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Desde que tengo uso de razón, soy fanático del anime y la cultura japonesa.

Todo es
culpa de Satoshi Tajiri por crear Pokémon. Por otaku, decidí trabajar arduamente,
desde los 16 hasta los 24 años para ir a Japón. Dije a todos que quería conocer
Tokio, pero mi verdadero destino era Aokigahara, el bosque de los suicidios.

Este bosque queda a los pies del monte Fuji y, gracias a otros morbosos como yo,
conseguir un tour económico para ir no fue problema. Los guías nos explicaban en
inglés la maravillosa, terrible y triste historia de ese lugar. No necesitaba un
espejo para saber que mis ojos brillaban de alegría.

No podía creer lo fuertes que eran las gargantas de los guías, hablaban sin parar
siempre dejando un hueco en su discurso para recordarnos mantenernos cerca del
grupo, porque había quiénes decían que Aokigahara coleccionaba extranjeros. Pero
quedarme con el grupo no era mi plan, quería explorar el monte por mi cuenta. No
había gastado 2,200 USD para caminar ese bosque por donde todo el mundo lo camina.
Detrás de la cuerda guía se veían zapatos abandonados, botellas, recipientes y
restos de comida, camperas, buzos, todo tipo de cosas que demostraban que ahí había
estado gente allí que nunca salió de Aokigahara. Seguí caminando encantado.

El guía nos pidió levantar la cabeza para ver un árbol donde la semana pasada había
encontrado 5 cadáveres, que según los medios, pertenecían a unos adolescentes que
habían cometido un suicidio ritual. Por no prestar atención por dónde caminaba, me
tropecé y caí fuera de la cuerda. Mi mano atravesó un montón de hojas que cubrían
un hoyo por el cual mi brazo entró perfectamente, hasta el hombro. Sentí algo duro
en el fondo y cuando mis compañeros del tour me ayudaron a levantar, vi que tenía
un libro en japonés en la mano.

El libro era blanco, aunque ahora estaba cubierto de tierra, y con una cruz en la
portada. Uno de los guías, un chico japonés alto y delgado con ojos grises (muy
guapo debo agregar) se acercó corriendo a mí. Haciendo una reverencia me pide
disculpas por no haber prestado más atención al camino. Cuando sube la cabeza su
cara amable cambió por una seria y dura. Muy lentamente, y con voz áspera, me dijo:
"Alexander-san, por favor, dame ese libro". Inmediatamente puse el libro en mi
espalda y con el mejor inglés que pude dije: "No, es mío, yo me lo encontré".

"Alexander-san, repitió el japonés, el libro que tiene ahí es el Manual de Suicidio


de Wataru Tsurumi. Es un libro extramadamente peligroso, por favor, entrégamelo".
Le respondí: "Amigo, no hablo japonés, menos lo leo, no te preocupes, me llevo ese
libro como souvenir" mientras le mostraba que todas las páginas estaban en kanjis.

Es bien sabido que los japoneses no pueden decirle que no a un cliente, así que
logré salirme con la mía y me quedé con el libro. Lo guardé en mi mochila y
seguimos con el tour. Vimos otros lugares interesantes, pero mi mente no dejaba de
pensar en el libro, el "Manual de Suicidio", el "Manual de Suicidio", el "Manual de
Suicidio"... Dimos la vuelta y llegamos al lugar donde comenzamos el tour y, como
era un día gris y frio de octubre, todos entraron a la cabaña para tomar chocolate
caliente.

El guía, el chico de los ojos grises, entró de último no sin antes invitarme a
pasar. Me sonreía, pero sus ojos no acompañaban su sonrisa. En sus ojos no había
una gota de amabilidad y, con lo grises que eran, parecían de piedra, como si
supiera lo que iba a hacer. Le dije que entraría después, que quería sacar unas
fotos.

Apenas se cerró la puerta, entré al bosque con el libro en la mano. Como me creía
más inteligente de lo que realmente era, para no perderme, ate un pabilo al primer
árbol que encontré en la entrada y, siguiendo el camino señalado, comencé mi propia
expedición en Aokigahara.
Ya en la soledad, comencé a ojear el Manual y, ahí me di cuenta de que el libro no
estaba en japonés, estaba en español, en perfecto español. Dejé caer el libro al
suelo, obviamente ya no lo necesitaba, me lo sabía de memoria. Solté el pabilo,
brinqué la cuerda que señalaba el camino y me adentré corriendo al bosque. No se si
se hizo de noche o qué carajo, lo que si sabía era que corría dentro de la
oscuridad más absoluta que alguna vez haya visto algún ser vivo, algo me perseguía
y yo me alejaba de ellos y sus risas, sabía que iba a morir. Me detuve de golpe
cuando me encontré una cuerda colgando de un árbol, sonreí porque me di cuenta de
que Aokigahara me estaba invitando a formar parte de su colección y yo, con gusto,
acepté.

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