Está en la página 1de 6

En 1916, Hipólito Yrigoyen asumió la presidencia de Argentina en un evento

extraordinario, donde una multitud lo aclamó en la Plaza del Congreso. Su elección marcó
un hito al ser la primera vez que un presidente era elegido mediante el voto universal,
secreto y obligatorio, gracias a una ley electoral implementada en 1912. Esto simbolizaba la
consolidación de la democracia en el país, destacando la plena vigencia de la Constitución y
el éxito de la reforma política impulsada por la Unión Cívica Radical (UCR), el partido de
Yrigoyen. La sociedad argentina había experimentado una profunda transformación
económica y social en las décadas anteriores, con un notable crecimiento impulsado por
una asociación económica con Gran Bretaña. Los inmigrantes, atraídos por las
oportunidades que ofrecía este crecimiento, fueron integrados con éxito en la sociedad. Sin
embargo, también surgieron tensiones y conflictos, aunque Yrigoyen adoptó una postura
conciliadora para mediar entre los diversos sectores sociales. Sin embargo, otra perspectiva
más crítica sobre Yrigoyen y su gobierno también estaba presente en la época. Algunos lo
veían como un líder caudillesco y temían que su ascenso marcara el comienzo de un
período de mediocridad en el gobierno. Además, el contexto internacional, con el estallido
de la Primera Guerra Mundial en 1914, planteaba nuevos desafíos económicos y políticos
para Argentina, cuya relación con Gran Bretaña ya no garantizaba la prosperidad. Estas dos
visiones de la realidad, una optimista y otra crítica, reflejaban las transformaciones y
tensiones que habían marcado la sociedad argentina en el siglo anterior. A pesar de ser
parciales y deformadas, influyeron en las actitudes y comportamientos de la época,
moldeadas por la complejidad de los cambios ocurridos y por las nuevas realidades que se
estaban gestando tanto a nivel nacional como internacional.
En las décadas previas a 1916, Argentina experimentó un periodo de cambios
acelerados, conocido como el "progreso". Estos cambios se iniciaron en la segunda mitad
del siglo XIX, coincidiendo con la integración global del mercado y la expansión del
capitalismo. Sin embargo, este progreso se vio limitado por la deficiente organización
institucional del país.
La tarea de consolidar el Estado fue crucial y se llevó a cabo principalmente durante el
gobierno del general Julio A. Roca, quien asumió la presidencia en 1880. Se priorizó
establecer la paz y el orden, así como el control efectivo del territorio, que había sido
escenario de guerras civiles casi endémicas desde 1810.
El Estado nacional gradualmente fue sometiendo a los poderes provinciales y asegurando el
monopolio de la fuerza en manos del Ejército nacional. Se resolvieron conflictos internos,
como la guerra con Paraguay y la rebelión de Buenos Aires en 1880, que llevó a la
transformación de la ciudad en la Capital Federal.
La conquista del desierto en 1879 aseguró el control de la Patagonia, aunque persistieron
conflictos limítrofes con Chile. Desde 1880, se estableció un nuevo escenario institucional
con un centro de poder fuerte, sustentado en la Constitución de 1853, que confería al
presidente un poder amplio pero limitado por la exclusión de la reelección.
Este poder presidencial se ejerció sin restricciones en los vastos territorios nacionales, con
facultades para intervenir en las provincias y decretar el estado de sitio. Aunque se
aseguraron controles institucionales para evitar la tiranía, el poder presidencial se consolidó
mediante un sistema político conocido como "oligarquía", donde el Ejecutivo controlaba
tanto los resortes institucionales como políticos.
Este sistema permitió disciplinar a los grupos provinciales y garantizar la participación de las
élites del interior en la prosperidad económica, asegurando así su respaldo al orden político
establecido.
Entre 1880 y 1913, Argentina experimentó un crecimiento significativo en la
presencia del capital británico, que se expandió casi veinte veces en este período. Este
crecimiento se reflejó en diversas áreas, incluyendo el comercio, los bancos, los préstamos
al Estado, préstamos hipotecarios, inversiones en servicios públicos como tranvías y
ferrocarriles.
Los ferrocarriles, en particular, resultaron altamente rentables para las empresas británicas,
beneficiándose de condiciones privilegiadas proporcionadas por el Estado argentino, como
garantías de ganancias, exenciones impositivas y asignaciones de tierras adyacentes a las
vías.
La conexión anglo-argentina fue vista en su mayoría de manera positiva por los
contemporáneos, ya que si bien los británicos obtenían beneficios económicos, también
proporcionaban oportunidades para los empresarios locales y grandes propietarios rurales.
La expansión de la red ferroviaria, que pasó de 2,500 km en 1880 a 34,000 km en 1916,
facilitó la integración del territorio argentino y el crecimiento de la agricultura y la ganadería,
especialmente en la pampa húmeda.
Esta expansión económica también atrajo una gran cantidad de inmigrantes, cuyos números
aumentaron significativamente a partir de 1880. Los inmigrantes demostraron adaptabilidad
y flexibilidad al mercado laboral argentino, concentrándose inicialmente en la construcción
urbana y luego en la agricultura, especialmente después de mediados de la década de
1890.
Aunque hubo fluctuaciones en la llegada de inmigrantes, impulsadas por factores como la
crisis económica de 1890, el ritmo de inmigración se restableció en la primera década del
siglo XX, con saldos migratorios positivos que superaron el millón de personas. Este flujo
migratorio contribuyó significativamente al crecimiento y desarrollo económico de Argentina
durante este período.
Entre 1880 y 1890, el Estado argentino, lejos de adoptar un modelo liberal de
prescindencia, desarrolló una serie de actividades para estimular el crecimiento económico
y crear condiciones favorables para los empresarios privados. Se promovieron inversiones
extranjeras con amplias garantías, y el Estado asumió el riesgo en proyectos menos
atractivos antes de transferirlos al sector privado una vez que el éxito estaba asegurado.
En materia monetaria, se permitió y estimuló la depreciación del peso argentino,
beneficiando a los exportadores. Además, a través de los bancos estatales, se manejó el
crédito con gran liberalidad al menos hasta 1890. El Estado también llevó a cabo la
"Conquista del Desierto", incorporando vastas extensiones de tierra apta para la explotación
y transfiriéndolas a poderosos particulares a bajo costo, lo que fue fundamental para la
consolidación de la clase terrateniente.
Los terratenientes de la pampa húmeda, beneficiarios de la generosidad estatal,
demostraron una gran capacidad para adaptarse a las condiciones económicas y buscar
ganancias. Se diversificaron en actividades como la agricultura, la ganadería, la
colonización y el arrendamiento de tierras, según las condiciones del mercado y la
rentabilidad esperada.
La expansión agrícola atrajo una gran cantidad de inmigrantes, y entre 1892 y 1913, la
producción de trigo se quintuplicó, con la mitad destinada a la exportación. Las
exportaciones totales se multiplicaron cinco veces en este lapso, destacándose también las
exportaciones de carne, especialmente a partir de 1900 cuando los frigoríficos empezaron a
exportar carne vacuna congelada o enlatada a Gran Bretaña.
El crecimiento económico también se reflejó en el sector industrial, que alcanzó una
dimensión significativa y ocupó a mucha gente. Este sector creció asociado con la
economía agropecuaria, expandiéndose y contrayéndose a su ritmo y nutriéndose de
capitales extranjeros.
Sin embargo, estos cambios se concentraron principalmente en el Litoral, ampliado con la
incorporación de Córdoba, acentuando la brecha con el Interior, que no logró incorporarse al
mercado mundial. Aunque se llevaron a cabo obras de infraestructura como el ferrocarril, las
inversiones y los inmigrantes no llegaron al Interior, exacerbando las diferencias entre las
grandes ciudades del Litoral y las capitales provinciales más atrasadas.
En el norte santafesino, una empresa inglesa se estableció como un enclave para la
explotación del quebracho, mientras que en Tucumán y luego en Mendoza, se produjeron
excepciones importantes en torno a la producción de azúcar y vino, respectivamente. Estas
industrias prosperaron para abastecer a los mercados del Litoral gracias a la reserva estatal
de estos productos y una fuerte protección aduanera. El Estado facilitó el desarrollo inicial
de estas industrias mediante la construcción de ferrocarriles y el financiamiento de
inversiones.
En ese contexto, surgieron sectores de especuladores, intermediarios y financistas
cercanos al poder, que se beneficiaron de concesiones, préstamos y obras públicas. Esta
fiebre especulativa contribuyó a la crisis de 1890, que detuvo el crecimiento económico por
una década. Sin embargo, la agricultura comenzó a expandirse de manera significativa en
ese período.
La inmigración masiva y el progreso económico transformaron profundamente a la sociedad
argentina. La población aumentó significativamente, especialmente en Buenos Aires, donde
la mitad de los habitantes eran extranjeros en 1914. La mayoría de los inmigrantes
provenían de Italia y España, y muchos se establecieron como arrendatarios en el campo.
Los inmigrantes y sus hijos contribuyeron al crecimiento económico y la formación de clases
medias urbanas y rurales. Muchos buscaban el ascenso económico a través de la
educación de sus hijos, lo que les permitía integrarse a la sociedad establecida. Sin
embargo, la integración fue un proceso lento y las condiciones de vida de los trabajadores,
especialmente en las grandes ciudades, eran difíciles.
La sociedad argentina, aunque abierta y flexible, estaba dividida entre el país modernizado
y el Interior tradicional, así como entre las clases sociales establecidas y los nuevos
inmigrantes. Las clases altas procuraban afirmar sus diferencias respecto de la nueva
sociedad y se reservaban el manejo de la alta política, formando una aristocracia educada y
exclusiva.
El sistema institucional en Argentina durante este período era formalmente
republicano, pero en la práctica, las elecciones estaban fuertemente influenciadas por el
gobierno y tendían a desalentar la participación ciudadana. En la cima del sistema político,
la selección de personal se basaba en acuerdos entre el presidente, los gobernadores y
otros notables. A nivel local, la competencia electoral se daba entre caudillos que
movilizaban maquinarias políticas y a menudo recurrían a prácticas fraudulentas.
El Partido Autonomista Nacional, en realidad una federación de gobernadores provinciales,
dominaba el sistema político. El presidente utilizaba su autoridad para disciplinar a los
gobernadores, lo que llevaba a la falta de competencia entre partidos políticos alternativos.
Esta falta de alternancia política y los espacios limitados de debate público debilitaron el
sistema político cuando surgieron discrepancias más serias a partir de 1890.
La elite dirigente se preocupaba principalmente por moldear y organizar la sociedad según
sus concepciones de progreso. Se enfrentaba a una sociedad en formación, con una gran
cantidad de inmigrantes desvinculados y poco solidarios, así como competidores como la
Iglesia, las asociaciones de inmigrantes y grupos políticos contestatarios.
Para integrar a la sociedad y fomentar el progreso, el Estado extendió su influencia sobre la
vida cotidiana de las personas a través de leyes como el registro civil, el matrimonio civil y la
educación primaria obligatoria y laica. La educación primaria se convirtió en un instrumento
fundamental para la integración y nacionalización de los niños hijos de inmigrantes.
A pesar de que la elite dirigente tenía una mentalidad cosmopolita y estaba abierta a
influencias progresistas, también tenía una preocupación por lo nacional y por afirmar la
identidad argentina. Discutían sobre arte, música, lengua y versión de la historia nacional en
círculos sociales, periódicos y tertulias privadas. El positivismo, en su versión spenceriana,
era una corriente filosófica que se adecuaba a su visión de la eficiencia, el pragmatismo y el
orden, características que consideraban esenciales para el progreso de la sociedad
argentina.
El Centenario de la Revolución de Mayo fue una oportunidad para Argentina de
celebrar sus logros recientes con optimismo y confianza. La presencia de personalidades
extranjeras destacadas indicaba que las tensiones externas estaban en el pasado. Sin
embargo, detrás de la pompa de la celebración, se escondían tensiones sociales y políticas.
Una huelga general y un atentado con bomba en el Teatro Colón pusieron de manifiesto las
tensiones y la violencia latente en la sociedad argentina. Además, surgieron profundas
preocupaciones sobre el rumbo del país, manifestadas en ensayos críticos y propuestas de
reforma por parte de intelectuales como Joaquín V. González, Agustín Álvarez, Carlos
Octavio Bunge, José María Ramos Mejía y Ricardo Rojas.
Una de las principales preocupaciones era el cosmopolitismo de la sociedad argentina y la
percepción de una "enfermedad" social atribuida a la influencia negativa de los inmigrantes
y la élite dirigente influenciada por modelos europeos. Esta percepción alimentó actitudes
elitistas y nacionalistas que buscaban afirmar la identidad criolla y disciplinar a la población
inmigrante.
En respuesta a esta percepción de crisis social, la elite dirigente adoptó dos actitudes: una
conciliadora, que proponía reformas y cambios para abordar los problemas sociales, y otra
intransigente, que buscaba reprimir cualquier manifestación de descontento.
A nivel económico, Argentina experimentó un rápido crecimiento en los primeros años del
siglo XX, pero también enfrentó crisis periódicas y la complejidad de una relación triangular
con potencias como Francia, Alemania y Estados Unidos. La Primera Guerra Mundial
profundizó estas dificultades, desorganizando los circuitos comerciales y financieros y
generando inflación y escasez.
Las tensiones sociales surgieron principalmente en las zonas dinámicas del Litoral, donde
los chacareros de Santa Fe protagonizaron la primera expansión agrícola y demandaron
cambios políticos y económicos. Estas tensiones reflejaban la diversificación y estabilización
de la sociedad argentina, así como las demandas de diversos actores sociales por un
cambio significativo.
El conflicto que estalló en 1912 involucró a los arrendatarios que habían participado
en la expansión cerealera del Litoral argentino. Estos chacareros, al frente de pequeñas
empresas familiares, se enfrentaban a presiones tanto de los terratenientes, que ajustaban
periódicamente los arriendos, como de los comerciantes, que controlaban la cadena de
distribución. La caída de los precios internacionales en 1910 y 1911 exacerbó la situación,
llevando a los chacareros a una huelga en 1912 para exigir contratos más favorables y otras
condiciones, como el derecho a contratar maquinaria para la cosecha o a criar animales
domésticos.
Este episodio destacó la madurez organizativa de los arrendatarios, quienes formaron la
Federación Agraria Argentina y se convirtieron en un actor importante que presionaba a los
terratenientes y al gobierno. En contraste con la moderación de sus reclamos, la huelga de
los colonos de Santa Fe fue marcada por la violencia.
En las grandes ciudades como Buenos Aires y Rosario, la identidad de los trabajadores
urbanos fue más compleja. La convivencia de diversas culturas y la dureza de las
condiciones de vida llevaron a la formación de asociaciones y al surgimiento de expresiones
culturales como el tango y el lunfardo. La Iglesia, las asociaciones de colectividades y el
Estado intentaron influir en esta identidad emergente a través de la educación, pero la
presencia de trabajadores adultos analfabetos dificultó estos esfuerzos.
Los anarquistas encontraron un público receptivo entre los trabajadores, especialmente
entre los más marginados, y promovieron la acción directa y la lucha radical contra el
sistema. En respuesta, el Estado intensificó su represión, incluso con la ley de residencia de
1902, que autorizaba la expulsión de los anarquistas extranjeros.
Por otro lado, los socialistas ofrecían una alternativa más gradual y racional, centrada en
reformas legislativas y la participación en la política parlamentaria. Aunque obtuvieron
buenos resultados electorales, no lograron canalizar las demandas específicas de los
trabajadores, quienes a menudo preferían seguir a los sindicalistas, más enfocados en la
acción gremial directa.
La actividad sindical se convirtió en un actor clave en la lucha por los derechos laborales,
contribuyendo a encauzar la conflictividad hacia vías reformistas y establecer puntos de
contacto y negociación con el Estado. Sin embargo, estas organizaciones no lograban
representar todas las inquietudes de la sociedad, especialmente de aquellos que buscaban
el ascenso individual dentro de la estructura social existente.
El sistema político diseñado por la élite comenzó a mostrar sus debilidades cuando
nuevos actores comenzaron a hacerse escuchar. En 1890, una disidencia dentro de los
sectores tradicionales, liderada por la juventud universitaria, encontró eco en la sociedad
afectada por la crisis económica. Esto provocó una fractura en el régimen político, que
durante varios años se vio dividido y enfrentó desafíos cada vez más definidos.
En 1895, tras algunas revoluciones sofocadas, Carlos Pellegrini logró restablecer el
equilibrio político, que se consolidó con la presidencia de Roca en 1898. Sin embargo,
quedó un residuo no absorbido: el Partido Socialista y la Unión Cívica Radical (UCR), que
representaban intereses distintos pero compartían la crítica al régimen político establecido.
A pesar de la agitación política, el radicalismo permaneció en estado latente durante
algunos años. En 1905, intentó un levantamiento revolucionario que fracasó, pero tuvo un
impacto significativo en la opinión pública. La UCR comenzó a crecer, incorporando a
jóvenes profesionales, comerciantes, empresarios y chacareros que buscaban una mayor
participación en la vida política y social del país.
El programa del radicalismo se centraba en la plena vigencia de la Constitución, la pureza
del sufragio y la moralización de la función pública. La UCR se destacó por su
intransigencia, rechazando cualquier tipo de acuerdo con el régimen político establecido y
promoviendo la abstención electoral como forma de protesta.
Las tensiones en la sociedad y la falta de capacidad de los gobiernos para responder a las
demandas populares llevaron a respuestas duras por parte de las élites gobernantes,
incluyendo la represión y el mantenimiento de privilegios. Sin embargo, estas respuestas se
volvieron cada vez menos sostenibles debido a la creciente impugnación del régimen
político y las divisiones internas entre los dirigentes.
La reforma electoral de 1912, que estableció el sufragio secreto y obligatorio, fue un intento
de incorporar a la población nativa en la práctica electoral y hacer más transparente la vida
política. Aunque los partidos tradicionales ganaron en muchas provincias, los radicales se
impusieron en Santa Fe y la Capital, convirtiéndose en un partido masivo y estableciendo a
Hipólito Yrigoyen como un líder nacional.
La elección de 1916 marcó el inicio de una etapa institucional y social novedosa en
Argentina, con la UCR consolidándose como una fuerza política importante y los
conservadores enfrentando divisiones internas.

También podría gustarte