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en América Latina1
Enrique Yepes
–Francisco de Miranda,
Proclamación a los pueblos del continente colombiano
(1810)
Desde fines del siglo XV, los comerciantes europeos comenzaron a tener cada vez más
prosperidad económica. La mentalidad capitalista, basada en el lucro, el progreso y el
comercio libre, fue la motivación principal para la ocupación europea en América,
África y Asia. Aunque España y Portugal fueron pioneras en la colonización de otros
continentes, las naciones que comenzaron a dominar el comercio y a impulsar la
industria doméstica fueron Holanda, Inglaterra y Francia. El escritor uruguayo Eduardo
Galeano cuenta la siguiente historia sobre la reina Isabel I de Inglaterra:
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había sacado trescientos negros de
contrabando de la Guinea portuguesa [África]. La reina Isabel se puso furiosa:
—Esta aventura —sentenció— clama venganza del cielo.
Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un
cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se
convirtió en su socia comercial (Galeano 1980: 125).
Esta anécdota es un buen ejemplo del cambio de mentalidad que ocurrió en Europa: la
actitud feudalista y religiosa se transformó en un interés por el comercio y el lucro. La
industria comenzó a desarrollarse en Inglaterra, utilizando las materias primas
producidas por los esclavos en América. A comienzos del siglo XVIII, por ejemplo, el
75% del algodón que procesaba la industria textil inglesa venía de las Antillas
(Williams 1944: 123).
En el siglo XVIII, España y Portugal ya no eran ricos imperios. El oro y los metales
preciosos que trajeron de América fueron utilizados para consumir los productos
industriales de otras regiones europeas y no para desarrollar la industria local. De este
modo, la economía doméstica todavía era fundamentalmente agraria, cuando la industria
inglesa ya florecía en las áreas textil y metalúrgica (hierro y acero). Ambos reinos
tenían inmensas deudas con banqueros de Inglaterra, Francia y otros países europeos, lo
cual afectaba su política interna y externa. Además, el gobierno despótico, el
crecimiento de la población y la influencia de las ideas liberales causaron gran
inestabilidad social.
Por su parte, las colonias ibéricas en el Nuevo Mundo producían una inmensa riqueza
que acrecentó el poder de los criollos, quienes compraban los puestos gubernamentales
como si fueran mercancías. El contrabando y la piratería se hicieron prácticas comunes
que los comerciantes ingleses ejercían con gran habilidad: los mercaderes de esclavos
de Liverpool, por ejemplo, tenían ganancias por más de un millón de libras anuales
(Galeano 1980: 128).
Al mismo tiempo, las ideas liberales florecían en las colonias a pesar de la represión
imperial. Las reformas de Carlos III de Borbón en los dominios españoles, que
buscaban fortalecer la autoridad peninsular, produjeron gran inconformismo entre los
criollos, que ahora tenían mayores impuestos y menos participación en el gobierno. Los
jesuitas, expulsados de América en 1767, realizaron en el exilio una labor de abierta
oposición al régimen absolutista. Además, para fines del siglo XVIII ya había en
América científicos reconocidos, intelectuales inquietos y revistas liberales de prestigio
internacional, tales como el Papel periódico de La Habana (1790-1804) y el Mercurio
Peruano (1791-95). Para 1794, el bogotano Antonio Nariño había traducido y publicado
en español la Declaración de los derechos del hombre, y el venezolano Francisco de
Miranda (1750-1816) había participado en la revolución francesa y en la guerra de
independencia de los Estados Unidos, recorriendo luego Europa en busca de armas,
dinero y apoyo para la independencia de América. En 1796, el ilustre Simón Rodríguez
se encargó de la educación del libertador Simón Bolívar, un chico de trece años, el
huérfano más rico de Venezuela. Rodríguez le mostró la dura vida de los mil esclavos
que trabajaban para la familia Bolívar, lo llevó a conocer los campos venezolanos, y le
infundió ideas subversivas: "las escuelas deben abrirse a las gentes comunes de sangre
mezclada"; "deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así los hombres
aprenden a respetar a las mujeres, y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener
miedo de los hombres"; "igualdad, libertad, fraternidad es el ideal de un buen gobierno"
(Rumazo González 1980: 147).
A comienzos del siglo XIX, las tensiones políticas en los territorios españoles de
América eran explosivas. Era evidente la rivalidad entre los criollos y los peninsulares
que representaban a la Corona en América (llamados despectivamente "chapetones" o
"gachupines"). Las desigualdades e injusticias de las sociedades americanas también
exacerbaron las tensiones sociales. En consecuencia, el triunfo de la Revolución
Francesa y el nuevo gobierno de Napoleón Bonaparte detonaron, sin quererlo y por
caminos divergentes, los procesos de independencia en Haití, Brasil y el continente
hispanoamericano.
Por su parte, los territorios continentales de España declararon uno tras otro su
independencia de la metrópoli después de las invasiones de Napoleón. En la ausencia de
un monarca legítimo desde 1808, las colonias hispanoamericanas tenían que decidir a
quién obedecer, y esto sacó a flote las tensiones sociales existentes. Para 1811, Buenos
Aries, Bogotá y Caracas habían declarado gobiernos autónomos en reemplazo del rey
cautivo por Napoleón.
En México, el padre Miguel Hidalgo lideró una rebelión desde la población norteña de
Dolores el 16 de septiembre de 1810. El rumor se extendió, y cerca de ochenta mil
indígenas y mestizos, bajo la imagen de la Virgen de Guadalupe, se levantaron para
luchar por la libertad del país, con el objetivo de mejorar su precaria situación social.
Esto produjo un endurecimiento de la élite criolla, que permaneció fiel a España hasta
1821. Algo similar había ocurrido en Perú: tras el levantamiento de Tupac Amaru II, los
criollos se habían aliado con el gobierno colonial, y sólo en 1824 se declaró la
independencia, lograda por dos ejércitos que venían de fuera.
Las guerras por la independencia de España duraron casi quince años en Suramérica,
dirigidas desde el norte por el venezolano Simón Bolívar, y desde el sur por el argentino
José de San Martín, por eso llamados los "Libertadores". Después de difíciles y heroicas
campañas de generales criollos al mando de soldados indígenas y mestizos, los ejércitos
de Bolívar y de San Martín se encontraron en Lima y declararon la independencia
definitiva de las colonias continentales españolas. Paradójicamente, las élites
suramericanas decidieron aceptar la independencia para evitar las reformas liberales que
comenzaron en España en 1820 y que ponían en peligro los privilegios de los criollos.
Así, la independencia política no implicó una reforma social sino, por el contrario, una
manera de continuar la dominación de la élite local. Esta fue una de las razones por las
cuales no fue posible unificar las naciones de Centro y Suramérica, porque los criollos
estaban acostumbrados a imponer su autoridad local casi como señores feudales y no
había tradición democrática.
Obras citadas
Galeano, Eduardo. Las venas abiertas de América Latina. 28a ed. México: Siglo XXI,
1980.
Rumazo González, Alfonso. Ideario de Simón Rodríguez. Caracas: Centauro, 1980.
Williams, Eric. Capitalism and Slavery. Chapel Hill, NC: U of NC P, 1944. Winn,
Peter. Americas: The Changing Face of Latin America and the Caribbean. 4th ed.
Berkeley: U of California, 2005.