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6. CINE, HISTORIA Y EXPRESIÓN


NACIONAL
“Hasta hoy, la literatura ha sacado mayor
provecho que el cine de los retazos dramáti-
cos abandonados”. ENRIQUE LACOLLA

1. “En el principio fue la Historia”

Así podría decirse de la relación entre el Cine y la Historia, porque las


primeras películas de la larga crónica del cinematógrafo -Salida de los
obreros de la Fábrica Lumiere, precisamente de los hermanos Lumiere,
empresarios pioneros del género, y L’Affaire Dreyfus de Georges Melies-
tuvieron como asunto único una situación real, vale decir: histórica, y no la
fantasía, que alcanzaría luego un rol tan hegemónico en la estructura y el
desarrollo del nuevo arte (1).

Estos inicios indican de modo notorio los estrechos lazos existentes entre
ambos términos de la relación desde el origen mismo del cine, relación que
alcanza diversos niveles y matices.

Si fuera posible una gradación convendría empezar por una elemental:


aquella en que los actores de los filmes son no-actores, por decir así,
haciendo un juego de palabras que no es en realidad un juego sino una
verdad sustancial. En efecto: en los breves y prosaicos Noticieros, los que
allí actúan no son actores profesionales de cine, pero lo son, y destacados,
del sindicalismo, de la política, de los negocios, de la cultura, del deporte y
tantas otras manifestaciones de la vida social. Ellos son tomados por la
cámara cuando hacen historia, grande o pequeña.

2. La memoria: noticieros y documentales.

La exhibición de un noticiero tiene un carácter de mera actualidad, de


puro presentismo, pero cuando los hechos o las personas tienen un
determinado relieve, ese modesto filme destinado sólo a informar, adquiere
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un carácter histórico por el mero transcurso del tiempo. Naturalmente, no


tendrá esa jerarquía una película de noticias que muestra la inauguración de
una fábrica de galletitas de cinco empleados en Villa Pirulo porque el
dueño de ella sea pariente del director del Noticiero… Pero sí la tendrá si
en ella aparece, por ejemplo, la tumultuosa toma del poder por un líder
popular, o los primeros balbuceos de un gremialista que más tarde se hará
célebre, o la solemne apertura de una academia que alcanzará en el futuro
altos logros culturales. ¡Valor histórico inmenso tienen los noticieros
semanales de la Casa Lepage, en los que pueden verse los reportajes hechos
a Mitre, al general Roca, al general Ricchieri o al Dr. José Figueroa
Alcorta!

Hay otros filmes, parecidos a estos por su naturaleza testimonial, pero


cuyo carácter histórico no deriva del solo paso de los años. Se trata de las
películas histórico-documentales, en donde la intencionalidad de fijar en el
celuloide un instante de la realidad histórica o un fragmento de una vida
aparece manifiesta desde el principio. En unos casos se nos presenta como
un documento integral, filmado unitariamente bajo una sola dirección -
como el célebre Tire Dié de Fernando Birri de 1958 o como Cazadores de
Utopias o Monseñor de Nevares. Último viaje, por citar los más recientes;
en otros casos aparece como un producto del laboratorio de montaje, según
la idea original de L. Kuleshov y que entre otros ha dado películas como
La República Perdida de Luis Gregorich y Miguel Pérez (1973) Cada uno
de los filmes de esta categoría, más allá del contenido que su creador quiera
darles, se constituyen así, técnicamente como su verdadero manual de
historia (un manual de celuloide, claro). La utilidad educativa y formadora
de ellos no precisa ser señalada.

3. Cine, veracidad y épica nacional

Pero, ¿disminuiríamos el nivel del cine como expresión artística si nos


limitáramos a constatar únicamente este tipo de relaciones entre él y la
historia? Lo degradaríamos, indudablemente, a la más prosaica categoría de
técnica conservadora de hechos pasados, similar a la imprenta, a los
archivos.

Es que existe, en efecto, una relación más sustanciosa entre ambos


términos de esta ecuación historia/cine; una ecuación donde el segundo
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miembro de ella no pierde su carácter de gran arte moderno. Nos referimos


a la conexión que dimana naturalmente de las grandes películas de
reconstrucción histórica o de ambiente histórico.

Ambas permiten a directores, guionistas e intérpretes desenvolver todo su


talento artístico respetando simultáneamente la verdad de los
acontecimientos históricos que tratan de recrear. Es éste, el de la
veracidad, obviamente, un rasgo fundamental del género histórico. No se
podría, por decirlo de un modo caricaturesco, quizá, realizar una película
sobre la época napoleónica mostrando a Napoleón como un hombre alto y
elegante, o pretendiendo que la campaña de los cien días duró mil o que el
Emperador fue desterrado a las Islas Malvinas y no a las de Elba y Santa
Elena… No siempre surgen filmes que aúnen el arte con la veracidad
histórica como se hace en La Pasión de Juana de Arco, en la célebre
versión muda de Carl Dreyer, hecha siguiendo la documentación de su
proceso judicial, o en La Patagonia Rebelde o Gatica el mono entre los
nuestros, o el Octubre, o el Alejandro Nevsky de Eisenstein, o -incluso- el
relato del famoso duelo del Corral O.K. en el cual Wyatt Earp y sus
hermanos destruyeron en Tombstone a la banda de Clanton-Mc Lowry, con
Burt Lancaster y Kirk Douglas en Duelo de Titanes.

De estos filmes -un puñado entre centenares y centenares del género- La


Patagonia Rebelde, responsabilidad de Héctor Olivera, es una muestra
vigorosa de nuestro cine épico, una variante de aquél que ha sido poco
frecuentado por nuestros cineastas, que ya en la década del cuarenta
supieron producir -con medios limitados- esa perla que fue La Guerra
Gaucha. Sobre esta falencia del cine nacional, ese gran crítico y pensador
que es Enrique Lacolla, hace casi treinta años se preguntaba si ella tendría
razones estructurales. “¿Existe una historia argentina capaz de original tal
género?” (2) se interrogaba y nos interrogaba. La respuesta categórica es sí.
Nadie podría decir que no hay material de sobra para una filmografía épica
argentina, tales como la de Güemes y la defensa de la frontera norte; la
epopeya sanmartiniana -más allá de las acartonadas versiones que de ambas
ha dado Torre Nilsson-, o el ciclo de nuestras guerras civiles (Facundo, el
Chacho, Felipe Varela, Artigas y su triple lucha contra portugueses,
españoles y porteños…); la larga marcha del yrigoyenismo hacia la
conquista del sufragio libre, con su rosario de revoluciones y

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levantamientos cívico-militares, o la contienda permanente del movimiento


obrero por la dignidad del trabajo y la utopía de una sociedad solidaria.

Si en la crónica del cine argentino no hay más que unos pocos mojones
de este género plantados en el camino, ello no se debe a la carencia de una
sustancia tratable, sino a una condición cultural a la que no escapan
realizadores y guionistas: la condición enajenada, la idea subyacente
omnipresente de un disvalor de lo que es propio, la extraneidad de la
conciencia culta, correspondiente a un país semi-colonial como el nuestro.

4. Verosimilitud y contexto histórico.

La veracidad es entonces condición de la “película histórica”, pero ella no


fija el único límite que se debe respetar. Existe otro, más impalpable pero
no por ello menos presente: es el límite que marca la verosimilitud. Como
es imposible conocer todas las circunstancias reales de un fragmento de
historia que se pretende volver a hacer vivir -sea porque no ha quedado
constancias de un tiempo muy lejano, sea porque se refieren a la existencia
cotidiana de la que los cronistas no se han molestado en dejar registro- el
guionista o el adaptador están autorizados a reconstruirlo imaginativamente
en los diálogos, las actitudes, los pensamientos, etc. Pero estos fragmentos
de historia desconocidos que así se recrean, deben gozar de un cierto grado
de verosimilitud y credibilidad, deben guardar coherencia con los
precedentes y el contexto de la situación o con los hechos, la idiosincrasia,
las ideas o la historia personal conocida del personaje, en su caso. Así,
verbigracia, no es verosímil un San Martín que, como el de la película de
Torre Nilsson, se expresa con el lenguaje de sus proclamas o de sus
discursos públicos. Y no lo es desde que -de un modo general- el común de
los mortales, salvo casos esquizoides, no habla como los editoriales de los
diarios o como las actas notariales y -en un sentido particular- porque la
historia conocida del Libertador nos lo muestra como un hombre sencillo y
nada solemne. El comerciante inglés Samuel Haig, que lo trató en Chile,
atestiguaba que “conversaba con la mayor soltura y afabilidad” y el sueco
Jean Adán Graaner, que lo conoció en 1816, narraba que “habla mucho,
ligero y sin dificultad” (3). De modo que el “realismo torrenilssoniano
deviene irreal e inverosímil por falta de correspondencia entre -
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paradójicamente- dos realidades: la de los textos y la del sujeto al que se le


adjudican. Los primeros son ciertos, fueron escritos y publicados, pero no
por el San Martín hablante y cotidiano, sino por el San Martín hombre
público que ha congelado el bronce. En cambio, salvando el espacio de los
años, el más reciente El general y la fiebre, de Jorge Coscia y Julio
Fernandez Baraibar, nos trae de la mano de Rubén Stella -aun con su
sobreactuación- un San Martín más humano, más de carne y hueso. Más
verosímil, en una palabra.

Mayor libertad, por supuesto, habrá para los realizadores de un filme “de
ambiente histórico” donde la anécdota central es totalmente imaginaria,
mientras que la verdad histórica se limita al marco y a las circunstancias
más generales en que el asunto se desenvuelve. Tales La Casa de los
espíritus, Pampa Bárbara, Quebracho, No habrá más penas ni olvido, Un
guapo del Novecientos, Así es la vida y tantas otras. O -entre los clásicos de
todas las épocas- Casablanca, Doctor Zhivago o Lo que el viento se llevó.

Si quisiéramos, ignorando los matices, marcar la diferencia esencial entre


los filmes de “reconstrucción histórica” y otros de “ambiente histórico”,
habría que señalar someramente que en los primeros es histórico el asunto
central e imaginarias (pero verosímiles) las circunstancias accesorias que lo
enmarcan o lo complementan, mientras que en los segundos, a la inversa,
es imaginario el nudo del argumento e histórico el marco de la
ambientación. A propósito: no confundir género “histórico” strictu sensu
con las películas monumentales del tipo de aquellas con las que Italia
trascendió internacionalmente en los años primeros del siglo -Los últimos
días de Pompeya, Ben Hur, Güelfos y Gibelinos, Cabiria…- o de las que
también supo comercializar Cecil B. De Mille. Aquí lo histórico es
meramente pretextual, un simple ardid sin mayor rigor ni arte, porque lo
principal en estos filmes será siempre el movimiento espectacular de las
grandes masas de extras (de lo que Intolerancia de Griffith es el prototipo),
los vestuarios fastuosos y el dramón argumental. Son películas comerciales
(simple y descaradamente comerciales) hechas para hacerse taquilleras
satisfaciendo al ingenuo pueblo norteamericano -como hoy el género
catastrófico- o al gusto melodramático del público italiano, que ya había
señalado sin concesiones Antonio Gramsci (4) en sus Cuadernos de la
Cárcel. Aquí entran las realizaciones de la Historia sagrada, como El Arca
de Noé de Curtis, Sansón y Dalila, Rey de Reyes, Los diez mandamientos,

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Salomé, etc., historia tratada -o maltratada- con tal ligereza que ya en 1913
habían originado la crítica fundada del Papa Pío X.

Ahora bien: ¿Qué tan antiguo debe ser el asunto central tratado o el
ambiente histórico evocado? Sería un petulancia preceptiva que alguien
indicara 500 años, 100 años, un año… ¿Es más histórica Iván el Terrible
que la película que se rodó en Estados unidos hace un tiempo sobre la vida
del dirigente sindical Jimmy Hoffa? ¿Camila (época rosista) que Fin de
Fiesta (Década infame)? Es una pregunta de difícil respuesta, porque si
somos estrictos, el presente no existiría: no sería más que una línea entre el
pasado y el futuro, de manera que todas las películas, aun las que tratan de
los más recientes acontecimientos, serían históricas. Pero no seamos
exagerados. En definitiva, estamos ante una cuestión de taxonomía de
menor importancia que se resuelve según el criterio clasificatorio que se
adopte. Como aproximación, diremos que cuanto más alejado en el tiempo
está el acontecimiento considerado, más indudable será su carácter de
“filme histórico”, pero cuando más nos aproximamos al presente más
ingresaremos a una zona gris, donde su naturaleza se vuelve dudosa.
Aceptemos el criterio tradicional que nos trasmite Jorge Miguel Couselo:
tema histórico será aquel que tenga “una lejana connotación de época” (5)
y conformémosnos.

De todas maneras, una buena película que trate de un asunto más reciente
o contemporáneo, si éste es social, política o culturalmente importante, no
hay duda que con los años será contemplado como un filme de contenido
histórico o -mejor dicho- que se ha vuelto histórico. ¿No sería el caso de El
Crack de Martínez Suárez (1960) sobre la venalidad en el fútbol de su
época, o algunas películas de Mario Soffici, como Héroes sin fama (1940),
donde pinta la corrupción del fraude y la violencia de esos años? Si se
rodara hoy un largometraje que versara sobre el ambiente de entrega y
corrupción del menemismo, si él se hiciera con verdad y arte, no caben
dudas tampoco que sería visto por la próxima generación como un
documento histórico muy ilustrativo.

5. El filme como reflejo epocal. Peronismo y frondicismo

Pero hay todavía otro nivel de relaciones, más genérico pero de una
naturaleza necesaria e inderogable entre el cine y la realidad histórica. Es
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aquel que surge de cualquier película, aun de aquellas más intemporales y


atípicas, revelando la idiosincracia y/o el clima ideológico de un país o de
una clase y de un tiempo determinado, aun a pesar de sí misma.

Todo filme, en efecto, evidencia, simultáneamente la cosmovisión


política y cultural de sus realizadores, y la superestructura contextual que le
impone su estilo y sus motivos, su perfil específico y su lenguaje
cinematográfico. Las películas producidas en la época peronista (1945-
1955), con su cursilería y su convencionalismo salvo excepciones -como
los esfuerzos no del todo exitosos de Hugo del Carril como director (Las
aguas bajan turbias o Los Isleros) y poco más- expresan el fracaso del
movimiento nacional en el plano de la cultura, que no supo crear, en ese
nivel, una opción original y superadora, como lo consiguieron por ejemplo,
la revolución mejicana o la revolución rusa. En la filmografía, como en la
pedagogía, la interpretación histórica o la literatura (un Marechal no hace
verano), el peronismo permaneció tributario de la vieja ideología del
liberalismo, y cuando trató de evadirse de ella cayó en la ramplonería o en
la visión estrecha del nacionalismo reaccionario. Y éste no es un juicio de
valor, sino la lamentable comprobación de un hecho de lamentar, cuyas
causas no cabe aquí discutir.

En la otra cara de la medalla, caído el régimen popular, aparecen filmes


que pese a innovar en cierta temática antes aludida y realizar búsquedas y
hallazgos de innegable validez estética, se informan de una manera de ver y
juzgar la época precedente que es propia de la pequeño-burguesía
sedicentemente progresista pero cerrada a la comprensión de un
movimiento político de enorme progresividad en el campo económico y
social como fue el peronismo, no obstante sus rasgos algo retrógrados en lo
superestructural. De este tipo es una película como El jefe de Fernando
Ayala, donde este director -asistido por el libro de David Viñas- pone en
escena, además de un análisis analógico y elíptico del peronismo, los
prejuicios ideológicos de su clase y de su formación “liberal de centro”
(según él mismo lo confiesa). Esa visión prejuiciosa y moralista del
peronismo, termina, en definitiva, por dar una explicación basada en la
seducción de las masas por obra de un caudillo super-macho que trata
“eróticamente” a las multitudes manipulables. Vale decir, es una
concepción fundada en el más barato y anticientífico psicologismo, que era

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la de la cultura oligárquica hegemónica a la que tributaban las clases


medias argentinas.

Así, por lo que espontáneamente dicen de manera directa o indirecta, por


lo que callan o por lo que exponen, por su temática central o por sus
circunstancias secundarias o enmarcatorias, por sus parlamentos o por el
manejo de sus imágenes y sus silencios, cada metro de celuloide rodado y
montado se presenta a la inmediata posteridad como un documento
histórico revelador de la psicología social, las costumbres y las creencias,
las estupideces y las virtudes, o las ideas heroicas y los preconceptos de un
pueblo y de una época histórica, Porque si Eisenstein nos revela el aliento
épico de la revolución de Octubre y el neorrealismo expresa esa búsqueda
del hombre viviente que siguió a la liberación de Italia, después de veinte
años de grandilocuencia huera, de ampulosidad dannunziana y de censura
fascista, de igual modo el cine de la Generación del ’60 argentina -
Feldman, Martínez Suárez, Kohon y Rodolfo Khun, Birri y Lautaro Murúa-
es expresivo a su vez de un momento fugaz de la intelligentzia
pequeñoburguesa que creció y se frustró rápidamente con la experiencia
frondicista, con sus contradicciones y sus ilusiones de libertad, de
democracia y desarrollo económico, todo a una.

Tres países distintos y tres momentos históricos diferentes, que el cine ha


puesto de manifiesto y ha conservado para nosotros de un modo
involuntario pero definido, como un precioso archivo que muestra sus
tesoros culturales a la mirada crítica orientada por un criterio histórico-
estético.

6. El género político como factor activo de la historia.

En estos niveles de la relación historia/cine, este último se nos aparece


como el registro (documentalismo) o la recreación (cine argumental) de la
historia. Es un cine que se constituye como el soporte pasivo de la primera,
de la historia.

Hay, empero, otro nivel en el que el cinematógrafo desempeña un rol


activo, en que contribuye a hacer la historia en la medida en que, junto a
otras instancias propias de lo político, ayuda a convencer, a determinar y

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movilizar a grandes sectores de la opinión pública. Nos referimos


obviamente al cine propaganda y/o cine político.

Este género se estructura implícitamente sobre la concepción que Marx


formuló sintéticamente cuando aseveró que “la idea, cuando se apodera de
la mente de las masas, se convierte en una fuerza material”. El mismo
Lenin confesaría en 1921 que “el cine es para nosotros el arte más
importante de todos” (6). Sin embargo, no fue la izquierda, sino la derecha
la primera en advertir las inmensas posibilidades de educación masiva y
manipulación que se incubaba en la pantalla: antes que los soviéticos
fueron los militaristas y chovinistas alemanes durante la Guerra del Catorce
quienes, con el apoyo del Kaiser y de la gran burguesía monopolista
(Krupp, I. G. Farben, Deustch Bak y A.E.G. constituyeron la poderosa
empresa cinematográfica “UFA”.

Los soviéticos, durante la primera década de la revolución, tuvieron lo


que podríamos definir como un cine “artístico-ideológico”, donde,
naturalmente, se “propagandizaba” en un sentido lato el socialismo y el
poder soviético, pero donde la libertad del artista -Eisenstein, Pudovkin,
Dovzhenko- tenía amplios límites para desenvolverse creativamente. Se
trataba aquélla de una filmografía que -como escribe Dwight Macdonald-
no pedía “más que la amplia afirmación de ciertos valores y la denigración
de otros, como lo que frecuentemente ha caracterizado al arte superior (por
ejemplo, los dramas históricos de Shakespeare o las novelas como La
Cartuja de Parma de Sthendal o Demonios de Dostoievsky)”(7). Igual
afirmación podría hacerse de una película situada ideológicamente en las
antípodas del arco político: El Francotirador (The Deer Hunter), el
recordado filme protagonizado por Robert de Niro, Cristopher Walken y
Meryl Streep, que ensalzaba elíptica pero claramente los supuestos valores
de la intervención estadounidense en Viet Nam.

El verdadero y más descarado cine de propaganda se instaura recién con


los regímenes dictatoriales de Stalin en Rusia, Mussolini en Italia y Hitler
en Alemania. Ellos producen, como norma, una caída vertical en la calidad
artística de las películas que se producen en el período y en el género,
aunque hay algunas excepciones notables, como el famoso filme de Leni
Rifensthal El triunfo de la voluntad, un himno wagneriano al Führer de
tanta fuerza, belleza y grandiosidad que aún hoy las autoridades alemanas
prohiben su exhibición indiscriminada, no sea que todavía convenza a
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alguna gente… Entre nosotros, más cercano a lo ideológico que a lo


burdamente propagandístico, este género ha dado filmes como La hora de
los hornos de Solanas y Getino (1966) o El camino hacia la muerte del
viejo Reales de Gerardo Vallejo (1971). Mas, como escribe Couselo, en
esta materia, antes que documentalismo “la gran masa de espectadores
prefiere al recreación dramática de la historia, a condición de la
verosimilitud y fuerza” (8). Esto lo habían ya comprendido perfectamente
los norteamericanos, que en sus interesantes y aun apasionantes películas
históricas de guerra y espionaje han sabido propagandizar elípticamente las
razones del “American way of life” de un modo mucho más efectivo que si
lo hubiera hecho de forma indirecta y franca. En todas ellas, si el
espectador no las contempla armado de algún sentido crítico, ante el
bombardeo sub-liminal prodigado, sale de la sala de exhibición convencido
de que los norteamericanos son realmente los “muchachitos buenos” de la
película y que los “malos” son siempre “los nazis” antes, los “comunistas
rusos” después, y los “terroristas árabes” ahora, y por eso pierden; el bien
siempre triunfa sobre el mal…

De todas manera, se trate de cine argumental o de cine documental, si hay


calidad estética y honestidad en el abordaje del tema -pensemos en Morir
en Madrid- no puede haber oposición irreductible entre una y otra variante
del género histórico-político. No son esas variantes dos categorías entre las
que haya que optar, como alguna vez creyó un cierto maniqueísmo como el
de Dziga Vertov cuando proclamaba: “Solamente hechos. Nada de
ilusiones. ¡Abajo el actor y el escenario!”. Ya lo dijo Fernando Birri, de
vuelta de muchas cosas, en el “Acta de nacimiento de la Escuela
Internacional de Cine y TV en San Antonio de los Baños, Cuba” en 1966:
“Ayer fue la documentación crítica el primer paso de una escuela para una
aproximación a nuestra distorsionada, mentida, negada realidad… Pero
hoy, después de 30 años de nuestro movimiento, la exigencia -más que la
necesidad- de un argumentalismo, de una expresión narrativa argumental
madura, se hace impostergable”.

Córdoba, 2 de noviembre de 1996

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NOTA: el artículo precedente fue escrito a pedido del periodista y escritor Francisco
“Pancho” Colombo, Director de la revista “UMBRALES” del Círculo Sindical de la
Prensa (CISPREN) de Córdoba, y editada en el N° 6 de Diciembre de 1996 de dicha
publicación sindical con el título de “Cine e Historia. Una aproximación”.

NOTAS

1) Sobre el tema en general puede verse de Román Gubern: “Historia del Cine”, Editorial
Lumen, Barcelona l979, 2 tomos; George Sadoul: “El cine. Su historia y su técnica”, Breviarios
del Fondo de Cultura Económica”, Méjico 1950, y Arnold Hauser: “Historia Social de la
Literatura y del Arte”, Tomo III, último capítulo, Editorial Guadarrama, Madrid 1974

2) Enrique Lacolla: “Cine épico e Historia”, Editorial Teuco, Córdoba 1970, pag.61.

3) En José Luis Busaniche: “Estampas del Pasado”, Tomo I, Editorial Hyspamérica, Buenos
Aires 1986, págs.252 y 263.

4) Antonio Gramsci: “Literatura y Vida Nacional”, Editorial Lautaro, Buenos Aires 1961,
pág.87. El publicista italiano señalaba que el “gusto melodramático” se debía “al hecho de que
se había formado (el gusto italiano) no en la lectura y la meditación íntima e individual de la
poesía y del arte, sino en las manifestaciones colectivas, oratorias y teatrales”. Añadía que el
teatro y “el cine hablado, aunque también las didascalias del viejo cinematógrafo mudo” tenían
a su vez “una máxima importancia en la creación de ese gusto y el lenguaje adecuado”.

5) Jorge Miguel Couselo: “65 accidentados años: el cine argentino”, en revista Vea y Lea,
Buenos Aires 15 de septiembre de 1965, pág. 43

6) Cit. en Dwight Macdonald: “El Cine soviético: una Historia y una Elegía”, Editorial SUR,
Buenos Aires 1956, pág. 19.

7) Idem, pag. 13.

8) Jorge Miguel Couselo: op. Cit, pág. 45.

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