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S ANFRANCO V NIVEL 5

Julio Quijada Rincón

Colección El Inquieto Anacobero


SANFRANCO V NIVEL

Julio Quijada Rincón

Fondo Editorial UNERMB


2016
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SANFRANCO V NIVEL

Universidad Nacional Experimental


“Rafael María Baralt”
UNERMB

Colección El Inquieto Anacobero

® 2016, Julio Quijada Rincón


SANFRANCO V NIVEL

1era. edición.
Depósito legal: ZU2016000226
ISBN: 978-980-6792-95-1

Fondo Editorial UNERMB


Coordinador: Jorge Vidovic

Diseño y diagramación: Fondo Editorial


Obra de la portada: Goajira
Autor: Alexis Ochoa
Cabimas, estado Zulia, Venezuela.

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Julio Quijada Rincón

Universidad Nacional Experimental


“Rafael María Baralt”

Lino Morán
Rector

Johan Méndez
Vicerrector Académico

Leonardo Galbán
Vicerrector Administrativo

Victoria Martínez
Secretaria Rectoral

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SANFRANCO V NIVEL

Contenido

PRÓLOGO..........................................................................................5
JULIO I..............................................................................................13
El Viaje II........................................................................................ 29
III...................................................................................................... 29
IV....................................................................................................... 68
Sanfranco V Nivel........................................................................ 90

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Julio Quijada Rincón

PRÓLOGO

Hasta los predios de El Quijote fue a dar Julio Quijada Rin-


cón para construir su novela SANFRANCO V NIVEL, en cu-
yas páginas el autor incursiona con mucha astucia, a través
de la interpuesta figura de Julián Quejana, su alter ego,
para llevarnos de la mano por un sendero, a veces sem-
brado de espinas y abrojos, otras tantas, por un camino
más pavimentado al describir paisajes humanos y natura-
les de una ciudad imaginaria, muy fácil de intuir, al ubicar-
la geográficamente al sur de Maracaibo, a orillas del Lago
Coquivacoa, idílico mar Caribay, donde transcurriría buena
parte de su vida real. Es allí donde habría que señalar su
primer gran hallazgo como narrador de ficción, al llevarnos
hacia laberintos que, tal como intuiría algún lector avisado,
hacen sentir que lo están conduciendo, de una manera ex-
presa, hacia el desentrañamiento de una trama que va in
crescendo, directo hacia el desenlace: un crimen cometido
en perjuicio de un ser querido, un 25 de febrero, cuando al
final, sin hacer un ejercicio mental demasiado profundo, es
evidente que ese delito quedaría atrapado en medio de la
más abyecta impunidad.
De ahí el símil con El Quijote, que por lo demás Julio Qui-
jada Rincón, lejos de disimularlo, lo coloca reiteradamente
en evidencia, empezando por el nombre de su protagonis-

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SANFRANCO V NIVEL

ta principal, Julián Quejana, no sería más que un pretexto


para romper lanzas, con adarga y escudo, en contra de las
injusticias, es un desfacer de entuertos y enmendar erro-
res, con febril imaginación, pero deslastrándose de las lo-
curas y ridículos del personaje cervantino.

No hace falta ser muy zahorí para visualizar que, finalmen-


te, se lo haya propuesto o no, el relato tiene todas las ca-
racterísticas literarias y humanas de un YO ACUSO, muy
dentro del manifiesto de Zolá, al poner en entredicho a un
abúlico poder judicial, a una indiferente cúpula eclesiásti-
ca, a unos medios de comunicación escandalosos (amari-
llistas), en fin, a una opinión pública que, a su juicio, tiende
a favorecer a los económicamente poderosos en contra de
los más débiles y censurar hipócritamente ciertas conduc-
tas de las mujeres, a quienes se juzga muy sesgadamen-
te de acuerdo con su actitud ante el género masculino. El
amor filial hacia Mariam, su hermana adoptiva, la víctima
de ese orden de cosas tan injusto, lo lleva al límite de ex-
culparla de cualquier juicio moral hacia su persona. En ese
juego, Julio Quijada Rincón adquiere, tal vez sin proponér-
selo, una notoria actitud de intelectual comprometido. De
una vez tendríamos que afirmar que el dedo acusador de
Julián Quejana se convierte en la némesis del chatarrero
avecindado en Sierra Maestra, autor intelectual convicto,
mas no confeso, del crimen en perjuicio de su hermana
adoptiva.

El otro polo en el cual el escritor desenvuelve el relato es,


a falta de mejores referencias, inspirarse en episodios bí-
blicos, por lo demás muy común en los noveles autores. El

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Julio Quijada Rincón

episodio reiterado de la marea negra que, a guisa de maldi-


ción, cae sobre Sanfranco, evoca los decires deterministas
que ese libro vierte para conjurar en forma punitiva, sin
apelación, supuestas conductas desviadas de las socieda-
des humanas.

Revisado hasta esta parte del análisis el quid pro quo de


la novela, toca ahora mencionar la muy pertinente labor
de CÓMO el autor afronta el reto de convertir una simple
cronología de hechos para que trascienda, desde una cró-
nica más o menos simplona, hasta una coherente pieza de
narrativa de ficción, de paso, sin disimular para nada sus
fuertes matices autobiográficos. La manera cómo Quijada
Rincón lo logra es apelando a la orfebrería literaria, ese re-
curso de poner a prueba su fértil imaginación, al interrela-
cionar los hechos a narrar en un determinado contexto his-
tórico, real o ficticio, para traer al relato personajes que le
insuflen la pertinencia y la emoción necesarias para que en
definitiva capturen la atención de los lectores, supremos
jueces de toda obra literaria. Con ese fin no escatima el uso
de ninguno de los recursos literarios, los cuales utiliza en
forma prolija, incluyendo el símil, la metáfora, el pleonas-
mo, la hipérbole. Por supuesto que también los recursos
semiológicos, hurgando hasta el hueso en cada símbolo,
palabra o expresión formales.

Lo siguiente es el escenario, el bizarro pueblo de Sanfranco,


de acuerdo con el relato, una aldea de apenas 300 casas,
un Macondo a orillas del Lago Coquivacoa, al sur del Mar
Caribay, un diminuto ámbito geográfico donde se siente a
todas horas el acre olor del petróleo, donde se vive de y por

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SANFRANCO V NIVEL

el petróleo, donde también el petróleo, que estaría desti-


nado por supuesto a ser fuente de vida, en determinado
momento se convierte en un mortal tornado que amenaza
con arrasar todo vestigio de vida. Si es que Sanfranco vive a
orillas del petróleo, el cual para algunas mentes pesimistas,
significaría el estiércol del diablo, nada de extraño tendría
entonces que ese lago sea una especie de letrina, que tar-
de o tempano se desbordaría, para embadurnarlo todo de
esa materia fecal. Igualmente, abundan las referencias de
casas que se derrumban por la desidia de sus habitantes,
lo cual es fácil asociarlo con las casas muertas de la novela
de Otero Silva. Un poblado, en fin, donde el único espacio
público útil, no estaría destinado al esparcimiento y a la
recreación, sino para que lo ocupen los mal entretenidos,
los evangélicos y los fumadores de la hierba maldita.
Un escenario tan volátil como ese, sólo podría ser habitado
en la ficción de Julián Quejana por fantasmas corpóreos,
pero en la realidad de Julio Quijada Rincón por seres de
carne y hueso, llenos de todas las grandezas y miserias que
habita en cada homo sapiens. La realidad de Julio Quijada
Rincón los hace aparecer desenvueltos en una gris rutina,
pero bajo la ficción de Julián Quejana, a esos mismos per-
sonajes los lleva al límite, toman vida, se estiran, se enco-
gen, ejecutan extraños pasos de ballet en el aquelarre de
la vida. Las sombras de la corrupción, la concupiscencia, la
envidia, la maldad, la mutua complicidad, todas esas ta-
ras humanas conviven en Sanfranco. Pero, paralelamente,
en esa difusa frontera que separa el mundo real de Julio
Quijada Rincón del mundo ficticio de Julián Quejana, de
repente aparecen, y con la misma se esfuman, algunos per-

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Julio Quijada Rincón

sonajes llenos de gracia y salero, de zurda conducta, que al


expresarse al revés, no hacen otra cosa sino interpretar en
forma zamarra, la filosofía que pretende trasmitir el autor,
sin querer queriendo, al apelar a la sabia filosofía de El Cha-
vo. Ese es el caso de Toro, el compinche de Julián Quejana.

El lenguaje con que se expresa el relato, es llano, libre de


las ataduras que algún trasnochado lingüista lo etiquetaría
enseguida de coprolálico, pero, quien así se atreva a expre-
sarse, al enredarse en la propia madeja de sus palabras,
ese calificativo se le devuelve en forma de coprofagia. Esa
tal coprolalia la utiliza el autor en forma prolija al describir
la trama y la pone en boca de sus personajes las pocas ve-
ces que el narrador no les toma la palabra.

Es inevitable caer en la tentación de interpretar la estruc-


tura de la novela, si es lineal o si por el contrario es circular.
La pertinencia de una u otra, nos lleva a fijar la lupa en la
forma cómo se maneja la anécdota, el suceso, el hecho nu-
clear del relato. En una estructura circular, el autor de una
vez revela el desenlace, pero, por otro lado, asume el com-
promiso de dirimir el proceder para que ese hecho atávi-
co, siendo que podría restarle fluidez, al mismo tiempo no
le reste calidad al relato. Allí también opera esa dicotomía
entre la realidad de Julio Quijada Rincón y la ficción de Ju-
lián Quejana. Ambos personajes se exculpan mutuamente,
pero a la vez, por paradójico que parezca, el uno delega en
el otro la obra escrituraria y se entrecruzan la responsabi-
lidad de lo real y lo ficticio, en una actitud, a la manera de
espejos borgianos, casi permanente de cambiar las cosas
para que todo siga igual. En ese orden de ideas, cabe des-

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SANFRANCO V NIVEL

tacar la fina lluvia de las argumentaciones dl escritor ante


el hecho cierto o irreal de unas páginas extraviadas de la
versión original de su novela. Ante el hecho consumado,
tal como se procedería al contemplar con impotencia el
agua derramada, a continuación el autor se excusa ante
sus lectores y de una vez firma el armisticio de incorporar
al relato, las aventuras y desventuras de esa pérdida, en
suma, unas dolorosas reflexiones acerca de cuán frágil es la
memoria humana vis a vis con la creación literaria.

La cronología de los hechos, comenzando por la adopción


de Mariam como un miembro más de la familia, indistinta-
mente por parte de los padres de Julio Quijada Rincón o de
Julián Quejana, marca el hito que llevaría al desenlace del
relato, su muerte un 25 de febrero a manos de un sujeto vil
y desalmado que abusó de la víctima y luego la lanza al pa-
jón como quien desecha un objeto inservible y no contento
con ello contrata a un sicario para darle muerte. Todo ello
implica las luces y las sombras de un intenso drama huma-
no que Julio Quijada Rincón y/o Julián Quejana se encar-
gan de exprimir a través de la magia de la palabra escrita.

En la trama interactúan una rica gama de personajes, en


la cual, tanto los determinantes como los intervinientes,
cumplen un rol, todos tienen en común conductas sugeri-
das de plantes y desplantes que recorren desde lo sublime
a lo ridículo, toda la escala de actitudes que mantienen en
vilo al lector. Personajes y actuaciones que se reiteran, a
lo largo del relato, con la maliciosa pretensión por parte
del lector, pues ellos, per se, no hacen sino reflejar el gra-
do de adrenalina presente en las vísceras del autor. Es así

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Julio Quijada Rincón

como hasta los miembros de las familias Rincón y Quejana,


según el caso, toman vida y se expresan libremente, sin
cortapisas. Las miserias humanas, representadas por la co-
rrupción, el oportunismo logrero, la falta de escrúpulos de
muchos de ellos, a ratos se dan la mano con actitudes de
nobleza, tal como sucede en el drama de la Flor de Fango
vargasvilano, tal sería el caso, entre otros, de Luis Hómez y
de Teresa Logia como Cucarachas nevadas, casas mugrien-
tas, ilusiones rotas, frustraciones, pero también el buen
humor y el sarcasmo, todo narrado a saltos, en un cons-
tante ir y venir, con el flujo y el reflujo de un impulso vital,
con situaciones bizarras como las acontecidas a las 14 mu-
chachas que se encontraban en el momento equivocado,
en el sitio equivocado, al producirse la tragedia del 25 de
febrero. Es tanto, que el autor hasta se da el lujo de traer
al relato, diríamos que por los cabellos, a un cagatintas, el
doctor Carroña, a todos los efectos un vulgar coprófago
descontextualizado, que a nuestro juicio no le agrega valor
al relato y sale a tiempo de éste sin volver a ser nombrado.

Unas palabras finales de reconocimiento a Julio Quijada


Rincón, compañero de viaje en esta ruta incansable de la
creación literaria. Nadie que no lo conociera y compartiera
su amistad, podría imaginar que esta es su primera incur-
sión en el arte de narrar, tal es el grado de madurez que se
observa en esta pieza literaria.

Un aporte a la narrativa de las especificidades de la región


zuliana, tan ayuna de buenos intérpretes de sus realidades,
otrora nombrada desde afuera por Gallegos, Pocaterra y
Díaz Sánchez en Sobre la misma Tierra, Tierra del Sol Ama-

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SANFRANCO V NIVEL

da y Mene, respectivamente y no desde adentro, como lo


hacen Quijada Rincón y/ o Quejana en esta obra que con
sencillez, empero coherencia, aspira a ingresar en las letras
zulianas.
Gilberto Parra Zapata

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Julio Quijada Rincón

JULIO

La casa de Sanfranco huele a molicie, olor de clausura y


olvido por donde se pasean los fantasmas del padre, de
Mayela, de la tía Ligia Elvira, de Mel y Luco: espíritus que
responden al cuestionamiento simplista del profesor Pin-
to: “Pasamos más tiempo muertos que vivos” y así lo han
demostrado Cristo, Cervantes y Bolívar ‒no en función de
majaderos de la historia como dicen que los catalogó el
Che‒ lo cierto es que casi todos esos espectros ‒los prime-
ros en cumplir la mayoría de edad en la casa‒ parecieron
no asustar a nadie, aunque muchos no se atrevían a dormir
tres noches seguidas en sus habitaciones desconchadas sin
sentir el rumor de la suerte más tenebrosa de fin de siglo.

La familia Quejana, quizá de estirpe quijotesca, aunque sin


vínculos concretos ni reales con Alonso Quesada, llegó a
la casa de Sanfranco, al sur del mar Caribay, treinta y tres
años antes del 25 de febrero aquel cuando las catorce chi-
cas, que habitualmente se reunían a chacharearse sus cui-
tas de noche en noche, salieron en estampida al escuchar
los dos fogonazos del sicario que, por orden del papá del
último hijo de Marián ‒se llegó a especular con solidez en-
tre los pacíficos moradores de Sanfranco a partir de aque-
lla noche‒ mandó quitar del medio a Marián, y esto sí no

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SANFRANCO V NIVEL

era un secreto que se guardaría por mucho tiempo: Marián


había parido la primera nena de un turco, la segunda de
un italiano, y el tercero, el varoncito, de un comerciante de
fierros y car parts avecindado en las afueras de Sanfranco,
cerca de la Sierra Maestra, en una calle que hemos olvida-
do donde Marián iba de tarde en tarde en busca de unas
monedas para la leche del crío, los pañales, los zapaticos
de tela que pensaba ponerle cuando llegara de nuevo el
carnaval a Sanfranco.

Lo cierto es que la casa de los Quejana comenzó a cuartear-


se, no por las primeras muertes que fueron sucediéndose,
porque la parca predicada por el cura de Sanfranco era un
hecho tan elemental y cotidiano como la vida misma y así
lo creían todos y es que el tránsito hacia el más allá, mirado
desde la óptica ajena, era un hecho común y corriente que
sólo le ocurría al otro.

‒A nosotros no se nos había ido nadie, dijo papá cuando


enterraban a la hija.

‒Sí es cierto don Jesús‒ contestó tía Ligia

La hija de papá inauguró el ciclo un día de santos. Ella era


muy joven, es cierto, cuando la casa, de súbito, comenzó a
envejecer.

La noche del 31 de octubre todos habíamos visitado en


espíritu a la hija de papá, cantábamos canciones funera-
rias: ella lo sabía y lo presentía. El padre Tardiff se lo había
dicho: “Mayela, tú ya perteneces al reino de los cielos, tú
eres una santa”. El cura, poseído por los ángeles de nuestro

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Julio Quijada Rincón

señor Jesucristo, apostrofaba a la moribunda hija de papá,


quien ya parecía no sentir los dolores de la tierra, en sus
fibras, de pocas carnes y muchos huesos estragados por el
martirio moderno de inyecciones infinitas, el olor a cloru-
ro de sodio y las paredes blanco muerte de aquella clínica
donde yacía el último hálito de la hija de papá. “Coño, así
no debe morir un ser humano”, meditaba Julián Quejana,
hermano de la hija de papá.

Toro, el aindiado compañero del liceo del padre Vásquez,


que lo acompañaba día y noche, parecía asentir callada-
mente y mezclarse en las tristes cavilaciones de Julián Que-
jana.

Los dos amigos, sólidamente unidos por las circunstancias


dictadas por aquello de “en la cárcel y en el cementerio…”,
siempre andaban para arriba y para abajo como sonambu-
larios impenitentes en el arte primitivo de perder el tiem-
po y no dedicarlo a cosas valiosas, edificables y de bien,
como lo habían hecho sus padres, los padres de estos y los
de aquellos hasta agotar los senderos oscuros de la genea-
logía.

Toro, decididamente lógico primitivo, cumplía a cabalidad


su ritual expresado en aquel refrán que no sabíamos de
donde había salido: “Cuando el vivo va, el bobo viene” y
Julián Quejana se moría de la risa con las locuras de Toro:
a las cinco de la mañana de todos los días del bachillerato
Toro saltaba los portones de la casa, se encaramaba enci-
ma de la cerca de bahareque y trasponía la reja hasta llegar
a la ventana del cuarto donde dormía Julián Quejana.

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SANFRANCO V NIVEL

‒Hermano párate ya‒ le gritaba el indio y Julián Quejana


no tenía más alternativa que espabilar los últimos retazos
del sueño pluvioso con Teresa Logiacomo: Estaban en el
liceo del padre Vásquez en pleno recreo. La colegiala le ha-
bía dirigido unas palabras en inglés a Julián Quejana. Él no
sabía si eso pertenecía al sueño o quizá al instante real que
alguna vez vivió: bella como un calendario con olor a sep-
tiembre cuando las taritas maraqueras anunciaban el pri-
mer día de escuela, tenía una sencillez de proverbio bíbli-
co y estaba de espaldas a sus compañeritas de grado, que
ruidosamente entonaban sus canciones de adolescencia.
Toro llegaba en el preciso instante cuando Teresa Logiaco-
mo, con sus bucles colorados y sus ojos azules como los
de Rana Collins, le decía a Julián Quejana con un beso que
sólo se da en sueños: “I will see you tomorrow”
Al regresar del liceo, Julián Quejana venía molido por los
recreos, porque Toro no tenía tiempo para la meditación,
sino para la acción desmedida: Toro aquí, Toro allá y Julián
Quejana, empujado por el torbellino de Toro, iba y venía
por todos los lugares: la cancha, el salón de lectura, el cafe-
tín escolar, la entrada y la salida, amuralladas por el portón
imperial anti arietes vetustos, dragones y Caballeros de Fi-
guras Tristes como la del manchego cervantino.
El día, corto para los afanes y largo para no vivirlo, había
que desperdiciarlo según la filosofía rústica de Toro, quien
parecía tener, de ordinario, el mundo al revés, pues siem-
pre le aconsejaba a Julián Quejana: “Más vale lamentar que
prevenir”, y Julián Quejana, tan atolondrado como Toro, de
súbito caía en el juego de palabras y le decía:

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Julio Quijada Rincón

‒Epa tarado, es al contrario.

‒Sí ya lo sé‒ replicaba Toro.

Sin embargo, en la habitación donde la hija de papá des-


colgaba penosamente sus últimas bocanadas de aire del
respirador automático, con una ración de morfina excesi-
vamente piadosa, Toro la contemplaba y aunque aparen-
taba una fortaleza como los robles, pues en el fondo, su
alma, con un hilillo de sinceridad, se hallaba desgajada por
la desventura de la hija de papá.

Mayela recibió a la familia entera más en espíritu que en


cuerpo físico como decía el padre Tardiff, prelado francó-
fono que solía vacacionar en el trópico en las ausencias
del padre Gálvez y sus colegas de hábitos conventuales:
Márquez, ensotanado parecía un remedo de Súper Pollo
y Terín, que habría de cambiar sus retóricas copiadas y sus
creencias temporales por los encantos de la bella virgen
propiciatoria de Sanfranco.

Toro, no pudiendo resistir más el cuadro desolador, salió


de la habitación para dejar que la familia entera pudiera
compartir con la pobre hija de papá el instante final, “la
hora suprema” como decía Tardiff, apelando a una fingida
seriedad que quizá él mismo se creía como un palo de fe
eudiana.

Al fin llegó el día de santos y Mayela se elevó a principio del


Verbo en un viaje que nos llamaba la atención porque no
comprendíamos nada de regreso ni de orígenes.

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SANFRANCO V NIVEL

Sanfranco se engalanaba de tarde en tarde cuando la feria


instalaba su carpa de atracciones metálicas: caballitos que
giraban en redondo en un radio de alegría de párvulos y
mozalbetes, el trineo volador planeando por encima de un
cielo ilusorio que contemplábamos con los ojos abiertos,
la montañarrusa y la silla mecánica en cuyos giros y oscila-
ciones una tarde de fugas escolares Julián Quejana y Toro
habían desafiado las leyes del universo.
Cuando Toro detenía con sus brazos el movimiento de la si-
lla mecánica, así le parecía a Julián Quejana, pues ignoraba
que el operador giraba la palanca hacia las letras rojas que
decían stop, entonces la rueda descomunal se detenía en
un intervalo de angustia y de pánico. Toro, insensatamente
arriesgado, comenzaba a mover la silla, disimulando con
frialdad el miedo. Julián Quejana, aterrorizado por la estu-
pidez de Toro, fingía que nada sucedía.
Sanfranco se veía desde las alturas como un pesebre an-
dino que Julián Quejana creía recordar en el páramo del
Águila Real. Sin embargo, las lucecitas de la casa, que pa-
recían minúsculos juguetitos, las recordaba Toro como las
que había contemplado en las afueras de la capital.
La metrópoli, con aires de Atenas caribeña, se balanceaba
entre casuchas de lata o cartón y un cerro Avilés de don-
de en diciembre bajaba Pacheco para presentar el fresco
abocetado de un cuadro con los colores sempiternos de la
patria: iglesia, prefectura, plaza de armas con el busto del
héroe máximo de las gestas decimonónicas, abochornado
por la suciedad de las palomas y otras aves migratorias con
sus digestiones acompasadas al descrédito y el olvido.

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Julio Quijada Rincón

En Sanfranco, en cambio, por estar tan cercano a las playas


del mar Caribay, el calor dictaba el caos cada día. Todos
sudaban en un verano eterno. Las casas de Sanfranco ago-
nizaban cada día a la hora del burro. Un sonido de paredes
resecas parecía invadirlo todo, una soledad de calles tris-
tes, más por el bochorno de la tarde, que por cualquier
otra circunstancia, escribía la historia de una pesadumbre,
con sus ciclos irrepetidos de casas perdidas, de tiempos sin
encuentro.
Sanfranco tampoco conocía ni podía en sus calles escribir
la novela del petróleo, nadie sabía de su existencia ni lo ha-
bía olido, nadie conocía su color aunque se tenían ciertas
conjeturas en los caminos de tierra que habían sido cubier-
tos de capas gruesas de eso que llamaban asfalto caliente.
Si Bogotá olía a café y excitaba la orfebrería creativa de los
poetas a desvelarse en las plantas para escribir poemas de
trasnocho al negretista “néctar de la Arabia”, en la capital ‒
equidistante en horas de Sanfranco‒ no había loas bitumi-
nosas aunque sí un tufillo imaginario, que el inconsciente
lo percibía en Cabimas, Bachaquero, Ciudad Ojeda, Mene
Grande y Lagunillas.
El lago petrolizado había sido descrito por el legionario de
Maracaibo en sus “Poemas de la Musa libre”, tan distinto
ahora con sus orillas putrefactas, sus peces muertos y el
eco triste de un “pare primo la canoa”.
Tía Ligia Elvira recordaría por muchos años los poemas de
Carmen Catalina: parecía añorarlos como si se los hubiese
recitado el doctor Borges Duarte, resucitado tardíamente

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SANFRANCO V NIVEL

de su primera juventud.

Decidida a desterrar de su frágil memoria todo atisbo de


melancolía, tía Ligia Elvira distraía las oleadas de soledad
conjugando verbos ingleses con estoicismo y fruición mien-
tras pelaba una naranja, preparaba sus panes con cebolla
y abría el cartón de leche descremada. Su desmemoriada
rabia hacia los otros se destilaba en sus bocetos de peces
muertos, en sus vestidos cándidamente floreados y en sus
ridículas manías de tía solterona.

Julián Quejana, desprovisto de palabras mordaces y de


mala intención, sólo la contemplaba como una curiosidad
arqueológica viviente, con sus manías de la centuria.

Tía Ligia Elvira había llegado a Sanfranco con sus tres cajon-
citos que contenían cartas amarillentas, poemas ingrávidos
y cuadros de peces muertos. La calle ancha de la juventud
la había dejado atrás hacía años que parecían convertirse
en décadas, medio siglo de soltería sin beatería y las horas
de hablar sola ante el espejo.

Cuando arribó a la casa, que todavía no había comenzado


a resquebrajarse, Julián Quejana la contempló con curiosi-
dad, porque tía Ligia Elvira parecía estar en un estado que
denotaba pobreza y altivez. Aunque la tía lo había perdido
todo, conservaba sus aires de reina caída en desgracia: sus
cucharas barrocas, sus figurines del siglo XX y las cucara-
chas irreales que veía volar por los patios de su desmemo-
ria.

20
Julio Quijada Rincón

Julián Quejana no imaginaba estar contemplando en la tía


Ligia Elvira un espécimen viviente de la ciudad moderna.
Con sus vestidos ridículamente copiados de los figurines
norteamericanos y franceses, cuyas estampas floreadas
pincelaba con los colores chillones de las maracuchas de
antaño: algunas veces lucía modelos cincelados en azul
eléctrico, “azul guajiro” decían las vecinas entre cuchicheos
coñoemadrescos y malintencionados; otras veces andaba
vestida de mango verde con zapote maduro, batidos de
merey, con guayabas y datos de Coro, revoltijos de colo-
res en vuelos de pericos, exotismo del “azur” modernista
en bordeados figurines que habitualmente la tía vestía lu-
ciendo callados cisnes, quietos estanques, lagos unánimes.
Toda la ridiculez de la centuria se plasmaba en cada atavío
extrañamente demodé de la tía Ligia Elvira, quien insistía
en lucir flores de Viena con estampados de parchita de las
calles borradas por la mano, Dios y federación: El saladi-
llo era una tierra mardecía con sus tradiciones empañadas
por la piqueta, muchos años después de aquel orden y pro-
greso, paz y trabajo, que en la época, aquella de Alborada y
El Cojo Ilustrado, se comprendía con sorna: “trabajo en las
cárceles y paz en los cementerios”.
Julián Quejana tenía un recuerdo gravemente fugaz del
tío Mel quien parecía pervivir a través de lo más misera-
ble que cien años antes acuñara Honoré de Balzac en un
tipo descomunalmente ruin como el tío Grandet, siempre
contando las gotas de sal que se echaba al guiso de cada
día, a menudo llevando una contabilidad pormenorizada
de cada cobrito o puyita, que no faltase ni un céntimo en
los informes diarios, que los empleados grises o deformes

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SANFRANCO V NIVEL

como Marbelis, el Cojo o Sonrisita llevaban de día en día


como almas en pena en la Distribuidora de electrodomés-
ticos Villabrava.

El Cojo tenía la mirada amellada, pepas de mamón en el


rostro y el continente segundón de una sombra. Sonrisita,
con su “juego de comedor” protuberante por el dedo de la
infancia, las encía roídas y sus cráteres molares, poseía una
risa piche y una imbecilidad de bobo grande que nos asom-
braba y conmovía a todos por ternura fingida, hipocresía o
quién sabe qué vil sentimiento. Aunque en Marbelis había
en lo recóndito de su apelativo la conjunción del mar y una
flor, no existían en su ser –así lo creía Julián Quejana‒ ni
las olas que pudiesen emerger de una sonrisa; al contrario,
se contaban en su risa madrugadas de melancolía, pájaros
desvelados en sus ojeras, ni la flor de la poesía poseía en
sus atributos, ni rasgos de una beldad abrileña porque no
sólo pasaba ya por larga calle ancha de los cuarenta sino
que, el autobús con los pretendientes, como que no se
acercaba a su acera para que no se quedase vistiendo san-
tos y se decía que ese estado de quedaíta, forzado por las
circunstancias, parecía tener caracteres definitivos, pues el
bus con los pretendientes imaginarios andaba casi siem-
pre alejadísimo del portón de su casa donde vivía con su
mamá, la abuela y siete hermanitos: la mamá sin esposo,
la abuela sin yerno y Marbelis, al igual que sus siete herma-
nos, sin padre.

La distribuidora Villabrava se hallaba en el centro de la Vis-


ta Linda, cuartel general de operaciones donde llegaban
los citadinos de Sanfranco y una legión de chinos, portu-

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Julio Quijada Rincón

gueses, árabes e italianos a entenderse con el tío Mel y su


hijo Luco.

El tío Mel –alma de avaro impenitente‒ un día se hizo pa-


drino menor de la familia, acontecimiento que la memoria
de Julián Quejana dejó en sus archivos mentales, pero una
remembranza nebulosa asociaba la ceremonia eclesiástica
a los últimos treinta años del siglo, muchos días antes del
25 de febrero, cuando las calles de Sanfranco despertaron
con el escándalo fatal y triste del crimen aquel que causó
la estampida de catorce chicas. El sicario, desconocido por
todos, arribó a pie, solo, aunque algunas de las muchachas
llegaron a especular que al otro lado de la avenida lo espe-
raba un carro negro, grande, sin placas ni ningún tipo de
identificación.

El automóvil oscuro siempre recorría los callejones sin luz


de la Sierra Maestra y algunos vecinos solían decir bajito,
muy quedo, que dicho auto podía ser visto en el negocio
de fierros y partes de automóviles del padre, sí del padre
de aquel último crío de Marián, el mismo padre desalma-
do que le había aconsejado con soberbia e ira: “haz con el
muchacho lo que quieras, muélelo y te lo comes si quieres,
pues yo no le paso ni un centavo más.”

Marián, sin presentir la inminencia de su regreso al origen,


le contestó con garras de madre, serena como no lo había
sido nunca, pero con una justicia que parecía brotarle del
alma, unas palabras de una firmeza difícil de creer que sa-
lieran de su boca.

23
SANFRANCO V NIVEL

‒Eso lo veremos, te voy a embargar, mi hermano abogado


se encargará de todo. Nos encontraremos en la fiscalía.

El tipo le replicó, con seguridad, aplomo y malicia, pero sin


dejarse ver la rabia que le despertaba la guaricha:

‒Eso está por verse. Tú no puedes hacer nada, yo tengo mis


contactos.

‒Se lo voy a decir a tu mujer y el escándalo en Sanfranco


hará que el mar Caribay salga de su cauce.

‒No vas a poder nada. No vas a poder.

Marián dio un portazo sin dejar que el odio la dominara,


caminó solitaria por las calles de la Sierra Maestra, se fue
dubitativa, empeñada en creer que podría hacer algo, has-
ta que las primeras luces de la noche la vieron llegar a la
casa de Sanfranco.

La casa, que para las últimas tres décadas de la centuria,


no había sentido aún los deslices de la molicie, se llenó de
gentes con las alegrías de los espíritus curiosamente invul-
nerables al bien cuando el tío Mel llegó del bautizo menor
con su séquito de parias presidido por el Cojo, Sonrisita y
Marbelis. La madrina, doña Trinita Casado Alcalá, ancianita
que aún no se hallaba enfangada en la chochez y madri-
na de los correos sentimentales de la capital, había venido
invitada por don Jesús Quejana y Mata y doña Maruja del
Rincón, quienes pasados los cuarenta, concibieron al últi-
mo, alentados por la terapéutica del doctor Borges Duarte
y la vehemencia de la tía Ligia Elvira, dúo de ciencia con un

24
Julio Quijada Rincón

toque de desvarío aportado por la tía, de bajones y chifla-


duras, que valiéndose de unas recetas borradas por el pol-
vo y el olvido, indujeron a los esposos Quejana a concebir,
luego de seis partos felices y sin contratiempos, un último
más.

En el matrimonio Quejana no había taras mitológicas de


tiempos ancianos, y parece que no las hubo después, pues
don Julio Quejana y doña Felipa y Mata venían de una
genealogía alimentada a base de sal y de sol, de mucho
pescado, camarones, chipichipis, calamares y grandes e
infinitas variedades de otros frutos del mar. Además, sie-
te generaciones de Quejanas, así como y Matas, habían
esparcido sus simientes fundacionales desde los tiempos
de Alonso Quesada, Quejana o Quijada. Doña Maruja tam-
bién salía sin atisbos de maldad en todas las generaciones
que poblaron la Cañada, Maracaibo y Cabimas, muchos
años antes de que don José León del Rincón y doña Ana
Altamira Martínez llegaran a vivir al norte del mar Caribay:
la Pomona, las Veritas y las Delicias se poblaron de maracu-
chos y cuarenta años antes de fenecer el siglo, los esposos
Quejana se fueron, porque así lo querían, de los barrios de
casitas apelotonadas entre bodeguitas, talleres mecánicos
y taguaras como las que había cerca de la casucha de barro
y hojas secas que don José y doña Mana les prestaron a
don Jesús y doña Maruja.

Sanfranco no sería grande como Caracas, Bogotá o La Ha-


bana porque entre sus moradores, quizá cegados por el
polvillo gris de la compañía de Cementos Rama, se había
acuñado una especie de Maracaibo incompleta donde sólo

25
SANFRANCO V NIVEL

había una gallera, la tienda de El Patiquín y la arepería del


Niche, una plaza de almendrones por donde se pasearon
descarriadas de gestos cívicos generaciones de basketbolis-
tas, evangélicos, fumadores de hierba maldita, proxenetas,
violadores, legisladores de medio pelo y apellidos ilustre-
mente vencidos por las ambiciones personalistas: manto-
yistas en el clero, en la cátedra y en la política, alvaristas
en posición modernista de saberes galos o de la economía
política en el zoológico entre sopas y asados de burros,
josegregoristas sin el legado del Siervo de Dios, vencidos
por el gay saber, barletistas sin el lustre del bardo, es más
sin la t, volada entre lujurias, concupiscencias, avaricias,
chanchullos y trácalas, como para hacer morir de vergüen-
za al anciano don Rafael María, calderoninos, devenidos
en ínfimos canes falderos de la diosa virgen entregada en
sacrificio propiciatorio al cura menor de la grey, mientras
Julián Quejana la contemplaba pálida, vestida de novia y
triplemente santa en las clases de manejo en la Legión, du-
rante el paseo en bicicleta el día treinta de enero de un año
perdido en el torbellino de la memoria, ferrebusteros con
el disfraz de caimán, chofer de la loca que se lo rumbeaba
mientras la vieja tapaba los calderos humeantes repletos
de sopas de domingo, de fritangas diarias, de guisos noc-
turnos, de huevos fritos con las carátulas de los longplays
de la Billos; la vieja, doblemente viuda de un barletista con
T, fenecido antes de verla convertida en esperpento huma-
no, cigarroneada de mañana, café en mano a toda hora,
tazón grande con azúcar, mientras el viejo primo de Alí to-
sía y la tos sepulcral se avecindaba con algo fatal, el vie-
jo primo de Alí, desmadejado, orinaba en el patio y pedía
un pedazo de queso para calmarse la tos; el primo Luco se

26
Julio Quijada Rincón

burlaba del lamento, se mofaba de todo, le pelaba los dien-


tes a los arranques en quinta de la vieja, le sacaba la lengua
a las locuras de la hija, se reía de las tontas ilusiones de el
Lagarto; apellidos oscurecidos por la ruina, las bajas pasio-
nes; el hijo, puesto en funciones de recaudador municipal
para robarse los dineros públicos desoyendo los consejos
de Simón Bolívar, el vástago de la vieja que había apren-
dido los enredados entresijos de la corrupción desde los
remotos días de la Legión : Charlisto, las manos anónimas
echando las monedas en la bolsita de trapo de la colecta
secreta para fingir que metía unos reales en una pretendi-
da solidaridad, en un sentimiento grupal agujereado por la
impúdica mano de Charlisto, mano corrupta que en vez de
colocar una monedita, la mínima y más miserable, le refi-
rió una tarde a Julián Quejana: “yo me robo las monedas”,
pues había un ladrón en la Legión; Charlisto empezaba a
pulirse con el gesto burlesco de estafar una colecta senci-
lla, una colecta de pueblo, la bolsita con las monedas de los
legionarios de Sanfranco; después se haría un dechado de
oscuros chanchullos: estafaba al municipio como recauda-
dor de impuestos, maquillaba las planillas y éstas parecían
estar a favor de Sanfranco; aunque casi nadie sabía que las
arcas de sus bolsillos se hacían descomunales; Sanfranco,
Maracaibo, la Cañada y Perijá eran sólo las cuatro plazas,
supuestamente enriquecidas en los informes municipales
de Charlisto, barletistas sin t, los acuñaba la voz de la loca
de Sanfranco, después se hacían de profesiones liberales y
alternaban en el foro como abogados, empleados de la al-
caldía, políticos a conveniencia, pillos ataviados de blanco,
apellidos que hablaban de unas tradiciones vencidas por el
descrédito, la estulticia, los afanes de riquezas fáciles para

27
SANFRANCO V NIVEL

hacerse de imperios: efímeros castillos roídos por los gusa-


nos cuando llegara el caos en Sanfranco.

28
Julio Quijada Rincón

II

El Viaje

Julián Quejana no sabía el porqué de dos cosas: Teresa


Logiacomo, con sus ojos de Rana Collins y sus bucles de
Nefertitis sanfrancana, ya iba para la semana larga sin que
nadie la viera en la placita de almendrones de Sanfranco
donde los apellidos sin lustre, uno a uno, seguían desapa-
reciendo roídos por estafas, escándalos, trácalas, fumado-
res de yerbas malditas, evangélicos, chanchullos. La ridi-
culez del poeta rayista con su vana creencia de parecerse
a Neptalí Ricardo Reyes Basoalto. Se llenaban las páginas
de EL Heraldo de Sanfranco con cartabones atrevidos de
“Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, el
primo Luco, siempre hasta el tuétano de sicodelismo beat-
leriano, se burlaba de los infelices versos del poeta rayista.
El pretendido bardo, sin inmutarse de las mofas, caminaba
presuroso llevando bajo el brazo unas fotocopias de Can-
ción de Gesta. Julián Quejana, sin malicia para la punzante
crítica literaria del primo Luco a la usurpada poesía por el
poeta rayista, no se metía en esas “peleas de perros” como
le decía Toro. Más tarde, en el recreo del padre Vásquez,
supo por las amiguitas que cantaban canciones de adoles-
cencia que Teresa Logiacomo se había ido a Italia con su
familia.

29
SANFRANCO V NIVEL

‒Eso era mucho camisón pa´ Petra, le advirtió Toro.

‒Sí lo tengo presente. No necesito que me lo recuerdes.

Toro, más alto que en los primeros días de septiembre, ya


mostraba señales de ir dejando la adolescencia para las
bancas pintarrajeadas del liceo del padre Vásquez. Su voz,
más gruesa que en el noveno mes, su presencia, menos
desmirriada ahora, veinte pelitos más en el incipiente bigo-
te que le comenzaba a crecer desde siempre. Había llegado
tarde, eran casi las once de la mañana de aquel junio aún
lluvioso. Venía compuesto para un viaje, traía dos male-
ticas de cuero y vestía la braga azul con la insignia de la
Telefónica Nacional en el pecho.

Don Néstor del Moral su padre y doña Virgen su madre,


andaban serios, vestidos de ceremonia cuando descendie-
ron del chevrolet abombado. Julián Quejana los saludó y se
quedó en la plaza del padre Vásquez con Toro.

‒Me voy ‒le dijo el indio.

‒¿Cómo es eso tarado?‒ inquirió Quejana.

‒Si te dan la vaquilla, ve por la soguilla‒ contestó el indio.

‒¿Qué quieres decir? ‒le susurró Quejana, a manera de


pregunta.

‒El liceo del padre Vásquez me gusta, me siento bien,


pero…

En eso, volvieron los padres de Toro, enseriados por la em-

30
Julio Quijada Rincón

presa de ver al hijo en posesión de una seriedad hasta aho-


ra desconocida. Traían los papeles del indio.

‒Vamos a ver si en la Telefónica Nacional hace algo, le dijo


don Néstor del Moral a su esposa‒

‒Dios quiera que así sea‒ sentenció doña Virgen.

Julián Quejana se despidió del indio y en sus palabras le


expresó lo que sentía por el amigo de correrías y locuras
de adolescencia.

‒Cuídate y te portas bien‒ le aconsejó.

‒Sí, más vale lamentar que prevenir‒ respondió el indio.

‒Es al revés, tarado‒ le contestó Quejana.

‒Sí pero a mí me gusta más así‒ le dijo Toro.

‒Bueno, de todos modos cuídate.

‒Está bien‒ no lo haré.

Toro parecía tener el mundo al revés, siempre andaba


como sombra al lado de Julián Quejana quien lo contem-
plaba divertido, sus locuras a veces lo sacaban de quicio,
sus refranes, siempre dichos de atrás pa lante, divertían a
Quejana. Tan loco como el indio, sin embargo, casi no se
ocupaba de sus ocurrencias.

‒No hay que temer, “árbol que nace torcido siempre sus
ramas endereza”‒ le dijo el indio.

31
SANFRANCO V NIVEL

‒Has dado en el clavo, tarado‒ le contestó Quejana.

Como ya eran casi las seis de la tarde Toro le propuso:

‒Vámonos caminando para nuestras casas.

‒¿Y nuestros padres?

‒El que espera no desespera.

‒Querrás decir desespera, tarado.

‒Es pera.

‒No chico, que sea manzana entonces.

‒¿Y por qué no mango?

‒Está bien desespera.

‒No, es pera.

‒Chico que sea zapote.

Salieron del padre Vásquez, a su dupla descocada se les


agregaron Sigfrido y Radamés, Nestico el salvaje, Romulito
caripollo, Giussepe Torcuato y otros compañeritos de tra-
vesía. La caminata comenzó, el paso lento se fue agrandan-
do mientras Toro les daba coraje a todos para que avanza-
ran más y más.

Las calles de Sanfranco estaban tapizadas por la lluvia y


los trotadores ‒ya no caminaban, saltaban lentamente
sin correr – marcaban el paso incansable de los dieciséis

32
Julio Quijada Rincón

años: Julián Quejana parecía ahogarse con un leve ataque


de asma, sin embargo, no se rezagaba del grupo: hacía un
esfuerzo sobrehumano para llevarles el paso. Sigfrido em-
pujaba al pobre Radamés como si fuera un palillito porque
Radamés parecía mujercita, tenía maneras de mujercita,
todos decían que era pato, poseía manos de mujercita, se
taconeaba como mujercita, hablaba como mujercita pero,
en el fondo aparentaba ser hombrecito aunque nadie se
lo creía, Nestico el salvaje, con fiebre de atleta, lideraba
el grupo con Toro, Giussepe Torcuato, Cabo y el Guajiro.
Toro los alentaba a todos mientras los árboles de Sanfran-
co comenzaban a asomarse: el naranjo, el mango, los al-
mendrones y las laras con sus tapices de hojas sueltas en
los porches.

La hija de papá, Mayela, soñó que todos la habían visitado


en espíritu. Julián Quejana y Toro la contemplaban a través
del cristal en el ambiente glacial de un cuarto de clínica,
conectada al respirador, martirizada por las agujas y las
sondas con las soluciones que atravesaban sus venas como
si fueran sanguijuelas, Mayela, hueso puro o esqueleto con
un hálito de vida, Mayela, carne magra en una osamen-
ta que traqueaba sus adioses del mundo. Julián Quejana
y Toro la miraban con sentimientos opuestos. Quejana la
observaba con los ojos tristes del hermano, cuyo ángel lan-
guidece en el misterio insondable de la vida y la muerte.
Toro fingía una serenidad que ni el mismo se creía; en Ju-
lián Quejana, la serenidad era más real.

En el restaurante El Placer, cercano al centro clínico Falcón


almorzaron fideos fríos, pan sin sal y refresco de cola. Toro

33
SANFRANCO V NIVEL

pidió ración doble mientras que Julián Quejana prefirió


practicar la templanza, pues sabía que excederse significa-
ba una digestión lenta y un dolor atroz.
‒Vamos‒ dijo Julián Quejana.
‒Sí‒ asintió Toro
En el pasillo de la clínica, donde había máquinas surtidoras
de Coca Cola, Julián Quejana se sintió solo aunque Toro
se hallaba a su lado. No había palabras que calmasen su
angustia si bien Mayela parecía estar resignada a ser más
huesos que piel. En la habitación se respiraba el hálito
del alcohol medicinal, el olor tibio de las gasas y las curas
diarias para Mayela. “Papá, Dios nos pone a prueba para
que el alma se nos fortalezca”, le decía al viejo. “El diablo
nos tienta instándonos a renegar de la divina presencia de
nuestro señor Jesucristo y yo prefiero mil dolores y las mil
pruebas pero nunca…”
Los apellidos sin lustre que acudían de tarde en tarde a la
plaza de almendrones de Sanfranco aparentaban ser una
legión de ciudadanos probos. Al séquito indignante de bar-
letistas sin t, a la fina ridiculez del supuesto bardo rayista,
al desdén mantoyista, a los desplantes alvaristas se unían
las prédicas licenciosas del gay saber en la figura de mon-
dadientes del supuesto sabio josegregorista, con sus espe-
juelos incoloros, remedo de un indigesto preparado vivien-
te en un fino homo ludens, con apetencia wilderiana por
mancebos fuertes y bien dotados. Charlisto, el corrupto
iconográfico de Sanfranco, siempre andaba enmorochado
con el supuesto sabio josegregorista. Julián Quejana, caído

34
Julio Quijada Rincón

de la mata como de ordinario, no se daba cuenta de nada.


Los veía ir y venir a la salida del templo. La gorda Espineta,
era un voluminoso tocino viviente que se moría por Char-
listo el corrupto. Esa masa con vida le aseguraba un helado
Alfa a Charlisto cada vez que salían de la Legión. Otras ve-
ces Charlisto se los brindaba a ella cuando lograba sustraer
bastantes moneditas de la colecta legionaria. Mientras los
legionarios, precedidos por la docta energía otoñal del
abate monsieur Gálvez, desgranaban las cuentas renegri-
das del Ave María, Charlisto se sacaba los mocos, se limpia-
ba la mano siniestra con elegancia en el bluyín descolorido
y se embolsillaba casi una tercera parte del contenido de la
hucha legionaria.

En la plaza de almendrones de Sanfranco continuaba la


procesión de apellidos en descrédito: los barletistas sin t
les ganaban a todos en tropelías y Charlisto, rata mayor de
la corrupción sanfrancana, aventajaba a los miembros de
su descolorida estirpe. Fino ladrón de la hucha legionaria,
recaudador de fondos del municipio, cuyos destinos se
proyectaban de la mano al bolsillo, se hizo experto en el
manejo de la Xerox automática para falsear informes y re-
llenar cifras con guarismos dictados por su concupiscencia
financiera.

Julián Quejana lo veía salir del templo al concejo, siempre


al lado del supuesto sabio josegregorista. Toro, calculador
demasiado entregado a una lógica al revés, aconsejaba a
Quejana:

‒Aléjate de ese tipo.

35
SANFRANCO V NIVEL

‒¿Y por qué?

‒El diablo los junta y Dios los…

‒Es al revés, tarado.

‒Sí ya lo sé.

‒Porque el maligno les dio la primera crianza juntos.

‒Ah y Dios ¿qué pito tocaba en todo esto?

‒Es que Dios, en su infinita bondad, les dio el libre albedrío


para que hiciesen lo que les viniera en gana. Tú ves, Charlis-
to es relajado en asuntos de dineros públicos, le importan
un bledo las prédicas de Simón Bolívar sobre la probidad
en los asuntos del Estado y hasta está ‒en el colmo del ci-
nismo político‒ apoyando nada más y nada menos que al
mismito Luis Hómez en su campaña para regir los destinos
del Estado. Tú te imaginas, un hombre de la estatura moral
de Luis Hómez, que sólo un destino aciago podría quitarle
la posibilidad de alzarse con el gobierno de esta región; un
hombre, te decía, que por ser demasiado puro, cometa la
torpeza de permitir, quizá sin saberlo, que se cuele en sus
proyectos una rata como Charlisto, eso es inconcebible y
además el supuesto sabio josegregorista, mondadientes
humanoide con su vida alegre, también le haría un daño
enorme a Hómez ¿no lo crees?

‒Claro chico, Hómez no pisará una concha de mango así.


Además, el trae una trayectoria con una probidad incues-
tionable.

36
Julio Quijada Rincón

Ya habían pasado los años del liceo del padre Vásquez, Toro
había regresado de la capital, tenía un puesto en la Tele-
fónica Nacional; Julián Quejana, crecido tanto en estatura
física como intelectual, corregía pruebas en el Crítico, en
las afueras de Sanfranco, escribía notas de prensa en sus
horas libres y enseñaba inglés cada dos tardes en el liceo
Coromoto Popular a diez minutos de Sanfranco.
Ya hacía más de un lustro del regreso al origen de Mayela.
Don Jesús y doña Maruja insistían en perpetuar el recuer-
do de la difunta visitándola cada domingo en en su túmulo
del cementerio donde llegaba el espíritu cada primer día
de la semana. Mientras los esposos Quejana limpiaban lo
limpiaban con solicitud, ponían flores nuevas y cambiaban
las velas, doña Maruja cargaba entre sus brazos a Marián,
una guarichita que había conseguido en adopción en los
días posteriores al viaje de regreso al origen de Mayela.
Matilde, la madre de la majayurita, había desaparecido
para siempre con unos regalos humildes de doña Maruja y
unas cuantas monedas, todavía en circulación, de la época
cuando se celebró el cuatricentenario de la capital.
Marián tenía casi siete años, usaba unos vestidos de mu-
ñeca que la tía Ligia Elvira había diseñado de unos figurines
franceses, apelando a los colores de la región: mango ver-
de, batido de zapote y lechoza madura.
El tío Mel, nunca se supo cómo, transmitió en el agua po-
drida de la pila bautismal un raro egoísmo casi sobrena-
tural del cual casi nadie pudo desprenderse ni en la edad
adulta. El colombiano que atendía El Patiquín le había di-

37
SANFRANCO V NIVEL

cho a don Jesús: “se cagará en el hijo, en el padre y en to-


dos los espíritus de la casa”. Con el cantaíto bogotano que
había empleado, ésa no sólo había había de ser una clave
de genealogía oscura sino una predicción inapelable de un
destino por consumarse, como si fuese un mandamiento
nuevo de un Cristo cualquiera.
La casa, que para la época aún no perdía el brillo de joya
que tenían todas las viviendas de Sanfranco, parecía sentir
ente sus quicios y fundaciones todo el peso funesto de un
sino como brotado de la mano del buen Dios.
Un día, de los muchos soleados que había, Sanfranco, no
obstante, amaneció con el aire enrarecido de una lluvia
singular. Julián Quejana y Toro habían leído en los titula-
res a ocho columnas de El Crítico la noticia: “Se avecina
un huracán de petróleo sobre Sanfranco”. El sumario de la
noticia no ofrecía dudas sobre el evento telúrico, suerte de
rara avis, que se acercaba a las costas de Sanfranco, al sur
del mar Caribay: “Igual o quizá en mayor escala que el re-
ventón de El Barroso, a principios del siglo XX, en Cabimas,
Sanfranco verá sus calles bañadas por el betún insólito que
arderá desde las profundidades del subsuelo. Los científi-
cos pronostican un caos total para ese pueblo pacífico e
industrioso al sur del mar Caribay.”
Agosto caluroso en Sanfranco vio su plaza de almendro-
nes cuando llegó Luis Hómez. Venía con una sencillez en la
sonrisa y una mirada angelical protegida por unos lentes
de finísimo carey. Enguayaberado como de ordinario, con
zapatos encharoladamente pulidos y jeans descoloridos,
no lucía anillos de oro, ni cadenas; usaba un relojito citi-

38
Julio Quijada Rincón

zen amellado, pero puntual para dar la hora exacta en el


momento preciso. Su apariencia era la de un cura, recién
colgados los hábitos, cuyas manos al piano desgranaban
ritmos zulianos lo mismo que óperas de Wagner. Hablaba
pausadamente sin la chocancia del político burdo, al estilo
de Charlisto, que para congraciarse con el pueblo imitaba
el “cantaíto” de los maracuchos o el verbo cargado de ma-
labares semánticos de los sanfrancanos: el florido arsenal
de los romeristas como Udón y Ramoncito se solazaba en
perlas como estas:
“Os, no tenéis pretolio detrás de las orejas, acho veo ve
chico, mardecío mardito”
Luis Hómez se expresaba pausadamente. Iba al grano, ex-
plicaba sus razonamientos basándose en frases sencillas,
sin pretensiones ni cromatismos post Harvard, La Soborna
o el Instituto Tecnológico de Massachussets.
Julián Quejana había regresado temprano porque en el Crí-
tico las galeras no habían saturado su estilográfica ni su pe-
queño barretón, como llamaba al buril de plata con el cual
borraba un acento sobrante, un apóstrofo mal colocado o
una coma indecisa en su sesión de corrección de pruebas.
Luis Hómez, prístino en su elocuencia a base de sencillez
y verdades, ya había terminado de decir su discurso. Diez
minutos habían sido suficientes para hablar de pozos de la
muerte, militares corruptos, escándalos de drogas, y otros
temas no menos importantes para su meteórico ascenso al
gobierno del Estado. Contra todo pronóstico, girando hacía
un triunfo impelable, parecía evidente que no lo paraba

39
SANFRANCO V NIVEL

nadie.
Julián Quejana, con esfuerzo casi sobrehumano, logró ven-
cer el cerco que lo alejaba de Hómez y habló con él pala-
bras sencillas que recordaría a lo largo de toda su vida.
El político local, todo un gentleman, le fue explicando sin
rebuscar los vocablos, el anhelo cósmico que lo inspiraba
a dejar una vida plena de comodidades y lujos para asir
el ideal quijotesco de tomar la calle, esa Mancha poblada
de dragones, quimeras y molinos de viento, sin rocines ni
Sanchos, adarga y escudo en su verbo, ariete en su verbo
de Primer Valiente para derribar los muros y fortalezas del
atraso. No había ventas que confundir con palacios sino
pozos donde la muerte era servida con indiferencia, tam-
poco había molinos de viento sino vientos del sur que pre-
sagiaban algo.
La casa de Julián Quejana se hallaba en el segundo rime-
ro de viviendas de la avenida El Zamuro justo enfrente de
donde se veía pasar a la viuda doble con su cardumen de
infelices colgajos, los del barletista con t, finado en la flor
silvestre y postrera de la segunda juventud y el del viejo
primo de Alí, que se ahogaba en su tos sepulcral. Los vás-
tagos de la viuda doble se hallaban comandados por Lidia,
mujer de un borrachín que se creía barletista sin t, amén
de beisbolista de glorias en tercera dimensión, el de unos
recorticos amarillecidos del Crítico, con sus glorias de me-
dio pelo, ufanado de andar en ocasiones poseso de casi
medio portento, a la manera de Luis Aparicio Ortega, en su
imaginación enchumbada de alcoholes infames, con cien-
tos de horas en el subsuelo tabernario, creyéndose todo

40
Julio Quijada Rincón

un Richard Billing ciollo, pero de baja estofa, siempre cer-


veceado, siempre en dos veintidós, la capacidad exacta...
Otras veces el comando lo presidía Vaguel, quien tenía
fama de oveja negra. Entonces se apilaba el resto de los
infelices colgajos, secundados por Asdardo, Charlisto, el
corrupto de Sanfranco. y la loca, cuyo nombre nunca pudo
recordar Julián Quejana.

Desde la casa de Julián Quejana, con bastante frecuencia,


el primo Luco contemplaba a los infelices colgajos esperan-
do al viejo cuando se acercaba penosamente con la pierna
derecha hinchada, tosiendo sobre el pedazo de queso que
traía en la mano izquierda.

‒Allá viene el viejo‒ le dijo el primo Luco a Julián Quejana.

‒¿Qué le pasa a ese señor?‒ preguntó Quejana

‒No sé, no sé‒ contestó el primo Luco.

A esa hora llegaba el Tío Mel con sus tres parias: Sonrisita,
El Cojo y Marbelis. La distribuidora Villabrava estaba cerra-
da por inventario y venían de visita a la casa de la familia
Quejana donde de ordinario almorzaban.

Aunque don Jesús y doña Maruja se esforzaban en prodi-


garles las mejores atenciones, el avaro Grandet redivivo
miraba con desdén a Sanfranco, decía que sus casitas no
pasaban de ser “muelas picadas”, sin embargo en la “mue-
la picada” de los Quejana dormía de noche en noche con
Julián Quejana y el primo Luco, roncaba a pierna suelta,
soltando sus sonoras ventosidades que alborotaban los

41
SANFRANCO V NIVEL

amaneceres de gallos y gallinas tristes.


La manía finisecular de la tía Ligia Elvira venía con sus fi-
gurines norteamericanos y franceses. Un día se apareció
con un vestidito para Marián, un pret á porter engarzado
en líneas de vanguardia, con sus colores chillones: mango
verde, zapote maduro y verde limón.
Esa tarde vino Charlisto, el corrupto de Sanfranco, con sus
bluyines llenos de mocos. Decía que tenía una alergia muy
penosa que lo hacía estar, moqueando todo el tiempo.
“Alergia a la honradez será lo que tiene”, meditaba Que-
jana.
Traía unos papeles que pensaba transformar en la Xerox
automática que había en El Patiquín. Su método, sencillo y
eficaz, consistía en borrar nombres con Liquid Paper y sus-
tituirlos mediante montajes, a base de artificios tecnológi-
cos. En eso, Charlisto tenía una habilidad proverbial para
maquillar escrituras, hacer trampas legales, trapisondear
al municipio. En eso, no dudarlo, había sacado ventaja en
la pasantía con la hucha legionaria: monedas que invertía
en Espineta la gorda, tocino de casi dos mil libras, o con el
supuesto sabio josegregorista. Charlisto había acendrado
su lujuria dineraria con un estilo refinado: cobraba los esti-
pendios del viejo primo de Alí que ya había sucumbido a la
tos sepulcral, y lo infame no residía en la acción en sí, sino
en dos asuntos gravísimos: al viejo primo de Alí lo hacía
aparecer “vivito y coleando” aunque ya tuviese sus cuatro
metros bajo el subsuelo “liberados” como dijera un juglar
de trova y el otro asunto, más penoso, era que el esquele-
to viviente ambulante de su madre no veía de ese dinero

42
Julio Quijada Rincón

un centavo, pues Charlisto el corrupto se lo embolsillaba


todo. Hijo del virtuoso barletista con t, no insistía en se-
guir el patrón arquetípico del padre. “Que me pongan en el
puente y al mes me compro mi propia estructura” pensaba
Charlisto queriendo ser el remedo de muchos funcionarios
del Estado, que por años, habían llevado una contabilidad
concupiscente de los recaudos diarios del puente sobre el
Lago de Maracaibo, Rafael Urdaneta.
Sanfranco no gozaba del puente, sin embargo en la menta-
lidad de Charlisto había planes y deseos de constituir uno
y ser él, el recaudador principal y único prestatario del ser-
vicio entre El Bajo y La Cachicambera con salidas al mar
Caribay.
Luis Hómez no volvió a Sanfranco, no se supo el porqué de
su ausencia definitiva, sin embargo Julián Quejana y Toro
conjeturaban las razones que consideraban de “sinrazo-
nes”, pues, les parecía que Hómez no debía distanciarse de
Sanfranco.
‒¿Qué te parece?‒ Inquirió Quejana ‒Luis Hómez sólo le
hace guiños a Maracaibo.
‒Monte y culebra es lo mismo que decir Maracaibo y San-
franco‒ replicó Toro.
‒Oye, tarado. Te estás refinando‒ agregó Quejana.
‒¿Por qué me lo dices?‒ preguntó Toro
‒Porque sin querer has utilizado, claro muy chifladamente,
un tema de la Literatura Venezolana: el monteculebrismo,

43
SANFRANCO V NIVEL

es decir la relación para bien o para mal que se articula te-


niendo dos sitios de enunciación: desde la metrópoli hasta
la periferia. El tema, nuevo para mí, se lo oí mencionar por
primera vez al Dr. Antonio M. Isea, Associate Professor de
Literatura Latinoamericana de la Western Michigan Uni-
versity.

‒¿Y tan lejos has ido?‒ preguntó el indio.

‒Pues no ‒ dijo Quejana ‒ conseguir la visa norteameri-


cana es un “cogeculo” vos lo sabéis bien‒ conocí al doctor
Isea en unos seminarios dedicados a la comprensión del
recetario de Novelas Fundacionales y nos dijo cosas muy
interesantes. Por ejemplo, que no todos los caraqueños
eran tan cosmopolitas como aparentaban ni todos los ma-
racuchos, sanfrancanos o perijaneros eran tan puebleria-
nos como lucían.

‒Bueno, cada loco con su emblema‒ dijo Toro.

‒Con su tema, tarado‒ contestó Quejana.

Por aquellos días El Crítico de Maracaibo y El Heraldo de


Sanfranco estuvieron atiborrados de titulares aciagos re-
feridos a Luis Hómez. Se apagaba su estrella. Algo grave
había. Un cometa fugaz era ahora su camino. Se diluía la
vida ‒dura por cada costado‒ se le estaba fregando, pues
lentamente esta iba fugándose de sus manos. Parecía una
certeza que ya no tendría posibilidades de correr por el ca-
mino que habría de llevarlo a dirigir el Estado.

La tía Ligia Elvira, en su decrepitud y desmemoria casi tota-

44
Julio Quijada Rincón

les, caminaba altiva por las calles de Sanfranco; cuando le


hablaron de Hómez musitó:

‒Cuando el pueblo lava llueve.

Marián, con el vestidito de vanguardia que la tía le hizo, iba


y venía de la mano de tía Ligia Elvira y por eso le preguntó

‒¿Qué quieres decir tía?

‒Nada chica, eso no lo entenderás tú.

En febrero enfermó la tía Ligia Elvira. Las cucarachas de sus


angustias salieron del oscuro onirismo de una pesadilla y
comenzaron a mordisquear sus figurines. El trabajo de las
bichas glaciales, en duermevela desde el cerebro de la tía
Ligia Elvira, fue lento pero efectivo; parecían funcionarios
de la alcaldía dirigidos por Charlisto el corrupto de Sanfran-
co.

Cuando llegó marzo, la tía Ligia Elvira comenzó a desempa-


quetar los mecanismos telepáticos de su muerte cerebral.
Cuando hubo terminado de leer los manuales comenzó a
olvidarse de todo.

‒Me muero, le dijo a Julián Quejana.

‒Tía, no diga eso‒ le contestó

‒No sé qué viene después de todo esto.

‒Tía, no sea impaciente ‒ le susurró Quejana‒ que cada día


“tiene su afán”

45
SANFRANCO V NIVEL

Cuando tía Ligia Elvira regresó al origen, al bajarse del au-


tobús celestial, sólo dejó una casita en Sanfranco con una
única puerta que daba al frente de unas negritas que pare-
cían trinitarias.
Julián Quejana vio al tío Mel llorar. El alma del avaro de Bal-
zac parecía haberse sentido de duelo. Lloró, Julián Quejana
dudaba de la veracidad de sus lágrimas, creyó que lloraba
el tío Grandet, porque al derramar lágrimas de cocodrilo
por su hermana, se compadecía de sí mismo. Sabía que
no tenía mucho tiempo para contemplar el aguacero bi-
tuminoso que se acercaba a las costas del mar Caribay de
Sanfranco.
Cuando Julián Quejana y Toro, ávidos de curiosidad, se re-
unieron tres meses después del regreso al origen de la tía
Ligia Elvira, acordaron introducirse con sigilo en su habita-
ción, sin que don Jesús ni doña Maruja se dieran cuenta
del plan, es más, se comunicaban por señas. El resto de la
familia Quejana tampoco podía saber nada.
Había tantos secretos en el cuarto de la tía Ligia Elvira: un
escaparate con sus alocados diseños para las damas de
Sanfranco, un joyero con boletas de empeño que daban
cuenta de que la tía Ligia Elvira estaba limpia: no había jo-
yas, no había prendas, no había ni siquiera creaciones de
fantasía. Un secreter con las fotos amarillecidas del doctor
Borges Duarte, copias vetustas de los poemas de Carmen
Catalina en cuya figura el poeta legionario se había inspira-
do a principios del siglo para escribir Corazón Romántico.
Julián Quejana y Toro leyeron muertos de la risa, no bur-

46
Julio Quijada Rincón

lándose del poeta ni de las locuras de la tía Ligia Elvira. El


poemita se hallaba escrito en letra preciosista de la tía y
aún se leía: / La calle me parece hosca y desierta / Cuando
miro tu ventana abierta / Ay cómo son las horas de pesadas
/ Sin el oro y el bien de tus miradas / y cómo tu lánguido
reír consuela / acójome a tu risa de chicuela / tu risa que
me suena a cristal fino / roto en la paz del Ángelus divino.
Las risitas nerviosas de Quejana y el indio reptaban como
machorros por el temor de ser descubiertos y también por
la colección de flores secas que rodeaba al poema.
La tía, en eso, sabía ser ridícula sin que nadie la hubiera
aleccionado, por eso, cuando su espíritu comenzó a sentir-
se subiendo y bajando las escaleras de la casa, los Quejana
presintieron la llegada del caos.
Julián Quejana y Toro, hicieron un aparte para olvidarse de
los apellidos sin lustre que se aglomeraban en la plaza de
almendrones de Sanfranco: intentaron no pensar en los
barletistas sin t, en los mantoyistas, en los alvaristas ni mu-
cho menos en la caterva que se unía para celebrar los infe-
lices versos del poeta rayista: un davalista había que no to-
caba la guitarra, rallaba queso. Personajucho de Sanfranco
había escrito un libraco de pésima redacción y enmerdado
estilo que llevaba por título: “Las mil formas de burlarse
del otro.” Y claro, el libraco era un fracaso total porque no
comenzaba por burlarse de sí mismo. Con su cara de bobo,
el davalista se las daba de dandy y de lechuguino y vivía en
pugna con todos. Burlaba burlándose pero tenía el tino de
no salpicarse con la hez que brotaba de su boca cuya puru-
lencia recordaba los efluvios de Sonrisita, Dios lo tenga en

47
SANFRANCO V NIVEL

la gloria, el golpe de ala del Cojo con su sobaco infestado


de golondrinos y la sonrisa amellada de Marbelis., oh dó-
minus boviscus, el culo te lo pellizco, amén, a vos también.
Andaba tan podrido el davalista y el olor no parecía brotar
de su cuerpo sino de su alma de sabandija, su boca tenía
la putrefacción de las verijas de Marbelis, el esperpento de
la distribuidora Villabrava del tío Mel. Nadie en Sanfranco
creía que el alma del davalista fuese tan asquerosa como
un nido de ratas, una cloaca a cielo abierto o una albóndiga
podrida.
Julián Quejana y Toro, olvidándose de todos y de todo, in-
sistieron en la búsqueda hasta que dieron con el baúl del
siglo, hecho de acero puro, tenía un candado. Sesenta años
de secretos había atesorados en sus arcanos: cartas de la
tía Ligia Elvira y el doctor Borges Duarte, facturas, recibos,
telegramas, instrucciones para entender manuales de figu-
rines norteamericanos e italianos y un librito forrado de
cuero que decía en la portada. “do not read it, it is perso-
nal.”
Desde Sanfranco se podían escuchar cada amanecer las
sirenas de los buques que atravesaban el mar Caribay.
Cuando don Jesús abordaba el remolcador en el lago de
Maracaibo, Julián Quejana regresaba conduciendo el che-
vrolito del viejo, un polvoriento y destartalado recuerdo de
Mayela, confundiéndose sus estertores con el tronido de
las embarcaciones.
Cuando sucedió el crimen de Marián, Teresa Logiacomo
había desaparecido hasta del recuerdo de Julián Quejana.
La casa de Sanfranco, tambaleándose por la molicie y el

48
Julio Quijada Rincón

desconchamiento de su estructura, comenzó a ser visitada


por las hormigas. Ya los espíritus y los fantasmas habían
alcanzado la mayoría de edad. Primero Mayela, un día de
santos, comenzó a vivir la vida de regreso al origen; des-
pués fue don Jesús cuando se dio cuenta de que se olvidaba
de todo. Su hígado, florecido hasta junio, se le llevó, como
en un temporal, el poquito de memoria que le quedaba.
Antes, la tía Ligia Elvira, había seguido haciendo bordados
y coleccionando figurines norteamericanos e italianos para
el resto de espíritus que se paseaban por la casa. Un buen
día dijo, serena y chiflada:
‒Pare cochero, aquí me bajo.
Luego fue Noraima Bendita cuando sin darse cuenta ni sa-
ber nada de nada comenzó a cantar las antiguas canciones
funerarias de Mayela, creyendo que nada sucedía, con los
pulmones perforados de polvillo gris y la sonrisa triste de
quien le canta loas a la enfermedad. No se vistió de es-
queleto como Mayela; pero su sonrisa, mustia por el relen-
te del olvido, se fue desgajando poco a poco. Tuvo Julián
Quejana que apelar al ocultamiento, a la palabra fingida,
para no decirle, lo que podía ser una verdad terrible, que
no había esperanzas. Noraima Bendita comenzó a perder
poco a poco la alegría que nunca tuvo. Julián Quejana se
percató, entonces, como siempre le sucedía, de que Norai-
ma Bendita tenía en su rostro ceniciento la proximidad del
viaje de regreso al origen.
Un día llegó a la casa Julián Quejana y consiguió a Noraima
Bendita en una colchoneta sucia y sin sábana. Tenía en su
mirada el signo inequívoco de la falta de alegría y de la infe-

49
SANFRANCO V NIVEL

licidad que siempre la acompañó hasta los cuarenta años.

Villabrava había transmitido el desdén hacia la otredad que


siempre caracterizó al tío Mel. Los parias del tío Mel, que lo
siguieron en la vida y en la muerte, ya se habían resignado
al ciclo eterno de la relación esclavo y amo.

No era menester la posesión de ciertos conocimientos


como psicología, conductismo, o filosofía medieval para
que Julián Quejana se diera cuenta de que algo sucedía.

Toro había considerado en sus refranes al revés el asunto


del olvido con su carga de sinsabores y su caminar en duer-
mevela que a todos nos asustaba:

‒Candil de la calle, oscuridad por dentro, sentenció con sa-


biduría Toro.

‒¿Qué quieres decir?, le preguntó Quejana.

‒Sólo se quiere a sí mismo, contestó Toro.

‒Es eso, por qué… ‒intentó decir Quejana.

‒Sí, eso explica muchas cosas ‒agregó Toro‒ no sé, quizá


sería asunto de profundizar en las causas genealógicas.
¿Será todo consecuencia de una tara fundacional? El indi-
viduo que se aísla y se crematiza en un afán individualista
no sólo olvida lo gregario sino hasta la misma familia. Se
olvida de padre, madre, hermanos, hijos y se concentra –
álter de Narciso‒ en su propio yo.

‒Te has hecho sabio, Toro.

50
Julio Quijada Rincón

‒Oh no, nada de eso.

Julián Quejana, conocedor de la evolución psicológica de


Toro, inútilmente creyó que su recién adquirida sabiduría
le serviría para algo. La amistad ‒jardín de soles sin en-
cuentro‒ se encargaba de mostrarle que los amigos, como
decía Exupéry, tienen su especie de tratado comercial. Sin
embargo, la amistad de Quejana y el indio se había afian-
zado sin el trato diario. Ya no eran los escolares del polvo-
riento Padre Vásquez; tampoco los adolescentes que a los
dieciséis años habían viajado desde el liceo hasta Sanfran-
co en una loca carrera con Néstor el salvaje, Sigfrido y su
híbrido y filial Radamés, Cabo, Giussepe Torcuato y el Gua-
jiro. En la plaza de Sanfranco, al igual que en la iglesia, con
el rostro despintado de Emmanuel, había signos del orden
y progreso acuñados un siglo antes.

Un día el gobierno trajo unos técnicos norteamericanos,


especialistas en la construcción de acueductos aéreos. Los
grifos manuales quedaban relegados a un pasado casi an-
tediluviano. Sanfranco pronto alcanzó el esplendor de las
más avanzadas capitales del mundo. Ahora no había que
esperar dos veces al año por la lluvia. Los habitantes de
Sanfranco gozaban de un intrincado sistema termonuclear
para hacer que la lluvia satisficiese los caprichos de poetas,
amantes o del ciudadano común y corriente, no cuando
Dios o la Naturaleza lo dispusiesen, sino con la mano del
hombre. De esa forma, sin tener que rezarle a San Isidro
Labrador, los habitantes de Sanfranco dispondrían del agua
y los aguaceros cuando les viniese en gana, cuando se sin-
tiesen poetas y no cuando al cielo le “pluguiese” como de-

51
SANFRANCO V NIVEL

cía el bardo rayista con la venia del supuesto sabio josegre-


gorista.
Sin embargo, el sistema termonuclear de lluvias apenas
duró tres meses. En marzo las calles de Sanfranco, llenas
de paseantes, vieron desaparecer las aguas no naturales
del cielo sanfrancano, las nubes se esfumaron y un ave ne-
gra que semejaba un escorpión volador atravesó callejo-
nes, veredas y en la plaza de almendrones algo mardició un
sonido grotesco: “hueco, hueco, hueco.” Una viejita arru-
gada en la flor de sus ochenta se persignó musitando “Ave
maría purísima, el pájaro hueco,” y le gritó maldiciones
como las que profería algunos cachicamberos imitando a
los maracuchos: “mardecío mardito andá vete pues”
El lago de Maracaibo se comenzó a petrolizar, los peces
desflorecieron reventados de indigestión bituminosa, una
costra verdosa fue naciendo en el centro del estuario: los
baraletistas sin t vivieron por muchos años para rememo-
rar la Tierra del Sol Amada que pasaba a “mardecida”, el
relámpago pestañeó acobardado por los estertores del
charco. Primero cayeron unas gotas sobre la capa vegetal
del agua, luego unos goterones arrancaron costras de do-
lor y ya no hubo peces en la luna ni en Marte, sólo anfibios
y sirenas muertos que agonizaban de vida, cardúmenes de
bagres mierderos fueron ahogándose de betún, manama-
nas, curvinas, bocachicos, incendiados de oscuridad con
sus tripas al sol yacían sobra la capa verde del agua.
La lluvia, no contemplada por los poetas ni los locos, arre-
ció sin terminar de caer. Los caminos de Sanfranco se en-
charolaron mientras el temporal arreciaba.

52
Julio Quijada Rincón

Julián Quejana y Toro creían haber leído lo que acontecía


en Sanfranco, pero, y eso parecía ser cierto, no sabían ni
tenían idea de haberlo hallado en el Crítico, en el Heraldo
de Sanfranco, o en cualesquiera de los diversos periódicos
que llegaban a la ciudad con el cantar monótono de los
gallos y las cigarras.
Lo cierto es que Teresa Logiacomo y Rana Collins se que-
daron en sus tierras: La primera fue vista por los amigos
de Quejana en un estadio de Bari, caminando hacia una
iglesia despintada y barroca y de la segunda sólo había car-
tas fechadas hacia treinta años que daban cuenta de una
adolescente y su hampster en los campos de Oklahoma.
Sanfranco, que por aquella época había ostentado un gran
esplendor en todos los órdenes, sintió el cataclismo del
Lago de Maracaibo, la lluvia bituminosa y los cardúmenes
desflorecidos. Primero se sintió la eclosión en la plaza de
almendrones: fue el agosto caluroso y de 40 grados al olvi-
do cuando se supo del regreso al origen de un hombre. Era
un verano con calles desiertas. Los titulares en el Crítico
trajeron bien temprano la mala nueva.
Luis Hómez, vencido por la fatalidad, pero triunfante de
mundos cósmicos, se había ido al amanecer, con su sonrisa
de cura sin hábitos, con la ingenuidad de su mirada, atada
al cordel de una causa, al compromiso de unos pasos: unas
flores rojas llevaban los camaradas entonando los cantos
de Alí Rafael Primera Rossell por la Calle Derecha. Nunca se
supo cómo ni por qué se pusieron de acuerdo los vendedo-
res de discos que lograron, al unísono, hacer resonar toda
la Calle Derecha con la voz de Alí, con el “puño en alto”,

53
SANFRANCO V NIVEL

“rosa roja” y los “tres metros de tierra liberada”.


Julián Quejana, escapado por un par de horas del caos
de Sanfranco, vio con sus ojos plenos de incredulidad la
nave postrera de Hómez. Entonces, por su mente voló el
recuerdo de sus palabras fugaces con el Primer Valiente
en la plaza de almendrones de Sanfranco. Lejos estaban
y lejos persistieron en una diáspora los ideales. Lejos del
cortejo, hacia distintos caminos, se fueron alejando casi
todos: Charlisto el corrupto, Julio Montoya, César Morillo,
Asdardo, los barletistas si t, deshonra de Rafael María, los
alvaristas, los mantoyistas, el Lagarto, el poeta rayista, el
supuesto sabio josegregorista y toda aquella caterva de
pillos, rufianes y malandrines oficiados por el davalista,
aquel de alma agusanada por la hez, el davalista del mojón
para señalar la ruta de la diáspora.
El padre Tardiff lo predijo en marzo cuando las calles de
Sanfranco aún no estaban embetunadas. Lo dijo e hizo
que se escandalizara la curia local presidida por monsieur
Gálvez y sus acólitos Márquez y Terín. Dijo Tardiff ardiendo
en cólera divina: “Mas ellos callaron, porque en el camino
habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor”
(Marcos 34: 9 ‒10).

54
Julio Quijada Rincón

III

Trinita Casado Alcalá, periodista de los correos sentimenta-


les caraqueños fue vista por Julián Quejana el día del bau-
tizo, venía engalanada de siglo, su piel transmitía la frescu-
ra de una centuria escribiendo los correos sentimentales
que casaron a medio mundo, incluidos los padres de Ju-
lián Quejana, menos a ella, por paradojas de la vida hasta
hacer que brotara invicto el drama fundacional, que por
supuesto doña Trinita, como todos le decíamos, no tuvo
tiempo de escribir, porque así como vino, un buen día se
fue y nunca más se supo de ella.

El tío Mel, alma y ruindad del Gandet, se hallaba presu-


roso para que ese “acto desagradable” terminase pronto,
mientras el padre Tardiff ponía todo en orden: las velas,
el incienso, el Cristo oxidado y desvencijado, el órgano de
las marchas fúnebres, polvoriento y decrépito, con el cual
se hizo acompañar ya casi nonagenario el padre Gálvez en
una misa de difuntos sin deudos.

El tío Mel trajo un cabo de vela triste; parecía que había


sido utilizado en múltiples liturgias. Trinita Casado Alcalá
‒al contrario‒ vino cargada de regalos de toda índole para
la familia Quejana: una pipa de marinero para don Jesús
Quejana, con un libro de epístolas sentimentales obsequió
a doña Maruja, un regalo traía y cada muchacho de la casa

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SANFRANCO V NIVEL

recibía y ‒el mejor‒ lo había destinado para el último crío


de los Quejana. Pero, con todo y la actitud espléndida de
la periodista cuyo correo del amor había unido a los espo-
sos Quejana ‒la tía Ligia Elvira, que para la época vivía en
posesión de su razón, recibió un presente de Trinita Casado
Alcalá‒ ya el mal estaba echado: el tío Grandet se salió con
las suyas y no le pagó el servicio religioso al padre Tardiff y
los Quejana tuvieron que correr presurosos para que la tía
Ligia Elvira los sacase del apuro
Sanfranco crecía a pesar de la presencia ominosa de los
apellidos ruines: sus primeras trescientas casitas, sin cer-
cado en sus porches, se levantaban airosas, con sus color-
citos pálidos, como desafiando a las fumarolas de la fábrica
de cementos Rama.
‒Estas casitas de Sanfranco son una muela picada‒ descar-
gaba su veneno el tío Grandet y no obstante en el cuarto
de la “muela picada” de los Quejana, habitación de Julián
Quejana se instalaba el pariente miserable con su hijo Luco.
Un día se asoció el tío Mel con su hermana Ligia Elvira: del
camión de la distribuidora Villabrava se bajaron cientos de
cajas de distintos tamaños, luego empotraron los anaque-
les en las paredes, colocaron la caja registradora, los estan-
tes, las neveras y la tía Ligia Elvira iba supervisando que la
tienda de abarrotes “marchase a la page” como le decía el
padre Gálvez a Julián Quejana.
Una mañana de marzo llegó un funcionario del concejo a
visitar el negocio de la tía Ligia Elvira. La ciudad, entre sus
múltiples hilos de burocratismo, pagaba a los hombrecitos

56
Julio Quijada Rincón

más infames y corruptos para que actuasen como sangui-


juelas en aquello de arrancar de los negocios más humildes
las rentas para el municipio. Cuando el hombrecito se fue
acercando, con su maletín atestado de papeles Julián Que-
jana no lo reconoció.

‒Muéstreme su permiso municipal‒ pidió el hombrecito.

‒Aquí tiene‒ dijo la tía Ligia Elvira.

‒El recibo de la electricidad

‒Tenga joven

‒Las facturas del último mes

‒Téngalas joven

‒Tráigame el recibo de agua

‒Tenga joven

El hombrecito, bien ataviado, con reloj de oro y zapatos


pulidos, fuera de sí porque la tía Ligia Elvira tenía cada cosa
que él requería, se mantuvo sin embargo inmutable, sin
alterar la picardía de su sonrisa hipócrita.

‒Muy bien doñita, la felicito‒ exclamó fingidamente.

‒¿Algo más joven?‒ inquirió con amabilidad la tía Ligia El-


vira.

‒“No, es todo”, pensó el funcionario, “esta vieja no tiene ni


un centavo para mis informes”.

57
SANFRANCO V NIVEL

‒“Pero si es Charlisto el corrupto”‒ por fin lo reconoció Ju-


lián Quejana. Sin embargo, aparentó no saber nada, pues
no le provocaba ni siquiera dirigirle un saludo y como el
tiempo se estaba poniendo lluvioso se acordó de las pala-
bras del profesor Paulo Quintana, el joven fonetista de la
Facultad de Lenguas quien una vez dijo: “Cuando llueve,
las cucarachas vuelan”.

Aunque Charlisto el corrupto no semejaba un asqueroso


insecto de endurecido caparazón negro metamorfoseado,
a Julián Quejana le causaba indignación estar cerca de él,
por eso se desentendió de la presencia desagradable de
Charlisto el corrupto; también ignoró la figura ominosa
del supuesto sabio josegregorista, el escudero simplón de
Charlisto el corrupto, figurín de novelitas rosas, esperpen-
to mitad mujer, mitad escarabajo, hombrecillo gris y se-
gundón, el hombre sin ideales en la página de Ingenieros.
¿Los había acaso en Charlisto el corrupto?

La casa de Sanfranco comenzó a desconcharse en su pesar


de un cuarto de siglo a cuestas: primero fueron las venta-
nas cuyos cristales daban paso a los búhos que llegaban al
pueblo, después la puerta de la entrada agujereada en el
centro por un hondazo que le pegó Luisito Galbán, cinco
años antes de que cayera eternizado en las páginas de El
Crítico de Maracaibo cuando enfrentó a los uniformados
de la ciudad y sólo un tiro noble bastó para que culmina-
sen las correrías de hombrecito sin ley ni Dios; las telarañas
fueron llenando los pasillos y corredores de la casa como si
el tiempo estuviese pasando realmente: al paso de cronos
seguía la polvoreada que se instalaba en todas las habita-

58
Julio Quijada Rincón

ciones cuando el excusado no volvió a bajar las horruras de


los últimos habitantes: el último de los Quejana, Marián y
sus tres hijos menores tenían que depositar la hez en los
diarios amarillecidos de Sanfranco, retretes volanderos de
las malas nuevas: el padrastro de Luisito Galbán también
se fue cuando el corazón se le explotó, años después del
día ruin cuando comparecieron en la prefectura la mamá
y el hermano de Luisito Galbán y Julián Quejana junto a su
madre.

Julián Quejana los había hecho citar porque el hermano de


Luisito Galbán violaba los linderos de la casa de Sanfranco.
Como “Pedro por su casa” propiciaba amanecidas vedando
el sueño de los Quejana, destrozando las flores del jardin-
cito con sus pisadas de bestia, profiriendo risotadas que
espantaban las palomas por el vergueral de palabrotas que
despedía el aliento de sus vergajazos. Orfebre de obsce-
nidades, el hermano de Luisito Galbán las despedía de su
boca matizando cada improperio con la bilis de su cerebro
y el líquido cefalorraquídeo de su estómago, entonces, las
palabrotas desfilaban en procaces efluvios de palabrejas
soeces, de vagabunderías obturadas en el albañal que cre-
cía en su mente, en tanto su chorro de orín turbio secaba
las flores del jardín.

Doña Claridad de Galbán, chiquitica como una pulga, se


desvivía en defender a su vástago que como buen herma-
no de Luisito Galbán se escondía en las faldas de su madre
aunque Luisito Galbán no hubiera hecho eso porque él era
diferente de su hermano. Luisito Galbán tenía tamaño y ce-
rebro de pulga, pero no era cobarde como su hermano, que

59
SANFRANCO V NIVEL

con una cabezota de cochino, rollizo y voluminoso como la


bola del gas, se hacía el guilimey. Por eso, Luisito Galbán,
tuvo un caminar fugaz y un destino de meteorito, desapa-
reció con la noche, noche oscura de olvidos y se hizo gas,
gaseoso, su estado sólido se volvió líquido producto del
paso noble del proyectil de los agentes del orden público,
su solidez se hizo líquida hasta alcanzar el estado gaseoso.
Su hermano, en cambio resistió, rollizo y todo voluminoso
hasta casi perder la delgadez de su sombra, porque no le
daba tiempo al sol de tapar la mole de su cuerpo ni dejaba
espacio su figura de camión para que las sombras llegasen,
pues el hermano de Luisito Galbán, cubría todos los espa-
cios de luz y oscuridad. En la claridad se desdibujaba su
figura como la de un elefante sin espíritu y en la noche era
tan pesado su andar que las sombras temían acercársele.

En la oficina de la prefecto toda la calma del mundo se agi-


taba entre cerros de papeles en desorden.

‒Tomen asiento‒ dijo la prefecto sin mirar.

‒Gracias‒ dijo Julián Quejana.

En silencio se sentaron el hermano de Luisito Galbán y su


madre.

Doña Claridad habló con rabia, venía ofendida porque los


Quejana –sin razón ni derecho, según sus palabras‒ habían
metido a su hijo en líos.

‒Mi hijo no ha hecho nada de eso‒ dijo con dignidad fingi-


da doña Claridad de Galbán.

60
Julio Quijada Rincón

‒Yo nunca he pasado más allá del portón de los Quejana‒


replicó el hermano de Luisito Galbán, como si un tocino
viviente hablase hacia la prefecto y los Quejana.

‒Bueno‒ dijo Julián Quejana –quiero decirle algo señora


prefecto, el hermano de Luisito Galbán no se ha metido de
nuevo en nuestros asuntos, ni ha traspasado los linderos
de nuestra casa desde hace unos quince días.

Julián Quejana ni siquiera pensaba, que con ese gesto de


sinceridad y hasta de benevolencia, estaba matando dos
pájaros de un tiro: Bajaba, por un lado la temperatura del
conflicto, entre los Quejana y los Galbán, y eso era bueno,
pues la paz de Sanfranco al sur del mar Caribay, se veía
amenazada por múltiples querellas: trifulcas, pleitos me-
nores, agarraditas, coñazas colectivas, riñas de galleras,
peleítas de borrachines en las puertas de los bares, como
en las que en otros tiempo protagonizó San Isidro en la Sin
Rival en el corazón de las Veritas de la Maracaibo del siglo
XX y por otro lado , sin darse cuenta, le había colocado una
inocente trampa a doña Claridad de Galbán, quien muy
ufana replicó:

‒Sí, mi muchacho no se ha metido de nuevo en la casa de


los Quejana.

Julián Quejana, ni corto ni perezoso le dijo a la prefecto.

‒Se da cuenta, señora prefecto, de que el hermano de Lui-


sito Galván sí nos ha molestado, sí traspasa los linderos de
nuestro cercado. Esta pobre mujer lo acaba de decir: “Sí,
mi muchacho no se ha metido de nuevo en la casa de los

61
SANFRANCO V NIVEL

Quejana”.
El hermano de Luisito Galbán ya no pudo decir ni pío, su
propia madre, respirando un desliz de descuido, le estaba
cavando una tumba a su medida a las bellaquerías y mal-
dades de su hijito de casi doscientos kilos. Era una lásti-
ma, que con una ligereza parecida no hubiese recogido a
tiempo los pasos equivocados de Luisito Galbán: una tra-
vesura de la infancia primero, tres pasos por aquí, cuatro
por allá, fare quatro pasi un mal giorno, una colección de
palabrotas en sus labios para dibujar su adolescencia efí-
mera, las ofensas al difunto Jorgito, Luisito Galbán las jus-
tificaba diciéndole: “no chico, ésas no son malas palabras
sino música” y para eso contaba con el apoyo incondicional
del padrastro, don Nastar Urreisllaga, quien había recogido
a doña Claridad de Galbán cuando cinco balas enterraron
al delincuente Prospecto Galbán. La viudita, al verse sola,
con el crío que le dejó el facineroso, se arrimó a don Nas-
tar Urreisllaga, empero, de tal palo tal astilla, creció Luisito
Galbán, como habría de hacerlo: abriéndose paso a puñe-
tazo limpio entre escolares, profiriendo vergajazos y nojo-
das entre los pillines de Sanfranco, por eso, la mañana que
Julián Quejana, abrió el periódico de Sanfranco y comenzó
a leer el ejemplar de atrás palante como lo hacían todos los
maracuchos y contempló el cadáver de Luisito Galbán en el
holograma de la edición de ese día, se percató de que esta-
ba leyendo en titulares sencillos una muerte ajena, decre-
tada desde la ultratumba del padre de Luisito Galbán y esa
no era ni sería historia de Sanfranco, sólo ‒eso sí‒ media
página de un día cualquiera que se quedaría en el olvido
de otros días.

62
Julio Quijada Rincón

La prefecto, trajeada de negro, con el cabello recogido y


sus facciones finas, elaboró una coacción de su puño firme
y letra preciosista en la cual establecía una interdicción ina-
pelable: el hermano de Luisito Galbán no podría traspasar,
como siempre lo había hecho, los linderos del cercado de
los Quejana.
Julián Quejana se sentía satisfecho, le había metido las ca-
bras en el corral al hermano de Luisito Galbán, había aca-
llado la soberbia de doña Claridad de Galbán. Los vio salir
de la oficina de la prefecto, iban como perros regañados,
cabizbajos y meditabundos. Julián Quejana hizo un esfuer-
zo para no reírse de la derrota que les había inflingido a
los Galbán, se acordaba de Toro, quién en su lógica al re-
vés habría dicho que los Galbán iban “meditabajos y cabiz-
bundos”. Julián Quejana sentía que esa victoria simple era
nada porque el hermano de Luisito Galbán no podía aspirar
ni a la condición de pobre diablo porque en su cabeza sólo
había humo, en su figura de IBM, había infinitas libras de
materia fofa, porque el hermano de Luisito Galbán consti-
tuía una descomunal materia fecal viviente, sobreviviente
de taras genealógicas de cuya culpa no se responsabilizaba
Nastar Urreisllaga ni la buena de doña Claridad de Galbán,
porque Nastar Urreisllaga sólo se limitaba a cumplir su
fingido papel de progenitor y doña Claridad de Galbán no
tenía ni la condición de sombra. En Sanfranco muchos pre-
sumían que las villanías de los Galbán, que condujeron an-
tes de los veinticinco años al paso en falso que dio Luisito
Galbán, sólo le venían por herencia del facineroso Prospec-
to Galbán enterrado por cinco balas a la misma edad que
tenía Luisito Galbán cuando se eternizó en el holograma

63
SANFRANCO V NIVEL

del periódico de la capital.

La otra página de un crimen en Sanfranco se escribió mu-


chos años después cuando ya Luisito Galbán se había con-
vertido en un muerto adulto.

Marián Jesús Quejana, tenía la costumbre ingenua de lla-


mar tíos a todos sus hermanos adoptivos menos al último
crío de los Quejana. Aun cuando no había en sus venas hi-
lillos de sangre Quejana, todos la consideraban una Queja-
na más. Guajira de una casta desconocida, Julián Quejana
sólo recordaba que la madre de Marián Jesús se llamaba
Matilde, había parido una lagartijita con todos sus órganos
completos y se la regaló a doña Maruja “para que la críe
como Dios manda y no le falte nada en la vida”.

Don Jesús Quejana y doña Maruja, que habían perdido a


su segunda hija por enfermedad piadosa, aceptaron de in-
mediato el regalo de la india Matilde. Doña Maruja la ob-
sequió con unas monedas y la india Matilde se las guardó
en su manta guajira de colores chillones, dio tres pasos y
desapareció para siempre.

‒Ve que no es una limosna sino un agrado‒ comentó doña


Maruja.

La india asintió con un lacónico ¡Aá Aá Aá! que doña Maru-


ja interpretó como un “está bien”.

La casa de los Quejana, que aún no se hallaba aguijonea-


da por la molicie y las desconchaduras, pronto pareció
revivir con las travesuras de la guajirita. Hasta la tía Ligia

64
Julio Quijada Rincón

Elvira despertaba de sus desmemoriados sueños con el


doctor Borges Duarte para enternecerse con las primeras
palabritas de Marián Jesús, quien apenas articulaba tres
palabras que a Julián Quejana le parecían mezclas de es-
pañol, italiano y guajiro. Cuando la guajirita correteaba por
los corredores de la casa de Sanfranco gritando “pucha la
mama”, “pucha la mama”, “pucha la mama” todos se sen-
tían conmovidos porque en sus ojitos guarichos saltaban
bulliciosos los pasos de una raza hacia un mezclaje de sue-
ños: barrio de Alitasía ‒flor del taparo‒ que Julián Quejana
había visitado con estudiantes y profesores de un liceo de
Maracaibo, chivos recorriendo en montaraces quietudes
los caminos resecos de la Guajira, sed inmemorial de una
raza no vencida por el alijuna u hombre blanco, resolana e
inclemencia del tiempo, la ardentía en voz del Dr. Luis Bel-
trán Prieto Figueroa, la majayura señorita, bella desde el
amanecer hasta las veintiún lunas de su último plenilunio.

Marián Jesús creció, diríase, desarraigada de su tierra,


pero en un hogar, al calor de una familia, con el amor de
unos padres, que para la época bordeaban las primeras
polvaredas de la ancianidad y el amor de sus seis herma-
nos a quienas llamaba tíos, con la excepción del último de
los Quejana.

Tal vez con el último de los Quejana cuyo apelativo no se


desconchó de la heráldica donde por mucho tiempo apa-
recieron los otros, acontecía algo simple: contemporáneo
con Marián Jesús se habían tratado más como hermanos,
por ser el último de los Quejana mayor, un poco más de
diez años, que la guajirita, Sin embargo, como el tío Mel,

65
SANFRANCO V NIVEL

quizá remedándolo en el inconsciente, imprimía toda la


rigidez de su carácter (o mal carácter) en tratar a la indi-
genita con una fortaleza conventual extrema; biblia y cul-
tos protestantes se juntaban a ciertos atisbos de moral en
cuyos resortes latían innúmeros un saco de casi infinitos
defectos que harían del último resabio del Grandet una
suerte de caballero medieval en lo externo: porte fino,
modales atildados, urbanismo decadente del siglo décimo
noveno (Carreño, bendito Carreño), tratados de cortesía
y maneras pulcras, cumplimiento de todo el escapulario
procedimental escolástico, mientras que en lo interno de
su ser se agitaban los fermentos hereditarios del olvidado
tío Grandet: el tío Mel parecía haber transmitido en vida y
muerte todos los horrores de una época. ¿Se pudrieron?
¿Se tornaron piches al contacto con la herencia de antiva-
lores del Grandet soberbio y proyectado al desprecio del
otro? ¿Transmitieron sus miserias Sonrisita, Marbelis y el
Cojo? Este último cuestionamiento parecía autodescartar-
se porque los tres personajes desdichados de la Distribui-
dora Villabrava constituían resortes de la ilusoria grandeza
del tío Mel: víctimas.
Julián Quejana, sin la lógica enrevesada del antiguo com-
pañero del liceo, es decir, sin la aprensión locuaz de Toro
para hablar al revés, se hacía su propia lógica de la vida y
del mundo. El rigor mortis en vida del último crío funda-
cional de Sanfranco, desgajado del sentido fraternal, ora
páter, ora máter, nihil novum subsole, no era su leit motiv.
Ahora, lo esencial estaba en reconstruir los espejos que-
brados por muchos, por causas desconocidas: Sanfranco,
olvidado por otros, le daba a Julián Quejana varias pers-

66
Julio Quijada Rincón

pectivas: la casa aguijoneada por la molicie, los espíritus de


Mayela, la tía Ligia Elvira, el capitán Quejana, la soberbia
del tío Grandet, el primo Luco; todos entrando y saliendo
a diario, husmeando por entre las paredes, el descontar
de pasos hacia el 25 de febrero cuando dos balazos efec-
tuados por un sicario hicieron volar en pedazos los sueños
de Marián Jesús: las catorce chicas corriendo en estampi-
da, vil intelecto del mal debió de sentirse tranquilo, pues
hasta la Sierra Maestra no volvería la guajirita en busca de
los pañales, la leche y las moneditas para su bebé: no ha-
bía fiscalía, policías, embargos, ni amenazas. La conciencia
empezaba a hacer la siesta.

67
SANFRANCO V NIVEL

IV

Cada día Sanfranco amanecía con sus calles mojadas, pero


no con la lluvia que podría contemplarse desde los cristales
empañados de una casita en un pueblo de los Andes, San-
franco, entonces, despertaba con sus caminos embadurna-
dos del betún oleaginoso que tapizaba todos los senderos
con una mancha de ébano.

‒El petróleo acabará por hundirnos‒ sermoneaba el padre


Tardiff a la feligresía de San Juan cuyo portón sin heráldica
empujó como ariete el tío Mel el día del bautizo treinta
años atrás.

El tío Mel seguía desde el más allá empeñado en la pro-


ductividad de la Distribuidora Villabrava, pero en la tarea
de siglos que planificaba con obstinada paciencia, amén
de soberbia y malas pulgas, se hallaba solo, inmensamente
abandonado porque el Cojo, Marbelis y Sonrisita después
de tres muertes seguidas e igual número de resurreccio-
nes, se habían alejado para siempre del ominoso Grandet.

Mayela, siempre al lado del primo Luco, no quiso volver a


visitar al tío Mel ni en la vida ni en la muerte.

‒Papá no cambiará nunca‒ le había advertido el primo


Luco.

68
Julio Quijada Rincón

‒Sí, ese tío es patético‒ respondió Mayela.

‒¿Por qué lo dices?‒ preguntó el primo Luco

‒Porque cuando estábamos vivos‒ contestó Mayela –re-


cuerdo que un día, pasando vacaciones en su apartamen-
to, yo estaba muy apurada, pues debía llegar a una cita en
diez minutos y la distancia era muy grande. Como vi que el
tío iba saliendo lo atajé en el garaje y mientras conducía su
Mustang en retroceso le pedí que me llevara a donde yo
tenía que ir. El tío me contestó que estaba muy apurado,
que no tenía tiempo, en fin, tuve que emprender la cami-
nata que me tomó casi media hora y cuando iba llegando,
sabes qué, el tío pasa a mi lado y me echa un cornetazo,
sonriente, muy feliz.

‒Qué ruin, qué rata‒ musitó el primo Luco‒ a mí me las


hizo peor, me llamaba vago, decía que yo no servía para
nada y que yo no tenía futuro.

Julián Quejana, ajeno al coloquio que sostenían en el más


allá, guardaba en su corazón recuerdos negros del tío Mel.
La tía Ligia Elvira tenía su genio, su ridiculez del siglo, sus
pesadillas con las cucarachas nevadas y hasta su flema in-
glesa adquirida de malas lecturas de los manuales y figu-
rines norteamericanos e italianos pero no parecía tener la
mala intención del tío Grandet cuyo acaecer genealógico y
de maldades ocultas pareció heredar mucha gente de San-
franco.

La casa ya se hallaba aguijoneada por la molicie. No se pa-


seaban esas cucarachas lunares, las había de oscurecido

69
SANFRANCO V NIVEL

caparazón que se metían por el fogón con su llama eterna,


saltaban, describían giros y oscilaciones desde las paredes
desconchadas del baño hasta sumergirse en el excusado
clausurado desde la época del capitán Quejana. Cuando el
viejo al fin emprendió el viaje hacia el origen les advirtió a
sus hijos que no debían hacer esfuerzos por prodigarle te-
rapéuticas inútiles ni viáticos que viajaran a vapor como re-
cordaba haberle oído decir al poeta de Cumaná, no quería
nada de eso, sólo que hiciesen los cálculos para asegurarle
un velorio decente en una funeraria metropolitana, donde
hubiera varios coches fúnebres para el catafalco y las flo-
res. Las cucarachas nadaban un buen rato en el retrete en
clausura, caminaban para secarse sus caparazones y alas
en los trapos sucios que aún había en lo que fue la alcoba
del capitán Quejana y doña Maruja, después de recorrer el
cuarto donde pasó sus últimos días Noraima Bendita can-
tándole loas a la enfermedad, sumergida en la ruina y en la
sordidez de su condición de pre difunta, erguida en la mi-
seria del otro que la veía como un ser inferior, condición de
otredad que hacía de la hipocresía una mirada sin piedad
hacia Noraima Bendita, un autoconcepto de falso profeta,
recetario de cánticos protestantes en mano, breviarios de
ojos ciegos a la caridad humana, Noraima Bendita se moría
sin cantar nada porque los cantares no podían ser quejidos
lastimeros de un ser que marcaba su agonía mientras el
tono menor, falso como una moneda sin cara ni sello se
desentendía en medio de una pretendida rectitud moral
que no convencía al atolondrado de Julián Quejana, de que
la supuesta rectitud del Grandet, molida por los dictados
de una lex dura lex, con abalorios de hipocresía, leyes for-
jadas para desconocer al otro, leyes malditas que ensober-

70
Julio Quijada Rincón

becían al hombre para que se olvidara del padre , del hijo


y se cagara con la mierda genealógica de oscuros siglos en
lazos de familia: “Se cagará en el padre, en el hijo y hasta
en su puta madre” Había dicho el colombianito que traba-
jaba en El Patiquín. Por eso, Julián Quejana, no se extrañó
al ver las cucarachas pasearse invictas por la que fue su
habitación, luego fueron bajando por las escalinatas de la
casa, cruzaron a la izquierda, se introdujeron sigilosas en
las estanterías que en el siglo pasado mandó construir el
capitán Quejana para el negocito de variedades y cervezas
tapadas que don Jesús regentó con el apoyo de Julián Que-
jana. “Para que no nos muramos de hambre” solía repetir
don Jesús delante de Julián Quejana. Las cucarachas iban
sorbiendo los líquidos de las botellas y gaseosas y entonces
se indigestaban de aburrimiento mientras el álter del tío
Grandet procedía sigiloso a efectuar el arqueo y la contabi-
lidad de sus fluxes de colores variopintos, de sus chaquetas
como arco iris, por centenas, los maletines para cada oca-
sión, el agua florida por docenas, el after shave, infaltable
para que siguiese pareciendo un noble ´enfant en tanto su-
bía al peldaño que lo aproximaba a los cuarenta.

Julián Quejana no podía evitar el recuerdo del capitán


Quejana, alejándose tras el tronido del remolcador que
nos despertaba a todos en Sanfranco con la misma pun-
tualidad del pito de Rama a la hora del burro.

¿Para qué me viene a ver ese tío?‒ había proferido el viejo


con una rabia acumulada por treinta años. Sin embargo ya
su memoria se oscurecía por los setenta años a cuestas,
dado que no había espacios para ejercitar los recuerdos.

71
SANFRANCO V NIVEL

Julián Quejana, sentía curiosidad por volver a la habitación


de la tía Ligia Elvira. Una década atrás, se acordaba, ha-
bía ingresado en el cuarto con Toro. Sus risas y sus pasos
asustados los llevaban a las cartas de la tía; un sobre lleno
de polvo con una inscripción borrosa que los remitía a los
datos casi olvidados por todos, 1972: El bautizo.
Doña Trinita Casado Alcalá contradecía sin ella quererlo
dos cosas que había en su vida como una constante: su
primer apellido hacía juego binario con su otoñal soltería,
otro tanto se agregaba, por ironías de la vida también, a
ese mismo primer apellido: nunca fue casada ni casande-
ra, sino solterona impenitente de las que vistieron santos
per secula seculorum y por oficio eterno tuvo y mantuvo la
redacción de los correos sentimentales, que en la capital
habían hecho furor a mediados del siglo XX.
La vida, cruel en sus vueltas, no achicopalaba el espíritu
de servicio de esa dama cuyo hálito se había convertido en
una fuente para que Eros hundiese sus flechas en muchas
almas gemelas que Trinita cazaba al vuelo, las unía en los
espejos de las esquelas sentimentales que a diario llega-
ban a su consultorio sentimental. De esos experimentos
un día seleccionó dos misivas: don Jesús Quejada escribió
solicitando alma gemela para aliviar la pena de un amor
prematuro y doña Maruja cayó, mordió el anzuelo.
Doña Trinita Casado Alcalá no podía ser culpable ni del no-
viazgo, ni de la boda ni de mucho menos del bautizo cuan-
do se iniciaba el año 72 del siglo.
Julián Quejana estaba convencido de que Trinita había sido

72
Julio Quijada Rincón

un alma buena que cumplió a cabalidad su obra en la vida


y en la muerte porque en el más allá había extendido una
oficina celestial de correos del corazón que en nada se di-
ferenciaba de la que había dirigido en la capital.

El tío Mel no podía haber adquirido todas sus ruindades


de la bondad de Trinita, don Jesús Quejana tampoco ha-
bía aportado genes de maldad ni de egoísmo. Si había algo
en él, podía ser una mezcolanza de lo ligado a la turbidez
genealógica quizá improbable para la ciencia. Después de
seis esfuerzos en diferenciados intervalos de años, en le-
che piche mezclada con orín, se había aunado a una doña
Maruja, adolida por una severa peste de nervios, luego del
penúltimo día de verano, un espécimen fundacional: el
mismito del recetario que el Dr. Isea había mostrado, con
las pinzas de las literaturas en muchos artefactos cultura-
les ‒ novelas‒ cuyos ingredientes estaban constituidos por
el incesto, el crimen, el letrado, la mezcla de la sangre y el
archivo.

Julián Quejana no se cansaría de agradecerle al doctor Isea


por haberle enseñado a preparar su recetario, claro, no
ansiaba escribir una Punta de Raza como había intentado
hacerlo Solar ni tampoco tenía los elementos ni las técni-
cas para construir aunque fuera un cadáver exquisito: En
Sanfranco se hallaban las claves para que Julián Quejana,
armado de sueños y literatura, intentara no la gloria de los
siglos por la cual caminaron Shakespeare y Cervantes, por-
que él sabía que jamás estaría en sus manos resolver el
porqué de actitudes suicidas en modernos Romeos y Ju-
lietas ni tampoco estaba dispuesto a reeditar todo el refra-

73
SANFRANCO V NIVEL

nero del siglo cervantino, del cual no había aprendido más


allá de vaquillas y soguillas.
Además ¿Qué sentido tenía ir en pos de los molinos de
viento que había visto en El Perú, caserío perteneciente a
los linderos de Sanfranco si su historia tenía apenas dos
molinos oxidados?
El crimen de Marián Jesús, la guajirita en adopción de los
Quejana, tenía todos los elementos para convertirse en un
cangrejo: dos certeros balazos ejecutados por un anónimo
sicario acabaron de súbito con las esperanzas de una joven
madre soltera quien con sólo contar veintiún años había
traído al mundo tres niñitos que se quedaron huérfanos
para siempre: Noriana, María Angélica y Marío Alberto, de
ahora en adelante sólo tenían en el iluso tío Julián Quejana
y su pluma ansiosa de quitarle el óxido a este primer moli-
no para que las autoridades de Sanfranco se convencieran
de que una guajirita que parecía un ser desvalido, sin pa-
drinos, sin recursos económicos ni posiciones sociales en-
cumbradas tenía en el hermano de crianza, el iluso Julián
Quejana de una novela nunca antes escrita, el alguien que
desde el más acá velaría para que en su sueño del mas allá
llegaran las noticias.
Julián Quejana, en busca del otro molino, no tenía miedo
porque en su ser había la fortaleza de una estirpe no qui-
jotesca, si bien en las páginas de Cervantes halló un día
su apellido mezclado entre los cruzamientos de Quijada,
Quesada y Quejana: tenía entonces un ideal, develar toda
la herrumbre institucional que se enquistaba en torno al
crimen de Marián Jesús en instituciones policiales impa-

74
Julio Quijada Rincón

sibles cuando el muerto no tenía dolientes. Su accionar se


removió un día al escuchar las palabras del maestro Cam-
panar, su primer ductor de Literatura Venezolana:
‒Este país es un caos indigno de parecerse a París.
‒Así es‒ replicó Julián Quejana‒ no hay vida ni en gobierno
ni con revolución. Las instituciones viven entre el caos y las
tinieblas, no hay motivación ni superación. Pareciera que
marcháramos contrarreloj, yendo deapatrás, en un vaivén
de atraso: polilla y herrumbre en las escuelas, moho e in-
disciplina en los liceos, las universidades en paro cardíaco,
los ladrones son los policías, los policías son los ladrones,
sueldos infames en todos los rincones patrios, baja autoes-
tima porque el país terminaba en zuela como mujerzuela,
los sueldos por la escalera y la vida cara por el ascensor y
el dólar, nuestro dolor mayor, empequeñeciendo nuestro
signo monetario.
Los hospitales en duermevela, agonizaban de fachadas
impolutas con la barriga vacía, sin remedio ni nada, cuer-
pos policiales cuyos tentáculos remedan mafias que hacen
palidecer a La Cosa Nostra: policías insensibles del dolor
ajeno ¿A quién le puede importar la suerte de tres infantes
en la orfandad por el crimen de Marián Jesús? ¿Por qué
se tiene que dejar impune un vil asesinato? ¿Es acaso por-
que la difunta era guajira y no tenía dinero, ni posesiones
económicas? Fiscalías anómalas confundiendo buenos con
malos y malos con buenos, jueces inmorales y venales, pi-
llos por doquiera, la corrupción alzando vuelo por todos los
rincones de la patria ayer, hoy y siempre.”Ea pues señora
abogada nuestra”, esto no debería continuar así, todo con

75
SANFRANCO V NIVEL

un precio, todo tarifado, la justicia, en pequeñito. encegue-


cida, asordada y enmudecida.

Febrero había llegado entre las carrozas con las reinas que
se ataviaban de papelillos y carmines. Las máscaras ocul-
taban los rostros, pues había beldades y fealdades que se
mezclaban en el bullicio de las calles de Sanfranco.

El padre Vásquez no había sido visto en la procesión porque


–como el Matusalén de Sanfranco‒ vivía la tercera infancia
del siglo insistiendo en desempolvar Zagales y Zagalines.

Julián Quejana lo vio una mañana antes del carnaval y le


pareció que si bien conservaba la lucidez de hacía treinta
años tenia la certidumbre de que el curita andaba más dis-
traído que una mula, empecinado en mantenerse en sus
trece, detrás de la sabiduría y la sencillez, cuando se le pe-
día un favor.

Julián Quejana lo había visto por primera vez en el liceo


y, ahora, le parecía que el curita y la sabiduría a menudo
transitaban por aceras opuestas. No sabía el porqué de ese
divorcio entre lo humano y lo divino en el prelado. Sin em-
bargo, en los caseríos y villorrios de Sanfranco, el cura era
considerado un apóstol de la fe, un guardián de los valores
del catolicismo y un prelado a punto de ser canonizado en
vida por el Sumo Pontífice, aunque en lo real de la vida fue-
se todo lo contrario, un ser espectral, devenido quizá de un
poema en prosa de José Antonio Ramos Sucre.

‒Vengo a hablar con usted‒ le dijo Julián Quejana.

76
Julio Quijada Rincón

‒No tengo tiempo‒ contestó el sacerdote.

‒Es urgente‒ insistió Julián Quejana.

‒Nada es más urgente que la vida y la muerte‒ dijo el cura


con una rara sabiduría‒ y ambas esperan.

‒A veces ninguna de las dos espera ‒replicó Quejana‒ y


recordó la parla descocada con Toro.

‒Sí pero no tengo tiempo.

‒Ni para un viejo alumno del Padre Vásquez.

‒Ni para Dios mismo, hágame el favor y dispense.

‒Ah muy bien. Entonces no le interesará saber que tengo


una encomienda para su sobrina Prisca Vásquez, ésa que le
ha cantado una bella gaita‒. Adiós y muchas gracias padre.

‒Espere. vaya hasta la esquina del liceo, doble a la izquier-


da y al final de la cuadra encontrará la casa‒ contestó el
curita de dudosa sabiduría

Julián Quejana había escrito dos notas periodísticas en ho-


nor de una dama cuya tierna voz removía los cimientos de
Sanfranco. Le parecía una soberana injusticia que la joven
gaitera no hubiera sido galardonada con el primer lugar en
el último concurso gaitero de la ciudad. Quería llevarle sus
notas de prensa y conocerla. Con el gesto, muy humilde-
mente, Julián Quejana deseaba alabar lo que muchos mio-
pes habían desconocido.

77
SANFRANCO V NIVEL

La reina lo deslumbró por su sencillez y hasta le agradeció


con un beso y una sonrisa por sus palabras desplegadas
con honra y virtud en tinteros y tinterillos sobre su trayec-
toria.
Pasaron los días y no la volvió a ver, sin embargo Julián
Quejana conservaba el recuerdo de la reina y le pedía a
Díos por su voz de tonos celestiales y, por sus talentos que
algún día cosecharían los mejores lauros.
El 25 de febrero era el último día para muchas cosas en la
vida de Julián Quejana; un e‒mail descortés del profesor
Bikcor Carroña le había amargado la bilis, pues una serie
de notas sin respuestas de Julián Quejana para el maestro
Carroña tenían el propósito de llamar su atención.
‒Julián – me preocupa esta situación‒dijo el maestro Ca-
rroña desde el otro lado del hilo telefónico.
‒Tú la generaste. Es que crees que a las personas se les
puede tratar como números.
‒¿Podemos hablar mañana?
‒No hace falta, le haré caso a tu mensaje, no habrá maña-
na. Lo que dejamos de hacer o de decir, lo que acertamos
o erramos, ha de quedarse en el limbo. Me siento honrado
de haberte dado una lección. El ser humano es sensible y
la otredad es implacable.
‒¿No hard feelings?
‒No, Carroña, no habrá sentimientos hostiles.

78
Julio Quijada Rincón

Julián Quejana prendió su automóvil con la satisfacción de


haber aleccionado al maestro Carroña. Carroña le había
escrito con displicencia un mail infame cuyas líneas Queja-
na olvidó bien pronto. Quejana no conocía el porqué de la
conducta despreciable del maestro Carroña. Conjeturaba
acaso el rigor de sus evaluaciones, barruntaba algunos de-
cires de condiscípulos falaces que quizá lo habían malpues-
to con el preceptor, no llegó a sospechar de algún ama-
neramiento o falofilia del maestro del gay saber, pero se
sintió tan herido en su amor propio por la miserable esque-
la tecleada del otro lado, desde la frialdad de una máquina,
que llegó a considerar basura literaria todas las prédicas y
consejos recibidos del maestro Carroña y entonces Julián
Quejana volcó toda la cicuta de una prosa lapidaria en con-
tra de la insensibilidad del maestrucho. Carroña remedaba
indigesta comida de gallinazos en su patronímico, era un
ser pusilánime, inmerso en las miserias de cuatro lecturi-
tas mal aprendidas, hombrecillo que jamás podría juntarse
hombro a hombro con las glorias de Rodó, Semprum ni –en
pequeñito‒ de Isea.
Días antes del 25 de febrero el maestro Campanar, entu-
siasta promotor de literatos desconocidos bautizó un libri-
to de poemas cuyo autor dedicó un poema a Julián Queja-
na. En Geografía Extraña, Quejana se inmortalizaba como
para nadie, convencido de que nada de eso iría lejos pues
no era cuestión de andar en busca de los demonios dormi-
dos para despertarlos con el halo mágico de las palabras
sino que lo que no transciende, se queda ahí en la mise en
scene después que el champán se ha evaporado y los co-
mensales, hartos de trinchar las exquisiteces, van de regre-

79
SANFRANCO V NIVEL

so a sus hogares y el poeta y su libro a dormir sus olvidos.


En el bautizó el maestro Campanar elogió la cadencia y la
apuesta mundial del libro, alabó la filigrana. El público pa-
recía prestar atención a las palabras, sin embargo, las copas
subiendo y bajando, los eructos disfrazados de bostezos, el
disimulo para atrapar los pastelillos, las bocas atestadas de
fiambres parecían decir otra cosa: Campanar disertaba in-
vestido de la prosa faculta del centauro de los géneros, la
gente tragaba las exquisiteces en cámara lenta.
Julián Quejana vio en el fondo del auditorio al profesor Ca-
rroña y cuando trató de saludarlo, el maestrucho, respon-
dió encarado. Quejana pensó: “Qué bicho raro”.
El bautizo del libro finalizó entre las ovaciones hipócritas
de la sociedad culta. Julián Quejana se sentía asqueado de
tantas palabrejas y ripios vocablos a propósito del acto no-
velizante de escribir sin ton ni son lo que los divinos maes-
tros habían intentado con más éxito y menos aplausos: es-
cribir y nombrar la región desde la vastedad y el atisbo de
respirarla desde afuera. La esencia del bitumen en los cam-
pos de Mene, el drama de los guajiros en Cojoro, San Ra-
fael del Moján y Alitasía con el desliz positivista de hurgar
en lo racial un supuesto mezclaje en pos de una pretendida
superioridad sobre una idéntica tierra o quizá ir armando
y desarmando el poema del lago asaltando la luz mustia
del relámpago del Catatumbo. Calló el maestro Campanar
eyaculando sus últimos adjetivos, comenzó el champán a
burbujear en las copas sedientas, los tequeños y los trin-
chos de carne empezaron a volar por los aires, trescientas
manos luchaban por la posesión de un pincho. Los chori-

80
Julio Quijada Rincón

zos se esfumaban entre eructos y comentarios soeces. El


libro bajó del altar y volvió al anaquel. Carroña enmude-
cido contemplaba el espectáculo con su mirada de seño-
rita de bien. Julián Quejana se compadecía de la pobreza
humana de Carroña cuyos casi infinitos títulos y doctora-
dos no parecían librarlo de una posible carga de frustra-
ción. Había dos sentimientos opuestos en Julián Quejana
y éstos permanecían en su mente. El maestro Campanar,
laudatorio de ciertas high societies, era sin embargo más
humano, menos conflictivo, un hombre con su brillo impo-
luto que parecía estar destinado a nunca subir más allá del
aire tutelar de una ciudad apolillada con sus muertos en
duermevela. Si había algo reprochable en su conducta na-
die podría osar un intento de J’ accuse. Julián Quejana re-
memoraba las palabras de un gringo voluminoso a finales
del año 92: “Every man has a price”. Carroña, organizado
como un Oscar Wilde Moderno, con sus tractatcs de au-
tobiografía y sus ocultamientos secretos que le volaban el
inexistente brillo, había defraudado la confianza discipular
de Julián Quejana, la tarde del 25 de febrero cuando el si-
cario aterrorizó a las catorce chicas que chachareaban sus
cuitas y le administró a Marián Jesús Quejana, hermana en
adopción de Julián Quejana, dos certeros plomazos: uno
la raspilló, parece ser, comentaron algunos curiosos, “fue
apenas un roce entre la finura del aire de la noche en San-
franco y la fragilidad del hombro derecho de Marián Jesús,
el otro sí”, “ése sí fue certero” dijeron muy quedo algunos
hijos de vecina de la calle El Zamuro de Sanfranco, “ese si
fue mortal, le vació de un solo mamonazo todo el aire de
los pulmones”, dijeron otros coñoemadrescamente. “Dios
mío, ¿que haría esa muchacha para que la borraran de la

81
SANFRANCO V NIVEL

vida tan injustamente?” conjeturaban algunas viejitas de


carrillos decrépitos por el sol mustio de Sanfranco.
No habría respuestas de nadie porque así transcurría la
vida en Sanfranco en particular y en el país en general. El
silencio era una misa rezada por la insapiencia del padre
Terín, un servicio religioso para salvarse de una luz roja co-
mida por su Volkswagen cuando predicaba el evangelio de
Marx y Cristo en los barrios bajos de Sanfranco mientras
el padre Gálvez, docto y con olor a velas, tocaba el piano
polvoriento a misa de difuntos sin deudos.
Ni democracias ni revoluciones devolverían la paz de San-
franco, comarcas aledañas, el municipio sureño entero, el
estado a plenitud, la capital toda ranchos y smog o el país
de cuerpo entero porque nada parecía funcionar aunque
todo, como en un poema surrealista, marchaba .
“Si se acabara la pobreza habría paz y progreso en el país”,
habían anhelado generaciones de Quejanas que le die-
ron vuelta al círculo genealógico inmutable: nacer, crecer
y morir, y Sanfranco seguía igual con sus trescientas casi-
tas apelotonadas en las cercanías del mar Caribay, con sus
muertos de todos los días, sus gallos de peleas como coro-
neles desvencijados por el olvido, su plaza de apellidos roí-
dos por ambiciones: basketbolistas, fumadores de hierba
maldita y evangélicos, pues Sanfranco era una microcefalia
del país.
Cuando el bautizo del libro anunció el fin de la jornada,
Julián Quejana pensó: “El libro bajará del altar y volverá al
anaquel de donde no volverá a salir. Allí quedará sellado

82
Julio Quijada Rincón

por el polvo y la noche. Las ‘exquisiteces’ satisfarán todas


las hambres de hombres, mujeres y niños cultos y refina-
dos y al final de la jornada todos volverán a sus casas. Y al
otro día será retratado el acto por los croniqueurs de pro-
vincia y uno que otro capitalino con aires de perdonavidas”
Entonces dirigió su mirada al esperpento Carroña y asoció
su malévolo desencuentro con la tarde del 25 de febrero.
Julián Quejana intentó contactar al profesor sin éxito. Que-
ría que le aclarara algunos interrogantes. Carroña callaba,
desde el otro lado de su silencio había búhos y lechuzas
picoteándole algún lado oscuro de su personalidad. Julián
Quejana ya no deseaba su amistad ni nada que le recorda-
ra su oscurecido magisterio, pero sí le quería decir cuatro
vainas bien dichas, como se profieren los insultos entre
hombres y si se le alzaba –más le valiera que no‒ asestarle
un par de coñazos así le costara una nota por el fault pas,
sin embargo, el maestrucho no daba la cara. Julián Que-
jana se valía de todos los recursos de la época: primero
le envió un saludo en clave morse, después acudió al te-
légrafo y su mensaje fue lacónico: “Carroña te espero en
el campus de la facultad, coño ven, es urgente”, después
le faxeó tres “Carroña ven” con las pausas y los intervalos
que la máquina imprimía. Después se injertó en el tráfico
congestionado de la web y su mensaje fue esta vez ina-
pelable: “Carroña, si no vienes haré con tus libros una fo-
gata en el campus, la vaina que le echaron a don Quijote
el cura y el barbero se quedará pequeña al lado de lo que
te haré. No te quedará ni un hueso sano de tu pretendida
sapiencia. Si lo dudas, quédate en tu casa, apoltronado en
tu mariconería, quédate en tu silencio, quédate en tu co-
modidad pequeño burguesa”. Las manos de Julián Quejana

83
SANFRANCO V NIVEL

temblaban mientras tecleaba los mails carroñeros. Por úl-


timo cuando se quedó sin centavos para el alquiler de las
líneas web, se serenó, tomó sus libros y se dijo: “Ese ma-
ricón debe de estar temblando como una rata”. Entonces
se fue al campus de la facultad, se sentó alejado de todos
los ruidos del mundo cercano. Se dijo: “Esa lombriz tiene
que caer”. Pasaron las horas, dieron las dos, las tres, las
cuatro, las cinco y las seis. La tarde fue desapareciendo y la
rabia de Julián Quejana también. Se dijo entonces: “La in-
mundicia esa se da el lujo de no venir o se está acicalando
como una señorita”. Entonces Julián Quejana se convenció
de que el maestrucho Carroña no vendría “Tiembla como
una cucaracha y no vale la pena seguir jugando al gato y al
ratón, bastante cagao debe de estar” pensó, así que Julián
Quejana, sin sentirse derrotado, saboreaba la posesión de
un pequeño triunfo. Le había movido el piso a las displi-
cencias del maestrucho Carroña. Lo había aplastado como
a un insecto y llamara o no, se comunicara o no, viniera o
no, Carroña no valía la pena porque ni hombre podía ser
quien se ocultaba, ni hombre podía ser quien no daba la
cara, cómo estaría tembloroso que las manos no le habían
dado para marcar el celular de Julián Quejana. Con el ab-
surdo de la espera cuando Julián Quejana se percató de
que el maestrucho Carroña no vendría. “A ese maricón no
lo seguiré esperando”, pensó, entonces, ahora sí, encendió
su automóvil y comenzó a conducir con lentitud hasta salir
del campus. “Carroña no vale una arrechera más”, se dijo y
partió sin satisfacer su empresa de venganza.
Cuando el auto enfilaba hacia Sanfranco Julián Quejana
prendió el radio y se quedó vacilándose un jazz. En eso la

84
Julio Quijada Rincón

rabia desapareció porque a veces ese sentimiento hostil lo


invade todo y nubla la mente y entonces si uno se queda
poseso del descontrol puede cometer una locura de la que
algún día se arrepentiría, lo malo, lo reprochable no resi-
de en el instante de la locura, lo vil estriba en permanecer
en una idea fija. De ahí todos los estudios de la psicología,
todas las horas utilizadas en la forma de hallarle sentido
a unas ideas, los segundos en el desván del psiquiatra, no
podían ni debían conducir a Julián Quejana hacia lo abyec-
to.

El jazz invadía la cabina del auto de Julián Quejana lo cual


unido al aire climatizado de la unidad lo indujeron a des-
echar caminos equivocados. No tenía sentido asesinar a
Carroña y con la misma arma apagarse las luces del sentido
común traspasándose los sesos con un fogonazo limpio y
noble. Carroña no valía el esfuerzo de un paso al absur-
do, sin embargo, se lo imaginaba, hecho sopa en sus heces
cuando lo apuntara, orinado como un bebé, echando es-
puma por las narices, cuando la tarde de la ciudad cayera
a sus espaldas y la grama del campus se bebiera su orín de
mujercita.

En esas reflexiones conducía Julián Quejana cuando su ce-


lular rompió la quietud del jazz con la estridencia imperti-
nente de Carroña, entonces se dijo a lo Luisherrera:

“Tarde piaste pajarito”

‒Sí‒ dijo Julián Quejana, toda vez que preguntó con segu-
ridad y aplomo ‒¿Quién habla?

85
SANFRANCO V NIVEL

‒Hola Julián Quejana, soy Carroña, necesito que hablemos

‒Pero ya es muy tarde, deberá ser otro día‒ contestó Julián


Quejana.

‒Es que esta situación me tiene mal‒ contestó Carroña con


la voz temblorosa.

‒Yo no la generé ‒contestó Julián Quejana‒ fuiste tú, cuan-


do investido de autoconcepto, contestaste con displicencia
mi carta. Si estás acostumbrado a hacer eso en Norteamé-
rica, donde las relaciones humanas son a base de cálculo
y frialdad, aquí no puedes, chico; bien lo sabes que es una
coñoemadrada lo que me hiciste.

‒Sí, pero…‒ intentó decir Carroña.

‒No hay peros que valgan‒ atajó Julián Quejana.

La conversación siguió por su cauce unos minutos más.


Julián Quejana, arrancándole a tiritas el falso honor a Ca-
rroña y éste, contra la pared, reculaba y contestaba a la
defensiva.

‒¿Por qué no nos vemos la semana próxima?‒ sugirió por


fin Carroña.

‒Está bien, contestó Julián Quejana, fastidiado de la estu-


pidez y la cobardía carroñeras.

Entonces prosiguió su camino, el jazz seguía abriendo es-


pacios de serenidad después de la tempestad. “Muerto
Carroña cesará la rabia”, se dijo pero al instante volvió a

86
Julio Quijada Rincón

su sindéresis actual, y con renovados bríos rió diciéndose:


“No vale la pena”

La tarde del 25 de febrero seguía cayendo cuando Julián


Quejana llegó a la casa de su hermano mayor. Él no estaba
y tuvo que hablar con su cuñada. Cruzaron unas cinco pa-
labras con dos tazas de café negro, dulce el de la parienta y
sin azúcar el de Julián Quejana.

Serían las siete de la noche cuando Julián Quejana arribó a


Sanfranco. El Patiquín, ipso facto, lo condujo a su infancia,
al momento nebuloso cuando caminaban él y su hermana
Mayela a buscar el bastimento para el hogar: a la salida de
Sanfranco las dos fumarolas de Rama lanzaban las volutas
descomunales, cuyos hilillos de polución embetunaban los
almendrones de la plaza de apellidos vencidos, las prime-
ras casas, polvoreadas por el hollín de las fumarolas, con-
templaban el vaivén del mundo en los rostros de familias
tísicas, amén de los atacados por el mal de san vito, luego
al lado del Patiquín, por el mes de abril montaban unos
árabes “los caballitos” con los aparatos inverosímiles: las
sillas voladoras cuyo recuerdo terrorífico lo llevaba a un 24
de diciembre por la noche, después de la cena, luego de
unas cien vueltas amarrado en las oscilaciones del asiento
lunar le cayó una vomitona de “padre y Dios mío”; también
cuando junto a Toro probó que sí era valiente en los giros
suicidas del indio; Sanfranco era entonces un mapa con
casitas de juguete vistas desde las alturas y las personas
parecían dibujitos de la escuela, la escuela despintada que
convocaba tantos recuerdos. Entonces se vio de chorcito
azul y franelita roja, impávido en la siembra de los prime-

87
SANFRANCO V NIVEL

ros árboles al lado de Ramoncito y Udón, de Oscar Leon-


cio, de Altuve, Raspa, el enanito Ramón Tercero Guerrero y
tantos otros que su memoria, en retazos de película retro
evocaba u olvidaba, como seres que vio, trató y luego ol-
vidó, como si hubieran existido solo por un rato en algún
lugar de su memoria.
Ramoncito y Udón eran dos hermanos rollizos y de len-
gua enredada, hablaban y mardecían todo el tiempo con
el cantaíto de los cachicamberos de El Bajo; hablaban y
daba risa cuando decían; “ Acho veo ve chico, no tenéis
pretolio detrás de la oreja, mardecío mardito” y entonces
comenzaban a inventar mentiras y verdades, que si en El
Bajo salían los seretones cuando los muchachos cogían las
burras y jugaban a la ouija, que si los mejores jugadores de
dominó, Vilacio, Cholito y Paleta, les ganaban y hasta les
ahorcaban la doble sena a los mismos muertos. Ramoncito
decía muerto de la risa que Paleta tenía tal dotación de na-
tura que lo podían medir con cuarenta palitos de fósforos.
Udón, más serio y menos cuentero, se reía de los inventos
de su hermano. Oscar Leoncio, un matemático precoz, fa-
bricó un carrito de rolineras por llantas que parecía volar
cuando lo conducía por las aceras de Sanfranco; hijo ma-
yor de doña Veda Teresita Gámez y el señor Leoncio, era
un muchacho muy centrado en autodisciplinarse para ser
alguien algún día en la vida, Altuve, negrito faramallero y
alterador de maestros, sería rememorado por Julián Que-
jana al escuchar la voz del maestro gordito que le gritaba;
“ Altuve, los triptongos, Altuve, los triptongos”, Raspa, sa-
gaz e itálico, siempre tenía le mot juste, la cifra precisa y
el enanito Guerrero, como que se llamaba Ramón Tercero,

88
Julio Quijada Rincón

pues su padre era Ramón Segundo y su abuelo había sido


Ramón a secas, era un granuja mamador de gallo, tira pie-
dras y con una rebeldía de niño híperactivo, les jalaba las
greñas a las niñas, buscaba camorra a la salida y siempre
se salía con la suya, pues aunque enanito, sus puños eran
temidos pues a más de uno hizo comer tierra a la salida de
la escuela, hasta al temible pirata Olfer, de mirada envene-
nada, y al menor de los alvaristas, a menudo rodando por
los charcos y tremedales de la escuela.

89
SANFRANCO V NIVEL

Sanfranco V nivel

Parte II

La reescritura de las páginas finales

Unas hojas sueltas fueron el camino equivocado para no


estudiar lo que se debía y escribir lo que se anhelaba, un
cursillo gris, hojas sin sentido para llegar al quinto nivel,
había sido el lugar propicio, a la manera de la antigua re-
beldía, para escribir una novela. Cuando todo parecía el
camino idóneo para llegar al punto final de Sanfranco, algo,
ese algo que muchas veces sucede, ocurrió y la historia,
en formato de novela, contada a partir de hechos reales
y ficticios tuvo un giro que asombró a Julián Quejana; de
Sanfranco, poblado al sur del mar Caribay. Por cosas de la
modernidad y como burla a los académicos, que todo lo
volvían niveles, Julián Quejana llegaba al final de su magis-
terio recorriendo los niveles de su fortuna o infortunio y en
uno de esos niveles se vio impulsado a tomar el quinto ni-
vel. Precisado a emburrarse unos cursos, que en nada satis-
ficieron su afán de ilustración, un buen día se vio saturado
de papeles y hojas sueltos que debía utilizar para estudiar
los contenidos impartidos por los preceptores del quinto
nivel. Sanfranco, con la forma de un relato a la manera del
J accuse francés, le parecía muy sencillo y sin el brillo de la
academia forzada para ascender del cuarto al quinto esca-

90
Julio Quijada Rincón

lón, porque en su accionar jamás llegó a concebir la idea de


contar nada que no fueran sus artículos amarillecidos para
El Crítico, uno que otro ensayo con fines academicistas o
su diario personal intitulado The things I do, los cuales ni
sumaban ni restaban, porque en sus proyectos, si bien la
escritura figuraba casi a diario, el ser escritor no era algo
que le robaba el sueño. Sin embargo, considerando que
los cursos solo hallaban respuestas en el giro mercantil de
unos cuantos vivos, decidió voltear las hojas sueltas y guías
de estudio y emprender la escritura. Por aquella época, el
veinticinco de febrero llegó con la humareda y la estam-
pida que los dos balazos imprimieron en el ambiente de
Sanfranco, Sanfranco, pensaba Julián Quejana, debía tener
un nivel o entonces el esfuerzo no valdría la pena, pensó
que si se llamaba Sanfranco Quinto nivel, no solo sería la
burla a su magisterio a palos, aquel de cursos para subir
de categoría sin importar que lo aprendido fuese a tener
un sentido real en la vida o diese una capita o barnicito
a los maestros tan ávidos de formación y tan ayunos de
motivación. Qué pena, Sanfranco, morada y vida de Julián
Quejana, se hallaba tan alejada de la ciudad moderna.
Parece mentira, pero es la más pura verdad, que las pági-
nas finales de Sanfranco Quinto nivel se extraviaron en los
vericuetos de los archivos de Julián Quejana. Eso le suce-
dió, como pudo pasarle a Rufino Blanco Fombona, cuando
los espías de Juan Vicente Gómez se llevaron varios años
del diario que formó parte de su aventura vital en arte, li-
teratura, acontecer de épocas, desde comienzos del siglo
XX hasta mediados de la cuarta década de la misma cen-
turia. Un escritor, ido a tiempo de Sanfranco Quinto nivel,

91
SANFRANCO V NIVEL

le aconsejó a Julian Quejana dos vías para reencontrar las


últimas páginas de su novela: dedicarse con paciencia de
monje a la reescritura o cortarse las venas y con la sangre
caliente cerrar el ciclo del sicariato, de ese crímen por en-
cargo, cuya víctima fue Marián Jesús Quejana.

Una necesidad imperiosa, unida al intercambio epistolar


breve pero fructífero con el Dr. Isea, su maestro más… bus-
caba Julian Quejana el adjetivo apropiado para referirse al
hombre sabio que influyó en su formación literaria. Isea
estaba dotado de una erudición formidable y Julian Queja-
na se solazaba, es decir se administraba grandes dosis de
placer leyendo Figuraciones del Hinterland, esas notas so-
bre su ciudad, la madre nutricia de Sanfranco Quinto nivel,
su pueblo, también de orilla al sur del mar Caribay. El doc-
tor Isea, con palabras de hombre sabio, había hecho esas
apuntaciones dedicadas, como él lo decía, a un breve es-
tudio del “monte y culebra” en el país. Tres líneas apenas,
esos apuros de la modernidad quizá y la precisión del len-
guaje para, con poco, decir mucho, acabaron por decidir la
suerte final de Sanfranco Quinto nivel. Julián Quejana, aun
sintiendo que podía estar perdiendo el tiempo, quería, no
por la gloria literaria, ni por el crematismo de entrar en
un grupo selecto de escritores, reescribir sus notas en pos
de una idea fraternal: su hermana, Marián Jesús Quejana,
sicariada por un vándalo tarifado. Todas las pistas intelec-
tuales daban la autoría del crímen a un oscuro personaje,
un vendedor de car parts y fierros avecindado en la Sierra
Maestra.

92
Julio Quijada Rincón

Julián Quejana, inspirado en el amor de su hermana wa-


yuu, injustamente borrada del mundo alijuna y de su pa-
rentela, comenzó a sentirse agobiado por los fantasmas de
la realidad, acorazados en el olvido, las capas de tierra y
hormigón echadas sobre el túmulo de Marián Jesús Que-
jana y una nota periodística escueta que daba cuenta de
un crimen en Sanfranco Quinto nivel, su tierra y su novela.
Julián Quejana vacilaba en sus recuerdos sin dar con el
nombre exacto del vendedor de car parts y fierros ave-
cindado en la Sierra Maestra: cinco apellidos y entre ellos
uno, centrado, daban pistas: Granados, Grimán, Granadi-
llo, Grimaldi, Gruñón.
Por aquellos días Julián Quejana había concluido su novela
y en sus archivos imaginarios se hallaba clasificada como
inédita. Es más, en un país cuyas casas editoras estaban
copadas y dirigidas por y para literatos importantes no veía
posibilidades ni le interesaba sacarla a la luz pública, no
se trataba de un acto de onanismo literario, arte egoísta
de autoexcluirse de los círculos escriturarios de la metró-
poli o de la provincia. No, nada de eso, pues no se sentía
semprumista, con aquellas manías de sustituir la n del final
de su apellido por una m por una querella familiar, por su
mirada volandera en prensas fantasmales y con la visión
del crítico, ese que sustituyó al científico y lo ató a estudiar
y bordear los literatos de su época.
Julián Quejana se sabía en posesión de las armas antiquísi-
mas de don Quijote: la adarga como pluma y su libreta de
apuntes como escudo, su rocín, una bicicleta oxidadamen-
te ridícula y sus autos: primero el animal azul, armatoste

93
SANFRANCO V NIVEL

de latón decrépito y con estertores ahogados por bocana-


das de monóxido, y luego el pájaro rojo, sólidamente casi
desvanecido en el aire como se lo hubiera reescrito Marx:
despintado por seguridad con el rojo dolido de los soles y
cascabeles.

Un miércoles a mitad de marzo cuando su novela estaba


casi “a la page” como le gustaba decir al padre Gálvez, una
cucaracha nevada, de aquellas con las que soñaba la difun-
ta tía Ligia, paralizó la mitad de los registros y Sanfranco
Quinto nivel se fue por un tubo. Al principio desapareció
toda, todita, con sus imágenes formidables, metáforas va-
liosas, juegos de cámara con los espacios: primer plano,
cámara lenta, colores y no colorido se desvanecieron. La
realidad, entonces, comenzó a sustituir y a invalidar la fic-
ción o Julián Quejana empezó a sentir, a creer, a presentir,
a no saber si su historia, paralizada en la avería de sus ar-
chivos imaginarios, pasaría a formar parte de la ficción. Si
eso sucedía, bastaría con reabrir algunos registros con sus
notas y reformatear para ver qué ocurriría. En eso andaba
cuando de súbito reaparecieron sesenta y tres páginas.

“Cónchale”, se dijo ante la inminente acabada final de su


libro que, por suerte de trasmutación infeliz, se convirtió
en coitus interruptus, como habría pensado Toro. Con esas
sesenta y tres páginas a cuestas Julián Quejana se entris-
teció por las cucarachas nevadas, por la pérdida del final
y decidió echarse el resto en una labor paciente de rees-
critura. No era la primera vez que le sucedía. Sus archivos
imaginarios le jugaban esa trampa con frecuencia y cuando
su novela estaba a punto de salir del horno la perdió toda,

94
Julio Quijada Rincón

todita, un día de marzo caluroso. Rehacerla fue una burla


contra el olvido y una cura de burro que debió administrar-
se para calmar su desasosiego, como le dijo a Toro.
No hallar las páginas finales de Sanfranco Quinto nivel des-
pejó vías. Un día desde la red volandera don Gilberto Parra
Zapata le advirtió; “Es una oportunidad valiosísima para
que busques otros caminos para concluir tu novela, o te
cortas las venas, hermano”.
Julián Quejana, sin vocación de suicida, comenzó esa mis-
ma tarde de junio a desenrollar los hilos de su memoria:
recordó que había catorce chicas en la calle el Zamuro
chachareándose sus cuitas. Le pareció el sustantivo cuitas
de una ridiculez monumental y lo asoció a tragedias entre
“manitos” de México o no sabía precisar si había apren-
dido esa palabra, en alguna canción de taguaras; el verbo
chacharear, más vernáculo, sin embargo lo hizo desterni-
llarse de la risa, pues, tanto se rió de su análisis rudimen-
tario, que casi hizo que el ama del cura se volviera toda
calenturas, y su memoria volvió a Sanfranco, cuando él y
Toro se inflaban de sueños y travesuras, conjeturas de la
lengua al revés de Toro y sus apremios para enderezarle el
rumbo descocado y al revés del indio.
La calle el Zamuro tenía hileras de casas modernas apiladas
como chorizos y recibían esas filas de hogares el nombre
de esos embutidos por cierta semejanza real o imaginaria.
Julián Quejana y Toro conocían al dedillo las historias de
Sanfranco, con todo y que Toro había callado para siempre
nunca jamás, como Toro lo habría dicho; Julián Quejana se
empeñaba e insistía en no dejar que sus sueños se que-

95
SANFRANCO V NIVEL

daran en el olvido. Si nada se intentaba nada se obtenía,


entonces, el todo de lo que él había sido, renacía en su
escritura para buscar algo.
El tiempo, como en una película, avanzaba, se paraba o re-
trocedía, por eso, Julián Quejana tuvo que repasar los he-
chos olvidándose de cosas que ya había relatado; por sus
cavilaciones pasaron él y Toro; dupla descocada del liceo
del Padre Vásquez, el tío Mel y sus parias; Sonrisita, el Cojo
y Marbelis, el primo Luco y su sorna hacia el anciano pa-
riente de Alí, la casa pobalada de vivos al principio y habi-
tada por fantasmas al final, la casa de enfrente, la otra del
rollizo hermano de Luisito Galbán: vio a la tia loca, recordó
los trajecitos de colores tropicales que fabricaba para ves-
tir con la ridiculez del siglo a Marián Jesús Quejana.
En la entrada de la casa, despintada y sin conchas por la
molicie, vio a su madre, a su hermana Mayela y al capi-
tán Quejana, presuroso y con su maleta arreglada deprisa
para recorrer los mares del mundo. Voló con sus recuerdos
al primer año de Marián Jesús Quejana, adopatada por su
madre gracias a los oficios telepáticos de la tía Ligia y el
doctor Borges Duarte. Una guajirita, hija de una guaricha y
de un padre desconocido, fue regalada a la madre de Julián
Quejana por una mujer llamada Matilde.
‒Ve que no te la estoy comprando, le dijo la madre a Matil-
de y enseguida le dio un sobre con una cantidad humilde.
Matilde, ese día, desapareció para siempre, y la madre,casi
de sesenta años, volvió a saborear los rigores de la crianza
de otra hija más.

96
Julio Quijada Rincón

Entre la niñez y la adolescencia de Marián Jesús Quejana a


la madre de Julián Quejana se le fueron secando los años.
Las muertes, a tiempo y destiempo de algunos Quejana, la
convirtieron en una abuela de cabellos plateados y memo-
ria oscura. La desmemoria fue atando hilos y la soledad la
fue tornando calladamente resignada a los bemoles de la
vida.
La plaza de almendrones de Sanfranco Quinto nivel se fue
convirtiendo en un monumento a la diáspora cuando los
basquetbolistas se alejaron para siempre, más atrás, con
sus miradas esquivas, se esfumaron los evangélicos y los
fumadores de hierbas malditas. De aquella primera diás-
pora, cercana a la lluvia de bitumen de Maracaibo, se fue
de Sanfranco Quinto nivel el profesor Quijada Rincón, por
aquella época amigo de Julián Quejana y del grupo la Ba-
surita. Partió el profesor Quijada Rincón a una ciudad pe-
trolera, al otro lado del lago, apesadumbrado por sus pe-
ces enmudecidos y en la luna como si fueran habitantes de
Marte. Algo asombroso, como brotado de la magia realista
de la época, acontecía: Julián Quejana y el profesor Quija-
da Rincón parecían seres brotados de una lluvia espectral
y vivían como si estuvieran habitando lados opuestos de
un mismo espejo. Si alguien quisiera pensar en remedos
de Alonso Quesada y el Caballero de la Triste Figura, ese
alguien, ‒libérrimo en su pensar‒ podía creer lo que le plu-
guiera. A Julián Quejana le sucedía, por cosas de la vida,
que su pensamiento se detenía en ese subjuntivo arcaico
del verbo placer, conjugado en lengua de Castilla desde la
época de don Miguel de Cervantes Saavedra y sentía un
reflejo de las páginas inconclusas de don Quijote, inconclu-

97
SANFRANCO V NIVEL

sas para él en esa época, pues desde ambos lados del azo-
gue brotarían Julián Quejana y el profesor Quijada Rincón
como las monedas binarias de dos historias sin sentido,
empero sentidas.
El profesor Quijada Rincón vivió, al igual que Julián Que-
jana, los primeros tiempos de Sanfranco: vio los gallos de
pelea en el Perú, los molinos rústicos enfrente del Patiquín,
paseó en el tiovivo del circo y vivió la amistad descocada
al lado de Toro en la época del liceo del Padre Vásquez.
Ambos frecuentaron las chicas de los mismos vecindarios,
ambos vivieron en la calle el Zamuro cerca de la Telefóni-
ca Nacional. Los dos, casi, en las mismas épocas, se echa-
ron la vida al hombro, se hicieron cuentistas, cronistas de
provincias, tuvieron familias descomunales, las vieron casi
sucumbir cuando frisaban los cincuenta años. Ambos pre-
senciaron el bautizo del último crío fundacional de sus fa-
milias respectivas. Solo que el capitán Quejana y doña Ma-
ruja, los padres adoptivos de Marián Jesús Quejana y los
padres del profesor Quijada Rincón, por cosas del destino,
jamás se encontraron frente a frente el día del bautizo. El
capitán Quijada Mata y doña María Monserrat Rincón se
hicieron viejos y murieron de muerte natural, anhelando
encontrarse de nuevo con Marian Jesús Quijada Rincón,
hija adoptiva también como Marián Jesús Quejana, her-
mana de Julián Quejana. Nadie podía creer que hubiese
dos historias tan parecidas como las de Julián Quejana y el
profesor Quijada Rincón. Si la vida se pudiera desenrollar
de los calendarios, los espejos de la novela de Julián Que-
jana se bifurcarían entre los lados cóncavo y convexo. En
este punto de la escritura, Julián Quejana no sabía si había

98
Julio Quijada Rincón

traspasado los linderos de la ficción y ya estaba entrando


en la realidad. Hacía muchos años que no veía al profesor
Quijada Rincón, este al igual que su amigo antiguo, Julián
Quejana, se hallaba en medio de la edad adulta, es decir,
ambos contaban cincuenta años, estaban al final de la vida
laboral productiva y atisbaban en la escritura, en las cartas,
poemas, ensayos, cuentos y novelas, la ocasión de andar
en pos de unos sueños.
Al encontrarse se abrazaron como dos hermanos y de in-
mediato se dieron cuenta de que estaban como si se mira-
ran al espejo: uno se hallaba enfrente del azogue, y el otro,
entre las brumas de un sueño, se deslizaba detrás de las
sombras.
‒Cuanto tiempo‒ dijo Julián Quejana
‒Sí, el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, respondió
el profesor Quijada Rincón con aires de trova.
Julián Quejana sentía que no tenía fuerzas para reescribir
sus páginas perdidas, por eso se acordó de que su amigo,
como brotado del mismo espejo, se hallaba también em-
pantanado en la historia aciaga de Marián Jesús Quijada
Rincón, ambos se percataron de que las dos jóvenes guaji-
ras, sin ser hermanas ni primas, , habían sufrido el mismo
sino aciago: veintiún lunas y soles desmigajados tras el pis-
toletazo: dos tiros, uno pasó rasante y el otro las atravesó
por la espalda reventando un solo pulmón, desatando la
vida de sus goznes, sepultando la esperanza al segundo
día: del llanto a la rabia, de la tristeza al lloro, confusión de
Yoluja y Maleiwa, pues en Alitasía, flor del taparo, se halla-

99
SANFRANCO V NIVEL

ba la esencia no vivida de cualesquiera de las dos Marián


Jesús: cara y sello de una misma tragedia.

El profesor Carroña, el oscuro personaje que pulverizó la


tarde de Sanfranco Quinto nivel, según el licenciado Parra
Zapata, debería ser colgado por los testículos. Julián Que-
jana y el profesor Quijada Rincón se desternillaron de hi-
laridad por el simplismo del licenciado Parra Zapata, leído
en el memorial de José Rafael Pocaterra y poco después en
el Puros Hombres de Antonio Arráiz, la época actual, la de
Quejana y Quijada Rincón, no daba para esos procedimien-
tos horrorosos y novelizarlos parecía no tener sentido.

‒A ese hijo de puta hay que matarlo, les aconsejó el licen-


ciado. “Para qué nombrar la soga en la casa del ahorcado”,
pensó Julián Quejana. – Con no dejarlo que aparezca de
nuevo es suficiente, sentenció el profesor Quijada Rincón.

Entonces, de esa manera, para complacer el deseo del no-


velista en ciernes al profesor Carroña se le perdonó la vida,
empero su apellido siniestro, apolillado por su magisterio
femenil, no volvió a nombrarse en Sanfranco Quinto nivel.

Era, y así lo entendieron Julián Quejana y el profesor Quija-


da Rincón, una digresión de mal gusto romper aquellas es-
cenas borgianas para nombrar a ese personaje por última
vez, ese personajillo echado de estas páginas por maricón,
con el perdón y el respeto de la comunidad gay más seria y
menos rochelera que el maestrucho.

Marián Jesús Quejana, había que dejarlo claro, no fue una


santa ni llevó una vida piadosa. Sin embargo, el estar aleja-

100
Julio Quijada Rincón

da de lo confesional no la hacía mala. Parió, eso sí, de dos


hombres distintos, dos niñas mezcla blancas por sus padres
y guajiras por sus ancestros: Noriana y María Angélica no
tenían cinco años cuando los dos balazos certeros del sica-
rio tarifado rompieron la quietud y volvieron inquietud la
tarde de las catorce chicas que se characheaban sus cuitas.
Dos metidas iniciales de pata de Marían Jesús se completa-
ron cuando la introdujo de nuevo, hasta los tequeteques,
por tercera vez. Fue esa ocasión que conoció a un tal Luis
Granados, Granadillo o Gruñón, un vendedor de car parts
y fierros avecindado en la Sierra Maestra, quince minutos
distante de Sanfranco Quinto nivel.

Al desatar los cabos reales y ficcionales del profesor Quija-


da Rincón y de Julián Quejana, cualquier lector, sin impor-
tar el grado de intelectualidad, podía darse cuenta del leit
motiv de ambos escritores ¿Ganar forma literaria? ¿Per-
tenecer al séquito de los escogidos de la fauna de poetas
y escritores? ¿Ingresar en la sociedad de la testosterona
literaria? ¿a la manera de Milton Quero Arévalo?

El profesor Quijada Rincón formó parte del círculo de poe-


tas, de Palabra Abierta, de Pluma y Lira y de otros grupús-
culos y su militancia fue de aprendizaje y de formación.
Julián Quejana perteneció a la Basurita y su diletantismo
se acrecentó en las páginas de la vida: lectura de los clási-
cos y contemporáneos decimonónicos y novecentistas re-
gionales, nacionales y foráneos fueron sus mentores más
notables: presuntuoso decir que él y el profesor Quijada
Rincón leyeron a Shakespeare, en sus ojos brilló la luz de
Cervantes, Homero los aburrió en la adolescencia pero los

101
SANFRANCO V NIVEL

hizo viajar en la edad adulta. Llegaron ambos a tutearse


con Hesse, Camus, Wilde, Balzac. El boom de mediados del
siglo XX inspiró sus vidas: Fuentes, García Márquez, Rulfo
y Asturias fueron sus clásicos latinoamericanos. De la pa-
tria el consagrado e insuperable Gallegos y dos hombres
de fuerza, pasión y vidas, amurallados por el coraje y la va-
lentía, en José Rafael Pocaterra y Rufino Blanco Fombona.

Lo misional en Sanfranco Quinto nivel, según pensaban el


profesor Quijada Rincón y Julián Quejana, si se partía de
las dos pérdidas consecutivas de los manuscritos de las no-
velas, debía ir hacia las causas y las circunstancias, indagar
el porqué del silencio policial cuando el crimen, el de una
hija de vecina, se cerraba para siempre, se encangrejaba,
dejándolo irresoluto. Cuestionar una justicia solo al lado de
los poderosos, de los ciudadanos de la high society, de la
burguesía, cuestionar con las armas utilizadas hasta 1616;
porque definitivamente la justicia patria se hacía injusticia
cuando el otro no pertenecía a las clases privilegiadas: ni-
vel político, posesión de bienes, notoriedad y contactos re-
gulares o sempiternos con ciertas roscas, donde, como se
decía, “se batía el cobre”; tener una curul o ser funcionario
de vara alta aseguraban que los andamiajes de la dama cie-
ga, sorda y muda, se movieran hacia el interesado.

Ni Marián Jesús ni la familia Quejana se hallaban cercanos


a “donde se batía el cobre”, por eso Julián Quejana con-
cluyó que los favores de la dama sin vista, carente de oído
y sin voz, no alcanzarían ni tarde ni temprano, como diría
Toro en su lógica al revés, a Marián Jesús Quejana ni a su
familia.

102
Julio Quijada Rincón

La niña se hizo mujer en un tris, su tiempo de Sanfranco


Quinto nivel fue desenrollándose como las aspas de un
molino cuando se hace un viaje. Sus días de párvula a adul-
ta transcurrieron con fugacidad mientras el viejo capitán
Quejana y la anciana doña Maruja se iban haciendo seres
vetustos, solitarios y entristecidos por el regreso al origen
de Mayela; el fantasma más joven de la casa de los Queja-
na; tia Ligia y tío Mel vivían la decrepitud de sus muertes
lejanas: el tío con su cortejo de parias, presidiéndolo él y
secundado por Sonrisita, el Cojo y Marbelis; la tia con sus
cucarachas nevadas que la atormentaron en la vida, desde
la aurora hasta el ocaso, y en la resignación de su muerte
anciana, meciéndose al vaivén de sus soliloquios, anhelan-
do el espectro del doctor Borges Duarte, su amor eterno en
el hálito vital y su fantasma enamorado que chapaleaba en
duermevela como un dios ahogado en los ríos de la Parca.

Un día de diciembre el país se volvió un caos: una clase


política, destronada de su ciclo frágil de algodón, comenzó
a semantizar voces de protesta con el fin de remover los
cimientos del gobierno popular; electo en comicios libérri-
mos tres años atrás.

Desde la televisión, Julián Quejana y el profesor Quijada


Rincón vieron al ex ministro Cabeza de Bala apuntando a la
masa ignorante con apóstrofes airados. El dedo del ex mi-
nistro Cabeza de Bala se emburraba de ira los confites de la
plaza de armas y cantaba una estrofa rabiosa emplazando
al Presidente de la República para que dimitiera: “fuera”
”fuera” ”fuera” y el dedo del ex ministro Cabeza de Bala
subía y bajaba como poseso de una pérdida temporal de

103
SANFRANCO V NIVEL

la razón.
La huelga general, llamada paro reactivo, sumió al país en
el caos: los alimentos escasearon, la energía eléctrica pes-
tañeaba, el petróleo, bitumen maldito desatado de su ira
olímpica, forjó un vendaval de pobreza y frustración y el
mar Caribay, cercano a Sanfranco Quinto nivel, se sintió en-
venenado cuando los buques, enfundados en su pesadilla
de lago agonizante, vieron el chubasco con goterones os-
curos. Los peces de la luna que habitaron en Marte fueron
vistos borrachos de sol en las orillas de las playas, las sire-
nas, enamoradas de las historias de pescadores se cagaron
de horror cuando oyeron la voz entrecortada y llorona, la
voz más triste del mundo que gritaba, con la resiganación
apesadumbrada de un padre sin destino, “Bartolo traeme
el cayuco”, “Bartolo traeme el cayuco”, “Bartoloooo trae-
me el cayuco”. La llorona y los seretones anadaban hacien-
do sus guisos protegidos por el coronel Pimentón. Una pe-
sadilla negruzca bajaba del cielo mientras los fantasmas,
sonambularios de Sanfranco Quinto nivel pasaban tardes
de hastío, entrentenidos en una ludocracia de horror y
apostando a beberse vasos de agua servidos del grifo; el
que quedara preñado con el mazo de barajas abolladas
debía emburrarse tres vasos de agua caliente que brotaba
de los hocicos de los dragones agonizantes. Se formó una
vomitona de la puta madre; doña Maruja y su vecina Cira
Elena salieron con semerendos palos, correas y chancle-
tas persiguiendo a los muchachos, y los muérganos esos
ni les paraban bolas. Las gallinas, espantadas por las voces
de las viejas, se esmachetaron esmollejadas y esmorecías,
saltando de palo en palo tras los gallos de pelea, brincan-

104
Julio Quijada Rincón

do para elevarse casi medio metro, para fornicarlas libé-


rrimos. Después trajeron las tablas de ouija; esa vaina era
para morirse de pánico, a todos se les paraban los pelos.
Primero hablaron con Atanasio y les dijo que tío Pepe an-
daba buscando los bachilleres para el sancocho del domin-
go, después fue la tía Ligia quien les respondió con sus ojos
brotados de rabia.

‒Ese no es mi hermano. Nadie sabía el porqué de la inqui-


na de la tía Ligia.

Marián Jesús Quejana tenía seis años y Julián Quejana la vio


con claridad en las tablas de la ouija, como brotada de un
mal sueño: una guajirita, traida a la casa de Sanfranco Quin-
to nivel, vería veintiún lunas y soles al amparo de Maleiwa
y Yoluja y hasta ahí. El lloro traspasaría los linderos de San-
franco Quinto nivel sin importarle a nadie de la ciudad real,
el sueño vuelto pesadilla al quinto año del siglo; febrero se
disfrazó de máscaras y negritas cuando apareció el vende-
dor de car parts y fierros avecindado en la Sierra Maestra.
Nadie lo había visto antes ni en la calle el Zamuro, ni en el
Patiquín; mucho menos en la plaza de almendrones donde
se paseaban las generaciones vencidas de basketbolistas,
evangélicos y fumadores de hierbas malditas: no lo habían
visto el poeta rayista y tampoco el supuesto sabio josegre-
gorista, tampoco davalista el sucio, mucho menos Charlisto
el corrupto, la gorda Espineta había dicho no saber nada de
él. Julián Quejana y el profesor Quijada Rincón pensaban
que se apellidaba Granados, Gruñón o Granadillo. Después
ambos barruntaron que debía de ser Granadillo, sí!!! Un tal
Luis. Poseía, según lo que supieron luego, un car parts y fie-

105
SANFRANCO V NIVEL

rros en el corazón de la Sierra Maestra. Era casado por abu-


rrimiento con una mujer jodidamente abogada que si lo
llegaba a encontrar en algún ilícito sexual con alguna otra
dama había jurado dejarlo en la carraplana hasta la quinta
generación. Cuando el vendedor de car parts y fierros ave-
cindado en la Sierra Maestra vio a Marián Jesús, toda su
lujuria de macho vernáculo se le derramó del vaso de su
hombría y la baba le salió chorreando por ambos lados de
sus labios; no era una baba de bobo sino de coyote porque
la guajirita a sus veinte, pintona con sus tetas paraditas y
su culito bien puesto en su santo lugar, enamoró la cachon-
dez vencida por los años de Granadillo. Ipso facto le dibujó
pajaritos preñados, la obsequió con palabras galantes. El
hombre no partía un plato; le ofreció villas y castillos. Ma-
rián Jesús Quejana, ilusa y boba a sus veinte lunas y soles
guajiros, se lo creyó todo. Su pelo liso, sus ojos color canela
y su cuerpo, de buen tono, después de haber parido a No-
riana María y a María Angélica, funcionaba por el empuje
de su juventud, con la precisión de cada sonrisa, de cada
palabra de ternura.

El vendedor de car parts, atildadamente caballero, con-


quistó la ilusión y la belleza de Marián Jesús Quejana con
todo tipo de galantería: el primo Luco y Rodolfito los vieron
amorochados en la Boite d Allumetes bailando los discos
de moda, Julián Quejana los contempló salir de Mayestics
una tarde de agosto y supuso que venían de una cena de
lujo, Ramoncito y Udón los miraron en el auto imperial de
Granadillo.

106
Julio Quijada Rincón

El vendedor de car parts y fierros, avecindado en la Sierra


Maestra, aparentaba unas formas educadas; hablaba sin
subir el tono de su voz. El hombre, buenos modales saca-
dos de la urbanidad de Carreño, y maneras corteses, fue
hilando, alrededor de Marián Jesús Quejana, una tela fina
de ensueños, fantasías y encantos. El antiguo sabio jose-
gregorista los vio salir de un ´bistro` cercano a su abadía
privada, ella andaba engalanada de pret à porter y él con
sus jeans de pana, su camisa de mezclilla y unos tenis de
tela blanca.

En esa época, quizá año tercero del siglo, el romance de


Marián Jesús Quejana y el vendedor de car parts y fierros
avecindado en la Sierra Maestra, el tal Luis, ese romance
de restaurantes, discos y hoteles, se fue volviendo una
pompa de jabón: Marián Jesús Quejana soñaba y se ilusio-
naba en sus trajes de inocencia, y el vendedor de car parts
y fierros avecindado en la Sierra Maestra, calculaba el paso
a seguir, Marián Jesús Quejana iba a la luna y regresaba
de ella por los pasadizos de la fantasía mientras el vende-
dor de car parts y fierros avecindado en la Sierra Maestra,
reptaba con sigilo y en silencio la jugada próxima; ella se
enamoraba, él tenía los pies puestos en su negocio de car
parts y fierros de la Sierra Maestra, la guajirita andaba des-
calza de anhelos y desvestida de gozo en tanto él, suerte
de macho man, se hallaba centrado en su autosatisfacción
y en la contabilidad de su bunker de car parts y fierros de
la Sierra Maestra.

Cada salida de Marián Jesús Quejana y el vendedor de car


parts y fierros avecindado en la Sierra Maestra parecía una

107
SANFRANCO V NIVEL

partitura ejecutada con la precisión del metrónomo de Je-


sús Santiago: restaurantes, discos y hoteles.
El vendedor de car parts y fierros avecindado en la Sierra
Maestra se incautaba de los atributos de la guajirita pinto-
na: sus senos, besados hasta la saciedad y bañados en lico-
res exóticos, la llevaban a un mundo de ensueños y algo-
dón mientras el tal Luis se acordaba con susto y prevención
de su esposa: ella estaría preparándole la cena, cobijando
las tareas escolares de sus hijos e hijas, guardando lo mejor
para su “pobre marido” agotado por tantos informes de su
autorrepuestos.
Por el cuerpo de Marián Jesús Quejana, bañado de fra-
gancias finas, bajaba la fugacidad de la vida. En su sexo
latía la esperanza de hallar los placeres de una aventura
sin peligros. Las cenas en la Boite d Allumetes fueron de
antología. El vendedor de car parts y fierros la agasajaba
con bouquets de flores, regalos costosísimos, abalorios o
pedrerías, tarjetas en hilos de oro con letras que eran pri-
mores, marcadas con el rictus preciosista de su caligarfía
forjada en talonarios, cheques e informes contables. Los
bailes de Mayestics, precedidos por los ritmos de la épo-
ca, terminaron por ilusionar a Marián Jesús Quejana; “mi
vida es plena”, pensaba ella; “Qué más quiero en la vida”,
reflexionaba él.
Tras los fuegos de artificio que anunciaban el año cuarto
del siglo Marián Jesús Quejana se dio cuenta de que algo
conocido acontecía en su cuerpo. De súbito los jeans y las
blusas parecieron acusar tallas menores. La regla de su
puntualidad desapareció como en sus dos primeras veces

108
Julio Quijada Rincón

y la barriga comenzó a abombársele. Unos sentimientos


variopintos se alojaban en su ser: se lo diría a Luis, él no
podría fallarle, él la apoyaría en todo, él sería un hombre
de verdad, él no le sacaría el cuerpo al bulto, él había sido
un caballero a toda prueba en sus días y noches en la Boi-
te de Allumetes, en sus idas y venidas por la luna, el sol y
las estrellas, en Mayestics donde también los vieron Luco
y Rodolfito.

Julián Quejana llamó al profesor Quijada Rincón para co-


municarle sus adelantos. La novela Sanfranco Quinto nivel
avanzaba pese a las turbulencias por el mar sereno de su
escritura. Al profesor Quijada Rincón le parecía buena esa,
porque él también, en la ciudada real y no en la comuni-
dad imaginada se espejeaba en las maquinaciones de Ju-
lián Quejana.

‒Cuéntame más, pidió el profesor Quijada Rincón.

‒Esa tarde había catorce chicas chacharéandose sus cuitas,


contestó Julián Quejana.

‒¿Qué había en el juego de ouija?, inquirió el profesor Qui-


jada Rincón.

Una tarde todos, aburridos por el “carga a la burra” y los


castigos de vasos de agua y vomitonas sucesivas, trajeron
la ouija. Una lámpara de magia iluminó el patio de la casa
del capitán Quejana. De repente, todos andaban en espí-
ritu: un hilo hacia el más allá actualizó la red de voces. El
primero en hablar fue el señor Primera, su camioneta Apa-
che 1958 no prendió más después de las lluvias, el bitumen

109
SANFRANCO V NIVEL

encharcó de negro calles, callejones y veredas. El señor Pri-


mera tosía y comía queso. El primo Luco, del mismo lado
de la linea, se burlaba del viejo Primera. Julián Quejana,
lo miraba y se asustaba de las mamaderas de gallo de su
primo.

Todos movían o dejaban que se moviera la ouija. Aquello


paraba los pelos, si bien no había voces para espantar a
nadie, las letras que se iban decodificando hacían que to-
dos se cagaran de guapos. Aquello se volvió un coge culo
de horror y de espanto: habló Dios y les dijo que se dejaran
de jugar con los muertos. Nadie le hizo caso, despues fue
el doctor José Gregorio Hernández; “no me sigan poniendo
velas y adorándome como un dios de barro cuyos pies se
resquebrajan por las lluvias”, exclamó el benemérito Siervo
de Dios. Después se hizo preclaro al citar al Mesías “ego
sum lux, veritas et vita”. Cuando el Siervo de Dios dejó de
apostrofar a los habitantes de Sanfranco Quinto nivel, los
jugadores, ya ebrios de alucinación, invocaron a Javier So-
lís, a Felipe Pirela.

‒¿Y qué sucedió?‒ preguntó el profesor Quijada Rincón.


Julian Quejana, casi temblando de hiperestesia, no supo
responderle.

‒A mí me parece que sus lineas estaban ocupadas.

‒¿Y qué pasó entonces?

Julián Quejana le refirió que al acabarse de intentar el lla-


mado a dioses y personajes notables de la humanidad; los
muchachos comenzaron a invocar la genealogía de espíri-

110
Julio Quijada Rincón

tus de Sanfranco Quinto nivel y de Maracaibo.


Bartolo no pudo sentir la voz de su padre que lo llamaba
con desespero y frustración: “Bartolooooo, traeme el cayu-
co!”. Reventado por las mordidas de los peces, macerado
por la sal y el sol, no se parecía a ninguno de los muer-
tos de Sanfranco Quinto nivel. Su barriga, hinchada por el
relente, estaba a punto de explotar. Su padre, ignorante
del hijo ahogado, continuaba llamándolo, la voz se le iba
secando y cuando ya estuvo disfónico, se revolvió hasta la
orilla del lago ensopado en mierda de bagres, bañado por
sus lágrimas salobres, se fue para siempre.
La ouija fue puesta al sol para que se secaran los espíritus
funestos cuando los padres vieron que los hijos empezaron
a invocar al diablo. La tabla comezó a recalentarse hasta
parecer un reverbero, algunos se sintieron levitando. Mu-
chos salieron espantados cuando la ouija comenzó a echar
humo.
‒A la vaina‒ gritó uno
‒Se quema esa broma‒ exclamó otro
‒Que molleja‒ profirió otro
‒Esto es un vainero‒ gritaron varios
Desde ese día, la sola mención de la ouija era una vaina
terrible. Nadie más la quiso jugar.
En mayo los jóvenes amanecieron juagando al gallo pelón,
las muchachas dibujaron en la acera el rectángulo entabli-

111
SANFRANCO V NIVEL

cuadrillado del pisé. Los niños volvieron por las metras y


las perinolas, las niñas cantaron de nuevo “la señorita X
va entrando en el baile que la bailen, que la bailen” Nunca
hubo más colorido entonces entre los párvulos al cantar
“arroz con leche me quiero casar con una viudita de la ca-
pital, que sepa coser, que sepa bordar, que ponga la mesa
en su santo lugar”
Por aquella época Julián Quejana vio a Mayela y a Chaby ju-
gando con los bordones de los boy scouts. Él y su hermano,
Scout y Lobato, respectivamente, dejaron los instrumentos
en el patio y las niñas, que ya conocían al dedillo los golpes
de esos palos de madera, los hicieron sonar alborotando
las gallinas y los gallos de pelea. Doña Maruja y Cira Elena
las espantaron diciéndoles:
‒Carajo, esos no son juegos de niñas.
Trece años, ¿número cábala?, antes del siglo, doña Maruja
y el capitán Quejana trajeron a la guajirita. En ese tiem-
po, casi desmemoriados por los muertos y los fantasmas
de Sanfranco Quinto nivel, Marián Jesús Quejana pasó
volando por sus cinco lunas y soles guajiros sin conocer a
Maleiwa ni a Yoluja. Para sus quince lunas y soles guaji-
ros no hubo blanqueo, ni sus carnes se tarifaron por ga-
nado o tierras. De ahí a las veinte lunas y soles guajiros la
progresión se hizo binaria: mientras Marián Jesús Quejana
florecía en los montes o los barrancos, la casa de los Que-
jana se fue volviendo espectro fundacional. Las paredes se
arrugaron y las muelas se le picaron como lo predijo tío
Mel, espíritu de Grandet. La casa se avejentó, los viejos se
desmemoriaron, los muertos se hicieron jóvenes, adultos

112
Julio Quijada Rincón

y viejos: Mayela salía a bañarse en el patio como cuando


estaba viva y Roque no volvió a visitarla trepándose por la
terraza para tratar de robarle su virginidad con un cuchillo
amellado y sin cacha; tía Ligia trajo figurines nuevos y se
entristeció, pues dárselos a Marián Jesús Quejana sería im-
posible porque ella desconocía la fórmula secreta del viaje
de regreso al origen; las cucarachas nevadas, cansadas de
esperar las persecuciones de tía Ligia levantaron el vuelo.
La lluvia bituminosa también descuajó las cucarachas ne-
vadas ancianas para siempre.

Marián Jesús Quejana ya andaba en las veinte lunas y soles


guajiros cuando su barriga se le infló.

‒Luis, estoy preñada

‒¿Qué? No es posible. Gritó por primera vez el vendedor


de car parts y fierros avecindado en la Sierra Maestra.

Marián Jesús Quejana se estremeció y no creyó que Luis


fuese capaz de tronar como una bestia.

‒Mañana mismo te llevo para una clínica y lo abortáis.

‒Sí Luis!!! Tais loco!!!

‒Bueno, lo moléis, te lo coméis y lo vomitáis. Ese es tu peo.

‒Pero Luis

‒No Luis un coño!

El profesor Quijada Rincón se asombró al saber esta histo-

113
SANFRANCO V NIVEL

ria. Julián Quejana se la contó sin desperdicios. Ambos sin-


tieron una rabia inmensa y unas ganas de torcerle el cuello
a ese rufián.

“Coño, si la jodiste, sé padre de tu hijo”, pensó Julián Que-


jana. De inmediato reflexionó y le sugirió al profesor Quija-
da Rincón la necesidad de escribir una novela.

‒Sí, una novela podría tener más alcance que una policía
atrofiada e inconsciente del cumplimiento cabal de sus
deberes, dijo Julián Quejana al profesor Quijada Rincón,
que influido por la preceptiva de la novela moderna, le
parecía que esto que acababa de hablar Julián Quejana,
si bien tenía exceso de palabras, poseía un toque de con-
ciencia social y no terminaba de ser una nota discordan-
te, no tenía pretensiones de ensayo: Montaigne, maestro
precursor, Alfonso Reyes, sabio mexicano entre el centauro
de los géneros y la ciencia menos la prueba o el maestro
Campanar, esclarecido preceptista de su época. La novela
de Julián Quejana había tenido tiempos de empantanarse:
perdida y hallada dos veces y al final extraviada de nuevo,
vuelta a aparecer con el toque aciago de la inconclusión
era un material en bruto ¿Para críticos literarios? Se pre-
guntaba. “¿para, a la manera francesa “poser la question”
y escribir un j`accuse?”, pensaba. Su ideal, mitad detecti-
vesco, mitad grito de hermano, se encaminaba a poner en
jaque las bases enmohecidas y la piel desconchada de un
sistema judicial, de una justicia, de un país cuyas institu-
ciones, en su mayoría, se hallaban naufragando en el mar
incierto y turbio del atraso; y ¿Cómo podría hablarse de
atraso si con frecuencia se nombraba una supuesta moder-

114
Julio Quijada Rincón

nidad enclavada en petróleo, bienes, servicios y produc-


ción? ¿Por qué era dable hablar de atraso si los teóricos se
afanaban nombrando la modernidad y la posmodernidad?
En este punto, para fijar unos prolegómenos de país, era
menester teorizar y por esa vía, Sanfranco Quinto nivel, se
arriesgaría a perder su esencia de novela comprometida en
resolver un asunto pendiente, un cangrejo que amenazaba
con destruir las entrañas de Sanfranco Quinto nivel, y si se
sumaran más, como parecía ser el sino del mismo país, los
crímenes irresolutos, por el peso de la injusticia, serían una
rémora para la nación.
En estas reflexiones andaban Julián Quejana y el profesor
Quijada Rincón cuando recordaron con nostalgia los ver-
sos llenos de polvo de una gaita zuliana con el interrogante
clavado en la sencillez: “¿hasta cuándo nos matamos/ en
esta tierra bendita/ nuestra patria es infinita y todos la ve-
neramos/ procedamos como humanos/ que el que muere
es tu hermano/ ese es un venezolano/ que a la patria tú le
quitas/?”
En la hondura de estas palabras sencillas, con una rima ro-
mántica o modernista, había tela para cortar del telar pa-
trio, tela amarilla de riqueza, azul de mar y cielo y roja de
próceres de otrora.
Un año antes de su crimen, Marián Jesús Quejana andaba
por las calles de Sanfranco Quinto nivel cargando al hijo
negado de Luis, al hijo que Luis la mandó abortar, el hijo
para el cual el vendedor de car parts y fierros avecindado
en la Sierra Maestra, recomendó a Marián Jesús Quejana
que lo moliera, se lo comiera y lo vomitara, que ese era su

115
SANFRANCO V NIVEL

peo.

Marián Jesús Quejana, a pesar de todos los pesares, inten-


tó recomponer su relación con el vendedor de car parts y
fierros avecindado en la Sierra Maestra. El tal Luis, como
quien da limosna, despedía a Marián Jesús Quejana con
cincuenta monedas oxidadas y “que te alcancen para quin-
ce días”. Sus hijas, Noriana y María Angélica, sin la pro-
tección a tiempo completo de sus padres, sostenidas con
migajas también, tenían la ventaja de estar ya creciditas,
pero Mario Alberto Quejana Granadillo, de días apenas…
“las leyes de la República, la protección al menor”, pensó
Marián Quejana, “Un abogado, eso cuesta mucho dinero”
seguía reflexionando.

El mar Caribay, sereno y padre del Lago, veía a Sanfranco


Quinto nivel como la hermana menor de la tierra de casca-
beles, hija última de los zulianos, por eso Sanfranco Quinto
nivel se hallaba enclavada en el municipio sureño, enfrente
del lago, La china chinita y el puente.

En enero, cuarto año del siglo, los nubarrones del bitumen


bajaron del cielo de nuevo, oscureciendo las calles, callejo-
nes y avenidas de Sanfranco Quinto nivel.

Una mañana, con el calor derritiendo los cielorrasos de las


casas, los payasos y los enanos comenzaron a desarmar el
circo. Una amenaza latía en la atmósfera; la Telefónica Na-
cional cerró sus puertas, la plaza de almendrones se llenó
de polvo y los basquetbolistas, los evangélicos y los vende-
dores de hierbas malditas se alejaron para siempre.

116
Julio Quijada Rincón

El aburrimiento, enclavado entre las fumarolas la entrada


de Sanfranco Quinto nivel y El Patiquín, sonaba condicio-
nante de lo que se avecindaba. Algo, en el inconsciente del
colectivo, estaba por suceder.

Los veintiún soles y lunas guajiros de Marián Jesús Queja-


na llegaron días antes del Carnaval. La guajirita pintona del
año precedente era una señora con sus tres hijos a cuestas.
El último, el varón, el más indefenso, el hijo de Luis Grana-
dillo y Marián Jesús Quijada Rincón no recordaría jamás
que tuvo una madre biológica y un padre cruel y cobarde,
autor intelectual de una aberración concebida en un ins-
tante signado por la locura.

En enero de ese año volvió el profesor Quijada Rincón a


Sanfranco Quinto nivel. Traía su carga fundamental de es-
critura: toda obra inédita. Julián Quejana notó con sorpre-
sa que entre él y el profesor Quijada Rincón los lazos de
escritura se unían como espejos: el poemario Lunístico del
encuentro, influido por el modernista argentino Leopoldo
Lugones, venero de lunas encontrándose, no se sabía quién
de los dos lo había escrito. Los artículos periodísticos de
otrora, signados con aquel fuera del tintero de Max Fleis-
cher, parecían haber sido escritos por Julián Quejana, sin
embargo, se hallaban rubricados por el profesor Quijada
Rincón. Otro tanto subyacía en un libro tejido con la magia
de las tardes de ocio y de aburrimiento, con el título senci-
llamente sacado con pinzas de un horno de panadero: Diez
cuentas de cuentos. Julián Quejana y el profesor Quijada
Rincón sabían que toda escritura nacía de un pacto auto-
biográfico, por eso, esos cuentos tenían el sello de vida del

117
SANFRANCO V NIVEL

profesor Quijada Rincón. Muchos, sin embargo, creían que


el autor era Julián Quejana.
Sanfranco Quinto nivel, una burla a la preceptiva escolar,
tuvo sus primeros moldes en el reverso de unas guía de
estudio que pertenecieron a Julián Quejana. El profesor
Quijada Rincón lo sabía, es verdad, porque conocía a Julián
Quejana como si fuese un personaje de su espejo, azogue
por donde se reflejaba la vida. Había cosas que decir: Ma-
rián Jesús Quejana, veintiún soles y lunas guajiros deteni-
dos por el primer fogonazo, cuyo paso incierto rasgó la tela
de la noche. Fue un silbar que hizo callar la cháchara de
catorce chicas enfrente de la casa de los Quejana.
El sicario llegó a pie, vestido de negro, preguntó por Ma-
rián Jesús Quejana.
‒¿Quién es?‒ inquirió él.
‒Soy yo ¿por qué?‒ respondió ella
‒Traigo un encargo pa vos‒ y sacó la pistola.
Marián Jesús Quejana no tuvo ni un instante para el miedo.
Darle la espalda y correr fueron sus dos opciones únicas.
Era la noche del 25 de febrero en la calle el Zamuro de San-
franco Quinto nivel.
El segundo plomazo, brotado de súbito como una llama
in crescendo, salió deprisa del arma, tras el fugonazo, tres
pasos dio Marián Jesús Quejana, los de perder las alas des-
trozadas de la vida, los veintiún soles se desmigajaron en la
penumbra, las veintiuna lunas, reptando como discos lumi-

118
Julio Quijada Rincón

nosos, atravesaron el aire caluroso de la avenida el Zamu-


ro; el olor de la pólvora, calcinadora de todos los sueños,
deshizo el velo del atardecer muerto.
Las chicas, en ese instante, mudaron la cháchara y los gri-
tos se hicieron eco en un temblor de tierra, todas se halla-
ban aturdidas, todas gritaban de pánico, todas salieron en
estampida, en tanto Marian Jesús Quejana rodaba y caía
bocarriba, con el hilillo de sangre por donde se le iba esfu-
mando la alegría de ese día de febrero.
En ese momento, el profesor Quijada Rincón y Julián Que-
jana vieron el instante para colocarle el punto final a la no-
vela Sanfranco Quinto nivel. Sintieron la conciencia lava-
da por el deber cumplido. Marián Jesús Quejana no había
sido sacrificada en vano: Noriana, María Angélica y Mario
Alberto tendrían la ocasión no muy lejana de conocer su
historia, de revivirla a través de la memoria, contada por
Julián Quejana. Su novela ¿Tenía un fin?, el principio de su
carrera literaria y cobrar con tinta la sangre derramada.
A esa hora, sin pérdida de tiempo, el profesor Quijada
Rincón brindaba por el éxito de Julián Quejana. Los dos,
fundidos por el espejo, se dieron cuenta de que la ciudad
imaginada ya estaba comenzando a ser real.

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SANFRANCO V NIVEL

SANFRANCO V NIVEL
Publicación digital del Fondo Editorial UNERMB
Diciembre, 2016
Cabimas, estado Zulia, Venezuela.

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S ANFRANCO V NIVEL 5
Julio Quijada Rincón

Julio Quijada Rincón

Colección El Inquieto
121 Anacobero

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