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Reflexión Jueves 11 enero

Que hermosa es la palabra de Dios que nos hace reunirnos hoy aquí, a escuchar su
palabra, a recordarnos cual es el camino que debemos seguir en nuestro día a día, hoy en
el evangelio escuchamos a que Jesús cura a un hombre con lepra:
La lepra era una enfermedad mortal en la época de Jesús, un mal que te consumía por
dentro y por fuera, que te discriminaba social y religiosamente porque se pensaba
seriamente que era un castigo de Dios por pecados presentes o anteriores.
Pero el leproso es un hombre de fe profunda y reconoce a Dios en Jesús y no en sus
representantes judíos.
El leproso que se acerca a Jesús lo hace con confianza, se arrodilla y le dice: “Si quieres,
puedes limpiarme”. Confía en su autoridad y le pone delante lo que hay. Jesús, “sintiendo
lástima”, hace lo que está de su mano: le toca. Al que era impuro, le cura ser tocado. Al
que era excluido le cura ser aceptado. Jesús trae salud, porque toca, acepta, acoge. Y
“quedó limpio”
Pero el leproso se arrodilla, Porque arrodillarse también implica reconocer que no estoy
solo con mis penalidades. Que hay alguien que puede librarme de mi inmundicia. Que hay
alguien a quien puedo confiarle mi nada y mi pobreza.
La lepra, hoy en día, es también una enfermedad existencial muy extendida. Hay dos
manifestaciones: la del que ciertamente se siente invadido por ese mal contagioso que es
el egoísmo y la envidia.
En nuestra enfermedad, debilidad, vergüenza, pecado, y rareza, muchos de nosotros nos
sentimos como este leproso. Sentimos que simplemente no somos dignos. Pero sea cual
sea el problema que confrontemos, tenemos que acercarnos a Jesús en actitud de
adoración.
Tengamos en cuenta la hermosa súplica del leproso, que es esencial en cualquier oración
de petición: “Si lo deseas, Tú puedes limpiarme”. No es exigir, sino que está reconociendo
el señorío de Jesús, Su soberanía. “Hágase Tu voluntad” es siempre la actitud correcta en
cualquier oración.

ANÉCDOTA
San Francisco de Asís tuvo un gran temor y aborrecimiento de los leprosos. Él confesó que
la vista de un leproso era tan repugnante para él que se negaba incluso a acercarse a sus
viviendas. Si veía a uno de ellos o pasaba por el leprosario durante sus viajes, volteaba la
cabeza y se cubría la nariz.
A medida que tomó más seriamente su fe y tomó la amonestación de Cristo de amar a los
demás como te amas a ti mismo, se avergonzó de su actitud. Así que un día cuando un
hombre afligido con lepra cruzó su camino, él venció sus sentimientos de horror y asco y,
en lugar de alejarse, salto de su caballo, besó al leproso y puso dinero en su mano.
Pero cuando Francisco montó de nuevo y volteó hacia atrás, no podía encontrar al leproso
en ninguna parte. Con entusiasmo, se dio cuenta de que era Jesús a quien había besado.
Después de recaudar algunos fondos, fue al hospital de leprosos y dio limosna a cada uno,
besando sus manos con reverencia mientras lo hacía. Lo que antes había parecido
desagradable para él — ver o tocar a un leproso — fue transformado en dulzura.
Más tarde Francisco escribió, «cuando yo estaba en pecado, ver a los leprosos me causaba
asco más allá de toda medida; pero entonces Dios mismo me llevó a su compañía, y yo
tuve piedad de ellos. Cuando los conocí, lo que antes me había causado náuseas se
convirtió en la fuente de consuelo espiritual y físico para mí».
Hoy en día, a menudo vemos a personas a nuestro alrededor que están afectadas con la
lepra espiritual. La mayoría de las veces tratamos de mantenernos alejados de ellos, pero
no nos damos cuenta de que también ha entrado en nuestros propios corazones. Así que
en lugar de juzgar y señalar a los demás, limpiémonos de la mente y dureza del corazón y
seamos compasivos y misericordiosos.
Luego observamos que Jesús lo manda y le dice: No le cuentes a nadie….
A Jesús le mueve el Reino. No busca fama ni gloria. Por eso pide silencio. ¿Cómo puede el
hombre que ha sido tocado por el amor de Dios permanecer callado? Es imposible.
Pero el que ha sido amado y curado, desde su debilidad, no puede callarse. Por eso, sin
mala voluntad, el personaje del evangelio desobedece a Jesús proclamando a los cuatro
vientos la misericordia que Dios ha tenido con él. Y no es para menos. El bien se difunde.
El agradecimiento es expansivo. El corazón agraciado no puede callar…
Por eso estamos a poco de iniciar la misión, de ir tocando puertas, de esa sanación y
salvación que hemos presenciado, llevarla a otros hermanos con mucha alegría.
De que Jesús, desde el bautismo, nos ha tocado y nos ha dicho: ¡Sana! Más aún, nos ha
llenado de su Espíritu; sin embargo, no hemos dejado la lepra de la envidia, del odio, del
rencor.
Te invito a que hoy pienses en todo lo que has recibido. Y que, desde ahí, como a la
persona del Evangelio, te surja el agradecimiento. A él le llevó a proclamarlo a los demás. A
ti, ¿a qué te puede llevar?
Es necesario de nuevo decirle al Señor: "Si quieres puedes sanarme". Él lo hará, una y mil
veces, pues nos quiere sanos y llenos de vida en el Espíritu. Así, una vez tocados por el
amor sanante de Dios, nos convertiremos en verdaderos testigos de este amor en el
mundo.
ASI SEA.

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