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La desgraciada Patria

Boba
Era el mejor de los tiempos. Era
el peor de los tiempos—Charles Dickens
Historia de dos ciudades
A finales del siglo XVIII sucedían cosas tremendas en el mundo. Las colonias
americanas de Inglaterra proclamaban su independencia y la ganaban después de
una lenta guerra de diez años, con ayuda de Francia y de España, y se convertían
en una inaudita república de ciudadanos libres y felices (con excepción, por
supuesto, de los negros esclavos). En Inglaterra se asentaba la Revolución
Industrial, que iba a transformar el mundo y, de pasada, a sembrar las bases
económicas del Imperio británico. En Francia estallaba en 1789 una revolución
burguesa: la Revolución con mayúscula. Y en la ingeniosa máquina de la
guillotina les cortaban la cabeza a los aristócratas y a los reyes, en nombre de la
Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y al amparo de esa revolución, al otro lado
del océano los negros esclavos de Haití lograban su libertad y les cortaban la
cabeza —a machete— a los dueños blancos de las plantaciones, y luego a las
tropas francesas, y luego a las españolas del vecino Santo Domingo, y luego a los
mulatos… Y así sucesivamente.
Las potencias monárquicas de Europa le declararon la guerra a la Francia
revolucionaria. Un general corso llamado Napoleón Bonaparte dio en París un
golpe de Estado, se proclamó cónsul a la romana y luego emperador de los
franceses, y procedió a conquistar por las armas el continente europeo para
imponerle a la fuerza la libertad, desde Lisboa hasta Moscú. En cuanto a España
(que nunca había dejado de estar en guerra —pues era todavía un gran imperio—
en tierra y mar, en el Mediterráneo y en el Atlántico, contra Francia unas veces,
contra Inglaterra otras, a veces también contra el vecino Portugal por asuntos de
ríos amazónicos o de naranjas del Alentejo), fue invadida por las tropas
napoleónicas en 1808, destronados sus reyes y reemplazados por un hermano del
nuevo emperador francés. Con la ocupación extranjera se desató además una
guerra civil entre liberales y reaccionarios, entre “afrancesados” partidarios de
una monarquía liberal y patriotas de dura cerviz animados por curas trabucaires,
y el país se desgarró con terrible ferocidad.

Un sainete sangriento

Secuestrados por Napoleón los reyes, en el sur de la península todavía no


ocupado por las tropas francesas se creó una Junta de Gobierno, y a su imagen se
formaron otras tantas en las provincias de Ultramar: en Quito, en México, en
Caracas, en Buenos Aires, en Cartagena, en Santafé (que en algún momento
indeterminado había dejado de llamarse Santa Fé, y muy pronto iba a volverse
Bogotá). Se abrió así la etapa agitada, confusa y tragicómica que separa la
Colonia de la República y que los historiadores han llamado la Patria Boba: el
decenio que va del llamado Grito de Independencia dado el 20 de julio de 1810
en Santafé a la Batalla del Puente de Boyacá librada el 7 de agosto de 1819,
comienzo formal de la Independencia de España. Diez años de sainete y de
sangre.
En la Nueva Granada las perturbaciones habían empezado casi quince años antes,
al socaire de las increíbles noticias que llegaban sobre las revoluciones
norteamericana y francesa. De la primera, los ricos comerciantes criollos de
Cartagena y Santafé y los hacendados caucanos de productos de exportación —
azúcar, cacao, cueros, quina— habían sacado la ocurrencia del libre comercio: en
su caso, para comerciar con las colonias inglesas independizadas y con Inglaterra
misma. De la segunda, los intelectuales —que eran esos mismos hacendados y
comerciantes, más los doctores en Derecho que ya entonces vomitaban por
docenas las universidades del Rosario, de San Bartolomé y de Popayán— habían
sacado las ideas de liberté, égalité, fraternité, entendidas de manera
convenientemente restringida: libertad de las colonias frente a España, pero no de
los esclavos; igualdad de los criollos ante los españoles, pero no de las castas de
mulatos y mestizos ante los blancos. ¿Fraternidad? No sabían lo que podía ser
eso, ni siquiera en los más sencillos términos cristianos. Una generación atrás
había observado el arzobispo–virrey Caballero y Góngora que nunca había visto
gentes que se odiaran entre sí tanto como los criollos americanos.
En 1794 el señorito criollo Antonio Nariño, rico comerciante y estudioso
intelectual, había traducido e impreso en Santafé la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea revolucionaria de Francia: pero sólo
había distribuido tres ejemplares entre sus amigos, y había pagado su audacia
subversiva con años de cárcel, de exilio y de cárcel otra vez. La represión, pues,
empezó en la Nueva Granada antes que la revolución.
Una represión preventiva. Porque lo que aquí había no era ni el embrión de una
revolución en serio: sólo una amable fronda aristocrática hecha de mordacidades
sobre el virrey y de buenos modales ante la virreina. Aunque la imprenta llegó
tarde, en comparación con Lima o México, hacía algunos años circulaban
periódicos locales, y se recibían los de Filadelfia y los de Francia. Lo que en
París eran los clubes revolucionarios aquí no pasaban de amables tertulias
literarias de salón burgués. Antonio Nariño tenía una, que era tal vez también una
logia masónica; el científico Francisco José de Caldas otra, el periodista Manuel
del Socorro Rodríguez otra más, la señora Manuela Sanz de Santamaría una
llamada “del Buen Gusto”, en su casa. En ellas se discutía de literatura y de
política, se tomaba chocolate santafereño (no hacía mucho que la Santa Sede
había levantado la excomunión sobre esa bebida pecaminosamente excitante) con
almojábanas y dulces de las monjas. Una copita de vino fino de Jerez. Para los
más osados, coñac francés importado de contrabando por alguno de los
distinguidos contertulios. Una señora tocaba una gavota en el clavicordio. Un
caballero ya no de casaca sino de levita, con un guiño populista, rasgueaba al
tiple un pasillo. Se hablaba de los precios del cacao en Cádiz y de los negros en
Portobelo, de los problemas con el servicio indígena, de las gacetas llegadas de
Londres y de París (las de Madrid estaban sometidas a una férrea censura desde
el estallido de la revolución en Francia), de la ya consabida insatisfacción de los
criollos ricos por su exclusión del poder político. Empezaban a llamarse ellos
mismos “americanos”, y a llamar a los españoles no sólo “chapetones” —como
se les dijo siempre, desde la Conquista, a los recién llegados— sino también
“godos”, ya con hostil intención política.
Pocos años antes había observado el viajero Alejandro de Humboldt: “Hay mil
motivos de celos y de odio entre los chapetones y los criollos […]. El más
miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree
superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.
Entre dos aguas, el ya casi americano pero también godo, funcionario virreinal y
poeta aficionado Francisco Javier Caro componía himnos patrióticos:
“No hay más que ser (después de ser cristiano,
católico, apostólico y romano)
en cuanto el sol alumbra y el mar baña
que ser vasallo fiel del rey de España”.
Sus descendientes, ya no españoles sino americanos pero también godos en el
sentido político, también compondrían himnos patrióticos, que veremos más
adelante.

Todo por un florero

Con las noticias de las guerras de Europa se agitaron esas aguas coloniales que,
desde los tiempos de la sublevación de los Comuneros, parecían otra vez
estancadas. En la España ocupada, la Junta de Gobierno refugiada en Cádiz
convocó unas Cortes en las que por primera vez participarían, con una modesta
representación, las colonias americanas; y en respuesta a la invitación, el más
brillante jurista de la Nueva Granada, Camilo Torres, escribió un memorial. El
hoy famoso Memorial de agravios en que exponía las quejas y las exigencias de
los españoles americanos: un documento elocuentísimo que tuvo el único defecto
de que no lo conoció nadie, porque en su momento no se llegó a enviar a España
y sólo fue publicado treinta años después de la muerte de su autor. El más
importante documento explicatorio de la Independencia fue archivado sin leerlo.
O bueno: no era ese el único defecto. Tenía también el defecto natural de no
representar los agravios de todos los americanos: Torres hablaba en nombre de su
clase, no del pueblo. Señalaba en su queja que “los naturales (los indios) son muy
pocos o son nada en comparación con los hijos de los europeos que hoy pueblan
estas ricas posesiones. […] Tan españoles somos como los descendientes de don
Pelayo”. Era para los criollos ricos para quienes Torres reclamaba derechos: el
manejo local de la colonia, no su independencia de España. La independencia
que a continuación se proclamó fue el resultado inesperado de un incidente que a
la clase representada por Torres se le salió de las manos por la imprevista
irrupción del pueblo.
La cosa fue así. Un puñado de abogados ambiciosos y ricos santafereños, Torres
entre ellos, y los Lozano hijos del marqués de San Jorge, y Caldas el sabio de la
Expedición Botánica de Mutis, y Acevedo y Gómez, a quien después llamarían el
Tribuno del Pueblo por sus dotes de orador, y tal y cual, que ocuparían todos más
tarde altos cargos en la Patria Boba y serían luego fusilados o ahorcados cuando
la Reconquista española, un puñado de oligarcas, en suma, habían planeado
organizar un alboroto con el objeto de convencer al viejo y apocado virrey Amar
y Borbón de organizar aquí una Junta como la de Cádiz en la cual pudieran ellos
tomar parte. Junta muy leal y nada revolucionaria, presidida por el propio virrey
en nombre de su majestad el rey Fernando VII, cautivo de Napoleón. Pero Junta
integrada por los criollos mismos.
El pretexto consistió en montar un altercado entre un chapetón y un criollo en la
Plaza Mayor un día de mercado para soliviantar a la gente contra las autoridades.
Fue escogido como víctima adecuada un comerciante español de la esquina de la
plaza, José Llorente, conocido por su desprecio por los americanos: solía decir
con brutal franqueza que “se cagaba en ellos”. Y el criollo Antonio Morales fue a
pedirle prestado de su tienda un elegante florero para adornar la mesa de un
banquete de homenaje al recién nombrado visitador Villavicencio, otro criollo
(de Quito). Cuando Llorente, como tenían previsto, le respondió que se cagaba en
él y en el visitador y en todos los americanos, Morales apeló al localismo
encendido de las turbas del mercado, en tanto que su compinche Acevedo y
Gómez saltaba a un balcón para arengarlas con su famosa oración: “¡Si dejáis
perder estos momentos de efervescencia y calor, antes de doce horas seréis
tratados como sediciosos! ¡Ved los grillos y las cadenas que os esperan…!”.
Pero la cosa no pasó de darle una paliza a Llorente y, al parecer, de romper el
florero, del cual hoy sólo subsiste un trozo. La autoridad no respondió a la
provocación como se esperaba, sacando los cañones a la calle: aunque así lo
pedía la combativa virreina, el poltrón virrey no se atrevió. La gente de la plaza
se aburrió con la perorata incendiaria de Acevedo y empezó a dispersarse, y se
necesitó que otro criollo emprendedor, el joven José María Carbonell, corriera a
los barrios populares a amotinar al pueblo, cuyo protagonismo no estaba previsto
por los patricios conspiradores. Los estudiantes “chisperos” echaron a rebato las
campanas de las iglesias, y al grito de “¡Cabildo Abierto!” las chusmas
desbordadas de San Victorino y Las Cruces incitadas por Carbonell, los
despreciados pardos, los artesanos y los tenderos, las revendedoras y las
vivanderas del mercado invadieron el centro e hicieron poner presos al virrey y a
la virreina y quisieron forzar, sin éxito, la proclamación de un Cabildo Abierto
que escogiera a los integrantes de la Junta. En la cual, sin embargo, lograron
tomar el control los ricos: los Lozano, Acevedo, Torres, que al día siguiente
procedieron a liberar al virrey y a llevarlo a su palacio para ofrecerle que tomara
la cabeza del nuevo organismo. La virreina, cuenta un historiador, “mandó servir
vino dulce y bizcochos”.
Y hubo misas, procesiones, un tedeum de acción de gracias al que asistió toda la
“clase militar”, que en pocos días ya contaba con más oficiales que soldados.
Pero continuaban los bochinches. Cuenta en su Diario de esos días el cronista
José María Caballero que el desconcierto era grande: “Con cualesquiera arenga
que decían en el balcón los de la Junta u otros, todo se volvía una confusión.
Porque unos decían: ¡Muera! Otros ¡Viva!”. En los barrios se formaban juntas
populares, inflamadas por los discursos de Carbonell y sus chisperos: señoritos
estudiantes que escandalosamente, provocadoramente, usaban ruana. Se fundó en
San Victorino un club revolucionario. El pueblo seguía en las calles, y corrían el
aguardiente y la chicha en las pulperías y en las tiendas. El virrey Amar huyó a
Honda, y de ahí a España, aprovechando la distracción de una procesión en honor
de Nuestra Señora del Tránsito. La Junta creó una milicia montada de voluntarios
de la Guardia Nacional: seiscientos hombres enviados de sus haciendas por los
“orejones” sabaneros que, cuenta Caballero, cabalgaban por las calles
empedradas “metiendo ruido con sus estriberas y armados con lanzas y
medialunas”. Se restableció el orden. A Carbonell y a los suyos los metieron
presos. Y apenas quince días después de proclamada la Independencia el 20 de
julio, el 6 de agosto, se celebró solemnemente con desfiles y procesiones y el
correspondiente tedeum en el aniversario de la Conquista.
Es natural: eran los nietos —o los tataranietos— de los conquistadores. Eran los
descendientes de don Pelayo. Todos los participantes en los retozos democráticos
del 20 de julio eran hijos de español y criolla, “manchados de la tierra”, pero casi
ninguno criollo de varias generaciones. Todos eran parientes entre sí. Primos,
yernos, hermanos, cuñados, tíos los unos de los otros. La Patria Boba fue un
vasto incesto colectivo. Todos eran ricos propietarios de casas y negocios, de
haciendas y de esclavos. Por eso querían mantener intacta la estructura social de
la Colonia:simplemente sustituyendo ellos mismos el cascarón de autoridades
virreinales venidas de España, pero sin desconocer al rey. Querían seguir siendo
españoles, o, más bien, ser españoles de verdad, por lo menos mientras esperaban
a ver quién ganaba la guerra en la península: si los patriotas sublevados contra el
ocupante, o “los libertinos de Francia” que pretendían abolir la Inquisición y la
esclavitud e imponer “las detestables doctrinas (igualitarias) de la Revolución
francesa”.

La propiedad y el protocolo

Con los indios era otra cosa: los naturales que, según el jurista Torres, no eran
nada. Pero todavía les quedaba algo de su antigua tierra. Así que la primera
medida de la nueva Junta consistió en abolir los resguardos de propiedad
colectiva, dividiendo sus tierras en pequeñísimas parcelas individuales (media
fanegada) con el pretexto de igualar sus derechos económicos con los de los
criollos; pero lo que con ello se buscaba y se logró fue que fuera fácil comprarles
sus tierras, insuficientes pero ya enajenables, para convertirlos en peones de las
haciendas. Los derechos políticos, en cambio, se les siguieron negando: se
pospuso darles el sufragio y la representación “hasta que hayan adquirido las
luces necesarias” (pero no se les abrieron los centros educativos para que las
recibieran).
Las demás decisiones de las nuevas autoridades tocaron puntos de protocolo,
como el importantísimo de saber cómo debían dirigirse entre sí: no ya Chepe ni
Pacho, como se conocían desde la infancia, sino “señoría” los unos a los otros,
“excelencia” al presidente, y, al Congreso en su conjunto, “alteza serenísima”. O
el fundamental asunto de los nombramientos burocráticos: los grados militares de
coronel o general, relacionados con el número de peones de sus haciendas
respectivas, los sueldos, y los cargos vacantes del abandonado Tribunal de
Cuentas o de la Real Administración de Correos. En cinco años hubo once
presidentes o dictadores o regentes en Santafé. Todos querían ser presidentes: los
abogados, los comerciantes, los hacendados, los canónigos, que eran todos los
mismos. Y cada cual, como los virreyes de antes, llegaba con su cola de clientes
y parientes.Hasta el populista Nariño puso a dos de sus tíos a representar en su
nombre los intereses del pueblo, cuando se fue a guerrear con los realistas en el
sur del país. Por lo demás, celebraciones: se dedicaron, literalmente, a lo que el
refrán llama “bailar sobre el volcán”. Escribe un contemporáneo: “Bajo el
gobierno benévolo de don Jorge Tadeo Lozano los bailes y las diversiones eran
frecuentes…”.
Pero ese incesto de grupo iba a ser también una orgía de sangre fratricida, en un
enredo de todos contra todos difícilmente resumible. La guerra social que se veía
venir tomó formas territoriales a la sombra del caos de España: el Virreinato se
disolvió en veinte regiones y ciudades, controladas cada una por su respectivo
patriciado local en pugna casi siempre con un partido popular más radical en su
proyecto independentista. De un lado, la “plebe insolente”, y la “gente decente”
del otro: únicas clases en que se dividían los americanos (sobre la exclusión de
los indios casi extintos y de los negros esclavos). En Cartagena los comerciantes
locales no veían sino ventajas en su ruptura con España: el comercio libre con las
colonias o excolonias inglesas. Así que fue la primera importante ciudad
neogranadina (tras Mompós y la venezolana Caracas) que declaró su
independencia absoluta. En Santafé Antonio Nariño, de vuelta de la cárcel de la
Inquisición, tomó la cabeza del partido popular de Carbonell, con lo cual fue
elegido presidente en sustitución del bailarín Lozano. Y proclamó también la
independencia total, alegando el pretexto leguleyo y cositero de que el rey
Fernando VII no había aceptado el asilo que Cundinamarca le había ofrecido en
1811. No hay constancia de que en su palaciega prisión francesa el monarca
derrocado se hubiera percatado del reproche.
(Cundinamarca: el nombre había sido inventado para la ocasión sobre una
etimología quechua, y no chibcha, que significaba “tierra de cóndores”: aunque
postizo, sonaba en todo caso menos estruendosamente hispánico que el Santa Fé
de la Nueva Granada del conquistador Jiménez de Quesada).
Cada provincia y casi cada ciudad siguió el ejemplo centrífugo, declarando su
independencia no sólo de la metrópoli ultramarina sino de la capital del
Virreinato. Pamplona, Tunja, Vélez, Antioquia, Mariquita. Sogamoso que se
desgajó de Tunja, Mompós que se separó de Cartagena, Ibagué que se divorció
de Mariquita, Cali que se alzó contra Popayán. Cada cual se proveyó de su propia
constitución: inspirada según los gustos ora en la de los Estados Unidos, ora en
alguna de las varias que para entonces se había dado Francia, ora en la recién
estrenada —pero nunca aplicada— Constitución liberal de Cádiz en España. Y
cada cual se dotó de su correspondiente ejército, costeado con impuestos
extraordinarios. Y para amortizarlos, todas pasaron de inmediato a hacerse la
guerra las unas a las otras.

Las guerras civiles


Empezó Santafé, desde donde Nariño insistía en imponer el centralismo con el
argumento de que era necesario para someter la resistencia realista española, que
dominaba en Popayán y en Pasto, en Panamá, en media Venezuela, y en el
poderoso Virreinato del Perú. En Tunja, el presidente del recién integrado
Congreso de las Provincias Unidas, Camilo Torres, respondió atacando a
Cundinamarca. La guerra se declaraba siempre con fundamentos jurídicos: el uno
alegaba que lo del dictador Nariño en Cundinamarca era una “usurpación”; el
otro que lo del presidente Torres en Tunja era “una tiranía autorizada por la ley”.
A veces ganaba el uno, a veces el otro, al azar de las batallas y de las traiciones.
Dejando a un tío suyo en la presidencia, Nariño emprendió la conquista del sur
realista, yendo de victoria en victoria hasta que fue derrotado en Pasto y enviado
preso a España, en cuyas mazmorras pasaría los siguientes seis años.
Torres desde Tunja envió entonces un ejército a conquistar Santafé, comandado
por un joven general que había sido sucesivamente vencedor, derrotado, luego
asombrosamente victorioso y nuevamente batido en las guerras de Venezuela: el
caraqueño Simón Bolívar. La ciudad rechazó su ataque con una vigorosa
excomunión del arzobispo, y saludó su fácil victoria con el habitual tedeum de
acción de gracias. Y por otra parte, continuaba en el sur —en el Cauca, en la
provincia de Quito— y en el norte —en Santa Marta, en Maracaibo— la lucha
entre realistas y patriotas. De manera que las hostilidades eran múltiples: sin
hablar de las tropas españolas propiamente dichas, que no eran muy numerosas,
estaban entre los americanos los partidarios de España, llamados realistas o
godos, y los partidarios de la independencia, llamados patriotas; y los
centralistas, también llamados pateadores, que combatían con los federalistas, o
carracos, los cuales también combatían entre sí: Cartagena contra Mompós,
Quibdó contra Nóvita, El Socorro contra Tunja.
Era un caos indescriptible. Los jefes se insultaban en privado y en público, en
memoriales y periódicos, llamándose pícaros, inmorales, traidores, ladrones y
asesinos. Los oficiales cambiaban de bando por razones de familia, o de ascensos
y aumentos de sueldo prometidos por el adversario. Los generales improvisados
se irritaban en vísperas de la batalla, cuando algún edecán les avisaba que el
enemigo estaba cerca: “Diga usted que aguarden un poco, que estoy
almorzando”. Las tropas saqueaban los pueblos. Los soldados, reclutados a la
fuerza,desertaban en cuanto podían. Desde su periódico el Sabio Caldas se
disculpaba ante la historia: “Todas las naciones tienen su infancia y su época de
estupidez y de barbarie. Nosotros acabamos de nacer…”.
Un caos indescriptible, bien descrito sin embargo en sus memorias y bien pintado
en sus cuadros por el soldado José María Espinosa, abanderado del ejército de
Nariño: “Mil detonaciones, los silbidos de las balas, las nubes de humo que
impiden la vista y casi asfixian, los toques de corneta y el continuo redoblar de
los tambores”. Los quejidos de los agonizantes, los relinchos de los caballos
moribundos, el tronar de los cañonazos, las granizadas de la fusilería que
Espinosa distingue entre “lejanas y cercanas”, menos letales, curiosamente, éstas
que aquéllas. Todos trataban por todos los medios y con todas las excusas de
matarse entre sí. Subraya las matanzas Espinosa cuando dicta sus memorias
cincuenta años después, diciendo: “No hay duda de que la República estaba
entonces en el noviciado del arte en que hoy es profesora consumada. Tal vez por
eso la llamaban Patria Boba”.
A los supervivientes de la bobería los fusilaría pocos años más tarde la
Reconquista española, sin distingos de matiz, ni de ideología, ni de origen
geográfico o posición de clase; y todos pasarían sin distingos a ser considerados
próceres de la República.
La Reconquista

Pero en Europa empezaba a caer la estrella fugaz de Napoleón, que por quince
años había sido árbitro y dueño de Europa. Expulsadas de España las tropas
francesas volvía el rey “Deseado”, Fernando VII, que de inmediato repudiaba la
Constitución liberal de Cádiz de 1812 y restablecía el absolutismo. Y España,
arruinada por la guerra de su propia independencia, recuerda entonces que el oro
viene de América, y decide financiar la reconquista de sus colonias enviando,
para comenzar, un gran ejército expedicionario mandado por un soldado
profesional hecho en la guerra contra Napoleón: el general Pablo Morillo. Más de
diez mil hombres, de los cuales 369 eran músicos: trompetas para las victorias,
redobles de tambor para las ejecuciones capitales.
Morillo venía con instrucciones de “actuar con benevolencia”. Y así lo hizo al
desembarcar en la isla Margarita, en la costa de Venezuela, en abril de 1815,
perdonando a los rebeldes venezolanos para tener que arrepentirse después. La
ciudad de Caracas lo recibió con guirnaldas de flores y banderas de España,
decididamente realista desde la derrota de Francisco Miranda en 1812, y aún más
desde la de Simón Bolívar tras su pasajera recuperación de 1814: porque los años
que la Nueva Granada había pasado enzarzada en sus guerritas de campanario, en
Venezuela habían sido los de la Guerra a Muerte entre realistas y patriotas. (Y
aquí cabría, pero no cabe, aunque vendrá más tarde, un breve bosquejo de la parte
venezolana de estas primeras guerras de la Independencia neogranadina y luego
colombiana. O grancolombiana). De ahí pasó Morillo con su ejército por mar a
Santa Marta, fielmente realista también, y empantanada en su propia pequeña
guerra con la independentista Cartagena, en la cual, a su vez, las corrientes
políticas locales se disputaban agriamente el gobierno.
Morillo puso sitio a la ciudad: un largo y riguroso asedio de 105 días que iba a
ser el episodio más trágico y terrible de la Reconquista española, y el más
mortífero de parte y parte. Más que por los combates en tierra y agua, que fueron
constantes y cruentos durante esos tres meses en la complicadísima orografía de
la ciudad, sus bahías, lagunas, ciénagas y caños, por las enfermedades tropicales
para los sitiadores europeos y por el hambre para los sitiados cartageneros. Las
tropas españolas de Morillo, como había sucedido ochenta años antes con las
inglesas del almirante Vernon, fueron víctimas del paludismo, la fiebre amarilla o
vómito negro, la disentería, la gangrena provocada por picaduras de insectos, y
una epidemia de viruela, y tuvieron más de tres mil bajas: un tercio del ejército.
Sometida al bloqueo, la ciudad perdió un tercio de sus habitantes —seis mil de
dieciséis mil— a causa de la hambruna y de la peste. Comían, cuenta un
superviviente, “burros, caballos, gatos, perros, ratas y cueros asados”. Cuando al
cabo de muchas peripecias bélicas y políticas, incluyendo un golpe de Estado
interno y la fuga de unas dos mil personas, la ciudad se rindió por fin, los
sitiadores no encontraron en ella “hombres, sino esqueletos”. O, como escribió
un oficial español, “llanto y desolación”.
Cayó la imperial ciudad amurallada, que desde lejos el Libertador Bolívar
calificó de “heroica” (seis meses antes, tras chocar con las autoridades locales,
Bolívar había salido de Cartagena rumbo a Jamaica; y aunque derrotado una vez
más, ya recibía el título de Libertador desde su Campaña Admirable de 1813, que
restauró efímeramente la república en Venezuela. Y que veremos después:
porque todo no cabe en este párrafo). Cayó la ciudad, y con ella la Nueva
Granada, pues en adelante la campaña de Morillo fue un paseo militar. Un paseo
sin combates, pero puntuado de víctimas. Tras la toma de Cartagena hubo
fusilamientos en el pueblo de Bocachica, pero en realidad la justicia expeditiva
de Morillo, ya conocido como el Pacificador, se concentró en los principales
cabecillas de la revolución: los después llamados “nueve mártires”, a quienes un
Consejo de Guerra condenó “a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes
por haber cometido el delito de alta traición”. No fueron ahorcados, sin embargo,
sino fusilados en las afueras de la muralla y arrojados a una fosa común.
En la capital del Virreinato el Pacificador fue recibido sin resistencia. Por el
contrario, un selecto comité de elegantes damas santafereñas salió a recibirlo a la
entrada de la ciudad: no les hizo caso. Arcos triunfales lo esperaban en las calles:
los ignoró. No perdió tiempo en saludos ni discursos, sino que procedió a ordenar
la detención de todos los dirigentes de la Patria Boba y su juicio expeditivo por
un Consejo de Guerra. Su intención era decapitar la rebeldía, y estaba convencido
de que las masas populares americanas no formaban parte de ella, sino que
habían sido arrastradas a la revolución por unos pocos jefes. Tan seguro estaba de
que su tarea pacificadora iba a durar pocos meses que en cuanto hubo
conquistado Cartagena escribió a España solicitando el permiso del rey para
casarse con una jovencita gaditana de buena familia, y lo hizo por poderes, en
Cádiz. No imaginaba que no podría volver a verla sino seis años más tarde. Al
regresar a Venezuela, que empezaba otra vez a levantarse en armas, dejó en
Santafé instalado como restaurado virrey al militar Juan Sámano, que levantó los
cadalsos del llamado Régimen del Terror, que iba a durar exactamente tres años,
tres meses y tres días.
En la Nueva Granada, desfallecida y entregada, no quedaba sino la resistencia
suicida de los restos del ejército de Nariño en el sur, y las tropas que huyen hacia
los Llanos con el coronel abogado Francisco de Paula Santander, para
encontrarse con las del guerrillero llanero José Antonio Páez. El agua y el aceite.
Se necesitará la presencia de Bolívar para sacar provecho de los dos para la
revolución que recomenzaría. Pero Bolívar anda por el Caribe, de isla en isla,
redactando cartas y publicando manifiestos retóricos y proféticos y levantando
ejércitos expedicionarios y novias: la ayuda del presidente Pétion de Haití, la
señorita venezolana Josefina Machado. Cuando llegue a los Llanos empezará
otro capítulo de la Independencia, para el cual ha quedado sembrada en
Venezuela la bandera de la Guerra a Muerte. La clavó Bolívar en su Campaña
Admirable de 1813, con la proclama de Trujillo avalada por el Congreso de la
Nueva Granada:
“Españoles y canarios: contad con la muerte aun siendo indiferentes si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de América.
Americanos: contad con la vida aun cuando seáis culpables”.
La historia se repite, dice Marx: la primera vez en forma de tragedia y la segunda
en forma de farsa. Aquí fue al revés: la Patria Boba fue un sainete que se repitió
como tragedia unos años después, cuando vino la Guerra Grande. Aunque quizás
sea más trágica la farsa de la primera parte, porque a la tragedia le agrega su parte
de inanidad.

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