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Volumen Testimonial del Informe Final de la Comisión de la Verdad

Versión digital - 28 de junio del 2022

Tabaco, un pueblo en el aire

Veinte años de ese viaje de regreso


Lo del desalojo fue bastante fuerte. Estábamos rodeados de militares, antimotines, había
una jueza, estaban los del ICBF, los del cuerpo de seguridad de la empresa. Y fueron derrumbando
las casas sin más. No podías sacar nada. A raíz de eso, nos dimos cuenta que las mujeres negras
tenían una conexión de sangre con su vivienda, ahí parían. Una de esas sabedoras nos dijo que por
eso su casa se convertía en una extensión de su cuerpo. Y estamos seguros de lo que nos dijo. Una
de las señoras que desalojaron cayó junto con su casa. La señora murió a los quince días. Estuvo
en coma y nunca regresó.
Llegamos acá fue a adaptarnos a nuevas costumbres, a una nueva sociedad. Recién
llegamos nos decían «las joscas» porque las personas de Tabaco, Roche y Manantial participaron
en la guerra de los Mil Días y pelearon a favor del pueblo. Ellos mismos se proclamaron «los
joscos». Josco significa «guerrero» en una lengua africana, pero cuando estábamos chiquitas nos
daba rabia que nos dijeran así. Tengo una prima que no ha logrado adaptarse todavía, después de
veinte años. Dice que no siente sus raíces. Y nos explicaban los abuelos que en Tabaco las mujeres
negras enterraban el ombligo de su hijo para que no perdiera el rumbo. Pero como nuestros
ombligos se perdieron en las llantas de los buldóceres...
A veces le mamo gallo a mi prima y le digo que no tenemos rumbo porque no tenemos
suelo. Eso sí, como decía mi abuela: «Soy negra desde que me engendraron». Porque de pronto
no teníamos el reconocimiento del Estado, pero sí sabíamos lo que éramos. Sabíamos nuestra
historia, que Tabaco era un palenque. Era como que un fuerte militar rodeado de montaña. Y uno
se montaba en una de las montañas y veía los otros pueblos. Era como un punto estratégico. Mi
abuela nunca dejó que esa historia muriera en nosotros. Nos contaba lo que hacía mi bisabuelo,
todas sus venturas, todas sus hazañas. Nos reunía alrededor del fogón a contarnos.
El desalojo fue en agosto. El 9 de agosto del 2001. Yo estaba pequeña. Teníamos colegio
de primaria, había un puesto de salud, un Telecom. ¿Qué más? Teníamos un acueducto propio,
¿qué más recuerdo? Lo primero que nos quitaron fueron los profesores, después fue la luz. Poco
a poco nos fueron quitando cosas para dejarnos desarmados. Entonces, por la misma necesidad
que teníamos nosotros de estudiar, nuestros padres tuvieron que sacarnos del pueblo. Un día, en
la noche, nosotros vimos las imágenes del desalojo. Llegamos del colegio y prendimos la televisión.
Mirar esas imágenes fue fuerte. Aunque hayan pasado muchos años, nos sigue... como que nos
bate. Pero yo digo que ese desalojo también nos dio fuerza para decir que Tabaco existió. No,
Tabaco existe. ¿Han escuchado la canción La casa en el aire, de Escalona? Bueno, Tabaco es como
un pueblo en el aire.
El proceso fue duro. Cuando nos mudamos pa acá tuvimos que cambiar todo nuestro
estilo de vida. Aquí, por ejemplo, no podíamos tener animales porque les molestaban a los vecinos.
Por ejemplo, nosotros podíamos salir en cualquier momento para el arroyo. Aquí no podemos
hacer eso porque el arroyo no tiene agua, sino piedras. Entonces, eso fue como desprendernos de
muchas cosas, aprender a vivir sin ellas.
Mucho después, el proceso de reencontrarnos fue bastante jocoso. En el 2014 el Ministerio
de Cultura abrió la convocatoria. Mis dos primas y yo estábamos estudiando, y como que sabíamos
que el tema afro en La Guajira era bastante complicado. Según el Estado, aquí solo hay indígenas.
Comenzar a alzar la voz para decir que había población negra y que había sido vulnerada y
atropellada por la multinacional fue bastante fuerte. En el 2014 se nos abrió la oportunidad porque,
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ajá, participamos, pero no pensamos que fuéramos a ganar. Nuestro enfoque fue la comida
tradicional. Sabemos que han llegado muchas personas de otros países y que nuestra comida
tradicional afro e indígena se ha perdido. Bueno, entonces nos presentamos con la receta del
chiquichiqui, que es el dulce del maíz cariaco morado. En otros departamentos es amarillo; en La
Guajira es morado. Yo siempre he dicho que con ese premio le hicimos un jaque al Estado: con
plata del Estado denunciamos al Estado. Hicimos un documental denunciando cómo ha dejado
de lado a sus hijos. Tabaco era hijo del Estado, obviamente, y lo dejó a merced de la multinacional.
A raíz de eso, mis primas y yo decidimos crear una escuela que se llama Retomando Raíces,
Amor por el Territorio. En ella les enseñamos a los niños que una comunidad sin territorio no es
una comunidad. Como nos decía uno de los mayores: «La tierra habla». «¿Cómo así que la tierra
habla?». «Si tú hubieses vivido en el territorio, sabrías interpretar lo que te quiere decir la tierra,
pero no sabes ese lenguaje». Me acuerdo de otra mayor que se está muriendo. En las comunidades
negras dicen que cuando abandonas tu cuerpo y vuelves en espíritu a tu lugar de origen, es porque
te estás muriendo. Esa señora lleva veinte años muriéndose por culpa del desarraigo. O sea, tiene
veinte años de hacer ese viaje de regreso. Dice que todas las tardes va a Tabaco, que se va a pie
todas las tardes.

Alrededor del fogón


Yo vengo de una mujer cocinera: mi abuela levantó a nueve hijos cocinando y siempre los
reunía alrededor del fogón. Siempre me ha llamado la atención cómo reunía a tantas personas de
distintas edades alrededor del fogón. Cómo unía el fuego, eso místico que uno no puede explicar.
A raíz de eso, en el 2014, también se gana el premio de comida tradicional.
Lo que pasa es que el maíz cariaco se da aquí en La Guajira, pero como fue desarraigado
está casi perdido. Dentro de la comunidad hubo hombres y mujeres que se volvieron guardianes
de la semilla. Muchos de ellos guardaron la semilla y la cultivan. No en gran cantidad porque,
obvio, no tenemos tierra. Nos toca cultivar en los patios, hacer huertas caseras. Así conservamos
la semilla. Y como los miembros de Tabaco que vivimos en Hatonuevo todavía tenemos esa
hermandad, damos el bocao. Eso era muy tradicional de allá, algo que también recuerdo. Por el
simple hecho de ser mi paisana, de ser tabaquera, yo cumplía con darte el bocao a ti de lo
que tuviera.
Cuando nos reencontramos, sentimos bastante alegría, nos ponemos a hablar de lo que
hacíamos allá. Nos reunimos alrededor del fogón y aprovechamos que tenemos un tío cocinero,
que cocina muy bien. Cada vez que nos reunimos, él es el cocinero mayor. Nosotros somos sus
ayudantes y así vamos aprendiendo. Así rescatamos. Y también preparamos comida tradicional
tabaquera. En ese día que nos reunimos, todo es natural. No tomamos nada artificial, nada con
productos transgénicos. Ese día o comes cosas naturales o comes cosas naturales. O no comes.
Hacemos gallina guisada, conejo, cerdo, chivo, dulces, arepas cachapas, arepas de maíz trillado. La
arepa cachapa se hace con el maíz cariaco, únicamente se puede hacer con ese maíz. Ese día
tampoco tomamos gaseosas. Es como un reencontrarnos con lo que somos nosotros, con nuestra
esencia.

Lo familiar
Hablar de Tabaco me estremece bastante. Lo que más me hace falta es la familiaridad que
existía allá. Para la época de la patilla, nuestra abuela nos llevaba pa la finca a todos los nietos. Era
una odisea todo lo que nos pasaba en el camino. No faltaba el que se caía, al que le picaban las
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avispas, al que lo correteaban las vacas. Esa relación que teníamos con la naturaleza también me
hace falta. Yo soy hija del agua y me hace falta esa conexión.
Nuestra familia está regada. Yo digo que nos volvimos gitanos. Unos viven en Riohacha,
otros en Valledupar, en Bogotá, fuera del país. Los lazos que había se han fracturado un poco por
el factor económico. ¿Cómo hago para ir a Bogotá a ver a mis primos, si no tengo los pasajes? La
abuela dejó de caminar cuando salió de su comunidad. Ella estaba acostumbrada a irse para su
finca, a sacar guineo o limón y a ordeñar. Era una mujer de 70 años y seguía haciendo eso.
Cuando llegamos acá, los vecinos nos rechazaron. «Ay, ya llegaron los negros esos, los
joscos esos». A mí en mi casa me dicen «la Negra», pero tú sabes cuando te quieren insultar
diciéndote «negra». «Los negros inmundos esos, ¿por qué no se van pa otro lao?». Ahora nosotras
jocosamente nos apropiamos de esos. Soy josquita, ¿y qué?
Para la primera investigación que hicimos para recuperar un poco de la comida tradicional
de Tabaco, nos tocó viajar por toda La Guajira. Los mayores se nos quedaban mirando, nos
preguntaban de quién éramos hijas. Como decía una de mis compañeras: «Hay gente de mi pueblo
que ni sabe quién soy. Eso no pasaría si viviéramos dentro de la comunidad». Nos tocaba
presentarnos con los nombres de nuestros abuelos para que nos reconocieran. En esa
investigación nos dimos cuenta de que el 80 % de la comida tabaquera se había perdido. La comida
nuestra se producía con lo que cultivábamos, con lo que era silvestre. Nuestro estilo de
alimentación cambió. Se nos metió el arroz, cuando antes teníamos otros productos como la yuca,
la ahuyama, el guineo, el filú. Muchos de nuestros mayores nunca llegaron a consumir una gaseosa
y nosotros somos casi adictos a ellas. También hubo pérdida de la medicina tradicional, de muchos
animales. Era muy común ver cardenales en nuestros patios. Aquí como que no hay mariposas ni
nada de eso.
En una ocasión nos tocó ir hasta la finca de la abuela de una de mis tías, a Caurina. Eso ya
queda en la serranía del Perijá. Fuimos a buscar medicina tradicional para ver si aquí podía pegar.
El lema de nosotros es que si nos toca ir a Roma para rescatar parte de lo que nos arrancaron,
pues vamos a Roma. Tuvimos la dicha de que nos dieron un chance. Nos dieron un chance hasta
cierto punto, pero eso allá es otro ambiente. Es como si fuera otra parte diferente de La Guajira.
Es muy verde, igual que Tabaco. Caminamos como tres horas, descansamos dos, y volvimos a
arrancar. Pero sí, trajimos mucha medicina tradicional. Lastimosamente, la memoria –todo ese
conocimiento de las comunidades negras de La Guajira– no está escrito. No ha habido relevo
generacional; entonces, muchos de los conocimientos que tenían nuestros mayores
lastimosamente murieron con ellos, pero nosotros estamos en ese proceso. Tenemos la dicha de
tener dos mujeres de Tabaco que eran parteras o comadronas. Muchas mujeres han decidido que
el día que tengan hijo van a parirlo en casa, como lo hacían las mujeres tabaqueras.

Unión y fuerza
Yo hablo de los que vivimos aquí en Hatonuevo, que nos unimos más. Nos tocaba unirnos,
porque si no, no iba a quedar más que el nombre de Tabaco, dejábamos todo de lado, aceptábamos
la multinacional con todos los proyectos destructivos que trajo, que vino a enseñarnos cosas que
ni siquiera hacíamos en la comunidad. A enseñarnos otro tipo de música. Siempre he dicho que se
ve raro un negro josco tocando violín. No quiero decir que la música de violín no sea buena, pero
nuestra música era completamente distinta. En nuestra música reinaba la percusión. Era música de
tambores. ¿Cómo dejamos que esa fantasía que nos trajo la multinacional dejara nuestra cultura de
lado? Mi hermano es percusionista empírico. Pero el fuerte de él es la percusión, los platillos. Nos
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hemos dado cuenta de eso: cada uno de nosotros nace con un don distinto, entonces, nos toca
explotar esos dones a favor de la comunidad y a favor de esta lucha que llevamos. Estoy segura de
que la educación es el arma que tenemos las comunidades étnicas, porque el Estado y las
multinacionales se valen de eso, de nuestra ignorancia. No estamos bien. Decirte que un tabaquero
está bien en estos momentos sería echarte mentira. Ningún tabaquero está bien, ni
económicamente, ni físicamente, ni moralmente. Aquí nos tocó sacar la fuerza de donde no
teníamos para pararnos y decir: «¡Vamos a seguir!».

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