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Hace ya muchos años que oí contar por primera vez la historia del viejo jardinero
que se suicidó en Finca Vigía, la hermosa casa entre grandes árboles, en un
suburbio de La Habana, donde pasaba la mayor parte de su tiempo el escritor
Ernest Hemingway. Desde entonces la seguí oyendo muchas veces en
numerosas versiones. Según la más corriente, el jardinero tomó la determinación
extrema después de que el escritor decidió licenciarlo, porque se empeñaba en
podar los árboles contra su voluntad. Se esperaba que en sus memorias, si las
escribía, o en uno cualquiera de sus escritos póstumos, Hemingway contara la
versión real. Pero, al parecer, no lo hizo. Todas las variaciones coinciden en que
el jardinero, que lo había sido desde antes de que el escritor comprara la casa,
desapareció de pronto sin explicación alguna. Al cabo de cuatro días, por las
señales inequívocas de las aves de rapiña, descubrieron el cadáver en el fondo
de un pozo artificial que abastecía de agua potable a Hemingway y a su esposa
de entonces, la bella Martha Gelhorm. Sin embargo, el escritor cubano Norberto
Fuentes, que ha hecho un escrutinio minucioso de la vida de Hemingway en La
Habana, publicó hace poco otra versión diferente y tal vez mejor fundada de
aquella muerte tan controvertida. Se la contó el antiguo mayordomo de la casa, y
de acuerdo con ella, el pozo del muerto no suministraba agua para beber, sino
para nadar en la piscina. Y a ésta, según contó el mayordomo, le echaban con
frecuencia pastillas desinfectantes, aunque tal vez no tantas para desinfectarla
de un muerto entero. En todo caso, la última versión desmiente la más antigua,
que era también la más literaria, y según la cual los esposos Hemingway habían
tomado el agua del ahogado durante tres días. Dicen que el escritor había dicho:
«La única diferencia que notamos era que el agua se había vuelto más dulce».
Esta es una de las tantas y tantas historias fascinantes -escritas o habladas- que
se le quedan a uno para siempre, más en el corazón que en la memoria, y de las
cuales está llena la vida de todo el mundo. Tal vez sean las ánimas en pena de
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MICROHISTORIA – MICRORELATOS
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para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos
del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo
helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana
deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se
lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del
pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que
tenemos que regresar.