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Dictado N.° 1
El ladrón
Cierren bien las puertas de sus casas. Llego silencioso, taciturno, sin hacer ruido, con las
manos protegidas por invisibles guantes negros.
No soy de naturaleza agresiva. Menos aun soy voraz ni estúpido.
En mis pálidas sienes y en mis muñecas podrían avizorar el dibujo delicado de mis venas, si
se les presentara la ocasión.
Mas no me apersono en sus habitaciones hasta muy tarde, cuando el último de los invitados se
ha marchado, cuando sus feas y vetustas lámparas de araña se han apagado, cuando todo el exhausto
mundo reposa tras la esforzada vigilia.
Cierren bien sus puertas. Llego de improviso, sin hacer ningún ruido, con las manos
enguantadas de negro.
Solo permanezco unos ínfimos instantes, pero me presento todas las noches sin faltar ni una
sola y en todos los hogares sin excepción alguna.
No soy de natural agresivo. No me caracterizan ni la voracidad ni la estupidez.
Al despuntar el alba, cuando se despierten, cuenten su dinero, revisen su joyería, no les faltará
nada.
Lo único que echarán en falta es un día de su vida.
Dictado N.° 2
Travesía hacia la redención
La tarde sofocante declinaba apacible. Ni la más leve brisa agitaba las ramas de los
duraznillos. Nubes de sabandijas anonadadas por el éxtasis de las chicharras, que acompañaban el
ambiente con su ensordecedor canto, bordeaban los bañados que exhalaban olores pantanosos.
La peonada, que se había dejado caer con pereza sobre las indecisas y flexibles varas del
juncal, esperaba ansiosamente el agua como una bendición que aliviase la sequedad de la campiña.
En la cocina, una mujer ancha y ventruda había echado sobre las brasas un grueso churrasco,
y, con las manos en su vasta cintura, se dirigió a ellos con firme vozarrón de mando para avisarles que
la cena estaba lista.
La lluvia comenzó a caer, y todos corrieron a guarecerse dentro de los muros de adobe. La
vetusta cocina, a pesar de ser grande, resultaba estrecha porque habían guardado mil cosas
heterogéneas para protegerlas de la incisiva agua que se avecinaba, caótica y amenazante.
Poco a poco, todos se fueron acomodando alrededor del cálido fogón y degustaron aquella
carne mientras el tempestuoso viento seguía vociferando quién sabe qué inexplicables angustias. Sin
embargo, don Pancho, el gaucho más longevo y laborioso, sí que sabía de antiguos infortunios, pero
siempre se calló por temor o por prudencia.
Esa noche, motivado por la fatiga o tal vez por las incongruentes predicciones de la vieja
adivina que días antes le había hecho crujir hasta los huesos, estaba dispuesto a hablar. Mientras
pitaba lentamente un cigarrillo, con el rostro ceñudo, dijo:
“Hoy me hallo junto a ustedes para quebrar al fin aquellos silencios que me ahogaron y para
divulgar aquellos secretos que nos revelan nuestra verdadera identidad”.
Dictado N.°4
Caída fatal
La temperatura había ascendido y fueron a buscar alivio en un curso de agua que tiene la
apariencia de un plácido arroyo.
Un niño de siete años, de la localidad de La Calera, y su tío, de dieciséis, fueron a darse un
chapuzón. Ni siquiera tenían intención de zambullirse, pero el pequeño dio un traspié y cayó al canal.
Su tío, desesperado, se sumergió tras él para salvarlo, pero la correntada los arrastró a ambos.
Este canal, parte de la red que provee de agua a Córdoba, en algunos tramos está canalizado y,
en otros, se transforma en un cauce a cielo abierto. En síntesis, una trampa mortal para los incautos o
una instigación del azar para los osados. De hecho, está prohibido bañarse, pero no se halla
debidamente señalizado.
Ahora, después de la tragedia, hablar de desidia, imprudencia o accidente, pareciera no tener
sentido. Menos aún, echarle la culpa a nadie; pero sí puede resultar positivo preguntarse qué sucede
en este sitio.
¿Por qué está entubado solo en algunos tramos? ¿Por qué, en otros, las paredes ceden terreno
a las barrancas? ¿Por qué no hay barreras que impidan el acceso? ¿Quién o quiénes deberían abocarse
a buscar soluciones? ¿No se pueden prever de alguna manera estos hechos?
Se impone algo más que una respuesta.
Dictado N.° 5
Semana trágica
Alrededor de las ocho de la mañana de ese fatídico dieciséis de junio de mil novecientos
cincuenta y cinco, la llovizna caía triste sobre el empedrado de la avenida Maipú. A esa hora, la
ciudad era un hervidero de transeúntes que presurosos trataban de llegar puntualmente a su trabajo.
Nicolás, a quien no lo arrollaba esa vorágine, tuvo un rato para leer el diario Democracia,
luego, ascendió al tranvía y se hizo cargo de su turno, que como guarda debía cumplir en uno de los
tantos coches con destino a Primera Junta. Un par de horas después se enteró de que habían
bombardeado la sede del Gobierno. No sabía qué hacer con su libreta de afiliado. Intuía que los
opositores iniciarían una cacería humana difícil de eludir. La escondió en los calcetines y se echó a
correr sin rumbo cierto.
El presidente, a quien sus allegados habían observado muy apesadumbrado, estaba en la Casa
Rosada desde la madrugada. La Marina de Guerra había anunciado la realización de una exhibición
aeronáutica en respuesta a los sucesos de cinco días atrás, cuando en una multitudinaria
manifestación, alguien había osado quemar una bandera argentina. Se trataba, en realidad, de una
venganza encubierta, porque pretendía producir una revuelta cuyo objetivo era asesinar al mandatario
y diseminar el terror en la clase trabajadora. No lograron matarlo, pero sí, instaurar el odio y la
persecución.
El almirante Benjamín Gagiulo, uno de los organizadores de la asonada, luego de enterarse de
que el presidente había salvado su vida, se suicidó de un tiro en la sien.
Las apacibles callecitas de Buenos Aires se transformaron en ríos de sangre, en las que
muchos cabecillas de uno y otro bando perdieron la vida.