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Me ha enviado a sanar a los quebrantados de

corazón…
Quiero compartirles este testimonio que espero,
les sea de edificación. Les escribe alguien que supo
lo que es la depresión. Reciban un cordial abrazo.
Estoy celebrando un año más de haber aceptado a
JESUCRISTO como mi Señor y Salvador en Noviembre de
2007. Lo que precedió mi llegada al evangelio fue el
haber vivido una profunda depresión (incubada durante
años por una maldición de depresión y esquizofrenia,
desatada por una gran crisis familiar y emocional), que
me condujo a caer en una adicción creciente a los
antidepresivos durante casi siete años de mi vida.
Durante ese tiempo yo experimentaba lapsos de gran
ansiedad con fuertes opresiones mentales y
pensamientos recurrentes de suicidio y muerte. Comencé
a ser atendida en los hospitales psiquiátricos de México a
la edad de 22 años y se volvió para mí una obsesión el
tomar las pastillas y asistir a terapias de reanimación
emocional.

El uso de las drogas medicadas me condujo a estados de


éxtasis, pero también a desactivar mis emociones y
sensaciones. Fue una larga etapa de angustia en la
montaña rusa de las emociones. Me convertí en una
mujer incapaz de sentir tanto el dolor ajeno como el
propio. La indiferencia y el orgullo se apoderaron de mis
sentidos y era incapaz de valorar a la gente o de tomar algo en serio que no fueran mis propios intereses. Era incapaz
de amar y de recibir amor. En el altar de mi vida estaba yo junto con mis pastillas. Pero la adicción crecía y la
medicina, la terapia y mi escasa economía no habían logrado desarraigar el mal; al contrario, sus raíces habían
crecido al grado que aun llena de pastillas no podía controlar los estados de pre-suicidio.

La psiquiatría y mi orgullo comenzaron a tambalearse cuando un hombre soltó la Palabra diciéndome “deja que Dios
pelee tus batallas”. Frente al poder de sus palabras, mi orgullo se doblegó y no tuve más que reconocer que algo
había en ese hombre que mi arrogancia no podía aplastar con una mirada. Al poco tiempo tuve una gran crisis que me
condujo a tener mi primera conversación con DIOS. Al querer morir comencé a hablar y le dije: “creo que no te
conozco y no sé por qué estoy así, pero de algo estoy segura: que Tú no quieres esto para mí y que no me creaste
para que yo me matara. Enséñame a conocerte”. Al momento que hablé esto, mi cuerpo helado estaba postrado
rostro en tierra bajo el rayo del sol que entraba por una ventana cuando sentí cómo un poder me levantó y reanimó.
Ahí recibí a Cristo, en un momento de visitación del Espíritu Santo en la soledad otoñal de mi casa. Después de esta
experiencia comencé tímidamente a buscar a Dios y le pedí a Él que me liberara de la soberbia, de la tristeza y que,
así como había levantado a Lázaro de los muertos, que me levantara a mí. Y así fue, una mañana al mes de
congregarme escuché su voz diciéndome “¡no más pastillas!”. Así que con mucha fe me deshice de ellas, las arrojé sin
pensarlo por el drenaje y, sin temor a no tener dinero para comprar más, dejé de tomarlas ese día. Pasó un día y no
tuve calambres ni síntomas de adormecimiento cerebral, pasaron dos y no entré en estado de profundo sueño,
pasaron tres y ¡me sentía la mujer más feliz de la tierra! Así como JESUS resucitó al tercer día, fue en el tercer día
cuando un gozo inmenso se apoderó de mí haciéndome la mujer más amada y consentida por Dios.

Desde entonces, jamás volví a tomar pastillas. Los médicos del Hospital Juan Ramón de la Fuente me dieron de alta al
ver la sanidad que DIOS había operado en mi vida, reconociendo la derrota de las drogas antidepresivas y la victoria
de CRISTO en mi vida. El haber cedido mi voluntad a DIOS fue la cura para recuperar mi alma de la cautividad
depresiva y la dependencia de las drogas medicadas. Dios me sacó del pozo de la desesperación y me dio una nueva
vida, un cerebro restaurado, un nuevo comienzo y un gran porvenir. Dios quitó el manto de luto y puso en mí su
manto de gozo, y me unge todos los días con su amor. Por eso, yo te invito a conocer su amor abriéndote tu corazón
a él y haciendo esta oración: Padre celestial: yo reconozco que soy un pecador y que mi pecado me ha separado de ti.
Hoy creo que Jesús murió por mí en la cruz para reconciliarme contigo y que Dios Padre lo resucitó de los muertos
para transformar mi vida y quitar toda tristeza y depresión. Me arrepiento de todos mis pecados y voluntariamente
confieso a Jesús como mi único Señor y Salvador. Amado Jesús te pido que entres a mi corazón y llenes mi vida con
tu amor y tu paz. En el Nombre de Jesús. Amén.

… Lucas 4:18

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