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La evolución de los sistemas de la así llamada "inteligencia artificial", sobre la que ya reflexioné
en mi reciente Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, también está modificando
radicalmente la información y la comunicación y, a través de ellas, algunos de los fundamentos de
la convivencia civil. Es un cambio que afecta a todos, no sólo a los profesionales. La difusión
acelerada de sorprendentes inventos, cuyo funcionamiento y potencial son indescifrables para la
mayoría de nosotros, suscita un asombro que oscila entre el entusiasmo y la desorientación y nos
coloca inevitablemente frente a preguntas fundamentales: ¿qué es pues el hombre? ¿cuál es su
especificidad y cuál será el futuro de esta especie nuestra llamada homo sapiens, en la era de las
inteligencias artificiales? ¿Cómo podemos seguir siendo plenamente humanos y orientar hacia el
bien el cambio cultural en curso?
Ante todo, conviene despejar el terreno de lecturas catastrofistas y de sus efectos paralizantes.
Hace un siglo, Romano Guardini, reflexionando sobre la tecnología y el hombre, instaba a no
ponerse rígidos ante lo “nuevo” intentando «conservar un mundo de infinita belleza que está a
punto de desaparecer». Sin embargo, al mismo tiempo de manera encarecida advertía
proféticamente: «Nuestro puesto está en el porvenir. Todos han de buscar posiciones allí donde
corresponde a cada uno […], podremos realizar este objetivo si cooperamos noblemente en esta
empresa; y a la vez, permaneciendo, en el fondo de nuestro corazón incorruptible, sensibles al
dolor que produce la destrucción y el proceder inhumano que se contiene en este mundo nuevo».
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Y concluía: «Es cierto que se trata, de problemas técnicos, científicos y políticos; pero es preciso
resolverlos planteándolos desde el punto de vista humano. Es preciso que brote una nueva
humanidad de profunda espiritualidad, de una libertad y una vida interior nuevas». [1]
En esta época que corre el riesgo de ser rica en tecnología y pobre en humanidad, nuestra
reflexión sólo puede partir del corazón humano. [2] Sólo dotándonos de una mirada espiritual,
sólo recuperando una sabiduría del corazón, podremos leer e interpretar la novedad de nuestro
tiempo y redescubrir el camino de una comunicación plenamente humana. El corazón,
bíblicamente entendido como la sede de la libertad y de las decisiones más importantes de la
vida, es símbolo de integridad, de unidad, a la vez que evoca afectos, deseos, sueños, y es sobre
todo el lugar interior del encuentro con Dios. La sabiduría del corazón es, pues, esa virtud que
nos permite entrelazar el todo y las partes, las decisiones y sus consecuencias, las capacidades y
las fragilidades, el pasado y el futuro, el yo y el nosotros.
Esta sabiduría del corazón se deja encontrar por quien la busca y se deja ver por quien la ama; se
anticipa a quien la desea y va en busca de quien es digno de ella (cf. Sab 6,12-16). Está con los
que se dejan aconsejar (cf. Prov 13,10), con los que tienen el corazón dócil y escuchan (cf. 1 Re
3,9). Es un don del Espíritu Santo, que permite ver las cosas con los ojos de Dios, comprender los
vínculos, las situaciones, los acontecimientos y descubrir su sentido. Sin esta sabiduría, la
existencia se vuelve insípida, porque es precisamente la sabiduría —cuya raíz latina sapere se
relaciona con el sabor— la que da gusto a la vida.
Oportunidad y peligro
No podemos esperar esta sabiduría de las máquinas. Aunque el término inteligencia artificial ha
suplantado al más correcto utilizado en la literatura científica, machine learning, el uso mismo de
la palabra “inteligencia” es engañoso. Sin duda, las máquinas poseen una capacidad
inconmensurablemente mayor que los humanos para almacenar datos y correlacionarlos entre sí,
pero corresponde al hombre, y sólo a él, descifrar su significado. No se trata, pues, de exigir que
las máquinas parezcan humanas; sino más bien de despertar al hombre de la hipnosis en la que
ha caído debido a su delirio de omnipotencia, creyéndose un sujeto totalmente autónomo y
autorreferencial, separado de todo vínculo social y ajeno a su creaturalidad.
Ya desde la primera ola de la inteligencia artificial, la de los medios sociales, hemos comprendido
su ambivalencia, dándonos cuenta tanto de sus potencialidades como de sus riesgos y
patologías. El segundo nivel de inteligencia artificial generativa marca un salto cualitativo
indiscutible. Por lo tanto, es importante tener la capacidad de entender, comprender y regular
herramientas que en manos equivocadas podrían abrir escenarios adversos. Como todo lo que ha
salido de la mente y de las manos del hombre, los algoritmos. Por ello, es necesario actuar
preventivamente, proponiendo modelos de regulación ética para frenar las implicaciones nocivas
y discriminatorias, socialmente injustas, de los sistemas de inteligencia artificial y contrarrestar su
uso en la reducción del pluralismo, la polarización de la opinión pública o la construcción de un
pensamiento único. Así pues, renuevo mi llamamiento exhortando a «la comunidad de las
naciones a trabajar unida para adoptar un tratado internacional vinculante, que regule el
desarrollo y el uso de la inteligencia artificial en sus múltiples formas». [4] Sin embargo, como en
cualquier ámbito humano, la sola reglamentación no es suficiente.
Crecer en humanidad
Estamos llamados a crecer juntos, en humanidad y como humanidad. El reto que tenemos ante
nosotros es dar un salto cualitativo para estar a la altura de una sociedad compleja, multiétnica,
pluralista, multirreligiosa y multicultural. Nos corresponde cuestionarnos sobre el desarrollo teórico
y el uso práctico de estos nuevos instrumentos de comunicación y conocimiento. Grandes
posibilidades de bien acompañan al riesgo de que todo se transforme en un cálculo abstracto,
que reduzca las personas a meros datos, el pensamiento a un esquema, la experiencia a un
caso, el bien a un beneficio, y sobre todo que acabemos negando la unicidad de cada persona y
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de su historia, disolviendo la concreción de la realidad en una serie de estadísticas.
La revolución digital puede hacernos más libres, pero no ciertamente si nos dejamos atrapar por
los fenómenos mediáticos hoy conocidos como cámara de eco. En tales casos, en lugar de
aumentar el pluralismo de la información, corremos el riesgo de perdernos en un pantano
desconocido, al servicio de los intereses del mercado o del poder. Es inaceptable que el uso de la
inteligencia artificial conduzca a un pensamiento anónimo, a un ensamblaje de datos no
certificados, a una negligencia colectiva de responsabilidad editorial. La representación de la
realidad en macrodatos, por muy funcional que sea para la gestión de las máquinas, implica de
hecho una pérdida sustancial de la verdad de las cosas, que dificulta la comunicación
interpersonal y amenaza con dañar nuestra propia humanidad. La información no puede
separarse de la relación existencial: implica el cuerpo, el estar en la realidad; exige poner en
relación no sólo datos, sino también las experiencias; exige el rostro, la mirada y la compasión
más que el intercambio.
Pienso en los reportajes de las guerras y en la “guerra paralela” que se hace mediante campañas
de desinformación. Y pienso en cuántos reporteros resultan heridos o mueren sobre el terreno
para permitirnos ver lo que han visto sus ojos. Porque sólo tocando el sufrimiento de niños,
mujeres y hombres podemos comprender lo absurdo de las guerras.
FRANCISCO
[2] En continuidad con los Mensajes de las anteriores Jornadas Mundiales de las Comunicaciones
Sociales, dedicadas a encontrar a las personas donde están y como son (2021), escuchar con los
oídos del corazón (2022) y hablar con el corazón (2023).
[3] “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Fake news y periodismo de paz. Mensaje de la 52
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2018 .