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Humildad
La
humildad
es
una
virtud
sospechosa.
Esta
palabra
nos
llega
lastrada
por
el
peso
de
una
herencia
que
la
ha
convertido
en
virtud
individual,
meta
de
la
búsqueda
del
autoperfeccionamiento
de
cada
individuo.
Además,
aparece
como
sinónimo
de
autoaniquilación
de
la
criatura
frente
al
Dios
que
lo
es
todo,
y
de
disminución
de
sí
mismo
frente
a
los
demás.
En
la
actualidad,
tal
cosa
está
considerada
como
una
actitud
no
adecuada
ante
un
Dios
que
ya
no
mata
lo
humano,
sino
que
lo
asume
y
lo
valora.
Por
otra
parte,
en
ocasiones
parece
estar
aludiendo
a
una
actitud
artificial,
a
presentarse
por
debajo
de
lo
que
se
es
y
de
lo
que
se
vale.
Los
psicólogos
prefieren
el
vocablo
«autenticidad»,
el
cual,
de
hecho,
no
dista
mucho
del
significado
del
antiguo
término
latino
humilitas.
Nietzsche
coloca
la
humildad
en
la
línea
de
la
búsqueda
religiosa
de
consuelo
ante
la
propia
impotencia.
Pero
la
humildad
no
es
sólo
sospechosa:
tal
vez
resulte
incluso
peligrosa.
En
efecto,
predicar
la
humildad
y
hacer
de
ella
una
leyes
algo
no
exento
de
riesgos;
hay
que
tener
cuidado
con
cómo
la
entienden
las
diferentes
personas.
Probablemente
se
dará
el
caso
de
que
no
afectará
en
absoluto
a
quien
tiene
una
«alta»
autoestima,
mientras
que
quien
alimenta
una
«baja»
autoestima
la
interpretará
de
una
manera
desequilibrada.
Pero
¿qué
es
la
humildad?
Las
múltiples
definiciones
que
ha
dado
la
tradición
cristiana
nos
encaminan
a
captar
su
carácter
relativo,
en
especial,
respecto
a
la
diversidad
de
las
personas
y
de
las
libertades
personales.
Incluso
la
definición
más
repetida,
y
que
mejor
comprende
su
carácter
propio,
no
la
ve
tanto
como
una
virtud
sino
como
el
fundamento
y
la
posibilidad
de
todas
las
demás
virtudes.
«La
humildad
es
la
madre,
la
raíz,
la
nodriza,
el
fundamento,
el
ligamen
de
todas
las
otras
virtudes»,
dice
Juan
Crisóstomo;
y,
en
este
sentido,
se
comprende
que
Agustín
puede
ver
«en
ella
sola
toda
la
disciplina
cristiana»
(Sermo
351,3,4).
Por
tanto,
hay
que
librar
a
la
humildad
de
la
subjetividad
y
del
devocionalismo,
y
recordar
que
nace
de
Cristo,
que
es
el
magister
humilitatis
(maestro
de
la
humildad),
como
le
llama
el
obispo
de
Hipona.
Pero
Cristo
es
maestro
de
humildad
porque
«nos
enseña
a
vivir»
(Tit
2,
12),
guiándonos
a
un
conocimiento
realista
de
nosotros
mismos.
Así,
la
humildad
es
el
atrevido
conocimiento
de
sí
mismo
ante
Dios,
y
ante
el
Dios
que
ha
manifestado
su
humildad
en
el
rebajamiento
del
Hijo,
en
la
kénosis
hasta
la
muerte
en
cruz.
Pero
en
cuanto
auténtico
conocimiento
de
sí,
la
humildad
es
una
herida
inferida
al
propio
narcisismo,
pues
nos
reconduce
a
lo
que
somos
en
realidad,
a
nuestro
humus,
a
nuestro
ser
de
criaturas,
y
de
esta
forma
nos
guía
en
el
proceso
de
nuestra
humanización,
de
nuestro
devenir
homo.
He
aquí
la
humilitas:
«Oh
hombre,
reconoce
que
eres
hombre;
toda
tu
humildad
consiste
en
conocerte»
(Agustín
de
Hipona).
1
Aprendida
de
Aquél
que
es
«manso
y
humilde
de
corazón»
(Mt
11,
29),
la
humildad
hace
de
la
persona
el
terreno
sobre
el
que
la
gracia
puede
desarrollar
su
fecundidad.
Ahora
bien,
de
la
misma
manera
que
el
hombre
conoce
su
ser
criatura,
sus
propios
límites
creaturales,
y
también
su
ser
pecador,
y
simultáneamente
sabe
que
ha
recibido
todo
de
Dios
y
que
es
amado
incluso
en
su
limitación
y
negatividad,
la
humildad
se
convierte
en
él
en
voluntad
de
sumisión
a
Dios
y
a
los
hermanos
en
el
amor
y
en
la
gratitud.
Sí,
la
humildad
es
relativa
al
amor,
a
la
caridad.
«Allí
donde
hay
humildad,
allí
también
hay
caridad»,
afirma
Agustín;
y
un
filósofo
de
nuestros
días
le
hace
eco:
«La
humildad
dispone
y
abre
a
la
gracia,
pero
esta
gracia
no
es
la
humildad,
sino
sólo
la
caridad»
(V.
Jankélévitch).
En
este
sentido,
la
humildad
es
también
un
elemento
esencial
para
la
vida
en
común.
De
hecho,
y
no
por
casualidad,
en
el
Nuevo
Testamento
resuena
constantemente
la
invitación
a
que
los
miembros
de
las
comunidades
cristianas
«se
revistan
de
humildad
en
las
relaciones
recíprocas»
(1Pe
5,
5;
Col
3,
12),
«consideren
a
los
otros,
con
toda
humildad,
superiores
a
sí
mismos»
(Flp
2,
3),
«no
busquen
cosas
altas,
sino
que
se
plieguen
a
las
humildes»
(Rm
12,
16).
Sólo
así
puede
tener
lugar
la
edificación
comunitaria,
que
es
siempre
compartir
y
parti-‐
cipar
en
las
debilidades
y
las
pobrezas
de
cada
uno;
sólo
así
se
combate
y
se
vence
la
soberbia,
que
es
«el
gran
pecado»
(Sal
19,
14),
o
mejor,
la
gran
ceguera
que
impide
vernos
de
verdad
a
nosotros
mismos,
a
los
otros
y
a
Dios.
Por
lo
tanto,
antes
que
esfuerzo
de
autodisminución,
la
humildad
es
acontecimiento
que
brota
del
encuentro
entre
el
Dios
manifestado
en
Cristo
y
una
criatura
determinada.
En
la
fe,
la
humildad
de
Dios
desvelada
en
Cristo
(«el
cual
se
humilló
a
sí
mismo»,
Flp
2,
8)
se
convierte
en
humildad
del
hombre.
Para
que
nazca
la
verdadera
humildad,
para
que
la
humildad
sea
también
verdad,
para
que
se
llegue
a
adherir
a
la
realidad
obedeciendo
a
Dios
con
gratitud,
muchas
veces
es
necesaria
la
experiencia
de
la
humillación.
Humillarnos
en
libertad
y
por
amor
es
para
nosotros
una
operación
difícil,
y
realizarla
de
manera
pura
resulta
casi
imposible,
pues
existe
una
humildad
que
en
el
fondo
es
vanagloria
redoblada
...
La
humildad
no
es
tanto
una
virtud
que
conquistar,
como
un
rebajamiento
que
sufrir;
por
esto,
la
humildad
es
ante
todo
humillación.
Humillación
que
viene
de
los
otros,
sobre
todo
de
los
más
cercanos
a
nosotros;
humillación
que
viene
de
la
vida,
que
nos
contradice
y
nos
supera;
humillación
que
viene
de
Dios,
que
con
su
gracia
es
capaz
de
humillarnos
y
de
enaltecernos
como
ningún
otro
puede
hacerlo.
Más
que
otra
cosa,
la
humildad
es
lugar
para
conocerse
a
sí
mismo
de
verdad
y
aprender
a
obedecer,
como
Cristo
«aprendió
la
obediencia
por
las
cosas
que
padeció»
(Heb
5,
8),
Y
entre
ellas,
«la
infamia
y
la
vergüenza»
(cf.
Heb
12,2;
13,
13).
La
humillación
es
el
acontecimiento
en
el
que
se
va
al
fondo
del
propio
abismo
rasgando
el
corazón
(«cor
contritum
et
humilatum,
Deus,
non
despicies»,
Sal
51,
19).
Entonces,
gracias
a
esta
experiencia,
se
pueden
repetir
con
verdad
aquellas
palabras
del
salmista:
«Para
mí
es
un
bien
haber
sido
humillado,
pues
así
he
aprendido
tus
mandamientos»
(Sal
119,
71).
2
Conocimiento
de
sí
Uno
de
los
elementos
más
característicos
de
la
espiritualidad
cristiana
ha
sido
siempre
la
atención
a
la
interioridad.
La
santidad
no
consiste
en
un
conjunto
de
prestaciones,
aunque
sean
buenas,
santas
y
heroicas,
sino
que
se
sitúa
en
el
plano
del
ser
y
tiende
a
la
conformación
de
toda
la
persona
con
Cristo.
Esto
significa
que
el
seguimiento
de
Cristo
exige
que
lo
humano
no
sea
separado
nunca
de
lo
espiritual
y
que
al
movimiento
de
conocimiento
del
Señor
acompañe
siempre
el
movimiento
paralelo
de
conocimiento
de
sí.
Este
es
un
tema
que
atraviesa
toda
la
tradición
cristiana,
la
cual
no
ha
dudado
en
retomar
y
reformular
en
sus
términos
más
propios
la
inscripción
puesta
en
la
fachada
del
templo
de
Apolo
en
Delfos:
«Conócete
a
ti
mismo».
Así,
Orígenes
y
los
Capadocios,
Ambrosio
y
Agustín,
Gregorio
Magno,
Guillermo
de
Saint-‐Thierry
y
Bernardo
de
Claraval,
los
padres
Cartujos
y
Victorinos,
han
retomado
y
profundizado
el
sentido
de
este
movimiento
esencial
para
que
el
hombre
llegue
a
humanizarse.
Como
dice
Platón:
«No
gobierna
vida
humana
quien
no
se
pregunta
sobre
sí
mismo).
También
le
resulta
esencial
al
cristiano
si
desea
iniciar
auténticamente
su
propia
sequela
Christi:
hay
que
poder
llevar
a
cabo
en
libertad
y
por
amor
la
negación
de
sí
exigida
por
Cristo;
y
esto
comporta
el
conocimiento
de
sí.
Sin
vida
interior,
sin
esfuerzo
por
conocerse
a
sí
mismo,
jamás
será
posible
una
vida
espiritual
cristiana,
y
tampoco
la
oración.
Hoy
se
asiste
a
una
lamentable
separación
entre
Iglesia
y
vida
espiritual,
entre
Iglesia
y
vida
interior.
Es
un
síntoma
de
crisis
mucho
más
grave
que
el
descenso
numérico
de
fieles,
por-‐
que
indica
que
la
Iglesia
ha
fallado
en
la
tarea
de
iniciación
tanto
a
la
vida,
como
a
la
vida
según
el
Espíritu.
Además,
no
se
puede
ocultar
que
la
atención
prestada
hoy
al
«yo»
y
a
las
instancias
de
la
subjetividad
presenta
muchas
ambigüedades,
como
por
ejemplo
el
narcisismo
cultural:
«Cuando
la
riqueza
ocupa
un
puesto
más
alto
que
la
sabiduría,
cuando
la
notoriedad
es
más
apreciada
que
la
dignidad
y
cuando
el
éxito
es
más
importante
que
el
respeto
de
sí,
quiere
decir
que
la
cultura
misma
sobrevalora
la
imagen,
y
por
ello
debe
ser
considerada
narcisista»
(A.
Lowen);
o
como
la
pornografía
del
alma:
esa
exhibición
de
la
intimidad,
esa
falta
de
pudor
para
mostrar
en
televisión
ante
millones
de
espectadores
las
confesiones
personales
y
los
problemas
familiares;
o
como
la
opresión
de
la
individualidad
que
promueve
la
cultura
tecnológica,
interesada
en
empleados
dóciles
que
realicen
trabajos
ya
programados.
Todos
estos
elementos
provocan
la
hipertrofia
del
yo
en
los
demás
ámbitos
existenciales,
y
hacen
que
resulte,
por
un
lado,
prudente
y,
por
otro,
urgente,
un
discurso
sobre
el
conocimiento
de
uno
mismo.
De
hecho,
¡va
en
ello
la
libertad
del
ser
humano!
Es
verdaderamente
libre
quien
se
conoce
a
sí
mismo,
porque
puede
alimentar
una
relación
equilibrada
con
la
realidad
y
con
los
otros
y
descubrir
motivos
de
esperanza
y
de
confianza
en
el
futuro.
El
proceso
del
conocimiento
de
sí
consiste
en
la
respuesta
a
una
apelación:
la
apelación
que
se
deja
oír,
por
ejemplo,
cuando
sentimos
la
necesidad
de
permanecer
solos
un
poco
de
tiempo
para
reflexionar
y
pensar,
para
salir
fuera
de
lo
cotidiano,
que
nos
pone
en
riesgo
de
3
aturdimos
con
su
repetición
o
de
enredamos
con
sus
ritmos
exasperados.
Se
trata
de
la
lla-‐
mada
a
realizar
un
éxodo
hacia
la
interioridad,
un
viaje
al
interior
de
nosotros
mismos,
viaje
que
se
desarrolla
proponiéndonos
preguntas,
preguntándonos
a
nosotros
mismos
(¿Quién
soy?
¿De
dónde
vengo?
¿Adónde
voy?
¿Qué
sentido
tiene
lo
que
hago?
¿Qué
significan
los
demás
para
mí?
...
),
reflexionando,
pensando,
elaborando
interiormente
lo
que
se
vive
en
el
exterior.
Sólo
así,
a
través
de
la
interiorización,
llegamos
a
ser
sujetos
de
la
propia
vida
y
no
permitimos
que
nos
la
vivan
otros.
Este
camino
hacia
la
propia
interioridad,
este
descendi-‐
miento
al
propio
corazón
resultan
muy
fatigosos
y
dolorosos;
normalmente
los
rechazamos,
les
tenemos
miedo,
porque
tememos
lo
que
puede
surgir
de
nosotros,
aquello
que
puede
ser
desvelado.
Nietzsche
hablaba
del
gran
dolor
que
genera
la
verdad
cuando
quiere
desvelarse
al
hombre.
El
conocimiento
de
sí
exige
atención
y
vigilancia
interior,
capacidad
de
concentración
y
de
escucha
del
silencio,
que
ayuda
al
hombre
a
volver
a
encontrar
lo
esencial
gracias
también
a
la
soledad.
De
esta
forma
se
consigue
habitare
secum,
habitar
la
propia
vida
interior,
y
se
permite
a
la
propia
verdad
interior
desplegarse
en
nosotros.
Entonces
el
conocimiento
de
nosotros
mismos
deviene
también
conocimiento
de
los
límites,
de
la
negatividad,
de
los
vacíos
que
forman
parte
de
nosotros
y
que
normalmente
tendemos
a
dejar
a
un
lado,
con
el
fin
de
no
tener
que
reconocerlos.
El
conocimiento
de
la
propia
miseria,
acompañado
del
conocimiento
de
Dios,
puede
entonces
convertirse
en
experiencia
de
la
gracia,
de
la
misericordia,
del
perdón,
del
amor
de
Dios.
Lo
que
se
conocía
antes
por
haberlo
escuchado,
se
convierte
ahora
en
experiencia
personal.
Por
tanto,
se
trata
de
no
escindir
nunca
estos
dos
momentos
del
itinerario
espiritual:
el
conocimiento
de
sí
y
el
conocimiento
de
Dios.
En
efecto,
el
conocimiento
de
sí
mismo
sin
el
conocimiento
de
Dios
engendra
la
desesperación,
y
el
conocimiento
de
Dios
sin
el
conocimiento
de
sí
produce
la
presunción.
4