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Julio Qujada Rincón

Hetairas, ligeras y busconas en moto:


aproximación a la luna y el sol

Fondo Editorial UNERMB

Colección El inquieto Anacobero


Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol
Julio Quijada Rincón
Universidad Nacional Experimental “Rafael María Baralt” (UNERMB), 2020

Fondo Editorial UNERMB


https://fondoeditorial.unermb.web.ve/
Julio García Delgado - Coordinador
Joel López Polanco - Jefe de Publicaciones
Henry Alberto Rodríguez - Jefe de Comunicaciones y Relaciones Públicas

Cabimas, Venezuela
Hecho el depósito de ley:
ISBN: 978-980-427-167-0
Depósito legal: ZU202000012

Colección El inquieto Anacobero


Portada: Julio Pulgar
Diseño y diagramación: Julio García Delgado
Imagen de la portada: ...Y su novio mayo, de Ricardo Reyes. Técnica: Tinta y creyon sobre papel de algodón
Dimensiones: 50 x70 cms. Año: 2013

Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol /Julio Quijada Rincón (Autor).
—1era edición digital — Cabimas (Venezuela): Fondo Editorial de la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt
(UNERMB).
117 p. 22 cm.
ISBN: 978-980-427-167-0.
1. Narrativa venezolana. 2. Vivencias. 3. Literatura.
Colección El inquieto Anacobero

La colección El inquieto Anacobero es un homenaje a una de las obras repre-


sentativas y particularmente polémica, por su peculiar lenguaje dentro de su
contexto, del ilustre escritor, periodista, guionista de radio, televisión y cine,
narrador, novelista y cronista Salvador Garmendia. Este cultor es reconocido
por su legado en el campo de la literatura en Venezuela; recibió importantísi-
mos reconocimientos como el premio Nacional de la Literatura, premio de la
Literatura Latinoamericana y del Caribe, premios “Dos océanos” en Francia,
entre muchos otros. Considerado como uno de los escritores boom de La-
tinoamérica. Esta colección abarca trabajos sobre narrativa, cuentos, relatos,
novelas y crónicas.
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol es un
texto, que a criterio de su prologuista, Luis Guillermo Lamper, parte de dos
personas, con las caracterizaciones de la luna y el sol, hechos hombre y mujer
de carne y hueso, y que “debió de ser escrito, ese conjunto de cuentos, por un
romántico o lunático empedernido”.
Contenido

Estudio de Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna


y el sol............................................................................................................................ 7
El texto íntegro: palabras liminares.................................................................... 9
La damita de regaliz y el sen sei...........................................................................11
El colchón a los pies de todos..............................................................................17
Oswald Vasim Sanjuan y su perrita...................................................................22
Baratillos 4 del 5......................................................................................................26
Casa, casona, casucha: nudo y nido de rata por desidia fraternal............29
De los días felices y bendecidos..........................................................................41
María, ángeles y ausencia......................................................................................46
Historias de vulpejas, busconas y baratonas. (A Noris Nava y La kga)...49
La hija bondadosa: Nani.......................................................................................52
Vida regalada de los 42 (A Yenny, pero no Jenny Lind)...............................55
El quinto desechable..............................................................................................58
Espíritu de lujuria...................................................................................................63
La ternura huele a olvido.......................................................................................67
Mil noches $1 -999= 0...........................................................................................70

5
La flor y el nardo......................................................................................................73
El cadáver reclama su sepulturera......................................................................76
El hallazgo de la perrita de Vasim Sanjuan......................................................79
La Baratona...............................................................................................................82
Se extravió “CHOCOLATE”.............................................................................87
El sol, la, luna y los cuartos menguantes (Novela de Oswald Vasim San-
juan como se la contó a Julián Quejana Roncín)...........................................89

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Hetaitras, ligeras y busconas en moto, de Josué Fnseca
Estudio de Hetairas, ligeras y
busconas en moto: aproximación a
la luna y el sol

Por Luis Guillermo Lamper.


Al leer cada frase de Julio Quijada Rincón, en este relato, en su mayoría
escrito en una pulcra prosa poética y con un tono y marcado carácter romanti-
cista, el lector puede darse cuenta de que lo que se narra en él, cada sentimiento,
cada vivencia, cada emoción y cada pensamiento convertidos en la más honesta
y vivencial palabra de su autor, es el fiel testimonio de un amor falso, ligero, se-
gún las condiciones del viento, los cálculos de la mujercita vuelta calculadora y
el recuerdo de algo que ya fue y de lo que quedó el más oscuro de los recuerdos
; profundas marcas que no pueden ser vistas. El marcado carácter romanticista
y subjetivo de este relato tiene su punto álgido allí, donde el autor deja ver a
flor de piel su amor, su alma, su pena y su congoja convertidos en palabras que
conmueven lo más sagrado y sensible de los seres humanos: el alma. He allí lo
poético y sensible de este texto de Julio Quijada Rincón, quien, a su vez, se vale
en su narración y estilo muy particular y genuino o como el mismo lo tilda “hi-
joputesco” de ciertos coloquialismos y costumbrismos que dan a la historia y a
la narración otros matices menores.
Los personajes de Quijada Rincón en este relato poseen cada uno su his-
toria particular y es menester comprenderla, para entender así la esencia del
relato, La luna, una muchacha como cualquier otra con sus ires y venires, que
utiliza sus encantos para atrapar hombres de no importa qué edad; El sol, ¿Un
hombre o un astro? No importa, digamos un hombre mayor en busca de la sa-
tisfacción de ciertos placeres y deseos y que termina enredándose con esa luna

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

“feliz y bendecida”, con preferencia por los misterios gozosos de un falso rosario
de lujuria y desvaríos ; Julio Quijada Rincón, el autor de esta historia y quien
en el relato se hace pasar por él mismo, es un hombre que en la historia se hace
llamar “escritor desconocido”, es decir un apócrifo que recuerda a Cide Hamete
Benengely o Pierre Mernard, falsos Quijotes de los siglos XV y XX de Miguel
de Cervantes Saavedra y Jorge Luis Borges.

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El texto íntegro: palabras liminares

Esta tercera obra literaria, Hetairas, ligeras y busconas en moto, es la suma


de 19 cuentos y una novela corta. Dos autores apócrifos, en eso que llaman ál-
ter, Oswald Vasim Sanjuan y Julián Quejana Roncín, se reúnen con otros falsos
personajes: Cide Hamete Benengely, un tal Avellaneda, Pierre Mernard, Juan
de Mairena y don Álvaro Tarffe a esperar el arribo de César Guerra Valdez,
con sus cinco libros fundamentales de poesía y quien siempre tiene problemas
en el aeródromo con atrasos de vuelos y otros inconvenientes. Son unos locos
de mierda que se creen seres reales. Se cuentan 19 historias con un hilo con-
ductor de putañales variopintos, mientras Quejana Roncín cuenta sus cuentos
exprimiendo la sinonimia del sustantivo “puta” ; , halla, así, gradaciones que
van desde la hetaira milenaria y casi antediluviana, bajando hacia las vulpejas,
pelanduscas, busconas, ligeras y otras mujerzuelas que habitan en la casita de
las palomas hasta cerrarse el ciclo con la novela del famoso Oswald Vasim San-
juan que lleva por título El sol, la luna y los cuartos menguantes. Lo real y lo
ficcional se entrecruzan en una ilación que atraviesa un charco de fe dolida , “es-
crita por un romántico o lunático” , según el joven prologuista, Luis Guillermo
Lamper, que ha tenido a bien hacer la selección y el estudio de esta tercera obra
de realidad y ficción que se une a Sanfranco V nivel novela corta, diciembre de
2016 y El Roble y el Girasol: selección de cuentos en coautoría con la joven Ruth
Esther Pérez., julio de 2020. (Fondo Editorial Unermb, colección de narrativa
El inquieto Anacobero).
Julio Quijada Rincón

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Sin título, de Gibersy Paola Gutíerrez Guerrero
La damita de regaliz y el sen sei

Una callejuela de una barriada tenía en una curvatura la casa oriental ador-
nada de dragones del sen sei adonde iban y venían legiones de niños, adolescen-
tes y jóvenes para entrenarse en las artes marciales. A esa casona, con aires de
bonsái crecido y practicantes ataviados de blanco, llegaba, con su puntualidad
de veleta, la damita de regaliz acompañada de sus críos. Becados los niños por
la bondad de un matrimonio, cuyo pilar tenía una posición de técnico especia-
lizado en México, cuyos viajes de ida y vuelta en labor y descanso le aseguraban
a él, su esposa y sus niños una vida holgada, y como la amistad con la damita
de regaliz databa de unas dos décadas, el cariño y la compasión de la pareja
hacia la damita de regaliz había acrisolado unos sentimientos de compasión
y protección en beneficio de la damita de regaliz y sus críos. Gracias a ellos, y
el sentimiento de hermandad por otrora haber sido condiscípulos, la amistad
había cruzado los linderos de un raro amor protector que se traducía en can-
tidades frugales, dispositivos comunicacionales posmodernos y toda suerte de
granjerías que aliviaban la pobreza de la damita de regaliz. En la casona asiática,
con un terreno casi redondo, lucía el coche colorado, tonalidad Ferrari del sen
sei. Había una oficinita que se unía a la casa y que era regentada por la esposa del
sen sei. Asistían gentes de toda la ciudad y la damita de regaliz acompañábase de
una señorona rubia y de belleza maligna que parecía una flor de pétalos alegres,
pistilos altivos y estambres fingidamente dulces.
La damita de regaliz se emperifollaba de baratillo con unos jeans descolori-
dos, unos botines desconchados donde ya no había rastros de antiguo charol.
El sen sei tenía la apariencia de esos impecables actores del Kung fu figh-
ting y regentaba su dojo con una meticulosa pulcritud de monarca asiático. De
tarde en tarde la damita de regaliz transitaba su ruta de becaria miserable del

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

matrimonio amigo que había dado a sus hijitos aquel beneficio, en un acto de
bondadosa amistad que la damita de regaliz no debía desperdiciar ni empa-
ñar de ninguna manera. Se podía anudar o desanudar de amistades ligeras o de
amores cansados pues esa parecía ser la filosa filosofía de la damita de regaliz,
pero traicionar la fe depositada por sus amorosos benefactores era un faux pas
que la damita de regaliz no debería afrontar ni arriesgar pues se arriesgaría a
perder las dosis de crematismo y de esa vida regalada que tienen las estrellas
fugaces tan pendientes del brillo ajeno y de los resplandores gentiles y galantes,
que el matrimonio liberal y dadivoso prodigaba a la damita de regaliz. El sen sei,
ese emprendedor de filosofías orientalistas, poseía sus códigos y leyes estrictos y
de orden, cuyos tratados, quizá por mente ligera y despreocupada, desconocía
la damita de regaliz.
El dojo, bajo la regencia del sen sei, promovía actividades endógenas y exó-
genas. Las artes marciales constituían el plato fuerte que convocaba a niños,
adolescentes y jóvenes, así como padres y representantes. La damita de regaliz
tutelaba a sus críos, así como su amiga de rara belleza porcelanata a los suyos. La
damita de regaliz era un espíritu contadictor en pugna porque sí o porque no:
primero comenzó oponiéndose a las actividades extramuro: para cada “i” tenía
su punto que remarcaba con machacona evidencia. Un día porque un viaje ha-
cia otra ciudad no se ajustó a la puntualidad esperada por ella, armó las de san
Quintín; otro porque los niños fueron disciplinados ardió Troya.
La damita de regaliz causaba una impresión de agradabilidad a primera vis-
ta. El que “la miraba la compraba”. Algo en ella atrapaba hasta el punto que
pasaba por personita entendida y faculta para una variedad inmensa de temas
y una gama inmensa de tópicos que si un Juan Peña nuevo renaciese de las pá-
ginas de “El diente roto” esa era en cuerpo y figura...la damita de regaliz. Sin
embargo, cuando el individuo se adentraba “aguas adentro” en su personalidad,
algo volvía las aguas a su cauce y la mostraba en el espejo real de su ser: espíritu
simplón donde se juntaban las vanidades y el alma ambiciosa, los deseos de ser
trepadora más allá de aquella Victoria, mezclaje de Hilario Guanipa y Adelai-
da Salcedo en la novela del maestro Rómulo Gallegos. Como aquellas plantas
que escalaban posiciones unas encima de otras así era nuestra damita de rega-
liz descubierta por primera vez por el famoso escritor arábigo-norteamericano

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Oswald Vasim Sanjuan. La damita de regaliz iba al dojo y regresaba de ese am-
biente oriental de “bonsái” crecido con su mirada puesta en sus metas, planes
y proyectos. El sen sei era hombre expansivamente abierto a dotar su escuela de
artes marciales de todo cuanto fuese en bien y en crecimiento físico y espiritual
de su estudiantado. Fue así como el estudio y la práctica de la apologética y los
hábitos confesionales hubieron de llegar a su centro con la Palabra. Al princi-
pio, la damita de regaliz y su amiga se acercaron y comenzaron a participar de
aquellos viernes entre biblias y cantos cristianos., pero la damita de regaliz no
andaba para pasar desapercibida ni para no figurar en esos viernes de piedad y
recogimiento. Ella era, sin dudas, como los centros de mesa: se creía esa figura
decorativa que causaba interés en todos y que algunos se quedaban con esos
especímenes sin valor para llevárselos a casa. Ser centro de mesa o de cama era
el desiderátum de ese psicologismo que se solazaba en servir de elemento de-
corativo en fiestas y cuantos eventos hubiere. La damita de regaliz pronto vio
que los viernes espirituales se presentaban como la ocasión propicia para no
pasar de incógnito; su aire de mujer con honda sabiduría y con ese misterio que
la envolvía, empezó a hacerse notar con sus comentarios y puntos de vista: la
madre cristiana que llevó primeramente la Palabra fue siendo desplazada por la
damita de regaliz. El sen sei, hombre prudente y pacífico, súbito vio el cambio
de aquellos viernes que cambió de la paz a la pugna, de los versículos y oraciones
a la diatriba y los desencuentros. La damita de regaliz mezclaba y revolvía ideas
locas con falsas creencias, se decía católica practicante y pronto las fricciones
hicieron aguas en el dojo cada vez que la damita de regaliz movía la cuchara y
revolvía su mezcolanza con ribetes de pastiche en ideas trasnochadas.
Los días fueron pasando en un saco de eventos pugnaces en los cuales la da-
mita de regaliz llevaba la voz cantante de trinos desafinados, arpegios disonantes
y tonos superpuestos “sin ton ni son”. Una pata macha posesa de la razón uni-
versal y de las tablas aristotélicas de la verdad para volver y revolver, encender y
apagar la diatriba e iluminar los fuegos de artificio de la disputa. Si había alguien
capaz de volarle las tapas de la serenidad y las arandelas del sentido común al ho-
norable magister de artes orientales esa era la damita de regaliz con la flor mustia
de la contradicción en las orejitas de ratona que se pisaba con harta frecuencia
para llevar el comentario monocorde, fuera de tono y en aquel anciano conteo
expresado por la sabiduría: “tantas letras hay en un sí como en un no”.
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Lo brutal de la damita de regaliz se hallaba en buscarle a cada mesa la pata


coja, en ir se la razón a la sinrazón de los otros, en aquello de ser más papista
que el Papa pues si de Castel Gandolfo viniese su Santidad no tardaría la damita
de regaliz en cometer un papicidio o en darle un “golpe de papado” y posar sus
asentaderas non sanctas pues la damita de regaliz, en el trono del sucesor de
Pedro, creía que si había que incendiar el cielo o bajar a pedrada limpia cada
estrella de las altas cumbres, para eso estaba tremebunda y atrabiliaria la damita
de regaliz. Tan segura estaba esa señora de tener a Dios agarrado por las barbas
que si había incendios en la ciudad ella no le daba pábulo a los consejos de los
ancianos:” cuando veas las bardas de tus vecinos arder pon las tuyas en remojo”
y en eso, nuestra damita de regaliz, muy hija de su madre que la parió, no an-
daba por las ramas ni le daba vacaciones al diablo de su corazón pues a la hora
de incendiar la pradera y de sacar a los ángeles de quicio la damita de regaliz
era capaz de empeñarle su alma al diablo con tal y que su razón no quedase en
entredicho.
La damita de regaliz fue bombardeando cuidadosa y puntillosamente cada
rincón de la casa china del sen sei, no bien cantaban los grillos sus melodías que
retaban con obstinación monocorde el silencio, la damita de regaliz retaba la
quietud y el don de mando del sen sei desautorizando sus órdenes pues se pro-
ponían sobrepasar el silencio y la buena fe de la esposa del sen sei, segunda al
mando del centro educativo.
En algo funesto debió de haber obrado la damita de regaliz para que todo
el orientalismo del sen sei quizá sin haber leído a Edward Said se impacientara
y volase en mil pedazos toda la sabiduría milenaria y diera paso a una interdic-
ción lapidaria.
El sen sei, maestro de generaciones en el autocontrol milenario, dotaba a sus
alumnos de la filosofía orientalista guiada al dominio de herramientas básicas
para disciplinar y ejercitar tanto el cuerpo como la mente mediante la ejercita-
ción física y mental. Los niños aprendían a contar en chino y él comandaba cie-
los seguían instrucciones sencillas en ese idioma. Cuando la damita de regaliz
se dio cuenta de que con el sen sei no podía aplicar la mente ligera y superficial
a fin de dominar, someter, humillar y vencer, el sen sei era una suerte de cat “si-
tting on the roof ” y una ratoncita de albañal y su amiga de belleza barnizada y

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

maligna no iban a ser ni siquiera una piedrita en los zapatos del hombre sabio y
sagaz. Los aires de muérgana superior de la damita de regaliz andaban volando
bajo tres centímetros debajo del circulo concéntrico de sus locuras, ordeñando
las ubres de su pequeño universo. La damita de regaliz tenía ahora una meta
cuando salía con el sabor de la derrota: iba pensando como justificar ante el
matrimonio dadivosamente amoroso el porqué del retiro de sus críos del dojo:
llevaba en la mente la serenidad del sen sei “su niña es buena y aplicada, puede
seguir, pero usted no, manténgase fuera de la casa, después del portón de la
entrada”. Eso era mucho conceder y nada arriesgar para la sabiduría asiática del
sen sei y una humillación que no podía tolerar la damita de regaliz.

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El colchón a los pies de todos

Que alguien le diga que la vida, aquella de un tiempo de fe mentida, de días


felices y vende “sidos” volvió al ciclo estúpido burlado por todos, a ras de tierra,
a los pies de todos, como en una colcha de remiendos. Que alguien le diga, si no
lo sabe y hasta lo ignora, que el egoísmo y la burla son el pan duro y las noches
oscuras en una colcha de remedios. Que alguien le diga que yacer en el recodo
de soledad es del tamaño de su dolor que se empequeñece cada 4 de mayo en su
aire de avecilla alegrona y en su misterio de cielorraso picoteado por el odio. Que
alguien le diga lo que calla la decencia, que su sombra es una vela apagada, que
sus palabras, flor sin pistilos, estambre y polen secos, son unos vocablos vacíos,
falsos y volaron como la veleta, aquella florecilla oscura, de barranco, deshojada
en el camino, que alguien le diga que su honra fue solo un papel al viento de mil
días. Que alguien le diga que su andar de cadáver joven es una ofensa a la dig-
nidad, que si ella tiene precio como una cosa inútil y baratona es porque jamás
supo que lo caro es lo querido como la risa y no el llanto, que es cara la bondad
y la alegría, que es cara la entrega y lo exclusivo de cuatro letras que se recorren
de vuelta de Roma, que a una rama seca se le caen las hojas cuando deja de dar
sombra, que alguien le diga que no es cara la que se cree exclusiva pues al tasarse
en un precio se hace barata así sus sueños se crezcan vanidosos como centros de
mesas o de camas volanderas. Díganle que es barata así anhele ser amada con oro
y monedas de gran brillo. Que alguien le diga: “a fuerza de ser cara fuiste barata
como una cosa tonta de baratillo”. El colchón a los pies de todos es tan triste
como el ave de paso con etiqueta de “ solo para mil días” Que alguien se lo diga.
No es cara ni exclusiva la veleta ligera de cascos y veleidosa de bajo vuelo. Díganle
que es todo lo que es y lo que no es, flor de escupitina de volar rastrero, avestruz
que ocultó esa cabecita dolida en un charco de desvelos. Siempre se elevaba a tres
centímetros del espacio reducido de sus gozos banales. Díganle que andaba y

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

desandaba como un alma desdoblada de silencio y misterio gozoso, díganle que


es más que aquellas y menos que esta. Si alguien la ve dígale que no se vive bien
ni aquí ni allá. Es tan acerba la vida en un palacio sin amor ni consideración, a los
pies de todos, como un ilustre monigote y un deplorable esperpento. Díganle,
de ser preciso, que la suya tampoco es vida pues las aves de volar incierto son
hondamente tristes como cada cuatro de mayo: ritual de entrega de mercancías
a bajo precio. Díganle que esa suya no es vida. Que no hay sol para una luna de
traspatio, que es errática y sin herradura como la damita de regaliz.
Si alguien la ve siempre anda con una flor de belleza falaz y un nardo de rara
bondad en presunción. Una y otra están hechas tal para cual; ella y el nardo son
cara y sello de una sola moneda. Si alguien la ve díganle que su fe es tan falsa
como la de aquí. Que eso no se hace. Que el egoísmo roe el pan duro y ablanda
el hierro de su cama. Díganle que el colchón al pie de todos no es de mal vuelo
y es menos malo que esos vuelos agazapados en la ilusión de lo fugaz. Díganle
que la cama es ancha y la habita el vacío a los pies de todos. Díganle que la suya
es efímera como un fin de semana para llenar el vacío de sus huesos. Díganle si
la ven que Oswald Vasim Sanjuan tiene las medidas de su cama pero que mu-
chos conocen sus secretos de alcoba. Si alguien sabe de ella díganle que es mala
como esta y aquella; y es tan mala, tan mala que es peor que ambas.
Si alguien la ve rodar díganle que nos hemos dado cuenta de que miente y
aunque pide la verdad solo lo hace para pretender una verdad, su verdad. Dí-
ganle que su verdad fue una mentira grande y ligera como sus ligas que se des-
atan de lo que la ata a la decencia y que los caballeros no revelan, ni a un paso
de la muerte, que cada una de sus verdades fue una mentirilla triste, tristona,
entristecida. Díganle que las avecillas de alas sucias y con caparazón de polvo
acumulado son corazones desechables y de bajo vuelo.
Si la ven díganle que la mayor pérdida no es la de creer que se gana todo tras
un mal paso, un resbalón o una caída, si así fuera los gatos cruzarían calles y
avenidas sin desperdicio de sus siete vidas, las mujeres de la mala vida serían las
mejores patinadoras y los dictadores serian eternos en sus vastedades de reyes
en penumbra, pues este nuestro nada dicta, da malos pasos y a punto de resbalar
no cae. Díganle que a ella la sostienen la flor bellamente vana y el nardo de rara
bondad.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Oswald Vasim Sanjuan, el escritor arábigo-norteamericano es una presen-


cia. Su memorial de siglos dicta con letra clara y palabras justas lo que nuestras
fuerzas no revelan. Si la ven díganle que él sabe de su vida: un péndulo que
baila en la oscuridad de una madre borracha que la molía a palos y un hermano
perdulario y tarambana que le molió hasta el caminar de su sombra siendo ella
tan buena en su amor que no le perdonó a un niño las verdades que su padre
le decía: “limpia tu casa, ordena tu espacio, dale forma al caos”. Ella callaba y
acumulaba odio: la madre es buena porque quiere a la hija, la hija es buena
porque quiere a la madre. Era un amor a taconazos que molió su infancia con
esas costras de rodillas calcinadas, azotinas y tundas de horror; la ebria estupi-
dez de golpear su tambor de cuero oscuro delante de los niños. Su hermano la
completo, que se sepa, y volteó su casa como un tambor herido que resonaba
lastimeramente un sambenito brutal y fraternamente embrutecido. “A la mujer
ni con el pétalo de una rosa” decía nuestra madre y repetía lo aprendido de pa-
dres y abuelos que sabían “más que un yogur”; el sabio Oswald Vasim Sanjuan
es el verdadero maestro. “Yo nada sé. Solo soy un copista con menos copas y
más tinta y tinteros para reescribir estas historias que escribo junto al espejo.
Los días fueron “felices y bendecidos” hasta que expiraron los términos. Decía
don Alvar Guspin mil días son demasiado para que se consumiera la vela en-
corvada en su cera y la risita estúpida de la tonta con su sonsonete monocorde
que deambulaba por el patio. El gallo enano de doña Locha cantaba la octava
hora justo en el momento cuando pasaba un avión silencioso por su altura en
su vuelo lejano, empero más bajo que las estrellas del cielo. Díganle que su vida
es un papel triste, abusado y echado al patio en desorden como aquel libro que
yacía en el corral bajo el sol y la lluvia. La vida, creía ella, no debía ser un col-
chón a los pies de todos ni un cuarto menguante como el de una lunita sucia y
alegrita de risita boba para repartir sus favores, el gozo volátil de sementales con
chequeras y dispendios cónsonos con su miseria, porque se daba el caso de las
hetairas de alto vuelo y cortesanías para solaz de dignatarios y mandamases de
vara alta y ella en chanclas , jeans descoloridos y pelambre de perrita callejera,
no podía sino rascabuchar pelanduscas ilusiones pasajeras en colchones vola-
dores, giratorios y de azogues que la reflejaban en su pequeñez. Si la ven díganle
que Oswald Vasim Sanjuan le había mandado comprar todo el andamiaje para
que su cuarto no fuera menguante y su luna no anduviera decreciente. Pero el

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

desorden la carcomía y la mengua trababa todo anhelo. Si la ven díganle que


la luna llena escapó por el patio espantada por los gritos de la madre borracha
cuando azotaba a la avecilla oscura de vuelo bajo. En cada puñada se les iba
la vida cuando la borrachona gritaba fuera de sí “yo soy la madre” y la perrita
arrumbada y mosquita muerta gemía de dolor “si tú eres la madre”. Buscarla,
calmarla y consolarla fueron dos píldoras en un mismo frasco. Lo que nos duele
de toda esta historia de amor doloroso es que la madre tenía razón más allá de
sus copas que zarandeaban a la hija cuando los alcoholes baratos bajaban a sus
chanclas o a los tacones de sus zapatos desconchados tras “yo soy tu madre” y la
boba repetición dolida de “si, tú eres mi madre”.
Si la ven díganle que Vasim Sanjuan cogió todas las medidas para que su
cama no fuera voladora como de odalisca de baja estofa y pobre ralea. No re-
quiere la vida colchones de agua ni piscinas blancuzcas por tantos disparos vis-
cosos, por tantos rastros pegajosos pues mientras creía volar por cielos ilusorios
de perrita triste la devolvía a la realidad azogada de los niños y la princesa a la
buena de Dios. Díganle que el cielo premia la bondad y llora la mezquindad
de misterios gozosos. Si la ven, díganle que la cama de lujo para un día es un
recuerdo miserable como un colchón a los pies de todos. Díganle, de buena fe
que “su vida” y bajada, que subida y rodada, así se emocione con ser prensada
por canes altivos, solo recibe salivazos y desdenes de quienes compran vidas
baratas y mercancías en oferta. Díganle, de ser preciso, que la vida no se detie-
ne. Que cada “no me importa” es tan miserable como un colchón a los pies de
todos, pues la de acá tiene el corazón vencido y dolido por la otra no cuenta y
que ella, la que camina solitaria, con el colchón y los resortes pegados a su es-
palda adonde el huesecillo se le tuerce en la rabadilla, con su luz impropia y su
malla vencida, es un amor vendido a bajo precio con ribetes de alegrona y risita
burlesca tras la flor de belleza falaz y el nardo de bondad en presunción. Que
alguien se lo diga para que nunca lo olvide.

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Coma o beba, de Gibersy Paola Gutíerrez Guerrero
Oswald Vasim Sanjuan y su perrita

Se contemplaba en el espejo y el chorro de luz que brotaba de las tinieblas le


daba una imagen que no correspondía a la realidad. Todos iban a esa máquina
natural de la fotografía con la esperanza de verse mejorados. Todos anhelaban
unos kilos para verse más esbeltos o saludables o varios menos, para no sentir
que agregaban menos salud. Un poco más de belleza y de agradabilidad eran
mejores opciones que la esperanza de menos continente de fealdad o de desa-
grado.
Cuando Álvaro Tarffe, el hombre genial, cercano a Avellaneda lo visitaba,
acompañado de sus dos amigos, el viejo y enjuto y de sagaz inteligencia y el
gordinflón panzudo de cerebro seco, se cuidaba don Tarffe de no pasar cerquita
de la canina de oscuro pelambre y colmillos incisivos. Había mordido a tres y
él debía andar, como se ufanaba en decir el profesor Pérez Mirabal y no Busti-
llos, con ese aire preventivo de watch your step que el maestro pronunciaba con
orgullo mordaz antigringo: {guachoestep}. La perrita mordió muy temprano,
unos veinte años atrás a Sonyi, aquel simpático mercachifle de burras, burros
y quesos, días después el brutal gordete y onanista, amigo del buen a Sonyi, el
condorete baboso; el primero no sufrió heridas y el segundo quedó marcado
con dos mocetones de los cuales nunca se ocupó. Luego otro, el voluminoso y
desconocido, Nagor, también quedó con dos bendiciones de las cuales sí cuidó
que evolucionaran positivamente. La perrita, melindrosa y presumida, era peli-
grosa por el misterio de su silencio. Vasim Sanjuan le había dedicado tiempo y
cuidados para que la caninita no mordiese, sin embargo, ella andaba acechante
y altiva. “Hay que cuidarse de ella” pensaba el escritor arábigo-norteamericano
quien la había recibido de manos de un amigo y desconocido llamado Julián
Quejana Roncín, cuando no pudo” ocuparse más de ella. En El sol, la luna y los
cuartos menguantes, su novela que le granjeó renombre y admiración, se abun-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

daba en detalles de ese novelista ciego., amigo de Cide Hamete Benengely y


que pareció haber vivido entre los siglos XVI y XVII. Aquella tarde de sol y
claridad supo nuestro ilustre autor que su vida, pendular y gloriosa, no pasaría
desconocida ni desapercibida por el mundo. En su relato, La damita de regaliz
se había ocupado de una historia orientalista mientras cuidaba que la perrita no
mordiese. Quejana Roncín, buen amigo de Vasim Sanjuan, creía que la perrita
no era peligrosa si se aleccionaba y si se le prodigaban sus gustos., pues él había
vivido historias semejantes con caninitas como la de su amigo árabe-gringo y
hasta la fecha había salido ileso. No obstante, cada vez que se anunciaba el arri-
bo del poeta César Guerra Valdez y sus cinco libros fundamentales, Vasim y su
amigo se hallaban con que esa era una medía verdad y la mitad de una mentira.
El amigo de Vasim Sanjuan se alegraba y hasta pensaba con malicia: “de segu-
ro y viene con don Juan de Mairena”. Una tarde de claridad Vasim Sanjuan y
Quejana Roncín vieron llegar a los amigos de Avellaneda: el flaco de inteligen-
cia superior, con ciertos aires de orate, pero de una genialidad indiscutible y el
gordito panzudo de mollera sin sal. Avellaneda no estaba y don Álvaro Tarffe
los recibió de buena gana. El flaco y el gordo se miraban y mientras hablaban
con don Tarffe, se persuadieron de que en la salita de Tarffe se hallaban Vasim
Sanjuan, Quejana Roncín y Alvar Fanal Guspín. Cuando el flaco y el gordo
vieron a Quejana Roncín y a Alvar Guspin pensaron que era una broma de
Vasim Sanjuan pues los cuatro, sentados frente a frente, en ese vis a vis presun-
tuoso, parecía que se hallaban entre espejos. La perrita estaba amarrada; pero se
ignoraba si vendrían Guerra Valdez y de Mairena. El flaco sagaz le sugirió a don
Tarffe que él era personaje de Avellaneda. Vasim Sanjuan acababa de terminar
el cuento “El colchón a los pies de todos” y pensaba que era cosa sencilla contar
historias, pero que lo difícil estaba en lograr que las creyeran.
Y es que la gente se tragaba los cuentos como la perrita de Vasim Sanjuan se
emburraba de salchichas y aunque no era de mala fe, tenía una rara propensión
a andar hartándose de bondadosos obsequios que le prodigaba su amo para ver
si se le quitaba esa manía loca de creerse parienta de Gargantúa y Pantagruel,
pues la caninita, de gustos exóticos y ligeros, se aplicaba a ser “tragaldabas” y
aunque el bueno de Oswald Vasim Sanjuan intentaba darle gustos que satis-
ficieran su paladar exquisito, era una perrilla tragona y “jartona”, pues una vez
que Quejana Roncín la llevó a una posada de camino, la perritica pelaba los
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

ojos como un tío Pepe de otrora y empezó a babear ante tres cuartos de libra, las
ensaladas con sus dressings y cuantas guarniciones hubieron de servir los mozos
de mesa. Era una perrita con un filo descomunal ante las exuberancias, quizá
por viandas atrasadas y hambres viejas. Quejana Roncín le dio gusto, empero,
la perrunita se atragantó con desvaríos de mujer fina y de hembra complaciente,
con sus comeres y beberes ad infinitum si bien era una flaquilla casi caquéxica.
Nadie nunca jamás de los jamases nada le hubiera dicho a la perritica, pues
aparentaba ostentar pretensiones de gran dama, como aquella de regaliz del fi-
nísimo escritor Oswald Vasim Sanjuan, quien le escribió su cuento para decirle
las verdades que sus amigos le ocultaban en sus afanes de centro de mesa y de
cama, pues pasaba de la una a la otra y su desempeño se destacaba o se desbarataba
dependiendo de sus yantares y trasegares y nadie nada nunca le decía ni pío pues
la perrita pasaba de perruna a perreina si el yantar y el trasegar satisficieran sus
antojos tragoniles y mandibularios y devenía perrata si sus antojos no andaban
ni desandaban de acuerdo a los infinitivos canónigos de beber y comer. Cuando
Quejana Roncín se apercibió de la gula y la sed de aquella sargenta García en
el bebe que te bebe y en el come que te come de esa canina posmolar con vestigios
de tronchatoro, se tocó los bolsillos de su chaqueta agujereados y casi pone el
grito al cielo porque la perrita mandaba pedir más y más y no tenía compasión
de su digestión cuatrivacuna en libro, panza, bonete y cuajar. Parecía tener los
jugos gástricos interconectados al duodeno con esos desplantes famélicos de vivir
para comerla y beberla y no lo contrario de gentes o animales normalitos, pues
la perrata parecía venir de algún pueblo con hambrunas y sequias inmemoriales.
Consultado Vasim Sanjuan por su amigo este le contó que escribía una novela y
varios relatos y que si no había problemas él podía agarrar al cuido la perra. Esa
tarde de luz y claridad don Álvaro Tarffe les comentó a todos que el señor Avella-
neda estaba imposibilitado de tener ese encuentro con los amigos. Guerra Valdez
anunció que llegaría pasadas las tres junto con el filósofo de Mairena. Los amigos,
sin embargo, aprovecharon la ocasión para departir con el caballero enflaquecido
y de bondadosa inteligencia proverbial cuyo amigo gordinflón y panzudo pare-
cía andar alucinado; junto con ellos como si fuera un reflejo de varios espejos se
hallaban Quejana Roncín y Alvar Fanel Guspín. En el patio, entre las ramas y los
arbustos Vasim Sanjuan amarraba su perra, porque tantos caballeros juntos no
estaban para imprevistos caninos o sencillamente” por si las moscas”.
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Le Chat Noir, de Henri de Tolouse-Lautrec
Baratillos 4 del 5

En el cuarto del cinco había baratillos, y andar o desandar tras la mercancía


ligera era una subida o una bajada tras la explosión final de una oferta solo para
mil días tal como informó aquel día Alvar Fanel Guspín. Aquella fue una fiesta
de los sentidos cuando llevó el cable y se hizo la luz en medio de aquella oscuri-
dad y aquel calorón infernal que tostaba la piel.
Doña Delsa repartía pastelillos en el patio de tierra de las casitas apelotona-
das en la heredad conformada por los terrenos de la bisabuela centenaria. Los
vecinos y amigos se fueron acercando al baratillo 4 del 5. La mercancía se veía
casi nueva, no obstante, todos sabían, pues se había hecho común, que tenía
la second hand en un mínimo de dos dueños o quizá más. El pueblo se estaba
acostumbrado a lo no novedoso y con olor a estreno. El técnico, cuenta, el me-
morialista Oswald Vasim Sanjuan, recibió el cable y tras sudar la gota gorda,
fue cosiendo las paredes con ese hilo casi mágico que una hora después le dio el
fluido eléctrico y con él la luz a la casita del baratillo 4 del 5.
Era raro, pero ese día solo hubo muchos curiosos entre familiares y amigos y
el amigo del escritor Oswald Vasim Sanjuan fue el tercero en llegar al baratillo 4
del 5 y solo él se llevó una parte modesta de la existencia a precio de gollilla: era
mercancía baratona, de calidad dudosa que casi nadie supo aprovechar.
Cuando ya estaban instalados en el patio del baratillo 4 del 5 el técnico fue
hilando el cableado en las paredes y después de casi una hora encendió la luz
triunfalmente.
No había claridad desde el último incendio cuando todos los cables del ten-
dido eléctrico se achicharraron. El amigo del escritor facilitó el cableado y el
baratillo 4 del 5 dejó de estar a oscuras, aunque las tinieblas y con ellas la oscu-
ridad no era asunto de una casa de la casita mínima en la herdad de la bisabuela
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

centurial; parece que había otros detalles, más allá de lo electrotécnico, para
decretar las sombras. La luz en el alma, al estar ausente, declinaba la claridad
de aquel baratillo de existencias oscuras; eran Vidas Oscuras, más allá de una
novela o de esta que absorbía el tiempo de Oswald Vasim Sanjuan quien sabía
de luces y sombras.
Cide Hamete Benengely, según nos contó el discreto caballero, no tendría
tiempo para llegar con su libreta de apuntaciones al baratillo 4 del 5; aunque
el presuntuoso esplendor de la mercadería de goliganga y bajo coste atraía a los
incautos, Cide y su amigo Oswald, el arábigo-norteamericano autor de El sol, la
luna y los cuartos menguantes habían salido deprisa al aeródromo en las afueras
de la ciudad, pues ese día lluvioso estaba anunciado el arribo del filósofo Juan
de Mairena junto con el esclarecido y enjundioso vate César Guerra Valdez. Sin
embargo, el vuelo con la llegada de esas dos glorias de pensamiento universal
no daba muestras de certeza en cuanto a la puntualidad. Que llegaran o no era
cuestión de esperar y en esa espera de desespero a todos se les iba la vida. Al ba-
ratillo 4 del 5 llegó puntualmente en su motocicleta de saltimbanqui Alvar Fa-
nel Guspín. Traía dos botellas grandes de ron del trópico. Se sentó con el amigo
del escritor y en cuestión de segundos se fue. No reveló a nadie el porqué de su
“partida súbita”. Alvar Guspín era un tipo raro, parecía un gigante en el cuerpo
de un niño. Como el flaco de figura entristecida y de inteligencia proverbial
y su ayudante gordinflón de ingenio en apuros, el escritor y Alvar Guspín se-
mejaban dos sombras lejanas de aquellos de Avellaneda que una tarde de luz y
claridad se reunieron en casa de don Álvaro Tarffe. Ellos, al igual que aquellos,
estaban convencidos de que eran personajes irreales que habían brotado de una
novela. En el baratillo 4 del 5 después de la partida de Alvar Guspín y un amigo
de quien nadie sabía nada, el escritor vio el camino despejado para adquirir
aquella existencia. Todos los curiosos, entre familiares y amigos se fueron yendo
cuando la noche comenzó a caer sobre la ciudad. Todos se alejaron. Se apagaron
las luces: el precio, una oferta “impelable” anunciaba la ganga de ese día: en una
caja negra, como recipiente de un cadáver joven estaba todo: el baratillo 4 del
5 no se hacía responsable de la calidad y de la duración. Mil días y ya: no era ni
sería una durabilidad eterna, pero algo era algo y por algo había que empezar.

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Sin título, de Gibersy Paola Gutíerrez Guerrero
Casa, casona, casucha: nudo y nido
de rata por desidia fraternal

Los primeros recuerdos, el relente de la memoria no los empaña, se atan y


se desatan desde Las Deliciosas a Las Veras. El tiempo es tan lejano en aque-
llas dos casitas de arriendo y, sin embargo, el cordel del memorial y su tintín
mágico lo atan al recuerdo. Esos y aquellos más lejanos corresponden a una
época preoswaldista, no se asomaba aún ni se conocía la obra de Oswald Va-
sim Sanjuan, el pariente lejano de Cide Hamete Benengely y contemporizado
con don Álvaro Tarffe y sus amigos; Pierre Mernard, Juan de Mairena y Cé-
sar Guerra Valdez; tiempo de una pobreza imaginaria, empero, que tenía en
la escasa abundancia minimalista un creer a pie juntillas que nada faltaba, en
ambas casitas de arriendo, el agua arribaba a las tuberías muchos años antes de
que las bombas y otros enseres hidroneumáticos tuviesen su mise en scene en la
sequía casi inmemorial que junto con la ardentía y los calorones se alojó en las
tuberías y acueductos segovianos cuando los grifos hiciéronles sortijas y trom-
petillas a los usuarios; no había en aquellas casitas humilditas ni bajones mucho
menos apagones consuetudinarios cuando escaseces de criterios justiciosos se
alojaron en las mentecitas de algunos hombrecillos grises y mardecíos que se
fueron apoderando de las tardes de claridad y de luz en casa de Guerra Valdez,
de Mairena o de Mernard. Los años en La Deliciosa, en la casita de don Evelio
Márquez, vecinos de tío Pepe y Elita Gardenia, sin ser los mejores, no fueron
los “más malos”. Un frente de tierra a cuya vera un portoncillo imaginario y un
cercado ilusorio desataban la casilla de arriendo a la impunidad de la noche,
pero que porque Dios es bueno y generoso nada malo sucedía. La familia estaba
casi completa: padre, madre y los primeros cinco hijos apilados o embutidos
en cuartuchitos donde frío y calor se emparejaban con pan duro, pastelillos sin

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

dulce, tartas de frutas variopintas y la tiznada de un fogón de queroseno cuyas


volutas subían al cielorraso en la humareda de la vida que comenzaba cada día y
acababa cada noche cuando padres bendecían a sus críos “Dios los guarde y los
proteja, hasta mañana”.
La Deliciosa, aquella barriada de casas hechas de cal y adobes de aserrín con
cola, tenía una calle real en la finisecularidad de carretas tiradas por burros y
carromatos con techos de arcoíris que expendían bolas de hielo aromatizadas
y saborizadas con botellitas de jugos frutales. Todas las mañanas desde el fren-
te de tierra de la caseronita en arriendo de don Evelio Márquez iban y venían
los viandantes que debían trasponer un muro de petróleo, una montañita con
sobrantes de asfalto de cuando calzaron las muelas a las calles de tierra. Era un
mundo antiguo dignamente dibujado de una ciudad pequeña, a la orilla del
universo. Para contar las calles y callejones que había en la Deliciosa, bastaba
medía hora de caminata deprisa.
Y un día llegó el camión de la mudanza y los corotos, no había más Corots
en la casilla en arriendo de don Evelio Márquez, que unos peces ingrávidos que
parecían saltar de la pecera de colores como los pintaba una tía al copiarlos
a la manera de cartabones de unas revistillas norteamericanas que la tía man-
daba comprar para recortar los figurines y hacer en mañanas o tardes de ocio
vestidillos para muñecas y vestidos para arropar y vestir santos. El camión de
la mudanza se estacionó de culo, enfrente de la casuchita de don Evelio Már-
quez y unos hombrecitos serios como cagar, fueron encaramando la mudanza
y arrumbando los objetos irrompibles cerca de los rompibles: muebles cerca de
objetos finos y peroles con etiquetillas de handle with care.
Ninguno de los niños recordaría el día ni la hora exactos del arribo a Las
Veras. Una mata de lara al trasponer el portón de la casucha arrendada a Blanca
Lisa sombreaba los mediodías ardientes y las tardes caloríferas de las oleadas del
verano. Se hallaba esta en medio de una avenida con iluminación mustia en-
frente de una iglesita adonde pastores y feligreses compartían un culto “incul-
to” con algo oculto: predicaban la unión y andaban dispersos, hablaban de paz
y tan pronto salían del cultillo se caían a chismes y murmuraciones, hablaban
de humildad y se afanaban por pulir el yo por encima del vosotros y del ellos.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Si el Pater decía: “Ego sum lux” nadie sabía el porqué de tanta oscuridad que
se hallaba en los arcanos infinitos entre las razones y las sinrazones y si ensegui-
da tronaba desde lo alto: “Et Veritas et Vita” se ignoraba por cuál razón o falta
de esta corría deprisa la mentira con patas cortas y la Parca andaba hollando
con su garra torcida lo derecho de la vida. Cuando el camión de mudanzas se
alejó de la Deliciosa pareció que la infancia y la candidez de la niñez habían
desaparecido por siempre. La familia de padre, madre, dos niños y tres niñas
volvió a crecer. Parecía que la madre tenía una fecundidad que podía sobre-
pasar la media docena y así fue. Junio, trajinado a mitad de año, trajo el sexto.
La casucha en arriendo de Blanca Lisa, anciana eterna con la tos del tío Pepe,
tenía los cielorrasos vueltos golilla: ratas y ratones se paseaban cada noche y
los grillos, emborrachados de desvelos, tarareaban sus monocordes sinfonías
en la penumbra de cada noche que amanecía perezosa por un chorro de luz.
Saltaba la mañana con soles y sin lunas al encuentro con la vida. Ahora el sexto
había emparejado el score y las fuerzas familiares anotaba tres hembritas y tres
varoncitos. La niñez se holgó de televisión, escuela, playa de sal y sol, primeras
comuniones, bandazos y desbandadas de aves y frutos, una calle en bajada para
patinadas y patinetas, triciclos y bicicletas, autos ensordecedores de motores
ruidosos y humaredas asfixiantes. La casillona en arriendo de Blanca Lisa, igual
que la de don Evelio Márquez, hacía que padre y madre se percataran de que
habían nacido debiendo y habrían de morir pagando hasta que al filo de los
cuarenta y pico padre y madre hallaron un día casa propia. Las Veras, como
otrora la Deliciosa, se volvieron recuerdo, memorial de infancia y niñez que no
morían tras una nueva mudanza. La casa nueva, en un ensamble de otras pare-
cidas oteaba hacia el sur. Eran todas como diseñadas en una máquina Xerox que
las aliteraba con las mismas dimensiones. Tenían, las más grandes, dos plantas
y las unifamiliares eran cajitas de fósforos para solteronas como la tia, viuditas
del rey como mamá Lery, minifamilitas de una madre con un hijo o un poeta
que pergeñaba sus hojas de monte muchos años después de haber desaparecido
el poeta de la barba nevada y la pipa sin espuma ni mar.
La Deliciosa, centro del primer hábitat, con su entrada imperial y camino
de tierra, fue una casa en la cual padre y madre levantaron cinco soplando el fo-
goncillo de la tiznada en cuyas humaredas madre redondeaba los discos y tortas
de maíz y la vida era apagar la vela para que se iluminara el sueño; Las Veras fue
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

casona al amparo de un cielorraso desmadrado por legiones de ratas, ratones y


cucarachas que marchaban solícitas a encender las pesadillas; la casa nueva del
ensamble en el sur sería una casas con olor a nuevo, sin arriendos que desdibu-
jaban las figuras sombrías de don Evelio Márquez y Blanca Lisa. Nunca nadie
pensó que lo nuevo con sus encantos modernos: escaleras para subir y bajar de
planta baja a la derecha de la puerta de entrada y para descender a la izquierda
de la entrada principal, un patiecito sin cercado y un frente que miraba a la
calle., sería.... Si frente al ensamble se iba al contrario de las manecillas del reloj,
en diez minutos se llegaba a la escuela y si se desandaba la ruta esta daba a la
avenida principal sembrada de canchas deportivas, negocios, iglesias católicas
y protestantes. La vida abría sus escalones al final de la niñez y al comienzo de
la edad adulta. En el ensamble del sur padre y madre empujaron el cochecito
del séptimo que descompletó el tres a tres. Ahora eran cuatro varoncitos y tres
hembras, todos catolizados y sellados como Ana, María, Jesús, Julián, Nora,
Jesús y Mario. Ana y María, en ausencia de padre y madre, guiaban al resto
de los menores porque sí o porque no. Enfermedad mortal de veintiún para
veintidós hizo que María inaugura el ciclo de santos en el ensamble del sur y al
decenio de ese vacío y tristeza padre y madre casi sexagenarios aliviaran el vacío
y la tristeza hondos medíante la adopción de una bebita guajira con el ilusorio
completar la ausencia de María. Dos decenios después partido padre al infinito
y con el vacío de María, primera inquilina del cielo entre vírgenes y santos, la
casa-casona fue desbandándose cuando casaron Jesús, Julián y Mario. Madre
anciana en desmemoria caminaba empujada y apoyada con amor al ocaso por
Ana, Nora y Marian. Jesús y Julián, adultos y licenciados en sus oficios, hon-
raron cuando padre y madre envejecieron con el soporte material y espiritual.
Mario se ayudaba para echar a andar sus sueños. Ana, Nora y Marian, solteras
cuidaban, a madre. Ana tuvo tres hijos sin casarse, Marian tuvo también tres
sin hábitos conyugales y Nora partió a los cuarenta casi cuando María era una
muerta ya adulta. Los cánceres las destetaron de la vida y las volvieron recuer-
dos, nunca olvidos. El otro Jesús nunca casó. Marian, siendo madre joven, se fue
tras María y Nora, con dos balas por la espalda y Julián, amigo de Oswald Vasim
Sanjuan le pidió ayuda y consejo a esa eminencia emparentada con el gran Cide
Hamete Benengely y siendo un desconocido escribió una novela triste. Aquel
Julián Quejana Roncín, desconocido y con fe dolida, escribió Sanfranco V nivel

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

un YO ACUSO para develar los entresijos de un crimen hecho cangrejo en el


ensamble del sur. Sus amigos Avellaneda, Tarffe y de Mairena se hallaban a la
espera del escritor César Guerra Valdez, quien venía de la capital, aureolado por
el éxito de sus cinco libros fundamentales, pero a última hora Vasim Sanjuan
autor de El sol, la luna y los cuartos menguantes anunció con pesar que su vuelo
se había retrasado ominosamente.
El ensamble del sur vio la casa de padre y madre alcanzar ese viaje con: “subida,
bajada y brinco” y el ahínco solo iba quedando para encender los fuegos incle-
mentes del sol: la destrucción, que avanzaba lentamente triste, cuando padre voló
y madre, en menos de un decenio, se elevó al cosmos metafísico más allá de las ter-
mitas y comejenes que marchaban poco a poco, como un gobierno, hacia el caos
y la destrucción absolutos. Entre los hermanos, hijos de padre y madre, María fue
la fuente organizativa y la fuerza para que padre y madre llevaran la casa al sitial
más alto de todas las viviendas que había en el ensamble del sur, pero su temprana
partida, destetada de la vida, fue el primer alimento para que la casa desandara su
ritmo de joya arquetípica en el ensamble del sur. Padre y madre sintieron que “el
ave que ayer voló” se llevó en su pico una parte inmensa de la felicidad. “Fue un
partir, sin pájaros ni rosas”, se instaló el aguijón, comenzó a ser la molicie el caldo
de una sopa de larvas y cucarachas por donde se enmerdaba la vida. Padre y madre
sintieron que la vida sabia a boñiga sin el pienso para espantar los mosquitos y los
zancudos. Era que la desmemoria andaba corriendo pareja con padre y madre
haciéndose viejos y la casa se iba entristeciendo al calor de la vida que pasaba y
repasaba. Padre voló. Madre se hizo anciana y “loquita perenna”, confundía hijos
con nietos, recordaba que Carlos Andrés había sido un algo o un nada, pensaba
que el día era noche, que la tarde amanecer. Julián la visitaba y la veía chapalean-
do en los charcos imaginarios del olvido, quitándose las brumas de la memoria,
creyendo que Mario había venido y era uno de sus nietos, confundiendo a Jesús
uno con Jesús dos, a Ana la llamaba María, a María la veía llegar al amanecer de las
sombras y el infinito, cuando Nora partió doblando la edad de María; madre ni
se percató de que esa avecilla triste se fue destetada tras el brillo de María. Julián
la llevó a médicos que lo desengañaron y estableciendo un intervalo funesto de
treinta días. Mario dijo: “esa le canta la palinodia a la parca”, la visitó una mañana,
la oró con preces de infinito y latines antediluvianos y le dijo “la semana que viene
vengo” y no vino, se fue con “Marcelino pan y vino”. Julián pensaba que la vaina
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

era más seria cuando el dolor del seno de Nora la volvió cenicienta de tristeza con
sus zapatillas tristes. Julián la consintió y le dio su hogar junto con su esposa e
hijos por esa última temporada. En diciembre, último día de un año la llevó a la
casa del ensamble del sur. Nora le dijo “nunca había sabido lo buen hermano que
eras” en el camino se ahogaba porque el aire se tragaba el espacio achicado y en-
charcado de sus pulmones. En el viaje a una clínica a las afueras del ensamble del
sur, alguien les hizo la caridad de media hora de oxígeno. Ana y Marian la recibie-
ron y sus cuidados solícitos la fueron preparando para que volara. María se había
elevado al Pater un 1-11 y Nora, morisquetas de la vida y la muerte, lo hizo em-
pujada por un vómito de sangre el 11-1, voltearon las fechas y no por muérganas
sino porque la vida y la muerte tienen sus misterios inasibles más allá de un día se
santos o del onceavo de enero cuando ambas fueron al Pater destetadas de la vida.
Un día, muchos años después de padre haber hecho mutis, Mario se apa-
centó, luego de su primera escisión de los yugos nupciales el trágico sino de su
alter, ese otro yo que suele dar la vida, se apacentó, dijera el autor de estas notas,
Vasim Sanjuan, con un ballenato de acerbo acaecer. Era una mole corroída por
quién sabe qué sentimientos de rechazo a la familia y viceversa. El peso de esa
carga no era óbice para que se quisiesen como tórtolos siendo que había un ne-
buloso romance a la vera de la primera juventud. El ballenato cantaba mientras
cocinaba y barría la caserona vuelta vestigios del ensamble del sur y si la visita
era familiar ni un vaso de agua ni un café hipocritaba un falso ofrecer. El trágico
sino del alter fue un año antes de que dos balas hicieran que volara el pajarito
inquieto de Marian, la hija que la madre obtuvo tiempo después de inaugurar
el día de santos, cuando María voló aquel 1-11 y que una morisqueta de la vida
volteó en Nora hacia un 11-1 casi un cuarto de siglo después. Por ese tiempo
Julián quiso que los hermanos, liderados por Jesús y Mario hicieran, como ju-
ristas que eran, que la casa del ensamble del sur tuviese todo en orden: papeles,
documentos, registros, procedimientos de ley y notarías para que se evitase un
caos en una casa que parecía estar habitada por fantasmas y espíritus. Se decía
que padre y madre nunca se fueron de la casa, que María llegaba al amanecer y
Nora salía de noche. Nadie de la familia había visto a padre y madre, María ya
era adulta en el mundo metafísico y Nora no volvía sino al amanecer. Muertos
ocupados en sus diligencias del otro mundo daban mucho que pensar.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Owald Vasim Sanjuan, antes de escribir El sol; la luna y los cuartos menguan-
tes, su novela, creía que Mario se hallaba a gusto en su egotismo o yo inflado
y que Julián era una suerte de hiperestesico dariano. Los dos personajes, her-
manos con la sangre común de padre y madre, tenían distintas visiones de la
vida. No era lo mismo vivir y sentir que los hermanos, esa bendición de padre y
madre, se hallaban acodados pensando en la suerte de los otros que pensar con
la filosofía yoísta de “ yo, siempre yo” . .. “ en las puertas del cielo primero yo
que mi padre” y así eran Mario y Julio, agua y aceite, como aquellos personajes
camuseanos: Salamano y su perro. Ellos no se detestaban, pero se diferenciaban
como el día y la noche, el frío y el calor, la luna y el sol. Jesús uno y Jesús dos
parecían andar más sintonizados con Julio, aunque entre ellos también había
diferencias. Las chicas también tenían sus rasgos: María fue la fuerza y el empu-
je de la casa, su vuelo en día de santos volvió lo que había de ser un barco en mar
sereno un esquife en zozobra y perdido en la tempestad. Al partir María, ejér-
citos de hormigas, cucarachas, comejenes y alimañas, se alinearon con su gula
infernal. Ana fue un soporte sin la fuerza de María y pronto pareció sucumbir
en el esfuerzo de mantener el barco a flote. Nora fue la ternura de quien no te-
niendo nada lo daba todo. Las dos balas en Marian no dejaron ver qué sería de
su vida. Todos para todos debía ser el ideal y no todo para uno.
Los viejos, padre y madre, fueron las piedras fundacionales. Madre fue una
fuerza constante y de carácter. Apoyaba lo bueno y lo fructífero y callaba ante lo
no conveniente, pero su silencio era un compás de reflexión para luego disuadir
con razones. Padre fue el soportal de la casa, el alma y la piedra fundacionales de
la casa. Padre y madre fueron, en las buenas y en las malas, el ejemplo y el crisol,
en las letras de una familia. Sin embargo, al desgajarse el espíritu de fortaleza
que había en María y pasar volando entre santos y muertos el barco golpeó con-
tra una roca y enfiló hacia un mar encrespado y turbio. La casa devno esquife y
el barco, sólido y de fuerza descomunal, empezó a hacer aguas. Si no se hundió
fue “porque Dios es grande” pensó Julián y fue en busca de Oswald Vasim San-
juan quien había leído los borradores de su novela Sanfranco V nivel, que podía
ser de un anónimo Julio Quijada Rincón con un libro desconocido en la ciudad
primero, en el país después, en la capital siempre. Julio Quijada Rincón andaba
asiendo su escritura por el cuello, con la pluma de la fe y el amor por las causas
nobles. Tenía a mano un acto de amor hacia su hermana Marian, asesinada una
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

tarde oscura, un acto de amor hacia sus hermanos vivos. Se fortalecía en el re-
cuerdo de padre, madre, María y Nora. Sus hermanos Jesús y Mario, mayor y
menor, abogados y letrados tenían dos tareas pendientes y si las satisficieran co-
menzarían a sacar el barco a flote: poner en orden los documentos y el historial
de Marian, hacerse eco de los sueños de Julián , ir con sus palabras de letrados
contra unos molinos enmohecidos y miserables que oscurecían y volvían can-
grejo un crimen de una hija de vecino, apartar las telarañas y el polvo de siglos
de la casa del ensamble del sur, ordenar y hacer posible un acto de justicia hacia
sus hermanos: la casa del ensamble del sur fue obra de amor de padre y madre y
había que acudir solícitos y amorosos a venderla. Con esas ideas le escribió a su
hermano Mario un clamor desesperado.
Ciudad, mes tal, del año cual sea. Mario Quejana Roncín, su despacho.
Hola hermano. Ayer me reuní con Nacho. Nos bebimos un vodka nacional
con jugo de naranja. Quería y quise que vinieras para que habláramos de la casa.
Desde 2001 cuando murió padre y desde 2009 al partir de madre y jamás de los
jamases se ha hecho un nada por poner al día todo lo relativo a documentos a
fin de que sea posible su venta. Yo le voy a ceder toda mi parte a Nacho. Él va a
representarme con documento que le voy a firmar. Yo prefiero un 10% de algo
que un 100% de nada. El tiempo pasa, la casa se desmedra en el desmadre del
polvo, el comején y la desidia. Mis hermanos Ana y Jesús van en bajada al lado
de la casa fundacional que se carcome de indolencia y dejadez. Yo no necesito
otra cosa que morirme habiendo hecho un bien. Y es malo y hasta grotesco el
estado en que viven nuestros hermanos y es hasta un pecado de falta de senti-
miento la postración y la humillación de lo que otrora fue la CASA DE LOS
QUEJANA RONCÍN Y PEOR ES que una sola persona le aplique un mo-
rrocoy y una tortuga a un patrimonio colectivo que en algo puede ayudar a los
más desvalidos. En próxima reunión le voy a firmar un poder a Jesús y creo que
él se va a interesar y va a desatar ese andamiaje que se halla obtuso por la hez, el
orín y la polvareda de siglos. Yo estoy tranquilo con jubilación, mi pensión del
seguro, la ayuda del gato y mis clases online. Me ocupa y me preocupa la suerte
de Ana y de Jesús. Pd. Mayeca se fue pal cdlm. ¡¡¡Se consolida la diáspora de los
hijos de Marian...y pilas!!! Ellos también son herederos. Saludos y ya sabes. No
me la he fumado verde ni estoy hiperestésico.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

A los días la respuesta de Mario llegó. Ciudad. Día tal, mes cuarto, del año
de la pera.
Julián, a tu entender.
Julián Quejana Roncín: Buenas noches. Ya hablé con Jesús, aprobada la ven-
ta de la casa. Recuérdote que fui el único que invirtió en ella y que quiso restau-
rarla, pero me es imposible ahora al igual que todos. Ya llegué a un acuerdo con
Jesús y se venderá.
Mario.
Volvió Julio al tema y le respondió.
Me parece, hermano, bastante sensato, aunque extemporáneo que pueda ha-
ber humo blanco para la venta. Nadie desconoce lo que invertiste y si tiene que
tocarte la mitad de la casa y aún más es menos peor para el resto de los hermanos
que nada agarran. Así esta decisión, producto de un tour de force, represente un
casi nada para mí. El mayor error fue que Jesús consintiera en agarrar su parte sin
haber vendido; a mí me causa dolor ver en la casi indigencia en que viven o malvi-
ven Ana y Jesús. Yo sé que cediéndole a Jesús nada pierdo pues él luego me resol-
verá. Me alivia saber que esto pueda significar una mejoría para Ana y Jesús. Y ver
el estado comatoso y caquéxico de la casa, me recuerda los últimos días de María
y los de Nora. Procedamos bien y dejemos que el tiempo haga el resto. Saludos.
Julio.
Mario volvió sobre el tema en los términos siguientes.
Yo compré con mucho sacrificio en 50 millones de los antiguos que no era
una cosa de juegos. Ahora nada es y todo se dolarizó, pero ninguno de nosotros
tiene la posibilidad de comprarle a otro sin desbancarse o desmejorado su con-
dición. Si les compro a todos implica vender la camioneta por una casa donde
no quisiera vivir por los recuerdos buenos y malos. La decisión más salomónica
es vender y repartir con equidad.
Y Julio no se hizo esperar.
Todo eso lo sé. Pero han tenido que pasar dieciocho años de la muerte de
padre y diez de la de madre. No tienes que comprar nada. Solo dejar que los

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

demás tengan acceso a ese patrimonio familiar. Vos eras un muchacho cuando
yo asumí mantener a los viejos hasta que murieron. Y si tuviera que hacerlo
de nuevo no lo dudaría. Creo que si uno no es sensible al dolor de nuestra fa-
milia por mucho Dios que se predique todo no pasa de palabras huecas que
retumban en el vacío y en la nada. Esperar que los mayores se mueran no tiene
sentido pues cada viejo trae cola en herederos. Es hoy que se necesita y no para
los próximos veinte años.
Y Mario, obsedido en su letra volvió con sus razones o sus sinrazones.
Bueno en ese aspecto ya no tienes nada que decirme sino entenderte con
Jesús quien estará al frente de la operación de venta.
Cuando Vasim Sanjuan se enteró de que los dos hermanos llegaron a acuer-
dos, le recomendó a Julio que se comunicara con ambos... Había corrido mu-
cho tiempo desde que Marian fue asesinada en el frente de la casa del ensamble
del sur; las dos balas, mandadas por encargo para callarla, vaciaron el aire de sus
pulmones. La quietud de la brisa la hizo correr con lentitud, como contando
su actuar silencioso y sus pasos cuando sintió el fogonazo que desató el poder
de su sangre que la ahogaba en un río nocturno y oscuro; entonces al trasponer
los escalones fue cayendo en cámara lenta y apagándose sintiendo el horror de
estar muriéndose.
Vasim Sanjuan, el escritor de esta historia le pidió a Julián que hablara con
los dos abogados: Jesús y Mario. Debía hacerlo deprisa pues el largo decenio
transcurrido desde el 15 de febrero cuando Marian se apagó había transcurrido
mucho tiempo y seguir pasivos, agregarle capas al olvido y enterrar para siem-
pre su sombra, significaba desplegar las velas del barco y andar tras el oleaje
sereno, pero con el peso de la injusticia, la sombra y las luces de una conciencia.
La conciencia, una piedrita en el zapato, no dejaba caminar. Si en El sol, la
luna y los cuartos menguantes aquella que era de plata y falso brillo, según su
autor, carecía de conciencia, Julián, el hermano de Marian debía hablar con
sus dos hermanos a fin de que removieran los cimientos, hicieran sangrar la
sociedad, si “ la damita de regaliz “ obraba pisándose el cerebro y había logrado
sacar de sus casillas al sen sei como se lo contaran a Julián, era preciso actuar.
Él pensaba: “carpe diem”, pues la justicia era la reina de las virtudes y cuando

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

dejaba de ver, escuchar y hablar. Carpe diem lo veía con claridad, “Carpe diem”
sonaba como un son perfecto a sus oídos.
Carpe diem ¿por qué callar? ¿Por qué encallar? Carpe diem.
Julián Quejana Roncín no conocia a Oswald Vasim Sanjuan ni tenía por
ese entonces referencias de Cide Hamete, de Avellaneda ni de Álvaro Tarffe
cuando escribió Sanfranco V nivel. Por esa época siendo profesor de bachille-
rato siempre había soñado con ser escritor. Sentía que lo era en un país cuya
tradición literaria se hallaba en las manos de los padres tutelares de la patria;
con Gallegos a la cabeza, Otero Silva, Pocaterra, Blanco Fombona o Meneses.
Un crimen sacudió el ensamble del sur a quince días de haber comenzado el
segundo mes de un año, el sexto de un siglo. ¿Qué importancia tenía un sicaria-
to de una madre joven? Era acaso una raya o pinta más para un tigre en un país
que derramaba miles de litros de sangre a diario en muchos hechos luctuosos en
los cuales la sangre formaba ríos y mares.
Quejana Roncín consultó a Vasim Sanjuan si lo que restaba de la morada del
ensamble del sur era casa, casona, casucha o cualesquiera de las denominaciones
con que se nombraba: casita, caserona, caseronita. El sabio no tenía respuestas
en su saber de siglos. Era evidente que el nudo de tanta espera era un nido de
ratas. La desidia fraternal operaba con lentitud mientras la molicie avanzaba.
Parecía que la muerte era otra forma de vida para decretar el silencio.

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Sin título, de Gibersy Paola Gutíerrez Guerrero
De los días felices y bendecidos

Oswald Vasim Sanjuan el autor de El sol, la luna y los cuartos menguantes cuan-
do salía de paseo con su perrita siempre pasaba por un templo con un cartel algo
extraño, no mencionaba a Dios ni a ninguna deidad, tampoco un santo ni virgen
sino un cartelito garrapateado en el cual se leía “Felices y bendecidos días” con
una extraña teología que se expresaba en cielo y se olvidaba de la tierra. Consulta-
dos sus amigos fue don Juan de Mairena el primero en manifestar que el cielo no
era cualquier cosa y su contraria, la tierra podía convertirse en cielo o en infierno.
La ontología, estudio del ser, hablaba de estos y otros temas más.
Ese templo blanco como una paloma, con esa ave por centro, tenía entre sus
teosofías la oscuridad y el silencio. La paloma era el leit motiv de su rara teolo-
gía de antivirtudes en cuyo epicentro extraíanse del Santo Rosario solo LOS
MISTERIOS GOZOSOS. Verdades y mentiras andaban unidas a una extraña
dialéctica de sinrazones porque las razones se hallaban ausentes en la inmuta-
bilidad de sus preces ligeras. Consultado Pierre Mernard dijo: “le ciel n’est pas
dans cette eglise”. Álvaro Tarffe, ocupado en atender a sus dos amigos: el hom-
bre enjuto y de inteligencia preclara y el gordinflón panzudo de poca sal en la
mollera, esperaba por la opinión de Avellaneda, en tanto César Guerra Valdez
había asegurado que llegaría ese día con el brillo de sus cinco libros fundamen-
tales; su avión parecía jugarle una mala pasada cada vez que su experiencia era
necesitada. Sus amigos ya ni preguntaban acerca del bardo infinito. Un escritor
desconocido de apellidos Quejana Roncín había sido un atento devocionista
de ese templo, pero al ver ciertos manejos en los cuales las promesas de fe ha-
bían sido avecillas ligeras de vuelo errático había hecho mutis.
“Felices y bendecidos días” se había transformado en todo lo contrario de lo
que los templos de la ciudad predicaban: su divisa era lo indirectamente diviso,

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

la paz era una santa conflagración, el amor era un sentimiento que se pisoteaba
en una doctrina de aves raras cuyo cultivo andaba entre flores de bellezas ma-
lignas y nardos de bondades en presunción. “Felices y bendecidos días” era una
suerte de centro de mesa donde andaban las ilusiones baratas y el crematismo
con los valores de lo efímero, lo intrascendente, como esos falsos espejos, que
mirados a contraluz hacían abstracto lo concreto, deformaban las flores para
que fueran espinas: flores de barranco, florecillas baudelairianas, floripondios
de belleza falaz y nardos horribles. Si otrora hubieron de acaecer siglos de luces,
los templarios de “Felices y bendecidos días” andaban y desandaban la oscuri-
dad y el silencio de la falsedad. De templo pobre a pobre templo la semántica
tenía sus sitiales para averiguar en “Felices y bendecidos días”. Se barruntaba el
orden del desorden que andaba de sustantivo a adjetivo.
Aunque Tarffe pensaba al igual que Mernard “au contraire”: de adjetivo a
sustantivo. El cuerpo del señor, minusculizado a propósito para diferenciarlo
de El Divino Maestro, era el primero, el devocional de “Felices y bendecidos
días” una diabólica liturgia sin agua bendita, pues el cocal era el comodín li-
gero y hasta logrero. Quejana Roncín pensaba que toda la falsedad que había
entre cielo y tierra se hallaba en “Felices y bendecidos días” con sus promesas
incumplidas de cielo sin tierra. El polvo, subidas, bajadas y explosiones, devenía
polvareda, aunque por los conflictos existenciales se hallaba más próximo al
Polvorín o fuerte de pólvora a un paso de explotar. “Felices y bendecidos días”
fue un canto a la desesperanza, un experimentar en el interior de un alma vacía
y vaciada ante el vuelo bajo de las palomas. Vasim Sanjuan, hombre de fe, creía
que Quejana Roncín hacia un ditirambo de “Felices y bendecidos días”. Fue al
memorial de Cide Hamete Benengely, el eximio escritor de un Quijote muchos
años antes de que Cervantes Saavedra llevara al lector al patio y el corral donde
el cura y el barbero, complacidos por el ama y la sobrina, echaban al fuego o al
corral unos libros sí y otros no, en un hacer caída y mesa limpia con los buenos
y los malos. El escrutinio de “Felices y bendecidos días” daba espacio para que el
escritor escrutase verdades y mentiras entre el silencio y la oscuridad
Cuando el escritor se persuadió de que “Felices y bendecidos días” era una
historia de cielos ilusorios con maquinaciones trepadoristas, sintió una tristeza
grande por un templo que creía noble y bueno. Toda su fe se había ido desmo-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

ronando tras un confiar sin desconfiar y “Felices y bendecidos días” era ligero
de ligas y de vuelo rastrero a tres centímetros de las ruedas direccionales; se
sintió devastado, desempolvó Les fleurs du mal y sintió que el piojo, las lien-
dres y los escarabajos andaban entre los encantos; que la fementida vanidad era
florecilla triste como un cadáver joven que se bamboleaba cada noche entre la
oscuridad y el silencio
“Felices y bendecidos días” tenía su ave al cual se le consagraba todo anhelo
como un dios que bajaba, subía y explotaba sin mirar al ser humano. La paloma
expresaba el gozo, pero también el castigo, el dominio y el vasto terreno para la
fe por lo efímero. Vasim Sanjuan buscaba en el tratado del memorialista Cide
Hamete y solo hallaba palabras clave en la predica de “Felices y bendecidos
días”: ilusión, vanidad, orgullo, misterio, silencio y oscuridad. Desde la época
de su novela El sol, la luna y los cuartos menguantes sintió que su escritura se
hallaba en su mejor momento. Quijada Rincón sintió una noche el llamado de
“Felices y bendecidos días”, consulto a su amigo pues le había llegado el holo-
grama que tenía tiempo sin ver. Desde la oscuridad y el silencio, que precedió
a los primeros mil días prefirió no responderlo. Se hallaba muy a gusto en su
escritura. Sabía que todo intento de back to back tendría la férrea oposición
de fuerzas externas; flores de belleza maligna, nardos horribles de bondad en
presunción y desde su escritura sintió que su vida tenía sentido. Vasim Sanjuan
andaba paseando a su perrita cuando ambos amigos se tropezaron. El amigo de
Vasim Sanjuan llevaba bajo el brazo sus “hetairas” y tenía fe en el poder de su
escritura, aunque sabía que El sol, la luna y los cuartos menguantes era una obra
superior. Desde un charco de fe dolida había transformado su tristeza en una
joya de belleza sublime que apartaba las sombras y acercaba las palabras al arte,
la belleza y la alegría.
El amigo de Vasim Sanjuan sabía que todo orden tenía un sentimiento pro-
fundo que iba más allá de un patio donde volaba reptando las palomas dejando
una estela de tristeza ante cada error. Sentía que su vibrar y su existir era de
alto vuelo más allá del ladrido lastimero de Scott, el cantar del gallo enano y la
tristeza enorme de Julin el perrito solitrio enfrente del templo de palomas ras-
treras. Su paloma no había detenido su vuelo cuando el silencio, la oscuridad y
la incomprensión se instalaron en contra de las manecillas del reloj cuando su

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

volar era derecho, sereno y de gozo sublime. La noche llegaba cuando sintió el
llamado: debía apartar las tinieblas que flagelaban el silencio. Vasim Sqnjuan lo
había logrado. ¿Por qué él no?
BD “Felices y bendecidos días” eran esas minúsculas que hablaban de cielo y
no de tierra, que exigían verdades en medio del embuste enhebrado con el hilo
silente y oscuro de la mentira. “Felices y bendecidos días” era un templo donde
el vuelo ligero de la paloma tenía un misterio de gozo se ataba al falso brillo, al
resplandor de otros astros con oro, monedas de tintín pesado que confundían
lo barato con lo caro, los placeres del mundo contra de la tristeza de niños so-
litarios y fanáticos. El hombre de bien era desplazado por el de los bienes que
incendiaban de hipocresía los falsos requiebros. El escritor sabía que ese templo
de boato y falso brillos tenía un cáliz de miseria y soledad como esas caminatas
de mañanas, tardes y noches como la perrita de Vasim Sanjuan.
El templo de “Felices bendecidos días” era la suma de nada, la resta de todo,
la multiplicación del desamor y la división de las penas y los desencantos, se
trataba de una suma binaria de encantos y tristeza, especie de aquella regla de
compañía de padres y abuelos: interés, por rata por tiempro, algebraica inutil
de numeros naturales, regla de tres simple, menage a trois en los pares y binarios,
sustitución elemental por reducción al absurdo
Consultados los amigos cada uno tenía un concepto: Cide Hamete Benen-
gely había dejado en su memorial: “si te dan la vaquilla ve por la soguilla”, Vasin
Sanjuan pensaba que de cabra a cabrón solo había una caramera que nadie de-
bía lucir.; “glorias de traspatio” pensaba don Álvaro Tarffe que ya había salido
tarde entre el calor y las luces junto con sus dos amigos a esperar a Cesar Gue-
rra Valdez cuyo vuelo no arribaba aun al aeródromo local. Alvar Fanel Vasim
Guspin y Julio Quijada Rincón iban tras los amigos duvisando a los lejos el
templo de “Felices y bendecidos ahogado en el vuelo de tantas palomas entre la
oscuridad y el silencio.

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Chocolate,
Chocolate de
de Gibersy
Gibersy Paola
Paola Gutíerrez
Gutíerrez Guerrero
Guerrero
María, ángeles y ausencia

El autor de la novela El sol, la luna y los cuartos menguantes se metió un día


con su amigo Alvar Fanel Guspín a estudiar un manual del campo referido a
la vida de los cochinos. Encontraron una nota muy interesante referida a los
marranos. Repetirla textualmente es tan complicado como reintentar de me-
moria la historia bíblica de El hijo pródigo. Oswald Vasim Sanjuan, el egregio
novelista, le refirió a su amigo solo un pedazo del comentario. Según el autor,
el cerdo, apacentado en su chiquero tiene una trayectoria predecible: olisquea
el agua, se revuelca en el lodazal, la baña con un chorro de orín caliente, la em-
betuna con su hez y se solaza en el tremedal a escala que es como llamaba un
maestro amigo: “su sitio de enunciación”. Otro amigo del novelista, el anónimo
escritor de apellido Quejana Roncín tenía su propia teoría. Venía este persona-
je de una familia donde los lazos de hermandad no solo eran sanguíneos, sino
que hasta vivieron un día terrible cuando la segunda hermana de nombre María
se elevó al infinito un día de santos y la familia, aquella muchachera de siete,
se redujo a seis. Madre y padre vieron sucumbir a la hija cuya estrella de luz
y de amor elevado al partir, redujo la muchachera, como se ha dicho a cuatro
varones. Si se pincelara el score de los Quejana Roncín ese line up de hermanos
fue, a partir de aquel día luctuoso cuando el cáncer picoteó la puerta y dejó
la pizarra así: Ana, María+, Jesús uno, Julio, Nora, Jesús dos y Mario. Madre
convenció a padre de que había que recompletar la familia. El tiempo es tan
lejano que lo que hizo madre hoy sería un delito. Quizá porque en la época
se amarraban loa perros con chorizos su “delito” pasó desapercibido: madre
ingresó en un hospital y alguien le informó que una guajira llamada Ratilde,
madre regalona, estaba decidida a ceder su bebita a la primera que apareciera.
Madre, por Dios, ¿cómo lo hizo? se hizo se hizo pasar por la madrecita regalo-
na. Llegó Marian, a sus 53, años lo que la convirtió en una abuela prematura y

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

en una madre a destiempo; no culpen a madre, clamaba el escritor. Desde ese


día madre desempolvó el cochecito del séptimo y se metió en el lío de teteros,
sonajas, pañales limpios, mojados y embetunados con la gracia de Marian. Si no
se volvió loquita perenna, como decía otra madre bondadosa, fue porque Dios
es grande. Marian fue una Quejana Roncín de lujo, contó el escritor, que hasta
sus veintiún lunas y soles guajiros vivió. Decir que fue la mejor hermana sería,
según el escritor pues María tenía su estrella de luz, que nadie le discutía. Ana,
junto con María, Dios la tenga en la gloria, asumían el mando cuando padre
y madre estuvieran ausentes, Nora se fue contando el doble de años que Ma-
ría y Marian con sangre no Quejana Roncín, pero con el orgullo de su familia
se, fue víctima de un sicariato con dos hijas y un hijo que no llegaban a cinco
años. Julián pidió a sus hermanos hacerse cargo de los críos. Cide Hamete, el
primer autor de El Quijote según la modestia de Cervantes Saavedra, hubiera
aprobado lo justo. Pierre Mernard, tercer autor del caballero manchego, pues
Avellaneda parecía ser el segundo, lo exprimió en su lengua: ce sont des enfants
du diable pero Vasim Sanjuan prefería decir, como si a todos les pluguiese con
un eufemismo: des enfants terrible.
Los niños, levantados en casa de sus tíos a quienes hasta la última temporada
llamaron ¡papi y mami, no culpen a Marian se rebelaron contra la autoridad de
sus padres putativos y prefirieron coger calle arreando las banderolas y papeli-
llos de una libertad con tendencia a resbalar en el libertinaje. Que alguien expli-
cara, si solo les faltaba “ sarna para rascarse” el porqué de no entrar por el carril
que un día siguió, Marian con sentimiento de hija y hermandad de bondad. Ál-
varo Tarffe se había retirado temprano acompañado de dos amigos pues debían
saber de Cesar Guerra Valdez el poeta cuya llegada a la ciudad era esperada con
gran curiosidad. Mientras la espera andaba en ese tráfico de la desesperanza los
hijos de Marian no estaban disfrutar del sello que en otros tiempos llevo en alto
May junto con Ana y Nora. Quizá aquella madre abnegada que hacía un bien
a la humanidad ahora se le devolvía un dardo de dolor, veneno y desencuentro.
Eso lo sabía Marian, pero no podía volver para contarles a sus hijos que la fami-
lia estaba ahí.

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Sin título, anónimo
Historias de vulpejas, busconas y
baratonas. (A Noris Nava y La kga)

Oswald Vasim Sanjuan el autor de la novela El sol, la luna y los cuartos men-
guantes, sabe de lo humano y lo divino, pues cada mañana cuando saca a pasear
a su perrita de pelambre oscuro y enmarañado las ve ir y venir con sus aires de
centros del universo: “tienen el síndrome de creerse a pie juntillas sus historias
tristes”, piensa. Su amigo Gabo, putañero en su temprana mocedad, les dedicó
una novelita gris que hablaba de “putitas tristes” y el gran Uslar en “La Isla de
Robinson” novela tan buena como “Las lanzas coloradas” al hablar del magiste-
rio empobrecido de don Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar, decía
estar más arruinado que “puta en cuaresma”. Vasim Sanjuan saca el tarro de la
basura y su corazón de hombre conocedor de lo humano y lo divino se percata
de que no todos los caminos conducen a Roma. Roma es, leída desde la “a”
hasta la “r” la ruta extraviada. Vasim sabe que entre ser y parecer está la cosa.
Como hombre genial y dotado de talento excepcional por ser tataranieto del
inmortal Cide Hamete Benengely, el primer autor de El Quijote antes de que
la inteligencia burlesca de monsieur Pierre Mernard, hijo de un anciano ciego y
proverbial que se enorgulleciera más de sus lecturas que de su escritura, dijera
para quien quisiera entender: “il faudra vivre a la manière des femmes bibliques”.
Don Juan de Mairena, filósofo y hombre de talento dijo un día: “ bebe el agua y
no la ensucies” sin embargo, ese Sócrates moderno amigo de don Álvaro Tarffe
y sus dos amigos, personajes de Avellaneda, andan y han anhelado la llegada del
escritor César Guerra Valdez. Su vuelo ha sido un enredo de aeródromos en-
galletados y afectados por los blackouts que últimamente han asolado a su país.
En ... Mis putas tristes, refiere Alvar Fanel Guspin una pelandusca vieja admi-
nistraba un lenocinio adonde las putitas tristes trabajaban el fruto que el Señor

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

les dio para no morirse de hambre. No eran, según Gabriel García Márquez,
mujeres de la vida fácil pues debían roer el pan duro de beodos consuetudi-
narios, abuelos babosos y menestrales sórdidos. Destacábase Delgadina por su
belleza y juventud; empero la vechia putana que administraba el tugurio le pin-
chaba a Delgadina su primer encargo laboral en un anciano periodista quizá el
alter de Gabo: dotado de experiencia, pero imposibilitado de levantar su potra
casi antediluviana.; el abuelito fablistan se llevó a la damisela entristecida y solo
pudo pasar la noche entera contemplando la desnudez de su angelical Delgadi-
na. Fue Gabo generoso con aquella putita triste que aún no se hallaba preparada
ni sabía cómo cocinar su guiso de principiante; aquella magdalenita angelical y
“más bueno” todavía con el anciano escritor del primer borrador de la historia.
Y fue menos cruel que con aquella vulpejita presente en Cien años de soledad
y en La cándida Eréndira condenada por su abuela mardita a acostarse con
un hombre distinto cada noche porque la carpa donde hacia sus movimientos
lúbricos de virginidad huequeada a la luz de una vela, se había incendiado por
no ser aquella maríita angelical principiante una diabla veterana y cuidadosa.
Contaba el nobel colombiano que el cuerpo de la niña se había apelmazado de
tantos sudores y humores acumulados. C’est triste pensaba Mernard. Guspin y
Quejana Roncín, amigos de muchos años, pensaban que la vida es cosa seria,
que el pecar individual era grave, pero que más grave era alborotar mentecitas
como vuelos de cucarachas, moscas y grillos en cada mayetita angelica l en vías
de remedar a Delgadina... Y no había que decir más, sino que “a quien Dios se la
da, san Pedro se la bendiga”. Madre decía, según confiesa Julián Quejana Ron-
cín: “aquel que soberbio fue humilde volvió otra vez” quizá acordándose de su
propia madrecita; “las cucarachas vuelan para anunciar la tormenta” y está de la
abuela de madre: “no llorar por la leche derramada” y aquella como en un juego
de muchos espejos recordaba a la bisabuela de madre “ madre solo hay una” y
aquella a la “tátaratátara” de madre: “la madre quiere al hijo porque es bueno”;
entonces remató don Juan de Mairena: “joder, hijas: tantos espejos encandilan”.

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Dama antañona, de Gibersy Paola Guitíerrez Guerrero
La hija bondadosa: Nani

Que la hija le dijera al padre, cuenta Oswald Vasim Sanjuan: “yo no leo tus re-
latos” era según el autor de El sol, la luna y los cuartos menguantes, una prueba de
la honestidad para Quejana Roncín su amigo quien creía que ni ella ni nadie en
familia habían leído su novela Sanfranco V Nivel , sus cápsulas tipo Greguerías o
todo aquellos artículos periodísticos que ni él mismo quería recordar y que habían
servido de pienso contra las plagas y que el cura y el barbero habían lanzado al corral
con la ayuda del ama y una sobrina que llego a incendiar la pradera cuando dijo que
esas eran locuras de la edad, la amargura y la soledad y a él le parecía que andaba
en lo cierto pues ni una docena de diablos se atreverían a contradecirlo quinientos
tres años después de la primera quema de una biblioteca. Aquí se trata de defender
la escritura del señor “Coelho”, la música del coro interparroquial o la maravilla de
“Factoría” y “Bud Bunny” y no esas boberías de El viaje al Parnaso, Rinconete y
Cortadillo o El licenciado vidriera. Por cada La culpa es de la vaca o el ultimo éxito
de Coelho alguien salía con Madame Bovary o Eugénie Grandet. Tal vez un caso
Driefus o un De Profundis tenían menos alternativas de preparaciones inmediatas
que ¿Quién se robó mi queso? Pierre Mernad exprimia luego un oh là là, c’est la vie.
Los dos amigos de Álvaro Tarffe no habían llegado. ¿Estarían en busca de los otros
amigos?, buscados por otros dos amigos y eran Julián Quejana Róncín y Alvar Fa-
nel Guspin; no sería fácil tener un papá tan absurdo como el escritor que la llamaba
mi ranita platanera o que un día vio a la hija y su primita Patitia sentadas como dos
reinas de exuberante belleza enfrente de la casa ataviadas de señoras mayores con
vestidotes, pelucas, coloretes y las enfrentó con una cruel chanza: ¿que hacen así
como dos perras malucas? Las reinitas, caídas en sus eguitos mal feridos, corrieron
y enmendaron la plana porque Quejana Roncín se había levantado en un Sanfran-
co de deslenguados adonde entre tornillos, tuercas y arandelas procaces andaban y
desandaban la ruta de la injuria, las palabrotas en ese pacífico o violento poblado

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

al sur del mar Caribay al cual le dedicó su novela invulnerable, a prueba de balas:
Sanfranco V nivel pero su Nani y la primita no merecían, recordaba el amigo de
Vasim Sanjuan que: había otras, las descentradas, que se debatían en un charco de
dolor y que andaban soplando oscuridades, enhebrando silencios en un caldo de
maldad, pero la Nanita y la Patita no: seres de bondad y de amor. Que la Nani no
leyera los relatos de su padre, quizá ella se los perdía pues de ordinario pensaba que
tenía un padre absurdo. Nani con “i” latina al final es su reina que un día fue princesa
amorosa desde el amanecer hasta el ocaso, con una espiritualidad sin desapego de
tener sus pies sobre la tierra. Su Nani remeda esa, su Catena legionis de su primera
espiritualidad: “Quién es esta que va subiendo cual la aurora naciente, bella como
la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla”. No leer
sus relatos carece de menos importancia que el reto que le impuso a su padre, al
percatarse de que escribe; como dice la sobrina un montón de locuras, porque tiene
soledad y mucha maldad y su Nanita lo retó a que ella fuese personaje de un relato:
“no te aguantarías para llamarme religiosera, pastorcita de medio pelo en su iglesita
que divide y no une” Cuando una hija, quizá influida por el ama y la sobrina retaba
a su padre; el viejo no hallaba procacidad, injuria ni prosa zahiriente, para la “niña de
sus ojos”. “El padre quiere al hijo porque es bueno”; esa anfibología, para entender
en juego de espejos, es la ocasión para enseñar a la hija que en medio de los charcos
de fe dolida, ella es su luna más hermosa, el lucero que alegra sus tristezas, ella es
hija triplemente santa en buena hija, buena esposa y buena madre, es la mujer total,
completa que otrora fue niña responsable a quien su padre absurdo la premio con
un billete grande cuando trajo un cero y el padre absurdo le dijo amorosamente:
“tenga hija, me siento feliz de que una vez en la vida traiga un cero y parecía que esa
absurdidad deconstructiva hubo de funcionarle al padre que no volvió a recibir otro
cero de su niña”. Aquella tarde el escritor tenía que ir en busca de esa gloria literaria
con sus cinco libros fundamentales: Cesar Guerra Valdez, esperaba a Juan de Mai-
rena, pues Guerra Valdez era impune en no llegar: el aeródromo se hallaba lejos. Su
hija estaba cerca: tenía el amigo de Vasim Sanjuan una dificultad. No era hombre
que usaba el golpe de sus palabras sino para quienes andaban y desandaban como
el ama y la sobrina, tampoco era hombre que usaba elogios inmerecidos. Sabía la
diferencia entre una verdad y muchas verdades: Nani ha sido mujer completa, esa
bíblica realidad hecha de ternura y alegría. Nani, sin embargo, ha perdido el reto: no
lee sus relatos y no hay termino de injuria para definirla .

54
La espera Margot, de Pablo Picasso (1901)
Vida regalada de los 42 (A Yenny,
pero no Jenny Lind)

Hoy es el onomástico de la caninita del célebre escritor Oswald Vasim San-


juan: 4 de mayo. No es una perrita cualquiera esa de pelambre enmarañado,
oscuro, su atavío de aparente claror y que deviene en traje de sombras. El autor
de El sol, la luna y los cuartos menguantes, heredero y tataranieto del gran Cide
Hamete Benengely, cuenta que la recibió de un anónimo escritor, un tal Que-
jana Roncín cuando no pudo mantener más a la perrunita de gustos astroside-
rales y que confundía exquisiteces con sandeces, con ese ladrido de tragaldabas
y esa Ann Bruna, su amiga junto con una flor de belleza maligna y un nardo
grotesco de bondad en presunción. En la vera del camino varguense, cerca de
Pernambuco, un día el amigo de Vasim Sanjuan creyó hallar esa luna de dulce
encanto, cuyos ribetes de regaliz le echarían agua al caldo pues aquella princesa
pintiparada iba y venía, venia e iba en una ruta incesante de buscar y rebuscar.
Nada de Sherezade de Las mil y una noches, mucho menos la señora Lorenzo,
hija de Cochuelo. Vasim Sanjuan la celebra por todo lo alto, pues la perritica es
merecedora de la alta altura entre floripondios, rizomas de regaliz y ese savoir
vivre detras de sus silenciosas tinieblas. Quejana Roncín pensaba, con ilusión
obtusa, que los ladridos y requiebros de cielo o cielorraso habían de constituir-
se en fuente del gozo asaz desinteresado, en esa comprensión que era mimos,
requiebros y andanadas de ósculos de perrita callejera, pero que se apacentaba
con ese amo hambriento de la palabra justa; la calidad que no era caridad pues
el alma auténtica no tenía ni ostentaba etiqueta ridícula de andar en busca del
mejor “postor. c’est epouvantable pareció musitar monsieur Pierre Mernard. El
franchute andaba con el españolito don Juan de Mairena y ambos conducían
con desesperanza a una espera que no era pera ni manzana. César Guerra Val-

56
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

dez, prolijo en el arte poética, andaba con esa impunidad de vuelos retrasados
que frustraba el deseo de la ciudad de gozar a plenitud de sus cinco libros fun-
damentales. Álvaro Álvaro Tarffe, por mandato del señor Avellaneda, andaba
con los dos amigos de Alvar Fanel Guspin y de Quejana Roncín. Los espejos y
el coito, decían los amigos, reproducían.
La vida regalada de los 42 era como esos relatos que su Nani, con “i” latina,
no deseaba leer y el amigo de Vasim Sanjuan, que no cejaba en transformar su
charco de pesar dolido en una discreta gloria, no compartía el criterio de su cara
figlia, pero lo respetaba. La medianoche viperina del aniversario lustral recor-
daba haber celebrado por toda la alta altura con su canina que entonces no era
perrata. Madrugada de cartelitos adosados al psicologismo que hablaba de una
plenada plenitud de su amigo Vasim Sanjuan con el tacto sabio de allanarle a
la canina todos los gustos y anhelos que le pluguieren y le satisficieran. Al otro
lado de hologramas y complacencias que parecian autorreplanificadas llegaban
y llegaban los atisbos de alegrona alegría.
Entonces no fue la dulzaina sino el sentimiento acerbo, el neodesechable,
no brotaba de las sombras ni hacia la vida alegrita, anda en no en nube sino en
la caminata diaria de la perrita, que al sacarla de paseo Vasim Sanjuan, parecía
una princesa en apuros, con su pelambre oscuro bajo el sol calcinante del cami-
no de la vera varguense a Pernambuco. La perritica flotaba en los algodones de
la ilusa ilusión en el subir, bajar y explotar a destajo. Tarffe terminaba de leer la
historia de Delgadina y el abuelito de *Historia de mis putas tristes* ¿Era solo
el machuque a destajo que movía a Delgadina? ¿La perrunita andaba como la
una pm? Los dos amigos de Tarffe callaban con la risita cretina del gordinflón
panzudo, mientras que el flaco de inteligencia proverbial sabía tantas cosas que
el pobre amigo de Vasim sabía también. Entre las tinieblas y el callar de un pa-
tio de moscas y calor la casita blanca recibía los felices y bendecidos días en un
vuelo incesante de palomas.

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Divan Japonais, de Henri de Tolouse-Lautrec (1893 94)
El quinto desechable

Oswald Vasim Sanjuan, amante de lo bueno, lo justo y lo trascendente,


humano demasiado en su humanidad, recoge el testigo de la obra gloriosa y
monumental de Cide Hamete Benengely, el primer escritor de un “ingenioso
hidalgo”, bondad y humildad de Cervantes Saavedra, que viendo su obra ataca-
da por el apocrifismo del señor Avellaneda, otro quijotista bañado en las aguas
de su ingenio, muchos años antes de que arribase monsieur Pierre Mernard con
JLB a ser el Quijote del siglo XX , Vasim Sanjuan sabe que su obra y la de su
amigo Quejana Roncín, es leída por el ama y su sobrina , por el cura y el barbero
y por sus familias. Ambos personajes se perciben de que están labrando con
letras de oro unas obritas que parten de El sol, la luna y los cuartos menguantes
y unos varios relatos echados a volar por patios y traspatios, a la hora del gallo
enano y la vela encorvada, a la sombra del espectro de Scot y la tristeza de Ju-
lín, amarrado enfrente de la casita blanca de las palomas, que llegan, comen y
vuelan. El amigo de Vasim Sanjuan está esperando a Álvaro Tarffe, de seguro
arribará con los dos personajes de novela y con los otros dos. Van desesperan-
zados pues no han llegado noticias de la llegada de César Guerra Valdez; todo
se vuelve una enredina de vuelos que no llegan o lo hacen a destiempo, aviones
averiados y los ribetes tragicómicos de blackouts que los hacen vivir en duer-
mevela, con “los ojos pepones” y sus sombras calcinadas por la espera. Quejana
Roncín es un hombre que vive en la anonimia, se siente feliz por el sol de cada
día y su luz propia y contempla con tristeza la luna que trepa por el patio ufana
y alegrona con su quinto desechable. Según Vasim Sanjuan son cinco que le han
insuflado un volar reptante a esa lunita vencida por sus miserias: del primeo
al quinto solo dos han sido hombres de temple y valor, pero que se hubieron
de estrellar contra las vanidades calenturientas de esa lunita pelandusca y con
airitos de hetaira pero que no llega a vulpeja emparentada con las busconas.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

El quinto desechable es un lactante de los vestigios de sus cuatro predeceso-


res. Exhibe la perrita de Vasim Sanjuan sus correrías y trapitos sórdidos a cielo
abierto, con su rizoma de regaliz tras la mirada lambucia y adolida de tres po-
lluelos y una princesa que aguardan y guardan sus “penas y quebrantos” en sus
colchas de remiendos; beben el agua turbia y mascan tubérculos mientras la
lunita, vanidosa y “caprichúa” se da la vidurria de reina que ofende: el bioclima-
tizador espanta el frío, el ventiladorete calcina los mediodías mientras polluelos
y princesa yántanse las verdes y también las maduras cuando la luneta de ligas
flojas afloja sus favores al quinto desechable que se alimenta de leches rancias
y fluidos pegajosos indelebles al agua y el jabón, al trapito sucio y al estropajo.
La casita de palomas, con su amarre de Julín siente el ladrido espectral de Scot,
el aleteo del gallo enano y el trapito sucio secándose al sol mientras adentro, la
mesita entristecida por el desorden, contempla un televisor que no duerme: La
ley y el orden, Buenas historias un cartelito de Dios al que no se le para; los críos
y la princesa en sus camitas de espanto aguardan en la mesa redonda que dejó
el cuarto en la sala, los cuartos menguantes en desorden aunque el dios cuarto
proveyó escobas, mopas y desinfectantes para que “Dios pasara con confianza”
; el trapito sucio es el sucedáneo del orden chiquito y el desorden grande.
El quinto desechable, según le ha referido el amigo a Vadim Sanjuan, es os-
curo y silencioso como su perrita que antes conoció a Douglas, Sonyi, Condo-
rete, Noto y su domingo siete de nombre Julián como su amigo. En la mesa re-
donda de aquel cuarto malcomen y malbeben los polluelos mientras la lunácida
viene de ser centro de mesa y de cama. Es mala la luna cuando se va la luz y es
peor cuando llega a poner orden en el desorden de su casita de palomas, con su
blancor sucio y la tristeza de polluelos y princesa arrondies a la table ronde ham-
britos y sedienitos, pero cuál es el problema que no sea de conciencia para una
luna que come fino y bebe de cristal, aunque los botellones estén cucarachea-
dos. Uy había dos emulas de Gregorio Samsa que salieron nadando con sus alas
negras ante la mirada sombría del cuarto desechable. Es casita de sucio y de pe-
roles arrumbados y en ringlera, sin ton ni son en el desorden de la “puta madre”
que cultiva y saca provecho de su huerto triangular donde siembra la yuca, el
quinchoncho, con el machete en la mano y su sonrisa mustia, lleva huevo para
el desayuno, lleva yuca para el almuerzo y carga su hueso torcido de la rabadilla.

60
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Parecía que perrunitica y aquella del quinto desechable compartían cerebelo


y bulbo raquídeo, amén de dendritas dispersas, pues poseían sin pudor airecitos
teosóficos con una propensión al libertinaje sexista y figurante por presencia de
un maní envuelto en paja en el cascaron donde hubieron de existir el cerebro
y el resto de los neurotransmisores. Una forma que probaba la desubicuidad
de aquella y no de la perriquita se hallaba en el deseo de pasar enfrente de la
esposa del amigo de Vasim Sanjuan a quien le pedía y le exigía que la tomara de
la mano o la abrazara fuertemente cuando se hallaba enfrente de la principal,
habráse visto mamá Marucha, bendición de Dios, pues en aquella no había sino
un dios atado al cordelillo de la insensata y ahora le mostraba sus brinconerías
de perra maluca al amigo de Vasim Sanjuan pues, la perrita del escritor parecía
ser más respetuosa y no una trapito sucio de sueños logreros en el interior de
la perra que, a diferencia de la de Vasim Sanjuan, tenía una decencia de ma-
drecita, pues no andaba buscando ser prensada con el primer callejero de alto
pelambre y de fino pedigrí. Aquella era mala como una noche indigesta y sin la
toilet, creían en un dios falsario de felices y bendecidos días copulantes, entre
globos de ilusión, a la sombra de la flor de belleza maligna y el nardo grotesco de
bondad en presunción. Si le pluguiesen los ires y venires desde la vera varguense
hasta calle ancha de sus inmundicias debería pasearse con el quinto desechable
igual como el cuarto le pedía regla para trazar su maldad.
Era que era mala de maldad con el cerebrito para abajo y la indecencia de
abajo para arriba, era que te era mala como muela podrida y picada con su ho-
yito de inmundo estreptococusmutans, pues abajo donde se hallaba su cuenco
relleno de pústulas de innobleza manchaba la de arriba con mala intención. Las
camas viajeras con cortinillas y espejos no eran los mejores recodos para volar
la piojosa de la insensatez; tarabiscoteada caverna infecta que se abría igual por
un tarro de fresas con crema, un camastro giratorio para sus concupiscencias
volanderas de avecilla errática o por un cableado para hacer la luz donde había
tinieblas y maldad. Era que te era su sino de perrata brincona y desvergonzada
que el amigo de Vasim Sanjuan le ofreció llevarla a Estocolmo la próxima dé-
cada de hacer aguas en su charco de fe dolida. “Serás famosita como aquella de
alta altura en el vergel de las flores baudailerianas de barranco”, le prometió el
amigo de Vasim Sanjuan. Cortar el cortinaje de la perritica con estilete y estila-
cho era su leit motiv. Calzada por jauría de canes sus ligas se alongaban en des-
61
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

orden oscurano desde su pelambre de cacao que otrora libasen con gozo Dou-
glas, Sonyi, Codorete, Noto, el séptimo mes como el amigo de Vasim Sanjuan,
hasta el hueso torcido de la rabadilla., cada vez que inmundiciase la red con sus
sueños de perra de baratillo al amigo de Vasim Sanjuan, a la manera de Shereza-
de en Las mil y una noches tenía Buenas historias o La ley y el orden para contar.
Eso parecía lo que le encantaba: ser la centro de todo hasta en la procacidad.
Vulgarota se daba en publicar sus devaneos con el quinto como otrora le plu-
guise con el cuarto, tanto “mi cielo” era un barnicito religiosero que el escritor
la sabía hipocritita como aquellos “felices y bendecidos días” religiosamente
tremebundos en su falsaria putibundez. Como una hija de putana aquella del
quinto desechable que se alimentaba de los vestigios lácteos del cuarto hasta el
primero, aquella superaba la exuberancia de los arrastres de la canina. Su caver-
na era una cueva o club donde los miembros pagaban un estipendio por subida,
bajada y explosión en esa cocaloca de baratillo
Cocaloca de baratillo, trampajaula infernal, esqueleto ambulante en ebulli-
ción de sordidez, fantasma virulento con el placer vengativo de usar el psicolo-
gismo atroz con el fin de obturar odio y veneno a quien quiso lo bueno, puro
y tierno pero al despuntar de mil y una noches, la trepadorista logrera, perfidia
circutada, al ver que no se satisficieron sus artimañas de caverna oscura, comen-
zó, hela pues, aquella a psicologizar causando heridas, primero con silenciosas
tinieblas de hielo caliente, luego con dardos punzantes de su odiar amellado y
luego con exhibicionismo sexistoide con el quinto quintal desechable. Atrás
quedaban Douglas, Sonyi, Condorete, Nato y el séptimo que era cuarto de los
desechables en aquel déja vu en la casita blanco sucio de las palomas con su
vuelo a ras de tierra, reptante, arrastrada de su volar bajo y ligero.

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Espíritu de Lujuria, de Josué Fonseca
Espíritu de lujuria

La perrita de Oswald Vasim Sanjuan, el celebérrimo autor de El sol, la luna y


los cuartos menguantes, es una desvergonzada: exhibe el binomio espiritualidad
y lujuria que al amigo más cercano del literato escandaliza. Claro, esta perrita
al fin, no está dotada de “especificidad referencial “ como al cercano del arábi-
go-norteamericano le enseñó con notable sencillez su maestra doña Nila Men-
doza para que, entendiérase con claridad de cristal, la diferencia entre animales
y humanos. La ausencia de ese componente neuronal hace que los animalillos
desbarren sin pudicia en la “falta de desvergüenza”, lo que en la humanidad des-
de la era periclitada y más allá, antediluviana, se llamaba pudor, respeto, mane-
ras. Ahí residía distintita la diferencia entre la perritica de su amigo y la luna sin
brillo, entre la perruna y la damita de regaliz. La perrata era diferente del ama y
la sobrina, distinta y distante era la caninita de cualquier desvergonzada con las
funciones cerebrovaginales invertidas, la perrata paseaba sus devaneos con “ fal-
ta de desvergüenza” lo cual era una virtud sin las “especificidad referencial” cosa
que era defecto ad absurdum en la avecilla errática del palomar, la casita blanco
sucio donde habitaba la antidulcinea con tres críos infelices y una princesa dul-
ce y bella. Desde la vera varguense hasta Boa Vista paseábase la perrata, atada
al cordelillo interior de su amo Vasim Sanjuan, cedida por su amigo cuando
no pudo complacer sus gustitos de perra fina: de crema con fresa, vodka, ex-
quisiteces y cenas, rizomas de regaliz, costeños que el impuntual Cesar Guerra
Valdez le había ofrecido al amigo de Vasim Sanjuan cuando arribase su vuelo
al aeródromo local precedido de su fama supernumeraria gracias a sus cinco
libros fundamentales. Cide Hamete Benengely, eximio quijotista, bisabuelo de
Vasim y vecino de un antepasado de su amigo, sabía que las perritas de feria y de
baratillo lucían sus desventuras en luengos paseos como el de la Tenía Solitaria,
famélica y tragona que yantaba y trasegaba fino y cristal, pero que cagaba y mea-

64
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

ba sus horruras y sus meados de reina triste de baratillo, perrita de circo, hueso
torcido de la rabadilla y torcedura de pensares y haceres. Solazábace la reinita
baratona con risotto ai fruti di mare y l’ acqua minerale non gasatta despues de
libar como moscovita su miel dada con jugo de naranjos valencianos y al arribo,
miraba a críos y princesa en sus colchas de remiendos, con sus tepiocas duras y
relamidas y los botellones donde nadaban las emularias de Gregorio Samsa con
sus caparazones oscuros y sus caritas horribles. Afuera de la casita de palomas
blanco sucio, dormía Julín asombrado por el espectro de Scot, muerto de men-
gua y tristeza el verano anterior.
La maldad corría pareja con la virulencia silenciosa de oscuridad que saltaba
y asaltaba por los patios donde cantaba las inmundicias el gallo enano cuando, la
vieja y antigua madre tierra borracha, salía corriendo armada de un palo en per-
secución del granujilla díscolo que carecía de mala intención como la madrecita
desventurada habitante alegronita de la casa de las palomas. La vela encorvada
chorreaba su baba de cera a la hora cuando Álvaro Tarffe venía de regreso, infeliz
come back, con aquel locote de Triste figura y su amiguete sin sal en la mollera, al
encuentro con Julián Quejana Roncín y Alvar Fanel Guspin, amigos y personajes
de figuras espejeantes, cercanos a Oswald Vasim Sanjuan. El escritor, ilusionado
por la caninita la llevaba y la traía como esa simbiosis agradable de leche y cho-
colate, que en mil y una noches escanciaban los anhelos de obra perdurable. Su
amigo venía de regreso de la casita de palomas blanco sucio: había pasado la tarde
ordenando el caos del mundo en una búsqueda afanosa de su dispositivo electró-
nico: revisó las botellas de maíz amarillo con que cada dos semanas se agasajaban
haciéndole caritas a la luna y pintando soles de colores enternecido, revisó las seis
jarras de cerveza, auscultó entre el montón de diarios amarillecidos, chequeó el
cartelito colorado de “felices y bendecidos días”, revisó el cajón de las delicias:
aquellas minúsculos envoltorios de sedas de colores , “las mata viejos” , fue a la
mesa redonda, revisó los gabinetes de los retretes y cuando ya se iba tuvo la certi-
dumbre de que si gateaba deprisa, enfrente de la nevera aparecería el fruto de su
búsqueda y así fue. No fue lo mismo con sus lentes de pasta, extraviados en un
auto de pasajeros ni los amarillos italiani que amaba como su vida misma.
Desde aquella horrible mañana de diciembre, víspera de la navidad, una
luna envanecida sin el polizón de nardos garcialorqueano y con brillito de otros

65
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

astros, quiso ser perrita de la obra eterna de Oswald Vasim Sanjuan. Para eso
se atavió con traje negro de silencio. Fue la época cuando el amigo de Vasim
Sanjuan escribió sus primeras mieles dadas a la anonimia. Ella andaba ufana
y alegronita al saber que era dramatis personae de aquellas Hetairas, ligeras y
busconas en moto; entonces ya no se quitó más aquel vestidito de oscuridad y
silencio. Cuando el mal obsede la terapéutica, es “inútil” así ande “el viatico
a vapor”. Por esos tiempos el ama y la sobrina junto con el cura y el barbero,
imitaron aquella aventura quinientos años después y las “Hetairas” volaron al
fuego. Se salvó Sanfranco V nivel pues el cura la pontificó de obra justa con un
dejo de tristeza.
El espiritu de la lujuria volaba ligero, entre lencerías y bragas desligadas, y vo-
lando por el cielo de “ un día”, se quiso oscurecer y silenciar el brillo y el blancor
y desmadejar a la Sherezade de Las mil y una noches; el amigo de Vasim Sanjuan,
con pluma y tintero prometióse también, con sus viejas armas oxidades, darse
un trago de enternidad. Ya su obra andaba en la memoria de los hombres: ani-
mados muchos por esa mezcla de espiritualidad y lujuria. Los carteles parecían
una procesión sacra de sexo confesional. Un “ Cristo que me fortalece” mostra-
ba las debilidades de confusión entre uno y setecientos dieciséis encuentros, los
“felices y bendecidos días” en bragas que se bajaban entre la concupiscencia y el
dolor, charco de fe dolida, que traspasaba el beneficio de la flor de belleza tirpey
el nardo agreste de bondad en presunción; espíritu de la lujuria que volaba bajo,
cuatro centímetros de la entrepierna: el volante del auto ingrávido, succionado
por el asfalto caliente celebraba una liturgia fálica entre gozos, Dios!!! y el pasar
silencioso por la oscuridad de la casita de palomas .

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Las señoritas de Aviñón, de Pablo Picasso (1906-1907)
La ternura huele a olvido

Cuenta el amigo de Oswald Vasim Sanjuan, el famoso escritor de El sol, la


luna y los cuartos menguantes que durante mil días y uno más fue páter ll de
niño y niña, dotados de esa sencillez con olor a inocencia y alegría. Toda guerra,
cuando hay niños de por medio, exige enarbolar banderas blancas, armisticio
y cese al fuego, otro tanto ancianos, animales y menores especiales o adoles-
centes rebeldes. Jamás en la prosa de este escritor anónimo hay ni la remota
posibilidad de zaherirlos, pues no son culpables de oscuridad y silencio ni de
mecha para incendiar unos relatos donde ellos andaban disciplinados, ordena-
dos y estudiosos. La memoria trae una princesa con el talento natural para la
danza y para aplicarse al estudio de su rosa con mística y devoción. Se le eriza la
piel al recordar el escritor como la niña danzaba entre palabras agudas, graves
y esdrújulas poniendo en apuros a los mayores que trastabillaban fórmulas que
no asían aquellos por el orden lógico
Desempolva del recuerdo amoroso la voz ronquita, útil para mofar a su
abuela con gracia y picardía recitando; el sapito, el zapato y el zamuro. Si bien
llevarla y traerla al ballet cada tarde no fue un gesto de aguardar un reconoci-
miento pues esos viajes no se hallaban plagados de olvido. Nada valía tanto
como cada instante cuando aquel páter ll arribaba al instante de hacer camino
al andar: duélele al amigo de Oswald Vasim Sanjuan que aquellos instantes no
hubieren sido percibidos como un gesto nada ligero a los hijitos de Nato, aquel
padre mayúsculamente responsable, cuya ausencia por vivir en otro poblado y
era justamente entendido aquel “from time to time” sin embargo, el amigo de
Vasim Sanjuan, al escuchar aquellas “promesas de cumbiambera, hojas que se
lleva el viento” se compadecía por el flaco sentimiento de amor y humildad que
con el tiempo sería el brillo de una cena centrada en una cama y un pasarla, que
ahí estaba el amor, en una cancioncita de la década precedente, que insuflaba

68
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

melosamente ilusiones descentradas. El amor no era una noche “orquestal y


divina” era noche a noche, día tras día. Si el amor eran los fuegos de artificio de
una perrita en busca de amo, Vasim Sanjuan la había recibido de su amigo para
hacerle entender que la piedra echada al agua propaga la onda y que si Marx
dijo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, la huella en la arena marcaba el
camino. ¿Qué una inscripción escolar sino una chispita para un incendio de un
día el amigo de Vasim Sanjuan tenía un sueño con los niños? Aquel niño tími-
do, dulce y sincero cantaba como los ángeles y tenía una inventiva repentista,
el verso creado al vuelo de su inocencia, que causaba admiración a los adultos.
Sin afanes, el amigo de Vasim Sanjuan les hizo entender a esos niños la insusti-
tuibilidad del amor y de la sombra de Nato. Desde un charco de fe dolida cuan-
do los hologramas hablan del detalle de un hoy que insupera a Las mil y una
noches de aquellos mil días, nada puede vencer el gesto que dejó huellas. Pierre
Mernard exclamó, al oir a Vasim Sanjuan y su amigo exprimiendo su francés
natal: “Cette histoire est magnifique” , Juan de Mairena lo interrumpió y le dijo:
“monsieur Tarffe est arrivé a ce moment ci”; venía don Álvaro Tarffe con sus dos
amigos sempiternos: el flaco de inteligencia superior y el gordinflón panzudo
con poca sal en la mollera y detrás de ellos Julián Quejana Roncín y Alvar Fanel
Guspín: todos estaban a la espera del poeta César Guerra Valdez. El aeródromo
se hallaba repleto de admiradores del bardo, cuyos cinco libros fundamentales
constituían el ejemplo conspicuo del arte poética. Nadie olvidaba el legado de
Cide Hamete Benengely, primer escritor de un Quijote de quien Cervantes
Saavedra, el manco y genio, no tenía empacho ni prurito en reconocer. El ami-
go de Vasim Sanjuan tildado de loco par contre a un loquillo de posts lujuriosos
que fueron precedidos por un “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” al
estudiar el continente y el contenido de cada gesto, cada detalle, cada desespe-
ranza y justo dolor, atisba la balanza al revés: un día, cristales y oropeles habían
brillado por encima de cada día hasta sumar mil que tenía su afán: un viaje
discreto a la montaña, cada estar como la huella que se hacía indeleble
Girando como soñara el poeta Darío, para dar la pauta, “Aurora hija del sol
toda la lira” atrás quedaban una bicicleta que remontaba los patios, un carrito
rojo y uno azul; los consejos venerables de aquel páter ll cuyo tiempo caducó.
El olvido tenía unos abalorios ligeros y alegres con tonos oscuros y mucho si-
lencio.
69
Jeanne-Fontaine, de Henri de Tolouse-Lautrec
Mil noches $1 -999= 0

Oswald Vasim Sanjuan, el literato de El sol, la luna y los cuartos menguantes,


revisa su correo y se alegra, pues unas cartas largamente anheladas iluminan el
silencio y la oscuridad que se había cerrado; su amigo, el escritor que al igual
que él con su veta a partir del glorioso Cide Hamete Benengely, autor de lujo
del Quijote muchos años antes de Pierre Mernard , que seguía la luz de Avella-
neda, se enteró de que su amigo había escrito en calidad de páter II, un relato
sobre aquellos niños, que la oscuridad había apagado con unos falsos brillos
y toda vez que restaba uno de 999 y resultaba cero, o sea menos que uno, y
con la discreción y las huellas de Las mil y una noches, barruntaba su amigo
que el quinto no llegaba a cuarto, pues un día, entre la cena y el amanecer, no
oscurecía aquella magnifique histoire según monsieur Mernard; agosto se podía
devolver a julio así como un astro no alcanzaba un sol con una musiquita triste
como la que entretenía y le daba alegriita a la perrita de baratillo que le dio su
amigo como regalo de navidad. Cada vez era más día de embarque la presencia
del escritor cuyas respuestas en red llegaban como rayo de luz. El amigo de Va-
sim Sanjuan tenía su resta lógica; 999, mayor que uno tenía en Las mil y una
noches “une histoire trop magnifique”. El sol es insustituible por más que uno
tuviese fuegos de artificios de quinto renglón; los niños no eran Rinconete y
Cortadillo para aquel páter ll que dio luz, entrega y devoción.

El amigo de Vasim Sanjuan sabía que había fabulación, asomo ficcional en


delinear un quinto ilusorio tras el cortinaje oscuro y de silencio: “La lune toute
ronde s’ elevait a ras de terre” recordaba Madame Bovary; Gustave Flaubert ha-
bía delineado la perrita de Vasim Sanjuan: “comme un rideau noir, troué”, aquel
cortinaje oscuro, agujereado daba la magia de unos fuegos de artificio, en una

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

caverna cañoneada en su vigor y dulzura con chorros de luz y detalles “au fond
de la praerie”. Leer aquellas historias de un príncipe y una princesa cuyo páter
ll veía los corretear con su alegría, era un bálsamo que explotaba en chispitas
sobre el detalle vano y de un día superado por 999 para volverlo cero, pulveri-
zarlo. Álvaro Tarffe, por mandato de Avellaneda musitó: “Let her run through
an ilussion”; en eso venían llegando los dos amigos con Julián Quejana Roncín
y Alvar Fanel Guspín: nadie sabía nada de César Guerra Valdez.
El miedo no corría, sino que avistaba las condiciones. Quizá era cuestión:
jugar al desgaste de la patrona, tal vez era mejor entrar y salir desde el amanecer
al ocaso, pudiera darse que fuera menester pisar con paso seguro, el “watch your
step”, el “know how” y el “perfect sound” para que la paloma entrara y saliera en
subidas, bajadas y explosiones. El miedo no era la palabra correcta para enveje-
cer el alma, la demudaba en años de vejez la imperfecta e intotalmente inconte-
nible e inasible. La piel arrugada llegaría con el olvido: la sombra de un misterio
fraguaba un silencio.

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La Goulue, de Henri de Tolouse-Lautrec (1893)
La flor y el nardo

La perrita de Oswald Vasim Sanjuan, pelambre enmarañada, sale de la vera


varguense, pasa por Boa Vista e inicia su caminata como mordiéndose la cola, ahí
mismo donde la torcedura del hueso de la rabadilla pareciera haberle escindido el
derrotero de otrora: al principio no partía un plato, empero pasadas mil y una no-
ches aventaba toda la cristalería de Bohemia con manteles, cortinas oscuras y agu-
jereadas que sacaba de sus trece al celebérrimo autor de El sol, la luna y los cuartos
menguantes. Toda aquella zarabanda de camellar detalles ligeros en contra de la
benemérita disposición de su antiguo amo, aquel que se la emburró al autor cuan-
do sus intemperancias de caninita de feria triste no hubo quien se las satisficiera.
Su antique bon homme, un escritor de bondadosas maldades, iba y venía, venía e
iba cambalachando toda la oscuridad y el silencio con el sobrepeso de su misterio
por la gloria y la eternidad del recuerdo de “siempreviva”. A la vera varguense la
perrita, tragoncita de crematismo y ligerezas se alimentaba de flores bellamente
malignas y nardos de bondad en presunción. “Mala la hubieron perrita, flor y
nardo”, dicen que exclamó el señor Avellaneda. De aquellos primeros recuerdos
cuando la perrunita pasaba hermosada en secillez, el escritor se bajaba de la acera
para hacerle “guiños al amor” como una facultad telepática que asombraba a la se-
ñora paseante con sus niños. “Cuando pasemos cerca de ese señor -habíale dicho
la señora a sus niños, “yo le voy a ordenar con el pensamiento que se baje de la ace-
ra y me salude cortésmente”; dicho y hecho y así fue “Mami, ¿cómo lo hiciste?”
preguntaron los niños al unísono. La magia se hallaba en algún lugar del cosmos
y la perrita ese día no pasó por esa calle ancha que enlazaba la vera varguense con
la calle “Z”. Los niños, pensaba el escritor, se tragan todos los cuentos y fabulan
mundos mágicos exentos de maldad, de traición y de falsedad.
La dama se reía cuando se percataba de que toda la maldad santa del escritor
venía de aleccionar a una canina faramallera, brinconcita y con aires de veleta.

74
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

El escritor, viendo que sus colmillos estaban afilados y que ya había mordido
cuatro veces huesos de artificio hasta sacarles la melulla y dejarlos como rodilla
de chivo, saltaba el cercado de la casita de palomas de vuelo turgente, contem-
plaba el gallo enano cantar la hora nona cercana al Ángelus, contemplaba la
vela encorvada y el ladrido de Julín espantado por el espectro de Scot el di-
funto cacri que se elevó entre las yucas y ñames de aquella heredad que legó la
bisabuela buena. La perriquita no era mala, pero dejo de ser buena cuando se
indigestó de aquella flor exuberante de belleza falaz y de aquel nardo de bondad
en presunción y la cagueta arruinó el sembradío de tal manera pues de tanta
flor y nardo la cagaron como perra maluca. Creer que por comer florestas de
cristales malignos y nardos falciformes de presunta bondad haría de sus vento-
sidades lechos de rosas, era una hipérbole, pues la perrata defecó hasta sangrarle
el hueso torcido de la rabadilla. La siembra de espinas y el mandato de nulidad
de su hez turbia y su orín viscoso la volvieron mala con “cojones y sin miedo”,
mala como la mala tierra borracha que la zapateaba y taconeaba, maluca como
el tarambana fraterno que la tundeaba. “Eso no se le hace a una dama, eso no
se le hace a una señora buena”, pero la sopa de domingo hervía en familia y
el escritor por metiche salió mal parao y mal parío, por su puta madre que él
no era culpable sino su santa maligna bondad.” Los trapitos, había pensado, se
lavan en familia y si son, son sucios, clarean y hermosean al sol. Dolor de vidas
oscurecidas, aunque la de él no era un dechado de claridad. Extraño era que no
hubieran llegado Álvaro Tarffe, Julián Quejana Roncín y Alvar Fanel Guspín:
parecia una certeza que al amanecer llegaría el poeta César Guerra Valdez. La
perrita, la flor y el nardo nada sabían de esas cosas. Esperaban cada noche un
relato más para verse retratadas de cuerpo entero.

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El ángel de la Santa Muerte, extraida de Flickr (2014)
El cadáver reclama su sepulturera

Después de un apacible descanso de muchos días “felices y bendecidos”


Oswald Vasim Sanjuan y su amigo nada han sabido de César Guerra Valdez y su
arribo a la ciudad que es ya un déja vu. Los amigos se desesperan. La razón: un
cadáver a bordo de un caballo de hierro andaba en persecución de una sombra
oscura y silenciosa. El caballero, de entristecida figura y ataviado con las galas
fúnebres de la Parca, se alegró cuando vio brotar de las tinieblas aquella sombra
envuelta en su muda negritud. El caballero diose prisa, enseguida vio brotar de
las tinieblas aquellas palabras silenciadas por la dama luctuosa, sombreada por
una flor de belleza falaz y un nardo de bondad en precision :”il faudra que l’ on
sache doucement” musitó monsieur Pierre Mernard. “Mourir est seulment une
fois”. Don Álvaro Tarffe, pensaba que una vida tristemente desolada era una
muerte en vida. Alvar Fanel Guspín y el amigo del novelista de El sol, la luna y
los cuartos menguantes labraba una obra de maligna bondad para hacerle frente
a la oscuridad y al mudo silencio. En tanto sus dos amigos, el flaco de inteligen-
cia superior y el gordinflón panzudo en pos de su Barataria, andaban y en el
desandar se percataban de que la vida y la muerte no eran juegos
Cide Hamete Benengely sabía que la gloria era una lucha contra la oscuri-
dad y el callar tras la ausencia. Juan de Mairena esperaba al señor Avellaneda
para aguardar por buenas nuevas referidas a César Guerra Valdez cuya impro-
bable llegada Lucía incierta. De Mairena no creía que se tratara del silencio
de los sabios ni de las tinieblas de un cielo sin estrellas: el camino del infierno
se hallaba empedrado por la indiferencia. La vera varguense se hallaba muda
al no ocuparse del escritor y la vecindad de Pernambuco tenía unas tinieblas
tumultuarias: la flor de belleza maligna y el nardo en presunción de bondad
apretaban para que el cadáver en su caballo metálico sangrara en cada espina.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

De nada servía recibir consejos de serotonina, dopamina ni endorfina pues


un cadáver en soledad comía y bebía sus raciones de sinrazones cuando la som-
bra se acercaba al declinar el sol y la luna de cuartos menguantes arropada en
su abrigo de espinas llegaba con 716 días de atraso a hipocritar unos trucos de
oxigenación cerebrorracional cuando la sinrazón, desde los tiempos de Pericles,
se apoderaba de la razón. No se trataba de la honesta pretensión de la sombra de
alcanzar el cadáver en su caballo de hierro. Horrorizada de su triste figura vio un
montón de huesos en busca de sus palabras y su claridad exiguamente mustia.
El cadáver en caballo de hierro sintió lástima por la lástima que expresaba e hi-
pocritaba la sombra. Lo malo se hacía esperar en vez de soltar lo bueno. Aque-
llos trucos para insuflar airecillos al cerebro del cadáver en caballo de hierro,
eran una compasión inmoderada de quien no había dejado que la moderación
llegara a tiempo.
El cadáver en caballo de acero había esperado y su espera no era pera ni man-
zana. La sombra que a nadie asombraba le dijo al cadáver del caballero: “pareces
un cadáver” y aquella calavera con su saco de huesos al hombro sintió que la
sombra no declinaba en su silencio. El fuego que todo lo consumía no daba
tregua en aquel venir e ir de y hacia las sombras del poeta

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Final del acto, de Pablo Picasso (1901)
El hallazgo de la perrita de Vasim
Sanjuan

Un corcho de una botella perdida en el mar, un perro de bonsái, un tapón


de piscina, una viruta del miniaturismo oscuro y silencioso, un pedacito de
cosa chiquita y reducida, un currutaco de alfeñique, cuota inicial del gusto de
la pato macho, era aquel can de piscina que un día se halló la perrita brincona
de Oswald Vasim Sanjuan, un cubano que la vio pasar en su ir y venir de la vera
varguense por Brasil exclamó “cosa más chica ese perrito de piscina”. Oswald
Vasim Sanjuan, el ilustre escritor, tenía una perrita faramallera, brincona y tra-
goncita como las caninas de feria. La recibió de un anónimo escritor que anda-
ba tras una sombra y se hartó de sus melindres y saltitos de perra maluca. Era
la perritica una delicia de bombón cacaotero con su pelambre enmarañado que
iba, venía, venía e iba como la veleta en busca del oro y del moro, con vista hacia
la crema y cuyos ladridos espantaban al vecindario cuando se emperifollaba de
chocolate y regaliz, desandaba su andar en buscar y rebuscar entre los tarros de
la basura la crema de sus anhelos.
Era día de montaña cuando los niños jugaban en el parquecillo. ¡Qué fe-
lices mientras el escritor, miembro de la caverna, sentía que era cielo de cosas
sencillas! La perrita entonces no se obsedía por las fresas con crema. Paseaba
orgullosa con su pelambre oscuro, con el caballero triste y los dos niños por la
neblina viendo cosas sencillas y sin mojarse en “arenita playita” durante aquellas
vacaciones de ensueño. La sencillez, como cosa buena, no andaba por lo caro
de una perrita de circo, de una caninita de feria. Quejana Roncín, el amigo de
Vasim Sanjuan, la lucia con orgullo de perra fina. Entonces sus requiebros de
perrota altiva no amenazaban con hacer aguas ese barco borracho de la incon-
ciencia. Perrita olorosa a putita de puerto, abrasaba los rescoldos de los fuegos

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

esplendentes del escritor. Hacerla a la salida o a la entrada, vista en retrospec-


tiva, lo mismo daba: si bien la perrita era gruñona y no andaba brinconcita ni
borracha de perros de feria, fingía honradez con su cara de putita decente. El
escritor sentía se sentía un galgo corredor y lucia su perrita con orgullo ino-
cente. Pierre Mernard musitó en franchute: “Sur le lac un ciele vide va perdre
ses etoiles”; Alvaro Tarffe, le contestó: “c’est vrai, ami”; ya habían llegado los dos
amigos aquellos y nada se sabía del bardo César Guerra Valdez.
Una flor de belleza maligna y un nardo de bondad en presunción andaban
llevando a la perrita atada a un cordelito llenando su espíritu de turbidez y gula.
Fueron sembrándole espinas para que se alebrestara como perrunita de parrilla:
se hizo tragaldabas la caninita, trasegaba que era un horror y bebía sus gotitas
de finura hasta dejar pasmados a Gargantúa y Pantagruel. Yantaba y libaba ex-
quisiteces caras en los baratillos de Brasil, tenía una propensión a los excesos
como contar del uno al cinco hasta llegar al quinientos sin respirar. Ladraba y
lloraba como perra estrafalaria hasta que se le alborotaba la parraguera. Un día
apareció Oswald Vasim Sanjuan y la perritica se aclimató a su nuevo dueño.
Contó hasta cinco hasta que un día encontró un corcho, era un tapón de pisci-
na, un enanito currucutico con la gracia de un perro de feria. La perrita sintió
que ese tapón de piscina contendría sus aguas y sus meandros.
La perrita, perra de baratillo, no veía los colores, tenía, sin dudas, falciforme
lo visual. El tapón de piscina era el detalle para darle contención a sus excesos,
aun cuando el escritor lo veía como una estafa al buen gusto para una perrita
de tanta alta altura, de mucha fina finura y harta de tanta hartura. Las ligas de
su correaje triangular se habían aflojado y si bien el escritor tiraba y tiraba del
yugo, ella andaba brincando con su flor maligna y su nardo de bondad en pre-
sunción-.

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Chocolate Noegro, reinterpetación de Julio García Delgado
La Baratona

Nos estamos volviendo gente altamente “fina” -pensaba ella- y miraba con
desdén sus costumbres habituales: el café de las tardes, los mediodías rumbo
a la danza y las películas al anochecer, como preámbulo a la cena familiar Las
tareas escolares de los niños la distraían al pesar en su dificultad para distinguir
la diferencia entre agudas, graves y esdrújulas. Ella creía y seguía en una suerte
del círculo viciado por un plazo perentorio de doce meses, máximo tres años,
ni un poco más ni un poco menos: así había sido siempre para ella, ligera y
veleidosa, la vida se acababa y desataba a la manera del cantar de Celia Cruz en
Plazos traicioneros y si bien ella se revestía de una capa barnizada de lo confe-
sional, erosionada por su piel cobriza y sus falsas creencias que no soportaban
tres virtudes cardinales, su mundo giraba en lo que él definía como una suerte
de psicologismo, suma de contradicciones a la manera de las expresadas por
Leonardo Favio en una canción que echaba capas de claridad y oscuridad a la
relación contradictoria entre él y ella .
El psicologismo, con caracteres de guerra, tenía su mise en scene de formas
variadas: manipulación, violencia que se incautaba de las cosas de él, estados
maníaco- depresivos que mutaban de la risa al llanto, mitomanía, misterios go-
zosos extraídos de un rosario sacrílego y falsario cuyas cuentas de abalorios se
hallaban en los caros anhelos de ella, que deprisa asumían el pasar de la ham-
bruna cara a la facilidad baratona, tan extendida en las busconas, vulpejas y
pelanduscas, pues las hetairas no eran baratonas asintomáticas en los reflejos
ligeros. Volaba a ras de tierra y reptaba ella como paloma de plumaje oscuro, pa-
recido al de las aves carroñeras Aquel miércoles 29 de noviembre él y ella fueron
a la otra ciudad, atravesaron el campus universitario; el aire de paz que llevaban
y traían al regreso no parecía un final de historia; arribaron a il dolce panificio; al
mediodía, tomaron el café de las tardes como lo habían hecho desde los últimos

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

tres años, luego se detuvieron en una tienda de abarrotes y compraron dos afei-
tadoras desechables y enseguida tomaron las rutas de regreso; no agarraron el
camino de la intervial, una recta segura a medía hora de regreso, sino que cogie-
ron otro atajo, que en instantes pasó del asfaltado seguro al rural, con trillas de
tierra; el auto de él, un pájaro rojo con años de vida, rodaba sereno, apartado de
la civilización. Por más de una hora estuvieron perdidos hasta que lo que unos
viandantes, entre ellos un niño, primero y un hombre en una bicicleta, después,
cargada de leña, les indicaron la ruta para agarrar la Interestatal que los traería
de regreso a la ciudad; era miércoles 29 de noviembre; era sin presentirlo, un
paralelismo entre dos canciones de épocas distintas y distantes: Como una no-
che graciosa y Debut y despedida.
Si él decía esto es blanco, ella pensaba deprisa en el color negro, muchos
años después del we will come back, de la irrupción del Black power, si él pro-
ponía que debían ahorrar un mínimo y poseer una suerte de colchón para lo
imprevisto, ella quería echar la casa por la ventana; ella le ofreció el chocolate y
él levitaba como un personaje de una novela.
Si ella decía que no dependía de un hombre, él le respondía que sin una
mujer no se hallaba bien; el “no depender de un hombre” expresado por ella,
en la circularidad de la vida, terminaría en una dependencia casi absoluta de él.
Mientras ella lo esclavizaba y señalaba los pasos de él con su metrónomo imagi-
nario, él conjugaba libertad con independencia, acción con reacción, filosofía
con pensamiento, ella anhelaba lo fácil, él quería alcanzar el logro mediante el
esfuerzo.
Así pasó el primer año que se inició el 4 de mayo del décimo cuarto del siglo
y tuvieron que enroncharse casi un mil, más un día, de aquellos que no habían
sido Las mil y una noches porque ella no era Sherezade ni él un califa de algún
reino bizantino Y entonces llegó el 29 de noviembre, justo tres años después
y el plazo expiró, se alojó en la médula de ella y comenzó un mar de quejas y
lamentos, gritos y lloros , que ni la Magdalena, debido a la lluvia de sus ojos,
que ni Ulanita en razón de sus protestas contra Trucutú; ese día, del penúltimo
mes, se hallaba en la mente de él como uno de aquel lejano, pues mayo, si quería
retrotraer de su memoria y de los recuerdos, podía hacerlo regresar: en mayo
había sido la fiesta: cables entrando por las paredes en las manos de un técnico

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

diestro, un amigo de ella, y era como si un dios, de corazón generoso, hubiera


imitado a Dios, en el hágase la luz antes de la lluvia que reinó sobre las tinieblas.
Aquel primer gesto de él sólo tenía la intención y el deseo de abatir la oscuridad.
El amigo, diestramente técnico, abrió camino por entre las paredes y los cables
fueron entrando en una costura eléctrica y a las pocas horas se hizo la luz.
Él quería el café por las mañanas, la caminata placentera bajo los primeros
calorcitos del día, el diario con las últimas y las primeras noticias, ellas remeda-
ba a la veleta oscilaba en un ir y venir de aquí para allá, de allá para acullá entre
las nubes de olvido, los papeles con la orden del día y un intrincado vaivén de
hacer y deshacer, de comenzar y no terminar, como Penélope y Amaranta, de
llegar y siempre volver; las tardes de café y bocadillos transcurrían entre el no
de él y él sí de ella, el todo está bien de él y él no se ha completado todo de ella.
En los trances de demostrar la presencia de Dios él prefería pasar las horas
de frío o calor fascinado por el envoltorio como el muchacho que se atiborra de
conchas y ya después no quiere los guineos, pero era un gusto que él considera-
ba esencial, por ser visual: ver los colores del envoltorio, apreciar el diseño con
los vuelos de la imaginación y luego del estudio pormenorizado pasar una hora
o más saboreándolo hasta el éxtasis; ella pensaba distinto: no le obsedía lo que
consideraba superfluo; él, a diferencia de El Principito, pensaba que lo esencial
entraba por los ojos y ella, en su afán de contradecirse, se apegaba al texto con
el encomillado de “invisible a los ojos”; para él , la casa, blanca como una nube,
debía permitir la entrada de Dios por aquellos valores positivistas de orden y
progreso: cada cosa en su lugar, pues cuando viniera Dios o la Providencia y
tocara a su puerta como en aquella voz de un comercial, el mejor y más claro de
la televisión, le respondiera: “ puede pasar con confianza me hallo limpiecita
como un sol” ; ella enterraba el sol, y esto por aquí, aquello por allá, lo que iba
arriba se hallaba abajo, en el reino del caos, del desorden y del desamor y hacía
que Dios pusiera los pies en polvorosa.
La claridad entró por todos los espacios y donde había oscuridad, no por el
clarear de aquellos días, se hizo la luz presente, luego con el pasar de los meses
hubo otros detalles positivos y negativos en los cuales él siempre estuvo pre-
sente: la fiesta sencilla y cordial terminó antes de caer la noche; él y ella aco-
modaron, recogieron, instalaron el orden por encima de los estropicios de la

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

algarabía. Era una costumbre de ella, cada cuarto día de mayo, al iniciar la vida
de días pasados desde 1977 y de aquel mes, hacerle guiños a Eros porque él y
ella estaban convencidos de que la culminación de aquel tiempo de algarabía
debía tener su premio. Entonces ella trajo el chocolate, había que calentarlo,
él lo destapó del envoltorio, lo olió y le dio un beso; ella le correspondió con
mil caricias y un deseo: que su onomástico tuviera un final de ensueño; la vida
se fue desarrollando de los calendarios con los saldos positivos y negativos de
todas las parejas: si él quería esto, ella deseaba aquello; una idea de él era una
contradicción de ella y entonces en su vida se desplegaba lo que él catalogaba en
ella como la filosofía obtusa y tremebunda: su psiquis, desdoblada en el psicolo-
gismo, incendiaba el sentido común con los deseos grotescos y la ambición pro-
saica de ‘ hacer del cuerpo’ más arriba de las témporas) ( o sea, c ***** más arriba
del c*** ) ; ligereza en el regusto por la finura, crematismo y hartura facilongos,
facilidad, de cuyos gustos y anhelos caros, si él no se los satisficiera, explotaba
ella estaba con los requiebros de perra maluca, devenidos en reclamo. “Yo quie-
ro esto así y no como tú lo deseas y si no es así, de otra forma no lo quiero, y si
no estás para complacer mis gustos, habrá otros quienes sí”.
Un 25 de diciembre, a casi un mes del descanso “feliz y bendecido” con
“misterio gozoso” lúbrico en el hotel de carretera, con chocolate sin envoltorio,
como a ella le gustaba: pepito extra grande y seis cervezas, fue el acabóse de las
locuras entre él y ella; arreciaron las guerras de contradicciones, la dicha cara
anheló ser baratona, los Plazos traicioneros, aquellos de la rumbera cubana que
entre él y ella se sellaron aquel 4 de mayo, se silenciaron el día de Navidad casi
un mes después del miércoles 29 de noviembre. La baratona había cedido por
las cosas caras y para él y ella se cerraba un ciclo entre las aspas del psicologismo
y el callado noser de su silencio.

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Se busca, retoque de Julio García Delgado (Imagen original de Marvel Studios)
Se extravió “CHOCOLATE”

Pido permiso a los apagones para escribir antes de que nos saquen la cuchi-
lla y nos den matarile de 2pm a 8 pm para, con toda la seriedad del caso, referir
el extravío de un(a) perrit@ con tan gracioso nombre y a prueba de diabéticos
y pido licencia al “macan” de los bajones para dubitar, con @, si es perro o
perra según escuché al encender el radio (aparato) con miedo a un bajón y en
la radio (estación), la asociación Asoprofasil ,que vela por el cuidado de l@s
animalito@s, lanzaba el SOS ( save our souls) y en pos de la consecución del (o
de la) perrit@.Ha habido una mala costumbre de hablar de señores/ señoras/
profesores/profesoras/docentes y hasta docentas que para los pelos al bene-
mérito don Andrés Bello en el mundo metafísico do se halla. Claro, nuestro
tremendismo negrirrojo, con justicia, ha dicho niños/niñas y adolescentes por
razones obvias y por ahí no se va la patria y es obligante saber si el extravío co-
rresponde a perro o perra también con sana lógica negrirroja. No sabemos si la
pérdida o perdida fue en diciembre de 2017, o un año antes ni si el destino de
ese(a)perrit(@) sea un sitio mejor en Colombia o la Cochinchina salvandol@
de este largo y ardiente verano.

88
Lola, de Tomas Javier Capdevila (2009)
El sol, la, luna y los cuartos
menguantes (Novela de Oswald
Vasim Sanjuan como se la contó a
Julián Quejana Roncín)

El cuarto dejó de ser creciente y se tornó en menguante pues la luna dejó


de andar junto con el sol. El cuarto era un claroscuro donde había amaneceres
tibios tras la orden perentoria de la patrona que mandaba decir: “se hace así y
no de otra forma”. No había espacios para la luna llena que se vaciaba de triste-
za. Era un cuarto adonde llegaban los crepúsculos y las auroras de cada día que
corría perezoso a decir la buena nueva. Es un cuarto menguante ocupado por la
anciana vela encorvada a fuerza de oscuridad, es un cuarto cuartel adonde mue-
ren los sueños pues suena el tonillo díscolo, la risita estúpida y disonante atavia-
da de la antigua risa detenida antes de subir las escalinatas. Boba la nostálgica
alegría duerme súbitas las horas. Cuarto ausente para la alegría y el amor es esta
rutina de aburrimiento tras el sordo egoísmo, la espiritualidad sensiblera: miles
de segundos ante la luna magra, la luna vacía, la luna que se aburre, tuvieron su “
no volverá”, la noche a hacer de la oscuridad el amanecer que se espera y no llega.
El cuarto menguante tapó el sol cercano y amoroso que calentaba y enti-
biaba los amaneceres. Aquel calorcito divino oloroso a desorden habitaba cada
mañana con el orden del día, cada mañana por el café, la prensa y la tele. La
vida que se tenía era buena y desde que amanecía Dios jamás había un “no me
importa” para deshabitar la bella las once. “Si no te hice ningún bien, desataba
de AEB, ¿por qué tu mano me hiere?”. El cuarto menguante, a la hora del gallo
enano, desdoblaba las risas como un sucedáneo de la ternura y la intimidad que
se tenía y se sabía nuestra. No era la amarga vela que se encorvaba ante la ausen-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

cia de luz, no era la risa boba detenida en el afán de lo inasible. Era el afán del
día, de cada día hasta hacer eternidad. No era la boba ilusión ni la flor de un día.
Era algo que se tuvo y se ha ido. Ese anhelo callado de no saber ni poder decir:
“ven, empecemos de nuevo a buscar la luna llena”.
El cuarto creciente, antes de ser menguante, acumuló entradas y salidas
como lluvias y días de calor. La luna se llenaba de agujeros y por sus días, como
si fueran luceros las estrellas dibujaban cielos ilusorios como mares turbulentos
que se agazapaban en el silencio. La vela encorvada desnudó toda la claridad del
día en discos cuya luminosidad daban el orden de cada día., nuestro día.
¿Dónde cayó el cielo? ¿Dónde fue a parar aquel hoy que ahora es ayer?
¿Adónde quedaron los instantes de aquel cuarto creciente que perdió la luna
nueva, la luna llena? Oh despojos de cuarto menguante, de “no me importa” de
“vive la vida que yo vivo la mía” un cuarto menguante desinfló la luna, aquella
que se deshizo. Luna deshabitada, el sol en soledad le hace guiños a la indife-
renciada que se onaniza en el orgullo, la rabia y el amanecer al amparo de la so-
ledad. Es una pena el llorar por lo ignoto, ese cuarto menguante y no creciente
que anhela el pasaje sin regreso a la felicidad.
En silencio he guardado todos los instantes y cuando estoy con una sensa-
ción de derrota veo el desorden del cuarto menguante: cielo oscurecido, plazos
para que no hubiera luna llena, el llano recuerdo de las horas perdidas, lo iluso-
rio con olor a regaliz barato. Contemplar la luna llena y el silencio del perro por
la ventana, inventiva de secretos detrás de la ventana, un patio y la tranquilidad
de la noche. Dejar un recuerdo en su centro de gravedad, hacer que se elevara
en su peso específico, en sus secretos, cayó la luna llena, el cuarto creciente se
hizo menguante...
El cielo se cayó de su sitio el día cuando la vida sencilla y serena mostró sus
colmillos. Al principio el cuarto menguante no era creciente pero la luna, bella
y engalanada de blancor no dejaba ver la oscuridad que la rodeaba. Nada anun-
ciaba un cielo tachonado de nubarrones cuando todo era bueno como nada
y esencial como cada cosa en su sitio. La luna, llena en cada detalle, no veía la
oscurana en el blancor crematista que la rodeaba. El cuarto dejó de ser creciente
cuando la vela, con su luz tenue, se apagó vencida por el encorvamiento de

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

su cera que la reducía a un cabito de veleidades de traspatio y falso brillo. En


el centro de la cama o de la mesa había el empuje de lo efímero, lo volandero,
como un cuarto muriente que dejó de ser creciente y no veía otro que no fue-
ra un cuarto de posada, de hotelucho: subir, bajar, entrar, salir, explotar. Luna
llena pero vacía; cuarto creciente detenido a la hora de lo banal, cuarto men-
guante con su airecito de medio pelo, su cortinita adonde los niños espiaban
los movimientos de subidas, bajadas y explosiones deprisa, polvo lunar deprisa,
las cabezas opuestas embebidas de los gozos efímeros. Entonces el blancor de
falso brillo cayó al suelo y el cuarto menguado dejó de ser cielo de madrugones
y amanecidas “felices” y “bendecidas”. Cuarto menguante como un juego en so-
litario, cuarto decreciente que no ve la luna llena, cuarto de traspatio de la boba
indiferencia, cuarto que no es pera ni manzana, cuarto nada de cajas y estropi-
cios donde la solitaria dejadez se vence por el desorden y la sordidez. No hay
luna llena cuando el cielo, triste y pesaroso, observa el caos del pequeño mundo
vivir su vida, qué vida, saltando y asaltando la espera de lo que no llega ni per-
manecerá. La falla técnica de la luna, no del sol, es ser un cuarto menguante y
depender de otros astros para creer que brilla con luz propia.
El cuarto menguante era cuartito con su camita pequeña, un closet don-
de se enmarañaba el desorden, una montaña de ropas limpias y libros, papeles,
una ringlera de cosas variopintas; papeles, facturas, libretas, tarjetas; una cesta
de ropa sucia donde también se acumulaba la falta de orden, una ventanita de
cortinitas agujereadas por donde los niños atisbaban y luego se cuchicheaban,
de adentro hacia afuera era lo mismo que de afuera hacia adentro , pues las
subidas y bajadas y las explosiones no tenían horarios ni calendarios. Era un
“ lo vivimos y se olvida “ con criterios de mezquindad. El cuarto menguante
de batallas para que la luna llena no se desinflara. La lucha entre los opuestos
por una verdad y mil mentiras. La luna se puso de “cachitos” y se ocultó en el
silencio y las noches oscuras. Cuarto creciente negado por lo insensible, cuarto
menguante tras mil días de explosiones entre el vacío y la soledad. Cada fracaso
nos hace ver que la luna llena no era sino un espejo falso del cuarto creciente y
la espuma de un mar silenciado trae entre sus olas la leve sensación de que un
sueño nos hace despertar a tiempo de la pesadilla donde se pierde y perdemos
aquello que nunca tuvimos.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

El cuarto menguante posee recuerdos que ni con “la máquina de la desme-


moria” ni con el “vive tu vida que yo vivo la mía” jamás se borrarán. Son como
un mal paso o un paso en falso que no se desprenden con la insensibilidad, la
dejadez de la veleta o el desorden sempiterno. El grillo, no el animalito insomne
que aturde con su canto, va inútilmente subiendo los escalones de la derrota.
Cuartel de una luna deshabitada por la ilusión de lo pasajero. La luna saltaba
de charco en charco y se ocultaba de los espejos para no verse aumentada en su
pobreza de cuarto menguante. Luna habitada por la soledad, espina frustrada
que se deshojó de una flor, flor de barranco, flor de un día tras los falsos brillos
de otros. Flores desgajadas del bien, como aquellas que cultivó Baudelaire antes
de su oscuridad. Luna vaciada e impotente al no verse luna llena.
El cuarto es decreciente. El ojo exterior vedado al antiguo exterior no re-
quiere otra comprobación que lo observado desde afuera. El pequeño can ama-
rrado al desorden externo indica el desorden interno: desde la motocicleta en
marcha o el auto blanco ostra se atisban los detalles: la cortinilla que deja espa-
cio a un mínimo de claridad anuncia que el bioclimatizador dejó de funcionar,
ese ventanuco agujereado habla de la dejadez. Una flor como de petróleo que se
seca anuncia por lo contemplado desde afuera que el cuarto mengua en la santa
pobreza en medio de la maldad que prefiere la lejanía que la buena compañía,
limpia y honesta. Como quien gasta papeles recordando lo inútil es tanto el
sucio externo que es imposible no imaginar los espacios interiores que espantan
al mismo Dios. Una letra serena, calmada en paz y buena lucha contra la mez-
quindad del silencio autoimpuesto. Una gota y otra más y otra van haciendo
charco. ¡¡¡La luna llena no entra donde lo bueno está ausente!!!
¿El cuarto decrece? ¿Es creciente? ¿Es un cuarto de media luna falciforme?
¿Es una media luna? ¿Una luneta? ¿Un lunicidio? ¿Morir por lo que se tuvo y
alzó vuelo ligero a ras de tierra? ¿Como se enroscaban las cascabeles luego de
reptar? ¿Agonizar por el vacío del cielo? ¿Dejar los días “felices” y “bendecidos”
resonando el tonillo estúpido y de mentira triste? ¿Es el cuarto donde los me-
diodías se calcinan de hastio y soledad? ¿Cuarto decreciente y menguante? No
hay luna llena cuando la alegría se pierde en la dureza: un cuarto de nada.
La tarde cae sobre los desperdicios del cuarto menguante y reina de la es-
tupidez la hora boba se silencia esperando la oferta que no llega. ¿Cuánto?

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

¿Cómo? ¿Dónde? Mirar las estrellas y desdelo alto pensar en la víbora. Cuarto
menguante de ilusiones a destajo. Un lo vivimos es la respuesta indolora y seca
cuando no se ve el real beneficio. Cuarto menguante Muriente el sueño y el
volar rastrero en la caminata incesante a ningún lugar.
Cuarto creciente era una propensión ilusionista al querer mucho apretar
y poco abarcar en una idea fija que rayaba en la locura. Obsesión por lo inal-
canzable: ese soplar lo inaccesible como una manía hacía del anhelo una lucha
constante entre ser y parecer por eso el cuarto creciente era menguante en la
cama con resortes desprendidos adonde no solo había el descanso, la rutina y
los dolores sino el óxido de un pobre corazón.
Un pobre corazón descolorido con sueños de altura y vanidosas cumbres
engastadas en oro ilusionado con el oropel del brillo ajeno por eso el cuarto
creciente tenía un destino menguante. El de los resortes vencidos por subir y
bajar se miraba deprisa de frente al anhelo de los sueños no alcanzados ni en
la niñez ni en la adolescencia. Por eso la luna, descalza y sin luz, no pasaba de
cuarto menguante. La rabia, el descontrol y el desasosiego estaban destinados
a ser un juego de control. El descontento fraguaba una luna incompleta, una
luna dolida, una luna empequeñecida frente a la madre, tierra incendiada, mala
siembra y germen del descontento. El mundo gigante de los sueños hacía ver
con mezquindad cada prenda de amor, siembra y cosecha de golpes como los
buenos hermanos. Moler y triturar los anhelos hacia el odio y los sentimientos
viles. Entender el dolor y la frustración alivia y reconforta como cuando se sale
de un mal sueño.
Luna dolorosa rezaba más que beata de iglesia solitaria cuyos difuntos eran
el anciano prelado, descargando su fe furiosa en un polvoriento piano de notas
tristes., el monaguillo y tres viejecitas crédulos: doña Igma, doña Delsa y la vie-
jita bisabuela buena. Los difuntos se alegraban y hasta se alebrestaban cuando
llegaba la luna a su cuarto menguante a rezar su rara predilección por “los mis-
terios gozosos” aunque era una luna de dolor en su cuarto menguante al lado
del traspatio del gallo enano, la vela encorvada, la boba y su baba. Si todas las
lunas fueran presumidas como esa de un cuarto en mengua el cielo no tendría
tantos ramilletes de estrellas. Todos sus anhelos de ser luna llena se estrellaban
contra su pequeñez dolorosa y molida a taconazos tras el portón. Scot fue tes-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

tigo de la paliza que le dio la madre, mala tierra de cosecha infame, dolorosa-
mente resentida en su odiar. Yo me llevé mi luna de paseo esa noche de tacones
ensopados “en el hálito canalla, lo dijo AEB, de las mujeres ebrias”. Era amor y
no su amol. Bebí el amargo de sus lágrimas, pero la hija ama a la madre porque
es buena. La mala siembra parió una bestia. Entender que un loco le cayera a
piedras a la luna era más comprensible mucho más que otras ofensas fraternas.
La luna desinflada había sido desinflada muchas veces: madre e hijo buenos
para lo malo hicieron que sus morados se quedaran cortos ante la maldad del
mundo. La luna oscurecida no sabía de otros golpes que los de mater non sal-
vatoris y que el dolor fraterno: luna llena jamás, desinflada, cuarto increciente,
cuarto menguante, luja golpeada en su más negro dolor.
Al amanecer era una dulzura artificial la luna en su cuarto no creciente si el
sol no salía a tiempo. Se enojaba porque si y porque no pues se percataba en su
silencio de que si el sol no se asomaba a tiempo por la ventanita de cortinillas
agujereadas era porque al igual que otrora tantas letras había en un si como en
un no. Su brillo de artificio empujado desde afuera por faroles que ella visua-
lizaba altivos, brillosos de blancor la contentaban en su negro vuelo bajo de
cuarto en duermevela. Ese cuarto menguante era un desorden de la puta madre,
pero el sol no podía hacer otra cosa que subir y bajar en ese desastre de sabanas
y libros revueltos, en ese amasijo de facturas y lencerías intimas de subidas y
bajadas deprisa antes de las rutinas diarias, cansonas, atiborrantes. Cuarto de-
creciente de trastos que daban al traste con la buena fe del sol; era una gramática
del caos la de esa luna de risa poética y dulzona, cantarina tras los vapores del
café hirviente en su samovar calcinado por la tiznada del fuego indeciso de su
estufita pegada a la puerta al lado de la nevera. El pasillito conducía a los tres
cuartos menguantes, el baño de la sala blanco sucio de barro acumulado en orín
y hez imbajados por la ausencia de acueductos segovianos; bajados el retrete de
la salita y el del cuarto menguante de la izquierda el de los compadres resentidos
e inamorosos cuando los tobos se surtían del tanque externo al lado de la mala
madre tierra, el hermano de los golpes y borracheras propicios antes de que la
madre tierra ebria le cayera a taconazos a la lunita de traspatio. Quizá fue en el
cuarto menguante principal o en algunos de los decrecientes o en la salita de
cositas revueltas: una mesita para el televisor y debajo cuatro años de periódicos
acumulados, libros, papeles, trapos, guías, recetas y fórmulas de terapéuticas in-
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

útiles, viáticos de la vida mal dejados deprisa , el sofá enfrente de la tele prendida
desde el amanecer de Buenas historias, La ley y el orden solo en tv, pues todo
era un corre corre de entrar y salir, la mala madre tierra dejaba un tazón de café
negro sin dulce, un canasto de escasas legumbres o una bolsa de azúcar. La salita
de calor insoportable se abanicaba con un bioclimatizador infuncional o un
ventiladorcito ruidoso y los cuartos menguantes con sus ventanillos abiertos
para que las noches y las madrugadas trajeran airecillos de inviernos glaciales u
otoños calcinados por el tedio.
Tiene dos o tres días de prensa para la luna y su bella madre si no les molesta.
Fueron lanzados desde la moto y los recibió amorosamente Julin, el tocayo silen-
cioso que ocupa su antiguo lugar. Era, entre otros, un gesto que el sol hacía sin
esperar recompensa del brillo ausente. Algo hacía que se persuadiera de que ese
gesto cortés en apariencia no apreciado por la lunita de traspatio en el fondo la
agasajaba en su vanidosa actitud. Los seres humanos son impredecibles. Las lunas
y los soles sin encuentro están atados por desencuentros y necesidades recíprocos.
Sus cuartos mengua antes desde que la vanidad se apoderó de la lunita por las
flores secas y los nardos agrestes son de una tristeza enorme, descomunal. Tienen
un vacío de sol a media asta. La luna se pasea de mañana o de tarde arropada en su
silencio. Las flores secas la empujan para que acreciente el gesto de soledad. Los
nardos agrestes atrapan su voluntad de perrita sin gobierno. Es una luna indife-
rente que se cree pisoteada por un sol entristecido que le ha cantado sus cuatro
verdades. ¿Hacia dónde va la luna vacía, oscura, silenciosa y atrapada entre flores
y nardos? Adónde se halla su brillo de vida independiente. Era la luna que ataba y
desataba sus encantos en un tazón de café sin dulce, brillaba cuando su humildad
proyectaba sin atisbos de maldad, luna presente en la vida y en la muerte, no era
mezquina ni se alejaba de la bondad, nada la hacía burlesca ni siquiera los remien-
dos de la vida aprisa y desvivida. Era halagada con la sencillez de las cosas buenas:
un cable inmenso que hizo la luz en su salita, cuartos, entonces crecientes, un
hidrante nunca usado, el ventiladorete, los diarios que eran seguros y a tiempo, el
sentido de la justicia en transportarla de enfrente hacia la vida, ir y venir, entrar y
salir, subir y bajar ser y hacer en lo bueno, útil y necesario.
Transportarla en sus errancias diligenciales, en sus apuros y destiempos, en sus
pasos de fugacidad tras el ir y venir diarios, salir entrar, andar y desandar, desayu-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

nos y cenas, enviar y recibir palabras, saludos, informaciones, dichos y sensacio-


nes ligeros : “cielo” , “agua de coco”, “felices y bendecidos” amaneceres, mañanas,
tardes y noches fugaces antes del hielo y la frialdad de los gestos insinceros, de los
cumplidos vacíos como la luna triste, lejana, ocultada entre las flores de belleza
artificial y los nardos agrestes que la tornaron altiva, florecilla triste, florecita vana,
de estambres banales, pistilos caprichosos y polen torpe, disminuida y mínima en
su ser flor de barranco, seca como las flores secadas de todo rocío.
Era la hora de la medía caja apilada en el cajón o de la bouteille de maíz ama-
rillo y cenita al estilo volandero. Por la salita enfrente de los cuartos menguantes
en caos pasaban las botellitas para apilarse en el freezer. Era una costumbre sana
de la luna y el sol honrar a Baco sin excesos ni abusos. Pasar las horas enfrente
de la tele con Buenas historias sin saber que la que se escribía no era digna ni de
gloria. Todo era nuevo y como escoba nueva la lunita no parecía ser turbia, no
aparentaba maldad; sus discos luminosos, a la manera de una mujer completa,
parecían tener mucho amor y mucha bondad y el sol la contemplaba como un
jardín de soles con un chorro de claridad atado al crepúsculo. Era el tiempo de
las ilusiones caras y en las caras del sol y la luna no había asomos de maldad.
El cuarto habitado por la soledad de la luna se hizo menguante, empobreci-
do y miserable. No había elevación de luna llena pues solo era de plata con sue-
ños de oro, insensibilidad brincona presta para enmudecer al contacto de la flor
de belleza falaz y el nardo seco en sus estambres, pistilos y pétalos repartidos al
mejor postor. La lunita siempre andaba de espaldas a la lógica. Todos sus com-
plejos de infancia con la mala madre tierra borracha y el hermano perdulario
acaban en tundas, palos y taconazos. Si era víctima de mala madre y de su hijo
envenenado de alcoholes pobres, el sol recibiría la peor parte de sus complejos:
vuelo rastrero de la veleta, mil mentiras de quien defendía la verdad como única
estancia vital. Lunita de traspatio se acurrucaba en su falsedad; viborita veneno-
sa en su medía luna falciforme, cuarto de luna en mengua, decrecida amórfica,
en duermevela, caminaba sin rumbo fijo de aquí allá, acullá, a ningún lugar,
moler sus sombras sin brillo, entronización de penumbras de un lado para otro,
bondad hecha maldad sin cauce para no reflejarse ni en charcos.
Luna vencida por su estupidez se creía serena por negar la palabra y atolon-
drarse de ideas calenturientas que la buscaban y la buscarían como florecita bara-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

tona. Allá va la baratona pensaba con coñoemadrería el sol triste cuando la veía
pasear su hambre y su falso brillo de la mano de su princesa envenenada por su
maldad. Es una lunita de medio pelo se reía el sol hijoeputescamente en su anti-
guo dolor es una culebrilla y no una negra que le brilla adonde no le pega el sol es
una saca polvos en busca de la hacienda y los sueldos de su totona descomunal. Es
hija adánica de una Eva resentida e insensiblemente borrachona y por ser maestri-
ca de pocas luces cree que brilla la insensata en el brillo de otros interiores, de soles
calenturientos, es una infeliz tremebundista de procederes orgiásticos en busca
del oro, del moro y no halla sino oropeles no hay quien la coja y la aconseje como
lo hacía el sol: no seas tan veleta que de la vida en apuros solo queda el cansancio y
la lunita la vivía deprisa bajo el consejo de la madre tierra borracha que la tundea-
ba desde los seis como pobre negra versión femenina de don Rómulo Gallegos y
la pobre diabla pagaba las insensateces de la borrachona y vivaracho fraterno que
parecía su fotocopia en maldad, insensibilidad y viveza. La lunita torpe y boba se
pasea del brazo de su soledad como agarrame el peo que se me va y es una tarán-
tula prima hermana de la trepadora florecilla de traspatio, viborita que se solaza
en llevar su cabecita boba cinco centímetros por debajo de los volantes de los
autos en sus misterios gozosos de ordeñadora de sementales, que lo hago mi cielo
solo para complacerte porque a mí no me gusta el sabor seminal del cloro y más
becerra y casi me mataba. Ay lunita, luneta, lunada, alunizaste ausente de ternura
y embebida de crematismo en tus tragos golosos de cloro uy mi cielo que me da
asco porque es baboso y pero tengo que hacerlo para que estés contento porque
yo no soy una mamagüeba pero al hombre, mi cielo hay que tenerlo contento y
el sol se bebía su luna como un tazón de chocolate caliente que acababa los ama-
neceres con griticos de perra maluca pero la lunita se hizo boba por exceso de ser
viva y quiso un guiso cada día cuando solo como en casa de manchego pobre solo
había para “duelos y quebrantos” sin la añadidura de algún palomino quijotesco
y antes de que sábado fuese domingo la lunita vuelta loca andaba como la cabra
queriendo que la cogieran los amos y le brindaran pasapalos, vodka y cenas como
un mal cuento alucinado y triste que un día quiso contar, como la canción lasti-
mera: “esa luna que amanece alumbrando pueblos tristes, qué de historias, qué de
penas, que de lágrimas me diste”.
El sol andaba en lleno de la más terrible soledad muriéndose de hastío. No
deseaba la tranquilidad del hogar, sino que la luna volviera a ser buena, lejos
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

de la flor reseca y el nardo monstruoso cuyas espinas lo habían hecho sangrar,


pero la lunita tenía miedo de recuperar su bondad y su humildad de cuando era
tierna y buena. No había nada mejor que lo que nunca tuvieron
Lloraba como perra maluca, perrita de desamparo, lloraba sin lágrimas ni
lagrimones, su llantito en el traspatio le venía como convulsiones, caída con
temblorcillo del brazo derecho y la testa inquietos como una lunita maluca que
no tenía sosiego ni alegría junto con su sol que no era malo ni bueno ni peor
como los que la querían por lo pe (culiar) de la razón que busca en la sinrazón
mujer barata con sueños de grandeza y de eso estaban hechas las baratonas:
de la tela de baratillo, de los abalorios de medio pelo, de las superficialidades
que envolvían sus airecillos crematisticos en un patio de moscas, traspatio de
la casita de palomas enfrente de la cerca de alambres despeinados que miraba
al frentecillo donde estaba amarrado Julín el perrito, un animalito triste como
la vela encorvada, inocente como el bobo. Los cuartos crecientes andaban en
el deseo del sol de que fueran luna llena y espacios de luz y orden por donde
entrara y saliera Dios a gusto y no a disgusto pero la lunata se empeñaba en que
su casita fuera lunática como un culo de mundillo: el fondillo de esa ranchería
donde estaba la casita piojosa de la madre tierra borrachona, el caseronote del
fraterno vivaracho tarambana que la moliera a palos como la madre tierra ebria,
la casuchita de doña Igma la tía loca de la lunetera y el catirote tío Gemes en
cotizas y con ropas de muchacho zurumbático y al otro lado la tía Locha con
sus dos hijos: la prima loca y el primo cara de psiquiátrico. En ese ensamble
del desamparo no cabía el sol por más que la lunilla aparentase airitos de dul-
ce y buena. Todo comenzó cuando el sol quiso, investido de buena fe, marcar
territorio de orden y armonía. Armóla de enseres de limpieza: tobo, mopa y
escoba y le rogó con humildad que pusiera cada cosa en su lugar sin tintín ni
tantantán con palabras dulces pero no empalagosas, que los cuartos no fueran
menguantes, que la salía no fuera un mudalar de la derrota, que un trapito y
agüitas jabonosas hacían tanto bien como sus manantiales de agua de coco pero
la lunitica era como la hija de la mala madre tierra borracha, rabiosa y resentida
social, y andaba con una flor de rara belleza vacía y un nardo de pétalos mustios
y de horrible bondad. La lunicita veía por sus ojos y tapaba el sol con un dedo.
Llenóse de oscuridad, tapó sus oídos al bien y el mal empezó a ensenorearse en
el mundillo de la casita en derrota. Un día trajo a Julin y lo amarró enfrente de
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

su soledad y su desdicha. Era un perrillo de cacri, con la tristeza y el desamparo


de los canes de feria, lo amarró enfrente como vigilante enano de sus miserias
y soledades. Los cuartos crecientes, vencidos por la mengua y el desamparo se
hicieron menguantes, la salita sin canto de estrellas se arrojó a la oscurana, los
cargaderos tapuzados de suciedad, orín rancio y hez pocetaria se acumulaban
como capital de pobreza y desamparo, era sucia la luna como una putita entris-
tecida. Su mentecita de perrita boba jugaba a la vida y a la muerte.
¿Qué era Dios para una luna enceguecida y brutalmente orgullosa como
una llaga purulenta y enconada? ¿Era acaso un dios con los talones de barro y
la cabeza al revés para que se lo contaran otra vez? ¿Era un espejo para mirar
sus conveniencias? ¿Acaso un charco con pretensiones de mar? El sol callaba y
no creía ser su cielo en sus mensajes celestiales falsos de “felices y bendecidos”,
mañanas, tardes, mediodías, noches y amaneceres efímeros. Desde que el sol
vio el brillo vanidoso y terriblemente opaco de la lunata negra comenzó a tejer
sus pesadillas. Se prometió eternizarla en su anonimia logrera. Primero, como
fin esencial se persuadió de que solo con la escritura podría lograr su propósi-
to: develar una historia gris: él mismo se dio cuenta de que siendo un escritor
desconocido no lograría su meta. Un amigo suyo de nombre Julián Quejana
Roncín escritor también ignorado, autor de artículos periodísticos olvidados y
de una novela digital Sanfranco V nivel, de unos cuentos sobre hetairas, ligeras
y busconas y de unas formas de greguerías “Citas no citables” le advirtió que la
escritura era un puñal en el corazón o un puñado de azogue en la palma de la
mano; era una llama que no llama y fuego sin llama; llamarla y sentir el juego de
su ingratitud. Quejana Roncín conocía al sol desde su infancia y aunque era un
escritor desconocido cuyo nombre no sonaba en los círculos de poetas y escri-
bidores de su ciudad, su estado y su país y aunque tenía entre sus amigos a don
Fernando Abelenda de Corrientes, Argentina o a la escritora dominicana Eli
Quezada amiga de del poeta Ramon Saba y de la señora Nara Canina Salgado,
sabía que tener amigos de regular prestigio solo le daba una uña para estar en el
firmamento donde otrora fulguraron glorias como Rufino Blanco Fombona,
José Rafael Pocaterra , Eduardo Blanco, pero eso no era suficiente ni le asegu-
raba un solo grano de arena en la playa de la creación donde corretearon con
huellas que no se llevó el mar: Hesse, Camus, Gorki, Dowstoieski, Exupéry,
Bach, , García Márquez, Rulfo, Paz, Gallegos, Meneses, Otero Silva, Palacios,
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

y una pléyade de estrellas fugaces en un cielo donde no figuraban sus nom-


bres. ¿Quién era Quejana Roncín? ¿Acaso un sol de un pueblo triste podría
trascender con una historia gris de El sol, una luna y los cuartos menguantes
¿Qué sentido justo tendría una historia simplona donde las miserias humanas
no alcanzaban la condición de ser joyas ilustres de belleza y armonía? Si esa luna
amaneciera brillando, ¿una canción acaso?, sobre pueblos tristes, sí una canción
de tono lastimero: “ qué de historias, qué de penas, qué de lágrimas me diste”.
No tenía la grandeza de aquella que vio el poeta AEB: “luna en el mar de la co-
lina yerma, Pabón lunar de mariposa enferma, luna en el cocal junto a Chiclana
donde el recuerdo azul de tus amores se echa a dormir como una caravana”. ¡¡¡Si
fuera una lunita con su camisón de nardos como la que vio García Lorca antes
de ser fusilado!!! Era una luna enlunecida como un domingo a punto de morir
antes de que arribara el lunes. Era una luna de flores con exuberante sequía y
nardos agrestes.
Un día, no se sabe si el sol o Quejana Roncín, uno de los dos y esto lo sabe
el escritor de esta historia de lunas y soles, uno de los dos leyó un morceau de
poésie de un escritor francés y hablaba de la luna. Quejana Roncín cuenta que se
sintió cautivo de lo sublime que expresó aquella línea, no más de cien palabras y
hablaba de “ la luna, toda redonda, color de púrpura, se elevaba a ras de tierra”. El
sol, creían recordar que era “al fondo de la pradera; ella se montaba rápido sobre
las ramas de los arbustos que la ocultaban como una cortina negra, agujereada,
vibrante de blancor” Ambos estaban seguros de que no era de Víctor Hugo, Cha-
teaubriand o Lamartine. No había sido pensada tampoco por Colette, Rimbau
ni Camus ¿Quién se había expresado con tanta elegancia de la luna? La lune toute
ronde couleur de pupre. ¡Qué hermosura! ¿Sería por esa razón que después de es-
cribir Lunario Sentimental, el poeta argentino Leopoldo Lugones se administró
“la pausa hacia la etrnidad”? No era ni sería este el caso del sol. No estaba entre
sus planes y tampoco era el caso de Quejana Roncín apagarse las luces median-
te la cobardía/ valentía con las cuales detuvieron sus andanzas Alfonsina Storni,
Horacio Quiroga, José Antonio Ramos Sucre, Alejandra Pizzarnic o el tristísimo
Vargas Vilas. La poesía, los cuentos y las novelas son artefactos de la vida para
entretener la muerte. Administrársela por manos propias es caerle a pedradas a la
sensatez. Así pensaba el sol y esa era la filosofía de Quejana Roncín.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Acaso Miyó Vestrini no se creyó el cuento de que “la poesía salva”. ¿Por qué
William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra no se autoaniquilaron
antes de sus: “to be or not to be” y sus “lm razones de las sinrazones”? Quejana
Roncín y el sol sentían que sus vidas eran tristes, pero necesarias. Una luna de
cuartos menguantes no era un taburete para subir con una soga a retar esa mise-
rable altura de balancearse entre las sombras de una noche con los ojos abiertos
mirando estrellas fugaces y la legua de corbata en gesto grotesco. Coqueta la
luna estaría contenta al saber que su anonimia estaría a salvo del descrédito si
nuestros dos personajes bajaban del taburete, soguilla en mano a buscar la va-
quilla. En una hamaca, pensaban ambos, el mecate tenía un uso más honesto.
La lunita era un cadáver joven como el de una muerta viva. La madre tierra
ebria le andaba preparando un velorio en vida. Eso pasó muchos años después
cuando García Lorca dijera en el Romancero Gitano: “la luna la vela vela”.
La luna salía todos los días en busca de sus ilusiones baratonas, caminaba
como fantasma en pena. No quería ni que le nombraran el sol. No deseaba
recordar el cielo que la llevaba y la traía. Tenía, como un falso espejo de la rea-
lidad, una visión distorsionada de lo cóncavo y lo convexo. Creía que el sol y el
cielo no le iban bien con sus ansias desmedidas. Una lunita trepaba del traspatio
al universo de sus sueños y cuando el azogue la volvia a la realidad se percataba
de que sus ilusas pretensiones no la alzaban al estatus de las hetairas, aquellas
cortesanas de fuego y finura que el sol había visto en revistas de lujo y en estam-
pas de otros países. El psicologismo la llevaba a fabular sus anhelos: iba y venía,
venía e iba como una veleta sin rumbo fijo. Así la veía el sol y Quejana Roncín
se entristecía al enterarse cruelmente de que la ficción superaba con creces la
realidad; un juglar, el compositor de Sabor a mí, don Álvaro Carillo, cantaba:
“un poco más y a lo mejor nos comprendemos luego, un poco más que tengo
aroma de cariño nuevo...” Eso no cabia en la cabecita de la lunita porque ella se
acostumbró al maltrato de madre y hernano y pensó que el sol sería un hom-
brecito que le caería a piedras a su falso brillo y Narciso se miraba en su charco
y veía que la luneta era un falso espejo de Narciso menesiano.
La luna tuvo su amor de adolescencia cuando empezaba en la universidad,
acababa en el teatro y se rebelaba a la madre tierra borracha. Fue Sonyi su amor-
cillo de juventud que ella juraba sería eterno. Como la luna iba y andaba re-

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

gresaba y volvía un día le encomendó que si sentía los apuros de sus ausencias,
empreñara la primera burra que hallara en esos andurriales y el buen Sonyi ni
corto ni perezoso así lo hizo. Pasados los días cuando la burra se inflaba la lunita
volvió a poner orden en el desorden. Sucedió que al hallarse la lunática enfrente
de Sonyi lo mando a home. Sonyi no supo qué hacer y para no cometer una
locura cargó su burrita y se entronizó entre su corral de chivos y sus quesos.
Tenía Sonyi entre sus leales amigozosos un gordete de risita infame cuyas
carcajadotas ahuyentaba las iguanas de las matas de lara; era el amiguillo de
Sonyi un buen solitario que solo tenía por compañía su mano derecha con la
cual como buey onanista se daba gustos y regustos con las fotos y daguerrotipos
de las mozas del pueblo y de las damiselas de otros mares y tierras lejanos. Un
día la lunetera andaba con su rabia de borricas barrigonas más la que le insu-
flaban la madre tierra rabiosa y borrachina y la bestialidad fraternal del vivara-
cho que la tundían a taconazos y pelas amorosamente que le moreteban la piel
de cardenales y la cabecita desgreñada de chichotes. Quiso la mala hora que al
arribo de su fecha onomastica se le exacerbara su rebeldía y sus ganas de tomar
venganza del empreñador de burras y vio lunada la lunita la ocasión de coger un
bobo útil para llevar a cabo sus planes. El gordete que era onanista soltó un cho-
rro de baba cuando vio a la boba viva resentida y mandó traerle un chocolate y
un vasito de fresas con cremas. La muchacha, halagada y sonreída, agradeció el
gesto del gordete y aceptó complacida una invitación a pasear por el pueblo y
en la plaza el amiguete de Sonyi le declaró sus cuitas a la lunilla. La mocita lo vio
y no le gusto para nada porque era baboso, rechncho y malhablado: un condor-
cillo de bajo vuelo. El día de su santo lo vio la lunera propicio para consumar su
venganza y darle a Sonyi donde le doliera. Fue así como la noche de su santo,
4 de mayo, el gordete despojó de su prenda a la lunática que fue a lo “orquestal
y divino” con rabia, sin amor, posesa de dolorosa indiferencia. Mayo ventoso y
caluroso, aquel mayo de odio y desamor quedó la lunita barrigonota como la
burrita de Sonyi. Volvió con barriga inflada casa de la madre tierra rabiosa a los
nueve meses exactos trajo al mundo un varoncito. Durante el intervalo viendo
que la chica tenía panza creciente la mala madre tierra borracha la acomodó
en un cuartico de la casa. El condorete se vino a vivir con ellas al cuidado de
la madre de la lunita. Enseguida la lunita se volvió a embarrigonar sin amor ni
sentir el calorcito por el gordete que llegaba a la casita con la cara tiznada por la
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

faena de aguas arriba y aguas abajo. Se fueron pronto con dos crios a casa de los
padres del gordete que empezó a emborracharse por rabia al no sentirse amado
por la lunística. Cuando veía a Sonyi se daba cuenta de que había cometido el
peor error de su vida al dejarse llevar por sus veleidades. Fue así como decidió
la lunetera abandonar al condorete. Vino de regreso con las tablas en la cabeza
a casa de la madre tierra borracha que la ayudó con los críos. La madre tierra
borracha convenció a la lunita de que debía ser maestra como ella y la chica dejó
sus estudios de ingeniería para hacerlo. Se hizo maestrica como la madre y al
llegarle la hora de la jubilación dejó a la chica acomodada en la escuela rural. La
luna se licenció y no contenta con eso empezó el posgrado.
En los ires y venires de la casa a la escuelita y de la rural al posgradito todas
las tardes se iba en un bus amarillo a la ciudad y un día cuando no tuvo pasajes
se fue de aventón con un taxista gordinflón, pero que si se le hizo de su gusto. El
hombrón no le cobró ni el primero ni los sucesivos viajes de la rural al posgra-
dito a la luna y asi entre viaje y viaje fueron forjando una amistad no exenta de
cariños y complacencias recíprocos. El taxista era casado y eso para nada hubo
de importarle a la lunita que ya recordaba con las telarañas del odio, la frustra-
ción, el aburrimiento y su trauma Sonyi/ condorete. Entonces dio rienda suelta
la luna vacía a la gana y el deseo de ser querida y se entregó al taxista más gor-
dinflón que el condorete, empero que tenía el savoir faire y el tacto amatorios
para gratificar con las explosiones que satisficieran a la luneta. Recorría la lunita
el cuerpo descomunal del taxista y cuando la poseía ya había contado más de
quince explotadas gozosas de su fruta inmensa que la hacía parecer un varon-
cito por su dotación especta (culiar) La lunita tenía más grande su coña que su
cabecita por eso parecía que vivía en una confusión eterna pues como que pen-
saba por abajo y tenía absentia cerebrorreflexiva por arriba. Volviose a embarri-
gonar la mocita y ya cuando acabó su posgradito de pocas luces y muchos gozos
era porque ya tenía tres críos y una nenita “bella como la luna, brillante como
el sol y terrible como un ejército formado en batalla”. Con el taxista hubieron,
en menos de tres años de complicarse las cosas cuando la mujer engañada se
enteró de que había una lunática que era madre de hijito y nenita de Noto que
así llamábase el taxista. Se formó el peo, y no en Caracas, y el problema desasió
todos los encantos de la lunitica quien muchos años después conoció el sol que
también como el taxista venía del desgaste y el frio de su matrimonio. El sol
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

y la luna se enamoraron como si la mala tierra pudiera unirse con el cielo. Ya


Noto era un recuerdo de otro mal paso de la lunaria y el sol venía desgastado
de andar y desandar agraviando a su esposa con mujeres variopintas: una orien-
tadorita poeta y dulzona y dulzona de pelambre enmarañada que le escribía
cartitas de cuitas y embelesos, una doctorita con un hijillo de once años, una
rubia de hablar colombiano que fumaba como puta presa y antes de conocer su
María la del barrio que embarrigonó por fuera cuando nuestro Quijote frisaba
los cincuenta. El sol, dijérase, era como su manchego, otro caballero de la triste
figura. Andaba escribiendo una obra literaria que nunca llegó a ser conocida
ni leída por la ciudad letrada pensante, pues el, igual que aquel desconocido
Julián Quejana Roncín trabajaba para la posteridad. Ambos eran hombres que
se enorgullecían más por sus lecturas que por sus libros, como aquel JLB. La
lunita dejó al taxista cuando las aguas se salieron de su cauce y el hombrecillo le
ocultó su religión. Ya andaba la luna con sus sueños de grandeza y su cielo no se
percataba de que ella tenía en su mentecita obtusa y simplista la desechabilidad
de las relaciones. Aplicaba a rey muerto rey puesto. Noto le dijo un día: “ lo que
es del cura va para la iglesia”.
Sol de las madrugadas, eres un espejo y tu historia es única e irrepetible.
Viene de tu inocencia y de aquel candor, ingenuidad de tu niñez. Soñabas, tus
sueños eran talismanes ocultos de días crepusculares, y tu sónar andaba y des-
andaba en ti. Veías la vida que te había sido dada como una oportunidad para
buscar en la distancia la piedra filosofal de tu mundo: un día creíste haber des-
cubierto algo que te dejó los ojos asombrados: podías volar. ¿Y cómo era eso si
tus padres apenas caminaban o apuraban el paso? y tus hermanos y amigos ca-
minaban, trotaban y corrían, ¿pero volar? ¡¡¡Nadie parado en sus dos pies podía
elevarse por encima de sus sombras, pero tú sí.!!! ¡Qué fortuna para un niño de
nueve años, cerrar los ojos y elevarse a ras de tierra! En tu pueblo era asunto de
insectos, aves, aviones, cohetes y alfombras voladoras circenses. De pequeño,
nadie como para recordar el circo. ¡Qué maravilla! Con solo cerrar los ojos y
te elevabas sobre las alturas. Muchos creían que eras bobo, alucinabas o tenías
una imaginación desaforada y la magia que había en ti cerraba tus ojos y echaba
a volar tus sueños. Todos se reían de ti, creían que habías perdido la chaveta.
Pero tu estabas persuadido de que eras normal y cuerdo como muchos de tus
amigos. La diferencia: ellos no volaban, tú sí. Cerrabas tus ojos, te dabas cuenta
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

de que cerrar los ojos era el secreto y te elevabas por encima de los demás. Nadie
conocía tu secreto. Tu padre no volaba, pero además de su andar lento y seguro
tenía su propio vuelo: era un hombre de mar. En el agua se hallaba su secreto.
Creciste desatado de amarras. Tu infancia voló lenta como una película del
viejo oeste; cada segundo eran meses, los días años y estos, en su volar de lenti-
tud, siglos. Un sol con su luz propia brillaba en ti. Si nadie creía en ti te bastaba
tu autoconcepto. La adolescencia fue como un parque de atracciones; crecer
con tus padres, hermanos y amigos. Los amigos, un tesoro insustituible, una
familia que crecía en ti y tú en ella para verte llegar a la edad a adulta, el tramo
seguro, preciso y rápido para arribar al otoño. Siempre tuviste una meta clara:
ser escritor. El astrorrey que brillara en el universo desde un lugar lejano e in-
común a los centros de poder literario. Un sol sin metas en la vida es como una
luna orgullosa, como una espina vanidosa, como un tallo que necesita tu fuego
y tu luz para brillar u otros astros de vuelo ostentoso y altivo. La sencillez de tu
vida y tu luz propia eran tus mejores cartas de presentación.
El sol salía temprano como esperando una aurora de claridad y silencio y
descansaba por el poniente cuando la tarde se cansaba del mediodía de calor.
Su amigo de toda la vida, Julián Quejana Roncín veía pasar la vida como una
noche despojada de su gracia, como la gracia despejada de su noche. El sol nada
sabía de lunas y Quejana Roncín creía entender el misterio que los perseguía.
Venían ambos, como el poeta, de un amanecer y hacia allá iban. Noche de luna,
luna de la noche envuelta en la oscuridad del mundo, mundo de fantasía y rea-
lidad donde la vida se ataba y se desataba como un destino fatal.
El sol nace en el Esequibo. Nunca un simplismo se hizo tan oscuro más allá
del “Discurso de las armas y las letras” cuando la oscuridad se cierne.
Amanece, contra la estulticia conspirativa de las iguanas y los bisures: lagar-
tijas y machorros, todo se entenebrece. Hay un día negruzco de calor en cuyos
pasadizos la vida se consume a plazos. “Esa luna que amanece alumbrando pue-
blos tristes, qué de historias, qué de penas, qué de lágrimas me dist” . Una vela se
consume como un como un cabo de resignada soledad y de tristeza completa.
Más allá el ladrar lastimero de un perro. Es el sol que se golpea enfrente de la
vida, vida de canes.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

El sol es un astro que está consciente de que su valor es grande. Quejana


Roncín, desde siempre, ha seguido su luz. Pero ¿a quién le interesa saber de las
cosas pequeñas y sencillas de un hombre y de su camino.? ¿Podrá nuestro escri-
tor emular el logro de Cide Hamete de Benegely? ¿Estaría a la altura de Avella-
neda? ¿Calzaría acaso las botas del señor Pierre Mernard? ¿O podría trascender
entre los grandes como César Guerra Valdez y sus cinco libros fundamentales?
Un día, nuestro escritor, afligido por no ver su obra alcanzar el Parnaso, tuvo
la certidumbre sombría de que su obra se hallaba enfangada. El sol, la luna y
los cuartos menguantes se encontraba entre las siete maravillas de la literatura
universal. Oswald Vasim Sanjuan, un viejo escritor ciego fue el primer autor
arábigo-norteamericano que se ocupó del astrorrey, la damita presuntuosa de
piel cobriza y sus cuartos menguantes. Quejana Roncín estaba persuadido de
que su pluma no era ni sería nombrada nunca. Sin embargo, ese día se llenó de
alegría al saber que Vasim Sanjuan, hombre de talento, mérito y poder estaba
en la ruta donde se extravió el sol. Quejana Roncín sentía que estaba en la ruta
del sol, pero el poder y el esplendor de Oswald Vasim Sanjuan era demasiado
grande y una luna, vanidosa y engreída, que brillaba con el artificio de otro res-
plandor se había acercado solo por un crematismo andariego y estúpido.
Oswald Vasim Sanjuan, hombre meritorio e infinito, vio a la lunata mien-
tras paseaba su perra y quedó cautivado. La luneta andaba en sus cosas cuando
vio al escritor y su perra venir por su mismo camino. Quejana Roncín estaba
convencido de que la lunita desandaba su ruta de abalorios y algodón como
un cadáver joven. Vasim Sanjuan vio que esa lunera de cascabeles podía darle
un aliento de juventud a su escritura. Su perra, sin embargo, parecía no estar
en buen tono cuando se hallaba cerca de la lunada. Era una lunistica del des-
encuentro aún aturdida por los taconazos de la mala tierra borracha y los des-
manes de un fraterno tarambana que le había dado muchas puñadas hasta unir
hilillos de sangre con moretones. La lunota, hinchada de dolor y frustracion,
guardaba sus rabias, justo es decirlo, no no y no para su familia sin el sol que an-
daba en su vidita tratando de que fueran buenos los tiempos y malos los dolores
que la agobiaban. Oswald, sin saber nada de taconazos ni puñadas se acercó a
la lunitica para hallar los elementos de aquella historia no tan bien contada por
Julián Quejana Roncín. Vasim Sanjuan sí sabía cómo hacer para estar dentro de
la lunaria sin tener que ver sus cuartos menguantes.
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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Si Cide Hamete, el señor Avellaneda y Pierre Mernard no tuvieron tiem-


po de compartir una tarde de claridad con dos amigos en casa de don Alvaro
Taeffe y si Guerra Valdez no tuvo instante para probar la infalibilidad de sus
cinco libros fundamentales., era entonces el tiempo de un ilustre y notabilísimo
escritor, Oswald Vasim Sanjuan el reputadísimo autor de Los soles, la luna y los
cuartos menguantes.
Esa novela, según los críticos de su tiempo, fue la obra más grande repre-
sentativa. Sin embargo, pocos detalles hay en torno a la vida del autor árabe-es-
tadounidense que escribió esa maravilla literaria con sencillez y sin ánimos de
figuras entre las obras más relevantes de la literatura universal. Contaba Vasim
Sanjuan que un día un hombre tuvo un sueño extraño: creían ser el sol y pensa-
ba, en una suerte de chifladura, que la luna era una dama de alta altura que bri-
llaba por encima de las bajitas y las muy chiquiticas. Esa Dulcinea tenía un raro
pensamiento: creía que era una luna, a diferencia de la de plata y la cascabelina,
dotada de luz propia. Tan creída era la damita que tenía una rara propensión de
creerse centro del universo. Y las lunasa, a lo largo de la historia mundial, tenía
un papel secundario. La luna de la novela según su autor se autodefinía como
un centro de cama o de mesa. Andaba la lunita presumida y altiva de su brillo
y de su aire desenvuelto. Decía que do quiera que arribase el universo, según
Coelho, conspiraba para hacer de esta reina pintiparada, una beldad de atri-
butos indivisos y de belleza especta (culiar). Vasim Sanjuan, que para entonces
andaba abstraído entre tinta y tintero, no se creyó la historia.
Y cómo se la iba a creer si las Dulcineas solo existían en la mente y en la inteli-
gencia febril de algún caballero andante de figura egregia, empero triste. El sol se
obsedía en adentrarse en las profundidades insondables de la mentalidad femenil
para atisbar de qué estaba hecha la luna. Si era lunata o lunática era una bifurca-
ción en T que intentaba resolver mediante la filosofía del absurdo camuseano.
Si su material lunado era frágil como veleta o duro como materia ferrosa era un
interrogante digno de ser develado por un sabio como Oswald Vasim Sanjuan.
¿Era acaso lunático su raro continente hecho de pelambre? Vasim Sanjuan habría
de ser el primero en probar que la luna carecía de luz propia en contra de las pre-
tensiones de la lunitica. El sol, la luna y los cuartos menguante, su novela trataba el
psicologismo lunario y su regusto por el crematismo, el artificio y el eco banal de

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

su vida de alquiler. Dulcinea falsaria, la antítesis de esa lunita cobriza y de gusto


por el brillo ajeno y lo efímero, lo regalado, a punta de cocaloca no existió sino en
la alucinación y el andar ilusorio de un caballero andante ilusorio. El Toboso, uni-
versalización del encanto, era la magia que jamás morirá au contraire de esta luna
de traspatio y sus cuartos menguantes: lunilla, lunita, lunera, lunupopó, lunuta,
avinagradaalunizada, lunática, lunaria, luneta, lunesca, lunopo, lunabre pierneci-
llas suciotas, lunitanada, lunetera.Vasim Sanjuan se solazaba, sin haber conocido a
James Joyce, Herman Hesse o a Julio Cortázar, en rebanar la lunacia para que ese
ludus solemnis hubiere de ser depositario de la tristeza que carcomía sus huesos y
alimentaba la soledad de su alma. La luna hacía de su desentender un no atender
lo que debía ser inesencial. Jugaba la lunita como putita con los seres humanos.
Primero fue Sonyi su víctima primera y que carcomió sus huesos y derramó la
espuma de su fragilidad. La luna, fragil y sufrida, pintaba un cielo en venganza.
Sonyi solo cumplió aquel reto de la lunática: “empreñar una burra”. Cuando la
luneta vio a la barrigona armó su cielo vengador y cobró la afrenta de Sonyi con
su segunda víctima: una ganapán al que se le entregó como una cancioncita triste
al son de guitarras: “sin un amor la vida no se llama vida”. Embarrada la luna boba
del desamor debió de beber el trago amargo de su vista de “pato macho” y su
errancia hacia amores sin porvenir que dejaban su alma como flor pisoteada, flor
de barranco, florecita de tremedal. “Por qué si la luna es cosa hermosa y de una po-
tabilidad poética, pensaba Oswald Vasim Sanjuan, ¿por qué esa lunita se obsedía
en ser y no ser? ¿Por qué fingía cuando decía su verdad? ¿Por qué callaba cuando
el mentir era su divisa?” El sol la contemplaba y se entristecía cuando aquella luna
orgullosa y vanidosa callaba.
La luna, menguante y no creciente había viajado y visto el mundo cerrando
los ojos. Cada sitio no distaba más que una vuelta por los límites de su cabeza.
Podía hacer un recorrido ya fuera por los cinco continentes, ya por las regiones
desérticas que había en su pensamiento y se alejaba un tanto menos que nada.
Si la sueltas, le dijo alguien a Vasim Sanjuan, volará. Fue así como nuestro
escritor, luego de leer en profundidad El lunario sentimental se previno contra
la tristeza del poeta Lugones y se dijo “va de retro”. Diose cuenta el escritor ara-
begringo de que su sueño podía ir a buscar la ruta extraviada por los escritores
de su país. Fue así como un día, muchos años después de leer muchos tratados

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

sobre lunas y soles: tras de sus encuentros y desencuentros, concibió la idea des-
cabellada de escribir una máquina para recuperar su alegría. No se trataba de
“La máquina de la felicidad” el invento novecentista del doctor Jesús Enrique
Lossada. Un día vio a un hombre taciturno y andante de apellido Quejana,
cuenta nuestro escritor que el hombre era larguirucho, de complexión entre dé-
bil y ahí ahí, que se sentía muy apesadumbrado de su linaje. Creía el señor Que-
jana Roncín, que apellidarse de esa manera constituía una burla como aquella
dama llamada Zoila Cabeza de Vaca, pero su tristeza e incredulidad cedieron
espacio a la risa cuando se topó con Noris Nava, Mónica Galindo, Serapio Rea
y las hermanas Sila Prieto y Nola Prieto. Contaba la madre de Quejana Roncín
que su padre había tenido una vecina llamada Flor Serrada y él, al pasear por su
calleja regalaba a la dama un “buenos días, señorita Flor Serrada”. Parece ser que
la chica siempre contestaba el saludo galante del señor caballero don José León
Roncín con un “buenos días vuestra merced”. Esa costumbre, sana y educada,
se vio súbitamente cambiada cuando la damita se enamoró y posteriormente
con el señor Mejo Díaz, figúrense ustedes que la damita pasó un día de ser Flor
Serrada al de la señora respetada, Flor Serrada de Díaz. El abuelo de Quejana
Roncín un entonces se halló con que la damita había clausurado sus saludos.
Tal parece que Mejo Díaz, que, el cónyuge de la dama en flor, le prohibió a su
mujercita intercambiar saludos con los viandantes. Sorprendido por el cambio
repentino de la muchacha que no volvió a contestarle al señor Roncín con un
“tenga usted buenos días, vuestra merced don señor José León Roncín” ... El
abuelo no entendía el cambio brusco de la damisela en flor. Un día bebió varias
copas más de su ajenjo reforzado con berro y coñac no habituales a su sobrie-
dad sempiterna para romper el silencio de su admirada amiga y vecina. Esta vez
omitió nuestro caballero el “buenos días, señorita Flor Serrada”. El abuelo solo
se limitó a gritar a voz de cuello.
“Flor Serrada de Díaz” ... y ... “abierta de noche”.
El señor Quejana Roncín, al proseguir sus lecturas, pronto se topó con don
Alonso Quijano, Quesada, Quejana o tal vez Quijada diose cuenta de su pro-
sapia ilustre y benemérita. Ser un nieto de un caballero andante no lo hacía
majadero, pero si lo acercaba a la escritura. Cuando se tiene un abuelo tan pre-
claro no es esa una carta de presentación ni un aval para *asir* el camino que no

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

extravió la ruta: ser un sol con luz y brillo propios había de ser su empresa más
orgullosamente buena.
Quejana Roncín supo quizá por Cide Hamete Benegely, Avellaneda y Mer-
nard, que andaba en el camino. Empero, su ruta se hacía clara y su senda se
acercaba a sus sueños cuando supo del poeta César Guerra Valdez. Era, sin em-
bargo, algo tarde para ser un loco de atar tan pintiparado como, Figuritas o Ata-
nasio, a quienes conoció de niño y de adolescentes. Vio que el sol, su personaje,
andaba solo y no era conveniente, si seguía la ruta de su autor, Oswald Vasim
Sanjuan que amaneciese de claro en claro y de día en día pensando que era un
orate al estilo de su caballero andamoro, aquel Toro bobo del liceo, loquiario
que inventaba juegos escritos en el novelin de Quejana Roncín, aquel fresco
de adulto llamado Sanfranco V nivel. No tenía un rocín pues esos animalitos
se hallaban sepultados en las páginas de sus libros. Se sentía dichoso y bendito
del siglo que le había tocado en suerte. Tenía una ruta que andar y desandar en
su motocicleta vetusta y andariega. Siempre visitaba a Alvar Fanal Guspín con
quien recorría sus sitios de enunciación muy al gusto del doctor Isea.
Yo soy tu caballero andariego, mi reina y amaría salir en busca de paraguas
de colores para puedas desasirte de tu tristeza cuando vengan los días de sole-
dad, las tardes de tristeza. He recorrido las mañanas de sol, sol de días buenos,
conozco la tristeza a fondo y no es buena. Para tu soledad me basta ser tu sol y
que no seas una luna cualquiera. Para tus mediodías ardientes guardo mis an-
danzas de hombre de bien y mi alegría de andar y desandar. He venido a desasir
tu ruta de ese mal que otrora fue la causa de tu dolor. Si te gustan los paraguas
de colores tengo varios para iluminar tu tristeza, tengo otro para pulverizar el
mal echado pues conozco la vanidad, el orgullo y el sinsabor del sufrimiento.
Tengo uno azul para que saltemos los charcos cuando las lluvias arrecien y se
burlen del calor, tengo uno celeste para tu vida dulce y tierna, tengo uno negro
para cuando quieras cerrar los ojos y no llorar porque has visto las estrellas,
tengo uno rosado para que seas más bella que la luna y uno amarillo para que al
llegarme la tristeza seas mi sol. Sola la vida es triste, sola la soledad es un cuento
sin fin, sola la noche es un puerto sin luces, soledad es una palabra de sabor
acerbo. Sola en tu andar es una lucha triste contra la miseria y la maldad. Tienes
el encanto que enamora. No eres una luna cualquiera que anda alumbrada por

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

faroles altivos. Eres la ternura que hace a un caballero andar y desandar. Tengo
un paraguas tornasol que hace de los días de resolana sombras, tengo un ama-
necer de luz y de bondad para mirar tus ojos. En cada paraguas podrás mirar tu
vida y protegerte del sol, la lluvia y la polvareda. Tengo un paraguas para hacerte
piruetas a la manera del gran Charlot y si conquisto tu sonrisa no habré perdido
el tiempo que nos ata a la vida y nos aleja de la muerte. Mira todo lo que tengo
que no es poco como la miseria ni mucho como lo ostentoso.
El poeta, encantador de las serpientes, las endulza con su poder y no les ad-
ministra la muerte, sino que les da vida para que se desconchen sus anillos y se
alejen de la mujer amada y amante. El poeta funda un reino entre la sonrisa y la
claridad para dotar la vida de magia y realidad; se ase de paraguas para acercar
el bien y alejar el mal, un paraguas de mariposas para echarlas a volar. , un para-
guas de lunas de azul para que andemos en bicicleta sin miedo y sin tristeza, un
paraguas que te enamore de nuevo en tu fragilidad de reina del universo.
El sol sale y en su andar ya no siente dolor. Oswald Vasim Sanjuan, el afama-
do escritor de una obra que será recordada por siempre durante los próximos
mil años cuando los huesos del gran escritor sean un puñado de polvo en las
estrellas, dijo “ el hombre es el sueño de una sombra” . El sol, la luna y los cuartos
menguantes según su autor arábigo-estadounidense, fue una novela que nació
de un dolor profundo y mordiente. Sin embargo, ese mal sirvióle a su autor de
manantial para hacer que el carbón se trasmutara en diamantes, la tristeza en
bálsamo y las lágrimas en perlas. Una luneta frágil como una paja movida por
la brizna no calzaba las sandalias de la honestidad que se volvió lunita falcifor-
me y vilandera. Oswald Vasim Sanjuan, hombre de sagacidad y talante, un día
sacó a su perra de paseo y vio que la canina era una lunetera sin nada bueno
que ofrecer. La perra andaba solitaria como una luna de traspatio. Sus cuartos
menguantes siempre decrecientes nada tenían de bueno. Aquella casita en un
muladar calcinante, mudalar que era una muela derruida y malograda de es-
treptococusmutans por el abandono y la dejadez peorros y roñosos, cada cuarto
de luna vacío anunciaba el desorden del mundo entre cerros de basura, platos
grasientos y una vela encorvada por su cera hecha esperma. No era la dulzura
que se abría al sentimiento de amor sino la dulzona que abría y cerraba su cen-
tro ingrávido en subir, bajar y explotar antes o después de las rutinas del día.

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

Los días son oscuros y no es culpa de la luna pues ella no tiene luz propia y el
sol ha andado a tientas en medio de las tinieblas. Si alguien sabe adónde se fue
la luz de los faroles mustios y las plazas tendrá un consuelo. Es la vela que nada
vela. El sol de ella en su pobre candil que no alumbra. La vela desanda sola, sola
va su llama que no llama. Sola anda en su resplandor que sobrevive al viento.
Un airecillo de cosa buena y bella no hay en la llama sola que no llama. Si al-
guien sabe qué ha sido de la luna, lunaria, luneta, lunilla al sol no le importa,
pues anda y desanda en esa sola angustia que no se angustia. Que esté bien la
soledad es ya un anhelo para un sol que se ha desasido de la lunitica y busca que
sea sola su soledadla llama que no llama, doña claridad y no misa tinieblas, es
como un paseo en bicicleta cuyo encanto es solaz para el astrorrey.
Oswald Vasim Sanjuan, el escritor, pergeñaba en caligrafía preciosista una
historia milenaria: El sol, la luna y los cuartos menguantes, escribía con pulso
febril. Sabía que su historia ya andaba en la memoria de los hombres. Un día,
guiado por un poeta y amigo fue en busca de Álvaro Tarffe, el único sobrevi-
viente de un Avellaneda apócrifo, muchos años después, pocos siglos antes de
la vida errante, mas no errática de monsieur Pierre Mernard. Ambos tenían la
honda certidumbre de que no existian sino en unas páginas escritas sobre una
historia contada por JLB y ABC y reescrita por otro que no era él.
No soy yo quien escribe estas malas historias es el otro que anda en mí.
Anda y al desandar desata unas líneas para entender a personas y personajes
como César Guerra Valdez o Juan de Mairena. Alvaro Tarffe quiza ni sabía
nada de su suerte aquella tarde de luz cuando recibió a aquellos dos caballeros
de medíana estatura, uno de unos cincuenta años, enjuto, de complexión débil,
alma grande e inteligencia proverbial, el otro algo chiquitico, gordinflón y pan-
zudo, inocente en lo brutal de su cerebro seco y escasa sal en su mollera. Como
si fueran hombres hechos de sombras andariegos en su andar iban Avellaneda,
Mernard, Guerra Valdez, Mairena y a ellos se les unía Vassim Sanjuan como
hombre de luces y talento. Escribía el arábigo-norteamericano una obra que
perdurará en la mente de los hombres muchos años después de su muerte.
Álvaro Tarffe, por mandato del señor Avellaneda, se reunió con los dos se-
ñores. Fue una tarde de claridad, luces y no sombras, soles y no lunas. Los dos
amigos estuvieron hablando con Tarffe. Eso, algo real y maravilloso, parecía

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Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna y el sol

un acto de fábula entre personajes de novela. Se había anunciado el arribo de


monsieur Mernard., con él vendría Guerra Valdez y el señor de Mairena que se
llamaba Juan. Solo faltaba nuestro héroe y escritor Oswald Vassim Sanjuan. No
se sabía si vendría pues andaba desenredando y buscando el punto final de su
novela, El sol, la luna y los cuartos menguantes.
*Coda final*

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Hetairas, ligeras y busconas en moto, de Gibersy Paola Gutíerrez Guerrero
AUTORIDADES

Dionisio Brito
Rector
Oleidy Montero
Vicerrector Académico
Jorge Nava
Vicerrector Administrativo
Carlos Luzardo
Secretario rectoral
Publicación digital del Fondo Editorial
UNERMB
Julio, 2020
Cabimas, estado Zulia, Venezuela.
Hetairas, ligeras y busconas en moto: aproximación a la luna
y el sol es un texto, que a criterio de su prologuista, Luis Guillermo
Lamper, parte de dos personas, con las caracterizaciones de la luna
y el sol, hechos hombre y mujer de carne y hueso, y que “debió de
ser escrito, ese conjunto de cuentos, por un romántico o lunático
empedernido”.

Julio Quijada Rincón


Rincón Maracaibo * 19- 5- 1959 Profesor ordinario Asociado Un-
ermb. Licenciado en Educación, Mención Idiomas Modernos , LUZ
1985 , Magíster Literatura Venezolana, LUZ 2007. Autor de la novela
corta Sanfranco V nivel, novela corta, diciembre de 2016 y El Roble y
el Girasol: selección de cuentos, en coautoría con la joven Ruth Esther
Pérez., julio de 2020. (Fondo Editorial Unermb, colección de narrativa
El inquieto Anacobero).

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