Estudios Ali
cantinos, 1979, pág. 18) la rectificación de mi error en la primera versión de este capítulo (Papeles de
Son Armadáns, octubre, 1962) al situar la nueva casa en el barrio de Benalúa, todavía inexistente en
1883.
Niñez en Alicante 25
tuvo lugar el 10 de abril de 1883, y en una carta que se supone iba dirigi
da a sus hermanas, les ofrece el nuevo domicilio.
...la nueva casa la tenéis en la calle de Babel n.° 52, pral. (casa Dalhan-
der): no tiene número todavía, pero le corresponde el que te digo; estamos
algo apartados del centro de Alicante, pero tenemos muy buenas vistas, y
casi recién construida o poco más: no hubiéramos dejado la otra casa, pero
me horrorizaba la idea del verano y las habitaciones tan sucias como esta
ban. Esta semana la empezamos bien y acomodándonos a la nueva casa, pe
ro ayer por la madrugada nos despertó Gabriel, y ésta es la hora en que aún
no le ha dejado la calentura, pues los pequeños claros que ha tenido han si
do muy cortos, y no ha dejado de estar ardorosito; como este niño es tan
propenso a las intermitentes, cree el médico que serán esta clase de calentu
ras. Dios quiera que se venzan pronto, y vuelva el pobrecillo a estar tan
bueno como estaba aún la noche antes de amanecer con la picara calentura.
Yo estoy también con un constipado de los fuertes, y a no ser por el estado
de Gabriel, me hubiera quedado hoy en cama.
6 Ver mi «Gabriel Miró Introduced to the French», Hispànic Review, 29 (1961), 324-332, y mi edi
ción de El humo dormido (New York: Dell, 1967), Introduction.
7 Gabriel Miró tuvo sólo un amigo de toda la vida. Fue Eufrasio Ruiz, a quien conocí cuando era
muy viejo. Me contó todo lo que podía (o quería, desde luego) recordar de Gabriel Miró. Cómo lle
garon a ser compañeros de niñez no lo sabía; pero desde entonces lo fueron, sin las interposiciones
retóricas que se encuentran entre Gabriel y sus otros amigos. En las cartas de Miró a Eufrasio no hay
ironías tácitas ni anécdotas. «Haz esto, por favor». «No olvides tal». «Te esperamos». Una confianza
absoluta. Don Eufrasio le acompañaba en su agonía y, por encargo de doña Clemencia, fue a buscar
al fraile capuchino que le visitó en los últimos minutos de su vida. Me concedió don Eufrasio largas
horas de conversación sobre su amigo Gabriel, y me dio copias de todas las cartas que éste le había
escrito, sacadas en limpio por nuestra común amiga Doris Evans de Haselden. Es testigo digno de
confianza.
Niñez en Alicante 31
Los dos biógrafos que hay de Gabriel Miró (José Guardiola Ortiz y Vi
cente Ramos) dan por sentado que la historia de la primera enseñanza y
la instrucción de orden privado que se encuentran en El humo dormido y
Años y lenguas es absolutamente verídica. Sin duda y hasta un cierto
punto, puede asegurarse que así sea. Respecto a los dos primeros años de
estudios, Clemencia Miró ha dejado una nota lacónica sobre su padre:
«Gabriel Miró estuvo de pequeño en el colegio de San José que describe
en alguno de sus libros. Diciembre 1884, alumno 1.a enseñanza 1." año.
Calle Bailén. Tenía cinco años.» El desenredar, en este asunto, la historia
y la poesía de ambos libros ya mencionados, como asimismo en otras
obras, sería tarea desesperanzada y mal recompensada.
Más instructivo para nuestra comprensión de Gabriel Miró es el análi
sis del afecto que sintió por su tío, el pintor Lorenzo Casanova. El que la
experiencia fue inolvidable nos la da la aseveración del propio Miró:
8 Carta publicada por Andrés González Blanco en Los contemporáneos, t. I, pte. 2 (Patis, 1907),
pág. 291.
Educación 33
podemos volver al librito del amigo de Gabriel Miró, Luis Pérez Bueno,
Artistas levantinos9. Escribiendo siempre Arte con mayúscula, con lo cual
intenta sugerir que el Arte por el Arte fue doctrina dominante durante el
final del siglo xix, aún en Alicante, Pérez Bueno opina que el origen del
arte en la capital provinciana fue Casanova, maestro de todos aquellos a
que hace referencia en su opúsculo. Casanova fue más importante que su
maestro Rosales, el cual había dicho que todos debieron destruir su paleta
cuando el hijo del carnicero comenzó a pintar. Y con su grandeza, era
además afectuoso, fácil de llevar y generoso. Vendía sus cuadros por poco
precio y los dibujos los regalaba a sus amigos.
al propio tiempo culto ferviente a la religión del Arte, cosas son que, si no
logran destruir la voluntad, llegan a enfriar el espíritu. El artista, como el
mártir, lucha, si es preciso, hasta morir por el ideal. Persigue la fama, y ésta,
desdeñosa y adusta, huye y se desvanece como un sueño... (pag. 18).
Dibujad con cualquier cosa; carbón, lápiz, pincel: pero mucho ejercicio.
Acostumbrad la vista a medir el modelo; abarcadlo en conjunto y detalle. El
color que no preocupe: vendrá luego insensiblemente. Lo primero de todo
es que el artista haga del órgano visual una verdadera cámara oscura. (Artis
tas levantinos, pág. 22.)
De este modo, Miró aprendió durante las horas que pasaba al lado de
su tío, a iniciarse con la vista, con los sentidos, y a transformar esta expe
riencia sensitiva en expresión objetivada. Más tarde, escribe: «Nadie se
burle de estas realidades de nuestras sensaciones donde reside casi toda la
verdad de nuestra vida»12.
Pero el ensanchamiento de su horizonte intelectual, el proceso de
agudizar su visión y los comienzos de una doctrina estética no fueron las
únicas adquisiciones que Miró extrajo del estudio de su tío. Tal vez no
tenga tanta importancia para la evolución de Miró su aprendizaje pictóri
co como el que aprendiera a compartir la actitud de los pintores como ar
tistas. Pintores, poetas, músicos y demás se llaman artistas, pero es al pin
tor al que más comúnmente se le denomina artista. El poeta, que com
parte su medio expresivo con periodistas, moralistas, estadistas y profeso
res, siempre corre el peligro de utilizar el vocablo j?ara fines meramente
utilitarios, razón por la cual no le va fácilmente el distintivo de artista.
Por el contrario, el músico se halla virtualmente tan lejos del contagio por
utilitarismo que prácticamente puede elegir entre colocarse la etiqueta o
dejarla. Es con la actividad pictórica con la que, por común acuerdo, el
término arte ha cuadrado, como si dijéramos que su función utilitaria, di
dáctica, es sólo aparente, que su auténtico ejercicio es la belleza y los que
practican esta belleza son los artistas. Después que la pintura se desvió de
’2- «Don Jesús y la lámpara de la realidad», El humo dormido, Ed. Conmemorativa, VIII, págs. 77-
78.
36 Introducción biográfica
ficó el goce del mundo exterior. En su vejez, don Manuel oía aún el ligero
ceceo y la vacilación del habla infantil de Gabriel cuando le gritaba: «Ma
nuel, ven a jugar, porque ezta tarde tengo muchaz piulaz»13.
Tras un intervalo de dos años, Gabriel siguió a Juan, ingresando en el
colegio de Santo Domingo (1887). En Alicante quedaron sus compañeros
de juego Eufrasio y Clemencia y asimismo el estudio del tío Lorenzo, a
quien sólo podía visitar durante las vacaciones. Dos años llevaba en el co
legio Gabriel cuando se le unió allí su amigo Manuel, en el tercer año de
preparatorio, aunque los amiguitos continuaron viéndose siempre que los
padres de Gabriel iban a visitarle. La separación se hizo para éstos tan du
ra que acabaron por alquilar una casa en Orihuela, cerca del colegio, con
objeto de estar allí las vísperas de fiesta y poder llevar a casa a los chicos.
En el recuerdo de don Manuel, Juan era serio y Gabriel «todo bondad y
dulzura angelical». La fotografía de ambos niños publicada por Guardiola
(op. cit., pág. 61) lo confirma. Pero podría añadirse que Juan lleva su se
riedad con rigidez incómoda mientras el rostro de Gabriel, redondo y
bello, ya se asemeja más bien a un angelito burlón, consciente de lo que
sucede a su alrededor.
Sin duda el niño Gabriel expresaba su propia conciencia de un modo
infantil, pero no dejó de expresarla. Un día, por ejemplo, después de ter
minar la interlocución formal con su padre en el salón del colegio, salió a
la sala en que esperaba su madre y subiéndose en sus rodillas le dijo:
«Abre los ojos, mamá, que te los quiero pintar porque son lo mismo que
los míos». Doña Encarnación era una notable belleza de ingenio tosca
mente franco. Gabriel, incluso cuando estaba silencioso, magnetizó du
rante toda su vida a las mujeres con su buena figura y fino rostro.
Su primera carta escrita desde el colegio, a juzgar por la caligrafía, es
tilo, ortografía y contenido, lleva fecha del 25 de marzo de 1889:
Me alegraré que estés sin novedad gracias a Dios. Al acordarme que hoy era
tu santo tengo el gusto de cojer la pluma para felicitarte ya sé que extrañarás
que haga tan mala letra pero es por que la pluma esta un poco rotita. Deseo
que paces el día feliz en compañía de toda la familia.
. El viernes a las 9 1/2 espiró o murió el R. P. Espiritual cuando vengas te
contaré todo lo que á pasado.
Adiós recuerdos á toda la familia y vosotros recivir los cariños de vuestro
hijo que os quiere muchicimo. Gabriel.
15 Agradezco al R.P. Rector del Colegio de la Inmaculada (Alicante) el haberme facilitado fotoco.
pias de todos los papeles en los expedientes de Gabriel y Juan Miró Ferrer.
Educación 41
mismas preguntas sobre el hijo mayor, Juan, notamos que elegía con
cuidado sus palabras de caracterización moral. Si de Juan podía decir que
su conducta moral hasta entonces había sido buena y que «solamente ha
sido amonestado por caprichos pasajeros, de su edad», de Gabriel dice
que «es bondadoso en alto grado» y que, para conseguir «mejor de él la
aplicación y la enmienda de sus defectos» había que tratarle «con muchísi
mo cariño y afabilidad hasta exagerada», mientras que la enmienda se
lograba en Juan «por cariñosa reflexión, excitándole la emulación para su
porvenir».
Cuando Juan entró en Santo Domingo, su padre comprendía que en
cuanto a cartas a la familia «por ahora sólo puede exigirse que escriba a lo
más cada 15 días». Pero Gabriel, dos años después y más joven, en la mis
ma situación debía escribir «cada semana, y a la vez que su hermano». Se
les solía dar a los internos «un real, o dos, o una peseta a lo más» como
«asignación semanal para sus recreos, como recompensa de su conducta y
explicación». Pues a Gabriel se le asignaba sencillamente y sin reparos «un
real semanal, cuando haya merecimiento»; la misma asignación para Juan
quedaba restringida por reservas implícitas que impugnaban su inocen
cia: «Puede asignársele un real por ahora, y suponiendo que esa Supe
rioridad intervendrá su inversión, evitación de que adquieran algo que
pueda perjudicarlos».
En cuanto a su preparación escolástica, aprendemos que Gabriel «sa
be leer, pero que todavía no puede escribir al dictado», que ha tenido
«Maestro particular» con quien ha hecho «Lectura del Abecedario de la
virtud, y algo de Doctrina». Veamos cómo era el sistema educativo al cual
este niño iba a ser sometido.
Los jesuítas de Orihuela en aquella época no empleaban el conocido
aparato de calificaciones de «sobresaliente, notable, bueno, aprobado,
suspenso», sino otro, de discriminaciones casi microscópicas, las cuales se
apuntaban, además, todas las semanas, a saber:
a: muy bien
ae: casi muy bien
e: bien
ei: casi» bien
i: medianamente
io: casi mal
o: mal
42 Introducción biográfica
Para las asignaturas también hay una cuadrícula por semana corres
pondiente a cada uno de los tres aspectos de la labor del alumno. En los
dos primeros años nos dice poco el expediente sobre el contenido de los
estudios, pero por otra parte poca imaginación se requiere para tener una
idea de las clases agrupadas bajo el rótulo global «Prep. Infr.» No puede
haber faltado algo de historia sagrada, lecturas en español, escribir al dic
tad, aritmética elemental, gimnasia. La participación moral del niño
Gabriel en las clases es intachable: en «Conducta» y «Aplicación» sólo í/es.
«Aprovechamiento» ya es otra cosa: varía entre e, i, io y o: un promedio,
digamos, de io —casi mal—.
El segundo año, «Prep. Supr.», va mejor: las mismas aes, y en «Apro
vechamiento» casi siempre e, bien. Además, tiene «Clases de adorno»:
música, dibujo, caligrafía y, en la primavera, gimnasia. En música, a. En
dibujo, baja algunas semanas en «Aplicación» a ae, con un resultado en
«Aprovechamiento» de una e constante. En caligrafía, su «Aprovecha
miento» alterna entre ei y e. Y en gimnasia su «Conducta» y «Aplicación»
inmejorables producen el resultado de «Casi muy bien» en «Aprovecha
miento».
En 1889 pasa al colegio propiamente hablando. En Latín 1? apro
vecha en un nivel que alterna entre e e i, tirando más bien a ésta, y en Geo
grafía, se mantiene, casi, en el ae. De adorno sólo tiene música y dibujo y
sólo en el otoño, y sin destacarse («, e).
En el siguiente año se añade catecismo en la primavera, que apro
vecha con a, y se introducen notas de fin de curso. Es interesante observar
que en Latín 2 ?, aunque semana por semana nunca sube al nivel más al
to, manteniéndose casi siempre en el de ei, recibe a al final del curso, con
e en Griego, que por lo visto va incluido con Latín 2? Lo mismo pasa en
la asignatura denominada «Hist. patr.» (¿historia patria?), y en Dibujo a
veces tiene a, a veces e, a veces tiene ae en cuanto a Conducta y Aplica
ción y casi siempre ei en Aprovechamiento. (El estilo propio que había
logrado en el estudio de su tío se ve que no era del agrado de los RR.
PP.).
Gabriel, algo prematuramente el Sr. Miró en el expediente, tiene por
fin nuevas asignaturas en el curso de 1891-1892, su último en Orihuela:
Retórica y P. (¿poética?); Historia Universal; Francés 1? En las tres la nota
final es «casi muy bien»— ae. En lo demás como antes.
Sería tan aburrido y pedantesco como difícil y fatigoso —lo mismo pa
ra el lector que para el investigador— rastrear todos los influjos específicos
44 Introducción biográfica
que llegan a las páginas de Miró de sus clases con los jesuítas, pero pode
mos considerar brevemente un caso concretísimo y divertido
—especulativo pero casi indiscutible— de aprovechamiento de lo apren
dido en el colegio. Se encuentra en Nuestro Padre San Daniel (II, vi, «Su
Ilustrísima»), donde «subido en la estramenta de la muía, fue entrando el
[nuevo] obispo por las calles». Estramenta es palabra acuñada por Miró,
evidentemente a base del latín stramenta, ‘albarda’, uso que aun en latín
los lexicógrafos caracterizan como raro. Aparece en la Vulgata (Génesis,
31: 34: «Illa festinans abscondit idola subter stramenta cameli»). Miró so
lía compaginar varias versiones (la Vulgata y otras) de los textos bíblicos
para componer, a veces, su propia traducción y había oído, sin duda,
muchas lecturas de la Biblia en la misa y los oficios. Además, el pasaje en
el Génesis hasta tiene un matiz cómico que le habría llamado la atención.
Pero no estudiaba o leía la Vulgata sino más bien las Biblias de Cipriano
de Valera y el Padre Scío, en ninguna de las cuales se usa estramenta. Pe
ro la palabra se da también en De bello gálico, VII, 45, 2, de Julio César,
obra que seguramente los niños de Santo Domingo tendrían que apren
der casi de memoria y el niño Gabriel vería la frase siguiente: «Prima luce
magnum numerum impedimentorum ex castris mulorumque produci de
que his stramenta detrahi mulionesque cum cassidibus equitum specie ac
simulatione collibus circumvehi iubet». De dicha experiencia conjeturo
que Miró rescató e hispanizó la palabra. Aunque por desgracia lo hizo
mal. En español el texto cesareano reza así: «Con la luz del alba, mandó
que sacaran del campamento un gran número de mulas de carga, y que
los arrieros les quitaran las albardas, y, con cascos puestos, que andu
viesen montados alrededor de las colinas, dando la impresión de que
fueran caballería». O sea, la stramenta no podía usarse como silla de mon
tar; más bien había que quitarla si uno quería montar la bestia que la lle
vaba.
Miró nunca reçòrdó con gusto sus días escolares en el colegio de Santo
Domingo de Orihuela, aunque aquéllos le fueron, de un modo evidente,
altamente provechosos en diferentes sentidos. Obtuvo una base sólida en
el estudio de- los clásicos; conmovieron su espíritu tierno y candoroso;
aquella época le facilitó el ambiente y materia para muchas de sus mejo
ras obras; parte de Niño y grande, del Libro de Sigüenza, casi todo
Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, además de un inconmen
surable elemento para sus escritos de argumento bíblico y religioso. Todo
lo cual tiene su importancia, aunque de carácter superficial. Cualquiera
Educación 45
Ejercicios Espirituales
Esta es la única alusión notoria que hace ^íiró a los Ejercicios Espiri
tuales. Nunca los utilizó como materia prima a la manera de su contem
poráneo Pérez de Ayala el cual, en A.M.D.G.., hace una vivaz y sarcásti
ca descripción de sus años de colegial con los jesuítas, relato que puede
servir de clara indicación de lo que en Orihuela sucedía cuando estaba allí
Gabriel Miró.
16 Literatura española: Siglo de Oro (México: Ed. Séneca, 1941), págs. 87 ss.
17 «El señor Cuenca y su sucesor», Libro de Sigüenza, Ed. Conmemorativa, VII, pág. 20.
46 Introducción biográfica
de la vista... El 2°: oyr con el oydo lo que hablan o pueden hablar, y refle-
tiendo en sí mismo, sacar dello algún prouecho... El 3°: oler y gustar con el
olfato y con el gusto la infinita suauidad y dulçura de la diuinidad, del áni
ma y de sus virtudes y de todo, según fuere la persona que se contempla,
refletiendo en sí mismo y sacando prouecho dello... El quarto: tocar con el
tacto, así como abrazar y besar los lugares, donde las tales personas pisan y
se asientan, siempre procurando de sacar prouecho dello. (pág. 336.)
20 Cuenta la historia José Guardiola Ortiz en su Biografía íntima, págs. 56-60. Guardiola no era
amigo de Miró en la niñez, pero Eufrasio Ruiz, que lo fue, me confirmó la sustancia de lo contado
por Guardiola. Merece atención el hecho de que en el ejemplar de dicha biografía en el archivo fami
liar, Clemencia Miró apuntó numerosas correciones al margen del texto, las cuales he tenido siempre
en cuenta al redactar esta introducción.
Educación 51
su sangre, de modo tal que creía estar viendo la vida toda de Jesús; lle
nando con el poder de su infantil fantasía las grandes lagunas de los
Evangelistas, e internándose, cada vez más, en la sublime tragedia de los
postreros días del Señor» (págs. 59-60). Se puede decir que «así nacieron
las figuras de la pasión del Señor» con tal que se acredite menos la imagi
nación espontánea del niño Gabriel y más el espíritu rector y hasta el
programa de imágenes proporcionado por Ignacio de Loyola.
zadas. Se conoce que es el primer año que no pasa estas Pascuas cerca de
nosotros el pobrecillo». En nada se parecía Juanito a su hermano.
La estancia en Ciudad Real duró menos de un año. Algo antes del
otoño de 1894, fue destinado donjuán otra vez a Alicante como Inge
niero Jefe de Obras Públicas. Instaló a su familia en una casa del barrio de
Benalúa, en una esquina de la calle de Foglietti frente a la Plaza de Na
varro Rodrigo.
Llegamos al momento del primer contacto de Miró con Francisco Fi
gueras Pacheco, quien en sus memorias —algunas publicadas22, otras to
davía en manuscrito, y aun otras comunicadas a mí en largas horas de
conversación— ofrece la historia más detallada e íntima de los cinco o seis
años próximos de la vida de Miró. Pero hace falta un modesto aviso al lec
tor. Don Francisco ( f 1962) quedó ciego a los dieciocho años de edad.
Tan vivo como era su recuerdo de Miró en su vejez, estaba influido tam
bién por ciertas cualidades de su personalidad y condición: lealtad que
llegaba a la adulación; la pasión que obliga al orador de estilo antiguo a
redondear la frase y el párrafo, haya o no contenido para llenar el espacio;
extremada piedad religiosa. Dicho lo cual, hay que aceptarle como el tes
tigo más competente que se puede encontrar, pues los jóvenes estaban
unidos por sincera estima mutua. Figueras vislumbró en Miró la promesa
de distinción; la ceguera de Figueras despertó en Miró compasión y afecto
incondicional. En efecto, si no es por la ceguera de don Francisco, creo yo
que la relación entre los dos no llega a ser amistad íntima.
Se conocieron en el otoño de 1894 en el Instituto, donde Miró seguía
el quinto año y Figueras, todavía con vista, el cuarto. Asistieron a la mis
ma clase de geometría. Todavía era Miró el estudiante trasladado del Co
legio de Santo Domingo. «Era un guapo chico. Silueta gallarda, buen co
lor de cara y ojos claros, llenos de expresión. Vestía con elegancia, no en
.________ <
22 La bibliografía del material impreso se divide en tres partes: (1) «Orto literario de Gabriel Miró».
Cap. I está en Sigüenza: Arte y Letras (Alicante, 27 mayo 1945), págs. 2-4, único número de la pri
mera época. Caps. II a V están en la misma revista, segunda época, Núms. 1 (nov. 1952), 2 (dic.
1952), 3 (enero 1953) y 5 (abril 1953). Caps. VI a XI, que don Francisco me permitió copiar, siguen
inéditos. (2) «Aportación de Alicante a la cultura española: Gabriel Miró, Carlos Arniches, Rafael Al
tamira». Anales del Centro de Cultura Valenciana (Valencia, 1952). (3) «Don Gabriel Miró Ferrer»,
en De mi barrio (E. Mendaro del Alcázar, ed. Prólogo de Don Santiago Mataix. Artículos de distin
guidos escritores alicantinos. Alicante: Imprenta y Litografía de Tomás Muñoz, 1901), págs. 43-45.
De mt barrio, por su carácter sumamente convencional, informa más bien indirectamente, entre las
líneas, pero como colección de ensayo-retratos en que los varios jóvenes intelectuales de Benalúa po
san unos para otros, ofrece un cuadro encantador de como sería la Academia de Senabria —descrita
más adelante en estas páginas— en sus momentos serios.
54 Introducción biográfica
pugna con la sencillez. Llevaba un traje azul y sus zapatos estaban lustro
sos. Persona e indumentaria coincidían en pulcritud. Sus ademanes todos
revelaban distinción, sin asomo de afectación o artificio. Saltaba a la vista
que era de buena casa» {Orto literario, II).
Tenía el nuevo chico, empero, algo que molestaba a Figueras. Era
misteriosamente apartadizo, se negaba a mirar a los compañeros en el ojo,
sonreía poco y nunca reía, casi no hablaba, parecía tener pocos amigos y
mirar su alrededor con desprecio por no decir enojo. No suprimía esa acti
tud aun en las clases. En la de geometría Figueras tenía el pupitre próxi
mo al suyo en la primera fila. Un día Miró le preguntó cuál era el tema de
la lección, y, al enterarse de que trataba de las líneas paralelas, abrió el
libro, ojeó las páginas y volvió a cerrarlo. Quedaba apartado de las mate
máticas como de la multitud estudiantil. Terminaba la última clase del
día y Miró se hacía a un lado mientras los demás alumnos salían en tro
pel. Caminaba a Benalúa sólo. (Orto literario, II) Esta conducta en parte
expresaba el temperamento del joven Miró, pero es probable que tam
bién se tratase de su salud, de la cual se quejó en una carta a Concha, su
madrina y tía, en la víspera del santo de ella en 1894. Su corazón, o así
creía él, le molestaba: «lo que más me molesta es la frecuente fatiga, en
fin que estoy fastidiado».
El 28 de agosto de 1895, Miró se matriculó para los exámenes para el
bachillerato, y un mes más tarde, sufrió lós dos exámenes requeridos el 29
y el 30 de diciembre. Las notas satisfactorias en aquella época eran sobre
saliente, notable, bueno y aprobado. Miró sacó un aprobado en los dos, y
se hizo bachiller.
Y ahora, ¿qué hacer? Decidió estudiar Derecho. No hay ninguna evi
dencia que explique cómo se llegó a la decisión. Guardiola escribe del
asunto como si lo supiera —seguramente no por haber sido testigo de la
vida familiar en esos tiempos, pero quizá pbr haberle preguntado a Miró
sobre ello después de que se hicieron amigos mucho más tarde—. Guar
diola mismo era abogado. Le habría interesado la cuestión. Discurre así:
La vocación que tenía Miró para el derecho era débil. «La Instituta de
Justiniano le ponía nervioso y la Ley de Enjuiciamiento Civil le sacaba de
quicio» {Orto literario, III). No era la mayor belleza de Granada ni la su
perioridad de su facultad de leyes que le atrajo sino más bien los criterios
menos exigentes que prevalecían, según lo que Miró imaginaba, en la
universidad andaluza: «No puedo negar que Granada me cautiva. Paisaje
y población son insuperables. En época de exámenes —Mayo y Junio—
tiene, además el aliciente del Corpus, los conciertos en el Palacio de
Carlos V y la alegría que llena casas y calles a todas horas. Pero yo no voy
a Granada para divertirme, ni siquiera para recrearme; voy para hacerme
abogado sin agotar mi cerebro, estudiando leyes que no me importan. En
Valencia, eso es muy difícil»24.
24 Orto literario, III. Estas son las palabras de Miró según las recuerda Figueras. Es obvio que el es
tilo es el de Figueras mismo —el comienzo negativo, la descripción a base de superlativos conven
cionales, la guía turística, la explicación retóricamente demorada—. Además, la información es lige-
raramente incorrecta —como se puede ver por la tabla más arriba se examinó en junio y septiembre—.
Es muy posible, y hasta se puede creer, que Miró hablase así cuando tenía dieciocho o veinte años; y
aún suponiendo que las palabras son de Figueras, Miró habría podido decir algo por el estilo. Pero
señalo el error para explicar por qué no hay que tenerle a Figueras por infalible.
Educación 57
la tormenta, pero Gabriel sabía modular la voz de una manera tan agra
dable que podía imponer un párrafo entero del famoso discurso sin que
su público le echara a carcajadas de la tribuna. En otras ocasiones empe
zaba con la oración fúnebre de Calpena sobre Zorrilla: «Yo no puedo mi
rar a la Grecia, sino personificada en la casta figura de una musa: la divi
na Psiquis...» Era un disco viejo, pero gustaba a todos menos al aprendiz
del zapatero sentado en su cojín al lado: «Tú no podrás mirar a la Grecia,
pero la tienes siempre en la boca. ¡El que ya no la puede ver soy yo!»
—«¡Ah, Sultán..., Sultán! tienes razón. Se me había olvidado que,
siempre perdices, cansan. Y también se me había olvidado lo que dijo
Aristóteles».— «¿Qué dijo ese señor?» —«Que unos han nacido para per
sonas y otros para cosas».— «Eso será lo que será, pero no me carga tanto
como la divina Psiquis».
En aquellos días cuando el gusto de Miró todavía estaba en proceso de
formarse, tenía una predilección por la poesía de carácter retórico y orato
rio. Nuñez de Arce: «Sobre un peñón de la costa / que bate el mar noche
y día». Espronceda: «Tú fuiste un tiempo manantial fecundo». Y sobre
todo Zorrilla, especialmente la poesía para los funerales de Larra. «¡Qué
bien la decía!» exclama Figueras mismo:
sa. (Una cultura musical tan «al día» y bastante refinada —se estrenó
Otello en Italia en 1887, Cavalleria Rusticana en 1890, La Boheme en
1896; y Otello no contiene melodías fácilmente cantables— es un testi
monio más del carácter cosmopolita de la vida cultural en Alicante.)
El Ateneo alcanzó su momento de mayor seriedad cuando se le
ocurrió a Gabriel que todos los socios debían someterse a los que por co
mún acuerdo era la prueba de valor moral, la sinceridad. Fue él el prime
ro que preguntó y el último que contestó. Al que estaba a su lado le pre
guntó: «¿Qué opinas tú de ti mismo? ¿Vales o no vales?» Una cosa era la
teoría; muy otra la práctica. «Hombre... te diré», empezó la respuesta.
Pero la sinceridad de la vacilación produjo un ovación tal que no se podía
completar. La pregunta recorrió todo el círculo hasta que volvió al punto
de partida, Miró. «Creo que tengo talento», contestó {Orto literario, V).
Otro día les cayó en las manos a los ateneístas la Frenología de Renga-
de, y la oportunidad de confirmar «científicamente» su autoaprecio era
irresistible. «Leimos el capítulo dedicado a estudiar las relaciones entre el
perímetro del cráneo y el valor del cerebro. Los mejores medían de 54 a
56 centímetros... Gabriel requirió la cinta y empezó a medir cabezas.
—A ti apenas te falta nada para llegar a la talla... Tú pasas un poco... A
usted no le conviene meterse en averiguaciones.— Y así fue tomando me
didas y formulando diagnósticos, con más o menos regocijo de los presen
tes y satisfacción de los interesados. Un tercero tomó la cinta y rodeó con
ella la cabeza de Gabriel. Tenía 54 centímetros. Estaba dentro de los ce
rebros superiores». {Orto literario, V).
El nombre Ateneo Senabrino es un bautizo retroactivo. El grupo a
que hemos venido dando dicho nombre, no se llamaba a sí mismo de esta
manera hasta después de la aparición en su tribuna de un personaje a
quien Figueras da el apellido ficticio de Ordóñez. Alto, enjuto, de gestos
grotescos, sufrido, fiel, fue empleado por Figueras como lector, para el
cual tenía los ojos adecuados pero apenas si una suficiencia de letras. Sol
dado montado en la primera guerra carlista, más tarde Guardia Civil,
ahora sargento administrativo en la policía, en sus ratos de ocio prestaba
servicio a Figueras, quien, como Miró, se preparaba para los exámenes
universitarios. Metafísica, derecho natural, Hegel, para el sargento todo
era palabras, palabras, palabras, y pronto llegó a la conclusión de que la
discusión seria, no era nada más que palabras y que en decir disparates no
había nadie mejor que él. Y resultó que, acompañando a Figueras una
noche en el Salón Senabre, decidió tomar la palabra: «era frecuente entre
Educación 61
los filósofos antiguos ponerse unos a otros como chupa de dómine. Sin
embargo, los hubo buenos. Hegel, apóstol del verden y de la antítesis, lo
reconoce sin rodeos. Un tal Aristóteles, cuya lectura les recomiendo, dio
mucho que hacer. ¡Qué categorías! Me consta el moco». Con lo cual aca
bó la Escuela Sincerista. Se fundó el Atenero Senabrino, y Ordóñez fue
nombrado presidente. Era una burla tremenda en que Ordóñez fue pri
mero el blanco pero luego participante de buen grado, según opinaba Fi
gueras. Desviándose de la senda de la filosofía al campo de la poesía,
componía versos sin rima y sin ritmo dedicados a los socios, y especial
mente a Gabriel Miró, cuyas declamaciones de Zorrilla a lo mejor habían
sido su inspiración primera. Al contrario de lo que dice Guardiola, Miró
«recibía el obsequio con delectación, lo comentaba con ingenio, haciendo
más o menos equilibrios para mantenerse serio, y lo aplaudía sin reserva»
(Or/o literario, VI).
Tan popular, en efecto, se pusieron las actuaciones de Ordóñez que el
Salón Senabre no era bastante amplio para contener el Ateneo. Miró ofre
ció algún espacio desocupado en la planta baja de la casa de sus padres,
donde tuvieron lugar las sesiones hasta que encontraron un sitio más ade
cuado en un colegio no muy lejos. Florecieron los desatinos en torno a te
mas como «Influencias de la música en las antiguas industrias textiles de
Mesopotamia», y accediendo a pedidos especiales, a veces Ordóñez hacía
el resumen de un discurso antes, no después, de que se pronunciara. El
colmo de todo fue la convocación de unos Juegos Florales, una burla en
que algunos de los vecinos más distinguidos de Alicante tomaron parte,
como mantenedores, como oficiales, como poetas. Gabriel Miró hizo el
papel que le asignaron, pero Figueras no nos dice cual era. No había
reina. La flor natural fue un bello girasol, y todo el mundo comió alguna
de las semillas. (Orto literario, VII.)
No tardó mucho en deshacerse el Ateneo Senabrino. Si no le falla la
memoria a Figueras, era el año de 1903. Miró ya estaba casado y a punto
de hacerse padre. Había pasado ya la época de tonterías tales. Aun duran
te todo su transcurso, claro, Miró estaba ocupado con otras actividades.
Hemos considerado sus estudios para la licenciatura en Derecho, pero no
hemos examinado los estudios que emprendió por íntimo impulso espon
táneo, estudios que mejor se deberían llamar sencillamente lectura seria.
Para la lectura, era necesario tener libros. En la biblioteca de su padre,
ha escrito Miró, «además de los libros de Ciencia, tenía otros de viajes, de
Historia, de Mística, las obras de Larra, del Duque de Rivas, una Divina
62 Introducción biográfica
Hacía unos sesenta años —dice— que había entrado en contacto con una
reducida, simpática e independiente escuela de pintura que fundó en Ali
cante don Lorenzo Casanova, que había trabajado mucho en Roma; en
aquel grupo figuraban —se complacía X en citar los nombres— López To~
28 Madrid, cap. XXIII. Cito por las Obras completas, VI (Madrid: Aguilar, 1962), pág. 236.
29 Memorias, en Obras selectas (Madrid: Biblioteca Nueva, 1943), pág. 1427.
66 Introducción biográfica
Texto interesante tanto por lo que calla como por lo que dice. Pues
como ya se ha dicho, Gabriel Miró era sobrino de Lorenzo Casanova, cuya
academia frecuentaba desde su niñez. Y aunque no nos ha quedado (que
sepa yo —ojalá me equivoque—) ninguna muestra de sus esfuerzos juve
niles, se sabe que en un momento estuvo dispuesto a hacerse pintor bajo
la tutela de su tío. ¿Qué duda cabe, entonces, de que cuando José Mar
tínez Ruiz conoció en el estudio de don Lorenzo a amigos íntimos de
Gabriel Miró como Luis Pérez Bueno y Adelardo Parrilla, también cono
ció al joven Gabriel, Benjamín del grupo con sus diecinueve años, pero
más bien aficionado que pintor serio, por lo cual no vendría al caso que
Azorín apuntara su nombre entre los discípulos de Casanova. O bien es
posible que el Azorín que escribía sus memorias en 1943 no recordase que
fue esta la ocasión en que saludara por primera vez a quien iba a ser ami
go de toda la vida —lo mismo que en el recuento de sus retratos recuerda
los de Ricardo Baroja, Ramón Casas, José Villegas, Sorolla, Echeverría,
Zuloaga y Vázquez Díaz y se le olvida el de Adelardo Parrilla, que tiene
que ser del año 1899 o antes.30.
¡Cuán interesante sería estudiar esas notas que guardaba Azorín de
sus conversaciones con Casanova! Pero sin ellas tenemos un pequeño testi
monio de su visita que fue publicado poco después, una prosa brevísima
que hasta ahora no ha sido recopilada por los editores de sus Obras
50 Lo mandó Parrilla a la Exposición General de Bellas Artes en Madrid, 1899, según consta en el
catálogo de dicha exposición. Cito por el ejemplar de la Hispànic Society of America, cuyo director,
Mr. Theodore Beardsley, tuvo la bondad de facilitarme, ios datos siguientes de las págs. 90-91:
Parrilla Candela, Adelardo, 606, Retrato de López Tomás [discípulo de Casanova]; 607, Retrato de
Martínez Ruiz; 608, Retrato de Pérez Bueno [también discípulo de Casanova]; 609, Retrato de Niño.
El cuadro, reproducido por J. García Mercadal en su libro Azorín (Barcelona: Destino, 1967), pág.
83. pertenecía a don Luis Pérez Bueno, otro amigo íntimo de Miró (ver más adelante), y está ahora
en la colección de su hija, Luisa, Sra. de Ruiz Vernacci, Madrid.
Lecturas 67
Otra vez queda Azorín vinculado con el círculo de pintores que hubo
alrededor de Casanova, ahora a través del folleto de Pérez Bueno, en don
de son tratados con bastante detalle Casanova mismo, Lorenzo Pericás,
Vicente Bañuls, Adelardo Parrilla, José López Tomás, Heliodoro Guillén
y Francisco Prunier.
Tan breve es el prólogo, tan interesante, y tan desconocido que vale la
pena citarlo en su integridad:
zas, lienzos de pared tostados por el sol, agujereados por ventanas diminu
tas... a la puerta un carro que eleva en diáfano azul sus varales, y en la mu
ralla, contrastando con el verde de las albahacas que adornan los huecos, lar
gas ristras de encendidos pimientos... Más arriba, perdida ya la franja blan
ca del mar, enormes moles azules, complicada malla de montañas, la formi
dable cordillera de Salinas, aledaño de la provincia, con sus estribaciones,
ramas, cruzamientos, oteros, hijuelas mil que de la alta madre se desgajan y
forman barrancos al abismo, recuestos de sembrado, planos de viñas, cuyo
oleaje de pámpanos desborda de los blancos ribazos escalonados y baja sal
tando, como cascada bulliciosa, hasta morir mansamente en las orillas de la
laguna... ¡Plena montaña levantina! En el fondo del inmenso collado, el la
go blanco y sereno, bordeado de juncares, retratando en sus aguas grupos de
álamos enhiestos, tupidos olmos, casas de labor con sus chimeneas humean
tes, sus anchos corrales, sus dilatadas bodegas. Y por todas partes el empina
do muro de las montañas, grises, verdinegras, zarcas las lejanas; en una la
dera un pueblecillo microscópico, y a lo lejos, perdido en el horizonte, aso
mando por una garganta de piedra, el triángulo rojizo de un castillo moruno
que luce a los postreros rayos del sol como un grano de oro...
Artistas levantinos es obra meritoria. Plácemes merece su autor, hombre
de corazón y doctrina, docto en la pluma y elegante en la espada.
J. MARTINEZ RUIZ.
31 Obras completas. I (1959), pág. 237. Salió el artículo en el folleto Literatura. Madrid: Fernando
Fe, 1896.
70 Introducción biográfica
obra por Fouillée a él consagrada, no hay más que ver aquella cabeza
nimbada de negros bucles, aquel rostro de inefable melancolía, la melan
colía del condenado a morir en la plenitud del genio y de la vida,
aquellos ojos que parecen mariposas negras aleteando en la inmensidad
del cielo azul; —para comprender la bondad de su alma sublime, la in
tensidad radiante de su cerebro potentísimo... El retrato de Guyau es
expresión fiel de su espíritu de poeta y de pensador», (pág. 61)
«‘Mi amor’, exclama el malogrado filósofo, ‘es más vivo y más verda
dero que mi mismo. Pasan los hombres, acábanse sus vidas... Sólo el sen
timiento perdura’». Continúa Martínez Ruiz con evidente entusiasmo,,
mezclando citas con paráfrasis. «El arte es vida, vida que se extiende a to
dos los hombre, a todos los seres, a las cosas todas del universo, y hace de
hombres y de cosas una sociedad universal, solidaria, amorosa... ‘En la
negación del egoísmo, negación compatible con la vida misma, es donde
la estética, como la moral, debe buscar lo que jamás perecerá’... El genio
no es solamente un relflejo, es una producción, una invención; es, sobre
todo, anticipación de la sociedad ideal que caracteriza a los grandes ge
nios, ‘bardos de la idea y del sentimiento’. No viven independientes del
medio, cierto; cierto también que la sociedad en que nacen los condiciona
y en parte los suscita, pero evidente asimismo, ante todo, que su pujanza
creadora hace surgir en el viejo un mundo nuevo, y que esa concepción,
‘especulación sobre lo posible’, determina una sociedad desconocida, la
sociedad de los admiradores del genio, que ‘realizan en ellos por imita
ción, su innovación’», (pág. 63.)
Azorín no lo confiesa, pero da la impresión invencible de que su co
nocimiento de Guyau es de segunda mano, a través del libro de Fouillée,
el cual cita abiertamente dos veces. Fouillée explica que para Guyau el ar
te es casi sinónimo de la simpatía universal. «En toda emoción estética
existe simpatía; el crítico que más emoción sienta ante la obra artística,
que más alcance a compenetrarse con ella, y llegue hasta su fondo en una
especie de vista interior, el que mejor logre sugerir al lector las bellezas
que él admira, ‘el que mejor sepa admirar y enseñar a admirar’; —ese se
rá el crítico perfecto, el ideal de los críticos», (pág. 64.)
«...En los espíritus muy críticos hay a menudo un fondo de insociabi
lidad... Desconfiemos de sus juicios, y de sus juicios desconfíen ellos mis
mos. (pág. 64.)... El crítico no debe rebajar al artista para elevarse a sí
mismo; no debe buscar su vida propia en la inquisición de los defectos...
la crítica es admiración; quien admira, cree; quien cree, ama...» (pág. 65.)
72 Introducción biográfica
«Tal es, a grandes rasgos, la idea de la crítica que aquel hombre sin
par expresó en su libro El arte desde el punto de vista sociológico; aquel
hombre sin par, generoso entre los generosos, que murió rebosando ge
nio.. . en un rincón de la montaña, entre olivos y eucaliptus, frente al mar
sereno, a los treinta y tres años y en Viernes Santo —cual nuevo Cristo
proclamador de la paternidad y de la paz entre los hombres», (pág. 66.)
Y tal es el primer contacto, a través dejóse Martínez Ruiz, que tuvo
Gabriel Miró con Jean-Marie Guyau, de quien llegaría a ser lector asiduo
y a quien varias veces citaría en sus propios escritos.
Entre los libros comprados por Miró en 1900 encontramos los tomos
varios de la Historia de las ideas estéticas en España, de Menéndez Pelayo
(Madrid: Imprenta de A. Pérez Dubrull. Vol. I, 1891; Vol. II, 1884; Vol.
Ill, 1886; Vol. IV, pte. 1, 1887, pte. 2, 1889; Vol. V, 1891). (La fecha de
la compra la da Figueras Pacheco en Orto literario, XIV, «Los libros
viejos», inédito.)32 Los hizo encuadernar en la acostumbrada tela y estam
par con sus iniciales, y se metió a estudiarlos, marcando con cuidado los
pasajes que más le interesaban, casi como si pensara en algún futuro
biógrafo. Pues en la portadilla del tomo III, pte. 1, apuntó toda una clave
para su sistema de signos marginales, así:
Signos:
X Frases que más me interesan
______ Lo subrayado indica lo que deseo consultar, leer
X ( )-Paréntesis = curiosidad
32 Para un estudio exhaustivo de las evidencias de lectura en los libros que llegaron a constituir la
biblioteca privada de Miró, ver el libro magistral de lan Macdonald, Gabriel Miró: His Private
Library and Literary Background (Londres: Tamesis Books Ltd., 1975). Trata no sólo de la Historia de
las ideas estéticas sino de otros muchos casos de que no hablo aquí.
Lecturas 73
Miró leía no sólo a Valera sino más o menos a todos los demás escrito
res del siglo XIX a quienes la Generación del 98 despreció por afirmar así
su propia originalidad, y los leía —lo han dicho Figueras y Ruiz— con
gusto. Mucho más revolucionario como escritor que sus contemporáneos
algo mayores —con la posible excepción de Valle-Inclán— Miró difiere de
ellos especialmente porque nunca expresó y por lo visto nunca sintió nin
guna animadversión contra sus antecesores decimonónicos. Creía sencilla
mente que continuaba la tradición que éstos habían dejado. La relación
con Valera, por demostrable que fuera, nunca fue reconocida por Miró, y
aun parece por su repudiación de La mujer de Ojeda que casi quería ocul
tarla. Su actitud para con Galdós es totalmente distinta. Cuando tenía
unos cuantos años más expresó su admiración por don Benito con unas
frases que sugerían a la vez que las figuras conocidas no compartían sus
sentimientos. Dicho reconocimiento, titulado «A Don Benito Pérez Gal
dós (El homenaje de la cuartilla): El maestro», fue publicado el 22 de ju
lio de 1907 en las páginas efímeras de la revistilla La República de las
Letras, pero se deja entender como evocación de experiencias formativas
de años atrás. Y aunque el articulejo padece algo del sentimentalismo
del cual no simpre podía deshacerse Miró cuando mostraba en público
sus emociones privadas, ofrece testimonio valioso de su fuerte afiliación
con el gran novelista del Siglo XIX en un momento en que los escritores y
críticos de la villa y corte le trataban con aire de superioridad. He aquí el
artículo:
DOMINGO CARRATALA
Pretendo hacer su retrato.
Si alguien me tilda de apasionado o parcial, lo sentiré. He copiado del
natural y nada de memoria hice.
...Pero se me ocurre ahora, que ese alguien, bien pudiera envidiar o des
conocer al modelo, y en este caso el injusto sería él que no yo.
Bastos son mis pinceles, y es mi paleta en colores pobre.
¡¡Paciencia, Domingo!! Acércate a la luz que quiero verte bien y copiarlo
todo, perfecciones y defectos (si los tienes).
80 Introducción biográfica
Empiezo por su frente, que es grande, altiva y pálida. Sus ojos miran lar
gamente, y si sorprende algo, no los aparta del objeto de sus inquisiciones
hasta descubrirlo todo. Es alto y robusto como un gladiador romano.
Padece de modestia.
Es un enfermo grave de apatía.
¡Holgárame yo en descubrir un elixir que curara el marasmo de la pere
za, porque entonces Domingo Carratalá sería salvo!
¡No se asusten ni escandalicen los que estas deslavazadas líneas lean,
porque sin subterfugios y públicamente denuncie la grave enfermedad que
Carratalá padece pero sí entristézcase éste y sienta que yo me considere obli
gado a usar de la publicidad, como de medicina que cure su dolencia.
Domingo Carratalá, como al principio dejo apuntado, es un observador;
no hay sinuosidad en su carácter, ni escondido pensamiento que a su pe
netración sutil escape.
Talento natural tiene, y hablista correcto es; posee una erudición, no
vastísima (como diría alguien acostumbrado a manejar el incensario de la
adulación) pero sí escogida. Pereda dice de la experiencia «que no consiste
en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre
que se ha reflexionado.» Y yo', copiando del insigne autor de «El sabor de la
tierruca», diré de la erudición, que no •estriba ni consiste en el número de
libros que se han leído, sino en el número de libros que se han estudiado o
sobre que se ha reflexionado y meditado.
Pero Domingo Carratalá es, sobre todo lo dicho, artista. Tiene un cora
zón muy más grande que su frente.
Y al hablar de Domingo como artista, un definidor se complacería en
definir el arte (¡vana empresa!) y luego concretando hablaría de la música, la
describiría. Soy yo de los que creen que el arte no se define, como todo sen
timiento, como el cariño, la pasión... Todo esto es subjetivo y grandioso; y
la manifestación de lo grande, de lo sublime, no puede acoplarse, no cabe
en los estrechos moldes de una definición; no comprendo al águila enjaula
da, sino libre y remontándose más allá de los altos picos de las montañas.
¿Quién daría una definición de lo que siente el pintor ante un modelo
hermoso, de lo que experimenta el escultor ante el bloque que poco a poco
va adquiriendo formas de mujer o de hombre, árbol o animal; de lo que el
músico siente creando armonías interpretando o escuchando inspiradas no
tas... etcétera, etc.?
El arte está en el corazón; el cuadro, la estatua, la página de música,
etc., son manifestaciones de lo que aquél siente, y esto no se define, por lo
menos yo no sé hacerlo.
Háse dicho que arte es conjunto de reglas para hacer bien una cosa.
[Aquí una nota al pie de la página: Mudarra.] Aplicando esta definición a la
música, se podría decir que conociendo el valor de las notas, composición,
etc., etc, se puede llegar a ser un músico: ¡error! sin inspiración, ni senti
miento artístico, ni Wagner hubiera escrito La muerte de Isolda, ni Verdi su
Aída, ni Gounod su Paust por millares de reglas que hubieran poseído.
Primeras publicaciones 81
Al examinar los críticos las obras más tempranas de Miró nunca dejan
de vislumbrar en ellas débiles evidencias premonitorias del Miró auténtico
82 Introducción biográfica
tal como se manifiesta en Del vivir y los escritos subsiguientes. Pero estos
esfuerzos no convencen. Entre los primeros, por ejemplo, el que acabo de
trascribir más arriba, y Del vivir hay un tajo tan radical, se podría decir,
que sólo con el advenimiento, la concepción, de Sigüenza empieza a
escribir el Miró verdadero. El que Miró mismo pensara así apenas si se
puede dudar.
Si no, ¿por qué los habría repudiado casi airadamente, buscándolos
por todas partes para borrarlos de su historia? No guardó ejemplar de De
mi barrio y no hay nada para indicar aun que lo recordara.
El lector puede observar el estilo correctísimo del primer ensayo de
Miró. Es, en efecto, todo un despliegue juvenil de recursos retóricos
inexpresivos, ajados. Más notable es el virtuosismo casi cómico —y tam
bién encantador— con que el escritor novicio maneja las diversas
simetrías e inversiones: «He copiado del natural y nada de memoria hice».
«Bastos son mis pinceles, y es mi paleta en colores pobre». «Holgárame
yo...». «... los que estas deslavazadas líneas lean...» «Talento natural tiene
y hablista correcto es». «Háse dicho...» Y luego, en la segunda mitad del
ensayo, se utiliza el recurso sólo una vez («Aplicable es a Carratalá»), co
mo si pensara el autor que ahora conviniera algo diferente, respondiendo
más a un principio mecánico que a sus peculiares necesidades expresivas.
La retórica como sustituto del estilo, o la identificación de retórica con
estilo, se nota también en otros aspectos del ensayito: las cursivas ubicuas;
la formalidad ingenua de «Como al principio dejo apuntado» cuando
apenas ha comenzado; la comparación inepta del arte con el águila; el uso
inhábil de la cita de Pereda; expresiones trilladas («corazón más grande
que su frente»; «¡vana empresa!»); la larga digresión sobre el arte; la omi
sión afectada del artículo («arte es conjunto de reglas»); la disculpa por la
disculpa por la digresión («Pero... no divaguemos [¡qué frase! ¿eh?]»); el
párrafo simétricamente ampliado que comienza «Naturaleza no es recata
da...». Y en la separación entre estilo y expresión queda expuesta la per
sonalidad artística inmatura en la exhibición de conocimientos (Mudarra,
Wagner, Verdi, Gounod, Chopin, Liszt, Shakespeare, Slowacki, Pereda),
en el miedo de la adulación, en la tosca felicitación de sí mismo. Y por
fin, en una obrita del Miró que todavía no es Miró, falta totalmente la
ironía.
Pero si no hay nada de Miró el artista en esta mezcolanza juvenil de
convencionalismos vacíos y agresión y retirada vacilantes, hay sin embargo
la sugestión de un Miró que podía hacerse el artista tan pronto como deci
Primeras publicaciones 83
estrofas del ‘Cantar de los Cantares’», que está poniendo en música y que
cita extensamente a Andrés y Clara. Para la solución de su «problema psi
cológico» Andrés le recomienda a Carlos sus queridos místicos y ascetas,
especialmente Ribadeneyra: «Si en el tratado de la tribulación tienes sufi
ciente y claramente explicado lo que para ti es asunto harto escabroso y
obscuro» (págs. 19-20). Y así por toda la novela, citas y alusiones una tras
otra —la Biblia, Schopenhauer, Gracián, Homero (o quizás Ovidio), Pla
tón y los otros filósofos del arte tratados en la Historia de las ideas estéti
cas, Tischbein, Aristóteles, Winckelmann, Daudet, Séneca, Montemayor,
Horacio, Dante, Ponson, Montepin—. Cuando el cura reza el Oficio de
Difuntos por Ojeda de cuerpo presente, Carlos no se refiere a las antífo
nas por las acostumbadas dos o tres primeras palabras sino por frases
completas en latín —aunque después su contenido no entra en el discurso
de la novela—. Y en el momento en que nos inclinamos a pensar que Mi
ró se está burlando del boticario aldeano haciéndole hablar del médico
como «nuestro Galeno» (pág. 154), encontramos a Carlos, para quien Mi
ró demuestra una simpatía total sin una miga de ironía, unas páginas más
adelante, hablando de «el discípulo de Hipócrates» (pág. 159).
Pero el libresquismo exagerado de La mujer de Ojeda no se encuentra
sólo en las citas, en las alusiones literarias y en semejantes despliegues de
erudición. Se percibe en las varias afectaciones estilísticas como las que he
señalado en «Domingo Carratalá» —la profusión de letras cursivas, la fre
cuencia de los pronombres enclíticos (sólo en la página 59 leemos: «imíta
se la belleza...; hízolo Dios imposible...; acompañóle su padre...; atur
dióse con la animación y el ruido»); la omisión del artículo («de cuando
en cuando ligero vientecillo levantábase», pág. 23); el hipérbaton habi
tual («El examen que de Ojeda he hecho», pág. 68); y la verdadera pasión
por el equilibrio, la simetría, lo mismo en forma que en contenido, por
medio de parejas contrastadas y armonizadas (espíritu-cuerpo, blanco-
negro, Carlos-Andrés, etc.). El libresquismo^stá en la subordinación de
las vidas íntimas de los personajes a las necesidades de la trama, de modo
que los personajes que normalmente son modelos de veracidad tienen
que mentir para que la acción siga en movimiento. Está en el realismo su
perficial que insiste en «derecha», «izquierda», etc. en la decoración escé
nica, en el costumbrismo no absorbido (el uso ostentoso de dialecto, pará
lisis de la acción mientras se describen las faenas del campo, etc.). Está en
la distorsión sin propósito de la cronología (se cuenta el desposorio de
Clara cuando ya tenemos leídos los tres cuartos de la novela). Está tanto
90 Introducción biográfica
sus puntos fuertes. El que viera en Car los-Andrés a sí mismo queda tan
obvio que es difícil probarlo, y esto es lo que vio:
Era Carlos amado más por la gente campesina que por los altos y pudien
tes, los cuales veían con disgusto la indiferencia con que acogía Osorio sus
falsas o cortesanas demostraciones de amistad. Así es que, en tertulias, pa
seos, Iglesia, visitas..., ellas y ellos tenían siempre dispuesta una frase mor
daz para el orgulloso pianista, como, con despecho mal encubierto, le llama
ban.
Era una contemplación continuada su vida. Un amor inmenso por lo
bello conmovía dulcemente su alma.
Todo para él tenía un interés vivísimo: el vuelo del insecto, el rumor del
agua, el gemido del aire, la voz de las selvas. El canto de un ave detenía su
paso; el sereno espectáculo de una puesta de sol le abstraía; la suavidad, el
silencio de un crepúsculo llevaba a su alma un enternecimiento intenso...
¡Qué Dios tan grande el suyo!
¡El sí que sentía y veía el reflejo de la divinidad en todo lo creado! (págs.
199-200).
Si alguna vez se mezcla [Andrés] en reuniones, es por egoísmo, por ob
servar, por recoger algo para sus obras (pág. 217).
Examino [escribe Carlos] hasta la más fugaz y débil vibración de mi pen
samiento (pág. 133). [Pero] seguro estoy de que no podré reflejar fielmente
lo que por mí pasa (pág. 131).
obras cuyo autor tenía que ser de alguna manera el personaje principal.
Me explico. El rasgo personal que más le caracteriza a Miró —todos lo co
mentan desde su padre a don Miguel de Unamuno, desde su niñez hasta
su muerte— es la bondad. (El escritor como buena persona será una ano
malía, dirían algunos, una contradicción. Resolver dicha contradicción es,
en efecto, un problema fundamental para el biógrafo.) Evidentemente
esta bondad se fortalece en la ortodoxia religiosa en la niñez, pero es
igualmente evidente ya en La mujer de Ojeda que la fe de Miró se ha en
tibiado si no es que ha desaparecido ante una bondad «agresiva». Y para
el autor que habla de Jesús —no de Jesucristo o de Cristo sino de Jesús
—en el epílogo de la primera edición de Del vivir (Ed. Conmemorativa,
I, pág. 270), como un fdógrafo entre varios, ya la ortodoxia católica es de
otros. Pero no por eso deja Miró el bueno de asociarse con Jesús, ahora a
través de su alter ego:
Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes case
ríos, caminaba por tierra levantina.
Dijo: «Llegaré a Parcent».
«Parcente es foco leproso», le advierten.
Nota preliminar
«El Obispo leproso: novela, por Gabriel Miró» se titula un artículo que
publicaJosé Ortega y Gasset en El Sol el 9 de enero de 1927y que aparece
en todas las ediciones de sus Obras completas (cito aquípor la de 195 7, to
mo III, págs. 544 ss.). Es una reseña frívola, arbitraria e injusta.
Erívola, porque empieza Ortega diciendo que es un «.pésimo lector de
novelas» y termina insistiendo que no ha «dicho nada sobre Miró», y entre
uno y otro aserto lanza una serie de pontificaciones como si él y él solo su
piera cómo hay que hacer una novela: «Lo menos abundante en la literatu
ra es la buena novela», género que «tiene... su ley de creación, que mirada
por el revés, enuncia una norma, una pauta». El Obispo leproso «es un
libro espléndido, reverberante» pero «no queda avecindada entre las
buenas novelas». ¿Por qué? Porque «la novela es casi ciencia», ciencia, insi
núa, que no domina Miró. «Se trata de construir caracteres» y no de mon
tar una serie de tipos que no son individualizaciones de las especies que
representan. «Siempre serápreferible topar en la novela con un comandan
te de formato notarial [Stendhal] que con undmonja a quien un coman
dante le parece un arcángel».
Arbitraria’, porque si en España hay mejor ejemplo que los libros de
Oleza, y aún se puede decir, si hay otro ejemplo a secas, de la novela como
el género moroso tan supervalorizado por Ortega en Ideas sobre la novela,
los críticos todavía no lo han señalado.
Injusta, porque es evidente que Ortega no ha leído Nuestro Padre San
Daniel, primera mitad de un conjunto estéticamente indivisible cuya se
gunda mitad es El Obispo leproso, sobre el cual no se debieran emitir
juicios que no reconozcan la existencia de los capítulos antecedentes.
102 Gabriel Miró
Cuando Sigüenza era muy chico, —cinco, seis años—, un día, le dije
ron sus padres:
—¿No lo sabes? ¡Vamos a mudarnos de casa!
Sigüenza corrió en busca del criado Ñuño el Viejo.
—¿Tú no lo sabes? ¡Vamos a mudarnos de casa!
Y como Ñuño el Viejo sí que lo sabía, Sigüenza tuvo que preguntarle
a Ñuño.
—¿Y dónde?
Sigüenza y el Mirador Azul 103
Ñuño el Viejo le contó que la casa nueva era muy hermosa, con siete
balcones, y el de en medio mirador, un mirador como no habría otro en
la ciudad, un mirador con todas las vidrieras pintadas de azul. En aquel
cuarto de aire azul, de claridad azul, parecía que se estuviese entre el cielo
y el mar, como en un barco de los que pasaban lejos. Sigüenza ya no sose
gaba. De día y de noche siempre imaginando y queriendo su mirador
azul. Llegados a la nueva casa, Ñuño el Viejo, para que el niño no se abu
rriese —una mudanza exalta y es lo que más amohína a las criaturas y a
los poetas—, se lo llevó a la sala del mirador azul. Todo azul. Los dos sen
tados dentro del fanal ciego de azul.
Sigüenza preguntó:
—¿Quién hizo eso? —Su mano señalaba los cristales sin transparen
cia.
Ñuño, prudente por edad y por oficio, alzó sus ojos y su dedo de cria
do antiguo:
—Dios. Todo lo hizo Dios.
—¡Dios! ¡Yo digo eso! Yo digo, ¿quién hizo eso así?
—¿Que quién mandó hacer azules los cristales? —Y Ñuño, todavía
más siervo, respondió: —Los otros señores que vivían antes en esta casa.
Sigüenza se llegó a las vidrieras hasta tocarlas con su frente y con sus
ojos. Nada podía ver por el cristal de color ajeno. La claridad teñida del
aposento seguía perteneciendo a los que ni siquiera estaban allí. Habló
con su padre y con su madre; y alcanzó su voluntad. Ñuño desarticuló los
cristales. Y en una terraza, él y Sigüenza los descortezaron de su tinte
hasta dejarlos en atmósfera diáfana. Le pareció que sus dedos de cinco
años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena; y siguió crean
do. Lo que creó, ya estaba; pero ahora estuvo para él con toda la gracia
intacta de la nueva casa: Una rinconada de los muelles; dos viejos barcos
de vela, con los mástiles y vergas en una desnudez de árboles de enero;
un vapor inglés, con la chimenea detrás, fisonomía extranjera; allí solo,
flaco, liso, sin pasaje, todo aljibe de petróleo; y detrás subía el arco de
violín de un faro; la farola verde de hierro. Un remolino de gaviotas; y
entre la casa y el mar, las vías de un tren; un tren que venía de la estación
M. Z. y A. al puerto para llevarse los olorosos productos de los países leja
nos. Entonces, un puerto estaba más cara a cara de los mercados de cane
la, de perfumes, de marfiles. Por ejemplo: entre Alicante y Calcuta, rum
bos de mares; el agua y la rosa de los vientos. Ahora las grandes líneas fe
rroviarias con sus signos de tarifas internacionales lo facilitan todo supri
104 Gabriel Miró
hierba pringada por los aceites; silencio de camino rural; —una mañana,
apareció un mocito elegante, con su sombrerete y su bengalita, pisando
en equilibrio por los carriles, como Blondín por la cuerda.
Sigüenza, cinco, seis años. El jovenzuelo lindo, catorce, quince años.
Sigüenza pensó: ¡Si yo fuese no yo sino él y ahora pásase por la vía, mo
viendo los alones de los codos y el junquillo y haciendo cabriolas...!
Le dio angustia de serlo, de perderse a sí mismo; es decir, de no per
derse sino de seguir siendo él dentro del mócete de los volatines. De
pronto, se dijo: —¡Pero él es únicamente él; y yo no soy él!— Afirmán
dose tuvo más sobresalto: Aquél era mayor —14, 15 años—; y Sigüenza,
cinco, seis; de manera que aquél no podría ser ya nunca Sigüenza; y Si
güenza creciendo, creciendo llegaría a los 14, a los 15 años, a una seme
janza con el mozo retocero siquiera en exactitud de una edad. ¿Procedía
su congoja de dejar de ser él por el trozo de universo que concretamente
miraba?
Más tarde sabría que los ojos que ven concretamente un paisaje se
cansan pronto de mirarlo; que en un paisaje ha de rendir la evocación
sensacionada de todo paisaje. Lo preciso, lo exacto, es una magnífica vir
tud en los mapas, en las guías oficiales, en el Baedecker. Para Sigüenza
—niño y grande— y para muchos líricos la realidad, con todas sus exacti
tudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética,
motivo de la técnica de cada artista. No valdrá el cotejar y comprobar. Ya
es sabido. Las comprobaciones y demostraciones para las ciencias aplica
das. ¿Luego procede el niño y el artista a su antojo? No es posible la ilu
sión infantil ni el arte sin disciplina, sin contradecirse, sin esforzarse. La
libertad, como la facilidad, lo enmollece todo dejándolo sin calidades ni
esencias. Impetu condicionado a sí mismo, a la ética de su estética. Sensa -
cionar tallando, construyendo a su costa en solares viejos, con piedra ya
vieja del idioma, pero no de derribos, el mismo solar, la misma piedra de
otros edificios. El filósofo, el fisiólogo, el sabio, el creador de una conduc
ta social tiene familia apostólica, discípulos que le crean y le sigan; pero si
del artista pudiera nacer escuela, haría daño. Lo que en ciencia es conti
nuación, en arte puede ser plagio. Pero, por fortuna, la circulación de la
sangre no se puede, o no se debe, descubrir dos veces; y en arte todo es
nuevo bajo el sol de cada día para el artista que siente en sí el hombre
nuevo a costa del hombre viejo.
Resultó en Sigüenza un principio de engaño, de suplantación o des
doblamiento sin menoscabo de sí mismo —origen del sentimiento del
106 Gabriel Miró
amo, y desde sus cejas el borde peludo del gorro de piel negra, y refería
un crimen, un suicidio, un robo, Sigüenza lo escuchaba, y luego corría al
mirador buscando en el mar, en los solares, a lo lejos, en las rinconadas...
Todo lo mismo que la víspera. ¿Lo mismo? No. Lo estaba presenciando.
Llamaba en el vecino piso. Entraba corriendo. Quizá desde esos balcones
se viese todo. La justicia, la gente en un gran ruedo abierto por el cadáver
tendido en tierra bajo el sol; y encima volaban las gaviotas, y el mar soli
tario. La familia vecina se asustaba un poco de verle atirantándose de bal
cón en balcón; hasta le creía, y cuando todos se apretaban afanosos por
ver, él, Sigüenza se volvía a su mirador: la paz del trozo de puerto, con
barcas viejas, el faro, un olor de palmera, el horizonte de cielo y de agua,
y la línea de una isla que parecía que la pudiese deshacer con su respira
ción.
Primeras contradicciones
ellos sin ella. Pero en comedor, más grande que el otro, ingresaron dos
butacas y un espejo; y el menaje de siempre se quedó mirando a los nue
vos. No acababan de asentarse las cosas, cuando, de pronto, se les olvidó
por mí. ¿Dónde estaría yo? Yo no estaba. El miedo a la epidemia brotó
en aquella casa abierta del todo en patio, en calle, según parecen las cosas
en el trastorno de las mudanzas. Los que trajeron las cargas en brazos di
jeron que nada más encontraron el Viático; la tartana, no. Los muebles
callaban asintiendo. ¿Dónde se paró el Señor? Por fortuna nadie lo pudo
decir. Pasó de largo. La inquietud de la avidez fue peor para los corazo
nes. Ñuño y Camila se acordaban del comerciante con algunos reproches
porque el enfermo no era el último de la epidemia y ni siquiera tenía el
cólera. En aquel instante hice mi aparición yo. Me recibieron las cosas co
mo si me abrazaran. Pero la familia me rodeó espantada, porque yo daba
el olor de un naranjo que se le hubiera abierto toda la fruta.
Gabriel Miró, en 1905. Dibujo del pintor ali
cantino Adelardo Parrilla
Prosas de El Ibero
Nota preliminar
Paisajes tristes
(El Ibero, núm. 80, 16 julio 1901)
Aquella tierra tiene las exigencias de todas. Pide los duros trabajos de
azadón y arado, rasuramientos, brazos que la escarden, siembren, que la
cuiden; y ella en cambio no ofrece lindezas en el paisaje. Pero es menos
cruel, menos egoísta e insensible y fría que la Humanidad; porque ésta
puede mejorar la amarga, la desdichada suerte de esos infelices, y no lo
hace; está en ella el medio, el alivio, y no lo pone.
Por eso a más de largos escritos, discursos extensísimos encaminados a
pedir aumento de jornales, disminución de horas de trabajo, inteligencias
entre el trabajador y el capitalista, de hablar en fin al cerebro, hay que es
cribir, que hablar al corazón que si éste se estremece de lástima y palpita
de amor ante los horrores de esas víctimas, él dictará a la cabeza ideas san
tas y beneficiadoras.
Y si llega un día en que el señor o patrono al llamar al criado, le dice
«esto más te doy, esto más te concedo, sin tú pedírmelo; movido por el
amor que me inspiras» veréis entonces iluminarse con los destellos de la
alegría, los cansados ojos de esos infortunados, y agradecer un amoroso
124 Gabriel Miró
Paisajes tristes
Cartas vulgares
Primera
(El Ibero, núm. 92, 16 enero 1902)
Con tal peste de dañosas plagas juzga cual será la vida que en vez de
gozar, sobrelleva dolorosamente aquel en cuyo espíritu impera la envidia.
Harto sé que ésta es involuntaria en el humano pecho; mas el tenerla
y no desearla, no disculpa al envidioso; necesario es combatirla, y realizar
actos enérgicos que ejerzan de medicina y alivien y curen el alma.
Debes apercibirte de humildad y amor para luchar con tan fiero ene
migo. Al que es objeto de tus celos, no le regatees sus merecidos aplausos
y conquistadas alabanzas. Y si al principio de tu curación te parece el me
dicamento brebaje amarguísimo, procura al menos guardar silencio cuan
do ante ti se hable del que tú envidias, en vez de zaherirle y lastimarle
con tu crítica.
Aún por egoísmo el hombre debe de sofocar la asquerosa envidia;
porque esta constriñe el ánimo, destruye la alegría, impide cualquier re
lampagueo de felicidad y jamás permite el saboreo de la dulzura exquisita
que la paz ocasiona; porque allí donde hay un hombre existe el bien y en
cualquiera obra buena hay bondad siempre, y claro es que en todo lugar
y a cada momento hallará el envidioso, motivo de tormentos y amarguras,
estímulo para sufrir.
Domina y vence la voz de tu espíritu cuando se enfurezca, clame y se
queje por el bien de otro, y regocíjate en él, y hasta desea, trabaja y afá
nate para que sea perdurable.
Ten en cuenta que al maltratar y deshonrar con tu labio al inferior a tí
en valor, belleza, inteligencia, o por haber creado algo grande y deseable,
ten en cuenta repito que los que te escuchan descubren la rabia y deses
peración de tu impotencia; y lejos de conseguir que se desprecie al que te
supera, abres inadvertidamente tu pecho y dejas ver toda la monstruosi
dad de tus celos.
El muy castizo prosista y filósofo insigne Fr. Antonio de Guevara dice
en una letra dirigida a su amigo apestado eje avaricia «que el avaro, pena
por lo que tienen los otros y no gusta de lo que tiene él». Así afirmo yo
del envidioso, que se entristece por lo que son los otros y sufre de lo que
es él.
Epicteto de Hierápolis dice en su Enchiridion-: «No te ofendas de que
sienten a la mesa otro en mejor lugar que tú, ni de que le saluden prime
ro o se tome su consejo y nc el tuyo; porque si estas cosas son buenas, te
has de holgar de que le hayan sucedido, y si malas no te debe pesar por
que no te sucedan».
Suele el envidioso gozarse más en el mal ajeno que en el bien propio.
128 Gabriel Miró
Admito que se desee la dicha que otro posee y disfrute, pero repruebo
que se experimente tristeza y rabia: lo primero es natural y humano; ini
quidad lo segundo.
Hay vicios propios y exclusivos del hombre, pero éste del cual me ocu
po y tú adoleces es el que más abunda, domina y enfurece a las bestias.
Considera pues cuán bajo es verse esclavo de él.
En cuanto a los daños que el hombre envidioso infiere al prójimo,
harto sabidos son.
Nada tan fácil es al que sufre con la gloria, bienestar y fortuna de
otro, como formular una calumnia, y en esta vorágine inmensa cabe hasta
la muerte.
Los Libros Santos, y la Historia de todos los pueblos narran muche
dumbres de sinrazones, discordias, contiendas, desgracias causadas por la
envidia.
La mayoría de los crímenes perpetrados por el cruel Nerón, inspirados
fueron por la envidia. Creído superior a todos los hombres jamás permitió
que se tributaran alabanzas y honores a otra voz suavísima, palabra bri
llante, gentileza en el cuerpo, maestría en el tañer la lira, que a la voz,
oratoria gallardía y habilidad que el creía poseer.
El citado Guevara en una epístola dirigida a don Diego de Camiña,
afirma lo que copio: «Muy mayor es la enemistad que está cimentada so
bre envidia que la que está fundada sobre injuria; porque el hombre in
juriado muchas veces se descuida, mas el que es envidioso jamás de perse
guir cesa. Más crueles y aún más prolijas fueron las guerras que tuvieron
entre sí los romanos y los penos, que no las de los griegos y troyanos; por
que éstos peleaban por vengar injuria hecha a Elena y los otros sobre cuál
quedaría con el señorío de Europa. Las inextinguibles enemistades que
cayeron entre aquellos dos tan grandes príncipes romanos, Julio César y
Pompeyo, no fueron porque el uno había injuriado ni maltratado al otro,
sino porque Pompeyo tenía envidia a la gran fortuna de Julio César en
pelear; y César tenía envidia a la mucha gracia que tenía Pompeyo en el
gobernar».
Dirás que cuanto llevo dicho está en ti y no lo ignoras, que son verda
des triviales de puro sabidas y no impresionan. Pero aún así, lee con fijeza
y detenimiento estos renglones, que a la manera que el recuerdo de la
fealdad de la muerte aleja la idea del pecado y engendra el menosprecio
de los goces de la carne, así tú, conservando patente en la memoria la es-
Prosas de £/ Ibero 129
tela de los males que este pecado de la envidia en pos de sí deja, inducirás
a tu alma a su enmienda y limpieza.
«Loable es la ingenuidad que practico, confesando la imperfección o
desequilibrio de mi espíritu». Eso dices, y a esto te contesto que lo que
crees virtud, tan sólo es manifestación de tu egoísmo.
No tengo por bondad y rectitud (en algunas ocasiones) la confesión de
culpas y pecados porque zahiere más que el prójimo nos indique y re
pruebe aquéllos, que nosotros los mostremos y declaremos.
La envidia, como la soberbia, la lujuria, la hipocresía y otras relajacio
nes morales no quedan sepultadas en los abismos del alma sino que salen
y se manifiestan por palabras, acciones y miradas.
«No es puesto en razón —dice el filósofo emperador Marco Aurelio en
sus Soliloquios— el que la mente tenga a su mando el semblante para
fingirlo y ajustarlo a su gusto.»
...Y como debes de tener fatigados los ojos y turbado el ánimo, por la
extensión y contenido de esta carta, quiero proporcionarte con mi silencio
el descanso que tú apeteces.
Por tu bien, para no inspirar aversión y despreció, procura desarraigar
de tu alma tan feo pecado, y de esta manera conseguirás sueño tranquilo,
risueña y apacible vida, estimación en todos y premio del Ciólo.
M. PEDRO BORISTENES.
Por la copia,
GABRIEL MIRO
Paisajes tristes*
(El Ibero, núm. 94, 16 febrero 1902)
gas arremolinan los andrajos que visten las expulsadas y azotan implaca
bles sus rostros macilentos y descarnados.
La noche avanza furiosa. Una obrera grita: ¿Y qué haremos ahora?
¿Dónde hay pan?
Y esa pregunta llena de angustiosa ansiedad se une con el aullido del
viento, y se esparce, se aleja, se pierde en la campiña oscura, sin hallar
una palabra consoladora...
Del natural
(El Ibero, núm. 96, 16 marzo 1902)
Aurelio Jiménez, vivía solo en una casita apartada del centro de la po
blación bulliciosa.
Odiaba las exigencias sociales, hasta, el punto de sufrir torturas infini
tas , cuando no podía huir de un saludo ceremonioso de una presentación
enojosa.
Por lo único que deseaba poseer grandes riquezas era por imponer sus
gustos, sus ideas tan distanciadas, tan antitéticas de las imperantes.
El problema era de resolución dolorosa: o alejarse del trato humano
por completo, o encerrarse en un pueblecito de gente sencilla y zafia o co
dearse con los necios, sufrir las altanerías de los empingorotados y sucum
bir bajo el peso de la moda odiosa, de la sociedad abrumadora, irritante
con su muchedumbre de nimiedades ridiculas.
Por necia quimera tenía el buen Jiménez el apartarse del mundo y co
municarse sólo con las agrestes y bravias peñaé, con los copudos y rumoro
sos árboles y con las frescas y bullidoras aguas. Bueno era esto para místi
cos anacoretas o para aquellos valientes y desdeñados caballeros; pero él
no sentía en su alma el divino y fervoroso fuego de los primeros, ni tenía
que lamentar vileza de su dama, como los últimos; y por tanto, este ex
tremo, a más de ser inútil, era irrisiblemente ridículo, aparte de que bien
le distraía y halagaba en algunos momentos la compañía del hombre.
Vivir en un pueblecito habitado por tosca y sandia gente carecía de
bellos atractivos. ¡Donosa manera ésta de cultivar su espíritu!
Le quedaba la última solución del problema: continuar siendo como
132 Gabriel Miró
hasta entonces; vivir en ese medio; sufrir mil molestias y amarguras por
cada momento de dulzura con que la sociedad pudiera regalarle.
«¡Esto es no tener carácter definido, personalidad firme y distinta a la
de vulgo», solía exclamar despechado y colérico.
Era un enamorado del saber, y leía y estudiaba con avidez y gula; y es
cribía con anhelos de encumbramiento y gloria. Pero nada de lo que fa
bricaba su ingenio, de lo que producía su pluma era digno de sus aspira
ciones y deseos. Minero infatigable de la inteligencia era pero ingrata la
tierra de su intelecto se negaba a premiar estos afanes con una ligerísima
muestra del filón.
Ansiaba Jiménez sobre todas las cosas, hallar asuntos nuevos, asuntos
vírgenes, conmovedores y brillantes y sólo descubría vulgaridades que pa
ra ser pasables necesitaban de un estilo grandioso que las embelleciese y
sublimase. Un desconsuelo por su impotencia para crear anegaba su espí
ritu en las oleadas amarguísimas de su propio desprecio.
Enemistado consigo mismo, dedicábase los adjetivos más denigrantes
y crueles.
Unicamente se reconciliaba con su yo cuando por las tardes iba a un
círculo constituido por algunos que gozaban fama de intelectuales. En es
ta reunión pedía cariñosamente a su memoria y entendimiento, alguna
cita, una frase leída en días anteriores, un chispazo, algo con que darse
aire de erudito, con que sentar plaza de ingenioso y que lo colocase a la
cabeza de aquellas filas de escogidos por las suaves manos de las Piérias.
Había entre estos, uno henchido de sapientia, que derramaba inopor
tuna y pegajosamente el odre de sus conocimientos. Poseía una memoria
fonográfica y almacenaba con cuidados exquisitas frases, sentencias de los
sabios adquiridas en sus correrías por las bibliotecas.
Llamábase esta calamidad literaria D. José Ramírez: era pequeño, fia-
cucho, de rostro hético y cubierto de amarillas pecas y pelado cráneo.
Siempre que Jiménez aplicaba un pensamiento, una frase de alguna
divinidad literaria el doctísimo D. José sonreía desdeñosamente, y añadía
otra de más bríos, de más autoridad que desvirtuaba y oscurecía el efecto
de la de aquél.
Jiménez en aquella reunión se vengaba del silencio que observaba du
rante el día. Allí desbordaba su alma con un torrente de palabras; pre
guntaba a uno; replicaba a las puyas de otro; emitía su juicio acerca del
último libro publicado por autor conocido: era en fin un ser distinto del
Prosas de El Ibero 133
tes del robo impío y burlesco del reporter desalmado y que le hacían ex
clamar con toda la dolorosa rabia, del iracundo Pan:
«¡Campo groseramente embaucador, en ti hay más culpa que, en
aquel que destrozó mi artículo!»
El inocente campo, lejos de rechazar tan calumniosa y quijotesca inju
ria, y hacerle ver que a su torpeza y a la maldad del periodista, debía atri
buir lo sucedido, parecía llamarle, pedirle que no abandonase su paz,
brindarle su dulce silencio, su triste belleza.
Pero Jiménez despreció sus caricias y refugióse en el centro de la capi
tal ruidosa.
Y como no gozaba la protección de ningún Polícrates sino que sólo
disponía de una humilde renta, tuvo que instalarse en un cuartito cuya
ventana tenía por dosel el ondulante alero del tejado.
Igual cantidad que antes pagaba: antes por una casita bañada siempre
por alegre sol, y oreada por virtuosos aires; ahora por habitación desaliña
da y estrecha para llegar a la cual necesitábase sufrir la molestia y fatiga de
un centenar de altos peldaños: habitación desde la que sólo se descubría
una inmensa costra de tejas y pizarras, y un bosque de delgadas chime
neas algunas de las cuales, le enviaban insolentes sus gazortas de humo.
Tal decoración no podía inspirar más que tedios.
Y los sintió el alma de Jiménez, de una manera extremada.
Pensó entonces en el Amor, que se pintó como fuente eterna de asun
tos llenos de amenidad y gracia.
Jiménez no había amado nunca: y no se crea por esto que, eran tier
nos los años de nuestro conocido. Más de treinta eran aquéllos, pero el
afán de alcanzar el lauro de la gloria, era en él tan absoluto, que como las
aguas del Leteo, hacíale olvidar los agridulces frutos que concede y hasta
prodiga la bella Citerea.
Por oportuno tengo ahora, el apuntar aunque con ligereza sea, algo
del exterior del buen Jiménez. Era alto y delgado, de rostro moreno, y os
curos ojos, facciones pronunciadas, barba hirsuta, y corta y ancha frente.
He dicho antes que Jiménez llamó a Amor mas éste no gusta de ser:
solicitado y perseguido y sí del asalto de la conquista repentina.
Jiménez en su insensato idealismo aspiró a poseer una mujer ataviada
con las galas de la belleza terrena y con el exquisito ornato de la sabidu
ría, como lo fue la amada de Pericles.
Y como afortunada o desgraciadamente es cosa peregrina el hallar una
Aspasia, Jiménez no pudo conseguirla a pesar de sufrir grandes desvelos,
136 Gabriel Miró
Y he aquí, que el hallazgo de las torpes líneas del maestro, fue para la
ardorosa imaginación de nuestro amigo, acariciador aleteo de las nueve
hermanas que inspiró idea esplendorosa. Atrevida y difícil, sí lo era tam
bién, pero la novedad le atraía como el abismo.
¡Se propuso nada menos que escribir un artículo, derribando al ídolo!
Nadie había osado a hacerlo, bien por intelectual ceguera, ya.por espíritu
adulador y mezquino, o por anemia de valor y entereza.
Y Jiménez lo escribió en estilo fogoso, con entusiasmo de niño; su
pluma hería cruelmente; protestaba indignado de la consagración del
maestro; se rebelaba contra doctos y vulgares.
Pero era cierto, que no lo hizo por-esclarecer el intelecto de los enga
ñados, ni por ejercer en bien de las letras, de austero y remilgado Aristar
co, sino por el afán egoísta de decir lo que nadie había dicho.
138 Gabriel Miró
Esta segunda derrota, fue como zarpa cruel, que arrancó del pecho de
Jiménez toda esperanza. Su alma quedó abatida para siempre.
¡Ni el Arte ni el Amor, le habían prestado nunca sus consoladoras ca
ricias !
Era espantosa su desolación. Fuera de él, solo había frialdad unas ve
ces, hostilidad otras; en su espíritu nada definido se encerraba. El ayer
confuso, velado por la niebla de mil ideas opuestas de mil autores distin
tos. Inseguro el presente. ¿Qué copia de alegres y gratos recuerdos podía
guardar para la vejez? Tan solo evocaciones de ansias de luchas, de anhe
los sin recompensa.
La desconfianza que en sí mismo tenía, era como lava ardorosa que,
agostaba los tiernos brotes de sus concepciones.
Su tornadiza condición, que le hacía variar a cada momento hasta de
sistema de vida, minaba inútilmente su cuerpo y su alma. ¿Dónde halla
ría sostén, fuerzas, alientos para proseguir luchando? Hasta el trozo de
cielo que, contemplaba desde su ventana, le parecía cada día más pálido,
más frío, más insensible a su angustia.
De cuando en cuando, dirigía el recuerdo a sus compañeros: también
en ellos se advertían cambios, pero no los que acusa la estéril inconstan
cia, sino los que obedecen al progreso virtuoso.
«Cualquiera les dice a éstos —pensó el docto Ramírez— que esa frase
tan honda, no es mía: necio escrúpulo fuera no dejarse ceñir estos frescos
y olorosos laureles que inocentemente me brindan.» Y después de aspirar
voluptuosamente el aire húmedo de la noche, separóse del grupo de ad
miradores, y dirigióse a su casa, donde le reclamaba (así dijo, con cierto
misterio al despedirse) un delicado trabajo sobre el teatro helénico.
El coro se alejó por la calle estrecha, sumiéndese en una oscuridad
agujereada de trecho en trecho por las amarillas luces del alumbrado pú
blico.
cumplir como cariñosos amigos, pero la idea de serle perjudicial era muy
atentible.»
Y se sacrificaron: no fueron más.
... Y pasó un mes.
w * *
dora del intelectual. El que sin violencias no puede crear, no sufre afanes
por conseguirlo.
La originalidad se tiene, no se busca.
Lo mejor y preferible es, levantar grandiosos edificios sobre cimientos
nuevos; pero también sobre los viejos pueden alzarse esbeltas contruccio-
nes radiantes de belleza que se distingan de las otras. Y cuando todo se
encuentre cimentado o la inteligencia carezca de la vista de Linceo y no
descubra un solar virgen; construya, edifique por su cuenta, sobre lo que
hubiere, tomando asuntos viejos (no ruinosos y desprovistos de interés)
desde puntos de vista no gastados.
Si la seguridad murada, en uno mismo, daña; el temor y la descon
fianza extravía y mata.
Vulgaridades
(EZ Ibro, núm. 101, 1 junio 1902)
Pero en los cauces, sólo había cieno oscuro y denso en el que chapoteaban
asquerosamente inmundos seres.
Por aquéllos habían discurrido en otro tiempo linfas purísimas y sono
ras que, una voluntad suprema contuvo y retiró a sus orígenes divinos:
por aquéllos pretendieron correr otras aguas espesas y turbias que estanca
das hicieron repugnante limo, allí donde las otras engendraron flores, y
desnudaron sus orillas ataviadas en otro tiempo, con el perfumante tercio
pelo de espléndida verdura.
Algunos varones limpios de vanidad y colmados de sabiduría, dijeron:
«Hagamos una imploración a lo pasado» y de las ruinas de la majestuosa
Literatura de la antigüedad desenterraron meritísimas reliquias, mutila
das por el peso brutal de los siglos y por la ignorancia despreciable de los
hombres. Pero estos penosos y difíciles trabajos de reconstrucción apenas
si los estimaron y admitieron. En cambio, los milanos de las letras aprove
charon los preciosos hallazgos, y regaron con el sudor ajeno sus tierras in
fecundas: y con aquellas reliquias aderezaron sus producciones áridas, an
gulosas, desnudas de encantos verdaderos, a guisa de necio potentado
que embellece sus estancias y museos con bustos destrozados, arcas, pre
seas, y trozos de cerámica extraídos del seno de la tierra por los inteligen
tes no atendidos.
Y publicaron libros en los que el prosista describía costumbres y pin
taba escenas de la antigüedad, auxiliado de los habidos testimonios de la
misma: el poeta cantó héroes y hazañas, imitando la usanza y forma de
las vibrantes liras de otros tiempos.
Pero estos escritos a pesar de ir exornados con los donaires y bellezas
del arte clásico, resultaron fríos, violentos, ridículos y sin gentileza, como
los desgarbados cuerpos de los silenciosos comparsas de teatro, cuando se
les cubre con la enojosa pesadumbre de ropas y armaduras de los fortísi-
mos guerreros de las gloriosas épocas pasadas.
—Ya lo has visto,— dijo el anciano al joven —aquí sólo anida la tor
peza, la ignorancia: la oscuridad lo envuelve todo.
Y se alejaron abatidos y tristes...
(I) «Agradable era, el canto de las cigarras, a los griegos». (Ipandro Acaico, en sus no
tas a los Idilios de Teócrito, traducidos por el mismo insigne poeta mejicano.)
Prosas de £/ Ibero 149
¡Pensarán quemarlos —me dije— en honra mía! Pero vi luego con to
da la ira de que soy capaz (2) que, la canalla humana, talaba los resinosos
árboles para construir las más bajas y deleznables cosas. Después de vagar
por llanos y montes afligido de divina pesadumbre, una mañana, desde
muy lejos, distinguí las oscuras copas de este pinar, y henchido de alboro
zo, por fin, aquí llegué... Pero, vosotros ¿qué queréis? ¿A dónde vais?
Se adelantó el más viejo, y prosternándose ante el velludo dios, así ha
bló:
«Hijo de Hermes ¡guíanos, danos alientos, por tu amor a Pitis, por el
dulce recuerdo de Siringa. Hemos sufrido torturas y cansancios de la car
ne, martirios en el alma. Desfallecemos ya.
Buscamos a las Musas.
Queremos saber, por qué agoniza esa beldad * llamada Literatura.
Pero vamos perdiendo la esperanza de hallar a las hijas de Zeus.
Tan solo vemos soledades áridas, frondosidades fieras enemigas de
nuestra voz. Pretendemos ahora, llegar a la cumbre de este monte, en la
cual debe morar la sacratísima Piérias»!
¡Os engañáis! —dijo Pan— tampoco aquí se esconden. Necia, enfa
tuada y pegajosa muchedumbre, las obligó a pedir protección al Padre
Zeus, porque las perseguían y atormentaban con sus ruegos y pretencio
nes. Cual, siendo vulgar, quería vestir sus sandeces con la delicadeza de
Teócrito; cual, desnudo de ingenio, pretendía lucir el de Luciano; quien,
careciendo de ideas imploraba el poder expresarlas con la elocuencia de
Pericles; quien, sin sentir siquiera la poesía se tenía por más inspirado
que Homero. Entre los suplicantes no puedo negar que, el grupo más nu
trido y también el más necio, lo formaban las mujeres aprendices de escri
toras, insufribles mari-sabidillas, como hoy se dice.
Todos, en fin deseaban el espaldarazo para «armarse poetas, filósofos,
músicos, pintores...» Zeus se apiadó de sus hijas, y las llamó al Olimpo,
en cuya azulada cima descansan de la estupidez de los hombres».
(2) «Tenía Pan, fama de iracundo debiendo notar que los antiguos colocaron en la
nariz las pasiones violentas, al grado que, en hebreo (como observa Pagnini) la cólera y la
nariz se designan con el mismo vocablo. El terror, llamado hoy día pánico fué atribuido a
Pan, y de él ha derivado su nombre.» (Ipandro Acaico, obra citada.)
150 Gabriel Miró
(1) Phineo, hijo de Agenor y rey de Salmydeso, en Thracia, fue un célebre adivino, a
quien los dioses privaron de la vista, (Notas de D. Cristóbal Vidal al diálogo «Menipo y
Tiresias» de Luciano.). ,
(2) Respondió a Juno la risueña Venus:
<Justo ni decoroso no sería
esta gracia negar a la que hermana
siendo y esposa del potente Jove
duerme en sus brazos.» Dijo: y de su pecho
el cinto con pespuntes adornado
en variada labor, donde incluidos
los encantos de amor todos tenía,
se quitó. Allí el amor, allí el deseo
allí de los amantes los coloquios,
152 Gabriel Miró
Curarla, yo no puedo.
La causa, con más razón: diré la culpa, del mal que sufre el arte litera
rio, se halla distribuida entre los que escriben, y los que copian: muchos
de los primeros poseen somera, huera ilustración; no les gustan las admi
rables obras de los clásicos: unos las tildan de baldeas y anticuadas; otros
las desconocen. Se afanan únicamente en vestir sus escritos con forma
nueva original, y retuercen y magullan el idioma; o apetecen tanto estilo
natural y llano, rebuscan de tal modo la sencillez en el decir, que dan en
el más violento artificio, y si algún enamorado de lo castizo surge, pronto
lectores y críticos le zahieren y pervierten con la eterna cantilena de que
su producción fuera buena siglos atrás, pero no ante las modernas exigen
cias.
Esto acontece.con los autores nacientes.
Los ya afamados no avanzan, permanecen indolentes, gustosos en su
estancamiento despreciable. Muy pocos son los que refulgen con luz pu
ra, pero a éstos se les tiene como vieja reliquia, los respetan, los estiman
por costumbre, no los sienten, no los estudian.
«Ha de inspirarse el escritor en la realidad» así reza la Preceptiva.
Y la realidad de ahora es insípida, vulgar, oscura, anti-artística. Hasta
el vicio parece hoy más asqueroso; no tiene aquel espléndido atavío con
que antes se le acicalaba; esta repugnante desnudez podrá ser deseable y
provechosa en el terreno de la moral, pero no en el campo del Arte.
¿Qué puede cantar hoy el poeta bellamente, sin el recurso de la fic
ción, de la mentira?
Con vuestros modernos héroes sin alientos para sostener las recamadas
casacas, o embutidos en enormes y negras levitas, ¿qué Virgilio, qué Ho
mero, qué Lucano, hubiese sido capaz de componer un verso épico?
Sí, vuestras costumbres son enemigas del Arte, apestan a vulgaridad;
acusan una falta completa, de buen gi¿sto y delicadeza, no adornan, no
embellecen la vida.
Nuestro gran pueblo griego por su culto a la Belleza fue grande, fue
heroico, fue religioso; será eternamente fuente de inspiración, digno de
los honores de todas las razas.
Arcontes y soldados, hierofantes y hetairas, cortesanos y pastores, pu
dientes y menesterosos, libres y esclavos, todos sentían hondo deleite es
cuchando a los vagabundos rapsodas la litada y la Odisea.
Dos poemas gloriosos que, eran cada uno a manera de un himno na
cional hablado.
154 Gabriel Miró
Hoy, el pueblo ¿qué poesía escucha, qué poesía sabe, qué poesía sien
te?
Recordad los Juegos Olímpicos, los Píticos, los Istmicos y Netmeos, es
pectáculo favorito de la muchedumbíe; en ellos los jóvenes lucían su des
treza y pujanza con el pesado disco y fuerte arco, en el pancracio y esta
dio; fiestas que remataban con la coronación de líricos como Pindaro y Si
monides; de historiadores como Tucídides y Heródoto, de trágicos como
Sófocles, Eurípides y Esquilo.
Recordad aquellos Gimnasios y Academias henchidos siempre de una
multitud gozosa en robustecerse para ser útiles a la patria, ávida de la pa
labra docta y deleitable de retóricos como Empédocles, de dialécticos co
mo Zenón Eleato, de filósofos como Platón, Sócrates, Teofrasto, y una es
tela infinita y refulgente de hombres sabios. Vuestra juventud es frívola,
vive sin anhelar, sin ansias por saber, por sentir: almas exprimidas, anto
jadizas de lo insípido, secas como rastrojos.
Se dice que la humanidad ha progresado, pero ved que ha sido su
avance incompleto, porque si en el terreno científico ha conseguido cier
tos dominios y descubrimientos, en el artístico se nota un retroceso muy
pronunciado y vil: ved si no cómo las obras mejores, (no digo sólo en Lite
ratura, sino en Pintura, Arquitectura) son las que más se acercan y se pa
recen a los modelos clásicos. La enseñanza la recibimos de los pretéritos
tiempos.
La decadencia de las letras se origina en el escaso cultivo del espíritu
de los que escriben, y en la escasa belleza de las costumbres que se co
pian.
Bebed la inspiración en los antiguos veneros, puros, abundosos y muy
dulces; embelleced la verdad en vuestros escritos, pero usad con tino de la
ficción.»
Así habló la musa.
1. Carlos Ruiz Silva. Arte, amor y otras soledades en Luis Cernuda. Prólo
go de Juan Gil-Albert, dibujos de Gregorio Prieto................................. 560
2. Mariano Aguirre y Ana Montes. De Bolívar al Frente Sandinista. Anto
logía del pensamiento antiimperialista latinoamericano............................ 560
3. André Gide. Defensa de la Cultura. Facsímil de la edición de José
Bergamín de 1936, con introducción de Francisco Candet...................... 360
4. Josefina Manresa. Recuerdos de la Viuda de Miguel Hernández. 2.a edi
ción, corregida y aumentada......................................................................... 720
5. Blas Matamoro. Saber y Literatura. Por una epistemología de la crítica
literaria .......................................................................................................... 640
6. Juan Gil-Albert. Gabriel Miró: Remembranza......................................... 360
7. Ursula Coburn-Staege. Juego y aprendizaje. Teoría y praxis para Ense
ñanza Básica y Preescolar............................................................................. 560
8. Víctor Fuentes. La marcha al pueblo de las letras españolas. Prólogo de
Manuel Tuñón de Lara................................................................................ 560
9. Lothar Bisky. Crítica de la Teoría burguesa de la Comunicación de Ma
sas. Traducción y Estudio Preliminar de Vicente Romano...................... 760
10. Pedro Ribas. La introducción del marxismo en España (1869-1939). En
sayo bibliográfico ........................................................................................ •760
11. Antonio Regales. Literatura de agitación y propaganda. Fundamentos
teóricos y textos de la agitprop alemana..................................................... 560
Sigüenza y el Mirador Azul es la respuesta de Gabriel
Miró a la crítica tan arbitraria que hizo José Ortega y
Gasset a El obispo leproso, pero es mucho más. Es la ex
posición, entre exquisitas ironías y flechazos dirigidos al
filósofo, de toda una teoría (modernísima) de la novela,
una poética mironiana. Y aún más, es un capítulo pre
cioso de la niñez de Sigüenza en que por una vez el autor
renuncia a ambigüedades y se da a sí mismo el nombre
de su alter ego en páginas de autobiografía pura. La exis
tencia del texto en tres versiones sugiere o que Miró no
resolvió cuál quería publicar o que dudaba si publicar al
guno. Las tres versiones se publican aquí por primera
vez con autorización de los herederos de Gabriel Miró.
Como complemento a los últimos escritos de Miró se
presentan todos los primeros, con exclusión de las nove
las La mujer de Ojeda e Hilván de escenas, salidos en
Alicante en los primeros años del siglo e inéditos desde
entonces, para hacer resaltar la distancia entre el Miró
que no se había descubierto a sí mismo por no haber in
ventado a Sigüenza y el Miró Maduro que sabía quién
era y quién era su criatura.
Una larga introducción enmarca biográficamente el
contenido narrativo de Sigüenza y el Mirador Azul y la
composición de las Prosas de El Ibero, y, añadiendo y
rectificando numerosos detalles de la vida de Miró «niño
y grande», intenta una exposición del proceso autognós-
tico por el cual llegó a ser el escritor que tanto estiman
los críticos más exigentes de las letras españolas.