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Primera edición.

El infierno de Jason
©Jenny Del.
©Enero, 2022.
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ÍNDICE
Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3
Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6
Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9
Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12
Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15
Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18
Capítulo 19

Capítulo 20
Capítulo 21

Capítulo 22
Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25
Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28
Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31
Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34
Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 1

—Trevor, ¿habría alguna posibilidad de que dejaras de cantar esa canción?


—le pregunté porque letras así me ponían el vello de punta en unos
momentos como los que estaba viviendo.

—Estás de un susceptible que no hay quien te aguante, Jason—me contestó


sin hacerme ningún caso y siguió canturreando “mi condición, enamorado
locamente de una chica que hoy extraño, y el no tenerte me hace daño…”

Quien me hablaba con tanta naturalidad no era otro que mi chófer y amigo,
pues Trevor llevaba conmigo un buen puñado de años y nuestra amistad no
entendía de condiciones sociales.

Como ya habréis leído, mi nombre es Jason y en ese momento contaba con


casi cuarenta años. Yo, que siempre me había reído en la cara de quienes
decían que esa edad llevaba aparejada una crisis de padre y muy señor mío,
había sucumbido a esta.
El hecho de que Stella me hubiera dejado plantado marchándose con James,
uno de mis mejores amigos, había sido el detonante. Mentiría si dijera que
no me lo advirtió muchas veces, pues mi mujer siempre decía que mi
adicción al trabajo terminaría por separarnos.

Reconozco que estaba tan acostumbrado a escucharla hablar así, que jamás
pensé que sus “amenazas” un día cobraran fuerza y me explotaran en toda
la jeta.

Sucedió el día de su treinta y cinco cumpleaños. Lo cierto es que llevaba


semanas notándola rara, huidiza e incluso podría decirse que su libido había
descendido tanto que la perdí de vista. Justo se estaba peinando cuando me
acerqué a darle un beso en el cuello. Su olor… esas gotas de “Sacrées de
Thebas”, uno de los perfumes más exclusivos del mundo, se había quedado
impregnado en mí desde el momento en el que me confesó, llorosa, que me
dejaba.

Resulta paradójico que el nombre de un perfume cuya traducción sería “Las


lágrimas sagradas de Thebas” fuera su predilecto, pues lágrimas era lo que
estaba vertiendo yo a lo grande desde su marcha.

Digamos que los muchos años de relación con Stella, con quien llevaba
desde la época de la universidad, terminaron haciendo mella en mi forma de
tratarla. En los últimos tiempos yo no la había valorado como ella se
merecía y la había perdido, mientras que James la había ganado.

Decían nuestros amigos que nunca la habían visto tan feliz y eso era algo
que, en el fondo, me hacía sentir mucho más desgraciado. No, no es que yo
me tenga por egoísta total, pues su felicidad me alegraba, pero a la par
motivaba que su pérdida me doliera aún más, dado mi sentimiento de
culpabilidad por no haberle dado lo que ella tanto demandaba y necesitaba
al mismo tiempo.

A Stella la colmé de atenciones y le proporcioné la vida más cómoda que


una persona pueda tener. No me tengo por un machista ni nada parecido, ya
que fue ella quien decidió dedicarse en cuerpo y alma a nuestro hijo Daniel
desde el mismo momento en que este vino al mundo.

Desde entonces ya habían pasado ocho años y ella no tenía el más mínimo
pensamiento de dar palo al agua, algo que me parecía fantástico pues el
hecho de ser multimillonarios nos proporcionaba privilegios de ese tipo; el
de poder tomar decisiones que para otras personas serían impensables.

Stella tenía una vida de ensueño; se levantaba a la hora que le venía en


gana, contaba con un variado personal a su servicio que le hacía el día a día
de lo más sencillo y, ni que decir tiene, hasta con un entrenador personal
que mantenía ese impresionante físico suyo en lo más alto. Pero comenzó a
sentirse sola y yo no lo vi.

Enamorado, así me seguía sintiendo de ella y los meses que habían pasado
desde nuestra separación no lograban ni siquiera amortiguar la sensación de
pena que sentía cuando volvía a mi impresionante ático situado en pleno
corazón de Nueva York, un sueño a la altura de muy pocos que, sin
embargo, a mí se me antojaba como una auténtica pesadilla, pues el techo se
me caía encima cuando entraba en él y no me envolvían las risas de Daniel
ni los brazos de Stella.
Por si todo esto fuera poco, el que me hubiera comunicado su decisión de
seguir a James a Australia, llevándose con ella un año a Daniel, me había
sumido en la máxima de las tristezas.

El instante en el que me lo comunicó me resultó de lo más duro, pero tuve


que entender que yo no soy el ombligo del mundo, por mucho que en
ciertos momentos así me hubiera creído.

Sí, hubo una época de mi vida en la que a Stella todo le parecía bien y me
seguía a cualquier parte de ese mundo a la que mis negocios inmobiliarios
me llevaran, cerrando tratos por todos los rincones del planeta.

Si alguien me hubiera dicho por aquel entonces que llegaríamos a un punto


en el que me dejaría para seguir a otro hombre allí donde sus obligaciones
le reclamaran, probablemente mi ego no me habría permitido creerlo. Y
mucho menos partiendo de la base de que tal decisión llevaba consigo el
apartar a Daniel de mi lado.

Un par de meses después de su marcha, yo seguía sin levantar cabeza. Por


suerte, el volcarme en mis negocios me libraba un poco de la pena y de ese
sentimiento de culpabilidad que me embargaba por haberlos perdido a
ambos.

Sí, sé que puede resultar fuerte, pero en cierto modo también sentía que
había perdido a mi hijo. Obviamente, no me dolerían prendas en viajar hasta
donde fuera necesario para verlo, pero la mucha distancia física no me
permitía seguir teniendo con él una relación diaria como la que había
mantenido hasta meses atrás.

Llegar a mi despacho, situado en la última planta de aquel rascacielos


propiedad del holding inmobiliario que yo mismo había creado a partir de
un golpe de suerte que tuve tras unas inversiones de lo más certeras que
realicé al poco de terminar mis estudios de Finanzas, suponía un bálsamo
para mí.

El origen de aquel dinero, que me permitió invertir fue de lo más agrio, ya


que se trataba de la indemnización que mi hermano Oliver y yo recibimos
tras la repentina muerte de nuestros padres durante un viaje a África en un
desgraciado accidente.

Mientras que Oliver, en un primer momento, se echó a la mala vida y


decidió dilapidar su parte de la indemnización, yo decidí que deseaba que
mis padres, desde allá donde estuvieran, se sintieran orgullosos de mí. Y en
cuanto a mi ascenso en lo profesional lo logré y en tiempo récord.

Desde mi infancia, que trascurrió en el seno de una familia media en mi


adorada Nueva York, comencé a decir que algún día sería rico. Y sí, ya por
aquel entonces, cuando no levantaba un palmo del suelo, soñaba con que
aquella riqueza proviniera de la construcción.

Cinco años después de haber hecho mi primera inversión, los pingües


beneficios que obtuve me permitieron realizar una segunda mucho más
ambiciosa que la primera, en la que todo vino rodado, convirtiéndome en un
hombre rico.
Fue por entonces cuando vi realizado uno de mis principales sueños, el de
contar con mi propio jet privado. Recuerdo que no le dije nada a Stella y
que le di la sorpresa con una cena romántica a bordo en la que sería la
primera noche de unas vacaciones que nos llevaron por medio continente
americano.

Por aquella época yo aún sabía simultanear la vida profesional con la


personal. Sin embargo, dicen que el dinero llama al dinero, y pronto se me
grabó en la retina el símbolo del dólar; un símbolo que terminaría siendo mi
perdición.

Al poco de nacer Daniel, sucumbí a la tentación de convertirme en un


hombre extremadamente poderoso, algo que terminé logrando, pero
pagando por ello el más alto de todos los costes; el de perder a mi familia.

Aquella mañana, el sol brillaba en Nueva York. La primavera es una de las


épocas del año que más me ha atraído siempre, no sé si por aquello de que
“la sangre altera”. Quizás no fuera por eso, porque yo sospechaba que la
mía se había aguado en mis venas, tras perder a lo que más quería.

Miré el WhatsApp y allí que me encontré una preciosa imagen de mi hijo


haciendo sus pinitos sobre una tabla de surf. Mi Daniel, con su pelo rubio y
sus ojos claros, como los de su madre, parecía un surfero más de los que
poblaban las playas de aquel paradisíaco lugar.

Habíamos quedado en que vendría a visitarme en verano, durante las


vacaciones escolares, algo para lo que todavía faltaban unos meses, si bien
yo ya contaba los días.

—Pues bien, ya hemos llegado—me dijo Trevor parando delante de aquel


rascacielos que me pertenecía por completo, representando una de las
principales joyas de mi imperio.

—Menos mal, porque no respondo si sigo escuchándote cantar esas letras.

—Tienes que animarte, Jason. Andando yo me iba a agobiar en tu posición,


sabes que puedes comerte el mundo y lo sabes.

—¿Sí? ¿Y entonces por qué tengo la sensación de que es el jodido mundo


quien se me ha zampado de un bocado?

—Ni idea, supongo que son cosas de ricos, yo bastante tengo con pensar en
cómo llegar a fin de mes—me soltó con su habitual desparpajo.

—¿Tienes problemas económicos? ¿Cuánto cobras, Trevor? No lo


imaginaba. Ahora mismo hablaré con Rebeca y que te suba tu asignación en
un… ¿cuánto necesitas?

—Para el carro, Jason, que era una manera de hablar. A veces no entiendo
cómo un tipo tan generoso como tú ha podido hacerse tan inmensamente
rico, yo creí que eso solo ocurría a base de racanearle a la gente.

—Sabes que esa no es mi filosofía. Yo apuesto porque unos empleados bien


pagados y contentos siempre van a ser más productivos para la empresa. Y
no me ha ido nada mal con ese pensamiento.
—Ya te digo que no, amigo. Oye, como sé que ahora tienes la cabeza a
pájaros, te recuerdo que hoy es viernes y que esta noche pasaré a por ti para
llevarte a la fiesta de los Campbell.

—Joder, la fiesta anual de los Campbell, se me había olvidado por


completo.

—Al final sí que me voy a ganar ese aumento, porque no soy solo tu chófer,
sino tu agenda con patas.

—Ya te digo que sí, amigo. El caso es que no sé si voy a ir.

—Vale y ahora viene la hora de la tontuna, ¿quieres que actúe también de


niñera? Porque eso sí que te costará un suculento aumento. O también
podría hacerlo de psicólogo, aunque todavía no tenga el título.

Pese a que Trevor estaba más que satisfecho trabajando de chófer para mí,
aquella cabeza loca era en realidad un amante de la Psicología y estaba
cursando sus estudios para darse el gustazo de tener el título.

—Si me va a dar igual lo que me digas, porque lo cierto es que me apetece


más llegar a mi ático y…

—Y ponerte la ropa de andar por casa, servirte una buena copa de uno de
los mejores vinos del mundo y escuchar ópera. Si no fuera por lo del vino,
el plan es directamente para darse un tiro.
—Joder, sabes que me gusta la ópera, pero porque soy un amante de todos
los géneros musicales, lo has dicho como si fuera un carca.

—Es que, por muy pijo y rico que seas, ignoro cómo puede gustarte eso, ¿te
acuerdas de aquella vez que te empeñaste en invitarme a una función de
esas y te hice caso?

—Todavía no sé cómo pude sostenerte de pie con la cogorza que pillaste, la


madre que te trajo al mundo, Trevor, no parabas de ir y venir “al baño”,
según decías cuando la realidad es que te bebiste hasta el agua de los
floreros durante la actuación.

—Ya, a ti lo que te gustó fue la última vez que llegué al palco y competí con
aquel italiano al que se le salieron las bolas de los ojos.

—Se le salieron a aquel tenor y a todos, a mí incluido, qué personaje estás


tú hecho.
Capítulo 2

—Buenas, Rebeca, ¿cómo está la secretaria más guapa de este país y de


parte del extranjero?

También Rebeca era de una mis personas de confianza. Si algo de suerte


tuve cuando se marcharon Stella y Daniel, fue el quedar rodeado de
personas que formaban parte de mi entorno desde siempre, que me fueron
leales y que desde el principio creyeron en mí.

—Bien, Jason, ¿y el jefe más atractivo del planeta?

—No tengo ni jodida idea, ¿por qué no levantas el teléfono y se lo


preguntas? —Le guiñé el ojo.

—Más tonto y no naces, ¿te veo esta noche en la fiesta de los Campbell?

—Justo de eso venía hablando con Trevor, que no me apetece demasiado,


puede que este año me zafe.
—Estarás hablando en broma, sabes que es una cita anual que no puedes
perderte. Siempre has dicho que se han cerrado más negocios esa noche que
en el resto del año. Estar a bien con los Campbell fue, en cierto modo, uno
de los pilares que te permitió construir este imperio.

—Ya, lo único es que quizás todo eso forme parte del pasado y ya no me
interese tanto. Tengo mucho que agradecerle a Cameron y Kate, además de
que son unos anfitriones sensacionales, pero me parece que este año les
pondré alguna excusa.

—Vaya, me dejas “plof” total, y yo que estaba deseando presentarte a mi


pareja, esto es una tragedia—Se echó la mano a la frente, de lo más cómica.

—¿Has logrado engañar a algún pobre iluso que cree que podrá soportarte?
Me dejas de piedra, pensé que ya no quedaban hombres así—bromeé
porque Rebeca era una mujer de armas tomar, pero con un corazón tan
grande que no le cabía en el pecho. Y eso que pecho tenía para dar y
regalar…

—Correcto, no quedaban hombres así, lo cual no ha sido óbice; me he


cambiado de acera y punto redondo.

—Ya y yo que me chupo el dedo, ese ha sido un buen intento, pero no


cuela.

—Nada de intento—negó con la cabeza—, ven y lo comprobarás.


—Tú lo que quieres es que pique el anzuelo y luego me presentarás al
maromo de turno, si te conoceré yo.

—Que te digo que no, se llama Carine y es brasileña. Y cuidadito, porque


se mira, pero no se toca.

—Déjate de bromas, ¿te van las tías? —Me recliné sobre su mesa y bajé un
poco el tono de voz, si bien se trataba de un gesto cortés innecesario porque
en esa inmensa última planta, donde estaba situado mi despacho, solo nos
encontrábamos ella y yo.

—A mí me va todo desde siempre, ¿Qué te creías?

—Me dejas helado, te lo prometo, nunca lo hubiera supuesto.

—¿Y por qué habías de suponerlo? ¿Es que crees que ser el mandamás te da
derecho a saber todo sobre nuestras vidas privadas? Sobre las de tus
lacayos, me refiero—me aclaró con vocecita socarrona.

—Sabes que os considero mis amigos, no vayas por ahí, pero nunca lo
había sospechado, para nada.

—Pues eso es lo que hay, guapito de cara. Y muy listo para unas cosas y
muy tonto para otras eres…

—De eso ya me he dado cuenta, también te lo digo, ¿tú por qué lo dices?
—Porque más de una vez me he comido con la mirada a Stella, que vaya
monumento está hecha y no te has coscado ni en broma.

—¿Tú mirabas a mi mujer? No jodas, pues sí que iba a lo mío, no me


enteraba de nada.

—Sí, sí, yo le he dado siempre a todos los palos y claro, los ojos van solos,
pero te corrijo porque es tu ex, no tu mujer, ¿cuándo vas a empezar a pasar
página?

Detalles como aquel que ella estaba poniendo de manifiesto me devolvían a


la realidad. Stella ya no estaba en mi vida y yo seguía dirigiéndome a ella
como “mi mujer”, como si el prefijo “ex” no estuviera hecho para nosotros.

—Tienes razón, lo intentaré.

—E intenta también pasarte esta noche, te gustará Carine. Eso sí, ni se te


ocurra tratar de devolvérmela y tirarle tú los trastos, que muerdo.

—Para eso estoy yo, va a ser que no. Hasta que no se me aclaren un poco
los nubarrones que tengo en la azotea—me señalé a la cabeza—, lo tengo
mal.

—Pues tú mismo, que ya va siendo hora.

No le faltaba razón a Rebeca, pero es que yo había perdido el gusto por la


vida. Hasta cierto punto, me estaba volviendo un hombre solitario, algo que
jamás hubiese creído de no haberlo experimentado.
Mi vida había cambiado mucho y, aunque seguía refugiado en el trabajo,
todavía más sí cabía para tratar de paliar mis pérdidas familiares, una vez
que llegaba a casa hacer deporte en mi gimnasio particular era de las pocas
cosas que podía calmarme.

Mi amigo John me acompañaba a veces mientras yo hacía del culto al


cuerpo un ritual en el que pasaran las horas sin pena ni gloria. Pese a que
ambos nos macháramos el cuerpo, a mí lo que verdaderamente me
machacaba el alma era ver que, en lo personal, hasta aquella oveja
descarriada había encauzado su vida con una monada llamada Nancy y de
nacionalidad austríaca con la que estaba como Mateo con la guitarra.

Tenía por delante una maratoniana jornada de trabajo, de esas de las que
solía salir medio infartado, pero también aquellos dos alcornoques, tanto
Trevor como Rebeca, me habían puesto la cabeza como un bombo con la
dichosa fiestecita de los Campbell.

¿Qué hacer? Esa era la cuestión, pues la que antaño era la oportunidad ideal
para ampliar un círculo social que en mi caso ya consideraba lo
suficientemente amplio, se había convertido en una jodienda de esas que no
tienen enmienda, pues me apetecía cero ir.

Respiré profundo pensando en que realmente no había nada que me


apeteciera en ese momento y encendí mi ordenador con la esperanza de que
mi cabeza no pensara más que en números y ganancias.
Capítulo 3

—Espero que estrenes esmoquin esta noche, yo lo haré y Nancy irá… Buff,
tío, irá realmente increíble, me convertiré en la envidia de toda la fiesta. Di
tú que alguno no me haga vudú y pague caro el ir tan bien acompañado—
me dijo John cuando descolgué su llamada aquella tarde.

—No pienso estrenar nada porque mi idea es quedarme haciendo deporte,


no como tú, que a este paso te vas a volver un enclenque.

—Claro que sí, hombre, como que no me machaco habitualmente contigo.


Eso sí, si no le doy al saco de boxeo un día, ya me he vuelto una vieja que
solo quiere hacer calceta. Mira, no te digo tres cosas bien dichas porque sé
que estás como un mojón despeinado.

—Gracias por tu sinceridad. Y ahora, ¿qué parte de que no me apetece ir a


esa fiesta es la que no entiendes? Para mí que está bien claro.

—La parte que no entiendo es la de que te estés enterrando en vida, Jason.


Esa es la que no entiendo. Vale, lo de Stella con James ha sido una putada
en toda regla, algo que no esperabas, pero tienes que hacer tu vida porque,
por mucho que te duela, es lo que está haciendo ella.

El tema de mi ex no era precisamente uno que yo estuviera dispuesto a


discutir con nadie, pero eso excluía a John, por ser una de las personas más
allegadas a mí.

Desde el principio de los tiempos, pues a John también lo conocí en la


universidad, igual que a Stella, nos habíamos hablado sin tapujos. Nuestros
comienzos fueron curiosos, pues ambos nos fijamos a la vez en ella. Al
final fui yo quien me llevé el gato al agua, pero John me demostró su
extrema nobleza, al seguir siendo amigo nuestro como si tal cosa.

Después de eso, ambos estuvimos en todos los acontecimientos de la vida


del otro. Tanto es así que John fue el flamante padrino de Daniel, por
expresa petición tanto de su madre como mía propia, por lo que siempre
estuvo también presente en la vida de nuestro renacuajo, que se dirigía a él
como “tío John”.

—John, es muy fácil hablar cuando las cosas te van bien en el amor, pero
cuando no es así, todo cambia.

—No opino igual, sabes que también he sufrido desengaños amorosos en mi


vida y no por ello he actuado así, ¿o tengo que recordarte que la vida se
abre camino?

—Eso ha sido un golpe bajo y lo sabes.


—No pretendía que así fuera y lo sabes también.

Le dije que era “un golpe bajo” porque esa frase, perteneciente a la peli
“Jurassic Park”, era una de las preferidas de mi niño, a quien le apasionaba
todo lo relacionado con los dinosaurios.

—Lo sé, perdona. No tienes por qué cortarte, es solo que estoy hecho un
perfecto gilipollas, ya lo sé.

—¿Un perfecto gilipollas? No seas narcisista, yo iba a decir un gilipollas a


secas y ya vas en coche, ¿a qué hora paso a buscarte?

—¿A buscarme? Si te parece me siento en el tubo de escape, no sé en qué


parte de tu descapotable biplaza cabría, teniendo en cuenta que vas con
Nancy.

—Es un decir, ahora mismo hablo con Trevor y le digo que te recoja a las
ocho.

—Eres un auténtico pelmazo y solo por no escucharte doy dinero.

—Eso es porque eres rico y te limpias el culo en billetes.

—Tampoco a ti te ha ido mal en la vida, vives a cuerpo de rey.

—Así es, pero el caso es criticarte. No te descubro nada si te digo que es mi


pasatiempo favorito.
—Eres un capullo.

—Lo sé, ¿tienes algo nuevo que decirme?

Le colgué el teléfono con la falsa esperanza de que al prepararme para ir a


la fiesta me entraran más ganas de alternar con la gente, pero fue en vano.

Abrir mi inmenso vestidor para escoger esmoquin y acordarme de lo feliz


que era en los tiempos en los que Stella se paseaba delante de mí para
presumir de vestido nuevo antes de asistir a cualquier fiesta, todo fue uno.

Me sentí solo y, por primera vez en la vida, vulnerable. Ni siquiera en la


época en la que fallecieron mis padres me había sentido así y es que por
aquel entonces yo tenía unas enormes ganas de darle un bocado al mundo y
comérmelo, mientras que ahora era el mundo el que estaba a punto de
engullirme.

Tuve que hacer un esfuerzo para que las lágrimas no me asaltaran. En


momentos como aquel experimentaba la extraña sensación de que por
muchos meses que pasaran yo no avanzaba, sino que me encontraba
siempre en el mismo jodido lugar, desvalido y con un inmenso frío que
procedía de lo más interno de mí.

—Anda que no está guapo el tío. Si yo tuviera tu planta y, lo que es más


grande, tu pasta, andando se me iba a escapar una—me comentó Trevor en
cuanto subí en el coche.
—Créeme si te digo que de lo último que tengo ganas en estos momentos es
de mujeres, amigo.

—Esa es una majadería como la copa de un pino de grande, ¿tú no sabes


que en lo referente a las mujeres es como el comer y el rascar, o sea, que
todo es empezar?

—Estáis todos locos, te prometo que a veces pienso que tengo a una panda
de impresentables cerca de mí.

—Ya, pero ¿qué serías tú sin esa panda de impresentables?

—En eso te doy toda la razón, amigo, pero lo negaré delante de cualquier
tribunal de justicia.

Nueva York me ofrecía su mejor cara en una glamurosa noche en la que, sin
embargo, yo me sentía incapaz ni de esbozar una leve sonrisa. Dicen que lo
de sonreír no es bueno para el cutis y yo me estaba garantizando tener uno
como el pellejo de un tambor de estirado, porque hacía un tiempo que no
sonreía ni por equivocación.

Llegué a la fiesta de los Campbell y, antes de llamar al inmenso timbre de la


puerta de su mansión, resoplé.
Capítulo 4

—Ey, Jason, menos mal que has venido, esta fiesta no sería lo mismo sin ti
—me soltó Kate cuando nos encontramos en el inmenso jardín trasero,
engalanado como estaba para la ocasión.

La mansión de los Campbell estaba dividida por áreas, por así decirlo, y
aquel jardín había sido el mudo testigo de muchos de los entresijos más
sabrosos de Nueva York, pues de aquellas fiestas no solo habían salido
suculentos negocios, sino también numerosos líos de faldas que en más de
una ocasión vinieron precedidos de divorcios multimillonarios.

—Paparruchas, Kate, esta fiesta solo tiene una protagonista que, por cierto,
no puede estar más guapa esta noche—Le di un beso en la mejilla.

—¿Estás tratando de seducir a mi mujer? Porque de ser así tendré que


ordenar que preparen las espadas y batirme en duelo contigo al alba—
intervino Cameron, que estaba al quite de todo.
—¿Batirme en duelo con un tío al que se le da tan bien la esgrima como a
ti? Puede que se me haya ido un poco la pinza, pero no tanto. Digamos que
no tengo complejo de brocheta para desear acabar ensartado, al menos de
momento.

—Ven aquí, tío, ¿cómo estás?

Cameron Campbell había sido rico desde la cuna, pero no por eso jamás se
comportó como un engreído ni nada parecido. Más bien diría todo lo
contrario, dado que era el tipo más campechano del mundo.

—De una pieza, que no es poco, aunque he de reconocer que he tenido años
mejores.

—A ti lo que te hace falta es un buen copazo de ron de la Guayana de ese


que tanto te gusta.

—Siempre he dicho que no hay otro sitio como vuestra casa para comer y
beber bien, amigo, si bien ¿no es un poco pronto para eso? Ni siquiera
hemos cenado todavía.

—Está bien, ya veo que son ciertos los rumores de que te has vuelto un
tiquismiquis de mucho cuidado, esperaremos a después de cenar.

—¿Ya te está tratando de tentar el embaucador este? —Se acercó Kate.

—¿Qué has querido decir, querida? —La besó. Los Campbell también
llevaban, así como dos décadas juntos, pero parecía que acabasen de
conocerse, de lo muy enamorados que estaban.

—Pues justo lo que has escuchado, que eres un embaucador de marca


mayor.

—Y a mucha honra, así logré conquistarte a ti.

—¿La conquistaste con ron? —Reí.

—No, se está refiriendo a ese piquito de oro que Dios le ha dado, que fue el
que me hizo caer rendida a sus pies, según él.

—¿Y fue o no fue así?

—¿A quién quieres engañar, amigo? Todos sabemos que fuiste tú quien
cayó rendido a los pies de esta belleza y es que no era para menos—le dije
mientras besaba caballerosamente su mano y ella me ofrecía la mejor de sus
sonrisas.

—Habladurías, Jason, habladurías. Por cierto, ¿has echado una visual? Te


garantizo que hay un verdadero repertorio de preciosidades, algunas de las
cuales llevan el cartel de “Libre” en la frente.

Sin más, se llevó un gracioso capón por parte de Kate, quien interpretó sus
palabras como una grosería.
—Lo que este mamarracho ha querido decirte es que muchas de las chicas
invitadas estarían encantadas si te decidieras a tomar una copa con ellas—
Me guiñó uno de sus oscuros ojos.

En contraposición con la oscuridad de los de Kate, me llamó la atención el


violeta de los ojos de una morena cuya mirada se cruzó con la mía en ese
momento. Se trataba de una chica altísima, que debía rondar el metro
ochenta y que, con sus altos tacones, coronaba el jardín.

No se me pasó por alto que eran muchos los hombres que la estaban
mirando y otros tantos los que cuchicheaban a su paso y es que su vestido
plateado, en contraste con su piel morena y con generosa abertura tanto en
el escote como en la falda, dejando una de sus interminables piernas al aire,
hizo babear a más de uno y más de dos.

No obstante, ella parecía pasar del personal y, copa en mano, daba un


tranquilo paseo por el jardín.

—Está jodidamente buena, sí—escuché decir detrás de mí.

—¿Rebeca? Todavía me cuesta acostumbrarme a que hables así de otras


chicas.

—No me seas cuadriculado, jefe—me llamaba así cariñosamente de vez en


cuando—, que me da mucho coraje.

—Entonces, ¿iba en serio?


—¿Lo de mi cambio de acera? En realidad, siempre estuve en medio de las
dos, pero tampoco era plan de ir anunciándolo con un megáfono por la
calle. ¿Ves a aquella preciosidad, mulata? Esa es Carine.

—También es brutal, no tienes mal gusto, no.

—Ni tú tampoco, ¿sabes quién es esa chica a la que estabas mirando?

—Pues una chica con ojos violetas, un color rarísimo y espectacular.

—Un color que la ha llevado a coronar las pasarelas más fashion del mundo
en nada de tiempo. Se llama Pauline y es toda una revolución en el universo
de la moda.

—¿Es modelo? Eso lo explica todo.

—¿Modelo? No, es una top model, una de esas diosas de la pasarela que
nos dice a todas las demás mujeres “échate para allá”.

—A ti, no, ¿eh? Que no me entere yo que nadie te hace de menos.

—No, claro, a mí no, a mí no me hace sombra nadie, ¿por qué no la invitas


a una copa de vino de esos gran reserva que pululan por aquí?

—¿Invitarla? No, gracias, no me apetece.


—Estás de un soso redomado. No te estoy diciendo que te la lleves de
vacaciones a Las Maldivas, solo que te acerques, le des un poco de palique
y hagas todas esas cosas que hacéis los hombres cuando queréis seducirnos,
o sea, que abras tus plumas como las de un pavo real.

—Pluma todavía no tengo, perdona y mira que me han pasado cosas raras
en la vida últimamente, pero por ahí todavía no me ha dado—le aseguré.

—Eso es porque tienes prejuicios. Mírame a mí, que ahora tengo muchas
más posibilidades, todo se reduce a una cuestión matemática.

—Y a otra química y eso sería lo que me faltase a mí, química a la hora de


acercarme a nadie, no me apetece.

—Jason, hazme el favor, que al final se te va a escacharrar…

—Mira que eres descarada—la interrumpí antes de que dijera una


barbaridad de las suyas.

De Rebeca podía afirmar que era la perfecta secretaria, una que sabía
mantener la compostura como nadie siempre que la ocasión lo requería, si
bien luego, en la vida privada, tenía una lengua de lo más suelta que a veces
me dejaba patidifuso.

—¿Por decir que se te va a escacharrar la herramienta a base de no


utilizarla? ¿Por eso se supone que ya soy una descarada?

—Más o menos por eso, sí.


—Pero si no lo he dicho en alto ni nada, la cosa ha quedado para ti y para
mí.

—No, si te parece lo escribes en una pancarta y te paseas con ella por todo
Nueva York.

—Tú dirás lo que quieras, pero te ha vuelto a mirar…

—¿Quién?

—Mi prima, no te digo, ¿quién va a ser? Y te advierto que tiene fama de ser
muy selecta con los hombres, no se le conoce pareja.

—Entre otras cosas porque debe tener, ¿cuántos? ¿Dieciocho años?

—Mira que te gusta llevar las cosas al extremo. Tiene veintitrés, lo sé


porque la sigo en las redes.

—¿Veintitrés? Parece todavía más joven.

—Pues va a ser que no y te sigue mirando, o vas o te empujo y vas.

—Ni se te ocurra, Rebeca—le dije entre dientes—. Ni se te ocurra o…

—¿Me vas a dejar sin trabajo? No sé si te he dicho que los padres de Carine
son ricos, lo mismo me harías un favor, obligándome a que me mantuviera
ella una temporadita.

—No lo dices en serio, no hay nadie más independiente que tú…

—Pero a nadie le amarga un dulce. Y hablando de dulces, ve a por tu


caramelito violeta…

—No insistas más, no me apetece.

—Si no vas le diré que estás loco por saludarla, pero que te da apuro y
quedarás como un memo, tú eliges.

—Ni se te ocurra meterte en esto, te lo pido por favor…

—Tarde.

La vi avanzar hacia la tal Pauline y temí que su amenaza se hiciera realidad,


por lo que me adelanté. Nunca sabré si lo hubiera hecho o no, pero prefería
hacer lo que en ese momento no me apetecía antes de quedar como un
imbécil redomado.

—¿Te apetece una copa? —le pregunté mientras la pilla de Rebeca me


guiñaba el ojo y se acercaba a su chica.

—Creí que no me la ibas a ofrecer nunca—carraspeó.

—¿Perdona?
—Lo que has escuchado, que creí que no me la ibas a ofrecer nunca, los he
visto más rápidos.

Era obvio que, dada su juventud y su éxito, a juzgar por lo que me había
contado Rebeca, aquella chica se creía por encima del bien y del mal, una
actitud que me hizo gracia.

—Está bien, ¿podrás perdonarme?

—Me lo estoy pensando, no lo tengo nada de claro—me contestó con una


sonrisa.

Si dijera que esa sonrisa no iluminó todo el jardín, mentiría. En ese instante,
me di cuenta de que éramos el blanco de las miradas de la fiesta e incluso
sus anfitriones nos dedicaron una sonrisilla de aceptación.

La belleza del violeta de sus ojos, que parecía trascender a cualquier otra
que yo hubiera conocido en este mundo, era todavía mayor en las distancias
cortas. Cualquier hombre podría perder el juicio por una sola de las miradas
de una mujer así, que movía las pestañas como si de abanicos se tratase.

Uno de los camareros, que también observaba la escena, se acercó con su


bandeja, ofreciéndonos unas copas de uno de los mejores vinos del mundo,
pues así era todo lo que se servía en una fiesta de aquella talla.

—Quizás deberías beber más y pensar menos—le propuse, mientras


colocaba una de las copas en su mano.
—¿Y eso me lo dices tú? Perdona, pero detecto en tu mirada que estás un
tanto atormentado.

La copa casi resbala de mis manos, pues si algo tenía aquella chica era que
iba directa al grano.

—¿Atormentado has dicho? No creo que me conozcas como para eso.

—Entiendo, pero me gustaría conocerte, para eso y para más cosas.

Se dejó caer en plancha. Cualquiera de los hombres de aquella fiesta


hubiera dado lo que no tenía por escuchar algo así de los gruesos y
aterciopelados labios de aquella diva endiosada, pero yo me quedé un tanto
pillado, pues no era ligar lo que tenía pensado para esa noche.

—¿Cómo has dicho?

—¿Tienes problemas de audición? Pobre, algún fallo debías tener, era de


suponer.

—Oigo perfectamente, lo cual no quiere decir que ciertas cosas no tengan el


poder de dejarme de piedra.

—Vale, mejor eso a que tengas problemas de audición—Me sonrió con esa
dentadura tan blanca y perfecta, que contrastaba vivamente con el brillante
rosa de sus labios.
—Entendido, me llamo Jason a todo esto.

—Yo soy Pauline, aunque eso ya lo sabes.

De nuevo le salió ese aire engreído y yo pensé que era hora de bajarle un
poco los humos.

—¿Y por qué debería saberlo? ¿Es que crees que todos debemos conocerte?

—Pues no estaría mal, pero no es por eso.

—¿Y entonces? Ahora no me dejes con la intriga.

—Te lo ha dicho tu amiga. Sé que solo es tu amiga porque ha llegado


acompañada de esa otra chica—Las señaló, demostrándome que no se le iba
ni una.

—Es mi amiga y también mi secretaria, ¿y tú? ¿Tienes poderes o algo?


Porque me gustaría saber cómo es posible que nos hayas escuchado hablar a
tanta distancia y con la música de fondo—Me quedé alucinado.

—Tengo un hermano sordomudo, Michael, por lo que sé leer los labios.

—Perdona, no lo sabía—me disculpé.


—No tenías por qué saberlo, no estás metido en el mundo de la farándula ni
te gustan los cotilleos. Es más, ni siquiera frecuentas los eventos sociales
desde que ella se fue.

—¿Cómo has dicho?

—Me refiero a tu exmujer, a Stella, la madre de tu hijo Daniel.

—¿Tú y yo nos conocemos de antes? —Soy un poco despistado y quizás


eso pudiera explicarlo, pero no era probable que me hubiera cruzado con
alguien como ella y no lo recordara.

—No, si te refieres a si nos hemos visto antes, no. Te conozco por la prensa,
Jason.

—¿Por la prensa? Siempre he preservado mucho mi vida privada, los


paparazzi lo saben y nunca me han convertido en el blanco de sus flashes,
como tampoco lo han hecho con mi familia.

—No, pero sí has sido portada de más de una revista financiera, eso no me
lo puedes negar.

—¿Tú sigues ese tipo de publicaciones? Venga ya, no me parece que…

—Un momento, un momento, ¿me estás diciendo que el ser guapa me


convierte automáticamente en un florero? Porque de ser así…
Entendí que acababa de cagarla y que me tocaba enmendar la plana, pues no
estuve demasiado acertado en mis palabras.

—No, perdona, ni mucho menos. Solo es que pensé que alguien que viviera
el mundo de la pasarela con tanta intensidad como debes hacerlo tú no
estaría interesado en…

—Ya, intenta arreglarlo ahora como puedas, pero me ha quedado bastante


claro.

No sé lo que me pasó, quizás el llevar tanto tiempo fuera del mercado me


nubló la vista, pero me vi en un marrón del que no me sería nada fácil salir.

—Lo siento, Pauline, solo puedo decirte eso. No dudo de tu inteligencia


pues no tengo ningún motivo para hacerlo, supongo que simplemente he
sido un necio al hacer ese comentario. Se puede ser modelo y estar
interesada en mil cosas más, no tengo ninguna duda.

—Vale, ya por ahí vas mejor, Jason, porque lo que no voy a consentirte es
que pienses que soy una cabeza hueca solo porque soy modelo.

—Y a mí me parece perfecto, ¿puedo desagraviarte de algún modo?

—Ya veremos, supongo que se me ocurrirá la forma—La sonrisa que me


regaló en ese instante me tranquilizó, pues con ella me dio a entender que se
le estaba pasando el monumental mosqueo.
Me sentí en deuda con ella y eso que acababa de conocerla. Digamos que
fue una sensación que no me gustó demasiado, por lo que traté de agradarla
al máximo desde ese instante.

—Ok, estaré encantado de hacer lo que sea por ti.

—¿Lo que sea?

—Eso he dicho y si algo soy es un hombre de palabra.

—Pues entonces deberías sonreír, estabas más guapo antes.

—Antes, ¿cuándo?

—Cuando sonreías, antes de que ella se fuera.

Estuve a punto de decirle que no volviera a referirse a mi vida anterior en


esos términos, hablándome de Stella con tanta familiaridad, como si todos
hubiéramos comido juntos en el mismo plato, pero finalmente decidí que
bastante había metido la pata ya y no quise ser grosero.

—Ya, últimamente no sonrío demasiado, eso es cierto—carraspeé.

—Pues ya es hora de que lo soluciones. Venga, que para mañana es tarde.

La sonrisa que me dedicó no pasó desapercibida en aquel jardín y por mi


parte he de decir que me ganó con su frescura. Si algo emanaba aquella
chica, era la frescura propia de alguien de su edad.

Es curioso pensar que alguien como ella, mundialmente conocida de un


tiempo a esa parte, según yo acababa de saber de boca de Rebeca, no era
más que una chiquilla que se comportaba como tal, con la espontaneidad
que le otorgaban sus poco más de veinte añitos.

Sin comerlo y sin beberlo, me vi sonriéndole.

—Así, mucho mejor—me dijo mientras me descubrí a mí mismo haciendo


algo que no entraba en mis planes.

—Vale, ¿en paz entonces?

—¿Lo dices en serio? Sigues en deuda conmigo.

—No lo creo, ¿no? —Arqueé una ceja viendo que su mimoso tono indicaba
que era una chica un tanto caprichosa.

—Pues yo sí que lo creo y tanto que lo creo—Me di cuenta de que lo decía


muy en serio, de que no hablaba por hablar.

—Vale, vale—no quise desairarla de nuevo.

—Sigues en deuda conmigo, si me das un beso, es posible que volvamos a


estar en paz.
—¿Un beso? —Me dejó totalmente sin reacción.

—Correcto, un beso. Y no un beso en la mejilla, te estoy hablando de un


beso en toda regla.

—Pero si no nos conocemos de nada, no entiendo tu petición.

—Te he dicho que yo sí que te conozco, llevo años siguiéndote.

—¿Años? Pero si eres una niña, ¿no te estás quedando conmigo?

—Pues va a ser que no, pero sí me terminaré quedando.

—Perdona, ¿podrías explicarme eso? —Conforme hablaba yo miraba a mi


alrededor para tratar de averiguar si todo aquello era en realidad una broma.

—Es muy sencillo; que desde que te he visto entrar en esta fiesta he sabido
que te quedarías conmigo. O, mejor dicho, que yo me quedaría contigo. Es
más, te confesaría algo, pero no sé si debo…

—Yo tampoco sé si quiero escucharlo, Pauline, esa es la verdad, no voy a


mentirte.

Mi corazón había sufrido mucho y todavía estaba en carne viva, con un


sello estampado de “No apto” que lo cruzaba de lado a lado. Una falta de
aptitud que me imposibilitaba en ese momento pensar en ninguna mujer
como tal.
—Me da igual que quieras o no escucharlo, porque yo he venido a esta
fiesta solo por ti, ¿sabes que hace solo dos noches estaba en Mónaco?

—¿Has venido por mí? Tienes que estar de broma.

—Lo que de verdad me parecería una broma sería que no me creyeras, eso
sí que me parecería una broma…
Capítulo 5

Por mucho que lo analice, todavía hoy no acierto a saber cómo acabamos
aquella noche en mi ático, retozando como dos animales, bebiendo el uno
del otro, desnudos y con un ansia salvaje recorriendo nuestros cuerpos de
arriba abajo.

Ni siquiera Trevor daba crédito a lo que estaba ocurriendo cuando lo llamé


para que viniera a recogernos y no sé las veces que miró hacia atrás para
percatarse de que lo que estaba sucediendo era realidad, pues no había nada
en la actitud de Pauline que dejara ni el más mínimo margen para la duda;
su intención era que la devorara en una noche en la que ignoro cómo lo
consiguió, pero logró encenderme como ni siquiera yo sabía que pudiera
hacerlo en unas circunstancias como las que estaba viviendo.

De camino a mi casa, repasé mentalmente una velada apoteósica en la que


me encontré a mí mismo, copa tras copa, de lo más suelto, riéndome con
cada una de sus ocurrencias, que parecían interminables.
Si algo me sorprendió de Pauline fue que detrás de su sofisticada fachada,
se encontrara una chica alegre y divertida como ella sola, que me relató con
total ingenio las mil y una vivencias que había tenido desde que se convirtió
en top model, poco tiempo atrás.

Podría decirse que esa noche, en la que el tiempo estaba de lo más calmado
en el lujoso jardín de los Campbell, a mí me llegó un soplo de aire fresco en
forma de aquel bombón al que solo le faltaba venir con un lacito.

Justo eso último fue lo que le dije en un momento dado, ya después de la


cena, durante la cual se sentó conmigo y me mostró nuevas pruebas de una
elocuencia que me resultaba de lo más seductora.

—¿Un lacito? ¿Te parecen poco estos dos? —Por debajo del impresionante
mantel de la mesa me enseñó los dos delicados lacitos que pendían de su
liguero, uno en cada uno de sus duros y torneados muslos, que hacían juego
con el resto de su potente físico.

—De veras que tienes salidas para todo—le confesé mientras tragué saliva
ruidosamente, pues lo último que esperaba ver bajo aquella mesa era lo que
ella tuvo a bien enseñarme.

Entre que la noche invitó a beber algo más de la cuenta y que me sentí
prácticamente hipnotizado por Pauline, algo que nunca me había sucedido
con nadie, desde ese momento me invadieron las ganas de poseerla.

No sé cómo podría explicarlo, la verdad, pues ni yo mismo soy consciente


de cómo ocurrió todo. Solo sé que después de la cena comenzamos a bailar
como poseídos mientras la sensualidad se hacía hueco entre nosotros.

Sensual, así la definiría, cien por cien sensual. Mientras la tomé por la
cintura, no pude evitar imaginar cómo sería cada centímetro de piel que
escondía aquel vestido tan entallado que incitaba a pecar hasta que el delirio
se encargara de hacer el resto.

Su forma de mirarme mientras bailábamos, con el violeta de sus ojos como


protagonista y aquella sonrisa con la que parecía querer comerme fue
superior a mis fuerzas y por un momento sospeché que la locura se
instaurara entre ambos y termináramos retozando en algunos de los muchos
dormitorios de la mansión de los Campbell, lejos de las miradas de los
curiosos.

Mientras, esas miradas de todos nos indicaban también que a nadie se le


había ido por alto la magnitud de nuestra conexión y noté que muchos
hombres me miraban con envidia, e incluso diría que alguno también con
desprecio, por no poder poseer lo que yo en aquel momento comenzaba ya a
poseer.

No me hizo ninguna falta decirle nada, supe desde el minuto uno en el que
me miró como lo hizo que se vendría conmigo esa noche, que sería mía, que
disfrutaríamos sin ningún compromiso del cuerpo del otro y que el
amanecer nos descubriría con el erotismo envolviéndolo todo.

Fue llegar al edificio donde yo vivía y ya en el ascensor privado que nos


conduciría directamente a mi ático quitarse la ropa, quedándose con un
delicadísimo conjunto interior con el aludido liguero como guinda de un
pastel que constituía ella misma… Un dulce pastel que no me resistía a
probar allí mismo, pues comencé a beber de sus labios mientras nuestros
cuerpos, ávidos el uno del otro, ardían al simple contacto.

A punto estuvimos de caer al suelo en el momento en el que el ascensor se


paró, abriendo sus puertas, dejándonos en el salón de mi casa. A duras
penas pude sujetarla y sus labios volvieron a unirse con los míos, mientras
ella luchaba desesperadamente por liberarme de mi chaqueta, tirando de sus
mangas.

Una vez estuve ante Pauline en camisa, no dudó en tirar de esta hasta hacer
saltar algunos de sus botones, dejando mi pecho al aire. Disfrutando de su
atrevimiento, di un tirón de su sujetador hasta que igualmente cedió,
quedándome con él en la mano y disfrutando de la visión de unos jóvenes
senos cuya tersura me puso duro, muy duro… Tan duro que tenía que
remontarme a tiempos muy lejanos para recordar una dureza igual.

Su pilla mirada, mientras se mordisqueaba el labio inferior, me incitó a


agacharme y, con los dientes, despojarla de su tanga, dejándola únicamente
con el liguero puesto, del que pendían sus transparentes medias.

—Deseable, absolutamente deseable—murmuré al contacto con su cuerpo


desnudo.

—Todo tuyo—me ofreció mientras el contoneo de su cuerpo se me antojaba


como la más erótica de las danzas.
Mientras con una mano comenzaba a amasar sus senos, desabrochaba mi
cinturón con el propósito de experimentar cuanto antes una libertad que me
permitiera disfrutar de ella como era debido, sin que ningún centímetro de
tela nos separara.

Conseguirlo supuso también despojarme de mi bóxer, algo que no dudó en


hacer ella, tirando de este hacia el suelo y emitiendo un silbidito lujurioso
que me dio a entender que lo que estaba viendo era del todo de su gusto.

Pecaría de falsa modestia si dijera que ese gesto por su parte no me elevó a
lo más alto, hasta el punto de que el más infinito de los calores se apoderó
de mí. Lentamente, fui tomando aire, después de expulsar el procedente del
interior de mis pulmones, como queriendo impregnarme de la frescura que
emanaba de cada uno de los poros de su piel.

La belleza de Pauline, la mirase por donde la mirase, era sencillamente


sublime, por lo que había logrado encender en mí todo aquello que llevaba
meses apagado. Demasiado tiempo diría yo, un tiempo durante el que no fui
ni la sombra de lo que era, apesadumbrado como estaba por la soledad y la
culpa.

Con gesto decidido, la tumbé sobre el sofá, pues nada me apetecía más que
hundir mi lengua en ella, que probar el sabor de aquella mujer que seguía
contoneándose para mí hasta casi hacer peligrar mi cordura.

Fueron unos cuantos segundos los que pude probarla, solo unos cuantos
antes de que la sorpresa se apoderara de mí al ver que, en un certero gesto,
se giró para permitir que siguiera saboreando su entrepierna, pero teniendo
ella acceso a la mía.

Sí, Pauline no dudó en hacerse con mi endurecido pene, que juraría que se
engrosó aún más en sus manos, y en llevárselo hacia su boca, de forma que
no tardé en comprobar cuánto ardía su lengua.

Notar cómo engullía mi pene, saboreándolo de arriba abajo y no dudando


en enseñarle el camino que conducía a lo más profundo de su garganta, me
hizo prácticamente aullar de placer, pues en ese instante me sentí un lobo
salvaje.

Su mirada violeta adquirió tintes brillantes cuando comprobó el efecto que


aquello que estaba haciendo producía en mí y ese brillo fue el detonante de
que mi lengua comenzara a vibrar y, cual si tuviera vida propia, se esforzara
en hacer que el placer la invadiera, que perdiera la noción del tiempo y que
el pasado y el futuro desaparecieran de su perspectiva para hacerla centrarse
en un presente que estaba llamado a que se derritiese en mis manos.

Los gemidos de Pauline, esos primeros gemidos sordos que más tarde
dieron lugar a otros más intensos y agudos que se metieron en mi cabeza
haciéndome enloquecer… esos gemidos me resultaron adictivos desde el
primer instante en que la degusté, entendiendo que aquella sería una noche
inolvidable, una de esas que permanecen en la retina con el paso de los
años, una que queda grabada en el calendario de las fechas memorables que
todos atesoramos.
Sus gemidos, prolegómeno de una primera corrida que me moría por
saborear, despertaron mis más bajos instintos y provocaron en mí un
irrefrenable deseo de llegar a lo más hondo de su interior.

Tan pronto la hube degustado, paladeando aún su esencia, aproveché las


pequeñas contracciones que ese orgasmo produjo en su vagina para colarme
en el interior de esta, sintiéndome placenteramente aprisionado.

—Quiero que vuelvas a correrte para mí—le pedí o, dada la urgencia que
ese deseo me provocaba, casi le exigí.

—¿Y qué me darás a cambio?

—Placer mucho placer—le contesté sin pensarlo.

No era la primera vez que me sorprendía esa noche, pues el beso que me
demandó en la fiesta terminé por dárselo en la penumbra, a salvo de la vista
de todos, misteriosa e irresistiblemente atraído por aquella descarada que no
dudaba en pedir aquello que le venía en gana.

—Eso no vale, quiero más…

—Miedo me das—le confesé mientras volvía a besarla en el sofá, pues


prefería no saber lo que pasaba por su cabecita.

—¿Miedo?
—Eres tan rematadamente perfecta, tan jodidamente guapa—le confesé
mientras la miraba con ganas de engullirla, de meterme tanto en sus
entrañas que no hubiera manera de sacarme de allí.

—Estás desviando el tema y lo sabes.

—Solo te estoy diciendo lo que veo…

—Y yo te digo que quiero más…

—Y yo te repito que miedo me das, ¿qué significa más? —le pregunté


mientras la cogía de las manos y disfrutaba a más no poder de su hirviente
interior.

—Lo quiero todo, eso significa más…

—No te preocupes, que no te dejaré irte con ganas, pienso darte todo lo que
me reclames, no te quejarás de mi aguante…

—No solo me estoy refiriendo a sexo—me confesó aquella loquilla que no


parecía tener nunca suficiente y cuya cabeza parecía ir siempre por delante.

—Trata de disfrutar, cierra los ojos—Decidí huir de la polémica porque no


tenía claro a lo que se refería. O, mejor dicho, no quería tenerlo claro.

—No voy a cerrarlos ni de coña, me gusta demasiado lo que veo…


—A mí también me gusta demasiado—le confesé en un arranque de
sinceridad, ya que su impresionante belleza era digna de alabar.

—Por fin estamos de acuerdo en algo—me soltó antes de que mis certeros
movimientos en su interior, en círculo, llamaran de nuevo a unos gemidos
que no le permitieron murmurar nada más.

Rematadamente preciosa, así la veía, con esos senos duros y bien formados,
de tamaño perfecto para ser cubiertos por mis manos y que no paraban de
recibir las caricias de una lengua, la mía, que se resistía a estarse quieta.

Fueron muchas las posturas en las que la amé, tantas que perdí la cuenta en
un húmedo festival que fue a más con las horas. No, el cansancio no entró
en nuestro vocabulario en una noche épica en la que mi esfuerzo por hacer
que se derritiera para mí se vio sobradamente recompensado.

El amanecer nos convenció de proporcionarles a nuestros machacados


cuerpos un poco de descanso, pues la paliza que nos dimos fue de
campeonato. Entre mis brazos, apenas podía tener los ojos abiertos, pero
seguía sonriéndome. Es más, se durmió esbozando una sonrisa que hablaba
de la felicidad que sentía.
Capítulo 6

Abrí un ojo y lo cerré. Por un momento pensé que volvía a estar solo en mi
cama, como venía ocurriendo.

No quise despertarla, era sábado al mediodía, por lo que no teníamos prisa


en absoluto, de modo que me deslicé lentamente hacia la cocina y me
preparé un café, que me bebería con tranquilidad.

Tomándolo entre mis manos, me lo llevé hacia la terraza. Contrariamente a


lo que había sucedido siempre, desde que estaba solo prefería prescindir del
servicio en mi ático los fines de semana, pues me apetecía andar a mi bola
sin tener que estar pendiente de nadie.

El día no podía estar más luminoso y despejado, por lo que las vistas desde
allí podían definirse como simplemente espectaculares. Una vez con el café
en el cuerpo, me noté más relajado de lo habitual y con ganas de hacer
ejercicio, por lo que no me lo pensé demasiado y me fui hacia mi gimnasio.
Mi ático tenía metros para dar y regalar, tantos que Stella solía bromear
diciendo que en el centro podíamos construir nuestro propio parque para
Daniel. Qué lejos quedaban ya esos tiempos.

Me acerqué al saco de boxeo porque no había ni una sola vez que, al


dedicarle un pensamiento a mi familia, no terminase pagando el pato el
pobre saco, al que aporreaba a placer.

Absorto en mis pensamientos y dándole a tope, no vi que llegó ella hasta el


quicio de la puerta.

—Le das con ganas, tienes todavía mucha rabiar en tu interior, pero no te
preocupes, que yo me encargaré de que la eches fuera. La rabia, quiero
decir—matizó con gracia—. Y otra cosa, he utilizado tu baño, espero que
no te importe, tenía el rímel tan corrido que parecía un choco en su tinta,
creo que es la primera vez en mi vida que me acuesto sin desmaquillarme.

—¿Sí, preciosa? Entonces no debo ser buena influencia para ti. En realidad,
en estos momentos ni para ti ni para nadie, ¿puedo ofrecerte un café?

—¿Tú siempre eres tan cumplido? Tú y yo ya tenemos la suficiente


confianza, ¿no te parece?

—En eso llevas razón, te prepararé uno, dime cómo te gusta, por favor.

—Cortito y con una gota de leche.

—¿Azúcar?
—¿Azúcar? ¿Y por qué no le echas matarratas directamente? El azúcar es
veneno.

—Joder, no lo sabía, lo pondré en el último estante, no sea que alguien la


engulla por casualidad y termine en urgencias.

—Muy gracioso, pues que sepas que deberías tomar nota. Además, alguien
que tiene unos abdominales como los tuyos ya debería haberlo hecho, me
sorprende.

—Me gusta cuidarme mucho, eso es cierto, pero sin caer en el exceso. Un
poco de azúcar en el café, siendo de la mejor calidad, no resulta tan
perjudicial y sí que le añade una nota dulce a la vida, que a veces es
necesaria, créeme.

—Bueno, es demasiado temprano para discutir nada, pero créeme tú cuando


te digo que yo te voy a endulzar tanto la vida que le darás una patada al
azúcar.

—Es muy amable por tu parte y no sé a qué viene tanto interés, pero no me
gustaría que te fueras sin hablar contigo, Pauline.

—¿Ya me estás echando? —Arqueó una ceja en señal de mosqueo.

—No, no es eso.
—Ah, vale, porque pongo en tu conocimiento que sigues en deuda
conmigo.

—¡Venga ya! ¿Todavía estás con esas? Yo no quise ofenderte, solo que dada
tu juventud y demás me llamó la atención tu interés por los negocios.

—¿Y qué edad tenías tú cuando te metiste en ese mundillo, listo? Más o
menos la que yo tengo ahora, ¿o es que tengo que recordártelo?

—Oye, ¿hay algún dato de mí que no conozcas?

—Ahora ya no, de lo poquito que no se ha publicado sobre ti está la medida


de tu…pero eso ya no es un misterio para mí—Se echó a reír
descaradamente.

—Vaya, vaya, así que esas tenemos…—No supe ni qué decir, sus salidas
eran impresionantes.

—Pero no te preocupes, que me han resultado más que satisfactorias. De


hecho, es una verdadera pena que no estén publicadas, porque eso te
otorgaría el título del hombre perfecto.

—¿El hombre perfecto yo? Estás pero que muy equivocada, disto mucho de
serlo. Es más, si estoy como estoy ahora mismo es por no haber tenido la
suficiente cabeza y cuidado como debía a mi familia.

—No seas tan exigente contigo mismo, si estás así es porque ella no supo
valorarte, solo por eso.
No se dirigía a Stella por su nombre, como si el hecho de no hacerlo la
alejara un poco más de una mujer por la que no parecía sentir demasiada
simpatía.

—No, eso no es así, pero supongo que tendrás planes mucho mejores para
hoy que discutir con un tío mayor la razón por la que se ha quedado más
solo que la una.

—¿Un tío mayor? Querrás decir un tío maduro y atractivo hasta la saciedad
—Y sin más, comenzó a canturrear “a mí me gustan mayores, de esos que
llaman señores…” y a mover las caderas de una forma que me resultó
absolutamente escandalosa.

—Vale, gracias.

—Gracias las que tú tienes—Se colocó delante de mí y me invitó a bailar


con ella, lo que hicimos con tal ímpetu y sensualidad que, si se hubiera
callado en vez de seguir canturreando, más bien parecería otra cosa.

Mientras bailábamos, me besó y lo hizo de una manera…con rabia, esa es la


definición, como si hubiera algo que le doliera en ese instante y no quisiera
decírmelo.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, bien, lo único es que me fastidia tener que irme este fin de semana.
—¿Tener que irte? ¿Es que pensabas quedarte?

—Hombre claro, lo que sucede es que tengo compromisos de trabajo en Los


Ángeles mañana, de manera que he de tomar un avión.

—¿Tienes que volar hoy a Los Ángeles?

—Afirmativo y he de hacerlo en una aerolínea regular, no todos podemos


tener un jet privado como tú. Me parece de lo más injusto, ¿a ti no te
apetecería darte una vueltecita por allí y ya de paso me llevas? Es un
planazo, puedes no aceptarlo, pero tú te lo pierdes.

—Va a ser que no, guapa. Reconozco que se trata de una oferta muy
tentadora para cualquier hombre al venir de ti, pero no.

La jodida tenía un morro que se lo pisaba, pero es que encima cuando pedía
algo le daba la vuelta a la tortilla como si la estuvieras cagando a lo grande.

—Tenía que intentarlo. Vale, no te preocupes que ahora tengo que irme, en
cuanto me tome el café, pero amenazo con volver pronto.

—¿Piensas irte así? No es por nada, pero si lo haces es más que probable
que colapses Nueva York entero, no va a quedar un coche sin un golpe.

—¿Tú crees? —Sonrió maléficamente y es que había salido solo con su


ropa interior.
—Lo creo, lo mismo que creo que no puedes salir con tu vestido de noche,
no son horas.

—Vale, tienes razón, dejaré que me lleves.

Obvio que yo se lo iba a ofrecer, pero no se le ocurrió decir algo del tipo
“pediré un taxi”, no, ella sabía muy bien lo que le apetecía.

—Oído cocina, voy a vestirme.

Entré en mi dormitorio y ella detrás. La sensualidad con la que apartó su


pelo de su cuello, cogiéndose una coleta alta mientras volvía a colocarse su
vestido me hizo entender de golpe por qué estaba ante una de las mujeres
más deseadas del mundo.

—Ea, pues con esto y un bizcocho, ya estoy lista.

Quise decirle que no solo estaba lista, sino absolutamente apetecible de


nuevo, pero la veía tan decidida que era mejor no seguir alimentando a la
fiera.

—Muy bien, pues entonces nos vamos.

—¿Vas a llamar a Trevor para que nos lleve?

—No, hoy conduciré yo, me apetece, ¿vives muy lejos?


—Vivo a la vuelta de la esquina, como aquel que dice.

—Será broma…

—Ninguna broma, pero es cierto que deberías sacar el coche o voy a salir
en todas las portadas vestida así de buena mañana.

—Claro que lo saco, pero ¿qué hay de cierto en eso de que somos casi
vecinos?

—Pues todo, me vine a vivir todo lo cerca que pude de ti. Menos mal que la
agencia se encarga de esos temas, me hacen la vida muy fácil.

—Eso será broma…

—¿Que me hacen la vida fácil? ¿Por quién me has tomado?

—No, mujer, lo de que te viniste a vivir a esta zona para estar cerca de mí.

—Poca broma, pero piensa lo que quieras, por desgracia no tengo mucho
tiempo para discutir—Miró su móvil para consultar la hora.

—Vale, ya nos vamos—Yo me sentía confundido, no sabía a qué carta


quedar, ¿habría algo de cierto en sus palabras? Su decisión me decía que sí,
aunque yo prefería pensar que no.

—Bien…
—Ok, cojo las llaves y te llevo en un periquete.

—Muy bien, pero ¿no crees que deberíamos hablar de algo?

—Pues tú me dirás…

—¿Cuándo volvemos a vernos? Yo propongo el lunes por la noche, ¿te va


bien?

—¿Perdona? Mira, si tienes un momento, te agradecería que te sentases,


tenemos algo de lo que hablar.

—Pues ahórratelo porque eres como un libro abierto para mí. Ahora llega el
momento en el que me confiesas que ha sido una noche maravillosa, pero
que tienes el corazón hecho jirones y que no puedes permitirte estar con
nadie, ni siquiera con una mujer como yo, ¿me equivoco?

—No, no te equivocas en nada.

—Ok y ahora es cuando yo te digo que me importa un bledo lo que pienses


y que esas tontunas te las quito yo en dos días, ¿te viene bien el lunes por la
noche?

—No, lo siento de veras, pero no va a poder ser.


—Ya me lo temía también. Había leído que eras testarudo. Vaya, que no das
tu brazo a torcer tan fácilmente, pero eso te lo quito yo en nada también.

—Oye, ¿tú te crees que eres un hada madrina o algo que vienes con una
varita mágica, Pauline? Yo soy como soy y estoy en el momento en el que
estoy. Entiendo que lo de esta noche pueda haberte confundido, si hasta yo
estoy muy sorprendido, pero te pido que lo dejemos aquí.

—Vale, vale, tú te lo pierdes, pero a mí no vengas a llorarme dentro de un


par de semanas porque comprendas que has metido la pata bien metida.

—Te prometo que no lo haré, ¿te llevo ya?

La situación me estaba resultando un tanto surrealista y preferí ponerle


punto final. Bajamos al garaje y en el ascensor, eso sí, volvieron a saltar
chispas, tantas que cuando sus violetas ojos me miraron de la forma en la
que lo hicieron y sus labios me indicaron que tenían ganas de los míos,
terminé cogiéndola por la cintura y besándola.

—Y ahora, ¿sigues pensando lo mismo? No me digas que sigues con el


calentón de la noche porque ya es mediodía—me preguntó.

—Paso palabra, preciosa.

La dejé en la puerta de su casa que, efectivamente, estaba a un tiro de piedra


de la mía. Sorprendente, pero real.

—Te veo el lunes por la noche, amor.


—Nada de eso, pequeña, va a ser mejor que no.

—Mira que eres testarudo, ¿tienes ganas de jugar? Te advierto que voy a
ganar yo.

—Que tengas un excelente vuelo, Pauline.

Se bajó del coche y giró sobre sus talones. El cortísimo trayecto que la
distanciaba de la puerta de entrada a su edificio lo recorrió con unos andares
de modelo inconfundibles, pura elegancia y distinción.

La cara del portero cuando la vio llegar fue para filmarla. Al hombre se le
caía la baba con ella y es que decir que parecía una diosa era quedarse
bastante corto.

Me fui para casa con la sonrisa en la boca. Haber pasado esas horas con ella
me vino bien, me notaba rejuvenecido, como si por un espacio corto de
tiempo hubiera conocido de nuevo la felicidad.

No obstante, tocaba volver a la realidad.


Capítulo 7

El domingo almorcé con John y con Nancy, que andaban planeando unas
vacaciones paradisíacas para el verano. Aquellos dos parecían estar
viviendo una luna de miel, por lo que yo me alegraba.

—Para no querer ir la otra noche a la fiesta, te lo montaste de escándalo—


me comentó mientras ella iba al baño.

—Pues no te lo voy a negar, terminamos en mi casa, se fue al mediodía.


Surgió entre nosotros una química bestial, fue una noche de esas para tirar
cohetes.

—Supongo, si causasteis sensación desde el principio. Supongo que tú no


eres muy de prensa rosa, ¿verdad? —Me sonrió con cierta malicia.

—¿De prensa rosa? Dime que no es cierto que esas aves carroñeras se
fijaran en nosotros.
—¿Y qué esperabas? Uno de los hombres de negocios más influyentes del
país con una de las top models más prometedoras del panorama
internacional, se lo pusisteis en bandeja y vuestros gestos no dejaban lugar a
la duda.

—¡Joder, tío! Sabes que nunca me ha gustado que mi vida privada saliera a
la palestra, cuánto me molesta.

—Sí que lo sé, pero tarde o temprano vas a terminar enterándote. Tampoco
le des más importancia, si ven que no les dais más juego todo quedará en
una anécdota.

—Eso espero y pronto irán a inocular su veneno a otra víctima.

—Veo que te caen bien los chicos de la prensa, sí.

—Me caen sensacional, ya lo sabes.

—Entonces, ¿no piensas verla más?

—¿A Pauline? No, tío, por supuesto que no.

—Joder con la rotundidad de tu respuesta, parece que te he preguntado por


si te apetece meter los dedos en un enchufe.

—Ya, pero que ni yo estoy en un buen momento ni ella sería la candidata


ideal.
—Siempre con los formalismos, ¿es que hay candidatas ideales para
volvernos locos? Sabes que esa es una chorrada total.

—Es una niña, tío, ¿no lo has visto?

—¿Una niña? ¿Qué clase de tío rico eres tú? Todos buscan a mujeres más
jóvenes, no te estoy descubriendo América al decírtelo.

—Pero que yo no voy de ese palo, no me hace falta tener a nadie joven a mi
lado para demostrarme nada a mí mismo.

—Tú acabas de llevarte el gran palo de tu vida, eso es innegable, como


también lo es que no sabes ni dónde estás de pie, pero yo de ti me plantearía
que tienes que volver a vivir, ¿y con quién mejor que con Pauline?

—Deja de organizarme la vida, que sabes que me da dos patadas. Me lo


pasé genial con ella, pero también sentí cierto alivio ayer cuando se marchó
de casa.

—Claro, la madriguera volvía a quedarse vacía, muy típico. Y tú a hibernar,


como los osos.

—¿Habláis de Pauline? —nos preguntó Nancy cuando volvió.

—¿Y de quién si no? Todavía no se había enterado el muchacho de que se


han convertido en la pareja del año.
—Déjate de chorradas que eso de “la pareja del año” me recuerda a Trevor
y a sus cancioncitas, que me vuelve loco con ellas.

—Jason, yo solo digo que un poco de compañía femenina te vendría bien.


Pauline es una chica guapísima, qué te voy a decir, probablemente una de
las más guapas del mundo, por eso está donde está y, por la forma en la que
te reías con ella, me da que es bastante divertida—Nancy solía ser más
sensata que John.

—Sí, eso no te lo voy a negar, me reí lo más grande con ella, pero también
es un poco rara, ¿sabéis que dice que me sigue desde hace tiempo y que
vive muy cerca de mi casa a propósito?

—¡Venga ya! ¡Eso es una trola! —John no pudo sorprenderse más.

—¿Me ves cara de querer bromear con eso? ¿Qué interés tendría? —Me
encogí de hombros.

—Pues entonces, ¿qué tienes que pensar? Si ya se había fijado en ti desde


antes, tienes medio camino recorrido, ni siquiera vas a tener que estar con el
rollo de la conquista y todo eso.

Nancy le dedicó una mirada incendiaria que a punto estuvo de envolverlo


en llamas, pues le molestó el tono de su voz.

—Si es que tú eres de un romántico, no sé cómo me enamoré de ti.


—Haya paz, por favor. Aunque este es un mentecato que no ha escuchado
hablar en su vida del romanticismo, vosotros os lleváis fenomenal y no es
plan de que discutáis por mi culpa.

—Es verdad, cariño, pero él me ha entendido.

No supo arreglarlo, de manera que le di un puntapié para intentar que al


menos mantuviera su gran bocaza cerrada.

—Yo lo que opino es que simplemente deberías darte una oportunidad para
ser feliz, amigo.

—Y yo lo sé, Nancy, pero no creo estar preparado todavía.

—Mientras lleves esa foto como fondo de pantalla, desde luego que no—Se
refirió a mi móvil, en el que seguía apareciendo una foto familiar con Stella
y Daniel.

—Sí, tío, hazle caso a Nancy, yo también te lo he dicho muchas veces, pero
como lo que yo te digo te entra por un oído y te sale por el otro, pues eso…
que al menos le hagas caso a ella.

Me resistía, me resistía a darle un portazo al pasado y eso que pensar en


otros tiempos me proporcionaba unos segundos de felicidad y un puñado de
horas de regusto amargo con posterioridad.

Tomé el móvil entre mis manos y pensé que tenían razón. Sin más, busqué
en la galería una de las últimas fotos que me había enviado Daniel
surfeando y la seleccioné. Se trataba de una vistosa foto con un intenso mar
azul a juego con los ojos claros de mi niño; una foto más colorida que venía
también a darle algo de color a mi vida.
Capítulo 8

—Buenos días, ¿cómo está la secretaria más guapa del mundo entero
mundial?

—Pues haciendo juego con el jefe más atractivo de todos los tiempos. Por
cierto, alguien triunfó como la Coca-Cola la otra noche, ¿no es así?

—Así es, Carine es una belleza total, diez puntos para ti.

—Diez puntos te van a tener que dar a ti en la cabeza del capón que te voy a
soltar. No hablaba de mí, sino de ti.

—Eso se llama guardar las distancias con el jefe, sí. Y en cuanto a lo que
estás diciendo, no tengo ni idea de lo que me hablas.

—Vale, vale. Por cierto, te espera una mañanita que no se la deseo ni a mi


peor enemigo, ¿pido que te suban un café?

—Litros y litros a poder ser, por favor.


Entré en mi despacho y resoplé. Mañanas como aquellas me generaban
muchísima tensión, pero también me hacían liberar adrenalina a lo grande.
Mis negocios siempre me habían apasionado, pese a que anduviese un tanto
mosqueado conmigo mismo por no haber sabido ponerme límites en ese
sentido.

Al poco apareció Rebeca con el café prometido y con otro para ella.
Siempre que tenía la ocasión, entraba en mi despacho a compartir uno de
esos cafecitos mientras disfrutaba de unas vistas que eran únicas y que
enamoraban a todo el que ponía un pie en mi despacho.

—Entonces, ¿no vamos de boda, Jason? —me preguntó con sorna.

—No, a no ser que te cases tú, que también podría ser.

—El día que me case te va a tocar menear el culo, porque Carine dice que
será en Brasil.

—Pues nada, así será.

—Ahora, que a la novia la llevas en tu jet privado, ¿eh? Que ya sabes lo que
me gusta montarme en él.

—Lo sé, lo sé, lo que no entiendo es por qué la novia eres tú, eso me lo
tendrás que explicar, pero mejor con una copa, que ahora estoy más liado
que la pata de un romano.
—Entendido, que me esfume, ¿no?

—Pero termínate antes el café, mujer, no quiero que me acuses de ser un


jefe de esos explotadores.

—Te acusaré igual, ya sabes que no puedo vivir sin meterme contigo. Buen
comienzo de semana y una cosa, te noto un aire distinto, se nota que ya le
has dado uso a la herramienta.

—Serás descarada, es que lo tuyo no tiene enmienda.

—Ya, ya, ¿le has dado uso o no le has dado uso?

—¿Quieres hacer el favor de largarte? —Le indiqué dónde estaba la puerta


y me quedé riéndome un rato porque era genuina, única e irrepetible.

Se fue haciéndome burla y me quedé trabajando, enfrascado durante horas


en cómo plantear una complicada negociación que incluía la compra de
unos suculentos terrenos.

A eso de las doce del mediodía, cuando tenía el coco a punto de reventar y
estaba a un tris de hacer una parada, descolgué una llamada de Rebeca.

—Jason, tienes visita.

—Sabes que estoy en medio de un estudio y que en mañanas así no recibo a


nadie—Me sorprendió porque ella era extremadamente eficiente y cosas así
no solían írsele.

—Ya lo sé, no trabajo contigo desde ayer, pero esta visita insiste en que
tiene que pasar.

—¿Se trata de Kate Campbell? —Se lo pregunté porque mi amiga era muy
dada a saltarse esa norma y más de una vez se coló en mi despacho en el
momento menos apropiado, algo que le disculpé porque la adoraba.

—Va a ser que no—Escuché que decía una voz que no me era desconocida.

Sin más, y sin esperar a que yo dijera nada, Pauline abrió la puerta de mi
despacho y se coló dentro. Rebeca venía detrás, muerta de la risa y
haciéndose la preocupada.

—Lo siento muchísimo Jason, he tratado de disuadirla, pero me ha sido


imposible. Espero que no me pongas de patitas en la calle por esto.

—Bueno, eso ya lo veremos—le contesté con sorna mientras que a la otra la


miré con cara de no entender nada.

Rebeca salió y ella cerró la puerta.

—Oye, me tienes que explicar una cosa.

—Perdona, ¿llegas aquí sin previo aviso, te cuelas en mi despacho como si


tal cosa y soy yo el que te debe una explicación?
—Correcto, sabes que estás en deuda conmigo.

—Venga ya, ¿qué estás haciendo aquí?

—Bonita manera de decir que te alegras de verme, pero que muy bonita.

—Es que estoy muy sorprendido, no te esperaba, este es mi centro de


trabajo, no suelo recibir visitas.

—Pues justo eso es lo que quiero preguntarte, ¿te visita mucho Kate
Campbell aquí?

—Un momento, ¿estás celosilla? No me digas que sí porque Kate es una de


mis mejores amigas, jamás tendría nada con ella ni con ninguna otra amiga.
Y mucho menos queriendo como quiero a Cameron, eso jamás.

—Vale, vale, me parece muy bien. Y otra cosa, si nunca vas a tener nada
con ninguna amiga, te adelanto que yo no quiero ser tu amiga.

—Pues me temo que es lo único que puedo ofrecerte por el momento,


amistad. Bueno, eso y quizás un aperitivo si te apuntas, iba a hacer un alto
en el camino.

—Me resulta muy tentador, pero ahora mismo no puedo. Acabo de llegar y
tengo mil cosas que hacer, solo he venido a saludarte, a conocer en persona
tu despacho, que ya había visto en fotos, y a recordarte nuestra cita de esta
noche.

—Pero ya te dije que no habría ninguna cita. Además, mañana trabajo y


suelo acostarme relativamente temprano en días así.

—Me conozco tus hábitos igual que los míos, los han publicado muchas
veces, pero un día es un día y tendrás que hacer una excepción. De todas
formas, no es necesario que salgamos, yo también he llegado reventada del
vuelo, no veas si me ha tocado madrugar. Te veo en tu casa a las ocho, ¿ok?

No, no me dio tiempo a contestar absolutamente nada porque ya se había


esfumado.

Me quedé boquiabierto, pues ella parecía tener las ideas muy claras sobre lo
que quería y lo que no quería.

Me fui a tomar el aperitivo con la sonrisa en los labios.

Verdad que le había dicho que no quería nada con ella, pero no lo era menos
que su determinación me había muchísima gracia, así como el hecho de que
pasara olímpicamente de lo que yo le dijera.
Capítulo 9

A las ocho en punto se abrió la puerta del ascensor y era ella, que venía con
una botella de vino en la mano.

Increíblemente guapa, con una falda de piel en color marfil y un chaleco a


juego, con unas altas botas que le otorgaban un aire de lo más sofisticado y
con el pelo perfectamente planchado, sus ojos violetas no perdían por ello
protagonismo.

—Así que ya estás aquí porque has venido—Me acerqué a ella y, aunque fui
a darle un beso en la mejilla, se las apañó para que se lo diera en los labios.

—No creo que lo dudaras, ¿qué es eso que huele tan bien?

—Es un pescado al horno que ha dejado preparado Emily, espero que sea de
tu gusto, le sale exquisito.

—Me parece muy buena opción, aunque no es precisamente a cenar a lo


que he venido.
—Mujer, pero que, ya que estás aquí, digo yo que tendrás que cenar—
tragué saliva porque la vi desabrocharse la falda, que cayó hasta el suelo y
deshacerse de su jersey.

El conjunto de ropa interior que traía ese día, en tonos marfil igual que la
ropa, contrastaba vivamente con su piel morena, si bien apenas tuve tiempo
de contemplarlo, pues se echó encima de mí y comenzó a besarme con
auténtica pasión.

Sin más, volvió a sacar de mí la parte más primitiva; esa que me hacía
querer devorarla nuevamente y que, a pesar de que yo hubiera pretendido
obviar, apareció hasta en mis sueños las dos noches anteriores.

—Dime que has pensado en mí tanto como yo en ti, dímelo—me suplicó.

—Algo sí que he pensado, preciosa.

—¿Solo algo? Dime que no he aparecido en tus sueños húmedos, no puedes


negarlo.

—Ni voy a hacerlo, solo es que esto es una locura.

—Pero tú estás deseando volverte loco y lo sabes…

Su belleza, su ímpetu, su juventud, su frescura, su decisión…


Quizás fue algo de eso o quizás fue todo el conjunto. Aunque lo mismo
fueron mis ganas de volver a ser yo mismo y de reconocer en mi interior al
hombre que un día fui, ese capaz de amar, de reír, de sentir y de sacarle todo
el jugo a la vida.

Sus largas piernas no tardaron nada en entrelazarse en mi cintura, haciendo


que su boca y la mía no pudieran despegarse mientras mi corazón se
aceleraba hasta límites insospechados y la dureza de mi entrepierna me
recordaba la urgencia de volver a hacerla mía.

Esa misma urgencia fue la que detecté en sus ojos y la que provocó que
aquellos días no anduviéramos con contemplaciones, por lo que la embestí
en esa misma postura, mientras yo permanecía de pie y disfrutaba de un
indescriptible placer al embestirla.

Su piel, esa piel perfecta que se erizaba para mí, los intensos jadeos por
ambas partes, sus finas y elegantes uñas arañando mis hombros, su
penetrante fragancia que parecía envolverlo todo y que competía con el olor
a sexo que emanaba de nuestros cuerpos a partes iguales…

Lo que comenzó en el salón y de pie, terminó nuevamente en mi enorme


cama, en esa que estaba conociendo unas noches de pasión que me
devolvían la vida que la marcha de Stella me había robado.

Tumbada bocarriba y expuesta para mí, Pauline era la más apetecible de


todas las mujeres, una que me hacía estremecer con solo mirarla, cuanto y
más con penetrarla.
Su sonrisa, esa sonrisa tan sexy que me ofrecía al entrar en ella,
acompañada de esos gemidos que me estimulaban tanto que mi dureza no
hacía sino aumentar…

Por mucho que lo hubiera negado en las últimas horas, nuestros cuerpos
estaban hechos para repetir lo que días atrás comenzamos, para dejarnos
llevar por esa vorágine que prometía alzarnos a lo más alto del placer, para
disfrutar juntos como ni siquiera hubiéramos osado soñar.

—Córrete, córrete ya—le pedí mientras mi pene la atravesaba una y otra


vez al mismo tiempo que mis dedos masajeaban su clítoris, cada vez más
hinchado.

Cuando vino a hacerlo, yo sentí que ese gemido tendría la capacidad de


traspasar lo meramente físico y sensual para clavarse como una flecha en mi
corazón. Tener a Pauline entre los brazos, entregada en la cama, equivalía a
correr el riesgo de enamorarse de ella.

Una vez se hubo corrido, de un certero movimiento se zafó de mí, huyendo


hacia mi entrepierna, de la que sus labios y su lengua dieron buena cuenta.
La forma en la que me miraba mientras recorría mi pene, en la que clavaba
en mí sus violetas ojos, se me antojaba absolutamente irresistible, como
irresistible era aquella mirada cuya belleza había hecho que diera la vuelta
al mundo.

Sí, Pauline era la dueña de un par de ojos que sin duda debían estar entre los
más bonitos del planeta, de un par de ojos que en pocas horas estaban
llegando a mi corazón.
Lo supe desde que aquella mañana entró en mi despacho demostrándome
que mis argumentos para echarla de mi lado no eran más que majaderías de
alguien a quien el amor acababa de dar un palo tremendo y temía más que a
un vendaval que le diera otro.

Con ella entre mis brazos comprendí que nunca había sido un hombre
miedoso y que llegaba la hora de desterrar esos temores, con ella entre mis
brazos comprendí que nadie podría sacarme la sonrisa como esa modelo lo
estaba haciendo…

Soplaban vientos de cambio para mi vida y ese cambio tenía nombre


propio; Pauline cumplía su amenaza de llegar a mi vida para quedarse.

Por mi parte, prefería no pensar y mi atracción por ella provocaba que


sintiera que lo que estaba surgiendo entre nosotros era adictivo, pero
adictivo en mayúsculas, y que era más que probable que eso que le dije de
que no debíamos tener nada quedara en agua de borrajas y pasara a formar
parte de esa colección de frases que uno dice por decir.
Capítulo 10

Me levanté despacio, muy despacio, con la intención de no despertarla.

Ni siquiera quise utilizar mi cuarto de baño para que el ruido no le


interrumpiera ese sueño que se había apoderado de ella, ya que estaba
planchando la oreja a placer, algo nada extraño si tenemos en cuenta que
estuvimos despiertos y más que entretenidos hasta altas horas de la
madrugada.

De sobra sabía yo que pasaría eso y, aunque normalmente para mí el


descanso era sagrado y esa mañana tenía más sueño que un canasto de
gatitos, la miré y lo di todo por bien empleado.

Las tinieblas de los meses anteriores, esos nubarrones grises que


amenazaban con hacer de mi vida una tormenta continua, parecían haber
dado paso a un cielo azul y despejado, a uno que hacía juego con el que
lucía esa mañana en Nueva York.
Volví de la ducha casi de puntillas con la intención de entrar en mi vestidor
sin hacer ruido, pero ella ya estaba despierta.

—¿Pensabas irte sin despedirte? No me lo puedo creer—Cruzó los brazos


sobre su pecho.

—No quería despertarte, guapa, ¿has dormido bien? —Me acerqué y le di


un beso.

—Bien pero poco, tú has tenido la culpa, tú tienes la culpa de todo—


bromeó.

—Y tú tienes mucha guasa, pero también tienes esa cara tan preciosa y
haces que te lo perdone todo.

—No me hagas hablar, ¿tienes que irte ya?

—Me temo que sí.

—¿Sin tiempo siquiera para un café?

—Quizás para uno muy rápido, ¿quieres que te lo traiga? Emily está en la
cocina.

—No, no, me levanto y voy a conocerla, claro que sí.


De nuevo ese desparpajo suyo tan bonito, un desparpajo que me hacía
muchísima gracia.

En esa ocasión vino provista de un pequeño maletín de mano que incluía un


precioso pijama camisero de satén, también en marfil, que parecía haber
sido diseñado para ella.

—Hola Emily—le espetó, dándole dos besos, como si la conociera de toda


la vida.

—¡Alabado sea Dios! ¿Usted no es Pauline, la top model?

—La misma, lo único es que soy yo quien debiera hablarle de usted, pero
mejor nos tuteamos las dos y lo hacemos todo más cómodo, ¿te parece?

—Claro, claro, por supuesto. Madre del amor hermoso, cuando le diga a mi
hijo que te he conocido no se lo va a creer, pero si él tiene todo su
dormitorio adornado con pósteres tuyos, qué sorpresa.

—¿No me digas? Pues nada, solo tienes que decirle que venga un día
contigo y lo conozco. Yo voy a estar mucho por aquí.

Enarqué una ceja porque era descaro puro, ella y yo no habíamos hablado
nada al respecto, pero eso no le suponía el más mínimo problema.

—¿De veras me lo dices?


—Claro, mujer. Anda que no me hará ilusión conocerlo también, ¿qué edad
tiene tu hijo?

—Diecisiete años, todavía está en la edad del pavo y contigo es que babea,
chica, ¿te puedo servir un café?

—Sí, por favor.

—A mí otro, Emily, si puede ser, que me voy volando.

—Estos hombres de negocios siempre con sus prisas, no te preocupes que


yo me quedo a hacerte un ratito de compañía.

—¿Tú me vas a hacer compañía? No sé ni qué decir, qué glamur, he debido


portarme muy bien en otra vida para merecer esto—le contestó.

—Yo no sé cómo te habrás portado en otra vida, Emily, pero en esta no


puedes ser más buena, yo no sé lo que habría hecho sin ti—añadí.

Emily, que rondaba los cincuenta, se había comportado conmigo más como
una madre que como una persona a mi servicio desde que Stella se fue. Eso
sí, aquella mujer a la que la vida no había tratado demasiado bien en el
pasado, pues enviudó en unas condiciones muy trágicas, parecía algo mayor
de lo que era.

—Pues razón de más para que me quede contigo, ¿te parece si nos hacemos
un selfi y se lo enviamos a tu hijo? —le propuso.
—Ay, Dios mío, ¿no te importaría? Es que no te imaginas lo que le va a
entrar por el cuerpo, se va a volver loquito, tiene pasión contigo.

—Venga, pero tenemos que poner morritos las dos. ¿Tú sabes poner
morritos, Emily?

—Yo no, pero me fijo en ti y, aunque me salga un churro, me da igual.

Se había hecho con la cocina. Pauline tenía alma de líder, de modo que allí
por donde pasaba arrasaba, dejaba huella.

Antes de que me fuera ya ambas se habían hecho el selfi y se lo habían


enviado al chaval. Emily no paraba de reírse con la forma en la que Pauline
había posado para la foto y por cómo le prometía que le enseñaría a hacer
morritos.

—No quiero interrumpiros, pero ya me voy—les dije con mi traje de


chaqueta sin corbata y mi maletín en la mano.

—Emily, ¿se puede ir más reguapo? Y después dice que es mayor para mí,
¿a que no?

—Para nada, yo os veo la pareja ideal.

—No le des ideas, Emily, no le des ideas…


—Dice eso porque le gusta hacerse el duro, pero está loco porque me venga
aquí con él, esa es la verdad—le comentó ella como si fueran amigas de
toda la vida.

—Pues no sé lo que está esperando para pedírtelo—Emily debió pensar que


lo nuestro venía desde más atrás, porque ella era una mujer bastante sensata.
Eso o que aquella pequeña embaucadora ya se la había llevado también a su
terreno.

—Te repito que no le des ideas.

—Y yo te repito que me vas a echar terriblemente de menos durante toda la


semana, ¿qué te apuestas? —me dijo saliendo conmigo de la cocina y
acompañándome al portón de entrada.

—¿El resto de la semana? Explícame eso.

—Hoy vuelo a París por la tarde. De todas maneras, será un visto y no visto,
estaré de vuelta el viernes por la noche.

—Pues sí que es agitada tu vida, sí.

—Claro, el día que tengamos niños ya tendré que parar un poco, pero
mientras…

—¿El día que tengamos niños? Me voy, dame un beso—Salí corriendo


porque era impresionante lo mucho que corría.
—No huyas, cobarde, si te va a encantar, ya lo verás…
Capítulo 11

Me llevé toda la semana pensando en ella, sin más…

Por las noches, me enviaba fotos suyas tomadas durante el día, algunas de
las cuales pertenecían a las sesiones como modelo y otras eran más
espontáneas, en cualquier situación.

Además, se me dio la circunstancia un par de veces en la semana de verla


aparecer en las noticias, algo a lo que yo no estaba acostumbrado, pues
Stella, pese a ser una gran mujer, siempre permaneció en la sombra y no era
un personaje público.

Yo había avanzado mucho, pero que mucho en aquellos días. Ella llegaba el
viernes por la noche y, antes de volver a casa, le pedí a Trevor que parara en
una floristería.

—Buah, qué cambiazo has dado, si ya ni te quejas de que te cante, Jason—


me comentó al parar.
—Pues no, ya sabes que antes me sentaban como un tiro tus canciones, pero
todo eso ha cambiado, estoy no sé…

—Estás totalmente encoñado y no es para menos. La chica es un


monumento, si tiene a todos los hombres del mundo rendidos a sus pies,
cómo no ibas a estarlo tú, que la tienes para ti solito.

—¿A ti no te parece que soy mayor para ella?

—¿Mayor? Joder, Jason, mayor es el Señor Burns, el de los Simpson. Tú


eres uno de los solteros de oro de este país, o divorciado de oro, que yo ya
no sé cómo calificarte, pero que no, a mí me parece que formáis una pareja
perfecta.

—Es que hace demasiado que no estoy en el mercado, no creas…

—Pero tú ahora te pones las pilas y listo, ya verás que sí.

—Eso espero, voy a comprarle flores y también estoy pensando…

—¿En comprarle una joya? Podemos ir donde siempre.

Yo tenía una joyería de referencia, una a la que fui toda la vida hasta que
dejé de hacerlo, pidiéndole a Stella que fuera ella directamente a comprarse
todo lo que le gustara. Obviamente, esa fue una cagada más, porque a mi
ex, en quien ya podía ir pensando así, como mi ex y no como mujer, no le
interesaban tanto las joyas sino el detalle de que fuera su marido quien las
eligiera para ella.
Después de encargar las flores, que me llevarían a casa, nos dirigimos hacia
la joyería en cuestión.

—¿Son para Pauline, Jason? —me preguntó Helen, la dueña de la joyería,


una atractiva y elegantísima mujer de mi edad a quien me unía una buena
amistad desde hacía mucho tiempo.

—¿Solo de un rumor de los de la prensa del corazón sacas esa conclusión?


—le pregunté con la sonrisa boba en la cara, dándole un beso en la mejilla.

—Sabes que no suelo hacer caso a los rumores, yo me quedo más con los
gestos. Y el de tu cara me dice que el regalo es para ella.

—Ok, ok, me gustaría sorprenderla con algo.

—Justo me han llegado esta mañana unos pendientes que son una maravilla,
los veo para una chica de su edad.

—¿Me estás llamando viejo, Helen?

—¿Viejo tú? No me hagas hablar. Que sepas que porque nunca se nos ha
dado el caso, pero que tú y yo podríamos haber…

—¿Y me lo dices ahora? Mujer, esas cosas se avisan—bromeé. No voy a


decir que no hubiera detectado que Helen me miró en más de una ocasión
con una de esas miradas que actúan como un aparato de rayos X.
Al poco vino con los pendientes, una virguería, largos y con un diseño de lo
más juvenil, pero con unas incrustaciones en piedras preciosas que hacía de
ellos una joya única.

—No hay nada más que decir, un gusto sublime, como siempre.

Llegué a mi ático y las flores ya estaban allí, un variado surtido también de


lo más elegante que le otorgó al salón un aire muy natural.

La tarde la pasé machacándome en el gimnasio con John, que vino a darle


al saco conmigo.

—Tío, Nancy tiene la duda de si podemos estar embarazados—me confesó


cuando, exhaustos, paramos de darle al pobre saco.

—¿Tú embarazado? Pues no se te nota nada.

—Muy gracioso, no voy a negarte que estoy un poco acojonado.

—Pero eso es porque te sientes como el cazador cazado, solo por eso.

—Yo es que siempre me había hecho a la idea de que con Daniel tenía el
cupo cubierto, esa es la verdad.

—Pero zoquete, lo normal sería que eso lo dijese yo. Daniel es mi hijo, no
el tuyo.
—Hijo, ahijado, qué más da. El caso es que ahora estoy acojonado.

—Normal, como que no tiene nada que ver. Tú a Daniel lo veías un ratito y
ya, luego te ibas de marcha y ahora puede ser que te toque cambiar pañales
a tutiplén.

—Sí, sí, tú anímame. Y no te rías, que no se puede escupir para arriba, que
como tú sigas con Pauline ya verás si vuelves a cambiar pañales también o
no.

—Calla, que ya me lo dijo el otro día.

—Es lo que tiene echarse una novia tan joven, listo.

—¿Tío, de verdad tengo novia? Se me hace muy fuerte pensarlo.

—Eso es porque hace nada todavía andabas llorando por las esquinas, pero
ya te tocaba, No te he querido decir nada en este tiempo por no ofenderte,
pero te vuelves insoportable cuando estás como un alma en pena.

—¿Que no me has dicho nada? Pero si me ponías a caldo a cada momento.

—¿Yo? Anda, pues ni me acuerdo…


Capítulo 12

Por la noche, cuando llegó, yo ya la esperaba con toda la ilusión del mundo.

—Pero qué bonito está todo, no sabía que te gustaran tanto las flores…

—Es que no es así, pero he pensado que te gustarían a ti.

—Ains, qué detalle más lindo. Pienso ponerlo ahora mismo en mis redes,
que llegar de París y encontrarme con este espectáculo multicolor no tiene
precio.

—¿En las redes? ¿No crees que deberías esperar un poco para eso?

—¿Te avergüenzas de lo nuestro? —Me miró con tristeza.

—No, bonita, no me avergüenzo para nada. De hecho, te confieso que llevo


toda la semana pensando en ti, pero me parece un poco pronto para según
qué cosas.
—A mí es que eso me da inseguridad, qué quieres que te diga—Se puso un
poco a la defensiva y me dio algo de penita.

En el fondo, yo debía adaptarme a que ella era muy joven y que la gente de
su edad acostumbraba a publicarlo todo a los cuatro vientos, a la primera de
cambio.

—No, por favor, no te pongas triste. Estoy muy contento de que hayas
vuelto y de que te quedes aquí conmigo, solo es que el tema de las redes…
no sé, yo soy muy reservado para mis cosas.

—Ya, ya lo sé—Le vi una lagrimilla y me partió el alma.

—Mira, vamos a hacer una cosa, te voy a dar un regalito que te he


comprado y que seguro que te anima. Y después, si te apetece, podemos ir a
cenar a donde te venga en gana, ¿cuál es tu restaurante preferido de Nueva
York?

—El salón de tu casa—me señaló.

—¿Prefieres que cenemos aquí? Yo lo había previsto así, Emily nos ha


dejado preparada una cena exquisita, pero acabo de caer en que igual a ti te
apetecía otra cosa.

—A mí lo único que me apetece es que me traigas ese regalito ya, porfi.


—Claro que sí, bonita.

Me dirigí a mi dormitorio y saqué de uno de los cajones de mi cómoda la


delicada cajita, que Helen me había preparado con mimo.

—Me gustaría que cerraras los ojos, por favor.

—Vale.

Me hizo caso y yo le coloqué cuidadosamente ambos pendientes, echándole


el pelo hacia atrás. Su exquisita fragancia, de lo más fresca, penetró en mis
sentidos en ese instante en el que cerré los ojos para de pronto volver a
abrirlos y comprobar que nadie podría lucir esos pendientes como ella.

—¿Te gustan? —le pregunté, si bien no hacía falta que me respondiera,


pues su gesto ilusionado lo hizo por ella.

—Me encantan—terminó por decir, dándome un caluroso beso en los


labios.

—Debo ser el tipo con más suerte del mundo—murmuré.

—Eso piensan mucha gente, pero en realidad la suerte la tengo yo—


contestó ella, sorprendiéndome.

—No estoy de acuerdo, pero tampoco lo vamos a discutir.


—No, mejor que no.

Fue en ese instante cuando corroboré lo que ya intuía, que ella tenía más
ganas de otras cosas que de discutir. Lo supe cuando dejó caer su vestido
hasta el suelo y se despojó también, lentamente, de su ropa interior,
quedándose únicamente con los tacones y los pendientes.

—Una locura, esto es de locura…

—Pues ven a volverte loco conmigo…

Mientras me sentaba en el sofá, ya ella estaba haciendo de las suyas,


tratando de liberar mi entrepierna, que no podía estar más dura. Tan pronto
como lo hizo, tomó mi pene entre sus manos que, erecto, le sirvió para que
resbalara sobre él, comenzando a botar sobre mí mientras sus senos me
llamaban una y otra vez para que comenzara a degustarlos.

Lo hice a placer, si bien tampoco me resistí a disfrutar del resto de su


ardiente cuerpo que botaba para mí. Al poco, salí de su interior para tomar
las riendas de una situación que volvía a írsenos de las manos, pues el deseo
era tal que mi corazón se desbordaba.

Sin pensarlo, la hice nuevamente mía en todas las posiciones que pude
mientras la melodía de sus gemidos me endurecía más por momentos. Sobre
una Pauline totalmente entregada cuya sonrisa, con la lujuria grabada en
ella, lo envolvía todo, me sentí el más poderoso de los hombres.
Sus interminables piernas, aquel vientre plano y fuerte del que pendía un
sexy piercing en el ombligo, su durísimo y trabajado trasero, toda una
provocación, sus senos…Esos senos tan bien colocados con los que yo ya
soñaba, todo en ella incitaba a ir a más, a no querer que la sesión terminase,
a intentar hacer de aquella noche una eternidad.

—Siempre vas a querer más—susurró en mi oído cuando terminamos.

—Ya quiero más, no me preguntes cómo ha sido, pero ya quiero más.

—¿Es eso verdad? —Las lágrimas estaban a punto de asomarse a sus ojos.

—Lo es, preciosa, lo es.

—Hace mucho que estoy enamorada de ti, mucho…

—¿De veras se puede estar enamorado de una persona a la que no conoces?


Es que eso no me entra en la cabeza.

—Pues te digo yo que sí porque a mí me ha pasado, Jason…

A mí no me había pasado eso, pues ni siquiera la conocía de antes, pero lo


que era más que probable que me pasara es que me enamorara de ella en
tiempo récord.

En algún momento llegué a pensar que en Pauline viera la posibilidad de


deshacerme del recuerdo de Stella, pero luego decidí que no volvería a
pensar así, porque a aquella extraordinaria chica le sobraban atributos para
enamorarme sin tener que competir con nadie, eso sería injusto.

Un rato después, ya con ropa de casa, de lo más cómodos, nos dispusimos a


cenar las delicias que Emily, que tenía unas manos de oro para la cocina,
nos había dejado.

La miraba y sentía que volvía a estar a gusto en casa, una sensación que me
encantaba y que hacía tiempo que no experimentaba.

Después del postre, consistente en un tiramisú del que Pauline probó una
cucharadita, pues cuidaba su alimentación en extremo, nos sentamos en el
sofá y me limité a mirarla, abrazándola.

—¿Dónde estabas tú y qué estás haciendo conmigo? —le pregunté.

—Esperando, simplemente estaba esperando mi oportunidad y por fin ha


llegado.

¿Una oportunidad para ella? Para mí sí que era una oportunidad de volver a
ser feliz, rematadamente feliz…
Capítulo 13

Unas cuantas semanas después, Pauline se estaba instalando en mi casa.

Sí, sé que para muchos puede parecer precipitado, pero cuando dos
personas están tan felices la una con la otra como lo estábamos nosotros, las
ganas de que todo se precipite aumentan.

Además, también se daba la particularidad de que el trabajo de Pauline la


obligaba a viajar constantemente y, cuando volvía a casa, lo que deseaba era
que estuviéramos juntos. Así me lo expuso y así lo entendí.

El sábado que definitivamente terminó de traer sus cosas, sentí que la


nuestra ya era una relación en toda regla, algo de lo que ya se habían hecho
eco los medios.

En cualquier caso, ambos teníamos el pacto de que ni afirmaríamos ni


negaríamos nada, sino todo lo contrario. Es decir, jugaríamos con ellos
porque yo no estaba dispuesto a que aquellas aves carroñeras hicieran un
circo de algo tan bonito como lo nuestro.
Dado que ella traía ropa, zapatos y complementos para parar el tren, ordené
construir un segundo vestidor, en la otra ala de nuestro dormitorio, de
dimensiones aun mayor que el mío, que ya es decir.

Simplemente, lo que deseaba era que ella estuviera más feliz que una perdiz
y para lograrlo pondría toda la carne en el asador. Pauline era una mujer de
ensueño, eso sí, con un punto caprichosillo e infantil que le salía de vez en
cuando y con el que yo tenía que lidiar, pero que no dejaba de hacerme
gracia.

Estaba loco por ella y cualquier pequeña imperfección, cualquier defecto


que le viera, terminaba por convertirlo en algo positivo porque cuando uno
está comenzando a enamorarse como lo estaba haciendo yo actúa así.

Aquella sería nuestra primera noche juntos como convivientes y yo quería


que todo saliera a pedir de boca. Estaba preparándole un aperitivo, mientras
ella se daba una ducha, cuando me telefoneó Stella.

Me extrañó porque ella y yo, desde que nos separamos, no solíamos hablar
demasiado por teléfono, más bien lo hacíamos por WhatsApp. He de decir
que ello obedecía a que yo normalmente no tenía demasiadas ganas de
ponerme al teléfono con mi ex, pues durante muchos meses eso me dolía.

Por esa razón, entendí que quizás me telefoneara con mayor naturalidad al
saber por los medios que yo ya no estaba solo. No se equivocó al hacerlo,
pues le cogí el teléfono de buen grado.
—Hola Stella, ¿pasa algo? —le pregunté en un tono bastante más relajado
de lo habitual.

—Solo que Daniel está pachucho, con una fiebre bastante alta, pero he
preferido llamarte porque así te puedo tranquilizar más que con un mensaje.
Ha venido el médico y nos ha dicho que no tenemos que preocuparnos, que
la fiebre se la están produciendo unas placas de pus que tiene en la garganta.

—Bien, bien, ¿y él cómo está?

—Está animado, no creas que se deja amilanar por la fiebre, ya sabes que
nuestro niño puede con todo.

—Eso es cierto, no veas si lo encuentro mayor en las fotos…

—Está creciendo por días, se encuentra muy feliz. Sé que te hice una faena
al llevármelo de tu lado, pero está fenomenal, pierde cuidado.

—Lo sé, lo sé, no te preocupes. Y, además, un año pasa enseguida.

—Eso es, ya no queda tanto. No veas si me alegra el notarte positivo, hacía


mucho que no podíamos hablar así, en un tono tan distendido.

—Sí y sé que en eso tengo culpa, mi testarudez y yo, ya sabes…

—Ya sé, ya sé, si te conoceré yo.


—Sí y tanto que me conoces—Se me escapó una risilla, como si me sintiera
aliviado de por fin poder hablar sin culpas y sin reproches.

En ese momento entró Pauline en el salón y me preguntó con gestos que


con quién estaba hablando, algo que le dije en tono bajito mientras seguí
comentando sobre Daniel con su madre.

Pasaron un par de minutos más hasta que colgué el teléfono, deseando


como estaba dedicarme por completo a mi chica en una noche tan especial.

—¿Ya te has despachado a gusto? —me preguntó en ese instante y me dejó


de piedra.

—Perdona, ¿cómo dices?

—Digo que te parecerá precioso estar prestándole mucha más atención a


ella que a mí.

—Ella se llama Stella y es la madre de mi hijo. Si consideras que es


prestarle demasiada atención el atenderla cuando me llama para decirme
que el niño está enfermo…

Fruncí el ceño porque consideré que había sido un ataque gratuito. Yo no


estaba acostumbrado a escenas de celos y me dolió el tono en el que me lo
dijo.

—Perdona, ¿el niño está malito?


—Sí, con fiebre alta, pero no es nada.

—No lo sabía, perdóname, ¿podrás?

La miré un tanto dolido, pues no me había hecho ni pizca de gracia su tono


de voz, pero entendí que su juventud habría de jugarnos más de una mala
pasada y que ella necesitaría un tiempo para asimilar que yo tenía un hijo y
que eso me ligaba en parte a su madre, le gustarse o no.

—Me gustaría ir a tomar una ducha, si no te importa—le propuse.

—Claro…

Ella también se percató de mi tono de voz, más distante y debió de


comprender su metedura de pata, pues se le cambió el gesto.

Entré en la ducha y decidí no darle mayor importancia, optando por pasar


una bonita noche en su compañía… Una bonita noche que comenzó en ese
mismo instante, pues ella había tenido el mismo pensamiento y,
despojándose de su ropa, se metió en la ducha conmigo, buscando la más
sensual de las reconciliaciones.
Capítulo 14

Las dos siguientes semanas fueron geniales. Si había alguna aspereza que
limar entre nosotros, todo quedó aclarado…

En esos días ella se tomó unas minivacaciones que le permitieron


permanecer conmigo en Nueva York todo el tiempo y yo estaba no
encantado, sino lo siguiente.

Llegar a casa y encontrármela allí, relajadamente unas veces y otras


preparada para salir a cenar a alguno de los restaurantes más lujosos de la
ciudad… Daba lo mismo cuál fuera la circunstancia, lo importante era
compartir tiempo con ella.

También una vez me dio la sorpresa de aparecer por mi despacho,


pidiéndole a Trevor que la llevara hasta allí.

Eso mismo ocurrió por segunda vez aquella mañana, en la que no la


esperaba y que me encantó verla entrar.
El caso es que la puerta de mi despacho estaba abierta porque Rebeca había
venido a tomarse uno de esos cafecitos con los que solía sorprenderme de
vez en cuando y ambos miramos hacia ella.

—Hola, Pauline, ¿cómo estás? —le preguntó mi secretaria y amiga, de lo


más amable.

—Bien—le contestó ella en un tono tan seco que llamó poderosamente mi


atención, pues no estaba acostumbrado a escucharlo.

—Os voy a dejar, ¿vale? Tengo muchas cosas que hacer—repuso la otra
viendo el percal.

—Me parece bien, estoy segura de que Jason no te paga porque le


acompañes tomando café.

En ese instante quise que la tierra me tragase, pues nunca hubiese


imaginado que semejante grosería pudiera salir de sus labios, algo que me
dejó patidifuso.

Rebeca, con los ojos inyectados en sangre, me dedicó una última mirada
antes de cerrar la puerta.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado para que le sueltes esa grosería?
—le pregunté más cabreado que una mona cuando nos quedamos a solas.

—No, no vayas por ahí porque no te lo voy a consentir. Aquí el único que
tiene que darme explicaciones eres tú.
—¿Que yo tengo que darte explicaciones? Por Dios que no sé a lo que te
refieres, pero explícate porque me estás poniendo de los nervios.

—¿A ti te parece bonito que venga a darte una sorpresa y te encuentre de


cháchara con esa?

—¿De cháchara con esa? Estaba charlando con Rebeca y sí, por supuesto
que puede entrar a mi despacho a charlar cuando le dé la gana conmigo o yo
tengo derecho a llamarla y decirle que entre.

—¿Y decirle que entre? ¿También le pides que se abra de patas para ti?

Toda la magia que había sentido con ella desde el primer momento, pero
que toda, presentí que podía esfumarse en ese instante.

—¿Cómo has dicho? Perdóname, pero no te voy a consentir que insinúes


según qué cosas. Entre Rebeca y yo nunca ha habido nada, pero de haberlo
habido no sería en este momento. Yo estoy contigo y eso cambia las cosas
por completo, soy un hombre fiel.

Sentí como que le debía una serie de explicaciones que comencé a darle una
tras otra, cuando lo cierto es que era ella quien no tenía que dudar de mí ni
mucho menos hablarme en el tono que lo estaba haciendo.

—Ya, la jodida presunción de inocencia. En el caso de los hombres es que


me cuesta un poco más creer en ella, que vosotros veis una falda y os
volvéis locos.
—Lo siento mucho, pero no tengo por qué soportar esto, te pido por favor
que te marches de mi despacho.

—¿Te pillo con las manos en la masa y soy yo la que tiene que irse? No es
justo, es que no es justo—se quejó.

—Lo que no es justo es que me hables como si te debiera explicaciones


cuando la única que las debe eres tú.

—No, no te equivoques. Mira, yo puedo trabajar con un montón de


hombres, pero tú a mí no me vas a pillar nunca en un renuncio, ¿sabes? Yo
sé estar en mi sitio, no voy a babear con ninguno.

—Ni yo he babeado con Rebeca, joder, ¿vas a seguir?

Si algo no podía soportar en una persona era que quisiera llevar la razón a
toda costa, incluso cuando no tenía ni la más mínima.

—Pues mira sí, voy a seguir hasta que se me quite este jodido complejo de
tonta que he sentido al verte así de acaramelado con ella, ¿te parece bonito?

—¿Acaramelado? Mira, Pauline, no es mi culpa si tú ves fantasmas donde


no los hay.

—Esa es la típica excusa de todos los culpables, a mí no me vengas con


esas, ¿vas a confesar?
Si digo que su actitud me fastidió una barbaridad no llego a describir la
situación ni mínimamente. Me sentí herido y atacado.

—Lo único que te voy a confesar es que tengo ganas de quedarme solo, así
que, si me haces el favor, te pediría que te marchases.

—No, no quiero irme. Estoy dispuesta a perdonarte por esta vez, pues debo
volar a Buenos Aires mañana y no me apetece en absoluto irme con este
mal sabor de boca, pero te advierto que no voy a consentir este tipo de
comportamientos.

—Pauline, te estás equivocando, por ahí no vas bien.

—Tú eres mi pareja y me debes lealtad solo a mí, no soy yo quien se está
equivocando.

—Y soy un hombre leal. Joder, esto es de locos, ¿cuántas veces tengo que
explicarte que no estaba haciendo nada malo con Rebeca?

—Vale, vale, ya pasó—Se vino hacia mí con la intención de besarme, pero


lo evité.

—Ahora no me apetece, por favor, respétalo.

—No, eso no puede ser. La gente tiene que reconciliarse cuando pasa algo
así y a mí se me ocurre un modo de lo más…
Sin más, me echó mano a la bragueta. Yo estaba sumamente alterado,
mucho, pero al ver la sensualidad de sus dedos desabrochando su camisa,
no me resistí a probar esos senos que puso en mi boca en cuanto se despojó
también del sujetador.

Sin más, ella misma se deshizo de su falda y de su tanga. Estaba húmeda,


tan húmeda que la hice mía de un modo salvaje, pues su humedad despertó
los más primarios de mis instintos.
Capítulo 15

Todas las parejas pasan por un período de adaptación y yo tomé lo que


ocurrió como parte de la nuestra.

En mi fuero interno, la volví a disculpar, dada su juventud. Pese a todo,


Pauline, la reina de las pasarelas, parecía tener un punto vulnerable; una
cierta inseguridad en lo que a las relaciones con los hombres se refería, pero
nada que no se curara en cuanto comprobara que yo solo estaba por sus
huesos.

En los siguientes días, a la vuelta de su viaje, vivimos una especie de luna


de miel tras ese primer disgusto, por lo que no pude sentirme más feliz
viéndola de nuevo tan cariñosa, cercana y con esos disparates tan suyos que
soltaba a cada momento y que hacían que me desternillase de risa allí donde
estuviese.

—Es un verdadero amor—me confesó Emily aquella mañana.

—Sí que lo es, lo llena todo con su luz, ¿verdad?


—Sí, es como un ángel, ¿sabes que se ha agendado el teléfono de mi hijo y
que de vez en cuando le envía audios? No te imaginas, para él es como si
bajara el mismísimo Dios del cielo a saludarlo, se pasa el día
reproduciéndolos.

—Es muy atenta, sí. Yo también lo noto con la gente que se le acerca, que
siempre tiene una palabra amable o se hace una foto con ellos, aunque la
pillen en el peor momento.

—Sí, se parte la cara por agradar a todo el mundo, eso está claro. Oye,
Jason, en unos días será tu cumpleaños, ¿lo celebrarás con una gran cena
para tus amigos como todos los años? Me lo tienes que confirmar para ir
preparando el menú, sabes que no puedo hacerlo de un día para otro, es
mucho trabajo.

—Supongo que sí, te lo confirmo en cuanto lo hable con Pauline.

En cierto modo soy un hombre de costumbres y la de reunir a todos mis


amigos en mi casa el día de mi cumpleaños para mí es una de las más
importantes del año. Bastante tenía con que en esa ocasión no contaría con
la presencia de Daniel, pero qué se le iba a hacer.

Esa noche lo comenté con Pauline.

—¿Aquí en casa? Es que te me has adelantado.

—¿Y eso? ¿Por qué me lo dices?


—Es que a mí lo que me gustaría es que nos fuéramos los dos solos a algún
lugar maravilloso, tú y yo.

—Pero si tú siempre estás diciendo que te pasas el día de acá para allá,
subida en un avión y que luego te apetece quedarte en casa.

—Eso ocurre normalmente, sí, pero en una ocasión así lo que me apetece es
que hagamos una excepción.

—Es que, ¿sabes lo que pasa? Que todos mis amigos cuentan con ello, es
una tradición.

—Ya, pero ahora estás conmigo y puede que haya llegado el momento de
hacer ciertos cambios en tu vida, ¿no te parece?

—Pues lo cierto es que no me lo había planteado así, pero puede que tengas
algo de razón, ¿qué te apetecería hacer a ti?

—Me dejo sorprender, tendré unos días libres, ¿vale? Con eso te lo digo
todo.

Sabía a lo que se refería. Los múltiples compromisos profesionales de


Pauline la obligaban a estar todo el tiempo de un rincón para otro del
planeta y, como hacía poco había disfrutado de unas minivacaciones, volver
a tener unos días libres le suponía someterse antes a maratonianas jornadas
de trabajo.
Con ese gesto me dio a entender lo importante que esa fecha era para ella y,
por tanto, tampoco me dolieron prendas en cancelar esa cena anual, lo que
hice al día siguiente.

—Pero tío, ¿de veras nos dejas sin cumpleaños? Yo quería aprovechar para
darles a todos nuestros amigos la noticia—se lamentó John.

Sí, definitivamente Nancy y él iban a ser padres, algo que él ya me había


confirmado, pero que estaba pendiente de contarle al resto de nuestro
entorno.

—No vayas a hacer de esto una tragedia, amigo, que tendremos muchas
ocasiones para reunirnos todos.

—No sé yo qué decirte, antes por una cosa y ahora por la contraria, no hay
quien te vea el pelo, amigo.

—No seas injusto, el otro día nos tomamos tú y yo unas cervezas.

—Porque Pauline estaba fuera…

—¿Quieres decirme algo? —Me mosqueé un poco, me pareció un tanto


impertinente su reacción.

—Nada, solo que quizás, y ya te digo que únicamente quizás, ella muestre
una cierta predisposición a quererte en exclusiva, solo es eso.
—Estás tonto, tío, al final sí que vas a parecer embarazado, estás de un
sentimental…

—Bueno, quizás sea eso, pero deberías considerar lo que te digo.

—Yo lo único que considero es que la vida nos ha dado un giro maravilloso
a los dos, así que debemos disfrutarlo.

—Y no te digo que no…

A partir de ese momento, siempre que no estaba trabajando, andaba


enfrascado en preparar un viaje que me hacía especial ilusión.

He de confesar que cuando Stella y yo viajábamos, era Rebeca quien se


ocupaba de todos los pormenores, por mucho que parecieran estar en mi
mano. Incluso en más de una ocasión fue ella quien me propuso el destino,
pero todo eso había cambiado.

Si algo me había propuesto era que las cosas con Pauline salieran bien, por
lo que yo personalmente me encargaría de todos los preparativos. Soplar las
velas en un paradisíaco destino, lejos de todo y de todos, con mi ojazos
violeta al lado era un planazo que también me llenaba de ilusión y para el
que ya andaba contando las horas.
Capítulo 16

Alquilé la mejor mansión que pude encontrar en la isla de Holbox, un


paraíso terrenal situado en México y que ella no conocía.

Pese a que había ido en más de una ocasión a ese país por trabajo, ese
pedacito de cielo en la tierra no había tenido la suerte de contar con la
presencia de alguien como ella hasta ese momento.

Cuando se lo propuse, Pauline se volvió loca.

—¿A Holbox? Algunas compañeras estuvieron haciendo un reportaje y me


contaron que es lo más de lo más.

—Y como tú lo vas a vivir, todavía será mejor.

—Se me olvidaba que a ti todo te gusta a lo grande, señor multimillonario


—ironizó.
—Tú sí que eres grande, por mucho que yo te llame pequeña. Oye, espero
que allí estemos a salvo de la prensa, no me gustaría tener que estar lidiando
todo el día con ella.

—No te preocupes, que de la prensa me encargo yo. Cualquier día les digo
que nos casamos y polémica zanjada.

—No se te ocurrirá, ¿no? Hemos dicho que nada de darles carnaza, sabes
que no puedo con esa gente.

—Pero tú tienes que entender que yo soy un personaje público y que en


parte me debo a ellos.

—Pienso que te debes a tu trabajo, pero te entiendo.

—Pues eso, listo, que mi trabajo tiene una parte pública que no puedo dejar
de lado.

—Ni yo te pido que lo hagas, nunca lo haría, solo te digo que por favor no
alimentes la polémica, que lo están deseando.

—Vale, vale, ¿y qué me darás a cambio?

—Se me ocurren un buen puñado de cosas que darte aparte, lo único es que
me llevará otro buen puñado de horas.
Por mucho sexo que tuviera con Pauline nunca me resultaba suficiente. Ella
tenía el poder de que quisiera estar en todo momento en su interior. Cuando
viajaba, yo lo pasaba fatal, al tener que ausentarse varios días.

Llegamos a aquel paraíso en el que notamos esas vibraciones tan especiales


de las que todos hablan. Yo ya había estado con anterioridad, pero la ilusión
de Pauline hacía de aquella una ocasión de lo más especial.

Lo primero que hicimos fue dirigirnos a la mansión, en la que nos esperaba


una atractiva agente inmobiliaria que se ocupaba de intermediar en el
alquiler.

Muy amable, no dudó en acercarse a nosotros y darnos dos besos cuando


llegamos. Marta, que así se llamaba, era española y había llegado hasta ese
lugar por amor a una isla de la que ya no quería marcharse.

Algo me dijo que Pauline no estaba cómoda en su presencia, por mucho que
la chica se esforzó en hacernos el recorrido por la mansión, de lo más
simpática, para que todo fuera como la seda una vez que ella se marchase.

—Menos mal que esa furcia ya se ha ido—me soltó Pauline cuando nos
quedamos solos y sus palabras me asustaron, al recordarme demasiado a
ciertos episodios de celos que ya había vivido antes con ella.

—¿Qué dices, amor? A mí me ha parecido una chica muy profesional, solo


eso.
—Ya y también entra en su profesión el acercarse a ti y plantarte dos
besazos como si tal cosa.

—Ha sido un gesto cercano, pero sin mayor importancia.

—Eso lo dices tú porque en el fondo te ha gustado que lo hiciera. Al saber


lo que se te habrá pasado por la cabeza, todos los tíos sois unos guarros.

—Pauline, esto comienza a pasarse de castaño a oscuro. Primero Stella,


luego Rebeca y ahora Marta, ¿a ti qué te pasa?

—A mí lo único que me pasa es que eres especialista en joderme, eso es lo


que me pasa. Cada vez que vamos a vivir un momento bonito te empeñas en
joderlo metiendo a otra de por medio. Pues nada, tú mismo, pero luego no
te quejes cuando todo te vaya como el culo, tú te lo habrás buscado.

—Pauline, no te voy a consentir que me hables en ese tono y mucho menos


cuando yo no he hecho nada, ¿a ti qué mosca te ha picado? Deberías
revisarte esos celos.

—Claro, ahora la culpa para los celos de Pauline, que debe ser una
paranoica, ¿cuánto vas a tardar en decirme la famosa frasecita de que veo
fantasmas donde no los hay? Es que ya la estoy esperando.

—Muy graciosa, mira Pauline sabes que estoy muy enamorado de ti, pero
no pienso pasar por esto.
—¿Pasar por qué? ¿Ya estás haciendo una montaña de un granito de arena?
No sabes lo que me jode que hagas eso, siempre igual.

—¿Siempre igual yo? Es que me dejas alucinado. Tienes el poder de


ponerme en tensión. Puedo estar de lo más a gusto y, de un segundo para
otro, tener que ponerme en guardia porque vienes a darme un pinchazo con
la espada de tus celos.

—Que te pongas metafórico no te quita culpa, también te lo digo. En todo


caso, te echa más, por querer zafarte así por las buenas de tus fechorías.

—¿De mis fechorías? ¿Y se puede saber qué es lo que he hecho?

—¿No lo sabes? Me encanta, pues te lo voy a decir alto y claro; darle pie,
eso es lo que has hecho. Si me hubieras dado tu lugar ella nunca se habría
atrevido a hacer lo que ha hecho, acercarse así a ti y tú dándole palique,
como si estuvieras loco por hincarle el diente.

Por Dios que hasta tuve que rebobinar para ver si había algo de cierto en sus
palabras. Cuando una persona te azota con el látigo de los celos, te inocula
un veneno capaz de hacerte dudar de tus propios actos. Eso era lo que hacía
Pauline conmigo.

—Mira, por mucho que trate de entenderte, no acierto a saber lo que pasa
por tu cabecita cuando dices esas cosas—Traté de ponerme en sus zapatos,
porque detecté sufrimiento en sus ojos y eso era lo último que yo deseaba.
—No lo haces porque todos los que son de tu calaña son incapaces de
comprender el daño que provocan, mirando a unas y a otras todo el día.

Lo único que pude pensar era que, de haber topado con mi amigo John,
entonces sí que hubiera flipado. Por muy bien que estuviera con Nancy, ese
era de los que decía que mirar es gratis y a veces se le iban los ojos hasta
con ella delante, lo que normalmente acababa en una divertida colleja de su
novia.

—Me voy a dar una vuelta porque de veras que me jode tanto lo que me
estás diciendo que no sé ni cómo reaccionar—le contesté, preso de una
intensa amargura.

—No, si ahora resultará que yo tengo la culpa de que tú seas un golfo—me


soltó de sopetón, pues sí que estaba por la labor de acabar con la discusión.

—Lo siento, pero necesito tomar el aire.


Capítulo 17

Tentado estuve de volver a pedir que me prepararan mi jet privado, el


mismo que nos había llevado hasta allí y volvernos.

Dejé a Pauline en la mansión blasfemando y cerré la puerta. Me sentí fatal


porque ella solía llevarme al cielo para luego, sin comerlo y sin beberlo,
hacerme descender a los infiernos.

Sentí cómo la amargura se instalaba en mí y pensé que no era justo que en


la víspera de mi cumpleaños y en un entorno tan maravilloso como aquel,
debiera estar así de triste.

Caminando, llegué hasta la playa y, ensimismado en mis pensamientos, a


punto estuve de comerme a un pequeñajo que casi se da de cara conmigo, al
venir corriendo mientras huía de su hermano gemelo.

Los pequeños, rubios y de ojos claros, me recordaron mucho a mi Daniel, a


quien cada vez echaba más de menos. Ya faltaba menos para que viniera de
vacaciones y después también iría yo a visitarlo hasta culminar ese jodido
año que debíamos pasar separados.

—Christian, que te vas a dar con ese señor—le advirtió su madre justo en el
instante en el que yo lo cogí por los hombros para que dejara de correr.

—No te preocupes, ya tengo a este pillo.

—Este y el otro, me van a volver loca entre los dos, eso es lo que van a
hacer. Muchas gracias.

La chica, de lo más atractiva también, llegó hasta a mi altura con la parte


superior de su bikini en amarillo y con un gracioso pareo blanco con
motivos amarillos a juego.

—No hay de qué, ¿cuántos años tienen?

—Dos recién cumplidos.

—Vaya bichillos que deben estar hechos…

—Ni te imaginas, ¿tú tienes niños? Parece que se te dan bien—Yo había
cogido a uno en cada brazo.

—Tengo un hijo, Daniel, pero está con su madre en Australia.


—Vaya faena, debes echarlo mucho de menos. Mira, a mí estos dos pitufos
no me dan tregua, pero aun así no puedo pasar ni un solo día sin ellos.

—Me llamo Jason, encantado.

—Yo soy Mar, ¿es la primera vez que vienes a Holbox? Te lo digo porque
lo conozco bien, si te apetece podrías quedarte a almorzar con nosotros y…

—Y de paso ya te la follas—Escuché decir tras de mí y me quedé con todos


los músculos del cuerpo entumecidos, sin poder moverme.

—Perdona, ¿cómo has dicho? —le preguntó Mar a Pauline, que se ve que
me había seguido y que intervino de esa forma.

—Que te tratará de follar, eso es lo que he dicho, aunque supongo que tú


encantada, pues también debe ser lo que pretendes. Si queréis os grabo o
mejor todavía, nos lo montamos los tres.

—Oye, yo creo que tú no estás bien de la cabeza y yo a ti te conozco, te


conozco de la tele.

—Perdónala, te ruego que la disculpes—La cogí de la mano y traté de


llevármela de allí.

—No voy a ir donde a ti te dé la gana solo para que trates de darme coba, sé
muy bien lo que he visto. No te ha bastado, no y mira que por un momento
he estado hasta a punto de pensar en que me había pasado, por eso he salido
detrás de ti, pero enseguida he podido comprobar con mis propios ojos que
falda que se menee, falda a la que tú quieres atacar, qué asco.

—De veras te ruego que no se lo tengas en cuenta—insistí porque pasé una


tremenda vergüenza por aquella chica.

—No, no, si a mí plin, pero tú la llevas clara con la loca esta, que ya caigo
en quién es, la madre que me trajo al mundo, cómo se las gastan las top
model.

La mujer cogió a sus niños y se los llevó de allí. Yo sentí el más amargo de
los regustos en la boca cuando me dirigí a ella.

—Pauline, no lo voy a repetir, yo no estoy dispuesto a pasar por esto.

—Eres tú quien debería pedirme perdón, pero sí, opta por hacerte la
víctima, así se enfrentan los problemas—Aplaudió con sorna.

—Si yo tuviera algún problema que afrontar lo haría. Créeme cuando te


digo que no soy amigo de eludir mis responsabilidades, pero es que no he
hecho nada para merecer este comportamiento por tu parte.

—Eso lo dirás tú, pero no puedo perderte de vista ni un momento…

—Mira, estoy procurando que no me saques de mis casillas porque me jode


demasiado, pero lo vas a lograr. Déjame en paz, por favor, necesito estar
solo.
—Tú lo que quieres es que te deje solo para seguir alternando con unas y
con otras, eso es lo que quieres.

A un día de mi cumpleaños, yo estaba conociendo la máxima de las


desesperaciones con ella; solos, en un lugar del mundo que parecía
especialmente diseñado para pasear el amor y con la mujer más guapa que
había visto en mi vida y, sin embargo, no sabía cómo lidiar con sus celos.

—Yo lo que quiero es volver a Nueva York y eso será lo que haga en un
breve espacio de tiempo. Puedes volverte conmigo o quedarte el tiempo que
te plazca, me da exactamente igual, pero yo no voy a aguantar esta situación
ni un minuto más.

—No te vayas por favor, quizás haya visto las cosas desde un prisma un
tanto exagerado…—se apresuró a decir cuando le hable así.

Vi la tristeza en sus ojos, la tristeza propia de una persona joven que acaba
de darse cuenta de su tremenda metedura de pata.

—Es que tú no te das cuenta, bonita, pero me pones en la punta de la picota.


Cada vez que me relajo, no tardas en darme un zasca de categoría. Ya nunca
sé por dónde me vas a salir.

—Lo entiendo y asumo toda mi responsabilidad, ¿vale? Te prometo que no


volverá a ocurrir.

—Mira que cuando uno tiene un vicio…—añadí desconfiado.


—Ya, que dicen que cuando uno tiene un vicio o se mea en la puerta o se
mea en el quicio, ¿no?

—Eso es—asentí todavía con el corazón en un puño.

—Pues no te preocupes que para nada, de esta acabo de aprender la lección.


Por culpa de mis tonterías he estado a punto de echar a perder un viaje de
ensueño, ¿no es así?

Respiré hondo porque si algo deseaba era que hubiera verdad en sus
palabras, que lo hubiese entendido y que no se repitiera.

—Así es.

—Venga, que tengo un antojo—me dijo y yo la miré alzando la ceja.

—No, bobo, un antojo de esos no…Yo lo que quiero es que nos hagamos la
foto junto con las letras de Holbox, que es una chulada.

No sabía cómo lo conseguía, pero siempre se salía con la suya y lograba


quitarme el enfado, por grande que fuese.

—Venga, vamos…

Salimos andando en dirección a ellas, de la mano, dando un paseo durante


el cual no paraba de mirarme. Se la notaba apurada, muy apurada. Me daba
la impresión de que Pauline no sabía contener la ira que sentía en momentos
así y, cuando por fin recapacitaba, no podía sentirse peor.

En mi interior me debatía. Por un lado, no podía demostrarle que aquello no


tenía importancia, porque sí que la tenía y ella debía cambiarlo, pero por
otro, ¿qué pasaba por otro? Pues que me daba pena, enamorado como
estaba.

Llegamos a las famosas letras con el nombre de la isla, esas tan coloridas
que salen en las fotos de todos los turistas y tuvimos que esperar nuestro
turno porque había un grupo de chicas, todas ellas turistas también, que
debían estar haciéndose un book fotográfico, pues posaban en todas las
posturas.

Una de ellas reparó en Pauline y el semblante es que se le cambió.

—Tú eres Pauline, tú eres Pauline, qué flipe. Por favor, por favor, ¿te harías
una foto con nosotras?

Sus amigas, que se percataron de que era así, también comenzaron a


suplicarle con las manitas y ella no tardó nada en complacerlas.

—Claro que sí, venga esa foto…

—Chicas, lo único que os pido es que no la subáis a las redes hasta dentro
de unos días que nos marchemos nosotros o los de la prensa acudirán como
las moscas a la miel—les rogué.
—Les teme, es que él les teme, como si mordieran o algo—les comentó
ella, risueña.

—No muerden, es peor. Son auténticos vampiros, viven de chuparle la


sangre a la gente.

Pauline se echó a reír, pero es que yo sabía lo que me decía. Ella se había
acostumbrado a vivir bajo los focos, pero yo me negaba a llevar ese tipo de
vida, en el que la privacidad brilla por su ausencia.

—Es un exagerado, no le hagáis caso. Si os hace ilusión, las subís y punto,


que no es para tanto.

—Yo me llevé las manos a la cabeza porque ella no sabía lo que decía. O sí
que lo sabía, pero no le afectaba como a mí, estaba clarísimo.

Las chicas terminaron por irse, no sin antes charlar un ratito con ella, que se
sentía como pez en el agua con esa enorme fama que le había caído encima
de la noche a la mañana. Si fuera a mí, me pesaría como una losa, pero a
ella no, a ella le fascinaba vivir bajo los focos.

Le hice un montón de fotos, posaba como nadie. Bien se notaba que había
nacido para eso.

—Y ahora los selfis, no te vas a librar—me dijo mientras sacaba mi sonrisa.


El poder que ejercía sobre mí era bestial, porque ya actuábamos como si
nada hubiese ocurrido.
—¿Los selfis? Venga…

Me puse y no tardé en posar como ella me iba pidiendo.

—Si es que somos la pareja del año, claro que sí—me dijo moviendo las
caderas mientras tarareaba la famosa cancioncita—. Qué digo del año,
somos la pareja del siglo, no hay otra igual—Me comía a besos mientras.

—Si es que da gusto cuando estás bien, preciosa. Vamos a pasar unos días
maravillosos.

—Y mañana es tu cumple, va a ser el mejor cumple de tu vida, ¿y sabes por


qué? Porque yo voy a ser tu regalo—Me comentó insinuante mientras le
hacía un gesto con el brazo a un chico para que nos tomara una foto.

El chaval se acercó y resultó ser japonés, lo cual no fue óbice para que
también la conociera y, después de tomarnos un par de fotos, le pidiera
también una con ella.

Yo negué con la cabeza porque lo que había sido una escapada secreta se
convertiría en un abrir y cerrar de ojos en la comidilla de la prensa rosa.

Después de la improvisada sesión fotográfica, nos dispusimos a disfrutar de


las turquesas aguas de la playa de Punta Mosquito, donde están situadas
estas llamativas letras.

Las aguas caribeñas siempre me han apasionado y en aquella ocasión,


acompañado por ella, contaban con un atractivo añadido.
Se me ocurrían pocos lugares en el mundo mejores para darnos un
chapuzón, pues fue poner los pies en sus blancas arenas y apetecernos a
ambos refrescarnos.

—Cógeme, anda—me pidió en cuanto el agua nos cubrió por la cintura.

Me fascinaba esa parte mimosa de ella, cuando dejaba a un lado a la diva


que era y le salía una niña que no podía ser más encantadora.

—Ven aquí—Hice que me rodeara con sus piernas y la apreté fuerte contra
mí.

—¿Sabes lo que me apetece que hagamos mañana para celebrar tu cumple?

—Dime…

—Pues quiero ir a la Isla de la Pasión, ¿vale?

—Ok, es un lugar muy tranquilo, me apetece.

—Es que tiene el nombre justo, esa es nuestra isla.

—Pues entonces que se vaya el resto—bromeé.

—Podrías comprarla si quisieras.


—¿Cómo? —carraspeé porque no era algo que nunca se me hubiera pasado
por la cabeza, me refiero a lo de comprar una isla.

—Sí, ¿te imaginas? Ese sería nuestro cuartel general y la podrías bautizar
con mi nombre.

—Así me gusta, amor, que seas humilde.

—¿Y para qué sirve la humildad? —me preguntó con carita de


circunstancias.

—Anda, anda…

Me resultaba adorable y es que ya a esas alturas me había enamorado de


ella hasta más de lo que me reconocía a mí mismo. Pauline era una
personita de lo más especial que estaba haciendo mella en mí a lo grande.

Pasamos el resto de la mañana en la playa, tomando el sol y dándonos


chapuzones. Muchos eran los curiosos que se nos quedaban mirando, dado
que ella era una figura mundialmente conocida.

Se notaba que a Pauline le apasionaba su profesión y todo lo que la fama


conlleva, porque se movía como Pedro por su casa con la gente, saludando
a diestro y siniestro y aceptando posar con algunas de las personas que así
se lo pedían.
Capítulo 18

Después de almorzar nos acercamos de nuevo a la mansión que alquilé y


nos echamos un ratito en una magnífica cama balinesa que había en el
jardín, a los pies de la majestuosa piscina.

—Qué bien se está cuando se está bien—me dijo ella con gesto burlón.

—Pues eso digo yo, preciosa y espero que dure, que comienzo a temerte por
los pollos esos que me montas.

—Eres más exagerado… tampoco son para tanto y, además, que no me


apetece hablar de eso. Yo ahora prefiero hacer otras cosas—me indicó.

Sí, se ve que tenía en mente hacer otras cosas porque así me lo demostró en
un pis pas, bajando al sur de mi cintura y echando mano a mi pene, que no
tardó en engullir.

A todo esto, ella tenía todavía puesto el sexy trikini con el que había bajado
a la playa, uno en color rojo que le hacía un cuerpo todavía más
espectacular si es que cabía.

Cerré los ojos y disfruté de aquella increíble experiencia, pues el sexo con
ella había que escribirlo con mayúsculas.

—Para, para, para, para—le pedí en un momento dado antes de que la


naturaleza se abriera camino y aquello terminase antes de lo esperado.

Los sugerentes labios de Pauline, tan rosados y brillantes, me habían


llevado a un punto de excitación que, en combinación con su lengua, apenas
podía superarse.

Deseoso de devolverle el favor, la tumbé en la cama balinesa y, bocarriba, la


fui despojando de su trikini. Sus pezones, tan duros y excitados,
constituyeron para mí toda una tentación, por lo que no tardé en hundir la
cabeza en mis senos y lamerlos con ansia mientras lograba arrancarle sus
primeros gemidos.

Desde que estaba con ella, esos gemidos se estaban convirtiendo en


adictivos para mí, por lo que al intensificarse me pusieron todavía más duro.
Fue entonces, tras lograr un primer orgasmo por su parte, cuando morí de
ganas de penetrarla. Para ello, la puse a cuatro patas y tuve que soltar el aire
de mis pulmones cuando vi el gesto que adoptó, con esa silueta tan perfecta.

La forma en la que apartó su melena hacia un lado, esa forma en la que lo


hizo, tan sugerente, me puso todavía más duro, dejando que yo diera buena
cuenta de un cuello que no tardé en besar, en lamer, en morder…
La tomé por la cintura al mismo tiempo que lo hacía, al mismo tiempo que
mi pene la atravesaba hasta llegar a lo más profundo de ella, hasta que su
calor se mezclaba con mis gemidos, hasta que no pude resistirme a
embestirla con fiereza, a dejar salir de mí a la bestia que ella despertaba, a
esa bestia que apenas podía dominar y que me llevaba a querer poseerla una
y otra vez.

Luego me ocurría otra cosa a la que no sabría qué explicación darle;


cuantos más episodios de celos vivía por su parte, más ganas tenía de
poseerla, como si así quisiera demostrarle la realidad; que era a ella y solo a
ella a quien yo deseaba poseer por encima de todas las cosas.

En aquel luminoso jardín, con Pauline cogida por la cintura y con la visión
de aquel impresionante trasero, sin duda uno de los más deseados del
mundo, me sentí poderoso.

Sensual, sugerente, sexual… todos esos adjetivos servían para calificar a


una Pauline que había llegado a mi vida removiendo sus cimientos desde
abajo, que había llegado para quedarse.

Cuanto más fuerte le daba, más explosiva me resultaba… en un momento


dado se volvió para mirarme, para mantenerme su mirada violeta de un
modo tal que pareciera que iba a meterse en la mía. No podía con sus ojos,
no podía con unos ojos de los que medio mundo estaba enamorado y que yo
tenía el privilegio de que se posaran sobre mí en exclusiva.

Solo con su mirada logró encenderme todavía más, logró que quisiera
poseerla todavía con más fiereza, como si le debiera el llevarla a un
universo del placer en el que nunca hubiese estado.

Su cuerpo ardiente, su mirada incendiaria, su contoneo provocativo…todo


en ella estaba pensado para pecar, pues por Pauline hubiera entrado
directamente por la puerta del infierno, si fuese necesario.

Una vez hubimos terminado, la abracé. Exhausta como estaba, no tardó en


dormirse, momento que yo aproveché para repartir un repertorio de besos
por toda su preciosa cara. Comenzaba a amarla con locura y, con locura,
quiere decir exactamente eso; con verdadera locura.
Capítulo 19

Esa noche, después de encargar una pizza de langosta que nos zampamos en
la mansión, volvimos a salir. Sí, una pizza de langosta, especialidad de
aquella isla y muy rica.

Ella llevaba un minivestido en blanco y con flecos que justo la convirtió en


eso; en el blanco de todas las miradas.

Al poner un pie en la calle, comprobé con desagrado que ya había llegado a


oídos de la prensa que estábamos allí, porque no tardaron en asaltarnos.

—No tenemos nada que decir, por favor, no nos sigáis—les rogué con
paciencia mientras ella les sonreía y saludaba con la mayor de las
amabilidades.

—Te pongas como te pongas nos van a seguir, así que es mejor tomarlo con
alegría.
—Con alegría te voy a tomar yo a ti—le dije mientras la cogía por la cintura
y presumía de ella, pues no podía estar más orgulloso.

—Es que a Holbox la llaman la Isla del Buen Rollo, ¿no es así?

—Así es, guapísima. Así que toma nota, ¿vale? ¿Tú sabes que yo me estoy
empezando a enamorar de ti, pero mucho?

—¿De verdad? —me preguntó con carilla de cordero degollado.

—¿Y tú lo dudas? Eres una de las mujeres más deseadas de este planeta, el
que tendría que sentirse inseguro soy yo, pero va a ser que no, ¿y sabes por
qué? Porque el amor está hecho para saborearlo y las inseguridades, los
miedos y los celos no lo permiten, es importante que lo sepas.

—Ya lo sé y tienes toda la razón. A partir de ahora, cero celos, ¿vale?

—Eso es lo que quería escuchar…

—¿Escuchar? Yo estoy pensando en que escuches otras cosas, te van a


encantar—Tiró de mi mano porque ella sabía muy bien hacia dónde iba.

—¿Qué dices de escuchar?

Esa faceta de ella sí que no la conocía y estaba a punto de hacerlo, algo que
me dejó totalmente embelesado. Ya llevábamos un rato en la calle y nos
habíamos tomado un par de cócteles, por lo que estaban a punto de dar las
doce de la noche cuando entramos en ese karaoke.

En la puerta había un par de paparazzi apostados, por lo que traté de pasar


de largo sin apenas darles tiempo a que nos hicieran un tercer grado de esos
tan propios de ellos.

—Te estás convirtiendo en todo un especialista a la hora de zafarte de esta


gente, ¿eh? —Me guiñó un ojo mientras se dirigía hacia el interior del local,
en el que hizo una petición que no me dejó escuchar.

Mientras, me encargué de pedir un par de cócteles para ambos y ella se


sentó a mi lado de lo más mimosa, sorbiendo lentamente mientras me
miraba con amor.

Una alarma le sonó justo en el momento exacto, que fue cuando la miró
también el encargado del karaoke y ella no dudó en subir al escenario, ante
los atónitos ojos de todos aquellos que no se habían dado cuenta de quién
era.

—“Happy birthday to you…”—comenzó a entonar con una voz que ya


quisieran muchas cantantes y a mí todo el vello se me erizó.

No, no solo me emocionó por su voz, pues cantaba como los ángeles, sino
por el gesto que tuvo, por el paso al frente que dio cantándome delante de
todos como el mejor regalo de cumpleaños que pudiera ofrecerme.
No podía parar de sonreír y de negar con la cabeza mientras la veía, como si
también fuese una diva de la canción, llenando todo el escenario.

—Te juro que si tuviera una mujer así no se me ocurriría pedirle nada más a
la vida, es jodidamente increíble—le dijo un chico que estaba a mi lado a su
amigo.

Yo tampoco pensaba pedirle muchas más cosas, salvo que me acercara más
a mi hijo Daniel, a quien sí echaba muchísimo de menos. Justo me llegó
también un mensaje suyo de felicitación en ese instante, junto con otro de
su madre que me apresuré a borrar, pues no quería crearle más
inseguridades a Pauline.

Cuando ella bajó del escenario lo hizo pletórica, todos aplaudían y silbaban,
incluso muchos la habían grabado, sin que a ella pareciera importarle lo
más mínimo.

Aunque para nada era así, parecía como si Pauline hubiera nacido entre
focos, de lo bien que se defendía en ese mundillo.

—Ha sido sublime, el mejor regalo que podrías haberme hecho, ¿cuándo
pensabas decirme que cantabas así? Mira que ya estaba enamorado de ti,
pero ahora lo estoy todavía más.

Feliz, ella enmarcó mi cara con sus manos y nos besamos. La gente, que no
le quitaba ojo de encima, comenzó a aplaudir y ella les agradeció el gesto
diciendo que no era para tanto.
Se notaba que le gustaba destacar, supongo que eso no se puede evitar o
simplemente no hay razón para hacerlo cuando a uno le seduce la fama
como a ella le seducía.

Nos tomamos un cóctel más, entre besos y arrumacos, y finalmente


decidimos irnos porque nuestros cuerpos nos estaban pidiendo a gritos un
poco de privacidad. Cada vez que ella se me acercaba, cada vez que me
besaba, creaba en mí una necesidad y un deseo que no parecían ser de este
mundo.

Llegamos a la mansión con los labios doliéndonos de lo mucho que nos


besamos por el camino y lo que vino después fue una intensa noche de
pasión en la que ambos nos declaramos nuestro amor mientras el sexo se
encargaba del resto.

En nada de tiempo ella se había encargado también de poner mi mundo


patas arriba y nada volvería a ser igual a partir de entonces.

El enorme dormitorio principal de aquel idílico total fue el testigo de una


pasión desmedida. Nunca y eso me sorprendía por lo mucho que quise a
Stella, nunca había conocido una pasión similar.

La misma pasión nos despertó horas después e hizo que antes de comenzar
el día volviéramos a amarnos…
Capítulo 20

—Felicidades, amor, felicidades—me decía una y otra vez mientras me


abrazaba durante el desayuno, que yo mismo me encargué de preparar y de
servirle en la cama.

Lógicamente nos ofrecieron servicio en aquel lugar, pero nada me gustaba


más que estar a solas con ella y a salvo de miradas indiscretas.

—Gracias, cariño, no puedo sentirme más afortunado—le confesé mientras


besaba su mejilla y hacía que un mechón de su pelo descansara sobre una de
sus orejas.

—Pues esto no es nada, yo voy a lograr que seas tan feliz que ni te acuerdes
de nada de tu vida anterior—sentenció.

—Bueno, hay una personita de mi pasado que sigue siendo protagonista de


mi presente, no lo dudes.

—Ya, ya, claro, Daniel, eso por supuesto, ¿te ha felicitado ya?
—Sí, lo hizo anoche mientras cantabas, amor.

—Muy bien, ¿y su madre lo hizo también?

Me quedé pillado, pero comprendí que tenía que dar una respuesta rápida
antes de que fuera peor.

—No, Stella no lo hizo.

Me sentí mal, muy mal, porque odio las mentiras. Sin embargo, aquella me
pareció una mentirijilla piadosa soltada para que ella no montase en cólera.

Tenía la esperanza de que todo eso cambiaría muy pronto, que enseguida
ella comprendería que ninguna otra mujer podía hacerle sombra en mi vida,
pero mientras prefería poner el parche antes que la herida, como suele
decirse.

—Vale, mejor. Voy a por tu regalo—me anunció con voz cantarina porque
parecía que mi respuesta le había encantado.

Desnuda como estaba, pues así nos gustaba dormir abrazados, no dudó en
levantarse y sacar de entre sus pertenencias una caja. Enseguida vino con
ella en la mano y me la ofreció. Se trataba de una pulsera de cuero,
maravillosamente labrada, una auténtica pieza de artesanía con la que noté
que me hizo un guiño.
—¿Te gusta?

—Me encanta y puedo asegurarte que de este estilo no tengo ninguna.

—Eso ya lo sé—Rio.

—Detecto por tu risilla que me estás diciendo que tengo que modernizarme
un poco, ¿no?

—Tu estilo me parece inigualable, eres el hombre más elegante que


conozco, pero te falta algún detalle como este para cuando estamos así,
como estamos ahora, de vacaciones y demás.

—¿Bromeas? Tú me la has regalado y esta no se mueve de mi muñeca, eso


te lo aseguro.

—¿No te estás quedando conmigo?

—¿Que si se trata de una broma? No es ninguna broma, porque no pienso


quitármela y, con respecto a la pregunta que acabas de hacerme, sí que me
voy a quedar contigo, pero de otra forma.

La abracé y la senté sobre mis piernas. Nada más hacerlo la noté mojada y
eso hizo que mi pene reaccionara a la velocidad de la luz, endureciéndose
todavía más, pues su sola visión desnuda ya me tenía duro.
Ella aprovechó para ponerlo sobre su entrada y fue bajando con total
lentitud, metiendo sus ojos en los míos a la par que mi pene se metía en ella,
deleitándose con esa humedad que lo envolvía.

Yo mismo la tomé por las axilas para que se moviera, algo que comenzó a
hacer con toda la sensualidad del mundo, dejando su melena caer sobre un
hombro y ofreciéndome el otro, de la forma más sugerente del mundo.

En momentos así hasta la vista se me nublaba y solo podía ver por sus ojos.
El efecto que Pauline producía en mí era devastador, como si se tratase de
una bomba que explotaba a mi lado y que no me dejaba pensar en otra cosa
que no fuera en ella, convirtiéndose en el epicentro de todo.

Me levanté, dentro de ella, y así la llevé a la cama balinesa del jardín.


Aquella mansión nos ofrecía privacidad total, pues no había manera
humana de que nadie pudiera acceder al aludido jardín si no era entrando
por la puerta. Y, que yo supiera, los de la prensa todavía duplicados de
llaves no hacían, aunque todo se andaría.

La deposité en la cama balinesa y comencé a salir y entrar de ella,


tomándola de los brazos, que tenía delante, moviéndome como una fiera
que acaba de hacerse con una presa y no está dispuesta a que nadie se la
quite.

Quizás fuera por su modo de operar, quizás por su edad o quizás por ser una
de las mujeres más deseadas del mundo, pero ella también despertaba en mí
un sentido de la posesión que me era desconocido hasta entonces. Solo que
yo hacía uso de ese sentido en la cama y luego mantenía la cabeza encima
de los hombros.

—Dame más, quiero más—murmuraba mientras yo se lo daba todo.

—¿Quieres más? —Levanté su mentón y comencé a besarla casi con rabia,


de lo mucho que la deseaba.

—Sí, quiero más…

—¿Y qué más quieres, preciosa? —le pregunté mientras el ritmo de mis
embestidas alcanzaba esa delgada línea roja que bajo ningún concepto yo
traspasaría, pues jamás le haría daño.

—Lo quiero todo, lo quiero todo contigo—me dijo con tanta ansia que sentí
temor por un instante.

—Te lo estoy dando todo, preciosa, te lo estoy dando todo—La besé casi
con desesperación porque su sed de mí no parecía saciarse en ningún
sentido, por mucho que yo le diera.

De repente, salió de mí y se tumbó bocabajo, dejando ese increíble trasero


suyo que daba la vuelta al mundo en las portadas de las revistas de moda a
mi alcance.

Bajé hacia él, lo besé, lo amasé con las manos, lo lamí y luego lo aprisioné
entre mis manos mientras mi pene volvía a entrar en su ardiente sexo,
poseyéndola con la mejor de las visiones posibles. Lo mucho que
contrastaba el color de su piel con la cama balinesa, los rayos de sol de la
mañana, las ganas de ella…un cóctel sensacional para entrar por la puerta
grande en el día de mi cumpleaños.
Capítulo 21

Ella se había empeñado y a mí me pareció el mejor de los planes para


celebrarlo. Allá que íbamos los dos, con comida que habíamos encargado
para no tener que preocuparnos de nada.

La Isla de la Pasión era muy pequeñita y a ella le encantó nada más pisarla.

—Es una auténtica cucada y mira—me señaló a los pájaros que la


sobrevolaban.

—¿Ves? Esas no son aves carroñeras como los paparazzi, esas solo nos
sobrevuelan para comer.

—Oye, que los paparazzi también tienen que comer, pobrecitos, ¿no?

—No vas a convencerme de que me den lástima, te aseguro que no.

—Bueno, tú mismo. No hemos venido aquí a discutir sobre ellos.


—Y espero que no aparezcan. Mira, allí hay un lugar con sombrita, detrás
de la vegetación, donde estoy seguro de que podríamos pasar
desapercibidos.

—No van a venir, tranquilo.

—¿Y cómo lo sabes? Ya están en Holbox, los has visto igual que yo,
andarán como locos buscándonos.

—Que te digo yo que no, puedes estar tranquilo.

—Perdona, ¿hay algo que yo no sepa? Porque lo dices con una tranquilidad
que me mosquea.

—He llegado a un acuerdo con ellos, solo es eso.

—¿Has llegado a un acuerdo? Venga ya, no puede ser…

—Sí, posaremos para ellos el último día a cambio de que nos dejen
tranquilos el resto del viaje.

—Tiene que ser una broma, dime que tiene que ser una broma, por favor.

—No es ninguna broma. Estamos hablando solo de posar, no de que vayan


a darnos corriente con un cable pelado ni de que nos claven chinchetas
debajo de las uñas—Se partió de la risa.
—¿Y se puede saber cuál es la diferencia? Porque te aseguro que yo no veo
ninguna.

—Anda, anda, que no puedes ser más exagerado para todo. Posaremos y ya.

—No, no estoy de acuerdo. Jamás he hecho un circo de mi vida privada,


estoy totalmente en contra de esas cosas, paso por completo.

—Pero es que yo ya he dado mi palabra.

—Tú lo has dicho, has dado tu palabra, pero yo no. Lo siento, pero ni hecho
pedazos.

—Me vas a hacer quedar fatal, con lo mucho que me costó convencerlos.

—Pero ¿se puede saber cuándo has hablado con ellos? No me he separado
ni un momento de ti.

—Ni falta que hace, los conozco y tengo los teléfonos de las agencias con
las que trabajan. He llegado a ese acuerdo con los peces gordos, no me
digas que no es un pelotazo.

—¿Un pelotazo? Me estoy desesperando, te prometo que me estoy


desesperando por momentos.

—Pues tampoco es para tanto, también te lo digo—Comenzó a besarme.


—Pauline, no quiero entrar en ese círculo vicioso, por favor te lo pido,
entiéndeme.

—¿Y por qué no me entiendes tú a mí? Mira, ellos son así, yo conozco muy
bien cómo funcionan, basta que uno niegue lo que está ocurriendo para que
lo persigan hasta el fin del mundo. Sin embargo, si da la cara, lo confirma y
colabora, no hay problemas, te terminan dejando en paz.

—Ya, pero yo siempre he logrado que me dejen en paz sin tener que pagar
ningún precio por ello, ¿eso puedes entenderlo?

—Pero es que ahora somos más jugosos para la prensa. Con todos mis
respetos, ella no les interesaba demasiado, pero yo sí. Y eso, unido a quién
eres tú, pues…

—Ella se llama Stella, te lo he dicho muchas veces.

—Y yo te digo que no me interesa en absoluto cómo se llame, para mí solo


existimos tú y yo. Por favor, ¿harías eso por mí?

De todas las posibles cosas que Pauline me hubiera pedido, no había ni una
sola que me costase más trabajo que aquella, pero eso era algo que no
lograba meterle en su cabecita.

Finalmente, viendo que para ella y para su trabajo era muy importante,
terminé por claudicar aun sin estar en absoluto convencido.
—Solo una vez y el último día—carraspeé.

—¡Yupiiii! —chilló emocionada sin dejar de besarme.

—No vas a conseguir siempre todo lo que quieras de mí, eso quítatelo de la
cabeza—Creo que lo dije en alto porque en realidad era yo quien necesitaba
reafirmarme en esa idea.

—Ni yo pretendo eso, tranquilo—me aseguró contenta como niña con


zapatos nuevos.

Nos tumbamos al sol y ella se dejaba querer. Interiormente yo estaba


flipando por la concesión que acababa de hacer, una que iba en contra de
todos mis principios, pero es que, siendo sincero conmigo mismo, parecía
que no había nada que pudiera negarle a Pauline.

La mañana la pasamos entre tomar el sol y darnos unos refrescantes


chapuzones en los que no faltaban los arrumacos y las caricias. Cada vez
que nos metíamos en el agua, ella se me pegaba como una lapa.

Si algo me fascinaba de mi novia era que fuera así de cariñosa, que buscara
constantemente ese contacto piel con piel y que soltara esa sarta de
disparates a cada momento con los que tanto me reía.

Alegre como ella sola, Pauline, siempre que no sacaba esa otra cara, era
alegre a más no poder, contagiándome esa alegría por momentos.
En un momento dado, cansados como estábamos tras nuestras noches
maratonianas, nos quedamos dormidos. Lo último que vi antes de cerrar los
ojos fue su pulsera en mi muñeca, una pulsera que, como le dije, no pensaba
quitarme para nada.

En la otra cara de la moneda, lo primero que vi al abrirlos fue a Mar, la


madre de aquellos dos pillos, corriendo tras ellos. Instintivamente, volví a
cerrarlos antes de que me viera despierto, porque no quería más problemas,
de modo que en nada volví a dormirme y me desperté al mediodía, con
Pauline abrazada a mí…
Capítulo 22

El picnic que habíamos encargado, a base de mariscos, era de categoría…

Aquella parrilla tenía una pinta sensacional con su pescado, sus almejas, sus
camarones, su langosta y su pulpo.

—Madre mía, cómo nos vamos a poner—le dije mientras la servíamos. Nos
la habían preparado para llevar, por lo que todo estaba en su punto,
perfectamente conservado.

—Pues tienes que hacer hueco, que después viene el postre.

—¿El postre? Pero si yo tenía entendido que el postre eras tú.

—Ese después.

Degustamos aquella parrillada regada con un buen vino. Al final claudiqué


porque ella tenía razón y no debía haber mejor lugar en el mundo para
celebrar mi cumpleaños que aquel ni mejor compañía que la de ella.
Tras la parrillada, sacó un pequeño pastel de chocolate, una minitarta con
unas velas que me hizo soplar mientras ella misma volvía a cantarme el
“Happy birthday to you…”

Con su bikini blanco, sus ojos violetas y el color turquesa de las aguas de
fondo, solo la separaba de ser una sirena el que no tenía cola (eso por
suerte). También esperaba que el suyo no fuera uno de esos cánticos de
sirena que, según la mitología, embelesaban a los hombres, llevándolos
hasta el fondo del mar para allí devorarlos.

—Dime que tú también vas a probarla, esta tarta tiene una pinta exquisita—
le dije mirando la capa de chocolate que la recubría.

—Hoy sí, es una ocasión especial—me dijo sirviéndose una porción.

Mientras lo hacía, cogí un poco de ese chocolate y no resistí la tentación de


ponerlo en la punta de su nariz, que a continuación lamí.

—Es que te comería entera, envuelta en chocolate y sin envolver…

—¿Y a qué estás esperando? —me dijo mientras volvía a correr tras
aquellos matorrales para resguardarse.

Impresionante el salto que di para correr tras ella y no hace falta decir que
la tarta terminó quedándose para un poco más tarde, pues el verdadero
regalo me lo dio allí, sin miradas furtivas, volviéndome a ofrecer la parte
más ardiente de un cuerpo con el que yo ya soñaba hasta despierto.
Después volvimos y…

—¡Cielos! Menos mal que había reservado la mitad, me parto—dijo ella


viendo que las aves se habían acercado a los platos y no habían dejado ni
las migajas.

—Al final sí que he celebrado un cumpleaños multitudinario, mira tú por


dónde—Me eché a reír señalando a un pajarraco que todavía llevaba la
prueba del delito en su pico.

Fue un cumple totalmente distinto, pero maravilloso, allí con ella, entre
risas y bromas, tomando el sol, bañándonos, abrazándonos, besándonos,
comiendo…

Holbox se había convertido en nuestro particular paraíso, un lugar del que


nos costaría salir para volver a la rutina. Lo que más me costaba también
del día a día con Pauline eran esas separaciones que nos imponía su trabajo,
pero qué se le iba a hacer. Yo era consciente de que para ella era su vida y
jamás me interpondría entre ella y sus decisiones, además que entendía que
estaba en un momento profesional fantástico al que no debía renunciar por
nada en el mundo.

Por la tarde volvimos a darnos una ducha y a salir a cenar. De los locales
que Holbox nos ofrecía, nos decantamos por uno mexicano, que le llamó la
atención.
Pauline era una de esas personas que hacían de todo una fiesta y yo la
hubiera seguido al fin del mundo con tal de ver esa carilla de entusiasmo
que ponía.

Nada más sentarnos, acudieron hasta nosotros un grupo de mariachis. No


fue por casualidad, uno de ellos la había reconocido y quisieron obsequiarla
con esa ranchera tan famosa de “con ese lunar que tienes, cielito lindo,
junto a la boca…”

Curiosamente, ella también tenía uno junto a su preciosa boca; un lunar que
no había pasado desapercibido para nadie, pues a menudo se hablaba de él
como una de las mayores señas de identidad de su increíble rostro.

Yo me defendía bastante bien con el castellano, pues los idiomas siempre


me han apasionado y le fui traduciendo. A ella se le iluminó esa preciosa
cara que por momentos me enamoraba más y no tardó en cogerle el ritmo a
la canción y en seguirlos con un acento de lo más divertido.

No obstante, los chicos le aplaudieron porque se quedaron tan sorprendidos


como yo me había quedado la noche anterior con su melodiosa voz.

—¡¡Bravo!! —le chillaban y aplaudían mientras que ella se levantó y


señalándonos a ellos le indicó al resto del local que el mérito no era suyo,
sino de aquellos que llegaron a darle esa bonita nota musical a nuestra
mesa.

A partir de ahí, cenamos como reyes, pues allí donde llegáramos nos
agasajaban.
—Hoy vas a lograr que salga rodando de aquí—bromeaba ella, que solía
llevar a rajatabla su dieta y que aquel día se la estaba saltando a la torera.

—Sí, yo estoy por apartarme, no vaya a ser que explotes y tengamos un


problema.

—Qué tonto—Me sacó la lengua y me dieron unas ganas impresionantes de


zampármela allí mismo como la guinda del pastel de una magnífica cena en
la que no volvieron a faltar las canciones de los mariachis, que se nos
acercaron varias veces más, uniéndose ella.

—Un poco sí que me estás atontando, sí. Como esto siga igual, seré incapaz
hasta de cerrar buenos negocios.

—Eso no te lo has creído ni tú, serías capaz de venderles hielo a los


esquimales, no me digas que no.

—No se me da mal, es verdad, pero te reconozco que nunca los he dejado


más que estos días.

Tampoco era por casualidad; perdí a Stella por descuidarla en favor de ellos
y no estaba dispuesto a que me sucediera lo mismo con Pauline, esa mujer
por la que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta.

—¿Eso significa que soy una mala influencia para ti? —Volvió a sacarme la
lengua.
—Sigue así y la perderás. Eso significa que te empiezo a querer tanto que
no estoy dispuesto a que nada de esto se vaya al garete ni por los negocios
ni por ninguna otra circunstancia.

—Ains, es tu cumpleaños y el regalo me lo estás haciendo tú—Las lágrimas


asomaron a los ojos.

—No, el regalo eres tú, bombón de ojos violetas.

Sí, aunque en principio tuve mis reticencias a la hora de celebrarlo lejos de


mis amigos, ella me demostró que había muchas maneras de vivir las cosas
a tope y que necesariamente no siempre había que hacerlas igual.

Por la noche, como era de esperar, volvió a darme un regalo; un regalo que
consistía en su imponente cuerpo, totalmente entregado para mí.
Capítulo 23

Un par de días más tarde, todo iba como la seda en Holbox. Perderme por
allí con ella, por esa islita del relax en el que ni siquiera las carreteras están
asfaltadas, era una gozada.

Pauline y yo nos movíamos a rato en bicicleta (nos habían dejado un par de


ellas en la mansión) y a ratos en esos divertidos carritos de golf que usaba la
gente para recorrer la isla, llegando a todos sus rinconcitos con encanto.

—Ya los tenemos detrás, ¿no? —le pregunté en un momento dado pensando
que el carrito que venía y que casi se nos echa encima, estaba conducido
por un paparazzi.

—Ya te está dando la neura, ¿no? ¿Pues no ves que el chaval que lo lleva
tiene los ojos que parece que está conspirando? —Me morí de la risa con
ella, era única cuando hacía sus gestos y ahí estaba con los ojos rasgados,
imitando a los del japonés que habíamos conocido en las letras de Holbox y
más seria que un cuarto de especias.
—Pues ni cuenta me estaba dando, es que ya sabes que me parece verlos
por todos los lados.

—Un poquito de manía sí que le tienes a los pobres, reconócelo—Rio.

—Es que no los soporto, ya lo sabes.

Ella se limitó a callar y a sonreír y yo es que la vi venir.

—Tú lo estás disfrutando, ¿no?

—No tengo ni idea de lo que me hablas…

A todo esto, el japonés, que debía beber los vientos por ella, nos adelantó
más feliz que una perdiz.

—Si yo no sabía que supieran reír y mira, lo contento que va él, que parece
que está conduciendo un Ferrari, bonita.

—Huy, huy, lo que te ha hecho, adelantarte de mala manera, no lo


consientas.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Lo denuncio?

—No, no, pero dale fuerte, que me van las emociones.


—Pauline, que ha sido un poco chulillo, pero eso tampoco es como para
ponerle la cara como un mapa, mujer.

—Que no, tontorrón, que le des al volante, enséñale cómo te las gastas.

Puso una cara de malilla que me hizo desternillarme de la risa. Cuando le


salía ese aire de niña, que era muy a menudo, yo me la habría comido a
bocaditos pequeñitos.

Sin más, traté de emplearme a fondo, aunque mi gozo a un poco, porque el


carrito corría menos que el caballo del malo en las pelis del Oeste.

Con todo y con eso, logré rebasarlo y al japonés le sentó a cuerno quemado,
como si su hombría se hubiese puesto en tela de juicio por ello.

—Ahora sí que está cabreado—Rio ella con ganas.

—Sí, sí, mira, si parece que está chupando un limón—No quise hacer más
sangre, pero el jodido, que era feo con avaricia, enfadado era ya un cromito.

—Venga, adelántalo…

—¿Más? Pero si ya lo he adelantado, a ver si te crees que vamos subidos en


un cohete, este trasto no da para más.

Yo me veía, como siguiera dándole, conduciendo igual que los Picapiedra,


con los pies por el suelo, no me podía reír más.
—Yujuuu—Se levantó ella en ese momento, como queriendo cantar
victoria.

Con lo que no contaba era con que el otro se iba a dejar la piel con tal de
llegar antes que nosotros y aceleró todo lo que pudo en ese momento.

—Siéntate, bonita, que la cosa se pone interesante.

Aceleré a fondo, todo lo que pude, y el carrito “se quejó” haciendo un ruido
que provocó las carcajadas de Pauline.

—Este dice que nos va a dejar aquí—Reía señalándolo.

—De eso nada, dile adiós al de la conspiración—le indiqué mientras ella le


decía adiós con la manita y el otro ponía cara de malas pulgas.

—Yo es que me parto, yo es que me parto—Ella reía y pataleaba porque la


cara del japonés era digna de enmarcar.

—Sí, parece que ese se llevó su buena ración de genio cuando lo


repartieron.

—Le ha sentado peor que si le hubieras dado una patada en los cataplines.
Solo le ha faltado hacerte una peineta al pasar.
—Es que esta gente es muy correcta, ya lo sabes, pero en su cabeza me
estará haciendo no una, sino una docena.

—Yo creo que sí, porque de eso es justo de lo que tiene cara, sí, ¡míralo! —
chilló ella y la cosa no era para menos porque el chaval iba con la lengua
fuera y en ese momento volvía a rebasarnos.

—Ya lo veo, ya.

—Se cree Hamilton, yo es que me muero de la risa—Ella no podía más, se


partía.

—Yo creo que sí, pero esto no va a quedar así.

Siempre he sido muy competitivo y me hería en mi orgullo masculino que


él se saliera con la suya, de manera que volví a acelerar a fondo hasta
rebasarlo de nuevo.

De la pataleta que le entró, yo no sé la maniobra que hizo, pero el caso fue


que la escuché chillar.

—¡Que se mata, el conspirador se mata!

Miré por el rabillo del ojo y lo siguiente que vi fue el carro de golf a dos
ruedas. Eso fue justo antes de que volcara y se escucharan un par de
chillidos.
—¡Se ha matado, se ha matado! —Concluí mientras paraba mi carro y
saltaba para ver lo que le había pasado, lo mismo que ella.

No, no se había matado, pero estaba como un chiquillo cuando se cae de la


bici, con las rodillas echadas abajo. Le ofrecimos ayuda, pero, de lo más
orgulloso, nos vino a decir que estaba estupendamente cuando lo cierto es
que debía estar cagándose en todo lo que se meneaba…
Capítulo 24

Al día siguiente todavía seguíamos riéndonos hasta que nos dolieran las
costillas del altercado con el japonés, al que se le debían haber quitado las
ganas de carreritas.

—Mira que si volcamos nosotros en vez de él… Me imagino yo volviendo


al trabajo y diciendo que no me pueden fotografiar las piernas, que me he
dejado las rodillas aquí en Holbox.

—¿Y tú crees que yo iba a permitir que te pasara nada malo? Ya sabes que
antes muerto, preciosa.

—Cómo mola escucharte decir eso, ¿cuál es el plan para hoy?

Desde que estábamos en Holbox es que no parábamos ni un momento. Nos


pasábamos el día haciendo cosas, exprimíamos al máximo cada uno de los
minutos.

—Hoy nos vamos a relajar un poco en las hamacas, ¿te parece?


—¿Relajarnos? Creía que no iba a llegar ese momento—bromeó.

—Eres una listilla, pues claro que sí, vámonos pronto para pillar las
hamacas.

Acabábamos de desayunar a cuerpo de rey en el jardín y Pauline se colocó


un nuevo bikini, como hacía cada día un par de veces al menos. El que
tocaba esa mañana era uno amarillo mostaza con una lazada en el centro de
la parte superior que parecía haber sido diseñado expresamente para ella.

La tomé de la mano y, la primera en la frente, de camino a la playa nos


encontramos con el japonés que, muy digno, no nos miró.

—A ese se le han quitado las ganas de hacerse fotos contigo, has perdido un
fan, guapísima.

—Como sigas así me vas a dejar sin ninguno.

—Sí, eso creo yo, ¿cuántos millones de seguidores tienes? —le pregunté.

—No sé, no sé, tendría que mirarlo, yo no estoy pendiente de esas cosas.

—Mentirosilla…—le dije mientras le daba un pellizquito en el trasero


porque ella llevaba la cuenta como nadie de esas cosas. Su recién estrenada
fama es que le encantaba y la disfrutaba a tope.
Llegamos a las hamacas y nos subimos en un par de ellas. Colgadas con
palos dentro del agua, constituían uno de los principales atractivos de la isla
y todo el que se subía en ellas colgaba luego sus fotos en las redes.

Yo seguía mostrándome reticente a difundir fotos de ambos, bastante cruz


tenía con el dichoso posado en el que prefería ni pensar porque me ponía
del color del carbón. Ella sí que se tomó varios selfis y que me pidió que le
tomara varias fotos en la suya, con las que echaría a arder las redes una vez
más.

Disfrutamos al máximo de aquellas hamacas, dándonos también


refrescantes chapuzones. Justo veníamos de darnos uno cuando vimos que
el japonés, de lo más vengativo, acababa de ocupar la mía.

—Será chulillo el tío, míralo, si parece el lagarto Juancho ahí tumbado—le


dije a ella porque de la satisfacción que sentía se le habían puesto los ojos
como más saltones.

—Déjalo, está herido en su orgullo, hay que entenderlo, yo es que me


parto…

—Sí, sí, herido, pero este no para de buscar un conflicto internacional—


bromeé.

—Déjalo que bastante tiene con no poder doblar las rodillas, que va
andando como un Playmobil.

—Eso es verdad, se ha puesto que es un Cristo.


La cogí de la mano y me la llevé hacia fuera…

—Ahora en brazos, sácame en brazos del agua como si acabaras de


rescatarme.

Ella era así, tenía caprichos a cada momento, y a mí me gustaba


complacerla siempre que podía, sobre todo si eran como aquel, que no me
costaba ningún trabajo.

La tomé entre mis brazos y salimos del agua besándonos. La gente estaba
flipando porque no es habitual que alguien tan famoso como lo era ella dé
rienda suelta a sus sentimientos en público, pero eso a Pauline se la traía al
pairo, mi novia era la persona más natural del globo para todas aquellas
cosas.

Después de comer, que por cierto repetimos pizza de langosta porque


habíamos caído rendidos a sus encantos, volvimos a la mansión para
disfrutar de otro ratito de total privacidad en esa cama balinesa que por
suerte no hablaba, porque tenía muchos secretos por revelar.

Al final de la tarde iríamos a ver la puesta de sol, pues yo se lo había


prometido. A lo largo de los últimos años, yo había visitado muchos de los
lugares más bellos del mundo, pero pocos atardeceres tan bellos había
contemplado como el que se divisaba desde aquella islita.

Antes de hacerlo nos pasamos por un bar muy típico de la isla donde
servían unos cócteles estupendos. Allí había una piscina donde la gente
seguía refrescándose a esas horas.

Pauline les hizo una foto a los dos cócteles y me advirtió.

—Al menos este tipo de cosas me tienes que ir dejando que las suba, ¿eh?

—Ya y lo dices como si yo no fuera a posar mañana contigo, tiene guasa la


cosa.

—Anda, pues es verdad, entonces trae también tu mano, que las vamos a
entrelazar así delante de las copas y ahora voy a pensar en algo chulo para
escribir.

Tenía arte con la cámara. Ella no solo era fotogénica al máximo, sino que
cuando estaba detrás del foco también sabía encontrar siempre la fotografía
perfecta.

Tras pasar un ratito allí, nos fuimos a uno de mis lugares predilectos de la
isla, un pequeño y apartado montículo desde donde ver la puesta de sol
como nadie.

Allí, abrazados y con la dicha de contemplar uno de los espectáculos más


sublimes del mundo, sentí que lo nuestro se iba consolidando día a día, que
ambos seríamos capaces de sobrellevar cualquier contratiempo y que nada
se interpondría entre nuestra felicidad y nosotros.

Allí, abrazados, sentí que comenzaba a quererla, que Pauline se estaba


convirtiendo en uno de los pilares imprescindibles de mi vida, que sin ella
las cosas carecerían de sentido.

Allí, abrazados, mientras el sol se escondía con la misma parsimonia que


caracterizaba a todo lo que ocurría en la isla, murmuré en su oído que la
amaba.
Capítulo 25

—Lo quieras o no te tienes que levantar—me dio con una de las almohadas
en toda la cara.

—¿Y si me hago el muerto? —le pregunté quedándome muy quieto.

—Pues puede que te sirva, no seré yo quien te diga que no, pero entonces te
perderías la posibilidad de disfrutar de este cuerpo—Se exhibió para mí con
su espectacular físico como su madre la trajo al mundo.

—Ahora mismo me levanto y me visto—le aseguré mientras ella


comenzaba a besarme.

—¿Qué parte de “me visto” es la que no has entendido? Si sigues


besándome de esa forma, no iremos a ninguna parte, tendremos que
quedarnos aquí.

—Venga, vamos, que no sabes lo que hacer para zafarte y en el fondo ya


verás que será hasta divertido.
—Que me maten a escobazos me parecería más divertido que posar para esa
gente.

—Mira que les tienes ojeriza, si son buenos chicos.

—Buenos bichos es lo que son, pero que mejor vamos al matadero sin decir
nada más, guapísima… ¡al lío!

Ella había elegido meticulosamente la ropa que llevaríamos al posado. Uno


de los días nos habíamos acercado por las tiendas del pueblo, donde eligió
una camisa de lino blanca para mí, a juego con unos pantalones que yo
llevaba en mi equipaje.

En cuanto a ella, también se había comprado un vestido playero en blanco,


de lo más sexy, que dejaba todas sus piernas y parte de su sugerente escote
al aire.

Pauline tenía un don natural para todo lo que tuviese que ver con la imagen.
Aquel día no tuvo especial cuidado con que su pelo luciera perfecto, sino
que optó por un look un tanto más salvaje, con el cabello alborotado. Por
todo maquillaje, un perfecto eye liner que enmarcaba sus increíbles ojos y
un poco de rubor en los labios, que les otorgaba todavía más brillo del que
tenían al natural.

Posaríamos en Playa Punta Cocos, otro deleite para la vista, hasta el que
llegamos de la mano.
Pauline iba de lo más relajada, pero yo, por mucho que lo trataba, era
imposible que relajara ese rictus de perro guardián que se me ponía cuando
mi olfato me indicaba que ya los tenía delante.

—Hola, pareja—nos saludaron al llegar.

No sé si era que a mí todo lo que hacían me mosqueaba o que había algo de


cierto en que ese tipo de saludo, por el retintín que detecté en él, estaba
especialmente dirigido a tocarme las narices, pero me puse todavía más en
guardia a partir de ese momento.

—Hola, chicos, ¿cómo estáis? —Pauline se dirigió a todos y cada uno de


ellos de una forma muy cariñosa, incluso dándoles dos besos.

Por mi parte, les habría dado un par de collejas a cada uno y habría salido
danzando de allí, pero esa no era una opción. La única opción posible era
darles la mano y tratar de ponerles buena cara para no disgustarla, sobre
todo a juzgar por la cara de felicidad que puso viendo que por fin había
llegado el momento y que yo estaba allí, cumpliendo mi promesa.

Las aguas turquesas del lugar, tan limpias, en contraposición con el verde
de su frondosa vegetación, hacían de aquel un sitio único, uno de esos
lugares que todo el mundo debería anotar como uno de los imprescindibles
de visitar en algún momento de sus vidas.

Ella misma dirigió la orquesta, por así decirlo, pues les propuso varios
posados que les parecieron fabulosos. Se veía que lo tenía todo en la
cabeza.
Uno de ellos, con ella dejada de caer en el arco que formaba el tronco de un
árbol y conmigo cogiéndole las manos fue su foto preferida.

—Esta ha quedado espectacular, me la tenéis que pasar para que la


pongamos en el salón de nuestra casa—les pidió cuando ellos se la
mostraron.

—“De nuestra casa”, se ve que lo vuestro se va consolidando por


momentos, ¿no es así, Pauline?

Cómo no iban a aprovechar ellos el momento para meter sus zarpas y sacar
buena tajada del asunto.

—Claro, cada día estamos mejor juntos, ¿o es que acaso no lo veis? —les
confirmó ella, de lo más entusiasmada.

—Sí que lo vemos, sí, tanto que nos estamos planteando si sonarán pronto
campanas de boda para vosotros—Ya la habían llevado al punto que
querían.

Comencé a carraspear porque no me apetecía ni lo más mínimo que,


cansado como estaba tras una hora posando que a mí se me hizo
absolutamente eterna, ahora quisieran entrar en ese terreno tan íntimo para
nosotros.

—Por supuesto, no lo dudéis, nos vamos a casar en breve, ¿no es así, mi


amor?
El carraspeo se me volvió un nudo en la garganta porque no daba crédito a
lo que escuchaba. Pauline se había pasado tres pueblos afirmando algo así y
encima me miraba con una sonrisa de lo más amplia esperando mi
confirmación.

Me dieron ganas de marcharme de allí al galope y no mirar hacia atrás,


porque eso era ir mucho más allá de lo pactado… Decirles que nos
casaríamos en breve, ¿cómo se podía estar tan loquilla?

Sobra decir que los otros se frotaron las manos cuando escucharon
semejante cosa. La pelota estaba en mi tejado, por desgracia. Si negaba lo
que Pauline les acababa de confirmar la dejaría en evidencia delante del
mundo entero y si lo afirmaba, me traicionaba a mí mismo porque nada de
aquello entraba en mis esquemas en ese momento.

La miré, con su joven carita radiante de felicidad, y fui incapaz de hacerle


esa faena.

—Así es, mi amor—claudiqué con seriedad, pero con tono firme.

—Es una gran noticia. Sin duda, la noticia del año para la prensa rosa—dijo
una de las chicas con los ojos salidos de las órbitas.

—Sin duda que sí. Y ahora, ¿os importaría que nos marcháramos? Nos
quedan pocas horas aquí y nos gustaría pasarlas a solas, por favor—les pedí.
Capítulo 26

Esas pocas horas que nos quedaban estaban llamadas a ser más que
revueltas.

—No ha sido para tanto, solo un comentario sin importancia—me dijo ella,
queriéndome hacer comulgar con ruedas de molino en cuanto echamos a
andar.

—Eso será para ti, pero yo no lo veo así, ¿tú eres consciente de lo que
acabas de hacer? —le pregunté.

—Pues claro, les he dicho a todos que nos casaremos en breve, la verdad,
¿no?

—Pauline, las cosas no funcionan así, al menos no en mi mundo. Esa


actitud tuya, tan caprichosa, es que me saca de mis casillas.

—Pero ¿qué he hecho? Si es que no he hecho nada, jo… Siempre me estás


censurando, todo lo que hago te parece mal, me siento fatal.
—No, hazme el favor de no ir por ahí porque no va a colar, ¿vale?

—Si es que no lo entiendo, todo lo que hago te parece mal cuando eres tú el
que no para de meter la pata. Mira, nuestro primer posado juntos y ya lo
estás arruinando.

—Nuestro primer posado, que no era algo que yo deseara para nada y un
bombazo que has soltado que en pocos minutos estará dando la vuelta al
mundo, ¿sabes?

—Ya y eso es lo que te molesta, ¿no? Quedar como el culo delante de todo
el mundo porque yo solo represento una diversión para ti, porque no vas en
serio conmigo.

—No es eso ni mucho menos, no pongas en mi boca palabras que no diría


jamás, ¿vale?

—Ok y entonces, ¿me puedes decir dónde está el problema? Porque yo no


lo veo.

—En que siempre te tienes que salir con la tuya, en eso. O bien me montas
un pollo o…

—Ya salió el famoso tema de los pollos, ¿no te he pedido disculpas


suficientes veces? ¿Qué pretendes? No puedo tirarme a tus pies por el
simple hecho de haberme mostrado celosilla un par de veces, esas
desconfianzas son propias de las parejas.
—¿Propias de las parejas? Y un cuerno son cosas de las parejas, Pauline.

—Ahí, ahí reside precisamente el problema, en los cuernos…

—Pero ¿qué cuerno ni qué niño muerto? ¿Tú no te das cuenta de que a mí
me vas a volver loco como sigas así?

—A mí no me eches toda la culpa que tú ya venías algo tocado de fábrica—


me comentó riéndose y queriendo quitarle hierro al asunto.

—Y yo te digo que a mí no me hace ni pizca de gracia—concluí.

—Pero eso es porque te falta sentido del humor, ¿eso va con la edad?

—¿Ahora sí que me estás llamando viejo? Pues lo mismo es eso, que a mí


me has cogido demasiado mayor para toda esta movida.

—Mira, me haces el favor de no decir tonterías, ¿vale? Que me estás


taladrando.

—No son tonterías, es que siempre tienes que salirte con la tuya, actúas
como una niña caprichosa y te da igual el precio que me hagas pagar por las
cosas.

—Y tú eres especialista en hacer una montaña de un granito de arena. Mira,


para seguir diciéndome todas esas tonterías, será mejor que no me digas
nada más, ¿te ha quedado claro?

Para mi sorpresa, en esa ocasión fue ella la que salió andando y me dejó allí
solo, con dos palmos de narices.

—¿Se puede saber adónde vas, Pauline? —le pregunté mientras la veía
marcharse.

—Adonde me venga en gana. Y, sobre todo, adonde nadie se avergüence de


mí, no como tú.

Me quedé con las patas colgando, como se dice vulgarmente.


¿Avergonzarme de ella? Yo solo lo hacía cuando me montaba una de las
suyas y sus celos hacían que ofendiera a otras mujeres y también a mí, a
quien tildaba de golfo o de lo que hiciera falta cuando se le cruzaban los
cables.

Quise ir detrás de ella, pero me dejó bien claro que no lo hiciera, que no le
apetecía en absoluto.

La vi marcharse hacia la zona de los pubs y demás. Era la hora del


almuerzo, pero yo no tenía hambre ni nada que se le pareciera.

Bajé a la playa, solo, y me senté en la arena a esperar. Pensé que fuera una
de esas personas que necesitan su tiempo cuando se enfadan y decidí
dárselo.
Casarme con ella en breve, por el amor de Dios, ¿cómo se le había ocurrido
decir eso? Una decisión tan íntima, que llegaría en su momento, pero no en
ese en el que apenas habíamos empezado a salir.

En cuestión de una hora recibí una llamada de mi hijo Daniel.

—Papá, ¿es verdad que te casas? ¿Cómo no me habías dicho nada? Pauline
es muy guapa, pero yo creí que me dirías una cosa así antes de que se
enterase todo el mundo.

—Daniel, hijo mío, no sé ni qué decirte…

—Pues dile que te han entrado las prisas y que se te ha olvidado llamarlo,
pero que lo ibas a hacer enseguida, ¿no es así? Eso ha ocurrido porque la
chica es muy guapa, enhorabuena, Jason.

Stella acababa de echarme un cable con el niño. Yo no había reparado en


eso, en que la noticia se extendería como la pólvora por las redes y que mi
hijo se enteraría por boca de otros.

—Gracias, Stella. Reconozco que no he estado muy fino en esta ocasión, lo


siento—le comenté.

Tenían el manos libres puesto y mi niño parecía contento.

—Vale, papá, no pasa nada, pero otra vez cuenta antes conmigo, ¿vale?
Ellos estaban también de viaje y se les notaba felices. Se habían tomado
unos días de vacaciones, igual que nosotros, pero nos seguían separando
miles de kilómetros.

—Así lo haré, campeón, tu padre ha estado un poco torpe hoy, ¿me


disculpas?

—Ok, un beso.

El niño se retiró y Stella quitó el manos libres.

—Siento de veras lo ocurrido, es algo que ha surgido sin pensarlo, créeme


—le dije sin querer confesarle tampoco que había sido una de las
chiquilladas de Pauline y que no había contado conmigo para nada.

—Lo imagino, lo único que te pido es que tengas en cuenta a Daniel en este
tipo de cosas. Sabes que él te adora y, esté donde esté, tú sigues siendo su
papi.

—Gracias, Stella. Oye y otra cosa, ahora entiendo que a veces las personas
no sepamos cómo hacer las cosas.

—Eso me alegra, de veras que me alegra.

Se lo dije porque fueron muchas las veces que la machaqué por no estar de
acuerdo con cómo las hizo ella cuando se fue con James. Ahora entendía
yo, y de sobra, que las situaciones no son fáciles de manejar en
determinados momentos y más cuando son de dos…
Capítulo 27

A media tarde, mi preocupación no paraba de crecer. Pauline no me cogía el


teléfono, que en un momento dado también apagó o se le quedó sin batería,
y yo me sentí muy culpable, pues ella debía estar verdaderamente jodida
para actuar así.

Comencé a buscarla por los pubs y al pasar por la puerta de uno de ellos, un
camarero me reconoció.

—¿Estás buscando a tu novia? ¿La supermodelo? Ha estado aquí hasta hace


un rato.

—¿Ha estado aquí? ¿Y sabes dónde está ahora?

—Mira, yo lo único que puedo decirte es que iba pero que muy borracha, se
ha tomado muchas más copas de la cuenta.

—Joder, ¿y por qué se lo habéis permitido?


—Perdona, pero ella es mayor de edad y se puede tomar lo que le venga en
gana, ¿vale? Mi compañera trató de disuadirla, pero se gasta unas malas
pulgas que vaya.

En eso tenía el chaval más razón que un santo, cuando a ella se le metía
algo entre ceja y ceja era casi imposible hacer que se bajara del burro.

—Disculpa, sé de lo que me hablas, ¿y no sabes por casualidad dónde


puede estar ahora?

—No, hemos tratado de llamarte, pero ella se quedó sin batería y no hubo
forma. Salió de aquí hará una hora con un par de chicos.

—¿Con un par de chicos? —le pregunté un tanto preocupado.

—Sí, con dos chavales que no paraban de darle palique. Ella no les hacía
mucho caso, no te preocupes por eso, porque se la ha dado mortal con que
si se quiere casar contigo y tú no quieres y tal, pero el caso es que al final se
ha ido con ellos.

—Joder, ¿se ha ido borracha y con dos chicos?

—Sí, hombre, pero tampoco creo que le vaya a ocurrir nada malo. Estamos
a plena luz del día y esta isla es de lo más tranquila, aquí nunca hay
problemas.

—Hasta que los haya…


Salí corriendo y no sabía en qué dirección ir. Me puse las manos a modo de
visera y pensé en que podría estar en cualquier parte. No es que la isla fuese
muy grande, pero sí lo suficiente como para tardar unas horas en
inspeccionarla de cabo a rabo.

Estaba desesperado, con una corazonada que me mataba. Yo, que siempre
me negué a moverme por el mundo con guardaespaldas y asumí el riesgo de
lo que me pudiera suceder, eché de menos en ese momento el tener a gente
de quien poder echar mano.

Por esa razón, llamé a un grupo de chavales que merodeaban por allí y les
ofrecí una generosa suma de dinero por ayudarme a buscarla. Les dejé mi
teléfono por si daban con ella y todos a la par nos pusimos manos a la obra.

De repente, se me encendió la lucecita. El lugar desde el que habíamos visto


la puesta de sol la había encandilado, por lo que era posible que se hubiera
dirigido hacia allí.

Sin pensarlo, cogí un carrito de golf y me planté en él. A lo lejos, vi tres


cuerpos entre los que destacaba una imponente silueta de mujer que yo
conocía muy bien.

Tuve que acelerar al máximo cuando vi que lo que no supe identificar de


lejos era un forcejeo. En principio me dio la impresión de que pudieran
estar bailando, pero no era así.
Según llegaba, escuché sus gritos, que no tardaron en confundirse con los
míos.

—¡Cabrones, os mato, dejadla en paz! —les chillé y ambos se volvieron,


mirándome.

—¡Jason, Jason, ven por mí! —me chilló ella.

Aquel último tramo, totalmente arenoso, tuve que hacerlo a pie. Corrí como
una gacela a su encuentro, mientras que aquellos dos hijos de mala madre lo
hacían que se las pelaban en dirección contraria a mí.

—¡Cariño! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho esos hijos de puta?

—Nada, porque les he dado bien de patadas y de puñetazos, no iba a


consentir que me pusieran una mano encima—me confesó buscando abrigo
en mi regazo, pues estaba totalmente desolada, además de borracha como
una cuba.

—Te prometí que no dejaría que nadie te hiciera daño, pequeña, pero no
puedes hacerme este tipo de cosas, así no puedo protegerte…

—Es que me sentía tan sola y tan triste, ellos me dijeron que nos reiríamos
un rato, que luego me acompañarían a buscarte.

—No puedes fiarte de toda la gente, ¿no ves las cosas malas que pueden
ocurrir, pequeña?
—Pero es que tenía mucha pena porque tú no quieres casarte conmigo y ese
es mi sueño, ¿por qué no quieres casarte conmigo? —La culpabilidad me
asaltaba por momentos.

—No es que no quiera, cariño, no es eso, solo es que tienes que entender
que me ha pillado totalmente desprevenido. Las cosas no se hacen así, todo
tiene su momento…

—Entonces, ¿eso quiere decir que te casarás conmigo? Es que estoy muy
triste, muy triste…

Estaba triste, tristísima y llorosa… Aparte, tufaba a alcohol que tiraba para
atrás, no sé cuánto habría bebido, pero una barbaridad, en cualquier caso.

—Cariño, esto deberíamos discutirlo en otro momento. Ahora mismo no


estás en condiciones.

—Eso es porque no estás dispuesto a casarte conmigo, si lo sabré yo…

—No es por eso, corazón mío, no es por eso.

—Pues entonces, dime que te casarás conmigo, ¿qué te cuesta? Dime que te
casarás, por favor.

—Está bien, me casaré contigo—le dije tratando de que por fin dejase de
llorar.
Capítulo 28

A partir de ahí, me quedé en shock. La posibilidad de haberla perdido, de


que le sucediera algo por haber discutido conmigo me preocupó tanto que
decidí no volver a tener ningún encontronazo con ella en la medida de lo
posible.

Esa semana, tal cual llegáramos, le tocaba volar a Londres, donde habría de
pasar varios días. La despedí con preocupación, pues después de lo
sucedido me sentía especialmente responsable de ella.

Volví al trabajo, pero no lograba apartarla ni un momento de mi mente. Me


volví obsesivo, lo que provocó que le enviara uno o varios mensajes de
WhatsApp por hora, como si necesitara confirmar en todo momento que las
cosas estaban en orden.

—¿Estás bien? —me preguntó Rebeca aquella mañana.

—Perfectamente, ¿por?
—No me lo tomes a mal, Jason. Sabes que además de mi jefe eres mi
amigo, ¿verdad?

—Sí, lo sé, suéltalo porque te conozco y no vas a quedarte tranquila hasta


que no lo hagas, anda.

—Es solo que te noto mucho más distraído de lo normal. Tú siempre has
sido el jodido tío más centrado del mundo para el trabajo y ahora no pareces
saber ni dónde tienes la cabeza. Ayer te olvidaste de una reunión
importante, hoy has dejado firmas pendientes, sé que no estás bien.

—Supongo que un poco preocupado, pero nada que no se pase con los días.

—¿Puedo meter las narices en tus asuntos o me voy a ver en la cola del paro
si lo hago?

—Tú me conoces, ¿desde cuándo has tenido que morderte la lengua


conmigo?

—Es que ese es el problema, que siento que ya no te conozco igual que
antes, ¿sabes?

—No digas tonterías, nadie cambia en tan poco tiempo. Además, no tengo
ninguna intención de volverme lelo—Le saqué la lengua.

—Vale, pues entonces voy a ir al grano, pero recuerda que me has dicho que
mi contrato está blindado.
—¿Yo he dicho eso? Bueno más o menos sí, porque tú tienes carta blanca
para hacer y decir aquí lo que te venga en gana.

—Mira, sabes que nunca me he metido en tus asuntos. Es más, jamás me


inmiscuí en tu relación con Stella, faltaría más… Pero es que por aquel
entonces todo era sano en tu vida, ella era una mujer que te aportaba no
como…

—¿Me estás queriendo decir que Pauline no me aporta? —Me puse a la


defensiva.

—Mira, sé que no te va a gustar lo que tengo que decirte, pero te conozco


desde hace demasiado tiempo como para morderme la lengua. Jason, tú no
has logrado levantar un imperio a base de precipitarte en tus decisiones, tú
siempre has meditado mucho las cosas.

—Así es, si no las hubiera meditado tanto, lo mismo tú y yo hasta


estaríamos juntos—le aseguré, queriendo quitarle un poco de tensión a una
charla que provocaba que no me llegase la camisa al cuerpo.

—No quieras darme coba, que ya sabes del palo que voy…

—Mira que todavía me sorprende.

—Pues no te sorprendas tanto, que ya sabes que estoy fenomenal con


Carine, ¿y sabes por qué?
—Dispara, venga.

—Porque con ella puedo ser yo misma, no tengo que ocultarme ni que
cambiar nada, ¿tú puedes decirme lo mismo?

—No sé a dónde quieres llegar—disimulé porque no estaba nada cómodo.

—¿Me vas a decir que ha sido cosa tuya anunciar a bombo y platillo esa
boda y en tres días? Mira, tú y yo hemos bromeado, por ejemplo, con mi
boda, pero a pesar de que lo mío con Carine está mucho más consolidado,
yo no me casaría con ella ahora ni borracha, ¿sabes?

—Igual no estás tan enamorada de ella como piensas, ¿puede ser?

—No, no es eso y lo sabes. Estoy enamoradísima de ella, pero esas cosas


hay que pensarlas más. Además, mírate, con la prensa por delante, ¿desde
cuándo les dices a esa gente lo que vas a hacer o dejar de hacer? Jamás has
podido verlos con ojos que tienes en la cara, te he escuchado despotricar de
ellos como de nadie y de pronto te veo cogido de la mano de tu novia,
afirmando que te casas con ella a la velocidad de la luz, ¿me vas a decir de
veras que no pasa nada?

—Supongo que igual se me ha ido un poco de las manos, lo mismo que


estos días aquí, en el trabajo. Es solo que después del palo que me llevé con
Stella no quiero que ahora vuelva a quedar por mí. Si esto falla, no quiero
que sea mi culpa.
—Ah, muy bien y eso implica pasar por el aro de todo lo que Pauline
quiera. Oye, ¿a ti te parece normal cómo le habla a veces a la gente? No te
dije nada el otro día, pero me dieron ganas de cruzarle la cara cuando me
soltó eso de que “Jason no te paga porque le acompañes tomando café”.

—Ya, sé que eso estuvo fatal y la reprendí por ello, lo siento.

—Ya, ¿es que ahora eres su padre?

—¿Me estás llamando viejo? —bromeé.

—Que tú estés en plena crisis de los cuarenta no tiene que ver conmigo,
¿eh? Cada palo que aguante su vela. Tú estás cañón y lo sabes, nada de
viejo, pero te repito que no eres su padre y que determinadas cosas todos
deberíamos traerlas aprendidas ya de casa, ¿o no te parece?

—Sé que lo hizo fatal y te pido disculpas en su nombre, ¿vale?

—¿Y a cuántas personas más estás dispuesto a pedirle disculpas en su


nombre? Perdona, pero es que yo no lo comprendo.

—Te entiendo, no creas que no te entiendo, pero estoy seguro de que es


algo puntual. Ella se siente un poco insegura, ahí donde la ves ¿sabes?

—Joder, ¿ella se siente un poco insegura? Y entonces, ¿cómo deberíamos


sentirnos las demás? Jesús, lo que hay que escuchar, yo es que alucino.
Capítulo 29

No lograba centrarme en nada. Sabía que a Rebeca no le podía llevar la


contraria, pues tenía más razón que un santo.

A ella no quise contarle nada más, nada de lo que sucedió en Holbox ni del
resto de pollos que me había montado. En cierto modo, me sentía un tanto
ridículo al confesarlo, como si yo mismo entendiera que según qué cosas no
eran justificables en ninguna circunstancia.

Pauline por fin volvía esa noche de viernes y por la tarde quedé con John
para machacarnos en mi gimnasio.

—Tío, ya sé que tú has celebrado tu cumple, pero Nancy se ha empeñado en


que tenemos que hacer una celebración en la que no faltemos ninguno. Si
no quieres que sea aquí en tu casa, la haremos en la nuestra, ¿te parece?
Recuerda que es importante para ella, porque quiere anunciar lo de su
embarazo.
—Pues no lo sé, déjame que le dé una vuelta… Supongo que lo mejor es
que lo hagamos aquí en casa como siempre, aunque esta vez con retraso.

—Con retraso vas tú esta tarde, te veo más lento de lo normal, ¿estás bien?

—No, otro como Rebeca, no. Estoy perfectamente, ¿vale?

—¿También Rebeca te ha dado la brasa? Por algo será.

—Porque todos os habéis empeñado en que algo va mal, cuando lo cierto es


que estoy loco por ella.

—Eso ya se te nota, tío. Oye, ¿lo de que os vais a casar va en broma?

—¿En broma? No, poca broma.

—¡Tomaaaa! Gané yo…

—¿Qué has ganado?

—La apuesta, joder, la apuesta… Le dije a Nancy que ibas en serio. Ella
decía que ni de coña, que no podía ser.

—Pues entonces supongo que son muchas las cosas que tenemos que
celebrar. Joder, una apuesta, qué puñeteros, ¿no tenéis nada en lo que
pensar? Cuando Stella estaba embarazada tenía antojos día sí y día también,
¿Nancy no los tiene?
—No me hables, no me hables… el otro día me hizo ir a buscarle yogur
griego con frutas del bosque a las cuatro de la mañana, ¿me imaginas?

—Te imagino parándote a tomar un trago ya de paso, así es como te


imagino.

—¿Me has puesto un jodido detective privado? Joder, Jason, a veces me das
miedo.

—No me hace ninguna falta ponerte un detective para saber eso, ¿paraste o
no paraste?

—Igual paré, pero solo para tomarme una copa. Al fin y al cabo, estamos
embarazados los dos, ¿no? Pues eso, que yo también tenía un antojo.

—Un antojo y un morro que te lo pisas, te lo digo de verdad.

—Con eso no le hice daño a nadie. Es más, airearme un poco de vez en


cuando me viene sensacional para luego retomar la relación con más fuerza.

—Ten cuidado con dónde y cómo te aireas, que te conozco y tienes más
peligro que una piraña en un bidé.

—No, tío, yo la quiero y no voy a hacerle ninguna faena, lo sabes. Eso sí,
mirar es gratis y a mí se me van los ojos, eso no lo va a cambiar nadie, pero
tampoco me molesta que mire ella. Es más, yo cuando veo un tío que está
bien, se lo señalo para que se recree la vista, así luego, cuando lo hago yo,
me cae una colleja un poco menos fuerte.

—Nancy tiene el cielo ganado contigo y lo sabes.

—Sí que lo tiene, sí, pero sabes que la adoro e incluso empiezo a adorar
también a ese renacuajo que viene en camino.

—Y eso no es más que el principio. Ya verás cuando lo tengas delante y le


veas la cara, vas a flipar.

—Vamos por partes, que ya estoy notando que necesito una copa.

—¿Una copa? Si estamos en pleno entreno, no me seas anormal…

Un rato después lo despedí. Me agradaba pensar que mis amigos siguieran


con esas ganas de celebrar mi cumple, junto con todas esas otras noticias
que teníamos que festejar.

Emily se despidió esa tarde, dándome recuerdos para Pauline, a la que


adoraba. Ella no conocía esa otra parte de mi chica, bastante más
complicada y yo esperaba que no tuviera que conocerla nunca porque la
hubiera dejado atrás.

Quise darle una sorpresa, pues fui a buscarla al aeropuerto con Trevor. Le
había dicho que tenía una reunión de trabajo, pero no era cierto.
—¿Ahora ya puedo cantar lo que me venga en gana, Jason? Qué liberación,
he pasado unos meses totalmente oprimido en el trabajo.

—Trevor, Trevor, eres un caso, amigo, canta lo que te dé la gana.

—Oye, todavía sigo alucinado por lo de tu boda. Que no te quepa duda de


que seré yo quien te lleve ese día, ¿vale?

—Pero tú también eres mi amigo, quiero que lo disfrutes. Además, que para
eso todavía no hay fecha ni nada.

—¿No habéis hablado de eso? ¿Todo va bien entre vosotros?

—Perfectamente, Trevor, perfectamente. Tú también no.

—Te veo un poco agobiado, respira hondo…

—A veces se me olvida que aparte de mi chófer eres también mi


psicólogo…

—Mira que te gusta meterte conmigo, dirás que te va mal cuando me haces
caso.

—No osaría decir tal cosa, amigo.

Nos esperó en la puerta del aeropuerto mientras fui en su busca. Su mirada


ilusionada cuando me vio allí hizo que diera por buena toda la preocupación
que sentí durante la semana.

—Te quiero, te quiero, es que te quiero tanto—me soltó ella cuando la tomé
entre mis brazos y la besé sin tregua.

—Yo sí que te quiero, ¿puedes hacerte una idea de lo que te he echado de


menos?

—No me digas, porque yo a ti nada de nada—Rio.

—¿Ni un poquito? ¿No me has echado de menos ni un poquito? —le


pregunté y a continuación le di un mordisquillo en su nariz.

—Nada de nada, aunque ahora que lo pienso, lo mismo un poquito sí, pero
no me hagas caso, ¿eh? Porque ha sido muy, pero que muy poquito.

—Yo sí que te voy a comer esa boca un poquito…


Capítulo 30

Llegamos al coche de lo más acaramelados. Cada vez sentía más cuando


ella tenía que marcharse y las reconciliaciones suponían para mí una
auténtica fiesta; una fiesta a la que ella se sumaba con la mayor de las
alegrías.

—Hola, Trevor, me alegro de verte—le comentó en cuanto se subió.

—Yo sí que me alegro de verte, Pauline—le respondió él.

—Ahora es cuando te suelta el chiste del día, lo estoy viendo—la previne.

—¿Y eso? Cuéntame, Trevor, ¿por qué te da tanta alegría que haya llegado?

—Porque este se pone muy tonto cuando no estás, necesita mimos y, como
tú comprenderás, no me paga para que yo se los dé.

Pauline le soltó una carcajada y yo negué con la cabeza.


—¿Tenéis algún otro pasatiempo aparte de reíros de mí? Madre mía, la que
me ha caído.

—Pues va a ser que no, es lo que toca—me confirmó ella mientras me hacía
arrumacos en el asiento posterior.

—Ya la has oído. Y te advierto, Jason, que donde hay patrón no manda
marinero.

—Eso ya lo sé, no hace falta que me lo digas. Tira para casa, por favor.

—Sí, que estoy deseando llegar. No sabes las ganas que tengo de llegar.

Se notaba que ella estaba igual de contenta de verme de lo que lo estaba yo.
Llevaba todo el día contando las horas, sentía la necesidad de comprobar
con mis propios ojos que estaba perfectamente, cada vez generaba en mí
una mayor necesidad de cuidarla.

Nos despedimos de Trevor y subimos. Ya en el ascensor comenzamos a


demostrarnos las ganas que teníamos el uno del otro. Ella traía puestos unos
pantalones ajustados negros con unas botas militares y un chaquetón del
mismo corte, que acabó enseguida en el suelo, seguido de la camiseta y del
resto.

—Tienes que tirar de las botas, son nuevas y todavía apenas han cedido—
me comentó muerta de la risa intentando zafarse de ellas.
Le hice caso y con ella tumbada en la cama tiré con tanto énfasis que
terminó por salir despedida.

—¿Estás bien, amor? —me preocupó porque fue a darse justo con el
cabecero.

—No sé, no sé, creo que vuelves a estar en deuda conmigo.

—Vale, pero eso no es ninguna novedad, se ve que yo vivo en deuda


perpetua contigo, ¿no es así?

—Pues más o menos, siempre me andas debiendo algo.

Le acaricié la cabeza, en la que no observé chichón alguno, y se la besé. Era


mi consentida, totalmente y por ella haría lo que hiciese falta.

—Ven aquí—Terminé de desvestirla mientras ella me comía con la mirada,


ávido de su cuerpo como estaba. Así, tiré de la otra bota y luego también de
sus ajustados pantalones, esos que le hacían unas interminables piernas
sobre las cuales lucía un precioso tanga que terminé retirándole con los
dientes.

Una vez lo hice, hundí la cabeza en su sexo, buscando su calor, para luego
abrirme camino en él con mis dedos, que de inmediato se humedecieron. Su
olor, ese penetrante olor volvió a meterse dentro de mí. Si tuviera que decir
a qué olía Pauline lo tendría claro; olía a vida.
Sus piernas, una vez logré que se corriera para mí, terminaron sobre mis
hombros mientras que el violeta de sus ojos le suplicaba a los míos que la
penetrara con fuerza.

Eran tantas las ganas que tenía de hacerlo, tantas las ganas de volver a estar
en interior que mi primera embestida fue feroz. Su cuerpo se contrajo y de
su boca salió un gemido que entró directamente en mi mente; ese era justo
el tipo de gemido por el que yo moría, el tipo de gemido que deseaba
escuchar de su boca, el tipo de gemido que me indicaba que la cima del
placer no tenía secretos para ella cuando ambos estábamos juntos.

La sujeté por los hombros con la intención de que no volviera a sufrir


ningún accidente, pues mis ganas unidas a las suyas se traducían en unas
fortísimas embestidas que incluso hacían que la cama se meciese como si
fuese un columpio.

—No, verás, si saldremos disparados los dos—Se reía ella.

—¿Algo que objetar? —Tapé su boca con la mía, besándola.

—Nada, nada, si yo lo tengo todo asegurado, hasta el culo—me soltó


causándome una carcajada tal que hasta tuve que parar un momento.

—Vaya tela…

—Eso no vale, que se rompe el ritmo.


—El ritmo no se rompe, tú tranquila que de eso me encargo yo, ¿tú sabes
cuántos días llevo esperando exactamente esto?

—¿Esperando lanzarme como un cohete? Mira que yo no sabía que tuvieras


complejo de astronauta.

—Ven aquí, anda, que yo sí que te voy a dar complejo—Le volví a tapar su
boca con la mía y me concentré en proporcionarle el mayor de los placeres,
uno que le creara el deseo y la necesidad de beber de mis labios y solo de
mis labios.

A esas alturas del partido yo ya estaba locamente enamorado de una Pauline


que se había convertido para mí en una droga. Adicto, me declaraba total y
absolutamente adicto a una mujer cuyos aterciopelados labios me llevaban a
sentir más de lo que yo soñaba después de la historia de la que venía.

Con Pauline notaba que los problemas ya no dolían, que los fantasmas del
pasado habían perdido el poder de venir a visitarme y que todo volvía a
estar a mi favor y no en mi contra.

Un segundo orgasmo, este con mi pene en su interior, hizo que ella se


contrajera para mí provocándome el delirio. Mientras me aprisionaba en el
interior de su estrecha vagina sentía que no había mejor prisión en el mundo
en la que quedarme a vivir.
Capítulo 31

La sensación de ser sábado y de levantarme a su lado no tuvo parangón.

—Buenos días por la mañana, mi niña.

—¿Ya es por la mañana? Pero si tengo mucho sueño—Se tapó con uno de
los almohadones.

—Pues entonces duerme un poco más mientras yo preparo el café, ¿qué te


parece?

—Es cierto, que los findes no tienes a Emily.

—Así es, ¿quieres dormir un poquito más?

—No, ya me has despertado y ahora tendrás que aguantarme, me voy


contigo.
—Buah, no sé si podré soportarlo, ¿así sin anestesia y sin nada?

—Muy gracioso, dime cuánto me has echado de menos, pero de verdad.

—Mucho, sabes que te he echado mucho de menos, ¿has tenido cuidado?

—¿Lo dices por lo que ocurrió el otro día? Ya te he prometido que no


volverá a suceder una cosa así. No veas si aprendí la lección, todavía tengo
pesadillas con eso.

—Yo no quiero que tengas pesadillas, pero sí mucho cuidado. Me da pánico


que te pueda llegar a suceder algo, ¿me has oído?

—No te preocupes, cuando me voy de viaje tengo a todo el equipo


pendiente de mí.

—Vaya y como a ti eso no te gusta…

—¿Qué has querido decir? Te veo muy graciosito, ¿eh?

—Pues he querido decir que te encanta ser el centro de todo y con eso no te
descubro nada. Por cierto, pronto vas a poder disfrutar de una cena en la que
serás la anfitriona, que lo sepas.

—¿La anfitriona? ¿Damos una cena? Pero ¿por qué?


—Por un montón de motivos, pero principalmente porque mis amigos no se
resignan a que este año no celebremos mi cumple. Y luego hay varias cosas
más que celebrar; el embarazo de John y Nancy…

—Y nuestro compromiso, ¿no?

—Eso también.

—Es que parece que se te olvidaba, como si no fuera importante.

—No, no es eso y lo sabes.

—Pues lo parece, que sepas que mis padres están locos con el compromiso,
sobre todo mi madre.

—Me alegra saberlo, mucho.

Según ella sus padres eran personas sencillas y su madre tendía a leerle la
cartilla cuando su hija se pasaba un poco. Yo aún no los conocía, porque
vivían en Boston y ella estaba buscando el momento para presentármelos.

—Vale, pues habrá que ponerle fecha.

—Un poquito más despacio, por favor.

—¿Ya te estás echando atrás? —Se estaba enfadando y yo comencé a


resoplar.
—Te pido por favor que no vuelvas a subirte a la parra. Sabes que en el
fondo lo de la boda me lo has metido con un calzador y ahora sigues con
exigencias—le solté porque no soportaba la idea de que volviera a las
andadas.

—¿Con un calzador? ¿Esas son las ganas que tienes de casarte conmigo?
Pues ¿sabes lo que te digo? ¡Que al diablo la puta boda y al diablo tú! —
chilló mientras cogía una delicada pieza de porcelana de su mesilla de
noche y la estrellaba en el suelo.

Me dejó mudo e inmóvil. Yo no estaba acostumbrado a ese tipo de


numeritos ni pensaba acostumbrarme en la vida.

No dije ni media palabra, sino que me limité a levantarme y a comenzar a


vestirme para salir a correr. Necesitaba marcharme de allí, huir del aire
viciado que comenzaba a respirarse en nuestro dormitorio y pensar.

—¿Y ahora te vas? Contesta, ¿huyes como un cobarde? ¿Eso es lo que eres
tú, un cobarde? Porque si es así debes saber que yo no quiero estar con
ningún cobarde ni mucho menos casarme con uno de esa calaña.

No sé cómo pudo saltar así, pero de pronto la encontré delante de mí, presa
de la ira y mirando a su alrededor.

—Soy yo quien no tiene ninguna intención de casarse con una persona que
pierde los estribos como lo haces tú—le advertí porque aquello ya estaba
rozando la locura.
—Ah, ¿no? Pues ahora mismo cojo el pescante y no me vuelves a ver,
¿quién te has creído que eres para hablarme así?

—¿Tú te escuchas? De manera que eres la única con derecho a blasfemar, a


gritar y hasta a romper todo lo que te venga en gana, pero pobre del que te
replique. Mira, Pauline, yo estoy muy enamorado de ti, pero hay cosas que
comienzo a no ver claras en esta relación. No sé, quizás sería mejor…

—¿Me estás dejando? ¿Tú me estás dejando? Porque antes de que lo hagas
te digo que soy yo la que te deja con dos palmos de narices. No, no eres el
hombre que creía, yo me había hecho una idea que para nada se parece a la
realidad.

—Es que ni siquiera eso es lógico, ¿no te das cuenta? ¿Cómo es posible que
estuvieras enamorada de un hombre al que ni siquiera conoces? Eso es una
auténtica locura.

—Una locura que te ha venido muy bien durante todo este tiempo en el que
te has divertido conmigo, porque eso es lo único que has hecho. Ya lo veo
todo claro, por fin se me ha caído la venda; en ningún momento has tenido
intenciones serias en lo referente a nuestra relación, por eso te jodió tanto
que yo hiciera público que nos casábamos. ¿Sabes lo que te digo? Que eres
un auténtico cabrón y que no me mereces.

—Será eso, no pienso entrar en mayor polémica contigo.


Me dolió una barbaridad lo que me dijo, pero no consideraba que ella
estuviera en condiciones de mantener una conversación con nadie. Las
facciones de Pauline me resultaban desconocidas, con el rostro totalmente
desencajado, estaba fuera de sí.

Por un momento, la consideré capaz de hacer cualquier locura, incluso de


agredirme, pero de un instante para otro se vino abajo y comenzó a llorar.

—No te vayas, por favor, no me dejes—me suplicó.

—No sabes lo que quieres, ¿no te das cuenta de que yo no puedo vivir así?

—Eso no es verdad; yo sí que sé lo que quiero, te quiero a ti. El problema


es que no estoy segura de que al contrario funcione igual, ¿tú me quieres?

—Pauline ahora no es el momento, debes respetar que no tengo ganas de


hablar.

—¿Lo ves? ¿Ves como siempre estás poniendo obstáculos a los nuestro?
Capítulo 32

Una vez más consiguió su propósito. Aquella mañana no me moví de su


lado y eso que estaba completamente decidido a hacerlo. Recuerdo que se
pasó un par de horas llorando con amargura, pidiéndome perdón y
asegurándome lo que ya se había convertido en todo un tópico para
nosotros; que no volvería a pasar.

Yo la consolé todo lo que pude, entendiendo que su arrepentimiento era


sincero, si bien he de confesar que la desesperación comenzó a hacer mella
en mí, pues veía que sus intentos de poner fin a aquellas absurdas pataletas
suyas, motivadas siempre por sus celos e inseguridades, quedaban en papel
mojado.

Cuando se le pasaba, Pauline volvía a ser la chica más encantadora del


mundo, esa que siempre tenía la sonrisa en la cara, pero era auténtico pavor
el que yo sentía siempre que salía esa otra tan complicada que acababa a
grito pelado cuando no a algo todavía peor, porque ese día incluso empezó a
hacer pedazos las cosas.
—No volverá a ocurrirme, lo sabes, ¿no? —me repetía una y otra vez presa
de la congoja.

Yo guardaba un respetuoso silencio, pero hasta ahí, porque no sabía lo que


pensar.

Ella, que tonta no era, sabía muy bien lo que ese silencio representaba y
lloraba con una amargura todavía mayor.

—Ya está, bonita, por favor, ya está, te lo pido por lo que más quieras.

Tampoco yo podía soportar tanta lágrima y tanta pena.

Concluí lo que ya había pensado más de una vez, que mi vida con ella podía
asemejarse a estar montado en una montaña rusa; tan pronto me llevaba al
cielo como me dejaba caer al suelo.

Al mismo tiempo que sus lágrimas empapaban mi camiseta, no podía evitar


recordar las palabras de aquellos que me querían, como John y Rebeca, y
que ya me habían dado un toque sobre mi relación. Mis amigos lo veían
desde fuera, que es desde donde las cosas se ven claras y no tenían dudas al
respecto de que yo, al menos, debiera ir con cautela.

Cuando por fin logré que dejara de llorar, la sonrisa volvió a su cara.

—No te preocupes por nada, vamos a montar la mejor fiesta de cumpleaños


que hayas tenido nunca, ¿vale?
Asentí, dándole la razón como a los locos, pero he de reconocer que sin
apenas ilusión. En ese momento, me estaba dejando llevar por ella,
simplemente eso.

Una vez borradas las lágrimas de su rostro, insistió en que hiciéramos el


amor y lo logró, como lograba todo aquello que deseaba de mí. En un
primer momento me hice el tonto, como si no captase las explícitas señales
que ella me enviaba, pero Pauline se dio cuenta y debió pensar que algo
estaba cambiando entre nosotros.

Minutos después, sin que supiera decir cómo se las apañó, ya estaba dentro
de ella, haciéndole el amor como si no hubiese un mañana y deseando su
cuerpo como jamás había deseado ningún otro.

Cuando terminamos, nos quedamos tumbados y ella me comía a besos,


como si nada hubiese ocurrido.

Más calmado, me fui para la cocina y preparé un café.

—Mira lo que te he traído de Londres, seguro que no has visto nada en mis
redes—me comentó enseñándome su móvil.

Lo que me estaba mostrando era el espectacular resultado de una sesión


fotográfica en los lugares más emblemáticos de la ciudad.

—Estás, estás…—Apenas me salían las palabras porque las fotografías eran


únicas, realmente magníficas.
—¿Te gustan? Ya sabía yo que tú no te metes en las redes sociales y que,
por tanto, no las habrías visto.

Su forma de posar era tan sexy que bien podría parecer que echaría a arder
cualquiera de aquellos icónicos monumentos, aunque para monumento ella.

—¿Que si me gustan? Eres la mujer más bella del mundo.

—Así se habla—Me sonrió.

—Pero no por ello…

No pude evitar intentar sacar de nuevo el tema porque no me lo podía quitar


de la cabeza.

—No digas nada más, por favor, no arruines este momento tan bonito que
estamos viviendo, ¿no entiendes que solo existe el aquí y el ahora? El
pasado ya no está.

Pues para haberse esfumado tan pronto, a mí me había dejado un


considerable dolor de cabeza.

Desayunamos y ella parecía cada vez más entusiasmada. Sus picos de


humor eran así, tan pronto estaba más alegre que unas castañuelas como de
repente parecía que la había poseído Hulk, solo le faltaba ponerse verde.
Cuando nos levantamos de la mesa me propuso que fuéramos a correr
juntos.

—¿No decías que te apetecía? Venga, que eso no lo hemos hecho todavía.

—¿Tú quieres que corramos juntos? Pero si no me habías dicho que tú


corrías.

—Eso es porque tenía una micro lesión en una rodilla, pero que ya está
estupendamente, ¿eh? Que yo no me la he echado abajo como el japonés—
Rio.

—¿Lo recuerdas? Yo creía que se había matado—Me vinieron los flashes


de ese hombre a dos ruedas y luego allí volcado y la risa no tardó en
aparecer.

—Sí, madre mía, qué cabreo pilló. Mira que pensar que nos iba a ganar, con
el buen equipo que formamos, ¿verdad?

—Sí, sí que lo formamos—le dije porque guardaba unos recuerdos


extraordinarios de los momentos tan especiales que había pasado con ella.

—Pues ya te he dicho que eso no es nada, ¿vale? Que sepas y entiendas que
te voy a hacer tan feliz que no sabrás ni dónde tienes la cabeza.

—Eso último ya me está pasando—apunté levantando el brazo.


—Pero no creo que insinúes que es mi culpa. Eso sí que puede ser un poco
efecto de la edad—Rio.

—Muy bonito, así que cuando te conviene sí que influye mi edad, eso está
precioso.

—Ven aquí, que te voy a demostrar que tu edad es la mejor del mundo para
ciertas cosas que se me están pasando por la cabeza.

Se le pasaron por la cabeza a ella, pero fui yo quien se las hice encima de
unas sábanas de satén que conocieron nuevamente la pasión de nuestros
cuerpos.

Cuanto más me alteraba, cuanta más desesperación me hacía sentir, más


notaba que la necesitaba.

El círculo vicioso siempre se completaba del mismo modo y, aunque


tampoco me tengo por tonto y comenzaba a verlo, yo no me resignaba a
completarlo una y otra vez.
Capítulo 33

El fin de semana transcurrió de lo más tranquilo, con ella haciendo todo lo


posible y lo imposible para que se me pasara el disgusto.

El domingo al mediodía, incluso insistió en no salir y que ambos


preparáramos el almuerzo juntos. Tampoco es que nos perdiéramos nada,
porque el día en Nueva York no podía estar más lluvioso.

—Vamos a preparar una ensalada y después un puré de tapines…

—Perdona, ¿un puré de tapines has dicho? Para mí que sea un buen
chuletón de ternera, por favor.

—No, no, hoy vamos a comer sano, pero rico.

—¿Y es que un buen chuletón de ternera no es sano? Por lo bien que me


sabe, ya te digo yo que sí.
—Hombre, mejor que comida basura es, pero donde se ponga un buen chute
de verduras, que se quite todo lo demás.

Pauline no era vegana, pero sí se alimentaba mayoritariamente de verduras


y de todo aquello que tuviera las calorías justas para que su espléndido
físico no se viera afectado ni por un solo gramo de más.

Estábamos discutiendo sobre qué echarle o no a la ensalada cuando me sonó


el teléfono y era mi amigo Fede, desde Washington.

—Oye, ¿dónde te metes? Desde que tienes esa novia tan despampanante no
hay quien sepa nada de ti…

—Pero bueno, Fede, qué alegría escucharte, aunque lo cierto es que


tampoco tú me has llamado, ¿qué es de tu vida?

Ella me indicó que se encargaba de todo en la cocina, que charlara


tranquilamente y eso me permitió salir de ella. Me imaginaba para lo que
me llamaba y, si era así, ello me permitiría darle una sorpresa a Pauline.

—Pues por aquí todo bien, las gemelas cada día más guapas y su madre
cada día más latosa, lo normal…

—Te quejas de vicio y lo sabes.

—Pues también es verdad. Oye, te llamo, aparte de para darte la


enhorabuena por haber conquistado a esa belleza, para decirte que en un par
de semanas tenemos un cartel que no te puedes perder, ha habido un cambio
de última hora y…

El padre de Fede era quien coordinaba todos los eventos relevantes en


Washington y siempre que había una ópera digna de ver me reservaba uno
de los palcos.

Llevar a Pauline a un espectáculo de esas características me emocionaba


mucho y me lo callé para cogerla totalmente desprevenida.

—¿Quién era? —me preguntó cuando volví a la cocina mientras me daba a


probar un poco del caldo de puré.

—Muy rico, de veras que está buenísimo, lo único es que…

—Es lo que vas a comer, así que cuanto antes lo asumas mejor…

—Pues nada, qué remedio. Y de lo otro pues eso, que hacía mucho que no
telefoneaba a Fede y me estaba echando de menos. Es uno de mis mejores
amigos, te he hablado ya de él.

—Sí, sí, algún día lo conoceré, no te preocupes.

—Pues sí, algún día lo conocerás.


No sabía ella que ese día estaba próximo, porque Fede también acudiría a la
ópera, acompañado de su esposa.
Mi historia con Pauline no tenía nada que ver con esa joya del cine que es
“Pretty Woman”, pero en cuanto a la sorpresa y la ópera sí que le
encontraba sus semejanzas.

Yo ya me sabía muy bien sus medidas, si hasta podría dibujarlas con los
ojos cerrados, por lo que acudiría al taller de alta costura de una amiga,
Doris, para que le confeccionara un vestido a la altura de las circunstancias.

El almuerzo le salió francamente rico. Era la primera vez que Pauline


cocinaba para mí, pues ella no se dejaba caer demasiado por la cocina, pero
le noté de lejos el afán de que yo estuviera contento, de que dejáramos atrás
el mal rollo que la bronca del día anterior produjo entre nosotros.

Incluso se empeñó en servir ella misma la mesa. Preciosa, así estaba con sus
shorts tejanos, unas deportivas y una camisa de cuadros anudada en su
cintura. Parecía una cow girl, absolutamente deseable.

Lo que no me había pasado por alto fue el hecho de que tampoco en aquella
ocasión pareció entusiasmarle el conocer a más amigos míos, igual que
tampoco parecía hacerlo el relacionarse con los que ya le había presentado
en Nueva York.

Ella solo parecía sentirse a gusto en casa conmigo y todo lo más con Emily,
en quien sí se apoyaba, si bien yo notaba que lo hacía como si fuera una
madre, como buscando refugio y cariño constantes en ella. Hasta una
mañana invitó a su hijo para que viniera a conocerla, un bonito gesto que el
chaval no olvidaría nunca.
A mí sí que me entusiasmaba que mi gente la conociera, presumir de ella y
que compartiera mis aficiones, lo mismo que yo compartiría las suyas en
cuanto me lo pidiera.

—Te has quedado un tanto pensativo después de esa llamada de teléfono,


¿puede ser? —me preguntó.

—¿Pensativo? No, para nada, tranquila.

—¿No te ha dicho nada tu amigo que yo debiera saber?

—No, no, para nada, te digo que tranquila.

Eso también le solía ocurrir, que a menudo tenía la sensación de que se le


ocultaban cosas, pero yo no podía decirle lo que me traía entre manos.

Estaba muy contento, eso sí y trataría de que esa velada fuera


absolutamente inolvidable…

Nada me apetecía más que acudir a esa ópera con Pauline y verla
emocionarse igual que me emocionaba yo. Solo rezaba porque el
espectáculo fuera de su gusto.
Capítulo 34

Tan pronto comenzó la semana, en la que ella sí que pudo atender sus
compromisos desde Nueva York, no teniéndonos que separar, me puse con
todos los preparativos.

Esa misma mañana le dije a Rebeca que me acompañase al taller de Doris,


lo cual hizo de buen grado.

—¿Estás mejor? Te veo muy contento esta mañana.

No quería preocuparla y me daba vergüenza contarle lo que viví con


Pauline el sábado por la mañana, así que opté por mentirle.

—Sí, todo va como la seda entre nosotros y estoy ansioso por llevarla a la
ópera.

—Pero ¿te has cerciorado de que eso le gusta? Porque si no es así lo mismo
le resulta un muermo total. Yo es que una vez quise llevé a Carine a un
espectáculo de danza y la pobre vino y calladita, pero al salir me dijo que la
próxima vez adoptara un mono y me lo llevara a él.

—Pura sensibilidad, es que me encanta vuestra relación—Reí.

—Pues claro, una relación natural, en la que se puede hablar de todo sin
tapujos… Si a mi chica no le gusta la danza, ¿por qué demonios tiene que
venir conmigo? Y con la ópera pasa lo mismo, ya lo sabes, que o te gusta
mucho o tienes ganas de pedir el cubo de potar.

—Ya, pero yo estoy seguro de que a ella le gustará la ópera, lo estoy.

—También pensabas que le gustaría a Trevor y mira cómo acabó, borracho


como un piojo del aburrimiento.

—No, si ahora será mi culpa que Trevor se emborrachara y no que ese


aprovecha cualquier ocasión para cogerse una buena cogorza.

—En eso sí que tengo que darte la razón. Oye, ¿y esto de encargarle el
vestido sin tener claros sus gustos?

—Ya sabes cómo es Doris, además ella conoce el estilismo de todas las
famosas, lo va a clavar.

—Eso espero, no sea que con tanta sorpresa te salga el tiro por la culata.
Oye, ¿y qué hay de Daniel?
—Pues ya falta poco más de un mes para que venga a visitarme, te puedes
imaginar cómo estoy. Tengo unas ganas tremendas de que conozca a
Pauline.

—Digo yo que sí, que para algo es tu prometida—lo dijo con retintín
porque a ella el tema de ese anuncio de boda tan precipitado seguía sin
convencerla.

—Mira que eres puñetera, pues sí.

—Oye, ¿y a ella?

—¿A ella qué?

—Que si tiene ganas de conocer a Daniel.

—Sí, bueno, supongo que sí, claro.

—¿Lo supones? ¿No te lo dice?

—No empieces, Rebeca, por favor, que empiezas tirando de un cabo y


terminas por taladrarme.

—Yo solo te digo que si ella te suele preguntar por el niño y todas esas
cosas. Tú eres un padrazo y en vuelta de nada, Daniel volverá a vivir aquí,
por lo que deberías cerciorarte bien…
—Todo irá genial, ella me adora y, por ende, también adorará a mi hijo.

—Vale, vale, si yo no digo nada…

Ella no decía nada, pero tenía la habilidad de sembrar en mí todas las dudas
del mundo. En realidad, el problema no estaba en Rebeca, he de ser sincero,
sino en el hecho de que yo muchas veces no supiera responder con certeza a
sus preguntas.

Hasta ese momento no me lo había planteado, pero lo cierto es que ella no


solía demostrar demasiado interés por mi círculo, en el cual incluyo a
Daniel, mi hijo. Lo normal era que me hiciera alguna preguntilla o le echara
un vistazo a alguna de las fotos que él me enviaba, pero hasta ahí.

Por otra parte, quizás el hecho de que fuese tan joven influyera en eso.
También debería darle su tiempo y esperar a que lo conociera, seguro que
entonces mi niño se ganaría su cariño, porque era un chaval extrovertido y
dicharachero de los que hablaba hasta con las piedras.

Entramos en el taller de Doris y ella estuvo encantada de atendernos.

—Hacerle un vestido a Pauline es un auténtico regalo para mí, yo misma


me encargaré del diseño, en un par de días te enviaré un boceto. Eso sí, no
me digas que lo quieres para ayer, porque me da un sincope—Me miró con
temor.

—Para este viernes no, para el próximo…


—Te mato, yo es que te mato, Jason, ¿cómo podéis ser los hombres así?
Todo a la prisa y corriendo, luego pasa lo que pasa.

—Eso es lo que le decía yo a mis novios, que me dejaban a medias, por eso
me he cambiado de acera—le confesó Rebeca, que tenía confianza con ella
porque también se encargaba de los vestidos de Stella para las ocasiones,
por lo que tuvo que hacerle mil llamadas en el pasado.

—Di que sí, yo eso lo vi venir desde el principio y por eso me he quedado
soltera…

—Muy lista, vaya, que para unos pocos centímetros de chorizo no te quedas
con el cerdo entero…

—¿Con el cerdo? Chicas, os recuerdo que estoy aquí y que soy hombre.

—Eso también te convierte en medio sordo, porque los hombres no os


enteráis de la misa la mitad, así que…
Capítulo 35

…Y llegó aquel viernes al mediodía…

Las últimas dos semanas habían sido estupendas, sin que ningún altercado
por parte de Pauline me sobresaltara. Ella parecía haber cumplido su
promesa de que nada de aquello volviera a suceder y yo comenzaba a
relajarme con la ilusión de que todo iría sensacional entre nosotros a partir
de entonces.

—Te tengo una sorpresa, amor—le dije mientras la besaba antes del
almuerzo.

—¿Una sorpresa? ¡Me encantan las sorpresas, cariño!

—Esta noche nos vamos a la ópera, en Washington, salimos en mi jet en un


par de horas.

—¿Nos vamos a Washington y a la ópera? Pero ese es un plan de lo más


glamuroso, cómo mola.
—¿De veras me lo dices? No sabía si te gustaría, me hace una ilusión
tremenda…

—Yo nunca he estado, pero estoy segura de que me va a gustar. Solo por lo
mucho que te gusta a ti, no lo dudo.

—Ya sabes lo que dicen de la ópera, que o te encanta o la detestas…

—Ya, pero que si aprendes a amarla es para siempre, como yo a ti.

—Qué bonito eso que me has dicho, ¿no? ¿Tú me vas a amar siempre?

—Yo sí, ¿y tú a mí?

—Yo a ti también, cariño.

Se lo dije de todo corazón, porque ya la amaba con toda mi alma.

—Muero de amor, Jason, pero ¿qué me voy a poner? —Se echó las manos a
la boca, preocupada.

—No te preocupes, que ya he pensado en todo.

—¿Has pensado en todo? Tienes que contármelo…

—Más que contártelo, tengo que enseñártelo. Ahora mismo vengo.


Lo hice con el vestido en las manos y con las altísimas sandalias con
incrustaciones de perlas con las que Doris lo había complementado en la
otra.

—Pero ese vestido es, es…—Apenas le salía la voz del cuerpo y eso que
ella estaba acostumbrada a que la vistieran muchos de los mejores
diseñadores del mundo.

—Es tu vestido, amor, simplemente eso.

—¿Simplemente eso? Es el vestido más bonito del mundo, eso es lo que


es…

—¿Así te lo parece, mi niña? Estoy deseando que te lo pruebes.

Se trataba de un impresionante vestido en gris plomo con escote halter, uno


que le sentaba como anillo al dedo. Doris lo había clavado por completo y
teníamos ante nosotros una noche única.

—Claro que me lo parece, eres el mejor, Jason, el mejor—Se cogió a mi


cuello y me comió a besos.

Un par de horas después, Trevor nos llevaba hasta el aeropuerto. De nuevo


llovía en Nueva York, por lo que tuve especial cuidado en que en todo
momento la cubriera mi paraguas al subir las escalinatas del avión, para que
no se le moviera ni un pelo del precioso semirrecogido que le había hecho
la peluquera que yo también tenia preparada para esa tarde.
Esperé a estar montados para mirarla y hacerle una confesión.

—Estás increíble, pero creo que hay un detalle que puedo mejorar…

Ella se quedó mirándome un tanto horrorizada, como pensando que algo


hubiera quedado regular en su estilismo.

—No me digas que se me ha corrido el rímel o que algún pelillo…

—Nada de eso, no es nada de eso, simplemente se trata de que me gustaría


que te quitaras esos pendientes—Llevaba unos preciosos, pero que ya le
había visto lucir en alguna que otra ocasión.

—¿No te gustan mis pendientes? Pero si me dijiste un día que eran muy
bonitos.

—Y lo mantengo, lo mantengo, lo único es que en esta ocasión me gustaría


que los cambiases por estos otros—Saqué una cajita de mi chaqueta que
puse en sus manos.

Con ellas temblando, abrió la cajita y sacó dos piezas únicas, un par de
pendientes de una de las colecciones más exclusivas del mercado, algo que
la dejó nuevamente sin palabras.

—Jason, pero estos pendientes son… son…—Se quedaba atascada y yo me


estaba divirtiendo mucho.
—Son una joya, justo lo que tú te mereces, amor. Solo tienes que ponértelos
y que disfrutarlos, ¿vale?

—Me los voy a poner, me los voy a poner…

—Pero que no puedes levantarte ahora, preciosa, ¿se puede saber adónde
vas?

—Necesito un espejo, es que necesito un espejo.

—Abre ese compartimento—le indiqué uno que estaba a su altura y que,


provisto de multitud de accesorios, contaba también con un espejo de mano.

Lentamente, echó su pelo hacia cada uno de los lados para colocarse los
pendientes de la forma más sugerente del mundo, como todo lo que ella
hacía.

Pauline me tenía tan enamorado que cualquiera de sus gestos hacía que me
la quedara mirando como si se tratara de una obra de arte andante.

—¿Cómo me quedan? —me preguntó risueña y emocionada.

No sabría precisar si brillaban más los diamantes de los pendientes o sus


ojos, porque la emoción la embargaba.

—Estás absolutamente impresionante, estás para comerte aquí mismo…


—Si haces lo que estás pensando, voy a llegar con los pelos de una loca,
eso seguro.

—Pero seguro, será mejor que me vaya al baño y que me refresque las
muñecas—Reí porque tenía razón de sobra. Cada vez que Pauline y yo
hacíamos el amor, lo hacíamos a lo grande, de forma que su peinado y su
maquillaje se verían resentidos y sería una pena.

Para eso tendríamos luego el resto de la noche, pues la suite presidencial del
mejor hotel de Washington nos esperaba.

Durante el resto del vuelo ella no paró de regalarme gestos cariñosos.


Pauline parecía más calmada que nunca, como si el sosiego por fin le
hubiera llegado y murmurado al oído que no tenía nada que temer en
nuestra relación.

—¿En qué estás pensando? —le pregunté en un momento dado mientras la


acariciaba.

—En que te amo tanto que no creo que pueda amarse más.

—¿Y ya tienes claro que yo te amo igual a ti?

—Sí, ahora por fin comienzo a tenerlo claro, aunque reconozco que me ha
costado un poco.
—¿Te ha costado un poco? No me digas, si no me he dado cuenta… Mi
niña, te voy a hacer feliz, muy feliz, tan feliz que jamás volverás a
desconfiar de nada, ¿vale? —Besé su frente y sus mejillas porque no quería
estropearle su perfecto gloss labial.

—Vale—Se dejaba besar y acariciar, la vi más confiada que nunca,


totalmente desconocida.

Se relajó tanto que llegó un momento en el que no supe si estaba dormida o


despierta, pero enseguida abrió un ojo para mirarme.

—Venga, sigue acariciándome, que me gusta…

—No quería despertarte si dormías, no quiero que te moleste ni el viento.

—Pues entonces sigue, ¿a qué esperas? — Esa parte inocente a la par que
impaciente y también infantil que le salía me fascinaba.

El vuelo fue corto, pero intenso y lo disfrutamos muchísimo; un espectáculo


único nos esperaba y yo tenía todas mis esperanzas puestas en que aquella
fuera una noche inolvidable para ambos. Faltarle no le faltaba nada, pues
ella parecía estar mucho más cerca de ser la mujer con la que siempre soñé.
Capítulo 36

Llegamos a la ópera y allí que nos estaban esperando Fede y su esposa, que
ejercieron como perfectos anfitriones.

Pauline miraba hacia todos los lados entusiasmada, viendo como la gente
ocupaba sus sitios y preguntándose cuál sería el nuestro.

—Es aquel palco—le señalé desde lejos.

—¿Ese? Pero si debe ser el mejor de todos, lo digo por la posición.

—¿Y qué esperabas? ¿Es que acaso tú te mereces menos?

—No, no, claro que no—Rio contenta.

Estaba exultante, nunca la vi así. Incluso Fede y su mujer parecieron caerles


muy bien. Ellos enseguida nos dejaron para acomodarse en su palco y
nosotros nos dirigimos hacia el nuestro, privilegiado y provisto de todo lujo
de comodidades.
Pauline extendió su mano para que se la cogiera en cuanto se sentó. Yo
comencé a contarle algo sobre la ópera en cuestión.

—No entenderás lo que dicen, pero basta con mirar sus gestos para saber lo
que quieren transmitirte.

—¿Y tú no me lo puedes traducir?

—Me temo que no, la letra de esta ópera está escrita en alemán, pero ya te
digo que solo tienes que dejarte llevar por las sensaciones.

—¿En alemán? Entonces me parecerá que están poseídos, ese es un idioma


del infierno. Yo cuando voy a Alemania es que me quedo loca, ¿cómo
pueden decir esas palabrejas interminables? Madre mía, si es que ponen la
boca así—Yo la miraba gesticular sin parar, de lo más elocuente y es que
sentía cada vez más amor por ella.

Muchas personas en el público se habían percatado de que ella estaba allí e


incluso se levantaban para saludarla desde lejos, como si fuera la principal
atracción del lugar.

Pauline les devolvía el saludo y hasta les hacía un gracioso gesto, que la
persona agradecía, para luego volver a la conversación conmigo.

—No sé cómo puedes hacer tantas cosas a la vez, es que no me lo explico.


—Tonterías, eso es porque soy mujer, ¿qué me decías?

—Te vas a ganar unas buenas cosquillas, aunque estés aquí, te lo advierto.

—Y yo te advierto que nos están enfocando las cámaras, eso que tanto te
gusta. Venga, saluda, ¿a qué estás esperando?

Pauline sabía cómo chincharme bien y es que eso de las cámaras no iba
conmigo y no iría nunca.

Por fin el espectáculo comenzó y yo notaba que sus manos temblaban,


envueltas como estaban en las mías.

—Es que esto es muy emocionante—me soltaba por lo bajini y yo no podía


estar más expectante.

El tenor italiano que salió, uno de los mejores del momento, era el mismo al
que Trevor casi deja mudo con su borrachera, “compitiendo” en voz con él.

Solo por haber llevado allí a aquel impresentable, ignoraba cómo me habían
dejado volver a entrar, pero se ve que soy un tipo con suerte. Y sí, volví a
comprobarlo cuando, tras el primer acto, ella me confesó que era una de las
mejores noches de su vida.

—¿Entonces te gusta, amor?


—¿Es que no lo ves? Si ando ahí, ahí todo el tiempo, con la lagrimilla
queriendo salir.

La abracé con ganas, pensando que era una de las mejores cosas que me
había pasado en la vida.

Al término de la obra, que ambos aplaudimos a rabiar, Fede nos dio la


oportunidad de bajar a conocer a todo el repertorio, algo que no esperaba y
que supuso para mí un sueño.

—No sabía que supieras italiano—me dijo ella después de ver cómo los
saludaba y cómo mantenía con ellos una breve charla.

—¿Es que crees que ya lo sabes todo sobre mí? Pues la llevas clara, habrás
leído mucho sobre mi persona, pero no pienso dejar de sorprenderte en la
vida, ¿me has oído? Nunca dejaré de sorprenderte.

—Te he oído y me lo creo, ahora sí que me lo creo todo.

Desde allí nos fuimos al mejor restaurante de la ciudad, uno en el que el


metre me conocía sobradamente y que nos tenía una reserva a salvo de
cotilleos.

Ya nos habíamos tomado una copa de champán durante el vuelo, pero


coronamos aquella bonita cena con otra, después de un exquisito postre que
ella accedió a probar.
Fue una noche perfecta, una noche en la que no añadiría ni quitaría nada…
Disfrutamos mucho y mi chica no podía mostrarse más agradecida.

—Ha sido como un sueño, quiero más—me pidió.

—Qué cosa más rara que tú quieras más, ¿estás segura de lo que dices? —
Volteé los ojos.

—Es que yo siempre quiero más, es verdad, pero ¿qué puedo hacer?

—Nada, cariño, no tienes que hacer nada. Yo siempre me voy a ocupar de


que tengas todo lo que necesites, ¿vale?

—Vale—me contestó complacida mientras nos levantábamos para ir hacia


el hotel.

El director también me conocía y tuvo el detalle de esperarnos esa noche


para darnos la bienvenida en persona.

—Solo os deseo que vuestra estancia aquí sea digna de recordar, Jason—
nos comentó antes de despedirse.

—Digna de recordar dice ese hombre. Y tanto que sí, yo no he visto más
flores juntas en mi vida, si no se sabe si esto es un hotel o un jardín
botánico, ¿tú has visto esto? —Abría ella los ojos al máximo mirando la
cantidad de flores que nos habían dejado.
—Flores para otra flor, mi vida, solo es eso. Y ahora ven—Le indiqué que
se sentara a mi lado.

—Ah, tunante, ¿y dices que soy una flor? Tú lo que estás es deseando
regarme…

No sé hasta qué punto podía calibrar ella cuánto lo deseaba, cuántas ganas
tenía de prolongar aquella luna de miel que estábamos viviendo en la que
todo rozaba la perfección, en la que no había ni un ápice de los celos de
otros momentos, en la que ella por fin parecía haberse dado cuenta de que
yo la iba a amar y a respetar como se merecía.

Comencé por amarla sobre aquella cama de enormes proporciones en cuyo


silencio confiábamos, porque de haber hablado sin duda que tendría muchas
cosas que decir.
Capítulo 37

El sábado de la semana siguiente celebraríamos mi cumpleaños en casa…

No parábamos, siempre íbamos de una cosa en otra. Aunque ese tipo de


fiestas no seducían demasiado a Pauline, yo sabía que en el fondo estaba
contenta por mí.

También tenía que entender que una cosa era que estuviera enamorada de
mí y otra distinta que disfrutara como una loca en compañía de todos mis
amigos, que eran bastante mayores que ella.

Con todo y con eso, mi chica, que el martes voló a Houston, me preguntó
varias veces por todos los preparativos.

La que estaba enloquecida esa semana era Emily, aunque lo hacía de mil
amores y se había ofrecido sobradamente a encargarse de coordinarlo todo.

Seríamos unas veinte comensales, por lo que echó mano de dos personas de
refuerzo que se ocuparan de que el menú quedara sensacional.
John, que tanto había insistido en lo que a Nancy le ilusionaba que nos
reuniéramos, también parecía especialmente contento durante esa semana.

—Ahora sí que te veo más relajado, amigo, ¿estás contento? —me


preguntó.

—Sí, mucho. Y vosotros, ¿cómo lo lleváis?

—Bien, bien, Nancy sigue con sus antojos, que estoy a punto de ponerle
unos horarios, pero bien—Rio.

—¿De ponerle unos horarios? Te tocará complacerla como a todo hijo de


vecino, si te veo genial.

—Sí que lo estamos sí, ¿y Daniel? No veas las ganas que tengo de verlo
aparecer por aquí, sabes que me encanta chincharlo.

—Igual que al padre, ya lo sé.

—Anda ya, al padre mucho más. Por cierto, ¿vendrán también Rebeca y su
novia a la cena?

—Pues claro que vendrán, ¿se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de


que ella se perdiera un cumpleaños?
.
—No, no, con lo que le gusta una fiesta… Tío, es que yo tengo un
problema, para mí que es un problema mental…

—Has tardado en reconocerlo, ya iba siendo hora. Venga, hablemos de ello


—me senté un poco, estaba reventado de tanto darle al saco.

—Vete a la mierda, te estoy hablando en serio.

—Y yo también, desembucha.

—Joder, tío, que a mí verlas a las dos juntas me pone…

—Oye, ¿tú no sigues muy suelto para estar con Nancy? Mira que como la
pierdas lo vas a lamentar más de lo que imaginas, no tienes más que fijarte
en lo mal que lo pasé yo.

—Animal, ¿y en qué parte de tu trastornada cabeza te cabe que esté


pensando en perderla? ¿Has pensado que me voy a ir a vivir con ellas?

—Ah, yo qué sé, hablas con tanto entusiasmo.

—Joder, que lo único que digo es que me pone verlas juntas, pero ya está.
Tú sabes que yo estoy loco por Nancy, por mucho que me cueste hablar de
estas cosas.

—Ya sé que no eres un derroche de romanticismo precisamente, pero


cuídala, tío.
—Que sí, papá, qué pesadito eres cuando coges una canción, joder…

—Pues eso, tenlo en cuenta.

—Todos no podemos ser tan perfectos como tú, amigo, pero hacemos lo
que podemos. Seguro que ya le tienes encargada alguna joya a tu Pauline
para que la luzca esa noche.

—Así es, Helen me ha conseguido una gargantilla que creo que la va a dejar
patidifusa.

—Nancy se compra ella misma esas cosas, menos mal, no me veo yo en


esos menesteres.

—Pues ten cuidado, que por ahí empecé yo a descuidar las cosas con Stella
y mira cómo me fue.

—¿Otra vez? Como no te calles te prometo que el próximo puñetazo, en vez


de al saco, te lo arreo a ti.

No quería que faltara ni un detalle para una cita en la que también daríamos
a conocer el embarazo de mis amigos y brindaríamos por nuestra boda. Por
primera vez desde que aquel inesperado anuncio por su parte saltó a los
medios, comencé a planteármelo como una posibilidad real.
Como me decía Rebeca, yo era un hombre al que le gustaba pensarse las
cosas, pero si todo seguía bien con Pauline, no pasaría demasiado tiempo
antes de que nos convirtiéramos en marido y mujer.

Lo mirase pro donde lo mirase, eso era lo que estaba deseando desde que
Stella me plantó; volver a tener mi propia familia. Los comienzos con mi
modelo no es que hubieran sido especialmente pacíficos, pero yo volvía a
creer en nuestra relación y en que merecía la pena apostarlo todo por ella.

Todo iba genial en cuanto a los preparativos. El único pequeño “fallo”, si es


que a podía llamársele así, fue que la gargantilla de Pauline no llegaba y que
Helen no podía asegurarme que estuviera para esa noche.

No en vano, yo me había enamorado de una joya de la que solo se había


fabricado una unidad. La vi en su joyería cuando se la llevaban y me puse
en contacto con el comprador, un magnate sesentón, para que le diera el
permiso al fabricante para llevar a cabo una réplica sin que ello violase el
compromiso de exclusividad que había adquirido con él.

Sé que puede sonar un poco rocambolesco, pero es que esa gargantilla me


pareció ideal para Pauline y no pararía hasta conseguirle una igual.

Por lo demás, todo saldría a pedir de boca en la que sería una noche mágica.
Capítulo 38

…Y por fin llegó el día.

Pauline estaba en casa desde hacía unas horas.

—¿Puedo ayudar en algo? —me preguntó en cuanto la recogí en el


aeropuerto.

—Ya está todo controlado, mi amor, no hay nada que tengas que hacer.

—Madre mía, soy una suertuda. Pues nada, ya veo dónde está el truco; en
irme antes de viaje y en adjudicarme todo el mérito de la fiesta.

—Todo tuyo, por mí no hay ningún problema.

—Venga ya, no lo he dicho en serio…

—Ven aquí, que te voy a comer yo a ti hasta la falta de seriedad…


—Cuidadito a ver si vais a salpicar, que la confianza da asco—nos advirtió
Trevor, quien no acudiría a la fiesta porque a él no le iban ese tipo de
reuniones.

—Lo que tienes que hacer es pensártelo mejor y subir con nosotros a casa,
amigo.

—Sí, será por lo que pinto yo entre esa panda de ricachones. Mira, si
todavía se me fuera a pegar algo, lo mismo hasta subía y todo, pero va a ser
que no.

—Cuánto te gusta quejarte de todo, pues que sepas que a mí me gustaría


que lo hicieras.

—Y a Juan Luis Guerra le hubiese gustado que lloviese café en el campo y


se ha quedado con toda la cara partida. Uno no puede tenerlo todo, amigo—
Me sonrió socarronamente.

—¿Y por qué no quieres subir, Trevor? —le preguntó ella.

—Pues ya te digo, Pauline, porque a mí no se me ha perdido nada entre esa


gente, con todos mis respetos.

—Ya, a mí tampoco es que me apasionen ese tipo de celebraciones, pero


estoy segura de que después bailaremos y nos lo pasaremos bien—Trató de
convencerlo.
—Pues ya me lo cuentas otro día, Pauline, pero yo prefiero llegar a mi
apartamento, relajarme con mi musiquilla y olvidarme del mundo.

—Como tú quieras, pero yo bailaría contigo—insistió.

Sonreí para mí pensando en que semanas atrás yo no me hubiera atrevido a


bailar con ninguna otra en una fiesta por si a ella le sentaba mal, por muy
amiga mía que fuera. Sin embargo, en ese momento todo parecía comenzar
a fluir entre nosotros como es debido y yo estaba de lo más contento.

Una vez en casa, me dijo que el vestido para la fiesta, que en esta ocasión
había sido una adquisición suya, era sorpresa y que yo no lo vería hasta que
no lo tuviera puesto.

Me imaginé que sería una obra de arte hecha en tela y que a ella le sentaría
como a nadie y más coraje me dio que esa gargantilla no hubiera llegado a
tiempo, si bien tuve que olvidarme de la cuestión.

Un rato antes de que se presentaran los primeros invitados, ella apareció


ante mí tan bella que volvió a lograr que me sintiera inmensamente feliz.

—Hoy esos ojos violetas brillan más que nunca en combinación con ese
vestido malva, estás absolutamente encantadora esta noche.

—Tú tampoco te quedas atrás—silbó por lo bajini.

Para cuando llegaron nuestros invitados, todo estaba perfectamente


organizado y los camareros contratados al efecto comenzaron a servir una
copa antes de la cena.

Los Campbell, John con Nancy, Rebeca con Carine y otros de mis amigos
más íntimos se habían reunido allí y todos departían animadamente.

Un WhatsApp me sonó en ese momento y me marché hacia mi dormitorio


al ver que se trataba de un audio de Hellen.

Ella: “No puedo esperar para darte lo que tanto ansiabas. Baja, te estoy
esperando en la puerta de tu edificio, al final resulta que eres un tipo con
suerte”.

Yo: “Tampoco puedo esperar, ahora mismo bajo”.

Le puse el audio y bajé como alma que lleva el diablo, recibiendo de sus
manos la lujosa caja que contenía la gargantilla, no sin antes agradecerle los
esfuerzos que hizo para que me llegara a tiempo.

Con ella en las manos, en mi planta, abrí el ascensor con la intención de


buscar con la mirada a Pauline, pero no me dio tiempo porque ya la tenía
delante. En concreto, lo que tenía era su mano deseando abofetear mi
mejilla, algo que hizo mientras comenzaba a chillar.

—Cabrón, ¿qué te traes entre manos con esa Hellen? Si ya sabía yo que no
eras de fiar, lo he sospechado desde el principio, pero me has embaucado,
¿y todo para qué? ¿Para dejarme en ridículo delante de tus amigos?
—¿Qué estás diciendo? —le chillé absolutamente indignado mientras las
mandíbulas de todos se descolgaban por la sorpresa, incluidas la de los
camareros y la de Emily, que acudió alertada por tanto escándalo.

—¿Vas a negarlo? He escuchado su repugnante audio, de manera que no


podía esperar, no has tardado mucho, supongo que habrás quedado con ella
para follártela en cuanto yo me ausente, ¿y ahora qué le has dado ahí abajo?
¿Un adelanto?

—Yo no le he dado nada, más bien ha sido ella la que ha venido a darme
algo, Pauline. Lo que ha venido a darme es esto, era tu regalo para esta
noche, pero ya he tenido suficiente. Por favor, ¿podéis dejarnos a solas? —
les pedí a todos quienes asintieron y se marcharon ipso facto.

—Jason, yo… Es que pensé… Por favor, tienes que creerme, amor, esto no
volverá a pasar.

—No, Pauline, lo siento, pero mi paciencia tiene un límite. Ahora quien


tiene que creerme eres tú; lo nuestro se ha acabado y lo único que te pido es
que te marches de mi casa, ¿vale?

—No, no puedes estar hablando en serio. Nosotros nos queremos, nos


queremos demasiado para eso. Tú tienes que perdonarme, dijiste que me
querrías para siempre, estás faltando a tu promesa.

—¿Y tú te permites el lujo de decirme que yo falto a mis promesas? No sé


cuántas veces he escuchado de tus labios que esto no volvería a ocurrir,
cuando lo único cierto es que cada vez te superas más, ¿qué será lo
próximo? ¿Dejarme en evidencia delante de la ciudad entera? No, Pauline,
te quiero, pero ante todo he de quererme y respetarme a mí mismo y me
estaría haciendo un flaco favor si dejara pasar por alto lo sucedido.

—No, Jason, te estás equivocando, no sé lo que me ha pasado, de veras que


no lo sé, ¿vale?

—Ni yo tengo interés en descubrirlo. Por favor, Emily te ayudará a


empaquetar tus cosas. Yo ahora me voy a un hotel para que no tengas que
hacerlo tú. A media mañana volveré y te ruego que ya no estés aquí.

—Esto no puede quedarse aquí y ahora, amor, no puede terminar así.

—Por lo que estoy viendo, más bien no debió comenzar nunca. Lo siento
mucho, Pauline, pero no quiero volver a saber nada de ti.

Entré en el ascensor sin mirar atrás, me dolía demasiado hacerlo.

De nuevo el amor acababa de darme un impresionante varapalo, uno del


que me costaría demasiado reponerme…
Continuará en…
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