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Sigüenza y el Mirador Azul

y
Prosas de El Ibero
el último escrito (inédito)
y algunos de los primeros
de

Gabriel Miró
Introducción biográfica, transcripciones y
enmiendas de Edmund L. King
Sigüenza y el Mirador Azul y Prosas de El Ibero
Nuestro Mundo N.° 12 Serie: Arte y cultura
Sigüenza y el Mirador Azul
y
Prosas de Ei Ibero
el último escrito (inédito)
y algunos de los primeros
de

Gabriel Miró

Introducción biográfica, transcripciones y


enmiendas de Edmund L. King

EDICIONES DE LA TORRE
Madrid, 1982
Edmund L. King nació en San Luis, Missouri (EE.UU.) en 1914. Se crió y
se educó en Tejas, por cuya universidad (en Austin) es Doctor en Filosofía
y Letras (1949). Desde 1946 es profesor de la Universidad de Princeton,
donde ha sido Director del Departamento de Lenguas y Literaturas
Románicas desde 1966 a 1972 y desde 1976 Catedrático «Walter S.
Carpenter, Jr.» de la Lengua, Literatura y Civilización de España. Se jubiló
en 1982. Durante muchos años fue Presidente de la Junta Directiva del
Instituto Internacional en España (Miguel Angel, 8; Madrid) y actualmente
es Director Residente de dicho Instituto. Ha dedicado una gran parte de
su vida profesional al estudio de la vida y obra de Gabriel Miró, sobre
quien ha publicado numerosos artículos en revistas españolas y
norteamericanas, y ha colaborado con artículos sobre poetas españoles
contemporáneos en The New Republic y The Hudson Review. Es traductor
de La realidad histórica de España de Américo Castro (The Structure of
Spanish History, Princeton, 1954); es autor de Gustavo Adolfo Bécquer:
Erom Painter to Poet (México: Porrúa, 1953); y ha publicado una edición
de El humo dormido de Gabriel Miró, con una larga introducción y
copiosas notas (New York: Dell, 1967).

© de la Introducción Edmund L. King, 1982


© de Sigüenza y el Mirador Azul y prosas de El Ibero, Herederos de
Gabriel Miró, 1982
Ediciones de la Torre.
Espronceda, 20. Madrid-3
Teléf. (91) 442 TI 93
1.a edición: noviembre de 1982
N.° de edición: 07.121
ISBN: 84-85866-36-3
Depósito Legal: M- 37 534 - 1982
Impreso en España/Printed in Spain
Gráficas Mar-Car
Ulises, 95. Madrid-33
SUMARIO

Pág-

INTRODUCCION BIOGRAFICA................................................... 13
I. El pasado familiar.............................................................. 15
II. Niñez en Alicante.............................................................. 24
III. Educación........................................................................... 32
IV. Lecturas............................................................................... 64
V. Primeras publicaciones....................................................... 79

SIGÜENZA Y EL MIRADOR AZUL............................................... 101


Versión A..................................................................................... 102
Versión B ..................................................................................... 110
Versión C..................................................................................... 115

PROSAS DE EL IBERO..................................................................... 121


Paisajes tristes............................................................................... 122
Cartas vulgares............................................................................. 126
Paisajes tristes................................................... 129
Del natural................................................................................... 131
Vulgaridades ............... 144
<■ e
Grabriel Miró, hacia 1928
In Memoriam

Clemencia Miró Maignon


(1905-1953)

Emilio Luengo Arroyo


(1898-1963)

Olympia Miró Maignon


(1902-1972)
Ya no puedo recordar a todos los que han
contribuido a mis conocimientos de Gabriel Mi­
ró y su obra, pero a los descendientes del autor
mismo, por su interés, su generosidad y su
amistad, no los olvidaré nunca: Clemencia Mi­
ró, a quien he conocido, lamento decirlo, sólo
como un espíritu onmipresente en el archivo fa­
miliar; la llorada Olympia Miró y su también
llorado marido Emilio Luengo, en cuyas manos
el archivo y la biblioteca, la habitación y su con­
tenido, se hacían un jardín de delicias para el
mimado investigador; sus hijos Emilio Luengo y
Olympia Luengo de Pallarès, quienes han soste­
nido admirablemente las tradiciones generosas
de sus padres. Y sin la crítica colaboradora de
Willard Fahrenkamp King, este pequeño traba­
jo sería muy diferente de lo que es.

E. L. K.
Introducción Biográfica

Los argumentos a favor de la autonomía del texto literario nunca de­


jan de triunfar, y los teóricos de la literatura restan cada vez más impor­
tancia al autor. Sí, hay que leerj estudiar, analizar, quizás aún compren­
der la obra, pero los practicantes de la crítica más pura a veces se dan
cuenta de que viajan por un camino circular, que in its end is its begin-
ning, que la obra es lo que es. Crítica pura, ma non troppo, como diría
don Jorge Guillen. La obra y sus circunstancias, como diría don José Orte­
ga y Gasset. Los puntos de enlace entre la obra y sus circunstancias sí se
pueden estudiar, y sin caer en simplismos de causalidad ni meterse en
mecanismos circulares. Una de las circunstancias es el autor. La obra es un
acontecimiento en la vida del autor. Entonces, si interesa la obra, confese­
mos que interesa la vida en la cual acontece. Y si la vida en un principio
interesa gracias a la obra, ya puede interesar hasta en aquellos momentos
en que la obra parece estar ausente.
En los últimos años han salido dos libros importantes que tratan prin­
cipalmente del aspecto circunstancial de la obra de Gabriel Miró: el estu­
dio comprensivo de Vicente Ramos, Gabriel Miró (Alicante: instituto de
Estudios Alicantinos, 1979) y la monografía más especializada de lan
Macdonald, Gabriel Miró: His Private Library and His Literary Back-
ground (Londres: Tamesis Books, Ltd., 1975). Yo mismo he anticipado
en varios estudios breves, algunos en inglés, otros en español (traducidos
parcialmente por María Alfaro), muchas de las páginas que publico aquí.
En la introducción biográfica que sigue, puesto que estudio generalmente
la vida de Miró desde sus remotos antepasados hasta la aparición de Si-
14 Introducción biográfica

güenza, inevitablemente coincido de vez en cuando con el señor Ramos,


y puesto que estudio algunas lecturas de Miró, coincido en ciertos detalles
con el señor Macdonald. Estas coincidencias no deberían sorprender a na­
die. Hemos hecho, en parte, las mismas investigaciones. Pero he tratado
de evitar la excesiva duplicación, y veo los citados estudios y el mío como
complementarios. De todos modos, la lectura del mío se beneficiará
mucho de una frecuente consulta de los otros dos. Por mi parte, aquí no
aspiro a «contarlo todo» sino a delinear una modesta tesis que compren­
derá el lector, espero, aunque yo no la haya definido terminantemente.
I. El pasado familiar

«Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que


fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshi­
zo en mi tierra»1.
Abuelos que para Gabriel Miró tienen tanta importancia espiritual
han de ser de igual importancia material en su biografía. ¿Quiénes
fueron, pues, los niños que fueron abuelos de los abuelos de Gabriel
Miró?
La familia de su madre habitó en Murcia y en Orihuela, pero ninguno
de sus actuales miembros es capaz de recordar a sus tatarabuelos. Por este
lado del olvido existió un murciano apellidado Ferrer que casó con una se­
ñorita Vicenta en los primeros años del pasado siglo. En la familia se
cuenta que Vicenta fue arrastrada con toda su casa y a la edad de ciento
cuatro años por la riada del Segura durante una de sus periódicas inunda­
ciones, pero no sin haberle dado a su marido una hija que llevó su propio
nombre y un hijo, Francisco Ferrer, que fue abuelo de Gabriel Miró por
parte de su madre.
Si a partir del tronco seguimos otra rama, encpntramos que, aproxi­
madamente a mediados de siglo, aparece en Murcia don Andrés Ons,
procedente, quizá, de la isla de Ons, nombre geográfico que se convierte
en apellido familiar. Dio este nombre diciendo que venía de Galicia y
asentóse en la cercana ciudad de Orihuela. (Su nieta Encarnación hizo cir­
cular el rumor, por otra parte sin fundamento, de que su abuelo estaba
emparentado con el conde de Floridablanca2).
1 Fragmento manuscrito de Miró. Todos los manuscritos a los que hago referencia, de no indicarse
lo contrario, pertenecen al archivo familiar.
2 Si no se indica otra fuente, los datos aquí presentados proceden de entrevistas con varios
miembros de la familia de Gabriel Miró.
16 Introducción biográfica

Fue durante el reinado de Isabel II, lleno de aventuras militares en


Africa, y, dada su posición ventajosa en Levante, don Andrés pudo reali­
zar un buen negocio con el suministro para el arma de Caballería de Su
Majestad. El pago de estos servicios lo hizo el gobierno en forma de bo­
nos, pero el gobierno cayó, como es sabido, en 1868. Don Andrés, des­
pués de haber confiado sus bonos a un amigo abogado apellidado Roca
de Togores (el cual más tarde fue marqués) y siguiendo la conocida ruta
de la España levantina, se trasladó a Argel. Al regresar a Orihuela al cabo
de un cierto tiempo, se enteró por un amigo de que todos aquellos bonos
carecían de valor. Esta noticia casi le hizo perder el juicio y le empujó a
buscar refugio en un convento. Mientras tanto sobrevino el fallecimiento
de su mujer, el cual dejó virtualmente huérfana a su hija Lucía, rubia y
bellísima.
Pues sucedió que la esposa de don Andrés, perteneciente a cierta fa­
milia Villalonga, tenía una prima en Orihuela, dueña de una posada, la
cual tomó a Lucía bajo su protección y la envió a un colegio de monjas pa­
ra que se instruyese. Poco después, un diplomático francés que se hospe­
daba en la fonda se enamoró de Lucía y la pidió en matrimonio.
Por razones de las que nadie se acuerda ya, Francisco Ferrer, el de
Murcia, también se alojaba por entonces en la posada y, a su vez, se ena­
moró de Lucía. La contienda resultaba desigual, aunque del francés no sa­
bemos nada salvo su profesión. Los epítetos que se recuerdan de Francisco
son «matón» y «guapo». Era camorrista y labrador de sus propias tierras en
la fértil región de Murcia. No quiso que enviaran a Lucía, con o sin su di­
plomático, a París con objeto de que se puliera un poco. En resumidas
cuentas, la amenazó con matarla con su faca en el caso de que no acce­
diese a casarse con él. Y se casaron.
En la época de la boda, Lucía, que contaba dieciséis años de edad, era
ya propietaria de la fonda. Las tierras de Francisco estaban lo suficiente­
mente cercanas a Orihuela para poder ser administradas desde esta
ciudad, en donde se quedaron para llevar la dirección de la posada. Esta­
ban en bueng posición, incluso rodeados de una cierta riqueza, lo cual les
permitió construirse una casa al lado del mesón para que sus hijos pu­
diesen crecer sin respirar jamás la desabrida atmósfera del negocio fami­
liar. Todos los años les nacía un hijo y así durante once, hasta, que una
santera dio a Lucía una medalla que tenía facultades para detener tanta
fecundidad. De esta manera, el hijo undécimo fue el último.
Encarnación, que había de ser la madre de Gabriel Miró, fue la se­
El pasado familiar 17

gunda hija. Carmen nació primero. Aparte de éstos, el orden de los naci­
mientos multiplicados hafcta once se ha olvidado. En realidad, solamente
seis nombres de los hermanos de Encarnación recuerda la familia Miró.
Además de Carmen, existieron Baldomero, Lola, Antonio, José y Fran­
cisco.
En general, toda esta generación de Ferrer tuvo, como su ilustre des­
cendiente, buena estatura y belleza física. Parece ser que Baldomero, por
rara excepción, era relativamente bajo. Sin embargo, tuvo un gran éxito
en la vida, éxito que aun en menor escala compartieron los demás.
Baldomero fue un hombre de negocios y tuvo una visión aguda para
cualquier empresa prometedora. Adquirió el Huerto de los Cobos, her­
moso naranjal en términos de Orihuela, y para incrementar el espejuelo
comercial de su cosecha recurrió a una hábil estratagema empleada con
frecuencia en el comercio español: utilizar un nombre inglés, El Derby,
como marca de fábrica bajo cuya divisa aparecieron sus naranjas en el
mercado de España. El fruto Derby se vendió tan bien que don Baldome­
ro pudo sostener, no solamente su casa de Orihuela, sino otras dos: una
en Murcia y la otra, espléndida mansión, en Cabo de Palos, cerca de Car­
tagena. Mientras tanto y con la compañía de su madre, ya viuda, pudo
construir todo un barrio residencial en la misma ciudad de Cartagena.
¿Qué clases de atractivos ofrecía esta ciudad para casi todos los Ferrer?
Porque no fue sólo Baldomero quien se estableció allí. También Carmen,
para seguir la tradición familiar, fue dueña de una posada allí a la que
dio su nombre: Posada del Carmen, con lo cual demostró no haber here­
dado el sentido delicado del resto de los suyos. Pero la verdad es que na­
die la recuerda demasiado. El caso de Lola es más fácil de explicar. Vivió
en Cartagena por haberse casado con el primer maquinista del vapor
Reina Regente, don Jesús Sánchez, que pereció en el naufragio de su bar­
co en el Atlántico el 11 de marzo de 1895, dejando una viuda de veinti­
séis años, la cual se vio obligada a refugiarse en casa de su madre y vivir
con ella hasta el fallecimiento de doña Lucía Ons de Ferrer, acaecido hacia
finales de siglo.
Francisco y José no hicieron nada digno de ser tenido en cuenta: el
primero casó con una señorita llamada Pepa; de José, su hermana Encar­
nación decía que por su poca afición al trabajo casó dos veces y ambas ve­
ces con viudas. Ni Juana ni Virtudes le dejaron hijos, pero gracias a ellas
pudo vivir en una buena casa de Cartagena, igual que habían hecho sus
hermanos Baldomero y Antonio.
18 Introducción biográfica

Si una historia de interés meramente intrínseco —aventuras y éxitos


profesionales, conflictos domésticos y barullo, desvíos familiares seguidos
de reconciliaciones— fuese el objeto de las presentes páginas, sin duda
Antonio Ferrer resultaría mejor como tema que su sobrino Gabriel Miró.
Pero la vida privada de don Antonio no nos concierne aquí. Fue médico
en Cartagena, el más de moda en aquel rincón de la Península, y como
tal amasó una fortuna que se perdió hasta el punto de tener que reha­
cerla, ya en la vejez, de nuevo.
Ahora queda Encarnación. Doña Encarnación Ferrer y Ons, de
Orihuela, se casó con donjuán Miró Moltó, de Alcoy.
Los antepasados por vía paterna de Gabriel Miró parecen formar una
familia de mayor homogeneidad que en la rama materna. Si ningún
miembro viviente de la familia sabe mucho sobre los Miró al principio del
siglo xix, es quizá debido a que no dejaron ninguna leyenda digna de ser
recordada: no llegaban a centenarios, no morían en inundaciones, ni
hacían el amor con la faca en la mano.
En los comienzos del siglo, hubo un Miró que fue el hijo único de una
familia de Alcoy. Tuvo cuatro varones: Custodio, Miguel, Rafael y
Gabriel. El alcoyano Gabriel Miró, abuelo del escritor, era propietario de
una fábrica de tejidos de lana que explotaba con gran provecho bajo la
protección de su arcángel titular, cuya efigie, grabada en un escudo de ar­
mas, presidía su establecimiento. La empresa llevó el nombre de Miró,
Gisbert y Compañía. Con la prosperidad del negocio vino también el
aumento de la familia. La esposa, Agostina Moltó, tuvo siete hijos: Ale­
jandro, Rafael, Miguel, Juan, Concha, Santiago y Teresa. Una carta del
padre dirigida a Alejandro y fechada en Palma de Mallorca el l.° de junio
de 1846, da a entender que el primogénito tomaba parte importante en
la dirección de la empresa, la cual era evidentemente el corazón, el alma y
la vida para toda la familia, que, como es de suponer, era profundamente
devota, estrechamente unida y con un gran sentido de respetabilidad cu­
ya esencia radicaba en los bienes terrestres. Don Gabriel escribía con faci­
lidad y escasas faltas; sus donosuras eran las propias de un industrial y co­
merciante: el respeto que le demostraban sus hijos lo daba por
descontado3. Cuando murió, hacia 1870, los tres hijos mayores se hi­
5- Una cantidad indeterminada de cartas familiares existia poco antes de la muerte de Clemencia
Miró, quien después de repasarlas cuidadosamente, había escrito unas notas referentes a ellas, co­
piando varias al pie de la letra. Son estas notas las que señalo aquí y dondequiera que haga constar a
Clemencia Miró (C. M.) como fuente de información. Parece que los documentos originales ya no
existen.
El pasado familiar 19

cieron cargo de la fábrica bajo la dirección de Alejandro, quien inme­


diatamente asumió el papel de patriarca, permaneció soltero y apenas de­
jó sitio en la empresa para sus hermanos Rafael y Miguel. El primero es­
tableció una fábrica de harinas y Miguel se hizo banquero. Santiago casó
con una prima, María Moltó Valor, y, a la muerte de Alejandro, ascendió
a jefe de la familia y de la fábrica. Con objeto de remediar la apurada si­
tuación económica de un pariente, don Santiago le compró a éste una
parcela de terreno en las afueras de Alcoy y allí, en unos cerros que domi­
naban la ciudad, edificó una soberbia casa para que la disfrutase su mu­
jer. En agosto de 1888 pudieron trasladarse a la nueva mansión, a la que
llamaron Villa Niaria, en honor de la señora de Miró. La casa existe
todavía.
Concha permaneció soltera y vivió algún tiempo en Villa Niaria. La
hermana más joven, Teresa, casó con un pintor, Lorenzo Casanova, hijo
de un carnicero. Cuando Teresa y Lorenzo se trasladaron de Alcoy a Ali­
cante, Concha se fue con ellos e incluso puso el dinero necesario para
construir un estudio en el que pudiesen vivir los tres.
Queda don Juan Miró Moltó. Sorprende que, de acuerdo con la
cronología en el nacimiento de los hijos, no haya tenido prioridad sobre
su hermano menor Santiago en la dirección de la empresa familiar. El que
no hiciera así tal vez se explica por el hecho de que hubiese decidido, des­
de su juventud, dedicarse al sacerdocio. ¿Fue acaso su vocación más con­
vencional que genuina? Parece dudoso el que en 1857 persistiese todavía
esta inclinación, ya que no existe la menor sugerencia de ella en una carta
que escribió el 29 de noviembre de este mismo año a su padre desde Va­
lencia, en donde, por lo visto, residía para cursar estudios. Una larga carta
de cuatro pliegos con buena caligrafía y mejor estilo en la que trascendía
el ingenuo encanto propio de la época (C. M.). El joven estudiante se
mostraba ofendido por una carta que había recibido de su hermano ma­
yor, Alejandro, y en la que le reprochaba su silencio. El caso es que hacía
nueve o diez días que no había escrito a los suyos, Alejandro le aconseja­
ba que les diera noticias de su persona dos veces a la semana.
«Una cosa es la reprensión en su justo y verdadero punto y otra muy di­
ferente es llevarla hasta el extremo de calificar mi conducta de indigna.»
Dos páginas en las que respetuosamente rechaza las imputaciones de su
hermano y hace protestas de afecto invariable. En un saco enviaba tam­
bién su ropa sucia para que fuese lavada en su casa. Al final añade una
emocionante postdata: «Importante: Su Majestad la Reina ha dado a luz
20 Introducción biográfica

un robusto príncipe.» Un joven ciudadano procedente de una familia


burguesa celebraba el nacimiento dado por una reina burguesa a regaña­
dientes a un príncipe que sería burgués de buena gana. La posición de la
familia Miró en la sociedad española, e igualmente en la política de Espa­
ña, está perfectamente clara: no había apenas en el siglo xix una izquierda
definida, pero al carlismo radical y clerical se le oponía la clase media re­
cién surgida, firmemente asentada en su avance moderado que entonces
la impidió ser víctima de una fatal abstención en la política. Un miembro
perteneciente a esta clase social podía perder su vocación religiosa sin per­
der sus creencias. Y esto fue lo que el joven Juan Miró Moltó hizo, con to­
da naturalidad.
Fue a Madrid para estudiar y en la capital obtuvo el título de Inge­
niero de Caminos.
Veamos mediante la enciclopedia «Espasa», casi fuente primaria de in­
formación para muchos aspectos de la vida española en el siglo xix, qué
era un «Ingeniero de Caminos, canales y puertos», como se designaba ofi­
cialmente. Era «profesor titular encargado de la dirección y vigilancia de
los caminos públicos generales y provinciales; de los ferrocarriles, puertos
y muelles mercantes y de los faros y demás construcciones de interés gene­
ral marítimo; de los canales de navegación y flotación en los ríos; de las
que son necesarias para el aprovechamiento de las aguas públicas, desa­
güe y saneamiento de lagunas y terrenos pantanosos y de las demás obras
públicas de análoga especie.» Parece que en la época de donjuán Miró la
carrera duraba seis años y abarcaba un gran número de asignaturas relati­
vas a la preparación profesional. Tenía el cuerpo de tales ingenieros una
organización jerárquica bien rígida: inspectores generales de primera y se­
gunda clase: ingenieros jefes de primera y segunda clase; ingenieros pri­
meros y segundos; aspirantes primeros y segundos. Lo mismo los nombra­
mientos de aspirante que los ascensos se efectuaban por Reales órdenes y
éstos se conferían «invariablemente por rigurosa antigüedad». Cada
categoría tenía su tratamiento honorífico, los ingenieros jefes gozando del
de «señoría». Hay que notar la ausencia del sistema de oposiciones y en su
lugar un régimen cuasi aristocrático.
La profesión de Ingeniero de Caminos llevó a don Juan Miró Moltó a
Santander, en donde tropezó con una muchacha con la que pensó con­
traer matrimonio. En un papel satinado marcado en relieve con sus ini­
ciales en rojo, escribió a su hermano Alejandro con fecha 20 de mayo de
1868: «...es una buena chica en toda la extensión de la palabra, de exce-
El pasado familiar 21

lente fondo, de educación muy esmerada y acostumbrada a trabajar en el


servicio de su casa particularmente desde la muerte de su mamá en que
quedó al cuidado de sus hermanos. Esto es lo que pude observar en la
temporada que la traté este verano, y en las cartas que me tiene escritas
revela un talento poco común en su sexo por lo cual he confirmado el
concepto que formé desde entonces» (C. M.). La señorita Elvira, como la
llamaba él, era hija de don Santiago María Martínez, «agente de negocios
y Corredor de número de Santander».
Este matrimonio sin duda hubiese complacido a la familia de Juan
Miró, pero el empleo que le llevó a Santander le obligó a trasladarse de
nuevo antes de que el lento noviazgo acabase en matrimonio. Le designa­
ron a la Jefatura de Obras Públicas de Alicante. Guardiola Ortiz, primer
biógrafo de Gabriel Miró, publica una fotografía de donjuán hecha apro­
ximadamente en esa época. En ella puede verse a un hombre alto y bien
parecido, de cabello negro partido con una raya en medio, ojos de suave
mirada y el bigote negro y caído sobre los labios, propio de 1870. Nada
parecido al Ingeniero de Caminos, enfundado en una levita negra semi-
larga, pantalones grises ribeteados en los costados y un sedoso sombrero
de copa a mano.
La postura un tanto descuidada —don Juan está de pie con una pier­
na rígida y la otra ligeramente doblada, los brazos descansando en un ele­
vado pedestal, el rostro vuelto candorosamente hacia la cámara fotográfi­
ca— es la de un hombre seguro de sí mismo, como cuando usaba su
título completo de Ingeniero Jefe de Caminos, con un ligero énfasis en la
palabra jefe. Más como jefe que como ingeniero, su empleo le llevó de
inspector de carreteras a varios lugares de la provincia de Alicante, entre
ellos Orihuela, en donde encontró hospedaje en la posada que pertenecía
a doña Lucía Ons de Ferrer. Allí se enamoró de Encarnación, la hija de
doña Lucía, sin duda muy bella tal como Guardiola, la describe, pero no,
como aquél dice, descendiente de «casa rancia y descaecida»4. A Encarna­
ción la divertía hacer correr el rumor de que la mujer de su abuelo, don
Andrés Ons, estaba emparentada con el conde de Floridablanca. En reali­
dad, eran gentes prósperas, nada decadentes, familia burguesa compuesta
de negociantes, labradores y médicos muy diferentes de los campesinos
toscos pero demasiado próximos todavía a la tierra para la que los Miró,
banqueros e industriales de Alcoy, y uno de ellos ingeniero con trata-

4 José Guardiola Ortiz, Biografía íntima de Gabriel Miró (Alicante, 1935), pág. 28.
22 Introducción biográfica

miento de señoría, los considerasen como sus iguales. Donjuán Miró se


acercaba entonces a los cuarenta y no acataba los prejuicios de sus herma­
nos. A su debido tiempo, una participación bellamente impresa anun­
ciaba: «Donjuán Miró y Moító y doña Encarnación Ferrer y Ons, partici­
pan a ustedes su efectuado enlace y le ofrecen su casa, calle de San Fer­
nando, N.° 10, l.° derecha. Alicante, 4 de julio, 1876.»
Las innumerables referencias que hace Gabriel Miró en su correspon­
dencia relativas a su penuria y a la necesidad, a veces desesperada, de ga­
nar dinero, han hecho creer a ciertas gentes que Miró encarnaba el proto­
tipo del bohemio indigente. Esta caricatura debe corregirse haciendo re­
saltar un rasgo mucho más importante de su contorno. Su vida, que se
desarrollaba de la mejor manera posible, era una continuación del am­
biente dentro del cual había nacido. Una existencia de familia burguesa y
respetable que disfrutaba de todos los gustos y comodidades propios de
un alto funcionario bien remunerado que poseía, entre otros bienes, un
piso situado en una casa céntrica habitada también por los distinguidos
Altamira. Como buenos burgueses bien se percataban los Miró de quié­
nes eran sus vecinos y cuál su posición social, de la posición propia, de los
numerosos miembros de su familia, de sus pequeños defectos y grandes
virtudes, sus idas y venidas en la dirección de los asuntos; de los naci­
mientos, primeras comuniones, excursiones, fiestas onomásticas y bodas.
A veces también alguna aventura escandalosa, ciertos éxitos y ciertos
fallos, enfermedades y muertes. En resumidas cuentas, una respetable fa­
milia dominada por un extraordinario sentido de unidad.
El primogénito Juan, que siempre gozó de ventaja en el afecto de sus
padres, nació cuando donjuán y doña Encarnación vivían todavía en su
primera casa, el 21 de junio de 1877. Poco tiempo después, esperando
que aumentara la familia, y por lo visto para poder estar más cerca de la
oficina de donjuán, se mudaron a lo que Guardiola describe como «un
piso amplio y soleado, Castaños, 14, con fachada a Quevedo, señalada
hoy con el número 20» (op. cit., pág. 31). Allí, en una alcoba espaciosa
con balcón a la calle, nació Gabriel Miró y Ferrer a las seis de la tarde del
28 de julio de 1879. '
La noticia del nacimiento tal como lo transcribe Guardiola (págs. 17-
28) es probablemente apócrifa (existe una nota marginal de Clemencia
Miró en la que dice: «no es cierto»), Pero da una idea tan exacta de los
sentimientos familiares que vale la pena repetirla. Doña Encarnación, sa­
biendo que su marido estaría ya de retorno para ver al hijo esperado, de­
El pasado familiar 23

bió reunir todas sus fuerzas para precipitar el parto, con lo cual resultó
que el niño nació en un estado de semi-asfixia por compresión del cordón
umbilical, que rodeaba con dos vueltas el cuello del recién nacido. A pe­
sar de su especial predilección por Juan, primogénito y más semejante a la
madre en temperamento, doña Encarnación se atendría a Gabriel durante
toda su existencia. La partida de bautismo de Gabriel, reproducida en
facsímile por Guardiola (pág. 32), dice lo siguiente:

Año del Señor mil ochocientos setenta y nueve, día primero de agosto;
en la Igl.a Parroq.1 de San Nicolás Insigne Colegial de la Ciudad de Alicante
ProvA de id, Obispado de Orihuela. Yo D. Mariano Urios Ten." Cura de
la misma, bauticé y puse por nombres Gabriel Francisco Víctor, a un niño
que nació el veinte y ocho a las seis de la tarde, hijo lejítimo de D. Juan Mi­
ró, Ingeniero de Caminos, de Alcoy, y D. Encarnación Ferrer, de Orihuela;
Ab.s Pat.s D. Gabriel y D. Agustina Moltó, de Alcoy. Mat.s D. Francisco,
de Murcia y D. Lucia Ons de Orihuela. Pad.s D. Alejandro Miró y D. Con­
cepción Miró a quienes advertí el parentesco espiritual y su obligación. Testi­
gos José Valents y Fran.co Dols. De que certifico

Mariano Urios

Además de Víctor, santo (papa y mártir) del día de su nacimiento, se


eligieron para el niño los nombres más próximos de la familia, los de los
dos abuelos, hecho sin importancia en sí mismo, pero significativo para la
unidad familiar cuya estructura comienza ya a percibirse. La educación de
Gabriel Miró se iniciaba.
II. Niñez en Alicante

Aún en la España de hoy los progenitores, tanto el padre como la


madre, se ocupan mucho de sus hijos pequeños, pero el padre suele dejar
a la mujer la tarea de comunicar a los parientes próximos los detalles de la
crianza de los niños. (El lector notará que el que observa «la España de
hoy» —o de ayer— es un extranjero para quien ciertos detalles resultan
más notables de lo que son para cualquier español.) No así don Juan,
quien informaba siempre a sus hermanas Concha y Teresa de cualquier
incidente relativo a los dos muchachos mostrando, como contrapeso a la
actitud materna, una especial preocupación por Gabrielín. Sus cartas re­
bosan de ternura: el 20 de marzo de 1880 escribe que Gabriel se ha
mostrado inquieto y «ardorosito» durante dos noches por la dificultad pa­
ra echar un diente y padecer de sarampión y que le ponían nervioso todos
los ruidos callejeros. Al día siguiente volvió a escribir: «Hoy está más mo­
lesto por la boquita; ya le ha salido un dientecito.» El padre escribió de
nuevo, en tono sorprendente para un Ingeniero Jefe de Caminos: «Juani-
to y Gabrielín buenos, gracias a Dios, y muy monos con sus salidas. El
Gabrielín apenas se pasa día sin que os nombre» (C. M.).
Conviene recordar que Alicante, ciudad meridional, tiene veranos ca­
lurosos y húmedos, favorables para que se desarrollen enfermedades tro­
picales que vienen a través del comercio con Africa. En una época en que
el prevenir las enfermedades era poco más que cuestión de suerte, el es­
pectro del cólera asustó tánto a don Juan que decidió trasladar a su fami­
lia a una casa situada en lo que eran las afueras de la ciudad5. El traslado

5 Agradezco a don Vicente Ramos, en su libro Gabriel Miró (Alicante: Instituto de Estudios Ali­
cantinos, 1979, pág. 18) la rectificación de mi error en la primera versión de este capítulo (Papeles de
Son Armadáns, octubre, 1962) al situar la nueva casa en el barrio de Benalúa, todavía inexistente en
1883.
Niñez en Alicante 25

tuvo lugar el 10 de abril de 1883, y en una carta que se supone iba dirigi­
da a sus hermanas, les ofrece el nuevo domicilio.
...la nueva casa la tenéis en la calle de Babel n.° 52, pral. (casa Dalhan-
der): no tiene número todavía, pero le corresponde el que te digo; estamos
algo apartados del centro de Alicante, pero tenemos muy buenas vistas, y
casi recién construida o poco más: no hubiéramos dejado la otra casa, pero
me horrorizaba la idea del verano y las habitaciones tan sucias como esta­
ban. Esta semana la empezamos bien y acomodándonos a la nueva casa, pe­
ro ayer por la madrugada nos despertó Gabriel, y ésta es la hora en que aún
no le ha dejado la calentura, pues los pequeños claros que ha tenido han si­
do muy cortos, y no ha dejado de estar ardorosito; como este niño es tan
propenso a las intermitentes, cree el médico que serán esta clase de calentu­
ras. Dios quiera que se venzan pronto, y vuelva el pobrecillo a estar tan
bueno como estaba aún la noche antes de amanecer con la picara calentura.
Yo estoy también con un constipado de los fuertes, y a no ser por el estado
de Gabriel, me hubiera quedado hoy en cama.

Para los detalles de la mudanza a la nueva casa y la instalación en ella,


hay que leer las deliciosas páginas de Sigüenza y el mirador azul. Es cierto
que en general las experiencias de Sigüenza contadas por Miró y las que
refiere en forma autobiográfica, por ejemplo, en El humo dormido no se
pueden tener por historias de cosas que de veras le pasaban al autor en su
propia vida. Pero es evidente en la contestación a Ortega y Gasset que es
Sigüenza y el mirador azul que Miró tenía la intención de decir la verdad
sobre su niñez. Algún detalle, en efecto, se confirma por anticipación en
la carta más arriba transcrita, donde el padre cuenta que el niño, agitan­
do un pañuelo blanco, saludaba a los trenes que pasaban. A veces se le­
vantaba de la mesa y ondeaba una servilleta como si la marcha del tren
tuviese que depender de sus señales. (Se habla también en la carta del
«asunto Teresa», pero en las notas dejadas por Clemencia, no se explica lo
que fue este «asunto». No obstante, agudamente señala que «les encari ta-
ban las confidencias y esa solemne costumbre de comunicar [subraya C.
M.] ha persistido en la familia Miró hasta nuestros días». La agudeza me­
rece ser subrayada.)
Para completar la historia de la mudanza sin estropear la novedad en­
cerrada en las cuartillas de Miró, contentémonos aquí con un breve resu­
men, notando en el mismo principio que, al contrario de lo que dice el
escritor con sus casi cincuenta años a cuestas, la mudanza tuvo lugar no
cuando Gabriel tenía cinco o seis años sino cuando le faltaban todavía tres
meses para cumplir cuatro.
26 Introducción biográfica

Un día el viejo criado Francisco Coloma, Ñuño el Viejo en la historia


de Sigüenza, le contó al niño que la casa nueva tenía un mirador todo
azul, fenómeno que tenía su imaginación excitadísima. Pero el mismo
motivo de mudanza —una epidemia de cólera— hizo que se aplazara
hasta cuando se expusiera la familia menos al contagio. Por fin, se hizo la
mudanza, y el criado llevó al niño a la sala del mirador azul. Gabriel no
pudo ver nada por «el cristal de color ajeno» y se empeñó en que le quita­
ran su velo cerúleo. De repente pudo verlo todo, como, dice Miró, si él
mismo hubiera creado la luz y lo que la luz hacía visible. La casa estaba si­
tuada de tal manera que se veía el tren que iba de la estación Madrid-Za-
ragoza-Alicante a los muelles, y también mucho de lo que pasaba en la
dársena: barcos de vela, un faro, un petrolero inglés. Miró, el autor ya de
El obispo leproso y Años y leguas, cree que esto fue el momento en que
tuvo «el concepto inicial de la novela y de toda obra estética: el de no ser
casi ciencia, el de no proceder a mansalva con métodos y procedimientos
de pre-visión, sino el de ver poco a poco, por la virtud de la forma, lo
único que quizá quedaba del perpetuo reflujo (lo único real desde Herá-
clito) —según dicen— la forma que prorrumpe cada vez recién nacida re­
novando creadoramente todas las realidades.»
La segunda lección de estética la aprendió el niño Gabriel cuando es­
taba observando desde su balcón, teniendo él cinco o seis años, a un jo­
venzuelo lindo de catorce o quince «haciendo cabriolas» al pasar por la vía
del tren. Y pensó: «Si yo fuese no yo sino él». A la envidia le sucedió con­
goja. No podía ser. La lección: «Ser uno en sí, que es lo que origina la téc­
nica y el estilo. Ser con la emoción de serlo». Se reforzó en Gabriel esta es­
pecie de autognosis infantil cuando vio desde la terraza a unos niños en­
cerrados en la casa vecina. Le miraban desde detrás de los cristales de una
galería que permitía que se vieran los movimientos de sus labios pero no
que se oyeran sus vocecitas. A lo mejor le habían visto ya varias veces en
sus salidas, y él sin saberlo. De modo que él, el niño Gabriel Miró, existía
para otros cuya propia existencia él podía ignorar. Más. El, que gozaba de
libertad y el gusto de ver y decir, pudo, a través de su palabra, traer a un
«público» que las desconocía realidades de las cuales él tenía conocimiento
directo, por ejemplo, el incendio de un barco petrolero en el puerto, el
cual convirtió su dormitorio a media noche «en una naranja inmensa y
transparente».
Así el autor de Sigüenza y el mirador azul recuerda los primeros im­
pulsos de protonovelista en su niñez.
Niñez en Alicante 27

Cabe fijar el cuadro del Alicante de que se ha venido hablando en las


páginas anteriores, y no hay fuente de información que mejor correspon­
da a la época que el Diccionario geográfico... de España dirigido por don
Pablo Riera (Barcelona: Heredero de don Pablo Riera), cuyo tomo prime­
ro lleva la fecha de 1881. Entresaquemos los detalles que interesan para
nuestros propósitos.

Es capital de la provincia de su nombre, puerto de mar y plaza fuerte...


Es residencia de los consulados de Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Bra­
sil, Confederación Argentina, Costa Rica, Dinamarca, Estados Unidos, Fran­
cia, Gran Bretaña, Grecia, Honduras, Italia, Méjico, Nicaragua, Países-
Bajos, Portugal, Rusia, Suecia y Noruega, Turquía, Uruguay y Venezuela...
[Tiene] 34.926 habitantes... Hay dos iglesias parroquiales y una ayuda de
parroquia; una de las primeras consagrada a San Nicolás de Bari... [y] por el
papa Clemente VIII elevada... a Colegiata; su cabildo...: abad doctoral,
magistral, 8 canónigos, 6 beneficiados, 2 ecónomos y 6 coadyutores... Tam­
bién, monasterios... y conventos de monjas, iglesias particulares y
ermitas...; .. .entre los conventos, el de la Santa Faz o Santa Clara, en que se
guarda la reliquia a que debe su primer nombre, la que miran con gran ve­
neración los habitantes por creerse que es uno de los tres lienzos con que la
Verónica se presentó a enjugar el sangriento sudor de nuestro Redentor, reli­
quia que transportó de Roma Mosén Pedro Mena, cura que fue de la parro­
quia de Sanjuan.

Señala el Diccionario que Alicante pertenece, en 1881, a una red im­


portante de carreteras nacionales y regionales. Y añade:

Cuenta también muchos caminos locales, vecinales y de herradura...


Cuenta con la línea férrea de Madrid a Alicante... Su puerto le permite un
gran medio de comercio marítimo... Reside en esta población el ingeniero
jefe de caminos, canales y puertos de la provincia con todas las dependencias
y personal que este ramo tiene asignado por la Dirección general de Obras
públicas.

Rebosando del progresismo burgués de la época, el Diccionario no de­


ja de alabar sus manifestaciones en Alicante:

Ha entrado en la vía del progreso y adelanto que la mayor parte de las


poblaciones de España, y con mayor motivo desde el momento en que una
vía férrea, uniéndola directamente con la metrópoli, abrió nuevas vías al co­
28 Introducción biográfica

mercio y la industria, facilitando las importaciones y exportaciones de pro­


ductos y atrayendo... a su seno multitud de objetos que, merced a la ferro-
vía, podían ser conducidos con una rapidez y una economía desconocidos
hasta entonces... Las contrucciones, en general, han mejorado, sus calles son
anchas..., y entre sus diversas plazas hay alguna bastante notable, como su­
cede con la Isabel Segunda, donde hay un paseo cuadrangular cerrado por
una verja de hierro, en el cual crecen flores y arbustos arreglados con bastan­
te gusto, con asientos de mármol y una fuente en el centro. Otro paseo exis­
te... en la plaza de San Francisco, poseyendo además, como a lugares de so­
laz y esparcimiento, la glorieta que rodea el monumento erigido a la memo­
ria del inmortal gobernador de Alicante, don Trino González Quijano.

Existen varios «círculos de instrucción y recreo», entre ellos los teatros


«Principal» y «Español», donde «generalmente actúan excelentes
compañías así dramáticas como líricas». De los diez periódicos que se ci­
tan como «prueba del movimiento intelectual» destaquemos El Constitu­
cional, La Ilustración Popular, E2 Semanario Católico y La Unión Demo­
crática. Alicante tiene «no sólo las profesiones, artes y oficios indispen­
sables, sí que también aquellos que ha propagado el lujo y se han conver­
tido en necesarios..., todos a la altura del perfeccionamiento a que el
progreso los ha llevado en nuestro tiempo».
Encanta el artículo del viejo Diccionario por la opulencia optimista de
sus detalles, por su sabor a época, y da una idea muy clara de la tendencia
general en la vida alicantina de mirar su sitio como un lugar, una parada,
entre el mundo y Castilla, mirar tanto hacia fuera al mundo como
adentro hacia Madrid. Aunque Alicante estaba conectado con Madrid y el
corazón de España por el ferrocarril recientemente construido y por carre­
tera, se relacionaba desde hacía siglos por rutas marítimas no sólo con los
demás puertos de España, especialmente Valencia y Barcelona, sino tam­
bién con las tierras de ultramar en Europa, Asia, Africa y América. El
pueblo rural hablaba, y sigue hablando, aunque cada vez menos, un
dialecto del valenciano. Y sin embargo, por razones históricas, Alicante
no desarrolló una cultura basada en su propio idioma como pasó en Cata­
luña y hasta cierto punto en Valencia. El castellano, desde que se hizo la
lengua de España, ha sido lo mismo el idioma oficial que el cultural de
Alicante, el único que sabe hablar la gran mayoría de sus habitantes. Pero
como los alicantinos podían mirar quizás más fácilmente hacia fuera que
hacia dentro, era tan probable que completaran su educación en Valencia
o Barcelona (con su fuerte sentido de identidad regional) como en
Madrid: viajaban y comerciaban en los países mediterráneos, notable­
Niñez en Alicante 29

mente Argelia y Marruecos; y su cultura inevitablemente regional tenía


en el último cuarto del siglo xix un fuerte matiz cosmopolita, reforzado
por la presencia en la pequeña ciudad de cónsules de todos los países del
mundo, entre ellos el cónsul francés con la misión doble característica de
la diplomacia francesa de propagar la cultura no menos que el comercio
de Francia.
Si insisto en el carácter cosmopolita de la vida alicantina en los 80 no
es por su interés puramente anecdótico sino porque estoy buscando,
dentro de lo que cabe, una explicación biográfica de la personalidad lite­
raria de Gabriel Miró. Emplea un castellano tan quintaesencia!, tan idio-
sincrático, que su misma lectura requiere una atención intensa a veces casi
penosa y su traducción a otro idioma resulta punto menos que imposible.
(En contraste, la prosa de Unamuno, de Baroja, de Azorín, de cualquier
escritor de la llamada Generación del 98, aún la de Valle-Inclán, se lee y
se traduce con relativa facilidad.) Por otra parte, sus personajes y sus
paisajes, por su filiación genética aquéllos y por su situación geográfica és­
tos evidentemente españoles, no interesan como actores y escenarios del
drama nacional, como elementos del problema de España. (En los «Capí­
tulos de la historia de España» que aparecen en el Libro de Sigüenza, el
nombre del país se introduce con una intención enteramente irónica
—pero éste no es el lugar para discutir con los que se empeñan en llamar
a Miró epígono de la Generación del 98—.) Miró se interesa por sus per­
sonajes como seres humanos, de mucho más carne y mucho más hueso de
los que sería capaz de concebir don Miguel de Unamuno, y por sus paisa­
jes como experiencia lírica, personal. ¿De dónde puede surgir un escritor
tan excéntrico, tan falto del problematismo nacional que era una enfer­
medad endémica en las letras españolas de principios de siglo, un prosista
que escribe con pluma castísima de lo que ve con ojos microtelescópicos ?
Pues de un ambiente vital sumamente provinciano y extraordinariamente
cosmopolita como el que seguiré perfilando.
Cuando Miró era niño, el cónsul francés era Antonino Maignon, cuya
hija Clemencia nació poco después que Miró, el 19 de septiembre de
1879- En aquellos años el cónsul, como la familia Miró, vivía en el centro,
pero con la invasión del cólera fueron los Maignon como los Miró a vivir
donde el aire parecía más sano. En £/ humo dormido Miró, hablando en
primera persona, cuenta como Ñuño el Viejo, el mayor de los dos criados,
que en realidad se llamaba Francisco Coloma, lo llevaba a él y a su her­
mano a jugar en el Paseo de la Reina. Pero como he demostrado en otros
30 Introducción biográfica

lugares6, no se pueden aceptar los escritos «autobiográficos» de Miró como


biográficamente verídicos, lo cual no significa que no encierren el espíritu
de la verdad. No cabe duda de que hay un fuerte elemento de composi­
ción en el texto aludido.
Según me contó don Eufrasio Ruiz7, el grupo de niños que jugaba en
el Paseo de la Reina y en la Plaza de Isabel Segunda incluía, además de
los hermanos Juan y Gabriel, a Eufrasio mismo y a la hija del cónsul fran­
cés, Clemencia Maignon. Mientras que Miró como su propio (pseudo)
biógrafo en El humo dormido no tiene obligación alguna de contarlo to­
do, el carácter de las alteraciones (el nombre del criado) y supresiones (los
compañeros) demuestra que no tenía el menor interés por narrar la histo­
ria de su vida, que más bien había puesto su memoria al servicio de su ar­
te. «No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de
memorias», dice el mismo autor en su prólogo. Aquí mi propósito es dis­
tinto. Vuelvo al Paseo de la Reina no como elemento de composición ar­
tística sino como recuerdo de don Eufrasio Ruiz. La amistad entre Gabriel
y Clemencia que empezó allí luego se convirtió en noviazgo, cuando las
dos familias se habían mudado, una vez más, al nuevo barrio de Benalúa,
construido en el terreno alto al sur de la vieja ciudad. Vecinos en Benalúa
eran don Hermenegildo Giner de los Ríos y su familia. Doña Gloria, hija
de don Hermenegildo y entonces todavía muy niña, recordaba en los últi­
mos años de su vida al joven Gabriel, espigado, guapísimo, «pelando la
pava» como en la clásica estampa del amante a la reja de la novia. Gabriel
venía a pasar tanto tiempo en la casa de los Maignon como en la propia.
Se hablaba, se cantaba —Gabriel tenía una voz hermosa aunque no tenía
escuela—, se tocaba —una de las hermanas de Clemencia era excelente
pianista—.

6 Ver mi «Gabriel Miró Introduced to the French», Hispànic Review, 29 (1961), 324-332, y mi edi­
ción de El humo dormido (New York: Dell, 1967), Introduction.
7 Gabriel Miró tuvo sólo un amigo de toda la vida. Fue Eufrasio Ruiz, a quien conocí cuando era
muy viejo. Me contó todo lo que podía (o quería, desde luego) recordar de Gabriel Miró. Cómo lle­
garon a ser compañeros de niñez no lo sabía; pero desde entonces lo fueron, sin las interposiciones
retóricas que se encuentran entre Gabriel y sus otros amigos. En las cartas de Miró a Eufrasio no hay
ironías tácitas ni anécdotas. «Haz esto, por favor». «No olvides tal». «Te esperamos». Una confianza
absoluta. Don Eufrasio le acompañaba en su agonía y, por encargo de doña Clemencia, fue a buscar
al fraile capuchino que le visitó en los últimos minutos de su vida. Me concedió don Eufrasio largas
horas de conversación sobre su amigo Gabriel, y me dio copias de todas las cartas que éste le había
escrito, sacadas en limpio por nuestra común amiga Doris Evans de Haselden. Es testigo digno de
confianza.
Niñez en Alicante 31

Para muchas personas el encuentro con una cultura extranjera es un


proceso deliberado y bastante dramático que se realiza por un esfuerzo
consciente, con un fuerte sentido de la diferencia entre «nosotros» y
«ellos». Para Miró era perfectamente natural, ya que se entrelazaba con el
proceso que pasando los años convertía a la compañera de su niñez en es­
posa. Con lo cual no quiero decir que Miró se afrancesaba. Sencillamente
se encontraba a gusto en la pequeña sociedad de Alicante en que se
hablaba francés y se leían y se discutían libros franceses, aun cuando sus
intentos —por lo visto no estaba muy dotado para los idiomas— de
hablar francés lo mismo que los de hablar alicantino (valenciano) oca­
sionaban bastante risa entre su familia y sus amigos.
Si el amable acento circunflejo de la cultura francesa se extendió sobre
Miró desde la casa de los Maignon, su acento agudo le venía sin duda de
un tío suyo. Pero como esta historia pertenece más bien a la educación
formal de Gabriel Miró, se contará en el capítulo siguiente.
III. Educación

Los dos biógrafos que hay de Gabriel Miró (José Guardiola Ortiz y Vi­
cente Ramos) dan por sentado que la historia de la primera enseñanza y
la instrucción de orden privado que se encuentran en El humo dormido y
Años y lenguas es absolutamente verídica. Sin duda y hasta un cierto
punto, puede asegurarse que así sea. Respecto a los dos primeros años de
estudios, Clemencia Miró ha dejado una nota lacónica sobre su padre:
«Gabriel Miró estuvo de pequeño en el colegio de San José que describe
en alguno de sus libros. Diciembre 1884, alumno 1.a enseñanza 1." año.
Calle Bailén. Tenía cinco años.» El desenredar, en este asunto, la historia
y la poesía de ambos libros ya mencionados, como asimismo en otras
obras, sería tarea desesperanzada y mal recompensada.
Más instructivo para nuestra comprensión de Gabriel Miró es el análi­
sis del afecto que sintió por su tío, el pintor Lorenzo Casanova. El que la
experiencia fue inolvidable nos la da la aseveración del propio Miró:

Pasablemente [sic] yo sería pintor, si no hubiera muerto el maestro Lo­


renzo Casanova, el discípulo amado de Rosales, espíritu exquisito, activo y
profundo, que renunció voluptuosamente a la gloria... Amábame inmensa­
mente. Según dicen muy chico yo, y sin saber dibujar todavía, ya logré estilo
propio. Mi pereza no entibió al maestro.8

Muchas de las frases de este breve relato aparecen en el retrato más


detallado del maestro de Federico Urios {La novela de mi amigo, III), y
aunque don Lorenzo no está nombrado en el libro, se ve con claridad el
modelo. Para una descripción vista desde un ángulo ligeramente distinto,

8 Carta publicada por Andrés González Blanco en Los contemporáneos, t. I, pte. 2 (Patis, 1907),
pág. 291.
Educación 33

podemos volver al librito del amigo de Gabriel Miró, Luis Pérez Bueno,
Artistas levantinos9. Escribiendo siempre Arte con mayúscula, con lo cual
intenta sugerir que el Arte por el Arte fue doctrina dominante durante el
final del siglo xix, aún en Alicante, Pérez Bueno opina que el origen del
arte en la capital provinciana fue Casanova, maestro de todos aquellos a
que hace referencia en su opúsculo. Casanova fue más importante que su
maestro Rosales, el cual había dicho que todos debieron destruir su paleta
cuando el hijo del carnicero comenzó a pintar. Y con su grandeza, era
además afectuoso, fácil de llevar y generoso. Vendía sus cuadros por poco
precio y los dibujos los regalaba a sus amigos.

Ama al Greco, y el Greco a buen seguro que no hubiera tenido mejor


modelo que él para hacer uno de esos retratos que todos admiramos y muy
pocos logran comprender. Es un genio que siente la simpática atracción de
otro genio.
Lo ha vivido y por eso lo ama, lamentando sinceramente que no sea co­
nocido y apreciado en el extranjero tanto como él merece.
Casanova es un erudito de gran competencia en materias artísticas y lite­
rarias. Avalora lo que sabe con su pasión favorita: la lectura. Al año pintará
un mes; los once restantes se los pasa leyendo cuanto de notable se publica
en Francia y en España (págs. 16-17).

Este hombre fue el mentor de Gabriel Miró desde su infancia hasta la


muerte del pintor en 1900. «Yo pasaba muchas horas a su lado», escribió
Miró cuando tenía cuarenta y siete años10.
A un niño de la familia de Gabriel Miró no se la animaba, normal­
mente, a que frecuentara el estudio de un pintor. Había, además, el mis­
terioso «asunto de Teresa». Sin duda la apariencia de un ménage à trois
resultaba inquietante. Y don Lorenzo tenía no sólo un taller sino también
una academia, indiferente a las credenciales de sus discípulos siempre y
cuando éstos tuvieran talento. En aquel tiempo el estudio de un artista
podía erigirse en templo de una nueva religión fundada en París. Don
Luis Pérez Bueno, circunspecto académico en sus últimos años, mostró a
las claras el nuevo fervor:

El camino del arte es escabroso. Defenderse de las necesidades de la vida


con el trabajo sin descanso del que ha de conseguir el pan cotidiano; rendir

Con prólogo de J. Martínez Ruiz. Madrid: Impr. de Artillería, 1899.


«Autobiografía», Edición Conmemorativa, I, pág. x.
34 Introducción biográfica

al propio tiempo culto ferviente a la religión del Arte, cosas son que, si no
logran destruir la voluntad, llegan a enfriar el espíritu. El artista, como el
mártir, lucha, si es preciso, hasta morir por el ideal. Persigue la fama, y ésta,
desdeñosa y adusta, huye y se desvanece como un sueño... (pag. 18).

Si al niño Gabriel Miró, a los seis años, se le consentía jugar a la


sombra del caballete de Lorenzo Casanova, debió de ser porque, en pri­
mer lugar, el pintor era su tío y hombre de cierto prestigio en la comuni­
dad. Le gustaban los niños y él no los tenía: Gabriel demostraba talento y
era bien recibido. El estudio estaba cerca de la casa. A pesar de que en
teoría se aproximaba a París y en técnica se afiliaba a Roma, la obra de
don Lorenzo y asimismo la de sus discípulos no demostraba falta de respe­
to por los prejuicios burgueses. Por lo que dice Pérez Bueno, no se tiene
la impresión de que la academia de Casanova fuese un lugar de licenciosa
complacencia. Allí los pintores jóvenes, con frecuencia indigentes, traba­
jaban todo lo que podían, ante un maestro exigente, en pintar y esculpir,
y en obsequio de cualquier cosa, exceptuando el Arte, para satisfacer el
gusto mediocre de posibles clientes: la Iglesia, casinos, plazas y edificios,
y clientes adinerados. Los nombres de algunos: Lorenzo Pericas, Vicente
Bañuls, Adelardo Parrilla, José López Tomás, Heliodoro Guillén, Francis­
co Prunier. Pintaban cosas como En el jardín, El náufrago, Ultimos mo­
mentos de Santa Teresa de Jesús, Descanso de caza. El mes que el maes­
tro tomaba cada año para pintar a su gusto, daba un cuadro como Los pri­
meros pasos. ¿Qué perjuicio podía ocasionársele a un chiquillo rodeado
de semejantes preocupaciones artísticas?
La prueba de que don Lorenzo sentía un afecto especial por su sobri-
nito se halla en los tres deliciosos retratos realizados al óleo, mitad de su
tamaño natural, de Gabriel a los seis años de edad11. En unión de otros
bocetos inacabados (vistos en Villa María de Alcoy) muestran a Casanova
como un verdadero pintor, sin duda no grande, pero mucho mejor de lo
que podría esperarse dado el carácter anecdótico y sentimental de sus
obras acabadas.
Seguramente no fue la muerte del maestro, acaecida en 1900, lo que
impidió a Miró dedicarse a la pintura, ya que por entonces Gabriel tenía
veintiún años y su vocación literaria estaba ya definida. Es posible que la
preferencia que Casanova mostró por las letras, sobrepasando esta predi­
lección a la de la pintura, influyese en el camino que había de seguir el

11 Pertenecen ahora a D.a Olympia Luengo de Pallarès y al Dr. Emilio Luengo.


Educación 35

joven Miró. Habiendo, en general, una influencia cultural francesa en el


Alicante de la época, sin duda aquélla le vino a Miró de su tío y del entu­
siasmo del pintor por la literatura francesa. De todos los alumnos que fre­
cuentan la academia, Miró fue el único que aprovechó en grado significa­
tivo las enseñanzas del maestro, aunque irónicamente no en las artes pic­
tóricas.
Cuando Casanova pretendía corregir los trabajos de sus discípulos, en
general enunciaba su sencilla doctrina:

Dibujad con cualquier cosa; carbón, lápiz, pincel: pero mucho ejercicio.
Acostumbrad la vista a medir el modelo; abarcadlo en conjunto y detalle. El
color que no preocupe: vendrá luego insensiblemente. Lo primero de todo
es que el artista haga del órgano visual una verdadera cámara oscura. (Artis­
tas levantinos, pág. 22.)

De este modo, Miró aprendió durante las horas que pasaba al lado de
su tío, a iniciarse con la vista, con los sentidos, y a transformar esta expe­
riencia sensitiva en expresión objetivada. Más tarde, escribe: «Nadie se
burle de estas realidades de nuestras sensaciones donde reside casi toda la
verdad de nuestra vida»12.
Pero el ensanchamiento de su horizonte intelectual, el proceso de
agudizar su visión y los comienzos de una doctrina estética no fueron las
únicas adquisiciones que Miró extrajo del estudio de su tío. Tal vez no
tenga tanta importancia para la evolución de Miró su aprendizaje pictóri­
co como el que aprendiera a compartir la actitud de los pintores como ar­
tistas. Pintores, poetas, músicos y demás se llaman artistas, pero es al pin­
tor al que más comúnmente se le denomina artista. El poeta, que com­
parte su medio expresivo con periodistas, moralistas, estadistas y profeso­
res, siempre corre el peligro de utilizar el vocablo j?ara fines meramente
utilitarios, razón por la cual no le va fácilmente el distintivo de artista.
Por el contrario, el músico se halla virtualmente tan lejos del contagio por
utilitarismo que prácticamente puede elegir entre colocarse la etiqueta o
dejarla. Es con la actividad pictórica con la que, por común acuerdo, el
término arte ha cuadrado, como si dijéramos que su función utilitaria, di­
dáctica, es sólo aparente, que su auténtico ejercicio es la belleza y los que
practican esta belleza son los artistas. Después que la pintura se desvió de

’2- «Don Jesús y la lámpara de la realidad», El humo dormido, Ed. Conmemorativa, VIII, págs. 77-
78.
36 Introducción biográfica

la magia se volvió, de un modo inherente, parnasiana, en espera de que


Gautier así la definiese. Un poeta no debiera ser pintor, pero Miró se
impregnó de los ideales de aquellos mientras jugaba, pintorreaba y leía
junto a su tío en la Academia de Bellas Artes de Alicante. El arte era una
religión: si él había de ser, no sólo escritor, sino también poeta, artista,
tendría que permanecer completamente fiel a la experiencia de su propia
y clarísima visión.

Ahora, en una breve digresión, hemos de rendir tributo a dos


hombres ya muertos, don Eufrasio Ruiz y don Manuel Lorenzo Penalba.
En 1954,. eran los únicos supervivientes que habían conocido a Gabriel
Miró en su niñez. La alegría con que recordaban las escenas de esta infan­
cia era, al parecer, lo suficiente para hacerles olvidar los dolorosos acha­
ques de su vejez.
Cuando Gabriel tenía cuatro o cinco años y no tenía que estudiar o
acudir al estudio de Casanova, iba a jugar con su amigo Eufrasio Ruiz al
Paseo de la Reina. Ñuño el Viejo, en realidad Francisco Coloma, solía an­
dar cerca y no lejos también se hallaba el consulado de Francia. Antonino
Maignon, el cónsul, tenía una hija llamada Clemencia, de la misma edad
que ambos muchachos y que solía bajar a jugar con ellos. Con el tiempo,
Clemencia fue la esposa de Gabriel. En opinión de don Manuel Lorenzo,
que llegó a ser canónigo de la catedral de Orihuela, el joven Gabriel, resi­
dente en Alicante, puso su pensamiento, durante una cierta época de su
vida, en otras muchachas. No obstante, don Eufrasio Ruiz, que llegó a ser
ingeniero, no alardeó nunca de puritano, murió soltero, y fue hombre ex­
perimentado en las cosas mundanas, opinaba que Gabriel fue su antítesis
y jamás vaciló en su exclusiva y siempre creciente devoción, sentida desde
la infancia, por Clemencia. La opinión de don Eufrasio está de acuerdo
con los rasgos generales del carácter afectivo de Miró.
Juan, casi dos años mayor que Gabriel, tenía un temperamento vivo,
menos unido, incluso desde su niñez, a sus padres. A los siete años fue
enviado al colegio de los jesuítas de Santo Domingo, en Orihuela. Allí,
sus padres y hermano le visitaban con la frecuencia permitida por las
reglas del colegio. Estas visitas permitieron una rápida amistad entre
Gabriel y Manuel Lorenzo ya que los Miró, en un principio, se hospeda­
ron en la Pensión Pisana, situada al lado de la casa de los Lorenzo. Ambas
familias se veían con frecuencia. Para Manuel, la llegada de Gabriel signi-
Educación 37

ficó el goce del mundo exterior. En su vejez, don Manuel oía aún el ligero
ceceo y la vacilación del habla infantil de Gabriel cuando le gritaba: «Ma­
nuel, ven a jugar, porque ezta tarde tengo muchaz piulaz»13.
Tras un intervalo de dos años, Gabriel siguió a Juan, ingresando en el
colegio de Santo Domingo (1887). En Alicante quedaron sus compañeros
de juego Eufrasio y Clemencia y asimismo el estudio del tío Lorenzo, a
quien sólo podía visitar durante las vacaciones. Dos años llevaba en el co­
legio Gabriel cuando se le unió allí su amigo Manuel, en el tercer año de
preparatorio, aunque los amiguitos continuaron viéndose siempre que los
padres de Gabriel iban a visitarle. La separación se hizo para éstos tan du­
ra que acabaron por alquilar una casa en Orihuela, cerca del colegio, con
objeto de estar allí las vísperas de fiesta y poder llevar a casa a los chicos.
En el recuerdo de don Manuel, Juan era serio y Gabriel «todo bondad y
dulzura angelical». La fotografía de ambos niños publicada por Guardiola
(op. cit., pág. 61) lo confirma. Pero podría añadirse que Juan lleva su se­
riedad con rigidez incómoda mientras el rostro de Gabriel, redondo y
bello, ya se asemeja más bien a un angelito burlón, consciente de lo que
sucede a su alrededor.
Sin duda el niño Gabriel expresaba su propia conciencia de un modo
infantil, pero no dejó de expresarla. Un día, por ejemplo, después de ter­
minar la interlocución formal con su padre en el salón del colegio, salió a
la sala en que esperaba su madre y subiéndose en sus rodillas le dijo:
«Abre los ojos, mamá, que te los quiero pintar porque son lo mismo que
los míos». Doña Encarnación era una notable belleza de ingenio tosca­
mente franco. Gabriel, incluso cuando estaba silencioso, magnetizó du­
rante toda su vida a las mujeres con su buena figura y fino rostro.
Su primera carta escrita desde el colegio, a juzgar por la caligrafía, es­
tilo, ortografía y contenido, lleva fecha del 25 de marzo de 1889:

Mi amadícima Mamá. Me alegraré que estés sin novedad como yo lo es­


toy gracias a Dios. Con el corazón lleno de alegría te escribo cuatro lineas na-
damas para felicitarte y para que veas que tu amadicimo hijo siempre se-
acuerda de ti, Yo quisiera tener talento para componer algún verzo pero el
Señor no mea dado mas y yo estoy contento con lo que se hadado Dios. Te-
doy las gracias por haberme mandado esas dos tarjetitas tan bonitas, Y
queridísimo papá no te qurias [creas] que yo me olvido de tí sino al contra­
rio me acuerdo mucho de ti. Mamá que paces felices Dias en compañía de

¡piula» (murcianismo): «Triquitraque».


38 Introducción biográfica

toda la familia al pensar que hoy es santo de mi amadicima mamá mi cora­


zón seaguita dale espreciones ami amado papá y turecibe los mas cariñosos
— Besos de tu hijo que tequiere con locura y te ama y finalmente tefelicita,
Gabriel — Escríbeme a menudo, [rúbrica] Te felicita el primo Augusto,
mándame cromitos [subrayado con rúbrica.]

La carta muestra una mezcla de fórmulas y sentimiento, escrita lo me­


jor que puede hacerlo un niño que aún no ha cumplido diez años y está
lleno de buenas intenciones. En la ortografía fonética se nota todavía el
ceceo. A pesar de que la carta se mandó con retraso, demuestra un gran
sentido de afecto y solidaridad familiar y una candorosa piedad. Contras­
ta con el espíritu desplegado por Juan, quien en lugar de escribir una car­
ta propia, añade una breve postdata a la de su hermano en la que expresa
sus buenos deseos al mismo tiempo que pide un misal de cantos dorados,
«pero no de esos de Señora no me lo han traído»14.

En una carta fechada el 26 de mayo de 1889 y dirigida a sus tíos de


Alcoy, la caligrafía es pequeña como antes y como será a través de toda la
vida de Miró. Sin embargo, comienza ya a ser fírme. La rúbrica es más
sencilla que las anteriores, clara imitación de la de su hermano aunque
con unos cuantos floreos por debajo. Quisiera tener unas estampitas y se
queja de no haber recibido ninguna desde su primera comunión. Hace
patente su amor por la Virgen bendita y desea las estampas antes de fina­
les de mayo.
Un año más tarde el estilo de Gabriel se asemeja al de los manuales de
cartas:

Orihuela 23 de marzo de 1890.—Mi amadicima Mamá:

Me alegraré que estés sin novedad gracias a Dios. Al acordarme que hoy era
tu santo tengo el gusto de cojer la pluma para felicitarte ya sé que extrañarás
que haga tan mala letra pero es por que la pluma esta un poco rotita. Deseo
que paces el día feliz en compañía de toda la familia.
. El viernes a las 9 1/2 espiró o murió el R. P. Espiritual cuando vengas te
contaré todo lo que á pasado.
Adiós recuerdos á toda la familia y vosotros recivir los cariños de vuestro
hijo que os quiere muchicimo. Gabriel.

14 La transcripción de Clemencia Miró ha sido seguida con toda fidelidad.


Educación 39

Los padres jesuítas dividían el gremio estudiantil, para fines discipli­


narios, en tres brigadas amoldadas a la edad de los chicos, y cada brigada
tenía su cuadro de oficiales «romanos»: brigadier, sub-brigadier, cuestor
de pobres, cuestor de juegos, cuestor de biblioteca, capillero y jefe de filas
—puestos distribuidos cada trimestre de acuerdo con la posición adquiri­
da en conducta y estudios—. En uno de los trimestres Gabriel, siendo to­
davía miembro de la tercera brigada —la de los más pequeños—, logró el
rango de sub-brigadier, subordinado únicamente a Ricardo Ayala, su
compañero de clase. Cuando llegó la hora de distribuir nuevamente los
puestos, el padre inspector anunció con frialdad militar: «Centurio pri­
mo, Gabriel Miró; centurio segundo, Ricardo Ayala». Con gesto de
sorpresa y como ofendido, Gabriel exclamó: «¡Yo brigadier!» La nueva
dignidad le otorgaba el derecho de llevar en la manga del uniforme tres
galones dorados y dos borlas, como asimismo un fajón azul, mientras que
el sub-brigadier ostenta sólo galones dorados y uno de plata y sin derecho
a fajón. El primer día de asueto Gabriel fue a su casa y pidió a su madre
que hiciese las alteraciones indispensables en su uniforme. Luego, volvió
al colegio para la ceremonia de instalación. Subió con aire inocente a la
tribuna seguido de Ayala y, al volverse, vió con asombro que los ojos de
su antecesor estaban llenos de lágrimas. Dijo a Ayala que no llorase y, di­
rigiéndose al padre inspector: «Dele a él mis galones y a mí los suyos, que
lo mismo me da a mí». Y el inspector, poniendo la mano en la cabeza de
Gabriel, rehusó.
La obtención del grado de brigadier fue un éxito excepcional para
Gabriel. Mientras que su conducta, sin duda, era más que aceptable —su
naturaleza no era turbulenta— no era excesivamente estudioso y rara vez
pudo ser el primero o el segundo en las composiciones requeridas al final
del período escolar. Generalmente obtenía un accçsit. No obstante, en el
tercer año el padre Ruiz Amado anunció en clase que los alumnos
tendrían que escribir un relato. «Son las dos y media. Tienen dos horas».
Gabriel Miró escribió su primer cuento, Un día de campo, y con él ganó
el primer premio, consistente en una medalla de plata. El propio Miró re­
cuerda que «al siguiente curso, el Padre Buriel, comentando el anterior,
me dijo que no me vanagloriase de aquella recompensa porque se me
había concedido por equivocación». («Autobiografía» citada.).
El joven Miró sentía una cierta inclinación por lo morboso, tanto física
como moralmente, y sin duda esta inclinación se veía exacerbada por la
dura disciplina de los jesuítas. Padecía de vez en cuando de reumatismo
40 Introducción biográfica

en una rodilla y la caminata prolongada lo empeoraba. Cuando su briga­


da iba a pasear por las colinas cercanas, prefería ir él también antes que
permanecer sólo en su cuarto, pero poco a poco quedábase rezagado y,
cojeando, seguía a su grupo como buenamente podía. Por esto, le pu­
sieron de mote «el corderito cojo». Más de una vez el corderito pasó días
seguidos en la enfermería del colegio y allí, tumbado en la cama y miran­
do por la ventana, Miró ha recordado en un escrito: «He sentido las pri­
meras tristezas estéticas, viendo en los crepúsculos los valles apagados y las
cumbres de las sierras aún encendiddas de sol... Amo el paisaje desde
muy niño». (Carta citada a González Blanco.)
Durante años los esfuerzos de varios estudiosos por ver los documen­
tos referentes a Miró en el Colegio de Santo Domingo fueron repulsados
en el mismo colegio, con la advertencia de que los archivos o habían sido
destrozados por intención administrativa o perdidos en algún incendio, o
quemados por «los rojos». Y luego, gracias al artículo del R.P. Rosendo
Roig, «Diálogo con el padre de Gabriel Miró», en Hechos y Dichos, núm.
352, abril 1965, nos hemos enterado de que no, que en efecto se ha con­
servado el archivo intacto en el continuador de Santo Domingo, el Cole­
gio de la Inmaculada, en Alicante. Con dicha revelación se ha podido,
primero, precisar un detalle cronológico en la vida de los hermanos Juan y
Gabriel Miró. A base de no sé que información, se ha venido dando erró­
neamente las fechas de su ingreso en Santo Domingo. Pero no tenemos
que depender exclusivamente de recuerdos, sean de testigos remotos,
sean del P. Manuel Lorenzo, sean de Miró, todos matizados, a lo mejor,
por cierta expresividad literaria. Podemos valernos del expediente del «se­
ñorito D. Gabriel Miró y Ferrer»15 (en su último año quedará inscrito
sencillamente como «Sr. Miró, Gabriel»), expediente llevado con el no­
table rigor y detallismo de los padres jesuitas.
Al padre de un futuro interno en Santo Domingo se le exigía respues­
tas a un cuestionario de catorce preguntas sobre su hijo, respuestas que
nos ofrecen algún concepto de cómo era el niño Gabriel a los ocho años
de edad. Teniendo en cuenta la actitud de afecto casi maternal que ya he­
mos visto en Donjuán Miró y Moltó para con su hijo menor, y admitien­
do cierto grado de exageración favorable en un padre tan cariñoso, sin
embargo, al comparar lo que dice de Gabriel con lo que responde a las

15 Agradezco al R.P. Rector del Colegio de la Inmaculada (Alicante) el haberme facilitado fotoco.
pias de todos los papeles en los expedientes de Gabriel y Juan Miró Ferrer.
Educación 41

mismas preguntas sobre el hijo mayor, Juan, notamos que elegía con
cuidado sus palabras de caracterización moral. Si de Juan podía decir que
su conducta moral hasta entonces había sido buena y que «solamente ha
sido amonestado por caprichos pasajeros, de su edad», de Gabriel dice
que «es bondadoso en alto grado» y que, para conseguir «mejor de él la
aplicación y la enmienda de sus defectos» había que tratarle «con muchísi­
mo cariño y afabilidad hasta exagerada», mientras que la enmienda se
lograba en Juan «por cariñosa reflexión, excitándole la emulación para su
porvenir».
Cuando Juan entró en Santo Domingo, su padre comprendía que en
cuanto a cartas a la familia «por ahora sólo puede exigirse que escriba a lo
más cada 15 días». Pero Gabriel, dos años después y más joven, en la mis­
ma situación debía escribir «cada semana, y a la vez que su hermano». Se
les solía dar a los internos «un real, o dos, o una peseta a lo más» como
«asignación semanal para sus recreos, como recompensa de su conducta y
explicación». Pues a Gabriel se le asignaba sencillamente y sin reparos «un
real semanal, cuando haya merecimiento»; la misma asignación para Juan
quedaba restringida por reservas implícitas que impugnaban su inocen­
cia: «Puede asignársele un real por ahora, y suponiendo que esa Supe­
rioridad intervendrá su inversión, evitación de que adquieran algo que
pueda perjudicarlos».
En cuanto a su preparación escolástica, aprendemos que Gabriel «sa­
be leer, pero que todavía no puede escribir al dictado», que ha tenido
«Maestro particular» con quien ha hecho «Lectura del Abecedario de la
virtud, y algo de Doctrina». Veamos cómo era el sistema educativo al cual
este niño iba a ser sometido.
Los jesuítas de Orihuela en aquella época no empleaban el conocido
aparato de calificaciones de «sobresaliente, notable, bueno, aprobado,
suspenso», sino otro, de discriminaciones casi microscópicas, las cuales se
apuntaban, además, todas las semanas, a saber:

a: muy bien
ae: casi muy bien
e: bien
ei: casi» bien
i: medianamente
io: casi mal
o: mal
42 Introducción biográfica

ou: casi pésimamente


u: pésimamente

El registro de las notas estaba dividida en tres partes: Pensionado, Es­


tudios Generales y Clases de Adorno. Pensionado se refería al alumno co­
mo persona, sin considerar sus estudios; subcategorías: piedad, conducta,
aplicación, aliño, urbanidad. Estudios Generales eran las asignaturas tra­
dicionales —latín, historia, etc.— calificadas según los aspectos respecti­
vos de conducta, aplicación y aprovechamiento. Las Clases de Adorno que
se podían elegir eran música, piano, dibujo, caligrafía, gimnasia y equita­
ción, calificadas bajo los mismos rótulos que los Estudios Generales. Si la
sección Pensionado representa el carácter moral del alumno sin más, las
otras divisiones del registro conceden también, como se ha visto, una pro­
porción preponderante de las calificaciones al aspecto caracterológico de la
empresa estudiantil.
Sigamos primero el perfil personal del desarrollo del niño Gabriel,
que emprendía el camino de hacerse el joven Sr. Miró. En su primer año
(1887-1888) sólo recibió a en la sección Pensionado. Parece que a través
de la reja cuadriculada que cubre la página, centenares de vigilantes están
espiando al niño, vigilantes cuyas caras le sonríen al decirle con sorpresa,
una tras otra, a..., a..., a...-, en «Piedad», «Conducta», «Aplicación»,
«Aliño» y «Urbanidad»: en todas las semanas del año no recibe ninguna
nota que no sea a. Y no era constumbre calificar tan favorablemente a los
niños de tierna edad. Juan, en su primer año de interno, recibía pocas
«es, muchas «íes y íes, algunas íz'es y hasta dos «es, pero para Gabriel el se­
gundo año resultó exactamente igual al primero. Y el tercero. Y el cuarto
—hasta llegar a la última semana, cuando sacó ae en «Conducta»—.
Luego, en el último, 1891-1892, se vislumbra, quizá, a través de una co­
lección de notas bastante variadas, una actitud ligeramente refractaria an­
te la disciplina, la atmósfera, del colegio: preponderan todavía las «es pe­
ro en «Conducta» hay una curva descendente de a por aey e que termina
con íz («casi bien»)r, y algo semejante pasa en «Urbanidad», que termina
con i. Hasta en «Piedad» ha desmejorado lo suficiente para recibir ocho
«íes y cuatro íes frente a veintidós «es. Sólo en «Aliño» se mantiene fiel a
la norma antes'establecida, con una serie ininterrumpida de «es. Hay que
observar también que es uno de los años en que se apunta un período de
enfermedad —la tercera semana de marzo—. (El otro se encuentra en la
segunda semana de diciembre de 1888, teniendo el niño nueve años.).
Educación 43

Para las asignaturas también hay una cuadrícula por semana corres­
pondiente a cada uno de los tres aspectos de la labor del alumno. En los
dos primeros años nos dice poco el expediente sobre el contenido de los
estudios, pero por otra parte poca imaginación se requiere para tener una
idea de las clases agrupadas bajo el rótulo global «Prep. Infr.» No puede
haber faltado algo de historia sagrada, lecturas en español, escribir al dic­
tad, aritmética elemental, gimnasia. La participación moral del niño
Gabriel en las clases es intachable: en «Conducta» y «Aplicación» sólo í/es.
«Aprovechamiento» ya es otra cosa: varía entre e, i, io y o: un promedio,
digamos, de io —casi mal—.
El segundo año, «Prep. Supr.», va mejor: las mismas aes, y en «Apro­
vechamiento» casi siempre e, bien. Además, tiene «Clases de adorno»:
música, dibujo, caligrafía y, en la primavera, gimnasia. En música, a. En
dibujo, baja algunas semanas en «Aplicación» a ae, con un resultado en
«Aprovechamiento» de una e constante. En caligrafía, su «Aprovecha­
miento» alterna entre ei y e. Y en gimnasia su «Conducta» y «Aplicación»
inmejorables producen el resultado de «Casi muy bien» en «Aprovecha­
miento».
En 1889 pasa al colegio propiamente hablando. En Latín 1? apro­
vecha en un nivel que alterna entre e e i, tirando más bien a ésta, y en Geo­
grafía, se mantiene, casi, en el ae. De adorno sólo tiene música y dibujo y
sólo en el otoño, y sin destacarse («, e).
En el siguiente año se añade catecismo en la primavera, que apro­
vecha con a, y se introducen notas de fin de curso. Es interesante observar
que en Latín 2 ?, aunque semana por semana nunca sube al nivel más al­
to, manteniéndose casi siempre en el de ei, recibe a al final del curso, con
e en Griego, que por lo visto va incluido con Latín 2? Lo mismo pasa en
la asignatura denominada «Hist. patr.» (¿historia patria?), y en Dibujo a
veces tiene a, a veces e, a veces tiene ae en cuanto a Conducta y Aplica­
ción y casi siempre ei en Aprovechamiento. (El estilo propio que había
logrado en el estudio de su tío se ve que no era del agrado de los RR.
PP.).
Gabriel, algo prematuramente el Sr. Miró en el expediente, tiene por
fin nuevas asignaturas en el curso de 1891-1892, su último en Orihuela:
Retórica y P. (¿poética?); Historia Universal; Francés 1? En las tres la nota
final es «casi muy bien»— ae. En lo demás como antes.
Sería tan aburrido y pedantesco como difícil y fatigoso —lo mismo pa­
ra el lector que para el investigador— rastrear todos los influjos específicos
44 Introducción biográfica

que llegan a las páginas de Miró de sus clases con los jesuítas, pero pode­
mos considerar brevemente un caso concretísimo y divertido
—especulativo pero casi indiscutible— de aprovechamiento de lo apren­
dido en el colegio. Se encuentra en Nuestro Padre San Daniel (II, vi, «Su
Ilustrísima»), donde «subido en la estramenta de la muía, fue entrando el
[nuevo] obispo por las calles». Estramenta es palabra acuñada por Miró,
evidentemente a base del latín stramenta, ‘albarda’, uso que aun en latín
los lexicógrafos caracterizan como raro. Aparece en la Vulgata (Génesis,
31: 34: «Illa festinans abscondit idola subter stramenta cameli»). Miró so­
lía compaginar varias versiones (la Vulgata y otras) de los textos bíblicos
para componer, a veces, su propia traducción y había oído, sin duda,
muchas lecturas de la Biblia en la misa y los oficios. Además, el pasaje en
el Génesis hasta tiene un matiz cómico que le habría llamado la atención.
Pero no estudiaba o leía la Vulgata sino más bien las Biblias de Cipriano
de Valera y el Padre Scío, en ninguna de las cuales se usa estramenta. Pe­
ro la palabra se da también en De bello gálico, VII, 45, 2, de Julio César,
obra que seguramente los niños de Santo Domingo tendrían que apren­
der casi de memoria y el niño Gabriel vería la frase siguiente: «Prima luce
magnum numerum impedimentorum ex castris mulorumque produci de­
que his stramenta detrahi mulionesque cum cassidibus equitum specie ac
simulatione collibus circumvehi iubet». De dicha experiencia conjeturo
que Miró rescató e hispanizó la palabra. Aunque por desgracia lo hizo
mal. En español el texto cesareano reza así: «Con la luz del alba, mandó
que sacaran del campamento un gran número de mulas de carga, y que
los arrieros les quitaran las albardas, y, con cascos puestos, que andu­
viesen montados alrededor de las colinas, dando la impresión de que
fueran caballería». O sea, la stramenta no podía usarse como silla de mon­
tar; más bien había que quitarla si uno quería montar la bestia que la lle­
vaba.
Miró nunca reçòrdó con gusto sus días escolares en el colegio de Santo
Domingo de Orihuela, aunque aquéllos le fueron, de un modo evidente,
altamente provechosos en diferentes sentidos. Obtuvo una base sólida en
el estudio de- los clásicos; conmovieron su espíritu tierno y candoroso;
aquella época le facilitó el ambiente y materia para muchas de sus mejo­
ras obras; parte de Niño y grande, del Libro de Sigüenza, casi todo
Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, además de un inconmen­
surable elemento para sus escritos de argumento bíblico y religioso. Todo
lo cual tiene su importancia, aunque de carácter superficial. Cualquiera
Educación 45

que sea la enseñanza e instrucción externa de un artista, éste no dejará de


pasarlas por el crisol de su fuero interno. Y lo que cuenta, desde el punto
de vísta biográfico, es el ajuste en el crisol íntimo. Como complemento al
entrenamiento del ojo físico dado por don Lorenzo Casanova, los jesuítas
estimularon en Gabriel Miró el desarrollo de la visión imaginativa por
medio de la implacable disciplina de los Ejercicios Espirituales. Estos últi­
mos requieren un detallado estudio.

Ejercicios Espirituales

El papel desempeñado por estos ejercicios en la evolución de la imagi­


nación poética durante el siglo XVII ha sido señalado ya por Karl
Vossler16. Vossler no muestra ningún caso específico en el que esta imagi­
nación haya sido formada hasta un cierto grado, mediante los ejercicios,
sino más bien el caso de un Zeitgeist inspirado por ellos de un modo ge­
neralizado. En efecto, parece dudoso el que muchos poetas del Siglo de
Oro hiciesen ellos mismos los ejercicios, ya que hasta el siglo XIX no
fueron aconsejados, ni siquiera permitidos, a la mayoría de los seglares.
En la generación de Miró, esta participación por parte de los alumnos de
los jesuítas parece haber sido usual y corriente:

Vino la semana de Ejercicios Espirituales. La pasábamos sin hablar, ha­


ciendo examen de conciencia, oyendo pláticas sobre el Pecado, la Muerte, el
Infierno, el Purgatorio, la Salvación... Las ventanas de la capilla estaban en­
tonces casi cerradas; el altar, todo colgado de negro. Cuando cantábamos el
«\Perdón... oh... oh, Dios mio\» gritábamos desesperadamente, no sólo por­
que implorásemos la gracia con encendido ahinco, sino también por vengar­
nos de nuestro silencio...17.

Esta es la única alusión notoria que hace ^íiró a los Ejercicios Espiri­
tuales. Nunca los utilizó como materia prima a la manera de su contem­
poráneo Pérez de Ayala el cual, en A.M.D.G.., hace una vivaz y sarcásti­
ca descripción de sus años de colegial con los jesuítas, relato que puede
servir de clara indicación de lo que en Orihuela sucedía cuando estaba allí
Gabriel Miró.

16 Literatura española: Siglo de Oro (México: Ed. Séneca, 1941), págs. 87 ss.
17 «El señor Cuenca y su sucesor», Libro de Sigüenza, Ed. Conmemorativa, VII, pág. 20.
46 Introducción biográfica

Eran privados, para los alumnos solamente y se celebraban en la capilla


particular del colegio. El Superior había aconsejado a Olano:
—Conviene que disponga bien su plan, Padre. Tome de la biblioteca los
libros necesarios; enciérrese en su celda y trace punto por punto el modo en
que las meditaciones han de distribuirse, adornándolas con las compara­
ciones, ejemplos y bien urdidas composiciones de lugar que han de
ilustrarlas, de manera que no quede nada confiado a la improvisación. ¡Oh,
de cuanta importancia es esto!

El manual improvisado en casa del Padre Olano hace constar que,


entre los cuatro caminos del pecador, el de la vía purgativa basta para los
niños pequeños; por otra parte, las cuatro semanas prescritas (de modo fi­
gurado) por San Ignacio, pueden reducirse a cuatro días. «Para los niños
basta y sobra».
El cura de Pérez de Ayala es perezoso y toma el camino más fácil para
instruir a sus penitentes, pero da un ejemplo inmejorable del lenguaje y
tono que los Ejercicios Espirituales tenían en los tiempos escolares de
Miró.

Meditación primera. Preludio primero, o sea composición de lugar.


—Tenéis que imaginaros que veis al glorioso San Ignacio con el libro de los
ejercicios en la mano, y que a su alrededor tiene a un sinnúmero de justos
confirmados en gracia, de pecadores convertidos y de tibios enfervorizados; y
que, dirigiéndoos la palabra, dice: «tomad, hijos, este libro y meditad se­
riamente las verdades que están en él contenidas». (Es preciso pintar bien la
cara del fundador, según el retrato de Pantoja, que revela penitencias, y que
desentrañen en la cojera una reliquia de su vida mundanal, por donde tuvo
siempre presentes los riesgos que corrió, estando si se condena o no se con­
dena. ¡Ah, si Jesús os señalara a todos rompiéndoos una pata al primer mal
paso que deis!) Luego imaginaos que veis aquella gran muchedumbre que
nadie puede contar, de todas naciones, tribus, pueblos y lenguas, que están
ante el trono y delante del Cordero, revestidos de un ropaje blanco, con pal­
mas en la mano, con que simbolizan la victoria que han reportado, ya de los
tiranos, ya de sus propias pasiones, y que aclamado a grandes voces, dicen:
«La salvación la debemos a nuestro Dios, que está sentado en el solio, y al
cordero, y sobre todo a los ejercicios de San Ignacio...
Los niños tienen especial precisión de los Ejercicios, porque si no grandes
pecadores, suelen ser grandes tibios. ¡Ojalá, te dice el mismo Dios, fueses tú
caliente por la gracia o frío por el pecado! Mas, porque eres tibio empezaré a
vomitarte de mi boca quia tepidus es, incipian te evomere ore meo...
Estará muy recogida la capilla; sólo se permitirá entrar aquella luz que se
necesita para no tropezar, y que en lo demás esté muy oscura. Esto es muy
importante para que los niños mediten, examinen y rumien mucho...
Educación 47

Cuidarse de que los niños tengan la vista muy mortificada y mortificarán


también toda curiosidad, y así sólo atiendan a los cuadros que yo les trace.
Han de mortificar la lengua y el oído, para lo cual no habrá recreos en los
cuatro días, que serán todos de silencio...18.

Los Ejercicios redactados por San Ignacio se dividen en cuatro partes:


Ia, La consideración y contemplación de los pecados-, 2a, La vida de Xpo.
Nuestro Señor hasta el día de ramos inclusive-, i*, La pasión de Xpo.
nuestro Señor, 4a, La resurrectión y ascensión.19.
Para la revisión de sus pecados, el pecador utiliza una hoja de papel
rayado con siete pares de líneas paralelas (en el caso ideal en que esta sola
fase de los Ejercicios completos ocuparía una semana). La línea superior
de cada par corresponde a las horas que van desde el despertar hasta des­
pués de la comida del mediodía, cuando se hace el primer examen; la
línea inferior, al tiempo que transcurre desde el primer examen hasta des­
pués de la cena, hora en que se hace el segundo examen.

Debe el hombre proponer de guardarse con diligencia de aquel pecado


particular o defecto, que se quiere corregir o enmendar... y para se enmen­
dar adelante, y consequenter haga el primer examen demandando cuenta a
su ánima de aquella cosa proposita y particular de la qual se quiere corregir y
emendar, discurriendo de hora en hora o de tiempo en tiempo, començando
desde la hora que se leuantó hasta la hora y puncto del examen presente; y
haga en la primera línea... tantos punctos quantos a incurrido en aquel pe­
cado particular o defecto... (págs. 254-256.)

Conforme pasan los períodos y los días, el pecador puede observar, a


través del supuestamente menguado número de puntos por línea, el
progreso de su purificación. Asimismo se supone que haya realizado una
activa confrontación respecto de sus pecados, parte muy significativa de
sus propias experiencias, en su memoria e imaginación. El que esta parte
tan mecánica se usase en Santo Domingo parece incierto, pero indica que
indudablemente el objeto perseguido es no permitir que cualquier expe­
riencia o materia, por espiritual que sea, pueda caer en lo abstracto. Las

18 A.M.D.G. (Madrid, 1927), págs. 133-137.


Hay numerosas ediciones populares de los Ejercicios Espirituales. Como no es posible saber cuál
de ellas se usaba en Santo Domingo —y además, a los niños se les administraban oralmente como en
A.M.D.G.— cito por el texto del fundador en la edición oficial de la Compañía de Jesús conservan­
do así más del sabor ignaciano. Exercitia Spirituali Sancti Ignatii de Loyola, Monumenta Ignatiana
vel ex antiquioribus collecta, series secunda (Matriti, 1919), pág. 226.
48 Introducción biográfica

plegarias penitenciales han de ser preparadas mediante un acto de la ima­


ginación plástica.

El primer preámbulo es composición viendo el lugar. Aquí es de notar


que en la contemplación o meditación visible, así como contemplar a Xpo.
nuestro Señor, el qual es visible, la composición será ver con la vista de la
ymaginación el lugar corpóreo, donde se halla la cosa que quiero con­
templar. Digo el lugar corpóreo, así como un templo o monte, donde se
halla Jesu Xpo. o Nuestra Señora, según lo que quiero contemplar. En la in­
visible, como es aquí de los pecados, la composición será ver con la vista
ymaginatiua y considerar mi ánima ser encarcerada en este cuerpo corrup­
tible y todo el compósito en este valle, como desterrado entre brutos anima­
les; digo todo el compósito de ánima y cuerpo, (págs. 274-276.)

El procedimiento, sin embargo, está especificado en ulterior detalle:

...traer a la memoria todos los pecados de la vida, mirando de año en


año o de tiempo en tiempo; para lo cual aprouechan tres cosas: La 1a, mirar
el lugar y la casa adonde he habitado; la 2a, la conuersación que he tenido
con otros; la 3a, el officio en que he vivido, (pág. 284-286.)

Al penitente no se le deja nada a su propia invención. En el quinto


ejercicio —meditación sobre el infierno— se introduce el empleo de los
cinco sentidos, y desde aquí hasta el fin se insiste en ellos sin respiro:

.. .ver con la vista de la ymaginación la longura, anchura y profundidad


del infierno... ber con la vista de la ymaginación los grandes fuegos, y las
ánimas como en cuerpos ygneos... oyr con las orejas llantos, alaridos, vozes,
blasfemias contra Xpo. Nuestro Señor y contra todos sus santos...oler con el
olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas... gustar con el gusto
cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y al verme de la consciencia... to­
car con el tacto, es a saber, cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas,
(págs. 294-296.)

El propósito de los Ejercicios Espirituales está en purificar al pecador y


atraer su voluntad hasta que ésta forme una perfecta armonía con la vo­
luntad de Dios. Pero, al igual que en las profesiones castrenses, en donde
algunos de sus miembros olvidan el propósito de su profesión y tienen
por aspiración suprema los desfiles y el brillo del calzado, es también con­
cebible que un hombre pierda de vista el propósito de los Ejercicios Espi­
rituales en el refinado cultivo de los sentidos y su empleo imaginativo. En
realidad, sería difícil idear un método mejor para cultivar la imaginación.
Educación 49

Todo aquel que haya intentado enseñar composición a los alumnos de un


colegio sabe que, en los raros casos en que el estudiante expresa realmen­
te con palabras la experiencia adquirida con sus sentidos, la realización es
más bien accidente que consecuencia de la enseñanza. Pero si el profesor
dispone de una meta trascendental, como es la salvación del alma, la cual
ha de conseguirse con mayor seguridad y prontitud si los cinco sentidos se
emplean imaginativamente para ayudarle, con certeza algo podrá ser rea­
lizado en el sentido de formar una sensibilidad artística, e incluso técnica,
en el alumno joven, creyente y de naturaleza sensible. Es de suponer que
cualquier cosa aprendida por Miró de sus profesores de retórica, fue supe­
rada, en el artista incipiente, por la enseñanza de los que dirigían los
Ejercicios Espirituales y asimismo por la de San Ignacio de Loyola.
Por otra parte, los Ejercicios no sólo dieron a Miró una especie de mo­
dalidad útil para la actuación artística, sino que le enseñaron a aplicar este
procedimiento a un tema más concreto, como es la vida y, más especial­
mente, la Pasión de Cristo. Así, en la segunda semana de Ejercicios, el
primer compositio loci para contemplar la Encarnación dice así:

...aquí será ver la grande capacidad y redondez del mundo, en la qual


están tantas y tan diuersas gentes; asimismo después particularmente la casa
y aposentos de Nuestra Señora, en la ciudad de Naçaret, en la prouincia de
Galilea... el primer puncto es ver las personas, las vnas y las otras: y primero
las de la haz de la tierra, en tanta diuersidad, así en trajes como en gestos,
vnos blancos y otros negros, vnos en paz y otros en guerra, vnos llorando y
otros riendo, vnos sanos, otros enfermos, vnos nasciendo y otros muriendo...
ver y considerar las tres Personas diuinas, como en el solio real o throno de la
su diuina maiestad... ver a Nuestra Señora y al ángel que la saluda... oyr lo
que hablan las personas sobre la haz de la tierra, es a saber, cómo hablan
vnos con otros, cómo iuran y blasfemian, etc; asimismo lo que dizen las Per­
sonas diuinas, es a saber: «Hagamos redempción del género humano», etc; y
después lo que hablan el ángel y Nuestra Señora; y refletir después para sa­
car prouecho de sus palabras, (págs. 324-326).

Resultaría fastidioso el seguir a San Ignacio a través de todos los perío­


dos de la vida del Señor. Basta con subrayar una vez más la importancia
que concede a los sentidos. «La quinta [contemplación] será traer los cinco
sentidos sobre la primera y segunda contemplación» (pág. 334). Ni se
contenta San Ignacio con instrucciones tan generales:

El primer puncto es ver las personas con la vista ymaginatiua, meditando


y contemplando en particular sus circunstancias, y sacando algun prouecho
50 Introducción biográfica

de la vista... El 2°: oyr con el oydo lo que hablan o pueden hablar, y refle-
tiendo en sí mismo, sacar dello algún prouecho... El 3°: oler y gustar con el
olfato y con el gusto la infinita suauidad y dulçura de la diuinidad, del áni­
ma y de sus virtudes y de todo, según fuere la persona que se contempla,
refletiendo en sí mismo y sacando prouecho dello... El quarto: tocar con el
tacto, así como abrazar y besar los lugares, donde las tales personas pisan y
se asientan, siempre procurando de sacar prouecho dello. (pág. 336.)

El método se aplica a la Natividad, la niñez, el ministerio, la Pasión y


la Resurrección, y muy especialmente a la Pasión, cuyo constante estri­
billo es «traer los sentidos» o sencillamente «los sentidos» con lo cual se re­
fiere al método de contemplación señalado más arriba.
Cuando Miró escribió las Figuras de la Pasión del Señor, dedicó éstas a
su madre, «que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor». No es
posible adivinar cómo doña Encarnación sintió y describió la Pasión. Pro­
bablemente la concebiría como una serie de cuadros, algo semejante a
una procesión de Semana Santa. Sería sorprendente el que estas descrip­
ciones fuesen algo más importante que colocar al muchacho en un estado
de casi femenina expectación que había de ser luego realizada por el estí­
mulo activo de los Ejercicios Espirituales. Esta unión de fuerzas explicaría
el juego del sermón de las Siete Palabras predicado por Gabriel cuando
volvió de vacaciones a su casa, procedente de Orihuela. Según los infor­
madores contemporáneos20, Gabriel reunía sus ayudantes entre el servicio
de la casa y hacia el mediodía subían al desván en donde improvisaban
con sillas un púlpito y un calvario con los trastos viejos de la buhardilla.
Juan, escondido detrás de las decoraciones, estaba encargado de «simular
la música sacra, de dar la hora litúrgica, las tres, en un artefacto de hierro
viejo, y la señal para el ruido de las Tinieblas» (Guardiola). Se avisaba a
familia y servicio que vinieran a escuchar, se cerraban las persianas en imi­
tación de la capilla en el colegio arreglado para los Ejercicios Espirituales,
y Gabriel comenzaba sus sermones sobre la vida y la muerte del Señor.
Parece ingenuo Guardiola al decir que «Imaginaba más de lo que su
[madre] le contaba y,de lo que oía en sermones y leía en textos sagrados y
exprimía de otros libros, incorporándose sus jugos y transfundiéndolos a

20 Cuenta la historia José Guardiola Ortiz en su Biografía íntima, págs. 56-60. Guardiola no era
amigo de Miró en la niñez, pero Eufrasio Ruiz, que lo fue, me confirmó la sustancia de lo contado
por Guardiola. Merece atención el hecho de que en el ejemplar de dicha biografía en el archivo fami­
liar, Clemencia Miró apuntó numerosas correciones al margen del texto, las cuales he tenido siempre
en cuenta al redactar esta introducción.
Educación 51

su sangre, de modo tal que creía estar viendo la vida toda de Jesús; lle­
nando con el poder de su infantil fantasía las grandes lagunas de los
Evangelistas, e internándose, cada vez más, en la sublime tragedia de los
postreros días del Señor» (págs. 59-60). Se puede decir que «así nacieron
las figuras de la pasión del Señor» con tal que se acredite menos la imagi­
nación espontánea del niño Gabriel y más el espíritu rector y hasta el
programa de imágenes proporcionado por Ignacio de Loyola.

Si el joven Miró sacó mucho provecho de la educación proporcionada


por los jesuítas, si le convenía, o no, no llegó, entre la edad de ocho y tre-
:e años, a encontrarla de su agrado. Además, su salud parecía muy delica­
da para los rigores de la vida en Santo Domingo. De modo que, al final
del curso en el verano de 1892, sus padres le permitieron volver a casa a
quedarse con ellos, mientras que su hermano, de temperamento más ap­
to, continuó sus estudios en el colegio. Gabriel, quien había completado
los dos primeros años del bachillerato en el Colegio de Santo Domingo,
tenía que continuar sus estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza de
Alicante. Con el cambio también podía frecuentar más el estudio de Lo­
renzo Casanova y el pequeño círculo de amigos, que eran en aquella épo­
ca Eufrasio Ruiz, Luis Pérez Bueno, Domingo Carratalá y, por supuesto,
Clemencia Maignon. Pero la reunión hubo de ser interrumpida después
de un año, pues a mediados de mayo de 1893 donjuán Miró Moltó fue
nombrado Ingeniero Jefe de Obras Públicas en Ciudad Real, y se llevó a
toda su familia a la Mancha consigo.
El cambio no desagradó a Gabriel, porque en Ciudad Real encontró a
algunos de sus antiguos compañeros de colegio. Puesto que la descripción
que ofrece Guardiola de la estancia en Ciudad Real, basada, es de supo­
ner, en conversaciones con Miró muy posteriores a esa época, no mereció
ningún comentario negativo de Clemencia Miró, parece que en general se
puede aceptar como verídica:

Pasaron un verano delicioso, siendo agasajadísimos. Vinieron las fiestas


de agosto y en el Casino vio por vez primera una ruleta. En las temporadas
que pasara antes en Busot funcionaba una modestísima y pintoresca partida
de bís-bís al aire libre, y frente a la ruleta, como allí, probó fortuna al trein­
ta y dos, la «bomba», y, como en la vida del hombre malo, jugó y perdió.
Una tarde, de regreso de una de aquellas suculentísimas meriendas a las
que con frecuencia era invitado, iba Gabriel con sus amiguitos cuando
52 Introducción biográfica

viéronsc sorprendidos por un hombre de siniestra catadura, quien les infun­


dió tal pavor que huyeron a la desbandada, emprendiendo Miró una de­
senfrenada carrera que hizo que llegara a casa demudado y jadeante hasta el
punto de tener que llamar al médico. Acusaba un notable trastorno cardía­
co, que quizá no fuera debido a lo que acababa de ocurrirle, sino manifesta­
ción de algún padecimiento ignorado (pág. 75).

Era la opinión de médicos distinguidos de Barcelona que conocían a


Miró y que le atendían cuando vivía en la capital catalana, que éste no era
un enfermizo, aunque sí era un hipocondríaco divertido y «gozaba» de
sus ocasionales indisposiciones con todos los recursos de su imaginación.
La lesión cardíaca a que se alude aquí y en otros escritos sobre Miró, a la
luz de los actuales conocimientos médicos, a lo mejor no fue eso sino más
bien síntoma de. una afección en otra parte del cuerpo, quizás las
amígdalas. La molestia no era grave, y es probable que todos los cuidados
que tomó la familia de Gabriel para curarla no tuvieran nada que ver con
el restablecimiento que por fin se realizó. Sencillamente el cuerpo se curó
asimismo21.
Los cuidados no eran en todo caso tan graves que privasen a los Miró
los placeres normales de la vida familiar. En las Navidades de 1893, le
escribió donjuán a su hermano Santiago. Aludía de paso a que doña En­
carnación tenía el tobillo torcido y que ella y Gabriel tenían catarro, pero
su verdadero tema era una caja de mazapán, golosina navideña tradi­
cional en España, que acababa de recibir. «Sospecho que ha procedido de
las orillas del Tajo, de modo que es el verdadero mazapán». Un trozo lo
va a pasar a Santiago: «después de echarle una cuantas miradas Gabriel,
decidimos que vaya a terminar el año en esas sierras y arroyos una buena
culebra o anguila (de todo tiene) que sin pensarlo, por nuestra parte, se
metió en casa el día de Navidad. El golosito de Gabriel no ha querido
que le cortara un pedacito para él, aún sabiendo que era para la familia».
Juan hijo estaba en el colegio. «Hoy hemos recibido otra carta de
Juanito, cuenta el día de Navidad, y muy de prisa, acababan de la fun­
ción de Teatro, y habían hecho «El Sr. Gobernador» y «El Alcalde interi­
no» [el primero, obra de Vital Aza; el segundo, ¿de quién?]; acaba de re­
cibir también carta de la tía Concha: está suspirando por el aguinaldo de
sus tías, y el nuestro; y aun no hace quince días que le enviamos las avan­
21 Opinión del Dr. Leandre Cervere, que a veces atendía a la familia Miró en Barcelona como ayu­
dante del Dr. Agusto Pi Suñer. El Dr. Cervere conversó conmigo toda la tarde de los días 15 y 16 de
septiembre de 1953 sobre sus recuerdos de Miró.
Educación 53

zadas. Se conoce que es el primer año que no pasa estas Pascuas cerca de
nosotros el pobrecillo». En nada se parecía Juanito a su hermano.
La estancia en Ciudad Real duró menos de un año. Algo antes del
otoño de 1894, fue destinado donjuán otra vez a Alicante como Inge­
niero Jefe de Obras Públicas. Instaló a su familia en una casa del barrio de
Benalúa, en una esquina de la calle de Foglietti frente a la Plaza de Na­
varro Rodrigo.
Llegamos al momento del primer contacto de Miró con Francisco Fi­
gueras Pacheco, quien en sus memorias —algunas publicadas22, otras to­
davía en manuscrito, y aun otras comunicadas a mí en largas horas de
conversación— ofrece la historia más detallada e íntima de los cinco o seis
años próximos de la vida de Miró. Pero hace falta un modesto aviso al lec­
tor. Don Francisco ( f 1962) quedó ciego a los dieciocho años de edad.
Tan vivo como era su recuerdo de Miró en su vejez, estaba influido tam­
bién por ciertas cualidades de su personalidad y condición: lealtad que
llegaba a la adulación; la pasión que obliga al orador de estilo antiguo a
redondear la frase y el párrafo, haya o no contenido para llenar el espacio;
extremada piedad religiosa. Dicho lo cual, hay que aceptarle como el tes­
tigo más competente que se puede encontrar, pues los jóvenes estaban
unidos por sincera estima mutua. Figueras vislumbró en Miró la promesa
de distinción; la ceguera de Figueras despertó en Miró compasión y afecto
incondicional. En efecto, si no es por la ceguera de don Francisco, creo yo
que la relación entre los dos no llega a ser amistad íntima.
Se conocieron en el otoño de 1894 en el Instituto, donde Miró seguía
el quinto año y Figueras, todavía con vista, el cuarto. Asistieron a la mis­
ma clase de geometría. Todavía era Miró el estudiante trasladado del Co­
legio de Santo Domingo. «Era un guapo chico. Silueta gallarda, buen co­
lor de cara y ojos claros, llenos de expresión. Vestía con elegancia, no en
.________ <
22 La bibliografía del material impreso se divide en tres partes: (1) «Orto literario de Gabriel Miró».
Cap. I está en Sigüenza: Arte y Letras (Alicante, 27 mayo 1945), págs. 2-4, único número de la pri­
mera época. Caps. II a V están en la misma revista, segunda época, Núms. 1 (nov. 1952), 2 (dic.
1952), 3 (enero 1953) y 5 (abril 1953). Caps. VI a XI, que don Francisco me permitió copiar, siguen
inéditos. (2) «Aportación de Alicante a la cultura española: Gabriel Miró, Carlos Arniches, Rafael Al­
tamira». Anales del Centro de Cultura Valenciana (Valencia, 1952). (3) «Don Gabriel Miró Ferrer»,
en De mi barrio (E. Mendaro del Alcázar, ed. Prólogo de Don Santiago Mataix. Artículos de distin­
guidos escritores alicantinos. Alicante: Imprenta y Litografía de Tomás Muñoz, 1901), págs. 43-45.
De mt barrio, por su carácter sumamente convencional, informa más bien indirectamente, entre las
líneas, pero como colección de ensayo-retratos en que los varios jóvenes intelectuales de Benalúa po­
san unos para otros, ofrece un cuadro encantador de como sería la Academia de Senabria —descrita
más adelante en estas páginas— en sus momentos serios.
54 Introducción biográfica

pugna con la sencillez. Llevaba un traje azul y sus zapatos estaban lustro­
sos. Persona e indumentaria coincidían en pulcritud. Sus ademanes todos
revelaban distinción, sin asomo de afectación o artificio. Saltaba a la vista
que era de buena casa» {Orto literario, II).
Tenía el nuevo chico, empero, algo que molestaba a Figueras. Era
misteriosamente apartadizo, se negaba a mirar a los compañeros en el ojo,
sonreía poco y nunca reía, casi no hablaba, parecía tener pocos amigos y
mirar su alrededor con desprecio por no decir enojo. No suprimía esa acti­
tud aun en las clases. En la de geometría Figueras tenía el pupitre próxi­
mo al suyo en la primera fila. Un día Miró le preguntó cuál era el tema de
la lección, y, al enterarse de que trataba de las líneas paralelas, abrió el
libro, ojeó las páginas y volvió a cerrarlo. Quedaba apartado de las mate­
máticas como de la multitud estudiantil. Terminaba la última clase del
día y Miró se hacía a un lado mientras los demás alumnos salían en tro­
pel. Caminaba a Benalúa sólo. (Orto literario, II) Esta conducta en parte
expresaba el temperamento del joven Miró, pero es probable que tam­
bién se tratase de su salud, de la cual se quejó en una carta a Concha, su
madrina y tía, en la víspera del santo de ella en 1894. Su corazón, o así
creía él, le molestaba: «lo que más me molesta es la frecuente fatiga, en
fin que estoy fastidiado».
El 28 de agosto de 1895, Miró se matriculó para los exámenes para el
bachillerato, y un mes más tarde, sufrió lós dos exámenes requeridos el 29
y el 30 de diciembre. Las notas satisfactorias en aquella época eran sobre­
saliente, notable, bueno y aprobado. Miró sacó un aprobado en los dos, y
se hizo bachiller.
Y ahora, ¿qué hacer? Decidió estudiar Derecho. No hay ninguna evi­
dencia que explique cómo se llegó a la decisión. Guardiola escribe del
asunto como si lo supiera —seguramente no por haber sido testigo de la
vida familiar en esos tiempos, pero quizá pbr haberle preguntado a Miró
sobre ello después de que se hicieron amigos mucho más tarde—. Guar­
diola mismo era abogado. Le habría interesado la cuestión. Discurre así:

La elección de carrera no suscitó problema familiar. Bien hubiera querido


su padre que alguno de sus hijos siguiera la de ingeniería; pero Juanito se
hallaba ya en Deusto estudiando Filosofía y Derecho y a. Gabriel no le entra­
ban las matemáticas. A más, entonces, las gentes se hacían lenguas de las
múltiples salidas que tenían los abogados, y la elección fue fácil, ya que, por
otra parte al principalmente interesado la cosa le resultaba indiferente: él no
sentía afición más que por el arte. Hubiera sido pintor o músico, pues ama­
Educación 55

ba la música apasionadamente; o escribir; pero no sintiéndose con vocación


decidida para nada, hubo de aceptar sin contrariedad la resolución paterna.
(Guardiola, págs. 81-82.)

Escogió la Universidad de Valencia, acaso porque estuviese no muy le­


jos de Alicante, no sólo pueblo suyo sino también de Clemencia Maig­
non, de quien era ya novio formal. Empezó el nuevo curso en octubre de
1895. «A los dieciocho o dieciséis años,» escribía más tarde, «sin atender
las voces de mi alma, me casi mezclé en la compañía de señoritos insus­
tanciales o de mozos divertidos; fui estudiante de leyes en Valencia y Gra­
nada. En Valencia me creía travieso y decidor. Pero pronto supe que no
servía para eso ni era mi vocación. Fui reconcentrándome en mí mismo,
escuchándome, y comencé a saber que sentía lo que antes sentía sin sa­
berlo». 23.
Un resultado del impulso a retirarse adentro de sí mismo fue la deci­
sión de volver a vivir en Alicante después de un año en Valencia, no por
abandonar la carrera de leyes sino para continuarla como estudiante libre,
con la única obligación de aprobar los exámenes. Aunque no había traba­
jado del todo mal como alumno residente. El 25 de septiembre de 1896
aprobó un examen especial en «Historia Crítica de España» con la nota de
sobresaliente.
Conviene aquí echar un vistazo global a la carrera universitaria de Mi­
ró. Vivía y estudiaba en casa, yendo a Valencia sólo para examinarse.
Luego pasó a la Universidad de Granada matriculándose el 2 de mayo de
1898, también como estudiante libre y luego, quizás por razones de co­
modidad, pidió el traslado de su expediente a Valencia el 2 de agosto de
1898 para poder sufrir ciertos exámenes ahí, para matricularse por pode­
res una vez más en Granada, donde continuó como estudiante libre hasta
que aprobó el último examen para el título de Licenciado en Derecho el
13 de octubre de 1900. La tabla siguiente presenta esquemáticamente sus
asignaturas y notas (información amablemente facilitada por la Universi­
dad de Granada);

23 Carta a González Blanco, op. cit., pág. 291.


56 Introducción biográfica

Universidad Asignatura Fecha de Examen Nota

Valencia Historia Crítica de España 25.IX 1896 Sobresaliente


Valencia Literatura General Española 21. VI 1897 Aprobado
Valencia Metafísica 25.VI 1897 Aprobado
Valencia Economía y Estadística 21.IX 1897 Aprobado
Granada Derecho Natural 18.VI 1898 Bueno
Granada Ley Romana 21. VI 1898 Bueno
Granada Derecho político 1° 23.VI 1898 Aprobado
Valencia Derecho canónico 22.IX 1898 Bueno
Valencia Historia General del Derecho 24. IX 1898 Bueno
Valencia Hacienda Pública 30.IX 1898 Bueno
Granada Derecho Benal 7.VI 1899 Bueno
Granada Derecho Político 2° 8.VI 1899 Bueno
Granada Procedimientos Judiciales 20.VI 1899 Aprobado
Granada Derecho Internacional 19.IX 1898 Sobresaliente
Granada Derecho Civil 1° 28.IX 1899 Bueno
Granada Práctica Forense 22.IX 1900 Notable
Granada Derecho Internacional Privado 28.IX 1900 Bueno
Granada Derecho Civil 2° 28.X 1900 Aprobado
Granada Ejercicios en la Facultad de Derecho 13.X 1900 Aprobado
Para todo la carrera Miró sacó un promedio de bueno.

La vocación que tenía Miró para el derecho era débil. «La Instituta de
Justiniano le ponía nervioso y la Ley de Enjuiciamiento Civil le sacaba de
quicio» {Orto literario, III). No era la mayor belleza de Granada ni la su­
perioridad de su facultad de leyes que le atrajo sino más bien los criterios
menos exigentes que prevalecían, según lo que Miró imaginaba, en la
universidad andaluza: «No puedo negar que Granada me cautiva. Paisaje
y población son insuperables. En época de exámenes —Mayo y Junio—
tiene, además el aliciente del Corpus, los conciertos en el Palacio de
Carlos V y la alegría que llena casas y calles a todas horas. Pero yo no voy
a Granada para divertirme, ni siquiera para recrearme; voy para hacerme
abogado sin agotar mi cerebro, estudiando leyes que no me importan. En
Valencia, eso es muy difícil»24.
24 Orto literario, III. Estas son las palabras de Miró según las recuerda Figueras. Es obvio que el es­
tilo es el de Figueras mismo —el comienzo negativo, la descripción a base de superlativos conven­
cionales, la guía turística, la explicación retóricamente demorada—. Además, la información es lige-
raramente incorrecta —como se puede ver por la tabla más arriba se examinó en junio y septiembre—.
Es muy posible, y hasta se puede creer, que Miró hablase así cuando tenía dieciocho o veinte años; y
aún suponiendo que las palabras son de Figueras, Miró habría podido decir algo por el estilo. Pero
señalo el error para explicar por qué no hay que tenerle a Figueras por infalible.
Educación 57

En casa en Benalúa, sin embargo, Miró seguía un horario bastante fír­


me de trabajo y recreo, repartido, en el recuerdo de Eufrasio Ruiz, así:
por la mañana, derecho; después de comer, los clásicos, seguidos de una
visita con Clemencia; hacia el atardecer, una reunión de amigos que es­
cuchaban mientras Gabriel leía en voz alta. El círculo era pequeño, cuan­
do se iniciaba, pequeñísimo, e incluía, además de Eufrasio y Clemencia,
a Luis Pérez Bueno, Domingo Carratalá y, empezando en 1899, a Fi­
gueras, quien se había mudado a Benalúa. Fue el núcleo de una institu­
ción increíble que salió de él, el Ateneo Senabrino, cuya historia ya se
contará.
Recordaba también don Eufrasio que cuando visitaba a Gabriel
podían mirar por la ventana a una niña en su alcoba en la casa de enfren­
te, una joven de unos dieciséis años que, a pesar de sus mejillas rosadas
como las de una campesina holandesa, se moría de tisis. Su padre era don
Alejandro Aguirre, soldado pensionado, que había venido recientemente
a vivir en Alicante. Un día el zapatero del barrio anunció: «La hija del te­
niente coronel se ha muerto». El soldado no permitió que la enterrasen
durante varios días, y por la noche se acostaba a su lado. Los jóvenes po­
dían verlo todo porque el tiempo caluroso que hacía y el cadáver que se
pudría hacían necesario que quedaran abiertas las ventanas de la alcoba
mortuoria. Cómo se resolvió el problema no lo podía recordar don Eufra­
sio. El episodio se relata aquí porque llegó a ser la base de «Una familia
de luto» en Años y leguas.
El zapatero de Benalúa se llamaba Antonio Senabre. Donaba el espa­
cio libre de su taller, dos portales calle abajo de los Miró en el otro lado
de la calle, y por lo tanto su nombre a la tertulia que celebraban allí los
jóvenes intelectuales del barrio, la mayoría de ellos estudiantes libres que
vivían con sus padres como Miró. Llamaban a la cosa el Ateneo Senabri­
no. Existía desde hacía unos meses ya cuando Figúeras se mudó a Benalúa
y fue presentado una noche al grupo por un amigo. «Era una estancia me­
dianamente espaciosa y modestamente amueblada. Un par de divanes,
cuatro sillas, una estera de esparto y una mesita baja con profusión de
cuchillas, leznas, punzones, hilo encerado, papel de lija y botas a medio
hacer» [Orto literario, III). Ya se había reunido un grupo de nueve o
diez, que incluía, además de los amigos ya nombrados (sin Clemencia,
claro), el pintor Adelardo Parrilla, el mejor amigo de Miró en la Acade­
mia de Casanova. Entonces apareció Miró. Figueras, ahora ciego, le reco­
noció la voz sonora en seguida cuando exclamó, «¡Figueras: tú por aquí!»
58 Introducción biográfica

La última vez que se habían hablado fue en la clase de geometría en el


Instituto. Se habían cruzado en el corredor en Valencia un día, pero ni se
saludaron. Su amistad empezó aquella noche en el Salón Senabre al saber
Miró que Figueras había perdido la vista. En el transcurso de los próximos
años esta amistad tuvo ciertas consecuencias prácticas para Miró, pero
también se puede creer que contribuyera a la formación de su arte. Nóte­
se cómo describe Figueras la casa de los Miró:

Una buena casa en la Plaza de Rodrigo, esquina a la calle de Foglietti,


por donde venía entonces el tranvía de sangre y hoy el eléctrico. Los balcones
de una u otra fachada, si bien luchando a veces con el ramaje de los pinos
próximos, permitían ver en una dirección, el campo, y en otra, el mar. Mi
amigo los contemplaba con delectación, especialmente el mar, desde la sali­
ta del chaflán, donde, de ordinario, se dedicaba a sus lecturas. Desde la azo­
tea, bastante más alta que los tejados vecinos, se ensanchaban los horizon­
tes: al mediodía, la franja entre azul y verde del Mediterráneo; al este y nor­
te, las crestas y perfil de las montañas. Yo no pude ya gozar directamente es­
tas perspectivas. Mi retina había dejado meses antes de captar líneas y colo­
res. Pero los paisajes que se extendían en torno llegaron a ella henchidos de
luz, pasando previamente por los ojos de Gabriel y por el cauce vivo de su
palabra. (Orto literario, III).

La historia literaria no parece registrar ningún otro caso importante de


un escritor que ha pasado varios de sus años formativos como el compañe­
ro de un ciego, y a base del caso único es atrevido especular. Dado, sin
embargo, el estilo de Miró, tan rico en valores plásticos, y suponiendo
que Miró, cuando se hizo compañero de Figueras ya estaba en el camino
de lograr ese estilo, cabe suponer que la obligación fraternal de sustituir
con sus propias palabras los ojos de otra persona era un entrenamiento só­
lo muy poco menos valioso que el que recibió de Lorenzo Casanova e Ig­
nacio de Loyola.
Solía reunirse el Ateneo Senabrino entre la puesta del sol y la hora de
cenar. Cuando estaba presente Miró lo más probable era que dominase la
sesión, en la cual el debate normalmente era serio pero a menudo extra­
vagante. Sorprende descubrir que a Miró le estimaban sus amigos en
aquellos años mayormente por sus dotes de orador. (Aun en Orihuela le
recordaba por ellas Manuel Lorenzo —«¡Qué voz! ¡Cómo declamaba!») Y
ahora entraba en el Salón Senabre sin saludar, alzaba la voz sin gritar, y
declamaba: «Grande es el Dios del Sinaí... El relámpago le precede, el
trueno le acompaña». Como Figueras dice, en este momento solía estallar
Educación 59

la tormenta, pero Gabriel sabía modular la voz de una manera tan agra­
dable que podía imponer un párrafo entero del famoso discurso sin que
su público le echara a carcajadas de la tribuna. En otras ocasiones empe­
zaba con la oración fúnebre de Calpena sobre Zorrilla: «Yo no puedo mi­
rar a la Grecia, sino personificada en la casta figura de una musa: la divi­
na Psiquis...» Era un disco viejo, pero gustaba a todos menos al aprendiz
del zapatero sentado en su cojín al lado: «Tú no podrás mirar a la Grecia,
pero la tienes siempre en la boca. ¡El que ya no la puede ver soy yo!»
—«¡Ah, Sultán..., Sultán! tienes razón. Se me había olvidado que,
siempre perdices, cansan. Y también se me había olvidado lo que dijo
Aristóteles».— «¿Qué dijo ese señor?» —«Que unos han nacido para per­
sonas y otros para cosas».— «Eso será lo que será, pero no me carga tanto
como la divina Psiquis».
En aquellos días cuando el gusto de Miró todavía estaba en proceso de
formarse, tenía una predilección por la poesía de carácter retórico y orato­
rio. Nuñez de Arce: «Sobre un peñón de la costa / que bate el mar noche
y día». Espronceda: «Tú fuiste un tiempo manantial fecundo». Y sobre
todo Zorrilla, especialmente la poesía para los funerales de Larra. «¡Qué
bien la decía!» exclama Figueras mismo:

Ese vago rumor que lleva el viento


es el son funeral de una campana,
triste remedo del postrer acento
de un cadáver frío y macilento,
que en sucio polvo dormirá mañana.

Miró había de salir de esa etapa de admiración ingenua por Zorrilla,


pero duró varios años e incluía Don Juan Tenorio, que iban él y Figueras
al teatro a aplaudir con «las gentes más sencillas» en la temporada del Día
de Difuntos.
Si por excepción se reunía el Ateneo por las altas horas de la noche,
solía menguar la conversación y reinar el silencio, que luego llenaba
Gabriel con arias de óperas italianas, notablemente Otello y La Boheme.
Absolutamente falto de formación musical, las aprendía de oído en la ca­
sa de Clemencia, donde todos eran músicos. Y cuando había agotado su
repertorio de canciones, simulaba el violín o él violoncelo y canturreaba
algo como el «Intermezzo» de Cavalleria Rusticana mientras los demás
ateneístas tarareaban el acompañamiento. Lo cual ya era demasiado para
el zapatero tan architolerante. Mandaba a los jóvenes intelectuales a ca­
60 Introducción biográfica

sa. (Una cultura musical tan «al día» y bastante refinada —se estrenó
Otello en Italia en 1887, Cavalleria Rusticana en 1890, La Boheme en
1896; y Otello no contiene melodías fácilmente cantables— es un testi­
monio más del carácter cosmopolita de la vida cultural en Alicante.)
El Ateneo alcanzó su momento de mayor seriedad cuando se le
ocurrió a Gabriel que todos los socios debían someterse a los que por co­
mún acuerdo era la prueba de valor moral, la sinceridad. Fue él el prime­
ro que preguntó y el último que contestó. Al que estaba a su lado le pre­
guntó: «¿Qué opinas tú de ti mismo? ¿Vales o no vales?» Una cosa era la
teoría; muy otra la práctica. «Hombre... te diré», empezó la respuesta.
Pero la sinceridad de la vacilación produjo un ovación tal que no se podía
completar. La pregunta recorrió todo el círculo hasta que volvió al punto
de partida, Miró. «Creo que tengo talento», contestó {Orto literario, V).
Otro día les cayó en las manos a los ateneístas la Frenología de Renga-
de, y la oportunidad de confirmar «científicamente» su autoaprecio era
irresistible. «Leimos el capítulo dedicado a estudiar las relaciones entre el
perímetro del cráneo y el valor del cerebro. Los mejores medían de 54 a
56 centímetros... Gabriel requirió la cinta y empezó a medir cabezas.
—A ti apenas te falta nada para llegar a la talla... Tú pasas un poco... A
usted no le conviene meterse en averiguaciones.— Y así fue tomando me­
didas y formulando diagnósticos, con más o menos regocijo de los presen­
tes y satisfacción de los interesados. Un tercero tomó la cinta y rodeó con
ella la cabeza de Gabriel. Tenía 54 centímetros. Estaba dentro de los ce­
rebros superiores». {Orto literario, V).
El nombre Ateneo Senabrino es un bautizo retroactivo. El grupo a
que hemos venido dando dicho nombre, no se llamaba a sí mismo de esta
manera hasta después de la aparición en su tribuna de un personaje a
quien Figueras da el apellido ficticio de Ordóñez. Alto, enjuto, de gestos
grotescos, sufrido, fiel, fue empleado por Figueras como lector, para el
cual tenía los ojos adecuados pero apenas si una suficiencia de letras. Sol­
dado montado en la primera guerra carlista, más tarde Guardia Civil,
ahora sargento administrativo en la policía, en sus ratos de ocio prestaba
servicio a Figueras, quien, como Miró, se preparaba para los exámenes
universitarios. Metafísica, derecho natural, Hegel, para el sargento todo
era palabras, palabras, palabras, y pronto llegó a la conclusión de que la
discusión seria, no era nada más que palabras y que en decir disparates no
había nadie mejor que él. Y resultó que, acompañando a Figueras una
noche en el Salón Senabre, decidió tomar la palabra: «era frecuente entre
Educación 61

los filósofos antiguos ponerse unos a otros como chupa de dómine. Sin
embargo, los hubo buenos. Hegel, apóstol del verden y de la antítesis, lo
reconoce sin rodeos. Un tal Aristóteles, cuya lectura les recomiendo, dio
mucho que hacer. ¡Qué categorías! Me consta el moco». Con lo cual aca­
bó la Escuela Sincerista. Se fundó el Atenero Senabrino, y Ordóñez fue
nombrado presidente. Era una burla tremenda en que Ordóñez fue pri­
mero el blanco pero luego participante de buen grado, según opinaba Fi­
gueras. Desviándose de la senda de la filosofía al campo de la poesía,
componía versos sin rima y sin ritmo dedicados a los socios, y especial­
mente a Gabriel Miró, cuyas declamaciones de Zorrilla a lo mejor habían
sido su inspiración primera. Al contrario de lo que dice Guardiola, Miró
«recibía el obsequio con delectación, lo comentaba con ingenio, haciendo
más o menos equilibrios para mantenerse serio, y lo aplaudía sin reserva»
(Or/o literario, VI).
Tan popular, en efecto, se pusieron las actuaciones de Ordóñez que el
Salón Senabre no era bastante amplio para contener el Ateneo. Miró ofre­
ció algún espacio desocupado en la planta baja de la casa de sus padres,
donde tuvieron lugar las sesiones hasta que encontraron un sitio más ade­
cuado en un colegio no muy lejos. Florecieron los desatinos en torno a te­
mas como «Influencias de la música en las antiguas industrias textiles de
Mesopotamia», y accediendo a pedidos especiales, a veces Ordóñez hacía
el resumen de un discurso antes, no después, de que se pronunciara. El
colmo de todo fue la convocación de unos Juegos Florales, una burla en
que algunos de los vecinos más distinguidos de Alicante tomaron parte,
como mantenedores, como oficiales, como poetas. Gabriel Miró hizo el
papel que le asignaron, pero Figueras no nos dice cual era. No había
reina. La flor natural fue un bello girasol, y todo el mundo comió alguna
de las semillas. (Orto literario, VII.)
No tardó mucho en deshacerse el Ateneo Senabrino. Si no le falla la
memoria a Figueras, era el año de 1903. Miró ya estaba casado y a punto
de hacerse padre. Había pasado ya la época de tonterías tales. Aun duran­
te todo su transcurso, claro, Miró estaba ocupado con otras actividades.
Hemos considerado sus estudios para la licenciatura en Derecho, pero no
hemos examinado los estudios que emprendió por íntimo impulso espon­
táneo, estudios que mejor se deberían llamar sencillamente lectura seria.
Para la lectura, era necesario tener libros. En la biblioteca de su padre,
ha escrito Miró, «además de los libros de Ciencia, tenía otros de viajes, de
Historia, de Mística, las obras de Larra, del Duque de Rivas, una Divina
62 Introducción biográfica

comedia, un Quijote, una Biblia».25. Gabriel tenía una asignación gene­


rosa de su padre. Había toda clase de diversiones ociosas en que podía
despilfarrarla —el juego, la vida extravagante de estudiante en sus viajes
de vez en cuando a Granada, etc.— Pero como su gusto personal era la
lectura, el dinero lo invirtió en libros. «Pululaba por Alicante un vende­
dor de libros llamado Cándido... Ambulaba por calles, plazas y paseos,
con su paquete de libros bajo el brazo... Montó una tienda bajo los
porches de la plaza del Ayuntamiento.» (Orto literario, XIV).
Siendo Miró todavía soltero, entre el verano de 1899 y el mes de no­
viembre de 1901, solía bajar con Figueras al centro a comprarle libros a
Cándido. Así, según Figueras, adquirió la Historia de las ideas estéticas
en España y los Heterodoxos españoles con las novelas de Pereda, Valera y
Alarcón. Y me imagino que allí también encontró un libro con la si­
guiente portada:

Tratado de clausulas instrumentales. Util y necesario para


Juezes, Abogados, y Escrivanos de estos Reynos, Procuradores,
Partidores, y Confesores, en lo de justicia y derecho. Aora
nuevamente añadido. Por el Licenciado Pedro de Sigüenza [subrayo yo],
de la Villa de Ajofrín. Y nuevamente enmendado de algunos
yerros en esta última impresión. 60 Pls. con licencia.
En Barcelona, en la Imprenta de Francisco Guasch en la Calle
de la Paja, Año de 1705.26

Hay que recordar que Miró acababa de sacar el título de licenciado,


con desgana y casi contra su propia voluntad. Le divertía referirse a sí mis­
mo como licenciado, en tono de burla. La pregunta de dónde encontró el
nombre de Sigüenza probablemente nunca tendrá contestación que no
sea especulativa. Quizá comprara el Tratado por haber adoptado ya por
otros motivos el nombre de Sigüenza, y pensó, Ah, Licenciado Sigüenza,
éste es precisamente el libro que le hace falta. Más probable parece, sin
embargo, otra explicación. El hecho es que casi en el momento de empe­
zar a usar el nombre de Sigüenza, le gustaba anteponerle el título de Li­
cenciado. Este tratádo del año 1646 (primera edición) contenía todo el sa­
ber legal, o tenía el aspecto de contenerlo, detrás de máscara de antigü-
dad, que le faltaba al Licenciado Miró. Las frases pomposas de la ley agra­

25 «Autobiografía», Edición Conmemorativa, I, pág. x.


26 Cito por el ejemplar en la biblioteca de Miró; o sea, que Miró poseía el libro. Cómo lo consiguió
y el efecto que le produjo la portada son conjeturas mías.
Educación 63

daban a Miró precisamente porque para éi significaban tan poco. ¡Qué


ironía más dulce el imaginar que un licenciado, un mero licenciado como
Gabriel Miró, llamado Sigüenza, podía redactar un tratado como éste,
«Util y necesario para Juezes, Abogados, y Escrivanos de estos Reynos,
Procuradores; Partidores, y Confesores, en lo de justicia y derecho!» El
nombre de un licenciado de conocimientos tan amplios ¡qué bien le venía
a un licenciado de conocimientos tan exiguos!, Sigüenza.
IV. Lecturas

El «Memento auto-bio-bibliográfico» que escribió Miró para González


Blanco tiene tanta información biográfica compactada en sus pocas líneas
que es una pena no poder manejar el original manuscrito, pues la versión
publicada ha quedado increíblemente confosa. No es posible que Miró
haya escrito: «A los diez años, cuando ya conocía muchos autores griegos
y latinos (traducidos, pues olvidé estas lenguas) y había leído a nuestros
clásicos...». La enmienda más sensata sería la adición de «y nueve» des­
pués de «diez». Mucho mayor no tendría que ser, porque en su primera
novela, La mujer de Ojeda, terminada cuando tenía casi veintidós años,
citas abundantísimas atestiguan su conocimiento abrumador de los clási­
cos tanto antiguos como españoles.
Refiriéndose a la época en que Miró y él se reunían para leer, don
Francisco Figueras Pacheco dice que aunque Gabriel admiraba entusias-
madamente lo mismo a los autores griegos que a los latinos, y los leyó
mucho, de veras prefería a los griegos, especialmente a Safo, Pindaro,
Teócrito y Longo. «Miró, apasionado entonces como nadie por el arte
griego, quiso aprender este idioma para saborear sus producciones con to­
das las delicadezas de su forma prístina. Comenzó a estudiarlo y buscó
maestro que le auxiliara y le guiase. No lo encontró.»27.
De los escritores españoles dice Figueras que Miró los leyó todos, des­
de Gonzalo de Berceo a Azorín, por quien ya sentía cálida admiración.
«Gabriel leía muchos libros, pero nunca con impaciencia ni de prisa. Pala­
deaba la lectura, deteniéndose a veces un instante para gozar mejor cual­
quier belleza de pensamiento o de dicción. Cuando leía en voz alta... da­
ba al pasaje leído plenitud de vida y expresión, sin que por ello menguase

27. (Aportación de Alicante a la cultura española», pág. 14.


Lecturas 65

un ápice la naturalidad de su palabra serena y ponderada en todas oca­


siones... Sus autores favoritos eran los de los siglos XVI y XVII. Los libros
de Santa Teresa y de Cervantes, de Fray Luis de León y de Quevedo, de
Garcilaso y de Lope de Vega, estaban constantemente sobre su mesa. Los
de los dos primeros casi no se cerraban nunca». (Aportación, pág. 15).
Entre los novelistas modernos —modernos, claro, en la juventud de
Miró— favorecía a Alarcón, Galdós, Valera y Pereda. (Don Eufrasio Ruiz,
quien no tenía pretensiones literarias y por lo tanto recordaría, quizá, con
menos matización personal los gustos literarios de Miró, me confirmó en
términos generales lo dicho por don Francisco.)
El influjo de Azorín, Valera y Galdós sobre Miró es muy concreto.
Merece un estudio más específico. Además, en el caso de Azorín se entre­
laza la lectura con la amistad. Hay que precisar como pasó esto.
Ni en los papeles inéditos de Miró ni en su obra públicada hay el me­
nor indicio de cómo conociera por primera vez a José Martínez Ruiz, pero
Azorín nos pone en la pista: «Entre mis papeles —dice— guardo apuntos
de conversaciones que en 1898 mantuve con don Lorenzo Casanova».28.
Pero no nos alentemos demasiado por esta nota prometedora. En los
escritos públicos de los dos amigos poco testimonio se encontrará sobre su
amistad, precisamente por tratarse de una relación sumamente personal y
privada. Hablando de sí mismo en sus memorias bajo la designación X,
ha explicado Azorín que «lo hondo no gustaba de manifestarlo nunca. Ni
en los escritos, ni a mí de palabra, ni a nadie, ha revelado nunca X sus-ín­
timos sentimientos».29. Y más adelante: «No suelo interrogar, ni aun a
los íntimos. Tengo el culto del respeto; lo que nuestro interlocutor no di­
ce, no debemos forzarle a que lo exprese» (Memorias, pág. 1453).
Sigámosle, pues, un rato a Azorín para que nos diga lo que le parezca
sobre el encuentro con el Maestro Casanova. «Hacía unos sesenta años...»
Pero está escribiendo en 1943. Restamos sesenta años y estamos en 1883-
No puede ser. Falta exactitud. Se referiría sin duda al momento antes
aludido en 1898.

Hacía unos sesenta años —dice— que había entrado en contacto con una
reducida, simpática e independiente escuela de pintura que fundó en Ali­
cante don Lorenzo Casanova, que había trabajado mucho en Roma; en
aquel grupo figuraban —se complacía X en citar los nombres— López To~

28 Madrid, cap. XXIII. Cito por las Obras completas, VI (Madrid: Aguilar, 1962), pág. 236.
29 Memorias, en Obras selectas (Madrid: Biblioteca Nueva, 1943), pág. 1427.
66 Introducción biográfica

más, Bañuls, escultor también, con algún monumento en la ciudad


nombrada; Adelardo Parrilla, pintor con indudables condiciones nativas,
autor de paisajes primorosos y bodegones expresivos; Luis Pérez Bueno, que,
con los años, había de ser director del Museo de Artes Decorativas, en
Madrid, y erudito historiador de cosas de arte españolas. De Adelardo
Parrilla tenía X en su cuarto de trabajo un paiseje; cuando levantaba la vista
del libro podía posarla y reposarla en un verde prado, con dos o tres álamos
tembladores que se espejeaban en las aguas mansas de un río. Había
siempre en los paisajes de Parrilla cierta veladura gris, suavísima, que era a
modo de un ambiente de tristeza que los espiritualizaba {Memorias, pág.
1485.)

Texto interesante tanto por lo que calla como por lo que dice. Pues
como ya se ha dicho, Gabriel Miró era sobrino de Lorenzo Casanova, cuya
academia frecuentaba desde su niñez. Y aunque no nos ha quedado (que
sepa yo —ojalá me equivoque—) ninguna muestra de sus esfuerzos juve­
niles, se sabe que en un momento estuvo dispuesto a hacerse pintor bajo
la tutela de su tío. ¿Qué duda cabe, entonces, de que cuando José Mar­
tínez Ruiz conoció en el estudio de don Lorenzo a amigos íntimos de
Gabriel Miró como Luis Pérez Bueno y Adelardo Parrilla, también cono­
ció al joven Gabriel, Benjamín del grupo con sus diecinueve años, pero
más bien aficionado que pintor serio, por lo cual no vendría al caso que
Azorín apuntara su nombre entre los discípulos de Casanova. O bien es
posible que el Azorín que escribía sus memorias en 1943 no recordase que
fue esta la ocasión en que saludara por primera vez a quien iba a ser ami­
go de toda la vida —lo mismo que en el recuento de sus retratos recuerda
los de Ricardo Baroja, Ramón Casas, José Villegas, Sorolla, Echeverría,
Zuloaga y Vázquez Díaz y se le olvida el de Adelardo Parrilla, que tiene
que ser del año 1899 o antes.30.
¡Cuán interesante sería estudiar esas notas que guardaba Azorín de
sus conversaciones con Casanova! Pero sin ellas tenemos un pequeño testi­
monio de su visita que fue publicado poco después, una prosa brevísima
que hasta ahora no ha sido recopilada por los editores de sus Obras

50 Lo mandó Parrilla a la Exposición General de Bellas Artes en Madrid, 1899, según consta en el
catálogo de dicha exposición. Cito por el ejemplar de la Hispànic Society of America, cuyo director,
Mr. Theodore Beardsley, tuvo la bondad de facilitarme, ios datos siguientes de las págs. 90-91:
Parrilla Candela, Adelardo, 606, Retrato de López Tomás [discípulo de Casanova]; 607, Retrato de
Martínez Ruiz; 608, Retrato de Pérez Bueno [también discípulo de Casanova]; 609, Retrato de Niño.
El cuadro, reproducido por J. García Mercadal en su libro Azorín (Barcelona: Destino, 1967), pág.
83. pertenecía a don Luis Pérez Bueno, otro amigo íntimo de Miró (ver más adelante), y está ahora
en la colección de su hija, Luisa, Sra. de Ruiz Vernacci, Madrid.
Lecturas 67

completas. Se trata de un librito al que ya me referí más arriba y cuya


desnuda nota bibliográfica he guardado para este momento:

L. Pérez Bueno. Artista levantinos. Prólogo dej. Martínez Ruiz. Madrid.


Imprenta del Cuerpo de Artillería. San Lorenzo, 5, bajo. 1899. No se ven­
de.

Otra vez queda Azorín vinculado con el círculo de pintores que hubo
alrededor de Casanova, ahora a través del folleto de Pérez Bueno, en don­
de son tratados con bastante detalle Casanova mismo, Lorenzo Pericás,
Vicente Bañuls, Adelardo Parrilla, José López Tomás, Heliodoro Guillén
y Francisco Prunier.
Tan breve es el prólogo, tan interesante, y tan desconocido que vale la
pena citarlo en su integridad:

—«La pierna izquierda en flexión... así... La punta del florete mirando a


los ojos del contrario...»
Y Pérez Bueno, el fino acero en la mano, va marcando con el ejemplo la
palabra.
Todas las tardes, al caer el sol, en amplio patio levantino, bajo el toldo
verde de una parra,— la lección de esgrima. Así conoció el prologuista [o
sea, Azorín] al autor del libro [o sea, a Pérez Bueno, amigo íntimo de
Gabriel Miró],
Pérez Bueno es de la noble y grande raza de los hombres-niños. Se
entrega desde el primer momento, y concede con su amistad el corazón en­
tero. Hombre culto, desprendido, magnánimo, su espíritu forma entre
aquellos que el sin par Montaigne llamó almas bellas, almas universales,
«ouvertes et prestes à tout, si non instruictes, au moins instruisables*. No
hay en su cerebro prejuicios ni en su trato reservas. Yo no sé si el libro que
hoy publica es de los que la crítica honra; yo no quiero decirlo. Respondo,
sí, del hombre; respondo del amigo. Sujeto es el de su obra loable por extre­
mo, porque ningunos pintores tan modestos como los levantinos, ni ningu­
na tierra tan propicia a este noble arte como la alicantina.
Nous sommes en Afrique, dice un diistiguido viajero hablando de Ali­
cante. Y es verdad, porque es paisaje africano aquel paisaje, y es panorama
aquel de tal majestad severa y grandeza, que trae al ánimo la España de los
valerosos capitanes y levantados poetas...
Alrededor de Lucentum, campos pelados, amarillentos, cubiertos de
rastrojos, abierta la tierra por el arado, despedazada en enormes terrones,
desnuda de árboles... De tiempo en tiempo un almendro retorcido y costro­
so, una copuda higuera, una palma solitaria que balancea en la lejanía del
horizonte sus corvas ramas. Después, pasadas las cercanías de la ciudad, de­
jado atrás el desierto de bancales aterronados, grandes manchas de viñedos,
bosques de algarrobos, el ejército gris de los olivos perennales. Y casas roji­
68 Introducción biográfica

zas, lienzos de pared tostados por el sol, agujereados por ventanas diminu­
tas... a la puerta un carro que eleva en diáfano azul sus varales, y en la mu­
ralla, contrastando con el verde de las albahacas que adornan los huecos, lar­
gas ristras de encendidos pimientos... Más arriba, perdida ya la franja blan­
ca del mar, enormes moles azules, complicada malla de montañas, la formi­
dable cordillera de Salinas, aledaño de la provincia, con sus estribaciones,
ramas, cruzamientos, oteros, hijuelas mil que de la alta madre se desgajan y
forman barrancos al abismo, recuestos de sembrado, planos de viñas, cuyo
oleaje de pámpanos desborda de los blancos ribazos escalonados y baja sal­
tando, como cascada bulliciosa, hasta morir mansamente en las orillas de la
laguna... ¡Plena montaña levantina! En el fondo del inmenso collado, el la­
go blanco y sereno, bordeado de juncares, retratando en sus aguas grupos de
álamos enhiestos, tupidos olmos, casas de labor con sus chimeneas humean­
tes, sus anchos corrales, sus dilatadas bodegas. Y por todas partes el empina­
do muro de las montañas, grises, verdinegras, zarcas las lejanas; en una la­
dera un pueblecillo microscópico, y a lo lejos, perdido en el horizonte, aso­
mando por una garganta de piedra, el triángulo rojizo de un castillo moruno
que luce a los postreros rayos del sol como un grano de oro...
Artistas levantinos es obra meritoria. Plácemes merece su autor, hombre
de corazón y doctrina, docto en la pluma y elegante en la espada.

J. MARTINEZ RUIZ.

Digno es el texto de comentario, pero no antes que notemos otra indi­


cación de los lazos amistosos entre Martínez Ruiz y la academia de Loren­
zo Casanova. El dato bibliográfico en este caso es el siguiente:

J. Martínez Ruiz. La evolución de la crítica. Madrid; Librería de Fernan­


do Fe, 1899.

Pero lo que nos interesa es la dedicatoria: «Para Luis Pérez Bueno


noble espíritu y amigo sincero. J.M.R.» Es dudoso que existan todavía
muchos ejemplares de Artistas levantinos y La evolución de la crítica. Los
que yo he manejado están en la bibliteca personal de Gabriel Miró, a
donde llegaron, supongo, regalados o heredados de su tío pintor. En el
ejemplar de La evolución de la crítica se lee en la primera página, escrita
en letra que no se puede identificar, la sencilla inscripción «Para D. Lo­
renzo Casanova».
Queda por citar, con miras a reducir el elemento de conjetura en el
cuadro que se ha venido trazando de un probable encuentro de Azorín,
un valioso texto de don Francisco Figueras Pacheco, el ya conocido amigo
de Miró desde el instituto. En un capítulo inédito de su proyectado libro
Lecturas 69

Del orto literario de Gabriel Miró, Figueras incluye en el círculo de amis­


tades de Miró «al concluir la centuria última» a «Adelardo Parrilla, que le
sirvió de eslabón cultural con Azorín».
¿Qué significaría para el joven monovero y el todavía más joven ali­
cantino este primer encuentro? Para Martínez Ruiz sin duda poco o nada.
¿Quién podía ser para él un Gabriel Miró de diecinueve años que no sólo
no era escritor sino que ni era pintor en una academia de pintura? Pero
para Gabriel sería todo lo contrario. Amante ya de las bellas letras, tenía
junto a él a un verdadero escritor, que publicó su primer artículo, «La crí­
tica literaria en España», en Valencia a los veinte años, que había colabo­
rado ya en el periódico del entonces más famoso publicista levantino,
Blasco Ibáñez, El Pueblo, que había gozado de un pequeño triunfo con
los artículos inconoclastas, fogosos, como enfant terrible, terriblemente
radical en El País, artículos que le merecieron los elogios del gran Leopol­
do Alas, que escandalizaba a la burguesía con el librito Charivari. El
Azorín ecuánime, blando, viejo, ha borrado de la memoria al joven pole­
mista, volteriano, anarquista. Pues aquel joven era capaz de escribir sobre
otro alicantino ya conocido y más ilustre que él, lo siguiente:

Rafael Altamira, el joven académico de la Historia, ha publicado un vo­


lumen titulado Cuentos de Levante. Alatamira es mi amigo, y por lo mismo
quiero declarar francamente lo que pienso de sus cuentos. Falta allí lo prin­
cipal; falta color, color en el paiseje, en el diálogo, hasta en los nombres de
los personajes. La tierra pintada por él, lo mismo puede ser Levante que
cualquier otra. ¿Es que teme Altamira que, escribiendo para un público aje­
no a la región que pinta, no se interese el lector por sus cuadros si los carac­
teriza demasiado? ¿Pues acaso no pinta así Pereda, no pinta así también en
Francia Jean Aicard? Se echa también de ver en sus cuentos falta de argu­
mento; pecan de desvaídos, de fatigosos. Altamira, como todo hombre que
ha pasado su juventud sobre los libros, tiene agostada la fantasía. En sus no­
velas falta calor, amenidad, observación fresca y directa de la Naturaleza.
Los Cuentos de Levante no servirán de nada a quien se proponga conocer la
tierra que Altamira pretende pintar.31.

Ejemplo útil para evocar el espíritu de José Martínez Ruiz y además


lección que no se perdería para el joven Gabriel Miró. ¿Qué es lo que vale
como materia literaria? El paisaje propio, la gente que habita en dicho
paisaje —o sea, levantinos en Levante, representados sin equívocos y uní­

31 Obras completas. I (1959), pág. 237. Salió el artículo en el folleto Literatura. Madrid: Fernando
Fe, 1896.
70 Introducción biográfica

vocamente como tales— lo cual en su día correspondería más al arte de


Miró que al de Azorín. Aunque en el prólogo a Artistas levantinos, el
pre-Azorín mismo ofrece un ejemplo de paisajismo que no sirve de marco
ni de fondo al libro que viene a continuación, al parecer poco importante
para Martínez Ruiz, sino que vale en sí mismo. Como hemos visto, a Mi­
ró, muy dado desde niño a contemplar el paisaje, le debió impresionar el
descubrimiento de un espíritu afín, para quien el paisajismo literario no
era la expresión de un genérico «sentimiento de la naturaleza» sino la con­
ciencia estética de la luz, el aire y el alma de su tierra alicantina.
Un escritor casi olvidado hoy en día pero tenido por una de las figuras
principales del pensamiento europeo a finales del siglo XIX y leído y cita­
do por toda la Generación del 98 y por Ortega y Gasset es Jean-Marie Gu-
yau (1854-1888). Azorín, mejor dicho, Martínez Ruiz, le cita para refutar
a Taine en la Evolución de la crítica, Madrid: Fernando Fe, 1899, donde
seguramente llega Miró a conocer al filósofo francés. Este folleto de 72 pá­
ginas, en general iconoclasta, habla favorablemente sólo de un teórico de
la crítica literaria, Guyau. Guyau reconoce que Taine ha escrito síntesis
admirables del arte de Grecia, Italia, los Países Bajos. «Pero pretender co­
nocer el genio propio y personal de tal escultor o de tal pintor leyendo
esos estudios de medios exteriores, es lo mismo que empeñarse en averi­
guar la edad de un individuo por el promedio de una estadística, o los
más notables acontecimientos de una vida por la historia de su siglo».
Aunque el filósofo de La irreligión, como le llama Azorín por uno de sus
libros, no quisiera abandonar el estudio del ambiente. «Conociendo el in­
dividuo conoceremos las analogías de su vida con la vida de sus cre­
aciones, hasta qué punto ha vivido su obra, hasta dónde ‘se ha realizado
él mismo, se ha objetivizado, y cómo cristalizado en su obra’; y conocien­
do el medio veremos lo que hay de ‘individual e irreductible en el
genio’». (Evolución de la crítica, págs. 52-53.)
El escritor novicio leería con avidez las páginas atrevidas de su ya co­
nocido coterráneo, y concluiría que el joven pre-Azorín tiene sentimien­
tos bastante neutrales sobre la crítica utilitaria y la crítica científica, a las
cuales dedica páginas pro forma que demuestran que su conocimiento se
limita a nombres y nociones elementales. Lo que de veras le interesa e in­
teresará al joven Miró es la crítica con la extraña designación «sociológica»,
o sea, la escuela de Guyau, autor de l'Art au point de vue sociologique.
«Pocos espíritus contemporáneos de vida tan expansiva y luminosa como
Juan María Guyau. No hay más que ver su retrato colocado al frente de la
Lecturas 71

obra por Fouillée a él consagrada, no hay más que ver aquella cabeza
nimbada de negros bucles, aquel rostro de inefable melancolía, la melan­
colía del condenado a morir en la plenitud del genio y de la vida,
aquellos ojos que parecen mariposas negras aleteando en la inmensidad
del cielo azul; —para comprender la bondad de su alma sublime, la in­
tensidad radiante de su cerebro potentísimo... El retrato de Guyau es
expresión fiel de su espíritu de poeta y de pensador», (pág. 61)
«‘Mi amor’, exclama el malogrado filósofo, ‘es más vivo y más verda­
dero que mi mismo. Pasan los hombres, acábanse sus vidas... Sólo el sen­
timiento perdura’». Continúa Martínez Ruiz con evidente entusiasmo,,
mezclando citas con paráfrasis. «El arte es vida, vida que se extiende a to­
dos los hombre, a todos los seres, a las cosas todas del universo, y hace de
hombres y de cosas una sociedad universal, solidaria, amorosa... ‘En la
negación del egoísmo, negación compatible con la vida misma, es donde
la estética, como la moral, debe buscar lo que jamás perecerá’... El genio
no es solamente un relflejo, es una producción, una invención; es, sobre
todo, anticipación de la sociedad ideal que caracteriza a los grandes ge­
nios, ‘bardos de la idea y del sentimiento’. No viven independientes del
medio, cierto; cierto también que la sociedad en que nacen los condiciona
y en parte los suscita, pero evidente asimismo, ante todo, que su pujanza
creadora hace surgir en el viejo un mundo nuevo, y que esa concepción,
‘especulación sobre lo posible’, determina una sociedad desconocida, la
sociedad de los admiradores del genio, que ‘realizan en ellos por imita­
ción, su innovación’», (pág. 63.)
Azorín no lo confiesa, pero da la impresión invencible de que su co­
nocimiento de Guyau es de segunda mano, a través del libro de Fouillée,
el cual cita abiertamente dos veces. Fouillée explica que para Guyau el ar­
te es casi sinónimo de la simpatía universal. «En toda emoción estética
existe simpatía; el crítico que más emoción sienta ante la obra artística,
que más alcance a compenetrarse con ella, y llegue hasta su fondo en una
especie de vista interior, el que mejor logre sugerir al lector las bellezas
que él admira, ‘el que mejor sepa admirar y enseñar a admirar’; —ese se­
rá el crítico perfecto, el ideal de los críticos», (pág. 64.)
«...En los espíritus muy críticos hay a menudo un fondo de insociabi­
lidad... Desconfiemos de sus juicios, y de sus juicios desconfíen ellos mis­
mos. (pág. 64.)... El crítico no debe rebajar al artista para elevarse a sí
mismo; no debe buscar su vida propia en la inquisición de los defectos...
la crítica es admiración; quien admira, cree; quien cree, ama...» (pág. 65.)
72 Introducción biográfica

«Tal es, a grandes rasgos, la idea de la crítica que aquel hombre sin
par expresó en su libro El arte desde el punto de vista sociológico; aquel
hombre sin par, generoso entre los generosos, que murió rebosando ge­
nio.. . en un rincón de la montaña, entre olivos y eucaliptus, frente al mar
sereno, a los treinta y tres años y en Viernes Santo —cual nuevo Cristo
proclamador de la paternidad y de la paz entre los hombres», (pág. 66.)
Y tal es el primer contacto, a través dejóse Martínez Ruiz, que tuvo
Gabriel Miró con Jean-Marie Guyau, de quien llegaría a ser lector asiduo
y a quien varias veces citaría en sus propios escritos.
Entre los libros comprados por Miró en 1900 encontramos los tomos
varios de la Historia de las ideas estéticas en España, de Menéndez Pelayo
(Madrid: Imprenta de A. Pérez Dubrull. Vol. I, 1891; Vol. II, 1884; Vol.
Ill, 1886; Vol. IV, pte. 1, 1887, pte. 2, 1889; Vol. V, 1891). (La fecha de
la compra la da Figueras Pacheco en Orto literario, XIV, «Los libros
viejos», inédito.)32 Los hizo encuadernar en la acostumbrada tela y estam­
par con sus iniciales, y se metió a estudiarlos, marcando con cuidado los
pasajes que más le interesaban, casi como si pensara en algún futuro
biógrafo. Pues en la portadilla del tomo III, pte. 1, apuntó toda una clave
para su sistema de signos marginales, así:

Signos:
X Frases que más me interesan
______ Lo subrayado indica lo que deseo consultar, leer
X ( )-Paréntesis = curiosidad

Sería una gran sorpresa encontrar que el sistema de veras se hubiera


aplicado. Es que nada en la Historia parece haber sido una mera curiosi­
dad. Unos pocos títulos de los mencionados por Menéndez Pelayo están
subrayados como obras que el joven Miró esperaba estudiar más tarde:
Del único principio que despierta y forma la razón, el buen gusto y la vir­
tud en la educación literaria (Joaquín Millas); Investigaciones filosóficas
sobre la belleza ideal, considerada como objeto de todas las artes de imi­
tación (Estevan de Arteaga); La Florida (Muñoz Capilla); Del origen y
reglas de la música (Eximeno); Polymetis (Spence); Laoconte o de los lí­
mites de la poesía (Lessing); Dramaturgia hamburguesa (Lessing);

32 Para un estudio exhaustivo de las evidencias de lectura en los libros que llegaron a constituir la
biblioteca privada de Miró, ver el libro magistral de lan Macdonald, Gabriel Miró: His Private
Library and Literary Background (Londres: Tamesis Books Ltd., 1975). Trata no sólo de la Historia de
las ideas estéticas sino de otros muchos casos de que no hablo aquí.
Lecturas 73

N'athan el sabio (Lessing). No hay un grano de evidencia de que Miró ha­


ya adquirido ni siquiera una de estas obras o que hubiera leído más de
ellas que las partes citadas o resumidas por Menéndez Pelayo. Pero el
subrayado, en verdad, todo el complicado sistema, demuestra la seriedad
con que Miró a los veintiún años emprendía su autoeducación, y los títu­
los dan alguna indicación del rumbo en que movían sus intereses.
Muchos de los pasajes de los textos del propio Menéndez Pelayo están
señalados con una x o sencillamente con líneas a lo largo del margen, y en
estos textos se puede ver claramente lo que ocupaba el pensamiento de
Miró. Parece razonable suponer que Miró señalaba frases con las cuales se
sentía notablemente de acuerdo o que encontraba especialmente instruc­
tivas. Exactamente como el científico moderno descubre méritos en ciertas
hierbas o pócimas de la medicina primitiva, a la misma manera el joven
Miró —sus llamadas sugieren el pasmo y la delectación de la aventura in­
telectual virginal— se fortalecía y nutría de ciertas ideas de un Platón o
un Arteaga sin ahogarse en el polvo seco de sus sistemas. Por eso es por lo
que tenemos que seguirle el paso por algunas de las páginas de don Mar­
celino.
No es difícil imaginar el deleite con que el joven lector pusiera una x
junto a la siguiente frase, que también aislaba al principio y al final con
parejas de líneas oblicuas, frase que ya la había imprimido Menéndez Pe-
layo en cursiva: «Yo nada sé, fuera de una exigua disciplina de amor» (I,
11; Platón, Theages}. Y así, siempre que los filósofos de Menéndez Pela­
yo discurren sobre el amor o su potencia en la creación de la belleza, pres­
ta Miró atención. (Ya sabemos que cuando Miró era algo mayor descubrió
un aforismo de Romain Rolland que, por su coincidencia en el sentimien­
to que expresaba, le encantaba citar: «No hay más que un heroísmo: ver
el mundo según es, y amarle».) Los lugares comunes de Platón —hechos
así por los siglos de filósofos, poetas y hasta gente más humilde que los
han venido manoseando— digamos con máls respeto, los conceptos plató­
nicos de la unión mística, mediante el amor de lo material y lo espiritual,
lo temporal y lo eterno, lo bueno, lo bello y lo verdadero, fueron consu­
midos por el joven Miró con una avidez sin duda excepcional porque con­
cordaban tan dulcemente con otras dos empresas que tenía entre manos a
la vez que se iniciaba en la filosofía del arte: las intensificadas relaciones
amorosas con Clemencia y la redacción de las primeras obras que había de
publicar. Pero el que fueran más que alicientes de amor y poesía juveniles
resulta evidente de una consideración de la obra madura mironiana, don­
74 Introducción biográfica

de la doctrina trascendantal di Platón se transforma en la duradera pre­


ocupación inmanente de la humanidad y del artista, el patetismo esencial
de la vida. De su nostálgica fascinación por las supuestas verdades, cris­
tianizadas, de la filosofía platónica surgirían las creaciones literarias más
espléndidas de Miró. «¡Qué dulce es sentirnos cerca del cielo desde la
tierra!» («El ángel»).
Después de Platón, el filósofo más marcado es León Hebreo en su de­
sarrollo de la doctrina que «siendo la esencia del ánima su propio acto, si
se une para contemplar íntimamente un objeto, se trasporta en él su
esencia, y aquél es su propia sustancia, y no es más ánima y esencia del
que ama, sino sola especie actual de la persona amada». (II, 32). Gabriel
Miró, enfrentado con realidades externas, las absorbería subjetivamente,
por decirlo así, dotarlas de la realidad de su propia palabra, y hacerlas ob­
jetivamente reales, tan reales como él mismo. Muchos amigos de Miró,
entre ellos el pintor Benjamín Palència, han dicho que mirar un objeto o
un fenómeno con Miró y escucharle mientras lo describía era verlo por
primera vez tal como realmente era.
Si la doctrina platónica del amor parecería ser lo que más despertaba
el interés en las Ideas estéticas, sin embargo leyó toda la obra hasta el fi­
nal y notó otros muchos asuntos, principalmente los siguientes: la hostili­
dad «innata» de los dramaturgos españoles a las reglas y convenciones es­
tablecidas; el «elogio —de Juan dejáuregui— de las condiciones descrip­
tivas de Lope de Vega..., primera aplicación de la crítica pictórica a las
obras del ingenio poético»; la sensibilidad del Padre Sigüenza a los valores
pictóricos en la obra de Ticiano; la frase de Burke «sabores y olores subli­
mes», puesta en ridículo por Menéndez Pelayo; la idea de Lessing sobre
los límites que separan las artes plásticas y las literarias y la cuestión espe­
cial de Homero y el escudo de Aquiles, y también la observación de paso
por el alemán de que «la frente... es el centro principal de la expresión»;
la opinión del padre Pedro Márquez de que «los [sentidos] del olfato,
gusto y tacto... no pueden en rigor llamarse bellos, pero pueden espiri­
tualizarse, trasmudarse en objeto del espíritu»; la necesidad de una conti­
nua renovación y enriquecimiento de la lengua castellana (Feijóo); la pos­
tura ambigua de Kant al defender una concepción ora idealista ora mate­
rialista del mundo. Hasta qué grado estas lecturas eran formativas y hasta
que grado confimativas en el joven Miró no puede ser más que tema de
especulación ociosa. Pero todas estas preocupaciones —independencia ar­
tística, valores plásticos, experiencia sensorial, lenguaje suficiente (en la
Lecturas 75

frase de Jorge Guillén) 33 y la relación proteiforme entre lo material y lo


espiritual— son notables en la obra del Miró maduro.
Menos evidente en la obra madura es la continuidad que representa
Miró con los escritores del siglo XIX. A diferencia de las figuras de la lla­
mada Generación del 98, las cuales encontraban poco mérito en sus ante­
cesores inmediatos, Miró los leyó a todos con entusiasmo —Espronceda,
Zorrilla, Bécquer, Alarcón, Galdós, Pereda, Clarín, Valera—. De éstos,
vivían todavía cuatro en 1900 y dos habían muerto en fechas que Miró
podía recordar sin dificultad, de modo que eran ellos los escritores que
Miró, en su aislamiento provinciano, tenía por sus contemporáneos mayo­
res, a cuya emulación aspiraba. Figueras (Orto literario, XIV) dice que los
libros comprados por Miró al librero viajante, «antes de alinearse en sus
estantes, pasaban unos días en casa del encuadernador que por regla ge­
neral, los vestía de tela inglesa encarnada,» y que entre los escritores del
siglo XIX que más le atraían estaba donjuán Valera, testimonio corrobra-
do por la presencia de las siguientes obras en la biblioteca tal como se
conserva hoy: Doña Luz (4a edición, Madrid: Librería de Fernando Fe,
1891), Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros
días (3 tomos, Madrid: Francisco Alvarez, Editor, 1884), Genio y figura
(4a edición, Madrid, 1899)Juanita la Larga (3a edición, Madrid, 1897),
Pasarse de listo (Madrid: Biblioteca Perojo, s.a.) y Pepita Jiménez (12.a
edición, Madrid: Librería de Fernando Fe, 1890). El ejemplar de Pepita
Jiménez, perfectamente conforme con la descripción de Figueras, es de
interés excepcional. En la guarda del libro aparece no la firma conocida,
la que, rubricada con un lazo sencillo, acompaña los retratos publicados
de Miró sino un «G Miró» flamante con rúbrica y, debajo, estas palabras
en letra emocionada: «Libro adquirido de cuarta, quinta o centésima ma­
no ¡no sé!» Y debajo del retrato grabado de Valera en el frontispicio del
volumen Miró ha escrito en letra todavía juvenil, «¡Bendito seas!».
Lo que encuentra cualquier lector inteligente en Valera, especialmen­
te en Pepita Jiménez, es lo que halló en él Miró —un interés amablemen­
te escéptico en la psicología del misticismo religioso; una versión moderna
de la doctrina platónica en que lo bello ya no se encuentra en lo verdade­
ro y lo bueno sino más bien que lo bueno y lo verdadero se encuentran en
lo bello— Valera el amigo de la nueva poesía, el adalid y profeta español
de la doctrina del arte por el arte; un estilo caracterizado por el cuidado
33 Jorge Guillén, Lenguaje y poesía (Madrid: Alianza Editorial, 1969). Ver el cap. «Lenguaje sufi­
ciente: Gabriel Miró», págs. 145-179.
76 Introducción biográfica

especial de la pureza del lenguaje. La doctrina estética expresada en tér­


minos más concretos la podía leer Miró en la dedicatoria de Juanita la lar­
ga al Marqués de la Vega de Armijo:

No sé si este libro es novela o no. Le he escrito con poquísimo arte, com­


binando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal
o cual lugar de la provincia de Córdoba... [Yo soy] en cierto modo, más
bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventi­
va... [Mi obra] no tiene valor porque eleve el alma a superiores esferas, ni
porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o
religiosa. Juanita la larga no propende a demostrar ni demuestra cosa algu­
na. Su mérito, si le tuviere, ha de estar en que divierta. Yo me he divertido
mucho escribiéndola, pero no se infiere de ahí que se diviertan también los
que la lean... Mi libro puede considerarse como espejo o reproducción fo­
tográfica de hombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido... Aun­
que las pinturas o retratos que yo hago carezcan de gracia, entiendo que en
ellos resplandece el amor con que los he hecho...» (ed. cit., págs. v-vi.)

Prueba de la delectación con que Miró leería estas palabras es la fre­


cuencia con que se oye su eco mucho después en la vida de Miró. A su
primera novela, Lz mujer de Ojeda (1901), a la que dedicaré unos párra­
fos en el próximo capítulo de este estudio, obviamente escrita bajo el
influjo de Pepita Jiménez, la llamó un «ensayo de novela». El 15 de febre­
ro de 1906 escribió a su amigo Eufrasio Ruiz: «He enviado al Liberal dos
trabajos... No sé si los considerarán cuentos-, yo sólo creo que hay arte se­
rio en mis cuartillas». Y en otras cartas al mismo amigo dice que un traba­
jo suyo «tan sólo tiene el carácter de crónica» (1° marzo 1906), que «yo no
tengo sed de lectores,de notoriedad» (27 dic. 1905) y que «estoy dispuesto
a ser incluso farmacéutico, y hacer arte para mí solo» (fines de 1905). La
doctrina literaria de Valera vuelve a ser expresada en forma muy
característica de Miró, alejado ya de su bendito donjuán, en un fragmen­
to manuscrito de los últimos años de su vida:

Se puede ser abogado para algo que convenga o halague. Pero no se es


artista para nada, ni siquiera para echarse por los mundos a ver cómo viven
ni cómo se-refocilan los demás. Se es artista porque se es. Un padre carmeli­
ta leyó un libro mío; y me dijo: «¿Qué se ha propuesto usted demostrar al
escribirlo?» Yo no me había propuesto nada... «Piense en la responsabilidad
que usted tiene». Lo pensé; no sentí ninguna; ni siquiera la de escribir mejor
o peor. El que'no escribe o no pinta o no esculpe mejor, es porque no
puede.
Lecturas 77

Miró leía no sólo a Valera sino más o menos a todos los demás escrito­
res del siglo XIX a quienes la Generación del 98 despreció por afirmar así
su propia originalidad, y los leía —lo han dicho Figueras y Ruiz— con
gusto. Mucho más revolucionario como escritor que sus contemporáneos
algo mayores —con la posible excepción de Valle-Inclán— Miró difiere de
ellos especialmente porque nunca expresó y por lo visto nunca sintió nin­
guna animadversión contra sus antecesores decimonónicos. Creía sencilla­
mente que continuaba la tradición que éstos habían dejado. La relación
con Valera, por demostrable que fuera, nunca fue reconocida por Miró, y
aun parece por su repudiación de La mujer de Ojeda que casi quería ocul­
tarla. Su actitud para con Galdós es totalmente distinta. Cuando tenía
unos cuantos años más expresó su admiración por don Benito con unas
frases que sugerían a la vez que las figuras conocidas no compartían sus
sentimientos. Dicho reconocimiento, titulado «A Don Benito Pérez Gal­
dós (El homenaje de la cuartilla): El maestro», fue publicado el 22 de ju­
lio de 1907 en las páginas efímeras de la revistilla La República de las
Letras, pero se deja entender como evocación de experiencias formativas
de años atrás. Y aunque el articulejo padece algo del sentimentalismo
del cual no simpre podía deshacerse Miró cuando mostraba en público
sus emociones privadas, ofrece testimonio valioso de su fuerte afiliación
con el gran novelista del Siglo XIX en un momento en que los escritores y
críticos de la villa y corte le trataban con aire de superioridad. He aquí el
artículo:

Los que por humildad, resignación o fuerza están en apartamiento, lejos


de la vida amada, que sin gozarla nunca, la contemplan remota, perdida co­
mo una costa vaheante y azul, los que se han formado solitariamente, sin
avisos ni ejemplos, aman un maestro. Tal vez le aman más que los trabaja­
dos en la labor diaria de ciudadanos literarios de la corte.
Algunas tardes, caminando por senderos abiertos en las tierras verdes o
detenidos junto a la hondura de una sierra sencilla, donde se oye la canción
de un pinar, se han estremecido sintiendó extrañamente la soledad; en ella,
parece que alguien invisible ha respirado junto a sus sienes.
Vacilan en la mitad de la selva obscura de su vida, sin voz ni sombra,
custodia o compañera.
Pero ellos no quieren duco o maestro solemne, fraguado en frío, todo
cráneo, que diga cuestiones graves y codicie el trípode de oro que se dispu­
tan los sabios de nuestra edad. Ha de ser maestro tierno y llano, amigo de 1«\
juventud, fácil al perdón, como si también él pecara muchas veces, dócil a la
risa leve y amable, que tenga en su frente, en sus ojos y en su palabra, el re­
cogido dolor, la buena alegría y la fortaleza de que hizo sus héroes y puso en
78 Introducción biográfica

nuestras almas cómo levadura de tristezas selectas y contentos honrados para


heñir el pan que conforta, sacia y no ahita.
Repasan nombres deslumbradores que les traen figuras vistas en retratos
o trazados antojadizamente, y sin burlas de mozos sandios o placeros, sin re­
beldías ni frialdades de genios, humildemente se desvían de ellos; acaso por
demasiada lumbre para su pobre mirada; habrían de mostrarse reducidos en
fuego de zarza o más humanados, si no, no pueden.
A su maestro llaman así tiernamente, sin violencia de buena crianza ni
por halago de menesteroso que pide trepar porque ellos no saben y tampoco
han menester nada. Dicen «maestro» movidos tan sólo por el amor.
Y es muy trabajoso explicar cómo este maestro sin encarnarse en figura,
sin determinarse conocidamente, tiene el alma y el nombre del que hoy sa­
ludamos.
La palabra «maestro» aplicada a Galdós, es palabra viva, sentida con ar­
dimiento y honradez, y emociona noblemente.
Por los que sean compañeros míos, por aquellos que como yo se asoma­
ron al cercado del huerto literario y no pueden ser cultivadores de sus tierras
sagradas ni disfrutar sus sombras, ofrendo este pobre recuerdo manifiesto. El
íntimo y elusivo maestro nos acompañó en tardes de paz campesina, en ho­
ras de inquietud, en lecturas amigas.

Galdós en su cristianismo sin iglesia, de compasión y amor, más, en


su constante obsesión con personalidades crísticas que viven en el mundo,
es la figura a que Miró más se asemeja de algunas maneras en el horizonte
literario que se aleja. Porque los valores artísticos, en distinción de huma­
nos, difieren tanto de los de don Benito, no se ha observado que Miró
monta su propio retrato de Oleza (Orihuela en Nuestro Padre San Daniel
y El obispo leproso} sobre el andamiaje esencial de Doña Perfecta. Con lo
cual no hay que entender que la continuidad signifique repetición.
V. Primeras Publicaciones

Mientras Gabriel Miró todavía se dedicaba a ampliar casi febrilmente


su conocimiento de toda clase de literatura, antigua y moderna, extranje­
ra y española, empezó a escribir, decisión tomada simultáneamente, a lo
que parece, por una docena de jóvenes del barrio de Benalúa. Pues la pri­
mera composición conocida de Miró en letra de molde apareció en un to­
mo editado por E. Mendaro del Alcázar con un prólogo de don Santiago
Mataix, titulado: De mi barrio: artículos de distinguidos escritores alican­
tinos (Alicante: Imprenta y Litografía de Tomás Muñoz, 1901). Rarísimo
ahora (yo sé de sólo dos ejemplares, uno en la colección de don Francisco
Figueras Pacheco legada a la Biblioteca Gabriel Miró en Alicante, el otro
en la colección del fallecido don Juan Guerrero en Madrid), el libro es
una colección de retratos en prosa que los jóvenes intelectuales de Bena­
lúa se «sacaron» unos a otros. Acertadamente, sin duda, pues los retratos
verbales se parecen bastante, el editor acompañó a cada uno con una fo­
tografía del sujeto. Miró mismo es el sujeto de una composición por Fi­
gueras y a su vez es el autor de la que trata de Domingo Carratalá (págs.
46-49), la cual, como el primer ensayo publicado de Miró, merece repro-
dución aquí:

DOMINGO CARRATALA
Pretendo hacer su retrato.
Si alguien me tilda de apasionado o parcial, lo sentiré. He copiado del
natural y nada de memoria hice.
...Pero se me ocurre ahora, que ese alguien, bien pudiera envidiar o des­
conocer al modelo, y en este caso el injusto sería él que no yo.
Bastos son mis pinceles, y es mi paleta en colores pobre.
¡¡Paciencia, Domingo!! Acércate a la luz que quiero verte bien y copiarlo
todo, perfecciones y defectos (si los tienes).
80 Introducción biográfica

Empiezo por su frente, que es grande, altiva y pálida. Sus ojos miran lar­
gamente, y si sorprende algo, no los aparta del objeto de sus inquisiciones
hasta descubrirlo todo. Es alto y robusto como un gladiador romano.
Padece de modestia.
Es un enfermo grave de apatía.
¡Holgárame yo en descubrir un elixir que curara el marasmo de la pere­
za, porque entonces Domingo Carratalá sería salvo!
¡No se asusten ni escandalicen los que estas deslavazadas líneas lean,
porque sin subterfugios y públicamente denuncie la grave enfermedad que
Carratalá padece pero sí entristézcase éste y sienta que yo me considere obli­
gado a usar de la publicidad, como de medicina que cure su dolencia.
Domingo Carratalá, como al principio dejo apuntado, es un observador;
no hay sinuosidad en su carácter, ni escondido pensamiento que a su pe­
netración sutil escape.
Talento natural tiene, y hablista correcto es; posee una erudición, no
vastísima (como diría alguien acostumbrado a manejar el incensario de la
adulación) pero sí escogida. Pereda dice de la experiencia «que no consiste
en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre
que se ha reflexionado.» Y yo', copiando del insigne autor de «El sabor de la
tierruca», diré de la erudición, que no •estriba ni consiste en el número de
libros que se han leído, sino en el número de libros que se han estudiado o
sobre que se ha reflexionado y meditado.
Pero Domingo Carratalá es, sobre todo lo dicho, artista. Tiene un cora­
zón muy más grande que su frente.
Y al hablar de Domingo como artista, un definidor se complacería en
definir el arte (¡vana empresa!) y luego concretando hablaría de la música, la
describiría. Soy yo de los que creen que el arte no se define, como todo sen­
timiento, como el cariño, la pasión... Todo esto es subjetivo y grandioso; y
la manifestación de lo grande, de lo sublime, no puede acoplarse, no cabe
en los estrechos moldes de una definición; no comprendo al águila enjaula­
da, sino libre y remontándose más allá de los altos picos de las montañas.
¿Quién daría una definición de lo que siente el pintor ante un modelo
hermoso, de lo que experimenta el escultor ante el bloque que poco a poco
va adquiriendo formas de mujer o de hombre, árbol o animal; de lo que el
músico siente creando armonías interpretando o escuchando inspiradas no­
tas... etcétera, etc.?
El arte está en el corazón; el cuadro, la estatua, la página de música,
etc., son manifestaciones de lo que aquél siente, y esto no se define, por lo
menos yo no sé hacerlo.
Háse dicho que arte es conjunto de reglas para hacer bien una cosa.
[Aquí una nota al pie de la página: Mudarra.] Aplicando esta definición a la
música, se podría decir que conociendo el valor de las notas, composición,
etc., etc, se puede llegar a ser un músico: ¡error! sin inspiración, ni senti­
miento artístico, ni Wagner hubiera escrito La muerte de Isolda, ni Verdi su
Aída, ni Gounod su Paust por millares de reglas que hubieran poseído.
Primeras publicaciones 81

Existen, en el arte dos momentos, uno interior y otro exterior, o subjetivo


y objetivo: comprende el primero el sentimiento, la creación, la. intelección
del arte; y el segundo, la traducción o manifestación del mismo.
Naturaleza no es recatada, no esconde sus bellezas; ni tiene preferidos a
los que sólo muestre sus tesoros; por todos se engalana con flores en prima­
vera, y luce hermosos paisajes en estío, y crepúsculos tristes pero bellos en
invierno; y sin embargo, no todos se extasían contemplando sus gracias, no
todos admiran sus colores, su luz ¿por qué? porque falta lo principal, lo ne­
cesario, falta el sentimiento del arte, y sin él no hay artista.
¡Si todos los hombres lo fueran! desaparecería el crimen, el egoísmo, la
maldad, porque no comprendo que exista el arte que lo sublima todo en un
corazón ruin.
Pero... no divaguemos (¡qué frase! ¿eh?)
La música enloquece a Domingo. ¡Qué dicha sentir el arte, y poseer la
facultad sublime de manifestarlo como él la posee y manifiesta!
A su piano arranca tesoros de armonía, con su agradable, extensa y bien
timbrada voz de barítono cantante, matiza lo que canta, hace sentir, con­
mueve.
Chopín, a quien Domingo llama el poeta elegante ale la. música con sus
delicados nocturnos y brillantes polonesas, le inspira religiosa unción.
¡Las grandiosas sinfonías de Bethoven [sic] cómo le arroban y extasían!
¿Y Wagner, y Listz [sic] y Verdi?
¡Qué lírica trinidad sacrosanta! Estudia Domingo a fortiori la. ciencia
jurídica. Hubo para Carratalá un tiempo feliz en el que apartóse de los
eriales de la Ley, y se consagró exclusivamente al arte lírico; y sin echármelas
de profeta me atrevo a predecir que olvidará la inspirada ley Hipotecaria por
la interpretación clcl Yago de Ótelo.
La toga le resulta anti-artística; es muy negra; la música es siempre
blanca..
Aplicable es a Carratalá la célebre frase del poeta Slouwacki [sic] «ei pája­
ro perdido, retornará tarde o temprano al nido para buscar la tranquilidad,
y la vuelta a él, le parecerá tanto más dulce, cuanta más soledad y agonía ha­
ya sufrido en su vuelo incierto».
Y... ya no escribo más... porque habiendo denunciado la apatía, única
sombra que empaña la claridad de su figura psíquica, sólo perfecciones
hallaría en él, y algunos son harto descreídos voluntariamente y tomarían
por sahumerios mis pobres pero justas palabras.
Tañer la cítara de la lisonja repugna a mi carácer, franco siempre y arisco
en ocasiones muchas.
También yo tengo buenas cualidades...
...Y ahora dirán algunos, que atisbé la ocasión de perfumarme con el
falso incienso de la adulación.

Al examinar los críticos las obras más tempranas de Miró nunca dejan
de vislumbrar en ellas débiles evidencias premonitorias del Miró auténtico
82 Introducción biográfica

tal como se manifiesta en Del vivir y los escritos subsiguientes. Pero estos
esfuerzos no convencen. Entre los primeros, por ejemplo, el que acabo de
trascribir más arriba, y Del vivir hay un tajo tan radical, se podría decir,
que sólo con el advenimiento, la concepción, de Sigüenza empieza a
escribir el Miró verdadero. El que Miró mismo pensara así apenas si se
puede dudar.
Si no, ¿por qué los habría repudiado casi airadamente, buscándolos
por todas partes para borrarlos de su historia? No guardó ejemplar de De
mi barrio y no hay nada para indicar aun que lo recordara.
El lector puede observar el estilo correctísimo del primer ensayo de
Miró. Es, en efecto, todo un despliegue juvenil de recursos retóricos
inexpresivos, ajados. Más notable es el virtuosismo casi cómico —y tam­
bién encantador— con que el escritor novicio maneja las diversas
simetrías e inversiones: «He copiado del natural y nada de memoria hice».
«Bastos son mis pinceles, y es mi paleta en colores pobre». «Holgárame
yo...». «... los que estas deslavazadas líneas lean...» «Talento natural tiene
y hablista correcto es». «Háse dicho...» Y luego, en la segunda mitad del
ensayo, se utiliza el recurso sólo una vez («Aplicable es a Carratalá»), co­
mo si pensara el autor que ahora conviniera algo diferente, respondiendo
más a un principio mecánico que a sus peculiares necesidades expresivas.
La retórica como sustituto del estilo, o la identificación de retórica con
estilo, se nota también en otros aspectos del ensayito: las cursivas ubicuas;
la formalidad ingenua de «Como al principio dejo apuntado» cuando
apenas ha comenzado; la comparación inepta del arte con el águila; el uso
inhábil de la cita de Pereda; expresiones trilladas («corazón más grande
que su frente»; «¡vana empresa!»); la larga digresión sobre el arte; la omi­
sión afectada del artículo («arte es conjunto de reglas»); la disculpa por la
disculpa por la digresión («Pero... no divaguemos [¡qué frase! ¿eh?]»); el
párrafo simétricamente ampliado que comienza «Naturaleza no es recata­
da...». Y en la separación entre estilo y expresión queda expuesta la per­
sonalidad artística inmatura en la exhibición de conocimientos (Mudarra,
Wagner, Verdi, Gounod, Chopin, Liszt, Shakespeare, Slowacki, Pereda),
en el miedo de la adulación, en la tosca felicitación de sí mismo. Y por
fin, en una obrita del Miró que todavía no es Miró, falta totalmente la
ironía.
Pero si no hay nada de Miró el artista en esta mezcolanza juvenil de
convencionalismos vacíos y agresión y retirada vacilantes, hay sin embargo
la sugestión de un Miró que podía hacerse el artista tan pronto como deci­
Primeras publicaciones 83

diera ser fiel a sí mismo: Haciéndose eco de la doctrina de Lorenzo Casa-


nova, Miró quiere retratar a Carratalá tal como de veras es. Si la teoría es­
tética heredada está bien fundamentada o no, es obvio que se interesa
más por ella que por el ejercicio trivial que está componiendo. Si vacila
entre la agresividad y la reticencia, hay cierta honradez ruda en su odio de
la lisonjería y en su confianza. El problema será, entonces, expresar y no
meramente afirmar o exponer estas cualidades de su personalidad.
Tal sería el problema, mejor dicho, si tuviese la intención de hacerse
escritor, artista literario, y no moralista, abogado, orador, quizás legisla­
dor. Aunque su expediente como estudiante de derecho no era nada
brillante, hay indicios de que todavía no había abandonado la idea de ga­
narse la vida en alguna de las profesiones relacionadas con la ley. Si ya
hubiera decidido ser escritor, entonces Figueras no le habría retratado en
el mismo tomo así: «Miró está llamado a ser un hombre de los que molde­
an opiniones y dirigen voluntades a su capricho. Comprendiendo la futu­
ra realidad de lo que sólo es ahora ilusión de sus amigos, imagínomelo en
alguna de las Cámaras parlamentarias haciendo brillar la luz de la eviden­
cia entre las joyas literarias; represéntomelo entusiasmado en la tribuna
conmoviendo con su sonora voz al auditorio y llevando con la verdad de
sus palabras la persuasión a los más, la convicción a los mejores» (pág.
44). Porque su profecía resultó tan equivocada, me dijo Figueras en 1954,
se había avergonzado de ella y se había negado resueltamente a llamar la
atención sobre la existencia de De mi barrio. (Es Figueras, único testigo
«presencial» en el asunto, que dice que «Domingo Carratalá» es, de las
publicaciones varias de 1901 de Gabriel Miró la primera.) Pero gracias a
Figueras no tenemos que imaginar cómo era Miró en el verano de 1900, y
podemos fechar la composición de su primer ensayo como aproximada­
mente agosto de aquel año:

Acaba de cumplir veintiún años... Reúne, entre muchas buenas cualida­


des, todas las condiciones que pueden exigirse a un orador: facilidad de pa­
labra, afluencia de vocablos, redondez en los períodos, sólidas bases de
ilustración, y, sobre todo, inteligencia clarísima, verdadero talento... Existe,
además, en Gabriel Miró, verdadera modestia; no la que busca hipócrita­
mente ocasión de hacer gala de sí mismo, ño la que goza siendo conocida,
sino la que resulta del propio juicio personal, injusto casi siempre; en favor
con frecuencia, en contra con muy raras excepciones... No puede ser más
noble; aquel a quien le brinde su amistad, debe estar seguro de que es sin­
cera; sus sentimientos son generosos y delicados, mas para que no se confun­
dan con la debilidad, van dirigidos por una voluntad enérgica que a su vez
84 Introducción biográfica

humilla con toda su energía ante la dirección del entendimiento... Ha teni­


do la fortuna... de recibir una educación sólida realmente, (págs. 43-45.)

Lo que tenemos que figurarnos mientras tratamos de ver al Miró de


1900-1901 a través de las nubes del incienso de la prosa de Figueras es un
hombre joven que acaba de completar la carrera de Derecho, con la liber­
tad de aficionarse a la literatura, sin compromiso pero con seriedad obvia,
lo mismo a leerla que a escribirla a todo meter. Y resultó que escribió co­
mo un escritor y no como Gabriel Miró, y trabajó con Figueras para publi­
car una revistilla quincenal, El Ibero, «donde tú y yo volcamos los prime­
ros ímpetus de nuestro oficio», como recuerda Miró en una carta a Fi­
gueras en septiembre de 1927. (El padre de Figueras había fundado la re­
vista para divertir y ocupar a su hijo ciego.) Durante el mismo período,
desde el 10 de marzo hasta el 28 de abril de 1901, Miró estaba compo­
niendo su primera novela, La mujer de Ojeda.
La novela, publicada sin duda a costa de Miró, lo cual quiere decir a
costa de su padre, trae un prólogo de su amigo Luis Pérez Bueno (otro de
los colaboradores y sujetos en De mi barrio}, con fecha del 20 de octubre
de 1901, de modo que el libro habrá salido entre esa fecha y el 8 de no­
viembre siguiente, fecha de una carta breve y única recibida por Miró de
donjuán Valera en Madrid. La carta, en papel timbrado («Senado, Parti­
cular») con borde de luto, será la primera que haya recibido el joven escri­
tor dirigido al «Sr. D. Gabriel Miró» con la regocijante salutación «Muy
estimado señor mío»:

He recibido la amable carta de Vd y el ejemplar de la novela La mujer de


Ojeda, que tiene la bondad de dedicarme y que muy de corazón le agradez­
co. Como por desgracia tengo la vista casi perdida, no puedo leer, necesito
que me lean, y así tardo mucho tiempo en enterarme de lo que contienen
los libros que recibo aunque sea grande la curiosidad que me inspiren. No
extrañe Vd, pues, si tardo en darle mi opinión sobre su novela y así me limi­
to ahora a decirle que la tengo en mi poder y que no dejaré de leerla.
Soy de Vd atento y s.s.q.l.b.l.m.
JUAN VALERA

El texto de la carta esta escrita en la letra clara y uniforme de un ama­


nuense; la firma, temblorosa e irregular, tiene que ser de Valera mismo.
Podemos imaginar que Miró recibió la carta el 10 de noviembre y que
no tardó mucho después de leerla en coger su ejemplar de Pepita Jiménez
de la estantería y escribir debajo del retrato del autor la frase que ya cono-
Primeras publicaciones 85

:emos, «¡Bendito seas!» No iba mal dirigido el sentimiento, pues la


deuda que tenía Miró con Valera abarcaba mucho más que la acogida
amable en su «ensayo de novela». Un resumen mostrará como Pepita Ji­
ménez sirvió de modelo para La mujer de Ojeda.
En una noticia preliminar, el autor finge haber hallado un legajo de
cartas, «un cuaderno de memorias y algunas notas precisas para enlazar el
hilo del relato» con la nota «Materiales para una novela». Las veinte cartas,
que constituyen la «primera parte» del libro, son de Carlos Osorio a su
amigo Andrés, y, empezando con la fecha de 5 de junio, cuentan la his­
toria del regreso de Osorio a su pueblo natal de Majuelos y el desarrollo
de su amor por Clara, la esposa joven y hermosa de don Tomás Ojeda,
viejo, tosco, rico. Con la muerte de Ojeda, tiene Carlos el camino abierto
a la consumación lícita del amor, y en la vigésima carta, del 8 de octubre,
anticipa con gusto la llegada de Andrés a Majuelos. Tan fuertes han sido
las dotes de caracterización de Carlos que aun antes de su llegada Clara
está enamorada de Andrés y él de ella, y la «segunda parte», una mezcla
de narración y citas tomadas de las memorias y las notas, resuelve el trián­
gulo amoroso con un truco: Clara, apenada por la ruptura en la amistad
de los rivales, anuncia que ya no puede merecer el amor ni del uno ni del
otro porque se ha sometido a los deseos lujuriosos de su criado José.
Andrés, repugnado, se retira, pero Carlos protesta que siempre la bende­
cirá aunque sea cierta la historia. Ahora le toca a Clara reconocer que
mientras Andrés no merece su amor, ella es indigna del amor de Carlos,
que ahora no puede hacer más que admirarle, pero que, si algún día sien­
te por él la admiración que merece, él lo sabrá.
Los elementos que tiene en común La mujer de Ojeda con Pepita Ji­
ménez son obvios y serán percibidos por cualquiera que lea las dos nove­
las (ver, por ejemplo, Vicente Ramos, Gabriel Miró, págs. 72 ss.): la divi­
sión en una parte I epistolaria y una parte II narrativa; la esposa y viuda
joven y hermosa de un viejo rico; la rivalidad sobre su amor entre dos
amantes que son amigos íntimos; el juego con la relación entre el amor
platónico y el sensual; los cuadros de costumbres colgados en las páginas
del libro como ornamentos independientes de la estructura novelística; la
sensibilidad del protagonista-narrador a la naturaleza. Y las desemejanzas
son igualmente obvias y corresponden, como ha observado Vicente Ramos
(loe. cit.), en parte a la diferencia entre un escritor provinciano de ven-
tiún años y poca experiencia y práctica y un cincuentón de mucha expe­
riencia de vida, de mundo, de escritor. Pero estas diferencias no ocultan
86 Introducción biográfica

el hecho de que en esa época Miró compartía no sólo la creencia de Valera


en el altísimo valor del arte sino también su creencia en una manera obje­
tivamente «artística» de usar el lenguaje y de construir una novela, una
creencia que jamás permitiría los escritos por los cuales Miró sigue siendo
estimado, y que, mientras la guardara Miró, impediría su desarrollo. Lo
que no había aprendido de Valera era basar su arte en su propia observa­
ción y experiencia de la vida. Tan lleno estaba de admiración por Valera y
por toda la otra literatura que venía devorando, que no podía pensar en
nada mejor que combinar un pastel tan exento de autenticidad como es­
taba repleta de elogios convencionales la única noticia que recibió, escrita
por su amigo Figueras Pacheco. Figueras menciona una breve reseña de
un Sr. Mingot (citada en su integridad, parece, por Ramos) en el Noti­
ciero Alicantino, y Valera incluyó la novela en una lista de obras recibi­
das, en la crónica literaria que llevaba para un periódico madrileño. (No
he podido localizar la crónica original; se reproduce en Valera, Obras
completas, II [Madrid: Aguilar, 1942], págs. 1089-1090. Exigua como era
esta atención, debió reforzar la devoción del joven escritor al venerable
novelista y crítico.) La reseña de Figueras, en El Ibero, Alicante, 16 Nov.
1901, está hecha para demostrar lo que procuraba hacer Miró, en parte
con intención, en parte sin darse cuenta de ello, en La mujer de Ojeda\
«Tal dominio del lenguaje y tal facilidad en la expresión campean en
todo el libro que parece ser fruto de una inteligencia acostumbrada a en­
cerrar sus energías en los límites verdaderamente difíciles de la
literatura...» Es «una novela cuyo argumento no puede ser más sencillo».
Pero cuando los acontecimientos «escasean», el autor tiene que sustituirlos
«con sentimientos e ideas más abstractas, cuya confección es bastante di­
fícil... En la primera parte hay bastantes reflexiones filosóficas muy atina­
das... y en toda la novela abundan los pensamientos profundos unos, in­
geniosos otros y delectables los demás... Aparece como objeto primordial
de la novela... el rendir culto ferviente a la belleza y hacer experimentar
el lector, sensaciones que estén por encima de la mortificante rusticidad
del vulgo... Aunque... no por eso deja de prestar su vasallaje a la realidad
y a la observación...» Destaca la carta novena, que «describe magistral­
mente y con exquisita delicadeza el cuadro que presenta determinadas fa­
enas del campo», y que «parece estar hecho... para servir de ejemplo a
cierta regla de Hermosilla... que en síntesis viene a decir: ‘La perfección
de las descripciones físicas, está en razón directa de la facilidad que un
pintor pueda encontrar para trasladarlas al lienzo’. ...La mujer de Ojeda
Primeras publicaciones 87

está escrita en lenguaje correcto y rico en voces... El señalar los detalles


que no se ajusten a la norma que les corresponde, es faena... de quien
tenga verdaderos méritos para ellos». (Para facilitar la abreviación, he
cambiado el orden de las observaciones.)
Dicha faena ya la había emprendido el amigo algo mayor de Miró,
Luis Pérez Bueno, establecido ya en su profesión de historiador de arte,
quien escribió en su prólogo a la novela que «a un autor no se le puede
exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro».
«Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección
de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos
que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para
lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repe­
tidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con inci­
dentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas
que, segúin dicen, vienen con los años», (págs. vi-vii.)
El presentar una primera novela perdonando al autor su juventud y
los consecuentes defectos en su arte no es fomentar una acogida favorable
por parte del público. Dicha presentación más bien le enseña al autor una
lección discreta, amistosa. ¿Ha sido evitada la «vulgaridad en la fábula»?
¿Es de buen gusto «la elección de los incidentes»? ¿Se ha expresado el
autor «en neto castellano»? Falta, evidentemente, un estilo personal. Pé­
rez Bueno, a pesar de la inclinación académica de su mentalidad, vio cla­
ramente de donde vendría el arte auténtico de Miró si es que venía:
«Tiene condiciones para llegar, porque es observador y sabe ver» (pág. x).
Pero si el significado de las suaves amonestaciones de Pérez Bueno lo sin­
tió Miró de una manera tal como para que contribuyeran al cambio radi­
cal, la decisión de ser fiel a sí mismo, no es posible saberlo.
Lo que sí se puede percibir a través de las páginas de Pérez Bueno es
la atmósfera del gusto e interés literarios que rodeaba a los jóvenes inte­
lectuales de Benalúa. Sienkievicz es admirado por la «hermosa psicología»
de Sin dogma, censurado por descender «hasta ser un folletinista, a la
manera y uso de Ponson o Montepin» (pág. vii). (Miró leyó al polaco con
avidez si se puede juzgar por la condición ajada de los tomos de sus obras
en su biblioteca.) Gogol y Dostoyuski [sic] «hacen vibrar el alma de la
Europa intelectual» con sus descripciones realistas «de la vil esclavitud de
ese gran pueblo» (pág. vii). Turgueneff, Tolstoy y Gorki envían sus men­
sajes poderosos de Rusia. (Miró, muy próximo a Chejof en su espíritu, no
parece haber pasado mucho tiempo con los rusos.) «El admirable prosista
88 Introducción biográfica

D’Anuncio, patrocinador de brillante impresionismo, es premioso en el


enredo de sus creaciones» (pág. viii). En España no hay nada que se
pueda comparar con Francia, «la nación que impera literariamente... Gal­
dós, nuestra gloria, que supo ver en Toledo, lo que sólo viera el gran Béc­
quer, el alma de la imperial ciudad, en algunas obras es pesado y palabre­
ro» (pág. ix). Palacio Valdés y Picón «serían inapreciables si dejasen de ser
frívolos» (pág. ix). Silverio Lanza, como Stendhal, ignorado por sus con­
temporáneos , ha llegado por fin al umbral del aprecio. Los jóvenes escri­
tores que prometen son Valle-Inclán, Manuel Bueno, Pío Baroja.
Nos enfrentamos con una paradoja. La mujer de Ojeda no se basa lo
suficiente en la experiencia y la observación. ¿Por qué? Porque es casi pu­
ra autobiografía, experiencia sin vivencia. El libro es literario a ultranza
porque el descubrimiento de la literatura era una de las grandes aventuras
del momento para Miró, es de un erotismo desconcertante porque en los
últimos meses de su noviazgo pensamientos amorosos serían sus compa­
ñeros constantes, es puritanamente platónico y moralizante porque Miró
era un amante puro y un joven de fuertes principios morales que todavía
no había aprendido la función de la pureza y la moralidad en el arte,
aburre con ser tan «artístico» y con tanto hablar del arte y la belleza por­
que el autor no había aprendido a crear su propia belleza. El lector nota
en seguida la erudición tan omnipresente, como si el libro hubiese sido
construido para vitrina de exposición de sus textos y alusiones favoritos,
empezando con Cadalso en la noticia preliminar: «Conjeturo que el autor
[o sea, Carlos Osorio] era un grande amigo mío, tan íntimo y cariñoso,
como debió serlo Gazel Ben-Aly del que escribió Los eruditos a la Viole­
ta-» (pág. xii). Y para terminar la «noticia» cita Miró el consejo de Don
Quijote a Sancho de ser breve (pág. xii). Carlos, músico, ha leído tanto
que uno se pregunta como tiene el tiempo para ocuparse de su arte en su
estudio forrado de libros, y también Andrés, escritor, quien ha repetido a
menudo «aquellas frases del jesuíta aragonés Gracián: ¿Qué jardín del
Abril? ¿Qué Aranjuez del Mayo como una librería selecta? ¿Qué convite
más delicioso para el gusto de un discreto, como un culto museo donde se
recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la volun­
tad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay. lisonja para un
ingenio como un libro nuevo cada día» (pág. 8). Dice Carlos: «Hace algu­
nos días que me recreo y conforto con las páginas de San Juan de la Cruz,
Fray Luis de León y de Granada, de Teresa de Jesús, del Padre Rivade-
neira, Isla y otros sabios... He llegado a retener en la memoria muchas
Primeras publicaciones 89

estrofas del ‘Cantar de los Cantares’», que está poniendo en música y que
cita extensamente a Andrés y Clara. Para la solución de su «problema psi­
cológico» Andrés le recomienda a Carlos sus queridos místicos y ascetas,
especialmente Ribadeneyra: «Si en el tratado de la tribulación tienes sufi­
ciente y claramente explicado lo que para ti es asunto harto escabroso y
obscuro» (págs. 19-20). Y así por toda la novela, citas y alusiones una tras
otra —la Biblia, Schopenhauer, Gracián, Homero (o quizás Ovidio), Pla­
tón y los otros filósofos del arte tratados en la Historia de las ideas estéti­
cas, Tischbein, Aristóteles, Winckelmann, Daudet, Séneca, Montemayor,
Horacio, Dante, Ponson, Montepin—. Cuando el cura reza el Oficio de
Difuntos por Ojeda de cuerpo presente, Carlos no se refiere a las antífo­
nas por las acostumbadas dos o tres primeras palabras sino por frases
completas en latín —aunque después su contenido no entra en el discurso
de la novela—. Y en el momento en que nos inclinamos a pensar que Mi­
ró se está burlando del boticario aldeano haciéndole hablar del médico
como «nuestro Galeno» (pág. 154), encontramos a Carlos, para quien Mi­
ró demuestra una simpatía total sin una miga de ironía, unas páginas más
adelante, hablando de «el discípulo de Hipócrates» (pág. 159).
Pero el libresquismo exagerado de La mujer de Ojeda no se encuentra
sólo en las citas, en las alusiones literarias y en semejantes despliegues de
erudición. Se percibe en las varias afectaciones estilísticas como las que he
señalado en «Domingo Carratalá» —la profusión de letras cursivas, la fre­
cuencia de los pronombres enclíticos (sólo en la página 59 leemos: «imíta­
se la belleza...; hízolo Dios imposible...; acompañóle su padre...; atur­
dióse con la animación y el ruido»); la omisión del artículo («de cuando
en cuando ligero vientecillo levantábase», pág. 23); el hipérbaton habi­
tual («El examen que de Ojeda he hecho», pág. 68); y la verdadera pasión
por el equilibrio, la simetría, lo mismo en forma que en contenido, por
medio de parejas contrastadas y armonizadas (espíritu-cuerpo, blanco-
negro, Carlos-Andrés, etc.). El libresquismo^stá en la subordinación de
las vidas íntimas de los personajes a las necesidades de la trama, de modo
que los personajes que normalmente son modelos de veracidad tienen
que mentir para que la acción siga en movimiento. Está en el realismo su­
perficial que insiste en «derecha», «izquierda», etc. en la decoración escé­
nica, en el costumbrismo no absorbido (el uso ostentoso de dialecto, pará­
lisis de la acción mientras se describen las faenas del campo, etc.). Está en
la distorsión sin propósito de la cronología (se cuenta el desposorio de
Clara cuando ya tenemos leídos los tres cuartos de la novela). Está tanto
90 Introducción biográfica

en las numerosas descripciones convencionales como en las comparaciones


que chocan por chocar («el clérigo, cuya cara tenía ya el color de acelga co­
cida», pág. 246). Está en la cesión de la responsabilidad de la conducta de
la novela al protagonista, quien, sin embargo, confiesa sus dudas sobre su
capacidad de aceptarla. «He descuidado lo que pudiera denominar parte
narrativa de mis amores. Trataré de enmendar mi yerro, y para ello suje­
taré mi imaginación a lo acaecido después del encuentro de Ojeda, cuan­
do frenético buscaba a José y luego, desolado, regresaba a mi casa» (pág.
110).
La peculiar ambigüedad inherente en la elaboración de cualquier pos­
tura moral permite que el joven autor a través de su protagonista tome la
parte de la pureza, del triunfo platónico sobre la sensualidad, y gozar a la
vez, vicariamente, los placeres de la carne —de ahí el erotismo
embarazoso—. Ciertos personajes poseídos por la lujuria y faltos de todo
principio moral —los puramente malos— permiten que Miró aumente la
gama de sensualidad sin sacrificar la respetabilidad burguesa. De ese mo­
do puede hablar de la venta del cuerpo de Clara a Ojeda, el sátiro cuyos
ojos «hasta la desnudarían» (pág. 67). «El cínico macho en posesión ya de
la delicada hembra, la busca tan sólo en las horas del celo, y a ésta le re­
pugnan las caricias brutales de aquél» (pág. 48). José, el criado, devora
con sus «chispeantes ojos... el lindo cuello de la mujer de Ojeda» mientras
éste «miraba lascivamente las bastas y abultadas carnes de la zahareña sir­
viente» (pág. 88). Carlos imagina la violación de Clara por José: «ebrio de
lujuria y de rabia, maceraba aquellas delicadas carnes y pretendía
manchar con sus avinados e inmundos labios la fresca y roja boca de mi
Clara» (pág. 96). El Cantar de los Cantares tan citado por Carlos, mira se­
mejante situación bajo otra luz: «‘¡Ay cuán hermoso, amado mío, eres tú
y cuán gracioso! Nuestro lecho está florido!’ Al llegar aquí, va palidecien­
do el sonido, y yo veo a la esposa desnuda, sobre el florido y perfumado
lecho, mientras el esposo la unge los cabellos con bálsamos y ungüentos
orientales y la besa en la boca, de mieles y de flores hecha...» (pág. 23). Y
mientras triunfa a la larga el amor platónico, hay momentos —brevísi­
mos, claro— para Carlos «en que la voz de mi alma fue ahogada por los
groseros gritos de la carne que bullía y clamaba pidiendo su goce» (pág.
148).
Las situaciones eróticas están envueltas en razonamientos sobre el arte:
Es probable, opina Carlos, que Ojeda le haga el amor a Clara al acompa­
ñamiento del relato de «alguna operación agrícola» mientras que Carlos le
Primeras publicaciones 91

habla de arte y toma «exquisito cuidado en que mis galanterías no


puedan ofenderla» (pág. 32). Andrés desempeña el papel del escritor: «tú
eres artista y tu inteligencia es clarísima e inagotable» (pág. 8), Carlos, el
del músico: «quiero que mi música sea expresiva» (pág. 15). El arte es de
Dios: «la existencia de la belleza es una casualidad... ¡Todo lo que es
bello, no lo sería, si lo divinamente bello, que es la luz, no le prestara
parte de sus encantos y hermosura, no ejerciera su bienhechora acción
sobre todo lo creado!» (pág. 39). Y dentro de la buena tradición parna­
siana, el artista se enfrenta con el filisteo: «Mi llegada veríala él [Ojeda]
con alegría, porque se le presentaba ocasión de exhibir su lujo y recitar
media docena de frases (que no ha digerido, y ni siquiera entiende) sobre
arte. ¡Asómbrate, Andrés, sobre arte! Nunca se encontró elpobre en peo­
res manos. Por doquiera surjen verdugos que lo martirizan y maltratan^.
Pero el Picaro arte se venga; porque si sublima y engrandece a aquellos
que son merecedores de hablar de él y ejercitar sus ramas o manifesta­
ciones, castiga a los necios vulgares (que pretenden imitar a los primeros),
poniendo de relieve su ridícula osadía» (pág. 74).
En 1920 Miró trató de explicar cómo eran sus escritos a un norteameri­
cano interesado por publicar sus obras en inglés diciendo que «era todo lo
contrario de Blasco Ibáñez»34. Si quitamos a La mujer de Ojada la gran
parte de las citas, nos quedamos con una novela corta que no deja de pa­
recerse a las novelas de Blasco Ibáñez no sólo en la técnica sino en su ten-
denciosidad (que incluye una clara veta de anti-clericalismo en la presen­
tación del cura del pueblo, don Fulgencio). Poco sorprende, entonces,
que cuando Miró era capaz de darse cuenta de quién era de verdad, repu­
diaría una obra que de veras no era suya. Mi propósito al estudiar tan de­
talladamente la persistencia de Miró en este camino «equivocado» no ha
sido ridiculizar la puerilidad —ya lo hizo Miró al rechazar la obra— sino,
primero, mostrar el motivo del repudio y, segundo mostrar lo que estaba
pasando en el cerebro de Miró mientras chapuceaba con el arte de la no­
vela. Precisamente por su ingenuidad como novela, La mujer de Ojeda
resulta ser un capítulo en la vida de Miró perfectamente digno de nuestra
confianza.
Olvidemos los transparentes disfraces y la fábula torpemente perfec­
cionada y veremos amplias indicaciones en La mujer de Ojeda de que ya a
los veintiún años de edad Miró se conocía a sí mismo y tenía una idea de
Cuenta la anécdota en una carta a Juan Ramón Jiménez publicada en facsímile y en transcrip­
ción (ésta con la fecha errónea) en La Torre. I, 3 (julio-sepbre. 1953), págs. 183 ss.
92 Introducción biográfica

sus puntos fuertes. El que viera en Car los-Andrés a sí mismo queda tan
obvio que es difícil probarlo, y esto es lo que vio:
Era Carlos amado más por la gente campesina que por los altos y pudien­
tes, los cuales veían con disgusto la indiferencia con que acogía Osorio sus
falsas o cortesanas demostraciones de amistad. Así es que, en tertulias, pa­
seos, Iglesia, visitas..., ellas y ellos tenían siempre dispuesta una frase mor­
daz para el orgulloso pianista, como, con despecho mal encubierto, le llama­
ban.
Era una contemplación continuada su vida. Un amor inmenso por lo
bello conmovía dulcemente su alma.
Todo para él tenía un interés vivísimo: el vuelo del insecto, el rumor del
agua, el gemido del aire, la voz de las selvas. El canto de un ave detenía su
paso; el sereno espectáculo de una puesta de sol le abstraía; la suavidad, el
silencio de un crepúsculo llevaba a su alma un enternecimiento intenso...
¡Qué Dios tan grande el suyo!
¡El sí que sentía y veía el reflejo de la divinidad en todo lo creado! (págs.
199-200).
Si alguna vez se mezcla [Andrés] en reuniones, es por egoísmo, por ob­
servar, por recoger algo para sus obras (pág. 217).
Examino [escribe Carlos] hasta la más fugaz y débil vibración de mi pen­
samiento (pág. 133). [Pero] seguro estoy de que no podré reflejar fielmente
lo que por mí pasa (pág. 131).

Si todo esto era la verdad acerca del autor de La mujer de Ojeda, el


decirlo no constituye literatura. Había pasado del terreno del ensayo
—«Domingo Carratalá— al terreno de la ficción y, conforme a ello, había
aumentado el abrazo de sus actuaciones artísticas, pero no había pasado
más allá de De mi barrio en potencia expresiva.
Llegamos ahora a un momento en la vida de Miró en que el biógrafo
no puede menos que sentirse incómodo, porque varios trocitos de eviden­
cia están en desacuerdo unos con otros. La tendencia natural es ver una
vida creativa como una curva ascendente desde la niñez por la juventud a
una madurez que se aumenta hasta que la corta la muerte o la senilidad.
Las obras más tardías se ven como superiores a las más tempranas, y cuan­
do faltan datos, la aparente superioridad de una obra sobre otra se toma
como evidencia de una fecha relativamente posterior. El negar la validez
esencial de dicho concepto de la vida creativa sería negar el valor del pro­
ceso de crecimiento y maduración, de la experiencia agrandada y acauda­
lada, de la adquisición y refinamiento graduales de técnica, habilidad, de
la mayor aclaración de enfoque, del aumento de sabiduría, etc. Y sin em­
bargo pegarse a él con todo rigor quizás sería negar la existencia en el ar­
Primeras publicaciones 93

lista de incertidumbre, impulsos conflictivos y hasta la corriente desigual


de potencia creativa, sin hablar de cualidades menos admirables como in­
fidelidad a uno mismo, la prostitución, la venalidad, la ambición, etc.
Para resolver el problema biográfico que encontramos en la evidencia
contradictoria dejada por Miró, tenemos que proceder con fe en el
progreso hacia y dentro de la madurez y a la vez estar dispuestos a aceptar
evidencias que producirán irregularidades en la trayectoria, especialmente
en los primeros años de su trabajo.
Aquí no me preocupan las fechas de publicación sino de composición.
En algunas versiones publicadas de sus primeros escritos Miró añadía al fi­
nal las fechas de composición, fechas que, aceptadas al pie de la cifra, dan
la cronología siguiente:

1899—«Los amigos, los amantes y la muerte»


1899— «En automóvil»
1900— «Las hermanas»
1901— «La niña del cuévano»
1901—«Martín, Concejal»
1901— (10 marzo—28 abril)—La mujer de Ojeda
1902— (2 julio—28 agosto)—Hilván de escenas
1903— (julio)—Del vivir
1904— (septiembre)—Epílogo, Del vivir

Pero esta cronología no se puede aceptar incondicionalmente, pues es


posible demostrar que tres de las fechas son falsas, las de «En automóvil»
y las dos partes de Del vivir.
«En automóvil» es un ensayo reflexivo, una especie de crónica, sobre
un excursión hecha por el autor con algunos amigos al campo alicantino.
Pues resulta que el primer automóvil en Alicante, un Monobloc de ocho
caballos, fue matriculado el 2 de diciembre de 1907, y perteneció a doh
Trino Esplá Visconti (documentación en fia Asociación de Vehículos,
Madrid). Don Trino era el padre de Oscar Esplá, amigo íntimo de Gabriel
Miró. No cabe duda de que el Monobloc es el vehículo titular de la cróni­
ca mironiana, publicada en El Lunes del Imparcial el 11 de enero de 1909
y por lo tanto escrita entre esa fecha y el 2 de diciembre de 1907, a lo me­
jor en el verano u otoño de 1908. De modo que podemos excluir del pe­
ríodo cuando todavía escribía —cuando todavía no había empezado a
escribir— el Miró «inauténtico» esta obrita cuya fecha publicada siempre
me inspiraba dudas.
94 Introducción biográfica

Las fechas conclusivas de Del vivir son también falsas en la primera


edición, aunque correctas en las subsiguientes. Evidencias internas nos
llevan a la conclusión de que el epílogo fue escrito en septiembre de
1903: «Aquí lo escribo porque son cosas que supe cuando ya estaban
escritas las anteriores páginas... Un año después de aquellos días estivales
que Sigüenza pasara en Parcent, ya terminando agosto del 903, se le pre­
senta coyuntura de tornar a la región leprosa». (Ed. Conmemorativa, I,
pág. 124.) De modo que la parte principal de la obra fue terminada en
julio de 1902, antes de que el autor comenzara a escribir «Hilván de esce­
nas», firmado 2 de julio 28 de agosto 1902. En corroboración de lo dicho,
en su propio ejemplar de la primera edición, el que utilizó para la segun­
da, Miró mismo tachó las fechas impresas y las sustituyó por 1902
y 1903.
El error en estas fechas hay que atribuirlo al descuido, probablemente
no el del impresor sino el del autor. El caso de «En automóvil» es a la vez
más difícil y más fácil de comprender. Miró le puso la fecha de 1899 en
1927, cuando lo incluyó en el Tomo I de sus Obras completas, y, como
nunca había llevado diario o cosa por el estilo, para fijar una fecha de ha­
cía veinte años o más tendría que recurrir a una reconstrucción conscien-
zudísima del pasado. Esto, por lo visto, le parecería que no valía la pena;
pensó: 1899. Y se acabó. Si hubiera vuelto a leer el cuento y si hubiera
pensado que en 1899 tenía veinte años, se habría dado cuenta de su
error.
Ei hecho de que las fechas de Del vivir y «En automóvil» son erróneas
no es razón suficiente, claro, para afirmar que Miró andaba equivocado al
fechar los otro cuentos como anteriores a La mujer de Ojeda. Pero como
«En automóvil», los otros cuentos tempranos (según las fechas de Miró)
presentan un estilo y mediante el estilo una mentalidad y una personali­
dad de una madurez, una sutileza, una ironía totalmente ausentes en La
mujer de Ojeda y la juvenilia de El Ibero. Es imposible creer que Miró,
habiendo escrito uno de ellos, hubiera retrocedido a la puerilidad de su
primer «ensayo de novela». Es obvio que un límite, si queremos fecharlos
con alguna precisión, es la fecha de publicación; y, si no se puede admitir
ninguna fecha anterior a la terminación de Del vivir en septiempre de
1903, lo más probable es que todos fueran compuestos en fechas más o
menos próximas a la fecha de publicación, o sea, entre 1907 y 1909.
Con la transposición de «Los amigos, los amantes y la muerte», «En
automóvil», «Las hermanas», «La niña del cuévano» y «Martín, Concejal» a
Primeras publicaciones 95

un período más tardío, la cronología correcta de los primeros escritos de


Miró se puede establecer como sigue:

1900, ca. agosto, «Domingo Carratalá» escrito.


1901, «Domingo Carratalá» publicado en De mi barrio.
1901, 10 marzo-28 abril, La mujer de Ojeda escrito.
1901, 16 septiembre, «Paisajes tristes» publicado en El ibero.
1901, fines de octbre. principios de novbre., ¿<7 mujer Ojeda publicado.
1902, 16 enero, «Cartas vulgares» publicado en El Ibero.
1902, 16 febrero, «Paisajes tristes» publicado en El Ibero .
1902, 16 marzo, «Del natural», I, publicado en El ibero.
1902, 1 abril, «Del natural», II, publicado en El Ibero.
1902, 16 abril, «Del natural», III, publicado en El Ibero.
1902, 1 mayo, «Del natural», IV, publicado en El Ibero.
1902, 16 mayo, «Del natural», V, publicado en El Ibero.
1902, 1 junio, «Vulgaridades», I, publicado en El Ibero.
1902, 16 junio, «Vulgaridades», II, publicado en El Ibero.
1902, 1 julio, «Vulgaridades», III, publicado en El Ibero.
1902, julio, Del vivir terminado de scribir.
1902, 2 julio-28 agosto, Hilván de escenas escrito.
1903, ..., Hilván de escenas publicado.
1903, septiembre, epílogo de Del vivir escrito.
1904, abril, capítulo de Del vivir publicado en Renacimiento Latino, I.
1904, ..., Del vivir publicado.

Como hemos visto, Miró terminó de escribir Del vivir en julio de


1902. Pero no lo publicó. Más bien, escribió y en seguida, en 1903,
publicó Hilván de escenas, que representa no una vuelta a los procedi­
mientos y la prosa de La mujer de Ojeda pero sí el abandono de lo que
era original, suyo, en Del vivir, como si el joven escritor estuviese dudan­
do. Aquí no puedo entrar en conjeturas sobre esta vacilación, conjeturas
que de no ser frívolas requerirían un análisis minucioso de Hilván de esce­
nas y que por lo tanto están fuera de la intención de este estudio. Nada
más observo que se arrepintió de la desviación «lateral» y arriesgó la pre­
sentación de su verdadera personalidad literaria al mundo publicando Del
vivir en 1904. Un ejemplar llegó a manos de Galdós. «Lo leí de un tirón,»
dijo el maestro. «Es un buen libro»35.
La invención —o el decubrimiento— de Sigüenza le hizo posible a
Miró encontrarse —o descubrirse— a sí mismo; quiero decir que Sigüenza
le facilitó el instrumento irónico que eliminaría el narcisismo en unas

15 Entrevista, Diario de Alicante, 24 abril 1908.


96 Introducción biográfica

obras cuyo autor tenía que ser de alguna manera el personaje principal.
Me explico. El rasgo personal que más le caracteriza a Miró —todos lo co­
mentan desde su padre a don Miguel de Unamuno, desde su niñez hasta
su muerte— es la bondad. (El escritor como buena persona será una ano­
malía, dirían algunos, una contradicción. Resolver dicha contradicción es,
en efecto, un problema fundamental para el biógrafo.) Evidentemente
esta bondad se fortalece en la ortodoxia religiosa en la niñez, pero es
igualmente evidente ya en La mujer de Ojeda que la fe de Miró se ha en­
tibiado si no es que ha desaparecido ante una bondad «agresiva». Y para
el autor que habla de Jesús —no de Jesucristo o de Cristo sino de Jesús
—en el epílogo de la primera edición de Del vivir (Ed. Conmemorativa,
I, pág. 270), como un fdógrafo entre varios, ya la ortodoxia católica es de
otros. Pero no por eso deja Miró el bueno de asociarse con Jesús, ahora a
través de su alter ego:
Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes case­
ríos, caminaba por tierra levantina.
Dijo: «Llegaré a Parcent».
«Parcente es foco leproso», le advierten.

Notemos de paso cuán lejos estamos de L? mujer de Ojeda y los otros


«primeros escritos» y en un salto cuán próximos hemos llegado a Sigüenza
y el mirador azul. Lo cierto es que si desde las primeras palabras de Del
vivir miramos hacia el pasado que he venido delineando quedamos con la
impresión de la vida de Miró como de un río —sí, la famosa metáfora de
nuestras vidas— que va acumulando sus aguas contra una presa de con­
vencionalismos novelísticos y lingüísticos, de modelos aprobados, de
corrección burguesa. Con la apertura de Del vivir rompe la presa. Miró
había dicho que Azorín «marca y enseña en el estilo castellano el paso del
párrafo a la palabra»36. Pero fue una manera de destacar una característica
importante suya, más de él que de su coterráneo. Si yuxtaponemos la
apertura citada de Del vivir con ciertos textos de la Biblia (S. Mateo, 15:
13; Isaías, 53: 2-3), vemos cómo la prosa de Miró, con su desnuda econo­
mía de narración y exposición y sus párrafos breves como versículos, evoca
la prosa bíblica. Pero empezando con la imagen de los leprosos como ob­
jeto particular del cuidado de Cristo y de Sigüenza, encontramos en éste
algo muy parecido a una imitación de Cristo. Obsérvese, por ejemplo,
36 Observación recordada por Ricardo Baeza en un artículo en El Sol recopilado en Comprensión
de Dostoievski y otros ensayos (Barcelona: Editorial Juventud, 1955), pág. 177.
Primeras publicaciones 97

cuántas frases de S. Mateo e Isaías se pueden aplicar al Sigüenza de Del


vivir, «se retiró a un desierto apartado», «humillado», «el postrero de los
hombres», «sabe de trabajos», «tomó sobre sí nuestras enfermedades»,
«cargó con nuestros dolores».
Además, Miró mismo, fuera del pequeño círculo de amigos retratados
en De mi barrio, era considerado un joven afectado y pretencioso. Com­
binando un orgullo poco cristiano y bastante autocompasión, a pesar del
privilegio de su condición burguesa, Miró se vio a sí mismo como una es­
pecie de leproso, como despreciado y rechazado por la llamada intelectua­
lidad alicantina, esa gente tan presta a olvidar su actitud de superioridad y
abrazarle cuando por fin alcanzó fama nacional con Nómada. (Miró, por
su parte, pagó desprecio con desprecio.)
Y, sin embargo, puesto que las experiencias referidas en Del vivir son,
casi sin lugar a dudas, las de Miró mismo y se relatan hasta cierto punto
en forma de autobiografía en tercera persona —tanto sabe el autor sobre
lo que pasa en la mente y en el corazón de Sigüenza— es inevitable pre­
guntarse por qué Miró utilizó este recurso para estructurar una obra que
no denomina novela sino, sencillamente, «Apuntes de parajes leprosos».
Se explica, creo yo, por el sentido que tenía Miró de su propia bondad. O
sea, que presentarse sin más como imitación de Cristo sería un acto de va­
nidad intolerable y desmentiría su supuesta bondad de carácter. Más
bien, se pondría a un lado y se contemplaría a sí mismo haciendo el papel
del buen hombre Sigüenza, el cual, por una serie de peripecias y revela­
ciones irónicas se volverá consciente de las raíces ambiguas de su caridad a
la manera de Cristo, ironías que se acentúan por las resonancias, lo mismo
en estructuras sintácticas que en el léxico, de las caracterizaciones bíblicas
del Varón de Dolores.
Dos distancias, dos ironías: la distancia entre Sigüenza y Cristo, que
es una ironía patética; la distancia entre Sigüenza y su sapientísimo toca­
yo, que es cómica. Claro, Miró no es precisamente Sigüenza; es el que se
ve a sí mismo en Sigüenza.
«Ser, y además ser concretamente de un sitio, y además de ser sustan­
tiva y adjetivamente, afirmarse, en carne viva de sensibilidad, sangre y
técnica, y todo lo demás, todo lo demás por añadidura». Miró, viendo en
sí mismo como niño al Sigüenza esencial, parece decir que es una lección
que aprendió cuando tendría seis, siete años. Creámoslo. La olvidaría
mientras iba adquiriendo cultura en la adolescencia y haciendo el papel
de escritor con veintidós años a cuestas. En la primera madurez se atrevió
98 Introducción biográfica

a inventar a Sigüenza, y gracias a él pudo encontrarse a sí mismo como


escritor, como poeta. He contado aquí desde una perspectiva externa, la
historia de este proceso. Gabriel Miró escribió el capítulo fundamental
desde dentro en Sigüenza y el mirador azul.

Princeton, New Jersey (EE.UU.)


20 de junio de 1982
5 »
Gabriel Miró, en 1886. Retrato de su tío el
pintor alcoyano Lorenzo Casanova
Sigüenza y el Mirador Azul

Nota preliminar

«El Obispo leproso: novela, por Gabriel Miró» se titula un artículo que
publicaJosé Ortega y Gasset en El Sol el 9 de enero de 1927y que aparece
en todas las ediciones de sus Obras completas (cito aquípor la de 195 7, to­
mo III, págs. 544 ss.). Es una reseña frívola, arbitraria e injusta.
Erívola, porque empieza Ortega diciendo que es un «.pésimo lector de
novelas» y termina insistiendo que no ha «dicho nada sobre Miró», y entre
uno y otro aserto lanza una serie de pontificaciones como si él y él solo su­
piera cómo hay que hacer una novela: «Lo menos abundante en la literatu­
ra es la buena novela», género que «tiene... su ley de creación, que mirada
por el revés, enuncia una norma, una pauta». El Obispo leproso «es un
libro espléndido, reverberante» pero «no queda avecindada entre las
buenas novelas». ¿Por qué? Porque «la novela es casi ciencia», ciencia, insi­
núa, que no domina Miró. «Se trata de construir caracteres» y no de mon­
tar una serie de tipos que no son individualizaciones de las especies que
representan. «Siempre serápreferible topar en la novela con un comandan­
te de formato notarial [Stendhal] que con undmonja a quien un coman­
dante le parece un arcángel».
Arbitraria’, porque si en España hay mejor ejemplo que los libros de
Oleza, y aún se puede decir, si hay otro ejemplo a secas, de la novela como
el género moroso tan supervalorizado por Ortega en Ideas sobre la novela,
los críticos todavía no lo han señalado.
Injusta, porque es evidente que Ortega no ha leído Nuestro Padre San
Daniel, primera mitad de un conjunto estéticamente indivisible cuya se­
gunda mitad es El Obispo leproso, sobre el cual no se debieran emitir
juicios que no reconozcan la existencia de los capítulos antecedentes.
102 Gabriel Miró

Tanto le dolió a Gabriel Miró la reseña de Ortega que compuso Sigüen­


za y el Mirador Azul como contestación, contestación, sin embargo, que
no quería o no pudo reducir a un solo texto definitivo —quizá por la im­
posibilidad de defenderse contra una crítica tan poco responsable—. Las
tres versiones que hizo se publican aquí (por primera vez) no por lo que
signifiquen como contestación sino por su evidente valor intrínseco. Las
faltas debidas al descuido del autor (puntuación, grafías, concordancias)
han sido corregidas. Las oscuridades y hasta algún anacoluto que atesti­
guan el carácter provisional de los textos han quedado sin tocar.

Sigüenza y el Mirador Azul


[Versión A]
A Don José Ortega Gasset

Aquí se refieren episodios verdaderos, de los que se desprenden los


teoremas. Si se hubiesen construido para las palabras habrían tenido me­
jor ensambladura. Lo auténtico no puede siempre coincidir exactamente
con las inferencias.

Cuando Sigüenza era muy chico, —cinco, seis años—, un día, le dije­
ron sus padres:
—¿No lo sabes? ¡Vamos a mudarnos de casa!
Sigüenza corrió en busca del criado Ñuño el Viejo.
—¿Tú no lo sabes? ¡Vamos a mudarnos de casa!
Y como Ñuño el Viejo sí que lo sabía, Sigüenza tuvo que preguntarle
a Ñuño.
—¿Y dónde?
Sigüenza y el Mirador Azul 103

Ñuño el Viejo le contó que la casa nueva era muy hermosa, con siete
balcones, y el de en medio mirador, un mirador como no habría otro en
la ciudad, un mirador con todas las vidrieras pintadas de azul. En aquel
cuarto de aire azul, de claridad azul, parecía que se estuviese entre el cielo
y el mar, como en un barco de los que pasaban lejos. Sigüenza ya no sose­
gaba. De día y de noche siempre imaginando y queriendo su mirador
azul. Llegados a la nueva casa, Ñuño el Viejo, para que el niño no se abu­
rriese —una mudanza exalta y es lo que más amohína a las criaturas y a
los poetas—, se lo llevó a la sala del mirador azul. Todo azul. Los dos sen­
tados dentro del fanal ciego de azul.
Sigüenza preguntó:
—¿Quién hizo eso? —Su mano señalaba los cristales sin transparen­
cia.
Ñuño, prudente por edad y por oficio, alzó sus ojos y su dedo de cria­
do antiguo:
—Dios. Todo lo hizo Dios.
—¡Dios! ¡Yo digo eso! Yo digo, ¿quién hizo eso así?
—¿Que quién mandó hacer azules los cristales? —Y Ñuño, todavía
más siervo, respondió: —Los otros señores que vivían antes en esta casa.
Sigüenza se llegó a las vidrieras hasta tocarlas con su frente y con sus
ojos. Nada podía ver por el cristal de color ajeno. La claridad teñida del
aposento seguía perteneciendo a los que ni siquiera estaban allí. Habló
con su padre y con su madre; y alcanzó su voluntad. Ñuño desarticuló los
cristales. Y en una terraza, él y Sigüenza los descortezaron de su tinte
hasta dejarlos en atmósfera diáfana. Le pareció que sus dedos de cinco
años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena; y siguió crean­
do. Lo que creó, ya estaba; pero ahora estuvo para él con toda la gracia
intacta de la nueva casa: Una rinconada de los muelles; dos viejos barcos
de vela, con los mástiles y vergas en una desnudez de árboles de enero;
un vapor inglés, con la chimenea detrás, fisonomía extranjera; allí solo,
flaco, liso, sin pasaje, todo aljibe de petróleo; y detrás subía el arco de
violín de un faro; la farola verde de hierro. Un remolino de gaviotas; y
entre la casa y el mar, las vías de un tren; un tren que venía de la estación
M. Z. y A. al puerto para llevarse los olorosos productos de los países leja­
nos. Entonces, un puerto estaba más cara a cara de los mercados de cane­
la, de perfumes, de marfiles. Por ejemplo: entre Alicante y Calcuta, rum­
bos de mares; el agua y la rosa de los vientos. Ahora las grandes líneas fe­
rroviarias con sus signos de tarifas internacionales lo facilitan todo supri­
104 Gabriel Miró

miendo la emoción directa geográfica. Pues bajaba un tren de mercan­


cías, con su máquina jubilada, de los que no salen ya de camino, quedándose para
las haciendas de dentro de casa de la ciudad... El mirador sin piel azul le
devolvía su universo con un horizonte de aguas moradas y de aguas celes­
tes y encandecidas de sol y de luna. Allí estaba la óptica de lo que recor­
daba y de lo que nunca vería. El silbo de alarido, el resuello y estrépito de
la fuerza de arrastre. El tren. Sigüenza se precipitaba en el mirador, y su­
bía un bracito que tocaba, visualmente, la triple franja de los cielos, la
mar y la tierra, y así, y por él, quedaba vía libre a la caravana de todas las
especias y química preciosas; dejándola pasar sin peligro desde los vapores
y galeones al corazón de hulla de otros trenes que iban soltando las rique­
zas por todos los pueblos. Gracias a los cristales ya desnudos de su mira­
dor. «Sea hecha la luz. —Y fue hecha la luz. Y vio Dios que la luz era
buena».
Después de hacerla, vio Dios que era buena; y siguió creando. El
autor del Génesis le aplica a Dios la emoción del novelista, del novelista
que no sabe enteramente su obra mientras la van cuajando sus dedos.
Así se le quedó a Sigüenza el concepto inicial de la novela y de toda
obra estética: el de no ser casi ciencia, el de no proceder a mansalva con
métodos y procedimientos de pre-visión, sino el de ver poco a poco, por
la virtud de la forma, lo único que quizá quedaba del perpetuo reflujo de
Heráclito —según dicen— la forma que prorrumpa cada vez recién naci­
da renovando creadoramente todas las realidades.
Entonces, como después, no podía valerse de ninguna tabla de loga­
ritmos que le facilitase las operaciones. Entonces principia el callado ama­
necer de la intuición y de la predisposición. Ese estado de gracia de la pre­
disposición se lo atraen algunos con externas disciplinas, como Stendhal
que creía lograrlo leyendo la Ley de Enjuiciamiento Civil. Cuando la cien­
cia y el arte se acercan más es en llegando al vértice puro de la intuición, y
allí precisamente se parece más la ciencia al arte que el arte a la ciencia.
Intuición y predisposición, pero además, y desde el principio, ser uno
en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de
serlo.
¿Cómo supo Sigüenza que lo era desde el mirador?

ii. Una mañana, en una hora de soledad de las vías —cuando se ve


el hierro y las traviesas participan de la tierra; hierba tierna que las empa­
pa de humedad de paisaje; hierba cremada por el brasero de la máquina,
Sigüenza y el Mirador Azul 105

hierba pringada por los aceites; silencio de camino rural; —una mañana,
apareció un mocito elegante, con su sombrerete y su bengalita, pisando
en equilibrio por los carriles, como Blondín por la cuerda.
Sigüenza, cinco, seis años. El jovenzuelo lindo, catorce, quince años.
Sigüenza pensó: ¡Si yo fuese no yo sino él y ahora pásase por la vía, mo­
viendo los alones de los codos y el junquillo y haciendo cabriolas...!
Le dio angustia de serlo, de perderse a sí mismo; es decir, de no per­
derse sino de seguir siendo él dentro del mócete de los volatines. De
pronto, se dijo: —¡Pero él es únicamente él; y yo no soy él!— Afirmán­
dose tuvo más sobresalto: Aquél era mayor —14, 15 años—; y Sigüenza,
cinco, seis; de manera que aquél no podría ser ya nunca Sigüenza; y Si­
güenza creciendo, creciendo llegaría a los 14, a los 15 años, a una seme­
janza con el mozo retocero siquiera en exactitud de una edad. ¿Procedía
su congoja de dejar de ser él por el trozo de universo que concretamente
miraba?
Más tarde sabría que los ojos que ven concretamente un paisaje se
cansan pronto de mirarlo; que en un paisaje ha de rendir la evocación
sensacionada de todo paisaje. Lo preciso, lo exacto, es una magnífica vir­
tud en los mapas, en las guías oficiales, en el Baedecker. Para Sigüenza
—niño y grande— y para muchos líricos la realidad, con todas sus exacti­
tudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética,
motivo de la técnica de cada artista. No valdrá el cotejar y comprobar. Ya
es sabido. Las comprobaciones y demostraciones para las ciencias aplica­
das. ¿Luego procede el niño y el artista a su antojo? No es posible la ilu­
sión infantil ni el arte sin disciplina, sin contradecirse, sin esforzarse. La
libertad, como la facilidad, lo enmollece todo dejándolo sin calidades ni
esencias. Impetu condicionado a sí mismo, a la ética de su estética. Sensa -
cionar tallando, construyendo a su costa en solares viejos, con piedra ya
vieja del idioma, pero no de derribos, el mismo solar, la misma piedra de
otros edificios. El filósofo, el fisiólogo, el sabio, el creador de una conduc­
ta social tiene familia apostólica, discípulos que le crean y le sigan; pero si
del artista pudiera nacer escuela, haría daño. Lo que en ciencia es conti­
nuación, en arte puede ser plagio. Pero, por fortuna, la circulación de la
sangre no se puede, o no se debe, descubrir dos veces; y en arte todo es
nuevo bajo el sol de cada día para el artista que siente en sí el hombre
nuevo a costa del hombre viejo.
Resultó en Sigüenza un principio de engaño, de suplantación o des­
doblamiento sin menoscabo de sí mismo —origen del sentimiento del
106 Gabriel Miró

público, del lector: él cuando recogía y discriminaba los elementos de la


realidad, las motivaciones estéticas; y él recibiendo inmediatamente la ex­
periencia, y dando, en trueque, su atención colaboradora. Sucedió de esta
manera:

iii. El mirador, delante. La galería vecina, detrás. Desde el mirador


veía las aguas, el firmamento, el tren, el mismo mendigo lacerado de to­
das las mañanas, los carros de un almacén de maderas, el cochecito de un
médico que devolvía la salud de sus enfermos dejándoles su sonrisa en la
almohada, el cónsul de Francia montado a caballo que venía de’las afue­
ras seguido de su perro de lanas, el ordenanza de telégrafo, y, alguna vez,
una fila de marineros ingleses borrachos, chafando el silencio con sus bo­
tas altas y gordas que parecían de los buzos de una estampa de Julio Ver­
ne; todo eso, y, además, las soledades de los domingos. Lleno de esa an­
chura, necesitaba respirarla en la terraza murada. A un lado, después de
un tejado del almacén de maderas, subía la espalda de otra casa, con su
galería de cristales. Y un día se quedó mirándolos porque detrás de ellos,
y detrás de los resplandores de la tarde que tenían, vio un grupo de cabe­
zas de niños, tres niñas y un hermano, que también le miraban. Le mira­
ban sonriéndole. Sigüenza se puso muy serio; y oyóse decir en voz baja,
sin mover apenas los labios: —¿Quién sois? ¿Qué hacéis encerrados?—
Las cabecitas rebulleron muy contentas. Probablemente le respondieron:
—¡Somos nosotros! —«Siempre que sales a la terraza, te vemos; ¡y tú no
no veías!» Desde que allí vivía Sigüenza, esas criaturas encristaladas le mi­
raban; ¡y él sin saberlo! Acudió a Ñuño el Viejo preguntándole por ellos.
Ñuño le dijo: —¡Tienen madrastra! Sigüenza, como todos los chicos pe­
queños, sabía que todas las madrastras eran ruines. Pero Ñuño movió su
gorro de piel. —No; el malo es el padre; está poseído y es masón; al hijo,
ese niño como tú, lo agarró y lo sentó encima de la plancha de la cocina
económica, ¡toda de ascua!
Salió Sigüenza para mirarles más y de otro modo, y, de improviso, les
gritó: —¡Mi hermano está interno en un colegio! Y con esa noticia le pa­
recía presentarse, definitivamente a los del internado de su casa. Detrás de
las vidrieras las’manos dieron una palmada, que se vio y no se sintió des­
de la holgura de Sigüenza como si las manos hubiesen golpeado debajo
de un agua inmóvil. Las tres niñas y el niño desaparecieron apelotonados
y dóciles como corderos. Pues, entonces, sintióse Sigüenza más intensa­
mente él; es decir, Sigüenza que había delegado el espectáculo de sí mis­
Sigüenza y el Mirador Azul 107

mo en aquellas criaturas, descansándose o relevándose del que además de


sentir y ver desde el mirador, testimoniaba lo recogido desde el mirador,
se proyectaba, en la presencia de ellos, hacía de ellos otro Sigüenza, y no
estando ellos se le acercaba sensitivamente la soledad, apreciándola más,
atribuyéndose más de la soledad para cuando estuviese cabal asistido de
los hermanos. Por eso reparó más en todo. Reparó en un ventanal enreja­
do. De allí, algunas tardes —ya sin ruido—, en el almacén de maderas,
todo sumergido había el cielo hondo a fuerza de no tener color; una sire­
na de un barco que pasaba por encima, hacia las planicies de rastrojos co­
mo un gran cuervo, una voz precisa de una calle remota, los ruidos leja­
nos que daba la exactitud del silencio inmediato, como una parcela del si­
lencio cósmico del atardecer, comenzaba a salir la voz de un lector viejo
de aquella reja alta y oscura, y como un canto salmódico. Ya de noche,
aquella oscuridad recostada se tapizaba de negro liso. Luego, antes había
luz en lo profundo, que al apagarse daba la calidad de lo negro. El dedo
de Ñuño se tendió hacia el muro, y toda su faz rasurada de jijonenco se
comunicó del tupido misterio de su gorro de moscovita y de hombre anti­
guo de la provincia de Alicante. Se inclinó encima de la frente de Sigüen­
za y dijo a lo largo de muchos puntos suspensivos pronunciados:
—¡Los masones!
—¿Los masones? Yo quiero verlos.
Ñuño se horrorizó. Pero, en seguida, buscó la gradilla en la que mon­
taba para limpiar los cristales, la puso bajo la reja masónica; se subió; y
tomó a «Sigüenza en sus hombros.
—Asómate tú, y me lo contarás.
Sigüenza se volvió a mirar la galería de sus amigos. Allí estaban; y con
un ademán les ofreció todo el riesgo de su aventura. Bien lo comprendie­
ron ellos por el ansia que apretó sus cabecitas en la última vidriera para
verle.
Encaramado Sigüenza, se agarró a los travesaños, palpitando de su
conciencia de heroísmo. Lo que miraba pra lo de menos. Lo que miraba
nunca sería tanto como lo que él deseó, y como lo que de él esperaban los
hermanitos clausurados en la casa de la galería.
Otro día permitió su madre que se llevasen al servicio los ramos de la
Huerta de Alicante y de Orihuela, que traían a la casa el día de la Anun­
ciación, ramos como cántaros macizos de rosas, de anémonas, de claveles.
Sigüenza los deshacía por el goce de desceñir las flores de todo el cuerpo
central, y se elevaba una rinconada de despojos magníficos, con la vieja
108 Gabriel Miró

magnificencia lo que principiaba a marchitarse, de donde aún prorrum­


pía alguna flor espléndida. De esta jornada quedaron lirios, dalias, mag­
nolias, geranios y tulipanes casi frescos. Había en el cobertizo de la bom­
ba del agua una persiana inútil, la baraja de una persiana sin cintas ni
cordel. Toma Sigüenza las tablas verdes, y en cada ojal de las cintas puso
una flor de las elegidas. En sus hombros y en los de Ñuño las sacó a la te­
rraza, y fue colgándolas horizontalmente en las paredes, en la valla del te­
jado. La terraza quedó preciosa con esos singulares motivos de ornamen­
tación nunca aprovechados. Lo pensó Sigüenza, y se lo confirmaron los
ojos de los amigos de la galería. Todo a punto de una fiesta. ¿Cuál fiesta?
Sentado en el suelo la fue maquinando Sigüenza. Todas las posibles, to­
das las derivadas de aquellos elementos de hermosura floral; él, sentado,
quietecito, contra el yeso del muro, en un ocio fértil; y en la galería, las
niñas y el niño, mirando su patio, mirándole a él, imaginando cosas.
Anochecido le llamaron; descolgó las hojas de la persiana; desnudó la te­
rraza. Todo había pasado ya. Aquello era un solar de un bien perdido, de
una saciada alegría.
Una noche, se despertó; es decir una noche se sorprendió con los ojos
abiertos: abiertos y rojos. No se veía sus ojos pero de seguro que se le ha­
bía vuelto de color de naranja; por eso, su dormitorio se trocaba en una
naranja inmensa y transparente; la oscuridad de la madrugada estaba en­
rojecida. Había aprendido que cuando nos sorprende un prodigio, cuan­
do se ve algo inesperado, nos acogemos y nos encogemos para escuchar
delegando en los oídos las averiguaciones que la vista no alcanza. Sigüen­
za se puso a escuchar desde su cama; y oyendo pudo ver que sus padres
estaban en ella. Luego, se abrió la puerta de casa. ¿A esas horas? Su padre
se despidió de su madre. Las botas de Ñuño crujían en la escalera. Toca­
ban las campanas, —de noche se sentían hondas y delante de la cama de
Sigüenza— una campana de la Colegiata, otra de Santa María, y una del
Ayuntamiento, que le decían la campana de la ciudad. A veces, desde el
balcón de la sala oía gemir a su madre: ¡Esa pobre gente! ¡Dios mío! Des­
pués dijo: ¡Encended los cirios del Monumento! Y su madre y las criadas
se pusieron a rezar. El párpado rojo de su alcoba, un telo de una perfecta
levedad sonrosada, como la fárfara del huevo, el párpado se apagó, se os­
cureció blandamente cerrando a Sigüenza.
Por la mañana, le llevó su madre al mirador para mostrarle el vapor
del petróleo como un montón de cortezas de carbón; de la chimenea que­
daba un andrajo de hierro. Del-vapor quemado subía un humo como de
Sigüenza y el Mirador Azul 109

una olla enorme. El petróleo ardiente se derramó por el mar. Un infierno


de llamas y de rugidos. El padre, ingeniero, tuvo que salir, y vino con la
piel tostada y la ropa rasgada, llena de olor de perdición y de miseria.
Sigüenza miraba el barco estrujado, entre la niebla ese fuego que se­
guía recomiéndole las entrañas, y todo dentro de un día gozoso del mar
de Alicante. Se marchó a la terraza. Ya le aguardaban en la galería sus
menudos amigos. La tragedia del vapor necesitaba de la palabra. Se coló
entre los balaústres de la valla y el tejado, y caminando de rodillas por el
lomo de las tejas subió hasta el límite de la galería. Le esperaban blancos
de ansiedad y de susto, como si Sigüenza fuese uno de ellos siempre bajo
la vigilancia y acusación de criadas. De seguro que le admiraban por esta
segunda aventura. Pero esta aventura era concreta; escaparse por un teja­
do. No se había caído; y ya estaba. La del ventanal de los masones conte­
nía el misterio de lo que pudiese acechar de la logia. A Sigüenza no le ha­
lagaba ser valiente ni que se le quisiese por audaz. Y en seguida les pre­
guntó:
—¿Visteis arder el barco de petróleo?
Ellos moviendo la cabeza detrás de los cristales le dijeron que no.
Sigüenza sentadito en el caballete les refirió la desgracia. Vino a decir­
les que su cuarto, a media noche, era una naranja. Toda la ciudad roja; el
mar encendido; los marineros ingleses se tiraban a nadar en el fuego. Las
campanas de arrebato las sentirían los vapores que pasaban muy lejos,
también rojos del incendio. Ñuño llevaba un farol para bajar la escalera:
detrás iba su padre. Ahora todo negro, con humo... De pronto se fijó en
el niño; recordando su suplicio de la plancha candente. No quiso pregun­
tarle lo que quería; y volvióse a una niña delgadita.
—¿Cómo te llamas?... ¿Que cómo te llamas? ¿Luisa? ¿Qué tienes en
los ojos? ¿Tu padre es masón?
Se cubrieron con las manos espantadas de que lo fuese; y lo negaron.
Apareció en la galería un señor muy pálido,’de nariz huesuda como de
difunto, y su barba blanca le cubría la pechera. ¡No llevará corbata; no
necesita corbata! —Eso es lo único cuando Ñuño el Viejo lo recogió con
sus brazos emocionados por la ventana de la despensa.
—Si supiesen tus padres lo que has hecho yo tendría que marcharme
de esta casa para siempre.
Su primera salida por el tejado le descubrió a Sigüenza dos verdades
que estuvo descogiendo en la hora dulce de ir durmiéndose poco a poco:
una verdad ética: que las consecuencias de un hecho prohibido —salir al
110 Gabriel Miró

tejado—, las padeciese un inocente: Ñuño. Y otra verdad de técnica: que


para andar por las tejas era más hacedero y ahorraba camino salir por la
ventana que prensarse y torcerse por los balaústres. Y la última verdad
fue suya.

Sigüenza y el Mirador Azul


[Versión B]

...Si la novela es casi ciencia se acabó el encanto. «Hizo Dios la luz, y


después de hacerla, vio que era buena», y siguió creando. Lo vio después
de creada. El autor del Génesis participaba, y le aplicaba a Dios, la emo­
ción del novelista, de no saberlo enteramente mientras iban cuajando sus
dedos la obra. El novelista no puede proceder como el científico tan a
mansalva, acogiéndose a métodos y procedimientos que le acerquen todo
lo posible a la previsión casuística de sus criaturas. La técnica no es externa
y previa, sino toda de su substancia que cada vez se renueva, crece y se
afirma. Cuando la ciencia y el arte se acercan más es en llegando al vértice
puro de la intuición, sin tabla de logaritmos que le facilite las operacio­
nes, y entonces la ciencia se parece más al arte que el arte a la ciencia. Yo
sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad; y cuando
un escritor halla la expresión plena, la imagen única, entonces yo puedo
forjar otras motivaciones estéticas, o evocar, es decir, recordar con catego­
ría de belleza, cosas que permanecían intactas y calladas en mi conciencia.
Creyó mucho tiempo Sigüenza que esto era suyo, y está dentro de la
exégesis platónica. Mejor así, por haberlo creído y sentirse confirmado. Si
Stendhal llegó a poseer la invención, el secreto único y máximo de hacer
novelas, es seguro que él mismo no lo supo, como lo saben los más felices
de sus exegetas, porque sabiéndolo se le secaba el goce y el dolor de escri­
birlas. Por muy analista y calculista que fuese no llegaría a todas las reac­
ciones y a todos los resultados de sus criaturas. Al menos necesitaba de la
predisposición para escribir como cualquiera de los que carecemos de pos­
tulados, y vamos viendo la obra según crece. Ese estado de gracia de la
predisposición —que él alcanzaba leyendo la Ley de Enjuiciamiento—, es
lo que en otros tiempos se decía inspiración, que necesita la ciencia y el
Sigüenza y el Mirador Azul 111

arte para la felicidad. Se habla de un comandante, y cuando surge, resul­


ta que se parece a un notario. He aquí el sello que le singulariza entre
nuestra representación de todos los comandantes, y esa idea aplicada de
notario —producto del concepto de la especie notarial stendhaliana—
quizá no está lograda por ese procedimiento de oposición «del individio y
de la especie», sino intuitivamente por la fuerza elemental del contraste,
como el contraste entre la Ley de Enjuiciamiento y Stendhal le originaba
un deseo de escribir todo lo contrario de una tramitación de inhibitoria o
de un juicio de mayor cuantía. Si la novela fuese casi ciencia sería más fá­
cil de escribir, estaría más el alcance de las gentes que no siéndolo. Siendo
casi ciencia dependería casi únicamente del talento, y a estas horas ya ta­
lento tiene casi todo el mundo.
No tengo más remedio que aludir a un recóndito y oscuro proceso del
hombre, nada más suyo, desposeído de todo sostén; él en la soledad y os­
curidad de sí mismo, y allí nace el día bueno, también de sí mismo, sin
que le sirva la conducta ajena para el hallazgo, aunque se valga para el iti­
nerario de la búsqueda de su memoria. La técnica es la que movida del
deseo se trae las claridades que no llegan sino un poco más allá de sus pri­
meros términos; y es la pasión de ver y encarnar poseídamente lo que es
un bien mostrenco o lo que no existe en ningún recinto del mundo lo
que le mueve. ¿Qué se propuso usted al escribir este libro? le dijo un car­
melita a un escritor. —¿Yo? ¡Nada! —¡Qué cuenta ha de dar usted a
Dios! Los que se proponen algo, los que infieren el para qué del libro,
son los que no lo han escrito. Por eso el filósofo, el orador, el sabio, los
que fundan la gnosis en un bien, en una aplicación, en una conducta son
los que tienen familia apostólica, discípulos que le crean y le sigan. El ar­
tista no puede tener escuela sin producir un daño. Lo que en ciencia es
continuación, en arte es plagio. En cambio, la circulación de la sangre no
se puede descubrir de nuevo, y en arte todo es nuevo bajo el sol de cada
día para el artista que siente en sí su hombre nuevo a costa del hombre
viejo.
Hemos llegado al exacticismo —todo lo contrario del realismo— la
palabra exacta, el sonido exacto para evitar la realidad exacta sino su sen­
sación emocionada. Lo exacto no necesita de nuestra lengua literaria por­
que ya existe. Los ojos que ven concretamente un paisaje se cansan pronto
de mirarlo. La precisión es una magnífica virtud en los mapas, en las
guías oficiales, en el Baedecker. Para el artista la realidad, con todas sus
exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad
112 Gabriel Miró

estética. Las comprobaciones y demostraciones sirvan a la ciencia, singu­


larmente a la ciencia aplicada. ¿Procederá el artista a su antojo? No existe
el arte sin disciplina, sin esfuerzo, sin contradicción. La libertad, como la
facilidad, lo enmollece dejándolo sin calidades ni esencias. La libertad, el
ímpetu condicionado a sí mismo, a la ética de su estética. Pero, aún a dis­
tancia de las cosas se nos quedó en nuestra óptica los rasgos estrictos coor­
dinados de una persona —un pliegue de paño blanco— que son las blan­
curas —sobre una encarnación blanca, una greña en una piel recogida—
un rojo de una gleba, con su olor también de un frescor encendido, entre
un verde tierno que humedece nuestros ojos y al expresarlo trasladamos la
realidad. Es cierto, pero entonces sin acudir a ningún manual de arquitec­
tura literaria, con la construcción sensacionamos los puntos discriminado-
res que producen en nosotros, y en lector dotado, la evocación total: aire,
diafanidad, tacto, vaho...
Cuando Sigüenza era muy chico —seis, siete años— le dijeron: Va­
mos a mudarnos de casa. ¿Dónde? Ñuño el Viejo —un criado antiguo—
le contó que la casa nueva, escogida por los padres, era grande, con cinco
balcones, y el de en medio es un mirador, pero un mirador como no ha­
bía otro en toda la ciudad, un mirador que tenía las vidrieras pintadas de
azul, y en aquel cuarto, de claridades azules, de aire azul, se sentía la ilu­
sión de estar como un barco de los que pasaban frente a los balcones, co­
mo en un barco, entre los azules del cielo y de las aguas. La ilusión, la im­
paciencia no le dejaban sosegar. De día y de noche pensando en el mira­
dor de los cristales de piel azul. Y cuando pasó la familia a la casa nueva
—Sigüenza lo ve ahora— Ñuño el Viejo se llevó de la mano a Siguénza
para que no se aburriese en el trajín de la mudanza —a la sala del mira­
dor azul. Se sentaron los dos dentro del fanal, cegados por esa pasta de
color liso. Y preguntó Sigüenza: —¿Quién hizo eso?— Su mano infantil
señalaba las vidrieras intransparentes. Ñuño el Viejo, prudente por edad,
por oficio y por su época, le respondió solemne alzando sus ojos y su dedo
de criado: —¡Dios! ¡Todo lo hizo Dios! —¿Dios? No, pero si yo digo eso,
¿quién hizo eso así? —¿Quién mandó hacer azules los cristales?— Enton­
ces, Ñuño, todavía más siervo, dijo: —Los antiguos señores que vivían en
esta casa—. Sigüenza se llegó muy mohíno a las vidrieras. Nada podía ver
por el cristal de color ajeno. Todo el color y él ambiente y la luz teñida
que empapaba el aposento seguía perteneciendo a los que ni siquiera es­
taban en él. Y habló con su madre y con su padre, y alcanzó su voluntad.
Ñuño desencajó los cristales, y en una terraza, con asperón, los desolló de
Sigüenza y el Mirador Azul 113

su tinte hasta dejarlos en cristal vivo, en atmósfera clara. Sigüenza le ayu­


daba. Ya estaba el día, el mundo intacto; un trozo de los muelles, con su
faro de hierro como un arco de violoncello, un vapor viejo, extranjero
arrinconado, barcos en carena; delante la vía del tren que bajaba al puer­
to llevándose mercaderías olorosas, —porque entonces un puerto estaba
más inmediatamente relacionado con la profunda Asia; por ejemplo:
puerto de Alicante y Colombo—; y en medio, nada más el agua; y ahora
las grandes líneas lo facilitan todo suprimiendo la emoción directa, en
medio están los conceptos de las combinaciones ferroviarias. —Pues baja­
ba un tren de la Estación al Puerto, con una máquina de las jubiladas, de
las que no salían de camino, quedándose para las haciendas de dentro de
casa de la ciudad. El mirador sin cortezas azules le presentaba de nuevo el
mundo con su horizonte de aguas moradas y de aguas celestes. Había re­
cuperado sus ojos y con su óptica el recuerdo del panorama de la otra ca­
sa. Un silbo. Ya venía el tren del muelle. Sigüenza se precipitaba en el
mirador, se ponía erguido, inmóvil, vertical, alzando todo su brazo como
un guardabarrera presenta su cilindro de cuero. Sin Sigüenza no había vía
libre para el ferrocarril. Ese tren era una caravana cargada de canela, de
azúcar, de vinos, de todas las especias, de toda la química del mundo, y
el bracito de Sigüenza lo dejaba que pasara sin ningún peligro desde los
vapores y galeones al corazón negro de hulla de otros trenes que derrama­
ban las riquezas por el mundo. Todo gracias a los cristales ya limpios.
Una mañana, en una hora de sqledad de las vías. (Entonces los ojos
sin cansancio de Sigüenza precisaban entre las traviesas rodales de hierba,
alguna cremada por el brasero de la.máquina, y pringada de los aceites,
pero otra de un verde tierno y milagroso). Apareció un mocito^elegante,
con su sombrerete, su bengalita, andando en Blondín por los carriles, ha­
ciendo cabriolas. (Sigüenza, seis, siete años; y el jovenzuelo lindo, cator­
ce, quince). Y pensó: ¡Si yo fuese él, moviendo los alones de sus codos,
brincando, él solo! Y le dio angustia de serlo, de perderse a sí mismo; y
en seguida de no perderse, de seguir s’.endo él dentro de aquel mócete de
los volatines. De pronto, se dijo: pero él, es él y yo no soy él. Se afirmó; y
otro sobresalto. Pero aquel era mayor —14-16 años— y él seis; de manera
que aquél no podría ser ya nunca como Sigüenza; y Sigüenza creciendo,
creciendo llegaría a los catorce, a los dieciséis, por ló menos a la semejanza
por la exactitud de la edad. í
También le sucedió que cuando Ñuño el Viejo venía del mercado con
sus dos cestas grandes en sus brazos gordos por el abrigo desechado del
114 Gabriel Miró

amo, y desde sus cejas el borde peludo del gorro de piel negra, y refería
un crimen, un suicidio, un robo, Sigüenza lo escuchaba, y luego corría al
mirador buscando en el mar, en los solares, a lo lejos, en las rinconadas...
Todo lo mismo que la víspera. ¿Lo mismo? No. Lo estaba presenciando.
Llamaba en el vecino piso. Entraba corriendo. Quizá desde esos balcones
se viese todo. La justicia, la gente en un gran ruedo abierto por el cadáver
tendido en tierra bajo el sol; y encima volaban las gaviotas, y el mar soli­
tario. La familia vecina se asustaba un poco de verle atirantándose de bal­
cón en balcón; hasta le creía, y cuando todos se apretaban afanosos por
ver, él, Sigüenza se volvía a su mirador: la paz del trozo de puerto, con
barcas viejas, el faro, un olor de palmera, el horizonte de cielo y de agua,
y la línea de una isla que parecía que la pudiese deshacer con su respira­
ción.

Y todo esto lo recuerda.

No hay artista que no dependa de su infancia. Y no hay pedadogía


que pueda inyectar artificialmente esa levadura estética en el niño. A Si­
güenza se le quedó la seguridad de poseer una porción de mundo descor­
tezando de añil unos cristales viejos del mirador. Un pedazo de puerto,
de vías, de tierra, en los que recordaba las otras parcelas urbanas de la ca­
sa antigua, y todos los países, fragmentos de países desconocidos que hu­
biese querido ver. El tren cargado de todas las especias de los colores y
costras de los mapas, podía pasar tranquilo por su cuidado de levantar el
brazo detrás de sus cristales desnudos. Una congoja de no ser él siempre
según era, de parecerse a un mozo retocero siquiera en la edad.
Un ansia discriminadora de las sensaciones, y hasta de la anécdota lo­
cal, que puede ser la de todos los países, para luego verla y mostrarla des­
de otros balcones, sin que nadie la viese, cerca y a distancia.
Sin pensar entonces, ni después, en eso que se llama costumbrismo;
eso que si no se le llamase así, incluyéndolo en un cuestionario de enfer­
medades literafias evitables, sería bueno o malo, cosa doncella o intacta,
porque es también mito que rejuvenece o envejece según las manos de ca­
llo o manos estremecidas que lo tocan.
—Ser, y además ser concretamente de un sitio, y además de ser sus­
tantiva y adjetivamente, afirmarse, en carne viva de sensibilidad, sangre y
técnica, y todo lo demás, todo lo demás por añadidura.
Sigüenza y el Mirador Azul 115

La Casa del Mirador Azul


[Versión C]

Primeras contradicciones

Siete balcones; y el de en medio todo de cristales azules, como una


urna.
—¿Se marchan ustedes a otra casa? ¿Pero, de verdad?— Y nos mira­
ban moviendo la cabeza con estupor misericordioso.
Las mudanzas, en aquel tiempo, sé hacían en brazos, y las gentes se
asomaban para ver las intimidades desarticuladas. Las coincidencias del
menaje en los recintos se rompían en contradicciones; lo grave o lo sun­
tuario con lo pueril o lo humilde; lo galán con las sobras: dosel, asador,
óleo de abuelo, lámpara, maniquí, calorífero de. cama, botas altas de
campo, paraguas rotos... Almonéda dispersa que había de parar y coordi­
narse; asuntos en planos y convergencias de pintura de ahora; y lo que
por su masa fornida se transportaba en carro, carros de adrales, carros ca­
minantes, agrícolas, con reata, iban dejando una tristeza de muebles de
familia emigrada. Y todo bajo el sol que lo enfocaba con exactitudes in­
tencionadas para desnudar lo recóndito.
Los carros o camiones de mudanzas protegen su carga con su frecuen­
cia y desenfado de ciudadanía. Pero muebles andando en brazos era ver a
los dueños en ropas íntimas, desceñidas, que de pronto no tienen más re­
medio que soltarse todas vendas del pudor, en medio del corro de la ciu­
dad que mira con ahinco para identificar lo que ya conocía en actitudes
favorables. Y ahora todo como es en sus secretos, y lo que es peor para
volver a ser en sus disimulos.
¿Qué hacen esos muebles solos, andando por las calles; ya lo sé en
brazos y a hombros y aún en andas; pero la sensación es de soledad, sin la
familia cuyos son, sin paredes, sin puertas, sin techos, sin recinto suyo? Y
singularmente tan despacio. Algunos parece que entornen los ojos; algu­
nos miran espantados la intemperie; algunos tiemblan, se esponjan, se
embeben de día desnudo, pero eso es una locura, se han escapado, los
han escapado: no son de la calle; son unos exclaustrados; y los espejos
abroquelados de mundo disparan certeramente piedras al cielo y a la tie­
116 Gabriel Miró

rra y a los faroles y a la gente quebrándolo todo de fugacidad y de lum­


bres.
Pero nos marchábamos a la casa del mirador azul.
No había otra con un fanal así en todo Alicante. Familia y amigos lo
comentaban mucho. Algunas veces callaban escuchando el ruido de una
tartana.
—¡No te asomes! ¡Que te cuente Ñuño lo de la casa nueva!
—Ñuño: ¿por qué no quieren que me asome?
—¿Y para qué has de asomarte? —Diciéndolo se rascaba su gorro de
piel. Y parecía que le picase de verdad como si perteneciese a su cuerpo.
Y cuando se desnudaba la cabeza para entrar al comedor y servirnos la ce­
na, despojada, descortezada de lo suyo, glacial y otra, otra interior.
Todas las noches té con galletas. Té de los barcos. Nos lo traía un to­
rrero. Ningún té de un sabor tan profundo, tan de distancias, y sin em­
bargo, tan de casa.
—¿Por qué ahora siempre y nada más que té con galletas?
—¡Por eso, por lo de la tartana negra!— Y Ñuño se reía y con sus ma­
nos de labrador de Jijona, desde el torno, recatándose de mi padre y de
mí, iba contando.
—¡Once, trece, catorce! Clamaban las mujeres. Ñuño: ¡ni fruta ni
agua sin cocer!
Ñuño juntaba sus manos como un difunto y se las besaba en la cruz.
—El cuarto del mirador azul para ti.
—¿Tú ya lo has visto, Ñuño?
Sí que lo había visto. Decía que era como estar en el mar o en una sie­
rra. ¡La sierra de Jijona con sus parras dulces y frías!
Nos callábamos porque volvía a sentirse a lo lejos el rodar duro de la
tartana grande sin campanillas, todo madera vieja y negra. ¡Y no acababa
de pasar!
La tartana era como la epidemia de bulto que paseaba a sus anchas
por la ciudad. Los dos hombres, uno delante llevando a la muía del ron­
zal, y el otro a la zaga para que no saliese un brazo, un pie, un lienzo de
los amontonados, eran los hombres que no se contagiaban, más fuertes
que la muerte. Si veían alguna mujer persignarse espantada desde una re­
ja, ellos le gritaban: ¡Ya volveremos por ti!
Mi madrina y otras mujeres piadosas dejaban de rezar para decir:
—¿Es que no tienen conciencia?
—Lo que no tienen es miedo como nosotros —contestaba mi padre.
Sigüenza y el Mirador Azul 117

Miedo a morir de cólera. Porque las otras muertes semejaban escondidas,


olvidadas, descansando mientras se afanaba la epidemia. Los muertos de
ahora no eran como los muertos de los tiempos buenos, los muertos de
siempre. Nunca tan cerca de morir ni tan distantes de ser ellos. Salvándo­
se ahora se creía que nos libraríamos de la muerte. Y yo deseando que
volviese a pasar la tartana negra para mirarla. Y los demás que pasara un
amigo para preguntarles las invasiones del día y los nombres, como si ca­
da enfermo y cada difunto nuevo nos sustituye a nosotros. Aunque no se
conociesen, se recordaban hasta identificarse; se le agradecía lastimera­
mente su mal, y se les empujaba para siempre de nuestra memoria. Y
ellos no se iban, hasta que otros nombres los echaban de allí.
Imposible hacer la mudanza. La casa del mirador azul, sin vecinos; to­
da la escalera para nosotros; la casa sin riesgo de contagio, la casa ya nues­
tra quedaba como un Saturno en un aro de su soledad pura. Y no íba­
mos.
La otra epidemia, la del 54, —Alicante tenía sus epónimos
siniestros— terminó con el sacrificio del Gobernador Quijano. Camila y
Ñuño el Viejo lo comentaban elogiando aquellos tiempos. Quijano se ha­
bía ofrecido como víctima de propiciación. Y se aceptó su ofrecimiento.
Ahora, nadie. Pero alguien había de ser el último. Después de él, las
campanas, el Te Deum, el gozo de las calles, la fruta y el agua sin hervir.
¡El último, rabo en la tartana! ¿Cuándo se moriría el último? ¡Qué ansie­
dad porque se muriera ése, que aún estaba vivo, que podía ser uno de
nosotros. Pero uno de nosotros, eso gracias al té y a las galletas esteriliza­
das, que venía de las Indias en un vapor inglés. Dos meses navegando pa­
ra traernos la prenda de nuestra salud.
Antes de la colación, los tres vecinos de la casa: un magistrado de la
Audiencia, un comerciante de harinas y un ingeniero celebraban junta de
Sanidad. Los tres, solos. Sus familias retraídas, cada una en su casa. Los tres presta­
ban juramento de mantener la austeridad y elapsura higiénica. Pero el
mercader enfermó. ¿Sería el último? Nos preparamos a la gratitud. Como
él no se ofrecía, y su mal no tendría la eficacia del voto de su vida, pu-
diendo ser una de las invasiones, se decidió la mudanza. La casa del mira­
dor azul era un refugio que envidiaba el magistrado.
Los muebles iban llegando y traían el oreo de la ciudad solitaria, atur­
didos de tan rara aventura parecía que se buscasen para seguir sus colo­
quios de silencio. Algunos habían de resignarse a vivir separados. Sobraba
una consola en la sala del piano; luego faltaba porque los demás no eran
118 Gabriel Miró

ellos sin ella. Pero en comedor, más grande que el otro, ingresaron dos
butacas y un espejo; y el menaje de siempre se quedó mirando a los nue­
vos. No acababan de asentarse las cosas, cuando, de pronto, se les olvidó
por mí. ¿Dónde estaría yo? Yo no estaba. El miedo a la epidemia brotó
en aquella casa abierta del todo en patio, en calle, según parecen las cosas
en el trastorno de las mudanzas. Los que trajeron las cargas en brazos di­
jeron que nada más encontraron el Viático; la tartana, no. Los muebles
callaban asintiendo. ¿Dónde se paró el Señor? Por fortuna nadie lo pudo
decir. Pasó de largo. La inquietud de la avidez fue peor para los corazo­
nes. Ñuño y Camila se acordaban del comerciante con algunos reproches
porque el enfermo no era el último de la epidemia y ni siquiera tenía el
cólera. En aquel instante hice mi aparición yo. Me recibieron las cosas co­
mo si me abrazaran. Pero la familia me rodeó espantada, porque yo daba
el olor de un naranjo que se le hubiera abierto toda la fruta.
Gabriel Miró, en 1905. Dibujo del pintor ali
cantino Adelardo Parrilla
Prosas de El Ibero
Nota preliminar

En la bibliografía de Gabriel Miró preparada por su hija Clemencia


(«El lugar hallado», Polop de la Marina, 1952) se sugiere que eljoven pro­
sista publicó cuentos o artículos, quizá con el seudónimo de «Brielga Ro-
mi», en El Noticiero Alicantino en 1895-1896. Ya que los asiduos esfuer­
zos de don Vicente Ramos, estudioso devotísimo de la obra mironiana, no
han descubierto ningún escrito de Gabriel Miró anterior al artículo en De
mi barrio, citado en la introducción, tenemos que suponer o que nunca
existieron o que están irrecuperablemente perdidos, lo cual permite la in­
ferencia de que las breves piezas que publicamos a continuación constitu­
yen, con «.Domingo Carratalá» y las novelas La mujer de Ojeda (Alicante:
Juan José Carratalá, 1901) e Hilván de escenas (Alicante: Luis Esplá,
1903), la totalidad de la obra primeriza repudiada y excluida por nuestro
escritor del cánon de sus obras completas. Si, contra los deseos de Gabriel
Miró, las publicamos ahora, no es para demostrar que él se equivocaba ni,
precisamente, para confirmar su juicio. Más bien, se trata de poner de re­
lieve la trayectoria de su desarrollo artístico mediante la yuxtaposición de
sus últimos y sus primeros escritos, aquéllos hasta ahora inéditos y éstos
olvidados, casi perdidos, en las páginas de la pequeña revista El Ibero, de
Alicante, todos, por lo tanto, fuera del alcance del lector interesado.
(La ortografía y la acentuación han sido conformadas con el uso ac­
tual. Las evidentes erratas —numerosas— han sido corregidas. En todo lo
demás, la transcripción está hecha con una intención de rigurosa fideli­
dad, hasta en la puntuación, de extremada arbitrariedad, notablemente
en el empleo de la coma.)
Agradezco a D. Enrique Rubio Cremades de la Universidad de
Alicante el haberme facilitado fotocopias de los textos de El Ibero, Por lo
cual no he tenido que fiarme de las copias que saqué a mano y a máquina
en 1954.
122 Gabriel Miró

Paisajes tristes
(El Ibero, núm. 80, 16 julio 1901)

Nada tan angustiosamente monótono, como esas peladas y rojas lla­


nuras manchegas. En verano, un furioso sol las envuelve despiadadamen­
te. Los bermejos terrones de la ardorosa tierra, medio abiertos como gra­
nadas, despiden un hálito de fuego enervante y agostador.
Cruzan esos campos tan ingratos para el bracero, interminables ace­
quias de resquebrajadas orillas, desnudas de césped, de lecho guijarroso,
seco. Allá en la lejanía una extensa mancha de un verde sucio, el verde
gris de los olivos, rompe la monotonía de un horizonte triste.
El olivo es el árbol frecuente y hospitalario de la región manchega: su
ramaje presta sombra al cansado y sudoroso segador en la estación estival,
y en el crudo invierno de abrigo sirve a los trabajadores de la tierra.
Cuando los campos están segados, desnudos de todo verdor, la vista se
cansa de aquella inmensa mancha rojiza; y si descubre una línea blanca,
la polvorienta carretera, esa nota clarísima lleva algún alivio a los fatiga­
dos ojos.

Es aquella región la del trabajo; nada hay en esas dilatadas llanuras


que pueda llevar algún consuelo o fugaz alegría al abatido ánimo del bra­
cero. La faena es allí más dura, más cruel, más abrumadora.
El labriego manchego es el más digno de admiración y cariño. Aban­
donado como todos los braceros, sin la consideración de sus semejantes; la
tierra le niega también sus bellezas. No tiene florestas donde solazarse, ni
mullidos y olorosos prados que le brinden grato descanso, ni risueñas
huertas, floridas vegas, sotos de deliciosa umbría, alegres campiñas que
consuelen, distraigan y halaguen su vista.
La belleza ha huido de esa región sin cuidarse de acicalar el trabajo,
de suavizarlo. La tierra tiene un ceño adusto, repele, no acaricia: en algún
calvo ribazo una aliaga luce sus moradas florecillas circundadas de espi­
nas; pero ya no hay más flores, no da.más la tierra, gracias que produzca
el grano. Es como una mujer desmañada fea, sin formas que enamoren,
sin encantos ni delicadezas, que sólo sabe parir, parir.
Prosas de El Ibero 123

Y aquellos brazos que la hicieron fecunda, aquellos amargos sudores


que la volvieron fértil tendrán como recompensa... la esperanza de empu­
ñar la corva hoz y el pesado azadón al siguiente año, y vuelta a la faena
pesadísima, a sentir las mordeduras de un sol enérgico en verano, el entu­
mecimiento, de sus músculos martirizados por el frío en invierno.
Yo he contemplado las amarguras de esos esclavos modernos, he leído
en sus humildes miradas una infinita tristeza; he visto sus muecas de de­
sesperante dolor, y he sentido un amor inmenso por esos pobres seres an­
te su ignorada o despreciada desgracia.
Hablé con uno de ellos; era seco, desgreñado, la color verdosamente,
oscura, la mirada apagada, la boca plegada dolorosamente. Me sentí pe­
queño, miserable ante la grandeza de su martirio.
Estábamos cerca de la carretera: entre nubes de polvo vimos avanzar y
pasar un elegante y ligero coche entoldado de blanca lona; dentro una
mujer joven, de carnes espléndidas, acariciaba delicadamente a un goz­
quecillo.
El bracero dijo: «¡Qué ricamente va el animalucho!» y en sus ojos pin­
tóse una envidia tristísima...
¡El hombre deseaba la suerte de la bestia!

Aquella tierra tiene las exigencias de todas. Pide los duros trabajos de
azadón y arado, rasuramientos, brazos que la escarden, siembren, que la
cuiden; y ella en cambio no ofrece lindezas en el paisaje. Pero es menos
cruel, menos egoísta e insensible y fría que la Humanidad; porque ésta
puede mejorar la amarga, la desdichada suerte de esos infelices, y no lo
hace; está en ella el medio, el alivio, y no lo pone.
Por eso a más de largos escritos, discursos extensísimos encaminados a
pedir aumento de jornales, disminución de horas de trabajo, inteligencias
entre el trabajador y el capitalista, de hablar en fin al cerebro, hay que es­
cribir, que hablar al corazón que si éste se estremece de lástima y palpita
de amor ante los horrores de esas víctimas, él dictará a la cabeza ideas san­
tas y beneficiadoras.
Y si llega un día en que el señor o patrono al llamar al criado, le dice
«esto más te doy, esto más te concedo, sin tú pedírmelo; movido por el
amor que me inspiras» veréis entonces iluminarse con los destellos de la
alegría, los cansados ojos de esos infortunados, y agradecer un amoroso
124 Gabriel Miró

abrazo más que la moneda que aumente su jornal; y hasta el labriego


manchego, el más desgraciado de todos encontrará bellos sus paisajes, ale­
gre la tierra, risueño el horizonte, al hallar cariño y consideración en todos
los hombres...

Paisajes tristes

(El Ibero, núm. 84, 16 septiembre 1901)


El crepúsculo era tristísimo.
Luego, aquel campo yermo, amarillento que parecía atacado de icteri­
cia hacía más angustiosa la muerte de la luz.
Buscar la belleza aquella tarde en el caliginoso cielo, era inútil. Una
inmensa gasa blanquizca velaba su azul.
El sol al ocultarse tras una zarca colina había dejado una mancha roja
como un enorme cuajaron de sangre.
Era la única nota de color vivo y enérgico; todo lo demás ostentaba
una tonalidad pobre, enfermiza.
El paisaje no tenía frondas: en algún bancal unos cuantos almendros
de negros troncos levantaban sus ramas largas y fibrosas donde escondidas
las cigarras cantaban roncamente, con furia.
Con el alma dominada por la angustia que se desprendía de aquel ce­
laje turbio, triste sin luz, discurría yo por un camino de profundos carri­
les, que cruza una sábana de terreno inculto, pedregoso poblado de orti­
gales, y que después se bifurca en dos sendas estrechas; una de ellas se
pierde en aquel ocroso páramo; la otra conduce a una casucha oscura, mi­
serable a cuya puerta un eucaliptus de desmayadas ramas, esparce su aro­
ma penetrante y virtuoso.
Más que curiosidad padecía ansia mi espíritu, por conocer a los míse­
ros habitantes del aislado tugurio.
Y los vi, y hablé cón ellos.
Junto al tronco del citado árbol tres rapaces delgaduchos, sucios, de
ojos hundidos y faz pálidamente terrosa, revolcábanse en el ardoroso suelo.
Al acercarme surgió del oscuro zaguán de la casa, una mujer, pequeña
de cuerpo, semblante rugoso, moreno y demacrado: llevaba la frente ce­
ñida por un girón de lienzo sucio.
Prosas de El Ibero 125

¡Buenas tardes! dije.


Buenas, señor —contestó la mujer con ronca voz y amargo acento.
Los chicuelos me rodearon y fijaron en mí su mirada cerril y curiosa.
Noté entonces que el menor de todos tenía la boca y la frente casi cu­
biertas de rosáceas manchas.
La madre vio la dirección de mi mirada y murmuró: —«¡Es el mal que
le sale!»
—¿Qué mal? —pregunté con viveza.
—La fiebre que nos consume y mata; ya se me han muerto dos; dos
chicas que cuando aquí vinimos estaban rollizas y sanas: y a los tres meses
una, y la otra poco tiempo después, se murieron quemadicas las pobres
por la calentura...
Tendí la mirada por el campo y vi no muy lejos, en una sinuosidad
del terreno, un bosquecillo de verdosas y erizadas cañas.
—Allí está la charca— prosiguió diciendo la enferma —de allí sale el
mal de unas aguas sucias que no corren y apestan...
Al poco rato vino el marido; ostentaba también las señales de la cruel
enfermedad; un pañuelo oscuro orlaba su frente.
Al saludarme se sonrió, pero fue más enérgico, más pronunciado el
doloroso esfuerzo que tuvo que realizar para sonreír, que la misma son­
risa.
Mi salud era un insulto para aquellos desgraciados enfermos.
Yo no sabía qué decirles; por fin aventuré una pregunta de estupidez.
—¿Por qué viven aquí? —dije.
—Porque en el pueblo —respondió sordamente el mísero— nos mori­
ríamos de hambre; colocación en otros campos tampoco encuentro, arren­
darlos cuesta mucho dinero; yo no sirvo más que para trabajar en la tierra;
no me han enseñado más. Aquí no pagamos. El amo me dijo
—marcharos allí; no os cobraré durante dos años. —Ya se ve, esto nadie
lo quiere; no se recoge más que fiebres que traen la muerte, una muerte
muy triste, muy fea.
El amo sale ganando; yo le cuido estos campos, y pa cuando puedan
dar algo. ¡Dios sabe dónde estaremos! ¡Y sus púpilas claváronse feroz­
mente en las cañas.
—¿Y cómo no sanean esto? con poco dinero está hecho —volví a inte­
rrogar.
—Ya se lo he dicho muchas veces al dueño, y siempre me contesta lo
mismo: —que no puede; que pa lo que pagamos...
126 Gabriel Miró

Y volvió a sonreír con amargura mientras con la mirada procuraba in­


fundirle alientos a la mujer que temblaba ligeramente.
—Hoy le toca a ésta el mal —dijo con acento lúgubre; mañana a los
dos mayores; dentro de dos días, al pequeño y a mí...
Una ligera brisa cimbreó el eucaliptus que nos regaló con su fragancia
pero luego, el olor a cieno que exhalaba la vecina charca se sobrepuso
cruelmente.
El hombre miró con cariño al árbol y exclamó tristemente: —no pue­
de el pobre con el otro; aquél es más fuerte.
El paisaje iba adquiriendo tintes sombríos. Al canto de las cigarras, ha­
bía sucedido el chirriar de los grillos. El cañaveral era ya sólo una mancha
parduzca de la cual brotaban los quejidos de sus verdosos moradores.
k\>vn3& se divisaba la azulada colina y al pasar de nuevo por el bancal
donde los almendros vivían no distinguimos sus ramas ni sus pobres ver­
dores; eran sombras muy densas como las que empezaban a envolver
aquel campo que horas antes lo vi amarillento.
Volví la cabeza, y confusamente distinguí la casucha oscura y misera­
ble, y me pareció percibir los lamentos de los tres rapaces de hundidos
ojos y ver a los padrés con las frentes ceñidas por jirones de trapo para
contener el violento y doloroso latido de las inflamadas sienes...

Cartas vulgares

Primera
(El Ibero, núm. 92, 16 enero 1902)

Me dices en tu última ¡Oh pobre hombre! que sufre tu espíritu un


mal servil y cruel, que aleja de tu conciencia el descanso, sofoca la alegría,
te hace ser odioso a ti mismo y despreciable a los ojos de los demás.
Confiesas que eres envidioso.
De ruin acredita la envidia al hombre, y así tú me pareces.
Lleva tan feo vicio un copioso y deleznable séquito de aborrecibles de­
formidades psíquicas; cuales son: la falsedad o simulación en el pensar, la
falacia en el decir, la ruindad en el obrar, feroces odios, mezquindad de
ánimo, presunción risible e ignorancia grande y criticable.
Prosas de El Ibero 127

Con tal peste de dañosas plagas juzga cual será la vida que en vez de
gozar, sobrelleva dolorosamente aquel en cuyo espíritu impera la envidia.
Harto sé que ésta es involuntaria en el humano pecho; mas el tenerla
y no desearla, no disculpa al envidioso; necesario es combatirla, y realizar
actos enérgicos que ejerzan de medicina y alivien y curen el alma.
Debes apercibirte de humildad y amor para luchar con tan fiero ene­
migo. Al que es objeto de tus celos, no le regatees sus merecidos aplausos
y conquistadas alabanzas. Y si al principio de tu curación te parece el me­
dicamento brebaje amarguísimo, procura al menos guardar silencio cuan­
do ante ti se hable del que tú envidias, en vez de zaherirle y lastimarle
con tu crítica.
Aún por egoísmo el hombre debe de sofocar la asquerosa envidia;
porque esta constriñe el ánimo, destruye la alegría, impide cualquier re­
lampagueo de felicidad y jamás permite el saboreo de la dulzura exquisita
que la paz ocasiona; porque allí donde hay un hombre existe el bien y en
cualquiera obra buena hay bondad siempre, y claro es que en todo lugar
y a cada momento hallará el envidioso, motivo de tormentos y amarguras,
estímulo para sufrir.
Domina y vence la voz de tu espíritu cuando se enfurezca, clame y se
queje por el bien de otro, y regocíjate en él, y hasta desea, trabaja y afá­
nate para que sea perdurable.
Ten en cuenta que al maltratar y deshonrar con tu labio al inferior a tí
en valor, belleza, inteligencia, o por haber creado algo grande y deseable,
ten en cuenta repito que los que te escuchan descubren la rabia y deses­
peración de tu impotencia; y lejos de conseguir que se desprecie al que te
supera, abres inadvertidamente tu pecho y dejas ver toda la monstruosi­
dad de tus celos.
El muy castizo prosista y filósofo insigne Fr. Antonio de Guevara dice
en una letra dirigida a su amigo apestado eje avaricia «que el avaro, pena
por lo que tienen los otros y no gusta de lo que tiene él». Así afirmo yo
del envidioso, que se entristece por lo que son los otros y sufre de lo que
es él.
Epicteto de Hierápolis dice en su Enchiridion-: «No te ofendas de que
sienten a la mesa otro en mejor lugar que tú, ni de que le saluden prime­
ro o se tome su consejo y nc el tuyo; porque si estas cosas son buenas, te
has de holgar de que le hayan sucedido, y si malas no te debe pesar por­
que no te sucedan».
Suele el envidioso gozarse más en el mal ajeno que en el bien propio.
128 Gabriel Miró

Admito que se desee la dicha que otro posee y disfrute, pero repruebo
que se experimente tristeza y rabia: lo primero es natural y humano; ini­
quidad lo segundo.
Hay vicios propios y exclusivos del hombre, pero éste del cual me ocu­
po y tú adoleces es el que más abunda, domina y enfurece a las bestias.
Considera pues cuán bajo es verse esclavo de él.
En cuanto a los daños que el hombre envidioso infiere al prójimo,
harto sabidos son.
Nada tan fácil es al que sufre con la gloria, bienestar y fortuna de
otro, como formular una calumnia, y en esta vorágine inmensa cabe hasta
la muerte.
Los Libros Santos, y la Historia de todos los pueblos narran muche­
dumbres de sinrazones, discordias, contiendas, desgracias causadas por la
envidia.
La mayoría de los crímenes perpetrados por el cruel Nerón, inspirados
fueron por la envidia. Creído superior a todos los hombres jamás permitió
que se tributaran alabanzas y honores a otra voz suavísima, palabra bri­
llante, gentileza en el cuerpo, maestría en el tañer la lira, que a la voz,
oratoria gallardía y habilidad que el creía poseer.
El citado Guevara en una epístola dirigida a don Diego de Camiña,
afirma lo que copio: «Muy mayor es la enemistad que está cimentada so­
bre envidia que la que está fundada sobre injuria; porque el hombre in­
juriado muchas veces se descuida, mas el que es envidioso jamás de perse­
guir cesa. Más crueles y aún más prolijas fueron las guerras que tuvieron
entre sí los romanos y los penos, que no las de los griegos y troyanos; por­
que éstos peleaban por vengar injuria hecha a Elena y los otros sobre cuál
quedaría con el señorío de Europa. Las inextinguibles enemistades que
cayeron entre aquellos dos tan grandes príncipes romanos, Julio César y
Pompeyo, no fueron porque el uno había injuriado ni maltratado al otro,
sino porque Pompeyo tenía envidia a la gran fortuna de Julio César en
pelear; y César tenía envidia a la mucha gracia que tenía Pompeyo en el
gobernar».
Dirás que cuanto llevo dicho está en ti y no lo ignoras, que son verda­
des triviales de puro sabidas y no impresionan. Pero aún así, lee con fijeza
y detenimiento estos renglones, que a la manera que el recuerdo de la
fealdad de la muerte aleja la idea del pecado y engendra el menosprecio
de los goces de la carne, así tú, conservando patente en la memoria la es-
Prosas de £/ Ibero 129

tela de los males que este pecado de la envidia en pos de sí deja, inducirás
a tu alma a su enmienda y limpieza.
«Loable es la ingenuidad que practico, confesando la imperfección o
desequilibrio de mi espíritu». Eso dices, y a esto te contesto que lo que
crees virtud, tan sólo es manifestación de tu egoísmo.
No tengo por bondad y rectitud (en algunas ocasiones) la confesión de
culpas y pecados porque zahiere más que el prójimo nos indique y re­
pruebe aquéllos, que nosotros los mostremos y declaremos.
La envidia, como la soberbia, la lujuria, la hipocresía y otras relajacio­
nes morales no quedan sepultadas en los abismos del alma sino que salen
y se manifiestan por palabras, acciones y miradas.
«No es puesto en razón —dice el filósofo emperador Marco Aurelio en
sus Soliloquios— el que la mente tenga a su mando el semblante para
fingirlo y ajustarlo a su gusto.»
...Y como debes de tener fatigados los ojos y turbado el ánimo, por la
extensión y contenido de esta carta, quiero proporcionarte con mi silencio
el descanso que tú apeteces.
Por tu bien, para no inspirar aversión y despreció, procura desarraigar
de tu alma tan feo pecado, y de esta manera conseguirás sueño tranquilo,
risueña y apacible vida, estimación en todos y premio del Ciólo.

M. PEDRO BORISTENES.
Por la copia,
GABRIEL MIRO

[La primera de las «Cartas Vulgares» es la única que salió.]

Paisajes tristes*
(El Ibero, núm. 94, 16 febrero 1902)

Ya brille el cielo con raudales de luz, ya se entristezca y oculte su azul


tras plomizas y lloronas nubes, las míseras obreras avanzan en los comien­
zos de la mañana por la carretera silenciosa bordeada de raquíticos y pol­
vorientos árboles, hasta llegar al sombrío edificio de erizada chimenea,
oscuras y húmedas paredes que se yergue pesadamente en una de las re­
130 Gabriel Miró

vueltas del camino, en terreno inculto, sin gorjeos de pájaros y matices de


plantas.
Por la entrada inmensa, que se cierra con dos puertas, gemidoras y pe­
sadas como dos siglos, desaparece el ejército de mujeres pobres, de muje­
res tristes unas, bulliciosas otras, flacas y andrajosas todas.
En las cuadras de la fábrica trabajan martirizadas por el afán de ganar
unas miserables monedas, débiles para ahuyentar el hambre, mientras los
hijos quedan abandonados en el hogar desnudo y frío; y por las ventanas
defendidas con espesas rejas que prestan al edificio apariencia de cárcel,
contemplan en los ratos de fugaz descanso, el campo yermo, en eterno
barbecho, la sierra calva sobre la que se destacan unos enfermizos almen­
dros que en febrero lucen escasas florecillas blancas y en estío se cubren de
triste verdor.
Y cuando la tarde se despide con su crepúsculo impregnado de suaví­
sima tristeza, el hueco de la entrada, enorme y negro como garganta de
horrible vestiglo, repele, vomita a las pálidas obreras jadeantes, desfalleci­
das que, regresan al pueblo lejano envueltas en nubes de polvo que esfu­
man el paisaje de apagados colores.

Una tarde, las obreras abandonan el trabajo sin un grito de alborpzo,


sin una risa, sin una voz de sonoridad alegre.
La fábrica se cierra. El amo se enriqueció a costa de las energías de sus
esclavas. Pero columbra ahora que los negocios desmayan, y ante el temor
de una disminución probable en la ganancia, se retira con sus talegas.
«Ya se la buscarán ellas», exclama como respondiendo al pinchazo de
un remordimiento. Luego sonriendo, entornando los ojos para soñar me­
jor, construye con la fantasía, escenas de molicie, días de fiesta para la
carne, y si acaso en su pensamiento brilla un relámpago de generosidad
para los que sufren, el egoísmo lo sofoca, lo apaga. «Nada puedo hacer»
exclama ¡es triste ser pobre, pero yo no he inventado la desigualdad del
género humano!»
Mientras tanto las obreras regresan lentamente, volviendo la cabeza
de cuando en cuando para fijar los ojos en el edificio de apariencia de cár­
cel, que empieza a envolver la noche.
Arranca el viento a los pelados árboles alaridos de angustia, y sus ráfa­
Prosas de £/ Ibero 131

gas arremolinan los andrajos que visten las expulsadas y azotan implaca­
bles sus rostros macilentos y descarnados.
La noche avanza furiosa. Una obrera grita: ¿Y qué haremos ahora?
¿Dónde hay pan?
Y esa pregunta llena de angustiosa ansiedad se une con el aullido del
viento, y se esparce, se aleja, se pierde en la campiña oscura, sin hallar
una palabra consoladora...

Del natural
(El Ibero, núm. 96, 16 marzo 1902)

Aurelio Jiménez, vivía solo en una casita apartada del centro de la po­
blación bulliciosa.
Odiaba las exigencias sociales, hasta, el punto de sufrir torturas infini­
tas , cuando no podía huir de un saludo ceremonioso de una presentación
enojosa.
Por lo único que deseaba poseer grandes riquezas era por imponer sus
gustos, sus ideas tan distanciadas, tan antitéticas de las imperantes.
El problema era de resolución dolorosa: o alejarse del trato humano
por completo, o encerrarse en un pueblecito de gente sencilla y zafia o co­
dearse con los necios, sufrir las altanerías de los empingorotados y sucum­
bir bajo el peso de la moda odiosa, de la sociedad abrumadora, irritante
con su muchedumbre de nimiedades ridiculas.
Por necia quimera tenía el buen Jiménez el apartarse del mundo y co­
municarse sólo con las agrestes y bravias peñaé, con los copudos y rumoro­
sos árboles y con las frescas y bullidoras aguas. Bueno era esto para místi­
cos anacoretas o para aquellos valientes y desdeñados caballeros; pero él
no sentía en su alma el divino y fervoroso fuego de los primeros, ni tenía
que lamentar vileza de su dama, como los últimos; y por tanto, este ex­
tremo, a más de ser inútil, era irrisiblemente ridículo, aparte de que bien
le distraía y halagaba en algunos momentos la compañía del hombre.
Vivir en un pueblecito habitado por tosca y sandia gente carecía de
bellos atractivos. ¡Donosa manera ésta de cultivar su espíritu!
Le quedaba la última solución del problema: continuar siendo como
132 Gabriel Miró

hasta entonces; vivir en ese medio; sufrir mil molestias y amarguras por
cada momento de dulzura con que la sociedad pudiera regalarle.
«¡Esto es no tener carácter definido, personalidad firme y distinta a la
de vulgo», solía exclamar despechado y colérico.
Era un enamorado del saber, y leía y estudiaba con avidez y gula; y es­
cribía con anhelos de encumbramiento y gloria. Pero nada de lo que fa­
bricaba su ingenio, de lo que producía su pluma era digno de sus aspira­
ciones y deseos. Minero infatigable de la inteligencia era pero ingrata la
tierra de su intelecto se negaba a premiar estos afanes con una ligerísima
muestra del filón.
Ansiaba Jiménez sobre todas las cosas, hallar asuntos nuevos, asuntos
vírgenes, conmovedores y brillantes y sólo descubría vulgaridades que pa­
ra ser pasables necesitaban de un estilo grandioso que las embelleciese y
sublimase. Un desconsuelo por su impotencia para crear anegaba su espí­
ritu en las oleadas amarguísimas de su propio desprecio.
Enemistado consigo mismo, dedicábase los adjetivos más denigrantes
y crueles.
Unicamente se reconciliaba con su yo cuando por las tardes iba a un
círculo constituido por algunos que gozaban fama de intelectuales. En es­
ta reunión pedía cariñosamente a su memoria y entendimiento, alguna
cita, una frase leída en días anteriores, un chispazo, algo con que darse
aire de erudito, con que sentar plaza de ingenioso y que lo colocase a la
cabeza de aquellas filas de escogidos por las suaves manos de las Piérias.
Había entre estos, uno henchido de sapientia, que derramaba inopor­
tuna y pegajosamente el odre de sus conocimientos. Poseía una memoria
fonográfica y almacenaba con cuidados exquisitas frases, sentencias de los
sabios adquiridas en sus correrías por las bibliotecas.
Llamábase esta calamidad literaria D. José Ramírez: era pequeño, fia-
cucho, de rostro hético y cubierto de amarillas pecas y pelado cráneo.
Siempre que Jiménez aplicaba un pensamiento, una frase de alguna
divinidad literaria el doctísimo D. José sonreía desdeñosamente, y añadía
otra de más bríos, de más autoridad que desvirtuaba y oscurecía el efecto
de la de aquél.
Jiménez en aquella reunión se vengaba del silencio que observaba du­
rante el día. Allí desbordaba su alma con un torrente de palabras; pre­
guntaba a uno; replicaba a las puyas de otro; emitía su juicio acerca del
último libro publicado por autor conocido: era en fin un ser distinto del
Prosas de El Ibero 133

que renegaba de la sociedad y sus costumbres allá en las soledades de un


despacho.
Leyó un día en un artículo del P. Feijoo ciertas palabras que penetra­
ron en su alma levantando protestas «Los hombres son como los cuerpos
sonoros que hacen ruido mayor cuando están huecos»
Encerraba esta frase agria amonestación para su conducta, porque co­
mo ya sabemos era Jiménez (en ocasiones determinadas) hablador y de
condición bulliciosa.
Pero era día de coincidencias mortificadas para él, porque horas des­
pués halló en diversa obra una frase de Cleóbulo, uno de los siete sabios,
la cual frase que así dice: «procuremos antes el escuchar que ser escucha­
dos» confirmaba sin vacilaciones la anteriormente leída.
Reflexionó sobre ellas, y decidió seguirlas, practicarlas. Era preferible
observar, recoger el menor detalle, acopiar materiales, sorprenderlo todo.
Y Jiménez volvióse silencioso.
Esta transformación de carácter, fué advertida por sus compañeros que
la juzgaron y comentaron de tan picante modo que era una maravilla el
escucharles.
Preguntáronle una tarde la causa de tan prolongado mutismo, y él
aprovechó esta oportunidad para repetir las palabras de los citados auto­
res; pero no pudo vanagloriarse mucho de su erudición. El pecoso Ramí­
rez lo miró con frialdad, sonrió con desdén olímpico y dijo con lentitud:
«Si eres ignorante obras prudentemente guardando silencio, pero si doc­
to, imprudentemente». Aplaudieron todos la réplica de ése, y enfurecióse
Jiménez no sólo por el eclipse que había sufrido sino también porque har­
to reconocía que estaba muy lejos de la sabiduría.
Ramírez, por todo desagravio, dijo: «Nos has citado a Feijoo y a Cleó­
bulo; yo he contestado con una frase de Teophrasto, aquel sabio discípulo
de Aristóteles», y quedó tan ufano tan orondó como el pavón de Juno.
Jiménez estudió también, con detenimiento y reflexión las anteriores
palabras, y su propósito de escasear el discurso, perdió firmeza, entibióse
cada día más, hasta olvidarlo por completo.
Hacía tiempo que nada había escrito, y como sus amigos murmurasen
un día de esta pereza y la atibuyeran a cortedad de ingenio, se propuso el
misántropo a medias, escribir algo para enmendar su yerro; y como era
vehementísimo, tanto para pensar como para ejecutar lo que en su mente
surgía, decidióse aquella misma noche a escribir un artículo.
Retiróse a su casa: una casita cómoda, rodeada a todas horas de quie­
134 Gabriel Miró

tud, de paz. Por la ventana de su despacho veíase el campo tranquilo,


dormido. De día mostraba el paisaje toda su tristeza, toda su desolación
en su tierra resquebrajada, rojiza, seca: raquítica nutriz de unos arbolillos
pobres de savia y, por tanto, escasos de frutos, hojas y belleza.
Aquella noche la claridad lunar lo envolvía y acrecentaba su angustio­
sa tristeza.
Jiménez contempló aquellas soledades. Luego se puso a escribir con
ansia, levantando a cada momento la cabeza para mirar con avidez la no­
che silenciosa.
Junto al tronco negro de un árbol retorcido y desnudo había distin­
guido un cuerpo largo, obscuro; debía ser un árbol desgajado caído, pero
tenía apariencias de cuerpo humano echado sobre el campo árido. Y su
imaginativa lo vio muerto y su pluma pintó una escena de muerte en
amargo, en cruel abandono.
La del alba sería cuando Jiménez alborozado y sin alientos ya, dejó la
pluma.
Al leer lo escrito se sintió conmovido y sonrió orgulloso ante la obra de
su fantasía. Más tarde envió las cuartillas a la redacción de un periódico; y
al adquirirlo después, buscó anhelante su firma, pero nada vio. Con la
vista extraviada por la sorpresa recorrió todas las columnas del diario hasta
que tropezó con unas letras grandes y henchidas de tinta que decían: «El
crimen de anoche» y allí encontró su parto dolorosamente mutilado.
No había existido en su obra la fuerza de la fantasía: el tronco negro,
retorcido y caído no fue tal tronco, sino un verdadero hombre ensangren­
tado y yerto.
Jiménez había copiado la verdad.
Se había cometido un asesinato; y un reporter lleno de atrevimiento y
desnudo de escrúpulos, se aprovechó de las cuartillas del infeliz Jiménez,
intercaló detalles reporteriles y aquella página brillante de imaginación
espléndida quedó convertida en vulgar relato.
Sus protestas no fueron escuchadas por el jefe de redacción. Jiménez
carecía de autoridad literaria, de los fueros y honores de escritor mimado.

(El Ibero, núm. 97, 1 abril 1902)

Inspiráronle, desde aquel día, su casa y los alrededores de ella, cierta


repulsión que le obligó a dejar tan solitarios lugares, evocadores constan­
Prosas de VI Ibero 135

tes del robo impío y burlesco del reporter desalmado y que le hacían ex­
clamar con toda la dolorosa rabia, del iracundo Pan:
«¡Campo groseramente embaucador, en ti hay más culpa que, en
aquel que destrozó mi artículo!»
El inocente campo, lejos de rechazar tan calumniosa y quijotesca inju­
ria, y hacerle ver que a su torpeza y a la maldad del periodista, debía atri­
buir lo sucedido, parecía llamarle, pedirle que no abandonase su paz,
brindarle su dulce silencio, su triste belleza.
Pero Jiménez despreció sus caricias y refugióse en el centro de la capi­
tal ruidosa.
Y como no gozaba la protección de ningún Polícrates sino que sólo
disponía de una humilde renta, tuvo que instalarse en un cuartito cuya
ventana tenía por dosel el ondulante alero del tejado.
Igual cantidad que antes pagaba: antes por una casita bañada siempre
por alegre sol, y oreada por virtuosos aires; ahora por habitación desaliña­
da y estrecha para llegar a la cual necesitábase sufrir la molestia y fatiga de
un centenar de altos peldaños: habitación desde la que sólo se descubría
una inmensa costra de tejas y pizarras, y un bosque de delgadas chime­
neas algunas de las cuales, le enviaban insolentes sus gazortas de humo.
Tal decoración no podía inspirar más que tedios.
Y los sintió el alma de Jiménez, de una manera extremada.
Pensó entonces en el Amor, que se pintó como fuente eterna de asun­
tos llenos de amenidad y gracia.
Jiménez no había amado nunca: y no se crea por esto que, eran tier­
nos los años de nuestro conocido. Más de treinta eran aquéllos, pero el
afán de alcanzar el lauro de la gloria, era en él tan absoluto, que como las
aguas del Leteo, hacíale olvidar los agridulces frutos que concede y hasta
prodiga la bella Citerea.
Por oportuno tengo ahora, el apuntar aunque con ligereza sea, algo
del exterior del buen Jiménez. Era alto y delgado, de rostro moreno, y os­
curos ojos, facciones pronunciadas, barba hirsuta, y corta y ancha frente.
He dicho antes que Jiménez llamó a Amor mas éste no gusta de ser:
solicitado y perseguido y sí del asalto de la conquista repentina.
Jiménez en su insensato idealismo aspiró a poseer una mujer ataviada
con las galas de la belleza terrena y con el exquisito ornato de la sabidu­
ría, como lo fue la amada de Pericles.
Y como afortunada o desgraciadamente es cosa peregrina el hallar una
Aspasia, Jiménez no pudo conseguirla a pesar de sufrir grandes desvelos,
136 Gabriel Miró

de realizar difíciles empresas y de aguzar la vista, como en otro tiempo hi­


ciera el filósofo de Sinope para encontrar un hombre.
Cierto es que llegó a amar, pero vulgarmente y a una mujer de espíri­
tu sencillo. El dios pequeñito y alado no da más que, limosnas de amor a
I04 enfadosos pedigüeños.
Estas limosnas suelen traer una vida de dicha suave, de venturosa
tranquilidad, pero no la espantosa y sublime afección que canta luego el
genio.
Jiménez apetecía estos delirios románticos.
Ser al mismo tiempo héroe y cantor de sus amores. ¡Con qué energías,
con qué hondo sentimiento, los hubiera expresado en las páginas de sus
libros! Y desesperado de gozarlos, se alejó de la mujer que había enamo­
rado, despreció sus ternuras, y sumióse de nuevo en la soledad de su des­
pacho, entre libros y cuartillas.
Entonces recordó con inefable pena, su antigua casita abandonada.

(El Ibero, núm. 98, 16 abril 1902)

En su reducido y silencioso despacho, no halló la apetecida calma,


porque ésta no reinaba en su espíritu siempre anhelante: y por huir de jz
mismo fue en busca de sus antiguos compañeros, pero en sus ojos leyó
con claridad que zahirió su amor propio, la burla y desconfianza por su
lentitud de autor.
Se propuso de nuevo escribir. No temía a la forma; encontraba fácil­
mente la elegancia en la frase: su estilo sin la rigidez y afectación del pu­
rista, sin ser arcaico, tenía la dulce pureza de los prosistas del siglo de oro,
y a par era enérgico y brillante: sus párrafos eran armoniosos; se leían con
gusto. Pero el asunto le atemorizaba. Creaba su imaginativa fábulas que
aún en mantillas, eran desechadas por la duda de que pudieran recordar
otras, o conservar dejos de cualquier autor. La simple sospecha de parecer
plagista, llegaba a enfurecerle; y el deseo de hallar lo nuevo, le extravia­
ba, porque a fuerza de querer paladear esa ambrosía del arte llamada ori­
ginalidad, que da nombradla y lustre a los que de ella prueban convertía
en violentos y enfadosos, los más sencillos interesantes temas.
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Prosas de El Ibero 137

Después de la mortificante entrevista con sus amigos, se dirigió con li­


gereza a su elevada habitación: y ya en ella, dispuso las cuartillas, requirió
la pluma, y pidió inspiración al cielo. Mas fue en vano: desalentado aban­
donó el pincel que los escritores usan.
Muchas veces volvió a tomarlo, y otras tantas lo dejó (como Cervantes
nos confiesa que, hizo al componer la prefación de su glorioso libro;) pero
en ninguna de aquellas, le sorprendió el «gracioso y bien entendido ami­
go» que le aconsejara e inspirara.
Harto de tentativas infructuosas, sustituyó la pluma por un libro, ad­
quirido pocos días antes, sin fijarse siquiera cuyo era.
Avanzó en la lectura, hasta que sintió el hastío de algunas páginas
cuajadas de frías vulgaridades; tuvo curiosidad por conocer el ingenio que
las pariera, y quedó suspenso y lleno de asombro al leer en las cubiertas
del volumen un nombre respetado por todos, perfumado por exquisitas y
generales alabanzas: el mismo Jiménez era uno de los adoradores más su­
misos del maestro.
Bien es verdad que siempre al leer cualquiera de sus obras leía antes el
nombre de su ilustre autor, y las adquiría ya, impulsado por los artículos
críticos de la prensa en los cuales los ditirambos eran

tan numerosos como son las hojas


y las flores que nacen, cuando vuelve
la templada estación de Primavera.

Y he aquí, que el hallazgo de las torpes líneas del maestro, fue para la
ardorosa imaginación de nuestro amigo, acariciador aleteo de las nueve
hermanas que inspiró idea esplendorosa. Atrevida y difícil, sí lo era tam­
bién, pero la novedad le atraía como el abismo.
¡Se propuso nada menos que escribir un artículo, derribando al ídolo!
Nadie había osado a hacerlo, bien por intelectual ceguera, ya.por espíritu
adulador y mezquino, o por anemia de valor y entereza.
Y Jiménez lo escribió en estilo fogoso, con entusiasmo de niño; su
pluma hería cruelmente; protestaba indignado de la consagración del
maestro; se rebelaba contra doctos y vulgares.
Pero era cierto, que no lo hizo por-esclarecer el intelecto de los enga­
ñados, ni por ejercer en bien de las letras, de austero y remilgado Aristar­
co, sino por el afán egoísta de decir lo que nadie había dicho.
138 Gabriel Miró

Esperó ansioso la publicación de su trabajo: maravillosos efectos vis­


lumbraba. Pero ¡oh suerte aciaga!, ¡oh despreciable rutina de la humana
raza! El artículo de Jiménez tan solo causó sorpresa en algunos, muchos
hicieron befa de la osadía del «pobre articulista» (así le tildaron) y los
más, notáronle de agotado, que tenía que recurrir a la falsedad para lo­
grar la impresión ajena.

El Ibero, núm. 99, 1 mayo 1902)

Esta segunda derrota, fue como zarpa cruel, que arrancó del pecho de
Jiménez toda esperanza. Su alma quedó abatida para siempre.
¡Ni el Arte ni el Amor, le habían prestado nunca sus consoladoras ca­
ricias !
Era espantosa su desolación. Fuera de él, solo había frialdad unas ve­
ces, hostilidad otras; en su espíritu nada definido se encerraba. El ayer
confuso, velado por la niebla de mil ideas opuestas de mil autores distin­
tos. Inseguro el presente. ¿Qué copia de alegres y gratos recuerdos podía
guardar para la vejez? Tan solo evocaciones de ansias de luchas, de anhe­
los sin recompensa.
La desconfianza que en sí mismo tenía, era como lava ardorosa que,
agostaba los tiernos brotes de sus concepciones.
Su tornadiza condición, que le hacía variar a cada momento hasta de
sistema de vida, minaba inútilmente su cuerpo y su alma. ¿Dónde halla­
ría sostén, fuerzas, alientos para proseguir luchando? Hasta el trozo de
cielo que, contemplaba desde su ventana, le parecía cada día más pálido,
más frío, más insensible a su angustia.
De cuando en cuando, dirigía el recuerdo a sus compañeros: también
en ellos se advertían cambios, pero no los que acusa la estéril inconstan­
cia, sino los que obedecen al progreso virtuoso.

...Y el tiempo transcurría, arrebatando indiferente del pecho de Jimé­


nez, energías, proyectos y esperanzas, hundiéndole el filo de su implaca­
ble reja en la piel de su rostro, tersa antes, abatiendo su frente, antes alti­
va, robando el brillo a su mirada, resplandeciente en tiempos más felices,
Prosas de El Ibero 139

alisando y emblanqueciendo su cabello, revuelto, espeso y negro en ver­


des y risueños días.
El «adiós a la juventud» fue en él, una tribulación infinita.
Se pasaba los días, sumido en un butacón viejísimo meditando siem­
pre.
«¿Habré vivido engañado?», se preguntaba temeroso. «Yo me he creí­
do un ser especial, quizás superior; había algo en mí que me diferenciaba
de los del montón, por lo menos he sentido deseos distintos a los que po­
seen lo otros...
»Los vulgares no luchan; tienen por único y supremo fin, el crearse
una familia, educar a sus hijos y asegurar la pitanza. Y yo he luchado tan­
to que, tengo destrozada el alma. Lucha sin enemigo aniquiladora que
nunca termina, las heridas las recibe el mismo que las infiere.
»No, yo no he sido como los otros-, el amor vulgar, me dio náuseas; la
vida ordenada y sujeta a un reglamento, a un plan, la aborrecí siempre.
»Yo he sentido ansias por ser genio, ansias que me han hecho sufrir
atrozmente!... He vivido soñando sin alcanzar nada. Yo al escribir me he
conmovido; no he podido ser frío porque sentía mis escritos... y sin em­
bargo... nunca he acertado. He trabajado sin descanso. Y no fiándome de
mí he buscado en las entrañas de otros libros, confirmación a lo que pal­
pitaba en mi pecho y bullía en mi cerebro... Pero... el fruto de estos afa­
nes ¿dónde está?»
Y el desventurado Jiménez se enfurecía y protestaba de su suerte y
suspendía estos soliloquios para acercarse a la ventana y mirar con indig­
nación al cielo.
Serenábase después, y venía la reacción aliviadora en su mente, con
otras reflexiones.
¿Y por qué había yo de vencer? ¿Soy acaso el único que apetece el
triunfo? ¿Que es poco el haber sido más que uno de los espectadores de
este circo de la vida? Sus gradas in/nensas están cubiertas por las masas es­
túpidas. ¡Yo fui de los escogidos, de los que hollaron aquellas arenas,
amasadas con tanta ilusión! ¿Que no es bastante esto? ¿No es glorioso?
¡Qué importa el resultado!
Estos tan continuados y mortificadores embates de su espíritu, fueron
lentamente combatiendo y enfermando su humana fábrica.
De tiempo en tiempo, sentía Jiménez, en el lado izquierdo un dolo­
roso pinchazo que, hasta le evitaba la respiración. Pero pasaba pronto la
molestia. Insignificante le parecía ésta ajiménez, y hasta la tuvo por muy
140 Gabriel Miró

natural y lógica, porque sufriendo tanto su alma, nada de insólito tenía


que fuera, a su flaca envoltura, llegasen los efectos y manifestaciones de
lo que dentro había.

Algunos de los amigos del mísero Jiménez (entre ellos el respetable y


sapientísimo D. José) extrañados del prolongado aislamiento de aquél,
fueron a verle, y lo encontraron demacrado, envejecido, y en la mirada le­
yeron la infinita tristeza que, sobre aquella alma pesaba.
«Debe usted abandonar este zaquizamí —dijo el pulidísimo Ramí­
rez— es angustiosa esta soledad.»
«Te hace falta campo, necesitas aires puros» —añadió otro.
«Oxigénate el cuerpo y verás como el alma recobra alientos» —expuso
un tercero.
Jiménez los miraba con fijeza.
«¡Qué bien se conservan!» —decía para sus adentros con cierta rabiosa
envidia.
¡Qué animación en sus pupilas, por más que, se empeñen en cubrirlas
con una nube de postiza tristeza!
¡Qué harán para estar así? —continuaba preguntándose, no muy lim­
pio de celos.
En el mismo estadio hemos corrido todos; pocos habrán triunfado,
quizás ninguno... ¡y sin embargo, yo soy el único que tiene aspecto de
vencido, el único que sufre el dolor de la derrota...!
Seguía reflexionando Jiménez y sus amigos hartos de exponer medios
salvadores para la extraña enfermedad de aquél, guardaron silencio y em­
prendieron con la mirada, un detenido examen de cuanto les rodeaba.
Saciada la curiosidad sintieron el deseo egoísta de abandonar aquel
cuartito tan desnudo, donde flotaba la tristeza exhalada por el espíritu de
Jiménez. Pero les parecía violento a cada uno de aquellos filántropos, el
iniciar la despedida.
¡La verdad es —pensaban algunos— que es un poquito cruel dejar so­
lo a este hombre; pero francamente aquí se está mal; se respira la angus­
tia de este pobre!
Caía la tarde.
Apagábase la luz lentamente.
Prosas de £/ Ibero 141

En el vecino y musgoso tejado, chillaban los pájaros, disputándose el


apetecido refugio donde pasar la noche.
Jiménez desde un sombrío ángulo de la habitación dirigía la mirada (y
con ella su pensamiento) al perlino cielo, en el que iban apareciendo
blancos y luminosos puntos.
Esa hora de silencio conmovedor y tan lleno de belleza en el campo
resultaba allí de una melancolía sin encantos.y henchida de aflicción.

(El Ibero, núm. 100, 16 mayo 1902)

Se hacía imposible permanecer más tiempo con el enfermo; y vinieron


las «frases hechas» de consuelo y alivio.
«Vaya, hay que animarse Jiménez» —rezó un atildado cronista de las
fiestas aristócratas, muy bien vestidito y perfumado, que lucía enorme
clavel en el ojal de la irreprochable americana.
«Si hombre, sí: eso pasará pronto» —dijeron algunos a la vez.
Jiménez movió lentamente la cabeza y contestó con amargura.
«No me quejo del cuerpo; éste no me mata, el alma, el alma es...»
«¡Bah, bah, bah!» hicieron muchos.
«No sé qué tengo» añadió el cuitado. Don José Ramírez, el decano de
los intelectuales, que estaba ya como sobre zarzas porque aún no había
podido verter con sus palabras las claras aguas de su saber inmenso, sonrió
con énfasis, y aproximándose ajiménez dijo campanudamente:
«Yo sí alcanzo algo, una pequeñísima arista de lo que, a usted marti­
riza; fíjese bien: V. morirá sin haber empezado a vivir.»
El enfermo protestó con la mirada, de tamaña crueldad.
Los visitantes asintieron a las palabras del sabio e imitándole con go­
zo, se apresuraron a levantarse y a apretar la mano de Jiménez, rociándole
al mismo tiempo con una lluvia de frías fórmulas de urbananidad, ridicu­
la, pegajosa.

«¡Qué oportuno ha estado V. D. José» —exclamaron todos alegremen­


te al pisar la calle.
¡Qué frase! un poquito cáustica —dijo uno.
Sí, pero ¡de qué admirable profundidad! —añadió otro.
142 Gabriel Miró

«Cualquiera les dice a éstos —pensó el docto Ramírez— que esa frase
tan honda, no es mía: necio escrúpulo fuera no dejarse ceñir estos frescos
y olorosos laureles que inocentemente me brindan.» Y después de aspirar
voluptuosamente el aire húmedo de la noche, separóse del grupo de ad­
miradores, y dirigióse a su casa, donde le reclamaba (así dijo, con cierto
misterio al despedirse) un delicado trabajo sobre el teatro helénico.
El coro se alejó por la calle estrecha, sumiéndese en una oscuridad
agujereada de trecho en trecho por las amarillas luces del alumbrado pú­
blico.

Era muy tarde, cuando una luz temblorosa brilló dulcemente en el


fondo oscuro de la habitación ocupada por Aurelio Jiménez.
La luz fue avanzando, y el enfermo distinguió a su enfermera. Era és­
ta una viejecilla muy limpia y habladora, cuya cabeza tenía la rugosidad y
color del fruto del nogal.
¡Pero sin acostarse aún! —^exclamó con su voz aguda —¿cómo se en­
cuentra? ¿enciendo el quinqué, eh? ¿Y sus compañeros qué le han
dicho?...
...«No me haga V. hablar; me fatigo mucho:... Me canso hasta de
mover una mano»... dijo con lentitud Jiménez.
¡Pero hombre de Dios, acuéstese!, añadió la vieja.
Nada contestó el doliente, pero sus ojos se fijaron con angustia en la
cama; la noche antes tuvo que dejarla, que levantarse precipitadamente;
se ahogaba en ella. Respiraba mejor allí echado sobre el sillón enorme y
viejísimo.
La mujer contempló extrañada ajiménez, y se alejó después.
«La luz, llévese la luz», murmuró aquél.
Y la claridad débil de aquella noche, se filtró suavemente por los cris­
tales y envolvió con caricia helada el cuerpo del enfermo.

Su soledad le abrumaba: y sin embargo al día siguiente, al acercarse la


tarde temió la visita de sus amigos. Pero éstos no fueron a verle: «era un
enfermo tan raro —decían todos— luego, se sufría mucho cerca de él;
quizás le conviniera el sosiego, el silencio; sí, sí, decididamente era prefe­
rible no ir; todo por el bien del pobre Aurelio, mucho deseaban ellos
Prosas de El Ibero 143

cumplir como cariñosos amigos, pero la idea de serle perjudicial era muy
atentible.»
Y se sacrificaron: no fueron más.
... Y pasó un mes.
w * *

Los pinchazos en el corazón se hicieron más continuos, más agudos y


dolorosos; un peso horrible gravitaba siempre sobre sus pulmones, ha­
ciéndole sufrir atrozmente, al respirar. Antes, en los preliminares de su
enfermedad, no se saciaba nunca de reconocer de expiar los latidos de su
corazón; pero ahora, no se atrevía a colocar la mano sobre el lado izquier­
do ; temía el convencimiento, de la irregularidad espantosa con que aquél
funcionaba.
«No temo la muerte por lo que ésta es en sí» —solía decirse —dejar la
vida no me apena ni me importa; pero morir tan solo, como un misera­
ble; soledad a mi alrededor, soledad en mi alma, es lo horrible, lo que
me estremece: al expirar no gozaré un pensamiento de consuelo, una vi­
sión risueña. Nada he dicho ni hecho en mi vida que obligue a los hom­
bres a sentir mi muerte, a recordarme después de ella.

Jiménez murió en una noche oscura y estrellada de un verano esplén­


dido.
Y murió sin darse cuenta de que la «originalidad» por lo que tanto ha­
bía sufrido, había estado en él, en aquella su manera de ser, había sido
él. Hubiera expresado los dictados de su inteligencia, las sensaciones de
su alma, libremente, sin esclavizarse a nadie (aunque inspirándose en los
que más sabían) y quizás hubiese alcanzado lo que tan fervorosamente
ansiaba. ’
Si necio orgullo patentiza el que desechando las reflexiones de otros,
estima sólo lo que del propio espíritu procede; torpeza lamentable argu­
ye, el que rindiendo ciega pleitesía a los demás repudia o desecha la pro­
pia inspiración.
El temor de ser, de figurar como copista en la literatura, aun siendo
legítimo y honroso, es lo que más ciega y extravía.
Hallar lo nuevo, lo original, es la preocupación constante y martiriza-
144 Gabriel Miró

dora del intelectual. El que sin violencias no puede crear, no sufre afanes
por conseguirlo.
La originalidad se tiene, no se busca.
Lo mejor y preferible es, levantar grandiosos edificios sobre cimientos
nuevos; pero también sobre los viejos pueden alzarse esbeltas contruccio-
nes radiantes de belleza que se distingan de las otras. Y cuando todo se
encuentre cimentado o la inteligencia carezca de la vista de Linceo y no
descubra un solar virgen; construya, edifique por su cuenta, sobre lo que
hubiere, tomando asuntos viejos (no ruinosos y desprovistos de interés)
desde puntos de vista no gastados.
Si la seguridad murada, en uno mismo, daña; el temor y la descon­
fianza extravía y mata.

Los sufrimientos intensos que afligieron el alma de Jiménez, royeron


también su cuerpo despiadadamente.

...Y aquel trozo de cielo que desde su ventana se descubría, siempre


frío, pálido, insensible a su angustia, negro y estrellado en aquella noche
estival, correspondió a la mirada de mártir que quedó en los dilatados
ojos del muerto, al extinguirse el último latido doloroso de su corazón
destrozado...

Vulgaridades
(EZ Ibro, núm. 101, 1 junio 1902)

Notábase en lo que llaman «República de las letras» un ocaso tristísi­


mo con frialdad de cercana noche eterna y negra, una esterilidad inmensa
y continuada.
Formaban la prosa, mil artificiosos giros sin gracia, frescura y belleza;
era difícil, oscura: se había de sufrir dudas, cansancios, desazones para
penetrar en la grosera urdimbre, y descubrir lo que ocultaba, que con
harta frecuencia venía a ser un algo encanijado, desmedrado y torpe.
La poesía, era enfermiza, sin armonía y brillo en su forma: de escaso
vigor, incolora, sin vida, como la piel y la mirada del anémico, en el fon­
do.
Los autores buscaban hidrófobos las dulces aguas de la inspiración.
Prosas de El Ibero 145

Pero en los cauces, sólo había cieno oscuro y denso en el que chapoteaban
asquerosamente inmundos seres.
Por aquéllos habían discurrido en otro tiempo linfas purísimas y sono­
ras que, una voluntad suprema contuvo y retiró a sus orígenes divinos:
por aquéllos pretendieron correr otras aguas espesas y turbias que estanca­
das hicieron repugnante limo, allí donde las otras engendraron flores, y
desnudaron sus orillas ataviadas en otro tiempo, con el perfumante tercio­
pelo de espléndida verdura.
Algunos varones limpios de vanidad y colmados de sabiduría, dijeron:
«Hagamos una imploración a lo pasado» y de las ruinas de la majestuosa
Literatura de la antigüedad desenterraron meritísimas reliquias, mutila­
das por el peso brutal de los siglos y por la ignorancia despreciable de los
hombres. Pero estos penosos y difíciles trabajos de reconstrucción apenas
si los estimaron y admitieron. En cambio, los milanos de las letras aprove­
charon los preciosos hallazgos, y regaron con el sudor ajeno sus tierras in­
fecundas: y con aquellas reliquias aderezaron sus producciones áridas, an­
gulosas, desnudas de encantos verdaderos, a guisa de necio potentado
que embellece sus estancias y museos con bustos destrozados, arcas, pre­
seas, y trozos de cerámica extraídos del seno de la tierra por los inteligen­
tes no atendidos.
Y publicaron libros en los que el prosista describía costumbres y pin­
taba escenas de la antigüedad, auxiliado de los habidos testimonios de la
misma: el poeta cantó héroes y hazañas, imitando la usanza y forma de
las vibrantes liras de otros tiempos.
Pero estos escritos a pesar de ir exornados con los donaires y bellezas
del arte clásico, resultaron fríos, violentos, ridículos y sin gentileza, como
los desgarbados cuerpos de los silenciosos comparsas de teatro, cuando se
les cubre con la enojosa pesadumbre de ropas y armaduras de los fortísi-
mos guerreros de las gloriosas épocas pasadas.

(El Ibero, núm. 102. 16 junio 1902) 4

...Y aquellos finísimos espíritus que amaban lo bello, gozaban con su


contemplación, y por él vivían, notando, llenos de tristeza, el débil latido
del arte, determinaron alejarse e inquirir cuya era la culpa de la dolorosa
agonía de su «República».
Emprendieron la marcha, cruzaron valles dilatados, estepas polvorien­
tas, ríos y mares undosos; bordearon vertiginosas simas, escalaron montes,
y sufriendo amarga peregrinación, llegaron por fin a la tierra gloriosa y fe­
cunda, cuyo seno engendrara el arte de las ternuras y sensualidades Ana­
146 Gabriel Miró

creónticas, de la severidad Socrática, de la grandiosidad Homérica y Eschi-


lea.

Ascendían lentamente por las peladas y guijarrosas haldas del Helico-


na, deteniéndose para mirar con ansiedad a la cumbre fiera y distante.
Un silencio dulce y majestuoso envolvía a la rocosa mole cenicienta y al­
tiva.
En alguna retraída meseta, el coloso conservaba jirones de su antiguo
y sagrado ropaje de verdura; de aquél con que la voluntad olímpica le
ataviara espléndidamente, como a morada agreste y soberbia de las Nueve
Hermanas hijas de Zeus; decretando que en la inmensa y deliciosa flora,
brotarán sólo, plantas llenas de virtud divina, de dulce jugo y exquisito
aroma.
Los peregrinos, al ver ahora desnuda la roca, y que la aridez llegaba a
la altitud, dijeron: «Todo, está yermo y sólo aquí no habitan ya las Musas».
Y descendieron, sudorosos, cansados y afligidos por la Duda.
Y caminaron envueltos por la caricia de fuego del sol, y bajo el esmal­
te luminoso y blanco del cielo negro.

Declinaba la tarde; una tarde serena de Otoño, cuando llegaron a las


cercanías frondosas de la cueva Coricia.
El más joven, con el entusiasmo que, da la esperanza, exclamó:
«Aquí en este discreto retiro, gozaremos de sus palabras suaves de dio­
sas, sentiremos éxtasis, recibiremos la enseñanza divina ¡Salve Piérias»!
Pero, el más viejo de los extranjeros, dijo:
«No confiemos. Pudo ser Coricia, refugio de las inspiradoras hijas de
Mnemósina, cuando se veían perseguidas por los fogosos sátiros; pero
hoy, que se ven acosadas no por divinidades enamoradizas, sino por la es­
tupidez de los hombres, esta cueva es insegura como lo fue el Helicona:
ellas no estarán aquí».
Departiendo, con ardor el joven, y fríamente el viejo, llegaron a la en­
trada de Coricia.
La oscuridad espesa que encerraba, llenó de temores a muchos.
«Ellas no pueden habitar más que, en medio de luz esplendorosa,
porque ellas la irradian»,— rezó el viejo.
Pero el joven, con la terquedad de la ilusión, penetró en el antro.
Un inmenso estruendo de torpes aleteos, resonó en el fondo, agudos
graznidos se escucharon, moviéronse en la oscuridad unos puntos lumino­
sos, fosforescentes, y una masa enorme, más negra que las tinieblas atro­
pelló al hombre joven, y al salir a la claridad incierta del crepúsculo, se
descompuso en repugnantes pájaros que lanzaron sus gritos penetrantes.
Prosas de El Ibero 147

—Ya lo has visto,— dijo el anciano al joven —aquí sólo anida la tor­
peza, la ignorancia: la oscuridad lo envuelve todo.
Y se alejaron abatidos y tristes...

Pintábase el alborozo, en las pupilas de los extranjeros, al emprender


la ascensión al Parnaso.
Allá, en los escarpes fragosos, bravios de una garganta imponente, de
salvaje hermosura, se divisaban las ruinas casi olvidadas del glorioso tem­
plo de Apolo.
Palpitantes, mudos, henchidos de entusiasmo, fueron acercándose al
lugar sagrado.

(El Ibero, núm. 103, 1 julio 1902)

Junto a las caídas columnas de albo mármol, crecían oscuros y lozanos


laureles que, al herirlos el viento, parecían exhalar los tiernos gemidos del
abandonado Dafnis.
Entre los restos de frisos destrozados y parduzcos sillares, vivían pun­
zantes aliagas moteadas de amarillas flores.
En el silencio augusto, que lo envolvía todo, los extranjeros, creyeron
percibir la ronca voz de la Pytonisa, inflamada en furor profético; y sus
fantasías delirantes, excitadas por la contemplación y los recuerdos, vieron
la áurea imagen del divino Loxias, envuelta por el azulado humo de pre­
ciadas hecatombes, rodeada de resplandecientes trípodes, figuras de oro,
coronas de roble y olivo, clámides y estofas teñidas de púrpura de Sidón,
broncíneas liras, ligeras fístulas, copas de maravilloso artificio, discos, ar­
cos , y mil preseas más, sagradas presentallas traidas de cercanas y remotas
tierras.
Los extranjeros, formaban un grupo fervoroso, mudo.
Arriba, sobre sus cabezas, dos cuervos volaban serenamente, como si­
glos atrás, lo hicieron en aquel mismo sitio, las dos águilas de Jove, que
con su encuentro proclamaron a la Fócida, ombligo, centro de la tierra.
Asomada a una cercana y profunda hoz, yacía un ara incompleta, casi
oculta por la maleza. Distinguióla el joven, y al punto se le representó
Orestes aterrorizado, ciñendo con sus brazos rígidos la sagrada piedra, con
la cabeza escondida entre los hombros, para no ver a las furiosas Erinias,
ávidas de destrozar su carne y beber su sangre, en venganza de la muerte
de Clytemnestra.
148 Gabriel Miró

Abstraídos estaban con distintas evocaciones, cuando percibieron el


lejano y gratísimo son de pastoril zampoña.
Guiados por las suaves y amorosas armonías, dirigieron sus pasos hacia
el incógnito tañedor, que descubrieron por fin, bajo la rumorosa copa de
apartado pino.
Y fue grande el asombro, inmenso el temor de los peregrinos, cuando
al acercarse al montaraz y solitario músico, vieron su figura, repulsiva y
extraña en demasía: él tenía velludas y negras piernas de cabrón, cuerpo
de piel áspera y manchada, coronado por una cabeza pequeña y angulosa,
de estrecha y cornuda frente, larga y roja nariz bajo la cual unos labios de
carnosos bordes recorrían con ligereza los agujeros de las siete cañas, sa­
cando de ellas dolientes y vibrantes notas; de su barba pendía lacio y bur­
do mechón, y bajo sus cejas hirsutas unos ojillos oblicuos fijaban su luju­
riosa mirada en el lozano ramaje del virtuoso árbol.
Al acercarse los caminantes, el extravagante ser, irguióse con lentitud.
El más joven de los extranjeros le interrogó, diciendo: «¿Quién eres
que tienes de humano y de bestia?»
«Un dios infeliz, de puro enamorado», —contestó con ronco alarido el
de cornuda frente.
¡Un dios!, exclamaron llenos de admiración los hombres.
Y el inmortal, sin hacer caso de la estupefacción de aquéllos, continuó
de esta manera:
«...Aquí, en estas soledades, hago vibrar esta zampoña, por mí inven­
tada, o canto las penas que me lacerarán eternamente, viendo cambiada
por el maldito Boreas, mi dulce ninfa Pitis en quejumbroso pino... Pero,
vosotros, ¿cómo osáis llegar indiscretamente hasta la presencia de un dios
siquiera sea éste el rústico y olvidado Pan?
¿Tú, Pan? ¿Tú, el divino Todo? exclamó asombrado el joven: me sor­
prende verte aquí, separado de los verdes montes de tu risueña Arcadia,
de sus arboledas, bajo cuyas pompas sestean blandamente los rebaños; de
sus aguas, dulces como las ricas mieles que allí elabora la dorada abeja!
«Dices bien —contestó tiernamente Pan— esa región apacible, ha si­
do mi morada durante largos y felices años; pero, no ha mucho y cuando
el dulce canto de la cigarra (1) me regalaba grato y tranquilo sueño, unos
golpes fieros de segur me llenaron de sobresalto y de temor: los daba el
hombre para derribar los más copudos y gallardos pinos.

(I) «Agradable era, el canto de las cigarras, a los griegos». (Ipandro Acaico, en sus no­
tas a los Idilios de Teócrito, traducidos por el mismo insigne poeta mejicano.)
Prosas de £/ Ibero 149

¡Pensarán quemarlos —me dije— en honra mía! Pero vi luego con to­
da la ira de que soy capaz (2) que, la canalla humana, talaba los resinosos
árboles para construir las más bajas y deleznables cosas. Después de vagar
por llanos y montes afligido de divina pesadumbre, una mañana, desde
muy lejos, distinguí las oscuras copas de este pinar, y henchido de alboro­
zo, por fin, aquí llegué... Pero, vosotros ¿qué queréis? ¿A dónde vais?
Se adelantó el más viejo, y prosternándose ante el velludo dios, así ha­
bló:
«Hijo de Hermes ¡guíanos, danos alientos, por tu amor a Pitis, por el
dulce recuerdo de Siringa. Hemos sufrido torturas y cansancios de la car­
ne, martirios en el alma. Desfallecemos ya.
Buscamos a las Musas.
Queremos saber, por qué agoniza esa beldad * llamada Literatura.
Pero vamos perdiendo la esperanza de hallar a las hijas de Zeus.
Tan solo vemos soledades áridas, frondosidades fieras enemigas de
nuestra voz. Pretendemos ahora, llegar a la cumbre de este monte, en la
cual debe morar la sacratísima Piérias»!
¡Os engañáis! —dijo Pan— tampoco aquí se esconden. Necia, enfa­
tuada y pegajosa muchedumbre, las obligó a pedir protección al Padre
Zeus, porque las perseguían y atormentaban con sus ruegos y pretencio­
nes. Cual, siendo vulgar, quería vestir sus sandeces con la delicadeza de
Teócrito; cual, desnudo de ingenio, pretendía lucir el de Luciano; quien,
careciendo de ideas imploraba el poder expresarlas con la elocuencia de
Pericles; quien, sin sentir siquiera la poesía se tenía por más inspirado
que Homero. Entre los suplicantes no puedo negar que, el grupo más nu­
trido y también el más necio, lo formaban las mujeres aprendices de escri­
toras, insufribles mari-sabidillas, como hoy se dice.
Todos, en fin deseaban el espaldarazo para «armarse poetas, filósofos,
músicos, pintores...» Zeus se apiadó de sus hijas, y las llamó al Olimpo,
en cuya azulada cima descansan de la estupidez de los hombres».

Gimió dulcemente el pino al recibir la caricia de la brisa, y Pan dando


corcovas indignas de un dios, aunque no de su figura, se alejó como reto­
zón y alegre chivo, saltando riscos, salvando precipicios, hasta desapare­
cer, allá lejos, en una profunda sinuosidad de la montaña...

(2) «Tenía Pan, fama de iracundo debiendo notar que los antiguos colocaron en la
nariz las pasiones violentas, al grado que, en hebreo (como observa Pagnini) la cólera y la
nariz se designan con el mismo vocablo. El terror, llamado hoy día pánico fué atribuido a
Pan, y de él ha derivado su nombre.» (Ipandro Acaico, obra citada.)
150 Gabriel Miró

(El Ibero, núm. 104, 16 julio 1902)

Sobre un horizonte lácteo confuso, se esfumaba la mancha zarca y


enorme del Olimpo, cuyas cimas se pierden, se ocultan, penetran siempre
entre las nubes.
Miraban los extranjeros a la lejana mole, ávidamente.
Caminaban silenciosos, afligidos.
Avanzaban por una llanura dilatada, amarillenta, moteada de trecho
en trecho por matujas verdinegras, por erizados cardos, salvajes, de mora­
das flores.
Caminaban sintiendo ya, las amargas, las abrumadoras frialdades de
la desilusión.
* * ★

Amanecía, cuando llegaron cerca del monte divino. Ya no era el man­


chón pálido, azulado: se destacaba enérgicamente con su desnudez par­
duzca, enojosa, desoladora.
Subieron, subieron tristes por una estribación del coloso, liviana pri­
mero, abrupta después.
Jadeantes, desfallecidos, se dirigían hacia una escarpada peña que,
proyectaba apetitosa sombra, cuando vieron descender rápidamente por
la fragosidad de la imponente sierra, una luminosa figura que, al acercar­
se les maravilló por su inefable belleza: era un muy gentil mancebo; iba
desnudo, eran sus pies, pequeños y alados.
«Detenéos, mortales; en vano intentaréis pasar de aquí», dijo con ta­
lante avasallador, llegando hasta ellos, sin hollar el monte.
«Por Jove, te imploramos, bella visión, que no te opongas a nuestras
esperanzas», exclamó con un plañido, el más anciano de los extranjeros.
Y animadamente, siguió diciendo: «No merecen nuestros afanes por
ver, por hablar, a las Coricias, tan cruel negativa. Dinos quién eres:
¿quién se opone a nuestros anhelos?»
«Soy el mensajero de los dioses; soy Hermes», contestó el de alados
pies.
«¡ Hermes y falto de su singular atributo!» expuso con desconfianza el
más joven de los hombres.
El hijo de Maya respondió desdeñosamente:
«¿Y a qué ostentarlo? Fuera ridículo llevar el emblemático caduceo:
Prosas de El Ibero 151

él, es símbolo de paz, paz que ya no existe, ni en las repúblicas, ni en los


hogares, ni en las conciencias.»
Hizo una pausa el dios, y dando a su semblante expresión dulce, ex­
presión suave, prosiguió de esta forma:
Desde que emprendisteis esa peregrinación que os eleva, que os subli­
ma, dioses y diosas por vosotros se preocupan, por vosotros velan.
El Padre Zeus, permite que realicéis vuestros deseos, pero no que lle­
guéis a la cumbre donde mora. Injusto fuera que, hombres de las actuales
razas, llegasen a pisar la sacra habitación, habiendo sido vedado su acce­
so, a hombres de aquellas pretéritas razas reverentes, de aquellas razas re­
ligiosas que, aromaban los templos con la cremación de exquisitos perfu­
mes, que nublaban el éter con el humo de hecatombes valiosas.
Mas, para que el amor que sienten vuestras almas por la ideal Belleza,
no quede sin corona, Zeus consiente que, una de las musas descienda
hasta vosotros, y satisfaga y atienda vuestras razones»...
«¿Acaso es aquélla que procura esconderse en esa florida adelfa»
—preguntó el más anciano del grupo, señalando con tembloroso brazo el
amargo arbusto.
«No, ésa es Venus, la diosa que más se acerca, que más se identifica
con la mujer, por sus goces, por sus defectos, por sus amores, por sus ter­
nuras. La curiosidad, que tanto martiriza a las mortales, le ha impulsado
a dejar la sacra cima para expiarnos.»
«¿La madre de Amor, dices que es ella? Pues como a ti, ¡oh Hermes!
—expuso fogosamente el hombre joven— le falta uno de sus emblemas;
o yo tengo la vista de Phineo (1) o cierto es que la sensual Ciprina no ciñe
el cinturón (2) de los hechizos.»

(1) Phineo, hijo de Agenor y rey de Salmydeso, en Thracia, fue un célebre adivino, a
quien los dioses privaron de la vista, (Notas de D. Cristóbal Vidal al diálogo «Menipo y
Tiresias» de Luciano.). ,
(2) Respondió a Juno la risueña Venus:
<Justo ni decoroso no sería
esta gracia negar a la que hermana
siendo y esposa del potente Jove
duerme en sus brazos.» Dijo: y de su pecho
el cinto con pespuntes adornado
en variada labor, donde incluidos
los encantos de amor todos tenía,
se quitó. Allí el amor, allí el deseo
allí de los amantes los coloquios,
152 Gabriel Miró

El dios del robo, dijo:


«Venus crea un símbolo, al quitarse el ceñidor de los dulces artificios.
El símbolo es éste: el hombre es hoy tan estúpido, que sin hechizos ni
gracias en la mujer, de ella se enamora, a ella se esclaviza, bien por corte­
dad y aspereza de gusto, ya por voluntad del asqueroso Plutos.(3)
...Pero callad y postraos, que en vagaroso vuelo se acerca, la que en
nombre de sus Hermanas, ha de hablaros: es Polymnia; musa de la Elo­
cuencia.»

(El Ibero, núm. 105, 1 agosto 1902)

Y diciendo esto, se alejó Mercurio, y los hombres abatieron sus


frentes.
Era singularmente maravillosa la belleza de la musa; conmovedora y
expresiva, como la verdadera palabra elocuente que al par enseña y delei­
ta.
Llegó junto a los hombres, y envolviéndolos en su casta mirada, dijo
con voz acariciante:
«Quisiera regalaros, ¡oh almas delicadas! un suave licor, que dulce­
mente os aliviara de vuestras amargas aflicciones. Quisiera poder daros
triaca milagrosa, que curase los desmayados espíritus, de los que al Arte
se consagran. Pero de mí sólo tendréis una sencilla explicación de la do­
lencia.

y allí la fácil persuasión estaba


que a los más cuerdos la prudencia roba.
Y al ponérsele Vertus en las manos
estas palabras misteriosas dijo:
«Toma este hermoso ceñidor, y oculto
en tu seno le lleva: en él habitan
los artificios todos. Yo te anuncio
que cualquiera que fuese tu proyecto
no vendrás sin lograr lo que deseas.»
Así Venus decía. Sonrióse
la hermosa Juno, del Olimpo Reina;
y sonriendo, el cinturón vistoso
dentro ocultó del seno...
Fragmento del Libro XIV de La litada. —Traducción de G. Hermosilla.)
(3) Dios de la riqueza: Júpiter le privó de la vista, porque distribuía sus dones ciega­
mente, con injusticia, a su antojo.
Prosas de El Ibero 153

Curarla, yo no puedo.
La causa, con más razón: diré la culpa, del mal que sufre el arte litera­
rio, se halla distribuida entre los que escriben, y los que copian: muchos
de los primeros poseen somera, huera ilustración; no les gustan las admi­
rables obras de los clásicos: unos las tildan de baldeas y anticuadas; otros
las desconocen. Se afanan únicamente en vestir sus escritos con forma
nueva original, y retuercen y magullan el idioma; o apetecen tanto estilo
natural y llano, rebuscan de tal modo la sencillez en el decir, que dan en
el más violento artificio, y si algún enamorado de lo castizo surge, pronto
lectores y críticos le zahieren y pervierten con la eterna cantilena de que
su producción fuera buena siglos atrás, pero no ante las modernas exigen­
cias.
Esto acontece.con los autores nacientes.
Los ya afamados no avanzan, permanecen indolentes, gustosos en su
estancamiento despreciable. Muy pocos son los que refulgen con luz pu­
ra, pero a éstos se les tiene como vieja reliquia, los respetan, los estiman
por costumbre, no los sienten, no los estudian.
«Ha de inspirarse el escritor en la realidad» así reza la Preceptiva.
Y la realidad de ahora es insípida, vulgar, oscura, anti-artística. Hasta
el vicio parece hoy más asqueroso; no tiene aquel espléndido atavío con
que antes se le acicalaba; esta repugnante desnudez podrá ser deseable y
provechosa en el terreno de la moral, pero no en el campo del Arte.
¿Qué puede cantar hoy el poeta bellamente, sin el recurso de la fic­
ción, de la mentira?
Con vuestros modernos héroes sin alientos para sostener las recamadas
casacas, o embutidos en enormes y negras levitas, ¿qué Virgilio, qué Ho­
mero, qué Lucano, hubiese sido capaz de componer un verso épico?
Sí, vuestras costumbres son enemigas del Arte, apestan a vulgaridad;
acusan una falta completa, de buen gi¿sto y delicadeza, no adornan, no
embellecen la vida.
Nuestro gran pueblo griego por su culto a la Belleza fue grande, fue
heroico, fue religioso; será eternamente fuente de inspiración, digno de
los honores de todas las razas.
Arcontes y soldados, hierofantes y hetairas, cortesanos y pastores, pu­
dientes y menesterosos, libres y esclavos, todos sentían hondo deleite es­
cuchando a los vagabundos rapsodas la litada y la Odisea.
Dos poemas gloriosos que, eran cada uno a manera de un himno na­
cional hablado.
154 Gabriel Miró

Hoy, el pueblo ¿qué poesía escucha, qué poesía sabe, qué poesía sien­
te?
Recordad los Juegos Olímpicos, los Píticos, los Istmicos y Netmeos, es­
pectáculo favorito de la muchedumbíe; en ellos los jóvenes lucían su des­
treza y pujanza con el pesado disco y fuerte arco, en el pancracio y esta­
dio; fiestas que remataban con la coronación de líricos como Pindaro y Si­
monides; de historiadores como Tucídides y Heródoto, de trágicos como
Sófocles, Eurípides y Esquilo.
Recordad aquellos Gimnasios y Academias henchidos siempre de una
multitud gozosa en robustecerse para ser útiles a la patria, ávida de la pa­
labra docta y deleitable de retóricos como Empédocles, de dialécticos co­
mo Zenón Eleato, de filósofos como Platón, Sócrates, Teofrasto, y una es­
tela infinita y refulgente de hombres sabios. Vuestra juventud es frívola,
vive sin anhelar, sin ansias por saber, por sentir: almas exprimidas, anto­
jadizas de lo insípido, secas como rastrojos.
Se dice que la humanidad ha progresado, pero ved que ha sido su
avance incompleto, porque si en el terreno científico ha conseguido cier­
tos dominios y descubrimientos, en el artístico se nota un retroceso muy
pronunciado y vil: ved si no cómo las obras mejores, (no digo sólo en Lite­
ratura, sino en Pintura, Arquitectura) son las que más se acercan y se pa­
recen a los modelos clásicos. La enseñanza la recibimos de los pretéritos
tiempos.
La decadencia de las letras se origina en el escaso cultivo del espíritu
de los que escriben, y en la escasa belleza de las costumbres que se co­
pian.
Bebed la inspiración en los antiguos veneros, puros, abundosos y muy
dulces; embelleced la verdad en vuestros escritos, pero usad con tino de la
ficción.»
Así habló la musa.

Todas estas vulgaridades que llevo escritas, las escuché a un mi amigo


que, estudia, siente y ama cuanto al Arte concierne; el cual amigo había
soñado esta mezcla de mitológicas leyendas y liviana crítica.
Y sin los donaires con que él alindó su relato, he compuesto yo el mío
para llenar o cubrir la oquedad de un ocio.
Anotaciones del lector 155
156 Anotaciones del lector
El libro es el mejor medio de comunicación del pensamiento hu­
mano.
Autor, traductor, editor, diseñador e ilustrador, impresor, dis­
tribuidor y librero, coordinan sus conocimientos y su trabajo has­
ta conseguir un producto agradable, económico y asequible para
todo el mundo, de fácil circulación y conservación, de valor per­
manente y universal. Ningún otro medio de comunicación conoci­
do hasta hoy reúne estas cualidades.
Las bibliotecas son el mejor depósito de la Cultura. Los profe­
sionales de la Crítica y de la Enseñanza ayudan y orientan a los
lectores sobre los libros más adecuados a sus necesidades.
La lectura es una necesidad y un placer y su extensión es ga­
rantía de progreso humano y social.
En suma, el libro es un instrumento social poderoso y de su con­
tenido y la forma en que se produzca y distribuya depende que se
utilice al servicio de unos u otros intereses. Por eso, el factor más
importante del libro es el lector: sólo la existencia de éste hace po­
sible la de las otras personas que intervienen en él y decide su
orientación. Un lector* crítico y exigente estimula la aparición y
consolidación de buenos autores y asegura una producción edito­
rial independiente y avanzada.
Invitamos a todos los lectores a comunicarse con cuantos han
contribuido a la aparición de este libro, aportando todo tipo de
sugerencias y críticas. Pueden dirigir sus cartas a:
EDICIONES DE LA TORRE
Espronceda, 20
Madrid-3
NUESTRO MUNDO

Para comprender el mundo que nos ha tocado vivir


Ptas

1. Carlos Ruiz Silva. Arte, amor y otras soledades en Luis Cernuda. Prólo­
go de Juan Gil-Albert, dibujos de Gregorio Prieto................................. 560
2. Mariano Aguirre y Ana Montes. De Bolívar al Frente Sandinista. Anto­
logía del pensamiento antiimperialista latinoamericano............................ 560
3. André Gide. Defensa de la Cultura. Facsímil de la edición de José
Bergamín de 1936, con introducción de Francisco Candet...................... 360
4. Josefina Manresa. Recuerdos de la Viuda de Miguel Hernández. 2.a edi­
ción, corregida y aumentada......................................................................... 720
5. Blas Matamoro. Saber y Literatura. Por una epistemología de la crítica
literaria .......................................................................................................... 640
6. Juan Gil-Albert. Gabriel Miró: Remembranza......................................... 360
7. Ursula Coburn-Staege. Juego y aprendizaje. Teoría y praxis para Ense­
ñanza Básica y Preescolar............................................................................. 560
8. Víctor Fuentes. La marcha al pueblo de las letras españolas. Prólogo de
Manuel Tuñón de Lara................................................................................ 560
9. Lothar Bisky. Crítica de la Teoría burguesa de la Comunicación de Ma­
sas. Traducción y Estudio Preliminar de Vicente Romano...................... 760
10. Pedro Ribas. La introducción del marxismo en España (1869-1939). En­
sayo bibliográfico ........................................................................................ •760
11. Antonio Regales. Literatura de agitación y propaganda. Fundamentos
teóricos y textos de la agitprop alemana..................................................... 560
Sigüenza y el Mirador Azul es la respuesta de Gabriel
Miró a la crítica tan arbitraria que hizo José Ortega y
Gasset a El obispo leproso, pero es mucho más. Es la ex­
posición, entre exquisitas ironías y flechazos dirigidos al
filósofo, de toda una teoría (modernísima) de la novela,
una poética mironiana. Y aún más, es un capítulo pre­
cioso de la niñez de Sigüenza en que por una vez el autor
renuncia a ambigüedades y se da a sí mismo el nombre
de su alter ego en páginas de autobiografía pura. La exis­
tencia del texto en tres versiones sugiere o que Miró no
resolvió cuál quería publicar o que dudaba si publicar al­
guno. Las tres versiones se publican aquí por primera
vez con autorización de los herederos de Gabriel Miró.
Como complemento a los últimos escritos de Miró se
presentan todos los primeros, con exclusión de las nove­
las La mujer de Ojeda e Hilván de escenas, salidos en
Alicante en los primeros años del siglo e inéditos desde
entonces, para hacer resaltar la distancia entre el Miró
que no se había descubierto a sí mismo por no haber in­
ventado a Sigüenza y el Miró Maduro que sabía quién
era y quién era su criatura.
Una larga introducción enmarca biográficamente el
contenido narrativo de Sigüenza y el Mirador Azul y la
composición de las Prosas de El Ibero, y, añadiendo y
rectificando numerosos detalles de la vida de Miró «niño
y grande», intenta una exposición del proceso autognós-
tico por el cual llegó a ser el escritor que tanto estiman
los críticos más exigentes de las letras españolas.

Ilustración de cubierta: retrato de Miró,


07.124 en 1901, realizado por Adelardo Parrilla.

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