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1era. edición.
Depósito legal: ZU2016000226
ISBN: 978-980-6792-95-1
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Julio Quijada Rincón
Lino Morán
Rector
Johan Méndez
Vicerrector Académico
Leonardo Galbán
Vicerrector Administrativo
Victoria Martínez
Secretaria Rectoral
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SANFRANCO V NIVEL
Contenido
PRÓLOGO..........................................................................................5
JULIO I..............................................................................................13
El Viaje II........................................................................................ 29
III...................................................................................................... 29
IV....................................................................................................... 68
Sanfranco V Nivel........................................................................ 90
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PRÓLOGO
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de su primera juventud.
Tía Ligia Elvira había llegado a Sanfranco con sus tres cajon-
citos que contenían cartas amarillentas, poemas ingrávidos
y cuadros de peces muertos. La calle ancha de la juventud
la había dejado atrás hacía años que parecían convertirse
en décadas, medio siglo de soltería sin beatería y las horas
de hablar sola ante el espejo.
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‒No hay que temer, “árbol que nace torcido siempre sus
ramas endereza”‒ le dijo el indio.
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‒Es pera.
‒No, es pera.
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‒Sí ya lo sé.
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Ya habían pasado los años del liceo del padre Vásquez, Toro
había regresado de la capital, tenía un puesto en la Tele-
fónica Nacional; Julián Quejana, crecido tanto en estatura
física como intelectual, corregía pruebas en el Crítico, en
las afueras de Sanfranco, escribía notas de prensa en sus
horas libres y enseñaba inglés cada dos tardes en el liceo
Coromoto Popular a diez minutos de Sanfranco.
Ya hacía más de un lustro del regreso al origen de Mayela.
Don Jesús y doña Maruja insistían en perpetuar el recuer-
do de la difunta visitándola cada domingo en en su túmulo
del cementerio donde llegaba el espíritu cada primer día
de la semana. Mientras los esposos Quejana limpiaban lo
limpiaban con solicitud, ponían flores nuevas y cambiaban
las velas, doña Maruja cargaba entre sus brazos a Marián,
una guarichita que había conseguido en adopción en los
días posteriores al viaje de regreso al origen de Mayela.
Matilde, la madre de la majayurita, había desaparecido
para siempre con unos regalos humildes de doña Maruja y
unas cuantas monedas, todavía en circulación, de la época
cuando se celebró el cuatricentenario de la capital.
Marián tenía casi siete años, usaba unos vestidos de mu-
ñeca que la tía Ligia Elvira había diseñado de unos figurines
franceses, apelando a los colores de la región: mango ver-
de, batido de zapote y lechoza madura.
El tío Mel, nunca se supo cómo, transmitió en el agua po-
drida de la pila bautismal un raro egoísmo casi sobrena-
tural del cual casi nadie pudo desprenderse ni en la edad
adulta. El colombiano que atendía El Patiquín le había di-
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nadie.
Julián Quejana, con esfuerzo casi sobrehumano, logró ven-
cer el cerco que lo alejaba de Hómez y habló con él pala-
bras sencillas que recordaría a lo largo de toda su vida.
El político local, todo un gentleman, le fue explicando sin
rebuscar los vocablos, el anhelo cósmico que lo inspiraba
a dejar una vida plena de comodidades y lujos para asir
el ideal quijotesco de tomar la calle, esa Mancha poblada
de dragones, quimeras y molinos de viento, sin rocines ni
Sanchos, adarga y escudo en su verbo, ariete en su verbo
de Primer Valiente para derribar los muros y fortalezas del
atraso. No había ventas que confundir con palacios sino
pozos donde la muerte era servida con indiferencia, tam-
poco había molinos de viento sino vientos del sur que pre-
sagiaban algo.
La casa de Julián Quejana se hallaba en el segundo rime-
ro de viviendas de la avenida El Zamuro justo enfrente de
donde se veía pasar a la viuda doble con su cardumen de
infelices colgajos, los del barletista con t, finado en la flor
silvestre y postrera de la segunda juventud y el del viejo
primo de Alí, que se ahogaba en su tos sepulcral. Los vás-
tagos de la viuda doble se hallaban comandados por Lidia,
mujer de un borrachín que se creía barletista sin t, amén
de beisbolista de glorias en tercera dimensión, el de unos
recorticos amarillecidos del Crítico, con sus glorias de me-
dio pelo, ufanado de andar en ocasiones poseso de casi
medio portento, a la manera de Luis Aparicio Ortega, en su
imaginación enchumbada de alcoholes infames, con cien-
tos de horas en el subsuelo tabernario, creyéndose todo
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A esa hora llegaba el Tío Mel con sus tres parias: Sonrisita,
El Cojo y Marbelis. La distribuidora Villabrava estaba cerra-
da por inventario y venían de visita a la casa de la familia
Quejana donde de ordinario almorzaban.
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III
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‒Tenga joven
‒Téngalas joven
‒Tenga joven
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Quejana”.
El hermano de Luisito Galbán ya no pudo decir ni pío, su
propia madre, respirando un desliz de descuido, le estaba
cavando una tumba a su medida a las bellaquerías y mal-
dades de su hijito de casi doscientos kilos. Era una lásti-
ma, que con una ligereza parecida no hubiese recogido a
tiempo los pasos equivocados de Luisito Galbán: una tra-
vesura de la infancia primero, tres pasos por aquí, cuatro
por allá, fare quatro pasi un mal giorno, una colección de
palabrotas en sus labios para dibujar su adolescencia efí-
mera, las ofensas al difunto Jorgito, Luisito Galbán las jus-
tificaba diciéndole: “no chico, ésas no son malas palabras
sino música” y para eso contaba con el apoyo incondicional
del padrastro, don Nastar Urreisllaga, quien había recogido
a doña Claridad de Galbán cuando cinco balas enterraron
al delincuente Prospecto Galbán. La viudita, al verse sola,
con el crío que le dejó el facineroso, se arrimó a don Nas-
tar Urreisllaga, empero, de tal palo tal astilla, creció Luisito
Galbán, como habría de hacerlo: abriéndose paso a puñe-
tazo limpio entre escolares, profiriendo vergajazos y nojo-
das entre los pillines de Sanfranco, por eso, la mañana que
Julián Quejana, abrió el periódico de Sanfranco y comenzó
a leer el ejemplar de atrás palante como lo hacían todos los
maracuchos y contempló el cadáver de Luisito Galbán en el
holograma de la edición de ese día, se percató de que esta-
ba leyendo en titulares sencillos una muerte ajena, decre-
tada desde la ultratumba del padre de Luisito Galbán y esa
no era ni sería historia de Sanfranco, sólo ‒eso sí‒ media
página de un día cualquiera que se quedaría en el olvido
de otros días.
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Febrero había llegado entre las carrozas con las reinas que
se ataviaban de papelillos y carmines. Las máscaras ocul-
taban los rostros, pues había beldades y fealdades que se
mezclaban en el bullicio de las calles de Sanfranco.
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‒Sí‒ dijo Julián Quejana, toda vez que preguntó con segu-
ridad y aplomo ‒¿Quién habla?
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Parte II
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sas para él en esa época, pues desde ambos lados del azo-
gue brotarían Julián Quejana y el profesor Quijada Rincón
como las monedas binarias de dos historias sin sentido,
empero sentidas.
El profesor Quijada Rincón vivió, al igual que Julián Que-
jana, los primeros tiempos de Sanfranco: vio los gallos de
pelea en el Perú, los molinos rústicos enfrente del Patiquín,
paseó en el tiovivo del circo y vivió la amistad descocada
al lado de Toro en la época del liceo del Padre Vásquez.
Ambos frecuentaron las chicas de los mismos vecindarios,
ambos vivieron en la calle el Zamuro cerca de la Telefóni-
ca Nacional. Los dos, casi, en las mismas épocas, se echa-
ron la vida al hombro, se hicieron cuentistas, cronistas de
provincias, tuvieron familias descomunales, las vieron casi
sucumbir cuando frisaban los cincuenta años. Ambos pre-
senciaron el bautizo del último crío fundacional de sus fa-
milias respectivas. Solo que el capitán Quejana y doña Ma-
ruja, los padres adoptivos de Marián Jesús Quejana y los
padres del profesor Quijada Rincón, por cosas del destino,
jamás se encontraron frente a frente el día del bautizo. El
capitán Quijada Mata y doña María Monserrat Rincón se
hicieron viejos y murieron de muerte natural, anhelando
encontrarse de nuevo con Marian Jesús Quijada Rincón,
hija adoptiva también como Marián Jesús Quejana, her-
mana de Julián Quejana. Nadie podía creer que hubiese
dos historias tan parecidas como las de Julián Quejana y el
profesor Quijada Rincón. Si la vida se pudiera desenrollar
de los calendarios, los espejos de la novela de Julián Que-
jana se bifurcarían entre los lados cóncavo y convexo. En
este punto de la escritura, Julián Quejana no sabía si había
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la razón.
La huelga general, llamada paro reactivo, sumió al país en
el caos: los alimentos escasearon, la energía eléctrica pes-
tañeaba, el petróleo, bitumen maldito desatado de su ira
olímpica, forjó un vendaval de pobreza y frustración y el
mar Caribay, cercano a Sanfranco Quinto nivel, se sintió en-
venenado cuando los buques, enfundados en su pesadilla
de lago agonizante, vieron el chubasco con goterones os-
curos. Los peces de la luna que habitaron en Marte fueron
vistos borrachos de sol en las orillas de las playas, las sire-
nas, enamoradas de las historias de pescadores se cagaron
de horror cuando oyeron la voz entrecortada y llorona, la
voz más triste del mundo que gritaba, con la resiganación
apesadumbrada de un padre sin destino, “Bartolo traeme
el cayuco”, “Bartolo traeme el cayuco”, “Bartoloooo trae-
me el cayuco”. La llorona y los seretones anadaban hacien-
do sus guisos protegidos por el coronel Pimentón. Una pe-
sadilla negruzca bajaba del cielo mientras los fantasmas,
sonambularios de Sanfranco Quinto nivel pasaban tardes
de hastío, entrentenidos en una ludocracia de horror y
apostando a beberse vasos de agua servidos del grifo; el
que quedara preñado con el mazo de barajas abolladas
debía emburrarse tres vasos de agua caliente que brotaba
de los hocicos de los dragones agonizantes. Se formó una
vomitona de la puta madre; doña Maruja y su vecina Cira
Elena salieron con semerendos palos, correas y chancle-
tas persiguiendo a los muchachos, y los muérganos esos
ni les paraban bolas. Las gallinas, espantadas por las voces
de las viejas, se esmachetaron esmollejadas y esmorecías,
saltando de palo en palo tras los gallos de pelea, brincan-
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‒Pero Luis
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‒Sí, una novela podría tener más alcance que una policía
atrofiada e inconsciente del cumplimiento cabal de sus
deberes, dijo Julián Quejana al profesor Quijada Rincón,
que influido por la preceptiva de la novela moderna, le
parecía que esto que acababa de hablar Julián Quejana,
si bien tenía exceso de palabras, poseía un toque de con-
ciencia social y no terminaba de ser una nota discordan-
te, no tenía pretensiones de ensayo: Montaigne, maestro
precursor, Alfonso Reyes, sabio mexicano entre el centauro
de los géneros y la ciencia menos la prueba o el maestro
Campanar, esclarecido preceptista de su época. La novela
de Julián Quejana había tenido tiempos de empantanarse:
perdida y hallada dos veces y al final extraviada de nuevo,
vuelta a aparecer con el toque aciago de la inconclusión
era un material en bruto ¿Para críticos literarios? Se pre-
guntaba. “¿para, a la manera francesa “poser la question”
y escribir un j`accuse?”, pensaba. Su ideal, mitad detecti-
vesco, mitad grito de hermano, se encaminaba a poner en
jaque las bases enmohecidas y la piel desconchada de un
sistema judicial, de una justicia, de un país cuyas institu-
ciones, en su mayoría, se hallaban naufragando en el mar
incierto y turbio del atraso; y ¿Cómo podría hablarse de
atraso si con frecuencia se nombraba una supuesta moder-
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Publicación digital del Fondo Editorial UNERMB
Diciembre, 2016
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Colección El Inquieto
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