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El nacimiento de la libertad

El fin de la monarquía fue también el nacimiento de la


libertad y de la República romana libre. Durante el resto de
la historia de Roma, «rey», o rex, fue un término de
abominación en la política romana, a pesar de que
supuestamente muchas de las instituciones que son
definitorias de Roma tuvieran sus orígenes en el período
monárquico. Hubo numerosos casos a lo largo de los siglos
posteriores en que la acusación de que alguien aspirara a la
realeza acababa rápidamente con la carrera política de un
hombre. Incluso el nombre regio del desafortunado viudo de
Lucrecia resultó desastroso, porque al ser pariente de los
Tarquinos, fue al poco tiempo enviado al exilio. También en
los conflictos externos, los reyes eran los enemigos más
deseables. A lo largo de los siglos siguientes, corría siempre
un escalofrío cuando una procesión triunfal desfilaba por las
calles de la ciudad mostrando a algún rey enemigo con toda
su parafernalia regia para que el populacho romano se
mofase y lo abuchease. Huelga decir que también se hizo
sátira de aquellos romanos de épocas posteriores que
cargaban con el apellido (cognomen) «Rey».
La caída de los Tarquinos (en algún momento de finales
del siglo VI a. C., como creían los romanos) supuso un nuevo
comienzo para Roma: la ciudad empezó de nuevo, ahora
como «la República» (o en latín res publica, que literalmente
significa «cosa pública» o «asuntos públicos») y con una serie
completa de nuevos mitos de fundación. Una arraigada
tradición, por ejemplo, insistía en que el gran templo de
Júpiter en la colina Capitolina, un edificio que se convirtió
en un importante símbolo del poder romano y del que más
tarde se construyeron réplicas en muchas ciudades romanas
del extranjero, fue consagrado el primer año del nuevo

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régimen. Es cierto que los reyes etruscos lo habían
prometido y, como a menudo se decía, se había construido
en gran parte bajo su gobierno, pero el nombre de quien
formalmente lo consagró expuesto en la fachada era el de
uno de los líderes de la nueva República. Con independencia
de la exacta cronología de su construcción, que, para ser
sinceros, es irrecuperable, se consideró un edificio que
compartía su nacimiento con el de la República y se
convirtió en símbolo de la historia de la República. En
efecto, durante siglos cundió la costumbre romana de clavar
cada año un clavo en la jamba del templo para indicar no
solo el paso del tiempo republicano sino también para unir
físicamente este tiempo al de la estructura del templo.
Se pensaba incluso que las características aparentemente
naturales del paisaje urbano de Roma se habían originado en
el primer año de la República. Muchos romanos sabían,
como también lo saben los geólogos modernos, que la isla
situada en medio del río Tíber a su paso por Roma era, en
términos geológicos, de formación relativamente reciente.
Pero ¿cómo y cuándo emergió? Ni siquiera hoy en día hay
una respuesta definitiva al respecto; sin embargo, los
romanos fecharon su origen al comienzo del gobierno de la
República, cuando arrojaron al río el grano que había
crecido en las tierras privadas de los Tarquinos. Como el
nivel del agua estaba bajo, el grano se amontonó en el lecho
del río y, gradualmente, a medida que se acumulaba el limo
y otros desechos, se formó una isla. Es como si la forma de
la ciudad hubiera nacido con la eliminación de la
monarquía.
También nació una nueva forma de gobierno. La
historia cuenta que a la huida de Tarquinio el Soberbio,
Bruto y, antes de su inminente exilio, el marido de Lucrecia,
Colatino, se convirtieron inmediatamente en los primeros

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cónsules de Roma. Estos serían los cargos más importantes y
definitorios de la nueva República. Tras asumir muchos de
los deberes de los reyes, presidieron la política doméstica de
la ciudad y dirigieron a sus soldados en la guerra: nunca
hubo ninguna separación formal en Roma entre el papel
militar y el civil. En este sentido, a pesar de proclamarse
como la antítesis de los reyes, representaban la continuación
de su poder: un teórico griego de la política romana del
siglo II a. C. consideraba a los cónsules como un elemento
«monárquico» del sistema político romano, y Livio insiste en
que las insignias y los distintivos de su cargo eran muy
similares a las de sus predecesores reales. Sin embargo,
encarnaban varios principios clave, y definitivamente no
monárquicos, del nuevo régimen político. En primer lugar,
eran elegidos íntegramente por voto popular, no por el
sistema de implicación popular a partes iguales que
supuestamente caracterizaba la elección del rey. En segundo
lugar, ostentaban el cargo solo durante un año seguido, y
uno de sus deberes era el de presidir (como le vimos hacer a
Cicerón en 63 a. C.) la elección de sus sucesores. Tercero,
desempeñaban el cargo juntos, en pareja. Dos principios
básicos del gobierno republicano eran que el ejercicio del
cargo había de ser siempre temporal y que, excepto en caso
de emergencia cuando un hombre podía tomar el control
durante un breve período, el poder había de ser siempre
compartido. Como veremos, a lo largo de los siglos que
siguieron estos principios se reiteraron cada vez más, y se
hicieron más difíciles de mantener.
Los cónsules daban también su nombre al año en el que
habían ejercido el cargo. Huelga decir que los romanos no
utilizaban el moderno sistema de datación occidental que he
adoptado en este libro y que, en aras de la claridad, los
lectores se sentirán aliviados, continuaré utilizando. «El

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siglo VI a. C.» no habría significado nada para ellos. En
ocasiones calculaban las fechas «desde la fundación de la
ciudad», cuando llegaban a algún tipo de acuerdo sobre
cuándo se había producido. No obstante, normalmente se
referían a los años por los nombres de los cónsules que
ostentaban el cargo. Por ejemplo, lo que nosotros llamamos
año 63 a. C., para ellos era «el consulado de Marco Tulio
Cicerón y Cayo Antonio Híbrida»; y el vino hecho «cuando
Opimio era cónsul» (121 a. C.) fue una cosecha
especialmente famosa. En tiempos de Cicerón, los romanos
habían elaborado una lista de cónsules más o menos
complicada que se remontaba a los inicios de la República, y
que se expuso públicamente en el foro junto con la lista de
generales triunfales. Esta lista posibilitó en gran medida fijar
la fecha exacta del final de la monarquía, puesto que por
definición tenía que estar en correlación con la fecha del
primer cónsul.
En otras palabras, la República no era solo un sistema
político. Era un conjunto complejo de interrelaciones entre
la política, el tiempo, la geografía y el paisaje urbano de
Roma. Las fechas estaban en correlación directa con los
cónsules electos; los años se señalaban con clavos clavados a
golpe de martillo en el templo cuya consagración se
remontaba al primer año del nuevo régimen; incluso la isla
del Tíber era, literalmente, producto de la expulsión de los
reyes. Un principio único y predominante subyacía detrás de
todo aquello: a saber, la libertad, o libertas.
La Atenas del siglo V a. C. legó la idea de democracia al
mundo moderno después de que fueran depuestos los
«tiranos» atenienses y establecidas las instituciones
democráticas a finales del siglo VI a. C.: una coincidencia
cronológica con la expulsión de los reyes romanos que no
pasó desapercibida por los antiguos observadores,

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interesados en presentar un paralelismo en la historia de los
dos lugares. La Roma republicana legó la idea igualmente
importante de libertad. La primera palabra del segundo libro
de la Historia de Livio, que inicia la historia de Roma
después de la monarquía, es «libre»; y las palabras «libre» y
«libertad» se repiten ocho veces en las primeras líneas. La
idea de que la República se fundó basándose en la libertas
retumba con fuerza a lo largo de la literatura romana, y ha
resonado a través de los movimientos radicales de siglos
posteriores, en Europa y América. No es ninguna casualidad
que el eslogan de la Revolución Francesa —liberté, égalité,
fraternité— coloque la palabra «libertad» en el puesto de
honor; ni que George Washington hablase de restaurar «el
fuego sagrado de la libertad»; ni que los redactores de la
Constitución de Estados Unidos la defendieran bajo el
pseudónimo de «Publio», tomado del nombre de Publio
Valerio Publícola, otro de los primeros cónsules de la
República. Pero ¿cómo podía definirse la libertad romana?
Esta fue una cuestión polémica en la cultura política
romana durante los siguientes ochocientos años, a lo largo
de la República y bajo el gobierno de un solo hombre
durante el Imperio Romano, cuando el debate político a
menudo giraba en torno a cuál era el límite hasta el que
libertas podía seguir siendo compatible con la autocracia.
¿De quién era la libertad que estaba en juego? ¿Cuál era la
forma de defensa más efectiva? ¿Cómo podían resolverse las
versiones opuestas de la libertad del ciudadano romano?
Todos, o casi todos, los romanos se habrían considerado
defensores de la libertas, como hoy en día nos erigimos todos
en defensores de la «democracia». No obstante, había
repetidos e intensos conflictos acerca de lo que aquello
significaba. Ya hemos visto que, cuando Cicerón fue enviado
al exilio, demolieron su casa y en su lugar se levantó un

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santuario de Libertas. No todo el mundo lo habría
aprobado. El propio Cicerón cuenta cómo durante la
representación de una obra teatral acerca del tema de Bruto,
el primer cónsul de la República, la muchedumbre estalló en
aplausos ante un verso pronunciado por uno de los
personajes: «Tulio, que apuntaló la libertad de los
ciudadanos». En realidad, la obra hacía referencia a Servio
Tulio y sugería que la libertad podía haber tenido una
prehistoria en Roma antes de la República, bajo un «buen
rey», pero Marco Tulio Cicerón, para dar su nombre
completo, estaba convencido —quizá con razón— de que el
aplauso era para él.
Conflictos de esta índole constituyen un tema
importante en los capítulos siguientes. Pero antes de
explorar la historia de Roma durante los primeros siglos de
la República —la guerra civil, las victorias por la «libertad» y
las victorias militares sobre los vecinos de Roma en Italia—,
hemos de examinar más de cerca la historia del nacimiento
de la República y la invención del Consulado. Como era de
esperar, no fue un proceso tan apacible como nos lo muestra
la historia tradicional que hasta ahora he presentado.

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