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HÉROES Y MÁRTIRES

DE LA
OBRA MISIONERA
DESDE LOS
APÓSTOLES HASTA NUESTROS DÍAS
POR

JUAN C. VARETTO
CUARTA EDICIÓN AUMENTADA
JUNTA DE PUBLICACIONES
DE LA

CONVENCIÓN EVANGÉLICA BAUTISTA


BUENOS AIRES
Guillermo Carey Juan Williams David Livingstone
(India) (Oceanía) (Africa)

Adoniram Judson Juan C. Paton


(Birmania) (Oceanía)

Roberto Moffat Roberto Morrison Hudson Taylor


(Africa) (China) (China)

PREFACIO
Con la presente, este libro ya tiene cuatro ediciones en castellano y dos en portugués.
Confiamos que para el bien de la obra misionera el interés por su lectura vaya en constante
aumento.
El último capítulo que trata sobre el Nuevo Mundo, ha sido considerablemente ampliado,
constituyendo casi un libro, el único escrito sobre la materia. El autor en sus viajes por muchos
países del continente y mediante larga y constante correspondencia con destacados obreros
evangélicos, pudo recoger datos de mucho interés sobre los comienzos y desarrollo de la obra
evangélica en la América Latina, y fué esto lo que le movió a dar tanta amplitud a esta parte de
la obra.
Rogamos al Señor de la mies que este humilde trabajo sirva para dar inspiración y aliento a
todos los cristianos que lo lean.
EL AUTOR
CONTENIDO
CAPITULO PRIMERO
EL SIGLO APOSTOLICO
El mandato del Maestro
Los Gentiles
El Paganismo
San Pablo y los primeros viajes misioneros
Los otros apóstoles
CAPITULO SEGUNDO
UN PERIODO SOMBRIO
Iglesias misioneras
San Patricio
Colomba
Los Nestorianos
San Francisco de Asís
Raimundo Lulio
Monte Corvino
CAPITULO TERCERO
DESPUES DE LA REFORMA
Los primeros síntomas
En las regiones polares
La Misión en Tranquebar
Entre los pieles rojas
Los Moravos
CAPITULO CUARTO
LA INDIA
Un vasto campo
Guillermo Carey
Despertamiento misionero
Alejandro Duff
Adoniram Judson
Juan E. Clough
CAPITULO QUINTO
CHINA Y JAPON
El país de las maravillas
Religiones de la China
Roberto Morrison
Mateo Yates
Hudson Taylor
Griffith John
El Japón
La razón y la fuerza
Las misiones en el Japón
CAPITULO SEXTO
AFRICA
El continente negro
Juan T. van der Kemp
Roberto Moffat
David Livingstone
La tumba del blanco
Lott Carey, el misionero negro
J. L. Krapf
La vanguardia de Uganda
Alejandro Mackay
Francisco Coillard
Madagascar
CAPITULO SEPTIMO
OCEANIA
Luz y sombra
La Misión en Tahití
Juan Williams
Juan Geddie
Juan G. Paton
Samuel Marsden
Diego Chalmers
CAPITULO OCTAVO
CAMPO MAHOMETANO
El Islamismo
Arabia
Turquía
Siria y Palestina
Egipto
Persia
Nuevos esfuerzos
CAPITULO NOVENO
LOS JUDIOS
Un pueblo esparcido
Samuel Frey y Luis Way
José Wolff
Varias sociedades
José Rabinowitz
Resultados
CAPITULO DECIMO
EL NUEVO MUNDO
Descubrimiento y conquista
Tomás Coke
Guillermo Knibb
Diego Thomson
Lucas Matthews
Méjico
América Central
Cuba
Puerto Rico
Francisco Penzottí
Chile
Bolivia
Brasil
La tragedia de Juruena
Repúblicas del Plata
En Tierra del Fuego
PRINCIPALES OBRAS CONSULTADAS
Historia Eclesiástica, por Eusebio.
History of the Christian Religion and Church, por Neander.
Histoire de la Reformation, por Merle D’Auvigné.
Conquests of the Cross, por Hodder.
La Marche Triomphante de l’Evangelie, por Ussing.
The New Acts of the Apostles, por Pierson.
A Century of Jewish Missions, por Thompson.
The Story of Fifty Years in China, por Griffith John.
Strategic Points in the World’s Conquest, por Mott.
South America, por Neely.
South American Problems, por Speer.
L’Eglise de l’Unité des Fréres Moraves, por Senft.
Encyclopedia of Missions.
I
EL SIGLO APOSTOLICO
El mandato del Maestro

CUANDO nuestro Señor escogió a sus doce apóstoles y les envió por primera vez, entre
las diferentes órdenes que recibieron, figuraba la de no alejarse de la comarca habitada por los
hijos de Israel. Expresamente les dijo: “Por el camino de los gentiles no iréis, y en ciudad de
samaritanos no entréis; mas id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Era ésta una
misión puramente preparatoria, y el mensaje que llevaban se limitaba a anunciar que el reino de
los cielos se había acercado. Los Evangelios nos cuentan cómo los apóstoles cumplieron esta
misión, y cómo el Señor mismo les siguió por los lugares adonde ellos habían ido a preparar el
terreno. La misión, pues, de los apóstoles, durante la vida del Señor, estuvo circunscripta al país
que hoy llamamos la Tierra Santa.
Las cosas iban a cambiar.
Cuando el Señor ya hubo muerto en la cruz, y así cumplido la obra redentora que había
venido a consumar; cuando ya había vencido al sepulcro, resucitando glorioso de entre los
muertos; cuando los discípulos ya habían quedado persuadidos de la grandiosa realidad de esta
victoria sobre la muerte; cuando ya el Señor había sido revestido con aquella gloria que tuvo
antes de la constitución del mundo, y había reasumido el poder que había dejado al venir a la
tierra; y cuando ya iba a subir al cielo para sentarse a la diestra de Dios, dió a los suyos este gran
mandamiento: “Tada potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y doctrinad a
todos los gentiles, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo:
Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado: y he aquí, yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo”. (Mat. 28: 18–20.)
Ya no se trata, como en la primera vez, de ir a un solo pueblo, sino a todos los pueblos. Ya
no se trata del simple anuncio de que se ha acercado el reino de Dios, sino de hacer discípulos,
bautizar y enseñar. Ya no se trata de ir entre gente amiga, donde podían encontrar hogares
hospitalarios, sino de cruzar mares y desiertos, para anunciar a pueblos extraños las inescrutables
riquezas de la gracia de Dios.
Tenían que ir por todo el mundo, y anunciar las buenas nuevas del perdón de Dios a toda
criatura.
Era una tarea ante la cual hubieran temblado los gigantes, y hubieran temblado también los
apóstoles si el Maestro no les hubiese dicho: “He aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del
mundo” y “recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros; y me seréis testigos
en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaria, y hasta lo último de la tierra”. (Hechos 1:8.)
El Espíritu Santo fué derramado el día de Pentecostés, comunicándoles la fuerza y el valor
que necesitaban para dar principio a la magna obra que el Señor les había encomendado.
Los gentiles
Fué con mucha lentitud que penetró en la mente de los discípulos la gloriosa idea de que el
evangelio era para todo el mundo. A pesar de las claras palabras contenidas en el mandamiento y
promesa de Cristo; a pesar de que el Espíritu Santo habíase manifestado haciéndoles hablar
lenguas extrañas, los discípulos no pensaban en salir de Jerusalén. Fué necesario la persecución
para que se hallasen en contacto con el mundo que tenían que evangelizar. Después del martirio
de Esteban, la iglesia de Jerusalén fué dispersada, y sus miembros iban por todas partes
anunciando el evangelio, aunque sólo a los judíos. De ese modo se formaron comunidades
evangélicas, no sólo en Samaria y Galilea, sino aun más lejos, como en Antioquía, por ejemplo.
Felipe fué llevado milagrosamente a bautizar al eunuco que venía de Etiopía, pero fuera de
toda duda, éste era un prosélito judío.
Pedro recibió una revelación especial mandándole entrar en casa de Cornelio, el centurión
romano, y ahí vemos el bautismo de un grupo considerable de creyentes de origen gentil, aunque
también eran ya adoradores del Dios verdadero.
Parece que muchos tenían la idea de que había que hacerse judío antes de poder entrar a
participar de las bendiciones del evangelio.
La verdadera idea misionera no nació entre los apóstoles, en Jerusalén, sino en la iglesia de
Antioquía, donde no se hallaba ninguno de los que habían acompañado al Señor durante su
ministerio terrenal. Estaba la iglesia reunida, en oración y ayuno, cuando el Espíritu Santo dijo
que Bernabé y Saulo fuesen apartados para la obra. No era por determinación humana, o carnal,
que iba a empezar la difusión del evangelio entre los paganos, sino por indicación del Espíritu
Santo. Toda obra misionera digna de este nombre ha sido siempre impulsada y dirigida de la
misma manera.
El hombre que Dios había elegido para ser el héroe de la evangelización del mundo, y un
luminoso ejemplo a todos los misioneros de las edades futuras, era San Pablo. Nacido en Taraso
de Cilicia, Ciudad que en cultura rivalizaba con Atenas, había gozado de todas las ventajas de la
civilización helénica. Siendo judío de raza, y educado en Jerusalén, a los pies de Gamaliel,
reunía los requisitos necesarios para tener siempre una puerta franca entre los hijos de Israel. Y
por causas no del todo conocidas, disfrutaba del derecho de ciudadanía romana. Era, por lo tanto,
al mismo tiempo, griego, judío y romano. En todas partes estaba entre los suyos.
Antes de su conversión había empleado toda su influencia y actividad en perseguir a los
cristianos, pero después de ser llamado al apostolado, se puso en las manos de Dios, para servirle
como fiel instrumento en la obra para la cual le había elegido. Jamás hombre alguno había
reunido las cualidades de San Pablo. Sus dones eran extraordinarios; su influencia personal
poderosa y sus conocimientos vastísimos. Su carácter, su energía, su conciencia, su voluntad de
acero, su generosidad, su desprendimiento, su abnegación, y su profundo amor a los hombres, le
colocaban en primera línea en cualquier lugar donde se hallase.
Tal era el hombre que Dios había escogido, y que estaba llamado a ocupar un lugar tan
prominente en la conquista espiritual del mundo gentil.
Antioquía. — Cuna de las misiones apostólicas.
El Coliseo (Roma).

El paganismo
Detengámonos un instante para contemplar el inmenso teatro sobre el cual San Pablo tenía
que desplegar sus envidiables cualidades.
La parte del mundo donde sería llevado primeramente el evangelio, eran las regiones que
estaban bajo la influencia de la cultura griega y de las fuerzas romanas. Todo estaba
admirablemente dispuesto para que la palabra de Dios pudiera correr libremente y ser
glorificada. El Imperio Romano extendía sus dominios a casi todas las tierras habitadas del
mundo conocido, y multitud de pueblos que antes habían vivido en guerra constante, y separados
por el odio de razas y costumbres, se hallaban ahora unidos bajo el mismo poder central. Una
activa navegación y buenos caminos carreteros unían a la Europa consigo misma y con el norte
de Africa y el occidente de Asia. Las naves y los caminos que habían servido para llevar
cónsules y soldados romanos, servirían ahora para llevar a los portadores de un evangelio de paz.
La unidad política del mundo bajo el cetro férreo de los Césares, hacía que se disfrutase de
garantías hasta entonces desconocidas, facilitando a la vez el intercambio que ponía en relación a
los pueblos que antes vivían en completo y perjudicial aislamiento. Esto favorecía el desarrollo
de la lengua griega en el Oriente y de la latina en el Occidente, las cuales sirvieron para pregonar
el evangelio a todos los habitantes del vasto Imperio. Era evidente que muy por encima de los
Césares estaba un Soberano que había preparado esta organización política y concentración del
mundo para poner a los paganos en contacto con Jerusalén, y así con todos los judíos de quienes
aprenderían el monoteísmo y recibirían el evangelio de Cristo.
La dispersión de Israel por todo el imperio era uno de los factores que iban a contribuir
poderosamente a la evangelización de los paganos. No había un centro de alguna importancia
donde no hubiese un núcleo de judíos con su correspondiente sinagoga. A ellos se dirigían
primeramente los mensajeros del Señor, y aprovechando la circunstancia de que en la sinagoga
se podía hacer uso de la palabra, después de la lectura de la Ley, proclamaban a Cristo
anunciándolo como el Mesías que tenía que venir al mundo. De modo que en todas partes podían
contar con un núcleo capaz de apreciar el mensaje del cual eran portadores. De la sinagoga
pasaban a los gentiles, y así iba propagándose el evangelio con una rapidez alentadora.
Pero todo cuanto el Imperio Romano tenía de grande y poderoso desde el punto de vista civil
y militar, lo tenía de pequeño y bajo desde el punto de vista moral y religioso. El paganismo era
un fracaso, y no podía menos que llevar el Imperio a la ruina. Las armas y las leyes no pueden
dar consistencia a un pueblo sin moral. Los templos estaban llenos de ídolos que representaban a
los dioses inmorales y crueles. Toda forma de idolatría había sido objeto de algún ensayo por
parte de los sacerdotes de aquella ridícula forma de culto. El pueblo había perdido toda confianza
en sus sacerdotes, y los sentimientos religiosos habían decaído en todas las clases sociales. Los
filósofos se esforzaban en inculcar ciertas prácticas y reglas morales, pero eran relativamente
muy pocos los que sentían la influencia de su ética. Moral y religiosamente el Imperio estaba en
completa descomposición y esto lo llevaba a la ruina.
Para formarnos una idea de su estado, recordemos este hecho: en Roma, la población que
según el historiador Mommsen llegaba a 1.610.000 habitantes, se dividía así: 10.000 senadores y
gobernantes; 60.000 extranjeros; 20.000 soldados de guarnición; 320.000 ciudadanos; 300.000
mujeres; y ¡ 900.000 esclavos! De manera que tres quintas partes de la población de una ciudad
que hasta hoy provoca la admiración del mundo, estaba sujeta a los horrores de la esclavitud. Los
esclavos no tenían más derecho que un perro. Eran la absoluta propiedad de sus dueños, quienes
tenían sobre ellos hasta el derecho de quitarles la vida. Algunos poseían 10.000 y hasta 20.000
esclavos.
¿Y cómo se entretenía Roma? El Coliseo nos dará la respuesta. Las ruinas de este circo
pueden ser vistas aún. Podía dar asiento a 87.000 personas que se congregaban para presenciar
las luchas sangrientas de los gladiadores, que quedaban tendidos en la arena, mientras un pueblo
sediento de sangre humana aplaudía frenéticamente al vencedor. Y cuando la lucha no era entre
hombre y hombre, era entre hombre y fiera. En una ocasión pelearon 320 pares de gladiadores en
presencia de Julio César. A veces las luchas duraban meses enteros, y Trajano llevó al circo, con
motivo de una solemnidad, 5.000 luchadores.
Con las consiguientes variaciones de detalle, tal era el mundo ante el cual los apóstoles tenían
que predicar el arrepentimiento y la doctrina del amor fraternal.
San Pablo y los primeros viajes misioneros
Bernabé y Saulo, fueron los primeros misioneros que salieron de Antioquía. Se calcula que
emprendieron este viaje el año 44 de nuestra era. Los Hechos de los Apóstoles, este escrito que
ha sido tan justamente llamado “un libro divinamente inspirado sobre el asunto de misiones”, nos
da cuenta detallada de los incidentes del viaje. De Antioquía fueron a la isla de Chipre, de la cual
era natural Bernabé, y, después de haberla atravesado, pasaron al Asia Menor, donde visitaron
las ciudades de Pérgamo, Antioquía de Piscidia, Iconio, Listra y Derbe. De regreso, visitaron
algunos de los lugares donde habían predicado, confirmando el ánimo de los que habían creído, y
estableciendo ancianos en las iglesias. Volvieron a Antioquía, “donde habían sido encomendados
a la gracia de Dios para la obra que habían acabado, y habiendo llegado, y reunido la iglesia,
relataron cuán grandes cosas había Dios hecho con ellos, y cómo había abierto a los gentiles la
puerta de la fe”. (Hechos 14:26, 27).
“La fiebre misionera volvió pronto a San Pablo,—dice el Dr. A. T. Robertson—,y tenía que
partir otra vez”. En este Segundo viaje que se calcula lo emprendieron el año 48, Pablo y
Bernabé se separaron. Bernabé, tomando consigo a Marcos, fué a Chipre, y Pablo, acompañado
de Silas, anduvo la Siria y la Cilicia confirmando las iglesias. En Derbe se juntó con ellos
Timoteo, y siguieron por Galacia, pasando por Frigia. Cruzaron por orden divina el Mar Egeo y
se internaron en la Macedonia, empezando la obra misionera en Europa, predicando en la orilla
del río de la ciudad de Filipos, de donde partieron para Grecia, haciendo flamear el pabellón de
la cruz en Atenas, primero entre el bullicio del Ágora y después en el retiro tranquilo del
Areópago. Siguieron a Corinto y de ahí a Efeso y Jerusalén.
El tercer viaje misionero, parece que lo emprendió Pablo el año 52, visitando la Galacia,
Frigia y Troas, en camino a Macedonia. Volvió a Troas pasando por las islas del Mar Egeo, y
regresó a Jerusalén. En esta ciudad fué encarcelado y detenido dos años, en la fortaleza de
Cesarea. Apelando a César fué llevado a Roma, donde estuvo desde el año 59 al 61 predicando
en la casa que tenía alquilada. Los Hechos de los Apóstoles terminan ahí, pero es seguro que fué
puesto en libertad, y que hizo un viaje por las regiones donde había fundado iglesias. Algunos
creen que también realizó su deseo de predicar en España. Hecho prisionero nuevamente, sufrió
el martirio en Roma el año 66.
1

Los otros apóstoles


La circunstancia de haber sido Lucas un compañero de San Pablo, hace que el libro de los
Hechos se ocupe casi exclusivamente de este apóstol, pero esto no debe interpretarse como
implicando que los demás apóstoles hayan sido negligentes a la causa misionera.
Hay sin embargo algunos datos, que han sido conservados por los historiadores antiguos, que
parecen suficientemente serios como para darles crédito.
Eusebio, por ejemplo, el primero de los historiadores del cristianismo, dice: “Bajo la
influencia celestial, y la cooperación, la doctrina del Salvador, semejante a los rayos del sol,
irradió rápidamente por todo el mundo. Conforme a las divinas profecías, el sonido de sus
inspirados evangelistas y apóstoles fué por toda la tierra, y sus palabras hasta los últimos
confines del mundo. Por toda ciudad y aldea rápidamente se hallaron iglesias de miembros de
todos los pueblos. Aquellos que, debido a los errores de sus antepasados, habían estado atados a
la enfermedad de las superseticiones idolátricas, fueron libertados por el poder de Cristo, por
medio de la enseñanza y milagros de sus mensajeros”.
El mismo Eusebio nos habla de Marcos como del primero que fué enviado a Egipto, y quien
fundó la iglesia de Alejandría.
También habla de Tomás trabajando en Partia; de Andrés en Scythia y Juan en Asia.
Pedro visitó las partes del Ponto, Galacia, Bitina y Capadocia.
Respecto a Mateo, nos dice que escribió su Evangelio “cuando estaba por partir a otras
naciones”.
Según el testimonio de Pantaenus, parece que Bartolomé llegó hasta la India.
Sirva el noble ejemplo dejado por los cristianos de la generación apostólica como estímulo a
todos los que en nuestros días se sienten llamados a tomar parte en el gran movimiento misionero
de que es testigo el siglo presente.
II
UN PERIODO SOMBRIO
Iglesias misioneras

1Varetto, J. C. (1984). Héroes y mártires de la obra misionera Desde los apóstoles hasta nuestros Días (1).
Buenos Aires, Argentina: Junta de Publicaciones de la Convencion Evangelica Bautista.
LAS iglesias que figuran en el Nuevo Testamento, así como todas las de aquella época,
eran iglesias eminentemente misioneras. Todos los convertidos sentían la responsabilidad de
hacer conocer a otros la verdad que les había hecho libres. No es extraño, pues, que el número de
iglesias fuese multiplicándose tan asombrosamente.
San Pablo da gracias a Dios por la fe que animaba a los cristianos en Roma, la cual era
celebrada por todo el mundo, lo que demuestra que tenían encendida la lámpara espiritual del
evangelio.
Igual gozo le causaron los tesalonicenses, quienes, en medio de la persecución, habían
divulgado la palabra del Señor, “no sólo en Macedonia y en Acaya, mas aún en todo lugar”.
A los de Colosas les escribe que la palabra del evangelio había llegado hasta ellos “como por
todo el mundo; y fructifica y crece”.
“Cada nuevo convertido al cristianismo—dice el historiador Gibbon—, miraba como un
deber sagrado propagar entre sus amigos y parientes la inestimable bendición que había
recibido”. A esto se debe que los cristianos fuesen aumentando, y conquistando terreno día tras
día, entre las multitudes que vivían sin Dios y sin esperanza en el mundo.
Para formarse una idea de la marcha triunfal del cristianismo, basta recordar que cuando se
levantaron las primeras persecuciones del gobierno romano, el número de cristianos se calculaba
en 300.000, número que el año 300 se estimaba en no menos de ocho millones.
Era el cumplimiento de la parábola del grano de mostaza, que cuando germina es la mayor de
las hortalizas.
Pero desgraciadamente este crecimiento numérico fué seguido por una lamentable
decadencia espiritual, que mundanalizó las iglesias. Empezó a faltar la fe y el amor que les
habían dado el triunfo, y en su lugar aparecieron ritos, fórmulas, sacramentos y ceremonias
sacerdotales del paganismo.
El emperador Constantino, a principios del siglo IV, hizo profesión de fe cristiana, y las
iglesias aceptaron el apoyo del poder que antes les había sido hostil. Fué entonces cuando
entraron en plena decadencia espiritual, pactando con el mundo y con el poder civil la funesta
unión que produjo el levantamiento del papismo.
Pero gracias a Dios, hubo muchos que no se conformaron con aquel estado de cosas, y
mantuvieron siempre viva la protesta contra el espíritu sacerdotal, y lucharon, ya dentro ya fuera
de la masa total de los cristianos nominales, por aquella fe “que fué dada una vez a los santos”.
Podríamos referirnos a una legión de hombres fieles, que en el largo tiempo que transcurre
desde los primeros siglos hasta el Renacimiento y la Reforma, se mantuvieron suficientemente
leales a la verdad para considerarlos verdaderos testigos de la obra de Cristo, pero sólo cabe,
dentro de los límites de este trabajo, referirnos a unos cuantos que pueden ser mirados como
héroes y mártires de la causa misionera; verdaderos astros que brillan en las sombras de una
noche prolongada.
San Patricio
Digno de especial mención es el hombre que figura en la historia bajo el nombre de San
Patricio, el apóstol de Irlanda.
Nació en Escocia en la primera mitad del siglo V. Su padre, diácono de la iglesia de una
aldea, le dió una esmerada educación, procurando sobre todo instruirle en aquellas cosas que le
harían sabio para la salvación.
Cuando sólo tenía dieciséis años de edad, fué hecho cautivo, junto con otros vecinos, por
unos piratas escoceses que lo vendieron a un jefe en Irlanda. Patricio, una vez en el cautiverio,
fué puesto por su dueño a cuidar el ganado. Sólo entonces se dió cuenta del valor de la buena
doctrina que le habían enseñado sus cristianos padres. El tiempo que pasaba en la soledad lo
dedicaba al ejercicio de actos de devoción. Abandonado de toda protección humana, aprendió a
tener confianza en Dios. “Me acordé de mis pecados —dice él mismo—, y me volví de todo
corazón al Señor”.
Después de seis años de cautiverio, logró escaparse y llegar al seno de su familia.
Diez años después fué hecho cautivo por segunda vez y llevado a Francia, pero gracias a la
bondad de unos mercaderes cristianos recuperó su libertad y apareció de nuevo entre los suyos.
Por medio de esta dura escuela Dios estaba preparando al futuro misionero.
Podía ahora vivir tranquilo entre sus amigos y hermanos, pero la triste condición en que se
hallaban los pobres paganos que había visto en Irlanda estaba siempre presente en su
imaginación, y un ardiente deseo de llevarles el evangelio se apoderó de su corazón. Ir a la isla
donde había sido esclavo parecía una empresa más que temeraria, pero el amor de Cristo lo
constreñía y se decidió a partir. Las solicitaciones de sus amigos y de sus parientes no pudieron
hacerle abandonar ese pensamiento, y emprendió viaje encomendado a la gracia de Dios por los
cristianos que vivían en su aldea. Antes de ir a Irlanda hizo un viaje por Francia con el objeto de
prepararse mejor para la obra, mediante el contacto con gente culta y piadosa.
Llegado a Irlanda tuvo la gran ventaja de que ya conocía el idioma y las costumbres de sus
habitantes. Reunía al aire libre grandes congregaciones que se interesaban cada vez más en la
historia de la cruz. Las mentes rudas de los campesinos empezaron a comprender el amor de
Cristo, y muchos se convirtieron, abandonando la idolatría para servir al Dios vivo y verdadero.
Los sacerdotes de los dioses paganos levantaron contra Patricio un verdadero motín, y
empezó a verse en constante peligro. Pero él supo ganar la simpatía de varios de los jefes
principales, quienes le prestaron una ayuda muy oportuna y eficaz.
Muchos jóvenes le seguían con entusiasmo, y por medio de buenos libros, que introducía de
Francia e Inglaterra, les instruía, preparándoles para que pudiesen ser sus colaboradores en la
obra del Señor. Cultivaba el canto y la poesía, elementos éstos que le ayudaron no poco a ganar a
ese pueblo tan amante de la música.
Las iglesias que fundó Patricio, como bien lo demuestra el erudito historiador Neánder,
nunca tuvieron relación con Roma, y a esto se debe el hecho de que por mucho tiempo se viesen
libres de su perniciosa influencia.
El San Patricio de la historia se hallaría muy a gusto en una iglesia protestante, si viviese en
nuestros días. Es un personaje muy diferente del que pintan las leyendas papistas.
“Ruego a Dios —decía—, que me dé perseverancia, y el poder de ser un testigo fiel y
aprobado hasta el fin”.
Colomba
Colomba es todo un héroe de la obra misionera. Estimó la cruz de Cristo más que la sangre
real que corría por sus venas. Nació en Irlanda el año 521 y parece haber heredado el mismo
espíritu misionero que animó a San Patricio. Irlanda contaba en aquel entonces con un número
crecido de iglesias activas y con un verdadero ejército de hombres consagrados a la predicación
de la palabra. Colomba, por lo tanto, dirigió sus mirades hacia las regiones donde el paganismo
prevalecía en toda su pujanza. “Iré a Escocia,— dijo— a predicar la palabra de Dios”. El fuego
que le animaba se comunicó a otros de los siervos del Señor, y en el año 565, Colomba y varios
colaboradores se dirigieron a la costa para de ahí navegar a la tierra donde ya estaban sus
corazones. Cortaron ramas de árboles y cubriéndolas con pieles construyeron una balsa sobre la
cual se aventuraron a navegar llegando a las Hébridas, en las cercanías de Escocia. Los
misioneros se establecieron en una pequeña isla llamada Iona, a la cual darían renombre y gloria
en los anales del cristianismo. Colomba empezó su obra secundado por fieles compañeros. Lleno
de amor a las almas, suspiraba por ellas. Oraba, leía, trabajaba, y en sus múltiples quehaceres,
redimía el tiempo para que la causa no sufriese. Poseído de una actividad infatigable, iba de casa
en casa y de pueblo en pueblo, llenando la misión que le había llevado a esos parajes. El rey de
los pictos fué convertido debido a su instrumentalidad, y muchos de sus súbditos le siguieron.
Llegó entonces el momento de pensar en la enseñanza de los convertidos. Para eso introdujo en
lona valiosos manuscritos y fundó una escuela de teología. El estudio metódico de la Biblia
produjo asombrosos resultados. La obra extendió por todas partes sus ramificaciones y el número
de creyentes era cada vez mayor.
Las iglesias fundadas por Colomba no sufrían la mala influencia del romanismo. Merle D’
Aubigne pone en los labios de Colomba y de sus colaboradores palabras como éstas: “La Santa
Escritura es la única regla de fe. Rechazad el mérito de las buenas obras y no esperéis vuestra
salvación sino de la gracia de Dios. Guardaos de una religión que consista en prácticas
exteriores; es mejor guardar limpio el corazón delante de Dios que abstenerse de ciertas comidas.
Uno solo es vuestro jefe, Jesucristo. Los obispos y los presbíteros son iguales; es necesario que
sean maridos de una sola mujer, y que tengan sus hijos en sujeción”. No conocían la
transubstanciación, ni la comunión en una sola especie, ni la confesión auricular, ni la invocación
de los muertos, ni las velas ni el incienso. Colomba predicaba un evangelio puro en los días
cuando, la apostasía había invadido las iglesias.
El ardor misionero de este venerable siervo de Dios había obrado proezas en todos los
lugares por él visitados, y la Gran Bretaña fué traída al pie de la cruz.
No sólo en Irlanda y en lona vemos el deseo de llevar el evangelio a otros: entre los cristianos
de aquellas iglesias era general el sentido de responsabilidad ante Dios por la salvación de los
inconversos. Llenos de fuego santo les vemos tomar la resolución de llevar el evangelio por todo
el continente europeo, en los vastos territorios poblados aquí y allí por tribus bárbaras sumidas en
la más grosera superstición. Y de esas islas donde aún no había prevalecido la supremacía de
Roma, salían obispos cristianos acompañados por las oraciones de sus iglesias, para llevar la luz
a los Países Bajos, Suiza, Alemania y aún a Italia y España.
Con razón cuando el Dr. Johnson visitó las ruinas de la isla de lona, en 1773, dijo: “Estamos
pisando la ilustre isla que fué un día el luminar de las regiones caledonias, cuando los salvajes y
bárbaros recibieron el beneficio de la instrucción y la bendición de la religión … Poco tenemos
que envidiar al hombre cuyo patriotismo no gane fuerzas ante las llanuras de Marathón, y cuya
piedad no se haga más ardiente entre las ruinas de lona”.
Los Nestorianos
Huyendo de las constantes persecuciones que les sobrevenían de parte de los católicos,
durante la Edad Media, los discípulos de Nestorio fueron a establecerse en muchas partes de
Asia, y durante largos siglos fueron los únicos representantes del cristianismo conocidos en
aquellas partes del mundo. Siempre encontraron más clemencia de parte de los musulmanes que
los demás cristianos, y como estaban familiarizados con el idioma y costumbres de los pueblos
donde habitaban, pudieron propagar ventajosamente su doctrina. Durante varios siglos se les
encuentra manteniendo florecientes escuelas en Asia. Es evidente que siempre estuvieron
animados del celo misionero, y que en todas partes hicieron prosélitos, aunque muy a menudo se
contentaron con sólo una aceptación formal de sus creencias, no procurando una genuina
conversión ni una vida de acuerdo con la moral evangélica.
San Francisco de Asís
Cuando el ejército de los francos estaba sitiando la ciudad musulmana de Damieta, San
Francisco de Asís se fué de Italia para predicar a los soldados. Impulsado por el valor que le
caracterizaba pasó a las filas de los enemigos, sin pensar en el peligro que corría su vida y
proclamó el nombre de Jesús ante los discípulos de Mahoma. Fué hecho prisionero y llevado
ante Malek al Kamel, sultán de Egipto, a quien dijo que venía, no enviado por los hombres sino
por Dios, para anunciar el camino de salvación. El sultán lo trató con mucha consideración y
simpatía, y llegó hasta permitirle predicar ante él y su numeroso séquito, escuchándole con
marcadas pruebas de simpatía. Lo remitió salvo al campamento de los francos, diciéndole:
“Ruega a Dios por mí, para que me alumbre y me dé el poder de seguir fielmente la religión que
sea más agradable a él”.
Además de sus trabajos personales, San Francisco pudo enviar a muchos de sus seguidores,
no a predicar un evangelio completamente puro, lo sabemos, pero sí a anunciar el nombre de
Jesús como el Salvador de los arrepentidos.
Raimundo Lulio
La Edad Media no ha conocido un hombre más lleno de celo misionero que el español
Raimundo Lulio. Nació en la isla de Mallorca el año 1236 y hasta la edad de 30 años vivió
completamente entregado al mundo y al pecado. Aún después de casarse vivió en la más
completa disolución.
Una vez convertido a la fe empezó a luchar contra las malas pasiones que habían dominado
en su naturaleza, y resolvió consagrarse por completo a la obra del Salvador. Al oír hablar sobre
San Francisco de Asís resolvió seguir el ejemplo de este santo, dedicándose a propagar la fe
entre los sarracenos. Vendió todas sus propiedades, reservándose sólo lo que sería necesario para
el sostén de su familia, e impulsado por el amor a las almas decidió dejar su hogar, no esperando
volverlo a ver más.
Con el fin de aprender el idioma del pueblo que quería alcanzar, compró un esclavo
sarraceno y en su compañía logró hablar y dominar perfectamente el árabe.
Se quejaba amargamente de los frailes, diciendo que en lugar de retirarse a las soledades
debían ocuparse en la conversión de los gentiles. Rogaba a Dios para que llegase el día en que
los hombres piadosos estuviesen animados por el celo que tuvieron los apóstoles.
Era hombre muy dado a la filosofía y su debilidad consistió en creer que podría traer a los
musulmanes a Cristo por medio de sus razonamientos. La experiencia le hizo cambiar de parecer.
Procuró despertar interés en la obra misionera entre la gente religiosa, proponiendo la
fundación de escuelas para enseñar el árabe a los que mostrasen deseos de consagrarse a la
conversión de los sarracenos pero sus proyectos no hallaron eco.
Tuvo que decidirse a partir solo, porque nadie quería unirse a él en lo que creían una aventura
peligrosa. Después de grandes luchas consigo mismo y con todos los que le desanimaban, se
embarcó en Génova con rumbo al norte de Africa y desembarcó en Túnez el año 1291.
Inmediatamente, juntando a los maestros y filósofos, les expuso el objeto de su presencia entre
ellos. De ese modo Raimundo Lulio se veía siempre rodeado de un grupo de sabios cada vez más
numeroso ante el cual exponía sus creencias, y discutía con el ardor y habilidad de que era capaz.
Un fanático lo denunció al sultán, proponiendo que fuese muerto. Fué encerrado en una
prisión de donde salió debido a la influencia de uno de los sabios con quien había discutido
largamente. Fué sentenciado a destierro, y volvió de nuevo a Europa, desembarcando en
Nápoles.
Aparece otra vez en Mallorca, donde se dedicó a evangelizar a los mahometanos y judíos
residentes en esa isla.
El año 1306 hizo otro viaje al Africa, visitando la ciudad de Bugia, que era en aquel entonces
el asiento del Imperio Mahometano. Públicamente se puso a enseñar el cristianismo y a
demostrar que las doctrinas de Mahoma eran erróneas. El pueblo iba a apedrearlo, cuando lo
libró de una muerte segura la intervención de las autoridades. Le preguntaron cómo era que no
sabía que las leyes del país prohibían hacer lo que estaba haciendo, y le avisaron que la pena de
muerte era el castigo que merecía, a lo que respondió con toda serenidad: “Un verdadero siervo
de Cristo, que ha experimentado la verdad de la fe, no debe detenerse por miedo a la muerte,
cuando se trata de llevar las almas a la salvación”. Fué reducido a prisión y después de algún
tiempo, por orden del sultán, fué embarcado con destino a su país.
Después de viajar por muchas partes de Europa procurando crear interés en la obra
misionera, volvió a embarcarse con destino a Africa el año 1314. En Bugia se puso a trabajar
secretamente entre los amigos que había adquirido en sus viajes anteriores.
Al ponerse a predicar públicamente, los sarracenos se levantaron contra él, y, después de
maltratarlo de mil maneras, lo llevaron fuera de la ciudad, donde fué apedreado hasta la muerte,
por orden del sultán, muriendo gloriosamente de la misma manera que Esteban, el protomártir
del cristianismo.
Monte Corvino
A fines del siglo XIII, y a principios del XIV, aparece trabajando en Asia un verdadero
misionero llamado Monte Corvino. Primeramente estuvo en Persia. Desde ahí se dirigió a la
India el año 1291, donde logró reunir un número bastante crecido de prosélitos. De la India pasó
a la China, radicándose definitivamente en Pekín. Durante trece años trabajó completamente
solo, pero al fin se le unieron varios compañeros venidos de Europa. Logró tener contacto con
los hombres principales de la ciudad y ser apreciado por el mismo emperador.
Hombre dotado de mucho celo, y mucha capacidad, empleó todos los medios que podían dar
resultado en la obra que le había llevado a aquellas regiones. Quería de veras dar al pueblo chino
la palabra de Dios. Fundó escuelas para niños y educó a muchos de esos convertidos para que
ellos mismos pudiesen anunciar el evangelio a sus compatriotas. Tradujo el Nuevo Testamento y
los Salmos al idioma tártaro y los publicó en forma muy elegante para ser usados en las
reuniones de predicación y enseñanza.
Una vez compró quinientos niños menores de siete años y se dedicó a educarlos,
enseñándoles todos los conocimientos comunes en aquella época. Estos niños una vez grandes,
fueron su apoyo y un gran elemento en la propagación del cristianismo.
Hasta edad muy avanzada Monte Corvino estuvo al frente de obra tan querida a su corazón,
viéndola crecer y desarrollarse aún en medio de grandes conflictos.
III
DESPUES DE LA REFORMA
Los primeros síntomas
LLEGANDO al siglo XVI nos hallamos en presencia de aquel despertamiento religioso
llamado la Reforma, que hizo conmover a la cristiandad paganizada, arrancando al papismo la
mitad de las naciones de la Europa. Los héroes de aquella gloriosa jornada tenían que hacer
frente a un enemigo cercano, velando por la conservación y crecimiento del evangelio en sus
propios países, y esto explica la razón por qué no pudieron ocuparse de la conversión del mundo
exterior.
Las tentativas de Calvino y Coligny para establecer colonias en ambas Américas, lo mismo
aque las del rey de Suecia en Laponia, aunque con dificultad pueden llamarse misiones,
demuestran que los reformadores y las iglesias de aquella época no eran indiferentes al gran
mandamiento del Señor.
Entre los reformadores fueron los holandeses los que dieron la primera señal de vida
misionera. En 1642 empezaron una obra en Ceylán, aunque, como toda obra protegida por un
estado, prosperó más en forma que en espíritu. Establecieron seminarios y escuelas, llegando a
tener hasta 85.000 alumnos. Tradujeron el Nuevo Testamento al támil y al sinhalés.
lguales esfuerzos hicieron en las islas orientales donde eran dueños de importantes territorios.
En Java el número de personas más o menos relacionadas con la obra, especialmente
educacional, llegó a más de 100.000. En la isla de Formosa tuvieron un misionero llamado
Roberto Junius, hombre de gran capacidad intelectual y de mucha devoción, debido a cuyos
esfuerzos miles de indígenas abrazaron el cristianismo, pero cuando Formosa fué atacada por los
manchúes, en 1661, los cristianos fueron tan cruelmente perseguidos que no quedaron rastros
visibles de la obra llevada a cabo.
En otras partes donde los holandeses poseyeron territorios, hicieron idénticos esfuerzos para
enseñar el cristianismo a los indígenas.
En las regiones polares
En el siglo XVII, los dinamarqueses, que eran dueños de vastos territorios en el norte de
Europa, intentaron llevar el evangelio a los lapones.
Tomás von Westens emprendió varios viajes a aquellas frías y desoladas regiones, pero las
grandes dificultades y la poca cooperacíon y ayuda que obtuvo en su país, hicieron estériles
aquellos esfuerzos.
Hans Egede es, tal vez, el misionero más notable de esa época. Nació en Noruega, y desde su
juventud tuvo ardientes deseos de visitar las regiones polares. Durante mucho tiempo alimentó
secretamente esta idea en su corazón, pero cuando la reveló a su esposa, encontró en ella una
seria resistencia, que poco a poco fué vencida. En un buque que pudo lograr construir a fuerza de
grandes sacrificios, se hizo a la vela con rumbo a Groenlandia, acompañado de su familia. Es
poco probable que haya un misionero que tanto tuviese que sufrir como Hans Egede. Navegando
entre los hielos de aquellas comarcas, llegaron a la costa en 1721, donde no pudieron hallar
señales de los pobladores escandinavos. Prosiguiendo entonces su ingrato viaje se dirigió más al
norte en busca de los esquimales, resolviendo consagrarse a la evangelización de este pueblo tan
separado del resto del mundo, y cuyas costumbres son tan diferentes a las europeas. Le era
sumamente difícil ponerse en contacto con ellos, y más difícil aún descifrar su lengua y alcanzar
sus corazones. Los esquimales viven en chozas que construyen con nieve y se ocupan
exclusivamente de la pesca de focas, de las cuales sacan el aceite para el fuego y las pieles para
vestidos. Hans Egede tenía que adoptar en parte este mismo género de vida. Los brujos y magos
esquimales se complotaron contra el fiel siervo de Dios y eso vino a aumentar los sufrimientos
que les causaban el rigor del clima frío, las enfermedades y la falta de alimentación adecuada,
pero el misionero y su noble esposa todo lo sufrían gustosos con la esperanza de poder ganar ese
pueblo para el Salvador. Los verdaderos móviles de Egede los comprendieron sólo cuando una
terrible peste de viruela llevó a la tumba más de tres mil personas, pues la abnegación que mostró
por ellos no pudo menos que mover los corazones duros e indiferentes de aquel pueblo. Muerta
su esposa, Egede dirigió la misión desde Dinamarca, la cual era atendida por su hijo Pablo, el
gran lingüista de los idiomas que se hablan en las regioens polares.

Hans Egede, misionero en las regions polares. Una misión en las regiones polares

La misión en Tranquebar
Con el concurso de los alemanes, los dinamarqueses tuvieron una misión muy importante en
Tranquebar, India, desde los comienzos del siglo XVIII.
El primer misionero en ese campo fué Bartolomé Ziegenbalg, nacido en 1683, y huérfano
desde muy pequeño. La madre moribunda había reunido alrededor de su lecho a sus hijos para
decirles: “Hijos míos, yo os dejo un tesoro”. Sorprendidos los niños, le preguntaron: — “¿Dónde
está el tesoro, madre? — “Lo encontraréis en la Biblia”, fué la respuesta. — “He mojado con mis
lágrimas cada una de sus páginas”.
Este volumen acompañó a Bartolomé a la India, y fué la fuente de muchas bendiciones para
él y para los hindúes.
A la edad de los 16 años había ya pasado por una crisis religiosa que le llevó a conocer la
experiencia de la conversión.
Cuando tuvo 22 años, se presentó como candidato a misionero.
Después de una penosa travesía que duró siete largos meses llegó a Tranquebar en junio de
1706, en compañía de otro misionero llamado Plutschau.
A pesar de su juventud, Ziegenbalg mostróse digno de la delicada misión que se le había
confiado, y debido al espíritu de sacrificio que caracterizaba sus actos, su carrera fué coronada
del mejor éxito.
El rigor del clima, los horrores de la vida pagana, el odio de los misioneros católicos, la
conducta impía de los residentes extranjeros y una prisión de cuatro meses que tuvo que sufrir,
hicieron aumentar el fervor del mensajero de Dios.
La tarea de adquirir el idioma fué la primera que los preocupó, pero tuvieron tan buen
resultado que al cabo de algunos meses ya podían hacerse entender y empezar a predicar. Al año
siguiente fueron bautizados los primeros cinco convertidos.
Ziegenbalg confeccionó un diccionario y terminó la traducción del Nuevo Testamento.
Ayudado por buenos amigos introdujo e hizo funcionar una imprenta de la que constantemente
salían textos bíblicos, himnarios y otros folletos. Estos trabajos no le impedían hacer
expediciones hasta puntos lejanos, dando así mayor impulso a la misión.
Ziegenbalg murió en 1721, joven todavía, dejando un camino abierto por el cual seguirían
muchos otros la misma carrera, echando los cimientos sólidos de una misión que ha sido un
abrigo durante las muchas guerras que perturbaron la paz de la India.
Otro de los hombres prominentes con que contó la misión de Tranquebar fué el sabio
Christian Schwartz. Nació en Brandeburgo en 1726, y su piadosa madre le manifestó, desde sus
tempranos días, el deseo de que se consagrase a la obra de Dios. Después de terminar sus
estudios en Halle resolvió dedicar su vida a la causa misionera, eligiendo la India como su
campo de acción. Llegó a Tranquebar en 1750, y nunca más volvió a su país, trabajando 48 años
consecutivos en la obra próspera, fecunda y bendecida que logró desarrollar. Desde Traquebar
hizo largas expediciones, llegando hasta Ceylán y finalmente hasta Tichinopoli, la ciudadela del
hinduísmo. Allí logró edificar una capilla, y permaneció en esa ciudad durante diez años, sin
desligarse por eso de la misión en Tranquebar.
En 1772 fúé a establecerse en Tandjore, ciudad que fué su teatro de acción durante una
prolongada actividad. Su influencia espiritual se extendía por todas partes. Sus colegas le
veneraban como a un padre. Las personas de más alta categoría, tanto entre los extranjeros como
entre los indígenas, le consultaban en todo asunto difícil, y sus sabios consejos eran escuchados
como oráculo. Entre los soldados pudo promover un despertamiento espiritual muy considerable.
El rajah o príncipe de Tandjore, al morir le confió la educación de su hijo Serfoji, y la
administración de todos los asuntos públicos. Fué entonces cuando hizo cesar la horrenda
costumbre de quemar las viudas. Tan respetado era por los hindúes, que durante una guerra cruel
con los extranjeros, Hyder Alí dió órdenes terminantes para que no fuese molestado y que se le
diese toda clase de protección.
Con razón se ha dicho que Schwartz fué “uno de los misioneros más valerosos y activos que
apareció desde los días de los apóstoles”.
Después de la muerte de Schwartz, y bajo la direción inteligente de Guericke, el sur de la
India Presenció un avivamiento sin precedentes en esta parte del mundo. Aldeas enteras sacaban
los ídolos de sus templos y se congregaban para escuchar la palabra de Dios. Las costumbres
bárbaras eran dejadas y millares se convertían de las vanidades al Dios vivo y verdadero.
Entre los pieles rojas
Los puritanos que huyendo de la intolerancia en el Viejo Mundo fueron a establecerse en los
bosques y tierras vírgenes de la América del Norte, se encontraron frente a frente al problema
misionero. Pero es doloroso tener que decir que los indígenas no recibieron la atención de que
debieron ser objeto por parte de los colonizadores evangélicos. Al mismo tiempo es un placer
comprobar que el terrible mal de esta culpable negligencia fué aminorado por el cello y arduos
trabajos de algunos infatigables siervos de Dios.
Uno de los que más se distinguieron fué Juan Elliot, llamado con justicia el apóstol de los
indios. Nació en Inglaterra el año 1604, y a la edad de 17 años emigró a América junto con otros
puritanos. Nombrado pastor en Boxbury, al sur de Boston, ocupó el puesto por más de medio
siglo. Elliot reunía en sí todos los requisitos para ser un buen misionero: erudición profunda, fe
viva, y un celo incomparable por el adelanto del reino de Dios. Hombre provisto de una voluntad
de acero y de una perseverancia incansable, lo mismo que de un trato amable y cariñoso, veía
abrirse delante de él todas las puertas, y día a día se hacía más atractivo a los corazones que
quería ganar.
Conocía lo que significaba hacer la voluntad de Dios y buscaba en oración ser guiado por el
Espíritu en todos los actos de su vida.
Temprano se dió cuenta de que era su deber procurar la conversión de los indios, y entrando
en relación con ellos se dedicó al estudio de su lengua, la cual consiguió aprender tan
correctamente que los indios lo atribuían a un milagro del cielo.
En 1646 predicó su primer sermón a los pieles rojas; el primero que se oyó en ese idioma.
Atraídos por los sermones y trabajos de Elliot, muchos empezaron a dejar sus costumbres
paganas y a formar comunidades entre ellos para substraerse a la influencia de los indios que no
simpatizaban con el evangelio.
Acompañado por alguno de los caciques hizo largos y peligrosos viajes atravesando bosques
en los que jamás había puesto el pie un hombre blanco. La mayoría de los colonos se burlaban de
él, profetizando que su obra no daría resultados, pero nada pudo extinguir el fuego santo que
ardía en su corazón. En 1650 obtuvo del gobierno un territorio en el que fundó la colonia llamada
Natik, donde se reunió la mayoría de los indios evangelizados.
Animados por el éxito de Elliot, otros cristianos imitaron su ejemplo, y al cabo de algunos
años había catorce de estas comunidades que albergaban no menos de 4.000 indios.
En medio de sus múltiples ocupaciones, Elliot halló tiempo suficiente para hacer una
traducción completa de la Biblia al idioma algonquin. Para formarse una idea de lo difícil que era
este idioma basta recordar que la palabra catecismo se escribía así:
Kummogokdonattottammoctiteaongunnonash. (38 letras). Desaparecidas las tribus que
hablaron esta lengua, la Biblia, la gramática y los otros tratados, han pasado a la categoría de
curiosidades lingüísticas, pero cumplieron su misión dando el pan de vida a un pueblo que estaba
llamado a desaparecer ante el empuje de la civilización.
En los últimos años de su vida la enfermedad postró a Elliot en la inacción, pero nunca dejó
de orar por sus queridos indios e interesar a otros en la obra que él había iniciado.
Entre los que continuaron su obra, merecen especial mención Tomás Mayhew, cuya familia,
durante cinco generaciones, siguió la obra por espacio de 160 años, y la señora Bland, de quien
se dice que fué la primera misionera americana.
David Brainerd también ocupa un lugar importante entre los misioneros que trabajaron entre
los indios de la América del Norte. Jonatán Edwards, el eminente teólogo y rector de la
Universidad de Princetown, no pudo prestar mayor servicio a la causa de las misiones que el que
prestó escribiendo la vida de Brainerd. Pocos hombres hay cuya vida espiritual haya subido tan
alto como la de este hombre. J. A. Graham ha dicho de él: “Nunca hubo un hombre más muerto
al mundo o más lleno de aspiraciones por la gloria de Dios”. Su carrera fué corta pero gloriosa.
Sólo trabajó entre los indios el corto espacio de tres años, pero en este período hubo tales
manifestaciones del poder de Dios, que sólo fueron igualadas en los tiempos de los apóstoles. La
convicción del pecado y las conversiones instantáneas se manifestaban cada vez que dirigía la
palabra. Nunca tuvo una constitución robusta, pero siguió trabajando sin pensar en su flaqueza
hasta que el cansancio y la debilidad le vencieron. En 1774 falleció en la casa de Jonatán
Edwards, cuando sólo tenía treinta años de edad, los cuales los vivió según su programa:
“Agradar a Dios, darle todo a él, y consagrarse completamente a su gloria”.
Al hablar de la obra entre los indios de Norte América tenemos que mencionar a los
cuáqueros de Pensilvania. Hombres a quienes el credo les prohibe el uso de armas, se
consagraron a dominar a los indios por medio de la bondad, y Guillermo Penn estableció con
ellos un pacto, el cual, según dijo Voltaire, “nunca fué jurado ni nunca quebrantado”. Se dice que
no se conoce que un indio haya dado muerte a un cuáquero. De este modo pacífico muchos
fueron ganados al evangelio, y mientras los otros colonos que habían usado la violencia vivían
siempre expuestos, los cuáqueros disfrutaban de la sincera amistad de los indios.
Los Moravos
Los cristianos llamados moravos son el residuo que quedó de la obra de Juan Huss, quemado
vivo en 1415 por orden del Concilio de Constanza, después de varoniles y fructíferos trabajos
llevados a cabo en Bohemia. Sus discípulos fueron casi exterminados, pero los pocos que
quedaron después de andar errantes por diferentes lugares, encontraron al fin protección y asilo
en el conde de Zinzendorf, en Sajonia, donde fundaron, el año 1722, una aldea llamada Herrnhut.
En ningún otro grupo de cristianos ha sido tan pronunciado el celo misionero como entre los
moravos. Aun cuando son pocos en número y pobres en recursos, se hallan predicando el
evangelio en las cinco partes del mundo.
“Ni bien fundada Herrnhut —dice el historiador moravo E. A. Senft—, y antes de hallar su
organización definitiva, la colonia vino a ser el punto de partida de una actividad desplegada
hasta en los países más remotos”.
“El 21 de agosto de 1732, a las tres de la mañana, partieron los primeros misioneros de
Herrnhut para Santo Tomás (India). Eran Leonardo Dober, joven de veintiséis años, alemán, y
David Nitschmann, moravo, casado y padre de familia, que se privaba de los dulces lazos que le
ligaban a la patria.
“Así empezó la obra misionera de los moravos; grano de mostaza destinado a convertirse en
árbol.
“Desde entonces las salidas de los misioneros se hicieron frecuentes y atrevidas”.
El 19 de enero de 1733, Mateo Stach, Christian Stach y Christian David, emprendieron viaje
hacia Groenlandia.
El 19 de noviembre de 1734, un grupo de diez moravos fué a establecerse en la América del
Norte con el propósito en vista de evangelizar a los indios.
En 1735 los hermanos enarbolaron la bandera de Cristo en la Guayana Holandesa, América
del Sur.
En 1736 Georges Schmidt se presentó con la palabra de vida entre los hotentotes del Cabo de
Buena Esperanza.
En 1737 el moravo Huckhoff fué a la Guinea.
En 1738 Andrés Grassmann y Schneider fueron a unirse con Samayades en las costas del
Mar Glacial.
En 1739 Eller y David Nitschmann partieron para la isla de Ceylán.
¡Uno tras otro, ocho inmensos viajes! ¡Año tras año, una nueva empresa misionera!
En 1832, después de cien años de actividad misionera los moravos contaban con 41
estaciones, 40 mil paganos bautizados y 209 misioneros.
Cincuenta años después las cifras habían aumentado de este modo: 700 estaciones, 83.000
bautizados, 335 misioneros y 1.500 ayudantes indígenas.
La obra realizada por los moravos es uno de los grandes milagros de la historia. Es un
esfuerzo de titanes, llevado a cabo en medio de las condiciones más desfavorables. Para que los
cristianos tengan en ellos una demostración de lo que es posible hacer cuando se disponen al
sacrificio, Dios en su alta sabiduría quiso que esta pequeña denominación, escasa de hombres y
pobre de recursos, plantase el estandarte de la cruz en todas las latitudes del planeta,
demostrando a la vez que no hay puertas cerradas para los hombres de fe, y que no hay pueblo
alguno para el cual el evangelio no sea el poder de Dios para dar salvación.
Si la pequeña aldea de Herrnhut pudo enviar más de 2.000 misioneros en 180 años, ¿cuántos
hubieran podido enviar los millones de cristianos de todo el mundo?
Según datos recientes, resulta que los moravos poseen un misionero a razón de cada 25
miembros. ¿No es esto un milagro?
¡Honor a los nobles misioneros moravos, cuyos heroicos trabajos constituyen una elocuente
lección que Dios ha querido dar a su pueblo de todos los países del mundo!
2

IV
LA INDIA
Un vasto campo

LA India es un mundo en sí misma. Tiene no menos de 300.000.000 de habitantes,


sumidos en todas las formas de superstición y paganismo. En tiempos remotos hubo allí una
preponderante civilización, pero las guerras continuas, las grandes pestilencias y los lamentables
frutos de sus varios sistemas éticos, concluyeron casi con todo, dejando solamente un pobre
recuerdo y pálidas señales de una época más feliz.
Aun cuando en algunas partes del territorio prevalecen el budismo y el mahometismo, la
religión que cuenta con mayor número de adherentes es el brahmanismo, que admite la
existencia de tres dioses: Brahma, el dios creador; Vichnú, el dios conservador; Siva, el dios
destructor. A éstas hay que añadir otras divinidades subalternas representadas por figuras
ridículas o espantosas que reciben el homenaje de millones de adoradores. Los templos o
pagodas de este culto son de una magnificencia extraordinaria.
Los hindúes están divididos en castas que no se mezclan jamás entre sí. La principal es la de
los brahmanes, quienes ocupan los cargos de sacerdotes, y de abogados, maestros, y ministros
del estado. Vienen después los kchattryas, quienes componen el ejército, incluyendo a los reyes y
príncipes. Sigue la casta de los vaicyas, compuesta por los labradores y comerciantes. La de los
sudras se dedica a las artes. Finalmente están los parias, hombres juzgados indignos de formar
una casta, a quienes no se les permite entrar en los templos o pagodas. Viven sumergidos en la
más espantosa miseria, habitando chozas pobrísimas, distantes de los poblaciones. Estas
divisiones constituyen uno de los grandes obstáculos que tiene que vencer la propagación del
evangelio.
Los hindúes creen en la transmigración de las almas, esperando que después de la muerte
volverán al mundo otra vez a reencarnarse en nuevos seres humanos, o en animales.
La superstición llega entre ellos al más alto grado. Algunos, para aplacar la ira de los dioses,
se precipitan en los ríos con enormes piedras atadas al cuello; otros se entierran vivos; otros se
echan debajo de las ruedas de los carros que conducen dioses en las procesiones religiosas; otros
se ponen carbones encendidos sobre la cabeza, y así infinidad de formas de castigo.
La costumbre horrenda de quemar a las viudas sobre las tumbas de los maridos ha
desaparecido bajo la influencia del cristianismo y de la civilización.
2Varetto, J. C. (1984). Héroes y mártires de la obra misionera Desde los apóstoles hasta nuestros Días
(22). Buenos Aires, Argentina: Junta de Publicaciones de la Convencion Evangelica Bautista.
El casamiento se efectúa generalmente en la niñez y debido a esto hay miles y miles de
viudas menores de ocho años, las cuales, según las costumbres, quedan destinadas a ser para
siempre víctimas de toda suerte de infortunios.
El respeto a los animales entra en los dogmas de la religión, pues creen que albergan las
almas de los difuntos. No se sirven de ellos para la alimentación, y viven puramente de alimentos
vegetales. La vaca es un animal sagrado.
Creen que las aguas del río Ganges son sagradas, y se bañan en él creyendo que así se
purifican de sus pecados.
Tales son algunas de los costumbres y creencias del vasto campo de labor, que desde tiempos
remotos ha estado invitando a los misioneros cristianos.

Un fakir de la India haciendo penitencia

Guillermo Carey
Con Guillermo Carey empieza una nueva era en la historia de las misiones.
Nació en Paulerspury, Inglaterra, en 1761. Sus padres eran de condición humilde, pero no por
esto fueron negligentes en lo que toca a la educación y enseñanza de su hijo. A la edad de 14
años entró a aprender el oficio de zapatero, ocupación en la que pasó varios años en su juventud.
Cuando tenía 17 años pasó por una profunda crisis espiritual, y desde entonces aparece militando
entre los bautistas. Al morir su patrón, se casó con una hermana de éste, heredera del negocio,
una joven sin educación que nunca pudo compartir las nobles aspiraciones del futuro héroe, y
quien fué para él una verdadera “espina en la carne” durante toda su brillante carrera.
Hombre enfermizo y débil, le vemos siempre en la mayor pobreza, luchando con dificultades
de todo género, pero jamás vencido por ellas. Sus compañeros decían de él: “Lo que Carey
empieza, siempre lo termina”.
Después de su conversión empezó a predicar con mucho éxito, y en 1785 fué elegido pastor
de la iglesia bautista de Olney, con el módico sueldo de 15 libras anuales, lo que no le bastaba
para cubrir las necesidades más apremiantes de la vida, y lo que le obligaba a seguir con su
oficio de zapatero, a la vez que pastor.
Las paredes de su humilde cuarto estaban llenas de mapas dibujados por su propia mano,
mostrando el estado religioso del mundo, y de ese modo tenía siempre presente las necesidades
espirituales del género humano. En los cultos públicos se le oía siempre orar por los paganos.
Cuando Carey empezó a hacer manifiesto su deseo de llevar el evangelio a otros pueblos,
todos empezaron a sonreírse de sus ideas, y aun algunos de los que más tarde fueron sus más
fuertes colaboradores se atrevieron a llamarle “un pobre iluso”. Pero Carey, sin preocuparse de lo
que pensaban los hombres, seguía mirando al Señor, seguro de que algún día serían oídas sus
fervorosas plegarias. La asociación de pastores de Northampton había organizado una reunión
mensual de oración para pedir a Dios un derramamiento del Espíritu Santo sobre su pueblo, y la
extensión del evangelio hasta las más lejanas partes del mundo habitado.
Un día Carey se aventuró a presentar el asunto de las misiones, preguntando si el
mandamiento de ir a predicar a todas las naciones había sido dado sólo a los apóstoles o si era
dado igualmente a todos los cristianos, y para todas las épocas.
Al oír estas palabras, Ryland, que presidía la reunión, se levantó y dijo:
“Siéntate, joven. Si es la voluntad de Dios convertir a los paganos, lo hará sin tu concurso y
sin el mío.”
Tan ajena les era la idea misionera, que Fuller, un pastor eminente que se hallaba en la
reunión, apoyó a Ryland, poniéndose en contra de Carey.
Pero nuestro valiente campeón no se dejó vencer por la oposición e indiferencia que halló
entre los cristianos. La obra era de Dios, y tenía que salir victoriosa a pesar de los hombres.
De su pobreza Carey pudo economizar lo suficiente para imprimir un folleto destinado a
despertar el sentimiento de los cristianos en favor de su gigantesca empresa. Ayudado por los
primeros amigos, el folleto pudo aparecer, el cual tenía por título: Una investigación sobre el
deber de los cristianos tocante a los medios que deben usar para la conversión de los paganos.
Donde se demuestra el estado religioso de las diferentes naciones del mundo, y el éxito de las
empresas llevadas a cabo. El opúsculo terminaba con un llamamiento para que cada creyente
destinase un penique por semana como donación a esta obra, y para que hiciesen de este asunto
el objeto de sus oraciones.
En 1789 Carey pasó a ocupar el pastorado de la iglesia de Leicester. Allí continuó insistiendo
sobre el asunto que llenaba su mente y su corazón. La indiferencia no le desanimaba, y mirando
el futuro por la fe, lo veía lleno de esplendores y promesas.
Una vez en que la Asociación se reunió en Nottingham, el año 1792, ocasión cuando Carey
tenía que predicar, presentó a sus colegas el asunto de las misiones, tomando como texto de su
discurso Isaías, 54:2, 3: “Ensancha el sitio de tu cabaña, y las cortinas de tus tiendas sean
extendidas; no seas escasa, alarga tus cuerdas, y fortifica tus estacas. Porque a la mano derecha y
a la mano izquierda has de crecer: y tu simiente heredará gentes, y habitarán las ciudades
asoladas”.
La elección de este texto revela que Carey estaba lleno de optimismo cristiano, alimentado
por una robusta fe y una visión del porvenir.
El sermón fué notable. Al desarrollarlo lo presentó bajo estos puntos principales:
“Esperad grandes cosas de Dios”;
“Emprended grandes cosas para Dios”.
Palabras éstas que son hoy un aforismo clásico en el mundo cristiano, y que han servido para
animar a más de un corazón en los momentos arduos del combate.
Los resultados del sermón no se dejaron esperar. En esa misma ocasión se resolvió que en la
próxima reunión de la Asociación se trataría de dejar organizada una Sociedad Misionera
Bautista.
El 2 de octubre de 1792 se reunió la Asociación en Kettering, y ese día nació la primera
sociedad misionera de los tiempos actuales, iniciándose una colecta que produjo trece libras, dos
chelines y seis peniques. Fué así como un grupo de cristianos pobres daba el primer paso en una
jornada que estaba destinada a ser tan larga como brillante.
La Sociedad tenía que justificar su existencia iniciando algún trabajo.
En este tiempo un médico llamado Thomas procuró interesar a la Sociedad en la India, país
donde había residido y sobre el cual podía dar toda clase de informes.
En una reunión del comité, Fuller, el secretario, leyó un informe del Dr. Thomas, en el cual
pedía que la India fuese elegida para iniciar las operaciones. Después de la lectura, dijo: “Hay
una mina de oro en la India, pero parece hallarse en el centro de la tierra; ¿quién se anima a
explorarla? Carey respondió “Yo me animo a bajar, pero recordad que vosotros tenéis que
sostener las sogas”. Con este dicho, hoy célebre entre los hombres de misiones, Carey quiso
decirles que debían encargarse del sostén pecuniario de la obra que iban a empezar.
Cuando Carey anunció a la congregación de la cual era pastor que había resuelto dejarlos,
todos se mostraron desconformes con el giro que había tomado el asunto misionero. Les causaba
pena verse privados del cuidado pastoral y enseñanza de un hombre tan ferviente y preparado.
Por fin reflexionaron y dijeron: “Hemos estado orando por la propagación del evangelio entre los
paganos, y ahora Dios nos pide que hagamos el primer sacrificio”.
Después de muchas dificultades para lograr embarcarse, el 13 de junio de 1793, Carey, su
disgustada esposa, sus hijos, y el Dr. Thomas, emprendieron el largo viaje a las misteriosas
tierras de los brahmanes. Desde el Océano escribió estas palabras, las cuales demuestran la
potencia del telescopio espiritual con que Carey miraba el porvenir, lejano pero brillante, de la
causa misionera.
“Espero que la Sociedad prosperará, para que las multitudes de paganos puedan oír las
palabras de verdad. Africa no está tan lejos de Inglaterra, Madagascar tampoco; la América del
Sur y todas las islas pequeñas y grandes de los mares de la India y de la China, quiero creerlo, no
serán descuidadas.”
Estas palabras escribía Carey a una Sociedad que apenas había podido reunir lo necesario
para pagar su pasaje. Él sabía lo que significaba esperar “grandes cosas de Dios”. Los deseos de
Carey fueron cumplidos, pues el desarrollo gigantesco de la Sociedad le permitió llevar el
evangelio a todas partes del mundo.
Carey llegó a Calcuta el 10 de noviembre de 1793, después de cinco largos meses de
navegación en buque a vela, la única clase que existía en aquella época. Allí dió principio a la
obra que iba a continuar durante 41 años sin interrupción ni descanso. Los primeros seis años
fueron de duras pruebas y grandes desengaños. Por algún tiempo él y su familia estaban
literalmente sufriendo hambre. No tenía con qué pagar el alquiler de la choza que alquilaba a un
hindú. Procuró combinar el trabajo de misionero con el de plantador, pero el ensayo no dió
resultados, y tuvo que abandonarlo por impracticable. Pero en medio de todas estas pruebas
había en él suficiente fe para poder legarnos estas preciosas palabras:
“A pesar de todo, Dios está conmigo. Su palabra es la verdad segura; y aunque las
supersticiones del paganismo fuesen mil veces peor que lo que son; aun cuando me encontrase
abandonado por los míos y perseguido por todos, mi esperanza, fundada en la palabra de Dios,
permanecerá por encima de todos los obstáculos, y triunfará de todas las pruebas. La causa de
Dios triunfará y yo saldré de estas angustias como el oro purificado por el fuego”.
Durante este tiempo Carey trabajaba arduamente para aprender el idioma. Su talento para la
lingüística le ayudó grandemente en esta tarea. Cuando pudo hacerse entender empezó a anunciar
el evangelio, pero no veía ningún resultado de sus trabajos. Parecía que la mente hindú no podía
compenetrarse de la verdad de Dios. Carey no desmayaba.
Su situación pecuniaria mejoró cuando pudo lograr un buen empleo como director de una
plantación y fábrica de añil. Cuando tomó este trabajo avisó a sus hermanos de Inglaterra que no
necesitaba más recursos materiales. Algunos creyeron que al tomar el empleo abandonaba sus
empresas misioneras, pero tal pensamiento estaba muy lejos de él.
Las autoridades coloniales siempre se mostraron hostiles a la propagación del evangelio, y
esto obligó a Carey a buscar otro campo de trabajo, dentro de la India siempre, donde pudiese
tener más libertad de acción.
Junto con otros misioneros enviados de Inglaterra; Marshman, el maestro de escuela, y Ward
el impresor y periodista, Carey se estableció en Serampore, bajo la protección del pabellón
dinamarqués. Los tres misioneros con sus respectivas familias vivían juntos, y después de pagar
los gastos de mantenimiento ponían aparte todo lo restante de las entradas para el sostén de la
causa que les había llevado a esas tierras.
Tanto las escuelas como la imprenta tuvieron un éxito asombroso. La predicación atrajo
algunas almas al Señor, pero fué sólo después de siete años de trabajos cuando pudieron ver el
primer fruto con la conversión y bautismo de Krishnu Pal, un hindú carpintero de oficio.
El 28 de diciembre de 1800 tuvo lugar su bautismo en presencia de numerosos europeos,
hindúes y mahometanos. El gobernador danés que presenció el acto derramó lágrimas de gozo.
Por la tarde se celebró la cena del Señor sentándose Krishnu con los otros hermanos.
Pronto siguieron otros bautismos, entre otros el de un portugués llamado Ignacio Fernández,
quien continuó por muchos años cooperando fielmente con los misioneros, tanto con su
testimonio personal como con sus trabajos y sus bienes. Como dominaba perfectamente el
bengalí y el hindustani, resolvió consagrarse a la predicación y actuó de pastor en Dinagepore,
lugar lejano donde fundó varias escuelas para pobres.
Fuera de toda duda, la obra más importante llevada a cabo en Serampore fué la traducción e
impresión de numerosas versiones de la Biblia. En 1801 el primer ejemplar del Nuevo
Testamento en bengalí fué colocado sobre la mesa de la comunión, ofreciéndose a Dios un culto
en acción de gracias por la terminación de este importante trabajo. Desde ese día, de tiempo en
tiempo, salía de la imprenta de la misión una traducción parcial o completa de la Biblia, hasta
llegar el número a cuarenta diferentes lenguas y dialectos de la India, China y regiones centrales
del Asia, habiéndose empleado en esto la suma de 80.143 libras esterlinas. Era una obra de
Hércules que requería una gran consagración y un profundo saber, de la cual Carey era el factor
principal.
Cuando Lord Wellesley fundó en Calcuta un colegio para enseñar a los ingleses empleados
del gobierno las lenguas de la India, no había otro hombre capaz de enseñar el bengalí mejor que
el ex–zapatero Carey. Aunque lo tenían por un sectario, y aunque declaró que no aceptaría
ningún puesto que le impidiese continuar como misionero, Lord Wellesley lo nombró profesor
de bengalí con un sueldo de 1.800 libras anuales. Al mismo tiempo el misionero Marshman
sacaba de sus escuelas de pupilos una utilidad de más de 1.000 libras anuales. Como se ve, los
misioneros habían mejorado mucho su situación pecuniaria, pero lo más bello de todo esto es que
no cambiaron su manera humilde de vivir, lo que les permitió contribuir con más de 90.000
libras a los gastos de la misión.
Carey había estudiado a fondo el sánscrito, lengua sagrada del Indostán, y esto le permitió
efectuar algunos trabajos de gran valor literario, entre otros una traducción de la “Ramayana”,
epopeya en la que se refieren las leyendas del dios Rama, y la “Mahabarata”, grandiosa epopeya
sánscrita del siglo XVI antes de Cristo, donde se cantan las guerras de los baratidas por
conquistar el trono de Hastinapura. También tradujo del chino algunos escritas de Confucio.
La misión de Serampore extendió sus ramificaciones a otros puntos del inmenso campo
hindú. Los colegios prosperaron. La imprenta seguía prestando importantes servicios a la causa
del evangelio y de la civilización. La obra llegó a tener 33 estaciones misioneras, 126 escuelas de
varones, 27 escuelas de mujeres, y el importante Colegio de Estudios Superiores de Serampore,
el cual fué convertido en Universidad.
En 1834 Carey pasó a mejor vida rodeado del cariño y la admiración de todos, dejando tras
de sí un luminoso derrotero lleno de ejemplos saludables y dignos de ser imitados por todos los
que quieren caminar en la vía del Señor.
Despertamiento misionero
Volvamos por un momento nuestras miradas hacia el mundo evangélico, para ver la marcha
del interés en la obra misionera.
Los bautistas eran sólo una denominación pequeña en Inglaterra, y la sociedad que habían
fundado apareció en una ciudad de poca importancia. Pero el paso atrevido que habían dado, y el
opúsculo publicado por Carey, seguían despertando interés.
El Dr. David Bogue empezó a publicar una revista muy oportuna con el fin de crear amigos a
la causa tan simpática de la evangelización del mundo.
Cuando llegó la primera carta de Carey, catorce meses después de su salida de Inglaterra,
Bogue resolvió no esperar más y poner en seguida manos a la obra, porque no era posible que
esta magna empresa fuese el monopolio de una sola denominación, y publicó un llamamiento a
los “disidentes que practican el bautismo de párvulos” con el objeto de formar una sociedad que
mandase unos 20 ó 30 misioneros por lo menos.
El efecto del llamamiento de Bogue sorprendió aún a los más optimistas. Se recibieron
contribuciones numerosas y considerables. Un pastor anglicano llamado Haweis ofreció su
concurso y convocó una asamblea para tomar una resolución definitiva. En 1795, más de 200
pastores de varias denominaciones respondieron a la llamada reuniéndose en Londres con tan
noble fin. Fué una nueva Pentecostés en la que se reunieron para orar y trabajar muchos de los
que antes habían permanecido alejados. Allí nació la Sociedad Misionera de Londres, institución
llamada a desempeñar un papel muy importante en el desarrollo de la obra misionera. El fuego
encendido en Londres se propagó por todo el reino y nuevas sociedades se formaron en Glasgow
y Edimburgo, y de todas las ciudades y pueblos llegaban contribuciones y palabras de aliento a
los protagonistas del movimiento.
En Alemania también se hizo sentir la influencia del despertamiento de Inglaterra y se
organizaron muchos círculos de oración para cooperar en esta obra.
En Holanda se organizó la Sociedad Holandesa de Misiones.
En la América del Norte muchos sintieron que había llegado la hora de hacer algo en el
mismo sentido y empezaron ayudando a sus hermanos del Viejo Mundo hasta que les fuese
posible trabajar por ellos mismos. Fué Samuel Mills el que dió la señal y pronto quedó
organizado el Comité Americano para Misiones
Extranjeras. Un senador objetó que se proponían exportar la religión cuando no había
suficiente en el. País. Recibió esta sabia respuesta: “La religión es un artículo que cuanto más se
exporta más se exporta más se posee en el país exportador”.
Alejandro Duff
Volvamos de nuevo a la India.
El hombre más eminente entre los misioneros que fueron a la India en el siglo XIX, fué el Dr.
Alejandro Duff, un digno sucesor de Schwartz y de Carey.
Nació en las partes montañosas de Escocia en 1806; siendo sus padres rústicos pero nobles
campesinos. Desde su tierna infancia sintió la voz de lo alto que le decía: “Ven a mí, que yo
tengo una tarea especial para confiarte”. Este llamamiento decidió el rumbo de su carrera. En la
Universidad de San Andrés ganaba siempre los primeros premios y compensaciones. En los días
en que el predicador Chalmers llamaba tanto la atención por su arrebatadora elocuencia, era Duff
un joven de los más asiduos oidores y admiradores de ese príncipe de la palabra. Junto con otros
dos jóvenes fundó una Sociedad Misionera entre los estudiantes. Uno de ellos, su íntimo amigo,
fué a la India, donde murió poco tiempo después de su llegada. Duff al recibir la dolorosa noticia
resolvió ir a ocupar el puesto dejado vacante por su amigo. Ofreciósus servicios a la Iglesia
Escocesa y siendo aceptado, se embarcó para la India. Su viaje estuvo lleno de dificultades.
Cuando los hindúes supieron que habiá escapado de dos naufragios, algunos de ellos dijeron:
“Ciertamente este hombre es uno de los favorecidos por los dioses, y portador de una obra
importante a realizarse entre nosotros”.
Duff inició en seguida sus trabajos, y tuvo gran alegría cuando supo que el venerable Carey
le prestaba su apoyo moral aprobando sus planes, los cuales consistían en la creación de
institutos destinados a enseñar el inglés, lengua que estaban obligados a estudiar los hindúes que
aspiraban a conservar influencia y contacto con los dominadores del territorio. De este modo
Duff quería abrirse un camino hacia las clases más encumbradas. Al año siguiente de su llegada
abrió su escuela con cinco alumnos. Al fin de la primera semana había más de 300 pidiendo
entrada. Con el tiempo llegó a tener más de 1000. De esta manera al mismo tiempo que enseñaba
el inglés, iba ganando influencia entre la juventud y les enseñaba el cristianismo. Algunos de los
que llegaron a dirigir los destinos del pueblo fueron ganados a Cristo. Entre otros es digno de
especial mención Ram Mohan Roi.
Este hombre notable, nacido en 1774, pertenecía a la más alta aristocracia de los brahmanes.
Ya bajo la influencia de Carey había roto con el paganismo. Debido a su genio e intelectualidad
ha sido llamado el Erasmo de la India. Conociendo perfectamente el inglés se puso a estudiar la
Biblia. En 1814 fundó una sociedad para “servir al Dios supremo, único y eterno”. El simple
título que la sociedad adoptó demostraba que la ruptura con el brahmanismo era radical. Ram
Mohan Roi recibió a Duff con grandes demostraciones de aprecio y le ayudó efizcamente
procurándole locales para sus escuelas y trayéndole discípulos de las familias más pudientes.
La capacidad intelectual de Duff le permitió llevar a cabo una obra colosal. Estaba en
constante trato con los primeros pensadores del país y sostenía frecuentes discusiones con los
jefes del brahmanismo. Cuando dos jóvenes influyentes hicieron pública profesión del
cristianismo, la gente se alarmó y las clases quedaron desiertas, pero poco a poco fueron
volviendo y el número de creyentes creció a la par que las escuelas.
Varios príncipes hindúes vinieron del interior para conocer a Duff y sus instituciones.
Cuando en 1864 la falta de salud le obligó a ausentarse a su país natal, todos sin distinción de
casta ni religión, lamentaron su partida, ocasión en que le hicieron grandes demostraciones de
aprecio y de simpatía.
A pesar de sus pocas fuerzas físicas, hizo en Inglaterra una obra importante como profesor en
los colegios dedicados a preparar misioneros. En esta capacidad trabajó once años. Murió el año
1878.
Adoniram Judson
Lo que Carey es para los ingleses es Judson para los americanos. Su vida es, tal vez, la más
romántica que figura en los anales misioneros.
Nació en Malden, estado de Massachusetts, Estados Unidos, el 9 de agosto de 1788. Siendo
sus padres sinceros y activos cristianos, Adoniram Judson tuvo el privilegio de criarse en un
ambiente saturado con la sana atmósfera del evangelio.
Preveían sus padres que Adoniram estaba llamado a realizar una gran obra en el mundo, y
este presentimiento les animaba a hacer toda clase de sacrificios para proporcionarle una buena
educación. Poseído de una inteligencia poderosa y la mejor buena voluntad, iba subiendo
peldaño tras peldaño la escala de sus estudios en la Universidad de Brown, aventajando siempre
aún a sus mejores condiscípulos.
Pero Judson, aunque vivía en un hogar piadoso y creía mentalmente en el cristianismo, no
había pasado por la experiencia que llamamos nuevo nacimiento. En la Universidad se relacionó
con un joven que profesaba ideas racionalistas, el cual lo arrastró en la corriente de la
incredulidad, y de ahí al pecado, causando con esto gran amargura a sus cristianos padres.
Pero un incidente malo vino a curarle del mal de la incredulidad y prepararle para una
cercana conversión: estaba haciendo un viaje por el campo y llegó a una posada en busca de
albergue. El posadero le dijo que la casa estaba llena y que la única cama que podía ofrecerle
estaba en un cuarto situado al lado de otro donde se encontraba un joven gravemente enfermo,
que se quejaba mucho, y que por eso no podría dormir. Como no había otra cama, Judson no
tuvo más remedio que aceptarla, a pesar del inconveniente ya señalado.
Pasó una noche terrible pues los quejidos del moribundo se oían distintamente. Judson se
puso a reflexionar sobre la enfermedad y la muerte. Se acordaba de su amigo el incrédulo E., y
de las nuevas teorías que había aceptado, las cuales poco alivio le daban en presencia de los
serios problemas que surgen ante la idea de un juicio inminente.
Cuando pensaba que ese joven iba a morir, se preguntaba a sí mismo: “¿Será él un cristiano
que pueda hacer frente con calma a la muerte que le espera? ¿El joven E., que me inició en la
incredulidad, qué haría en presencia de este moribundo? ¿Tendría una palabra de consuelo que
ofrecerle?”
Tarde en la noche cesaron los quejidos del enfermo.
Al aclarar, Judson se levantó y su primera tarea fué averiguar el estado del enfermo.
—¡Ha muerto! —le respondió el posadero—. ¡Pobre joven! ¿Lo conocía usted?
—¿Quién es? ¿Cómo se llama? —preguntó Judson.
—Es un joven llamado E., del Colegio de Providencia.
Judson quedó estupefacto. El que acababa de morir era el mismo joven E. que le había hecho
dudar de las verdades del cristianismo, y en quien había estado pensando toda la noche. Desde
ese momento un pensamiento atroz se apoderó de su mente, y resonaban sin cesar en sus oídos
estas angustiosas palabras: “¡Muerto! ¡Perdido! ¡Perdido!”
Este incidente le convenció de lo poco que valen las vanidosas ideas de la incredulidad en los
trances agudos de la vida, pero sólo después de algunos años, en 1809, fué convertido al Señor e
ingresó como miembro de la iglesia de la cual su padre era pastor.
Poco tiempo después de su conversión sintióse llamado por Dios a la obra misionera. La
mayor dificultad con que tropezó era la falta de una sociedad misionera o alguna iglesia que
pudiese encargarse de su sostén. Para vencer este gran inconveniente, Judson y algunos otros
fundaron la Junta Americana de Comisionados, la cual ha efectuado por todo el mundo una obra
de vastísimas proporciones.
Cuando desaparecieron los inconvenientes que se oponían a la realización de su plan, se
embarcó para la India junto con otros misioneros americanos, llegando después de cuatro meses
de viaje.
Al llegar a la India, Judson había cambiado su manera de pensar sobre el bautismo y se
desligó de la Junta Americana de Comisionados y apeló a los bautistas americanos, quienes
resolvieron sostenerle y organizarse con el fin de tomar parte en la conquista del mundo. De este
modo Judson vino a ser el hombre que diós origen a dos grandes organizaciones misioneras.
Las dificultades que hallaron en Calcuta le hicieron pensar en la elección de un nuevo campo
de labor. Decidióse ir a Birmania, uno de los imperios autónomos de la India, donde prevalece la
religión de Buda.
Establecidos en la ciudad de Rangoon, empezó a estudiar asiduamente el idioma de los
birmanos, tarea en la que tuvo gran éxito, pues llegó a dominarlo como el más aventajado
lingüista del país.
Se dice que cuando Carey se encontró con Judson, dijo: “Yo espero poco de estos
americanos”. Poco sospechaba el ex–zapatero que dentro del cuerpo diminuto y demacrado del
joven americano había un alma tan grande y un corazón tan noble.
Los primeros trabajos en Rangoon no daban resultado. Los bautistas americanos empezaban
a cansarse de mandar continuamente fondos sin recibir noticias alentadoras de triunfos y
conquistas. Le escribieron que cambiase de lugar, pero Judson rehusó hacerlo. “Si alguno me
pregunta, escribía, qué intuición me hace creer en el triunfo final, mi respuesta será: “Dios es
Todopoderoso y fiel a su palabra. Que los que no tienen esta seguridad me dejen seguir mi
tentativa. Si vivimos 20 ó 30 años más, ese escéptico podrá recibir mejores noticias que ahora”.
Algunos, sin embargo, se convirtieron y pudo organizarse una pequeña iglesia en Rangoon.
La predicación atraía siempre algunos oyentes y el fiel misionero quedaba firme en su dificultoso
puesto de combate.
Cuando las cosas empezaban a tomar un aspecto más favorable, murió el emperador, hombre
de tendencias liberales, y subió al trono un fanático budista, acérrimo defensor de los sacerdotes
y monjes de ese culto, y esto dió bríos a las autoridades paganas de Rangoon para dificultar la
obra del evangelio. Uno de los interesados fué citado ante las autoridades a causa de sus nuevas
ideas religiosas, y como el simple hecho de asistir a una reunión evangélica constituía un delito
punible por la justicia, la gente empezó a retirarse de los cultos hasta quedar el local
completamente desierto. Judson comprendió que no valía la pena continuar en aquellas
condiciones, pues, había llegado el caso de que era imposible entablar trato o conversación con
alguno de los habitantes. Aquello tenía que cambiar o había que abandonar el campo. ¿Qué
hacer? Junto con otro misionero llamado Colman resolvió dirigirse a Ava, la capital del imperio,
para gestionar ante el fanático emperador el permiso de celebrar cultos y predicar.
Después de largas y fastidiosas tramitaciones, yendo de la casa de un funcionario a otro, de
este ministro a aquél, esperando medio día a uno y medio día a otro, volviendo mañana por no
poder ser recibido hoy, pidiendo una recomendación aquí y otra allí, lograron ser introducidos al
emperador. No bien le presentaron su pedido, éste con un gesto despreciativo y dos palabras
negativas, los despidió de su presencia. Todo estaba perdido. No brillaba en el horizonte ni un
solo rayo de luz. Judson estaba convencido de que era inútil hacer nuevas tentativas. El budismo
se mostraba inclemente y duro. Birmania estaba herméticamente cerrada. No había más remedio
que abandonar la empresa, dando por perdidos los trabajos llevados a cabo hasta entonces. Sólo
el corazón de Judson era el que no se conformaba con la idea de una retirada tan triste. Por
encima de las adversas circunstancias estaba el alma del creyente. Razón tuvo Pascal cuando dijo
que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Mientras tanto, Judson y los otros misioneros quedaban en la inacción; perdiendo tiempo,
habrán dicho algunos.
De pronto se dejó ver un rayo de luz en el oscuro cielo de Birmania. El fanático emperador se
enfermó gravemente de la vista, y habiendo oído de la fama del médico cristiano Dr. Price,
resolvió solicitar sus servicios. El Dr. Price no entendía el idioma de los birmanes y Judson fué
llamado para actuar como intérprete. Esto le permitió–entablar relaciones con algunos altos
funcionarios del estado, y realizándose un verdadero milagro, el mismo emperador lo invitó a
que se estableciese en Ava, facilitándole un terreno para que edificase un local en el que podría
enseñar su religión, según se expresaba el monarca. Era evidente que la mano de Dios estaba allí.
Entonces resolvió ausentarse de Rangoon, dejando la pequeña iglesia al cuidado de otros
misioneros, y dedicarse a trabajar en Ava, la capital, bajo la simpatía y protección de los
influyentes amigos que había conseguido.
En Ava, sin embargo, le esperaban días amargos. Llegó el año 1824, precisamente cuando
estallaba la guerra entre Birmania e Inglaterra. Un odio a muerte contra los extranjeros reinaba
en el país, y mayormente contra él, a quien creían inglés, a causa del idioma. El emperador y
altos funcionarios que le habían mostrado tanta bondad, cuando hizo su segunda visita a la
capital, le dieron las espaldas y se encontró abandonado de todos, en tiempo de guerra y privado
de toda comunicación con el mundo exterior.
Para colmo de todo, se dió orden de encarcelar a los extranjeros, y entre éstos al noble
misionero. En diferentes lugares y cárceles permaneció veintiún meses, donde tuvo que pasar por
sufrimientos imposibles de narrar.
Fué durante este tiempo de amarguras que su esposa demostró hasta qué punto llega el
heroísmo de una mujer consagrada a sus deberes, y hasta dónde puede llegar el sufrimiento de la
persona a quien el Señor sostiene con su gracia. Era la única mujer de raza blanca que había en
Ava, la primera que había sido vista en esta ciudad. Durante la prisión de su esposo al que le
permitían ver a veces, se consagró a aliviarlo de sus penas. ¡Quién puede imaginar cuán fuertes
eran los latidos de su corazón cuando lo veía a través de las rejas de una cárcel, arrastrando las
cadenas de un criminal! Pero todo lo podía por Cristo que la fortalecía Fué ella un verdadero
ángel, no sólo para su esposo, sino para todos los extranjeros que se hallaban en las mismas
circunstancias. Dominaba perfectamente el idioma de los birmanes, y debido a su serenidad de
ánimo imponía respeto dondequiera que se presentaba. Podía caminar segura en las calles de una
ciudad hostil, provocando la admiración de cuantos la veían. Andaba constantemente tramitando
la libertad de su compañero en la vida, y en muchos casos logró aliviarlo de los malos
tratamientos que recibía. Se presentaba a las esposas de los gobernantes, cuyos corazones
ganaba, las cuales a su vez, defendían la causa de Judson. Birmania es el país, en Oriente, donde
las mujeres disfrutan de más derechos.
La forma como fué preservado, durante ese tiempo, el manuscrito de la Biblia birmana, es un
hecho más extraño que un romance. Su señora lo había enterrado, pero como la prisión se
prolongaba, temiendo que el papel se destruyese, lo desenterró. No sabía donde esconderlo, pues
ni en su casa ni en parte alguna estaba seguro. Resolvió hacer una almohada para su esposo, y
durante siete meses la cabeza del cautivo descansó sobre el precioso manuscrito, fruto de tantos
desvelos. Un día se encontró con que le habían robado la almohada que guardaba tan rico tesoro.
La señora empezó la pesquisa, y con tanta habilidad como un Sherlock Holmes, descubrió al
soldado ladrón. Hizo entonces una almohada blanda y linda la cual ofreció al soldado en cambio
de la dura y fea que contenía el manuscrito. El soldado no tuvo inconveniente en efectuar el
canje. Era como el gallo de la fábula, que cambiaba una perla por un grano de maíz. Pero poco
tiempo después Judson fué trasladado a otra prisión más lejana y no le permitieron llevar la
preciosa almohada, la cual fué arrojada a la basura del patio de la cárcel. Allí fué hallada por uno
de los convertidos, el cual la llevó a su casa como recuerdo del querido maestro que le había
enseñado a vivir en el camino de Dios.
Mucho tiempo después, cuando Judson estaba libre, encontró la almohada en casa del
convertido, y halló que el manuscrito estaba en perfecto estado.
Los ingleses ganaron la guerra, y Judson fué sacado de la cárcel para actuar como intérprete
en las negociaciones de paz. Él y su esposa fueron recibidos con grandes honores en el
campamento vencedor, y desde entonces aparece entre los grandes del mundo. Su misión no fué
sólo la de un intérprete, sino la de un pacificador y mediador. Logró ser querido y respetado por
ambos bandos. Hecha la paz, Judson se apronta para volver a su misión, contando con una
madura experiencia, el idioma bien dominado, y la libertad religiosa asegurada por los
vencedores.
Entonces le fueron propuestos altos empleos que rehusó, porque había ido a la India para
predicar el evangelio y no para ganar dinero. Los del mundo le creyeron un fanático. El dinero
que ganó como intérprete lo entregó íntegro a la misión. No quiso tampoco dedicarse a trabajos
literarios. Él era el único hombre capaz de traducir la rara literatura de Birmania y muchas veces
recibió ofertas tentadoras para que hiciese ese trabajo, pero siempre las rehusó. El tiempo no le
bastaba para dedicarse al bien de las almas.
Diferente de otros misioneros, no confiaba en las escuelas como medio de evangelización.
Prefería el trabajo que él llamaba de “viva voce”. No hay duda de que debió su éxito a este
método. Uno de sus biógrafos dice: “Se había familiarizado tan perfectamente con el idioma, que
lo prefería a su lengua materna. Él sentía que este conocimiento le imponía el deber de dedicar
una parte de su tiempo al trabajo de traducir; pero creía que su trabajo como misionero era el de
predicar el evangelio. Creía que el cristianismo tenía que ser anunciado por medio del contacto
de la mente individual con la mente individual, y diligentemente buscaba toda ocasión oportuna
para ofrecer a los hombres la salvación que hay en Cristo. Tenía muy poca confianza en las
escuelas como medio de convertir a la gente”.
Una de sus buenas empresas fué el haber iniciado obra entre los miembros de la tribu Karen,
que habita en las selvas del país. Logró traer al conocimiento de Cristo a un esclavo de 50 años
de edad llamado Kho Thah Byu, quien había llevado una vida entregada a Satanás. Se dice que
había cometido treinta homicidios. Judson pagó su rescate y lo trajo a su propia casa para
enseñarle las Escrituras. Una vez preparado salió a publicar cuán grandes cosas había hecho Dios
con él, y los que conocían su pasada historia y veían en él un cambio tan notable, no podían
menos de reconocer que el evangelio es el poder de Dios. Durante doce años se dedicó a la
evangelización de los 600.000 habitantes de su tribu. Pueblos enteros se convirtieron. A veces
volvía de algún viaje trayendo consigo docenas y hasta centenares de personas que pedían el
bautismo. Entre los karens, en 1928, había 1.200 iglesias bautistas de las cuales el 97% habían
alcanzado el sostén propio.
Adoniram Judson, después de 33 años de ausencia, volvió a su país natal donde fué recibido
con un entusiasmo delirante por parte de los cristianos que habían oído su accidentada historia.
Los honores y agasajos le molestaban y sólo se quedó nueve meses, pues su corazón estaba en
Birmania. De nuevo en su campo de batalla, se consagró con ardor a la predicación y a la
preparación de un diccionario birmano que ha prestado grandes servicios a todos los que han
tenido que estudiar ese idioma.
Una penosa enfermedad le atacó, y los médicos le aconsejaron hacer un viaje por mar, pero
no llegó a su destino, porque a bordo se empeoró y falleció algunos días después, exclamando:
“¡Oh, el amor de Cristo!”
Su cadáver fué sepultado en las profundidades del Océano. De él pudo decirse lo que fué
dicho del patriota argentino que tuvo idéntica sepultura: “Se precisaba tanta agua para apagar
tanto fuego”

Tipos de Birmania

Juan E. Clough
Difícil sería encontrar entre los portentos de la obra misionera uno mayor que el que nos
ofrece la historia de la obra entre los telugus del sur de la India, donde el Dr. Juan E. Clough
desempeñó un papel tan importante.
La misión había principiado bajo la dirección de hombres devotos y esforzados, pero el
campo se presentaba tan duro, que la Junta Bautista de Boston había pensado abandonarlo.
Después de treinta años de trabajos sólo había unos veinte convertidos. El mismo hecho de ser
un terreno árido es lo que decidió al Dr. Clough a escogerlo para sus trabajos. El concepto que él
tenía de la obra misionera, era algo diferente del que tienen la mayoría de los que se dedican a
esa tarea, no interviniendo para nada el sentimentalismo. No bien entró en la vida activa de la
iglesia, empezó a hacer público su deseo de consagrarse a la India, y hablaba con tal seguridad
sobre su llamamiento, que todos los que le oían no podían menos que ser favorablemente
impresionados, a tal punto, que el Dr. Colver, que le escuchaba, dijo: “Dios lo ha predestinado
desde la eternidad para predicar el evangelio a los telugus”.
Cuando se presentó a la Junta de Misiones para ser examinado, se expresaba con toda
seguridad acerca de su ida a la India. Uno de los miembros de la Junta le preguntó cómo recibiría
la noticia si se resolviese no aceptarlo. Clough, con toda calma y modestia, le respondió que de
cualquier manera encontraría el medio de ir, porque el Dios que lo llamaba, no lo dejaría sin
abrirle un camino.
El año 1866 ya estaba trabajando, y un año después se fundaba en Ongola, con ocho
miembros, la iglesia bautista que estaba llamada a ser la más grande del mundo.
Procuró alcanzar a la casta más elevada y pronto halló muy buena acogida de parte de los
brahmanes, quienes mandaban sus niños a las escuelas de la misión. Pero Clough no pensaba
abandonar a los desdichados parias. Cuando los brahmanes vieron que los parias eran
cariñosamente recibidos en la casa del Dr. Clough y puestos al mismo nivel que sus hijos, se
indignaron y fueron en comisión a decirle que el contacto con los parias era para ellos
inaceptable, que retirarían a sus hijos de las escuelas y no se rozarían con él. El caso era serio.
Tenía que aceptar las imposiciones de los ricos aristócratas o ver en un día deshecha la obra que
había realizado hasta entonces. Con el corazón triste, Clough se retiró a su estudio para hablar
con Dios y buscar su dirección. Tomó una Biblia, y abriendo al azar, sus ojos se fijaron en estos
textos: “Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, no
muchos poderosos, no muchos nobles; antes lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a
los sabios, y lo flaco del mundo escogió Dios, para avergonzar lo fuerte; y lo vil del mundo y lo
menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es: para que ninguna carne se
jacte en su presencia”. (1a Cor. 1:26–29).
Su esposa, que estaba en otro cuarto, había dado precisamente con el mismo pasaje al tomar
el Nuevo Testamento después de fervorosa oración.
Esta doble respuesta le hizo tomar la resolución de perder a los ricos y aristocráticos
brahmanes, y quedarse con los pobres y despreciados parias. No hay duda de que era Dios quien
le guiaba en esta noble y cristiana actitud.
Todos los obreros de la misión empezaron a sentir la influencia animadora del Dr. Clough, y
tal fué el éxito obtenido que en 1879 llegaba a 10.000 el número de bautizados, de los cuales
2.222 fueron bautizados en un solo día por seis obreros.
Durante el hambre que azotó a la India en los años 1876–78, el Dr. Clough, que había
estudiado ingeniería, contrató con el gobierno la excavación de una parte del canal de
Buckingham, lo que le permitió dar trabajo a unos tres mil obreros desocupados. A la noche y
especialmente los domingos, los predicadores se dedicaban a evangelizar a los trabajadores,
quienes con sus familias formaban una verdadera multitud. Fué ésta, sin duda, la idea más
afortunada que tuvo el doctor Clough, lo que le permitió hacer conocer el evangelio por todo el
sur del país.
“Yo viajé con el Dr. Clough —dice el Dr. H. C. Mabie—, por una parte del distrito, catorce
años después del hambre de 1876–78, y vi a los habitantes de las aldeas salir de sus casitas y
lanzarse sobre el amado “Cloughdora” al pasar. Las madres hacían que sus hijos viesen al
bienhechor que en días pasados les había ayudado a ahuyentar la pestilencia y el hambre.
Algunos caían a sus pies; otros acompañados por los jefes de las aldeas venían aún a medianoche
a despertarnos del sueño en nuestro coche de viaje y a pedirnos que mandásemos maestros a las
aldeas. En una ocasión un hombre fornido siguió al coche por más de media hora, rogándonos
que le dejásemos ir hasta Ongola para aprender a leer el libro de Dios y obtener comida para su
corazón.”
Cerca de medio siglo trabajó el Dr. Clough en la India y para la India, y tal fué el éxito que
tuvo, que cuando falleció en 1910, las iglesias entre los telugus contaban con más de 40.000
miembros, y el número de adherentes, contando con los interesados y los alumnos en las
escuelas, llegaban a unos 200.000.
Con la obra llevada a cabo por los misioneros de todas las denominaciones, las cosas han
cambiado notablemente en la India, en Birmania y otros puntos de aquellas regiones, y los
resultados alcanzados pueden apreciarse por las siguientes palabras escritas por el señor Narayan
Chandavar, juez de la Suprema Corte de Bombay:
“Las ideas fundamentales del evangelio de Cristo, paulatina pero seguramente, penetran en
cada parte de la sociedad hindú y modifican todo su pensamiento”.
V
CHINA Y JAPON
El país de las maravillas

AL entrar a ocuparnos de la obra entre los pueblos de la raza mongólica o amarilla,


empezaremos hablando de la China, país que por su historia, su área, que algunos hacen ascender
a 14.000.000 de kilómetros cuadrados, su población, calculada en unos 400.000.000 de
habitantes, ha tenido y continúa teniendo un poder fascinador sobre los cristianos que han hecho
frente al importante problema de la evangelización del mundo.
La China, desde tiempos muy remotos, fué el asiento de una aventajada civilización, pero
debido a su aislamiento quedó estacionada, y los pueblos del Occidente ocuparon la vanguardia
en la carrera del progreso humano.
El siglo III antes de la era cristiana, el emperador Chin empleó un millón de obreros, durante
diez años, para hacer levantar la famosa muralla china, que mide 2.400 kilómetros de longitud, y
7 a 8 metros de alto, por cinco metros de ancho. Muralla ésta, completamente inservible, que ha
sido llamada una “grandiosa nada”, y que permanece en pie como un símbolo del exclusivismo
del país que la posee.
Ciertas regiones de la China fueron conocidas por los griegos y los romanos ya en el primer
siglo de nuestra era, quienes la llamaron el país de la seda. Los egipcios y los árabes también
mantuvieron con sus habitantes un poco de intercambio de productos, pero la China fué dada a
conocer a los europeos tan sólo por el explorador veneciano, Marco Polo, que recorrió el Asia
Central y Oriental durante 17 años (1277 a 1295), dando una buena descripción de los países que
había recorrido en un libro célebre que tituló: Libro de las Maravillas.
La China fué paulatinamente abriéndose al mundo exterior, siendo Cantón el primer puerto
que se abrió al comercio y en el cual podían residir extranjeros. Pero es vergonzoso para la
Europa que haya sido por medio de la llamada guerra del opio que pudo conseguir que se
abriesen las puertas cerradas de la vieja nación. La China estaba empeñada en suprimir el terrible
vicio de fumar opio, pero para esto tenía que chocar con los intereses mezquinos de los
plantadores y negociantes de este veneno activo que se cultiva principalmente en la India.
Inglaterra, para defender los capitales invertidos, declaró la guerra que duró aproximadamente
dos años (1840–1842), de la cual la China resultó vencida, y el tráfico del opio impuesto por la
fuerza. La China se vió obligada por una nación llamada cristiana y religiosa a abrir sus puertas
para dejar entrar un veneno que deseaba hacer desaparecer: El mundo cristiano se ha encargado
de condenar este hecho tan lastimoso como vil. Sin embargo, esta guerra tuvo la eficacia de abrir
el país, sacándole de su largo y perjudicial encierro.
La debilidad demostrada por la china en esta guerra y otras despertó las ambiciones
conquistadoras de los estados europeos, quienes han estado desde entonces abusando de su
fuerza contra el más débil, y concluyeron por apoderarse de territorios chinos, a tal punto, que se
llegó a insinuar la posibilidad de repartir todo el país entre las grandes potencias europeas. Esta
conducta despertó naturalmente un sentimiento de odio contra “los diablos extranjeros”, que tuvo
su culminación el año 1900 en la rebelión de los boxers, los que querían expulsar del territorio
chino toda influencia ajena a sus viejas tradiciones, ocasión en que un número incalculable de
misioneros y de cristianos nativos dieron testimonio de su fe ganando la gloriosa palma del
martirio.
El Dr.Juan Ross dice que “los chinos, como pueblo, nunca han sido hostiles a la predicación
de los misioneros de cualquier sistema religioso”, Pero ocurría que en la China los misioneros
eran tenidos como espías de las naciones que querían violar la integridad nacional, y de ahí
resultó que la rebelión de los boxers fué la causa de la muerte de tantos cristianos. Pero al fin los
chinos han visto su error y las cosas han cambiado de tal modo que los misioneros protestantes
son tenidos en alta estima, tanto por el pueblo común como por los que ocupan las esferas altas
del gobierno.
Unos doce años después del levantamiento boxer la China viene a ser el teatro de uno de los
movimientos más simpáticos que ofrece la historia contemporánea. Un cristiano chino, Sun Yat
Sen, hijo de un predicador evangélico chino, encabeza una cruzada libertadora que subleva al
país entero, y echa por tierra la dinastía reinante de los manchúes, y es el instrumento para hacer
arder en el pecho de todos el fuego de la democracia que convierte a la vieja y exclusiva China
en una república.
Una vez pacificado el país, cuando Sun Yat Sen hizo su entrada en Pekín, las iglesias
evangélicas le hicieron un recibimiento, y al dirigirles la palabra, dijo:
“La gente dice que yo soy el que di origen a la revolución. No lo niego, pero, ¿de dónde me
vino la idea revolucionaria? Me vino de que desde mi juventud he tenido trato con los
misioneros. Los europeos y americanos con quienes estuve asociado llenaron mi corazón con
ideales de libertad. Ahora hago un llamamiento a las iglesias para que cooperen en el
afianzamiento del gobierno. La República no puede permanecer sin la virtud y justicia que la
lglesia tiene que defender; éstas son eje de la vida nacional. La religión cristiana tiene ahora
completa libertad. No hay nada que la moleste en su obra de ganar el país para Cristo”.
Sun Yat Sen, que había sido elegido presidente provisorio, cedió su puesto a Yuan Shi Kai,
hombre de ideas progresistas, que había mostrado su aprecio al cristianismo durante la rebelión
de los boxers, y quien encomendó a un misionero bautista la educación de sus hijos. Cuando fué
elegido presidente, los cristianos de Pekín se reunieron para celebrar el acontecimiento, y
recibieron de él la siguiente comunicación:
“Os ruego a vosotros los cristianos que ayudéis en la gran empresa a la que tengo que hacer
frente. Una cosa he determinado: es que habrá libertad religiosa en todo el país. Os agradezco
vuestras oraciones y vuestra simpatía en estos momentos, y sólo puedo desear que las iglesias
que vosotros representáis sean prosperadas más que nunca. Yo reconozco el valor de la obra que
estáis haciendo, tanto la educacional como la religiosa, y espero de vosotros que, como hombres
de inteligencia, habréis de instruir al pueblo tocante a sus deberes. Yo haré lo que pueda por dar
al cristianismo el lugar que debe tener en esta tierra de la China”.

Una de las puertas de pekin


Un entierro en la China

Religiones de la China
Son tres las religiones dominantes: el confucionismo, el taoísmo y el budismo. Estas tres
religiones han coexistido desde tiempos remotos sin que se haya notado el odio que separa en
otros países a los que profesan ideas diferentes. Los chinos son muy indiferentes en materia
religiosa, y a esto hay que atribuir el que no haya habido fuertes antagonismos entre las tres
religiones más populares.
El confucionismo más bien que una religión es un sistema de moral y filosofía, enseñado por
Confucio, quien nació el año 551 antes de Cristo. Célebre por su sabiduría y rectitud, llegó a
ocupar altos cargos en el poder. El confucionismo no tiene templos ni sacerdotes. Es la religión
que profesa, generalmente, la gente culta.
El taoísmo es la religión enseñada por La Toye, contemporáneo de confucio, quien adoptó
algunas de las ideas de Buda, formando un corto canon donde da una lista de virtudes que se
deben seguir y otra de vicios que se deben evitar.
El budismo es la religión de Buda, originario de la India, y se cree sea la religión que cuenta
con mayor número de adherentes, pues llegan éstos a unos 500 millones. Muchas de las
enseñanzas y prácticas del budismo se enseñan en los tiempos presentes adornadas con
pomposos nombres. La Teosofía, por ejemplo, es Una adaptación occidental del budismo
oriental. La reencarnación que enseñan los espiritistas es creencia budista. Los budistas levantan
magníficos templos con sus altares, incienso, imágenes, reliquias y flores. Tienen conventos
habitados por monjes. El budismo es una doctrina en extremo pesimista que no ofrece ningún
consuelo a sus adeptos. La esperanza más alta a que pueden aspirar es la de llegar a lo que ellos
llaman Nirvana, que es un estado de absoluta insensibilidad.
Pero la verdadera y más popular religión de la China es el culto de los antepasados, que
encuentra más eco en la imaginación popular que la ética oscura de Confucio o La Toye. He aquí
cómo describe ese culto el Dr. G. L. Mackay:
“La doctrina tiene por base que cada hombre posee tres almas. Al morir, una de ellas va al
mundo invisible de los espíritus; la segunda baja al sepulcro y la tercera vaga alrededor del
hogar. De la primera es responsable el sacerdote. La segunda y la tercera piden la ayuda de los
parientes que viven, y con ese fin preparan el sepulcro para la una, y a la otra se le invita a hacer
su morada en una plancha de madera; y desde esa hora la tabla del antepasado viene a ser el
objeto más sagrado que posee la familia. Es un simple pedazo de madera como de un pie de
largo, dos o tres pulgadas de ancho y media pulgada de grueso, colocado en un pequeño pedestal,
y de un lado están inscriptos los nombres de los antepasados. El hijo mayor tiene a su cargo las
tablas y su culto… Los muertos dependen de sus parientes vivos… Hay que ofrecer alimentos
delante de la tabla… Hay que quemar ropa de papel para cubrir la desnudez, y dinero en papel
para darle independencia en el mundo de las sombras”.
Es creencia popular que las almas de los muertos persiguen a los parientes que no cumplen
con estos requisitos.
Pasemos ahora a admirar la fe, el coraje, la perseverancia, y el amor de algunos de los héroes
de la obra misionera que eligieron la China como campo de sus actividades.
Roberto Morrison
El Dios que se sirve de “lo flaco del mundo para avergonzar lo fuerte”, y de “lo
menospreciado”, y de “lo que no es para deshacer lo que es”, también se ha servido de
instrumentos muy humildes para llevar a cabo la obra misionera.
Roberto Morrison nació en Escocia, de padres pobres. Carey en su juventud trabajó de
zapatero y Morrison de fabricante de hormas. Sus padres eran cristianos piadosos, y esto
contribuyó a formar su carácter de hombre santo. A la edad de doce años pasó por una crisis
espiritual que lo llevó a la conversión y su ardiente corazón bien pronto se sintió inclinado a la
parte activa en la obra del Señor. Sentía que Dios le llamaba a su viña, pero no podía resignarse
con la idea de predicar a su propio pueblo que ya poseía la Biblia desde los días de la Reforma.
Pedía al Señor que le llevase al terreno más duro y que le diese el gozo de predicar en el puesto
más difícil. Su corazón empezó a suspirar por los paganos y su mente, que ya vagaba por
regiones lejanas donde no había penetrado aún la luz del evangelio, se detuvo a pensar en la
China.
Joven serio y enérgico, empezó con gran empeño a estudiar todas las materias que le
ayudarían a llevar a cabo la obra para la cual se sentía llamado. Fué a Londres a estudiar,
iniciándose en las matemáticas, latín, hebreo y medicina. Pero todos estos esfuerzos intelectuales
no le impedían dedicar largas horas al estudio del chino, y siempre se le veía en la Biblioteca del
Museo Británico copiando manuscritos de aquel indescifrable idioma.
La Sociedad Misionera de Londres se decidió a enviarlo a la China por vía de América. Al
embarcarse en Nueva York alguien que parecía tener lástima del pobre joven que dejaba su país,
su familia y su porvenir por una idea que consideraba una ilusión, le dijo:
—“¿Piensa usted verdaderamente que le Será Posible producir la menor impresión entre los
paganos de ese vasto imperio?”
Morrison respondió serenamente:
—“No, señor; pero yo creo que Dios hará impresión”.
Era el primer misionero evangélico que iba a golpear las puertas del Celeste lmperio; puertas
que estaban seguramente bien cerradas. Todo el comercio con el mundo exterior se limitaba al
puerto de Cantón; salvo la península de Macao, que los portugueses habían conquistado con sus
armas.
El 28 de enero de 1807, Morrison desembarcó en Macao esperando la oportunidad de poder
ir más adelante.
Poco tiempo después ya le vemos entre las multitudes de Cantón. Alquiló una habitación
pobre, un sótano mejor dicho. Se dejó criar el cabello y las uñas; se vistió como los chinos;
comía como ellos y trabajaba día y noche para aprender el idioma. Por medio de un inglés
obtuvo la ayuda de dos chinos que se habían convertido al catolicísmo, quienes se
comprometieron a ayudarle en este sentido.
La obra más importante de Morrison iba a ser la traducción de la Biblia al chino y por eso
Dios estaba preparándole.
El chino es un idioma tan dificultoso que Juan Wesley solía decir que había sido inventado
por el Diablo para impedir que el evangelio se predicase a ese numeroso pueblo. Milne, uno de
los compañeros de Morrison, dijo: “Para aprender el chino se precisa un cuerpo de bronce,
pulmones de acero, una cabeza de roble, los ojos de un águila, el corazón de un apóstol, la
memoria de un ángel y … la vida de Mathusalem”.
La vida dura, pobre y fatigosa que llevaba, quebrantó de tal modo la salud del esforzado
cristiano, que se vió obligado a dar una tregua a sus trabajos y cambiar su modo de vivir. Debido
a razones politicas tuvo que volver a Macao donde trabajó de intérprete en una fábrica.
Pero Morrison seguía estudiando el idioma con ardor; empezó la formación de un diccionario
chino; corrigió una antigua traducción que había copiado en Londres; publicó una gramática e
hizo varios trabajos más. Pero su situación era cada vez más precaria; los chinos que miraban
como una profanación que un extranjero aprendiese su idioma, atentaron contra su vida. Tenía
que vivir escondido y evitando la furia de sus perseguidores. Para conseguir que un chino le
enseñase el idioma, tenía que hacerlo ocultamente, porque se castigaba con la pena de muerte al
que lo hiciese, y hasta se llegó a publicar un edicto declarando que la publicación de un libro
cristiano en chino sería severamente reprimida. Esto no le impedía que sembrase una semilla
aquí y otra allí dejándola al cuidado del que prometió que su palabra no volvería a él vacía.
Predicar públicamente era un acto en el que no había siquiera que pensar; pero lo hacía con dos o
tres que venían a él aprovechando la oscuridad de la noche.
El trabajo de traducir la Biblia en el que empleó, ayudado por Milne, 14 años, fué sin duda el
más arduo y glorioso de su vida. Es difícil imaginar lo que cuesta traducir la Biblia. Lutero decía
que ese trabajo le hacía sudar sangre y que le costaba mucho hacer que los profetas judíos
hablasen el alemán. Olivetan temblaba cuando iba a emprender su traducción y decía que
expresar en francés lo que decía el griego era tan difícil como hacer al ruiseñor cantar como el
cuervo. Si esto es así tratándose de traducir a idiomas europeos, ¿qué será cuando es cuestión de
lenguas orientales, que no cuentan con la fraseología y palabras necesarias para expresar las
ideas del original?
La soledad le era cada vez más penosa. Milne había tenido que retirarse porque los jesuítas
usaron su influencia hasta que consiguieron desterrarlo; destierro que aprovechó para estudiar la
situación de las islas vecinas donde se habían radicado muchos chinos. Le pareció que estos
chinos emigrados eran más accesibles, y resolvió trabajar entre ellos estableciéndose en Malaca.
Allí fundó Milne el primer colegio importante en un centro pagano, para la enseñanza cristiana
de los chinos.
Morrison permanecía solo en su puesto.
En 1814 tuvo el gozo de ver el primer fruto de sus trabajos, bautizando a Tsaiako. “Cerca de
un pozo, en un lugar desierto, lo bauticé en el nombre del Dios tres veces santo —escribió
Morrison—. Que sea la primicia de una abundante cosecha; la primera unidad de esos millones
que creerán en Jesús y serán salvos en su nombre”. Tsaiako permaneció fiel hasta la muerte,
ocurrida en 1818. Dos años más tarde Milne bautizó a Lian Afá, un discípulo de Morrison, quien
llegó a ser más tarde un valeroso siervo del Señor, siempre fiel en medio del fuego de una
violenta y permanente hostilidad. Fué consagrado al ministerio por su padre espiritual, y cuando
Morrison, débil de salud, tuvo que volver a lnglaterra, para descansar, Lian Afá quedó al frente
de la obra.
Una vez restablecido volvió Morrison a ocupar su puesto lleno de fervor y energía, tanto en
Macao como en Cantón, ocupándose de la literatura y en la predicación.
Para lograr más fácil acceso a la gente empezó la obra médica. Él mismo estudió la medicina,
y bajo la dirección de un médico inglés abrió un dispensario que poco a poco se convirtió en
hospital; el primer indicio de la obra misionera médica tan difundida hoy en el mundo.
No cesaba de estimular al Comité Americano para que empezase obra en la China, y así, en
1830, tuvo el gozo de ver llegar los dos primeros misioneros enviados de América: Bridgman y
Abeel. Otros llegaron después y fué para ellos padre y maestro, dirigiéndoles en todos sus
principios.
En 1834 fué llamado al descanso del Señor.
La gran obra de Morrison fué la de abrir el camino a todos los que más tarde iban a estudiar
el chino. Su traducción de la Biblia permanece como un monumento, testigo de su prodigiosa
actividad, y los resultados de la obra en China son el resultado de sus trabajos, sus lágrimas y sus
oraciones.
Mateo Yates
Debido a sus arduas labores, a su profundo conocimiento de la lengua y del carácter de los
chinos, a su amor al pueblo para el cual era mensajero, y a la influencia que ha ejercido sobre sus
compatriotas, el doctor Mateo Yates fué sin duda uno de los hombres más eminentes que el Sur
de los Estados Unidos haya mandado al campo misionero.
Nacido y criado en el ambiente rural de la Carolina del Norte, acostumbróse desde niño a los
trabajos de la chacra: arar, sembrar, cosechar, cuidar el ganado, etc., y esta vida, la más natural y
al mismo tiempo la más pura, fué la escuela donde Dios estaba preparando al futuro apóstol.
Lejos de las artificiosidades de la sociedad, su corazón vivió en contacto directo con los encantos
puros de la naturaleza, y esto contribuyó a hacer de él un hombre simple, sin afectaciones, y
natural en su trato con los hombres.
Convertido al Señor cuando tenía 17 años de edad, sintió un vivo deseo de consagrarse a la
obra misionera que empezaba a contar en aquellos días con algunos amigos entre las iglesias de
su estado.
En 1846 él y su culta, consagrada y piadosa esposa, fueron elegidos para dar principio a una
obra en la China. En 1847 llegaron a Shanghai, donde fijó su residencia que se prolongó cuarenta
y dos años, y es fácil imaginar cuánto significaba para dos personas criadas en el ambiente libre
del campo, verse encerradas en una ciudad insalubre y de calles estrechas que miden sólo de
siete a ocho pies de ancho, oyendo al compacto gentío hablar un idioma que no entendían, y
teniendo por compañía a un pueblo, en aquel tiempo muy sucio, y de costumbres tan diferentes
de las suyas.
“No conocía a nadie en la gran ciudad que estaba delante de mí —dice el mismo Yates—. No
había ningún hotel extranjero o casa de pensión donde pudiésemos pasar unos cuantos días.
Esperábamos dificultades, pero estábamos listos para afrontarlas”.
Una vez preparado un humilde hogar en una casa defectuosa, sin luz y sin ventilación, Yates
se puso a estudiar el idioma, pero una penosa enfermedad de la vista que le dejó por un tiempo
ciego, le obligó a dejar los libros aparte. Pero como era un hombre que no se dejaba vencer por
los contratiempos, resolvió pasar el tiempo en los despachos de té donde todo el día podía oír
hablar el idioma que deseaba adquirir. De este modo su oído se educó y llegó a aprender la
pronunciación tan correctamente, que un chino con los ojos vendados no hubiera podido saber si
el que hablaba era un extranjero o un natural.
Cuando empezó a predicar se vió rodeado de algunos interesados, y paulatinamente iba
creciendo el número de los que se reunían en los cultos, pero cuando estalló la rebelión de Tai–
ping el año 1853, la ciudad fué sitiada y esto vino a paralizar la marcha de la obra. La casa en
que vivía estaba cerca del campamento revolucionario y fué testigo ocular, de sesenta y ocho
batallas que le hicieron ver escenas horripilantes que le llenaban de amargura; y como la
necesidad le obligaba a salir de casa, se veía constantemente expuesto a las balas de los bandos
combatientes.
La vida de Yates está llena de incidentes interesantes. He aquí uno relatado por él mismo.
“Durante el cólera de 1862 mi sirviente me informó, poco antes de anochecer, que habían
puesto frente a nuestra puerta un cadáver desnudo. Era una tarde lluviosa del mes de septiembre.
Yo comprendí que alguna familia pobre lo había dejado ahí con la esperanza de que yo me
encargaría de darle sepultura décente.
“Antes de oscurecer yo fuí y examiné el cadáver. Estaba frío como una piedra, salvo la
región del corazón, donde había algún indicio de calor. Nada hacía suponer que tuviese
respiración, hasta que se le allegó una vela encendida cerca de las fosas nasales. Mandé traer paja
y colocarlo sobre ella, y le introduje en la garganta una cucharadita de remedio. Dos horas
después volví y hallé con gran asombro mío que el calor del corazón continuaba. Le administré
una doble dosis de remedio y le añadí un poco más de paja, porque estaba durmiendo.
“Al día siguiente por la mañana, muy temprano, fuí y hallé al hombre vivo y sentado contra
la pared. Lo llevé adentro, lo vestí con ropa gruesa, le di un buen estimulante dulce, y alimento
líquido cada hora. A la noche ya pudo caminar hasta su casa, la cual no estaba muy lejos.
¡Imaginad la sorpresa de la familia al verlo volver del otro mundo, y vestido a la europea!
“Nunca quiso recibir enseñanza religiosa. Era budista y decía que diariamente pedía a Buda
que, cuando muriese, su espíritu pasase a un asno para que yo pudiera andar en el mundo de los
espíritus, porque le había dado muchos años más para comer arroz y gozar de la vida”.
Durante la guerra de secesión en los Estados Unidos, Yates dejó de recibir los recursos
necesarios para el sostén de la obra y de sí mismo, razón por la cual tuvo que dedicarse a trabajos
seculares que no le impedían seguir con la misión. Mediante un buen empleo en la
Municipalidad de Shanghai y otros negocios, logró, no solamente resolver el problema de su
sostén, sino ganar dinero que supo emplear para la gloria de Dios, dando mayor impulso a la
obra. A él se deben los primeros edificios levantados para la misión.
He aquí otro incidente de su vida:
Un chino pobre fué un día a ver al doctor Yates, quien en pocas palabras le contó su historia.
No tenía hijos y era solo en el mundo junto con su esposa, también muy anciana. Venía para
pedirle que le comprase un cajón de muerto para él y otro para su esposa, y además que cuando
muriesen, él se hiciese cargo del entierro. Hay que recordar que los chinos compran el ataúd y lo
tienen en sus casas hasta la muerte. El doctor Yates pensó en despedir al anciano sin hacer caso
de su singular petición, pero como el pobre anciano iba a sufrir un rudo golpe con la negativa, le
dijo que volviese al día siguiente. Después de consultar con su esposa, resolvió satisfacer el
deseo del anciano, y al día siguiente cuando volvió le entregó cien pesos con los cuales compró
los dos cajones.
Unas cuantas semanas más tarde el anciano volvió. Después de las salutaciones de estilo sacó
un pedazo de papel, y dándoselo al doctor Yates le dijo: “Estos son los títulos de un terreno que
tengo en los suburbios de la ciudad. No vale nada, pero no tengo otra cosa en el mundo que
ofrecerle por su bondad para conmigo”. El doctor Yates rehusó el ofrecimiento, pero el anciano
insistió tanto que se vió obligado a aceptarlo.
Los dos ancianos murieron y el doctor Yates los sepultó conforme a lo que les había
prometido, gastando en esto cincuenta pesos más.
Después de muchos años, un inglés de Shanghai fué a ver al doctor Yates para comprarle un
terreno que poseía. Yates le dijo que no tenía ningún terreno. El inglés insistía en que en el
registro de propiedades figuraba uno a su nombre. Fueron a informarse y resultó que se trataba
del terreno cuyos títulos le había dado el anciano. El barrio había sido poblado y pudo venderlo
en mil quinientos pesos.
Una de las buenas cosas que pudo hacer el doctor Yates fué la de despertar interés en la causa
misionera. Constantemente estaba en comunicación con sus numerosos amigos en América, a
quienes escribía sobre la responsabilidad que tenían delante de Dios. Y aun en nuestros días su
ejemplo y sus palabras están ejerciendo una gran influencia en aquellos que conocen su vida y su
obra.
El trabajo sólido y práctico iniciado por Yates ha sido continuado por fieles y capaces
misioneros salidos de los Estados del Sur de la gran República del Norte, y la misión en
Shanghai es un centro de gran actividad y una de las más florecientes y prósperas de la China.
En 1887 fué atacado de una parálisis aguda que le imposibilitó continuar con sus tareas
regulares, pero aprovechando los días y momentos en que se sentía aliviado hacía de vez en
cuando algún trabajo literario, para el cual tenía un talento poco común. Entre otros trabajos
merece especial mención su traducción del Nuevo Testamento al dialecto regional de Shanghai,
y varios tratados que alcanzaron considerable popularidad.
En 1888 durmió en el Señor para entrar en el descanso de los fieles. Muchas veces había
expresado el deseo de morir en la China, para que en el día glorioso de la resurrección pudiera
levantarse con las gavillas que habían producido sus largos años de siembra y labranza espiritual.
Hudson Taylor
La empresa más grande y de mayor importancia que se ha llevado a cabo para evangelizar la
China se debe a los esfuerzos de la Misión del Interior de la China, de la cual Hudson Taylor ha
sido iniciador y protagonista durante una larga y brillante carrera.
Santiago Taylor había trabajado muchos años predicando en Barnsley, en el norte de
Inglaterra. Cuando en 1830 llegó a conocer las necesidades del vasto imperio chino, pidió
fervorosamente a Dios que le concediese un hijo, y que éste pudiera consagrarse a evangelizarlo.
Dos años más tarde, el 21 de mayo de 1832 les nació un niño, al cual pusieron por nombre
Hudson. A la edad de quince años este muchacho fué ganado al Señor. Lleno de gozo por el
perdón de sus pecados y la salvación perfecta que poseía, pidió a Dios que le señalase una tarea
especial en la que pudiese servirle durante toda su vida. Presentó solemnemente su cuerpo, alma
y espíritu, ante el altar invisible del Señor, comprendiendo que no se pertenecía a sí mismo,
sentimiento éste que lejos de abandonarlo fué cada vez más profundo en su ser. Pronto le fué
evidente que Dios quería emplearlo para su servicio en la China. Se puso a estudiar medicina.
Llevaba una vida austera, viviendo frugalmente, sin ambición alguna para las cosas del mundo,
consagrando liberalmente sus recursos para la obra del Señor, y aprendió desde joven a vivir
dependiendo de Dios, y esperando todo por medio de la oración. Fué ricamente fortalecido por
gloriosas experiencias que le hicieron comprender la realidad de un Dios que oye el clamor de
los que en él confían. Vivía iluminado por la expectativa de la segunda venida de Cristo, y esta
bienaventurada esperanza alumbró siempre su carrera.
En Londres, Hudson Taylor entró en contacto con la Sociedad para la evangelización de la
China, y el otoño del año 1853 se embarcó con rumbo al Extremo Oriente. Salvado
milagrosamente en la travesía, pudo desembarcar en Shanghai, donde pronto se halló rodeado de
dificultades imprevistas.
Acompañado por varios de sus colegas, se dedicó desde muy temprano a explorar los pueblos
vecinos. Vivían en embarcaciones y bajaban a tierra cuando querían trabajar en los centros
poblados. Las tardes las pasaban en los despachos de té, aprovechando la oportunidad que les
brindaban estos centros para hablar a los que los frecuentaban. La obra estaba sembrada de
dificultades y peligros. Hudson Taylor estaba movido de compasión para con esos millones de
seres humanos sumidos en la más profunda noche espiritual, y se puso a estudiar el mejor
método para alcanzarlos con la bendición del evangelio.
El año 1856 Taylor dió principio a una obra en Ningpó, la cual se presentaba llena de
promesas. Su primer prosélito fué uno de los jefes del budismo. En este tiempo Taylor resolvió
romper su conexión con la Sociedad que le había enviado, porque ésta, en momentos de crisis, se
valía de empréstitos para pagar a sus obreros. Él tenía una conciencia muy delicada sobre el
asunto de tener deudas, y creía firmemente que el Señor no podía apoyar esta manera de sostener
la obra. Después de un profundo combate interior resolvió separarse de sus compañeros, para
trabajar del modo que él juzgaba más en conformidad con la voluntad del Señor. Sobre las
paredes de su habitación colgó estos dos textos: “Hasta aquí nos ayudó Jehová” y “El Señor
proveerá”. Una mirada lanzada sobre estos pasajes, cuando le faltaba pan, vestido o cualquier
otra cosa, bastaba para darle coraje, y durante tres años de activos y fecundos trabajos Dios le
sostuvo milagrosamente.
Pero este género de vida, dice Ussing, quebrantó de tal modo su salud que no le quedó otro
recurso que el de volver a su país. Pero aún el Señor estaba allí guiando a su siervo en lo que
sería la gran obra de su vida. Se vió obligado a renunciar a la idea de volver a la China, y fué
precisamente esta inactividad lo que dió origen a su grandioso proyecto. A la vez que terminaba
sus estudios de medicina en un hospital de Londres, se puso a corregir una traducción china del
Nuevo Testamento, y este trabajo cotidiano en la Palabra de Dios, le reveló la grandeza de la
obra misionera. El mapa de la China que había colgado en las paredes de su cuarto de estudio le
hablaba con incomparable elocuencia, y el abandono espiritual de este inmenso país gravitaba
cada vez más sobre su corazón.
Presentó sus planes a las sociedades misioneras, pero todas se excusaron alegando falta de
fondos, y la necesidad de que el país estuviese más abierto. Fué entonces cuando Taylor oyó en
su corazón estas palabras: “Vete tú mismo al interior de la China. Si la oración es eficaz, ¿quién
te impedirá que halles los recursos y los hombres?” Taylor al principio rechazaba esta idea como
irracional, pero poco a poco fué penetrando en él hasta que se rindió en absoluto, lanzándose en
los brazos del Señor. Pero otra duda le asaltó: aun cuando vengan los recursos; aun cuando no
falten los hombres; aun cuando lleguen al interior del país; ¿será posible resistir las mil
dificultades que hay que vencer? Mientras, su espíritu se deshacía en él al pensar que cada mes
que pasaba un millón de chinos pasaba a la eternidad. Esta lucha íntima se prolongaba; Taylor no
dormía más; casi no comía, y muchos empezaron a temer que perdiese la razón. No hablaba con
nadie de la idea que llenaba todo su ser; ni aun a su esposa. Pero el 25 de junio de 1865 esta
crisis terminó. Oprimido por una carga que ya no podía soportar, luchó con Dios en oración
sobre la playa de Brighton. En medio de su angustia creyó oír una voz que le decía: “¿Por qué
estás ahí? Si solamente obedecieses a Dios, toda la responsabilidad quedaría sobre él y no sobre
ti”. Taylor no vaciló ni un instante más, y de rodillas prometió al Señor obedecerle y marchar
pronto al campo que le designaba.
Así se formó la Misión del Interior de la China. La primera medida tomada fué la de jamás
contraer una deuda, porque creían que si estaban haciendo la obra de Dios, él proveería a las
necesidades. Por consiguiente, no les era permitido gastar un solo céntimo que no hubieran
recibido. No se podía asignar salario fijo a los obreros. Para obtener los recursos se resolvió no
pedir nada a nadie, y esperar todo de Dios. Se darían informes al público cristiano de lo que el
Señor estaba haciendo, pero no se establecerían colectores ni se harían pedidos de dinero en
ninguna forma. Los obreros y la obra tenían que depender directamente del Señor.
El dinero necesario para el viaje llegó, Hudson Taylor, su familia y quince obreros más, se
embarcaron en mayo de 1866, encomendándose a la protección del Padre Celestial. No bien
desembarcaron, se dirigieron al interior como habían prometido hacerlo y se establecieron en
Hanchow; pero de ahí fueron siguiendo más hacia el interior, y antes del fin del año ya estaban
ocupando ocho estaciones, entre otras la de la ciudad de Nanking.
La Sociedad siguió progresando.
A veces las perspectivas eran sombrías y no faltaron críticos que profetizaban que no viviría
mucho tiempo. Pero Taylor había aprendido a no acongojarse y dejaba todo en las manos de
Dios. En uno de los momentos más críticos de la misión, estando su fundador postrado en un
lecho de dolor, éste concibió el audaz proyecto de llegar a nueve provincias del centro todavía
cerradas, y en las cuales no se permitía la residencia de extranjeros. Los hombres vinieron, y
mientras sus fervientes oraciones y súplicas subían incesantemente al trono del Eterno, Li–
Hung–Chang, el gran estadista chino, persuadía al emperador sobre la conveniencia de abrir el
país entero. Los misioneros salieron con fe de Inglaterra cuando las puertas estaban cerradas, y
cuando llegaron a la China se encontraron con la noticia de que ya estaban abiertas. Dios
respondía a las oraciones de sus hijos.
En los años 1878–79, una terrible hambre asoló todo el norte del país. Ciudades enteras
quedaron abandonadas y millares de cadáveres sin sepultura. La miseria hacía que los padres
apelasen al recurso de vender a las mujeres y los niños. En algunos lugares los hambrientos se
alimentaron con carne humana. Las estadísticas calculan en 12 a 13 millones el número de
víctimas producidas por el flagelo.
En estas tristes circunstancias los misioneros pudieron dar pruebas del buen espíritu que les
animaba. Reunieron grandes sumas de dinero para socorrer a los necesitados, y este acto de
simpatía cristiana no dejó de hacer muy buena impresión en el pueblo socorrido.
En este tiempo apareció la heroica señora de Hudson Taylor, la primera mujer europea que se
atrevió a entrar en el interior del país. Su valeroso ejemplo abrió el camino a una multitud de
nobles misioneras, que con gran sorpresa de todos fueron muy bien recibidas por los chinos.
Taylor era un hombre que personificaba el lema de Carey: “Emprender grandes cosas para
Dios, y esperar grandes cosas de Dios”.
En 1881 reclamaba 70 obreros más. Tres años más tarde 76 habían respondido al
llamamiento.
La obra tomó tal desarrollo que se hizo imposible a un solo hombre hacerse cargo de la
dirección, y esto dió origen a que se nombrase una comisión directiva compuesta de los
misioneros más antiguos, la cual inició sus trabajos solicitando el envío de cien misioneros más,
y muy poco tardaron en verlos llegar. dido algo del idioma y otras circunstancias lo hiciesen
posible.
Sus primeros trabajos fueron interesantes. Vivía en una embarcación de unos 25 pies de largo
con la que navegaba por muchos canales que unen las diferentes ciudades de la China,
predicando en las calles y vendiendo libros en todos los pueblos y aldeas que visitaba.
Su trabajo principal era el de ir de casa en casa enseñando pacientemente a todos los que
querían escucharle.
Desde Ping–hu, escribía:
“Hemos alquilado una casa en las afueras de la ciudad y pensamos quedar algunos meses,
salvo que seamos desterrados por el mandarín. Las dos semanas que he pasado aquí han sido las
más felices que he pasado en la China. Estoy ahora en mi elemento y trabajo desde temprano en
la mañana hasta tarde en la noche con un espíritu alegre y un corazón desahogado. Durante la
mañana estudio con mi maestro y toda la tarde me ocupo en predicar en un salón del piso bajo.
Mi ayudante predica día por medio desde las 2 de la tarde hasta las 5. Tenemos muy buenas
congregaciones.
“Tenemos excelentes reuniones todas las tardes. Abro las puertas a las 2 p. m. y hasta las 5 ó
6 mi ayudante y yo predicamos alternativamente”.
Durante la rebelión de Tai–ping, Griffith John efectuó varias visitas al campamento
revolucionario y sus cartas y artículos sobre este movimiento son documentos de gran
importancia para la historia de la regeneración de la China.
Este levantamiento que es denigrado con el epíteto de “rebelión” y que durante quince años
devastó las principales provincias del imperio, causando la muerte de unos veinte millones de
seres humanos, fué impulsado por los más nobles sentimientos, y sus jefes decapitados como
“rebeldes” serían hoy mirados como “patriotas”, si hubiesen logrado derrocar la dinastía reinante
e implantar el avanzado programa que les daba impulso.
Por extraño que parezca, este movimiento fué un resultado de la obra misionera. Haremos
aquí una breve historia, por haber tenido que hacer tanto en este asunto el misionero de quien nos
estamos ocupando.
Hung–siu–tsuen, jefe del movimiento, nació cerca de Cantón, y habiendo ido a esa ciudad
para rendir sus exámenes literarios, se encontró con un misionero, que se supone fuera Morrison,
y un cristiano chino, que se cree haya sido Lian Afá, el primer convertido en la obra de
Morrison. De éstos recibió algunos libros cristianos que el joven estudiante llevó a su pueblo
natal. Los libros no fueron leídos, pero durante una larga y penosa enfermedad en la que creyó
tener varias visiones, se puso a estudiarlos, con el resultado de que, al sanar, fundó allá por el año
1858, la “Sociedad de adoradores de Dios”, la cual tenía tendencias cristianas. Buscó más
enseñanza poniéndose en contacto con el misionero bautista americano, Roberts, de Cantón, pero
siempre sus ideas fueron bastante confusas. La sociedad creció en número y pronto empezaron a
mezclar la política con la religión, y desear ver a su patria libre de sus rancias instituciones
alimentadas por la dinastía reinante de los manchúes. Querían implantar reformas religiosas y
sociales que colocasen a los chinos al mismo nivel que los pueblos civilizados del Occidente.
Cuando el gobierno empezó a perseguirlos, estalló la revolución. Las tropas imperiales sufrieron
una primera derrota; los revolucionarios, de triunfo en triunfo, con la rapidez de un torbellino, se
apoderaron de muchas e importantes ciudades, llegando hasta Nanking, donde fijaron la
residencia del gobierno de la nueva dinastía.
Hung Jin, pariente del jefe del movimiento, un joven inteligente y espiritual que se había
convertido al cristianismo, y quien estuvo relacionado con distinguidos misioneros, trabajando
durante buen tiempo como evangelista, fué promovido a jerarquía real, y fué con este motivo que
Griffith John hizo una de sus visitas al campamento revolucionario, la cual cuenta él mismo en la
siguiente carta dirigida a la Sociedad Misionera de Londres:
“Llegamos a Su Chow el 2 de agosto, temprano, y el mismo día tuvimos una entrevista con el
Kang Wang (rey). Se presentó ricamente vestido, ciñendo una coraza de oro, y rodeado de un
numeroso séquito que vestía capas de seda, rojas y amarillas. Al entrar nosotros se puso de pie y
nos dió un fuerte apretón de manos. Nos dijo que nuestra visita le causaba un gran placer y que
su corazón se hallaba contento. Nos hizo muchas preguntas sobre sus muchos amigos en
Shanghai, extranjeros y naturales. Se alegró mucho al oír del progreso del evangelio en Amoy;
del crecimiento numérico de convertidos en Cantón y Hong–Kong y del último despertamiento
en el Oeste. “El reino de Cristo, dijo, se extenderá venciendo todo obstáculo”.
“Se sacó la corona y la ropa real; mandó a los oficiales que se retiraran; y tuvimos entonces
una conversación confidencial sobre varios puntos. Con sumo placer aceptamos la invitación de
comer con él. Antes de comer él propuso que cantáramos un himno y orásemos juntos. Habiendo
elegido uno de los himnos del Dr. Medhurst, él mismo lo empezó cantándolo con admirable
corrección, fervor y energía. Después de una corta oración ofrecida por el misionero Edkins, nos
sentamos a la mesa. La conversación versó casi exclusivamente sobre asuntos religiosos; parecía
que no quería hablar de otra cosa. Nos dijo que cuando salió de Hong Kong para Nanking su
objeto era únicamente predicar el evangelio a los súbditos de la dinastía celeste; y que desde su
llegada había pedido permiso a su primo para hacer esto. El jefe no quiso oírlo e insistió sobre su
inmediata promoción a la categoría de rey.
“Aunque enteramente consagrado a la nueva dinastía, y resuelto a vivir o morir por ella, nos
repitió varias veces que era mucho más feliz cuando trabajaba como ayudante de la Misión en
Hong Kong, que ahora, a pesar de la dignidad que se le había conferido, y de su alta investidura”.
Refiriéndose a otra visita, el mismo Griffith John, dice:
“Tuvimos una interesante conversación con él sobre varios asuntos, pero especialmente sobre
el carácter del jefe Tai–ping Wang. Antes de separarnos él propuso que nos encomendásemos al
cuidado de Dios Todopoderoso e invocásemos su bendición orando. Después de cantar un himno
él dirigió la oración. Su oración fué al punto, ferviente y bíblica. Pidió que los idolos pereciesen,
que los templos fuesen convertidos en locales de culto, y que el puro cristianismo llegase a ser
rápidamente la religión de la China. Este era un espectáculo interesantísimo, un espectáculo
inolvidable”.
Fácil es formarse una idea de lo que hubiera sido de la China si hombres como éstos
hubiesen subido al poder. Pero Francia e Inglaterra, en 1864, con el pretexto más o menos cierto
de proteger sus intereses, desembarcaron tropas en la China, y violando las reglas más
elementales de la neutralidad, se pusieron del lado de los imperialistas y la gran revolución fué
sofocada. Su jefe principal se suicidó, Hung Jin, el rey cristiano, fué hecho prisionero y luego
decapitado.
Pero la revolución, sin embargo, conmovió a la China desde sus cimientos. La idolatría sufrió
un rudo golpe. El pueblo que había visto los ídolos arrojados por las calles, perdió la confianza
que había tenido en su mentido poder.
Pacificado el país, Griffith John se puso a traducir en hechos sus ideas relativas a la
evangelización en el interior del país, y fué a establecerse en Hankow, donde permaneció al
frente de una obra muy bendecida, hasta el fin de su envidiable carrera. Los primeros años fueron
sumamente duros, pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar para bien y la obra adquirió
un desarrollo gigantesco, en conexión con la cual florecían iglesias, escuelas, imprentas,
hospitales y toda rama y forma de la obra misionera. Cuando en 1905 se celebró el jubileo de su
llegada a la China, la misión que él había fundado tenía a su alrededor más de 6.000 convertidos
organizados en muchas congregaciones. Fué entonces cuando Griffith John dijo: “Ahora quiero
asumir el papel de profeta. Cincuenta años más y no habrá ídolos en la China. Cincuenta años
más y no habrá sacerdotes budistas ni taoístas. Dentro de cincuenta o cien años más no habrá
más misioneros extranjeros en la China. ¿Por qué? Porque la iglesia china tendrá sus propios
pastores en gran número. La China será completamente cambiada. Nosotros los viejos no
veremos esto en vida, pero lo veremos desde el cielo, y los pequeños aquí lo verán y tomarán
parte en ello”.

El Japón
Las primeras noticias que Europa tuvo sobre el Japón le fueron suministradas por Marco
Polo, quien en la China había oído relatos maravillosos y fantásticos sobre una isla en la cual
había tal abundancia de metales preciosos que los techos y los pisos, decían, del palacio imperial,
eran de oro finísimo.
Se cree generalmente que cuando Colón emprendió su famoso viaje en busca de un camino
más corto para llegar a la India, iba buscando la isla mencionada por Marco Polo, o sea el Japón.
En 1545, Méndez Pinto, un navegante portugués, junto con sus compañeros Diego Zamoto y
Cristóbal Baralho, encontrándose en la China, se embarcaron en un junco piloteado por chinos,
cuyo capitán resultó ser pirata. En un encuentro con otro pirata, el piloto fué muerto y la
embarcación llevada a alta mar por un fuerte temporal que sobrevino. Durante 23 días
anduvieron vagando por el Océano, y cuando creían que todo estaba perdido divisaron a la
distancia un punto negro que resultó ser Tenagashima, una de las islas del Japón.
De ahí pasaron al mismo Japón, siendo así estos tres navegantes los primeros europeos que
pisaron sus costas. Fueron tan bien recibidos que en 1547 Pinto hizo una segunda visita a la isla.
Cuando Pinto estaba preparándose para partir, llegaron corriendo a toda prisa dos hombres
que suplicaban ser admitidos a bordo. Tan insistentes eran en su súplica que Pinto no pudo
menos que admitirlos. Los que huían eran Anjiro y su criado. Anjiro había hecho una muerte y se
escapaba de la justicia.
Llegados a Malaca, Pinto encontró a Francisco Javier, el gran misionero jesuíta, a quien
contó la historia de los dos japoneses. Javier los llevó a su colegio en Goa, donde se les instruyó
en las doctrinas del romanismo, y fueron miembros de esa iglesia.
Animado por la conversión de éstos, Javier dirigió sus pensamientos hacia el Japón. En 1549
él mismo, acompañado por los dos japoneses y dos misioneros de Portugal, se embarcó con
rumbo a las lejanas islas que deseaba conquistar a su fe, llegando a Kagoshima, donde fué
amablemente recibido por el príncipe de la región.
Ayudado por Anjiro en calidad de intérprete, Javier se puso a predicar y pronto algunos se
juntaron a él. El infatigable jesuíta visitó varias provincias y a pesar de que en su obra había sólo
un cristianismo superficial, no cabe duda que su empresa fué coronada de éxito.
Con el fin de perjudicar al budismo del cual era acérrimo enemigo, Nobunago, el gobernante
y político más influyente del país, se puso al lado de Javier y empleó su poder e influencia para
favorecer su obra. Con este patronato político y no espiritual, en menos de treinta años el número
de católicos romanos en el Japón llegaba a más de 150.000.
Los métodos empleados por los jesuítas estaban muy lejos de ser ideales. Las imágenes de
Buda, un poco alteradas con el cincel, servían como imágenes de Cristo, y los héroes del
budismo eran fácilmente transformados en los doce apóstoles. Las conversiones eran obradas por
medio de lo que los jesuítas llaman “fraudes piadosos”. El historiador jesuíta Charlevoix, en su
“Historia de las Misiones en el Japón”, dice: “En 1577 el señor de la isla de Amakusa lanzó una
proclama en la que ordenaba a todos los súbditos —fuesen sacerdotes, caballeros o negociantes
—, que tenían que convertirse al cristianismo o dejar el país al día siguiente”. Fué por el
procedimiento de la violencia y de la astucia que los jesuítas quisieron convertir al Japón. Esto
explica el sentimiento anticristiano que hallamos después en aquel país.
Todo fué muy bien mientras vivía Nobunago. Pero cuando él murió subió al poder, en 1852,
Hideyoshi, quien temiendo que los católicos tuviesen miras políticas, lanzó un decreto (1587)
mandándoles dejar el país en el término de veinte días. Como no había suficientes buques para
transportarlos, se extendió el plazo a seis meses. Muchos lograron huir al interior e islas vecinas,
de modo que el cristianismo no quedó completamente extinguido en aquel entonces.
Otros decretos aparecieron más tarde, hasta que poco a poco los católicos fueron desalojados
totalmente. Muchos sufrieron el martirio y algunos hicieron resistencia, pero todo fué en vano.
Se dictaron las leyes más severas contra el cristianismo y en las calles y parajes públicos se leían
letreros con esta inscripción:
“Mientras el sol caliente la tierra, que ningún cristiano se atreva a venir al Japón; y
sépase que si el mismo rey de España, o el dios de los cristianos (se cree que esto se refería
al papa), o el gran Dios de todos, viola esta ley, lo pagará con su cabeza”.
Otra medida tomada fué la expulsión de todos los extranjeros, salvo los chinos, que eran
paganos, y un grupo de holandeses que se sometieron a condiciones humillantes, con tal de
seguir negociando en el Japón.
En 1621 se promulgó una ley prohibiendo a los japoneses salir del país, y en caso de que
alguno se atreviese a salir, sería ejecutado al regresar.
A pesar de estas medidas rigurosas, parece que algunos seguían secretamente el romanismo,
y cuando volvieron los misioneros católicos, en 1865, hallaron unos 2.500 descendientes de los
convertidos por Javier.
El Japón, pues, era una prisión que encarcelaba a sus propios hijos, y durante 230 años vivió
completamente cerrado al mundo exterior.

Niñeras y monjas Japonesas

La razón y la fuerza
En febrero de 1849, habiendo llegado al conocimiento del gobierno de los Estados Unidos
que dieciséis náufragos norteamericanos estaban presos en el Japón, envió un buque de guerra a
exigir que fuesen puestos en libertad. Los japoneses rehusaron al principio, pero cuando supieron
que se haría fuerza, los soltaron, después de haber estado diecisiete meses encarcelados.
Como la adquisición de California, y el crecimiento de la industria, junto con la navegación a
vapor, requerían la apertura del Japón para tener estaciones carboneras, el gobierno de
Wáshington resolvió, en 1852, enviar al comodoro Mateo C. Perry con la misión de abrir el
Japón pacíficamente si era posible o por la fuerza si fuese necesario. El comodoro Perry no era
solamente un hábil marino e inteligente diplomático, sino también un sincero creyente, asiduo
lector de la Biblia.
Perry entró en la bahía de Yeddo el 8 de julio de 1853 con una pequeña flota de cuatro
buques, dos de los cuales eran los primeros a vapor que poseía la marina americana.
Cuando los cuatro grandes buques hicieron su aparición los japoneses se llenaron de terror.
El vicegobernador Uraga apareció en un barco y fué recibido a bordo, y se le notificó que los
buques habían venido en misión pacífica a traer una comunicación del presidente de los Estados
Unidos para el emperador del Japón, y que deseaban verse con un representante de alta categoría
para entregársela.
Durante las negociaciones Perry supo conducirse con toda cortesía y resolución, y así ganó el
respeto de todos.
El 14 de julio bajó a tierra con 300 hombres e hizo entrega de la comunicación. El 17
emprendió viaje de regreso dejando dicho que volvería a principios del año entrante a buscar la
respuesta.
El carácter cristiano de Perry puede verse en este incidente: Un domingo se presentaron
algunos japoneses de alta investidura pidiendo que se les permitiese ver los buques. Perry
contestó que siendo día domingo no podía recibirlos, porque en sus buques se guardaba ese día
para rendir culto a Dios.
El mismo día, sobre la cubierta de los buques, se celebró el culto y la grandiosa música de la
doxología resonó sobre las aguas de la bahía, llegando hasta tierra el sonido de las voces que
bendecían al Creador.
En febrero de 1854 una flota de diez buques, en lugar de cuatro, ancló en la bahía de Yeddo,
y pronto se firmó un tratado por el cual el Japón proveería de carbón y víveres a los buques
americanos en los puertos de Shimoda y Hakodate; un cónsul americano tendría su asiento en el
país; y se prometía buen tratamiento a los náufragos que pudiesen llegar a sus costas.
En 1856 desembarcó en Shimoda el Hon. T. Harris, trayendo las credenciales que le
acreditaban cónsul. Lo mismo que Perry, Harris era cristiano, y desde el principio estableció la
costumbre de no hacer negociaciones los días domingo. Debido a su influencia, tratado tras
tratado fueron firmándose, y el Japón quedó abierto.
Las misiones en el Japón
Abierto el país por la escuadra de Perry y la hábil y sincera diplomacia de Harris, el mundo
cristiano se halló frente a una puerta abierta que invitaba a entrar.
Entre los muchos misioneros que han descollado en el país del sol naciente se distinguieron
Samuel R. Brown, Juan C. Hepburn y Guido F. Verbeck.
La obra más importante de Brown fué la traducción al japonés de todo el Nuevo Testamento.
Durante muchos años trabajó asiduamente en esto, orando a Dios para que le diese el gozo de ver
su obra terminada.
La obra de Hepburn consistió en la traducción del Antiguo Testamento, tarea en la que
empleó dieciséis años.
Verbeck se dedicó a traducir obras de educación y derecho, lo que le valió tan grandes
elogios que fué llamado por el gobierno para fundar la Universidad de Tokio, hoy la más
influyente del Oriente, y una de las principales en todo el mundo.
Brown fundó una escuela no bien llegó al país, la cual contó entre sus alumnos un número
crecido de jóvenes que llegaron a ocupar puestos importantes en el gobierno, en el comercio y en
el periodismo.
Hepburn aprovechó su preparación en la medicina para abrir un dispensario médico por
medio del cual ganó mucho renombre como oculista.
Verbeck también había empezado sus trabajos con una escuela en Nagasaki. Tenía confianza
en la capacidad y disposiciones de los japoneses. En 1860 escribía estas palabras: “Con todos sus
vicios y tinieblas, cuando se haya sometido a Cristo, estoy seguro de que este pueblo será
verdaderamente un pueblo peculiar. Uno no puede menos que descubrir en ellos capacidades del
más alto vuelo, el germen de los mejores sentimientos, que se manifestarán después del nuevo
nacimiento”.
A Verbeck, se ha dicho, más que a cualquier otro hombre, del país o extranjero, el Japón
debe su sorprendente progreso en la actualidad.
Durante los primeros doce años de misiones evangélicas en el Japón (1859–1872) solamente
diez personas aceptaron el bautismo. La mayor parte de éstos fueron bautizados a puertas
cerradas, y aun así uno de ellos tuvo que sufrir cinco años de cárcel. La primera iglesia fué
organizada el 10 de marzo de 1872, y se componía de once miembros.
Los edictos contra el cristianismo fueron revocados en febrero de 1873, pero quedaban por
abolir los profundos prejuicios contra los cristianos.
Después de 50 años, empezando a contar desde 1859, el número de misioneros en el Japón
llegaba a 800; el número de las iglesias a 400, más de cien de las cuales se sostienen sin ayuda
exterior; había unos 500 pastores japoneses y 600 ayudantes ocupados también en predicar; más
de 70.000 miembros en la iglesia y no menos de 10.000 alumnos en las escuelas dominicales. La
obra educacional también había realizado halagüeños progresos. En las escuelas para internos
había más de 4.000 varones y 6.000 mujeres, y unos 8.000 alumnos externos. En las escuelas
teológicas había unos 400 jóvenes que se preparaban para la predicación, y 250 mujeres para la
lectura de la Biblia entre las personas de su sexo.
Los metodistas poseían en Tokío una casa de publicaciones con un equipo de 100.000
dólares de valor, y del cual han salido 1.500.000 libros y folletos durante un solo año.
Entre los que han abrazado la fe había hombres que ocupaban puestos en el parlamento y en
otras altas esferas del gobierno.
VI
AFRICA
El continente negro

SE ha dicho, no sin razón, que África era, y es aún, hasta cierto punto, “una fosa de
desolación, miseria y crimen”, y fuera de toda duda, de las cinco partes del mundo ésta es la que
sintió los efectos desastrosos de la caída del hombre en una forma más brutal y vergonzosa. La
esclavitud, la barbarie, la tiranía y la degradación azotaron al suelo africano más
despiadadamente que a cualquier otra región del planeta.
Las costas del Norte de Africa fueron el asiento de una remota y avanzada civilización, pero
el resto del continente quedaba casi totalmente ignorado al mundo civilizado.
Los marinos portugueses son los que primero se animaron a dirigir las atrevidas proas de sus
buques a esas regiones ignoradas, y a ellos cabe la honra, de haber descubierto casi toda la costa
africana. En 1418 descubrieron las lslas Canarias, y Madeira; en 1446 el Cabo Verde; en 1463
Sierra Leona; en 1481 las desembocaduras del río Congo; en 1486 el Cabo de Buena Esperanza;
y al fin del siglo XV, Vasco da Gama exploró las costas del Este, desde Natal hasta el Cabo de
Guardafuí.
A mediados del siglo XVII los holandeses se establecieron en las regiones auríferas del sur
del continente, fundando colonias importantes, pero fueron completamente indiferentes en lo que
toca a la suerte de los negros.
El interior del África ha sido explorado sólo en la segunda mitad del siglo XIX, y los
descubrimientos maravillosos que asombraron al mundo se deben principalmente a los
misioneros alemanes Krapf y Rebmann, y al escocés David Livingstone, descubrimientos que
modificaron la ciencia geográfica, y que fueron completados y seguidos por los de Stanley,
Schweinfurth, Camerón, Brazza y otros.
La población del África se calcula en unos 200 millones de habitantes, entre los cuales hay
una pequeña minoría de cristianos, ya católicos, ya protestantes, y unos 40.000.000 de
mahometanos. El resto lo compone la población negra, sumida en toda clase y forma de
superstición y fetichismo.
Este continente, de donde procedía la reina de Saba, la que fué a Jerusalén para oír la
sabiduría de Salomón; Simón de Cirene, el que llevó la cruz del Salvador desde las puertas de la
ciudad hasta el Calvario; la patria del eunuco convertido y bautizado por Felipe; la cuna de
Apolos, el varón elocuente y poderoso en las Escrituras; la tierra donde nacieron y actuaron
Cipriano, San Agustín, Perpetua, y Felicitas, ha llamado últimamente la atención de los
cristianos y casi no hay sociedad misionera de cierta importancia que no cuente ahí con un
núcleo de sus esforzados representantes.
Daremos ahora algunos datos biográficos de los héroes que han trabajado en este continente,
al cual, como se ha dicho, “van al Norte los que buscan salud, al Sur los que buscan riquezas, al
Centro los que buscan aventuras”, y añadimos, a todas partes los misioneros que buscan almas.

Tipo africano Un culto en Africa

Juan T. van der Kemp


Un día sereno y apacible, un bote navegaba tranquilamente sobre las mansas aguas, dentro
del cual se hallaba un alegre matrimonio y un niñito, hijo único que con sus encantadoras
sonrisas aumentaba la dicha de sus padres. De repente, uno de esos huracanes tan frecuentes en
Holanda, sopló con vehemencia y el cielo se cubrió de nubes negras que ocultaron la faz radiante
del astro del día. La embarcación naufragó, y perecieron ahogados la madre y el niño. El padre
pudo salvarse después de hercúleos esfuerzos que no pudieron evitar la muerte de esos dos seres
amados. El padre era Juan T. van der Kemp, un incrédulo empedernido que había rechazado las
enseñanzas de su padre, que era pastor, y los buenos consejos de su piadosa esposa. Cuando esto
ocurrió tenía 44 años de edad. Doblegado por el peso de esta desgracia, viéndose separado de su
noble compañera y del hijo que idolatraba, se acercó al Señor aceptando el simple evangelio de
Cristo en el que halló la paz que su alma necesitaba.
En muchos sentidos era Kemp un hombre notable. Había estudiado en las universidades de
Leyden y Edimburgo, siendo graduado doctor en medicina.
Quiso poner sus talentos al servicio de la mejor causa y resolvió hacerse misionero, eligiendo
el Africa como su campo de trabajo.
Como en Holanda no había sociedades misioneras, ofreció sus servicios a la Sociedad
Misionera de Londres, y el año 1798 se embarcó con tres colegas en dirección a la Colonia del
Cabo.
Fueron bien recibidos por algunos creyentes con quienes organizaron una sociedad misionera
sudafricana. Dos de los misioneros se dirigieron hacia el Norte, pero Kemp resolvió dedicarse a
trabajar entre los cafres del Este. A pesar de las guerras y continuas revueltas logró llegar hasta la
presencia del jefe de los cafres, de quien obtuvo permiso para residir entre ellos. Las dificultades
que a cada paso se presentaban y el género de vida que tenía que sobrellevar entre ese pueblo
bárbaro, abatieron algunas veces el ánimo del siervo de Dios, pero nunca faltó la fuerza para
ayudarle a cargar varonilmente su cruz, y permaneció fiel en su puesto. Poco a poco fué ganando
el respeto y cariño de todos. Su vida ejemplar tenía un poderoso efecto sobre aquel pueblo
desdichado, y algunos empezaron a inquirir el secreto que animaba aquella existencia luminosa
en una región de barbarie, de miseria y de vicios.
Con mucha paciencia logró instruir a varios jóvenes, algunos de los cuales fueron ganados al
evangelio, pero la guerra obligó a la tribu a huir de la Colonia del Cabo. Como no querían verse
privados de tan buen amigo y maestro, los negros suplicaron con lágrimas a Kemp que siguiese
viaje con ellos. El misionero consintió y fué a establecerse en Graaf Reinet. Su actividad dió muy
buenos resultados. Uno de los negros convertidos compuso himnos y empezó a visitar muchas
tribus cantando las verdades consoladoras del amor de un Dios desconocido para aquellas gentes,
Cuando los misioneros penetraron por primera vez en esas tribus, encontraron gente ya dispuesta
a conocer más sobre ese Jesús de quien habían oído cantar a uno de su misma raza.
Los boers que colonizaban esa parte del suelo africano, y quienes nada querían saber de
evangelizar a los negros, empezaron a perseguir a los misioneros y a hacerles la vida
insoportable. No contentos con demolerles la iglesia, atentaron contra la vida de Kemp, el cual
escapó milagrosamente de sus manos. Por fin, el gobernador boer, pretendiendo evitar las
dificultades, asignó a la colonia de negros cristianos un territorio árido y desnudo, donde se les
deseaba ver desaparecer. Los pobres cafres se dirigieron a esa triste región que denominaron
Bethelsdorp, donde, a pesar de la pobreza del suelo, a fuerza de grandes trabajos, lograron
prosperar y atraer a otros. La industria cambió el aspecto de la región y los negros pudieron vivir
con relativa abundancia. En 1808 había unos 1.000 habitantes, de los cuales 200 eran miembros
de la iglesia.
Los boers no se dieron por vencidos y crearon nuevas dificultades, pero en 1806 los ingleses
se apoderaron del país, y Kemp pudo seguir tranquilamente su obra, hasta que en 1811 Dios lo
llamó a su descanso.
Roberto Moffat
Este célebre misionero escocés nació el año 1795. Recibió de sus padres una educación muy
modesta, que él tuvo que completar siendo ya hombre. Su ardiente pasión por los viajes le hizo
huir de la casa paterna, cuando sólo tenía 11 años de edad, pero regresó arrepentido después de
haber estado en varios puntos de la costa.
Por medio de una piadosa familia metodista y la predicación que oyó en una capilla de esta
denominación, llegó a experimentar el nuevo nacimiento, y pronto se vieron los primeros frutos
que siguen a una genuina conversión.
Pasando un día frente a cierto edificio leyó el anuncio de una reunión misionera. La fecha
indicada ya había pasado, quedando así Moffat un tanto triste por haber perdido la oportunidad
de escuchar lo que se dijera en esa reunión. Detenido frente al anuncio, lo leía y releía, el cual
hacía revivir en su memoria todo lo que su buena madre le había contado cuando era niño, sobre
las misiones de los moravos en Labrador y Groenlandia. La semilla que había sido sembrada en
su tierno corazón germinó en ese instante para convertirse en una planta destinada a llevar frutos
en abundancia.
Después de vencer todas las dificultades que acompañan a la iniciación de la obra misionera,
se despidió de sus padres, a quienes pensaba que jamás volvería a ver, y emprendiendo el
suspirado viaje, llegó al Cabo el 13 de enero de 1817.
Las autoridades coloniales rehusaron darle permiso para fundar una misión en Namaqualand,
alegando que las misiones eran el refugio de los esclavos fugitivos y que, por lo tanto,
perjudicaban los intereses de los colonos. Mientras tanto el paciente Moffat estudiaba el
holandés, idioma muy necesario en el Sur de Africa. Por fin, pudo conseguir que el gobernador
cambiase de parecer y junto con otro misionero prosiguió su viaje.
Los colonos entre quienes se hospedaba durante las noches para descansar de las fatigas del
viaje, sacudían la cabeza al saber que se dirigía al territorio asolado por el terrible Africander.
Este célebre jefe era el terror de toda la comarca. Debido a la lucha que tenía que soportar con
los colonos, se había convertido en un salteador y asesino feroz. Su mano era contra todos, y las
manos de todos contra él. No había hombre blanco para quien Africander tuviese misericordia.
Pero Moffat estaba impulsado por el amor, y por el amor esperaba vencer.
Llegando al territorio de Africander, en lugar de huir del terrible cacique lo buscó y ejerció
sobre él una influencia tan poderosa que Africander abandonó su género de vida para convertirse
en el amigo fiel y protector del misionero. Cuando Moffat cayó enfermo, Africander no le
abandonó ni un solo instante y le prodigó cuanto género de atenciones le era posible.
Las autoridades habían ofrecido una fuerte suma de dinero a quien capturase al terrible
bandido, pero nadie se había atrevido a intentar empresa tan dificultosa. Moffat lo persuadió a
que lo acompañase a Cape Town, donde fué presentado al gobernador, el cual tuvo tanta
satisfacción al comprobar el triunfo de Moffat, que ordenó que la suma destinada a pagar al que
trajese la cabeza de Africander fuese entregada al mismo Africander.
Muchos incidentes ocurrieron en el viaje. Al llegar a una chacra donde Moffat se había
hospedado en su viaje de ida, no lo conocían más, porque estaba muy cambiado. “Soy Moffat”,
dijo. “No es posible, —respondió el chacarero—. Moffat hace mucho que fué muerto por
Africander”. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando se convenció de que su huésped era realmente
Moffat, y que Africander estaba allí con él.
Moffat tuvo que dejar la misión que había empezado en Namaqualand y se dirigió en
compañía de su esposa a Bechuanaland. El viaje que hoy se hace en dos días de ferrocarril, había
que hacerlo en carretas de bueyes, y emplearon siete semanas. El rey negro los recibió con gran
amabilidad dando pruebas de que se alegraba de verlos venir al país.
Moffat se retiró a una aldea donde no se hablaba ni el inglés ni el holandés, a fin de poder
aprender mejor los dialectos africanos de las tribus que quería evangelizar. Cuando se puso a
predicar, encontró que el terreno era duro como la roca. De vez en cuando venían algunos negros
por quedar bien con él, o esperando recibir algún favor, pero ninguno daba señales de interés en
las cosas eternas. Los bechuanos no querían abandonar sus costumbres abominables, y Moffat no
podía hallar un camino para llegar a sus corazones.
Cuando hacía ya como un año que vivía en Lattakoo sobrevino una gran sequía. Los brujos y
“doctores de la lluvia” que pretenden tener el poder de hacer llover, no podían esta vez engañar
al pueblo. Quemaban, en vano, carbones hechos con cuerpos de murciélagos e hígados de
animales silvestres. Cuando vieron que la lluvia no venía, dijeron que era a causa de la presencia
de los misioneros. El jefe entonces, junto con una compañía de hombres armados, fué a darles
orden de que se retiraran del país, pero Moffat se mostró enérgico y rehusó hacerlo. Por fin se
apaciguaron y la obra pudo continuar.
Como para una buena parte de la alimentación tenían que depender de la caza, muchas veces
se vió expuesto a ser devorado por las fieras que abundan en los bosques africanos, y más de una
vez hubiera perecido si no fuese por su serenidad y valor en los momentos de peligro.
En cierta ocasión en que los bechuanos fueron atacados por una tribu enemiga, Moffat, junto
con varios extranjeros, los protegió y salvó de un seguro saqueo y destrucción. Los invasores
fueron rechazados y los bechuanos desde entonces se mostraron agradecidos y amigos del
misionero que se había interesado por ellos. Desde entonces empezó a tener un poco más de
entrada y logró despertar algunos sentimientos humanitarios en ese pueblo sumido en la barbarie.
Cuando propuso mudar la misión a Kurumán, por considerarlo un paraje más ventajoso,
mucha de la gente lo acompañó, y le prestaron ayuda para construir la casa y la capilla.
En Kurumán se pudo ver algún fruto. La simiente sembrada con tanta paciencia dejó asomar
pequeños cotiledones anunciadores de una futura cosecha. La asistencia a las reuniones se hizo
buena y el interés de algunos era evidente. Seis fueron bautizados después de un cuidadoso
examen. Las costumbres paganas fueron cayendo en desuso, y la perspectiva antes sombría se
hizo brillante.
Moffat creyó llegada la hora de emprender la traducción de la Biblia, obra que llevó a cabo
venciendo mil dificultades.
En 1840 hizo una visita a lnglaterra, donde fué recibido con extraordinario entusiasmo de
parte de todos los que habían oído de sus trabajos y fatigas. Sus ancianos padres vivían aún y
tuvieron el gozo de abrazar al aclamado hijo, y de presenciar los homenajes de que era objeto.
Durante su permanencia en lnglaterra trabajó asiduamente, despertando interés en la obra
misionera e interesando a la Sociedad Bíblica en la publicación del Nuevo Testamento por él
traducido.
En 1843 regresó al Africa, y en Kurumán fué recibido por un inmenso gentío, en medio de
grandes manifestaciones de regocijo. Así, se puso de nuevo a trabajar en sus tareas en las cuales
continuó durante veintisiete años más.
Los últimos años del viejo misionero estuvieron llenos de pruebas. Su hija mayor, esposa de
Livingstone, murió y fué sepultada por su afligido marido, en las márgenes del Zambesi; su
yerno, el misionero francés Juan Frédoux, fué asesinado; sus fuerzas estaban ya gastadas y todos
le indicaban que había llegado el momento de pasar la espada a otro más joven, y retirarse a
descansar. Pero el anciano siervo de Dios, ya cubierto de canas y ostentando la barba blanca,
emblema de lo venerable, no quería ni siquiera pensar en retirarse de Kurumán.
En 1871, sin embargo, se resignó, y viendo que sus fuerzas decaían rápidamente, comprendió
que el Señor no le pedía más. El 25 de mayo de ese año predicó su último sermón en la capilla
que había edificado con sus propias manos, y a la congregación que tanto amaba. Sería imposible
describir las escenas desgarradoras de aquella reunión, donde los hijos de Africa daban
expansión a su profundo sentimiento, con lágrimas, sollozos y suspiros, al oír de los labios del
venerable misionero y de su anciana esposa las palabras del último adiós en este mundo.
Dos de sus hijos continuaron la obra de su padre.
La señora de Moffat murió poco tiempo después de su llegada a lnglaterra, pero el héroe de
quien nos ocupamos vivió trece años más, los cuales supo emplear bien, despertando interés en
la regeneración del Africa.
Cuando falleció, en 1883, uno de los principales diarios dijo: “Su nombre será recordado
mientras permanezcan las iglesias del Sur de Africa, y su ejemplo quedará con nosotros como
estímulo, y como una prueba de lo que un misionero cristiano puede ser y puede hacer”.
David Livingstone
Como misionero y como explorador, el nombre de David Livingstone es uno de los más
ilustres en la historia del mundo.
Nació en Blantyre, cerca de Glasgow, el 19 de marzo de 1813. Desde niño reveló un genio y
una habilidad notables, y su energía lo ayudaba a vencer todos los obstáculos que hallaba. En su
casa aprendió la honestidad y la rectitud que con el ejemplo y la palabra le enseñó su piadosa
madre. Siendo sus padres pobres, no pudieron darle una instrucción como hubieran deseado, y
así lo hallamos ya a la edad de diez años trabajando catorce horas diarias en una fábrica de
tejidos de algodón. Pero el ruido ensordecedor de las máquinas y de las correas, y la fatiga de
una jornada tan larga, no le impedían proseguir asiduamente sus estudios, iniciándose sin la
ayuda de maestro en los misterios del latín, de la botánica, y de varias ciencias más. Su buena
madre tenía que hacerle presente que era hora de dormir, pues con frecuencia la media noche lo
encontraba encima de sus libros y apuntes.
Joven era cuando quedó convencido de la necesidad de la regeneración, pero fué sólo a los
veinte años cuando aceptó a Cristo por su Salvador personal. Su conversión creó en él nuevos
sentimientos y nuevas disposiciones. El mismo da su testimonio escribiendo estas palabras: “El
don gratuito de Dios, produjo en mí un sentimiento de gran amor a aquel que nos ha rescatado
con su sangre, y de profunda gratitud hacia él. Su misericordia ejerció influencia en mi vida
entera”.
Este fué el origen del hombre que más debía influir en abrir las puertas del continente negro,
y quien por su amor a las almas, su indómita voluntad, sus perseverantes esfuerzos y su
tenacidad nunca superada, iba a llegar a regiones que nunca habían sido pisadas por el pie de un
hombre blanco.
Livingstone aprendió pronto a renunciar a todo por amor a Cristo. Consagraba todas sus
economías a la obra misionera, privándose aun de las cosas necesarias para que sus
contribuciones fuesen más abundantes. Pero no sólo quiso dar su dinero a esta obra, sino que
quiso darse a sí mismo yendo personalmente a anunciar el evangelio a los paganos. La China con
sus millones le atraía y pensó en consagrarse a esta parte del mundo. En 1838 fué aceptado por la
Sociedad Misionera de Londres, pero la vergonzosa “guerra del opio” le obligó a abandonar sus
planes tocante a la China. Durante la visita de Moffat a Londres se interesó en la suerte de los
negros y resolvió hacer del Africa su campo de labor.
Livingstone llegó a Kurumán durante la ausencia de Moffat. Sus aptitudes de médico le
hicieron famoso al cabo de muy poco tiempo. Mientras visitaba algunas tribus cercanas, su
ardiente imaginación vagaba por el desconocido interior del continente, tan inmensamente
grande y tan desconocido a los geógrafos. No podía conformarse con la creencia popular de que
todo era un desierto árido, absolutamente despoblado, y deseaba internarse, no tanto por buscar
nuevas tierras como por buscar nuevas tribus a las cuales sería llevado el glorioso mensaje de la
cruz.
En 1843 fundó una estación misionera en Mabotsa. Entonces estuvo bajo las garras de un
león que le lastimó un brazo, y del cual fué librado casi milagrosamente. En 1844 contrajo enlace
con María Moffat, hija del misionero de quien ya nos hemos ocupado. Dejando la obra en
Mabotsa a cargo de un colega, prosiguió más adelante y fundó otra estación en Chonuane, centro
principal de los bakwains, cuyo jefe Sechele lo recibió muy bien, manifestando pronto el deseo
de ser enseñado en las doctrinas de Cristo. Durante este tiempo, los boers, tan contrarios a las
misiones, empezaron a obstaculizarlo. “Se han propuesto—escribía Livingstone—, cerrarme el
interior del país pero yo me he propuesto abrirlo y penetrar en él. Veremos quién es más
afortunado”.
Una horrible y prolongada sequía le obligó a abandonar ese paraje. Sechele, con todo su
pueblo, lo siguió, y fueron a establecerse a unos 320 kilómetros al noroeste, en las márgenes del
río Kolobeng.
Sechele, quien ya había profesado fe en Cristo, fué bautizado, renunciando a la poligamia y
al pretendido poder de hacer llover.
El río Kolobeng se secó también, y la miseria que produjo esa nueva sequía fué espantosa,
obligando a Livingstone a emigrar, en 1849, en busca de territorio más propicio. Fué ese año que
tuvo el gran placer de descubrir el vasto lago Ngami, que no había sido nunca visto por el ojo
europeo. En las cercanías del lago encontró al jefe Sebitone, un antiguo amigo de Sechele. En
1851 pudo determinar con precisión el nacimiento del río Zambesi, descubrimiento de alta
importancia para la hidrografía del Africa. Pero, a medida que avanzaba, su corazón se llenaba
de amargura al contemplar las miserias producidas por el tráfico de esclavos.
Las márgenes del Zambesi no le parecían propicias para la fundación de una nueva estación
misionera, y esto dió origen al grandioso plan de atravesar el continente desde el Este hasta el
Oeste, a fin de trazar un camino al comercio europeo, y así hacer más factible la evangelización.
No quería abandonar su trabajo misionero, pero el deseo de explorar el continente lo consumía, y
Livingstone ya no era el hombre que se contentaría con la obra modesta pero gloriosa de estar
enseñando a un grupo de indígenas. Por supuesto, que su tarea principal era anunciar a Cristo a
las tribus que iba descubriendo. “Yo soy misionero en cuerpo y alma —escribía a su padre—.
Dios tuvo un hijo único que fué misionero y sanador. Yo soy un pobre imitador del Maestro, por
lo menos quiero seguir su ejemplo. Yo quiero vivir sirviéndole, y sirviéndole quiero morir”.
Personalmente hubiera querido vivir tranquilo junto con su familia al lado de Sechele y su
pueblo, pero tenía conciencia de que su misión era la de abrir el continente, y hacía el sacrificio
de verse privado de los suyos, en medio de los bosques africanos, sufriendo hambre, sed,
peligros, fiebres, y muchas otras pruebas, y viviendo años enteros sin ningún contacto con el
mundo civilizado, a tal punto que muchas veces se le creyó muerto o extraviado por esos mundos
sin caminos, y nadie esperaba verlo regresar de sus largas y peligrosas exploraciones.
Llevó a su esposa e hijos al Cabo y se preparó para emprender nuevas y atrevidas
exploraciones que le valieron la inmortalidad, y un lugar prominente entre los grandes de la
tierra.
Desde la capital de los makalolos se dirigió hacia el Oeste, llegando hasta San Paulo de
Loanda en las orillas del Atlántico, y después atravesó el impenetrable continente, llegando hasta
el Océano Indico.
En 1856 llegó a Kilimane, por el canal de Mozambique, donde tuvo la sorpresa de enterarse
de que el mundo entero había palpitado de ansiedad respecto a la suerte que pudo tener en su
viaje.
Al terminar este célebre viaje visitó a Inglaterra para dar cuenta al mundo de los
descubrimientos que había hecho. Todas las ciudades se disputaban el honor de recibirlo. La
Sociedad Misionera de Londres que le había enviado, las universidades de Oxford y Cambridge,
la Sociedad Real de Geografía, y todas las iglesias le hicieron grandiosos y entusiastas
recibimientos. Sus discursos despertaron gran interés, y en todas partes exhortaba a los jóvenes y
estudiantes a consagrarse a la obra misionera, no dejando que se cerrase la puerta que se les
presentaba abierta.
Sin renunciar a su carácter de misionero, Livingstone se desligó de la Sociedad con la cual
trabajaba, para aceptar el puesto de cónsul británico en el Africa Oriental, y jefe de una
importante expedición que tenía por objeto explorar el país, oponerse al comercio de esclavos, y
ejercer una sana influencia moral sobre los negros, por medio de la enseñanza de las verdades
cristianas.
Aunque la carrera de Livingstone dejaba de ser misionera en el sentido riguroso de la
palabra, jamás aceptó el viajar como simple explorador. Le impulsaba más que el amor a la
ciencia, el amor a esa raza degradada que él deseaba elevar mediante el evangelio de Cristo. No
iba en busca de países sino en busca de la gente que los habitaba. “Yo no consentiré jamás —
escribía a un amigo—, en viajar como símple geógrafo. Para mí todo trabajo geográfico es un
principio de la obra misionera”.
No podemos referirnos a todos los viajes que terminaron sólo cuando terminó su vida. Por
todas partes iba hallando nuevos montes, nuevos ríos, nuevos lagos, y nuevas tribus hasta
entonces inaccesibles.
Cuando Livingstone efectuó su último viaje, y como pasaron más de dos años sin que el
mundo civilizado recibiese noticias de él, muchos creían que había muerto en el trayecto: En ese
entonces el “New York Herald”, organizó una expedición bajo la dirección de Enrique M.
Stanley, quien tuvo la suerte de encontrar a Livingstone en el corazón de Africa, en momentos
verdaderamente angustiosos.
Más tarde el valiente explorador empezó a sentirse débil, y un día, cuando sus fieles negros
fueron de mañana temprano a verle en su choza, le hallaron de rodillas reclinado sobre su lecho
en actitud de oración. Silenciosamente se retiraron para no molestarle en ese acto. Pero cuando
vieron que el tiempo pasaba y no se movía, se acercaron a él, y hallaron que había entregado su
alma a Dios. El siervo de Dios murió puesto de rodillas.
El corazón de Livingstone fué sepultado debajo de un árbol, y su cuerpo, bien embalsamado,
fué conducido hasta la costa por Susi y Chumah, dos de sus buenos negros que tuvieron que
efectuar un viaje que duró un año, para que el cuerpo del querido maestro fuese entregado a los
suyos. Llegados a la costa, el cuerpo de Livingstone fué embarcado para Inglaterra, donde
descansa guardado junto a los de todos los grandes del imperio, en la Abadía de Westminster.

La Tumba del Blanco


Los ingleses fundaron en el Oeste de Africa, en 1787, la colonia de Sierra Leona para morada
de los esclavos libertados. Allí se juntaron representantes de unas cien tribus, pero a pesar de la
libertad, su condición dejó siempre mucho que desear, hasta que se hizo sentir la influencia
benefactora de las misiones evangélicas, de las cuales W. A. B. Johnson fué uno de los
representantes más caracterizados.
En su juventud había aprendido estas palabras del salmista: “Llámame en el día de la
angustia: librarte he y tú me honrarás”. Cuando se halló en Londres luchando con la miseria,
aprendió a depender del Señor para todas sus necesidades, tanto espirituales como materiales, y
desde entonces empieza a figurar entre los cristianos militantes.
En una reunión misionera su corazón se llenó del deseo ardiente de consagrarse al bien de los
paganos. En 1816 fué enviado a Sierra Leona, esa colonia de clima tan insalubre que ha sido
titulada “La tumba del blanco”. Al principio Johnson tuvo que vencer serias dificultades,
mayormente la completa carencia de recursos. Se veía rodeado de mucho trabajo, pero solo y
pobre, muy poco podía hacer. En estos momentos de angustia invocó al Eterno, y sus súplicas
fueron oídas. Pronto los indígenas se acercaron a él y tuvo el placer de dar principio a una clase
de cien niños y cincuenta adultos. Estos desdichados estaban hambrientos del pan del cielo, y
Johnson los veía postrados en oración desde el amanecer. Al cabo de unos cuantos meses de
enseñanza se organizó la primera iglesia con el grupo de los que más abundaban en frutos dignos
de arrepentimiento. La iglesia fué creciendo y las virtudes cristianas florecían en medio de un
pueblo que había sido víctima de una espantosa corrupción.
Pero los misioneros pronto empezaron a saber lo que costaba una obra en regiones tropicales
e insalubres como lo era Sierra Leona. Año tras año se abría el sepulcro de alguno de ellos.
Johnson también murió después de haber trabajado siete años.
En Liberia, una fila de sepulcros da testimonio del sacrificio consumado; verdaderos
monumentos levantados al amor de Cristo.
Cox, el primer misionero metodista que salió de América para esta región, al embarcarse
decía a un hermano en la fe:
—Si yo muero tú irás a escribir el epitafio.
—¿Y qué quieres que escriba? —le preguntó el hermano.
Cox respondió:
—Dejad morir un millar de misioneros antes de abandonar el Africa.
Pocos meses después de su llegada cavaron la fosa para sepultar a Cox.
Lott Carey, el misionero negro
“Cuando en 1620, dice el doctor E. C. Morris (un negro norteamericano), desembarcaron en
el suelo americano los primeros esclavos de Africa, principió una verdadera obra misionera. No
era la intención de los que vendían a los negros hacer una obra que finalmente contribuiría a la
gloria de Dios, y que con el tiempo influiría materialmente en la redención del continente negro;
pero tal era el propósito de Dios, y este propósito no tardó en madurar.
“No es nuestro propósito, continúa diciendo, justificar la esclavitud desde ningún punto de
vista, pero seríamos muy injustos a nuestras propias convicciones si no dijésemos que muchos de
los dueños de esclavos tenían un especial cuidado en que éstos frecuentasen las reuniones
religiosas aun cuando los cultos fuesen en la mayoría de los casos celebrados bajo el cuidado de
los dueños o de sus representantes”.
Muchos de los negros convertidos se sentían llamados al ministerio, y hay casos notables de
algunos que hicieron una obra admirable predicando de plantación en plantación, cuando
lograban el permiso de sus dueños para viajar.
Uno de los más notables de estos negros fué Lott Carey, nacido en el Estado de Virginia en
1780. Afortunadamente sus dueños eran partidarios de la instrucción religiosa de los esclavos. A
la edad de 27 años Lott Carey hizo profesión de fe y fué admitido como miembro de la Primera
Iglesia Bautista de Richmond. Poco tiempo después manifestó su deseo de consagrarse a la
predicación, y su iglesia, reconociendo en él dones del Señor, lo comisionó para este fin.
Sus trabajos como predicador estaban sujetos a las limitaciones impuestas por la esclavitud,
de modo que el valiente campeón del Señor se puso a pensar en cómo lograr su libertad, cosa
nada fácil sin duda. Trabajaba para su dueño en una fábrica de tabacos y consiguió que le
permitiese trabajar algunas horas extras, por las cuales se le pagaría a él personalmente. De esta
manera pudo ir economizando lo que ganaba, hasta que tuvo lo suficiente para comprarse a sí
mismo y a sus dos hijos; su mujer ya había sido librada de la esclavitud por la muerte.
La instrucción de Carey era muy limitada, pues en sus circunstancias el estudio era una cosa
poco menos que imposible, pero lo que leía, y el contacto con algunos blancos bien preparados,
habían ayudado a su poderosa inteligencia a posesionarse del conocimiento necesario para la
obra a la cual se sentía llamado. Guillermo Alexander, uno de sus biógrafos, dice: “Asistía a una
escuela nocturna donde enseñaba un blanco amigo de la raza. Carey era el mejor alumno de la
clase, y pronto consiguió la reputación de negro bien educado”.
Una vez libre, Carey resolvió ir a llevar las buenas nuevas de salud a los de su raza que
vivían en las lejanas regiones del Africa. Ante una numerosa concurrencia, compuesta de blancos
y de negros, predicó su sermón de despedida, y tal fué el efecto producido por sus ardientes
palabras, que varios de los presentes tomaron la resolución de consagrarse a la evangelización
del Africa, y muchos otros a dar de sus bienes para realizar este fin, organizando, en 1815, una
sociedad misionera cuya primera obra sería el sostén de Lott Carey.
El 23 de enero de 1821 se embarcó con rumbo al Africa, llegando a Liberia después de
cuarenta días de viaje. Se puso a predicar, y al cabo de poco tiempo se vió rodeado de muchos
interesados, y tuvo el gozo de organizar una iglesia, cuya influencia se hace sentir en esa
república aún hasta el día de hoy.
Lott Carey estaba imbuído del espíritu institucional y patriótico de los Estados Unidos, y sin
dejar la obra para la cual había atravesado el Atlántico, se ocupó mucho en la marcha de los
asuntos públicos de la pequeña república africana, llegando a ser hombre de gran influencia, y a
ocupar altos cargos en el gobierno.
Tales son algunos de los rasgos más sobresalientes de la vida de este noble siervo de Cristo,
cuyo nombre es toda una inspiración a los millones de cristianos negros de los Estados Unidos,
de las Antillas, del Africa y de todas las partes del mundo.
J. L. Krapf
En las regiones menos accesibles del Este, el alemán J. L. Krapf fué el primero en desplegar
la bandera del evangelio. En 1857 llegó a Abisinia, de donde tuvo que retirarse debido a la
oposición que sufrió de parte de algunos misioneros católicos. Decidió hacer una tentativa para
poder trabajar en Mombasa. Más afortunado que en Abisinia, consiguió del sultán de Zanzíbar el
permiso requerido para habitar el país, y recibió un salvoconducto recomendando “al buen
hombre que tiene la intención de convertir el mundo a Dios”. En 1844, este “buen hombre” llegó
a Mombasa donde empezó a estudiar los dialectos de los negros. Pronto vinieron las pruebas. Su
valiente esposa, atacada de fiebre, murió después de dar a luz una niña, la cual también falleció
al cabo de poco tiempo. Krapf no perdió el coraje, y hasta parece que esas tumbas le anunciaban
futuras victorias. “Decid a los amigos, escribía, que en esta costa oriental tenemos una tumba
solitaria. Ella es un testimonio de que habéis empezado a lucha en esta parte del mundo. La
iglesia siempre ha adelantado pasando por encima de las tumbas de sus fieles”.
Dos años después, Krapf recibió como colaborador a su compatriota Rebmann, y estos dos
mensajeros del Señor, sin pretenderlo ni buscarlo, vinieron a ocupar un lugar prominente entre
los grandes exploradores del continente negro. En 1848 descubrieron la cima nevada del
Kilimandjaro. Cuando dieron cuenta al mundo de este descubrimiento, los geógrafos no les
dieron crédito, declarando que no podía haber nieve debajo del Ecuador. Sin llegar ellos mismos
a los grandes lagos, pudieron reunir datos muy importantes sobre las grandes extensiones de
agua hasta entonces ignoradas, y Krapf, en 1849, escribió una reseña bien documentada sobre las
fuentes del Nilo, del Congo, y de otros ríos.
Después de una visita a Inglaterra, Krapf regresó al Africa acompañado de otros misioneros.
Los amigos de la causa aprobaron el atrevido proyecto de Krapf, que consistía en establecer
misiones a través de todo el continente, trazando así un camino desde una extremidad hasta la
otra, pero el valiente emprendedor tuvo que convencerse de que la hora no había llegado aún
para una empresa tan magna. Dificultades imprevistas e inesperadas hacían imposible la
realización de la idea, y poco a poco fué abandonada. Krapf, lleno de confianza en el Señor,
pudo escribir en esos momentos críticos: “Aunque yo sucumba, nada importa, porque el Señor es
siempre Rey. El hará triunfar su causa en el día deseado. La idea de una cadena de estaciones
misioneras será emprendida otra vez por una generación cercana. Yo la lego a todo misionero
que desembarque en esta costa oriental”.
Con la salud quebrantada tuvo que dejar el Africa para terminar sus días, cuando estaba de
descanso en su país natal.
Rebmann, en cambio, pudo quedar ocupando su puesto y proseguir activamente la obra
durante veintinueve años. Aunque solo, luchando con el clima y mil otras dificultades, no cesaba
en su obra a fin de alcanzar los corazones con la inestimable bendición del evangelio.
La Vanguardia de Uganda
El país de Uganda, situado al Norte de los grandes lagos Ukereve y Victoria–Nyanza, cuenta
con una población de un millón de habitantes, y es el estado mejor organizado y la tribu más
adelantada e inteligente del Africa.
En 1875 Stanley visitó la capital y permaneció unos meses con el rey Mtesa, quien mostró
gran interés en la fe y género de vida que llevaban los blancos cristianos. Cuando Stanley, a
pesar de las súplicas del rey para que se quedase, se vió obligado a partir, Mtesa le dijo: “¿De
qué vale venir a sembrar la duda en nuestros espíritus y retirarse precisamente en el momento
cuando empezamos a dar crédito a vuestras palabras?” Stanley prometió ocuparse del asunto
para que de Inglaterra fuesen enviados algunos misioneros. Escribió una carta a los anglicanos,
dirigida a la Sociedad Misionera de la Iglesia, la cual apareció en el “Daily Telegraph” y en el
“New York Herald”. Tres días después la sociedad recibía una fuerte donación para que iniciase
trabajos en Uganda, la cual fué seguida de muchas contribuciones más, todo lo cual indicaba que
era el momento de poner manos al arado.
Un año más tarde se embarcaron ocho misioneros. Desde Zanzíbar tenían que efectuar un
largo viaje de 1.200 kilómetros a través de regiones desconocidas y pobladas de fieras, y así
llegar al centro mismo del continente negro. La enfermedad y la muerte empezaron a hacer
estragos en la pequeña banda de misioneros. De los ocho, cuatro solamente llegaron al lago, y de
éstos sólo dos, Wilson y Smith, pudieron seguir viaje hasta Rubaga, la capital del pequeño reino,
después de un penosísimo viaje, que duró cerca de un año, atravesando el lago en un vaporcito
que ellos mismos habían llevado desarmado.
Durante este intervalo, el rey Mtesa recibió otra visita de Stanley, quien llevó consigo un
maestro indígena de Zanzíbar. El rey y sus consejeros habían resuelto aceptar el cristianismo.
Los misioneros fueron recibidos en una audiencia especial y solemne. El rey mandó dar una
salva de aplausos en honor del nombre de Jesús. Mtesa empezó a inquirir acerca de “el libro” que
los misioneros habían traído, y la misión en Uganda llegó a ser en alto grado “la misión del
libro”, debido a la gran influencia que ejercía la Biblia.
Las pruebas no se hicieron esperar. Smith y los que le acompañaban fueron asesinados,
mientras exploraban una isla. Wilson quedó solo.
Alejandro Mackay
Un ingeniero escocés, hombre heroico, lleno de coraje y de fe, Alejandro Mackay, fué a
prestar socorro al solitario Wilson. Otros lo imitaron y en 1879 había siete misioneros trabajando
en Uganda. No bien hubo aprendido el idioma, Mackay se puso a publicar textos bíblicos que él
mismo imprimía y distribuía entre los negros que aprendían a leer. En ninguna otra parte los
indígenas mostraron tanto interés en instruirse, y el sobrenombre de “lectores” se aplicaba a los
que recibían instrucciones de los misioneros.
Muchos fueron ganados a la fe, pero en cambio el rey Mtesa resultó ser un hombre voluble y
sin carácter. Siempre vacilaba y tan pronto se inclinaba a los evangélicos como a los católicos, o
a los mahometanos. En 1880 prohibió el libre ejercicio del cristianismo y del mahometismo, y él
se volvió al paganismo. Mackay no se dejó vencer por esta prohibición, y en 1882 bautizó a
cinco convertidos que sirvieron de ejemplo a otros por su coraje y fidelidad.
Mackay daba testimonio de su fe sin temor alguno, delante del mismo rey, y éste nunca se
atrevió a tocarle. Mtesa murió en 1884, y su hijo Muanga subió al trono. El nuevo rey tenía
mucho de bueno que había aprendido de los misioneros y mucho de malo que había heredado de
su padre. El temor de ver su reino conquistado por los alemanes hizo que tomase una actitud
hostil al cristianismo. En 1885 hizo quemar vivos a tres de sus pajes que habían confesado a
Cristo, pero tal fué el testimonio dado por estos mártires, que uno de los verdugos tomó la
resolución de hacerse cristiano, para poder orar, decía, como lo habían hecho los pajes.
Mackay se apresuraba a instruir a los negros para que Cristo fuese predicado, aún en el caso
probable de que los extranjeros fuesen expulsados.
En este tiempo el obispo Hannington fué asesinado al acercarse a las fronteras de Uganda.
Unos negociantes árabes habían llevado al rey la noticia de su llegada, y éste mandó darle muerte
en el camino. La compañía de cincuenta indígenas que le acompañaba fué exterminada.
Hánnington mandó un mensaje al rey por medio de su verdugo, en el que le aseguraba que moría
por el bien de Uganda. En Inglaterra la dolorosa noticia produjo una tremenda consternación,
pero lejos de inspirar temor, fué un estímulo para seguir adelante. Pocas semanas después de la
llegada de la infausta nueva, cincuenta jóvenes se habían ofrecido para ir al Africa. Pero en
Uganda la persecución recrudecía. Católicos y protestantes eran encarcelados; más de treinta
perecieron en la hoguera. El juicio era rápido: “¿Sabe usted leer?”, les preguntaban. Si la
respuesta era afirmativa, ya eran condenados al suplicio. Se calcula en unos doscientos los que
perecieron en esta persecución, sin contar los que tuvieron que sufrir torturas y azotes. Para que
los cristianos del país no tuviesen que sufrir a causa de su presencia, los misioneros resolvieron
retirarse, pero el rey no permitió que Mackay se fuese, para aprovechar sus conocimientos de
ingeniero técnico en la construcción de algunas obras.
El rey concluyó por calmarse, pero los “lectores” y todos los que tenían simpatía por el
evangelio, desconfiaban de esta calma, creyéndola una astucia del rey, y concluyeron por
rebelarse en 1888. Muanga tuvo que huir, y su hermano mayor fué proclamado rey. Bajo el
nuevo monarca muchos de los “lectores” entraron a ocupar puestos importantes en el gobierno y
se promulgó una ley de completa libertad de cultos. Muchos misioneros regresaron y las
estaciones misioneras de todo el país se llenaron de interesados, pero esta prosperidad iba a ser
de corta duración. Los árabes descontentos del poco resultado que habían obtenido por su
participación en el movimiento revolucionario, atacaron a los cristianos y mandaron a todos los
misioneros al otro lado del lago. Los cristianos negros tuvieron que esconderse o abandonar el
país. Otro hijo de Mtesa fué hecho rey, pero Muanga, reconciliado con los cristianos, logró
derrotar a su hermano y ser elevado a su antigua dignidad. El año 1890 los ingleses hicieron
cesar las persecuciones y continuas revueltas. Para evitar las disidencias, se dividió el país,
asignando a los protestantes la capital y sus alrededores; a los católicos el Sur; y algunas
provincias pequeñas fueron cedidas a los mahometanos. Muanga se hizo favorable a los
misioneros. Mackay murió de fiebre en 1890. Seis nuevos obreros vinieron a ocupar su puesto.
En 1893 un despertamiento, que vino después de mucha oración, produjo numerosas
conversiones. Más de 20.000 negros se reunían domingo tras domingo para leer La Biblia y
celebrar sus cultos. Año tras año las adiciones fueron por millares, y hoy hay unas 40 mil
personas relacionadas con la obra. Las escuelas cuentan los alumnos por decenas de miles. El
mismo Muanga fué bautizado en 1903.
Francisco Coillard
Los protestantes franceses, que han producido hombres eminentes en todas las ramas de la
actividad cristiana, no podían seguramente hacer otra cosa tratándose de la obra misionera, y a
pesar de la lucha que han tenido que sostener contra el romanismo y la incredulidad, dentro de su
propio territorio, han desplegado una actividad honrosa, en el mundo exterior. Aunque son pocos
en número, por medio de la Sociedad Misionera de París, sostienen misiones bien equipadas en
Tahití, Madagascar, y en el sur, este y oeste del Africa, empleando alrededor de 1.200 obreros,
contando a los misioneros, sus esposas y los ayudantes del país.
Son muchos los misioneros franceses que merecen un lugar entre los héroes, pero sólo
podemos referirnos a Francisco Coillard, uno de los que más han llamado la atención en los
últimos tiempos, y hoy universalmente conocido por la importante obra que ha efectuado en el
continente negro, y que ha dado a conocer por medio de un libro titulado: “Sur le Haut
Zambese”.
Nació en Asnieres, cerca de Bourges, el 17 de julio de 1834. Hay en Asnieres una iglesia
protestante cuya antigüedad remonta al tiempo de Calvino. La familia de Coillard era una de las
más fieles de la comunidad, la cual había caído en la pobreza, después de haber sido poseedora
de muchos bienes. Desde muy joven, pues, el futuro misionero tuvo que entrar a trabajar,
abandonando la escuela. Afortunadamente sus patrones, al ver en él disposiciones poco comunes
y una inteligencia asombrosa, tomaron a su cargo su educación, y le fué posible volver a
continuar sus estudios interrumpidos.
Un domingo, el pastor anunció desde el púlpito que la Sociedad Misionera de París
necesitaba obreros para evangelizar a los paganos, y desde entonces Coillard se puso a pensar en
la obra de la cual llegaría a ser un obrero tan distinguido. El trato con una sirvienta anciana y de
una piedad notable, le ayudó a determinar su futuro. Pero fué la lectura de un tratado titulado
Trigo o Paja, lo que ejerció sobre él una influencia decisiva. Fácil es saber lo que quería decir el
tratado: vidas útiles o vidas inútiles. ¿Cómo será la mía?, se preguntó, y de rodillas delante de
Dios resolvió consagrarse al bien de sus semejantes.
En 1857 partió para el sur de Africa, donde desembarcó después de una larga navegación.
Cuando llegó con sus compañeros a Lessouto halló el país completamente en ruinas a causa de la
guerra con los boers. Le fué entonces encomendada la tarea de fundar una estación en Léribé,
paraje casi desconocido y completamente pagano. El lugar era triste y las perspectivas poco
halagüeñas, pero Coillard trabajó con ánimo construyendo una capilla y demás comodidades de
una misión. Cuando todo estaba ya listo, y junto con su activa esposa se disponía a trabajar, una
nueva guerra le obligó a refugiarse en Natal, dejando en el abandono todo el resultado de sus
primeros años de fatigas. Sólo después de varios años pudo volver a Léribé, donde se puso de
nuevo a trabajar, teniendo el gozo de ver muchas bendiciones.
Pero Coillard estaba llamado a ser un soldado de la vanguardia, y sus colegas le pidieron que
fuese más adelante a fundar una nueva estación en la región habitada por los banyais.
Voluntariamente aceptó el encargo, pero fué imposible dar forma práctica al pensamiento,
porque el tirano que gobernaba les prohibió establecerse en sus dominios. Resolvió entonces
dirigirse al Zambesi, país rebelde a toda tentativa misionera, donde otros habían hallado la
muerte, y donde habitaban tribus famosas por sus crueldades y ferocidad.
En este segundo campo Coillard y sus buenos colaboradores desplegaron una actividad digna
de todo elogio. Fundaron numerosas estaciones en los puntos más estratégicos de las márgenes
del Zambesi, y Cristo era predicado, y la doctrina del amor enseñada en esa tierra donde la
barbarie había levantado su trono. Fué aquí donde conoció al rey Lewanika con quien mantuvo
siempre relaciones muy cordiales. Este rey era un déspota cruel y sanguinario; su residencia un
centro de orgías abominables, pero, poco a poco, debido a la influencia de Coillard, renunció a
sus costumbres salvajes, aunque no aceptó personalmente el evangelio, como lo hizo su hijo, el
príncipe Litia. Lewanika efectuó grandes cambios en su reino, suprimiendo todas las costumbres
crueles e inmorales del paganismo.
El explorador Serpa Pinto, que estuvo enfermo en la casa de Coillard, y el capitán Bertrand,
otro explorador, han hecho grandes elogios de la personalidad del misionero, y de la influencia
civilizadora que ha ejercido su misión en aquellos abandonados parajes.
Durante sus viajes por Europa, Coillard visitaba las iglesias, y su influencia fué muy
poderosa entre los elementos evangélicos del continente.
En mayo de 1904, atacado por una enfermedad que desde hacía mucho tiempo venía
molestándole y reduciendo sus energías, entregó su espíritu al Señor, en momentos en que los
pequeños negros de la Escuela Dominical hacían llegar hasta su lecho de muerte las notas bien
medidas del himno que dice:
Salvo en los tiernos brazos
De mi Jesús seré.
Pocas vidas han sido tan útiles, tan nobles, y tan fecundas en buenas obras como la suya.
Siendo joven, tomó la resolución de ser trigo, y sin duda en el día del advenimiento del Señor se
verá rodeado de muchas gavillas.
Madagascar
El evangelio penetró en la isla de Madagascar a principios del siglo XIX, bajo el reinado de
Radama, hombre progresista que recibió bien a los primeros misioneros, e introdujo en sus
dominios muchas mejoras, aunque él personalmente no abandonó el paganismo.
Cuando falleció Radama, subió al trono Ranavalona, una de sus doce mujeres, la cual se
mostró desde el día de su ascensión profundamente adversa al cristianismo; adversidad que fué
aumentando día tras día, hasta que en 1835 proclamó con gran pompa la prohibición del culto
cristiano. A los misioneros sólo se les permitía quedar para atender las necesidades espirituales
de los extranjeros radicados en la isla, pero les estaba prohibido predicar o enseñar a los
naturales. Tocante a los que ya habían abrazado el cristianismo, se les ordenaba volver a la
religión de sus antepasados. Otro decreto ordenaba que todos los libros cristianos fuesen
destruídos y se amenazaba con la pena de muerte a los que violasen esa ley. Ante estas amenazas
muchos de los que habían abrazado el cristianismo retrocedieron, pero un gran número de ellos
se dispuso a sufrir por el Señor. Ocultamente se reunían para leer el Nuevo Testamento y orar
juntos.
Por su parte, los misioneros se apresuraron a publicar el Antiguo Testamento, trabajo que
realizaban secretamente, para que quedase la Biblia completa en caso de que ellos fuesen
expulsados. En 1836 los misioneros se vieron obligados a retirarse a las islas Maurice.
La reacción pagana avanzaba con violencia. El infanticidio que había sido abolido por
Radama fué restablecido. Muchos cristianos sufrieron el martirio, y más de 200 de ellos fueron
vendidos en esclavitud. En 1840 el huracán de la persecución volvió a soplar con violencia y
nueve cristianos negros fueron condenados a muerte. Pero el fuego que ardía en los corazones de
estos cristianos era inextinguible, de modo que, a pesar de todos los edictos y actos de violencia,
el número de los que confesaban el nombre de Jesús era cada vez mayor. La tribu de los hovas
sintió los efectos de un considerable despertamiento espiritual, y el mismo hijo de la reina
andaba de acuerdo con los cristianos. “La religión de los blancos, —dijeron a la reina sus
ministros—, tiene la particularidad de que cuanto más adeptos son llevados a la muerte éstos más
se multiplican”.
La última persecución duró cinco años, pero en 1861 Ranavalona murió, y su hijo subió al
trono con el título de Radama II. El mismo día de su elevación, el joven soberano prometió a sus
súbditos la más completa libertad religiosa, y la igualdad ante la ley. Las prisiones fueron
abiertas, los desterrados volvieron a la patria, y el país entró en un período de paz y prosperidad,
después de cuatro siglos de terror. El venerable misionero Elles fué recibido por el rey y colmado
de honores. El gozo que este cambio de cosas produjo en las vidas de las familias de los mártires,
y de los que habían sufrido por sus creencias, comunicó a la obra un impulso considerable. Como
el oro se purifica al ser sometido al fuego, así los cristianos de Madagascar eran mejores después
de tan largos años de pruebas.
En 1867 subió al trono la reina Ranavalona II. El día de su coronación, frente a su asiento
había dos mesas. Sobre una se hallaba la corona real de Madagascar, y sobre otra una Biblia de
gran formato, y sobre el trono se leían estas palabras:
“Gloria en las alturas a Dios, en la tierra paz, y a los hombres buena voluntad”.
Al año siguiente la reina y su primer ministro recibieron el bautismo. Los ídolos fueron
quemados, y abolidos todos los ritos paganos. Esta actitud de la reina hizo aumentar de tal modo
los asistentes a los cultos que los obreros no daban abasto.
La Sociedad Misionera de Londres recibió entonces el concurso de la Sociedad Misionera de
Noruega, cuyos obreros emprendieron la tarea educacional. Al cabo de poco tiempo tenían
10.000 niños en las escuelas, número que subió rápidamente a 30.000, y después a 40.000, a tal
punto que ya no podían encontrar ni locales ni maestros para todos los que pedían admisión.
En 1870 el número de adherentes al cristianismo pasaba de medio millón.
Cuando Madagascar pasó a ser posesión francesa surgieron nuevos disturbios, pero
felizmente la Sociedad Misionera de París pudo enviar buenos obreros que supieron salvar la
situación, y dar impulso a la buena causa.
VII
OCEANIA
Luz y sombra

LOS viajes atrevidos que el célebre capitán Cook efectuó alrededor del mundo en la
segunda mitad del siglo XVIII, y otros viajes que antes y después hicieron varios marinos más,
dieron a conocer al mundo la Oceanía, o continente austral, como lo denominaron algunos
geógrafos. La Oceanía comprende a Australia, Nueva Zelandia y las numerosas islas esparcidas
por el Océano Pacífico, las cuales han llamado justamente la atención por la fertilidad de su
suelo, su espléndida vegetación, sus variados panoramas, y la nunca suficientemente ponderada
belleza de las aves que allí habitan.
La población indígena de estas islas se calcula en unos 30.000.000 entre los cuales figuran
los seres más bajos que posee la especie humana, sumidos en el más completo salvajismo,
siempre en guerra entre sí y alimentándose de carne humana.
En ninguna otra parte del mundo la obra misionera presenta un carácter más romántico, y en
ninguna otra parte, tampoco, ha requerido tanta abnegación y sacrificio. Pero los resultados
obtenidos en la empresa, bien justifican todos los esfuerzos y todo el sufrimiento a que se
expusieron los héroes de quienes entramos a ocuparnos ahora.

Tipo de la Oceanía

La misión de Tahití
No bien fundada, la Sociedad Misionera de Londres resolvió dirigir sus primeros esfuerzos a
la Oceanía. Una colecta que produjo 10.000 libras esterlinas sirvió de base a la empresa. Con una
parte de esa suma se compró un buque llamado el “Duff”, la primera embarcación destinada a
llevar misioneros a tierras paganas. El 10 de agosto de 1796, las márgenes del Támesis, en
Londres, estaban cubiertas de una inmensa multitud que se había congregado para presenciar la
partida del buque que llevaba a bordo treinta misioneros con sus respectivas familias, de los
cuales cuatro eran pastores, uno médico, y el resto obreros de diferentes oficios. El capitán
Wilson también era cristiano y hombre de una larga y accidentada carrera. Saludado por los
aplausos de la multitud, el “Duff” se hizo a la vela, mientras los de a bordo se despedían de la
patria y de sus familias cantando un himno.
El buque se detuvo para hacer provisiones en Spithead, Cabo Verde y Río de Janeiro, y llegó
a la lsla de Tahití después de un largo viaje de seis meses.
Los naturales de la isla recibieron a los misioneros con marcadas demostraciones de simpatía.
Grande fué la sorpresa y la alegría de los misioneros al hallar dos marineros suecos, que
escapados de un naufragio, se habían refugiado en esa isla. Hablaban bastante bien el inglés y
con toda facilidad la lengua de los naturales. Esto hizo posible a los misioneros, desde el primer
momento, hacerse entender y exponer ante los indígenas cuál era el objeto de su venida a ellos.
El capitán Wilson dijo a Pomare, el rey de la isla,que habían ido allí con el objeto de hacer
conocer el amor de Dios Creador, y enseñar toda cosa útil, y que lo único que pedían en cambio
era que se les concediese una porción de terreno donde poder construir sus viviendas. Pomare no
puso ninguna dificultad, y además les concedió el uso provisorio de una casa.
“A las diez, dice el capitán Wilson, congregamos a los naturales bajo la sombra de algunos
árboles cerca de nuestra casa, y colocando un largo banco pedimos a Pomare que se sentase con
los hermanos quedando el resto de los naturales en pie o sentados formando un círculo alrededor
nuestro. El señor Cover entonces dirigió la palabra basándose en el pasaje de Juan: “Porque de
tal manera amó Dios al mundo”, etc.,interpretando el sueco, sentencia por sentencia, a medida
que él iba hablando. Los tahitianos permanecieron callados y escuchando atentamente.
Concluído el acto Pomare tomó de la mano al hermano Cover, pronunciando estas palabras de
aprobación: “my ty, my ty”.
Se resolvió que dieciocho misioneros quedasen en Tahití, y que el “Duff” fuese a colocar los
otros en algunas islas vecinas. En la isla de Tongatabu tuvieron también la suerte de hallar dos
desertores, un inglés y un irlandés, que pudieron actuar como intérpretes, y fueron muy bien
recibidos por el jefe del pueblo.
Después de dos años el “Duff” regresó a Inglaterra llevando las anheladas noticias de la
expedición. Grande fué el gozo de todos al tener conocimiento del buen éxito de la primera
jornada. Se celebró una gran reunión de acción de gracias, y el entusiasmo fué tal, que tres meses
después el “Duff” estaba listo para partir de nuevo, en 1798, llevando veintinueve misioneros
más. Pero la suerte de este segundo grupo iba a ser muy diferente de la del primero. Según relata
Edwin Hodder en su obra titulada “Conquest of the Cross”, tom. I, pág. 171, el “Duff” fué
capturado por un buque de guerra francés, mandado por Carbonelle, cerca del Brasil. Los
misioneros fueron transbordados al buque francés, quedando sus familias en el “Duff”. Grande
fué la ansiedad de los misioneros al verse separados de los suyos. Cuando Carbonelle se dió
cuenta de la misión que llevaban sus cautivos, lamentó el haberlos molestado. El buque francés
llegó a Montevideo, donde los misioneros tuvieron el gozo de juntarse con sus familias. Pero en
Montevideo no les permitieron quedar. El “Duff” fué vendido y nunca más fué empleado para
trabajos misioneros. Felizmente Carbonelle se interesó mucho en sus cautivos y consiguió
embarcarlos con rumbo a Europa, llegando a Inglaterra después de diez largos meses de viajes
infructuosos.
Mientras esto ocurría, la misión en las islas de la Oceanía pasaba por terribles desastres. Los
naturales atacaron la casa de los misioneros y la saquearon. Desanimados por este contratiempo,
once misioneros abandonaron Tahití, embarcándose en un buque que pasó por la bahía de
Matavai.
Pero, gracias a Dios, los pocos que quedaron fieles siguieron trabajando con ardor, aunque
vieron muy pocos resultados al principio.
En 1811 Pomare II renunció al paganismo y abrazó el evangelio. Su ejemplo fué seguido por
muchos, y las casas de culto resultaron pequeñas para recibir a todos los interesados y
convertidos. Los enemigos del evangelio se sublevaron contra el rey, pero fueron vencidos. La
clemencia mostrada entonces por Pomare II para con sus adversarios, produjo una buena
impresión entre los habitantes, y el evangelio siguió su marcha triunfal, en esta isla que era la
más adelantada y donde los naturales eran de un tipo superior al que hallaremos al ocuparnos de
otras islas.
Desde que Tahití pasó a ser una posesión francesa, la obra evangélica es atendida por los
naturales del país, y por la Sociedad Misionera de París.
Juan Williams
Tahití vino a ser el centro de donde irradió la luz del evangelio a los muchos archipiélagos de
los mares del Sur.
En 1817 llegó a Tahití Juan Williams, quien iba a desplegar una gloriosa aunque corta
actividad, y ganar la palma del martirio en Erromanga, asesinado por uno de los salvajes de
aquella isla.
Invitado por Tamatoa, jefe de Raiatea, Williams se dirigió a esta isla en la cual resolvió fijar
su residencia, y hacerla el centro de sus trabajos. Las distancias que tenía que recorrer eran
enormes, pues los indígenas estaban diseminados en pequeñas aldeas, muy lejanas las unas de las
otras. Williams les aconsejó reunirse formando un centro importante donde él pudiese
predicarles y enseñarles a trabajar. Muchos respondieron a la idea y formaron un pueblo llamado
Vavaara. La primera cosa que hicieron fué levantar una capilla y una escuela, y dirigidos por el
hábil misionero edificar casitas cómodas, higiénicas y mucho mejores que las que habían tenido
hasta entonces. Muchos empezaron a aprender oficios, y a dedicarse a la agricultura,
aprovechando las lecciones prácticas que Williams les daba. Un año después ya había grandes
cambios en la isla. Los jefes aprendieron a gobernar con mejor sistema, suprimiendo las prácticas
crueles que habían empleado, y dando al pueblo más libertad. Los naturales convertidos
formaron una sociedad misionera que obtuvo en su primer año contribuciones que representaban
el valor de 20.000 francos, suma que subió a más del doble el segundo año.
En 1820, Williams, ayudado por el pueblo levantó una espaciosa casa de cultos en cuya
inauguración hubo más de 2.400 personas presentes.
Un jefe llamado Auuru, de Rurutu, vino con un numeroso séquito a pasar unos meses en
Raiatea. Viendo lo que el evangelio había hecho en esa isla, quiso que se le enseñase el camino
de Dios, y al volver a sus dominios llevó el conocimiento del evangelio e hizo que su pueblo
renunciase al paganismo, quemando públicamente los ídolos en los cuales habían confiado.
El amor que ardía en el corazón de Williams para con esos salvajes, no le permitía confinarse
a una sola isla, de modo que hacía viajes frecuentes para predicar a otras tribus. Logró establecer
maestros en Raratonga, donde él mismo trabajó personalmente. El éxito en esta isla fué
completo, a pesar de tener que tratar con un pueblo enteramente bárbaro, acostumbrado a
celebrar grandes fiestas en las cuales intervenía principalmente una comilona de carne humana.
Los naturales destruyeron todos sus ídolos y levantaron una inmensa casa de cultos de casi 200
metros de largo, donde se congregaban domingo tras domingo unas 2.000 personas, y en
ocasiones especiales el número alcanzaba a 5.000.
Fué en Raratonga donde ocurrió el curioso incidente que Williams relata así:
“Una mañana fuí al trabajo sin llevar la escuadra. Tomé entonces una tablita, y con un
pedazo de carbón, escribí unas palabras a mi esposa, pidiéndole que me la mandase. Llamando a
uno de los jefes que estaba a cargo de una parte del trabajo, le dije: “Amigo, tome esto y vaya a
mi casa y entréguele esto a mi esposa”.
Era un hombre muy singular y de mucha agilidad, que había luchado como guerrero. En una
de las batallas había perdido un ojo, y mirándome con el otro me dijo: “¿Llevar esto? Me tomará
por loco y me reprenderá si le llevo una tablita”.
“No, — le contesté, — no lo hará. Tómela y vaya pronto, que tengo prisa.”
“¿Y qué tengo que decirle?”
“Usted no tiene que decirle nada, — contesté, — la tablita dirá todo lo que quiero decir.”
Con una mirada de sorpresa y desprecio tomó la tablita y dijo: “¿Cómo puede esto hablar?
¿Tiene boca acaso?”
“Vaya pronto, — le dije, — y no pierda tiempo en hablar de esto.”
Llegando a la casa, la entregó a mi esposa, quien después de leerla la tiró y fué a buscar la
herramienta. El jefe la siguió para ver en qué iba a parar este misterio. Cuando ella le entregó la
escuadra, él le dijo:
“Diga, señora, ¿cómo sabe usted que es esto lo que necesita el señor Williams?”
“¿Como? — respondió ella, — ¿no me trajo usted una tablita ahora?”
“Sí, — contestó sorprendido el guerrero, — pero no la he oído decir nada.”
“Usted no, pero yo sí, — contestó, — porque me hizo saber lo que él necesitaba, y todo lo
que usted tiene que hacer ahora es volver lo más pronto posible.”
El jefe entonces dió un salto y tomando la misteriosa astilla, corrió por todo el
establecimiento llevándola en una mano, y la escuadra en otra, y levantándolas lo más alto que
podía iba gritando:
“¡Venid a ver la sabiduría de estos ingleses! ¡Pueden hacer hablar a las tablitas! ¡Pueden
hacer hablar a las tablitas!”
Al entregarme la escuadra quiso saber cómo era posible hablar con una persona desde lejos.
Yo le di toda la explicación que podía, pero el hecho envolvía mucho misterio. Tomó el piolín,
se colgó la tablita al cuello, y así anduvo por algún tiempo.
Durante varios días después se le veía frecuentemente relatar la maravilla obrada por el
pedazo de madera.”
La obra de Raratonga fué prosperando cada vez más, a tal punto que Williams pudo escribir
estas palabras:
“Cuando los hallé en 1823 ignoraban por completo la naturaleza del culto cristiano, y ahora
cuando los dejo, en 1834, ignoro que haya una casa donde no se observe la costumbre de la
oración doméstica cada mañana y cada noche.”
Después hallamos a Williams trabajando en Samoa, donde también tuvo un éxito
extraordinario. Los viajes continuos que efectuaba en esos agitados mares, en las embarcaciones
que él mismo construía con mucha habilidad, hacían que su vida estuviese siempre en peligro, y
en seis ocasiones estuvo a punto de perecer ahogado. En cualquiera de las islas donde había
ganado tan gloriosos laureles, podía pasar una vida relativamente feliz y tranquila con su familia
y con los miles de indígenas que siempre se juntaban a escucharle, pero él aspiraba a que la
palabra de Dios corriese libremente y fuese glorificada, de modo que su lema era seguir siempre
adelante, llevando el evangelio de isla en isla.
En 1839 Williams se despidió para siempre de sus amigos de Samoa, pues había resuelto
llevar el evangelio hasta el grupo de islas conocidas con el nombre de Nuevas Hébridas. Su
sermón fué notable ese día, basado en Hechos 20:36–38. Todos estaban tristes al verle partir, no
sólo por verse privados de tan buen amigo, hermano, maestro y pastor, sino porque se había
apoderado de todos el presentimiento de que cosas tristes le esperaban.
El 19 de noviembre desde su embarcación se divisó la isla llamada Erromanga. Williams
estaba tan agitado que pasó la noche sin poder dormir. El día 20 estaban cerca de la isla.
Hablaron a unos naturales que pasaban cerca, en una canoa, pero fueron atendidos muy
fríamente. Cuando se acercaron a la costa entraron en una hermosa bahía, y vieron a un grupo de
indígenas que por medio de señas les intimaban que se retirasen; sin embargo, ofreciéndoles
regalos consiguieron bajar, pero pocos momentos después fueron atacados y Williams fué
muerto a golpes, lo mismo que el señor Harris, uno de sus compañeros. Los otros pudieron
escaparse en la embarcación. Los cadáveres de los mártires fueron arrastrados desde la costa
hacia adentro de la isla, y es imposible deshacerse del horrible pensamiento de que fueron
comidos por los salvajes en uno de sus bárbaros festines.
Así murió el notable apóstol de la Polinesia, después de servir al Señor durante veinticinco
años.
La triste noticia de la muerte de Williams no sólo enlutó a su familia sino a los miles de
indígenas para quienes había sido causa de tantas bendiciones. Cuando la noticia llegó a
Inglaterra, el gobierno mandó un buque de guerra, pero sólo lograron el cráneo y algunos huesos
del noble mártir.
Los cristianos indígenas de Samoa, cuando supieron lo que había sucedido, resolvieron
encargarse ellos de ir a predicar el evangelio donde había caído el valiente Williams. Repetidas
veces intentaron establecer una misión en Erromanga, pero sin resultado. Por fin, en 1852,
algunos naturales cristianos lograron desembarcar y el primero en darles la bienvenida fué el
mismo jefe que había asesinado a Williams.
Se dió principio a una buena obra, pero en 1861 algunos enemigos de la misión volvieron a
regar con sangre el suelo de la isla, dando muerte cruel al misionero señor Gordon y a su heroica
esposa.
Pero actualmente hay en Erromanga una floreciente obra que ha podido mandar misioneros y
maestros indígenas para predicar el evangelio a otras islas: el mejor monumento que haya podido
levantarse en memoria de los que cayeron.
Juan Geddie
Muerto Williams, las Nuevas Hébridas empezaron a recibir la atención de muchos
misioneros, quienes por la abnegación de vivir entre los caníbales sumergidos en el más
completo salvajismo, ganaron un lugar bien merecido entre los héroes de la obra misionera.
Las Nuevas Hébridas consisten en un grupo como de unas treinta islas; unas planas, otras
montañosas, pero todas ofrecen a la vista un incomparable aspecto por su magnificencia y
hermosura. Su clima cálido ha sido descrito como un verano perpetuo, a pesar de las abundantes
lluvias que caen desde diciembre hasta abril. Existen grandes bosques de pinos, palmeras,
árboles del pan, bananas y abundantes plantíos de caña de azúcar, higos, manzanas, tapioca y
verduras en gran cantidad. El mar que las rodea proporciona peces en gran abundancia, y la tierra
no está poblada de animales furiosos. Los habitantes son de piel obscura y áspera, y de cabello
largo y cerdoso. Sus costumbres eran tan feroces que muy pocos buques mercantes se atrevían a
negociar con ellos, pues a menudo los marinos habían sido muertos y comidos. En las orejas se
hacían grandes agujeros de los que pendían enormes aros hechos con cáscara de tortuga. Se
pintaban la cara con muchos colores, lo que les daba un aspecto desagradable. Vivían casi
desnudos. Por naturaleza son vivaces e inteligentes, y cuando hablan usan un lenguaje florido y
elocuente. En sus viviendas se pueden ver muchos detalles que demuestran ingenio y gusto, y en
el cultivo del suelo no dejan de ser bastante entendidos. Aman el canto y la música, y poseen
varios instrumentos de su propia invención.
Las mujeres eran aún más menospreciadas que en los otros grupos de islas. Geddie dice que
conoció a un hombre que mató y comió a su propia hija. La mujer era literalmente la esclava del
hombre. Cuando moría el marido era estrangulada o enterrada viva junto con él.
Respecto a la religión, tenían algunos dioses a los que ofrecían sacrificios humanos. Además
de ser iconólatras, adoraban al sol y a la luna. Creían que la bienaventuranza en el otro mundo
consistía en comer bananas y otras frutas deliciosas.
La población se calculaba en 150.000 habitantes, pero ha disminuído considerablemente.
Tales eran los isleños a los cuales Juan Geddie, misionero presbiteriano, quería llevar el
evangelio.
Además de la oposición de los salvajes, tenía que vencer la de los blancos que iban a
comerciar, y quienes introducían armas, pólvora y bebidas alcohólicas. Ellos sabían que la obra
misionera iba en contra de su inicuo comercio, y por eso excitaban a los naturales contra los
misioneros. Algunos de estos blancos contaban con el apoyo de los jefes, cuya amistad ganaban
proporcionándoles armas, y algunos hasta se habían identificado con los salvajes. Geddie dice
que conoció a dos, un inglés y un americano, que se habían hecho caníbales y más bárbaros que
los mismos aborígenes entre quienes vivían.
Geddie, después de pasar algún tiempo estudiando la lengua en otras islas donde ya había
misiones, llegó a Aneitioum, una de las islas del grupo de las Hébridas, en julio de 1848. Los
naturales no lo recibieron de muy buena gana, manteniéndose alejados de él, porque tenían temor
de la conducta de los blancos. El primer año no pudo hacer casi nada, en el sentido de ganar
acceso al pueblo. Cuando empezó a predicar unos cuantos venían a escucharlo, pero con la más
fría indiferencia, y no se daban cuenta de cuál era su propósito. En cuanto pudo entablar trato
con ellos, ejerció su influencia en apaciguar algunas tribus que estaban en guerra, y en impedir
que las viudas fuesen sepultadas vivas cuando fallecían sus esposos. Muy pocas veces tenía
éxito, y se veía obligado a presenciar las angustias de esas infelices víctimas de la barbarie.
El segundo año se vió privado de uno de los que habían ido con él, y esto hacía que su vida
en la isla fuese sobremanera triste. Solo con su familia, apartado del mundo civilizado, no
desmayaba, continuaba trabajando y orando con la esperanza de ver mejores días en un futuro no
muy lejano. “Si no fuese por la gracia de Dios —decía—, hubiéramos desmayado hace mucho
tiempo.
El número de los interesados empezó a crecer paulatinamente, y ya tenía el gozo de predicar
a un grupo de unos setenta que asistían regularmente a las reuniones, entre los cuales había dos
jefes de segunda categoría, y un “hombre sagrado” llamado Waihit, quien fué más tarde un
poderoso elemento en el desarrollo de la obra. Un joven públicamente abandonó el paganismo y
confesó su fe en Cristo.
En 1850 ya contaba con un núcleo de cristianos fieles, constantes y agresivos, a quienes
estaba constantemente dando lecciones para que pudiesen enseñar a otros. Geddie es uno de los
misioneros que más se han distinguido en el don de emplear bien a sus convertidos.
En 1851 el partido pagano levantó una violenta persecución quemando la casa de la misión,
pero esto no hizo sino despertar más el celo de los recién convertidos, y la obra recibió un gran
impulso.
El siguiente incidente demuestra la influencia que tiene el evangelio. El misionero señor
Inglis trajo consigo de la estación donde trabajaba, al jefe Yata, que había sido un feroz guerrero
y un notorio caníbal. En el culto encontró a Nimticoan, otro jefe de idéntico carácter. La última
vez que se encontraron fué en el campo de batalla donde ambos se habían combatido como
enemigos mortales. Todos en la reunión esperaban con ansiedad el resultado del encuentro, y
grande fué el deleite de los misioneros al verles echarse el uno en el cuello del otro y abrazarse
como dos hermanos en Cristo.
El número de los que concurrían a los cultos aumentaba. Geddie predicaba a un auditorio que
variaba entre 200 y 500 personas, y la escuela contaba con 120 alumnos.
Las capillas y escuelas que habían edificado se hacían chicas. Los nativos convertidos se
consagraban a predicar a sus compatriotas. Muchas de las costumbres bárbaras entraron en un
período de franca decadencia. Las mujeres empezaron a recibir mejor trato y a ser miradas con
más respeto y consideración que antes, y en todas partes eran visibles los síntomas animadores
para el fiel misionero que había trabajado cuando no brillaba en el horizonte humano ni un solo
rayo de luz de la esperanza.
Muchos de los naturales que se ocupaban en la predicación habían sido hombres crueles,
sanguinarios y caníbales. “Damos gracias a Dios, —decía Geddie, — por hacer que su palabra
triunfe en esta isla que hasta hace poco ha sido el escenario de crueldades horribles, y
abominaciones de la peor especie”. “Muchos de los principales jefes se ocupan ahora en la
predicación”. “Dentro de pocos meses nuestra isla estará dotada de veinticinco edificios, blancos
como la nieve, dedicados al culto de Dios”.
Veinte años después de haber desembarcado en Aneitioum la población estaba
completamente transformada. El día de reposo era rigurosamente guardado. Había en la isla
como sesenta escuelas, y una asistencia a los cultos que no bajaba de 1.200. Las contribuciones
de los convertidos, que consistían en frutos del país, eran tan generosas que avergonzarían a los
cristianos de pueblos civilizados.
En 1864, Geddie, con su familia, se embarcó para Sydney con el intento de disfrutar de un
corto descanso. Su hijo Alejandro murió en el viaje, y el mar fué su sepultura. Después de una
corta permanencia en Sydney (Australia), fué a Escocia, donde lo recibieron con muchas pruebas
de aprecio a causa de la obra que había hecho, y donde no cesó de hablar de las necesidades del
mundo pagano. De Escocia atravesó el Atlántico para visitar su familia en Nueva Escocia
(Canadá), y en 1866 volvió a su campo de trabajo.
Poco tiempo, sin embargo, iba a quedar en su puesto. Un ataque de parálisis le obligó a
retirarse a Australia, donde falleció el 14 de diciembre de 1872.
Grande fué el pesar que la noticia de su muerte causó en Aneitioum, donde había llevado a
cabo la obra magna que acabamos de bosquejar. Atrás del púlpito, que había ocupado por tantos
años, se colocó una placa con esta inscripción:
“A la memoria del Dr. Juan Geddie, nacido en Escocia en 1815. Fué pastor de la Isla del
Príncipe Eduardo durante siete años. Fué misionero enviado de Nueva Escocia a Anelcauhat,
Aneitioum, durante veinticuatro años. Trabajó en medio de muchas pruebas por el bien del
pueblo, enseñó a muchos a leer, a muchos a trabajar, y a otros a ser maestros. Era querido por los
naturales, amado por su colaborador el Rev. Juan Inglis, y honrado por los misioneros en las
Nuevas Hébridas, y par las iglesias. “Cuando desembarcó en 1848 no había aquí ningún
cristiano, cuando se fué en 1872 no había ningún pagano”.
Juan G. Paton
El 24 de mayo de 1824 nació en Escocia este insigne siervo de Dios, uno de los apóstoles de
los caníbales. En su propio país empezó a trabajar como evangelista, con mucho éxito, pero
sintiéndose llamado de Dios para la obra en el exterior, resolvió dirigir sus pasos hacia las
Nuevas Hébridas. Algunos quisieron desanimarlo, diciendo que en el país había bastante
inconversos, y que no había necesidad de ir tan lejos a buscarlos.
“Los caníbales te comerán”, le dijo un viejo cristiano que se empeñaba en hacerlo desistir de
su resolución.
Paton le respondió:
“Usted es ya anciano, señor, y pronto estará en la tumba comido de gusanos. Si yo consigo
vivir y morir para glorificar al Señor, no hallaré ninguna diferencia entre el ser comido por los
caníbales y el ser comido por gusanos”.
En 1858 llegó a Aneitioum, donde fué recibido alegremente por los cristianos de la isla.
Pronto fué con su esposa a establecerse a una isla no evangelizada, llamada Tanna, en medio
de feroces salvajes. Los jefes lo recibieron bien, pero no se comprometieron a protegerlo. Le
aseguraron que ellos mismos no atentarían contra su vida, pero nada quisieron prometer en
nombre de los demás habitantes.
Desde el día de su llegada a Tanna, no vivió ni un solo momento sin que su vida corriese
peligro, y más de una vez se vió debajo de las armas de los salvajes, de quienes pudo escapar
sólo por la protección de la mano invisible del Señor. Es imposible leer la vida de este siervo de
Dios, sin sentirse estremecer a cada instante.
Seis meses después de su llegada, Paton sufrió una prueba terrible. Su buena esposa, hasta
entonces llena de salud, murió tres semanas después del nacimiento de un hijo, quien la siguió a
la tumba poco tiempo después. Fué entonces cuando escribió estas palabras: “Agobiado por el
golpe que me hirió en el momento en que Dios acababa de establecerme en mi campo de trabajo,
me parecía que iba a perder la razón. La fiebre me consumía y debilitaba considerablemente. El
Señor lleno de misericordia, me sostuvo. Yo cavé con mis propias manos, cerca de mi casa, la
tumba donde junté los restos de mis bien amados, la circundé con trozos de coral, y fué este sitio
para mí un lugar sagrado de oración durante los años que me consagré a la salvación de Tanna”.
Jamás hombre alguno ha tenido que pasar por tantos peligros. Su historia contiene a cada
paso el relato de un ataque, amenaza o incendio. “Un día, — cuenta él mismo— que los naturales
se habían juntado cerca de la casa de la misión, un hombre, furioso como un loco, se lanzó sobre
mí con la hacha levantada. Pero el jefe Kaserounimi, tomando una azada que yo había estado
usando, paró el golpe y me salvó de una muerte inminente. A1 día siguiente, uno de los jefes más
feroces me siguió con su fusil cargado por más de cuatro horas, y aunque a veces me tuvo cerca,
Dios detuvo su mano. Las pruebas se sucedían sin interrupción y a menudo escapaba con mucha
dificultad, pero mi fe se robustecía”.
Los tanneses, ladrones incorregibles, no dejaban tranquilo al misionero. Los cuchillos, las
tijeras, las herramientas, las colchas, las gallinas y cuanta cosa caía debajo de sus ojos, iban a
parar a manos de los rateros, sin que jamás lograse saber quién era el culpable. Un día en que le
habían despojado de casi todos sus útiles de cocina y de infinidad de cosas del hogar, supo que se
aproximaba un buque de guerra.
Los naturales le preguntaron con qué objeto vendría. “Probablemente, les respondió, es un
buque de guerra de la reina Victoria, que viene para averiguar si vuestra conducta es buena o
mala, si me habéis robado o si me habéis amenazado”. Estas palabras produjeron un efecto
mágico. Suplicándole que no contase todo lo que habían hecho con él, le prometieron devolver
todo, y al cabo de poco tiempo había frente a la puerta de la casa un gran montón de objetos de
toda clase que los naturales le habían robado.
En 1862, después de cuatro años de indecibles sufrimientos, Paton, con otros dos misioneros,
tuvo que abandonar la isla porque la vida se había hecho iosoportable. La última noche que pasó
en Tanna, cuando los indígenas habían prendido fuego a la casa y esperaban que los misioneros
saliesen para matarlos, en respuesta a la oración vino una lluvia torrencial que apagó el fuego, y
truenos ensordecedores que hicieron dispersar a los atacantes.
De Tanna se retiró a Aneitioum, y de ahí a Australia, donde permaneció cuatro años,
despertando a las iglesias en favor de la obra entre los paganos.
En 1866 volvió a las Nuevas Hébridas y se estableció junto con su segunda esposa, en una
isla llamada Aniwa, donde se renovaron las mismas pruebas que había tenido en Tanna. Sin
embargo, al cabo de algunos años ganaron la amistad de varios jefes y la obra se hizo alentadora,
y de mucha promesa.
Entre los incidentes relatados por Paton, es muy interesante el siguiente, relacionado con la
excavación de un pozo.
En Aniwa había siempre escasez de agua potable. Los naturales tenían el mar para bañarse.
No necesitaban agua para lavar ropa, porque no usaban. Para cocinar empleaban muy poca o
ninguna. En los tiempos de sequía bebían agua extraída de los cocos y masticaban caña de
azúcar, lo que era al mismo tiempo alimento y bebida. Sin embargo, no por eso dejaban de sufrir,
a veces, a causa de la falta del precioso líquido. Pero para los misioneros era un problema más
serio, y de ahí vino a Paton el pensamiento de cavar un pozo.
“Un día, dice Paton, dije al jefe más viejo y a uno de sus compañeros, ambos interesados en
la religión de Jehová y de Jesús: “Estoy por cavar un pozo hondo para ver si Dios nos manda
agua de abajo”. Me miraron con sorpresa y me dijeron con simpatía, y hasta con lástima:
“¡Oh! Missi (misionero), espere hasta que venga la lluvia, y nosotros guardaremos para Vd.
cuanta sea posible”. Yo contesté: “Podríamos morirnos por falta de agua. Si no podemos
conseguir agua dulce, nos veremos obligados a retirarnos de aqui”. El viejo jefe, como
implorando, me dijo: “Oh Missi, usted no debe dejarnos por causa de esto! La lluvia viene sólo
de arriba. ¿Cómo puede esperar que nuestra isla provea agua de abajo? Yo le dije: “En mi país el
agua brota de abajo de la tierra, y espero ver aquí la misma cosa”. El viejo jefe, con más ternura
que antes, exclamó: ¡Oh Missi, Vd, está perdiendo la cabeza! Vd. está perdiendo algo, no debe
hablar de este modo. Que el pueblo no le oiga hablar de ir dentro de la tierra en busca de lluvia,
porque no querrán escucharle, y nunca creerán más en lo que Vd. dice”.
Paton empezó su trabajo, y el viejo jefe seguía compadeciéndole, pues sinceramente creía
que se había vuelto loco. Para conseguir que los naturales le ayudaran en su obra, el misionero
tuvo que halagarlos con anzuelos, un artículo que ellos apreciaban mucho, y que Paton llamaba
“la moneda corriente de Tanna”, pero cuando el pozo tuvo alguna profundidad no hallaba quien
quisiera bajar. El viejo jefe, juntando a varios de sus compañeros, se apersonó de nuevo a Paton
rogándole que no siguiera trabajando. Pero el misionero continuaba, confiado en el buen éxito de
su empresa, y sintiendo resonar dentro de su alma las palabras “agua viva”, “agua viva”, que
eran para él notas armoniosas de una música divina. Un temor, sin embargo, le asaltaba de vez en
cuando, y era el de dar con alguna roca imperforable o con agua salada que no sirviese para el
uso. Un día notó que el coral y la tierra salían un poco húmedos. “Yo creo que mañana —dijo al
viejo jefe—, Jehová nos dará agua de este agujero”. “No, Missi —contestó—, Vd. no verá nunca
el agua salir de la tierra en esta isla”.
Al día siguiente muchos de los jefes se reunieron alrededor del pozo. Paton descendió
ansioso de ver el resultado. Poco había trabajado ese día, cuando el agua empezó a brotar.
Mojando en el agua su mano temblorosa, la llevó a la boca para gustar el sabor del líquido, y tal
fué su gozo cuando halló que era dulce, que cayó de rodillas insensiblemente, y dentro de aquel
pozo dió gracias a Dios por el feliz coronamiento de su obra.
La realidad de tan preciosa bendición disipó las dudas que había tenido el viejo jefe y todos
los demás. La noticia corrió con la velocidad de un rayo. Todos acudían a ver llover de abajo.
Paton dijo a la gente que todos podían usar libremente el agua, y que cuanta más sacasen tanto
más fresca sería. Entonces Se ofrecieron para ayudarle, y toda la población, hombres, mujeres y
niños, cooperaron con el misionero en amurallar el pozo con bloques de magnifico coral, hacerle
un brocal y demás accesorios.
La cosa más extraña es que han procurado hacer seis o siete pozos en la isla, pero siempre se
ha dado con la roca o el agua ha resultado inservible. Los naturales, humillados, dijeron: “El
misionero no sólo usaba el pico o la pala, sino que oraba y clamaba a su Dios. Hemos aprendido
a cavar, pero no a orar, y por eso Jehová no nos manda lluvia de abajo”.
La excavación de este pozo fué la muerte del paganismo en Aniwa.
El viejo jefe se presentó a Paton, pocos días después, y le dijo: Missi, yo deseo ayudarle el
domingo que viene.
“Con mucho gusto —le respondió Paton—, contal que Vd. se encargue de traer a todo el
pueblo para que venga a escucharle”.
“Missi, procuraré hacerlo, —respondió”.
La noticia de que el viejo jefe Namakei iba a “ser misionero” el domingo próximo, se
propagó como el fuego y todos se disponían a ir a escucharle. A la hora del culto había una
multitud en el sitio de la reunión. Después de algunos actos devocionales, Paton anunció que el
jefe Namakei haría uso de la palabra. Se levantó un poco emocionado. Sus ojos brillaban como
fuego. Tenía la hacha en la mano coma de costumbre, y haciendo mil gesticulaciones para dar
más énfasis a su natural elocuencia, empezó a decir:
“Amigos de Namakei, hombres, mujeres y niños de Aniwa, oíd mis palabras. Desde que el
misionero vino aquí, nos ha estado contando muchas cosas extrañas que no hemos podido
entender, cosas todas ellas demasiado maravillosas; acerca de muchas de ellas dijimos que eran
mentiras. Los blancos pueden creer esas cosas, dijimos, pero nosotros los de color sabíamos
mejor. Pero de todas sus maravillosas historias la más extraña nos pareció eso de ir debajo de la
tierra en busca de lluvia. Empezamos a decir que la cabeza de este hombre se había dado vuelta;
que se había vuelto loco. Pero Missi oraba y trabajaba, diciéndonos que Jehová Dios oye y ve, y
que su Dios le daría lluvia en las profundidades de la tierra. Nosotros nos.reíamos, pero el agua
estaba allí. Nos hemos burlado de otras cosas que el misionero nos dijo, porque no las podíamos
ver. Pero desde este día yo creo todo lo que nos dice acerca de Jehová el Dios verdadero. Algún
día nuestros ojos lo verán. Por lo pronto, hemos visto llover de abajo”.
Entonces empezó a saltar y a sacudir el polvo de la tierra, y a exclamar con mayor
elocuencia:
“Pueblo mío, pueblo de Aniwa, el mundo se está dando vuelta desde que la palabra de Jehová
vino a esta isla. ¿Quién había esperado ver lluvia viniendo de la tierra? Siempre ha venido de las
nubes. Maravillosa es la obra de Jehová Dios. Ninguno de los dioses de Aniwa contestá las
oraciones como lo hace el Dios de Missi. Amigos de Namakei, todos los poderes del mundo no
hubieran podido hacernos creer que se podía obtener lluvia de las profundidades de la tierra, si
no lo hubiéramos visto con nuestros ojos, sentido y gustado como lo hacemos aquí. Con la ayuda
de Dios, Missi trajo a la vista esta lluvia invisible de la cual nunca habíamos oído ni visto, y
(golpeándose el pecho) algo aquí en mi corazón me dice que Jehová Dios existe, el Invisible a
quien nunca hermos visto, y de quien nunca habíamos oído hasta que Missi nos lo hizo conocer.
Se sacó el coral, se removió la tierra, y he aquí, las aguas empezaron a brotar. Invisible hasta ese
día, pero el agua estaba allí, aunque nuestros ojos eran débiles para poderla ver. Así, yo vuestro
jefe, creo ahora firmemente que cuando muera, y sea quitado el coral y el polvo que ahora tapa
mis ojos, veré al Invisible Jehová Dios, con mi alma, como Missi me lo ha dicho, con tanta
seguridad como he visto la lluvia venir de abajo. Desde este día, pueblo mío, yo adoraré al Dios
que nos ha abierto un pozo y que lo llena de lluvia de abajo. Los dioses de Aniwa no pueden oír,
ni pueden ayudar como el Dios de Missi. Por lo tanto, soy un seguidor de Jehová Dios. Que cada
hombre que piense como yo, vaya y traiga los ídolos de Aniwa, los dioses a quienes temieron
nuestros padres, y los depositen a los pies de Missi. Quememos, sepultemos, y destruyamos estas
cosas de madera y de piedra, y seamos enseñados por Missi a servir al Dios que oye, a Jehová
que nos ha dado el pozo, y que nos dará toda bendición, porque él envió a su hijo Jesús a morir
por nosotros y así llevarnos al cielo. Esto es lo que Missi nos ha estado diciendo cada día desde
que llegó a Aniwa. Nos hemos burlado de él, pero ahora le creemos. Jehová Dios nos mandó
lluvia de la tierra. ¿Por qué no pudo mandarnos a su hijo desde el cielo? Namakei se pone del
lado de Jehová”.
El discurso de Namakei produjo un efecto mágico. Antes de la noche todos los jefes habían
traído sus ídolos a la misión. Unos fueron quemados y otros de piedra sepultados en lo profundo
de la mar. El corazón de Paton rebosaba de alegría y de gratitud al Señor. Toda la isla aceptó el
cristianismo. El culto doméstico y la piadosa costumbre de dar gracias en las comidas se
generalizó entre todos.
En un tiempo en que había gran escasez de provisiones en la isla, Paton veía a los indígenas
dar gracias a Dios antes de comer unas hojas de higuera.
Los huérfanos que la misión tenía bajo su cuidado también sufrieron escasez cuando uno de
los buques proveedores tardó en llegar más tiempo que de costumbre. Paton, para consolar a los
niños, les había prometido que cuando el buque viniese les daría un buen bizcocho a cada uno.
Día tras día los huérfanos iban a la costa para ver si llegaba alguna embarcación. Por fin llegó el
buque y los preciosos bizcochos fueron llevados por los niños alegremente, desde el punto de
desembarque a la casa de la misión. Paton hizo como si no se acordara de su promesa para ver
qué actitud asumían los niños.
“Missi, Vd. se ha olvidado de lo que nos prometió”, dijeron los huérfanos.
“¿Qué os prometí?”, les preguntó.
“Se ha olvidado”, empezaron a decir tristemente los unos a los otros.
“¿Olvidado, qué?”, les preguntó.
“Missi, Vd. Prometió que cuando el buque viniese nos daría un bizcocho a cada uno”.
“¡Oh no, les dijo Paton, no me he olvidado, sólo esperaba para ver si Vds. lo recordaban”.
“No hay temor de eso—dijeron todos sonriendo—¿Abrirá pronto el cajón? Estamos
muriendo de ganas de comer bizcochos”.
Paton abrió el cajón y dió bizcochos a cada uno pero ninguno lo allegó a la boca.
“¡Cómo!—dijo Paton—, estáis muriendo de ganas de comer bizcochos, ¿por qué no los
coméis? ¿Estáis esperando otro?
“Primeramente tenemos que dar gracias a Dios, porque nos mandó alimentos—contestó uno
de los mayorcitos—,y pedir que los bendiga para nuestro bien”.
Así lo hicieron en su lenguaje infantil, y después se regocijaron comiendo el bizcocho.
La observancia del día de reposo es rigurosa en Aniwa. Paton decía: “Cuando vuelvo al seno
de lo que se llama civilización, y veo cómo se profana el día del Señor, mi alma suspira por los
santos sábados de Aniwa”.
Cargado de años y cargado de honra, Paton desde Australia donde residió hasta el día de su
muerte, pudo escribir:
“Aniwa, lo mismo que Aneitioum, es una tierra cristiana. Jesús ha tomado posesión de ella y
nunca más la dejará. “Gloria, gloria a su bendito nombre”.

Samuel Marsden
El año 1794, Samuel Marsden fué nombrado por el gobierno inglés capellán de la prisión de
Port Jackson, en nueva Gales del Sur. Fué entonces cuando llegó a conocer a varios maoris de
Nueva Zelandia, en cuya evangelización empezó a tener un profundo interés. Nueva Zelandia,
que es hoy el asiento de una colonia próspera y culta, era en aquel tiempo una isla casi
desconocida. Los primeros blancos que la visitaron, animados solamente por la ambición del
lucro, engañaban y maltrataban a los pobres naturales, encendiendo de este modo el odio de
razas; pero los maoris que visitaban Port Jackson encontraban un blanco muy diferente de los
especuladores. Los otros los engañaban, éste los protegía con su amistad. Su casa estaba
constantemente llena de indígenas maoris de quienes Marsden logró aprender muchas de sus
costumbres y obtener datos de gran valor sobre el territorio.
Durante un viaje que efectuó a Inglaterra, se esforzó por interesar a la Sociedad Misionera de
la Iglesia (Anglicana), en una cruzada a Nueva Zelandia con el objeto de implantar las
enseñanzas de Cristo entre los maoris de esa isla. El conocimiento que él personalmente tenía de
este pueblo le animaba a creer que no sería refractario a la verdad. La idea propuesta fué muy
bien recibida, y en 1814 partió el primer contingente de obreros. Desembarcaron en el extremo
norte de la isla, y la primera noticia que tuvieron fué la que una sangrienta guerra entre dos tribus
desolaba el territorio. Pero Marsden tuvo coraje de desembarcar con dos de sus compañeros y se
introdujo, armado solamente con el escudo de la fe, en uno de los campamentos donde pasó toda
la noche entre esos salvajes, persuadiéndolos a que cesaran las hostilidades. Una vez efectuada la
paz, otros bajaron también. Los naturales recibieron a los colonos y se alegraron al ver los
bueyes, vacas y caballos que traían, animales desconocidos para ellos y de cuya utilidad pronto
se dieron cuenta. Así se establecía la pequeña colonia, bajo los más favorables auspicios. Uno de
los jefes congregó a su pueblo, y el día de la Navidad se celebró el primer culto cristiano en
Nueva Zelandia. Marsden predicó, tomando como texto las palabras del ángel a los pastores de
Belén: “He aquí, os traigo nuevas de gran gozo, que serán para todo el pueblo”.
Otros de los misioneros, Henry y Williams, también pudieron regocijarse viendo que las
noticias del amor de Dios eran bien recibidas, a pesar de las costumbres muy salvajes de los
habitantes. En 1835 se calculaba en 45.000 el número de maoris que vivían bajo la influencia del
evangelio.
Las siguientes palabras de Marsden dan una idea de la obra llevada a cabo:
“En una de mis primeras visitas a Nueva Zelandia, los naturales mataron y comieron a una
pobre joven, detrás de la casa donde ahora me hallo sentado escribiendo. En este lugar donde
hace poco se cantaban canciones infernales y se celebraban ritos paganos, ahora oigo los cánticos
de Sión y la voz de las oraciones elevadas al Dios del cielo”.
El célebre naturalista Carlos Darwin, que visitó la isla en esa época, hizo los más altos
elogios del carácter de los misioneros, y de la magnífica obra realizada.
En 1837 Marsden, por la séptima vez desembarcó en Nueva Zelandia. Anciano ya de 72
años, tuvo el deseo, a pesar de su extrema debilidad, de ver por última vez a sus amados maoris.
Los indígenas se encargaron de llevarlo en una silla de viaje desde una estación misionera a otra.
En todas partes la gente salía al encuentro del buen amigo, y él les dirigía sus últimas y
fervientes exhortaciones. Murió en 1839 después de 45 años de trabajos en Australia y Nueva
Zelandia.
Diego Chalmers
Este célebre misionero, apóstol y mártir de la Nueva Guinea, nació el año 1841.
Cuando tenía unos quince años de edad oyó en la Escuela Dominical un interesante relato
sobre la obra misionera en las islas de la Sociedad. Al terminar, el orador dijo: “Quién sabe si no
hay aquí algún muchacho que llegará a ser misionero. ¿No hay alguno que vaya a los paganos y
salvajes para hablarles de Dios y de su amor?” El muchacho prestó atención a estas palabras e
interiormente en su corazón resolvió consagrar su vida a esta obra. Al volver a su casa fuése a un
lugar solitario, se arrodilló, y se ofreció a Cristo prometiendo servirle.
Pero fué durante el gran avivamiento en los años 1859–60 cuando llegó a conocer a Cristo
como su Salvador personal. En seguida se puso a trabajar con mucho fervor, ya como instructor
en la Escuela Dominical, ya en la predicación al aire libre, ya por medio del trato personal con
los inconversos.
Cuando Livingstone había vuelto del Africa, y asombraba al mundo con el relato de sus
descubrimientos, Chalmers se puso a pensar en aquel continente como su probable campo de
trabajo, pero al entrar en relaciones con la Sociedad Misionera de Londres aceptó un puesto en la
Oceanía.
Sus primeros trabajos misioneros tuvieron lugar en la isla de Rarotonga, que ya había sido
evangelizada, pero en la cual quedaba aún mucho que hacer. En sus tareas lo secundaba
valientemente su activa esposa. El misionero en la Argentina, Roberto F. Elder, cuyo padre era
primo de ella, nos decía: “Su primera esposa, Juana Hercus, era una verdadera heroína. Hasta los
antropófagos la respetaban, y muchas veces ella se quedó sola con ellos, sin ser molestada, más
bien protegida, y aunque deseosos de matar a algún hombre para comer su carne, no lo hicieron
por respeto a ella”.
Después hallamos a Chalmers en Nueva Guinea, la isla más grande del mundo, donde tanta
falta hacía el testimonio del evangelio, en la cual nuestro héroe ganaría la palma del martirio.
Chalmers empleó en esta isla, como ayudantes, a muchos de los indígenas que se habían
convertido en otras islas.
Se aventuró a penetrar en el interior de la isla, estando su vida en constante peligro. Son
muchas las excursiones y viajes largos que efectuó ganando una bien merecida reputación entre
los hombres de ciencia, por los descubrimientos que tuvo la suerte de hacer. Sus descubrimientos
han sido reconocidos y apreciados por la Sociedad Geográfica de Inglaterra, la cual le otorgó su
diploma, como lo había hecho a Livingstone. Seymour Fort, hablando de Chalmers, ha dicho:
“Como explorador y “pioneer”, su nombre debe ocupar un lugar prominente en los anales de
nuestra historia imperial”.
La obra evangélica en Nueva Guinea se extendió considerablemente y unas 130 estaciones
quedaron establecidas durante la vida de Chalmers, y casi todas ellas deben a él su fundación.
El doctor Lawes, uno de los obreros en la misma isla, dice así: “El primer domingo de cada
mes no menos de tres mil hombres y mujeres se congregan alrededor de la mesa del Señor para
conmemorar el acontecimiento que tanto significa para ellos y para el mundo. A muchos de ellos
Chalmers conoció salvajes, usando plumas y pintándose el rostro. Ahora, vestidos y en seso,
parece que el salvaje ha desaparecido, y son parte del cuerpo del Señor Jesucristo en su Iglesia.
Muchos de los pastores que presidían la cena eran naturales de Nueva Guinea, y los habitantes de
esta isla a menudo llevan en sus pechos tatuaje que indicaba que sus lanzas habían sido bañadas
en sangre humana”.
Estas palabras demuestran cuál fué el éxito alcanzado por Chalmers.
Su obra siempre era un triunfo entre los niños; debido a su temperamento alegre y natural.
“Nos visitó en Nueva Zelandia, dice el señor Elder, cuando yo tenía unos cuatro años de edad, y
me acuerdo todavía de aquel hombre con cabeza de león, jugando conmigo; él tirado al suelo y
yo “andando a caballo” sobre su pecho. Nunca lo he olvidado, y aquella “falta de dignidad”,
como dirían algunos, era justamente lo que me hizo impresión. Era alegre, tan “juguetón” y,
aunque grande, tan “chico” que ganó por completo mi corazón. Cuando más tarde encontré
algunos cristianos de semblante triste y cara larga, me acordaba de Chalmers, y así, de que era
posible ser cristiano, y misionero por añadidura, sin ser triste. Después lo vi en Londres en 1895.
Lo visité en su casa más de una vez. En la obra entre los salvajes tuvo siempre más éxito entre
los niños y jóvenes, y parece también que fué lo mismo durante sus conferencias en Inglaterra,
Australia y Nueva Zelandia, aunque su éxito como orador, entre los adultos, fué extraordinario”.
A mediados del año 1900, por todo el mundo cristiano circuló la noticia de que Chalmers
había sido asesinado y comido por los caníbales.
El hecho ocurrió en estas circunstancias: deseando fundar una nueva estación misionera en
un paraje llamado Aird River, se embarcó junto con el misionero Oliver F. Tómkins y doce
cristianos indígenas, llegando a su destino el 7 de abril. Pronto se vieron rodeados de muchas
canoas tripuladas por indígenas con quienes entraron en relación. Estos querían que los
expedicionarios bajasen a tierra, pero ellos no quisieron hacerlo ese día, juzgando más prudente
pasar la noche a bordo, pero prometieron que al día siguiente desembarcarían para visitarlos en la
aldea. Así lo hicieron, y nunca más regresaron. Una expedición conducida por el gobernador
militar de la colonia logró recoger algunos datos suministrados por un indígena que fué hecho
prisionero. Chalmers, Tómkins y los doce cristianos nativos habían sido muertos y decapitados.
Cuando la primera noticia de la matanza llegó a Inglaterra, el doctor José Párker expresó el
sentimiento de millares de sus compatriotas pronunciando estas palabras:
“No lo puedo creer. No lo quiero creer. Un misterio de esta clase pone a prueba nuestra fe.
Pero Jesús fué asesinado. Pablo fué asesinado. Muchos misioneros fueron asesinados. Cuando
pienso en este lado del asunto, no puedo sino sentir que nuestro distinguido y noble amigo se ha
unido a la gran asamblea. Diego Chalmers era uno de los verdaderos y grandes misioneros del
mundo. Era, en todo sentido, un carácter leal y noble”.

Casas en Nueva Guinea

VIII
CAMPO MAHOMETANO
El lslamismo
MAHOMA , el fundador del islamismo, nació en la Meca, Arabia, el año 571 de nuestra
era. A la edad de 25 años se casó con una viuda muy rica de 40 años, y se dedicó a cuidar la
inmensa fortuna que había caído en sus manos. Efectuó muchos y largos viajes como mercader,
estudiando el cristianismo y el judaísmo, y las condiciones morales y religiosas de los pueblos
que visitaba. Abandonando el comercio se retiró a una caverna del monte Hera, cerca de Meca,
entregándose entonces a la meditación durante varios años. En aquella vida solitaria y con su
imaginación exaltada, creyó ver al ángel Gabriel que le hablaba dándole nuevos preceptos y
mandándole que los propagase por el mundo.
El visionario del monte Hera, a la edad de 40 años, empezó a predicar la nueva doctrina, la
cual se resume en esta frase: “Dios es Dios, y Mahoma su profeta”. Este credo, ha dicho el
historiador Gibbson, afirma “una eterna verdad y una eterna mentira”.
La nueva religión no tenía que propagarse sólo por medio de la predicación y la enseñanza; la
espada sería su principal instrumento de persuasión. Organizando militarmente a sus primeros
adeptos, Mahoma emprendió la conquista del mundo, imponiendo sus ideas y exterminando a
todos los que se oponían. Secundado por muchos de los que habían abrazado su credo, Mahoma
hizo que el islamismo se propagase con la velocidad del fuego, a tal punto que ya en el año 634
habían dominado 36.000 ciudades o fortalezas, destruído 4.000 iglesias cristianas, y edificado
mil cuatrocientas mezquitas.
Frederic de Rougemont compara esta marcha triunfal del islamismo a la visión apocalíptica
en que las langostas, recibiendo la potestad de los escorpiones, pudieron atormentar a los
hombres.
Muerto Mahoma, el islamismo siguió ganando terreno, hasta que parecía que todo el mundo
sería subyugado por los ejércitos de la media luna. La Palestina, el Asia Menor, Chipre, Rodas,
Egipto, la Tripolitania y Cirenaica, y otros países cayeron bajo su poder. En España su
dominación fué sentida por varios siglos, y en 1453, Constantinopla cayó en sus manos,
convirtiéndose en mezquita la famosa iglesia de Santa Sofía. “Ni los persas, ni Alejandro, ni los
romanos, —dice un historiador—, llegaron a construir imperios tan dilatados”.
La religión de Mahoma se halla escrita en un libro llamado el Korán. Es una mezcla de
preceptos del Antiguo y Nuevo Testamentos, con otros formulados por Mahoma. La poligamia
es permitida, habiendo el mismo Mahoma tenido catorce mujeres, entre las cuales había algunas
niñas de corta edad.
En nuestros días el islamismo continúa siendo una de las religiones que cuenta con mayor
número de adeptos. Las últimas estadísticas publicadas arrojan las siguientes cifras: En el
Imperio Otomano 27.000.000 de mahometanos; en Bosnia y Herzegovina 600.000; en los
Balcanes 100.000; en Rusia 24.000.000; en la India 60.000.000; en la China 40.000.000; en otras
partes del Asia 20.000.000; en Java e islas vecinas 25.000.000; en Filipinas 500.000; y en África
60.000.000. El total en el mundo se estima en 270.000.000. Siendo estos datos de origen
musulmán, es posible que se hallen un poco abultados, pero millones más o millones menos, es
un hecho que el número de musulmanes es enorme y que su crecimiento es rápido, mayormente
en Africa, donde sostienen una obra misionera fuerte y activa, que constituye el obstáculo mayor
a la propagación del cristianismo.
En los últimos tiempos los musulmanes han sufrido grandes reveses que han hecho entrar a la
media luna en un período de cuarto menguante. Así en 1830 Grecia consiguió su independencia,
Argelia fué ocupada por los franceses y Servia obtuvo la autonomía; en 1862 Rumania sacudió el
yugo de Turquía; en 1878 Bulgaria y Montenegro hicieron otro tanto; en 1885 Rumelia fué
anexada a Bulgaria; en 1878 Chipre pasó al poder de Inglaterra; tres años más tarde Túnez pasó a
estar bajo el protectorado francés, y al año siguiente Egipto fué ocupado por los ingleses. En
1898 Creta obtuvo su autonomía y en 1911 la Tripolitania fué conquistada por Italia. Pero todos
estos reveses junto con las consecuencias de la guerra de los Balcanes, han contribuído a excitar
el sentimiento religioso de los mahometanos en todo el mundo, de modo que, aunque han
perdido territorios han ganado en fervor. En lo que se refiere a la evangelización de este pueblo,
la conquista de esos territorios por naciones nominalmente cristianas no tiene más importancia
que la de dar garantías a los misioneros.
Como la libertad del pensamiento está completamente prohibida entre los musulmanes,
resulta que la obra misionera entre ellos es la más dificultosa que se conoce. Pocos son los
resultados obtenidos en ese cerradísimo campo. Daremos ahora un bosquejo de lo que se está
haciendo en las diferentes regiones donde trabajan los misioneros.

Peregrinos musulmanes adorando ante la tumba de Mahoma, en Meca.

Arabia
Arabia es la tierra santa del mahometismo. En la Meca, donde nació Mahoma, está el
santuario que visitan millones de sus adeptos. El musulmán que teniendo cómo, no visite la
Meca, es mirado como infiel, y así son muchos los que se costean desde los más remotos
confines del mundo para cumplir con este precepto. Como campo misionero, Arabia está
completamente cerrada. Algunos trabajos han sido hechos, sin embargo. El Hon. John Keith
Fálconer, profesor de árabe de la Universidad de Cambridge, dedicó su sobresaliente talento a la
evangelización de ese país. Sólo pudo trabajar unos dos años, pues falleció en 1888. La obra por
él empezada fué seguida por otros, bajo los auspicios de la Iglesia Libre de Escocia. En el
sudeste de Arabia trabajó fielmente, y murió mártir, el distinguido cristiano Tomás Valpy
French. Algunos convertidos de entre los musulmanes en otros países han ido a la Arabia a
trabajar en la obra del Señor, y el éxito no ha sido gran cosa, pero han logrado hacer algo. Uno
de los más notables fué uno convertido en Beiruth llamado Kamil, que trabajó con paciencia y
prudencia durante varios años, pero murió súbitamente el año 1892, envenenado, se cree, por
alguno de sus muchos enemigos. Las Sociedades Bíblicas envían colportores valientes que son
los que efectúan una obra altamente meritoria esparciendo ejemplares de la Biblia que penetran
donde el hombre no tiene entrada, y algunos han hallado el pan de la vida que no podían
ofrecerles las páginas áridas del Korán.
Turquía
El sultán de Turquía es la cabeza del mahometismo turco y es reconocido como profeta,
sacerdote y rey. El mahometano que abandona su religión se hace reo de alta traición, y aún bajo
el nuevo régimen constitucional implantado por los jóvenes turcos en 1908, la libertad religiosa
es letra muerta cuando se trata de un convertido del islamismo. Hay quienes aseguran que el
sentimiento mahometano en el nuevo partido es tan pronunciado, que la obra de propaganda es
más difícil ahora que bajo el antiguo régimen. Debido a esto la obra misionera en Turquía se ha
limitado a evangelizar a los cristianos nominales, con la esperanza de que, cuando ellos se
conviertan al cristianismo puro, serán el medio de alcanzar el islamismo. Los presbiterianos de
los Estados Unidos mandaron en 1818 a los misioneros Fisk y Pársons, quienes desafiando la
intolerancia lograron llevar a cabo una obra de resultados duraderos. En 1846 se organizó la
primera iglesia protestante, la cual fué seguida de muchas otras, cuyo total de miembros llegó a
unos 20.000 con más de 1.000 obreros nativos.
La obra educacional ha sido uno de los medios más eficaces en Turquía para lograr entrada
entre el pueblo. Se estima en 30.000 el número de alumnos en las escuelas elementales y
superiores. El colegio Americano para señoritas establecido en Constantinopla, es una institución
que ha ejercido una gran influencia en la elevación moral e intelectual de la mujer en Turquía.
Pero es el Colegio Robert, en Constantinopla también, uno de los baluartes de la obra en
Turquía. El doctor Juan R. Mott, que lo visitó, se expresa así: “El Colegio Robert es el único
instituto de estudios superiores digno de este nombre, que hay en la Turquía Europea. Está
situado en un lugar más hermoso, y más ricamente asociado a recuerdos históricos, que cualquier
otro instituto en el mundo”. Ha sido la causa principal de la fundación de otros colegios y
universidades en el sudeste de Europa, y ha elevado el ideal del sistema educacional en toda esa
sección. Ha producido muchos de los principales educacionistas de Bulgaria y Armenia.
Hombres que están al cabo de los hechos, atribuyen a este colegio la pérdida de Bulgaria por los
turcos. Un estudio de los nombres y carreras de los 325 que han sido graduados, es muy
sugerente. La influencia espiritual del colegio ha ayudado grandemente también a detener la
corriente de incredulidad. El colegio cuenta con alumnos de catorce diferentes nacionalidades,
pero especialmente griegos, armenios y búlgaros”.
Siria y Palestina
Muchas denominaciones han emprendido trabajos misioneros en la Siria, y en la tierra donde
nació nuestro Señor, actualmente bajo el poder de los ingleses. Es generalmente por medio de
asilos, hospitales y escuelas, que se ha logrado ganar algunas almas. El elemento de más poder es
sin duda el Colegio Protestante de Beiruth, el centro educacional más importante de aquella
región, y uno de los principales en todo el Asia. No hay instituto que en sólo una generación
haya efectuado una obra más importante, y las oportunidades que tiene por delante son
numerosas y brillantes. Más que colegio debería llamarse universidad, pues prácticamente ha
creado la ciencia médica en el Levante, y promovido toda clase de estudios superiores y
educación popular en la Siria, y aun más allá. Ha sido y es un centro de ciencia y literatura
cristiana en toda aquella región. Una cuarta parte de los graduados se han dedicado a la obra
cristiana, ya como predicadores, ya como maestros.
No hay duda que los hombres que idearon la fundación de este importante centro de cultura,
y lo elevaron a su estado actual, dieron pruebas de una sabiduría que no es humana.
Entre los muchos misioneros que se distinguieron en la Siria, figura en primera línea el
doctor Jessup, presbiteriano de los Estados Unidos, que trabajó en Siria más de cincuenta años.
Las dificultades que halló al principio parecían invencibles, pero él era un hombre que sabía
mirar el futuro, y esto lo alentaba a permanecer en su puesto. Lo que el doctor Jessup cuenta
acerca de la censura que el gobierno turco imponía a la literatura que se introducía al país, parece
casi increíble. Todo libro extranjero que pasaba por las aduanas del imperio tenía que ser
examinado por los censores, y si contenía algo sobre Mahoma, la Meca, Turquía, etc., tenía que
ser confiscado o mutilado. Las enciclopedias sólo podían entrar después de ser mutiladas,
arrancándoseles todos los artículos referentes a cosas turcas y musulmanas. Hasta las guías de
viajes eran cuidadosamente examinadas. Un mapa de Palestina que llevaba la inscripción de
“Reinos de Israel y Judá” fué confiscado, porque, decían los censores, el sultán no podía
reconocer tales reinos en sus dominios. Un libro que contenía las palabras que se hallan en Tito,
cap. 1, v. 5, donde Pablo dice que lo dejó en Creta para que “corrigiese lo que faltaba”, fué
confiscado porque los censores no podían dar curso libre a literatura que dijese que en los
dominios del sultán había cosas que corregir.
Estas y otras dificultades no impidieron que se llevase a cabo una buena obra, y en 1908,
cuando el doctor Jessup terminaba su gloriosa carrera, se pudo hablar de la misión en Siria, como
de una “magnum opus”, pues la estadística arrojaba las siguientes cifras: misioneros, 41;
predicadores del país, 226; estaciones misioneras, 111; miembros en las iglesias, 2.744; escuelas,
116; alumnos, 5.688.
Egipto
Bajo la dominación inglesa, la intolerancia mahometana en Egipto ha tenido forzosamente
que aplacarse, pero no así el sentimiento anticristiano, que parece haber tomado aún más fuerza
que antes.
En la ciudad del Cairo está la famosa universidad mahometana llamada “El Azhar”, a la que
concurren más de 7.000 estudiantes venidos de todas partes del mundo islamita. Esta universidad
es el soporte más poderoso de la religión de Mahoma.
La obra misionera la efectúa principalmente la Iglesia Presbiteriana Unida, de América, y
como en otras partes, la obra médica y educacional es el medio empleado para alcanzar al
pueblo. Merece especial mención el colegio establecido en Asyut, clasificado por el doctor Juan
R. Mott entre los “puntos estratégicos en la conquista del mundo”. El número de alumnos pasa
de 600, con un cuerpo docente de 27 profesores de primera clase. De los que han sido graduados,
más de cien se han dedicado al ministerio cristiano. No hay centro educacional en Egipto que
haya ejercido una influencia más sana que el Colegio de Asyut, especialmente formando
maestros para las escuelas de campo.
Persia
Henry Martyn, misionero en la India durante algunos años, fué el primero que trabajó en
Persia, llegando a este país en 1811, ya muy delicado de salud. Al cabo de un año ya tenía el
placer de ver terminada su traducción del Nuevo Testamento, obra para la cual estaba
singularmente dotado.
La misión suiza de Basilea empezó trabajos en 1829, y en 1834 la Junta Americana mandó
obreros para evangelizar a los nestorianos.
Los acontecimientos políticos que colocaron a Persia bajo el contralor de Rusia, vinieron a
infundir aliento a los obreros, pues en comparación con el gobierno musulmán, la intolerancia
rusa no era nada, y la propaganda se hacía con más facilidad. Desde entonces creció el número
de niños mahometanos que concurrían a las escuelas evangélicas, pues no eran molestados como
antes. La obra la efectúan los presbiterianos de América y los anglicanos de Inglaterra. Entre
ambas ramas se calcula en 4.000 el número de personas afiliadas a las congregaciones.
Nuevos esfuerzos
A pesar de todas las dificultades, hay muchos cristianos que oran y trabajan por el campo
mahometano. En la India, donde viven muchos millones de musulmanes bajo la protección del
pabellón británico, hay un núcleo considerable de obreros trabajando en favor de ellos, y se
espera que algún día llegarán a ver la superioridad del cristianismo sobre el sistema del profeta
de la Meca.
En la Tripolitania, en Túnez, en Marruecos, hay también misiones. La lglesia Metodista
Episcopal hace en Argelia trabajos misioneros que se espera den buen resultado debido al
número y a la calidad de obreros que componen la primera vanguardia.

IX
LOS JUDIOS
Un pueblo esparcido

LAS palabras de Cristo referentes a la destrucción de Jerusalén y dispersión del pueblo de


Israel, tuvieron un cumplimiento tan literal que siempre han servido para poner en jaque a los
más avanzados incrédulos.
El año 70, cuarenta años después de la muerte del Salvador, los ejércitos romanos
comandados por el general Tito, invadieron la Palestina y cercando a Jerusalén, la subyugaron y
la destruyeron, no quedando “piedra sobre piedra que no fuese derribada”. De los judíos que
quedaron con vida, algunos se escaparon y otros fueron vendidos como esclavos, y así Jerusalén,
hollada por los gentiles, quedó desierta y quedará hasta que el pueblo de Israel, reconociendo a
Jesús como Mesías, diga: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Mientras tanto,
vagando como el judío errante de la leyenda, los hijos de Abraham se hallan esparcidos por todos
los pueblos del globo.
La población judía del mundo se estima en unos doce millones, siendo Rusia, Austria–
Hungría, y los Estados Unidos, los países que albergan mayor número, pero es imposible obtener
datos precisos.
“Es un hecho —dice Gaussen—, que existe sobre la tierra una nación que desde hace
cuarenta siglos es el único pueblo del mundo que forma una sola familia y desciende
enteramente de un mismo padre, el único que ha conservado su nacionalidad en medio de
trastornos, de matanzas y de destierros; a través de todos los siglos de barbarie y de civilización,
bajo Nabucodonosor o bajo Alejandro el Grande, como bajo Carlos Magno o bajo Bonaparte.
Los imperios han pasado como una sombra; las naciones se han sucedido en la historia, sin dejar
detrás otra cosa sino el nombre; han perecido, y su lugar no las conoce más; pero los judíos están
ahí todavía, separados de los otros pueblos como en los días de Jesucristo; una sola y única
familia en medio de la mezcla de todas las otras; ricos, aunque mil veces saqueados; creciendo
en número y más unidos que nunca, aunque dispersados por una tempestad de siglos hacia los
cuatro vientos de los cielos.”
Tal es el pueblo de cuya evangelización vamos a ocuparnos, teniendo que lamentar que, a
pesar de las palabras “al judío primeramente”, tan poco haya sido hecho antes del siglo pasado.
Samuel Frey y Luis Way
Samuel Frey, un judío convertido, resolvió.dedicarse a la evangelización de su pueblo,
eligiendo como territorio la ciudad de Londres, donde la colonia israelita es numerosa. En 1803
empezó a predicar, logrando que algunos viniesen a escucharle, y su trabajo no fué en vano, pues
muchos aceptaron a Cristo.
Un incidente interesante vino a dar origen a la Sociedad para promover el cristianismo entre
los judíos, que desde hace más de un siglo está trabajando en las cinco partes del mundo, y cuyo
asiento principal está en Londres. En 1808, Luis Way, Un rico inglés, se paseaba a caballo en el
condado de Devon con uno de sus amigos, y pasando frente a una casa de campo se puso a
admirar los gigantescos árboles que la rodeaban: “¿Sabe usted a qué condición están sometidos
estos árboles?”, le preguntó su compañero. “Una señora ya muerta dejó escrito en su testamento
que no había que cortarlos antes de que los judíos hayan vuelto a poseer la Palestina.” Esta
señora, de origen hugonote, y otra hugonote también, acostumbraban orar juntas debajo de esos
árboles, por la conversión y restauración del pueblo terrenal de Dios. Luis Way, impresionado
por la fe de esas señoras, se puso a examinar las Escrituras para saber qué era lo que estaba
determinado sobre el futuro de Israel, y este estudio le hizo tomar la determinación de consagrar
su persona y sus bienes a la evangelización de los judíos. Otros cristianos ricos y eminentes se
unieron a él en esta obra y fundaron la Sociedad ya mencionada.
José Wolff
Uno de los obreros más distinguidos de la obra entre los judíos fué el doctor José Wolff,
llamado el San Francisco Javier protestante. Nació en Alemania, y era hijo de un distinguido
rabino. En la casa de su padre siempre escuchaba atentamente todas las conversaciones
relacionadas con su pueblo. Un día oyó que su padre hablaba con otros acerca de Jesús. “¿Quién
era Jesús?”, preguntó el niño. Le contestaron a la manera judía, que Jesús había sido un hombre
de gran talento, pero que por haber pretendido ser el Mesías, el Sanedrín lo había condenado a
muerte. Desde entonces el niño empezó a preguntarse si no podía ser que Jesús fuese el Mesías
Verdadero. No pudo deshacerse de esta idea, y a medida que los años pasaban, y que más iba
conociendo la historia de Jesús, esta idea se arraigaba más y más en él, hasta que en 1812
resolvió aceptar a Cristo, siendo bautizado por un monje benedictino. Llevado a Roma para
estudiar, no pudo conformarse con la corrupción doctrinal y moral del romanismo, y fué
despedido del colegio por incorregible. De Roma se fué a Inglaterra, donde conoció el
protestantismo, al cual se adhirió, ingresando en la Iglesia Anglicana, en la que militó hasta el fin
de sus días. Después de dos años de estudios en la Universidad de Cambridge, emprendió su
primer viaje misionero, visitando a los judíos de Malta, Egipto, Palestina, Mesopotamia,
Armenia y Persia, regresando por Siracusa, Constantinopla y Crimea. Las experiencias de este
viaje fueron muchas e interesantes. Se vió repetidas veces en serios peligros, siendo encarcelado
en varias ocasiones. De regreso a Inglaterra, se casó con la hija del duque de Oxford, quien lo
acompañó una parte de su segundo viaje. Visitó la ciudad de Smirna, las islas del mar Jónico y
Jerusalén, donde algunos judíos procuraron envenenarlo, de lo cual le sobrevino la pérdida de su
salud. Una vez restablecido, siguió viajando por Persia, y hasta la India. Durante este viaje fué
atacado por ladrones y vendido como esclavo, y luego condenado a muerte en Bokhara, de donde
felizmente logró escapar. Durante su cautiverio no cesó de dar testimonio de su fe, y una vez en
libertad continuó ardientemente sus trabajos, distribuyendo las Escrituras y predicando en varios
idiomas. Después de regresar a Europa visitó los Estados Unidos y finalmente se radicó en
Inglaterra, donde murió el 2 de mayo de 1862.
Varias sociedades
Además de la sociedad ya nombrada, se han organizado como cien con el mismo fin. En
Escocia los amigos de los judíos establecieron una misión en Hungría, la cual dió magníficos
resultados. Israel Saphir, su esposa y tres hijos fueron los primeros convertidos, lo que hizo decir
al misionero: “Pondré los cimientos con safires”. Saphir tuvo una gran lucha interior antes de
persuadirse de que Jesús era el Cristo, pero una vez que el velo cayó de sus ojos, y comprendió
que su pueblo había crucificado al Mesías, dijo a su esposa: “Estoy convencido de que Jesús es el
Cristo, y aunque no veo delante de nosotros sino el hambre que nos espera, yo iré y lo
confesaré”. Fiel a este propósito, vivió siempre dando testimonio de su fe. Su hijo, Adolfo
Saphir, llegó a ser un hombre “poderoso en las Escrituras”, y un notable predicador en Londres.
En 1861 dos misioneros, Staiger y Brandeis, empezaron obra en Abisinia, pero las contiendas
políticas hicieron fracasar sus propósitos. Varios misioneros fueron encarcelados y puestos en
cadenas, los que recobraron su libertad después de siete años de sufrimientos en la prisión.
Los cristianos de Francia, Suiza, Escandinavia y otros países, han tomado también parte
activa en la propagación del evangelio entre los judíos, especialmente en Alemania, donde hay
varias sociedades creadas con este fin, figurando la Sociedad de Berlín en primera línea, fundada
el año 1822, como resultado de los trabajos de Luis Way y del profesor Tholuck, la cual recibe la
cooperación de los buenos elementos luteranos. El profesor Delitzsch, alma y brazo de esta obra,
ha contribuído con su traducción al hebreo del Nuevo Testamento, obra que ha tenido regular
circulación entre los judíos. Lord Beaconsfield, un judío convertido, dijo que “los judíos
aceptarán toda su religión en lugar de sólo la mitad, a medida que se familiaricen con la
verdadera historia y carácter del Nuevo Testamento”. Uno de los objetos que tienen en vista los
misioneros entre ellos, es el de mostrar cómo el Antiguo Testamento se ha cumplido en el
Nuevo, y por eso es esencial que conozcan bien el hebreo, lo que ha dado origen a la creación de
cátedras especiales en Leipzig y otros puntos para preparar a los que se dedican a trabajar entre
los israelitas.
José Rabinowitz
En el sur de Rusia hubo un interesante movimiento evangélico entre los judíos, que fué fruto
de la lectura, y en el que no intervino la influencia personal de los cristianos. José Rabinowitz, un
judío eminente, abogado y hombre de poderosa influencia, activo y siempre el primero en todo lo
que significaba promover el bienestar de sus compatriotas, llegó al convencimiento de que había
que buscar la felicidad de Israel en el dominio de las cosas espirituales. Visitó la Palestina para
estudiar el problema de la emigración a aquel territorio, y hallándose en el Monte de los Olivos,
se puso a pensar en Jesús, y llegó a la conclusión de que las desdichas que constantemente
sobrevenían a su pueblo eran causadas por haberlo rechazado. “Nuestro hermano Jesús, —dijo
—, tiene la llave de la Tierra Santa.” Y empleando una buena ilustración, decía que el pueblo de
Israel tenía cuatro ruedas: Abraham, Moisés, David y Jesús, y que era una verdadera locura
pretender que el vehículo marchase con tres ruedas solamente. El vehículo camina con dificultad,
y los que lo conducen siguen hacia adelante en lugar de volver en busca de la rueda que han
perdido. Rabinowitz fué bautizado y muchos de los que le acompañaron en sus trabajos, pero el
movimiento no tuvo el desarrollo que se esperaba.
En Hungría otro movimiento independiente tuvo lugar por medio del rabino Lichtenstein,
quien un día sorprendió a su sinagoga anunciándoles que había aceptado a Cristo, pero los judíos
lo arruinaron financieramente, tanto a él como a sus adeptos, y el movimiento no siguió adelante.
Desechado por sus compatriotas, se consagró, sin embargo, a evangelizarlos por medio de
literatura y correspondencia.
Resultados
En los Estados Unidos, donde los judíos son numerosos, también hay obra entre ellos. Entre
los obreros más activos figura A. Gabellein, en Nueva York, que dirige su “Mission Hope”. Hay
también misión en Chicago, en Filadelfia, y en otros puntos. En Canadá también hay algunos
obreros.
Los últimos datos publicados dan cuenta de 90 sociedades que trabajan en todo el mundo, las
cuales emplean 648 misioneros, poseen 213 estaciones y giran fondos por valor de 673.000 pesos
oro anualmente.
Nada más difícil que calcular numéricamente los resultados de esta obra. La lista de hombres
notables de judíos convertidos a Cristo, es alentadora. Basta recordar los nombres de Neánder,
Philippi, Caspari, Heine, Ginsburg, Da Costa, y muchos otros. Un cálculo hecho muy
diligentemente por De le Roi, hace ascender a 72.740 el número de israelitas que ingresaron a
iglesias evangélicas durante el siglo XIX. Esas cifras revelan que la obra entre los judíos es
sumamente difícil, pero los cristianos no se desaniman y siguen mostrando cada vez mayor
interés en el pueblo del cual nació nuestro Señor “según la carne”, esperando el día en que,
después de haber entrado la plenitud de los gentiles, “todo Israel será salvo”.
X
EL NUEVO MUNDO
Descubrimiento y conquista

EL 12 de octubre de 1492, el navegante Cristóbal Colón, en busca de un nuevo derrotero


para llegar a las Indias, desembarcó en la Isla de San Salvador, una de las que forman el grupo de
las Antillas en el Mar Caribe, descubriendo así, sin saberlo él mismo, un nuevo e inmenso
continente habitado por una raza desconocida, y hasta entonces ignorada en otras regiones del
mundo.
Los viajes que se sucedieron desde entonces, realizados por heroicos marinos españoles,
portugueses, italianos, etc., fueron dando a conocer los contornos de lo que hoy llamamos
América, y cada viaje revelaba nuevos secretos a la geografía, a la etnografía y a la historia.
El Nuevo Mundo estaba habitado por numerosos pueblos, todos pertenecientes a la raza roja,
unos sumidos en la más completa barbarie, otros pacíficos y medianamente civilizados, y otros,
como los de Méjico y del Perú, civilizados en tal grado que causaban asombro a los
conquistadores europeos.
El nuevo continente fué sometido al dominio europeo, prevaleciendo en el sur y en el centro
la influencia epañola y portuguesa, y en el norte la inglesa y francesa.
Los conquistadores demostraron un lamentable espíritu de destrucción, e impusieron a los
indios una religión que no querían y que no conocían, dándoles así un barniz de cristianismo que
no pudo nunca cambiar el carácter pagano de esos pueblos.
La parte norte del continente, que fué colonizada por elementos protestantes, ha venido a ser
el faro más potente de luz evangélica, de libertad y de virtudes republicanas. Los indios que
habitaban esos inmensos territorios, aunque no fueron siempre bien tratados, recibieron la
atención de algunos cristianos, como se habrá notado en el capítulo tercero de este libro.
El sur y centro, convertidos nominalmente al romanismo, constituyen hoy uno de los grandes
campos misioneros que las iglesias evangélicas quieren ganar para Cristo.
Vamos ahora a entrar a ocuparnos de la vida y trabajos de algunos de los héroes que lucharon
en el Nuevo Mundo.

Indio del Perú

Tomás Coke
Antes de que Carey diese origen a la primera Sociedad Misionera, fundada, como se ha
dicho, el año 1792, la causa de las misiones había sido objeto de estudios y trabajos de parte de
algunos cristianos, quienes llevaron a cabo simpáticos movimientos, aunque de carácter
individual. Uno de éstos fué el Dr. Coke, quien puede legítimamente figurar como una de las
glorias de la obra misionera, llamado por Southey, el Javier del metodismo. Ya en 1769 dió
origen a una empresa destinada a llevar el evangelio al Africa, empresa que no tuvo el gozo de
ver salir triunfante.
Las Antillas, y especialmente la isla llamada Antigua, fueron grandemente favorecidas por el
doctor Coke, a quien, a causa de sus frecuentes viajes, los negros lo llamaban cariñosamente “el
ángel volador”.
El evangelio había sido llevado a Antigua por uno de sus propios habitantes, llamado Gilbert,
quien durante un viaje por Inglaterra había sido convertido bajo la predicación de Juan Wesley,
junto con dos mujeres de color que lo acompañaban en calidad de esclavas. Gilbert se consagró a
la obra del Señor en Antigua, formando una buena congregación, y cuando él faltó, la obra
prosiguió vigorosamente sin pastor ni predicador regular. Después llegó a la isla, en forma casi
milagrosa, el carpintero de buques Juan Baxter, ardiente metodista, predicador local, que se
consagró a evangelizar a los esclavos.
Un día del año 1786, cuando Baxter estaba predicando a una asamblea de más de mil
personas, fué sorprendido con la llegada de un grupo de blancos desconocidos. Uno de ellos era
el doctor Coke, quien contó a Baxter la manera cómo una tempestad había arrojado sobre
Antigua al buque en el cual se dirigía a Norte América. El doctor Coke relató los peligrosos
episodios del viaje. Durante diez semanas el buque había sido juguete de las embravecidas olas
del mar, y ni un momento estuvieron fuera de peligro. La tripulación del buque era grosera y
blasfema. El capitán empezó a decir: “Tenemos a Jonás a bordo”, aludiendo al piadoso misionero
que conducían. Cada vez que le hallaban orando, los tripulantes impíos lanzaban sus terribles
imprecaciones. El agua dulce y los alimentos escaseaban a bordo, y todo contribuía a hacer de
aquel viaje un verdadero tormento. Sin embargo, Coke vivía tan cerca de Dios, que todas esas
contrariedades no le impedían tener horas de dulce paz interior. En este viaje leyó la vida de San
Francisco Javier, verdadera inspiración para el héroe wesleyano. “¡Oh, si tuviésemos, exclamaba,
un alma como la suya! Pero ¡gloria a Dios! porque para él no hay nada imposible. Quisiera tener
alas de águila, y la voz como trueno, para proclamar el evangelio de este a oeste y de norte a
sur”.
El doctor Coke era un hombre notable. Tenía una erudición vastísima. Había sido graduado
en la Universidad de Oxford. Se unió a los metodistas en el día en que éstos estaban
conmoviendo a toda Inglaterra mediante una eficaz predicación en la que el Espíritu Santo
obraba con poder manifiesto. Coke fué uno de los que conseguía reunir multitudes en sus
reuniones al aire libre, y tanto sabios como no sabios, hallaban en su predicación alimento,
instrucción y vida. Ahora se hallaba en una isla de América en la que jamás había pensado, y no
es extraño que tomase esas circunstancias como una señal del Señor por la que le mandaba
ocuparse de la evangelización de esos olvidados parajes, donde la esclavitud y el despotismo
obraban estragos.
En esta ocasión, y en dieciocho viajes más que efectuó, visitó muchas de las islas con el fin
de estudiar el terreno donde quería desarrollar sus actividades misioneras. Las notas de viaje que
escribía cuidadosamente en su diario, contienen datos interesantísimos Sobre geografía y
costumbres de las Antillas.
Pronto comprendió lo que Baxter valía como misionero, y le aconsejó dejar el trabajo
lucrativo en que se empleaba, para poder dedicar todo su tiempo a la evangelización.
Coke hizo una tentativa para evangelizar a los primitivos habitantes de las Antillas, los indios
caribes. Baxter se despidió de sus hermanos en Antigua, y fué a internarse entre los aborígenes
de la Isla de San Vicente. Desgraciadamente, la empresa tuvo que ser abandonada, y el celoso
siervo del Señor volvió a Antigua donde reanudó, con mucho éxito, sus esfuerzos en pro de los
esclavos. El doctor Coke estaba siempre en contacto con este trabajo, y con toda la obra de los
metodistas en las islas del mar Caribe.
Cuando creyó que la obra en las Antillas podía seguir sin su concurso, dirigió sus miradas
hacia Ceylán e India. Tenía tanto deseo de efectuar esta obra, que se ofreció para ir él
personalmente, contribuyendo además con seis mil libras esterlinas de su propio peculio para los
gastos de la empresa. Sus amigos procuraron hacerle desistir del propósito de ir él en persona
debido a su edad ya avanzada, pero él respondió: “Si no me dejáis ir, quebrantaréis mi corazón”.
Junto con seis misioneros más, se embarcó con destino al nuevo campo de trabajo, pero pocos
días después enfermó a bordo, y falleció. El 1° de junio de 1814 fué sepultado en el mar.
Guillermo Knibb
El ilustre misionero de quien vamos a ocuparnos, desarrolló su actividad en la isla de
Jamaica, una de las más importantes de las Antillas. Durante mucho tiempo Jamaica fué el centro
comercial de toda aquella región, pero desgraciadamente el comercio que más prosperó fué el de
la esclavitud.
Los moravos, desde 1754, trabajaban en la isla y los metodistas realizaron también algunos
trabajos bajo la dirección del infatigable doctor Coke, así como algunos bautistas negros, entre
los que sobresalió Jorge Lisle, pero una obra de grandes proporciones empezó con la llegada de
los primeros misioneros bautistas ingleses que desembarcaron en 1814. La oposición mayor la
encontraban en los dueños de las plantaciones, que prohibían a los negros congregarse con fines
religiosos, aunque otros persuadidos de que un negro convertido valía más que uno que no lo era,
permitían que fuesen evangelizados, por creerlo más conveniente a sus mezquinos intereses.
En la travesía Knibb ya pudo darse cuenta de los horrores de la esclavitud. El buque en que
tuvo que viajar iba cargado de negros, esclavos traídos de los bosques africanos, y que eran
llevados, como ganado, para trabajar en las plantaciones de Jamaica. El trato brutal de que eran
objeto, partía el corazón del noble cristiano, y desde ese momento daba gracias a Dios porque lo
destinaba a trabajar en un campo donde podría ayudar a aquellos desdichados.
En Jamaica las autoridades empezaron a temerle. No era un hombre de mucha instrucción
pero estaba provisto de admirables dones del Señor. Predicaba con arrebatadora elocuencia, y los
negros, mucho más que los blancos, le escuchaban con placer. Las autoridades inglesas le pedían
credenciales y certificados de estudios que Knibb ni podía ni quería presentar, porque sus
creencias no le permitían dejar que las autoridades inspeccionasen la obra del Señor. A veces le
pareció que le sería imposible poder seguir la obra, pero, a pesar de tener que comparecer
muchas veces ante las autoridades, Dios siempre le abría un camino para poder salir de las
dificultades en que el gobierno le colocaba.
Debido a sus esfuerzos, y al de todos los obreros de la misión, el número de bautistas en
Jamaica se contaba por miles. Muchos de éstos, pobres esclavos, se veían forzados a hacer cosas
que la moral y las costumbres cristianas no permiten, y por esa causa era frecuente ver a hombres
y mujeres de marcada piedad sufrir bajo el látigo brutal de sus feroces dueños. Knibb sufría ante
estos cuadros vergonzosos, y luchaba con Dios en oración pidiendo que le diese el gozo de ver
libres a aquellos desdichados.
Cuando en Inglaterra el parlamento estaba ocupándose de la libertad de los esclavos, la
esperanza de días mejores llenó de júbilo a los negros, pero como las cosas no iban con la
rapidez que era deseable, empezaron a impacientarse. Algunos exaltados hicieron correr el falso
rumor de que la emancipación ya había sido votada y firmada por el trono, y aseguraban que la
orden real ya había llegado a Jamaica, pero que las autoridades coloniales, de acuerdo con los
dueños de esclavos, no le daban curso. Los negros, entonces, se pusieron a pensar en una
insurrección. Knibb les aseguró que no había venido ninguna orden de Inglaterra, pero la
paciencia de los esclavos ya estaba agotada, y la rebelión estalló. Habían esperado hasta la
Navidad de 1831, porque algunos aseguraban que ese día se publicaría la emancipación, pero
cuando vieron defraudadas sus esperanzas, resolvieron rebelarse. El 26 de diciembre de 1831
Jamaica amaneció hecha una hoguera. El cielo estaba cubierto con el humo de las plantaciones
incendiadas. Miles y miles de negros se entregaron al pillaje, destruyendo todo lo que
encontraban. Los blancos se armaron para la defensa y se pusieron a quemar y destruir las
capillas, y a matar a los que creían autores del movimiento. Muchos misioneros, de todas las
denominaciones, fueron procesados, y especialmente Knibb, que fué tratado brutalmente, y a
quien prendieron con el intento de fusilarlo en el acto. El rumor de que había sido ejecutado
corrió rápidamente de boca en boca, y a la vez que el gran amigo de los negros arrancaba
lágrimas de fuego, la excitación crecía, y los estragos eran cada vez mayores. La influencia de
algunos amigos le salvó la vida, y enfermo, fué puesto en libertad bajo fianza. A pesar de una
prolija investigación hecha en sus escritos y documentos, no se pudieron hallar pruebas de la
culpabilidad que le imputaban, y su inocencia quedaba manifiesta. Los negros daban testimonio,
declarando que si hubieran seguido los consejos del misionero, la rebelión nunca habría
estallado.
Pero los plantadores no se daban por satisfechos con nada menos que la muerte de Knibb, e
incendiaban toda casa donde le daban refugio. Por fin pudo hallar un asilo seguro yendo a habitar
en un buque que estaba anclado en las afueras del puerto.
Pacificada la isla, Knibb prosiguió sus trabajos con el mismo ardor y fidelidad que antes.
En 1832 Knibb y Burchell efectuaron una visita a Inglaterra para levantar la opinión pública
en favor de la abolición de la esclavitud. La cruzada libertadora fué coronada del mayor éxito.
Por todas partes el sencillo, elocuente y fogoso orador era recibido por multitudes que se
estremecían y lloraban al oír los dolorosos relatos de lo que él mismo había visto con sus ojos.
Knibb pudo decir que representaba a 20.000 bautistas que no tenían casa de oración; que no
disfrutaban del reposo semanal, y que estaban expuestos a ser azotados cada vez que se les
hallaba hablando con Dios. La influencia de estos discursos fué poderosa.
El siguiente trozo de uno de los discursos da una idea del fervor que animaba al ilustre
campeón:
“Dios es el vengador de los oprimidos. Los africanos no serán olvidados para siempre. Yo
intercedo aquí por las viudas y huérfanos de aquellos cuya sangre ha sido derramada. Yo
intercedo en favor de recompensar la constancia de los negros. Yo intercedo en favor de mis
hermanos en Jamaica, cuyas esperanzas están puestas en esta reunión. Yo intercedo por las
esposas y por los hijos. Yo pido la simpatía de los niños, en favor de los niños que yo he visto
azotar… Pido la simpatía de las madres, cuya tierna naturaleza imploro. Pido la simpatía de los
padres en favor de Catalina Williams, y sus espaldas ensangrentadas, la cual, con un heroísmo
que Inglaterra ha visto raras veces, prefirió estar sepultada en una cueva antes que rendir su
honor. Pido la simpatía de los cristianos en favor de Guillermo Black cuyas espaldas no estaban
aún curadas, un mes después de ser azotadas. Os lo pido por el amor de Jesús. Si no consigo
despertar vuestras simpatías, me retiraré de esta asamblea y clamaré a Aquel que hizo a todas las
naciones de una misma sangre. Y si muero antes de ver la emancipación de mis hermanos y
hermanas en Cristo, en oración, si es permitida en el cielo, caeré a los pies del Eterno clamando:
“Abre los ojos de los cristianos en Inglaterra para que vean el mal de la esclavitud y lo quiten de
la faz de la tierra”.
La esclavitud en Jamaica y en todos los dominios británicos, fué abolida definitivamente el
1° de agosto de 1838.
A medianoche Knibb habí1a reunido su congregación numerosísima. Cuando la hora que
anunciaba el fin del día se acercaba, Knibb, mirando al reloj, exclamaba: “La hora se acerca; el
monstruo está muriendo”. Un silencio sepulcral reinaba en la asamblea. Cuando el reloj dió el
último toque de las doce, Knibb exclamó: “El monstruo está muerto; los negros están libres”.
Entonces se oyó un clamor de parte de los libertados, cual, tal vez, nunca se oyó otro sobre la
tierra.
Al día siguiente, la cadena, el collar, el rebenque y otros símbolos de la esclavitud fueron
puestos en un ataúd, y sepultados en presencia de millares de negros para quienes había llegado
el anhelado día de la libertad.
Una vez abolida la esclavitud, Knibb continuó sus trabajos en pro de la elevación de la raza
negra emancipada en el mundo de Colón.
El 15 de noviembre de 1845, el fiel soldado de la igualdad humana pasó a estar con Cristo.
Su muerte fué llorada en toda la isla, y más de ocho mil personas estaban presentes en el acto del
entierro.
Diego Thomson
El primer hombre que pensó en las repúblicas nacientes de la América Latina como un
propicio campo misionero fué don Diego Thomson, acerca de cuyos trabajos educacionales y
evangélicos ya el autor escribió un libro aparecido en 1918. 1
Llegó a Buenos Aires el 6 de octubre de 1818 después de un viaje que duró tres meses, desde
el puerto de Liverpool. No bien se presentó a sus compatriotas, se puso al habla con los hombres
del gobierno a fin de establecer escuelas según el sistema lancasteriano. Vencidas las primeras

11 DIEGO THOMSON, Apóstol de la Instrucción Primaria. J. C. Varetto.


dificultades y sobre todo la desconfianza que el plan despertaba, se dió principio a la obra con el
éxito más halagüeño. La Gaceta de Buenos Aires del 15 de noviembre de 1820, dice que “para
que los progresos de la instrucción y educación sean más rápidos y eficaces, al mismo tiempo
que más sencillos, el Cabildo ha acordado establecer todas las escuelas bajo el mismo plan de
mutua enseñanza del señor Lancaster, que con los más felices efectos está generalmente
establecido en Europa. Con este objeto ha puesto estos establecimientos bajo la dirección de D.
Diego Thomson, que conoce muy bien a fondo este sistema, y a quien ha nombrado director
general de todas ellas, tanto en la ciudad como en la campaña”.
Thomson escribía desde Buenos Aires: “Espero ver a muchos miles recoger los beneficios de
la educación, e impregnarse de los más sanos principios de la religión y de la moralidad por
medio de las lecciones extraídas de las Sagradas Escrituras. Os sorprenderá y causará placer
saber que yo tengo plena libertad para escoger estas lecciones, y que son impresas aquí”.
Al mismo tiempo que fundaba escuelas, se ocupaba en hacer circular ejemplares de las
Sagradas Escrituras. No había en aquellos días libertad de cultos, de manera que su propaganda
religiosa tenía que efectuarla por medio del trabajo individual. No podía pensar en predicar en
castellano ni en organizar iglesias, como se hace actualmente, pero como era hombre optimista
en el más alto grado, obraba con sus miras puestas en el futuro, esperando pacientemente el
tiempo cuando nuevas condiciones harían posibles trabajos en mayor escala.
José Ingenieros dice: “Don Diego Thomson, como buen disidente, traía centenares de Biblias
cuya circulación molestaba mucho a los católicos”. “La propaganda de Thomson, aunque adhirió
a sus ideas el franciscano Bartolomé Muñoz, fué subterráneamente contrariada por el clero que
miraba con desconfianza la tenacidad incansable del protestante.” 1
Del aprecio en que se tuvo su obra en aquellos días, dan fe las elogiosas referencias que se
hallan en los periódicos de la época, y sobre todo el hecho de que el gobierno, motu proprio, le
acordase la ciudadanía argentina para “manifestarle de este modo su gratitud y hacer entender así
que Buenos Aires sabe apreciar el mérito y los servicios que se le prestan”, según puede verse en
los documentos publicados en la Gaceta del 30 de mayo de 1821.
En julio de 1821 ya lo encontramos en Chile, a donde había sido llamado por el gobierno
para hacer la misma obra educacional que había hecho en la Argentina. Fué entusiastamente
recibido por O’Higgins y los ministros del estado. Fué secundado eficazmente en sus tareas por
el patriota don Manuel Salas.
“Para la fundación de la primera escuela —dice don Domingo Amunategui Solar— se
destinó la capilla de la Universidad de San Felipe, la que tuvo que ser adaptada a su nuevo
destino. Los altares tuvieron que convertirse en pupitres y las imágenes de los santos ceder su
puesto a los mapas y pizarras”. Lo mismo que en Buenos Aires, se ocupó Thomson, durante su
permanencia en Chile, en colocar ejemplares de la Biblia.
Aunque su estada fué sólo de un año, término del contrato con el gobierno, mereció también
en Chile que O’Higgins, por decreto que se lee en la Gaceta Ministerial del año 1822, lo
declarase ciudadano del país “en reconocimiento a su notorio patriotismo y relevante mérito”.
El 28 de junio de 1822 desembarcaba en el Callao, llamado por Monteagudo para fundar
escuelas en el Perú. Thomson escribe en una de sus interesantes cartas: “El día que llegué a esta
ciudad (Lima) fuí a ver a San Martín, y le entregué las cartas de introducción que había traído de
Chile. Abrió una de ellas y al ver su contenido, dijo: “¡Señor Thomson! ¡Cuánto me alegro de
ver a Vd.! Se levantó y me dió un fuerte abrazo. Me dijo que no usaría de muchos cumplidos,
pero que me aseguraba de su gran satisfacción por mi parte para llevar adelante el objeto que me

11 Evolución de las ideas argentines.


había traído al Perú. Al día siguiente yo estaba sentado en mi cuarto, se detuvo un carruaje en la
puerta y mi muchacho entró corriendo y gritando, ¡San Martín, San Martín! En un momento
entró al cuarto acompañado por uno de sus ministros. Yo quise hacerlos pasar a otro
departamento de la casa, más adecuado para recibirlos; pero dijo que el cuarto estaba muy bien, y
se sentó en la primera silla que encontró. Hablamos sobre nuestras escuelas y otros asuntos
semejantes por algún tiempo”.
El 6 de julio de 1822 aparecía un decreto en la Gaceta de Lima mandando a los frailes
desalojar el convento de Santo Tomás y cederlo a la escuela lancasteriana que se debía fundar.
Los acontecimientos políticos que alejaron a San Martín y a Monteagudo del escenario
peruano, hicieron demorar la realización de sus planes y prolongar su estada en aquella ciudad,
pero favorecido por Bolívar la escuela llegó a funcionar con mucho éxito y en ella la lectura del
Nuevo Testamento ofrecía a Thomson magníficas oportunidades de hablar del amor de su Señor.
La venta de la Biblia era extraordinaria en Lima. En sólo dos días logró vender los 500
ejemplares que disponía y dice que fácilmente habría podido vender 5000.
Al salir del Perú visitó muchas ciudades del Ecuador y Colombia. Al regresar a su país
publicó el libro titulado Letters on the moral and religious state of South America, obra hoy
muy rara de la cual hemos podido entresacar los datos que publicamos aquí. En 1827 la Sociedad
Bíblica Británica encargó a Thomson que hiciese un viaje a Méjico en favor de la circulación de
la Biblia. Llegó a Vera Cruz el 29 de abril de 1827 y después de pasar algunos días en la costa se
dirigió a la capital donde encontró algunos centenares de Biblias que habían sido introducidas
anteriormente pero que no habían podido ser vendidas por no contener los libros Apócrifos.
Thomson supo muy pronto vencer esa dificultad y fueron puestas en venta. Cuando estos
ejemplares empezaban a terminarse le llegó un cargamento. “Veinticuatro mulas —dice—
llevaron el rico tesoro de la costa a la capital ofreciendo un espectáculo verdaderamente nuevo e
interesante”.
En las cartas que escribió a la Sociedad Bíblica, refiere sus experiencias en los viajes de
colportaje que efectuó por muchas partes del país y la manera como los obispos empezaron a
lanzar edictos prohibiendo la venta, edictos que lograron tener aplicación cuando una revolución
puso en el poder a un partido clerical, en vista de lo cual dejó a Méjico en 1830.
Su campo de trabajo fueron entonces las Antillas. En 1833 lo hallamos en Puerto Rico; en
1837 en Cuba, y así por todas las islas.
En 1842 intentó de nuevo trabajar en Méjico pero hallando dificultades insuperables
abandonó ese campo por segunda vez.
Thomson se ocupó el resto de su vida de la evangelización de España, falleciendo en Londres
el año 1854.
Lucas Matthews
Tan olvidados han quedado los nombres de los valientes que efectuaron los primeros trabajos
evangélicos en la América Latina que hay muy pocos que hayan oído hablar de Lucas Matthews,
que fué uno de aquellos que tuvieron que dar su vida en el servicio del Señor.
Salió de Inglaterra el 30 de julio de 1826 con destino a Buenos Aires donde fué
fraternalmente recibido por el pastor anglicano Sr. Armstrong, quien en aquel entonces
representaba a la Sociedad Bíblica. Matthews ya había estado en esta parte del mundo y hablaba
el castellano. Venía con el propósito de vender Biblias por todos los países del continente en un
viaje que duraría algunos años.
No se detuvo mucho en Buenos Aires y pronto emprendió viaje a Córdoba. Pasó de allí a
Mendoza desde donde escribía a la Sociedad Bíblica que se había encontrado con un médico
cristiano, sueco de nacionalidad, llamado Emanuel Edhelhjertha, que viajaba con fines
científicos y aprovechaba la oportunidad para vender Biblias que le eran facilitadas por la
Sociedad. También se encontró con el Dr. Gillies, hombre de mucha influencia en aquella
ciudad, según lo refiere don Damián Hudson en sus Recuerdos de la Provincia de Cuyo.
También él había colocado muchas Biblias entre los mendocinos. Refiere en una de sus cartas
una larga discusión con un sacerdote acerca de la lectura de la Biblia sin notas, y su visita al
convento de los dominicos.
Un mes más tarde ya había cruzado los Andes a lomo de mula y visitaba muchas poblaciones
de Chile. Regresó al lado argentino y desde Salta escribe refiriendo sus experiencias en La Rioja.
En Chilecito vendió cincuenta libros. Facundo Quiroga, el tigre de los llanos, se hallaba entonces
con su ejército en San Juan, y el gobernador le prohibió salir hasta que llegara un pasaporte de
este jefe. Además el gobernador le manifestó que no podía dedicarse a vender Biblias hasta que
fuesen examinadas y aprobadas por las autoridades eclesiásticas. El examen fué hecho por un
sacerdote llamado de la Colina quien se pronunció en contra de la circulación de la Biblia.
Matthews expuso al gobernador que el sentimiento de ese sacerdote no era el de todos y para
demostrarlo le dijo que tenía una carta del célebre Deán Funes en la que recomendaba la obra de
la Sociedad que representaba. “Me contestó—escribe Matthews— que conocía al deán y que le
gustaría ver la carta. Yo la saqué en seguida y se la entregué. Al mirarla dijo que no necesitaba
nada más y que yo podía hacer lo que quisiese para efectuar las ventas”. Supo más tarde que el
gobernador tuvo una violenta discusión con el sacerdote de la Colina en la que le dijo que era
una deshonra para la fe católica esa oposición a la circulación de las Sagradas Escrituras, la que
hacía sospechar que el clero estaba enseñando doctrinas contrarias a las mismas.
Cuando llegó el pasaporte de Quiroga visitó a Catamarca y Tucumán, siguiendo viaje para
Salta y Jujuy y de allí pasó a Bolivia visitando sus principales ciudades. Sobre su visita a la
capital escribía:
“El gran mariscal Sucre, Presidente de la República, lo mismo que las otras autoridades
superiores me honraron con su protección, pero mi misión no causó ningún efecto en el pueblo”.
En 1828 estaba en Panamá y en diciembre del mismo año en Colombia, donde se supone fué
muerto. En el Informe de la Sociedad Bíblica de 1830 se leen estas palabras: “No se han
recibido noticias del agente de la Sociedad desde que llegó a Bogotá, como aparece en el último
Informe. La carta comunicando su llegada a esa ciudad está fechada el 14 de diciembre de 1828
y llegó a Inglaterra en febrero de 1829. Se tienen muy serios temores acerca de su seguridad. Se
han dirigido cartas a personas residentes en Colombia, para que hagan averiguaciones, pero hasta
ahora no se ha oído nada más acerca de él”.
En el Informe de 1831 se lee lo siguiente: “Es con profundo y sincero sentimiento que la
Comisión se ve en la necesidad de decir que los temores abrigados sobre la seguridad del
estimado agente en Sud América, Mr. Matthews, han sido del todo confirmados. Después de
muchas averiguaciones infructuosas, se recibió una comunicación de la que resulta más que
probable que Mr. Matthews ha encontrado una muerte prematura. Este triste informe fué enviado
prontamente por el señor Santiago Henderson, último cónsul general británico en Bogotá, quien
trasmite una carta del mayor Juan Powell, en contestación a una del señor Henderson, en la que
solicitaba averiguaciones respecto al fin de Mr. Matthews. La carta está fechada en Cartagena el
14 de agosto de 1830, de la cual lo siguiente es un extracto: “Es, por lo tanto, demasiado cierto,
que algún accidente ocurrió a la embarcación y que él y los que le acompañaban perecieron, o
que fué saqueado y asesinado por los boteros; y creo que esto último sea lo más probable, porque
raramente ocurre que una embarcación de esa clase sufra un accidente al bajar el río; y como él
estaba solo, y creo desarmado, el dinero que necesariamente llevaba, o el equipaje, o el bote
mismo, pudieron ser suficiente tentación para que sus hombres cometieran ese crimen”.
MEJICO
Bajo la dominación española Méjico llegó a convertirse en un País nominalmente católico,
pero en el fondo del alma indígena quedaba estampada la imagen del viejo culto de los aztecas.
Lograda la independencia se promulgó la Constitución en 1824 que declaraba del Estado la
religión católica y prohibía el ejercicio de cualquier otra. Esto hacía más o menos imposible todo
esfuerzo en pro de la evangelización. Pero un partido de tendencias liberales que abogaba por
una serie de reformas destinadas a encaminar al país en la senda del progreso, y que tenía de su
parte al vigoroso y sabio estadista don Benito Juárez, al subir al poder abrió las puertas al
evangelio.
En el consistorio secreto celebrado en Roma el 15 de diciembre de 1856, el papa Pío IX
dirigió a los cardenales una alocución en la que se quejaba amargamente de las medidas que
tomaba el gobierno mejicano y del caso omiso que hacía de la protesta del obispo de la capital al
cual se le había declarado que Méjico jamás sometería sus actos a la “autoridad suprema de la
Santa Sede”.
Después de mencionar el destierro que estaban sufriendo varios obispos, el papa dice: “Para
corromper más fácilmente las costumbres y los espíritus, para propagar la peste desastrosa del
indiferentismo y acabar de destruir nuestra santa religión, se admite el libre ejercicio de todos los
cultos y se concede a todos la plena facultad de manifestar abierta y públicamente toda especie
de opiniones y pensamientos”. Agrega que el vicario general de Puebla pidió al gobierno “que
por lo menos el artículo que se refiere al ejercicio libre de todas las religiones, no fuese jamás
sancionado.” 1 A pesar de la tenaz oposición del clero, se promulgó en 1857 la nueva
Constitución que establecía la separación de la Iglesia y el Estado, y Benito Juárez proclamó la
más completa libertad religiosa, lo que era como una invitación a las fuerzas protestantes
empeñadas en llevar el evangelio a todas las naciones.
Recordemos ahora algunos de los primeros trabajos efectuados después de las tentativas de
don Diego Thomson, acerca de quien hemos hablado en otro lugar.
En 1846, cuando la guerra con los Estados Unidos, entraron muchas Biblias en el país, cuya
lectura produjo buenos resultados en centenares de casos, y hasta se cuenta de iglesias que deben
su origen a algunas de estas Biblias, distribuídas, seguramente, no en el momento más oportuno.
La señorita Melinda Rankin, una activa cristiana que residía en Misisipí, se interesó
vivamente en Méjico, y como no conseguía interesar a otros, resolvióir ella misma a empezar
trabajos misioneros. En 1852 la hallamos en las márgenes del Río Grande, donde fundó una
escuela pudiendo de este modo alcanzar a muchos mejicanos sin exponerse a la persecución que
hubiera encontrado del otro lado del río, en Méjico mismo. La distribución de Biblias y tratados
religiosos le permitía hacer llegar el mensaje de salvación donde ella misma no podía ir.
El año 1865 se trasladó a Monterrey, y allí estableció escuelas y vió desarrollarse una obra
importante, base del trabajo que hoy llevan a cabo los presbiterianos.
El primero que predicó el evangelio en Méjico fué el pastor bautista Elder J. Hickey, irlandés
de nacimiento, convertido del romanismo a Cristo.

11 JULES SIMON, Liberté de Conscience, pág. 414.


En 1861 sus profundos sentimientos antiesclavistas le obligaron a retirarse de West Texas,
yendo a refugiarse en Méjico donde empezó a luchar contra otra clase de esclavitud: la
esclavitud del romanismo. Empezó sus trabajos en Matamoros. Las primeras Biblias que quiso
introducir, fueron detenidas en la aduana y quemadas en su presencia.
En 1862, invitado por la familia Wéstrup, se dirigió a Monterrey. Cuando se puso a predicar,
los romanistas se enfurecieron y la persecución se hizo tan violenta, que tenía que estar siempre
cambiando de casa para poder celebrar los cultos. El 30 de enero de 1864 se organizó la iglesia
bautista de Monterrey. Esta fué la primera iglesia evangélica en el suelo mejicano.
Los trabajos de Híckey fueron activos y fecundos, pero su carrera fué corta. En diciembre del
año 1866 durmió en el Señor dejando establecida la base de lo que es hoy una obra próspera y
alentadora.
Durante la ocupación francesa (1865–67) un capellán protestante consiguió permiso para
predicar en francés. Estos cultos fueron frecuentados por algunos mejicanos que conocían ese
idioma y llegaron a tomar un vivo interés en la doctrina que escuchaban. Cuando llegaron los
misioneros encontraron algunas personas que mantenían la fe evangélica, aunque aisladas
completamente del resto de sus hermanos.
Allá por el año 1860, un grupo de sacerdotes procuró ayudar al presidente Juárez en sus ideas
liberales, e intentaron la fundación de una iglesia nacional con tendencias protestantes, que no
llegó a desarrollarse, aunque en algunos casos aislados dió muy buenos resultados. El presidente
les cedió dos iglesias que había confiscado. Uno de los más activos entre ellos fué el cura don
Francisco Aguilar, quien predicaba el evangelio en el salón de un convento. Cuando Aguilar
murió, unos sesenta de sus adeptos pidieron misioneros a la Iglesia Episcopal de los Estados
Unidos, y fué enviado Enrique Rídley, un pastor que había nacido en Chile, el cual efectuó una
propaganda activa, por medio de tratados y predicación.
Un elocuente dominicano, don Manuel Aguas, rebatía pujantemente los argumentos de la
propaganda de Rídley, ante numerosos auditorios que le escuchaban y le aplaudían. Una noche,
el dominico estaba ocupadísimo escribiendo una refutación y réplica a un tratado que Rídley
había repartido profusamente. Mientras lo leía, llegó a la convicción de que lo que el tratado
decía era la pura verdad. Abandonando su empresa se puso a estudiar detenidamente la Biblia
con el resultado de que se convenció de la verdad del evangelio, y la posición insostenible del
romanismo. Humillado y contrito se presentó a Rídley confesando su cámbio de creencias. El
ilustre convertido dejó los hábitos, fué recibido en la iglesia protestante, y empleó su elocuencia
y sus energías en la causa que acababa de abrazar.
Una obra muy interesante fué empezada en Guadalajara, en 1872, por dos misioneros de
origen galense, nacidos en California: Stéphens y Wátkins. Jóvenes enérgicos y fervorosos, se
pusieron a trabajar con mucho éxito, aunque en medio de mucha persecución.
Stéphens fué a predicar a un pueblo llamado Ahualulco, donde muchos le recibieron muy
bien, pero el éxito alarmó tanto a los curas, que levantaron un tumulto contra él, pereciendo
mártir. Dejemos a su compañero Wátkins relatar el suceso:
“Durante tres meses, Stéphens trabajó con más éxito que lo que humanamente se podía
esperar, hasta que un domingo el cura predicó un incitante sermón a los numerosos indios que se
habían juntado de los varios pueblos y ranchos cercanos, en el que dijo: «Hay que cortar de raíz
este árbol que da malos frutos. Podéis interpretar estas palabras a vuestro gusto». Al día siguiente
una turba como de doscientos hombres, armados de escopetas, hachas, garrotes y espadas,
rodearon la casa donde vivía Stéphens, gritando: ¡Viva la religión! ¡Viva el señor cura! ¡Mueran
los protestantes!
“Cuando Stéphens y dos hermanos que estaban con él, vieron que los indios estaban echando
la puerta abajo, huyeron hacia el fondo, esperando hallar dónde refugiarse. Los dos hermanos
escaparon, pero Stéphens fué alcanzado por un proyectil, y cayó muerto al instante. Los
enfurecidos fanáticos lo mutilaron y saquearon, y después de robar todo lo que había en la casa,
corrieron hacia la iglesia donde anunciaron la hazaña por medio de extraordinarios repiques de
campanas”.
Este es un caso ilustrativo de muchos idénticos ocurridos en Méjico. El número de mártires
ha sido considerable en ese país.
Durante la presidencia de Calles recrudeció el conflicto religioso al querer poner en vigor los
preceptos constitucionales de 1917. El clero católico suspendió la celebración de todos los
oficios religiosos en señal de protesta, pero las iglesias evangélicas acatando la ley siguieron su
regular funcionamiento, entrando en un período de desenvolvimiento y adelanto. Como está
prohibido a los extranjeros ejercer el ministerio de cualquier culto, los pastores mejicanos
tuvieron que asumir mayores responsabilidades y se espera que esta necesidad, que da una
orientación más nacionalista a la obra, dé magníficos resultados.
Muchas denominaciones trabajan en Méjico y todas ellas cuentan con buenas escuelas,
buenos templos, y muchos pastores mejicanos bien preparados y llenos de amor a su país al cual
quieren dar el conocimiento de la doctrina que mejor puede contribuir a su engrandecimiento.

AMERICA CENTRAL
En un libro, hoy muy raro, titulado The Gospel in Central America (El Evangelio en
Centro América) publicado en Londres en 1850, Federico Crowe dió a conocer los primeros
trabajos que se efectuaron en la América Central en pro del evangelio.
Crowe era un incrédulo completamente mundano que allá por el año 1836 llegó a Belize
junto con un contingente de inmigrantes que desistió de ir a Guatemala por haber oído de la mala
suerte corrida por otro contingente llegado con anterioridad.
En Belize se convirtió debido a la influencia del pastor bautista Sr. Henderson y cuando en
1841 la Compañía con la cual había venido hizo nuevos esfuerzos por realizar sus planes, le fué
ofrecido el puesto de maestro de escuela. Establecido junto con unos ochenta colonos en el
departamento de Vera Paz se ocupó no solamente de la escuela sino de las necesidades
espirituales de aquellos colonos procurando al mismo tiempo dar el pan de vida a los naturales
del país.
La primera persona que sintió la influencia saludable de la verdad fué una muchacha
indígena llamada Juana Mendía que había sido depositada por las autoridades en casa de Crowe
para librarla de la mala influencia que reinaba en su hogar corrompido.
Cuando Juana murió, al ser depositado su cadáver en el bosque que servía de cementerio, una
concurrencia numerosa tuvo la oportunidad de oír por primera vez las buenas nuevas de
salvación por la fe en Cristo Jesús.
La colonia volvió a fracasar pero Crowe quedó en su puesto alentado y sostenido por los
creyentes de Belize. Los curas empezaron a mirar de mal ojo eso de que lo único que quedaba de
la famosa colonia era “el cura protestante” que no descansaba ni un momento en su obra
misionera. La oposición no tardó en llegar. Los alcaldes recibieron órdenes para que le
prohibiesen la venta de Biblias y mayormente su lectura pública en el Cabildo como
acostumbraba hacerlo. Las amenazas siguieron y ya resultaba peligroso e imprudente vivir en ese
paraje solitario rodeado de tantos contrarios.
Con cuatro indios cargados de libros y él montado en una mula alquilada, hizo un viaje de
cinco días hasta Salamá, en 1843, para hallarse presente el 20 de septiembre, fecha en que tenía
lugar una importante feria a la que acudían indios y ladinos de muchos departamentos.
De Salamá se dirigió a Guatemala a fin de vender el resto de libros que le habían quedado.
Largas y penosas fueron las diligencias que tuvo que hacer ante las autoridades para conseguir
permiso de vender sus libros, y después de muchos exámenes se le notificó que podía vender
algunos de ellos, entre otros uno del Dr. Villanueva que recomendaba leer las Sagradas
Escrituras en lengua vulgar, pero se le prohibía vender ejemplares de estas mismas Sagradas
Escrituras. A esta notificación siguieron largos edictos prohibiendo poseer los libros que el
hereje sembraba por todas partes. La juventud liberal se puso de parte del misionero, quien llegó
a ser el hombre del día en toda la ciudad.
Poco tiempo después estableció una escuela en la capital donde impartía el conocimiento del
evangelio al mismo tiempo que la enseñanza común. Pero tampoco este establecimiento se vió
libre de los ataques del adversario y tuvo finalmente que cerrarse a pesar de los muchos e
influyentes amigos con que contaba.
Un día cuando Crowe estaba haciendo halagüeños planes para el futuro, recibió una orden de
comparecer ante el Corregidor y allí se le notificó que tenía que abandonar la capital en término
de veinticuatro horas. ¿Qué ocurría? El arzobispo había salido a visitar varios departamentos y
enfurecido al oír que había tanta gente interesada en los libros que se habían vendido, escribió al
presidente de la república, que era entonces el tirano Carreras, haciéndole saber que no volvería a
la capital mientras el protestante no fuese expulsado.
Los amigos de Crowe y de la escuela empezaron a hacer gestiones que sólo consiguieron
alargar un poco el plazo fijado para el destierro. Las peticiones en su favor y manifestaciones de
simpatía de que fué objeto el perseguido no hicieron cambiar de actitud al presidente quien
estaba resuelto a no perder la simpatía del arzobispo.
Al salir Crowe del consulado belga donde se había refugiado, fué arrestado y, rodeado por
una escolta de soldados, fué conducido hasta el Lago Izabal, teniendo que dejar en la ciudad a su
afligida esposa enferma y sin recursos. Al saberse en la ciudad que era llevado al destierro
algunos amigos tuvieron bastante valor para seguirle hasta alcanzarlo con el fin de mostrarle su
simpatía y prestarle alguna ayuda. Uno de ellos le llevó una mula a fin de evitarle el penoso viaje
a pie; otros le dieron alimentos y uno de ellos le regaló una suma de dinero. Eran pruebas de
simpatía y amor al querido maestro de quien se veían privados por causa del fanatismo y la
intolerancia. Esto ocurría en abril de 1846.
Pasaron muchos años sin que se volviese a hacer algo en favor de la evangelización de
Guatemala, pero el presidente Barrios convencido de la influencia civilizadora del protestantismo
interesó a la Junta Presbiteriana de Misiones, de los Estados Unidos, a que enviasen algunos
pastores y maestros. A raíz de esta gestión, en 1884, empezaron a llegar los primeros misioneros
que iniciaron los trabajos de la obra hoy floreciente y extendida que los presbiterianos tienen en
aquella república. En la capital han edificado un hermoso Templo que hace honor a la buena
causa como asimismo una escuela y un hospital.
Don Eduardo Haymaker, el veterano de los misioneros en Guatemala, ha podido regocijarse
viendo cómo los principios evangélicos han echado profundas raíces en el país al cual consagró
los esfuerzos de su vida, y cómo por todas partes, de los diferentes grupos evangélicos, han
surgido numerosas congregaciones que son verdadera sal de la tierra y luz del mundo.
En 1890 bajo la influencia del Dr. C. I. Scófield se fundó, en los Estados Unidos, una
Sociedad Misionera para trabajar en la América Central y esta organización es la que tiene el
trabajo más extendido, en las cinco repúblicas de esta parte del continente.
Una congregación floreciente situada en un barrio muy populoso de la capital, llamado “Las
Cinco Calles”, es un potente faro de luz espiritual donde muchas almas, de todo el país, han
encontrado el puerto seguro de salvación. Los comienzos fueron difíciles. La persecución estaba
a la orden del día y cada palmo de terreno conquistado costó sacrificios y pruebas. En 1907 la
casa de cultos fué asaltada por una turba de fanáticos que destruyó los bancos, los libros, el
púlpito, el armonio y todo lo que pudieron encontrar. Sea dicho en honor del gobierno que los
promotores de este hecho vandálico fueron identificados y tuvieron que sufrir el merecido
castigo y pagar todos los daños ocasionados.
En la región de Chiquimula dió principio a la obra de los “amigos” o cuáqueros la señorita
Ruth Smith. Dios bendijo la abnegación de esta obrera y la de todos los que la secundaron y hoy
toda aquella parte de la república siente la influencia bienhechora de miles de convertidos que se
esfuerzan en sembrar por todas partes la semilla de la verdad.
En El Salvador y Nicaragua trabajan los bautistas bajo la Junta del Norte.
En Costa Rica hay varios obreros de la misión Centroamericana y de la Iglesia Metodista.
La pintoresca ciudad de San José de Costa Rica fué elegida por el activo misionero don
Enrique Strachan como centro de las actividades que efectúa la “Campaña Evangélica en la
América Latina” y desde entonces la obra ha ganado mucho terreno en esa república. Mantiene
dos magníficos Institutos, uno de varones y otro de señoritas en los que reciben instrucción las
personas que quieren dedicarse a la obra evangélica en sus diferentes actividades. Han levantado
también un templo para la predicación. Una clínica muy bien atendida es el medio que emplean
para demostrar el lado práctico de la fe cristiana.
El señor Strachan es un hombre de ejemplar consagración a la causa, y el anhelo de su
corazón es dar, aunque sea una vez, la oportunidad de oír el evangelio a todos los habitantes del
continente. Para este fin organiza grandes campañas en las diferentes repúblicas de la América
Latina en las que se predica en teatros, carpas y todo sitio donde resulta factible hacer oír las
buenas nuevas a los que no concurren a los centros de predicación.
Dios ha puesto su sello de aprobación a la obra llevada a cabo y ha infundido en muchos
otros un deseo más vivo por la pronta evangelización de las multitudes.
CUBA
Alberto J. Díaz fué el iniciador de la obra evangélica en Cuba. Nació en Guanabacoa, villa
situada en Habana, el 1852, siendo su padre farmacéutico del lugar.
Poco tiempo después de ingresar a la Universidad de la Habana, donde seguía el curso de
Medicina, estalló una de las muchas rebeliones contra España que ensangrentaron el suelo de la
Isla. El joven estudiante se identificó con los rebeldes quienes lo hicieron jefe de una pequeña
compañía de soldados.
Una tarde había sido enviado, junto con otro compañero, a explorar el terreno en busca de un
sitio adecuado para acampar, cuando de repente fueron vistos por los españoles. Tratando de huir
se internaron en un espeso matorral y abriéndose camino, consiguieron llegar a una punta de
tierra que se internaba en la mar. Sabiendo que allí iban a ser capturados y que no escaparían con
vida, se aventuraron a lanzarse al mar, asidos, cada uno de ellos, de un grueso leño, con la
esperanza de ser llevados por la corriente fuera de la línea enemiga. Pero cuando llegó la mañana
se encontraban lejos de la costa, del todo imposibilitados de llegar a tierra. Cuando estaban a
punto de sucumbir, exhaustos por el hambre, la sed y la fatiga, fueron recogidos por un bote
pescador que los condujo a un buque que se dirigía a Nueva York, y así Díaz, sin haberlo
pensado, se encontró en aquella gran ciudad, pero desconocido de todos y sin ningún recurso.
Pronto encontró a algunos cubanos que se dedicaban a la fabricación de cigarros y éstos le
proporcionaron el puesto de lector en un taller. Era costumbre en estos talleres, donde el trabajo
es silencioso, emplear a un hombre quien sentado sobre una plataforma leía a los trabajadores los
diarios y algunos cuentos divertidos.
Poco tiempo después cayó enfermo y fué visitado por una enfermera cristiana quien no
pudiendo hablarle, por no conocer ella el castellano y él sólo muy pocas palabras de inglés, se
sentaba a su lado, oraba y leía en voz baja el Nuevo Testamento. El la miraba asombrado y un
día escribió algunas palabras en un papel preguntándole qué libro era el que leía. Ella contestó de
la misma manera, que leía el Nuevo Testamento —la Biblia— y que estaba orando por él.
Al sanar volvió a su trabajo llevando consigo el Nuevo Testamento en inglés que le había
regalado la enfermera. Alguien le indicó dónde podía conseguir uno en castellano, cosa que hizo
sin demora y desde entonces este libro fué su compañero inseparable. Su lectura le llevó al
conocimiento del perdón de sus pecados y en seguida su corazón se llenó del deseo de decir a sus
compatriotas lo que había hallado por medio de aquel librito. Nunca había oído predicar un
sermón ni nada sabía de las iglesias evangélicas.
La rebelión en Cuba fué sofocada y España acordó amnistía a todos los que estaban
comprometidos en alguna forma con el movimiento. A Díaz le pareció que había llegado la hora
de regresar a su isla con el fin de terminar sus estudios de medicina, pero sobre todo para llevar
la buena nueva de salvación.
Una vez entre los suyos les anunció el evangelio pero encontró un ambiente de completa
indiferencia y, en algunos casos, de mucha oposición. Su mensaje, contrariamente a lo que había
esperado, no hallaba eco en ningún corazón. Su misma madre se negaba a tenerlo bajo su techo a
causa de su fe. Se vió en la necesidad de regresar a Nueva York a donde lo siguió su padre, con
toda su familia, quien a causa de haber perdido todos sus bienes durante la guerra, se hallaba en
duras circunstancias económicas. En este tiempo se relacionó con la Iglesia Bautista Calvario,
siendo bautizado por el renombrado Dr. Mac Arthur.
Por razones de salud la familia tuvo que regresar a Cuba, quedando Díaz en Nueva York con
dos de sus hermanas, quienes llegaron a abrazar el evangelio con gran disgusto de su madre. En
1883 regresó a la Habana junto con sus dos hermanas. El iba en calidad de colportor, deseoso de
introducir en su tierra el conocimiento de la verdad. Nadie, ni aun su misma madre, quería
recibirle y se halló en su propia patria como si fuese un extranjero “solo, sin más nada en el
mundo que su valija de Biblias y su fe”.
Se entregó de lleno al trabajo, ofreciendo en todas partes sus libros. De la mañana a la noche
se le veía rodeado de grupos de personas con quienes discutía los asuntos relacionados con la fe
evangélica y sus diferencias con el romanismo.
Algunos empezaron a tomar un interés serio en lo que llamaban el libro filibustero y a fin de
conocer mejor su contenido y poner en práctica sus doctrinas resolvieron celebrar una reunión en
la sala de asambleas del Hotel Pasaje. La novedad reunió a mucha gente. Díaz les habló del
camino de la vida. Al domingo siguiente volvieron a congregarse y así por varias veces hasta que
alquilaron una sala sita a una cuadra del hotel con el propósito de tener reuniones regularmente.
De estas reuniones surgió la Iglesia Reformada de Cuba que funcionaba con autorización del
gobierno español, la cual llegó más tarde a constituirse en una iglesia bautista regular. Los
convertidos se distinguían por su actividad y entusiasmo. Asunción, hermana de Díaz, era
incansable en el trabajo entre el elemento femenino. La madre de Díaz se convirtió también,
siendo bautizada por su hijo. Su esposa llegó a ser una excelente colaboradora. Su padre, que se
había manifestado indiferente, también aceptó a Cristo.
En 1886 Díaz estuvo en la Convención Bautista del Sur en Montgomery, Alabama, donde
informaba que tenía en la Habana seis centros de predicación y que podía haber bautizado a mil
personas si no hubiese resuelto andar con sumo cuidado en este asunto. Su hermana dirigía con
buen éxito una escuela diaria. En los quince primeros meses que siguieron a la constitución de la
iglesia, habían sido bautizados 300 convertidos, todos salidos de las filas del romanismo.
En 1887 estuvo en la Convención Bautista del Sur, reunida en Louisville, abogando en favor
de la fundación de un cementerio, pues no había en la Habana donde dar sepultura decente a los
que morían fuera del redil papista, quienes eran sepultados junto con los suicidas y ejecutados.
Consiguió verlo fundado y recordaba con emoción que la primera persona sepultada había sido
su hijita.
La obra iba creciendo. En 1889 se daba este informe: Congregaciones 27; Bautismos 300.
Total de miembros: 1493. Escuelas Dominicales 26. Total de alumnos: 2.228.
Hubo dos años de gran prosperidad en que fueron bautizados 1.100 creyentes.
La compra de un teatro admirablemente situado, el que fué transformado en templo, dió un
nuevo impulso a la obra.
La apertura del cementerio, la adquisición y transformación del teatro, la propaganda activa
que se llevaba a cabo en toda la Habana, las escuelas, la concurrencia extraordinaria en los
centros de predicación, etc., era más de lo que el obispo podía soportar en silencio, y para
contrarrestar el movimiento apeló al arma ya gastada de la excomunión que fué lanzada contra
Díaz, la que sólo sirvió para dar mayor popularidad al predicador, la que aumentaba todavía más
cuando lo ponían preso por no haber llenado algún requisito legal en la celebración de sus
reuniones.
Díaz había terminado sus estudios de medicina de modo que ejercía el noble trabajo de
médico al mismo tiempo que predicaba el evangelio.
La última lucha por la independencia de Cuba le llevó a ocupar su puesto de honor en las
filas militares.
Rodeado de los suyos y confortado por la lectura del Libro que amaba y el canto del himno
“A más ver junto a Jesús”, durmió en el Señor el 15 de septiembre de 1916.
Durante la ocupación norteamericana que precedió a la independencia, lograda en 1902,
Cuba atrajo la atención de numerosas juntas misioneras que, animadas por el nuevo estado de
cosas, movilizaron muchas fuerzas efectuando un vigoroso trabajo evangélico y educacional.
En el largo período revolucionario muchos cubanos se habían visto obligados a emigrar y lo
hacían generalmente a Florida y a otras partes de los Estados Unidos. Muchos de ellos salieron
de su país profundamente disgustados con la iglesia romana, abrazaron con entusiasmo el
evangelio y regresaron a Cuba para predicar. Algunos misioneros que habían trabajado en países
de habla castellana, pasaron a Cuba donde las oportunidades eran magníficas. Miles de personas
llenaban los salones y capillas que se edificaban. A veces parecía que toda la población abrazaría
el evangelio, pero volvió a cumplirse aquella palabra del Maestro: muchos son los llamados, pero
pocos los escogidos. El primer entusiasmo declinó pero fué para dar lugar a un trabajo sólido hoy
representado por numerosas iglesias y colegios que son un valioso poder moral y espiritual en la
isla. Los colegios evangélicos de enseñanza superior que se han establecido en Cuba cuentan con
unos tres mil alumnos.
“La característica más animadora de las misiones evangélicas en Cuba —dice el señor C.
Detweiller, que pasó en Cuba veinte años— es la manera rápida que se está llegando al sostén
propio”.
PUERTO RICO
El evangelio empezó a predicarse en Puerto Rico el año 1898 y desde entonces ha ido
abriéndose paso con el resultado de que hoy numerosas iglesias evangélicas dejan sentir su noble
y saludable influencia.
Tendríamos que salir de los límites de este libro si quisiéramos mencionar a los numerosos
misioneros y pastores nativos que se han destacado en esta gloriosa tarea, de modo que nos
limitaremos a uno de ellos, acerca de quien, al buscar datos para este capítulo, nos fué enviado
por el Sr. Abelardo Díaz de Morales un manuscrito firmado con las iniciales J. O. L. del cual
sacamos lo siguiente:
“Angel Villamil Ortiz nació en el pueblo de Maunabo, Puerto Rico, el 28 de enero de 1873.
A la edad de trece años ingresó al Seminario Conciliar donde cursó el bachillerato y la carrera
eclesiástica. Debido a sus excelentes cualidades morales e intelectuales el papa autorizó su
ordenación antes que cumpliese la edad canónica, así que desde muy joven desempeñó cargos de
responsabilidad en la grey católica. Pero en 1897 abandonó Puerto Rico dirigiéndose a Saint
Thomas donde contrajo enlace con la señorita Clementina Llenza, dama conspicua que había
conocido cuando era párroco en Barceloneta.
Fijando su residencia en Venezuela, tuvo conocimiento de la existencia de una capilla
evangélica en la cual, después de vencer muchos prejuicios romanistas que le tenían sujeto, hizo
pública profesión de fe.
Al verificarse el cambio de soberanía en Puerto Rico pensó en regresar al lar nativo para
predicar el evangelio y un día cuando estaba en oración buscando conocer la voluntad de Dios,
abrió la Biblia y sus ojos dieron en este versículo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán
grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti”. No vaciló más y
en seguida hizo los preparativos para el viaje aun cuando no contaba con los medios necesarios
para iniciar la obra. Llegó a Barceloneta, buscó trabajo y después con sus propios recursos
alquiló un saloncito donde se puso a predicar. No hay ni que hablar de la oposición que se
levantó en su contra de parte de su misma familia y de sus antiguos amigos. Pero la bendición de
Dios descansó sobre su trabajo y tuvo el gozo de ver almas salvadas.
Debido a su influencia se estableció en Puerto Rico la obra de la Alianza Cristiana y
Misionera de la cual fué, hasta que se retiró para trabajar en Honduras, superintendente de hecho,
siendo sus consejos y dirección espiritual apreciados por todos.
En el campo evangélico de la isla su prestigio no tiene límites y es uno de los hombres
consagrados a la defensa de la verdad, ante quien los adversarios tienen que enmudecer”.
Francisco Penzotti
Francisco Penzotti, conocido hoy en toda la América latina, escuchó la predicación del
doctor Thomson en Montevideo el año 1876. La lectura del Evangelio según San Juan, que había
puesto en sus manos el hermano Andrés M. Milne, lo llevó a la experiencia de la conversión.
Empezó sus trabajos en Montevideo, y en seguida en la Colonia Valdense, pero la misión que
Dios le había asignado era la de ser colportor, y pronto fué invitado a salir en este trabajo. Pocos
hombres hay que hayan tenido tanto éxito en la buena distribución de Biblias. No hay país de la
América latina que él no haya visitado. Con su cartera en una mano y una Biblia en la otra, ha
golpeado las puertas, siendo un mensajero de paz a todos aquellos a quienes encontraba.
Insultado y perseguido, nunca ha conocido el desaliento; viajando constantemente en trenes, en
mulas y a pie, sufriendo hambre, durmiendo en el suelo y conociendo mil clases de privaciones.
Su vida es una larga serie de incidentes y anécdotas conmovedoras. Una vez cuando se dirigía a
Bolivia, al pasar por Rosario de Santa Fe, fué hospedado por uno de los pastores de la ciudad,
quien le aconsejaba no seguir su viaje, alegando que aun no había llegado la hora de ir tan al
interior. Hacía poco que un colportor llamado José Mongiardino había sido bárbaramente
asesinado en Bolivia, y sepultado, como hereje, fuera de los límites del cementério de Cotagaita.
“No vaya, Penzotti”, “no vaya, Penzotti”, era el consejo que muchos le daban. Penzotti empezó a
vacilar; no quería tentar a Dios con un acto imprudente, ni desobedecerle por cobardía. Se
encerró en su cuarto, y de rodillas se puso a orar, pidiendo la dirección de Dios. Había una lucha
en su interior, y él quería que triunfase la voluntad de su Padre Celestial, al cual servía. Mientras
estaba orando, una señorita cristiana que nada sabía del conflicto de Penzotti, se puso a tocar el
piano en la habitación inmediata, y a cantar con voz firme, resuelta y melodiosa, el himno que
dice así:
“No os detengáis, no os detengáis. Nunca, nunca, nunca; Cristo por salvarnos dió Su sangre,
cuando él murió”.
Estas palabras fueron para Penzotti como una orden marcial dada por su Capitán y Señor.
“Yo no necesité más respuesta de Dios”, le hemos oído decir a él mismo. Dió gracias a Dios por
haberle alumbrado y se levantó resuelto a no detenerse. Esas palabras han sido la voz de mando
en toda su carrera.
Dió principio a la obra en el Perú. La Constitución del país, que prohibía toda forma de culto
público que no fuese el romanista, no atemorizó al fiel soldado de la cruz. Con las dificultades
del caso empezó a predicar a puerta cerrada, al pequeño grupo que pudo interesar mediante sus
trabajos en las calles, y la congregación fué creciendo hasta alarmar al clero. La persecución se
hizo sentir, pero a pesar de todo, algunas almas habían entrado en el reino. Cuando Penzotti salía
por las calles ofreciendo sus Biblias, huían de él como de un personaje peligroso, pues como tal
lo pintaba el clero en sus enfurecidos sermones. La obra, sin embargo, adelantaba, y esto hizo
que los enemigos pensaran en una forma más violenta de oposición, y no pararon hasta que
Penzotti fué encarcelado. Entró en la cárcel del Callao el 26 de julio de 1890, y permaneció
dentro de las rejas, encerrado en un edificio húmedo y oscuro, hasta el 28 de marzo de 1891. Le
ofrecieron la libertad con la condición de salir del país, pero con el valor que infunde Cristo en el
corazón de sus soldados, supo contestar que no la aceptaba. El proceso produjo gran
efervescencia en los ánimos de todos, y era el tema de todas las conversaciones. La prisión de un
evangelista en el país libertado por hombres liberales como San Martín y Bolívar, en los últimos
años del siglo de las luces, vino a demostrar que los hijos de la libertad aun no han concluído su
tarea. Pero el Perú contaba con ciudadanos nobles y enérgicos que no podían permitir que cayese
ese baldón sobre su país, y la opinión pública empezó a ponerse del lado de la justicia. El
proceso pasó por todas las instancias, hasta que, por fin, el juez doctor Porra, resolvió, como dijo
uno de los diarios, “dar la porra a los frailes y soltar a Penzotti”. Las puertas de la cárcel se
abrieron y Penzotti salió en presencia de un gran gentío que se había congregado para saludarle y
felicitarle. No faltó una nota cómica: Penzotti iba en medio de sus dos abogados, y uno de la
concurrencia gritó: “¡Ahí va Cristo entre los dos!”
En 1892 se estableció en Guatemala desde donde visitaba todos los países de la América
Central. Estuvo 16 años en aquellas repúblicas y el autor recuerda la manera como por todas
partes encontraba personas que le recordaban con cariño y testificaban de las bendiciones
recibidas por su ministerio.
Regresó a Buenos Aires para ocupar el puesto de agente de la Sociedad Bíblica Americana
que dejó vacante el inolvidable don Andrés A. Milne.
Falleció en Buenos Aires el 24 de julio de 1925. Hombre de corazón amplio y de miras
generosas era el bienvenido en todos los círculos evangélicos; un lazo que el Señor había puesto
para recordar a los cristianos de todas las denominaciones que son uno en Cristo Jesús.
CHILE
Don Arturo Oyarzun, en un interesante librito intitulado “Reminiscencias históricas de la
obra Evangélica en Chile”, suministra datos interesantes que abreviados consignaremos aquí:
En 1845 llegó a Valparaíso el Dr. don Daniel Trúmbull después de un largo viaje de ciento
treinta y siete días.
Su primer culto lo celebró en inglés a bordo del Misisipí, buque que lo había traído a Chile, y
continuó celebrándolos, ya en otras embarcaciones, ya en las casas particulares de algunos
creyentes ingleses o norteamericanos.
Su misión, al principio, se limitaba a la población de habla inglesa, pero una vez que
aprendió el castellano fundó un periódico titulado El Vecino que apareció en 1848, en el que
empezó su propaganda religiosa refutando los errores del romanismo.
Visitaba periódicamente la ciudad de Santiago, pero en 1861 los interesados en el evangelio
dieron pasos para tener un pastor, y esto hizo que fuera don Natanael Gílbert.
La venta de Biblias que efectuaba, dió origen a una pastoral lanzada por el arzobispo
Valdivieso en 1858 prohibiendo bajo severas penas canónicas que se leyesen y aun se poseyesen
los libros que se habían introducido al país, declarando peligrosa su lectura. El Dr. Trúmbull
contestó en los diarios de Santiago a la pastoral del arzobispo quien a su vez encargó al
presbítero don F. Martínez Garfias la defensa de la Iglesia. Este fué el primer encuentro entre el
catolicismo y el protestantismo en Chile.
Muy frecuentemente el Dr. Trúmbull suscitaba, por medio de la prensa, la cuestión religiosa
manteniendo controversias con los hombres más destacados del clero, pero el más tarde
arzobispo Casanova, viéndose en la imposibilidad de refutar los sólidos argumentos de su
contrincante, apeló a la amenaza diciendo que no podía contestar porque contribuiría a violar las
leyes de imprenta que prohibían poner en ridículo a la religión del Estado, castigando ese delito
con prisión hasta de tres años y con multa de cincuenta mil pesos.
El artículo quinto de la Constitución declaraba del Estado a la religión católica apostólica
romana “con exclusión del ejercicio público de cualquier otra”. Los elementos liberales no
podían consentir en que el derecho de profesar libremente cualquier culto no existiese en un país
tan progresista, de modo que libraron una feroz batalla con los clericales, y el año 1865 vino la
ley interpretando la Constitución, la cual en su artículo primero establecía que los que no
profesaban la religión católica, podían practicar su culto dentro del recinto de sus templos.
El Dr. Trúmbull al ver que había llegado la posibilidad de celebrar cultos en castellano,
consiguió el envío de otro misionero, el señor Alejandro Merwin, que llegó a Chile en 1866 y se
radicó en Santiago para ayudar al señor Gílbert. Empezó la predicación y en 1868 se fundó la
primera iglesia evangélica en la costa occidental de Sud América.
El arzobispo intentó hacer clausurar los locales de culto, moviendo todos los resortes que
estaban a su alcance, y como no lo pudo conseguir organizó una procesión de desagravio la cual
se dirigió a la casa del señor Gílbert y después de apedrearla la rociaron con agua bendita.
Los primeros evangélicos chilenos tuvieron que sufrir mucha persecución. El arzobispo
ordenó a los párrocos que redoblasen sus esfuerzos contra el protestantismo y desde entonces se
hacían continuamente procesiones y se celebraban misiones que excitaban al pueblo contra los
llamados herejes.
El señor Gílbert era insultado de la manera más soez, apedreado per las calles, y a veces no
podía salir a comprar los alimentos necesarios para su familia porque los fanáticos rodeaban su
casa lanzando amenazas de muerte.
De los convertidos decía la gente que eran personas que habían vendido su alma al diablo por
una suma de dinero que los protestantes le facilitaban y a la casa del señor Gílbert muchas veces
llegaban personas dispuestas a efectuar ese negocio.
Cuando un evangélico salía a la calle era el hazmereír de todos y el comentario alegre o
perverso de los vecinos: todos los miraban como seres dignos de lástima, pues creían en la
infinidad de sandeces que los curas decían contra ellos desde el púlpito.
Muy parecida fué la lucha en Valparaíso, en Talca y en otras partes donde se inició la
predicación, la cual daba siempre ricos frutos en almas que se disponían a seguir al Señor.
En Santiago se extendió la obra por distintos puntos de la ciudad. Abrió un nuevo local el
señor Lucio C. Smith al que acudió mucha gente las dos primeras noches, pero cuando se estaba
celebrando la tercera reunión, el local fué invadido por una turba que se precipitó contra los
dirigentes del acto. Las mujeres que se hallaban presentes fueron víctimas de atropellos y
ultrajes. Una de ellas con un niño en los brazos fué arrastrada del cabello y maltratada. El niño
murió poco después a consecuencias de las contusiones. Como veinte personas fueron heridas y
otras tantas golpeadas, entre éstas el señor Smith. Los foragidos saquearon el local y quemaron
en la calle los muebles, biblias, folletos y todo cuanto había.
“El Estandarte Católico” trató de justificar el asalto y dijo que los evangélicos habían
recibido su justo merecido.
Enteradas las autoridades superiores de lo ocurrido manifestaron al señor Smith que le darían
toda clase de garantías para la continuación de su obra y en este sentido el ministro del interior,
señor Manuel Balmaceda, dió órdenes al Intendente.
Allá por el año 1882 empezó a figurar entre los evangélicos el ex sacerdote católico don Juan
Canut de Bon, debido a quien llevan los evangélicos en Chile el apodo de “canutos”, impuesto
por los curas a los que se convertían por medio de su predicación.
Canut de Bon nació en España y fué educado por los jesuítas. Terminados sus estudios fué
ordenado y entró a formar parte de la Compañía. De España fué a la Argentina y de allí a Chile,
donde conoció el evangelio. Un misionero metodista le propuso que dejase su oficio de sastre
con que se ganaba la vida en la población de los Andes, y se dirigió a Santiago para regentear
una escuela, practicando al mismo tiempo la medicina homeopática mediante la cual pudo tener
contacto con mucha gente a la que pronto hablaba del evangelio. Entre los años 1891 a 1894
evangelizaba con buen resultado las poblaciones de Coquimbo, Concepción y Angol. Era un
predicador elocuente y hábil controversista, a quien rodeaban siempre numerosos auditorios.
Chile no conoció otro predicador que haya logrado traer tantas almas al conocimiento de la
verdad. En 1897 se trasladó a Santiago por motivos de salud y permaneció en esa ciudad hasta
ser llamado por el Señor a su descanso.
Otro obrero muy bendecido en su ministerio fué el español don José Torragrosa que después
de una corta estada en la Argentina, se trasladó a Chile en 1896. Empezó su trabajo en uno de los
peores barrios de Valparaíso y cuando se trasladó a Santiago, después de tres años, dejaba una
congregación con más de trescientos miembros.
En Santiago, aunque fué muy molestado y perseguido por los fanáticos, pronto vió levantarse
una iglesia que contaba con más de doscientos miembros y que se distinguía por su celo y
actividad.
Con idéntico resultado trabajó en varias otras ciudades del país hasta su fallecimiento en
1918.
En el sud de Chile la Alianza Cristiana y Misionera dió principio a su obra con mucho éxito
en 1897, logrando fundar un crecido número de congregaciones activas y fervorosas.
Los bautistas también cuentan ya con un buen grupo de obreros establecidos en la capital y
principalmente en varios departamentos del sud.
BOLIVIA
Las primeras tentativas de evangelización hechas en esta república fueron obra de las
Sociedades Bíblicas que enviaban a sus esforzados colportores para sembrar la palabra escrita
donde la falta de libertad de cultos hacía imposible la predicación.
Uno de ellos, don José Mongiardino, fué asesinado cerca de Cotagaita el 16 de julio de 1876
y su cuerpo descansa en el cementerio de aquella población.
En los archivos de la Sociedad Bíblica Británica hay algunos datos acerca de este valiente
hermano que vamos a consignar en este libro por tratarse de un verdadero héroe y mártir de la
obra misionera.`
En el Informe de 1876 se lee lo siguiente: “Tres colportores han sido empleados durante el
año. Uno de ellos, llamado Mongiardino, natural de Italia, ya hace cuatro años que se ocupa de
esta obra. Ha viajado 759 leguas distribuyendo 368 ejemplares de las Sagradas Escrituras. Mr.
Lett dice que está haciendo una buena obra, animado de un espíritu noble, y que cada carta que
escribe termina pidiendo oraciones en su favor”.
El Informe de 1877 menciona los viajes realizados por varios colportores que trabajaban en
el territorio argentino y luego dice: “Pero el héroe de la banda es Mongiardino, quien acaba de
regresar a Buenos Aires, después de haber hecho el viaje de colportaje más extenso efectuado en
la América del Sur. Ha penetrado en las regiones más lejanas y ha llegado a las fortalezas donde
el fanatismo y la ignorancia han permanecido largo tiempo sin ser molestados. Sus viajes han
sido principalmente a lomo de mula, cargando estos resistentes animales los cajones de libros a
través de bosques y desiertos, por caminos de gran declive y pasos angostos en las montañas a lo
largo de los linderos de las nieves perpetuas de los Andes, y en los tropicales confines de
Bolivia”.
Mongiardino no era escritor pero sus cartas al representante de la Sociedad Bíblica están
llenas de detalles interesantes. Desde Tucumán escribía: “He podido vender muy poco, porque,
me dicen, la última vez que estuvo aquí un colportor, el cura hizo que la gente quemase todas las
Biblias, y ahora casi nadie quiere comprar. Si alguno compra, es después de mucho hablar. Usted
puede imaginar la aflicción de mi espíritu cuando oigo sus absurdas objeciones y llego a saber
que han quemado la Palabra de Dios. ¡Que Dios los perdone, porque no saben lo que hacen!”
Desde Salta escribía: “Antes de llegar a ésta, todos me decían que sería apedreado. Hasta
ahora Dios me ha protegido”.
Desde Jujuy: “Además de haber hablado al pueblo, los frailes se apersonaron al gobernador
para pedirle que me prohibiese vender Biblias y me hiciese salir de la ciudad, diciendo que de
todas partes me habían echado. Pero el gobernador les contestó que la ley no prohibe vender
Biblias, al contrario, garantiza a todos el libre ejercicio de su comercio. No hablaron más de la
prohibición de la venta ni de expulsar al vendedor. Además, el gobernador les hizo esta pregunta:
¿Qué hay de malo en la Biblia para que sea prohibida?”
En el Informe de 1878 leemos lo siguiente sobre el carácter de los colportores y la muerte de
Mongiardino: “Son hombres que, a juzgar por sus informes, han probado y visto que el Señor es
misericordioso, y que se ocupan de la circulación de la Biblia, con la firme convicción de que de
ese trabajo fluye una corriente santa para la limpieza y sanidad de las naciones, que Dios bendice
para el bien de muchas almas. El celo y la fidelidad con que han trabajado y soportado las
pruebas que han hallado, y los insultos que no pocas veces han tenido que soportar, merecen todo
elogio. No es exagerado decir, que no estimaron su vida preciosa para ellos. El llamado José
Mongiardino, a quien Mr. Lett describe como devoto, probado y fiel, había efectuado con todo
éxito un viaje a la república de Bolivia, y al regresar, habiendo vendido como mil ejemplares de
las Sagradas Escrituras, en español, fué asesinado en un lugar llamado Santiago de Cotagaita.
Como al ser hallado tenía con él todo el dinero, se ve que el robo no fué el móvil del crimen. Fué
realmente un mártir de la causa que con tanto amor había abrazado, y fué víctima de la
persecución y odio de aquellos que aman las tinieblas y no pueden resistir que la verdad divina
brille en ellos”.
Al dar cuenta de su muerte el agente de la Sociedad Bíblica, Mr. Lett, escribió: “La Sociedad
Bíblica nunca tuvo un obrero más valiente ni más consagrado que José Mongiardino. Fué a
aquellos lugares que podría mencionar, consciente de los peligros a los cuales se exponía, pero
del todo resuelto a afrontarlos, a fin de poner en circulación las Sagradas Escrituras. Tengo
delante de mí su última carta, en la que dice: “Acuérdese de mí en sus oraciones, como yo me
acuerdo de usted en las mías, para que los padecimientos de Cristo abunden en nosotros y
abunde nuestra consolación”. Era un colportor en quien podía confiar siempre, quien nunca
dejaba de hacer todo lo que era posible para desempeñar su misión, y desempeñarla bien. ¡Quiera
Dios que no haya sido en vano la siembra amplia de la semilla!
En 1895 algunos obreros de los Hermanos entraban en Bolivia por el lado argentino e
iniciaban la obra que sostienen desde entonces en varios puntos de la República. El más activo e
incansable fué el señor Guillermo Payne quien, haciendo caso omiso de la falta de libertad de
cultos, se puso a predicar en salones alquilados y hasta en una carpa. En Sucre tuvo que
comparecer muchas veces delante de las autoridades para responder a las acusaciones del
arzobispo, quien tuvo el cinismo de pedir que se le aplicase la pena de muerte.
En Cochabamba alquiló un salón a pocas cuadras de la Plaza principal y se puso a proclamar
el divino mensaje con toda resolución. Un público numeroso escuchaba noche tras noche a este
heraldo de las buenas nuevas y esto irritó a los elementos clericales que se veían atacados en la
ciudad más católica del país. El 21 de septiembre de 1902 una turba de unos dos mil indios
amotinados a instancias del clero y capitaneados por él mismo, atacó violentamente la casa
donde tenía lugar la predicación y la vivienda del predicador y su familia. Sacaron a la calle
todos los muebles, bancos, pílpito, lúbros, etc., y encendieron una tremenda hoguera en la que de
buenas ganas hubieran quemado al hombre que tenían por hereje, si éste no hubiera logrado huir
con su familia por los fondos de la casa.
La obra evangélica más consolidada que hay actualmente en Bolivia es la que mantienen los
bautistas de Canadá, que mandaron en 1896 a su primer misionero, el señor Archibald Reekie.
Empezó a trabajar quietamente fundando un Colegio en Oruro, el cual ha ido tomando cada día
mayor incremento hasta ser hoy un centro educacional de mucha influencia y altamente
apreciado por la población.
Otros obreros empezaron a llegar y se pusieron a trabajar de la mejor manera posible,
dificultados muchas veces por las enormes alturas en que se hallan casi todas las ciudades de
Bolivia, las que no todos pueden soportar.
Los elementos reaccionarios se ven obligados a abandonar el campo. Por fin tuvieron que
rendirse a las exigencias del progreso moderno, y Bolivia promulgó la libertad de cultos, que fué
pronto seguida por la ley de matrimonio civil.
Los metodistas se consagran especialmente a la obra educacional para la que cuentan con dos
buenos planteles; uno en La Paz, otro en Cochabamba. Tienen también varios obreros que
dominan el aimará y predican entre los indígenas.
La Bolivia Indian Mission fundada y dirigida por don Jorge Allan, cuenta con varias
decenas de misioneros. El centro de la Misión está establecido en San Pedro, Charcas. Ocupan
los puntos estratégicos de una vasta región indígena y por medio de la predicación, de las
escuelas y de la asistencia médica hacen una obra altamente cristiana y humanitaria que lleva luz
y consuelo a un pueblo que es víctima de la ignorancia y de las más infames injusticias. El autor
tuvo el privilegio de visitar varias de esas estaciones misioneras en 1926 y apreciar la abnegación
de aquellos que por amor a las almas viven en poblaciones donde se carece de todas las
comodidades de la vida, haciendo viajes penosísimos, a lomo de mula, subiendo y bajando
montañas y soportando muchas otras privaciones.

BRASIL
El almirante francés Nicolás de Villegagnon, marino que se había distinguido en muchas
empresas y atrevidas aventuras, consiguió interesar a Calvino y al almirante Coligny en una
tentativa de colonización protestante en la América del Sur. El año 1555, sesenta años antes de
que los puritanos llegasen a la Nueva Inglaterra, los hugonotes desembarcaron en la hermosa
bahía sobre cuyas costas se levanta la capital del Brasil, y edificaron el Fuerte Coligny, en la isla
que, hasta hoy, lleva el nombre de Villegagnon. En el rústico templo levantado, hicieron resonar
los Salmos de Clemente Marot y Teodoro de Beze, y todos estaban llenos de júbilo con la idea
de que habían hallado un refugio donde vivir al abrigo de las persecuciones.
Villegagnon escribió a Calvino y a Coligny animándolos a enviar más colonos y más
pastores para atender la obra espiritual. La invitación fué recibida con entusiasmo y pronto se
embarcó un nuevo contingente en el que iban, junto con los colonos, los pastores bien preparados
y una docena de jóvenes estudiantes.
Pero la colonia no marchaba bien y muchos empezaron a sentir nostalgia y a suspirar por la
vieja patria que habían dejado.
Lo peor de todo era que Villegagnon había resultado ser un aventurero que quería explotar el
fervor religioso de los protestantes en favor de una empresa destinada a redundar en su beneficio
personal.
Villegagnon maltrataba a los colonos y concluyó por echarlos del Fuerte y éstos, juntamente
con los pastores, se encontraron viviendo en pleno bosque como salvajes. Finalmente consintió
en permitirles volver a Francia, pero entregó al capitán del buque un paquete sellado que
contenía severas acusaciones contra los desafortunados peregrinos.
El buque empezó a hacer agua ni bien salió de la bahía, lo que determinó que muchos
desembarcaran, entre éstos los pastores Bourdón, Bordel y Verneuil, que fueron los primeros
mártires de la fe en esta parte del mundo. Villegagnon ya se había declarado contra la iglesia
evangélica y como ellos se negaban a apostatar, manteniendo con firmeza una vigorosa
Confesión de fe que habían escrito y firmado, fueron estrangulados y lanzados, desde la cima de
una alta roca, a las aguas de la bahía de Guanabara, el 9 de febrero de 1558. 1
El viaje prosiguió con grandes dificultades, causadas por las tormentas y por las deficiencias
de la embarcación. Las provisiones escasearon, a tal punto, que cinco o seis murieron de hambre
en el viaje. Cuando ya estaban a punto de perecer todos, y en momentos en que el capitán
proyectaba hacer matar a uno de los pasajeros para alimentar a los demás, divisaron la costa del
país adonde se dirigían. Desembarcaron cerca de Hennebont y fueron bien tratados por los
habitantes. Felizmente los gobernantes eran favorables a las ideas reformadas, y las acusaciones
de Villegagnon fueron recibidas con desprecio.
Así terminó la primera tentativa protestante en la América del Sur.
Villegagnon regresó a Francia, abandonando el fuerte a los portugueses, y murió despreciado
de todos. Los católicos lo acusaban de herejía y los protestantes ya no querían saber más nada de
él. Entre los hugonotes era llamado “Le Cain d’Amérique”.
El doctor Juan Boles, que había huído de Villegagnon y se había dedicado con ardor a
propagar la fe, cayó en poder de los jesuítas, quienes lo encerraron en una prisión durante ocho
años, de donde salió sólo para ser ejecutado en el sitio donde hoy se levanta la ciudad de Río de
Janeiro. En el acto de su ejecución estaba presente, alentando a los verdugos, el famoso
Anchieta, apóstol jesuíta del Brasil.
Cuando los holandeses se establecieron en Bahía, en Pernambuco, y en otros puntos de la
costa del Brasil, se hicieron algunos trabajos misioneros, pero cesaron cuando Portugal tomó
posesión de estos territorios.
Los moravos iniciaron trabajos en las Guayanas en 1735, mayormente entre los negros
esclavos, pero algo también hicieron entre los indios. Aun en la actualidad cuentan con algunas
estaciones.
A mediados del siglo XIX es cuando se reanudan los trabajos en pro de la evangelización del
Brasil. Un médico escocés llamado Roberto Kalley es el que abrió los primeros surcos en este
campo donde la preciosa semilla estaba destinada a dar frutos tan riquísimos como abundantes.
Antes de su llegada se hicieron algunas tentativas provisorias, pero se puede decir que la
predicación en portugués en forma verdaderamente positiva empezó tan sólo con la venida de
Kalley en 1855.
Recordemos brevemente algunas de las experiencias de este notable siervo de Dios antes de
establecerse en el Brasil.
Empezó a trabajar en la isla portuguesa de Madeira el año 1838 sin ser sostenido por ninguna
misión, como no lo fué tampoco en los demás campos en que actuó.
Siendo médico de profesión buscaba la salud corporal de la gente, lo mismo que la espiritual.
Abrió un consultorio al que acudían los pacientes a una determinada hora. Antes de atenderlos
celebraba un corto culto en el que exponía las Sagradas Escrituras y después trataba
personalmente con cada uno prescribiendo los medicamentos en recetas que tenían textos
bíblicos, llamando la atención a la necesidad de arrepentirse y convertirse a Dios.
En 1841 empezaron a obstaculizarlo, pero la opinión pública le era tan favorable que nada
pudieron hacer en su contra. Los cultos que celebraba eran frecuentados por unas 1.500 personas
y hubo ocasiones en que llegaron a 5.000.
11 La historia de la expedición y la de la ejecución de los mártires fué escrita por uno de los
expedicionarios llamado Juan de Lery y publicada en 1578 bajo el título de “Histoire d’un voyage fuit en
la terre du Bresil”. También figura en “Histoire des Martyres”, de Juan Crispín, que reproduce un folleto
probablemente de Lery titulado: “Histoire des choses memorables”.
En 1843 el gobernador de la isla le prohibió predicar, pero basado en que la orden era ilegal
se negó a acatarla. Entonces lanzó una proclama a los habitantes, prohibiéndoles asistir a las
reuniones evangélicas, y como los creyentes se negaban a obedecer, muchos fueron encarcelados
y sometidos a torturas indecibles.
Kalley mismo fué encarcelado y cuando pidió salir bajo fianza se le negó este recurso,
alegándose que los crímenes de que estaba acusado merecían la pena de muerte. Salió después de
seis meses de encíerro.
De Lisboa vino un decreto reconociendo a todo habitante la libertad de conciencia y esto
facilitó la continuación de las actividades evangélicas, pero no hizo cesar las hostilidades. Los
asaltos y encarcelamientos se repetían a diario.
En 1846 recrudeció la persecución. El disparo de dos bombas congregó a los fanáticos frente
a la catedral y encabezados por el mismo gobernador se dirigieron en masa a la morada del Dr.
Kalley donde felizmente éste no se encontraba. Los amotinados echaron las puertas abajo y
destruyeron todo lo que encontraron. Los creyentes tuvieron que abandonar sus casas y
esconderse en los montes para no ser asesinados por sus perseguidores. Los amigos del Dr.
Kalley le aconsejaron que se retirase de Madeira, cosa que hizo en agosto de 1846.
Ese mismo mes, cuatrocientos creyentes se embarcaron para la isla de Trinidad, donde pocos
meses después fueron seguidos por unos quinientos más, pero en 1849 unos cuatrocientos de
éstos se establecieron en los Estados Unidos.
Kalley pasó algún tiempo en la isla de Malta y en la Siria hasta establecerse en el Brasil.
Vinieron con él a Río de Janeiro algunas familias convertidas en Madeira y secundado
eficazmente por ellas pudo dar feliz principio a la predicación.
Fundó en Río de Janeiro la Iglesia Evangélica Fluminense, según el sistema
congregacionalista, la cual fué madre de otras que llevaron adelante la causa de Cristo en el
Brasil y que aun continúan cumpliendo su noble misión.
Después de trabajar 21 años en el Brasil, se retiró a su país, donde falleció en 1888.
En 1859 llegó a Río de Janeiro el pastor A. G. Simonton, primer misionero presbiteriano,
quien empezó a predicar en portugués dos años después de su llegada. Le siguió el pastor A. L.
Blackford y es a estos dos siervos de Dios que se debe la fundación de la obra evangélica
presbiteriana.
La conversión del sacerdote católico don José M. da Conceiçao vino a dar un gran impulso a
la obra iniciada por los misioneros.
Conceiçao nació en la ciudad de San Pablo, el 11 de marzo de 1822. Fué cura párroco en
varios lugares donde se distinguía por su erudición, su actividad y elocuencia.
El estudio de la Biblia le convenció de que la Iglesia en la que militaba se había apartado de
las enseñanzas de Cristo, y después de seria meditación, en 1864, mandó al obispo su renuncia
del cargo que ocupaba. Las autoridades eclesiásticas lanzaron contra él una excomunión a la que
contestó en los mismos diarios que la publicaron, dando las razones que había tenido para
romper sus vínculos con la Iglesia Romana. En aquellos días en el Brasil aun se tomaban en serio
las excomuniones eclesiásticas, de modo que produjo no poca sensación en el ánimo del público
y dió ocasión a que en todas partes se hablase del protestantismo que estaba ganando sus
primeros adeptos en el país.
Entrando en relación con la Iglesia Presbiteriana en la que fué bautizado y ordenado al
ministerio, se consagró de lleno a predicar el evangelio para lo que caminaba leguas y leguas a
pie, yendo de pueblo en pueblo, enteramente despreocupado de todo lo relativo a sus
comodidades personales. Era un ejemplo acabado de abnegación e independencia en su
apostolado, y de sus ardientes labios miles oían las buenas nuevas de salvación, contribuyendo
no poco a su popularidad, la oposición constante del clero y las turbas fanáticas en todos los
lugares que visitaba.
Lauresto escribe en un bosquejo biográfico que tenemos por delante: “Poseedor de dotes
brillantes para el cumplimiento de su sagrada misión: presencia noble y atrayente, voz
armoniosa, mímica correcta y elocuencia arrebatadora, Conceiçao recorrió los estados de Minas
Geraes San Pablo y Río de Janeiro, de una extremidad a otra, reuniendo, como los apóstoles, al
poder de la palabra, el ejemplo de humildad, amor al trabajo, celo ardiente por la fe, pureza en
todas sus acciones, bondad para con todos y extraordinaria resignación en los trances dolorosos
que afligían a su cuerpo y a su espíritu”.
Poseía buenos conocimientos de botánica y practicaba con ciencia y acierto la medicina en
las poblaciones rurales del interior, donde era mirado por muchos con verdadera veneración.
En sus largas peregrinaciones encontraba tiempo para escribir a lápiz sermones, artículos
religiosos y notas sobre todo lo que veía. Hacía atinadas observaciones topográficas,
meteorológicas y lingüísticas, y sobre todo de historia natural. Cuando llegaba a un sitio donde
tenía que detenerse, pasaba en limpio todos esos escritos empleando mucho método y corrección
de lenguaje y los enviaba para ser publicados en la Impresa Evangélica, primer periódico
protestante publicado en el Brasil y que vió la luz el año 1864.
La persecución le asaltaba en todas partes, perosin hacer caso de ella era infatigable en sus
tareas de evangelista.
En la ciudad de Campanha, una noche al salir de la casa donde había estado predicando, fué
apedreado hasta ser dejado por muerto en medio de la calle de donde lo levantaron sus amigos y
lo cuidaron hasta su restablecimiento.
Una vez que estaba parando en una fazenda se puso a hablar de la salvación cuando fué
bruscamente interrumpido por el dueño, quien armándose de un rebenque y llamando a los
perros y a los negros esclavos en su ayuda lo atacó dejándolo malamente herido y con las ropas
destrozadas.
Su vida fué relativamente corta. Partió al descanso de su Señor a los cincuenta y dos años,
dejando detrás de sí el ejemplo de una incansable actividad misionera que felizmente ha tenido
no pocos imitadores entre sus compatriotas.
La obra presbiteriana en el Brasil alcanzó un notable desarrollo y ha contado y cuenta con
valiosos elementos nacionales. En Río de Janeiro descolló Alvaro Reis, predicador
verdaderamente notable que con su fogosa elocuencia reunía grandes auditorios en la iglesia que
pastoreaba. Era un polemista distinguido y tanto en sus sermones como en sus escritos hacía
frente con valentía y altura a los errores del romanismo, valla que creía necesario destruir para
que las almas pudieran acercarse al puro evangelio. Cuando falleció, en las calles de la capital
brasileña se vió una de las más imponentes manifestaciones de duelo de que se tiene memoria.
Era admirado por su elocuencia, dotes intelectuales, atractiva personalidad, y amado por su alta
filantropía y sano patriotismo. La Municipalidad dió su nombre a una de las plazoletas de la
ciudad.
No menos distinguido fué don Eduardo Carlos Pereira, fundador y leader de la Iglesia
Presbiteriana Independiente. Autor de varias gramáticas muy afamadas y maestro eximio de la
lengua, supo predicar el evangelio con tanta humildad y claridad que jamás empleó una sola
palabra que no pudiese ser entendida por el menos entendido de sus oyentes. Era infatigable en la
predicación, en la obra educacional, y en la prensa. En el púlpito de la iglesia que pastoreaba en
San Pablo, y en las columnas de O Estandarte, dejó oír siempre la nota sana de un evangelio sin
compromisos, llamando a las almas, con todo el calor que cabe en un corazón cristiano y
brasileño, a la fuente de la salvación.
El ideal de su vida fué la independencia de la obra evangélica. No le animaba en esto ningún
espíritu de xenofobia, sino que estaba persuadido de que el evangelio no lograría grandes
conquistas hasta que dejase de ser mirado como “un contrabando extranjero”, según él mismo se
expresaba. Nadie duda de que tenía razón, y ¡quiera Dios que llegue pronto el día cuando la
América Latina cuente con fuertes iglesias autónomas capaces de sostenerse, gobernarse y
propagarse a sí mismas!
Los metodistas dieron principio formal a la obra en el Brasil el año 1876 con la llegada del
pastor J. J. Ransom a quien siguieron otros. La obra fué ganando terreno y arraigándose y cuenta
en la actualidad con un cuerpo ministerial brasileño que mantiene trabajo activo y floreciente en
varios de los estados da la República.
Poseen en San Pablo una imprenta bien montada de donde salen continuamente nuevas
publicaciones que contribuyen a enriquecer la literatura evangélica.
Su obra educacional está representada por numerosos colegios entre los que figuran los de
Juiz de Fora, Piracicaba, Petrópolis, Riberao Preto, Bello Horizonte, Uruguayana y Porto Alegre.
La obra que con tanto éxito llevan a cabo los bautistas del Brasil fué iniciada por los
misioneros W. B. Bagby y esposa en 1881, quienes hicieron el viaje desde los Estados Unidos en
un buque que empleó cuarenta y cinco días en llegar. Después de permanecer un año en
Campinas, estudiando la lengua portuguesa, se dirigieron a Bahía donde se dió principio al
primer trabajo bautista. Llegó por ese tiempo el señor Zacarías C. Taylor y su esposa, también
misioneros. A estos dos matrimonios se unió el ex sacerdote brasileño Antonio Teixeira de
Albunquerque quien había sido bautizado en la colonia norteamericana de Santa Bárbara. Estos
cinco hermanos organizaron la primera iglesia bautista brasileña en Bahía el 15 de octubre de
1882.
En junio de 1930 se celebró en Río de Janeiro la Convención Bautista Latino Americana y el
veterano doctor Bagby y su esposa estaban presentes. No podían menos que sentirse
emocionados al ver el magnífico templo de la Primera Iglesia cobijando auditorios de dos mil
personas. Habló él en esta ocasión con todo el entusiasmo de un joven y la unción de un santo.
Los que le oyeron nunca olvidarán su discurso. Oigamos algo de lo que dijo: “La iglesia de
Bahía empezó su vida con pocos miembros y sin influencia social, comercial o política, pero
confiando en el Señor de los ejércitos marchó triunfante, derramando luz y dando testimonio de
las verdades del evangelio entre el pueblo. Desde el principio varios miembros de la pequeña
iglesia se hicieron evangelistas y tres de ellos hicieron trabajo permanente como pastores y
celosos evangelistas”.
Fué en Bahía que un pobre esclavo negro empezó a asistir secretamente a las reuniones de
predicación y pronto se convirtió. El dueño del esclavo, al saber que asistía a las reuniones, no
sólo le prohibió que lo hiciese, sino que lo amenazó con matarlo si continuaba haciéndolo. Una
noche notóse la ausencia del hombre y alguien preguntó si los hermanos tenían noticias de él.
Supimos entonces que no le era permitido asistir, y que se le había prohibido bajo pena de
muerte. Los miembros de la iglesia pensaron en lo que se debía hacer en este caso. Quedó
resuelto entonces que todos contribuyésemos con el fin de juntar el dinero necesario para
comprar el esclavo y le diésemos la libertad. Así se hizo. El hombre quedó libre y pudo seguir al
Señor según su voluntad”.
Después de estos comienzos Bagby se estableció en San Pablo y Taylor continuó en Bahía.
Zacarías C. Taylor fué un verdadero apóstol durante treinta años de fecundos trabajos que
sólo interrumpió cuando estuvo quebrantado de salud. Se retiró a su país pero su corazón estaba
con el pueblo brasileño entre quienes, decía, quería ser sepultado para levantarse el día de la
resurrección entre aquellos que habían respondido a la predicación del evangelio y habían
permanecido fieles en medio de luchas y tribulaciones.
“Enrique Nelson —dice el traductor de la segunda edición de esta obra, señor Almir C.
Goncalves— es otro hombre de los héroes que pueden figurar en la historia de las misiones
modernas. Hace treinta años vino de su patria, misionero voluntario sin ser nombrado ni
sostenido por ninguna junta. Se estableció en el Manaos, Estado de Pará, y desde allí se internó
por los bosques casi impenetrables de la región amazónica y es hasta hoy el apóstol de aquellas
comarcas dilatadas. Nelson en su largo, persistente y bendecido trabajo ha tenido el privilegio de
hablar de las buenas nuevas de salvación a amazones, acreanos, bolivianos, peruanos, y a otros
de diferentes nacionalidades y Estados del Brasil que afluyen a los inmensos montes de caucho
en Amazonas y sus numerosos afluentes”.
El valor de Nelson ha sido admirado por muchos de los que le conocen y han oído hablar de
su obra, pero a los que le hablan acerca de esto y alaban su heroísmo, les responde: “No debe
admirarse, amigo, de mi osadía. Osadía es la que tienen los que desobedecen al Señor, pero para
andar en sus santos caminos no se necesita osadía”.
No podemos ni pensar en hablar de todos los campeones bautistas del Brasil. Sólo haremos
mención de uno más: Salomón Ginsburg, israelita convertido, cuyos viajes y extraordinarias
experiencias de norte a sur y de este a oeste le han hecho acreedor al título de judío errante del
Brasil. Todas las ramas de la actividad cristiana tenían en él un excelente obrero movido por el
amor a su Salvador y al pueblo entre el cual desplegaba sus actividades misioneras.
Numéricamente la denominación bautista es la más fuerte del Brasil.
La Iglesia Episcopal concentra sus esfuerzos al estado de Río Grande do Sul y lleva a cabo
un buen trabajo, contando para ello con un ministerio nacional y extranjero bien preparado, y
buenos edificios en casi todas partes.
El Brasil puede considerarse como uno de los campos misioneros más fecundos y contribuye
no poco a serlo el celo y entusiasmo de los convertidos que suman a unos cien mil contando
todas las denominaciones.
No han faltado persecuciones, pero éstas en lugar de debilitar a los que las sufrieron y sufren
aún, han contribuído a formar un espíritu heroico y una piedad fervorosa. En 1909 la Imprenta
Metodista publicó un “Bosquejo histórico–cronológico de las persecuciones realizadas
contra los cristianos evangélicos desde la proclamación de la República”;. Sin contar las
muchas habidas en años anteriores se señalan setenta casos cuando las huestes del romanismo se
levantaron en forma violenta contra la predicación del evangelio.
Creyentes extranjeros y nacionales; misioneros, pastores y convertidos, supieron soportar las
pruebas con verdadero heroísmo, regocijándose de ser tenidos por dignos de sufrir por el nombre
Cristo. Muchas veces las casas de culto fueron quemadas, asaltadas, apedreadas y hasta atacadas
con dinamita. Los muebles y las Biblias sirvieron a los fanáticos para encender vergonzosas
hogueras. Se puede mencionar cristianos que fueron asesinados y otros que se han visto
obligados a emigrar a otro punto del país para no ser víctimas de los enemigos de la verdad,
generalmente incitados por un clero fanático e ignorante. No pocos han sido arbitrariamente
encarcelados por motivos de conciencia y llevados delante de los tribunales. Entre los
convertidos se cuentan quince sacerdotes de la iglesia romana, figurando entre ellos algunos que
han tenido brillante actuación.
La tragedia de Juruena
Entre las numerosas tribus de indios que habitan las regiones boscosas del Brasil se hacen
también algunos importantes trabajos de evangelización, los que requieren siempre mucho
heroísmo y sacrificio de parte de los misioneros.
Entre los indios nhambicuaras, a más de ciento cincuenta leguas de Cuyabá, capital de Matto
Grosso, empezó a trabajar en 1924 la Misión del Interior de Sud América estableciendo una
estación misionera en un distrito denominado Juruena, nombre de uno de los afluentes del
Amazonas.
Los heroicos iniciadores empezaban ya a ver vencidas las primeras dificultades y a ganar la
confianza de algunos indios cuando sobrevino una prueba dura que terminó en una dolorosa
tragedia.
Un indio joven que había sido recogido enfermo y atendido cuidadosamente por el personal
de la Misión, falleció, y la gente de su pueblo, sumamente supersticiosa, creyó que la causa de la
Misión era peligrosa y que el joven había muerto por haberse cobijado en ella.
Un día del mes de noviembre de 1930 empezaron a llegar numerosos indios, entre los cuales
había no pocos desconocidos y del tipo guerrero, pero nada hacía suponer un peligro real y tan
inminente.
El personal de la Misión estaba compuesto de los esposos Tylee, de una señorita llamada
Kratz enfermera diplomada que se proponía servir a los indios en esta calidad, y tres creyentes
brasileños; un tal don Cándido y dos mujeres llamadas María. Los esposos Tylee tenían una nena
llamada Mariana que era la alegría de todos en aquel lugar lejano y apartado.
Sin mucho ruido llevaron a cabo los indios su feroz ataque dando muerte a seis de las
personas mencionadas, sobreviviendo solamente la señora Tylee, a quien seguramente dejaron
por muerta. Ella recuerda los feroces golpes que recibió en la cabeza a consecuencia de los
cuales cayó desvanecida. Cuando volvió en sí y se incorporó, el instinto materno la llevó al lecho
donde su hijita había quedado durmiendo, y al verla comprendió —lo dice ella— que ahora
dormía con aquel sueño del cual sólo se despertaría en la casa del Padre celestial. Angustiada
salió fuera de la pieza y halló, tendida, muerta y traspasada con flechas, a la señorita Kratz. Unos
cuantos metros más lejos yacía su esposo. Con el rostro bañado en sangre y casi ciega, pidiendo
auxilio, pudo llegar a donde había gente que le prestó oportuno socorro. Un misionero que estaba
cerca, a quien se dió aviso de lo ocurrido, llegó al día siguiente y ayudado por algunos brasileños
de Juruena se efectuó el triste sepelio. Mariana fué enterrada en los brazos de su joven padre y en
otros sepulcros la señorita Kratz, don Cándido y las dos Marías.
La heroína sobreviviente que ha narrado esta historia en un libro emocionante sobre los
nhambicuaras, lo termina pidiendo al pueblo de Dios que los sepulcros cubiertos de verdor
debajo de aquellos gigantescos árboles tropicales sean “una solemne promesa a Dios de que la
obra tan valientemente empezada, será proseguida hasta que la última tribu escondida en los
espesos bosques del Amazonas haya oído las buenas nuevas de paz y vida eterna”.
REPUBLICAS DEL PLATA
Vengamos ahora a las tres Repúblicas del Plata: Argentina, Uruguay y Paraguay. Ya hemos
hablado de Diego Thomson y de sus fecundos trabajos educacionales en muchas partes del
continente. Añadamos que él fué quien celebró el primer culto en Buenos Aires. Este hecho
importante tuvo lugar el 19 de noviembre de 1820 en la casa del residente británico Sr. Dickson,
con la modesta asistencia de nueve personas y se habló únicamente en inglés.
Los presbiterianos de los Estados Unidos enviaron en 1823 al misionero don Teófilo Parvin
quien empezó a celebrar cultos en inglés y en una fiesta de Navidad, en 1826, se habló del
evangelio por primera vez en castellano. La muerte de la esposa del misionero y la situación
política del país interrumpieron este comienzo hasta 1854, año en que se reanudó el trabajo que
tampoco fué continuado.
Los presbiterianos escoceses radicados en el país empezaron cultos en inglés en 1828 y
levantaron su primer edificio en 1835. Cuando se colocó la piedra fundamental hicieron acto de
presencia varios argentinos influyentes, entre ellos el presidente de la Cámara Dr. Felipe Arana,
los generales Guido y Pacheco y el Dr. don Manuel García que había sido ministro
plenipotenciario al firmarse el famoso tratado con la Gran Bretaña que autorizaba a los súbditos
británicos a ejercer libremente su culto. Este último hizo uso de la palabra manifestando que el
Gobierno tenía el propósito de hacer respetar todas las opiniones religiosas en el territorio de la
Nación.
Es de lamentar, sin embargo, que los descendientes espirituales de Juan Knox no se
empeñaran en la evangelización del país. Con los hombres, la influencia y los medios de que
disponían podían haber desarrollado una obra evangélica de grandes proporciones.
A la Iglesia Metodista Episcopal cabe la honra de haber sido la primera en iniciar la
predicación del evangelio en lengua castellana, en el Río de la Plata.
Desde 1836 los metodistas tuvieron algún representante que trabajaba entre el elemento de
habla inglesa, pero el año 1856 llegó el misionero don Guillermo Goodfellow con el propósito de
empezar obra en castellano. Celebrando una serie de reuniones en inglés, en Buenos Aires, tuvo
el gozo de ver convertidos a varios jóvenes británicos, entre ellos a Juan F. Thomson que aun no
contaba quince años de edad, en quien pronto descubrió al futuro apóstol de la causa de
Jesucristo en estas tierras. Thomson había nacido en Escocia en 1843 y cuando tenía ocho años
de edad sus padres emigraron a la Argentina, estableciéndose en Buenos Aires. Después de su
conversión fué a estudiar a los Estados Unidos de donde regresó en 1866.
Celebró su primer culto en castellano el 25 de mayo de 1867 en un templo que los metodistas
poseían en la calle Cangallo.
Una de las primeras convertidas fué la maestra de escuela doña Fermina León de Albeder
quien dirigía un establecimiento educacional en el barrio de la Boca. Ella puso a disposición del
predicador el salón de clases y en él nació la primera Escuela Dominical en Buenos Aires.
En aquellos tiempos cuando aun no había tranvías y las calles eran pantanos, galopaba
Thomson en un caballo bayo con la galera hundida hasta las orejas para hacer sus visitas
pastorales y así el evangelio iba penetrando en muchos hogares. Su carácter de controversista
hizo que se viese rodeado de muchos enemigos incitados por el clero, pero sus admiradores no
eran menos numerosos, entre los que se encontraban no pocos hombres de influencia política y
social. Enérgico, fogoso y elocuente, atacaba los errores del romanismo “a machetazos” como
nos decía uno de sus admiradores en la capital uruguaya. Esas valientes campañas fueron el
medio de despertar a muchas almas que llegaron a conocer la verdad que es Cristo Jesús.
En 1869 empezó a predicar en Montevideo, sin desligarse por eso de la obra en Buenos
Aires, y en aquella ciudad su éxito fué aun mayor, logrando implantar una obra que desde
entonces sigue siendo un potente faro de luz espiritual que ha señalado la ruta salvadora a
muchas almas.
La juventud montevideana acudía en tropel a escucharle y el presidente don José Batlle y
Ordóñez dijo en cierta ocasión al Dr. Guillermo Tallón: “El Dr. Thomson ha sido el maestro de
la juventud de la pasada generación, entre la cual me formé yo”.
Refiriéndose al carácter varonil de la obra evangélica en aquellos tiempos, escribe el Dr. J.
M. Read en su obra “Misiones y Misioneros” las siguientes palabras: “Desde el principio de
nuestra misión se deslindaron posiciones. Nada de contemplaciones con la intolerancia y
fanatismo de la iglesia apóstata de Roma… Nadie puede definir el camino de salvación a un
romanista sin atacar sus dogmas”.
La obra de los bautistas fué iniciada, en la República Argentina, por el pastor don Pablo
Besson, quien llegó a Buenos Aires a fines de julio de 1881.
Besson es suizo, originario de Neuchatel, nacido en el Cantón de Berna, el 4 de abril de
1848, en Nods, donde su padre era pastor de la iglesia oficial. Cursó sus estudios en el Colegio
Latino de Neuchatel, en Stuttgart, y en las universidades de Basilea y de Leipzig. Entre sus
profesores figuraron hombres de fama mundial, tales como el hebraísta y teólogo Bovet, el
filósofo Sécrétan, y el renombrado comentador F. Godet. Es a este último profesor a quien
Besson debe su método gramatical e histórico de interpretación de las Escrituras.
Fué uno de los 25 pastores que se separaron de la iglesia oficial para fundar la Iglesia Libre
de Neuchatel.
Siervo riguroso de la lógica, y hombre consecuente con sus principios, se vió envuelto en
muchas luchas y dificultades a causa de sus creencias.
Estando en Francia, trabajando como evangelista empleado por la Junta Misionera de Boston,
un grupo de hermanos que luchaban solos en las colonias de la República Argentina, se dirigió a
él pidiéndole que hiciese algo en favor de ellos, procurando que se les mandase un obrero.
Cuando Besson vió que no podía interesar a ninguno, resolvió ir él mismo en persona, y sin
recursos de ninguna clase, sin misión que lo sostuviese, y sin amigos que le prestasen apoyo,
pero armado con toda la armadura de Dios, resolvió cruzar el Atlántico, viajando como
emigrante, para responder al grito macedónico que le decía: “Ven y ayúdanos”.
Sus primeros trabajos fueron en las colonias de Esperanza, Pujato, etc., donde pronto se halló
en presencia de la oposición de los jesuítas. Estos eran dueños de los cementerios y negaban
sepultar a los que no morían en el seno del romanismo. La falta de Registro Civil ponía a los
bautistas en la imposibilidad de aparecer como personas legales, y esto hizo que Besson
resolviese emprender una activa campaña en favor de esa institución que ya pedían los elementos
liberales del país. Las columnas de “La Capital” le sirvieron de portavoz en contra de “El
Lábaro”, órgano de los jesuítas. En Buenos Aires, “Tribuna” y “La Prensa” también le prestaron
sus columnas, y no hay duda de que sus escritos, sus trabajos personales, sus continuas visitas a
los legisladores y sus peticiones al Congreso, influyeron en abrir los cementerios y en crear la
institución del Registro Civil.
En 1883 se radicó en Buenos Aires donde después de algunos años de luchas edificó una
capilla por su propia cuenta en la que por cerca de medio siglo pastoreó a la iglesia que fundara,
hasta que ya octogenario, trabajado por los años, cedió el campo a otros más jóvenes.
Durante muchos años estuvo solo, como bautista; pero empezaron a llegar nuevos
compañeros y hoy esta denominación posee “la obra que más adelanta”, según atestigua un
conocido obrero de otra denominación.
Actualmente la obra evangélica está representada por numerosas agrupaciones que ocupan
muy buena parte de los centros más importantes. No entra en el plan de este libro referir todo lo
que se está haciendo.
Los cristianos generalmente denominados “Hermanos” iniciaron sus actividades con la
llegada al país de don Carlos Torre y hoy cuentan con un considerable número de obreros e
iglesias activas que por medio de carpas, coches bíblicos, locales de predicación y gran
distribución de literatura, llevan adelante la evangelización.
El señor don Guillermo C. Morris, de la iglesia anglicana, por medio de escuelas populares
establecidas en diferentes partes de la ciudad de Buenos Aires, ha contribuído, como ningún otro,
a que los evangélicos sean respetados y mirados como buen elemento en la sociedad. Cuenta con
el apoyo moral y material de los poderes públicos y de muchas instituciones e individuos.
En sus èscuelas se lee diariamente el Nuevo Testamento, se cantan los himnos evangélicos y
se imparte una sana enseñanza moral a más de seis mil alumnos.
Tendríamos que ir muy lejos si entrásemos a hablar de la obra que realizan el Ejército de
Salvación, la Unión Evangélica, la Alianza Cristiana y Misionera, los Menonitas, y otras
organizaciones.
En la República del Paraguay, también, se desarrolla la obra evangélica representada por
varios grupos.
Los Hermanos tienen una iglesia en Asunción y por medio de una lancha visitan las
numerosas poblaciones de las márgenes de los ríos que corren por aquella región.
Los Discípulos de Cristo concentran sus fuerzas a la obra educacional contando para el efecto
con buenos planteles en la capital.
Los misioneros y la Sociedad del Interior de Sud América están establecidos en muchas
localidades, teniendo su principal centro de acción en Villa Rica.
Los bautistas ríoplatenses han establecido una misión en el Paraguay logrando organizar una
iglesia en la capital la cual extiende su acción a varios otros puntos.
El Dr. J. W. Lindsay establecido desde hace muchos años en el pueblo remoto de Belem
efectúa una noble obra filantrópica atendiendo a las necesidades físicas y espirituales de esa
población y alrededores. A él se debe una buena traducción del Nuevo Testamento al guaraní que
ha merecido altos elogios de los conocedores de esa lengua, que se habla comúnmente en toda la
región que bañan los ríos Paraguay y el Paraná superior.
El Paraguay es un campo misionero de buenas perspectivas y sólo requiere que los cristianos
hagan los esfuerzos necesarios para que el evangelio se difunda por todas partes.

En Tierra del Fuego


En la semana de Navidad de 1831, el “Beagle” salía de Devonport con rumbo al extremo sur
de la América Meridional. A bordo iba el famoso naturalista Carlos Darwin, quien se dirigía a
esas regiones para hacer observaciones científicas. La atención de todos los pasajeros estaba
concentrada sobre tres indios de la Tierra del Fuego que estaban al cuidado del capitán. ¿Cómo
explicar la presencia de esos fueguinos en un buque que salía de Inglaterra? En una expedición
anterior habían sido atacados por los indios, y el capitán Fitzroy había logrado vencerlos y tomar
prisioneros algunos de ellos. Siendo cristiano, y hombre interesado en la obra misionera, trató
muy bien a los indios, resolviendo llevar algunos de ellos a lnglaterra para educarlos y volverlos
a traer a la Tierra del Fuego.
A uno de ellos, un niño, le pusieron el nombre de Jimmy Button; a una muchacha, Fuegia
Basket, y al tercero York Minster. Iba también a bordo un misionero llamado Matthews, quien
pensaba quedarse con los tres fueguinos, para evangelizar a los demás.
Llegados a la Tierra del Fuego, desembarcaron, y Darwin se entregó a sus investigaciones,
quedando sorprendido del estado salvaje de los habitantes, y muchas veces expresó al almirante
Santiago Súllivan, “su convicción de que era completamente inútil mandar misiones a salvajes
tales como los fueguinos, probablemente los más bajos ejemplares de la raza humana”.
El “Beagle” dejó en tierra a los tres fueguinos y al señor Matthews, y volvió al cabo de diez
días, hallando que los indios ponían en tal peligro la vida del misionero, que resultaba
impracticable la idea que le había traído. Los indios lo habían despojado de todo, y entre otras
cosas habían procurado “arrancarle todos los pelos que tenía en la cara”. Matthews se
desembarcó en Nueva Zelandia.
Fracasada esta tentativa, aparece el heroico Allen Gárdiner. Desde su niñez había mostrado
gran inclinación a la marina. Cuando tenía sólo seis años de edad, su madre lo halló una noche
durmiendo en el suelo. Al preguntarle por qué se había acostado allí, contestó que se quería
acostumbrar desde chico a una vida dura para no sufrir tanto cuando saliese a recorrer el mundo.
Entró en la armada y ascendió hasta capitán, pero después de esto no lo vemos más en el servicio
activo. Conoció al Señor a la edad de veinte años y resolvió consagrarse a la evangelización de
los paganos. Viajó por Africa, Nueva Guinea y por otros territorios, pero su blanco definitivo
vino a ser la América del Sur. Visitó la cordillera de los Andes y Chile, pero sus proyectos eran
recibidos muy fríamente. La oposición del clero le obligó a pensar en alguna región donde no
pudiese ser molestado, y la parte más meridional del continente le pareció propicia.
En 1842 desembarcó en el Estrecho de Magallanes, y, después de buscar a los indios, entabló
relación con un jefe llamado Güisale, quien prometió protegerle contra cualquier ataque. El
principio presentaba muy halagadoras perspectivas, y resolvió volver a Inglaterra para comunicar
el resultado y solicitar la cooperación de alguna sociedad. Como no lograba ser ayudado,
resolvió fundar una sociedad con los elementos aislados que le respondían, y en 1844, en la
ciudad de Brighton nació la Sociedad Misionera Sudamericana, llamada entonces de la
Patagonia, y poco tiempo después estaba de regreso en el campo que había escogido, llevando
consigo provisiones para seis meses. Al llegar se encontró con que el jefe Güisale había
cambiado de parecer y lo recibió con mucha frialdad e indiferencia. Todos los medios que
empleó para reconquistar su amistad fracasaron, y el valiente Gárdiner tuvo que darse por
vencido, y volver de nuevo a su país, aunque con la idea de regresar.
Los amigos que le habían ayudado empezaron a desanimarse, diciendo que era inútil gastar
dinero en un nuevo ensayo. El Comité propuso abandonar la empresa. “Cualquiera que sea
vuestra determinación —respondió Gárdiner con la firmeza de un héroe—,he resuelto volver a
Sud América, y dar vuelta todas las piedras, y probar todos los esfuerzos para establecer una
misión entre los aborígenes”. Ante esta firmeza, el Comité resolvió continuar, y Gárdiner cruzó
de nuevo el Atlántico acompañado por un español protestante, llamado Federico González. Esta
vez se internó en el continente llegando hasta Bolivia, donde un presidente liberal lo recibió muy
amablemente, prometiéndole ayuda. Pero nuevas dificultades surgieron. Estalló una revolución y
tuvo que volver a su patria en busca de ayuda, pero todos le daban vuelta las espaldas y estaban
sordos, porque les parecía que todos estos fracasos demostraban que sus proyectos eran
irrealizables.
Pero Gárdiner era uno de aquellos que no se dan por vencidos, y en 1848 reaparece en la
Tierra del Fuego, en compañía de algunos otros y se establece en Bánner Cove (Ensenada de la
Bandera), donde levantan sus chozas provisionales. La oposición de los indígenas hace fracasar
de nuevo esta tentativa, y Gárdiner se dió cuenta de que el único medio de evangelizar esas islas
era teniendo “una misión a flote”, es decir, un buque en el cual vivir y guardar las provisiones, de
donde sólo se bajaría para tratar con los indios. Esto significaba tener que volver otra vez a
Inglaterra, y hacer frente al desaliento que cundía entre los amigos de la desafortunada misión.
Pero era el único camino y Gárdiner volvió, proponiendo de nuevo su empresa. No es necesario
hablar de la frialdad y disgusto con que lo recibieron. Pero Gárdiner tomaba más fuerzas y seguía
golpeando las puertas que parecían cerradas, hasta que consiguió hacerse oír.
En septiembre de 1850, una compañía de siete: tres marineros llamados Pearse, Bádcock y
Bryant; el médico Ricardo Williams, que dejó su profesión para consagrarse al bien de los
salvajes; Juan Maidment, un joven de ardor apostólico; Erwin, el carpintero de buques; y Allen
Gárdiner, se embarcaron llevando con ellos dos pequeños barcos de unos ocho metros de largo
con sus correspondientes botes para desembarcar.
La falta de fondos les había obligado a conformarse con esas embarcaciones pequeñas en
lugar del buque que necesitaban. Uno de los barcos recibió el nombre de Pioneer y el otro
Speedwell.
Llegados a la Tierra del Fuego, desembarcaron en la Ensenada de la Bandera, pero la
oposición de los indígenas les obligó a regresar a los barcos, perdiendo muchas provisiones.
Efectuaron algunos viajes en busca de Jimmy Button, pero las constantes tempestades que visitan
esas desoladas regiones inutilizaron al “Pioneer” a tal punto, que tuvieron que echarlo a tierra, el
cual, con unas lonas, sirvió de habitación. La pesca en la cual habían confiado los misioneros
para tener alimentos, no les daba resultado, y los fusiles que llevaban para la caza no podían ser
utilizados, porque desgraciadamente habían dejado, por olvido, la pólvora en el buque que los
había traído. Las provisiones empezaron a concluirse, y el buque que esperaban nunca llegaba.
La hora se hacía cada vez más crítica. Cada día parecía un año para los siete héroes que
presentían que su fin sería morir de hambre entre los hielos del Sur. El “Speedwell” hizo un viaje
inútil a la Ensenada de la Bandera en busca de algunas provisiones que habían dejado
escondidas. El momento era solemne y con dolor empezaban a darse cuenta del desenlace de la
empresa. Dentro de algunas botellas pusieron una nota pidiendo auxilio a quien pudiese hallarlas,
y las cubrieron con una piedra grande sobre la cual escribieron estas palabras:
DIG BELOW
Go to Spaniard
Harbour
March
1851

Excavad debajo. Id al Puerto Español. Marzo 1851


Inscripción ésta que sólo sirvió para hallar los cadáveres de los valientes cristianos.
Gárdiner y Wílliams tenían la costumbre de escribir un diario con los pormenores de su vida,
y a esto se debe el poder saber algo acerca de los últimos días de aquellos héroes.
En abril todavía contaban con provisiones para dos meses. La fe en Dios nunca flaqueó. En el
diario de Wílliams se leen estas palabras: “Durmiendo o despierto, me siento más feliz de lo que
puede expresar el lenguaje humano”. El día de su cumpleaños, en el mes de junio, Gárdiner
escribía: “Si desfallezco o muero aquí, te ruego a ti, ¡oh Señor!, que levantes a otros y envíes
obreros a esta mies”.
Badcock fué el primero que murió, pidiendo a Wílliams que cantase el himno que dice:
“Levántate, alma mía”. Seis semanas después murió Erwin. Pronto le siguió Bryant. Las manos
débiles de sus compañeros pudieron todavía cavar las sepulturas.
El 28 y 29 de agosto de 1851 todavía quedaban algunos con vida, y Gárdiner escribía las
siguientes palabras despidiéndose de su hija: “El me ha guardado en perfecta paz … Confío que
la pobre Fuegia no será abandonada. Si tengo un deseo que expresar para el bien de mis
camaradas es que la misión de la Tierra del Fuego sea proseguida con vigor”.
En otra parte de su diario se leen estas palabras:
“Ayer no comí nada. Bendito sea mi Padre Celestial por las mercedes de que he gozado: una
cama cómoda, ningún dolor, ningún calambre, aunque casi imposibilitado de darme vuelta sobre
mi lecho”.
Las últimas palabras del diario son éstas: “Grande y maravilloso es el amor de mi buen
Padre, para conmigo”. “El me ha guardado hasta aquí sin alimento para mi cuerpo, pero sin
sentir ni hambre ni sed”.
El 6 de septiembre todavía estaba con vida, pues se halló una carta con esa fecha.
Veinte días después el buque llamado “John Dávison”, conducido por el capitán Smyley,
llegaba a la Ensenada de la Bandera, y guiado por el mensaje que encontró en las botellas, se
dirigió al río Cook, y ahí halló un cadáver dentro del bote y otro en la ribera. “La escena era
horrible en extremo, escribió el capitán. Los dos capitanes que fueron conmigo en los botes
lloraron como niños. Libros, medicinas, herramientas, todo, en fin, se hallaba diseminado por la
playa”.
Así concluyó sus días este incomparable modelo de constancia, este corazón noble y
magnánimo, este ejemplo de firmeza y de amor, cuyo anhelo fué servir al Señor en el terreno
más difícil de cultivar.
Cuando las noticias del desastre llegaron a Inglaterra, la consternación se apoderó de todos
los amigos de la misión. Si los cristianos hubieran sido más generosos y hubiesen dado a
Gárdiner el buque que pedía, la historia no contaría con esta página luctuosa. Pero los cadáveres
extendidos sobre las rocas nevadas de la Tierrá del Fuego hablaron con más elocuencia que los
labios ardientes de Gárdiner. Resolvieron cumplir el deseo del héroe prosiguiendo la obra. Los
donativos generosos empezaron a llegar, y se compró un buque adecuado al cual pusieron por
nombre “Allen Gárdiner”. Un nuevo grupo de misioneros estuvo pronto y la misión tuvo todo el
éxito que se podía esperar en un pueblo que se extinguía. Entre los misioneros que más
sobresalieron figura el señor Tomás Bridges, que según dice el escritor argentino Roberto J.
Payró en “La Australia Argentina”, “ha hecho un estudio prolijo del idioma y costumbres de los
indios yaganes”. “Probablemente, —agrega—, a él se deben muchos de los informes publicados
luego por otras personas”.
La Sociedad no se limitó a la Tierra del Fuego; ha extendido sus trabajos a muchas partes del
continente, ocupándose, con preferencia de los indios.

Una choza en la Tierra del Fuego

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