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Cae

la tarde. Los cerezos ya han florecido.


Todos buscan en el clan del cerezo a la pequeña Tomoe, pero esta ha sido
raptada por el señor de Sakura, renace ya en el clan de la montaña. Bajo la
tutela de su maestro Kigei, su futuro se anuncia claro como una noche
estrellada. Haruki será su sombra, atraerá sobre sí todas las desgracias que el
destino tenga reservado a su señora y la seguirá en la muerte; Shioda,
heredero de la Montaña, su esposo. Y ella, bajo el férreo código de honor
feudal, se convertirá en el mejor samurái del imperio del sol naciente.
Pero, cuando la rivalidad entre clanes estalla, la batalla de Sekigahara pondrá
fin no solo a la paz, también a sus sueños. Y, entonces, el amor no
correspondido, la soledad, el odio, el sentido del deber y una marca que le
señala el rostro la abocarán a cumplir un extraño designio escrito en las
estrellas mucho antes de su nacimiento.
Paloma Orozco nos brinda una historia deliciosa, a caballo entre la aventura,
la leyenda y la poesía en el Japón del siglo XVII. Porque La hija del loto es la
novela de una época convulsa en un país fascinante, en la que destaca la
batalla de Sekigahara; mezcla de hechos históricos, antiguos ritos y
tradiciones y personajes dotados de alma propia, entre los que se perfilan
incluso los dioses que habitan la naturaleza y las presencias de otros mundos.
Sencillamente, una historia inolvidable.

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Paloma Orozco

La hija del loto


ePub r1.0
Titivillus 24-04-2023

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Título original: La hija del loto
Paloma Orozco, 2022

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A mi madre, que está en el cielo de los eirei.
A mi padre, gran maestro.
A mi hermana, la guerrera más valiente que conozco.

Y para todos los que creéis que el honor no es solo una
palabra.

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Dramatis personae

Ren: la hija del loto. En el clan del cerezo es conocida como Tomoe, y en el
clan de la montaña, como Mitsuki.

CLAN DEL CEREZO

Sakura Tomokyo: samurái líder del clan.


Shioda: samurái hijo de Sakura.
Kataribe: adivino y narrador de historias.
Minosuke: segunda esposa difunta de Sakura.
Kigei Arima: samurái maestro de artes marciales.
Kurai: la «sombra» de Ren. Pasará a llamarse Haruki.

CLAN DE LA MONTAÑA

Kumagai Yoshikyo: samurái líder del clan.


Yuuki Kitsune: samurái, conocida como el zorro blanco del este, hermana de
Otohime y cuñada de Kumagai.
Otohime: esposa difunta de Kumagai.
Inutaisho: conocido como el perro guardián del viento, siervo de confianza de
Kumagai al servicio del clan de la montaña.
Yama-uba: bruja que habita en Aokigahara, el bosque de los suicidas.

DIARIO DE PEREGRINAJE

Kiyoshi: monje errante.

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Takemura: discípulo de Kiyoshi, apodado Saru («pequeño mono»).

KUNOICHIS

Mochizuki Chiyome: viuda Chiyome, líder de los kunoichis.


Ayumi: kunoichi al servicio de la viuda Chiyome.
Hana: cortesana del harén imperial al servicio de la viuda Chiyome.

PALACIO IMPERIAL

Go-Yôzei Tennô: Katahito, emperador de Japón.


Isoda Jihei: tatuador.

CLAN TOKUGAWA

Tokugawa Ieyasu: samurái, señor de la guerra, miembro del Consejo de los


cinco regentes que lidera Toyotomi Hideyoshi y posterior shôgun.
Tokugawa Hidetada: samurái, hijo de Ieyasu.
Nobu: samurái general de Tokugawa Hidetada.

BARRIO DEL PLACER DE EDO

Asahi: cortesana en el barrio del placer de la ciudad de Edo.


Aiko: aprendiz de oiran.

OTROS PERSONAJES

Ryutaro: hijo de Ren.


Hasu-ko: esposa de Kiyoshi.
O-Nami: monje yamabushi.

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«Cuenta una leyenda que una hermosa Diosa nipona cayó
en tristeza por amor, de sus lágrimas brotaron islas
que conformaron el archipiélago del sol naciente. Siglos
más tarde, surgirían guardianes para proteger sus costas
y territorios. Esos guardianes, durante siglos, fueron
los samuráis».

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LA HIJA DEL LOTO

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Capítulo 1

Archivos de la primavera blanca

El señor de Sakura cabalga solo.


De vez en cuando, leves flores de cerezo rozan su ligera armadura, como
mariposas.
En esa primavera blanca, la tierra que remueve el caballo bajo sus patas
parece de nieve.
Sakura Tomokyo tiene siempre un gesto de amargura en su rostro fiero y
anguloso. Los ojos, esos que han visto ya demasiadas veces la muerte en la
mirada de sus enemigos, le arden como ascuas. Lleva recogido el cabello en
el moño tradicional de los samuráis. Su plateada armadura la habita un cuerpo
que ya no es joven, aunque tampoco viejo.
El señor de Sakura está lejos de su feudo. Salió hace ya un mes de su casa,
en la provincia de Choshû, junto al mar. Hoy por fin regresa, después de
haber acabado sus gestiones en la capital.
Atrás queda Heian-kyo, la ciudad de la luna; atrás su vasta planicie
rodeada de púrpuras montañas poco elevadas y caminos que se extienden a lo
largo del río Kamo, que divide la ciudad en dos.
Sakura cabalga y se aleja del castillo imperial, de los patos y las garzas
que toman el sol en la ribera del río, de los puentes y de los tejados rojos.
Tiene prisa por llegar a su feudo, no puede quedarse a festejar el festival de
hanami, la fiesta donde se celebra que las flores de cerezo por fin han brotado
y penden de los árboles.
Esa tarde, precisamente, comienza. Por la noche, a la orilla del río, los
kami de los árboles querrán ofrendas de arroz y sake.
En las afueras de la ciudad, se detiene un momento, absorto en la
contemplación del bosque de cerezos que se extiende ante él. El sol ya
declina, pero aún sostiene en todas las cosas la dorada luz del atardecer.
Sakura Tomokyo posa con delicadeza la mano en la empuñadura de su
espada. Allí vive siempre la imagen de la flor de cerezo, el emblema del clan.
De pronto, se estremece y siente su mano en el cinto, porque allí, delante de
él, en medio del campo alfombrado de flores de cerezo, ve una niña. Es tan

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pequeña que no sabe andar y está sentada dentro de un círculo de flores
blancas.
El señor de Sakura baja del caballo y avanza con paso firme hacia ella.
Mira a todos lados, pero no ve a nadie. La observa detenidamente, sin
atreverse a hacer nada todavía.
La pequeña viste un kimono con el emblema de la casa de la montaña.
Gatea hasta él. Quiere tocar la brillante espada que tiene colgada de su cinto.
El hombre sonríe y toma a la niña en brazos y la eleva hacia el cielo.
—Pequeña, desde ahora serás Tomoe y pertenecerás al clan Sakura.
Luego detiene su mirada, durante unos instantes, en los árboles repletos de
pétalos blancos. El camino del guerrero enseña que todo samurái debe ser
como la flor del cerezo: aceptar la precariedad de la existencia, desvanecerse
rápidamente y luego dispersarse en el viento. Esa es la muerte perfecta para el
verdadero guerrero.
Sakura Tomokyo mira después a la pequeña, que se revuelve en sus
brazos.
—Hoy es un nuevo comienzo —susurra.
El viento acaricia las flores de cerezo mientras el señor de Sakura carga a
la niña sobre su montura y se alejan del campo de cerezos.
Ella se agarra fuerte a la ligera armadura y siente el frío de las escamas de
metal sobre su piel. Ve alejarse el campo blanco, lejos, cada vez más lejos.
Ignora aún que su nuevo nombre, Tomoe, significa «bendición».
Mira al cielo. El sol ya no está. Las estrellas comienzan a salir. Ella es aún
demasiado pequeña para comprender el misterio de las estrellas, pero le
gustan las luces brillantes en el cielo. El caballo galopa veloz, y se agarra aún
más fuerte al forastero.
La gente, al otro lado del valle, comienza la celebración del hanami.
Avanzan hacia la explanada llena de flores muertas mientras la oscuridad
empieza a iluminarlo todo.
Se encienden linternas de papel.
Pronto el río Kamo se alumbra con cientos de farolillos que flotan en sus
aguas, como si fueran patos.
La brisa sigue soplando, acariciando los árboles en silencio.
El señor de Kumagai busca a su hija por todos lados.
Los sirvientes del clan de la montaña recorren la ribera del río, las
animadas calles, los caminos entre las hileras de las casas. Algunos llegan
hasta las afueras de la ciudad. Gritan un nombre, pero ese nombre no es
Tomoe, sino Mitsuki.

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La niña no aparece.
Inutaisho, siervo del clan, vuelve con las manos vacías.
—No está. Ha desaparecido, señor —dice muy lento, porque las palabras
se le mueren en los labios.
El señor de Kumagai no dice nada. Tensa la mandíbula y sigue con su
mirada oscura el baile de los árboles. La ligera brisa, con dedos hábiles,
deshoja los cerezos como si fueran pétalos de flores.
«Mitsuki se ha perdido», repite para sí, aunque sospecha que alguien se la
ha llevado para cumplir un extraño designio.
—Regresemos —ordena.
Esa noche también muere una estrella, y la hija del señor de Kumagai
nace de nuevo en otra casa y con otro nombre.
El señor de Sakura cree en las señales que envían los dioses, y sin duda
esta es una de ellas. Si no, ¿qué hacía la pequeña sola, lejos de la ciudad y en
medio de un círculo de flores blancas? Recuerda la antigua profecía: «El
destino de la casa Sakura está inscrito en un círculo perfecto».
Sakura sabe que esa niña, ahora su hija Tomoe, se convertirá en el mejor
samurái de la tierra del sol naciente.

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Capítulo 2

La espada bajo la almohada

Sakura Tomokyo está agotado.


Ha pasado un día entero viajando.
Antes podía recorrer muchas millas sin apenas acusar el cansancio, pero
siente que no tiene la misma energía de hace unos años. Y Heian-kyo está
bastante alejado de su feudo, en Choshû.
Aspira el aire que llega del mar. Le gusta ese olor, que presagia la
inminente llegada a la casa del clan del cerezo.
Después, escucha el bramido de las olas estrellándose contra las rocas. Ha
añorado mucho el rugido del mar, el lenguaje de los muertos.
Un siervo lo espera.
Cuando ve a la niña en brazos de su señor, inclina la cabeza hacia delante,
baja la mirada, tensa mucho la espalda y ofrece ambos brazos para que el
samurái le entregue a la pequeña. Pero, en vez de eso, Sakura ordena:
—Ve a por la espada y llévala a la estancia más al este, la que da al mar.
Luego ya sabes lo que tienes que hacer: ponla bajo la almohada.
Por un momento, el siervo mira con ojos brillantes a su señor, y corre a
buscar la espada corta wakisashi. Luego se dirige a la estancia desde donde se
pueden apreciar las olas lejanas rompiendo en el horizonte y la coloca en la
cama, bajo la almohada de madera de ciprés hinoki.
Un samurái siempre duerme con su espada.
Mientras la niña sueña, la tarde declina, y el señor de Sakura se sienta en
el jardín recordando a su mujer muerta. Observa con calma las flores que ella
plantó y siente cómo su corazón se desborda como las olas en el mar.
Luego llama al kataribe y le ordena que se lo narre de nuevo.
Es un hombre anciano, de mirada acuosa, que camina apoyado en un
bastón. Puede adivinar el futuro, pero no puede cambiar el pasado.
Aun así, domina el poder mágico de las palabras. Su voz es ronca y tiene
el poder de llevar lejos, muy lejos…

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Ella era hermosa, tan hermosa como las garzas blancas que
emigran al sur durante el invierno, tan hermosa como las carpas
rojas del estanque dorado.
Ella era esposa y guerrera.
Su cabello era de noche y su cutis, de fina arcilla.
Se movía dentro del kimono como si su alma la habitaran mil
mariposas.
Ella amaba a mi señor, y el niño que llevaba en su vientre
también.
Aquel fatídico día se perdió en el mar de árboles.
Las ramas la atraparon, el dosel verde la cubrió.
Hombres a caballo la cercaron.
No pudo defenderse, su vientre fue atravesado por la espada.
El bosque quedó en silencio.
Ya no existió más la risa de Minosuke, mi señora, y ella y su
pequeño nonato se convirtieron en fantasmas.

El señor de Sakura alza la mano, y el anciano calla.


En mil batallas ha curtido su corazón, pero aquella herida es tan profunda
que nunca podrá sanar.
—Retírate.
—¿Desea el poderoso señor de la casa del cerezo que descorra el velo de
su destino? —pregunta el kataribe con la cabeza inclinada en señal de
respeto.
—Anciano, mi destino, como el de cualquier guerrero, está ya escrito en
el viento de la batalla.
—Mi honorable amo —responde el kataribe—, es una sabia decisión no
desear conocer el instante en el que seremos llamados a presencia de los
dioses. Sería una terrible maldición que conociéramos la hora y el día de
nuestra muerte. Es anacrónico, gran señor, pero ningún adivino conoce la
fecha exacta de su muerte…
Una furtiva tos interrumpe al anciano. Sus manos tiemblan buscando un
pañuelo en el bolsillo de su deslucido kimono.
—Calla ya, viejo —espeta de pronto el samurái con voz tan cortante como
el filo de una espada—. No soporto tu tos y sobrellevo mal tu burda
presencia.
Sakura mira al cielo. A lo lejos, emergiendo de la marea de nubes, la
serena sombra de un pájaro en vuelo.

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No recuerda cuántos años ha existido aquel viejo en el clan del cerezo. Ni
siquiera recuerda su nombre, pero aquel viejo ya era viejo cuando Sakura
Tomokyo era niño y entrenaba con los generales de su padre para ser samurái.
—No sé qué haces aún aquí —exclama furioso.
El hombre se guarda el pañuelo.
—Ya me voy, gran señor, solo esperaba por si querías que encendiera una
vara de incienso por el alma de mi señora Minosuke. Me han traído
hangon-ko del templo de las montañas.
—Hangon-ko —repite Sakura como una plegaria—. El incienso evocador
de espíritus.
—Puedo encenderlo y convocar en su humo sagrado a mi señora, si así lo
deseáis.
—Deja a los muertos donde están —exclama el samurái, molesto—. No
deseo traer a mi dulce Minosuke al aromático fuego azul de tu incienso de
espíritus, viejo, y desaparece ya de mi vista si no quieres que mande apalear
esa espalda tuya tan encorvada como un junco en invierno.
El kataribe se aleja cojeando, y el señor de Sakura permanece un instante
contemplando el jardín que se despereza del invierno: los helechos y los
musgos salpicados de azaleas, camelias, glicinias y lirios; los cerezos en flor,
los pinos y narcisos enanos; los pálidos budas de piedra.
Todo el jardín respira primavera y, en los contornos de las piedras, que se
difuminan y se confunden en el crepúsculo, ve el adorado rostro de su amada.
Todo tiene la serena belleza de las cosas fugaces que son adquiridas para
siempre.
«Efímera es la vida en esta tierra», piensa el samurái, y luego se dice:
«Todo lo hermoso se extingue con el tiempo. Inexorables se suceden las
primaveras y el dócil letargo de los inviernos. Brotarán nuevas plantas de
nuevas semillas, verán la luz nuevas ramas y hojas en los árboles, pero tú ya
no renacerás, mi amor, mi dulce Minosuke».
Y luego masculla con un hilo de voz, como si temiera ser oído:
—He traído a la niña. Sé que no lo entenderás, amada esposa, pero he
hecho lo que debía hacer.
Sakura camina despacio, con cuidado de que sus pasos no hagan ruido ni
perturben la paz del sinuoso y plácido jardín, mientras se dirige al
promontorio desde el que se domina el mar.
Allí, bajo la protección del nutrido arce de hojas palmeadas, está su banco
de madera. Allí, aunque de forma inevitable la primavera se abre paso,

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recuerda aquel antiguo poema de Kakinomoto no Hitomaro que habla de un
arce en otoño:

En la montaña de otoño,
cómo está tan frondoso el arce,
has desaparecido.
¡Amor mío, voy a buscarte,
pero no conozco la senda!

Cae más la noche. Extiende su manto sobre el mundo.


Quizás a esa hora un barco se haya perdido en el lejano, muy lejano mar,
o un enamorado se haya por fin declarado a su amada.
Los colores han desaparecido.
Todos los árboles han sido vencidos por la oscuridad, y sus siluetas, que
se alzan como sombras de espíritus en la noche, lo llevan más deprisa hacia la
memoria de Minosuke.
El pasado se ha hecho viento.
El mar se ilumina por la luz de la luna.
Desde allí, el agua despliega majestuosa olas que danzan en la orilla.
El paisaje está tranquilo, pero una tormenta se abate, como siempre, en su
corazón.
Las estrellas comienzan a encenderse en el cielo como luciérnagas
estáticas.
Sakura Tomokyo recuerda entonces cuando miraba el mismo cielo y la
misma luna con Minosuke, cuando reían en noches como aquella diseñando
nuevas rutas para los mismos astros y planetas que ahora pueblan el
firmamento.
La paz se rompe.
El samurái grita en el aire el nombre de un siervo.
Este acude a la carrera y se postra a sus pies.
Todos los siervos de Sakura saben que no es bueno hacer esperar a su
señor. Tiene un carácter rudo e impredecible y saca a bailar su espada a la
mínima oportunidad.
—¿Qué hacías, perezoso, que has tardado tanto en acudir a mi llamada?
—Estaba encendiendo las lámparas de piedra del jardín, gran señor —
contesta el siervo sin levantar la cabeza.
—Deja eso ahora y ve a buscar al maestro Kigei —le ordena.
El siervo se aleja deprisa por el camino tenuemente iluminado por las
lámparas de papel.

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Hace mucho tiempo, Kigei Arima fue un samurái reconocido, el maestro
de la escuela de artes marciales de Banshu. Nunca perdió un duelo. Ahora
reside en la casa de la flor de cerezo, y su destino es preparar a Shioda, el hijo
del señor de Sakura, como samurái.
Kigei siempre viste de negro con el hakama y el keikogi tradicional. Tiene
el rostro de rata astuta y en su mirada hay algo opaco y turbulento, algo que
solo tienen los guerreros invictos en muchas batallas. A mitad de su rapada
cabeza le nace una coleta trenzada con cinta de seda roja. A ambos lados de la
sien, se extienden unas patillas infinitas que intentan llegar a la comisura de
los finos y apretados labios.
Kigei hace una ojigi tensando mucho la espalda y bajando la mirada.
Inclina la cabeza hacia delante, mantiene los brazos pegados al cuerpo y las
palmas de las manos mirando hacia dentro. En esa posición espera a que el
señor de Sakura le hable.
—Mañana tendrás una nueva alumna —le anuncia Sakura.
El maestro no eleva la mirada, pero frunce el ceño y sus finas cejas
parecen juntarse:
—Shioda es aún un niño, pero me da bastante trabajo. No puedo
ocuparme también de una mujer.
El señor de Sakura eleva la voz por encima de las olas del mar lejano:
—Infecto gusano, no vuelvas a replicarme. Harás lo que yo te diga.
Kigei continúa con la mirada baja. Sabe que no es bueno enfadar al señor.
Luego sus ojos se dirigen a su mano derecha: solo cuatro dedos. Entonces
recuerda cómo Sakura, en un momento de ira, le arrancó el dedo que le falta.
—Kigei —dice el señor con voz áspera—, tu alumna no es una mujer. No
todavía. Es una niña. —Luego añade—: Por cierto, creo que tendrás que
esforzarte más de la cuenta: es zurda.
Kigei Arima se muestra desconcertado.
—¿Zurda? Con todos mis respetos, mi señor sabe que un samurái no
puede ser zurdo. Eso es un gran deshonor. Jamás entrenaré a una mujer y
menos si no sabe manejarse con la mano derecha.
El señor de Sakura saca la espada y con una hábil maniobra coloca el filo
en la garganta del maestro.
—¡Bastardo putrefacto! Si me dices otra vez que no lo harás, será lo
último que digas en este mundo. Tú te llamas maestro y solo tienes nueve
dedos. Y poco te falta para que te quedes sin mano en este mismo momento.
Que los dioses te maldigan una y mil veces, a ti y al pobre arte ese que tú
llamas lucha.

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Kigei se muerde el labio inferior, pero no dice nada. Lejos han quedado
los tiempos en que movía su bô y mataba a los hombres por cientos con un
golpe mortal del bastón. Kigei Arima odia a Sakura, pero este le mantiene la
tripa caliente y el bolsillo lleno, por eso no se va. Un samurái con cuatro
dedos en su mano derecha ya no sirve. Así que, cuando su señor le retira la
espada de la garganta, se inclina manteniendo sus manos junto al costado,
muy erguido, para mostrar humildad frente a Sakura Tomokyo, el poderoso
señor del clan del cerezo.

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Capítulo 3

Anales del clan de la montaña

Lejos de allí, en la provincia de Kai, el señor de Kumagai llora la


desaparición de su hija.
Sus lágrimas son invisibles, porque un samurái no llora.
Kumagai Yoshikyo muestra el rostro sombrío. Se recoge la abundante
cabellera negra en una coleta que le acaricia los hombros. Sus facciones son
marcadas, y las arrugas le atraviesan el semblante como un río tranquilo. Las
cejas pobladas dibujan un arco amenazador. Ha entrado ya en la incierta edad
de la madurez.
Su fiel criado Inutaisho está con él. Lo acompaña en silencio esa tarde en
la que el sol muere. Inutaisho tiene el rostro amable y la estatura pequeña,
aunque su cuerpo parece albergar una gran fuerza. Lleva toda la vida al
servicio del clan de la montaña. Es la sombra del señor de Kumagai; el perro
guardián del viento.
La casa está a orillas del lago Shoji, a los pies de la montaña sagrada
Fuji-San, coronada de nieve.
Al señor de Kumagai le gusta la visión de la montaña. Muchas veces la
pinta en papel de arroz.
Desde su casa ve la línea del bosque Aokigahara, en la base del Fuji, el
lugar donde se une el mundo terrenal con el de los dioses.
En los estandartes de Kumagai se dibuja una montaña, porque ese es el
emblema del clan y así apodan al señor: «la Montaña».
Como el sagrado Fuji-San, una montaña no se mueve, una montaña
permanece.
El señor de Kumagai puede estar sentado impasible sobre los talones
durante horas. Pasa mucho tiempo así, meditando y contemplando la cumbre
nevada donde habitan los dioses: Segen-Sama, la más venerada;
Kunitokotachi, el señor de la Tierra Eterna.
Ahora tiene las manos cruzadas sobre su hakama. El largo pantalón marca
los siete pliegues que representan las siete virtudes del código de honor Budo

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para un samurái: coraje, benevolencia, justicia, cortesía, sabiduría, lealtad y
honor.
Pero, hoy, el señor de Kumagai, el del rostro fiero, la Montaña, piensa en
la venganza. Ha jurado por la sagrada memoria de sus antepasados matar a
quien se llevó a su hija.
Yuuki Kitsune se acerca en silencio arrastrando el kosode de seda con
dibujos de pájaros dorados. El cabello negro y largo lo lleva recogido en un
moño. No luce en él ningún ornamento, la sencillez y la elegancia prima. Es
hermosa, con una belleza que irradia desde dentro a su rostro perfecto, suave.
Su corazón también está triste.
—¿Alguna noticia? —pregunta.
El señor de Kumagai mueve de un lado a otro la cabeza:
—No.
—¿Han regresado ya todos los hombres?
—Sí.
La Montaña mira al horizonte.
Yuuki Kitsune también es samurái. Su nombre significa «coraje», pero
sus enemigos la conocen como «el zorro blanco del este», pues se dice que,
cuando era niña, se perdió en la montaña y la encontraron en la guarida de un
zorro blanco.
Ella es experta en el arte de la lanza naginata, el arma de los yamabushi,
los monjes guerreros, los místicos de las montañas. Siempre la lleva consigo,
porque es parte de su espíritu.
A su maestro lo apodaban «el cortador de flechas». Él le enseñó a manejar
la naginata de tal manera que fuera una prolongación de su brazo. Y pronto
Yuuki aprendió a cortar una flecha disparada al aire con su lanza.
—Está visto que tus hombres son todos unos inútiles. Saldré yo a buscar a
mi sobrina —dice resuelta.
Cuando habla así, al señor de Kumagai le parece estar viendo a su esposa
Otohime.
Yuuki y Otohime no se semejaban, pero, a veces, Kumagai percibe un
destello familiar en la mirada y en la voz de Yuuki que le hace recordar a su
esposa muerta.
Yuuki hace un leve gesto con la mano a Inutaisho, que ha seguido toda la
conversación en silencio.
—Ven conmigo —ordena al siervo—. Saldremos de inmediato.
Cabalgaremos por toda la región hasta encontrarla. Pediremos ayuda a los
clanes vecinos y daremos recompensas a los campesinos, si es preciso…

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El señor de Kumagai posa sus ojos en los de la mujer y dice con rostro
sombrío:
—El destino no se cambia, Yuuki. Debe haber una razón para que mi hija
ya no esté aquí. No se puede ir contra el destino —sentencia.
Ella golpea el suelo con el bastón de hoja curva en el extremo, y un
mechón rebelde de cabello se escapa del moño.
—Perdiste a mi hermana Otohime y ahora pierdes a tu hija, a tu única
hija. Si el destino ha querido que la niña se fuera, yo iré contra el destino —
exclama—. Tú eres la Montaña y nunca pierdes tu posición, pero yo soy el
Zorro, y me meteré en todas las infectas madrigueras de los hombres hasta
que dé con ella. Recorreré la tierra de los vivos y de los muertos, y te aseguro
que la traeré de vuelta.
Yuuki e Inutaisho dejan solo al señor de Kumagai, en silencio, como una
montaña. Pero, aun después de buscar en muchas madrigueras, el zorro
blanco del este y el perro guardián del viento no consiguen encontrar a la
niña.

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Capítulo 4

Anales del clan del cerezo

—Mi señor…
El maestro Kigei está sentado sobre los talones. Calla, porque el señor de
Sakura ha alzado la mano y él sabe que, cuando eso sucede, debe guardar
silencio y esperar a que su señor le permita hablar.
Sakura Tomokyo tiene los ojos perdidos en el horizonte, donde el azul del
cielo se confunde con el azul del mar.
Kigei se impacienta, aunque como maestro enseñe a sus alumnos la
filosofía de la imperturbabilidad.
—Habla —ordena de pronto el señor de Sakura, y cuando lo hace no
vuelve su mirada al hombre que se postra a sus pies.
—Mi señor, necesito saber, sobre la nueva alumna…
—¿Qué necesitas saber, perro? —Sakura lo mira de forma brusca—. ¿Qué
necesita saber un perro como tú sobre mis asuntos?
Kigei agacha la cabeza. Su trenzada coleta casi toca el suelo.
—Perdón, mi señor —balbucea—, no era mi intención…, yo solo
quería… Solo quería…
—¿Qué es lo que querías, bastardo? —pregunta el señor de Sakura con
voz grave.
—Mi gran señor, yo solo quería saber qué trato debo dispensar a mi nueva
alumna…
Sakura exhala nervioso. No le gusta conversar con aquel hombre y menos
aún tener que dar ninguna explicación, pero aun así le contesta:
—Debes tratarla como si fuera mi hija.
Kigei Arima abre sus diminutos ojos en señal de sorpresa, pero eso no lo
aprecia Sakura Tomokyo, porque no alza la cabeza ni la mirada del suelo:
—Entonces, gran señor, como digna heredera del clan, debemos
procurarle una sombra.
El señor de Sakura cambia el gesto. Sabe que Tomoe necesitará rodearse
de los símbolos que la acrediten como hija del poderoso clan de la flor de
cerezo.

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Kigei nota el cambio en su señor. Sus labios finos y apretados dibujan una
mueca de satisfacción en el rostro.
—Tienes razón, Kigei, compra una sombra en el mercado y dispón todo lo
demás. También necesitará otra espada.
—Sí, mi señor. ¿La encargo al artesano alquimista que fabricó la de su
hijo Shioda? —quiere saber Kigei.
—Sí, y que siga el mismo ritual antiguo. Quiero que lamine la hoja de
hierro de un solo bloque con acero trenzado.
—Así será, gran señor.
Kigei sabe que una buena espada samurái debe ser capaz de dos cosas:
cortar siete cuerpos apilados uno encima del otro y estar lo suficientemente
afilada como para que, al sumergirla en el agua, pueda cortar un nenúfar que
flote en la superficie.
Los samuráis de la casa Sakura siempre encargan sus espadas a
Masamune Ozaki, el herrero que aprendió a fabricar espadas con los monjes
guerreros.
—Mañana mismo mandaré al general Unmei en viaje a las montañas de
Hida para que encargue a Masamune la espada de mi hija. Aún es pequeña,
pero la espada ha de hacerse con tiempo.
Kigei relaja la mandíbula. Por un momento ha pensado que Sakura le
pediría a él que viajara al sagrado país de la nieve. El nombre del general
samurái le ha salvado de tan penoso periplo. El destino será el encargado de
cumplir con la tarea.
—Kigei —exclama Sakura—, de comprar la sombra quiero que te
encargues tú. Elígela bien. Ya sabes que el destino de mi hija depende de esa
elección.
Kigei está satisfecho. Mañana irá al mercado de la ciudad de Hagi y
comprará una sombra para Tomoe. Además, aprovechará para comer
pastelillos de arroz, beber sake y acostarse con Hotaru, la prostituta ciega con
nombre de luciérnaga. Le complace tirarle las monedas y ver cómo las busca
por el suelo del burdel.

A la mañana siguiente, el maestro Kigei parte hacia Hagi.


La ciudad está a dos días del feudo.
Kigei no viaja a caballo, sino en un norimono ricamente decorado. A
Kigei le agrada ser llevado por cuatro siervos y que los campesinos, al verlo
pasar, se pregunten qué poderoso señor viaja en su interior.

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Desde la estrecha abertura del norimono, Kigei ve cómo el paisaje cambia
a medida que se acerca a Hagi. Tras atravesar un frondoso bosque, las ruedas
brincan sobre un camino polvoriento y transitado.
—¡Parad! —ordena.
El norimono se detiene.
Uno de los siervos acude presto a abrir la puerta y luego se arrodilla, junto
con sus compañeros, a la espera de que el samurái descienda.
El maestro Kigei baja del palanquín y se dirige a una de las letrinas de las
muchas que jalonan la carretera.
Para los agricultores es un floreciente negocio: la compraventa de heces
humanas. Ante la escasez de abono animal para fertilizar las siembras, los
excrementos se han convertido en algo muy valioso. Incluso robarlos podría
ser motivo de entrar en prisión.
Una vez que Kigei alivia las tripas, reanudan la marcha.
Es día de mercado en la ciudad, y el maestro se afana en la aventura de
hallar lo que busca.
Hay puestos donde se vende arroz, mijo, soja y trigo. También té, índigo,
lino y tabaco. Los agricultores ofrecen uvas, mandarinas y calabazas, y los
comerciantes, seda. También se puede comprar para comer allí mismo
pescado, arroz y fideos.
Los comerciantes ofrecen sus mercancías, pero Kigei busca otra cosa.
En una calleja estrecha, una pobre campesina está sentada en el suelo.
Lleva una niña en los brazos. Se la ofrece a Kigei.
El hombre se acerca y echa un vistazo a la niña. Tiene la misma edad que
Tomoe. La pequeña está sucia y no deja de llorar agarrada a su madre. Tiene
hambre y está muy delgada.
Kigei sonríe complacido y da unas monedas a la mujer.
Ha encontrado la sombra para la hija de Sakura.
—Tienes la piel oscura y el cabello negro, por eso te llamarás Kurai —
decreta Kigei—. Llévala al norimono y dale algo de comer —ordena a uno de
los siervos, dándole una moneda—. Y no te lo gastes en sake, infecto gusano.
Si la niña sigue llorando cuando yo regrese, te cortaré uno de los dedos. Y
esperadme allí, aún tengo que hacer algunas compras.
La pequeña continúa llorando en brazos del siervo, quizá presagiando cuál
será de ahora en adelante su destino. Un samurái de gran linaje siempre tiene
una sombra que lo seguirá mientras viva y también en la muerte. La sombra
atraerá sobre sí todas las maldiciones que los dioses hayan reservado en este
mundo mortal para él.

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Cuanto más miserable sea la vida de la sombra, más próspera será la
existencia de Tomoe. Por eso, Kurai será, desde ese instante y para siempre,
un perro más en el clan de la flor de cerezo.

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Capítulo 5

El bosque de los suicidas

Yuuki Kitsune penetra en el mar de árboles.


Aokigahara, en la ladera del monte Fuji, es un lugar maldito.
Muchas familias abandonan allí, en la infranqueable espesura, a los
ancianos y a los niños que no pueden alimentar. También es el paraíso de los
suicidas.
Hoy los dioses de Aokigahara han soltado los vientos y tejen entre los
árboles memorias pasadas.
Los espíritus que allí viven aúllan su sufrimiento a través del céfiro.
En el silencio infinito del bosque, los pasos de Yuuki Kitsune no se notan;
se hunden bajo el musgo y las raíces que anudan unos árboles a otros como
arterias.
Yuuki siente bajo la geta la densidad de la tierra cubierta de vegetación.
El dosel verde cubre el cielo, y el sol es lejano recuerdo.
En Aokigahara, el lugar donde el mundo mortal se une con el mundo de
los dioses, nunca penetra la luz.
Mientras el silencio la envuelve como si fuera un espíritu, Yuuki vuelve
por un momento a su juventud, a los placeres de la luna y la nieve, a los
cerezos en flor. Regresa a la hierba recién cortada y a su melena desatada
moviéndose en el aire.
Se suelta el cabello, que lleva preso con una leve cinta, y este baila con el
aire, pero, aunque la danza sea la misma que hace años, ya nada es igual.
Hubo un tiempo en que pensó que sería joven para siempre, pero ese
tiempo pasó. Atrás quedaron las canciones y las risas y el vivir a la deriva
como una hoja arrastrada por la corriente del río.
Yuuki sabe que no debe darse a esos pensamientos. Los samuráis no
piensan así; no pueden apegarse a la vida, ni siquiera al recuerdo.
La tristeza es como un kosode rasgado: hay que dejarlo en casa.
Pero Yuuki no puede evitar que su mente viaje al pasado, y sobre todo no
puede evitar pensar en su hermana Otohime.

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Cuando Otohime se marchó, Yuuki juró dedicar su vida a la pequeña
Mitsuki. Por eso la llamaron como a la luz de la luna. Quería entrenarla para
que pudiera convertirse en samurái, igual que su madre.
Pero la niña también se ha ido.
Yuuki se detiene frente a un árbol y acaricia el tronco.
«Esto fue lo último que vio», piensa, mientras su mirada recorre el paisaje
desierto habitado por los espíritus de los suicidas. Y recita el poema de
muerte grabado en el abanico de su hermana:

Las ansias se remansan,


el amor es lejana memoria.
Un ruiseñor vuela solo.

Su voz se pierde entre la espesura de árboles antiguos y vencidos.


Yuuki golpea fuerte el suelo con su naginata, «la cortadora de libélulas».
«¿Por qué lo hiciste? ¿Qué fue lo que te impulsó a marcharte de la vida
cuando eras joven y bella? Kumagai Yoshikyo te amaba».
Luego se postra al pie del árbol y hunde sus manos en el musgo que crece
alrededor de él.
Entonces, en aquel yermo lugar donde su hermana se quitó la vida, siente
todo el poder de la naturaleza, y también toda su frialdad.
Durante unos instantes permanece allí, sintiéndose parte del bosque donde
cada árbol alberga una historia de muerte, pero enseguida se incorpora, vuelve
a atarse el cabello y aleja sus pensamientos.
No le gusta permanecer más tiempo del necesario en Aokigahara.
A los yurei les gusta confundir los recuerdos de los vivos hasta que los
convierten en nostalgia, y la nostalgia, en el mar de árboles, es muy peligrosa,
porque hace que desees irte de la vida.
Regresa a la senda polvorienta y se concentra en seguir el camino.
Sabe que, en el infierno verde, no puedes distraerte. Todas las sendas
parecen iguales, y el manto que cubre el bosque puede abrirse y tragarte en
cualquier momento si no te fijas bien por donde caminas.
Ella no puede ver con sus ojos mortales todo lo que sucede en
Aokigahara, pero los fantasmas siguen de cerca sus pasos. Apostados tras los
árboles, colgados de ellos, emergiendo de la tierra como ponzoñosas raíces,
observan en silencio la vida que ya no tendrán, añorando los placeres de que
disfrutaron.
Una mujer camina detrás de Yuuki. Viste un kimono blanco atado al revés
y tiene la garganta seccionada.

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Hay muchas cuevas en Aokigahara: la cueva del hielo, donde los
cadáveres de los suicidas viven congelados para siempre; la cueva del viento,
el hogar de miles de gusanos de seda, y la cueva de los murciélagos, que es
donde habita la bruja yama-uba.
Dicen que la anciana fue abandonada en el bosque por su familia y que
allí se convirtió en hechicera.
Solo un poco más, y Yuuki habrá llegado. No quiere que la noche la
sorprenda en Aokigahara y que los yurei confundan sus pensamientos y le
hagan desear encontrar la muerte fuera del campo de batalla.
De repente, la gruta.
Emerge de la niebla que siempre, en Aokigahara, se forma en las tardes de
primavera.
Es un gran tubo de lava de una antigua erupción del monte Fuji.
El silencio sepulcral del bosque, donde no viven animales, se rompe en el
interior de la cueva: un murmullo áspero que crece a cada paso y sacude el
aire denso.
Son los murciélagos que se revuelven en el techo, instalados en la
negrura. O quizás el ruido que Yuuki percibe solo sea la voz del viento
vagabundo.
Al fondo de la cueva, una breve hoguera ilumina los contornos de las
piedras volcánicas. Y, allí Yuuki ve, perfilado por las llamas, el rostro de
yama-uba.
Es una anciana de baja estatura y contextura gruesa, con el cabello blanco
y enmarañado, y vestida con un kimono rojo deshilachado.
—¿Por qué me buscas? —pregunta la anciana.
Yuuki Kitsune se acerca un poco más al fuego, inclina la cabeza en señal
de respeto y toma asiento en una piedra cercana.
—Honorable yama-uba, tengo una pregunta que hacerte.
La mujer vuelve su rostro hacia Yuuki y se queda un rato observando las
delicadas facciones de la samurái.
—Hubo un tiempo —dice en un susurro—, en que yo también era una
mujer bella. En aquella época, creía que los años se detendrían para mí, pero
ya ves, el tiempo me ha atrapado como un animal salvaje atrapa a su pieza.
—Necesito una respuesta —dice Yuuki.
—Ya sabes que, para dártela, tendrás que darme algo a cambio —replica
la mujer.
Yuuki saca del obi de su kosode un collar rematado por una perla.

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—Toma, es una perla de las islas Oki. La ama que la logró murió en la
cueva submarina donde viven las conchas awabi. Su cuerpo emergió de las
profundidades, junto con la perla, porque se apiadó de ella Yofune-nushi, el
monstruo del mar.
La anciana observa detenidamente la perla.
—Sí, hay sufrimiento de ahogado en esta joya —concluye—. Veo que
sabes pagar el precio.
Yuuki Kitsune hace una leve inclinación de cabeza en señal de respeto, y
luego añade:
—Como ves, honorable, este collar es un tsukumogami de más de cien
años, y por eso está dotado de alma propia.
—Ya veo —dice la anciana yama-uba—, percibo el inquieto espíritu de la
buceadora en el collar.
—Si el tsukumogami es de su agrado, honorable, me gustaría formular ya
mi pregunta. No quiero que la noche me sorprenda en Aokigahara.
La yama-uba se ríe, y al hacerlo muestra su boca vacía de dientes.
—No me extraña que no quieras permanecer aquí en la noche —dice—,
en la hora del buey los espíritus de los muertos emergen de las profundidades
de la tierra, se descuelgan de los árboles y buscan las espaldas de los vivos
para refugiarse en ellas. Y, cuando las encuentran, se quedan ahí toda la
noche, buscando el calor de cuerpos que son sangre y humores y que aún no
son despojo.
Yuuki siente un escalofrío en la espalda.
—Formula tu pregunta —ordena la anciana.
—Honorable, querría saber dónde está la espada de mi hermana Otohime.
Sin duda, su espectro es conocido por ti, porque se quitó la vida en este
bosque.
La mujer no responde. En vez de eso, fija su mirada en Yuuki Kitsune,
pero no es a ella a quien mira, sino a una mujer vestida de blanco que se
encuentra a su diestra.
—La mujer a la que te refieres es un alma atormentada que lleva una
pesada carga en el corazón —exclama—. Su espectro está ahora aquí, con
nosotras.
Yuuki mira a su derecha, pero no ve nada.
—Tú no puedes verla —explica la yama-uba—; tu alma no transita entre
la sombra.
—Si es cierto que mi hermana está aquí, ¿puedes preguntarle por la
espada?

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—Yo no puedo hablar con los muertos, solo intuyo su presencia. Lo que
yo ahora veo no es el espíritu de tu hermana, sino un recuerdo, una impronta
de lo que fue pero que ya no es. Es una huella que queda enredada en el aire
de Aokigahara y que permanece como el resplandor de las estrellas que
miramos y que ya no existen desde hace años.
—La espada que busco ¿quizás estuviera con ella en el momento de su
muerte?
—No había ninguna espada cuando encontré su cadáver —contesta la
anciana—. Puede ser que se la llevara con ella al yomi, que es donde sospecho
mora ahora su alma —sentencia.
La tristeza se posa en el rostro de la samurái. El sueño para un guerreo es
habitar el cielo de los eirei, no la tenebrosa tierra del yomi.
—Espero haber respondido a tu pregunta —dice la mujer, observando de
nuevo el collar—. Ahora debes marcharte; si no, las sombras de la noche que
viven en Aokigahara pueden nublar tu entendimiento y quedarse a vivir en tu
espalda para siempre.
La samurái sabe que tiene razón. Siente que la vida está ahí, fuera de
Aokigahara, llamándola. La vida le aguarda más allá de los yermos árboles,
del musgo y de la oscuridad. Esperan aún por ella el roce de las alas de la
libélula, las profundas madrigueras de las bestias, la enigmática mirada de
Kumagai.
Yuuki inclina la cabeza ante la anciana y se dirige a la salida de la cueva.
Pero, cuando vuelve la vista atrás, donde antes había fuego y estaba la
yama-uba, ahora no hay nada. Solo negros murciélagos moviendo las alas.

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Capítulo 6

La luz en la vela

La estancia está iluminada por la débil luz de una vela. El incienso perfuma el
aire y lo vuelve denso.
Inutaisho descalza en silencio al señor de Kumagai.
Lo hace despacio, como en un rito aprendido a lo largo del tiempo. Y
mientras recuerda la primera vez que vio al poderoso señor del clan de la
montaña. Su rostro se ilumina con una leve sonrisa, o quizá solo sea un reflejo
de la vela encendida.
—Sírveme sake. Luego puedes irte.
El señor de Kumagai desea quedarse a solas y observar cómo bailan las
sombras que proyecta la luz de la vela en la pared.
Yuuki Kitsune, tras las fusuma, aborda al criado cuando sale de la
estancia.
—¿Cómo se encuentra esta noche tu señor, perro guardián del viento?
—Mi señora, me temo que a la gran montaña la mueven hoy los vientos
del recuerdo.
—Sí, eso parece —contesta Yuuki mientras observa la inerte silueta de
Kumagai frente a la pared—. Nadie está a salvo del fatal embrujo de la
memoria pasada, ni siquiera tu señor. —Y al decir esto Yuuki recuerda sus
pensamientos en Aokigahara.
—¿Desea algo más el zorro blanco del este, mi señora?
Yuuki Kitsune mueve de forma delicada la cabeza de un lado a otro.
—No, puedes irte a dormir. Yo me quedo con Kumagai.
Inutaisho se inclina hacia delante, tenso, y se vuelve para retirarse, pero
Yuuki lo aborda de nuevo:
—Solo una cosa, perro guardián… Antes te he visto sonreír mientras le
quitabas las sandalias a tu señor, y tú casi nunca lo haces…
—Veo que mi señora, el gran zorro blanco del este, está siempre en
guardia —responde Inutaisho complacido al reparar en que la mujer no ha
perdido ni un ápice de perspicacia con los años—. Si mi señora quiere
saberlo, pensaba en aquella primera noche en que mi señor me molió a palos.

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—¿Qué hiciste para que eso sucediera? —pregunta Yuuki, y luego añade
—: Kumagai Yoshikyo siempre es justo con sus hombres.
—Me lo merecía, gran zorro del este… Fue en un invierno de hace
muchos años. Yo era un niño. La nieve doblaba las ramas de los árboles, y el
lago Shoji era un espejo helado. Mi señor había estado cazando y se disponía
a entrar en su tienda de campaña. «Cuida mi geta», me ordenó. Y me quedé
toda la noche a la intemperie, fuera de la tienda, protegiendo sus sandalias con
mi cuerpo, para que cuando las pidiera estuvieran calientes. A la mañana
siguiente, estalló en cólera: la geta estaba caliente, y eso solo podía significar
que su nuevo siervo se la había calzado. Y agarró un bastón y me molió a
palos. Desde entonces, le sirvo y soy su perro guardián, mi señora.
Yuuki sonríe.
Sabe que Kumagai es justo y que no castiga a sus hombres sin una buena
razón, y aquella que ha contado el fiel Inutaisho lo es: supone un terrible
deshonor que un siervo calce las sandalias de su amo.
—Ten preparado mi caballo mañana, saldré con algunos hombres a
primera hora.
Inutaisho inclina su menudo cuerpo hacia delante.
—Cómo mi señora ordene.
Yuuki Kitsune descorre lentamente las fusuma y penetra en la estancia.
Kumagai no se ha movido; inmóvil, continúa contemplando las curiosas
formas que la luz de la vela dibuja en la pared.
—He estado con la yama-uba —dice la mujer.
Kumagai entonces vuelve la cabeza y la mira.
—¿Te ha dicho dónde está la espada? —pregunta.
—No, lo único que me ha revelado es que, cuando encontró el cadáver, no
la tenía —responde Yuuki—. Quizá la espada se haya perdido para siempre.
—¿Y no es mejor así, Yuuki? Quizá la desaparición de mi hija haya sido
afortunada después de todo. Quizá sea la única manera que tenga de librarse
de la maldición de la espada Kusanagi, la terrible maldición que persiguió a
Otohime hasta la muerte…
—Calla, Kumagai —ruega Yuuki—, ya sabes que al infortunio le atraen
las palabras.
—Lo sé, Yuuki, pero a veces lo pienso. Quizás el destino fraguado por los
dioses sea perfecto después de todo, aunque ello signifique que no volvamos a
ver de nuevo a nuestra niña.
Yuuki Kitsune mira con dureza a Kumagai.

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—No digas eso, hubiera sido mejor que Mitsuki estuviera aquí, con
nosotros, con su familia. Solo así podríamos haberla protegido de la
maldición de Kusanagi.
—A veces, Yuuki —dice el señor de Kumagai con resignación—, solo lo
que desaparece es adquirido para siempre. Tendrás que ser tú la heredera del
clan de la montaña cuando yo deje este mundo.
Yuuki respira hondo antes de responder. No quiere pensar en la
posibilidad de que Kumagai parta al paraíso de los eirei.
—No digas eso, aún eres joven para engendrar otro heredero…
—No, Yuuki. Si no deseas heredar el clan, se perderá…
—Pero yo no soy sangre de tu sangre, Kumagai.
—A estas alturas, ¿qué importa eso, Yuuki? Eres una buena guerrera y
tienes el alma noble.
Yuuki hace una leve inclinación con la cabeza.
—Gracias por tus palabras, Kumagai, pero aún no me resigno a perder a
mi sobrina para siempre.

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Capítulo 7

El camino del guerrero

Es de noche en el feudo Sakura, en la provincia de Choshû.


El tiempo ha pasado. Ha ido cayendo con la pereza de los pétalos de una
flor que se marchitan.
Muchas noches han sucedido desde aquella en que Tomoe fuera llevada al
clan. Muchos días en que los cerezos han renacido y han vuelto a languidecer.
Shioda, el hijo de Sakura Tomokyo, heredero del clan del cerezo, ha
crecido, y también lo ha hecho Tomoe.
Ella no recuerda nada del momento en que Sakura la arrancó de su
familia.
Esta noche, ella mira el cielo a través de la ventana abierta y, como ya
sucediera en aquella otra de antaño, las estrellas iluminan el firmamento
oscuro.
Tomoe toca la espada que lleva ceñida al cinturón, la misma que su padre
ordenó crear para ella.
Para forjarla, el maestro Masamune Ozaki ordenó traer agua del arroyo de
las sagradas montañas de nieve y luego la vertió en las cuatro pozas abiertas
alrededor del fuego de la forja, dispuestas en el mismo orden que las cuatro
estrellas que coronan la cabeza de la constelación del dragón en el cielo.
Dicen que los maestros alquimistas dotan a cada espada de un alma que
debe fundirse con el espíritu del samurái que la porte, y Tomoe, aunque aún
es niña, llega a intuir el hálito de dragón en aquella espada venida del hielo.
Tomoe percibe eso, igual que muchas otras cosas.
A veces, cuando los párpados le pesan y los ojos se cierran, siente una
presencia extraña que recorre la habitación. Es como una ráfaga de viento
helado que se cuela bajo las fusuma.
Esas fusuma que ahora se descorren porque el maestro Kigei irrumpe en la
estancia.
—Niña —le dice—, sígueme.
Tomoe sabe que, como otras noches, debe dejar sus sueños en aquella
ventana abierta desde donde se divisan las estrellas y las olas lejanas, y

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acompañar a su maestro a algún lugar maldito.
—Hoy iremos al cementerio que hay junto al templo de la diosa Kannon
—anuncia Kigei.
Tomoe baja la cabeza en señal de respeto y no dice nada. A veces se
queda observando la mano derecha de su maestro, preguntándose cómo
perdió el dedo que le falta. Pero aprende sin preguntar, porque un samurái no
pregunta. El respeto consiste en escuchar y en entregarse al imperio de la
espada sin poner en los labios más palabras que las estrictamente necesarias.
Así como el alquimista Masamune forjó su espada, así ella debe forjarse
en la férrea disciplina samurái.
Ahora sigue los pasos de su maestro, y eso es difícil, porque él da
zancadas muy grandes y ella aún tiene los pies muy pequeños, hasta aquel
lugar desguarnecido de vida donde decenas de tumbas cubiertas de musgo
yacen en el bosque.
—Aquí aprenderás a no temer a la muerte —le dice Kigei.
Y luego la abandona allí con una orden:
—Regresa solo cuando veas el rostro de la mañana en cada tronco de
árbol.
A Tomoe no le importa quedarse allí. Ella no tiene miedo a la muerte.
Solo tiene frío. Pero mejor permanecer allí que, como otras veces, entre la
nieve o bajo el torrente de una cascada helada.
En aquel bosque, los árboles le hablan y, en esta hora del buey, no se
siente sola, pues vislumbra las presencias que habitan en las tumbas mientras
el mundo dormita seguro en la madrugada.
Tomoe no teme a la muerte.
No la temió la primera noche que su maestro la llevó a visitar aquel lugar
embrujado, una plaza de ejecución, donde aún permanecían ecos de almas
atormentadas. Y no la teme ahora que intuye que el umbral que separa ambos
mundos, el de la vida y el de la muerte, es muy delgado.
Un samurái no teme a la muerte. Su senda se halla, precisamente, en ella.
Un samurái debe estar dispuesto a morir en cualquier momento, porque la
vida de un guerrero no se mide por su longitud.
Su maestro siempre repite lo mismo: «Un samurái que no esté preparado
para morir vivirá una vida poco honorable».
Y Tomoe debe consagrar su vida a hundirse en el ocaso para llegar a
alcanzar el paraíso de los eirei.
Cuando Kigei la deja sola, Tomoe camina despacio entre las tumbas por el
tortuoso camino que lleva al templo de la diosa Kannon, aquella que escucha

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los lamentos del mundo.
En la soledad de la noche, percibe los pasos de un invisible yokai que
camina tras ella.
—Betobet-san, pase usted primero —dice Tomoe escuchando cómo el eco
de sus palabras se mezcla con el sonido de unos pasos de sandalias de madera
—. Betobet-san, pase usted primero —repite.
Solo así la aparición la dejará en paz. De lo contrario, la seguirá hasta que
le apetezca.
Tomoe atraviesa el torii de madera y llega a la pequeña pagoda iluminada
con linternas de papel.
En su interior vive la diosa Kannon, la compasión encarnada en una
deidad blanca.
Cuando Tomoe cruza la puerta del trueno del santuario, siente que atrás
queda el dolor y el sufrimiento mortal.
La diosa se yergue sobre un pedestal de flor de loto. Sostiene una rama de
sauce en una mano; en la otra, un jarrón con agua pura.
—Madre —implora Tomoe, postrándose a los pies de la diosa.
Y, cuando nombra esa palabra que nunca vive en sus labios, todo aquello
que significa cobra sentido.
Sí, Tomoe no teme a la muerte, pero abriga otro miedo: el secreto temor
de no conocer jamás el amor de una madre, el vértigo de no sentirse amada ni
segura en los brazos de nadie.
La diosa Kannon la mira con ojos bondadosos. Y esta noche, en la que las
brillantes estrellas han huido y la oscuridad es una garganta de lobo, Tomoe
se siente arropada por la benéfica mirada de la diosa.
El kataribe del clan cuenta una historia que repite especialmente. En ella,
una joven mujer es cercada por sus enemigos en un claro del bosque, y allí
encuentra la muerte. Sospecha que ella fue su madre, pero nadie le habla de
ello.
Una madre…
A Tomoe le hubiera gustado tener una madre que le contara cuentos antes
de dormir.
Ella no conoce ninguno, pero, en vez de eso, es capaz de designar todos
los nombres de la esgrima samurái: tigre agazapado en el umbral, barquero
que rema en una calavera, esparcir el polvo en la brisa, vuélvete y cuelga una
campana dorada, recoge estrellas con mano desprovista de anillos, dragón
negro que menea la cola, abeja que entra volando en agujero, captura de una

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tortuga legendaria en aguas profundas, serpiente blanca que mete y saca la
lengua, sostén la luna en tus brazos…
Le hubiera gustado jugar con una madre y que esta le peinara el cabello
antes de dormir. En su lugar, se divierte diseñando estrategias para combates
en el tablero de go: trescientos sesenta y un cuadrados que representan un
campo de batalla.
De pronto, como tantas otras veces, siente el vacío de la orfandad.
La noche transcurre lenta y plácida, y Tomoe se hace aún más pequeña
sobre una tumba cercana al templo, donde se acurruca hasta quedarse
dormida.
La mañana llega iluminando los contornos de las piedras.
Los pensamientos huyen veloces perseguidos por la aurora.
Con la primera luz del sol, Tomoe se incorpora y estira su pequeño
cuerpo.
Es una nueva jornada.
En un rito que se repite: la luz vence a la oscuridad, y otra vez los
pensamientos emergen impolutos, como si fueran una tela desplegada al sol.
Cada día tiene su afán.
Y ahora Tomoe tiene que darse prisa si no quiere llegar tarde al
entrenamiento militar.
Hoy practicará cómo cortar la cabeza a un hombre lanzando el tessen de
hierro desde muy lejos.

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Capítulo 8

Sombra

Kurai también mira el cielo, pero lo hace desde las caballerizas, donde vive
con los perros del clan.
—Algún día nos iremos de aquí —susurra en voz baja a uno de los perros,
mientras le acaricia la peluda cabeza.
Los sueños de Kurai siempre se suceden cuando está despierta. Por la
noche nunca sueña. Demasiado cansada de acarrear agua y recoger arroz en
los campos, cuando cae en el fardo de paja donde duerme, solo descansa.
—Perra desagradecida, levántate ya, el sol está a punto de asomarse por el
horizonte.
Kigei Arima la golpea con un bastón.
Kurai se protege la cara con las manos mientras el hombre continúa
golpeándola.
Un siervo, a lo lejos, ríe.
—Te estás convirtiendo en una mujer —dice Kigei, y Kurai ve en los ojos
del hombre una mirada nueva que la asusta—. Una mujer que huele como un
caballo, pero una mujer, al fin y al cabo.
Uno de los perros intenta defender a la niña y lanza un mordisco a Kigei,
pero este le asesta un golpe certero con el bô y le abre la cabeza en dos.
—Este será también tu final si no obedeces.
Kurai se postra a los pies del maestro. Un lamento sale de sus labios:
—Por favor, gran señor, deja a los perros en paz. Sigue pegándome a mí,
porque me lo merezco, sin duda, pero no hagas daño a los perros.
—Está bien, sucia bastarda, veo que sabes lo que te conviene hacer —
responde Kigei, propinándole una patada.
Una sonrisa de satisfacción aflora a sus labios delgados y crueles. Aún
enarbola el bastón por encima de su cabeza.
La pequeña se agacha intentando protegerse, tanto que ya respira la
polvorienta tierra acre de las cuadras.
Kigei baja el bô y vuelve a sonreír.
Luego se marcha.

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Shioda y Tomoe ya lo aguardan en el patio. Hoy practicarán con el
abanico de guerra.
Kurai ve como se aleja.
La orgullosa figura del maestro se pierde en el camino que lleva al campo
de entrenamiento. La coleta trenzada con cinta roja, altiva en su cabeza,
acompaña sus pasos.
Kurai vuelve la mirada al animal al que la noche anterior acariciaba la
cabeza y que ahora agoniza en sus brazos.
Una lágrima cae al suelo desde su rostro oscuro.
Los perros son sus amigos. Ellos siempre la han tratado bien. Sus ojos
bondadosos comprenden y consuelan.
En este mundo cruel, lleno de personas despiadadas, a ellos les tiene sin
cuidado que una persona sea pobre o rica, fea o hermosa.
Se toca la sien, donde asoma un pequeño reguero de sangre.
Kigei golpea muy fuerte, lleva haciéndolo desde siempre.
Kurai se pregunta por qué extraño designio nació sin linaje. ¿Qué astros
tuvieron que alinearse para que su vida emergiera en este mundo como una
sucia raíz, en vez de amanecer a la existencia como un bello árbol de flor de
cerezo? ¿En qué libro del destino está escrito que, dependiendo del lugar y del
linaje de un ser, este sea miserable o digno?
Su señora Tomoe nació de una madre, igual que ella, pero la niña que
ocupa sus días aprendiendo a ser la mejor guerrera no tiene que luchar por
existir en la oscuridad.
Quizá la imperceptible desviación en la ruta de una estrella sea la
responsable de que su nacimiento no haya sido insigne.
Kurai no quiere ser solo una sombra.
Ella sueña con palacios y con kimonos de seda y con un lecho mullido
desde donde ver el tránsito de los planetas en el firmamento lejano.
Su existencia es mísera y ruin, pero aún posee sueños y memoria.
Sus recuerdos, muy lejanos, la conducen al frío y al hambre, pero también
a unos brazos rudos que la acunaban, a un regazo tibio en el invierno y a una
canción de cuna que no olvida.

Duerme, niñita, duerme.


Oh, mi niñita, duerme.
Qué bonita eres,
qué bonita eres.
¿Dónde está el sol?
Se fue detrás de la colina,

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detrás de la colina,
pero yo te protegeré de la oscuridad
y del frío de la vida.
Duerme, niñita, duerme.
Tocaré una canción con una flautita de bambú
y soñarás con las estrellas.

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Capítulo 9

Tiempo de té

Yuuki Kitsune cabalga con sus hombres.


Hace calor, y ni un soplo de viento agita los árboles.
Los caballos están sedientos y los hombres, también, pero no se detiene.
Quiere llegar cuanto antes al feudo de la montaña y llevar las noticias del
daimyo a Kumagai.
Desde una de las ventanas, Kumagai Yoshikyo ve en la lontananza
amarilla los emblemas rojos del clan y el polvo que levantan los caballos, y
supone que las noticias de su cuñada no son buenas, porque tienen prisa por
llegar.
—Inutaisho, manda que abran la puerta —ordena al siervo— y que se
disponga todo en el patio para recibir al zorro blanco del este. Esperaré a tu
señora tomando el té.
El guardián del viento se apresta a cumplir la orden de su señor y, para
cuando los jinetes alcanzan la casa Kumagai, el gran portón está abierto y la
infantería Kumagai espera para ocuparse de los caballos.
En cuanto Yuuki desmonta, Inutaisho le ofrece una tenugui húmeda para
que pueda asearse.
—Gracias, perro guardián del viento —dice la samurái mientras se enjuga
el sudor del rostro—. ¿Dónde está tu señor?
—Tomando el té.
—¿En el jardín?
—No, gran señora, está en el chashitsu.
—Me vendrá bien tomar un té. He recorrido mucho camino —dice Yuuki.
—¿Acompaño a mi señora? —pregunta Inutaisho.
—No —dice Yuuki—, ocúpate de que mis hombres tengan sake en
abundancia.
—Así se hará, gran zorro blanco —asegura el perro guardián del viento.
Yuuki Kitsune atraviesa el jardín y se dirige al encuentro de Kumagai.
Este está impaciente por recibir las noticias, pero aguarda impasible,
como una montaña, en el tokonoma. Sentado sobre sus talones, observa el

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kakemono que cuelga de la pared frente a él. Representa el hotaru-gari, la
caza de las luciérnagas. La pintura sobre seda muestra dos mujeres jóvenes
vestidas con hermosos kimonos caminando bajo árboles de sauce. En sus
manos, sendos abanicos y pequeñas cajas de bambú para la caza.
Kumagai Yoshikyo parece tranquilo y absorto en la contemplación del
kakemono, pero está practicando zanshin, la técnica samurái de la
concentración suma que le hace estar atento a todo sin prestar atención a nada
en concreto.
Su mano es fuerte y sabe empuñar la espada para cortar la cabeza de sus
enemigos, pero, ahora, sus dedos pulgar e índice sujetan, con extrema
delicadeza, el chawan de laca dorada donde reposa el té.
Un siervo, arrodillado tras él, aguarda en silencio a que el señor de
Kumagai le ordene llenar de nuevo el bol.
Yuuki Kitsune irrumpe en la estancia vestida con la yoroi. Hace una breve
inclinación de cabeza y se dispone a hablar, pero Kumagai alza la mano para
ordenar silencio y luego hace un gesto al siervo para que sirva té al zorro
blanco del este.
El siervo descuelga de su cinturón el fukusa, y con él manipula la tetera
para verter el humeante líquido en el chawan de la mujer.
Pero Yuuki Kitsune está ansiosa por revelar a Kumagai las noticias que
trae:
—Me temo que soy portadora de malas nuevas —dice Yuuki mientras se
despoja de la coraza hecha de cuero y metal.
Kumagai Yoshikyo aleja la mirada del kakemono y posa sus ojos oscuros
sobre Yuuki, como si fueran las garras de un águila.
—Honorable zorro blanco, seas bienvenida. Todo es importante, pero
cada cosa tiene su momento, y ahora es el momento del té —sentencia
mientras acerca el chawan a sus labios y da un pequeño sorbo.
Luego dirige de nuevo la mirada al kakemono, donde está escrito en
caracteres kanjis «un encuentro, una oportunidad»: ichi-go ichi-e.
—Cada encuentro debe ser atesorado, ya que nunca vuelve a repetirse —
señala.
Yuuki Kitsune asiente. Sabe que Kumagai saborea cada instante, como el
té con el que ahora se deleita, y siente no haberlo respetado. Se descalza y se
arrodilla lentamente sobre el tatami, dejando caer su cuerpo hacia un lado.
Después, con extrema delicadeza, que más parece la de una geisha que la de
un guerrero, toma su chawan lacado y da un sorbo de té. Luego, extrae de su
obi un pequeño abanico y lo deja, cerrado, delante de sus rodillas.

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Kumagai sabe que, con ese gesto, Yuuki le está pidiendo disculpas.
Durante unos segundos, flota en el aire el delicado aroma del té matcha, y
Kumagai y Yuuki permanecen en silencio.
A Yuuki le gusta estar así. Necesitaba unos minutos de reposo tras el
largo viaje al castillo del daimyo. Ya se siente más serena para poder explicar
a Kumagai la situación, pero espera a que su cuñado le permita hablar.
—Cuéntame, Yuuki —dice con voz pausada Kumagai—. Ahora ya has
acabado el té.
Y Yuuki habla:
—Has de saber que las luchas entre clanes se extienden por nuestra tierra
del sol naciente. El Consejo de los Cinco Regentes se debilita. Hay castillos
que han ardido, otros están sitiados. Los feudos más ricos se pierden. Muchos
señores construyen y amplían rápidamente nuevas defensas en sus tierras.
Parecen prepararse para una guerra inminente. Nuestro señor quiere que
estemos alerta.
—Mañana enviaré a Inutaisho a la provincia de Shinano, al pueblo de
Nazu. Allí vive Mochizuki Chiyome —sentencia Kumagai.
Yuuki se queda pensativa.
—¿La viuda Chiyome? Sabes que no comparto sus métodos.
—Lo sé, Yuuki. Yo tampoco, pero tiene contactos con los clanes ninja de
la zona de Koga e Iga. Su red de kunoichi se extiende por todo el país. La haré
venir y discutiremos el precio. Necesitamos que ponga a sus kunoichis al
servicio de la montaña.
—Pero, Kumagai, esas mujeres son indeseables que se ofrecen al mejor
postor, desarraigadas sin hogar que ha ido reclutando en los campos…
—Algunas son solo pobres —apostilla Kumagai.
—Sí —dice Yuuki—, pero no siguen el camino de la espada, no están en
la senda del guerrero. Sus métodos no son nobles. La viuda Chiyome las
entrena como ninjas asesinos, no como guerreros —afirma—. Además, les
enseña a seducir a los hombres para lograr sus objetivos.
—Bueno, eso no debe ser tan malo —ironiza Kumagai, y luego añade—:
sobre todo para los hombres víctimas de sus encantos.
—¡Kumagai! —exclama Yuuki, molesta—. ¡No me digas que te parece
bien que una guerrera utilice esos trucos de mujer del barrio de las flores y los
sauces!
Al señor de Kumagai le divierte ver a su cuñada enfadada.
—Bueno, Yuuki, también utilizan otra clase de trucos, como venenos y
disfraces —señala.

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—No me parece noble en ningún caso —asevera ella—. Yo puedo
encargarme de averiguar los planes de nuestros enemigos, como hago
siempre. En pocos días puedo estar en el palacio imperial.
El señor de Kumagai junta las gruesas cejas en un gesto que Yuuki conoce
bien. Sabe que debe callar. La Montaña ha tomado una decisión.
—No hay más que hablar, Yuuki. Mañana enviaré a Inutaisho al pueblo
de Nazu. Mochizuki Chiyome será nuestra invitada —sentencia Kumagai.
—Sabes que no lo apruebo —masculla Yuuki.
Kumagai está molesto. No le agrada que nadie se le imponga, y menos
una mujer:
—¡Maldición, Yuuki! Se hará como ordeno. Y, cuando la viuda Chiyome
esté aquí, espero que te comportes como la señora del clan de la montaña que
eres —exclama con voz grave.
El señor de Kumagai ha dicho esto último mirando a Yuuki con sus ojos
desafiantes y profundos. Cuando hace eso, Yuuki Kitsune calla. Pero no lo
hace por acatar la orden de la Montaña. Cuando los ojos de Kumagai se
encuentran con los suyos, Yuuki siente que su alma se derrite como si fuera la
primera nieve en el monte Fuji.
La mujer baja la mirada y luego inclina la cabeza, cruzando las manos por
delante.
—Se hará como ordena la Montaña.
Kumagai suaviza ahora el tono de voz:
—Si los regentes se enfrentan, el hambre y la miseria se extenderán en
nuestra tierra del sol naciente. Ahora ya ni siquiera un koku de arroz son cinco
fanegas —comenta Kumagai—. Debemos estar preparados. Cuando todo se
precipite, avanzaremos y segaremos las cabezas de los enemigos de nuestro
señor Ieyasu.
Yuuki sonríe. Necesita volver a luchar, sentirse joven de nuevo.
Luego mira la naginata, que descansa junto a ella sobre el tatami y que es
la prolongación de su mano, y exclama triunfante:
—Mi cortadora de libélulas va a tener mucho trabajo cuando todo eso
suceda, Kumagai.

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Capítulo 10

Seijin Shiki

Un hombre sagrado toca el tambor.


El espíritu del dios Hachiman vive en su sonido.
El dios de los guerreros samurái acude presto cuando escucha la música
del odaiko.
El hombre golpea con fuerza el gran tambor, que antes fue tronco de un
viejo árbol.
Los generales de la casa Sakura esperan junto al templo para la Seijin
Shiki, ceremonia para los jóvenes amos de la casa del cerezo en su mayoría de
edad.
Shioda tiene los ojos verdes. En el imperio Yamato, las pupilas verdes son
extrañas y, por eso, Shioda es considerado del agrado del dios protector.
Sus pasos repiten el eco del odaiko mientras su melena negra le baja
decidida por la espalda. Shioda no ha querido raparse el cabello, como es
costumbre, y lo único que ha hecho es recogerse un pequeño moño en lo alto,
dejando la mayor parte del cabello suelto. Viste un kimono tradicional oscuro
con hakama que le hace parecer aún más esbelto.
Tomoe avanza a su lado con paso resuelto, a pesar de que los zori son
muy altos y teme tropezar a cada paso.
Busca la mirada del joven, pero este tiene puestos los ojos en el monje que
los aguarda en la entrada del templo.
Tomoe también lleva el cabello suelto. La larga melena negra le cae por la
espalda como una cascada infinita. Avanza pálido como un día cuando se
despierta sin sol, y sus delicados rasgos parecen dibujados con pincel.
No tiene los ojos verdes, como los de Shioda; son del color de la noche
más oscura y un brillo, como de estrella, arde en ellos. A veces, su mirada es
tranquila como el mar en calma, y otras, cuando se enfada, despide un fulgor
extraño, como el que emite el fuego cuando incendia los leños.
Frente al templo, ambos se inclinan ante el monje. Entonces el sonido del
tambor cesa.

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Aún no se ha perdido en el aire el eco, cuando el señor de Sakura habla
con voz fuerte.
—En este feliz día, mi hijo Shioda y mi hija Tomoe alcanzan su mayoría
de edad —clama—. Hoy celebramos Seijin Shiki.
Los generales golpean el suelo con los arcos y las lanzas.
El señor de Sakura hace un gesto a un siervo.
—Hijo mío —dice, dirigiéndose a Shioda—, hoy llegas a los quince años.
Tu responsabilidad es heredar el clan y, en tiempos de guerra, conducir a tus
hombres a la victoria. Como es costumbre en este día, quiero hacerte un
regalo.
Al punto el criado regresa con un magnífico caballo negro.
—La tradición exige que, como adulto, escojas tu caballo, aquel que te ha
de guiar en la batalla, pero sé que encontrarás este animal de tu agrado.
Shioda toma las riendas del corcel con los ojos iluminados.
—Padre —dice—, este sin duda es el potro del impetuoso dios de la
tormenta. Tomaré este caballo para mí, ya que es del agrado de mi padre.
El señor de Sakura sonríe complacido.
—Hija mía, hoy llegas a los trece años. —Mira a Tomoe—. Tu
responsabilidad es luchar junto a tu hermano y proteger el clan cuando sea
tiempo de guerra. Como es costumbre en este día, quiero hacerte un regalo.
El siervo aparece con otro caballo, esta vez todo blanco.
Tomoe observa al animal, pero no dice nada.
—Hija, ¿qué sucede? —pregunta Sakura.
En ese momento, Tomoe escucha en la lejanía el relincho de un caballo.
—Habla, ¿qué sucede? —vuelve a preguntar el señor de Sakura, pero esta
vez con el tono áspero que sus hombres conocen cuando algo le molesta.
Tomoe agita de forma leve las mangas de su furisode con dibujo de
pájaros. Es algo que suele hacer cuando está nerviosa. El kimono tiene unas
mangas más largas de lo normal que llegan hasta el tobillo, pues aún no puede
vestir uno normal, porque este se reserva para las mujeres maduras o casadas.
—Padre, agradezco el regalo —dice con voz trémula—, pero, como bien
dices, es mi responsabilidad elegir el caballo que va a guiarme en la batalla, y
este, aunque es un animal magnífico, no será el que cabalgará junto con mi
espíritu.
Sakura Tomokyo la mira molesto, aun sabiendo que su hija tiene una
personalidad peculiar.
—Padre, quiero aquel caballo, el del relincho lejano —sentencia—.
Quiero ese.

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—Eres una niña caprichosa —la interrumpe Shioda—. Eliges a tu caballo
sin verlo —la reprende.
—Lo sé, pero quiero ese caballo —contesta Tomoe.
No explica nada más, porque, de hacerlo, tendría que confesar que cree en
las señales, que necesita que ellas guíen sus decisiones, que de alguna extraña
manera su vida se rige por esas llamadas de los dioses kami, invisibles para el
resto de los mortales, pero reveladoras y mágicas para ella.
Siempre ha sabido que su destino está regido por esos secretos reclamos.
Pero eso está oculto en su corazón, el mismo que late deprisa para ver el
caballo designado para ella por los dioses.
Sakura se dirige a uno de sus siervos:
—Está bien. Terminemos ya con esto. Trae ese caballo —ordena—.
Como antes he dicho, mis hijos deben ser responsables de su elección en este
día, ya que desde hoy son adultos.
Tomoe siente sobre ella el peso de todas las miradas. Vuelve la cabeza y
se encuentra con los ojos desafiantes del maestro Kigei. Sabe que esa decisión
le va a costar pasar por el castigo de su bastón.
Minutos después, el siervo vuelve con el caballo.
—¿Ves lo que has escogido? —la reprende de nuevo Sakura, y en su
semblante hay una sombra de decepción—. Este caballo no sirve, es
demasiado pequeño, tiene mal carácter y además no es fuerte.
Tomoe calla. Admira al animal. Es del todo negro, pero su crin llama
poderosamente la atención porque es blanca, al igual que la cola y las patas.
Su padre comenta que es pequeño, pero, donde todos ven pequeñez, ella
ve rapidez. Es cierto que el animal se revuelve y se agita como si lo habitaran
mil demonios, pero en ello Tomoe ve fuerza y espíritu. Y, si no es robusto,
requerirá entonces una armadura más ligera y flexible.
Quiere ese caballo porque representa todo lo que ella es.
Kurai lo sujeta para que su señora pueda acercarse.
Tomoe sonríe. Sus dientes teñidos de negro, como manda la tradición para
ese día, perfilan una extraña mueca en su rostro. Entonces susurra en el oído
del animal:
—Serás mío igual que yo seré tuya, así que nos perteneceremos el uno al
otro. Tu nombre será Hikari, y serás mi luz en la batalla.
Tomoe cabalga a lomos de Hikari y, mientras todos se dirigen al interior
del templo para orar por la suerte de los jóvenes, Shioda contempla a su
hermana. Su cabello también cabalga al viento mientras el furisode de pájaros

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volando perfila sus senos perfectos. Parece la encarnación de Shinatobe, la
diosa de los vientos, el aire, el deseo y la libertad.
Es en ese momento cuando presiente una certeza: su destino es que algún
día se casará con su hermanastra Tomoe. Pero no acudirá al kataribe del clan
para que le adivine el futuro, porque teme que los dioses le tengan reservado
otro camino.
Kurai también observa la escena, pero sus ojos, que son como oscuras
brasas encendidas, no pueden apartarse del joven señor de la casa Sakura.
De vuelta al feudo, y en presencia de su señor, Kigei Arima hace un
regalo a su pupila.
—Quiero obsequiarte con tu kaiken —le dice—. El puñal corto te servirá
para practicar jigai. Si alguna vez pierdes tu honor, recuerda que, antes de
abrirte la garganta, debes atarte tus piernas. No es honorable que la mujer
adopte en la muerte una posición indecorosa.
El señor de Sakura está complacido con el regalo de Kigei.
—Ya le explicarás cómo hacerlo, Kigei —le dice—, pero ahora no es
momento para eso. Ahora es tiempo de celebrar con sake.
Cuando cae la noche, el maestro Kigei ha bebido demasiado sake.
Los siervos del clan se apartan de su paso, porque saben que cuando aquel
hombre bebe ninguna oreja y ninguna nariz están a salvo.
Kigei, borracho, canta mientras camina hacia las cuadras:

Camino mientras miro arriba,


de esta manera mis lágrimas no caerán
recordando los días de primavera
en esta noche solitaria

La voz grave del hombre despierta a Kurai, que ya está durmiendo.


—Mujer, ven aquí, mujer. Tú también celebras hoy Seijin Shiki, aunque
nadie se acuerde… —Y repite—: Ue o muite arukō, namida ga koborenai yō
ni…
Kurai tiene miedo, quiere escapar, pero las poderosas manos de Kigei la
aprisionan. El aliento del hombre es áspero, caliente y huele a sake.
—Pero ven, mujer. ¿Eres acaso un perro rabioso? —balbucea Kigei,
porque las palabras bailan de forma torpe en su boca—. Ya sabes cómo trato a
los perros rabiosos. Ven aquí, condenada, ya sabes lo que quiero.
Kigei Arima tapa la boca de Kurai con la mano.
Ella intenta zafarse, le araña la cara, pero no consigue nada.

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—Animal salvaje —dice el hombre mientras la golpea—. Tu destino es
ser una sombra. Tu vida no es tuya y no vale nada. Eres un perro, que es peor
que ser una yujo del barrio de placer de Hagi. Deja de arañar, que no te va a
servir de nada.
Kurai logra zafarse y retrocede, pero pronto llega a la pared del establo.
—No, por favor —acierta a decir en un susurro. Las palabras salen
temerosas de su boca como un ruego.
Kigei se acerca más. Su presencia es intimidante.
Atrapa con sus manos poderosas a la sombra, que se hace más pequeña
aún pegada a la pared, mientras lucha por liberarse de ellas.
Pero todo es inútil.
Kurai grita, pero nadie acude en su auxilio.
—Puedes gritar cuanto quieras o puedes callar, cerrar los ojos y rezar a los
dioses para que pase pronto, y créeme, pequeño animal, que, con mi edad,
pasará pronto, pero no voy a soltarte, perra —dice el hombre—. Eres mi
pieza, y por todos los kami de este y de mil mundos como este, te tomaré hoy.
Quiero estrenar mujer, ya estoy harto de compartir yujo con todos.
Kurai ya no grita. Sabe que todo está ya decidido por el destino.
A nadie le importa una sombra.
Y Kigei, el cazador, se cobra su presa.
Mientras, en la playa, Tomoe festeja junto a Shioda su mayoría de edad.
Los farolillos encendidos se envían al firmamento con los buenos deseos
para los dos jóvenes.
Tomoe abre mucho los ojos para vislumbrar cómo la última luz se pierde
en el cielo.
Kurai cierra los suyos y reza para que aquel hombre que ahora entra en
ella acabe pronto.
Busca en su alma la protección que da el recuerdo.
Entonces, una antigua canción de cuna regresa a su corazón…

Duerme, niñita, duerme.


Oh, mi niñita, duerme.
Qué bonita eres,
qué bonita eres.
¿Dónde está el sol?
Se fue detrás de la colina,
detrás de la colina.
Pero yo te protegeré de la oscuridad
y del frío de la vida.

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Duerme, niñita, duerme.
Tocaré una canción con una flautita de bambú
y soñarás con las estrellas.

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Capítulo 11

Tigre agazapado en el umbral

A la mañana siguiente, Shioda y Tomoe esperan al maestro Kigei en el patio


de armas.
Kigei siempre llega pronto, pero hoy se retrasa.
—Practiquemos nosotros —propone Shioda.
Tomoe saca del cinto la espada corta, wakisashi, y con una hábil maniobra
la sitúa en la garganta de Shioda.
—Por todos los kami —dice el chico—, sí que eres rápida.
Tomoe ríe y devuelve la espada al cinturón. Luego coge el bô y golpea a
Shioda mientras bromea:
—Así no es —dice, imitando a Kigei mientras le apalea la espalda con el
bastón—: Shisei, shisei.
Ambos jóvenes luchan y caen al suelo entre risas.
—¿A esto os dedicáis cuando no estoy?
El maestro Kigei los está mirando, pero los dos jóvenes no han reparado
en ello.
—Perdón, maestro —dice Shioda mientras se arrodilla y se postra a los
pies de Kigei—. Ha sido culpa mía.
—Ven aquí, Tomoe —ordena Kigei.
Tomoe inclina la cabeza ante su maestro y va a su encuentro.
—Maestro, le he dicho que la culpa ha sido mía —repite el chico, que
mantiene la misma postura y la mirada en el suelo.
Kigei posa en él sus ojos crueles y diminutos.
—Tomoe —ordena al fin sin inmutarse—, mantén la espalda rígida.
La chica tensa mucho la espalda y se la ofrece a Kigei. El hombre la
golpea varias veces con el bastón.
Tomoe no se queja, solo aprieta más fuerte los labios y arruga un poco el
ceño en señal de dolor.
El maestro la golpea una y otra vez.
Shioda observa impotente la escena. Sabe que no debe intervenir. Solo así
Tomoe entrenará la disciplina necesaria para vencer en la batalla.

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Cuando acaba, el maestro llama a uno de los siervos que le asisten en el
entrenamiento:
—Baka, ve a buscar a la sombra de tu señora.
El siervo corre a cumplir la orden y poco después aparece con Kurai.
La chica tiene un aspecto lamentable. Está más sucia de lo normal,
grandes ojeras circundan sus ojos; lleva el cabello enmarañado y las ropas
rasgadas.
—Ven, perra —le dice Kigei.
La muchacha tiembla y mira al suelo mientras se acerca al hombre a paso
lento. Mantiene sus manos cruzadas sobre el pecho.
—Y ahora arrodíllate a mis pies y mete tu sucia cabeza entre el polvo —le
ordena.
Kurai hace lo que el hombre le manda.
Kigei Arima pone el pie derecho sobre el cuello de la chica y con el
bastón la golpea con saña en la espalda.
Sus ojos diminutos se hacen más grandes con cada nuevo golpe, y una
mueca de satisfacción aparece en el rostro cruel.
La tradición del clan para las mujeres es que los golpes destinados al
samurái también los reciba su sombra. Y Kigei se ceba con Kurai, pero esta
no emite ni un solo grito.
Y eso lo enfurece.
—¡Perra! —grita—, ¿acaso tengo que golpearte aún más fuerte para
escuchar tus aullidos de animal salvaje?
Pero Sombra permanece en silencio; no desea mostrar su dolor.
—Maestro —interviene Shioda—, no deseo inmiscuirme, pero solo es una
niña…
Kigei Arima detiene su bastón en la espalda de Kurai y mira desafiante a
su discípulo.
—Yo no enseño el arte de la compasión, sino el de la lucha —sentencia
—. Pero, si mi alumno hoy se siente compasivo, quizá quiera recibir los
golpes destinados a esta perra. «La espada que salva a un hombre mata a
otro».
Shioda calla e inclina la cabeza ante Kigei.
—Perdón, maestro —acierta a decir.
—Ya veo que no estás muy compasivo hoy, querido discípulo. Nunca más
vuelvas a corregirme —le dice desafiante—. Jamás. Y ahora, practica con
Tomoe el tigre agazapado en el umbral —manda.

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Los dos jóvenes entrenan la esgrima samurái. Sus espadas bailan en el aire
imitando los movimientos de un tigre que ataca y se repliega.
Kurai sigue arrodillada a los pies de Kigei.
—Maldita bastarda —le dice—, me has cansado la mano… Sucia perra,
quédate ahí, de rodillas, por si acaso tu señora vuelve a cometer algún fallo.
—Luego se dirige de nuevo a los dos jóvenes—: Ahora, practicad cuatro
direcciones de la energía.
Tomoe y Shioda dirigen sus katanas al norte, al sur, al este y al oeste.
—Muy bien —dice Kigei—. Ahora, Tomoe, ataca con el movimiento
lanzamiento de cielo y tierra.
Tomoe saca rápidamente la espada del cinto con la mano izquierda.
Eso enfurece a Kigei Arima.
—Te he dicho mil veces que un verdadero samurái utiliza la mano
derecha, y no la izquierda —la increpa, mientras le golpea la mano izquierda
con el bastón.
Luego se acerca a Kurai y también le pega.
—Da las gracias a tu señora por los golpes —le dice cuando termina de
apalearla.
A Kurai no le está permitido mirar a los ojos a su señora; por eso, con la
mirada puesta en el polvo, dice con un hilo de voz:
—Gracias, mi señora Tomoe, por los golpes recibidos. Mi único afán en
esta vida es que todas las desgracias caigan sobre mi sucia persona para que
mi señora pueda tener una vida dichosa.
Tomoe mira a la sierva que está arrodillada en el suelo.
Sabe que cuanto más mísera sea su vida más próspera será la suya, por
eso, a veces, como sucede en esta ocasión, Tomoe se equivoca solo para
satisfacer a los dioses.
Pero la verdad es que Tomoe es torpe con la mano derecha. Todo lo
contrario que con su mano izquierda; es muy hábil manejando la espada y la
naginata con la siniestra. Y, cuando Kigei no la ve, entrena también la
esgrima samurái con esa mano.
La mañana declina, y Kurai regresa a los establos.
Por la tarde, los jóvenes practican pintura y caligrafía en el jardín.
Un verdadero guerrero no solo conoce de guerra y de muerte, también de
pintura, poesía, música y arte floral, porque, para un samurái, el arte y la
espada son como las alas de un mismo pájaro: es imposible volar con una
sola.
—Hoy quiero que pintéis la serenidad —ordena Kigei a sus alumnos.

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Tomoe ilumina el papel de arroz con la imagen de los cerezos en flor.
—«Nieve de primavera», lo he llamado, maestro —dice—, porque las
flores de los cerezos yacen a los pies de los árboles como la nieve en el
invierno.
Shioda tarda un poco más en terminar su dibujo.
—Lo he llamado «Tormenta» —sentencia.
Tomoe no puede reprimir la risa.
La pintura de Shioda representa un barco en medio de la tempestad. Las
olas son altas y parecen querer engullir la embarcación. El cielo, negro, vierte
sobre el mar una pertinaz lluvia.
—¿Tormenta, dices? ¿No has escuchado al maestro? Eso no es serenidad,
es caos —opina Tomoe.
Kigei Arima observa con detenimiento la pintura, complacido.
—El samurái no debe aventurarse a juzgar sin haber observado todo con
detalle —expone—. No te has fijado bien, Tomoe —dice a la chica,
exhortándola a mirar de nuevo.
Tomoe se toma su tiempo en recorrer con la vista la pintura, y de pronto
repara en lo que hay dibujado en la esquina inferior izquierda.
—¿Qué ves? —quiere saber Kigei.
—Maestro, ahora que me fijo más —dice Tomoe—, veo algo que no
había visto antes.
—¿Y qué es?
—Es un ave que está en una pequeña roca, en medio de la tormenta.
—¿Y qué hace? —sigue preguntando Kigei.
Tomoe se acerca más a la pintura.
—Está alimentando a su hijo.
—¿Y eso no es serenidad? —pregunta el hombre.
Tomoe se queda un rato pensativa, y luego exclama triunfante:
—Sí, maestro, ahora lo veo. La serenidad no es permanecer tranquilo
cuando todo a nuestro alrededor está tranquilo, como en mi dibujo. La
serenidad es estar sosegado aun cuando lo que nos rodea sea un caos.
—Esa es la serenidad de un guerrero en la batalla —sentencia Kigei.
Declina ya la tarde cuando Shioda pasea por la playa. Posa sus ojos verdes
sobre el agua.
«Tsukuyomi, el dios de la Luna, está hoy contento», piensa Shioda al
observar cómo el agua refleja la incipiente luna del cielo.
De repente, algo se agita en el mar.
Shioda saca la espada del cinto, alerta.

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Una joven con la ropa mojada sale lentamente del agua.
—No, por favor, gran señor, no me matéis.
Shioda enfunda la espada, pero sigue alerta. A veces, al dios marino
Owatatsumi le gusta confundir a los mortales. Entonces envía a sus
monstruos, que respiran aire y agua y que adoptan apariencia humana, para
descargar su ira contra ellos.
La joven está ya muy cerca.
—¡Kurai! —exclama Shioda.
—Sí, gran señor, soy Kurai. Por favor, perdóneme…
—No te está permitido estar aquí —dice Shioda con voz firme.
—Lo sé, gran señor —dice Kurai, postrándose a los pies de Shioda—. Ya
me voy.
El muchacho la detiene.
—¿Qué es esto? —le pregunta. Porque ha visto magulladuras en el rostro
de la chica.
—No es nada, gran señor.
Kurai intenta ocultarse el rostro con las manos.
—¿Quién te ha hecho daño? —insiste Shioda—. Dímelo, mujer. ¿Ha sido
de nuevo el maestro?
Kurai da un paso atrás y luego se excusa:
—Me tengo que ir, gran señor, me tengo que ir —dice ella, y echa a
correr.
—Kurai, espera —le grita Shioda.
Pero Kurai se aleja de allí lo más rápido posible.
Shioda ya solo ve la espalda de la muchacha. El cabello negro y suelto le
baja hasta la cintura.
«No me extraña que sea la sombra de Tomoe», piensa. «Se parece mucho
a ella».

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Capítulo 12

La viuda del abanico

Aquella tarde, Mochizuki Chiyome llega al clan de la montaña.


Es una mujer de mediana edad, pequeña estatura y ojos vivaces. Lleva
afeitadas las cejas y pintadas otras en la frente; así destacan más sus ojos
negros.
En la parte alta de la cabeza, el moño se le separa hacia fuera y se abre en
dos. Viste un elegante kosode de blanco satén de seda, con un diseño de
árboles en flor y un poema disperso en la tela.
Cuando desciende del norimono, Yuuki la está esperando junto a
Inutaisho. Le da la bienvenida con una ojigi, cruzando las manos por delante;
es una keirei, la reverencia que marca el protocolo en esa circunstancia.
—Honorable, sea bienvenida a la casa de la montaña.
La viuda Chiyome la corresponde con otra reverencia similar.
—El señor de Kumagai la espera para tomar el té —dice Yuuki,
volviéndose a inclinar ante ella, y luego ordena a Inutaisho—: Perro guardián
del viento, llévala a presencia de tu señor.
Mientras la mujer se aleja, Yuuki Kitsune puede apreciar la elegancia del
kosode y el poema de treinta y una sílabas escrito con kanji bordado en rojo y
oro. Los versos comparan la longevidad de las grullas con la belleza eterna de
la primavera.
Kumagai Yoshikyo no conoce a Mochizuki Chiyome. Ella es la viuda de
un samurái de la provincia de Shinano: Mochizuki Moritoki, señor del castillo
de Mochizuki. Pero ha oído hablar de ella; fundó la primera escuela de ninjas
solo para mujeres y dirige su red de kunoichi con más inteligencia que un
hombre.
Nunca la ha visto antes. Muy pocos son los que le ponen rostro, ya que
Mochizuki Chiyome es una persona muy reservada que lleva sus asuntos con
la máxima discreción.
El señor de Kumagai aguarda sentado sobre los talones en la sala
chashitsu.

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Mochizuki Chiyome se inclina levemente ante Kumagai y luego tapa su
boca con el abanico rojo de figuras de pájaros.
—Kumagai Yoshikyo, ¡el poderoso señor del clan de la montaña!
—Bienvenida a mi casa —dice Kumagai, haciéndole un gesto para que se
acerque al tokonoma en el que el criado servirá el té.
Kumagai le indica dónde sentarse: dando la espalda al kodedama. El
protocolo marca que al invitado de mayor rango se le ofrezca ese lugar
privilegiado. Así su mirada no se encontrará con la pintura y no podrá alabar
la imagen, de forma que el anfitrión practicará la modestia.
La viuda Chiyome, con extremada suavidad, se arrodilla y se deja caer
hacia el lado derecho.
—Dicen que lleva sus asuntos con la inteligencia de un hombre —dice
Kumagai.
La viuda vuelve a ocultarse la boca con el abanico rojo y contesta
divertida:
—Poderoso Kumagai Yoshikyo, si dirigiera mis asuntos como un hombre,
no hubiera prosperado tanto en esta vida.
Kumagai sonríe. Es raro que lo haga, pero el señor del clan de la montaña
hace tiempo que no tiene delante a una mujer tan atractiva y había olvidado lo
agradable que es practicar el juego de la seducción. Da la orden de servir el té.
—Honorable, ¿sabe por qué la he hecho llamar?
La viuda baja el abanico para que Kumagai detenga su mirada en sus
labios finos, pero a la vez voluptuosos.
—Creo adivinar la razón —dice—. Hay revueltas por todo el imperio del
sol, el Consejo de los Cinco Regentes es un avispero, y muchos castillos están
sitiados. Por todo ello, el poderoso señor de la montaña necesita los servicios
de mis kunoichis.
—Así es —confirma Kumagai—. Ahora que el gobernador Hideyoshi ha
muerto, necesito conocer los planes de los regentes.
—¿Teme algún movimiento extraño de los regentes en contra del señor
Tokugawa Ieyasu?
—No lo sé, honorable, pero mis agentes coinciden en que se está
fraguando una gran alianza de los cuatro regentes en contra de mi señor. Es
conocido que todos son partidarios del hijo de Hideyoshi Toyotomi, el
pequeño Hideyori.
—Sí —dice la viuda—, pero el hijo de Hideyoshi es aún muy pequeño, no
tiene más de cinco años. La sucesión, de momento, tendrá que esperar.
Kumagai arruga un poco el ceño.

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—¿Esperar? ¿Esperar? —exclama Kumagai, un poco molesto—. Los
asuntos del país no admiten demora. Muchos son los que creen que el mejor
sucesor para tomar las riendas del gobierno es mi señor Tokugawa Ieyasu;
muchos, como yo. —Ha dicho esto último de forma vehemente.
La viuda Chiyome no se sorprende. En el gran país de las muchas islas,
hay ya muchos clanes que seguirían al señor Ieyasu hasta la muerte. Se dice
que los tesoros de la casa Tokugawa son quinientos hombres capaces de
echarse al agua y al fuego por su señor, sin dar más valor a sus vidas que al
rocío o al polvo.
—Señor Kumagai —dice la mujer con voz suave—, agradezco su
confianza, pero debe tener cuidado con a quién revela esto: podrían acusarlo
de rebelión. De momento y aunque no nos guste —susurra la viuda—,
Hideyori es el sucesor del regente imperial.
—Tiene razón, honorable, pero, dentro de poco, y fíjese que sucederá más
rápido de lo que piensa, tendrá usted que elegir bando. Y ya se sabe que mi
señor Ieyasu es el señor de la guerra y que sus orígenes son nobles…
—¿Eso lo dice por el fallecido gobernador?
Kumagai no oculta que despreciaba al gobernador Hideyoshi. Un samurái
no desciende de campesinos.
—Honorable, no poseía linaje. Lo más cerca que estuvo de ser guerrero
fue cuando ejerció de portador de sandalias del gran Oda Nobunaga.
—Pero convendrá conmigo en que se esforzó mucho para ser reconocido
por la clase noble —dice la mujer.
—Si por esfuerzos se refiere, honorable, a que hizo todo lo posible por
ocultar su origen, dedicándose al estudio de la ceremonia del té y de la
poesía…
—Bueno, en concreto me refería a que logró ser adoptado por el noble
cortesano Konoe Sakihisa —se explica ella.
—Honorable Michozuki, siempre fue un mono —sentencia Kumagai.
—No se puede kaigara de umi wo hakaru[1] —exclama Mochizuki
Chiyome, divertida—. Aún recuerdo, hará de eso más de diez años, la gran
ceremonia del té que organizó en el santuario de Kitano: un evento
extravagante donde Hideyoshi exhibió su mejor cerámica. Él personalmente
preparó el té para unos pocos afortunados.
—¿Para unos pocos? —dice Kumagai, y luego aclara—: Fueron más de
ochocientos. Sobrepasó al shôgun Ashikaga Yoshimitsu en extravagancia. Yo
estuve allí, pero no recuerdo haberla visto a usted.

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—Ya sabe que no es bueno hacerse muy visible en la corte, es mejor estar
cerca del sol para sentir su calor, pero tampoco demasiado cerca, no vaya a
quemarnos.
Kumagai asiente con la cabeza.
—Si no, que se lo digan al sobrino de Hideyoshi, Hidetsugu. Su tío le
ordenó rajarse el vientre y practicarse sepukku cuando nació su hijo Hideyori,
y todo para asegurarse la sucesión.
—Ve, mi señor Kumagai, ese pobre terminó quemándose… —Chiyome
sonríe, pero no muestra los labios cuando lo hace, sino que refugia su sonrisa
tras el abanico rojo, que se agita como las alas de una mariposa—. Hideyoshi
era capaz de eso y de más. La verdad es que nunca conocí a un hombre tan
intrigante…, y tan listo. ¿Cree mi señor de Kumagai que los partidarios de un
hombre así lucharían contra el señor de la guerra para asegurar la regencia
imperial?
—No lo sé, honorable; quizá crean que ha llegado el momento de enviar a
mi señor a la sombra.
Mochizuki Chiyome está un poco aburrida de tanta conversación. Ella es
una mujer de negocios y quiere cerrar un trato con Kumagai Yoshikyo. Por
eso se decide a centrar la charla en sus intereses.
—Si quiere que sea sus ojos y sus oídos en la corte, mi señor, debe saber
que mi servicio no es barato. Necesitaría infiltrar a una de mis kunoichis en
palacio, y eso es difícil y además muy arriesgado.
—Conozco la dificultad —dice Kumagai. Toma otro sorbo de té—. Pero
creo que podemos ponernos de acuerdo en el precio —sentencia.
Mochizuki Chiyome abandona el abanico en el suelo. De forma delicada,
levanta el chawan para sorber también un poco de té. El señor de Kumagai sin
duda pagará lo que le pida.
—He oído que sus estudiantes no solo son expertas en artes marciales,
sino también en otras muchas disciplinas —señala él de pronto.
—Sí —dice la viuda, mientras deja el chawan sobre la mesa baja y se
alisa los pliegues del kosode—. Las entreno para que puedan cumplir su
misión con la máxima eficacia, y para ello deben también ser expertas en
otras disciplinas, como los samuráis.
Kumagai Yoshikyo eleva el arco de sus cejas en un gesto reflejo. Si Yuuki
hubiera estado allí, sin duda habría recriminado a la viuda Chiyome ese
comentario, y él estaría de acuerdo. Un samurái nunca puede ser asemejado a
un ninja. Las kunoichis de Chiyome son guerreras muy capaces, pero

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desconocen la senda de la espada y no siguen el código de honor estricto de
un samurái.
La viuda, como leyendo los pensamientos de Kumagai, se apresura a
aclarar:
—Me refiero a que mis estudiantes deben prepararse también como los
verdaderos samuráis, poderoso señor. Evidentemente, no se puede equiparar a
un ninja con un samurái, aunque le aseguro, señor de la montaña, que la
mayoría de las veces, como guerreros, son igual de efectivos. Por ejemplo,
una disciplina que mis mujeres dominan a la perfección es la religión.
—¿Religión? —pregunta extrañado Kumagai.
La viuda vuelve a mover su abanico de forma suave. Al hacerlo, un
mechón de cabello se le escapa del moño y danza en su cuello siguiendo el
baile de la brisa.
—¿Cómo cree que pueden pasar desapercibidas por los caminos, si no es
disfrazadas de mikos? Las doncellas del santuario vagan libremente por el
país sin despertar sospechas —explica Mochizuki.
—¡Qué hábil! —reconoce Kumagai, mirando con cierta admiración a esa
mujer que ahora baja la mirada y vuelve a esconder la boca tras el abanico—.
Hablaremos más tarde del precio, si le parece, honorable, pero ahora —dice
Kumagai resuelto— será mi invitada en el clan de la montaña.
Mochizuki Chiyome inclina levemente la cabeza.
—El poderoso señor de la montaña tiene razón, como sospecho que tiene
siempre. Discutir de dinero es algo vulgar, yo prefiero dedicar ese tiempo a
otras cosas —dice ella con voz seductora.
La mirada de la atractiva viuda se encuentra un momento con la del
hombre.
—¡Inutaisho! —llama Kumagai.
Al punto, la sombra del señor de la montaña se postra a sus pies.
—Que preparen mi estancia y que dispongan todo para alojar en ella a
nuestra invitada —ordena.
El fiel Inutaisho hace una reverencia.
—Así se hará, mi señor.
—Y dile a Yuuki que hoy no cenaré con ella —añade Kumagai.
—¿Qué estancia debo preparar a mi señor? —quiere saber Inutaisho.
Kumagai responde, pero cuando lo hace mira con sus profundos ojos
negros a la atractiva viuda Chiyome:
—¿Te he dicho yo que debas preparar otra estancia para mí?

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El criado vuelve a inclinarse ante Kumagai, maldiciendo la mala hora en
que se le ocurrió la pregunta. Pero hace mucho tiempo que su señor no
duerme acompañado.

Es noche cerrada en el clan de la montaña.


Todo está en silencio, pero Yuuki Kitsune no puede dormir.
El monte Fuji es una gran sombra perfilada en la noche.
Yuuki camina despacio arrastrando las mangas de su delicado kosode
blanco mientras sus ojos también se oscurecen y se nublan de lágrimas.
Porque, en la estancia de Kumagai Yoshikyo, un abanico rojo ha dejado
por fin de bailar con el viento.

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Capítulo 13

Ushi no koku Mairi

—Esto es lo que me ha pedido, gran señor.


El anciano kataribe inclina la cabeza al tiempo que alarga sus manos
hacia el maestro Kigei. Cuando lo hace, su cuerpo adopta una curiosa figura,
ya que tiene que sostenerse sin la ayuda del bastón. Pero esa es la forma
correcta de ofrecer algo a un samurái, con ambas manos.
Kigei Arima se muestra complacido al recoger el wara ningyo que el
anciano le tiende.
El pequeño muñeco de paja tiene la cabeza y las extremidades anudadas.
—Muy bien, viejo. ¿Dónde están los gosunkugi?
El kataribe saca dos clavos de hierro del interior de su hakama. Pero antes
de dárselos, quiere saber algo.
—Gran señor, ¿está seguro?
El maestro Kigei agarra al viejo por el brazo y le quita lo que esconde en
su mano.
—Gran señor, es importante que los clave en un árbol de cedro y que lo
haga a la hora del buey…
Kigei lo interrumpe:
—Kono yaro[2], no es la primera vez que hago el ritual Ushi no koku
Mairi. Muchos poderosos han caído ante mí por imperio de esta magia negra.
Sé lo que hay que hacer.
El anciano calla y mira al maestro a través de sus ojos llenos de niebla.
Pero al kataribe no le hace falta ver para conocer el corazón de las personas.
El alma de Kigei es un pozo oscuro.
—Ni una palabra de esto a nadie, si no quieres que tu cabeza se separe de
tus hombros —advierte Kigei.
El kataribe inclina su espalda encorvada hacia delante.
—Mi señor puede estar tranquilo. Soy su más fiel servidor. —Hace una
pausa—: Mi señor también conoce que nadie puede verlo practicando el
ritual, ¿verdad?
El maestro Kigei maldice de nuevo.

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—Gusano insignificante, ¿no te he dicho ya que no es la primera vez que
lo hago? ¿Es que acaso tus ojos llenos de telarañas no ven que estoy vivo?
Aquí estoy, y eso es porque nunca nadie me ha visto hacerlo. Sé que, de otro
modo, la maldición hubiera recaído sobre mí, y yo no estaría aquí perdiendo
el tiempo con un inmundo como tú.
El kataribe calla. No es conveniente hacer enfadar a Kigei.
—Vete ya. ¿A qué esperas? —ordena al anciano.
El kataribe se inclina de nuevo, pero antes de irse pregunta:
—¿Desea mi señor que descorra el velo de su destino?
A Kigei le tienta la providencia.
—¿Por qué no, viejo?
Kigei extiende la mano derecha, y el kataribe baja la mirada para observar
mejor las líneas que se cruzan y que son como senderos que se anudan entre
sí.
—Mi señor, su mano es fuerte. Una mano que ha domesticado espadas y
maneja con destreza el bô…
—Viejo —interrumpe Kigei—, eso ya lo sé. Dime algo que no sepa.
—Paciencia, gran señor. Las líneas de su mano son los ríos de la vida, y
para navegar por ellos se necesita calma.
Kigei aprieta los dientes. Es algo que hace cuando algo le molesta.
El kataribe detecta la rigidez en la mandíbula del hombre y se apresura a
decirle lo que desea escuchar.
—Mi señor no tiene de qué preocuparse: su destino es la gloria. Su vida
será larga, próspera y estará llena de sake, y también de oro.
El maestro relaja la mandíbula y eleva la comisura de sus labios en una
ligera sonrisa de satisfacción.
—Tsukiyo ni kome no meshi[3] —recita el kataribe.
—Me gusta lo que dices, anciano. Si continúas así, te daré algunas
monedas hoy.
—El futuro está en el pasado. —El kataribe prosigue con la predicción—.
El pasado está en el futuro. La nieve borra el sendero. La noche es larga. Hay
una pequeña sombra, pero tú, como un dios, cubierto de oro, verás a los
mortales postrarse a tus pies.
—Estas palabras son inciertas, viejo —exclama Kigei—. ¿Qué significan?
—Lo ignoro, gran señor. El destino es el lugar al que nos dirigimos. Para
unos, ese camino ya está marcado, pero para otros el sendero se construye a
cada paso. Yo solo puedo ver señales a través del velo. Lo inevitable a veces
solo es un juego de azar.

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—Bueno —dice Kigei—, el único destino del que podemos estar seguros
es la muerte, así que de momento me quedaré con la muchacha, el sake y el
oro.
—¿Desea conocer, gran señor, su suerte en el amor?
Kigei Arima prorrumpe en una sonora carcajada.
—¿El amor, el amor dices, viejo? Solo existe el amor que se compra con
monedas, así que yo soy muy afortunado en el amor mientras el poderoso
señor de Sakura siga pagando por mis servicios.
Kigei extrae de una bolsa que lleva colgada al cinto algunas monedas y se
las da al kataribe. Luego se aleja.
El anciano se guarda las monedas mientras la recia silueta del maestro de
artes marciales se confunde con la línea que dibuja el sol en el horizonte.
Entonces, recita de nuevo en voz baja:
—El futuro está en el pasado. El pasado está en el futuro. La nieve borra
el sendero. La noche es larga. Hay una pequeña sombra, pero tú como un
dios, cubierto de oro, mirarás a los mortales postrarse a tus pies.
Y una enigmática sonrisa se dibuja en su rostro.
Kigei Arima está satisfecho con el futuro que le ha desvelado el recitador
del clan. Ahora tiene que centrarse en realizar el ritual.
No tiene prisa. Lo hará cuando consiga piel, sangre, pelo o uñas de Sakura
Tomokyo.
De la misma forma que el gusano de seda devora la hoja poco a poco, él
irá mermando la suerte de su señor.
Shioda, el heredero del clan del cerezo, es, sin duda, mucho más
manejable que su padre.
A la hora del buey, Kigei se encamina hacia el misterioso bosque de
robles. La luna llena ilumina el shinboku, el árbol sagrado de apariencia
espectral donde viven los kami.
Sus ramas, brazos de muerto que quieren llegar al cielo, se agitan en el
aire. Una soga le ciñe el tronco, sujetándolo a la aspereza del mundo mortal.
Kigei conoce cómo realizar el ritual de maldición para que tenga
resultado. Como ya le dijo al kataribe, no es la primera vez que lo hace.
A su mente acude el recuerdo de otros bosques y otros árboles, y de la
última vez que rogó a los kami para que maldijeran a un hombre.
No obstante, el guerrero que maneja con destreza el bô y que abre la
cabeza de sus enemigos en dos siente temor ante aquel fantasma que ahora se
eleva poderoso, retorciéndose hacia el cielo negro de estrellas.

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En aquel árbol habitan los kami, y perturbar su descanso puede acarrear
funestas consecuencias.
Toma el primer gosunkugi, mira a todos lados y, con un pequeño martillo
de madera, lo clava en el troco del árbol junto con el muñeco de paja.
El wara ningyo está vestido como Sakura y tiene mechones de su cabello.
Toc, toc. El clavo se introduce más. El árbol está herido. Los espíritus
tendrán que obedecer la imprecación.
Un lastimero quejido se escucha en la noche, o quizá sea solo el grito de
un búho.
Kigei no se queda a comprobarlo. Se marcha deprisa.
El eco de sus pasos se pierde en el bosque y se enreda entre los altos,
altísimos árboles que parecen gigantes de otro mundo.
Kigei Arima volverá.
Debe repetir el ritual durante siete noches seguidas, clavando un
gosunkugi cada vez.
La última noche, cuando Kigei inserta el último clavo, la cabeza del
muñeco está casi desprendida de su cuerpo.
El hombre sonríe alzando sus finos y apretados labios en una mueca cruel.
El wara ningyo parece una destrozada marioneta del teatro Bunraku.
Kigei alza desafiante su rostro a la luna y susurra en voz baja:
—Mitsureba Nakuru, cuando ha crecido, mengua. Es lo que pasará
contigo. Tu suerte empezará a menguar, como la luna. Y después, perderás la
cabeza.
Una ligera presencia se mueve tras un árbol.
Kigei escruta la oscuridad, pero no consigue ver a nadie.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
Su voz se enreda en el aire, pero no obtiene respuesta, solo el eco de sus
propias palabras.
Una segunda vez.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
Nada.
«La imaginación a veces juega malas pasadas», piensa.
Intenta entonces ocupar su mente con pensamientos agradables; una
botella de sake lo aguarda, incluso puede que también alguna mujer. Pero es
inútil en aquel escenario trágico, donde el shinboku se eleva herido y
amenazante.
Kigei se marcha.

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Atrás deja el bosque de robles y el esperpento sin cabeza clavado en el
árbol sagrado.
Está llegando ya al feudo de la casa del cerezo cuando vuelve a sentir la
amenazadora presencia.
Mira atrás.
No ve a nadie, pero, por encima del ruido de sus pasos, percibe el eco de
otros gemelos.
Se detiene un momento, y el sonido cesa; pero, al reanudar la marcha,
aquel susurro de pisada, al principio imperceptible, se hace cada vez mayor.
Un sudor frío le empapa el cuerpo. Esgrime en el aire la espada.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
Pero de nuevo nadie responde.
Poco a poco, el rumor de pasos se disipa, hasta quedar convertido en un
susurro lejano que se pierde en la noche.
Ya llega.
Ya llega por fin.

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Capítulo 14

Dos mujeres en el baño

Por la tarde, la temperatura es suave en la provincia de Kai, en el feudo de la


montaña.
La viuda Chiyome, tras tres días en el clan, se dispone a regresar al
amanecer del siguiente. Ahora está tomando un baño.
Los siervos han llenado la gran tina de madera con agua del lago Shoji. En
la superficie del agua flotan nenúfares.
Mochizuki Chiyome tiene todo el cuerpo sumergido excepto los hombros.
A ratos, pequeñas libélulas azules se posan en ellos. También descansan en su
moño, que ahora luce adornado con unas horquillas vivas y brillantes.
Han colocado la tina en una parte escondida del jardín, y desde allí la
viuda puede ensimismarse con la visión del monte Fuji.
—Perdón, honorable Mochizuki Chiyome, no sabía que estaba tomando
un baño —se disculpa Yuuki Kitsune, apareciendo en el jardín y
sorprendiendo a la viuda.
—La temperatura de hoy es agradable para relajarse —dice la viuda,
mientras que se recorre suavemente uno de los brazos con la tenugui.
Yuuki Kitsune hace una leve inclinación de cabeza y se dispone a
marchar, pero Mochizuki Chiyome la detiene.
—Gran zorro del este, creo que así la llaman, ¿no es así? No tiene por qué
irse, me agradaría que se uniera a mí en el baño. La tina es lo suficientemente
espaciosa para dos personas.
Yuuki vuelve a inclinar la cabeza.
—No, no se preocupe, volveré más tarde.
—Sería un deshonor para mí que rechazara mi invitación —insiste.
Yuuki entonces recuerda las palabras de Kumagai, y sabe que tiene que
comportarse como una buena anfitriona.
Deja la naginata apoyada en un árbol cercano, desata el obi con el que se
ciñe el ondulante kimono de tul claro y, ya solo con el yukata, se introduce en
la tina junto a la viuda Chiyome.
Un penetrante perfume de jazmín se disemina en el aire.

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—¿A que el agua está agradable? —pregunta Chiyome.
Yuuki asiente con la cabeza.
La verdad es que le resulta incómodo compartir un espacio tan reducido e
íntimo con aquella mujer.
De pronto, la viuda hace una pregunta corta pero sorprendente:
—¿Lo ama?
Yuuki, asombrada, solo acierta a mascullar:
—No sé de qué me habla, honorable.
La viuda sonríe, con esa sonrisa que ha logrado volver loco a más de un
hombre.
—Sí, lo ama —afirma luego con la mayor naturalidad.
Yuuki Kitsune baja la mirada.
—No sé a quién se refiere…
Chiyome vuelve a sonreír.
—A Kumagai Yoshikyo, por supuesto.
Yuuki permanece en silencio. No entiende cómo aquella mujer ha podido
percatarse de su secreto.
—He de pedirle disculpas, O-yurushi kudasai[4], creo que mi
comportamiento durante estas noches ha podido ofenderla…
—No —la interrumpe Yuuki—, no tiene por qué pedirme disculpas.
Kumagai es libre para hacer lo que desee.
—Sí, pero, si yo me hubiera dado cuenta antes de que lo amaba, no
hubiera dormido con él. Créame, sé lo que es el amor y lo que puede llegar a
doler —afirma Mochizuki Chiyome—. Aunque debe saber que lo nuestro
solo son negocios.
Mientras, las libélulas siguen bailando en su moño.
A la mente de Yuuki acuden ahora los recuerdos. El viento entre los
cerezos sonaba como una canción lejana cuando Kumagai bajó de su caballo
para pedir la mano de su hermana Otohime. Su padre, Naoki, «el árbol
honesto», señor de Izu, la entregó al señor del clan de la montaña aquella
mañana en la que el longevo sauce goshinboku, de más de cien años, se
agitaba con el espíritu de mil kami.
Yuuki Kitsune, el zorro blanco, soñó aquella noche con un kokemono de
nieve que cambiaba de estación.
—Él se casó con su hermana, ¿verdad? —quiere saber la viuda—. ¿Cómo
era ella, se parecían?
—No, honorable —responde Yuuki—. Éramos muy distintas. Otohime
era mejor guerrera y muy bella. La llamaban Akemi[5].

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—Bueno, usted también es muy hermosa.
—Gracias —dice tímidamente Yuuki.
Durante un instante, flota el silencio como si fuera una libélula más en el
aire caliente.
Yuuki recuerda ahora la celebración de la luna de otoño, cuando Kumagai
y Otohime unieron sus vidas para siempre. Luego vino la desgracia en el
feudo y la muerte de su padre, «el árbol honesto», y de todos los demás
árboles del clan. Su madre también partió del mundo mortal, y ella se quedó
para siempre en la casa de la montaña.
—¿Él la ama? —quiere saber la viuda.
A Yuuki le resulta molesto continuar hablando de ese tema, aun así, para
no ser descortés, contesta:
—Honorable, nosotros somos uo to mizu, uña y carne, y eso es suficiente
para mí.
—Ya veo. Vive un amor despiadado. Su pena, zorro blanco, tiene la
forma de un frío cristal de nieve.
—Le agradezco su interés, honorable viuda Chiyome, pero todo está bien.
El tiempo de amar pasó, ya no somos los jóvenes que éramos. Mi cuñado
continúa amando a mi hermana Otohime, y yo tengo a mi cortadora de
libélulas —dice Yuuki posando su mirada en su naginata, que descansa en el
tronco del árbol.
—El amor no tiene tiempo ni edad —sentencia la mujer, mirando la
libélula dorada que revolotea sobre su cabeza—. El deseo sí, pero el amor, no.
Con todo, es mejor el deseo que el amor, porque el amor esclaviza para
siempre, mientras que el deseo nos deja libre. Bueno, quizás algún día… —
musita.
Yuuki esconde la mirada y la posa, como la libélula, en el monte Fuji.
Los árboles no saben de amor, ni la cumbre nevada conoce los pequeños
deseos mortales, pero de una cosa está segura: ella ignoraba cuán vacía estaba
su alma hasta que él la llenó.

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Capítulo 15

Inscrito en una pared en Hagi

—Padre —dice Tomoe—, ¿es cierto que habrá guerra?


Sakura Tomokyo pasea con su hija por la playa, en la provincia de
Choshû, en el clan del cerezo.
—¿Dónde lo has oído? —pregunta.
—En todas partes, padre —responde Tomoe, y luego añade con la energía
que da la juventud—, y estoy deseando que así sea. Ya tengo ganas de cortar
las cabezas de nuestros enemigos.
Sakura observa a su hija. No se equivocó con ella. No tiene más de quince
años, pero no hay ningún guerrero en el clan más valiente que ella ni que
maneje mejor la espada con ambas manos.
—Sí, habrá guerra, Tomoe —afirma Sakura. Y en sus palabras hay cierta
resignación.
Hace años, esa noticia lo hubiera alegrado, pero ahora se siente más
cansado que nunca, y la kazuisha, la paz duradera, le parece mejor.
Le gusta gozar de la contemplación de la belleza del mar y de las carpas
doradas del estanque, pero sabe que todo eso forma ya parte de un espejismo
lejano y que los años de paz pasaron. La guerra es inminente.
Aunque a veces Sakura Tomokyo también echa de menos el rumor de la
batalla, el olor de la sangre sobre el polvo, los estandartes de la flor del cerezo
cubriendo los valles y las montañas. Pero solo a veces.
—Ayer, cuando fui a Hagi con Shioda y el maestro —cuenta Tomoe—,
alguien había escrito en una pared sobre el señor Ieyasu.
—¿Qué ponía?
—Tokugawa Ieyasu es la voz de la cascada que crece.
El señor de Sakura baja la mirada y la detiene en las pequeñas piedras que
baña el mar.
—Bueno —dice en tono tranquilizador—, no te preocupes de eso ahora y
practica en el agua.
Tomoe se abre paso entre las olas. Viste la chaqueta y el pantalón
samurái. Un guerrero debe acostumbrarse a nadar con peso encima. Pronto

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conseguirá nadar con una pesada armadura y sostener mientras tanto por
encima de su cabeza el abanico de papel sin que se moje.
El maestro Kigei la ha adiestrado bien. Sakura ha supervisado el
entrenamiento de Tomoe en el estanque de aguas profundas que hay en el
clan. Ya sabe emplear las armas en el agua y permanecer mucho tiempo a
flote.
Después de una hora, Tomoe sale del agua.
Todo ese tiempo, Sakura ha estado sentado sobre los talones y con la
mirada perdida en el mar.
Tomoe sacude la cabeza para secarse el cabello.
El sol se oculta ya a lo lejos.
Sakura está en silencio, absorto en la contemplación del último rayo de
sol. La hora del ocaso es la que más le gusta. Ahora recuerda otras tardes que
morían en Choshû, y a su esposa junto a él. Su rostro se volvía dorado, y le
hacía parecer aún más hermosa.
—Padre —dice de pronto Tomoe—, Shioda dice que cuando el sol toca la
línea del horizonte se puede pedir un deseo y que este se cumplirá.
Sakura vuelve el rostro hacia su hija.
—¿Y tú qué pedirías, hija?
Tomoe se queda un rato pensativa y luego exclama:
—Creo que pediría permanecer así para siempre, sin que cambiara nada.
A los labios de Sakura aflora una sonrisa.
—Eso es imposible, hija, el cambio es inevitable y, además —añade—, es
lo único que permanece.
—Entonces pediría otra cosa.
—¿Qué?
—Padre, pediría, pediría…
Tomoe no termina de atreverse a preguntar algo que guarda en su corazón
desde siempre. Pero al fin no puede reprimir el impulso.
—Perdón, padre, me gustaría preguntar…
Sakura hace una inclinación con la cabeza, y entonces Tomoe sabe que
tiene permiso para formular su pregunta:
—Padre, pediría saber sobre mi madre —dice finalmente.
Sakura entonces arruga el ceño y oscurece el semblante.
—Padre…
Sakura levanta la mano y, con ese gesto, le ordena callar.
Pero esta no ceja en su empeño de saber:
—Perdón, padre, pero nunca me habla de mi madre…

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Sakura Tomokyo se toca el mentón con la mano y luego la deja reposar
sobre la espada que lleva en el cinturón.
—¿No has aprendido nada? Cuando te ordene silencio, debes obedecer.
Tomoe calla, pero sigue sin comprender. Ella necesita conocer cosas
sobre su madre: si se parece a ella, qué cosas le gustaba hacer, si llegó a verla
de niña…
—Solo quería saber, padre. Shioda me cuenta cosas de su madre, la que
fue su primera esposa, pero yo no puedo contar nada de la mía.
Sakura se va sin decir nada. Tomoe se queda allí sola.
La oscuridad empieza a devorar el mundo, y la playa queda desierta de
voces, excepto la de las olas.
Sakura recorre sin detenerse, sin mirar atrás, el camino que asciende a la
casa desde la playa. Quiere llegar cuanto antes al promontorio desde el que se
divisa el océano.
Una vez allí, manda llamar al kataribe para que le cuente de nuevo.

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Capítulo 16

Relato del vigésimo día del noveno mes

El viento de la guerra sopla.


En la provincia de Kai, el clan de la montaña se prepara para la batalla.
La noche anterior, el señor de Kumagai había presidido la cena de
despedida, con castañas secas, algas y orejas de mar, todo regado con sake.
A la mañana siguiente, las yoroi ya están limpias y relucen las mallas de
hierro y los remaches de cuero.
Los hombres están en el patio, montados a caballo, y portan las banderas,
insignias y estandartes del clan con la imagen de la montaña roja sobre fondo
negro.
Kumagai Yoshikyo también está ya sobre su montura, un corcel blanco
con la frente oscura. Su yoroi es negra con el do de color rojo, y el peto está
hecho de placas unidas con hilos, secreto de cada clan, tan resistentes como
para recibir el golpe de una espada y no sufrir rasguño alguno.
En los laterales de su kabuto, lucen unos wakidate en forma de cuernos,
rematados por unas pequeñas calaveras; y en el frente del casco, el maedate
con el emblema del clan de la montaña.
Una amenazadora omote de acero negro con pelos de crin blanca a modo
de bigote oculta su rostro.
Yuuki también viste la yoroi samurái y el kabuto con la enseña de la casa
Kumagai, pero no lleva omote. Por el contrario, se ha pintado el rostro de
blanco y se cubre el cabello con el casco. En la mano, porta la naginata.
Los hombres del clan miran a su señor. Saben que, con él dirigiendo la
batalla, no tienen que temer. Su sola imagen infunde terror entre sus
enemigos. Estos temblarán, como hacen siempre, bajo sus armaduras.

Lejos de allí, en la provincia de Choshû, en el extremo más occidental de la


isla de Hondo, el clan Sakura también se prepara para la contienda.

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Al maestro Kigei le brillan los ojos. Sakura le ha permitido participar en
la batalla, y su armadura reluce como ninguna.
Hace mucho tiempo que Kigei Arima no mide sus fuerzas de verdad con
nadie. Aún recuerda los tiempos en que podía luchar con varios hombres a la
vez y vencerlos sin dificultad. Ahora el alma le pide de nuevo matar y cortar
cabezas.
Kigei sabe que Tomoe, aunque es joven, ya está preparada para su
primera batalla.
—Trae mi yoroi —ordena Tomoe a su sombra.
Kurai se apresta a cumplir el mandato de su señora y corre a buscar la
dorada armadura. Le ayuda a ponérsela: comienza por el do para proteger el
pecho y continúa con las placas skikoro, las sode, las suneate y los kote.
Luego le anuda el uwa-obi, y por último le ajusta el kabuto con el símbolo del
cerezo.
Tomoe resopla. Pesa todo mucho, demasiado. El calor es sofocante dentro
de esa jaula de placas y láminas de metal. Aún tiene que acostumbrarse.
—Sombra —dice a su sierva—, eleva tus plegarias a los dioses por
nuestra victoria.
Tomoe nunca llama a su sierva por su nombre, aquel que le puso Kigei.
Siempre la nombra «Sombra». Sabe que la vida de la joven está unida a su
destino, y no cree conveniente tratarla con demasiada familiaridad. Al fin y al
cabo, es un perro más, cuya existencia solo encuentra justificación en la suya.
Tomoe se acomoda la omote. La máscara, de metal y tramas de bambú,
tiene forma de león. El señor de Sakura la encargó al armero para ella.
Mientras Tomoe monta a su caballo Hikari, piensa si será capaz de matar.
Nunca lo ha hecho. Ignora lo que es hundir la espada en un cuerpo vivo y ver
cómo mana la sangre. Pero está dispuesta a hacerlo. Es un samurái. Y necesita
demostrar a su padre que es digna de pertenecer al clan.
Cuando mira a Shioda, se le acelera el corazón. Cabalgará con ella en la
batalla. Ese pensamiento ha irrumpido de pronto en su interior y la hace
sonreír. Ella no teme a la muerte, pero ahora que Shioda está a su lado,
menos. No le importa morir junto a él; abandonar este mundo después de
haber luchado con honor.
Shioda lleva una pesada armadura, como su padre. Ambos lucen sendos
cascos con crestas laterales y una frontal donde se inserta el maedate con el
emblema de la casa Sakura: un disco plateado con el dibujo de una flor blanca
de cerezo de cinco pétalos dentados.

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Tomoe se sitúa a un lado de su padre; su hermano, al otro, y entonces el
señor de Sakura da la orden de avanzar.
Suena el jinkai mientras aquellos hombres que van a pie golpean
rítmicamente los tambores.
Algunos criados transportan la tienda, cubierta con pan de oro y forrada
con tela roja, donde se servirá el té.
Hace calor para ser el noveno mes.
Un aire cálido mueve las ramas de los árboles.
El ejército de Sakura se mueve.
Kurai los ve marchar en silencio. A su lado, un perro le lame la mano.
Mantiene la mirada fija en la comitiva de guerreros que marchan, quizá, a
una muerte segura. A medida que ve alejarse las brillantes armaduras y el
sonido de los tambores se escucha de fondo, siente más profunda la orfandad.
No tiene miedo de que su señora pierda la vida en el campo de batalla,
aunque eso suponga que ella también caería. Lo que de verdad le aterra es que
Shioda desaparezca; que su risa se extinga para siempre en la mañana; que sus
ojos del color de los líquenes no la vuelvan a mirar jamás.
Ella solo es un perro, una sombra de la poderosa hija del señor de Sakura,
pero tiene alma. Y, aunque todos la traten como un animal y duerma en el
cobertizo donde viven las bestias, su alma es libre para soñar con los ojos
verdes del heredero del clan Sakura.
Los guerreros, en la lontananza amarilla, ya no son más que una hilera de
insectos cuando Kurai regresa al establo mientras reza a los invisibles kami
por la suerte de Shioda.
El ejército del cerezo avanza resuelto, triunfantes son los acordes del
canto de sus trompetas de concha.
Ya no se ve el mar.
Atraviesan extensos arrozales y campos de cerezos. Les espera un largo
camino.
Los espías han revelado que los hombres de Kumagai tienen previsto
marchar hacia la provincia de Owari no kuni, el lugar que vio nacer al extinto
guerrero Oda Nobunaga.
Tomoe sabe que aquello es una señal de los kami.
Conoce la historia del extravagante samurái desde niña. El belicoso señor
Nobunaga, que vestía hakamas de piel de tigre y se enfrentó a más de
cuarenta mil soldados treinta años atrás, logró vencer en la batalla de
Okehazama al ejército de Imagawa Yoshimoto gracias a un ataque sorpresa.

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Él fue aliado de Tokugawa Ieyasu, y su muerte fue vengada por Toyotomi
Hideyoshi, el actual gobernador.
El señor de Sakura pretende también sorprender al enemigo en el río
Tenryu-gawa, el río del dragón del cielo.
El camino hacia Owari no kuni es largo, pero al fin divisan las banderas
de la montaña al otro lado de la corriente.
El señor de Sakura ordena plantar una gran cantidad de estandartes a todo
lo largo de la ribera. Una estrategia para hacer creer a los enemigos Kumagai
que los superan en número.
Esa noche los tambores redoblan en ambas orillas del torrente. La luna
ilumina el agua y la oscuridad se enciende con los faroles de las tiendas de
campaña.
—¿Tienes miedo? —pregunta Shioda a Tomoe.
Ella lo mira con dulzura.
—Un poco.
Shioda hace un leve gesto de afirmación con la cabeza.
—Eso está bien —le dice—. Un samurái debe ser consciente del peligro y
mantenerse en un estado constante de alerta.
—Las manos me tiemblan, no dejan de temblar. —Tomoe le muestra las
manos blancas.
—Es el temblor del guerrero —explica Shioda.
El chico posa sus ojos en los de ella, y Tomoe baja la mirada turbada.
—Serás una mujer muy bella —afirma él sin dejar de observar el delicado
rostro de ella, su cabello negro y largo, el dibujo de sus senos dentro del
kimono.
—¿Serás una mujer? —se enfada Tomoe—. ¡Ya soy una mujer!
Shioda ríe. Y su risa se extiende más allá del paisaje y de las montañas.
—Cuando seas una mujer —sentencia—, me casaré contigo.
Shioda se va, y Tomoe se queda sola. Mira las luces del campamento
enemigo al otro lado del río, preguntándose quién de todos aquellos hombres
perderá mañana la cabeza bajo el imperio de su espada.
Después, quema una vara de incienso con aroma a loto dentro de su
kabuto.
«Por lo menos, si alguno de esos bastardos Sakura me corta mañana la
cabeza, que huela bien», piensa.

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Capítulo 17

Fragmento de la batalla
en el río Tenryu-gawa

Esa mañana, el señor de Sakura y el señor de Kumagai se encuentran en


medio del río.
Afortunadamente, no llueve, porque cuando los dioses descargan su ira
sobre aquellas aguas que nacen en el lago Suwa y que desembocan en el mar
de Enshū, la corriente parece un dragón que se agita.
El Tenryu-gawa es ancho, aunque no profundo. Los caballos pueden
cruzarlo sin dificultad.
El protocolo marca que, antes de empezar una batalla, cada uno de ellos,
como jefes de su clan, relaten sus proezas.
Frente a su oponente, el señor de Kumagai es el primero en recitar su
poema de muerte:

Yo soy Kumagai Yoshikyo, la Montaña.


Yo soy el que se distinguió en las batallas de los territorios del norte.
Sigo el alma de mi espada, que me enseña el camino del guerrero.
Mi fuerza radica en mi espíritu.
No me importa morir en esta batalla, porque no aspiro a la vejez,
sino a la gloria.
La vida solo es rocío sobre la hierba.

Luego le toca el turno al señor de Sakura, que grita a lomos de su caballo:

Mi nombre es Sakura Tomokyo,


y como la flor de cerezo, aspiro a tener una vida breve,
porque moriré en el campo de batalla.
Nací para servir a mi espada,
esta que ha cortado más de cien cabezas de hombres valientes.
Gané muchas batallas y hoy he decidido enfrentarme a ti, la
Montaña, con la fuerza del ímpetu y la serenidad.

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No tendré que esperar demasiado para que tu cabeza cuelgue de mi
cinturón.

Los generales deciden que la batalla comenzará cuando el sol se ponga y,


tras saludarse con una leve inclinación de cabeza, se retiran a dar las últimas
instrucciones a los soldados.
El sol está cayendo desde el cielo, cuando comienza la lluvia de flechas.
Los disparos retumban en el aire para llamar a los kami para que
presencien las muestras de valor en la batalla.
Muchos son los hombres que caen a ambos lados del río.
Después, las tropas de infantería, lideradas por samuráis a caballo, se
encuentran en medio del agua. Bailan las espadas en el aire y se estrellan
contra las corazas.
Tomoe se mantiene en su caballo. Tiene puesta la armadura, aunque no la
máscara de león. Muestra un rostro sombrío y expectante.
El señor de Sakura le ha ordenado que se quede en la retaguardia, pero
ella no hace caso y avanza hasta situarse entre las filas enemigas. Su maestro,
a su lado, la mira por unos instantes.
Nunca se vio tanto valor.
Tomoe descarga la espada con la mano izquierda. Desde la grupa de su
caballo, alza la hoja y corta brazos y piernas de guerreros Kumagai. La sangre
roja salpica su armadura. Escucha el sonido que hacen los cuerpos de los
caballos cuando caen al agua, pero está concentrada en luchar.
No se para a pensar qué es lo que siente. La propia inercia de la batalla la
empuja a seguir.
Un hombre intenta defenderse, pero Tomoe le agarra la cabeza y la siega
de un solo corte.
El cuerpo del hombre se aleja cabalgando, y Tomoe, con un movimiento
rápido, mete la cabeza en la bolsa que cuelga de su montura.
Allí, los ojos siguen abiertos, quizás aún sorprendidos por la muerte.
Shioda va a su encuentro.
Una flecha disparada al viento está a punto de clavarse en el pecho de la
chica, pero Shioda consigue desviarla hábilmente con la katana.
—Fuera, vete —le grita.
Tomoe espolea a su montura y cruza el río entre los hombres de Sakura
que se preparan para una nueva avanzada.
Ya está en el campamento, a salvo.
Mira atrás, a la batalla que discurre en medio del río.

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Entonces ve que un hombre con una armadura negra y coraza roja la mira
desde su caballo.
A su alrededor caen las flechas, vuelan las espadas, se cortan cabezas,
pero él está quieto, mirándola.
Es como si el tiempo se hubiera parado, como si la batalla hubiera cesado
para él. No lucha, no se defiende. Una flecha casi lo roza, una espada casi lo
corta, pero él sigue ahí impasible, mirándola.
Es el señor de Kumagai, que tiembla dentro de su coraza de cuero y metal.
Es la primera vez que lo hace, porque allí, al otro lado del río, entre las filas
enemigas, ha visto a una mujer que es, que parece ser, su mujer muerta. Tiene
el mismo rostro, el mismo porte a caballo que Otohime, pero es más joven.
—No puede ser —susurra.
El señor de Kumagai no ve una espada que se dispone a caer sobre su
cabeza. Yuuki detiene el golpe con la naginata.
—Kumagai —le grita—, ¿qué te pasa? ¿Es que quieres morir hoy?
La Montaña reacciona, y su espada vuelve a irrumpir con fuerza entre sus
enemigos.
Nadie gana esa tarde en el río Tenryu-gawa.
Cuando comienza a caer la noche, las tropas se retiran.
Los dos ejércitos descansan ya en sus campamentos a orillas del río.
Se pasan revista a las cabezas cortadas mientras el delicado aroma del té
se dispersa en el aire.
Tomoe mira la cabeza que ha cortado y se pregunta quién será aquel pobre
demonio.
Los samuráis peinan las cabezas segadas y ennegrecen los dientes con el
tinte ohaguro.
Al otro lado del río, Kumagai reflexiona. Solo tiene una explicación para
lo que ha visto durante la batalla: aquella joven es su hija perdida, raptada
cuando era niña. Nada más puede justificar que esa joven se parezca tanto a
Otohime. Y en su mente empieza a idear un plan para vencer de forma
definitiva a sus enemigos y recuperar a su hija.
Mientras, en el campamento Sakura, Tomoe sueña por primera vez con la
muerte y ve, mientras duerme, a una mujer hermosa vestida con un kimono
blanco de luto abrochado al revés.
Su rostro se parece mucho al de ella. Lleva el cabello suelto. Una cascada
de pelo negro le abraza la cintura. Sus ojos reflejan una honda tristeza.
Tiene una brecha abierta en la garganta. Parece que su cabeza va a
separarse del cuerpo.

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La mujer camina despacio hacia Tomoe. Está cerca, muy cerca, tan cerca
que las mangas de su kimono blanco, que se enredan en el aire, acarician el
rostro de la joven.
Tomoe no siente miedo. Sabe que hay un puente invisible tendido entre la
vida y la muerte, que son muchos los fantasmas que cruzan ese puente por las
noches.
Pero no puede evitar un estremecimiento extraño cuando la mano helada
del espectro le recorre lentamente la frente y se posa sobre su corazón.
Entonces despierta.
Un solo nombre acude a sus labios. Un nombre que no ha escuchado
nunca. Un nombre que aún no significa nada para ella. Otohime.

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Capítulo 18

Archivo de la emboscada
en el río Tenryu-gawa

Es noche cerrada. Las fogatas ya se han apagado.


Todos duermen en el campamento Sakura. Solo los centinelas vigilan las
orillas del río.
Hombres de negro cruzan el vado por la parte más accesible. Como años
atrás hiciera el guerrero Nobunaga, el silencioso ejército Kumagai se dispone
a sorprender al enemigo. Son sombras que no hacen ruido.
Para evitar ser delatados por el ruido de las pisadas y el tintineo de las
armas, han envuelto botas y armas en trapos.
Envueltos en una total oscuridad, cruzan el río y, ya en la otra orilla, se
colocan en formación kuruma gakari[6].
Una flecha certera rompe el aire y mata a un centinela. Una afilada espada
rebana el cuello de otro. Para cuando los guardias que quedan quieren dar la
voz de alarma, el ejército de Kumagai ya está en el campamento Sakura.
Parece que el destino lo favorece, porque una espesa niebla se levanta y
esconde a las tropas de la Montaña.
En el reducto Sakura, es imposible ver nada.
Un rumor sordo empieza a crecer entre la bruma y, de pronto, del velo de
niebla los samuráis de Kumagai en perfecta formación se lanzan al ataque
contra las sorprendidas tropas del señor de Sakura.
Suenan las trompetas alertando de la emboscada, pero los hombres del
campamento, aún somnolientos, no consiguen rechazar la primera oleada de
kuruma gakari, que funciona con mortal eficacia.
Cuerpo a cuerpo se enfrentan los samuráis de ambos ejércitos en feroz
combate.
Tomoe sale fuera de la tienda. En la mano izquierda, la espada; sujeto al
cinturón, el puñal corto. No le ha dado tiempo de ponerse la armadura. Solo
lleva un kimono amarillo y azul y el cabello recogido con una cinta.
Se lanza con ímpetu a cortar las cabezas de los hombres que ahora asolan
el campamento. Pero los hombres del clan de la montaña tienen orden de no

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matar a la joven mujer samurái que su señor ha visto en el campo de batalla.
De nada sirve su extraordinario valor, ni la pericia de Shioda con la
espada; como tampoco sirve de nada la sangre derramada por los guerreros
del clan Sakura.
Los estandartes de la flor de cerezo caen como flores en otoño.
El ejército Sakura es aniquilado.
Tomoe monta en su caballo, coge una lanza y se dispone a cargar sola
contra el enemigo. Pero los hombres de Kumagai, fieles al mandato de su
señor, se apartan de su camino.
—¡Cobardes! —les grita Tomoe—. ¿No queréis luchar con una mujer?
Yo os enseñaré el poder de mi lanza —aúlla.
Pero los samuráis no ofrecen pelea y eluden a la joven.
El maestro Kigei también lucha. Nunca se vio manejar el bastón bô con
tanta destreza. Los hombres caen a sus pies como piezas de go. De un certero
golpe, el bastón les abre la cabeza y les parte en dos.
Pero casi no quedan valientes generales en pie.
Todo está ya perdido para el clan del cerezo.
Sakura Tomokyo hubiera querido perder la vida en la contienda, que su
cuerpo fuera atravesado por la lanza enemiga y su última mirada se posara
como un pájaro en el campo de batalla, pero piensa en su hija Tomoe, y sabe
que ella salvará la vida si él rinde su espada.
Kumagai Yoshikyo pasea victorioso por el campamento hostil ahora bajo
su mando. Pasa revista a los hombres que aún quedan en pie.
El sol está naciendo e ilumina la sangre en los cuerpos vencidos,
mutilados, aniquilados.
La armadura negra y roja del señor de Kumagai refulge en la mañana.
Sus hombres lo aclaman y se inclinan a su paso.
Yuuki Kitsune está junto a él. Muestra un rostro fatigado, pero sus ojos
despiden el dorado brillo de los vencedores.
El señor de Sakura se postra de rodillas frente a la Montaña.
—Me has vencido, Kumagai Yoshikyo —le dice bajando la mirada—. En
este día triste, entrego mi espada y pido clemencia para mi familia y los
hombres que han luchado a mi lado con honor.
Sakura Tomokyo extrae su espada del cinto y la postra a los pies del señor
del clan de la montaña.
—¡Padre, no! —grita Shioda.
Pero Sakura continúa en su posición y no levanta la mirada del polvo.

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En silencio, uno a uno, los generales que han sobrevivido se arrodillan
junto a su señor. También lo hace el maestro Kigei; apacigua su bastón ante el
enemigo.
Los hombres de la montaña golpean a Shioda la espalda, obligándolo a
dejarse caer en el suelo:
—Arrodíllate, perro, ante el poderoso señor de Kumagai —le gritan.
Shioda intenta recuperar su puñal corto. Quiere morir con honor,
practicarse seppuku, pero el señor de Kumagai aparta el arma con el pie.
—No eres tú el que va a morir hoy —le dice.
Shioda levanta el rostro y mira con ira a su enemigo.
—Nunca someterás a un hombre como yo. Podrás doblegar mi cuerpo,
pero no mi voluntad —dice, apretando los dientes.
Kumagai lo mira complacido. Nada le gusta más que sus enemigos sean
orgullosos. Se saborea mejor la victoria cuando los vencidos son valientes y
no rinden tan fácilmente su espíritu.
—Mátame ahora, cerdo —sigue diciendo Shioda—, porque, si no lo
haces, juro que te cortaré la cabeza. Aunque tenga que nacer de nuevo, lo
haré. Juro sobre este campo de batalla que segaré tu cabeza y que tu memoria
se desvanecerá como el rocío. Si no me matas hoy, haré de esta tierra un
infierno para ti, y no descansaré hasta acabar con todos los de tu sangre.
—Es un honor haber vencido a alguien como tú —responde Kumagai—.
Quiero saber tu nombre.
Shioda lo mira desafiante.
—Soy Shioda, el heredero del clan del cerezo, el hijo del más grande
guerrero que jamás existió, el señor de Sakura.
—Me hubiera gustado tener un hijo como tú —dice Kumagai con
admiración.
—¡Perro de Kai! —exclama con ira Shioda.
Kumagai no desea matar al joven samurái. Sabe que la muerte es un
espejo en el que se refleja la vida, pero también que el momento elegido por
el azar es siempre mejor que el elegido por uno mismo para morir, por eso
esperará a que el destino decida la venganza de Shioda. Nada le gustaría más
que abandonar el mundo de los vivos por la espada del hijo de Sakura.
Tomoe, apresada, es conducida a presencia de la Montaña.
Ella sabe que es inútil seguir luchando, pero no desea rendirse al enemigo.
—Padre —exclama—, levántate, muere con honor.
Kumagai Tomokyo la mira y reconoce en su semblante otro antaño
amado. Entonces vuelve a la noche en que su hija desapareció en la ciudad de

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la luna mientras los farolillos encendidos volaban al cielo con el alma de las
recién nacidas flores de cerezo.
Observa un instante la empuñadura de la espada de Sakura con la efímera
flor, y luego dirige una mirada oscura al rostro de su enemigo.
Los ojos de Sakura y de Kumagai se encuentran. Un fuego que no se
apaga arde en la mirada de la Montaña.
—Eres un ladrón. Me robaste a mi hija —dice—. ¿Por qué lo hiciste?
Tomoe vuelve el rostro hacia su padre sin comprender.
—¡Kumagai es —exclama de pronto Yuuki Kitsune—, es…!
—Sí —afirma la Montaña—, es Mitsuki.
Yuuki Kitsune repara en el dulce rostro de Tomoe. Es como volver a ver a
Otohime. El destino ha querido devolverle en este día a la hija de su hermana.
—Mitsuki —exclama mientras una sonrisa aflora a sus labios. Luego
esgrime la naginata en el aire para golpear con ella a Sakura Tomokyo—.
Perro, mi cortadora de libélulas segará hoy tu cabeza —exclama, furiosa.
Pero antes de que Yuuki pueda esgrimir su hoja, Kumagai la detiene.
—Yuuki —le grita—, esta no es tu venganza, sino la mía.
Yuuki aprieta fuerte los dientes, pero obedece.
Entonces Kumagai Yoshikyo vuelve a preguntar a su enemigo:
—¿Por qué te la llevaste?
El señor de Sakura guarda silencio.
—Habla, perro, ¿por qué lo hiciste, por qué la robaste? —insiste.
Sakura sigue callado, y su mirada continúa desafiante.
—Padre —dice Shioda—, ¿es verdad que Tomoe es su hija, que es una
sucia del clan de la montaña?
Tomoe sigue turbada. Aunque es de día, la noche ha caído sobre su rostro.
Mira a Sakura sin comprender.
Al fin, el señor del cerezo exclama, decidido:
—Tomoe, no hagas caso de esa burda mentira. Tú eres mi hija, y te he
criado como tal. —Después, se dirige a Kumagai—: Cerdo, es mi hija. Yo la
he abrigado cuando era niña y le he enseñado todo lo que sabe. Yo he sido el
que la ha cuidado y el que la ha alimentado. Gracias a mí se ha convertido en
el mejor samurái de la tierra del sol naciente. Y ahora, bastardo, corta ya mi
maldita cabeza. Pero no podrás hacer nada: está escrito que la Montaña al fin
se moverá y caerá por la casa de cerezo. Está escrito.
Al señor de Kumagai le arden los ojos. Ya nada podrá detener su mano.
Saca la espada y la esgrime en el aire. Pero, antes de que pueda descargarla
sobre el cuello del señor de Sakura, Tomoe se pone delante para impedirlo.

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Es demasiado tarde. La espada ya ha iniciado su vuelo y no se detiene. Su
filo cae inexorable y rasga el rostro de Tomoe de arriba abajo.
La sangre mancha la tierra.
La joven se desvanece.
El señor de Kumagai se desmorona. Ha herido a su hija con la espada,
pero no por eso ceja en su empeño de arrebatar la vida a su enemigo.
De un golpe certero, corta el cuello del señor de Sakura.
Shioda mira cómo rueda la cabeza a sus pies.
Los ojos de su padre continúan abiertos, mirándolo, como si fueran a
existir siempre en aquel cráneo cercenado.
Jamás olvidará ya aquella mirada que vive un segundo en el rostro muerto
para pronto perder toda la fuerza y el brillo como la savia que mana de la
rama cortada de un árbol.
—Es cierto que la existencia, como el rocío de la noche y la escarcha de la
mañana, es breve e incierta, pero así es la vida del guerrero —dice—. Si me
dejas con vida, nos veremos más adelante, Kumagai, y entonces serás tú el
que pierda tu cabeza. Lo juro sobre la cabeza de mi padre, sobre su
desmembrado cuerpo. Lo juro por todos los dioses de este y del otro mundo.
Si me dejas con vida, tú y los tuyos moriréis.
Pero Kumagai ya no lo escucha. Ha ordenado que varios de sus hombres
carguen a Tomoe y la lleven a una tienda para curarle la herida. Entretanto,
otros pasarán por las armas a los generales de la casa Sakura.
—A todos menos a este joven samurái —ordena, señalando a Shioda.
El maestro Kigei se arroja a los pies del señor de Kumagai, con la vista
fija en el suelo.
—Soy Kigei Arima, maestro de samuráis, creador de la escuela de artes
marciales de Banshu —dice—. Si me dejáis con vida, juro por mis
antepasados que os serviré lealmente y que pondré mi talento al servicio del
clan de la montaña.
Kumagai mira con desprecio a ese hombre que se arrastra por el suelo
como un gusano. Es un uraginimono, un traidor. No le gustan los traidores,
pero sospecha que es el maestro que ha entrenado a Tomoe, y decide
perdonarle la vida, por el momento.
—Levanta, bastardo afortunado. Es tu día de suerte.
Kigei se incorpora muy despacio y, mientras lo hace, su mirada se dirige a
la cabeza de su antiguo señor, que mora en el polvo, huérfana de cuerpo.
Vuelve a la noche oscura en el bosque de robles. Aquella última noche
alumbrada por la luna espectral, cuando clavó el último gosunkugi en el árbol

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sagrado. Allí se quedó para siempre el desmembrado muñeco de paja con el
cabello de su amo.
Ahora, al ver la cabeza del poderoso señor en el polvo, sabe que por fin se
consumó la maldición Ushi no koku Mairi.
El sol ya está muy alto cuando el clan Kumagai abandona el campamento.
Atrás quedan cuerpos mutilados, sangre reseca y banderas con flores blancas
de cerezo inertes en el suelo.
Shioda se ha quedado solo en medio del desierto campo de batalla.
Se libera el cabello de la cinta que lo mantiene preso y se lo corta con el
puñal.
Recuerda las enseñanzas de su maestro, ahora convertido en traidor: «Solo
hay tres causas por las que un samurái decide cortarse el pelo: cuando
abandona las armas y consagra su vida a un monasterio, por deshonor y en
señal de luto».
El joven arroja su cabello cortado al viento. Luego prende fuego al
campamento.
El cuerpo sin cabeza de su padre arde en la pira funeraria. Las llamas lo
consumen todo y, momentos después, ya no queda nada que hable del clan de
la flor de cerezo. Solo ceniza.
Shioda se aleja en silencio. Sus pies dejan huellas en el campo yermo.
Ya no volverá jamás a ser el mismo. Un sentimiento que hasta ahora no
conocía empieza a roerle el corazón.

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Capítulo 19

Anales a través del espejo

Han pasado varios meses desde la emboscada.


Tomoe vive en la gran casa del clan Kumagai.
No ha vuelto a mirarse en el espejo desde entonces. Se palpa el rostro con
los dedos una y otra vez.
Lo recorre inquieta. Toca una cicatriz en forma de tajo vertical sobre la
mejilla, una brecha que le atraviesa el rostro como un ancho río.
El corte le llega desde la sien hasta la barbilla. El ojo derecho no puede
abrirlo bien; la espada le ha cortado el nervio.
Desde la ventana de sus aposentos, contempla el monte Fuji y se pregunta
si alguno de los dioses que habitan en su cumbre nevada puede devolverle su
vida anterior, el pasado en la casa Sakura, el amor de Shioda, su delicado
rostro sin lacra.
Ella se siente una prisionera en el feudo del señor de Kumagai.
No ha querido ver aún a la Montaña. No podría resistirse a matar a
Kumagai Yoshikyo, ese extraño que le ha arrebatado todo cuanto amaba,
incluida su belleza.
Hoy Yuuki está en su habitación. Ha permanecido a los pies de su cama
todo este tiempo, cuidándola.
La mujer intenta retirar el mechón de cabello que ahora siempre cubre el
rostro de la chica.
—Déjalo así —le pide Tomoe.
No quiere hablar. Siente que algo le aprisiona la garganta; una mano
poderosa que oprime también su alma y que permanece como una losa sobre
el corazón.
El zorro blanco del este observa a su sobrina. Le gustaría ayudarla, pero
sabe que mientras Tomoe siga pensando en la venganza será muy difícil
hacerlo.
—Tus pensamientos no son buenos —le dice Yuuki con dulzura—. Todo
lo que somos es el resultado de lo que pensamos, está fundado en nuestros
pensamientos, está hecho de nuestros pensamientos…

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—Entonces yo soy venganza —contesta Tomoe con rotundidad.
Yuuki vuelve la vista también hacia el monte que se extiende como un
gigante en la lejanía.
—Kumagai no es culpable. Él ha actuado según sus principios. Te quiere
y desea aceptarte como la hija perdida que ahora por fin ha recuperado. Él es
noble. Es un hombre singular, digno de admiración, y estoy segura de que
cuando lo conozcas podrás amarlo…, como todos lo amamos. —Yuuki
Kitsune vacila con las últimas palabras—. Sé que ahora no eres capaz de
comprender ni perdonar —prosigue—, pero llegará el día en que puedas
hacerlo.
—No, nunca perdonaré —dice Tomoe, mientras una lágrima rueda por su
rostro desfigurado.
—Llevas mucho tiempo en esta habitación, mirando por esta ventana. Tu
herida se ha curado ya. Debes salir al mundo, reanudar tu entrenamiento —
recomienda Yuuki.
Pero Tomoe la mira con resentimiento:
—Puede que la herida de mi rostro haya cicatrizado —murmura con
tristeza—, pero tengo una herida mucho más profunda en el alma, y esa es
imposible de curar.
—Cuando era niña, mi madre me hablaba de los dos lobos que habitan en
el corazón de las personas —explica Yuuki—. Uno es malvado, está lleno de
ira; el otro es bueno, está lleno de amor. Desde que nacemos, están en
continua lucha, y solo gana aquel al que tú alimentes.
Tomoe no dice nada; sigue mirando la montaña y el profundo lago Shoji
custodiado por lotos y bambúes.
La flor del loto nace en el fango, se alimenta de él, pero sus hojas tienen la
propiedad de rechazar cualquier cosa que caiga sobre ellas, incluso una gota
de agua.
A Tomoe le gustaría ser como la hoja del loto: resistente y flexible, bella
en medio del fango, sin que nada la llegue a tocar nunca.
Yuuki permanece en silencio. Sabe que aún es pronto para que todo se
coloque en su lugar, y también que el tiempo todo lo cura, por eso se
concentra en hablar a Tomoe de su madre Otohime. Le cuenta su
extraordinario valor en el combate, que siempre estaba dispuesta a enfrentarse
a sus enemigos, a caballo o a pie; cómo domaba caballos salvajes y cabalgaba
con ellos por las escarpadas cumbres de las montañas, la manera en la que
manejaba sus armas, la espada, el arco y la naginata.

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—Era más valerosa que cualquiera de nuestros guerreros —concluye con
orgullo.
Tomoe empieza a sospechar que la hermosa mujer que se le aparece en
sueños es su madre Otohime, su yurei. Siempre acude a ella en esa hora en la
que los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, se rozan.
Pero hoy Yuuki tiene un regalo para su sobrina.
—Toma —le dice, ofreciéndole la espada de su madre y una bolsa de
cuero.
Tomoe palpa la bolsa intentando averiguar qué contiene.
—Son las piedras de la felicidad de tu madre —le explica Yuuki—. Una
vez decidió meter un pequeño guijarro por cada día que hubiera sido feliz.
Tomoe extrae las piedras de la bolsa.
—Solo hay tres piedras —dice.
—Sí, solo tres. —Yuuki asiente.
Tomoe se queda pensativa, y luego pregunta:
—Yuuki, ¿qué le pasó a mi madre?
El zorro blanco del este deja que su mirada se pierda en el horizonte. No
dice nada.
—Sospecho que se suicidó —dice Tomoe.
—¿Por qué piensas eso? —pregunta Yuuki Kitsune. Un escalofrío le
recorre la espalda.
Tomoe no quiere explicarse. No desea contar a Yuuki que su madre se le
aparece en sueños con el cuello abierto.
Pero seguramente Yuuki la hubiera entendido.
Tomoe cree en los yurei, en las sombras de los fantasmas que no se han
marchado del todo. Ella puede verlos tras los árboles, surgiendo de las
oscuras aguas de los pantanos. Se ha criado con los relatos del anciano
kataribe del clan del cerezo, donde los fantasmas están presentes en el mundo
de los vivos.
—Tu madre grabó un poema de muerte en su abanico y luego se cortó el
cuello con él —dice al fin Yuuki.
Esta declaración no sorprende a Tomoe. Se esperaba algo así.
Y entonces Yuuki le habló de la pericia de su madre con el tessen de
hierro. La aparición tiene una brecha abierta en la garganta.
—Si mi madre hizo eso, era porque había perdido el honor o porque no
era feliz. ¿Por cuál de las dos razones fue? —quiere saber Tomoe.
—No lo sé —contesta Yuuki—, pero, si no te importa, no deseo seguir
hablando de esto. Hace ya tiempo, pero aún me duele…

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Tomoe no insiste. Vuelve su rostro a la ventana, hacia la montaña nevada.
Yuuki desaparece un momento de la estancia y regresa con algo entre las
manos.
—He encargado esto para ti —le dice, mostrándole una ligera máscara de
cuero negro.
Y Yuuki Kitsune se la coloca sobre el rostro desfigurado. La cicatriz de su
cara queda oculta bajo el antifaz.
Cuando Tomoe se mira en el espejo, no logra reconocerse. Ahora ve a otra
persona, a una mujer oculta. La máscara entierra su herida; bajo ella queda la
infancia y también el amor. En la pulida superficie del espejo, descubre a una
mujer hambrienta de venganza, alguien que debe aprender más y mejor para
poder abatir a sus enemigos.
Aparta la mirada. La baja hasta la empuñadura de la espada de su madre:
allí está dibujada la flor del loto.
«Es una señal», piensa, «una señal de los dioses».
Desde hoy esa flor será su emblema. Ella, que nunca tuvo el amor de una
madre y que ha vivido en medio de la guerra entre dos clanes, ya no
pertenecerá a ninguno, excepto al de la flor de loto.
No utilizará de nuevo el nombre de Tomoe, ese nombre Sakura que
significa «bendición»; tampoco su nombre Kumagai: Mitsuki, «luz de luna».
Ahora se llamará Ren, y será «la hija del loto».
Ya a solas, Ren deja que las piedras de la felicidad de su madre se
derramen en el suelo de la estancia, y luego guarda la bolsa vacía en el obi
con el que se ciñe el kosode.
Entonces idea un plan.

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Capítulo 20

Mirando kasumi

Kurai está sentada en medio del camino polvoriento.


Los siervos han huido de la casa del cerezo.
Los perros son libres.
Solo queda ella entre las ruinas de lo que una vez fue uno de los feudos
más ricos de Choshû.
Los hombres de Kumagai han arrasado el lugar, y ella aún no sabe qué
hacer ni adónde ir.
Han pasado varios meses, y ya no queda nada que comer.
Observa el camino, el horizonte amarillo de los campos.
Busca algún indicio del ejército del cerezo.
Cierra los ojos y siente sobre su piel el calor del sol.
Cuando los abre, mira al cielo, a las kasumi, e implora a Oki-Naga-Suku-
Neo, el dios del largo aliento, que le muestre el camino.
Como respondiendo a su plegaria, un norimono se detiene junto a ella, y
de él desciende una miko, vestida con la tradicional chihaya: una hakama de
color rojo escarlata, una camisa blanca con hombros sueltos y un tabi.
—¿Qué haces aquí, muchacha, sentada en el camino y con esa apariencia
tan desvalida? —pregunta la doncella del santuario.
—No tengo a dónde ir —dice Kurai—. Mi señora partió hacia la batalla,
pero no ha regresado. Yo era su sombra —explica Kurai—. Sospecho que ha
muerto, que han muerto todos, porque un ejército llegó y arrasó la casa, los
campos y los establos.
La miko le ofrece una calabaza con agua.
—Gracias, doncella del santuario. —Sombra da un sorbo de la calabaza.
—Viajo con mi señora hacia el pueblo de Nazu —comenta con dulzura la
miko—, a la región de Shinshu. Has tenido la gran suerte de que se fijara en ti.
Te ofrece venir con nosotras.
—¿Y qué podría hacer yo allí? —pregunta Kurai—. Sé que las
sacerdotisas errantes no necesitan una sombra… ¿Tendría que ser la sombra
de tu señora?

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—Sí, eso es verdad. —La mujer sonríe—. Yo no necesito una sombra,
pero mi señora tampoco, y dice de forma contundente: que no serías la
sombra de nadie. Tendrías un oficio.
—¿Un oficio? Yo solo sé acarrear arroz y cuidar de los perros —se excusa
Kurai.
—No has de preocuparte por nada —la tranquiliza—. Estarás bajo la
protección de una de las mujeres más poderosas del imperio del sol; ella se
ocupará de ti, como se ocupa de todas nosotras. ¿Qué me dices? ¿Vienes?
Kurai duda.
—Agradezco su ofrecimiento, pero me gustaría quedarme… Necesito
saber si todos han muerto o si alguien sobrevive.
Kurai dice esto último pensando en Shioda. Quizá no haya caído en la
batalla; quizá regrese… Y, si eso pasara, ella estaría allí esperándolo.
Una de las cortinas del norimono se abre, y Kurai reconoce el rostro de la
viuda Chiyome. Tiene el cutis pálido y los labios muy rojos. Unas cejas
perfectamente perfiladas se dibujan en su frente.
—Déjala, Ayumi —ordena la viuda—. Tal vez no merezca la pena.
Pero Ayumi insiste:
—Gran señora, si no hubiese insistido conmigo, yo ahora no estaría
aquí…
—Eso es verdad, Ayumi —asiente Chiyome—. Siempre se me olvida que
una de tus muchas virtudes es la perseverancia. —Entonces la viuda se dirige
a Kurai con voz seductora—: Entiendo lo que dices, muchacha, pero creo que,
si nadie de tu clan ha regresado ya, es difícil que lo hagan, y menos a un lugar
devastado. Si la señora a la que sirves está viva y es un verdadero samurái, no
volverá hasta alcanzar la venganza de sus enemigos, y eso puede demorar
mucho tiempo. ¿Y qué vas a hacer tú mientras? ¿Quedarte aquí, sentada en
este camino, hasta que eso suceda? Créeme que la propuesta de Ayumi es la
mejor solución para ti.
Kurai reflexiona un instante, y finalmente se decide. Se levanta del suelo
y hace una kerei, inclinándose mucho hacia delante.
—Le agradezco su ofrecimiento. Iré.
Kurai se ha dado cuenta de que no existe otra opción para ella.
—¡No le hemos preguntado, señora! —exclama de pronto Ayumi.
—Es verdad… —dice Mochizuki Chiyome—, pero me temo que en este
caso la respuesta es clara.
Ayumi asiente con la cabeza.
—No obstante, pregúntale —recomienda la viuda.

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Ayumi se inclina ante su señora, y luego se dirige hacia Kurai.
—Muchacha, ¿sabes luchar? —quiere saber la miko.
Kurai se sorprende. Las doncellas del santuario atienden los templos,
danzan en las ceremonias y asisten a los monjes en las celebraciones de los
matrimonios, pero no saben nada de artes marciales. No entiende por qué
aquella mujer le pregunta eso.
—No, sacerdotisa errante —se apresta a responder—. Solo he visto cómo
entrenaba mi señora con la espada, el arco y el bô.
—Bueno —murmura Mochizuki Chiyome—, por lo menos no le es
desconocido todo.
Kurai se sorprende, y enseguida la sacerdotisa le explica:
—Sé que ahora no lo comprendes, pero, al ponerte al servicio de nuestro
propósito, tendrás que aprender a manejar «la espada oculta en la mano».
Kurai ha oído hablar de esa espada oculta en la mano; los campesinos la
llaman shuriken. Es una pequeña arma en forma de estrella con filos cortantes
que cabe en una mano.
—¿Y podré matar con ella a un hombre? —pregunta Kurai, pensando en
el ruin Kigei.
La señora Michozuki la observa detenidamente. Luego afirma con la
cabeza.
—Matarás a uno o a cien, a los que quieras, pero antes deberás darte un
baño, limpiarte la piel y perfumarte. Eres bella, pero aún no lo sabes.
¿Conoces la expresión Tama miga kasareba hikari nashi?
—«Una joya sin pulir no brillará» —traduce Kurai.
—Pues eso, tendremos que pulirte para que dejes de ser una sombra y te
conviertas en un diamante lleno de luz —sentencia Chiyome—. Pero no te
preocupes; si se alumbran, el lapislázuli y la aguja también brillan.
—¿Qué otras cosas aprenderé, gran señora? —pregunta Kurai.
—Si eres una buena estudiante, aprenderás muchas cosas… A leer y a
escribir, a aplicar los venenos más letales, a lanzar los palillos del cabello con
más fuerza que un bô, a herir de muerte con el neko-te, y lo más importante
—la mujer murmura de forma cautivadora—: aprenderás a seducir al hombre
que te propongas.
Esto último interesa a Kurai. No sabe si Shioda sigue aún con vida, pero,
si es así y los dioses lo ponen de nuevo en su camino, quiere hacerse digna de
él. Por eso, algo en su interior le confirma que debe seguir a aquella mujer
que lo dioses han puesto en su destino.

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Hace ya tiempo que hizo el juramento de matar al hombre que la
deshonró, y ella también le dará la oportunidad de entrenarse para
conseguirlo; siempre y cuando Kigei continúe en el mundo mortal.
El odio y el amor son dos poderosas armas para seguir adelante.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Nazu?
—En pocos días comenzarás una nueva vida, pequeña sombra —contesta
Ayumi.
Kurai camina en silencio junto a Ayumi tras el norimono de la viuda
Mochizuki Chiyome.
Mira de nuevo al cielo, a las nubes rosadas, y sabe que su tristeza la
acompañará a la región de Shinshu.
Antes de echar la cortina del norimono, Mochizuki Chiyome observa por
última vez el feudo del cerezo, y un pensamiento acude a su mente:
«Por lo menos, me pagaste lo que te pedí por los servicios de mis
kunoichis, aunque no te hayan servido de nada, Sakura Tomokyo».

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Capítulo 21

Diario de peregrinaje

Falta poco para que el sol salga.


Ren se desliza sin hacer ruido fuera de la casa Kumagai.
Atrás queda su existencia como Tomoe.
Lleva puesta la armadura, la máscara que le ha regalado Yuuki y las
armas de su madre Otohime.
Sorteando con habilidad a los guardias, se acerca a las cuadras y ensilla a
Hikari.
Con mucho cuidado de no ser descubierta, toma las riendas y camina en
silencio hacia el gran torii de madera que marca la entrada al feudo de la
montaña.
Antes de montar vuelve la vista atrás: la cabeza de su padre aún está
clavada sobre una lanza.
Han pasado los meses. El cráneo de Sakura se ha convertido en un saco
hediondo de piel y huesos. Los pájaros se han comido los ojos, y ya nada de
ese despojo habla del antaño poderoso señor de la casa del cerezo.
Ren cabalga lejos de las fronteras del clan de la montaña.
Desde una de las ventanas de la casa que da al jardín, Kumagai la observa
sin hacer nada. No se puede ir contra el destino, porque este decide, de forma
inexorable, cada uno de los momentos.
Kumagai hace un gesto con la mano a Inutaisho para que marche.
—Sé su sombra, perro guardián del viento. Sé su sombra como durante
todos estos años has sido la mía. Cuídala, no dejes que nada malo le suceda.
Y mantenme informado.
El siervo junta las manos sobre el pecho, inclina el cuerpo hacia delante y
se aleja en silencio.
El señor de Kumagai persigue con la vista a su hija hasta que, finalmente,
desaparece en la lontananza.
—¡Takao! —llama entonces con voz poderosa.
Al punto un siervo se postra a sus pies.

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—Que descuelguen de la escarpia la cabeza de Sakura y que le apliquen
laca con bermellón. En dos días recibo al señor Ikeda Tarumasa, y quiero que
la vea como adorno de mi mesa en una bandeja dorada.
—Así se hará, mi amo —responde el siervo con una reverencia.

Inutaisho carga a sus espaldas una bolsa con provisiones y una jaula con
palomas mensajeras. Y así abandona el feudo de la montaña.
La hija del loto huye.
Pronto deja atrás el profundo lago, la serena visión del monte Fuji-San,
bosques, ríos y aldeas.
No tiene un rumbo definido. Se deja llevar como el agua en la corriente.
No transita por caminos conocidos, sino que cabalga por lugares poco
frecuentados y solitarios.
El fiel Inutaisho la sigue de cerca; corre como el viento entre los árboles.
Y el tiempo fluye como el agua en el arroyo, como el vuelo del águila
sobre la montaña.
Pasan lentos los años, caen y se descuelgan como las hojas en el otoño.
Ren inicia musha shugyo para buscar la doctrina de la espada. Debe
entrenar para buscar la venganza.
Durante todo ese tiempo, come cualquier cosa que tiene a mano, a veces
caza ciervos y conejos y duerme bajo los árboles protegida entre la espesura.
Cuando necesita monedas, trabaja en el tameshigiri, probando hojas de
espadas en los cadáveres de criminales: dieciséis formas distintas de corte, de
diversa dificultad, hasta que el espadero queda satisfecho.
A veces consigue mil tajos en un solo día con hojas montadas en una
empuñadura especial. Esas hojas llevan una marca que significa que ha
desempeñado con éxito el movimiento iai: un tajo ascendente que cercena
limpiamente el cuerpo desde la cadera derecha hasta el hombro izquierdo.
También libra muchos combates; en salas de esgrima, ante santuarios, en
las calles, dentro de la muralla de los castillos. Y aprende de sus oponentes. A
muchos de ellos los deja tullidos. Cuando adquiere la maestría en un estilo de
esgrima, se dedica a estudiar otro.
La revelación del señor se Sakura, hace ya tantos años, se convierte en
realidad: ya es la mejor samurái de la tierra donde nace el sol.
Ren gana fama de adversaria despiadada. Sabe que la esencia de la valía
de un samurái reside en su maestría en el manejo de la espada, por eso dedica
todo su tiempo a perfeccionar el arte.

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Durante esos cinco años, siempre con la máscara de Yuuki ocultándole la
mitad del rostro, su cuerpo se ha fortalecido y su alma se ha convertido en
piedra. Nada queda ya de la niña que fue. Su mirada se ha vuelto sombría; la
ternura no ha vuelto a rozarla más.
Todos los días se prepara para morir, y a veces desea que llegue el
instante de desaparecer, extinguirse, ser solo la huella del pájaro surcando el
aire.
Inutaisho es su sombra.
Puntualmente, el señor de Kumagai recibe noticias de las actividades de
su hija a través de las palomas mensajeras.
Está orgulloso de sus progresos con la espada, pero teme el momento de
volver a encontrarse con ella. Conoce el rencor que anida en su corazón e
intuye que su hija no podrá llegar a ser feliz con aquella pesada carga en su
interior.
Y así es.
Durante todo ese tiempo, la hija del loto ha conseguido muchas cosas,
pero aún no ha logrado meter ninguna piedra de la felicidad en la bolsa que
siempre lleva consigo.

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Capítulo 22

El guardián del puente

En el camino hacia la provincia de Hida, Ren se detiene frente a un puente. Es


tarde ya, la jornada ha sido dura.
Cuando se dispone a cruzarlo, un monje le cierra el paso.
Va vestido como los místicos de las montañas, con el kimono violeta
sobre el blanco. Se fija Ren en sus pies, calzados con waraji, y en el gran
pañuelo blanco que le cubre la cabeza. Es de baja estatura, aunque corpulento.
—Me llamo Kiyoshi, «el Sagrado», y hoy soy el guardián de este puente.
Si deseas pasar al otro lado ahora que el día se sume en las tinieblas, debes
permanecer una noche en vela ofreciendo tus oraciones a la poderosa diosa
del sol, Amaterasu, deidad gloriosa que brilla en las altas llanuras del cielo.
Ren baja del caballo.
—Yo soy Ren —exclama, furiosa—, famosa samurái, hija del loto. Mis
enemigos me conocen como el dragón Ryu. He mutilado a muchos hombres y
pasaré por encima de tu cadáver, gusano infecto, si osas interponerte en mi
camino. Yo no tengo piedad.
Pero el anciano no se inmuta.
—Chimpunkan![7] —exclama—. Y yo te he dicho que soy el monje
Kiyoshi y que guardo este puente. Ignoro si tengo enemigos, pero mis amigos
me llaman «la rata calva», debido a la cabellera que tapa mi sesera.
Y, diciendo esto, el monje se quita el pañuelo y deja al descubierto un
cráneo rapado, aunque a ambos lados de las sienes le crecen unas patillas que
se prolongan hacia la nuca y se unen con un bigote poblado y una recortada
barba ya un poco cana.
Una sonrisa aflora a los labios del hombre. Y, al hacerlo, casi se le juntan
las gruesas cejas.
Ren estalla en cólera. Le ha costado mucho granjearse la fama de temible
samurái y no va a consentir que un insignificante individuo se ría de ella.
Dirige sus pasos hacia él.
Este, en mitad del puente, no se mueve. Cierra los ojos y, muy tranquilo y
ajeno a la amenaza que se cierne sobre él, hace algo curioso: comienza a

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cantar. Entona un repetitivo canto que suena una y otra vez:
—Diosa Amaterasu, diosa exquisita, el poder de la luz ilumina por todas
partes el país del sol naciente…
La joven ya esgrime la espada con la mano izquierda. Tiene la intención
de pasar por la fuerza, de atravesar a ese gusano con la hoja de su katana y
dejar sus tripas esparcidas por el puente.
—Diosa Amaterasu, diosa exquisita, el poder de la luz ilumina por todas
partes el país del sol naciente…
Cuando está frente al monje, descarga un fiero golpe, rápido y preciso,
que pasa muy cerca de su rapada cabeza, aunque no llega a herirlo.
El anciano no abre los ojos y continúa impasible su canto:
—Diosa Amaterasu, diosa exquisita, el poder de la luz ilumina por todas
partes el país del sol naciente…
Ren no sabe qué hacer. Jamás le ha ocurrido algo semejante. Duda si
aquel hombre es un necio que desprecia la muerte o posee un inusitado valor
que logra desarmar al más fiero guerrero. Desconcertada, la joven guarda la
espada al cinto.
La serena disposición del monje ante la muerte y el leve rumor del canto
que se disemina en el aire caliente y se pierde entre el agua del río comienzan
a aquietar el alma de Ren.
Cuando el monje calla, Ren habla más calmada:
—Veo que no tienes miedo a morir —exclama.
El hombre abre los ojos y se inclina ante Ren en señal de saludo.
—A todos nos llega la muerte —dice—. No hay un banquete que dure
para siempre.
El monje Kiyoshi fija la mirada en la máscara que cubre la mitad del
rostro de la joven, pero no dice nada. Aún no sabe si oculta solo un rostro o
algo mucho más profundo, como esos mundos encerrados en esferas de cristal
que trabajan los artesanos.
—¡Una mujer samurái zurda! —exclama de repente.
—¿Cómo puedes saber eso? —pregunta sorprendida Ren—. Tenías los
ojos cerrados para no ver que iba a abrirte en canal como un cerdo.
Kiyoshi sonríe.
—Chimpunkan! No cerraba los ojos por eso —responde—. El sol me
estaba cegando y, aunque adoro al sol, es incómodo cantar cuando el sol no te
deja ver.
Ren no sabe qué decir, pero acierta a expresar:
—Eres muy raro, anciano. No sé si eres un valiente o un loco.

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El monje continúa sonriendo.
—Respecto de lo de saber que eras zurda sin mirarte, has de saber que
existen otros ojos que no están en la cara, sino aquí. —Se toca el pecho, justo
sobre el corazón—. A nosotros no solo nos entrenan para realizar hechizos y
fabricar amuletos de buena suerte —explica—. También podemos ver con los
ojos del alma.
Ren entonces repara en que en la mirada de aquel hombre ya no arde la
llama de la juventud, pero sí la luz de la madurez, así que decide hacerle caso,
pensando que algo podrá aprender de él.
—Veneraré hoy a tu diosa con mis oraciones, anciano —sentencia—. Sin
duda te lo has ganado.
Ata el caballo al brocal del puente, organiza un improvisado campamento
y se dispone a pasar la noche en vela junto al monje.
Anochece ya cuando otro forastero se acerca a ellos. Es alto y delgado, y
porta a la espalda una tienda de campaña móvil para la ceremonia del té.
Ren se apresta a sacar la espada.
—Chica samurái —dice el monje—, pues sí que sacas rápido la hoja. —Y
luego explica—: Es Takemura, mi discípulo. Pero todos lo llaman Kosaru,
«pequeño mono».
En efecto, el rostro del chico resulta poco afortunado, porque tiene los
rasgos de un simio: nariz chata, ojos pequeños e inquietos mandíbula
prominente y orejas erizadas. El cabello negro lo lleva suelto y desordenado.
Unos mechones rebeldes le tapan la frente.
—Es como esas florecillas blancas, las kasumiso —prosigue el monje—,
que se incluyen a los ramos para destacar la belleza de las demás flores. —Y
luego, dirigiéndose al muchacho, exclama—: ¿Dónde te habías metido? Llevo
mucho rato esperándote.
El chico le muestra el interior de una pequeña cesta. En ella hay un poco
de arroz, alguna fruta y las extrañas cortezas de un árbol.
—He conseguido esto.
—Bien muchacho, bien —lo felicita Kiyoshi—. Monta la tienda para el
té.
Takemura no ha dejado de mirar ni un solo momento a Ren. Le intriga lo
que puede esconder la mitad de su rostro cubierto por la máscara.
Takemura sirve el té siguiendo la antigua ceremonia cha-no-yu.
Ren observa atentamente sus movimientos. Cada uno de ellos está dotado
de una inusual belleza.

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Takemura alimenta el pequeño fogón y los cinco elementos que utiliza
representan el mundo material: el metal de la tetera, la madera del carbón, la
tierra de las tazas de cerámica, el fuego y el agua donde hierven las hojas de
té.
Cada delicado gesto le recuerda a Ren el baile con la espada.
—Hay muchos otros caminos de vida —le cuenta el monje Kiyoshi, como
adivinando sus pensamientos—: el camino de la energía y la armonía Aikido;
el camino de las flores Ikebana; el camino de la caligrafía Shodo; el camino
de la pintura Kaiga; la senda del té, que enseña a vivir en armonía con las
estaciones, a tener serenidad y paciencia, a ser hospitalario y cortés…
Ren hace un gesto de asentimiento con la cabeza mientras acepta la taza
de té que, con extremo cuidado, le ofrece Takemura.
—Tú sigues el camino del Bushido, el del guerrero —prosigue Kiyoshi—.
Sus principios te preparan para pelear sin perder tu humanidad y para vivir la
vida sin la preocupación de morir, pero creo que hace tiempo que nadie te
recuerda la esencia de tales preceptos.
Entonces, mientras se deleita con un sorbo, cierra los ojos y recita las siete
virtudes del código de honor samurái:
—Gi, yuuki, jin, rei, makoto, meiyo, chuugi.
Es cierto, hace mucho tiempo que Ren no escucha esas palabras: justicia,
coraje, benevolencia, cortesía, honestidad, honor y lealtad. Recuerda
habérselas oído al maestro Kigei cuando era niña, pero hace ya tiempo que las
ha olvidado. Se ha concentrado demasiado en perfeccionar la técnica de
combate, y ahora repara en que ha descuidado los valores que dotan de alma a
la espada.
Después de tomar el té y compartir las viandas, el grupo adopta la postura
del loto y se disponen a permanecer en vela esa noche elevando sus oraciones
a la diosa Amaterasu.
Pasadas las dos de la mañana, la luz blanca de la luna llena ilumina la
silueta de Otohime.
Ren siempre la ve igual: con un kimono de luto blanco abrochado al
revés, el cabello largo y suelto, la mirada sombría y la brecha en la garganta.
Nunca habla, pero hoy señala algo: un montón de pequeñas piedras apiladas a
un lado del puente.
—¿Qué me quieres decir, espíritu? —pregunta.
Pero Otohime ya ha desaparecido, y sus compañeros de oraciones parecen
ajenos a la visita espectral.

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Capítulo 23

Memoria del Monte del Infierno

—Ya puedes pasar el puente y seguir tu camino —dice Kiyoshi a Ren


cuando amanece—. Y recuerda para otra vez, samurái testaruda, que, cuando
cedes el paso, amplías tu sendero.
Pero la hija del loto parece no escucharlo. Está ausente. Le gustaría
comprender el mensaje de su madre, pero, por más que medita sobre ello, no
logra descifrar el enigma de las piedras amontonadas en el puente.
—Chimpunkan! Ayer tenías mucha prisa, y hoy no quieres continuar —
exclama Kiyoshi mientras se tapa la calva con el pañuelo blanco.
—Antes de marchar, me gustaría preguntarte algo —balbuce la chica.
—Di. —El monje asiente con la cabeza.
—Ayer por la noche me visitó un espíritu y me dejó un mensaje que no
logro comprender.
Kiyoshi se queda pensativo; se acaricia el mentón oculto por su barba.
—Lo sé —dice—. No logré verlo, pero pude sentirlo. Es el espectro de un
familiar, ¿verdad?
—Sí, es mi madre, Otohime.
—¿Y cuál es el mensaje?
—Ella me mostró esas pequeñas piedras apiladas a ese lado del puente,
solo eso —explica Ren señalando los guijarros.
El monje medita un momento antes de acercarse al cúmulo de piedras y
observarlas.
—Esas pequeñas construcciones existen en Osorezan.
—¿Osorezan? —pregunta Ren.
—Sí, en el monte Osore, la montaña del miedo.
—Nunca oí hablar de ese lugar.
—En ese remoto y desolado lugar existe un volcán a cuyos pies discurre
un riachuelo venenoso. Sus aguas hirvientes y sulfurosas mueren en el lago
Usori. Quizá tu madre quiere que vayas allí.
—Pero ¿por qué a ese lugar?

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—Cuando los espíritus quieren darnos un mensaje, solo pueden hacerlo
desde donde habitan. Y el alma de tu madre vive ahora en Osorezan, el lugar
de los que aún no han pasado al otro lado.
—Pues entonces tendré que ir allí —dice resuelta Ren.
El monje Kiyoshi frunce un poco el ceño.
—No es tan fácil llegar.
—¿Por qué? —pregunta Ren.
—Pues porque los vivos no frecuentan la tierra de los muertos. Nadie
visita ese lugar. Está maldito, y cuando penetras en un lugar maldito los
dioses exigen un alto tributo —sentencia el monje.
Takemura sigue toda la conversación en silencio mientras recoge la
tienda. Él ha oído hablar del Monte del Infierno. Se dice que los muertos
intentan cruzar el río apilando montones de pequeños guijarros, construyendo
improvisados puentes, pero también se dice que los demonios interrumpen
este proceso de forma regular.
Ren se ha quedado callada. Una leve sombra de tristeza ha mudado la
mitad del rostro que deja ver a los demás. Nunca pensó que su madre, la
valiente samurái Otohime, pudiera habitar aquel siniestro paraje, pero no va a
dejar que nada la detenga.
—Lo haré —se decide—. Iré a Osorezan, y no solo para escuchar el
mensaje de mi madre; iré para rescatar su alma de ese infierno. Lo haré,
aunque pierda mi vida en ello, aunque me rodeen los mil demonios del
averno. Lo haré.
—Admiro tu resolución —exclama el monje Kiyoshi, y luego aclara—.
Entonces, yo te acompañaré.
—Esto es algo que no te concierne, monje —Ren declina la propuesta—.
Además, prefiero viajar sola.
—Sola te será más difícil llegar. Mucha gente conoce la existencia de la
tierra de los muertos, pero muy pocos saben el lugar exacto donde se
encuentra —explica—. Yo sí lo sé. Pasé mi iniciación en un templo cercano.
—Te repito que iré sola. Lo encontraré —sentencia Ren.
Kiyoshi mueve de un lado a otro la cabeza en señal de desaprobación.
—Chimpunkan! ¡Mira que eres terca! ¡Samurái testaruda! Has de saber
que he decidido ir, contigo o sin ti. Viajaremos por separado, si es preciso. La
visita del espíritu de tu madre también puede ser una señal para mí.
—¿Para ti? —pregunta, extrañada, Ren—. ¿Qué tienes que ver tú con
esto?

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—¿Acaso ignoras que en este mundo nada sucede por casualidad? Muy al
contrario, la causalidad es lo que mueve nuestras vidas.
La hija del loto resopla. No le gusta tener compañeros de viaje, pero el
monje es tan tozudo como ella. Al final accede.
—Pequeño mono —dice el monje a su pupilo—, vamos hacia el infierno.
Eres libre de elegir tu camino.
El muchacho lo mira con su rostro poco afortunado.
—Aún soy una ola en tu mar, maestro. Allí donde tú vayas, iré yo.

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Capítulo 24
[8]
Hideie no chi daruma

—Sin duda, eres la mejor de mis agentes —exclama Mochizuki Chiyome.


Kurai se postra a sus pies.
Ha hecho un largo camino desde la provincia de Ujiyamada, la del divino
viento. Allí es «donde van a parar las olas del mundo eterno que se suceden
sin cesar».
—Gracias, mi señora. La verdad es que no fue difícil conseguir los
papeles —explica—. El muy tonto los había escondido en el vientre de un
siervo. Solo tuve que rajar cinco cuerpos, y allí estaban, aunque, y le pido
perdón por ello, están encharcados en sangre.
Y, diciendo esto, Kurai saca de su bolsa los documentos y se los le ofrece
a su señora.
Chiyome hace un gesto a un siervo, y este los recoge.
—Que los limpien, pero con extremo cuidado, para que no se borre nada
de lo que está escrito —ordena.
La viuda Chiyome está satisfecha. Llevaba tiempo tras esos importantes
documentos, pero hasta ahora ninguna de las kunoichis los ha conseguido. El
avaricioso señor Ukita Hideie estará en extremo complacido. Muy pronto sus
posesiones aumentarán, y también su poder como uno de los regentes del hijo
de Hideyoshi.
—Veo que no me equivoqué contigo, Kurai.
La viuda le hace un gesto para se incorpore y pide que traigan el té.
—Compartirás una taza —le dice—, y luego me seguirás contando.
Ya va para casi diez años que Chiyome Mochizuki no peregrina al divino
santuario de Ujiyamada.
Ya diez años sin que sus ojos gocen de la contemplación de las rocas
casadas en el mar del pequeño pueblo de Futami, que representan a los dioses
creadores de la tierra del sol naciente: Izanagi e Izanami.
De niña solía acudir muchas veces allí a ver las grandes piedras que
emergen del mar, atadas entre sí por una gruesa soga.

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Ahora que Kurai ha regresado, no puede evitar que la nostalgia la
envuelva. Añora pasear por los frondosos bosques de Ujiyamada bañados por
las aguas de río Isuzu.
Pero no dispone de tiempo.
El país respira vientos de guerra, y ella no puede darse al placer de viajar
y de disfrutar de los paisajes de su niñez. Los negocios son lo primero, y debe
darse prisa en situar de forma estratégica a sus kunoichis en ambos bandos de
la contienda para asegurar la victoria de la casa Mochizuki.
El jardín exhala ya el aroma del inminente otoño.
Las hojas de los arces van pintándose de rojo, igual que la hierba.
La viuda ha dispuesto que sirvan el té junto al estanque, donde las hojas
rojizas se reflejan en la superficie transparente como en un espejo.
—Mar de oro rojo —dice, y señala el agua.
Kurai está sentada frente a su señora. Espera que ella sea la primera en
llevarse la taza de té a los labios y saborear el verde.
—Bueno, y ahora cuéntame —dice Mochizuki Chiyome mientras invita
con un delicado gesto a Kurai para que deguste la bebida.
—No hay mucho más que contar, mi señora —señala Kurai mientras da
un pequeño sorbo—. Solo seguí sus sabias palabras.
—¿Cuál de ellas? —pregunta la viuda, divertida.
Kurai enuncia:
—Koketsu ni irazunbakoji wo ezu. No puedes cazar un cachorro de tigre si
no entras en la cueva del tigre…
—Ah, esas palabras…
—Sí, mi señora. Entré en la cueva del tigre. Como ve, siempre tengo en
cuenta sus enseñanzas.
Han pasado cinco años desde que Mochizuki Chiyome encontrara a Kurai
en medio del camino.
Cinco años en que las hojas de los arces del jardín de la casa Mochizuki
han cambiado de color, han caído y han vuelto a crecer.
Durante ese tiempo, la antigua sombra, ha aprendido bien. Kurai ya no
parece la misma: su cutis es más claro, sus modales más sofisticados; ha
aprendido a leer, a escribir e incluso a tocar el shamisen de tres cuerdas con
extremada maestría.
También es una hábil guerrera, experta en el manejo del bô, la espada y el
neko-te.
—Tengo otra misión para ti —expone la viuda Chiyome.
Kurai acaba el sorbo al té y se aleja la taza de los labios.

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—Ya sabe, mi señora Mochizuki, que estoy a su servicio.
Chiyome sonríe. No duda de la lealtad de Kurai, pero esta vez la misión es
más delicada: tiene que ver con el arte del placer.
Es cierto que Kurai ha superado con creces sus expectativas como
guerrera, pero una kunoichi también debe saber manejarse en otro campo de
batalla mucho más difícil y refinado.
—Tendrás que infiltrarte en el palacio imperial —explica la viuda.
Kurai se sobrecoge. Deja la taza sobre la mesa baja con las manos un
tanto temblorosas. Introducirse en el palacio imperial es más arriesgado que
infiltrarse en un clan.
Por un momento, sus ojos oscuros descansan en el jardín de perfecto
trazado de la casa Mochizuki.
Todo sigue un patrón exacto: el estanque se mueve silencioso al compás
de dos garzas blancas que ondulan en su superficie; la hierba, vestida de los
colores del otoño, está confinada fuera de los senderos de piedra; los arces
tiñen de rojo sus hojas, y el pequeño bosque de bonsáis centenarios exponen
con orgullo su naturaleza mínima.
Todo ocupa su lugar en ese espacio de belleza.
Kurai sabe que ella también ocupa un lugar en la casa Mochizuki y que,
para continuar en él, debe hacer lo que se espera de ella.
—Como le he dicho, honorable, estoy a su servicio —responde al fin,
resuelta—. ¿En qué consiste la misión?
La viuda Chiyome sonríe complacida.
—Entrarás en el O-Oku de la corte del crisantemo. Necesito que llegues
hasta el emperador Go-Yôzei Tennô. Es imprescindible que conozcamos los
planes de nuestro soberano celestial si al fin la casa Tokugawa decide hacerse
con el shôgunato y tomar el control del clan Toyotomi.
—Pero, honorable, he oído que ninguna mujer que no sea noble puede
residir en el harén, y yo…
—No te preocupes de eso —la interrumpe la viuda—. Déjalo de mi
cuenta. Yo misma te adoptaré, y así formarás parte del clan Mochizuki.
Kurai se postra a los pies de su señora mientras balbuce:
—Señora, mi señora, le doy las gracias, es un honor que no sé si
merezco…
—Kurai, levanta —ordena Chiyome—. Debes empezar a comportarte con
la dignidad esperada de una noble de mi casa.
La muchacha se levanta y hace una reverencia.
—Hai.

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—Dentro de una semana partirás hacia Heian-kyo. Una kunoichi de la
corte administrativa del harén te facilitará la entrada. Tendrás que utilizar toda
tu belleza y tu habilidad con los hombres para convertirte en dama preferida
del emperador. ¿Entiendes lo que eso significa, hija mía?
—Sí, honorable.
La viuda Chiyome insiste:
—¿Todo lo que significa?
Kurai inclina levemente la cabeza, con las manos cruzadas por delante.
—Hai.
—Kurai —añade Mochizuki Chiyome—, recuerda que, para hacer cantar
a un bello pájaro, solo hay dos formas: a través de la fuerza o a través de la
espera. Si no se hace nada y se espera lo suficiente, el bello pájaro, tarde o
temprano, cantará.
Mientras Kurai se dirige a los aposentos que la viuda Chiyome ha
mandado acondicionar para ella, su pensamiento vuela hasta el emperador
Go-Yôzei Tennô.
El joven Katahito tiene veintiséis años.
Se dice que ama los libros y el arte, pero que también disfruta
alimentando a sus serpientes con ranas.
Se dice que es un sagrado y bello pájaro que, aunque tiene varias esposas
y un harén con más de mil mujeres, no sabe aún lo que es el amor.

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Capítulo 25

La muerte aguarda en Mutsu

Ren observa a Takemura mientras duerme.


«Neta ma ga gokuraku. El momento del sueño es el paraíso: sumergidos
en él, nos olvidamos de las tristezas de este mundo y nos liberamos del
dolor», piensa.
Takemura sueña, a veces se estremece, cambia de postura, sonríe… ¿A
qué lugar vamos cuando soñamos?
Su nariz chata de simio se arruga y luego se despereza, como queriendo
alargarse más.
A Ren le gustaría dormir así, volver a soñar, pero, cuando sus ojos pesan y
el cansancio la vence, solo puede recordar una vigilia que la lleva hasta la
madrugada.
La persiguen los fantasmas del pasado.
En el bosque escucha voces que le hablan con rumor de cascadas.
Cuando duerme en alguna posta del camino, esas voces se transforman en
ecos femeninos a través de las fusuma.
Y ahora, allí, frente a ese chico de rostro poco afortunado, le llega el
susurro de una campana de viento lejana.
¿Cómo es dormir tranquila y abrazada a alguien?
A su mente acude el bello poema de la princesa Ki:

Ni siquiera los patos salvajes


que rastrean la orilla
de la laguna Karu
duermen solos
entre las delicadas malezas del agua.

Pero ella ha jurado ser loto, no dejar que nada ni nadie roce de nuevo su
corazón. Por eso la soledad la protege, aunque, a veces, añora unos brazos en
la aurora.

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Con cuidado de no hacer ruido, porque el monje Kiyoshi también
descansa, registra la bolsa de Takemura.
Encuentra un papel con algo escrito.
Es un breve poema.

Un feo gusano
mira su rostro en el estanque.
Nunca será mariposa.

Ren guarda el papel en su lugar y dirige su mirada al chico.


En verdad tiene rasgos de simio.
Siempre callado, reservado, nunca la mira de frente, aunque ha notado
cómo la observa cuando va a caballo.
¡Qué diferente le parece de Shioda! Le falta su arrogancia, su belleza, su
porte cuando cabalga.
¿Dónde estará Shioda ahora? ¿Seguirá con vida? ¿Qué estará haciendo?
¿La recordará?
Takemura vuelve a estremecerse en sueños. Parece un joven frágil y
sensible. Tiene que serlo para escribir tanka.
Los tanka persiguen atrapar la belleza del instante, lo cual es paradójico
siendo él tan poco atractivo.
Ren se quita el antifaz con el que siempre oculta la mitad de su rostro.
Expone la mirada al sol y deja que los primeros rayos del amanecer iluminen
y acaricien su rostro desfigurado. Entonces hace suyas las palabras del poema
de Takemura: «Nunca será mariposa».
Pequeño mono abre los ojos y se la queda mirando.
—No me mires, baka —ordena al chico, enfadada—. ¡La próxima vez
que lo hagas morirás! —Pone la mano izquierda sobre la empuñadura de la
espada. Luego vuelve a colocarse la máscara.
Takemura desvía la mirada y solo acierta a expresar:
—Si quieres saberlo, todo tu rostro es hermoso, samurái.
—¡Qué me importa a mí la opinión de un siervo! —replica Ren,
orgullosa.
Una leve sonrisa aflora a los labios de Takemura, que se despereza.
—Claro, ¡cómo le va a importar a un dragón la opinión de un mono!
Amanece.
Las nubes en el cielo dibujan curiosas formas.

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Muy lejos de allí, en la provincia de Kai, ha llegado una nueva paloma
mensajera de Inutaisho.
—Se dirige a la remota región de Mutsu. Allí no hay nada, solo Osorezan
—dice Kumagai a Yuuki.
La mujer se alisa los pliegues del kosode azul y mira al horizonte, a la
montaña Fuji-San, con tristeza.
—Muy pocos vivos han conseguido llegar a la tierra de los muertos, y
muy pocos han regresado —sentencia—. Hay un invisible puente que une a
los que se han ido con los que permanecemos aún aquí, pero no se debe
atravesar.
Kumagai hace un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Crees que podrá comunicarse con ella? —pregunta Yuuki—. ¿Crees
que conseguirá la espada?
—No lo sé.
Como siempre, la Montaña está sentado sobre sus talones. Los músculos
de su cuerpo parecen tensos, pero él está tranquilo.
—Durante todos estos años, Inutaisho ha cuidado de ella, pero creo que ya
no es suficiente —dice—. He pensado ir yo mismo, pero sé que cuando llegue
será demasiado tarde.
—Iré yo —exclama Yuuki—. Si cabalgo deprisa, puedo estar allí en
menos de una semana.
—Prefiero que te quedes conmigo. Puedo encargar al maestro Kigei esta
misión. —El señor de Kumagai tose. La sangre tiñe de rojo su pañuelo blanco
—. Además, no podemos dejar solo el clan. Ya sabes que hay revueltas.
Nuestro daimyo quiere que protejamos sus tierras… —Kumagai vuelve a
toser.
Yuuki se arrodilla frente a él. Sus manos casi se rozan.
—No te preocupes —le dice con dulzura—. No te pasará nada. La
Montaña es dura y resistirá. Iré y regresaré en unos días.
Kumagai, el del rostro fiero, mira a la mujer con serenidad. Sus ojos están
inundados de la magnífica visión del monte Fuji.
—Ya sabes, Yuuki, que el destino no se cambia. Kunitokotachi, el señor
de la tierra eterna, que habita en la cumbre nevada del Fuji-San, nos reclama
cuando es llegado el momento. Y creo que mi momento está a punto de
llegar, aunque lo único que lamento es que no sea en medio de una batalla,
cortando la cabeza de algún bastardo.
Una lágrima baila en la mirada de Yuuki.
No va a resignarse a que Kumagai, su señor, su amor, muera.

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Aceptó su boda con Otohime, pero ella ya no está, y, aunque sabe que
nunca podrá reemplazarla en su corazón, ahora siente a Kumagai suyo.
Ahora que Kumagai Yoshikyo ha librado todas las batallas y ha derrotado
a todos sus enemigos, es suyo.
Ahí, en ese instante en que, vencido, contempla el horizonte.
—No vas a morir todavía —le dice—. Yo no lo permitiré.
El señor de Kumagai detiene un momento la mirada en el suave rostro de
Yuuki y esboza una leve sonrisa.
—Sabes que jamás podré amar a ninguna otra como…
—Calla —lo interrumpe Yuuki—. No digas nada más. No te dejaré morir,
y luego decidirás si quieres envejecer a mi lado. —Hace una pausa—.
Volveré pronto, pero, si me retraso, estaré en el festival de los muertos.
Esa tarde, el zorro blanco del este parte hacia la desolada región de Mutsu.
Kumagai se queda solo pintando la coronada cresta de nieve del Fuji-San
en papel de arroz. Leves puntos rojos salpican de vez en cuando el dibujo.

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Capítulo 26

En el harén imperial O-Oku

El palacio imperial se yergue como una gran montaña en medio del valle. Allí
se asienta Heian-kyo, la ciudad de la luna y de la tranquilidad, aunque por los
poetas es conocida como «la ciudad de las colinas violáceas y los arroyos
cristalinos».
La gran avenida central que ordena de forma simétrica las casas como en
un tablero de go termina en la puerta Suzakumon. Allí Suzaku, la gran ave
roja hecha del hierro de miles de espadas, recibe a los dignatarios extranjeros
que piden audiencia con el divino emperador y guarda el sur, igual que las
otras bestias sagradas protegen los demás puntos cardinales: la tortuga y la
serpiente Genbu, el norte; Seiryuu, el dragón, el este, y Byakko, el gran tigre
blanco, el oeste.
Otras trece puertas más se disponen de forma ordenada a ambos muros del
palacio.
Kurai nunca ha estado en la capital.
Heian-kyo le parece grandiosa.
Ahora, caminando por aquella ancha avenida por donde fluyen las
personas como en un río, recuerda sus días en el clan del cerezo.
Nunca soñó con visitar la afamada capital del sol naciente y mucho menos
imaginó que un día penetraría en la residencia del divino emperador.
Una sonrisa asoma a sus labios, pero quizá solo sea un gesto que esconde
incertidumbre.
Kurai se encamina hacia la puerta situada en el este.
Una mujer vestida con un colorido kimono de sedas superpuestas la
recibe.
—Hermana, seas bienvenida —le dice, inclinando su cabeza.
Kurai saluda formalmente haciendo una keirei.
—Soy la cortesana Hana —se presenta—. Supongo que estarás cansada
después del largo viaje… ¿Cómo está la gran señora?
—Bien, la señora Mochizuki…
—Nunca nombres a la gran señora dentro del palacio —la interrumpe.

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Kurai sigue a la mujer más allá de la muralla que protege la edificación,
hacia el palacio que hay dentro del palacio.
—Es el Dairi, la zona residencial —explica.
Los edificios que forman parte del recinto interno, usados para alojar a
nobles y cortesanas, están elevados sobre plataformas de madera y conectados
los unos con los otros mediante pasajes cubiertos y descubiertos. Los muros
de las casas están iluminados con pinturas y los techos, de madera de ciprés,
muestran una leve inclinación.
Kurai repara en el hermoso laberinto de residencias y jardines y en el
sendero flanqueado de naranjos que, con suave fragancia, perfuman el aire.
De pronto, bajo un sauce, ve a una mujer.
Está de rodillas y tiene aprisionado el cuello en un cepo, que también le
atrapa los dos brazos.
—¿Qué ha hecho? —quiere saber Kurai.
—Al emperador hay dos cosas que no le gustan —dice Hana—: una es
que se divulguen sus secretos, y otra que le sean infiel. Esta mujer yació con
un hombre que entró en O-Oku metido en un baúl donde se transportaban los
kimonos.
—¿Y cuánto tiempo tiene que estar así?
—¿Cuánto tiempo? Hasta que el emperador decida su destino. Si al final
es magnánimo con ella, desaparecerá por la puerta Fujomón, la puerta sucia.
Solo la atraviesan las que mueren en palacio o caen en desgracia.
Kurai sabe que eso es peor que la muerte. Constituye una gran deshonra
ser devuelta a la familia. Su mala acción recaerá entonces en los de su sangre.
Si la mujer tiene hermanos, alguno de ellos tendrá que realizarse seppuku para
lavar la ofensa.
Hana conduce a Kurai hasta un edificio mayor que los demás:
—Este es el centro de O-Oku —anuncia—: la sala del tatami, la casa de
las mujeres.
—Es muy grande —dice Kurai.
—Sí, aquí cientos de mujeres entre sirvientas y cortesanas y no se permite
la entrada a ningún hombre, excepto el emperador. El O-Oku está dividido en
varias secciones: la zona administrativa, las habitaciones de las damas más
cercanas al emperador y sus doncellas y donde residimos nosotras, la gran
sala compartida —explica Hana.
—Será difícil llegar al emperador —dice Kurai.
—Hai, pero hay que intentarlo. Las favoritas del emperador son las que
tienen mejores habitaciones, pero, para eso, deben quedarse embarazadas o

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provenir de familias de alto rango —prosigue Hana.
Atraviesan corredores y pasillos hasta llegar a las dependencias comunes.
—Te gustará —dice Hana—. Disponemos de un gran jardín, con
riachuelos y barcazas para nuestro ocio. A veces, en primavera, organizamos
concursos de pintura y música bajo los árboles. ¿Sabes jugar al go y al
chôbami?
—Hermana —dice Kurai—, te lo agradezco, pero tengo un objetivo que
cumplir y no puedo distraerme con esas cosas.
—Claro —dice Hana—, lo comprendo, pero siempre es más agradable, ya
que tenemos que trabajar, hacerlo en un lugar bello, ¿no crees? Por cierto —
dice de pronto—, tendremos que buscarte un nuevo apodo. Discúlpame, pero
Kurai no es un nombre hermoso. ¿Cómo quieres ser llamada?
Kurai nunca se ha planteado cambiar su nombre, el que le dio Kigei
Arima cuando la compró en el mercado de Hagi, pero, ahora que lo piensa, le
seduce la idea de llamarse de otra forma que no sea «oscura». Ya no es un
perro de la casa del cerezo ni la sombra de nadie. Pero no se le ocurre nada.
—¿Qué te parece Haruki? —Hana acude en su ayuda—. Parece lógico
que, si antes eras una sombra, ahora seas «brillo del sol».
Kurai sonríe complacida y se inclina ante Hana.
—Gracias, hermana, por tan hermoso nombre.
—Ven, te enseñaré dónde dormirás y te pondré al tanto de las normas que
rigen en el harén. Luego debemos prepararnos. El emperador nos visita dos
veces al día: a las diez de la mañana y a las ocho de la tarde. Y falta ya muy
poco para las ocho.
La estancia, enorme, la ocupan un centenar de mujeres.
Los futones, doblados, se disponen en hilera. Varias chagiidana y mesas
bajas con cojines zabuton, junto con algunos paneles móviles tsuitate,
componen la decoración.
Las concubinas sienten curiosidad por ver a la nueva cortesana. Pero la
antigua sombra Kurai, renacida ahora como Haruki, tiene cuidado de no
simpatizar con las mujeres. Sabe que el éxito de su misión radica en su
discreción y sigue el consejo de Hana: «No te fíes de nadie».
Una hora antes de las ocho de la tarde, el harén está revolucionado: las
mujeres van y vienen mirándose en los espejos.
Las sirvientas les pintan lo rostros hasta volverlos blancos, les afeitan las
cejas y les tiñen los dientes de negro con una mezcla de limaduras de hierro
en vinagre y hierbas. Luego las damas esperan a que les perfilen los ojos de

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negro, les apliquen un poco de color en las mejillas y les retoquen los labios
con flor de cártamo rojo, cuyos pétalos se han molido previamente.
Por último, se perfuman los cabellos, realzados en un moño y adornados a
juego con el kimono, pero sin horquillas: están prohibidas, como también
junto con las peinetas de filo cortante.
—Hoy no acudirás a presencia de Go-Yôzei Tennô —dice Hana—. Será
mañana, cuando hayas descansado de tu viaje. Debes recuperar el color de las
mejillas y lavarte y perfumarte para mostrarte ante él. Tenemos que conseguir
que te elija de entre todas.

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Capítulo 27

Hombres ola

El último bosque antes de penetrar en la desolada región de los muertos.


Kiyoshi prepara la cena en una improvisada hoguera, Ren limpia sus
armas y Takemura recoge leña.
De pronto, aparecen cinco hombres a caballo. Son cinco.
Visten keikogi y hakama negros, la indumentaria típica de los rōnin: los
hombres vagabundos, los hombres errantes como olas en el mar. Llevan el
rostro oculto con un paño también negro.
Atacan por sorpresa.
Ren saca la espada y con un rápido movimiento impide que uno de ellos
le corte el cuello a Kiyoshi.
—Ve hacia los árboles —grita Ren.
Pero, en vez de eso, el monje, aun desarmado, se enfrenta a dos de los
rōnin. Utiliza la fuerza de sus adversarios para derribarlos solo con sus
manos.
Ren nunca ha visto luchar así.
Takemura deja la leña en el suelo, pero, en vez de sumarse al combate, se
sienta tranquilo a mirar la lucha en una zona segura.
Kiyoshi abate a otro de los rōnin, y Ren atraviesa al último de ellos con su
espada. La sangre espesa y roja encharca el traje negro del hombre, pero aún
no ha muerto e intenta lanzar un cuchillo.
El monje coge un palo, lo mueve en el aire con rapidez y, con un certero
movimiento, le rompe el cuello.
Ren observa los cuerpos abatidos en el suelo.
—¿Quién eres tú? —pregunta a Kiyoshi—. Más que monje pareces
guerrero.
Este eleva la comisura de sus labios en esa media sonrisa que Ren ya
conoce.
—La pregunta no es quién soy, la pregunta es quién fui y quién quiero ser.
Ren hace el movimiento chiburi para sacudir la sangre de su espada
mientras espera que el monje continúe. Pero permanece en silencio.

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—Tú sabes luchar —le dice.
—Sí, sé luchar —dice Kiyoshi—. Lucho cuando tengo que salvar la vida,
pero hace tiempo que solo peleo contra mí mismo. Creo que esa es la
verdadera lucha.
El monje se aleja, y Ren va en busca de Takemura.
—¿Quién es tu maestro? —le pregunta.
—Kiyoshi fue un famoso maestro de artes marciales —explica—. La
gente decía que era invencible con el bô.
—Pero, entonces, ¿por qué abandonó el camino del guerrero? —quiere
saber Ren.
—Porque descubrió que la verdadera senda del guerrero es el camino de
la iluminación, y ahora es simplemente el monje Kiyoshi.
—¿Y cuál es ese camino? —inquiere la joven con expectación.
—El sendero de la iluminación se resume en un solo concepto: no se trata
de ser experto con la espada, sino ser la espada misma; y aún más, ser la
espada sin la espada.
—Eso es imposible —dice la samurái.
Takemura recoge la leña que ha dejado a un lado, en el suelo, y se dirige
hacia la extinta hoguera.
—Eres un cobarde, ¿me oyes, chico mono? Un cobarde —le grita Ren.
Takemura no vuelve la cabeza y continúa caminando.
Kiyoshi, que ha escuchado el reproche de Ren, se apresta a contestar:
—Eres injusta —le dice—. Te aventuras a juzgar sin conocer. Takemura
es mi discípulo, y te aseguro que jamás podrías vencerlo; ni en un millón de
años lo conseguirías. Te jactas de ser el mejor samurái del imperio del sol y
chimpunkan, pero a veces solo me pareces una pobre niña que no conoce nada
de nada, ni siquiera se conoce a sí misma. Pequeño mono sabía que yo no
necesitaba ayuda. Si vieras cómo maneja la espada y el bô, cambiarías tu
opinión sobre su valor. Pero una persona puede decidir no pelear nada más
que consigo mismo. Pero, claro, chica samurái tonta, tantas cosas que dices
saber y esa no la sabes.
Ren escucha en silencio, sin replicar. En lo más profundo de su interior,
presiente que hay un sendero que nunca ha recorrido.
A veces, le gustaría sentirse como Kiyoshi, cuya alma parece navegar
entre la calma y la iluminación, pero ella es una guerrera y, en fondo, sabe
que el sendero de la espada es siempre mejor.
De pronto, un rōnin se agita en el suelo; recobra el conocimiento después
de los duros golpes asestados por Kiyoshi. Intenta levantarse, se tambalea.

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El monje vuelve a derribarlo y pone el pie derecho sobre el pecho del
«hombre ola».
—Vamos a ver qué rostro tiene este bastardo —exclama agachándose
para arrancar el paño negro que cubre la cara del hombre.
Un semblante delgado y bello, aunque sombrío, aparece de pronto. Unas
facciones conocidas y amadas por Ren.
—¡Shioda! —grita.
Pero el chico no la escucha. Se ha desvanecido.

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Capítulo 28

Memoria entre los árboles

Hace tiempo que Ren no siente tan fuertes los latidos del corazón. El pasado
vuelve de pronto a ella en el semblante de Shioda.
Kiyoshi cura las heridas al rōnin bajo el dosel de un gran árbol del
bosque. Leves rayos de sol acarician el rostro amado.
Shioda abre los ojos y aprieta fuerte la mano de Ren.
—¿Eres tú? —pregunta confundido, al ver la máscara que le cubre la
mitad del rostro.
Ella asiente.
—No hables —susurra—. Las heridas no son graves y curarán, pero no
debes esforzarte.
Shioda vuelve a cerrar los ojos.
—Déjalo descansar —recomienda el monje.
Ren pasea por el bosque notando cómo su corazón sigue latiendo rápido.
Parece que vaya a salírsele del pecho entre un latido y otro, rítmicos, en
golpes que parecen los tambores del templo.
La ternura de antaño ha vuelto a derramarse en su alma.
Todos los años transcurridos, los combates librados, las noches solitarias
mirando la luna… Todo se ha disipado de repente, y Ren vuelve a ser de
nuevo la niña criada en el clan del cerezo.
Recoge una pequeña piedra, lisa y brillante, del suelo y la mete en la bolsa
de cuero que siempre lleva colgada al cinturón.
—Mi primera piedra de la felicidad —piensa, y una breve sonrisa se
dibuja en su rostro.
Pequeño mono la observa. Su corazón habla, y lo que dice se puede
expresar en un tanka:

Como la polilla
atraída por la luz
revoloteo en torno a mi amada.

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Esa tarde, Shioda ya es capaz de moverse.
Toma de la mano a Ren y caminan hasta el río.
El monje y Takemura se quedan en el campamento.
—¿Por qué no me buscaste? —pregunta a Shioda.
Este tiene la mirada fija en el arroyo, que parece que murmura. Coge un
guijarro y lo arroja a la tranquila superficie. Pequeños círculos concéntricos
agitan el agua.
—Contéstame: ¿por qué no me buscaste? —insiste ella.
Pero Shioda no contesta; en vez de eso, la atrae hacia él y la estrecha entre
sus brazos.
—Shioda… —musita ella—, he soñado tantas veces con este momento…
No puede seguir hablando, porque los labios del chico cierran los suyos.
Luego Shioda la incita suavemente a tenderse en el suelo, sobre un lecho
verde de hojas y musgo. Hábilmente, recorre su cuerpo con los dedos,
ansiosos, como buscando bajo la ligera armadura samurái.
Ren se estremece, pero no opone resistencia.
—Ahora todo será distinto —murmura.
Bajo la dorada luz de la tarde, se aman en silencio. Y sobre el musgo
yacen luego, jadeantes.
Ren se abraza más a Shioda. Sabe que, cuando ella sea totalmente suya, se
acabarán para siempre los días inciertos y las noches solitarias. Sabe que
hacer el amor con Shioda, que entregarse a él, es asumir el compromiso de ser
ya y para siempre su mujer. Y por fin se siente amada.
La suave brisa agita la camisa de Ren y deja al descubierto un seno
delicado.
Todo se ha detenido: el rumor del agua, el canto de los pájaros, la canción
del viento entre los árboles. Solo el silencio acompaña el ritmo de sus
corazones.
Pero, de pronto, Shioda se incorpora con brusquedad.
—¡Vístete! —le ordena.
Ella alarga los brazos en un gesto suplicante para retenerlo.
Pero Shioda se mantiene firme:
—¿No me oyes? Vístete —repite.
Ren no lo entiende, pero ahora escucha de nuevo todos los sonidos que
antes había silenciado el amor.
—Shioda…
El chico se apresura a vestirse el keikogi negro mientras la mira con
desprecio.

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—Perra bastarda Kumagai… Tu familia me lo quitó todo. Ahora ya sabes
cómo se siente uno cuando te quedas sin nada, cuando todo aquello que
querías desaparece. Ahora ya sabes lo que es la deshonra, como yo lo supe
aquella mañana cuando vi el cadáver de mi padre deshacerse entre cenizas.
—Pero Shioda… —Ren solo acierta a balbucir—. Soy yo, soy Tomoe…
Él le dedica una mirada larga y amplia. El odio centellea en sus ojos.
—Tomoe murió aquella mañana en el río Tenryu-gawa. Tú eres una hija
del clan Kumagai, y solo albergo por ti odio, un odio que me recorre el alma
como agua putrefacta.
Ren contiene las lágrimas. Un samurái no llora. Pero los ojos se le
vuelven agua.
—Shioda, no comprendo… —ruega, mientras sus brazos intentan retener
el rostro que ama—. Nuestro destino está unido como la raíz al árbol.
¿Recuerdas? Dijiste que te casarías conmigo.
Shioda esboza una mueca de desprecio.
—Yo jamás me casaré contigo. Mi mujer no será una bastarda del clan de
la montaña como tú. La próxima vez que te vea, te mataré tal como le prometí
a tu padre —sentencia.
Shioda se aleja con rapidez, hasta que desaparece entre la espesura del
bosque.
Ren se queda allí sola, envuelta aún entre el aliento de los besos del que
creía su amor.
Un instante se sucede.
El sol declina, el espíritu del viento aúlla, un animal grita en la lejanía.
Las imágenes pasan rápidas por su mente.
Entonces se levanta, muy despacio, se acerca a la orilla del río y arranca
un junco.
Luego se arrodilla y ata sus piernas con él entre sí.
Toma el kaiken.
La hoja del puñal refleja el sol, que ya se agota.
Ren se palpa la garganta con la mano izquierda y acerca la daga a la
arteria.
Una última mirada al arroyo que fluye incesante ajeno a la tragedia.
Pero, de pronto, sus ojos se detienen en la superficie. Allí, en mitad del
río, una flor de loto se eleva por encima del agua.
«Una señal de los kami».
Ella es una hija del loto, una flor que debe elevarse por encima del fango
donde se encuentra. La flor del loto nace en el lodo más profundo del río, pero

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cada mañana emerge hacia la luz para florecer con increíble belleza y, cuando
llega la noche, se cierra y se hunde de nuevo bajo el agua.
Sus hojas poseen la extraña cualidad de repeler hasta las gotas de agua.
Ren separa el puñal de su garganta mientras un pensamiento de venganza
ocupa el lugar que antes habitaba el suicidio.
Se viste en silencio y regresa a la seguridad de su yoroi samurái con
remaches de cuero. Y, entretanto, se hace a sí misma un juramento definitivo:
—Jamás volveré a amar a ningún hombre. Jamás dejaré que ninguno
vuelva a poseerme ni a hacerme daño. Desde ahora, seré como la flor del loto,
y nada volverá a tocar mi corazón. La próxima vez que vea a Shioda será para
matarlo.
Cuando al fin Ren regresa al campamento, Hikari va a su encuentro.
Ren acaricia la peluda cabeza del animal.
—Chimpunkan! —exclama Kiyoshi—. ¿Dónde estabas? ¿Dónde está tu
amigo?
—Vámonos, ya hemos perdido demasiado tiempo aquí.
—¿No esperamos al rōnin? —insiste Takemura.
Ren lo mira, y con un certero movimiento coloca la espada en la garganta
del chico. Los ojos arden como ascuas.
—¿Quieres ver la furia del dragón?
Pero pequeño mono no se inmuta.
—No conseguirás aplacar tu ira matándome —le dice.
—Bikkurishita![9] —interviene Kiyoshi—. Verdaderamente eres más
necia de lo que pensaba. Ya hemos visto tu ira, niña, pero serás más fuerte
cuando podamos ver tu dolor.
—¿Es que no tienes ojos en la cara, rata calva, para darte cuenta de que ya
no soy una niña? —replica ella, furiosa—. La próxima vez que me llames
niña, mi espada te demostrará que soy una guerrera.
Ren guarda la espada y monta a Hikari.
Ellos no la comprenden, no la pueden comprender.
Ojalá estuvieran muertos, ojalá todos estuvieran muertos. Ojalá el tiempo
no hubiera pasado y regresara de nuevo al mar, a Chonsû, a la noche de su
mayoría de edad, cuando cientos de farolillos de colores ascendieron hacia el
cielo para pedir por su felicidad.
No quiere seguir, pero debe hacerlo.
Descuelga la bolsa de cuero de su cinturón y saca la única piedra que allí
guarda desde hace tan breve lapso de tiempo. La mantiene en la mano un

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segundo, para después arrojarla con fuerza al polvo del camino. También se
deshace de la bolsa.
«La venganza sin duda es mejor que la felicidad, porque es más duradera.
La venganza es un buen destino», piensa.

Yuuki Kitsune acaba de reunirse con el fiel Inutaisho en el último bosque


antes de penetrar en la región de los muertos.
—Perro guardián del viento, hace mucho tiempo que mis ojos no te
contemplan —saluda Yuuki.
Inutaisho sonríe. Su gesto es amable, aunque, de alguna extraña manera,
también fiero. Inclina el cuerpo ante el zorro blanco del este.
—Mi señora, me quedé esperándola. Hace tres días que pasaron por aquí.
—Por tus informaciones, sé que no viaja sola…
—No, la acompañan un monje y un muchacho. Antes de separarme de
ella, estuve a punto de intervenir. Un grupo de rōnin los atacó.
Yuuki da un respingo.
—Si la hubiera visto, zorro blanco del este… —prosigue el fiel criado—.
Luchó igual que…
—Que Otohime —acaba la mujer.
—En estos años ha aprendido mucho, se ha convertido en la mejor
samurái que conozco.
Inutaisho calla. Repara en que ese comentario no es del todo afortunado.
—La mejor guerrera después del zorro blanco del este, mi señora —
rectifica.
Yuuki esboza una leve sonrisa y agita en el aire la naginata, que describe
un perfecto círculo en el aire.
—Un verdadero samurái aprende la técnica, pero de nada sirve eso si no
siente el camino de la espada en su corazón —sentencia.
Inutaisho admira a su señora. El zorro blanco del este es temido en cada
rincón de la provincia de Kai.

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Capítulo 29

Diario del maestro Kigei

Kigei Arima pasea solo por los jardines de la casa de la montaña.


Aun después de los años transcurridos, guarda en la memoria las
imágenes de la muerte del señor de Sakura.
«¿Ahora quién es el que se ríe, Sakura Tomokyo? ¿Ahora quién es el que
ha perdido la cabeza, esa que jamás volverá a reposar sobre tus hombros, y
quién es el que goza de buena posición en el feudo de la montaña? ¿Quién es
ahora el gusano infecto?».
A veces se pregunta si la caída en desgracia de su antiguo señor tuvo algo
que ver con el Ushi no koku Mairi tanto tiempo atrás, con algo de magia
negra.
De cualquier forma, el resultado fue el esperado, aunque ahora siente que
nada ha cambiado, porque tiene otro amo, quizá más irascible y caprichoso
que el anterior.
Desde que el señor de Kumagai eliminara a todo el clan Sakura, el
maestro Kigei ha vivido en la casa de la montaña. Su única ocupación es
entrenar cada mañana a los generales, enseñándoles nuevos movimientos, y
pasar revista a las armas.
Pero ahora Kumagai lo ha llamado a su presencia, y Kigei Arima tiembla
como una hoja pensando que tal vez los servicios prestados durante estos años
al señor de la montaña no han sido suficientes.
El hombre que recibe al maestro Kigei es muy diferente a aquel otro que
atravesó el río con sus samuráis y acabó con la vida del clan de la flor de
cerezo.
Este hombre está enfermo, demacrado. La fuerza lo ha abandonado, y en
sus ojos ya no arde la llama del guerrero.
—Kigei Arima —dice Kumagai—, me has servido bien durante estos
años, pero tengo una nueva misión para ti.
Kigei tensa mucho la espalda y se inclina en señal de respeto.
—Estoy a las órdenes del señor de la montaña —exclama con resolución.

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Kumagai tose; se tapa la boca con la mano cuando lo hace. El pañuelo
blanco se vuelve rojo.
—Hace unos días, Yuuki partió hacia el norte, a la remota región de
Mutsu. Va tras mi hija. Tengo un mal presentimiento, sé que va a necesitar
ayuda. Por eso quiero que vayas a su encuentro y protejas su vida con la tuya
si fuera preciso.
—Pero, gran señor —replica Kigei—, en la desolada región de Mutsu no
hay nada, solo la tierra de los muertos. Muchos dicen que es el final del
mundo. Si un vivo llegara allí, caería en las fauces de Ryūjin, el dios dragón
del mar, y desaparecería para siempre.
—Sí, sé lo que dicen —murmura Kumagai—. Por eso quiero que partas
hoy mismo. Así tengas que enfrentarte con el poderoso dragón o con todos los
dioses del averno, necesito que te asegures de que nada malo suceda a Yuuki
y a mi hija. Las dos deben regresar con vida.
—Gran señor, yo no tengo miedo de luchar contra los vivos. He cortado
más cabezas que nadie, he matado a miles de hombres con un solo golpe de
mi bô…, pero los muertos son otra cosa. Los muertos tienen sus propias
reglas y es imposible ir contra ellas. Con ellos no vale ni la fuerza ni la
astucia…
El señor Kumagai se enfurece. Abandona su apacible postura e intenta
incorporarse con dificultad.
—Individuo putrefacto, ¿te atreves a contradecirme? ¿Es que acaso tienes
miedo? ¿Qué eres tú, un cobarde?
—No, señor, solo he dicho que los muertos, los muertos… —balbucea
Kigei sin saber qué decir.
Kumagai lo mira con sus ojos fieros pero gastados. Un rayo de cólera se
dibuja en ellos.
—Cumplirás mi orden o haré contigo lo que tenía que haber hecho hace
años… Y perderás la cabeza como la perdió tu antiguo señor —grita
amenazador.
Kigei se arroja a los pies de su amo.
—Perdón, mi señor —implora—. Lo haré.
Esa tarde, Kigei parte hacia Mutsu.
A lo único a lo que teme en esta vida es a los muertos.
Y los teme más desde aquella noche en la que hundió el último clavo en el
shinboku sagrado pidiendo la desgracia de Sakura.
Desde entonces, siente presencias extrañas. A veces llega a vislumbrar
una figura silenciosa y pálida que lo sigue, que se desliza sin hacer ruido

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flotando sobre el suelo.
Algunas noches, cuando todo está en calma y el silencio cae como un velo
sobre el mundo, escucha el sonido de una respiración agitada y siente un
soplo helado que le congela el rostro.
Es alguien con hambre de venganza.
¿Estará ella en el país de los muertos? ¿Yacerá su espectro en las aguas
sulfurosas de Osorezan, aguardando por él?
Sí, el maestro de artes marciales de Banshu teme a los yurei. En especial,
a uno; un fantasma que se ha quedado a vivir para siempre en su corazón.

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Capítulo 30

¿Cómo se llama?

El pabellón de la campana superior desemboca en la doble puerta por la que


aparecerá el divino emperador.
El lejano sonido de los tambores en el patio de armas del palacio imperial
señala las diez en punto.
Las sirvientas hacen tintinear el manojo de campanas que pende de la
puerta. Luego quitan los candados y descorren los cerrojos.
Haruki está en la fila junto a las otras cortesanas. Luce muy bella con los
labios rojos y el rostro blanco, y sus ojos, perfilados de negro, parecen más
grandes y más redondos. Ha elegido un kimono de seda con dibujo de
serpientes doradas.
Hoy el emperador ha pedido ver a las recién llegadas.
Un grupo de cuarenta mujeres esperan para ser la elegida.
Cuando la puerta se abre, ellas se inclinan cuarenta y cinco grados, en la
reverencia formal saikeirie, y miran al suelo; no está permitido mirar a los
ojos del emperador.
Go-Yôzei Tennô es un hombre joven, pero aparenta más edad por el
complejo atuendo sokutai con cola propio de su rango. Las prendas
superpuestas y la capa superior de un amarillo oscuro, color reservado solo
para el emperador, también lo hacen parecer más grueso de lo que en verdad
es.
Con el cetro ritual shaku y la corona ceremonial en forma de gorra
kanmuri, avanza con paso ceremonioso.
Se fija, con calma, en las cortesanas, bellamente adornadas.
Detiene su mirada un momento en los dibujos de serpientes del kimono de
Haruki, pero continúa caminando sin detenerse.
Ella sabe que tiene que hacer algo para provocar su atención, y sin
pensarlo levanta el rostro de forma brusca y llama al emperador por su
nombre:
—¡Katahito!
Después se desmaya y cae al suelo.

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El emperador se vuelve hacia ella. Haruki desvanecida en el suelo.
Hace un gesto a uno de sus sirvientes para que la asista, y este saca una
bolsa de seda donde se alojan unas hierbas aromáticas que pone bajo la nariz
de la mujer.
Pronto Haruki recupera el conocimiento. Y sus profundos ojos negros se
encuentran con los del emperador.
—¿Cómo se llama? —pregunta Go-Yôzei Tennô.
—Haruki, divino emperador —responde con voz dulce.
—«Brillo del sol», es hermoso —dice él, y continúa caminando sin
detenerse a mirar atrás.
Cuando el emperador desaparece, Haruki comparte su fracaso con Hana.
—No conseguí que se fijara en mí.
—Hermana —responde Hana con una sonrisa—, no sabes hasta qué punto
ha sido hábil tu maniobra. Cuando nuestro emperador desea yacer con alguna
de nosotras, pregunta su nombre. Debes prepararte, porque has sido la elegida
y esta noche la pasarás con él.
A las ocho en punto, una sirvienta viene a buscar a Haruki.
—Cámbiese, señora —le dice—. Nuestro divino emperador quiere verla
con el kimono de serpientes que llevaba esta mañana.
Haruki, obediente, se cambia el kimono azul claro.
Luego, otra sirvienta la registra, incluso le examina el cabello para
asegurarse de que no lleva armas.
Y entonces Haruki es conducida por largos y laberínticos corredores hasta
llegar a los aposentos del emperador. Tras las fusuma espera Katahito,
sentado en un escritorio bajo la ventana.
El incienso perfuma la habitación, y las lámparas encendidas hacen
apacible la estancia.
Haruki se postra a los pies del emperador.
—Levántate —le ordena él.
Katahito observa ahora, con más detenimiento, el kimono dorado. En él,
las serpientes se enroscan unas con otras, envolviendo entre sus gestos, como
con dulzura, el cuerpo de la muchacha.
—Me gustan las serpientes —dice—, pero seguro que eso ya lo sabías; lo
saben todos.
Haruki mantiene la mirada en el suelo. Tiembla.
—Ven —dice el emperador—, te enseñaré mis cuerdas que andan.
Y, diciendo esto, le hace un gesto para que lo siga.
Un sirviente descorre las fusuma que dan al jardín.

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Los arces, pinos negros, los cerezos y los bambúes se mezclan con las
azaleas, las camelias, los helechos, los musgos y las linternas de piedra que
están encendidas.
A un lado, las rocas, rodeadas de agua, representan el monte Hōrai, la
mítica isla donde moran los inmortales, en la que se pueden respirar
quintillones de quintillones de almas antiguas. La leyenda dice que los
habitantes de Hōrai son pequeños seres mágicos cuyos corazones no han
crecido nunca por no tener conocimiento del mal.
En el centro del verde oasis, una gran piedra representa otro lugar místico:
el monte Shumi, la montaña del eje del mundo.
Más allá, un pequeño puente conecta varios estanques donde nadan carpas
rojas, y el pabellón del té.
Haruki sigue al emperador a través del jardín hacia la parte más sombría,
hasta que se detiene frente a una gran urna de cristal que reposa sobre la raíz
de un viejo árbol.
—Hemos llegado a mi reino secreto —anuncia, señalando el receptáculo
transparente.
Dentro, casi veinte serpientes ofrecen un hipnótico espectáculo.
El suelo de la urna es de tierra. Hay también algunas grandes ramas por
donde serpentean los reptiles de escamas iridiscentes, pero las paredes son de
cristal.
—Mira, mis cuerdas que andan —dice el emperador, y cuando lo hace un
brillo intenso ilumina su mirada—. ¿No deberíamos aprender de ellas, de su
existencia invulnerable a las pasiones, a los planes, a las futilidades de lo
cotidiano? ¿No tendríamos que reverenciar a estos seres sinuosos e
impasibles? —pregunta.
Haruki observa cómo las serpientes mueven sus cuerpos aletargados
dentro de la frontera del vidrio.
—Traedme las ranas —ordena el emperador.
Uno de los sirvientes aparece al instante con una gran caja lacada en rojo.
A un gesto del emperador, abren la urna por su parte superior, y él agarra
un gancho curvo que está colgado a un lado y lo sumerge en el interior de la
cárcel transparente. Saca una serpiente blanca.
—¿No es bella? —pregunta a Haruki—. Se diría que es la personificación
de la diosa Benzaiten.
Haruki mira cómo se retuerce la serpiente y cómo intenta reptar por el
gancho.
—Es muy bella —acierta a decir.

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Sus ojos se detienen en la mirada de bronce del reptil.
El emperador devuelve la serpiente a su guarida acristalada y abre la caja
roja. En su interior, varias ranas vivas se apretujan unas junto a otras.
Con habilidad, atrapa a una y la arroja al interior de la urna.
Pronto la maraña de sierpes se arremolina en torno al anfibio.
Una, más rápida que las demás, atrapa entre los dientes un anca de la rana.
El anfibio batalla durante unos segundos, pero luego desaparece entre las
fauces de la serpiente.
—¿No es hermoso contemplar el juego de la vida? —rumia en voz alta el
emperador—. El más débil es devorado por el más fuerte.
Katahito hace un gesto a una de las siervas, y esta se inclina ante Haruki.
—Disculpe, mi señora, he de desnudarla.
Haruki extiende los brazos en cruz y deja que, con infinita parsimonia, la
sirvienta la despoje de su kimono de seda y de la naga juban.
—Ahora, pónsela encima —ordena el emperador cuando Haruki está
totalmente desnuda.
Con el gancho curvo, la esclava pesca una gran serpiente.
Haruki da un paso atrás.
—No tengas miedo —dice el emperador—. No te hará nada si mantienes
la calma. Deja que repte sobre ti. Eso me complace.
El kimono de Haruki yace en el suelo entre las serpientes de seda doradas,
pero ahora ella tiene una rayada, negra y amarilla recorriendo su cuerpo.
Go-Yôzei Tennô observa complacido los movimientos del animal sobre
Haruki. Cómo explora cada resquicio, cómo ondula en los senos y desaparece
por la espalda para reaparecer de nuevo entre los muslos de la mujer.
—Fuera, marchad, dejadnos solos —ordena a los sirvientes—. Si os
necesito, ya os llamaré.
Y Haruki inicia un baile con la serpiente.
Con movimientos insinuantes, ondula la columna hacia arriba y hacia
abajo, mientras que el animal repta por las curvas de la mujer en un
movimiento hipnótico.
Luego Haruki acaricia las brillantes escamas del animal y con sumo
cuidado la baja hasta las caderas, hasta que se enrolla alrededor de su vientre.
—Si no hubiera comido —explica el emperador, embelesado por la
escena—, con ese abrazo estaría calculando tu tamaño y tu peso para
devorarte.
Haruki tiene miedo, pero sabe que, para conseguir su propósito, no debe
manifestarlo. Así que susurra:

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—No temo nada, mi divino emperador Katahito. Mi único deseo es
satisfaceros, aunque eso suponga ser devorada aquí, hoy, esta noche.
El emperador libera a Haruki de la serpiente y devuelve el animal a la
urna. El juego ha cesado.
Luego se acerca a los labios de la muchacha.
—Aquí, hoy, esta noche, te enseñaré otra serpiente.

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Capítulo 31

Recopilación de la ciudad fantasma

El pueblo de Etsu es un pueblo fantasma.


Se dice que los espíritus de aquellos que se fueron ahora habitan las casas
y se pasean de noche por los estrechos senderos que discurren hasta el río.
Cada árbol alberga una presencia, cada roca esconde un gemido de un
fallecido.
Nadie pasa por allí, porque está en el camino de Osorezan, la tierra de los
que abandonaron la vida para siempre.
De día, un viento frío se mete por las grietas de las casas y sacude las
ramas de los árboles, que siempre están secas como huesos de muerto, y por
las noches los fantasmas ocupan el pueblo y recorren los hogares
deshabitados.
Ren, sobre su caballo, no habla. Tampoco repara en el desolado paisaje
donde habita el vacío de la vida.
Takemura va a su lado. Sus pies siguen la estela de Hikari, que deja
profundas huellas en el polvoriento camino.
Intuye que algo malo le ha sucedido a la chica dragón, pero guarda
silencio, porque sabe que a veces el corazón necesita un tiempo de silencio
para curar las heridas. Por eso la mira. El cabello de Ren baila con el viento y
le baja decidido por la espalda en negra cascada.
Le gustaría acercarse más, lo suficiente para sentir el perfume de su pelo.
Sumergir su feo rostro en esa melena salvaje que puede llegar a redimirlo de
tantos días y noches sin amor, pero sabe que eso es imposible.
Si bien es cierto que los dioses le han puesto en el camino de la samurái,
él aún ignora los secretos designios que conforman su destino.
Baja los ojos luego hacia las manos de la chica, esas manos pálidas que
esgrimen la espada y siegan la cabeza de los hombres, pero también las
mismas manos frágiles capaces de las más delicadas caricias.
El monje también camina en silencio. Sus razones para hacerlo son otras:
él no teme a los muertos, pero tiene cuentas pendientes con ellos. Hace

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muchos años que sus ojos no se detienen en las sombrías fachadas de Etsu;
hace ya muchos años, pero él no olvida, no consigue olvidar.
Toca la bolsa que lleva colgada de la cintura, donde guarda desde hace
demasiado una pelada calavera.
Mientras el grupo atraviesa el pueblo, solo se escucha la voz del viento,
que, como un lamento, recorre los huecos de los muros de las casas vacías.
«Es verdad que hay un puente invisible que une a los vivos con los
muertos», piensa el samurái, y se pregunta qué le aguarda en Osorezan.
Kiyoshi parece adivinar sus pensamientos.
—No se puede desoír la llamada de un fantasma —explica—. A veces, la
mejor forma de llegar a nuestro destino es atender esa llamada.
A la mente de Ren acude la imagen de Otohime. Ella no conoce qué es el
amor de una madre, porque nunca ha tenido ninguna. Las únicas canciones
que sabe son las de los guerreros arengando a la batalla. Nunca una madre le
ha acariciado el cabello antes de dormir. Solo tiene recuerdos del maestro
Kigei golpeándola en la espalda con un palo para que aprendiera la postura
correcta para un samurái.
En su pasado no hay ninguna huella del amor, pero ahora, cuando está a
punto de penetrar en el oscuro mundo de los muertos y de ver al fantasma de
Otohime sin la ayuda del sueño, se siente de alguna manera confortada. Su
madre ya no vive una vida corpórea, pero ha acudido a ella; ha atravesado los
límites del inframundo para pedirle algo, y ella hará lo imposible por servir a
esa madre que nunca ha conocido excepto en la muerte.
Etsu ha quedado atrás.
Ren vuelve el rostro y mira a pequeño mono, que camina al lado de su
caballo.
—Takemura —exclama, sacudiéndose de pronto sus pensamientos como
si desplegara una sábana al sol—, ¿siempre estás tan callado?
El chico da un respingo.
—Respetaba tu silencio —murmura.
El viento remueve el cabello de Ren como las alas de un murciélago.
«Chimpunkan», piensa Kiyoshi, «hay algo mucho más fuerte que la
muerte, y es el amor».
Pero, aunque piensa eso, lo que dice es:
—Cuando dejemos atrás este pueblo fantasma, pararemos para comer
algo.
—¿Y por qué no nos detenemos aquí? —pregunta Ren—. ¿Es que tienes
miedo de los muertos, monje?

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Kiyoshi no contesta. En vez de eso, acaricia, como hace muchas veces, la
bolsa que lleva colgada de su cinturón.
La tarde se estira contra el cielo cuando el pequeño grupo deja atrás el
pueblo y se detiene bajo un árbol de escuálidas ramas.
—Toma esto. —Ren entrega un poco de arroz en una tela a Takemura—.
Cocínalo —le pide.
Takemura echa el arroz en un casco de hierro, ahora convertido en
cacerola.
—Cuando hierva, lo acompañaremos con verduras secas, ciruelas en
vinagre y algas —explica Ren.
—Vaya, chica samurái, es todo un festín —dice Kiyoshi con voz alegre.
—Nunca sabes cuándo será la última vez que comerás sobre esta tierra —
exclama Ren, y se pone seria—. Sin duda, para mí esta es la última antes de
entrar al yomi.

—Tendremos que ir más rápido si queremos alcanzarlos —dice Yuuki.


Inutaisho asiente con la cabeza.
Él es el perro guardián del viento y corre casi sin rozar el suelo. Su señora
es quien retrasa la marcha.
El zorro blanco del este ya no es tan joven como antaño. Quizá por eso y,
aunque sacan días de ventaja al maestro Kigei, este consigue llegar hasta
ellos.
—¿Por qué has venido? —quiere saber Yuuki.
Kigei Arima inclina su cuerpo en señal de saludo.
—Mi señor Kumagai me ha ordenado que viaje con mi señora hasta la
región de Mutsu.
Yuuki se molesta. No le gusta ese hombre que se arrastra por el suelo
como las ratas cuando pide clemencia. Pero ella respeta las decisiones de
Kumagai.
—¿Cómo se encuentra tu señor? —pregunta.
Kigei Arima sabe que Kumagai se muere, pero también conoce que no es
conveniente responder algo así. Puede que, si eso sucediera, él se viera
obligado a abandonar el clan y echarse a los caminos, a ofrecer su espada al
mejor postor, y ya se siente viejo y cansado para eso.
—Está bien, mi señora. La Montaña siempre está bien. Su suerte sigue
intacta.
Yuuki mira a Kigei con desprecio.

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—No hables más. La suerte se va si hablan los desafortunados, y tú eres
un paria despreciable que no mereces tener en los labios el nombre de la
Montaña.
Kigei esboza una reverencia mientras se muerde el labio inferior. El sake
comprado con el dinero de Kumagai sabe mejor.
—Puedes marchar a nuestro lado —sentencia. Pero su pensamiento vuela
lejos, al lado de Kumagai: «Como espada te entregaría mi vida, Kumagai
Yoshikyo».

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Capítulo 32

Archivo extenso de la tierra del yomi

A medida que cabalga hacia Mutsu, siente el aire más denso. Es como si la
rodeara el aliento de miles de moribundos.
Una presión desconocida le atenaza la garganta y le baja hasta el pecho,
donde se convierte en una angustia que no la deja respirar.
—Es como si los dioses hubieran soltado el aliento de los condenados en
la llanura —comenta Ren.
—Es la muerte, que está en el aire —replica Kiyoshi.
El sol lleva oculto toda la jornada y, conforme avanzan, una espesa niebla
les hace ver extrañas sombras entre los árboles desnudos de hojas.
La tierra se ha vuelto ocre y negra, y el sonido de un silencio sepulcral se
extiende delante de ellos, como si el mundo tuviera límite y hubieran llegado
al final.
Un viento helado azota las ramas de los árboles, y un rumor de insectos
arañando la tierra se extiende por el aire.
Ren tiene un presentimiento extraño.
El avance de la oscuridad, que sube desde el valle como un ruidoso
ejército, cubre de tinieblas el camino y aún sigue más allá.
Las sombras lo anegan todo.
—Una gran noche perpetua asola esta tierra —dice Takemura, y siente un
escalofrío.
Ren no tiene miedo, pero le preocupa que su espada, invicta en la carne
humana, no consiga vencer a los espíritus que intuye tras cada árbol.
El aire ya es sofocante, pero el ruido ha menguado.
El bosque se aligera de árboles y, pasado un precipicio, Kiyoshi señala:
—Es allí.
Frente a ellos, una montaña negra se levanta como un gran fantasma.
—¿Enciendo la antorcha, maestro? —pregunta Takemura.
El monje asiente.
La débil luz alumbra el camino, pero la noche cerrada cae sobre ellos.
—Solo es mediodía —dice Ren.

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—Sí, pero aquí siempre es de noche —explica Kiyoshi.
Alcanzan el pie de la montaña.
Ren mira hacia arriba. No logra distinguir la cima. Tiene la sensación de
estar bajo el agua y no ver la superficie.
Rodeando el monte Osore, se abre paso un río de aguas quietas y
sulfurosas.
El monje y su discípulo se sientan en una piedra cercana y clavan la
antorcha en el suelo.
—¿Dónde está la entrada? —pregunta Ren.
—Chimpunkan! —exclama Kiyoshi—. Ahora es cuando te digo que para
entrar al yomi solo hay un camino, y es situarte al borde de la muerte.
—¿Qué significa eso?
—Que no puedes entrar con tu cuerpo mortal, solo puede hacerlo tu alma.
—Entonces, ¿debo morir? —quiere saber Ren.
—No morir del todo —responde el monje—. Solo permanecer en un
estado entre la vida y la muerte el tiempo necesario. Pero calcular ese tiempo
es peligroso. Puede ser que te quedes en el yomi para siempre.
Ren desenvaina la espada y se la ofrece a Kiyoshi.
—Toma, clávala en mi pecho.
—Bikkurishita! Yo no lo haré, niña.
—Pues solo quedas tú, pequeño mono —dice Ren.
—Aunque lo hiciera —contesta Takemura—, tu alma lleva una gran
carga. Si no te liberas de ella, no podrás pasar.
—Tú, hazlo —ordena Ren.
Pero Takemura declina el ofrecimiento:
—Yo nunca te haría daño.
Entonces Ren inicia un baile con la katana en el aire, y con un
movimiento rápido y certero la hace aterrizar en su vientre.
Al principio todo está oscuro, pero poco a poco los ojos se acostumbran a
lo sombrío. Ren está dentro del río. Se abre paso entre fumarolas de azufre y
agua hirviente.
«Es extraño que no me queme», piensa, porque está sumergida en la
corriente, pero no siente nada.
Mira a su alrededor, pero, en el lugar donde deberían estar el monje y
Takemura, no hay nadie.
—¡Kiyoshi, pequeño mono! —grita, pero su voz se pierde en el vacío del
kodama.
Fija la mirada en la orilla del río.

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Allí, un hombre se afana en construir con pequeñas piedras un puente para
cruzar al otro lado. Es una tarea inútil, porque los guijarros son muy pequeños
y se hunden antes de que pueda colocar otros encima.
—Así no vas a conseguir nada —le grita Ren.
El hombre levanta la cabeza. Sus ojos, ardientes como ascuas, se clavan
en el rostro de la joven.
Ren reprime un grito. Ha visto antes los ojos de ese hombre; los ha visto
en la primera cabeza que cortó, en la batalla de Tenryu-gawa.
Nunca antes había tenido miedo. Cuando el maestro Kigei la entrenaba
para ser samurái, muchas veces ha visto los desorbitados ojos de los
ahorcados y la descarnada mueca de la muerte en el rostro de los ajusticiados,
pero los ojos de aquel hombre le inspiran un terror que jamás sospechó que
sentiría.
Empieza a hundirse. Lenta, suavemente. Con cada nuevo recuerdo de
todos aquellos a los que ha quitado la vida, se hunde un poco más.
El agua hirviente ya le entra por las fosas nasales, y comienza a tener la
sensación de los ahogados.
«Tu alma pesa demasiado», recuerda las palabras de Takemura. «Es
blando morir», se dice, y se abandona a la liberadora sensación.
Pero, cuando está a punto de desaparecer bajo las aguas, siente que
alguien tira de ella.
El rostro amable y sereno de Yuuki Kitsune aparece ante ella.
—Mamotte ageru[10] —le dice—. No te perderé aquí.
Ren cierra un momento los ojos, a salvo; pero, cuando los abre de nuevo,
Yuuki ya no está.
Ahora se encuentra en la otra orilla del río, frente a un agujero excavado
en la tenebrosa montaña.
Ren se toca el cinto y extrae la espada. Luego penetra en la cueva.
Sus pies caminan sobre peladas y blancas calaveras que se rompen con un
ruido como de conchas vacías.
No ha avanzado ni unos pasos cuando, a un lado del camino, se encuentra
una jaula. Hay alguien dentro. Es una mujer, agachada, porque el espacio
reducido no le permite incorporarse.
Se fija más. La mujer tiene el cabello negro. Una máscara le cubre la
mitad del rostro. De su cinturón cuelga una espada.
Ren se estremece. Intenta abrir la jaula, pero no existe puerta alguna y los
barrotes son muy gruesos. Golpea la celda con la espada, pero todo es inútil.

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—Aquí no te servirá tu katana —parece decir la mujer, pero Ren escucha
su propia voz.
Entonces, sigue adelante. El hedor es insoportable. Los cuerpos en
descomposición apilados en un túmulo le cierran el paso. Quiere trepar por
los cadáveres para poder atravesar al otro lado, pero cada vez que lo intenta
resbala entre la sangre y las vísceras y debe volver a empezar.
«Madre», suplica para sí.
Como respondiendo a su invocación, Otohime se acerca con las manos
sobre la garganta y el kimono blanco de luto abrochado al revés.
Extiende la mano, liberando así la sangre, que brota de su cuello a
borbotones. Y señala hacia delante, donde no hay más que oscuridad.
Pero pronto la penumbra se ilumina.
Para Ren, las escenas pasan como fantasmas, se suceden nítidas, como
dentro de una gran bola de hielo.
Allí ve a su madre de nuevo.
Es más joven y no tiene la herida abierta en la garganta.
Está muy bella con el cabello suelto y un kosode dorado.
Se agacha, recoge una piedra que yace sobre un lecho de flores y la mete
en una pequeña bolsa de cuero que lleva colgada del obi.
«Su bolsa de la felicidad», piensa Ren.
Alrededor de la mujer, cientos de luciérnagas bailan sobre un campo de
flores azules. Es el cielo en la tierra. Y Otohime se tiende entre la azul
floresta. A su lado, un hombre la abraza.
—No es posible. —Él habla de repente.
El sol ilumina el rostro de Otohime. Su voz dulce se disemina en el aire
caliente:
—Te digo que sí lo es. Llevo el fruto de nuestro amor dentro de mí, y eso
me hace feliz. Darte un hijo es lo que más deseo en este mundo…
La mujer extiende los brazos para acariciar el rostro del hombre, pero este
se resiste.
Ren se fija un poco más en él. Sus rasgos le son conocidos. El señor de
Sakura no tiene las cicatrices que ella recuerda, ni la fiereza de su mirada,
pero sin duda es él.
Cuando escucha su voz, no es tan áspera, pero no cabe la duda: el
guerrero Sakura.
—No deberíamos haber empezado esto, mujer. Espero un hijo de mi
esposa. El amor entre nosotros es del todo imposible. No puedes tener al niño,
nuestros clanes son rivales.

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Otohime suplica:
—Tasukete kure[11] —suplica Otohime.
Sakura Tomokyo se incorpora de forma brusca, impasible a los ruegos de
la mujer.
Entonces Otohime, con la tristeza en los ojos, cambia la dulzura por la
aspereza.
—Soy Otohime, y llevo el nombre de la princesa dragón de los mares.
Mis enemigos tiemblan dentro de su yoroi cuando se enfrentan a mí. Tú no
puedes despreciarme, porque jamás nadie lo ha hecho. Si hoy abandonas mi
corazón, que es tuyo, lo pagarás muy caro. No tendrás más mujer que yo, ni
más hijo que el que yo te dé[12].
La visión cambia.
Como saliendo de entre tinieblas, nuevas imágenes emergen y se vuelven
poco a poco cada vez más nítidas.
Ahora Ren ve un bosque. Una mujer desconocida corre entre la espesura.
Tiene el vientre hinchado, y en la empuñadura de su espada luce una flor de
cerezo.
Un grito rompe el silencio de los árboles, y la espada de Otohime
atraviesa el vientre de la mujer.
Llega una tercera visión. Una niña nace en el clan de la montaña. El señor
de Kumagai sonríe mientras levanta un vaso de sake al cielo. La niña está en
brazos de Otohime, que reposa en el lecho y canta una canción a la recién
nacida.
Ren se estremece. Esa canción revive, escondida en su memoria. Habla de
un barquito que flota en un campo de estrellas:

Navega en el aire una barca lunar


en busca de sueños.
Repican campanas doradas,
atraviesa el río del cielo
el vaivén de la barca lunar
con las olas estelares.
¿Dónde estará la felicidad?,
dice la voz de un viento distante.
Y a la barca lunar la sigue
una estrella fugaz.
El vaivén de la barca lunar
va y viene y va.

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Va y viene y va.

La oscuridad de nuevo, y otra vez la luz de aquello que fue y que ya solo
pervive en el alma de los condenados.
Otohime, junto a un viejo árbol, graba su poema de muerte en un abanico
de acero:

Las ansias se remansan,


el amor es lejana memoria.
Un ruiseñor vuela solo.

Cuando termina, se corta el cuello.


Las visiones se desvanecen.
Ahora Ren lo comprende todo. Tal es el misterio de su ascendencia.
—Hija —oye el eco de la voz de Otohime, una voz muy débil que se
escapa por la brecha abierta de la garganta, frágil como la de un insecto.
—He venido por ti, madre —anuncia Ren—. No te abandonaré aquí.
Otohime le dedica una mirada larga y profunda, casi esboza una sonrisa.
Mira hacia abajo.
A los pies de Ren hay una espada.
—Ahora es tuya —susurra Otohime con un hilo de voz.
La sangre sigue manando de su garganta abierta.
Ren reconoce la espada porque conoce la leyenda: Kusanagi fue forjada
en el infierno. La espada de la serpiente es diferente a cualquier otra: corta y
de doble filo, puede ser empuñada con ambas manos.
Otohime señala entonces el cinturón de su hija, donde cuelga la espada
que una vez le perteneció.
Ren se la entrega, pero su cinturón no queda mucho tiempo huérfano de
hoja, porque enseguida Kusanagi, tomando la apariencia de una serpiente, se
enrolla y asciende por su pierna hasta ocupar su lugar.
—Hija, ahora tú eres la guardiana de la espada, cuya hoja es invencible
ante la carne.
El fantasma acaricia con mano etérea el cabello de su hija.
La joven siente como si un pájaro aleteara en su pelo. Es una infinita
ternura.
Pero esa sensación solo dura un segundo.
Irremediablemente, Otohime se aleja y, aunque Ren quiere seguirla, una
oscuridad espectral, como un velo negro, se cierra ante ella y se lo impide.
—Madre —implora.

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Pero Otohime se ha marchado.
Ren toca la espada que ahora vive en su cinturón.
Su tacto no le quema. Nadie, excepto el guardián de la hoja, puede
empuñar esa espada que arde como el fuego, que se alimenta de sangre y que,
una vez desenvainada, jamás puede ser detenida, a no ser que se pague un alto
precio por ello.
Ren mira a su alrededor.
Está sobre un montículo de cadáveres descuartizados.
Se hunde entre miembros cortados y sangre viscosa.
Se hunde en el recuerdo de aquellos pobres diablos muertos bajo el
imperio de su acero.
Se hunde.

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Capítulo 33

Crónica de vivos y de muertos

—No respira —sentencia Inutaisho.


Yuuki Kitsune, más pálida que de costumbre, está tendida en el suelo.
Una herida se dibuja en su pecho.
—No respira —repite.
—Le dije que era un error intentar algo así —comenta el maestro Kigei—,
pero esta mujer soberbia y orgullosa nunca escucha.
Inutaisho mira a Kigei con desprecio.
—No me mires así, perro. No tienes derecho de mirarme así. Solo eres un
siervo.
El perro guardián del viento no contesta. Quieto junto a su señora, espera
quizás un milagro: que el alma que partió para la tenebrosa tierra del yomi
regrese de nuevo al cuerpo. Pero no sucede nada.
—Shinjirarenai![13] Se ha clavado la espada en el pecho hasta el fondo,
hasta la empuñadura —exclama el maestro Kigei.
Tendida junto a Yuuki está Ren.
Tampoco respira.
El monje Kiyoshi intenta en vano reanimarla.
Takemura, arrodillado a su lado, le aparta el cabello del rostro. Es lo más
cerca que ha estado nunca de la chica samurái, y su mirada revela una honda
tristeza.
—Las perdimos a ambas —murmura Inutaisho con resignación.
—Parece un shinju —dice Kigei.
Y Kiyoshi comienza a recitar las oraciones que abren el más allá a los que
partieron.
—Elevemos nuestras oraciones al dios del largo aliento para que sus
almas no se conviertan en fantasmas vengativos y encuentren el camino hacia
el palacio del mundo eterno —ora el monje—. Todos caemos al final como el
rocío. Esta vida no es más que un sueño dentro de un sueño.

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—¿Por qué no nos ven? —pregunta Ren a Yuuki.
—Porque no estamos en la tierra de los vivos, sino en la de los muertos —
contesta la mujer.
Las dos, de pie, contemplan sus cuerpos yacentes sin vida en la orilla del
río del yomi.
—¿No podremos volver? —quiere saber Ren.
—Sí, tú regresarás. —Yuuki sonríe—. Yo, no.
—Lo has hecho para salvarme…
—Solo ha salido mal mi apuesta con la muerte, pero no te preocupes,
prefiero acabar aquí que dejar flotar mi existencia entre los días siempre
iguales de la vejez… Recuerda aquello que te conté sobre los lobos que
anidan en nuestro interior, la bondad y la maldad: de nosotros depende quién
gana nuestra alma. Yo muero en paz. En este día, mi espíritu se une a los que
me precedieron en la batalla. Solo di a Kumagai que siempre lo llevaré en mi
corazón y que lo esperaré junto a Takami-Musubi, el dios protector de lo alto.
De repente, una brillante luz se abre paso entre las tinieblas. El espíritu de
los eirei vive en ella.
El zorro blanco del este avanza a su encuentro con la elegancia de una
geisha y el coraje de un guerrero. El cabello negro perfila su rostro tranquilo.
En la mano derecha lleva su naginata, la cortadora de libélulas.
Aún vuelve un momento el rostro hacia su sobrina.
En ese instante, Otohime emerge de la luz.
Ya no tiene la garganta herida y muestra, también, un rostro sereno.
Tampoco viste el kimono blanco abrochado al revés, sino el kosode
dorado con que Ren la vislumbró, y porta su espada con la flor de loto en la
empuñadura.
—Hermana —dice Otohime, saliendo al encuentro de Yuuki—, he estado
esperándote perdida en la oscuridad.
La luz se abre entre las sombras como un día de verano ante el sol.
—No me dejes aquí, madre —suplica Ren.
Otohime vuelve el rostro hacia ella y le dedica una larga sonrisa.
—Hija, aún no es llegada tu hora.
—Pero yo quiero ir con vosotras —sigue rogando Ren.
—Lo sé, hija, pero los dioses no te llaman.
—Aquí no tengo nada, no tengo a nadie… Madre, por favor, no me dejes
aquí…
—Debes vivir, por él…
—¿Por quién, madre? —solloza Ren, sin comprender—. ¿Por quién?

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Pero, en vez de responder, Otohime se disculpa:
—Perdona la pesada carga que te dejo, hija, pero es necesaria… Me
arrepiento de todo el mal que causé…
La luz es ahora más cegadora, y sus siluetas se funden entre la claridad.
Parten sus espíritus juntos como pétalos de flores arrastrados por el viento.
Ren se queda allí. El resplandor no es para ella, sino para los guerreros de
alma noble que se han ganado el derecho a permanecer bajo la luz del camino
del cielo para siempre.
Aun así, intenta seguirlas, pero un aguacero sorpresivo se precipita sobre
ella con el afán de cien flechas y le cierra el paso.
La llovizna sigue, incesante, cayendo.
Ren la siente en su rostro helado, en las manos que poco a poco vuelven a
la vida.
De pronto aparecen las serpientes esmeraldas. Destacan como gemas
sobre la oscura y polvorienta tierra del yomi.
La de mayor tamaño se queda enrollada sobre la cabeza de Ren; las otras,
más pequeñas, se sitúan alrededor de su cuerpo, delineando su contorno.
Kigei saca la espada para acabar con ellas, pero el monje Kiyoshi lo
detiene.
—No, ella es ahora la guardiana de Kusanagi. Mira su cinturón.
Kigei se fija en la brillante espada corta y de doble filo que Ren lleva en el
obi.
—No le harán nada —explica Kiyoshi—. Las serpientes la reverencian.
—¿Kusanagi, maestro? —exclama Takemura—. Yo pensaba que era solo
una leyenda.
—Ya ves que no… —responde el monje—. La espada infernal convierte
en invencible a su poseedor.
Ren abre los ojos. Lo primero que ve es el rostro de rata astuta de Kigei.
—Maestro Kigei —dice en un hilo de voz—, ¿sigo aún en el yomi?
Nadie se percata, pero ese nombre se clava como un cuchillo en el pecho
del monje.

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Capítulo 34

El espíritu de Kusanagi

Yuuki Kitsune está a las grupas de su caballo. Inutaisho ha atado con cuidado
el cadáver.
La comitiva avanza en silencio hacia más allá de las fronteras de Mutsu.
El perro guardián del viento quiere encontrar un emplazamiento adecuado
para quemar el cuerpo de su señora y elevar oraciones por ella al dios
Takami-Musubi, esposo de la diosa Amaterasu y creador del mundo.
Atrás queda el oscuro mundo del yomi y sus secretos.
El caballo del zorro blanco del este avanza despacio, sin riendas que lo
dirijan. Y así debe ser, porque la bestia será quien encuentre el mejor lugar
para que el cuerpo mortal de su señora pueda despedirse de este mundo.
Pronto, sus huellas en el polvoriento camino se detienen frente a un
frondoso bosque de bambúes. Se alzan unos junto a otros, esbeltos,
elevándose hacia el cielo para buscar la luz.
Una ligera brisa mece los tallos huecos. Entonces, los bambúes emiten su
sonido como si fueran furin, campanillas de cristal que evocan al viento, y la
música apacible inunda el bosque verde.
En un claro que se abre paso entre las altas cañas, Inutaisho dispone la
pira funeraria.
Esa tarde, entre los furtivos rayos de sol, el cuerpo de Yuuki Kitsune,
armada con su naginata, arde.
El monje Kiyoshi quema incienso y allí, en ese santuario vegetal, el zorro
abandona su forma mortal y deja su alma libre.
Inutaisho hace volar también una paloma con un mensaje para su señor
Kumagai: «El zorro blanco del este ha partido hacia el paraíso de los eirei».
Ren observa en silencio cómo Yuuki Kitsune es consumida por las llamas,
y luego cómo sus cenizas se elevan en el aire caliente y danzan entre los altos
tallos de bambú, como mariposas buscando la luz.
Cuando el fuego al fin se extingue y las brasas se apagan, Inutaisho saca
unos palillos y recoge con cuidado los huesos del zorro blanco del este. Los

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envuelve con cuidado y los guarda en la bolsa. Los huesos de su señora
vivirán por siempre en el santuario familiar de la casa de la montaña.
Al día siguiente, el grupo, acallado y triste, emprende su marcha hacia el
feudo Kumagai, en la provincia de Kai.
Inutaisho siente una gran sombra en el corazón por la muerte de su señora
y, aunque tiene la certeza de que se reencontrará con ella en otra vida, su
desaparición le deja un vacío imposible de llenar.
Kigei muestra el rostro sombrío y los ojos inquietos. Se diría que una gran
ola rompe contra su alma, como contra un espigón.
A Ren la pena no parece rozarla. Cabalga a Hikari mientras siente sobre
ella la mirada de su maestro, que no aparta los ojos de la espada Kusanagi.
Pequeño mono marcha a su lado.
—No me has preguntado nada, Takemura —dice de pronto Ren
rompiendo el silencio—. ¿No quieres saber nada del mundo del yomi?
Takemura mira el cabello de Ren, que ya no es todo negro. Grandes
mechones blancos salpican la oscura melena.
—Me lo contarás, si tú lo deseas —contesta.
Ren se toca el pecho: quiere toser, pero el vendaje se lo impide. Sabe que
esa herida sanará, pero su alma ha sido tocada ya por el yomi, y eso significa
que no existirá otro camino para ella que el camino de las sombras.
—Tú eres un guerrero —dice a Takemura—; eres un guerrero, pero no te
comportas como tal.
—¿Y cómo debe comportarse un guerrero? —quiere saber Takemura.
—Con orgullo —responde decidida Ren, mostrando un brillo desconocido
en la mirada.
—¿Y qué es el orgullo sino el otro nombre de la vanidad y la soberbia? —
replica el chico.
—Pequeño mono, un samurái debe ser orgulloso. Creo que no entiendes
esto…
—Para mí —la interrumpe Takemura—, un samurái debe practicar la
humildad —suelta como una sentencia.
—Pero un samurái tiene que ser orgulloso porque es poderoso —lo
contradice Ren—. Su fuerza radica en su espada; su conquista es ser mejor
que cualquier otro.
Takemura responde con contundencia:
—Para mí la fuerza radica en el espíritu, y mi conquista es ser mejor que
yo mismo cada día.

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—Pero tú has practicado el camino de la espada… —espeta Ren—. Tu
maestro me lo contó.
—Sí, yo también fui espada errante hasta que conocí a mi maestro. Pero él
me enseñó que hay que huir para no herir, herir para no matar, y matar
también, pero solo para no morir. Por eso mi alma ya no es mi espada. Soy la
espada sin espada.
Ren no lo comprende. Escucha a ese chico de rostro poco afortunado,
pero no lo entiende. Claro que ha oído hablar de la técnica Mutekatsu-Ryu,
ganar sin espada porque no se combate, pero sospecha que Takemura no
habla de eso.
Acaricia la empuñadura de Kusanagi, forjada en el infierno, y sabe que,
de algún extraño modo, le ha vendido su alma. Siente el peso de los espíritus
en su interior, ocupando sus entrañas con sombras cambiantes.
«Es fácil», piensa, «no ser orgulloso si eres como Takemura, un pobre
infeliz que nada es. Lo difícil es no practicar el orgullo siendo el mejor
samurái del imperio Yamato, llevando colgada al cinto la espada que hará que
me convierta en kensei, en tenka muso. Esta espada enviará a mis enemigos al
yomi».
Desea consagrarse al poder de la espada, como sospecha hizo su madre.
Al fin y al cabo, está por encima de cualquier mortal. Ha vuelto de la muerte;
aún más, la ha vencido, y no siente temor alguno a regresar de nuevo allí
cuando sea llegado el momento.
La altivez de Ren le habla a Takemura de un corazón ambicioso que no
reparará en nada con tal de conseguir sus fines.
Él también conoce la leyenda. Sabe que ahora Ren es la guardiana de
Kusanagi, la espada infernal que se alimenta del alma de los guerreros hasta
que los consume. La hija del loto tiene su camino y nadie puede torcer la
senda del destino. Nadie, ni siquiera él, que la ama.
—Monje Kiyoshi —grita de pronto Ren—, ¿no tenías asuntos pendientes
con los muertos? No te he visto clavarte la espada en el vientre para saldar las
deudas del yomi…
Kiyoshi habla, pero sus palabras no están dirigidas a Ren:
—Sí, tengo aún deudas pendientes. Los muertos me han llevado hasta
aquel al que he buscado desde hace tiempo.
—¿Y quién es ese diablo desafortunado? —pregunta ella.
—Nadie, solo un kono yaro —dice el monje—. Ha pasado mucho tiempo
y ha comido muchas sembei, pero sin duda lo he encontrado.

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El maestro Kigei espolea a su caballo. Anhela llegar cuanto antes a Kai, al
hogar del clan Kumagai para gozar de la protección de su señor.
Kiyoshi, sin embargo, no tiene prisa. El cielo ha querido devolverle al que
una vez fue su querido discípulo. El hombre que le robó todo lo que poseía,
incluida su amada.
«Hubo una vez en que caminabas a mi lado», piensa Kiyoshi metiendo la
mano en la bolsa que siempre lleva consigo, aquella donde guarda la
descarnada calavera de su esposa. Luego susurra muy bajo:
—Azuma waya![14]

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Capítulo 35

Shaki-shaki

Haruki sigue siendo la favorita para compartir las noches del emperador.
Tras tanto tiempo, un sentimiento que hasta ahora no conocía ha anidado
en su corazón; la de sentirse deseada, la de complacerse en las atenciones de
un hombre que la busca y la reclama.
Aun así, no olvida lo que la ha traído al palacio imperial: averiguar a qué
regentes apoyará el emperador a fin de que su señora Michozuki tome partido
y disponga a sus kunoichis en el bando ganador.
Goza ya del privilegio de una estancia individual dentro del O-Oku, y dos
sirvientas la asisten para cumplir todos sus deseos.
A veces, cuando por las tardes escucha cantar a las chicharras en el jardín,
piensa en esta segunda vida que el destino le ha regalado. Las semi se quedan
bajo tierra durante años antes de salir a la superficie en verano. Dejan sus
cáscaras en el árbol más cercano y empiezan su segunda vida. Durante
algunos días, se aparean, vuelan y cantan; cantan hasta que sus cuerpos
terminan de nuevo en la tierra, revolcándose en esos últimos minutos,
buscando incansables la caricia del sol.
Quizás ella no sea más que una semi a la que le ha sido dada otra
oportunidad, aunque al final tendrá también que acabar en el polvo.
Sus ansias de venganza no se han remansado, así como tampoco ha
desaparecido su capacidad de amar.
¡Si el orgulloso hijo del clan del cerezo pudiera verla ahora! ¡Si Shioda la
viera ahora, envuelta en kimonos de seda y con un porte tan refinado! ¡Porque
ahora es la hija adoptiva de una noble y la favorita del emperador del trono
del crisantemo!
Qué lejos le queda, en el recuerdo, aquella noche en la que se sentía
pequeña y débil ante el borracho de Kigei. Qué lejos y qué cerca al mismo
tiempo.
El divino emperador quiere que le dé un hijo.
Eso, sin duda, aseguraría su posición en palacio. Podría quedarse para
siempre tras la seguridad de sus muros. Pero sospecha que, desde aquella

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fatídica noche en la que Kigei abusó de ella, su vientre permanecerá vacío.
Katahito tiene ya muchos hijos de las emperatrices, consortes y
concubinas. También de alguna criada que lo ayuda cuando toma un baño.
Ella está de paso, como las semi que marcan el ritmo de las estaciones con
su canto.
—El emperador reclama su honorable presencia. —Una sierva interrumpe
sus pensamientos.
La mujer la conduce hasta los aposentos de Katahito, que la aguarda en
compañía de un hombre que viste un colorido kimono. De su cinturón cuelgan
varias cajitas de madera inro, bellamente adornadas. A sus pies, una caja de
tela decorada con motivos florales.
Por un instante, Haruki se siente descubierta, pero pronto se tranquiliza
cuando el emperador lo presenta:
—Es Isoda Jihei, el horishi más admirado de la ciudad.
Haruki hace una kerei al tatuador como saludo formal.
—Como expliqué antes, divino soberano —dice el hombre, observando
con detenimiento a Haruki—, si la piel de la muchacha no es de mi agrado, no
tatuaré. Yo soy un artista del horimono tradicional, y como tal debo sentirme
motivado por la tela donde plasmaré mi dibujo como si fuera sobre la más
preciada seda —se justifica—. No solo he tatuado a las más bellas cortesanas
de la nobleza, sino a los más afamados actores del teatro kabuki y a samuráis
de alto rango.
—Lo entiendo perfectamente. —El emperador asiente—. Yo comprendo a
los artistas, no en vano me considero uno de vosotros.
—¿En qué disciplina destaca mi sagrado emperador? —quiere saber el
horishi.
—Mi arte —dice con orgullo— tiene que ver con la cría de serpientes.
El hombre abre los ojos en una mueca de asombro, dudoso de si tal cosa
es arte. Y algo más pasa por su mente: «¿Ese supuesto arte está por encima
del supremo poder de herir los más bellos cuerpos para hacerlos más bellos
todavía a base de agujas y pigmentos como si fueran preciosas láminas de
kakemono?».
Pero Go-Yôzei Tennô es el emperador de la tierra del sol naciente, y él
debe sonreír y acatar. Con una reverencia saikeirei, inclinando el cuerpo
cuarenta y cinco grados, acompaña sus palabras:
—Divino señor, no sabía que era todo un artista. La gente habla, claro que
habla de su pericia con las serpientes, pero yo no sabía, no conocía, divino
emperador…

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Katahito se muestra en extremo complacido.
—Esta es la muchacha que deseo que tatúes —dice el emperador,
señalando a Haruki. Pero, aunque sus palabras suenan como un ruego, son sin
duda una orden.
—Como guste el sagrado y divino emperador —acata Isoda Jihei—.
¿Desea que comience cuanto antes?
—Así es. Si la tela es de su agrado, quiero que empiece ahora mismo.
—Por supuesto, la tela es muy bella, pero yo puedo hacerla más bella aún,
puedo hacer que los hombres pierdan la vida por ella.
El emperador vuelve su rostro a Haruki.
—Haruki, es mi anhelo hacerte más hermosa si cabe. ¿Me darás ese
placer?
—Haré lo que su majestad ordene —responde Haruki, bajando la mirada.
—Va a dolerte mucho, muchacha —apostilla el tatuador.
Entonces Haruki eleva sus ojos oscuros hacia Katahito.
—Sufriré lo preciso con tal de ser más bella para mi señor.
En los ojos del emperador se dibuja la pasión, como el trazo de un tatuaje.
—¿Ha pensado en alguna figura en especial? —quiere saber Isoda Jihei
—. Puedo hacer dragones que arrojan agua por las fauces como protección
contra el fuego, bellos pájaros de grandes alas, flores de cerezo, feroces
tigres…
—Serpientes —determina el emperador sin apartar la mirada de Haruki.
—Ah, claro, serpientes… ¿Una, dos, tres…?
—Una —determina Katahito—. Una gran serpiente que le recorra el
cuerpo desde el tobillo a la espalda.
—Necesitaré entre cuatro y cinco días a tiempo completo para llevar a
cabo el encargo, divino emperador —explica Isoda—. Empezaré ahora
mismo.
Abre la caja que tiene a los pies y extrae una gran tela blanca que extiende
en el tatami.
—Muchacha, ¡desnúdate y túmbate ahí! —ordena, señalando el lienzo.
Haruki se desliza el kimono por la espalda y toma la mano que le ofrece el
emperador.
—Serás la mujer más bella de este país del sol naciente —le susurra al
oído—. Me complace enormemente esta muestra de amor. No la olvidaré, mi
dulce Haruki.
Haruki, en silencio, se abandona sobre la tela.

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—Aguardo con impaciencia ver el trabajo —dice el emperador antes de
abandonar la estancia.
—Mi divino emperador me perdonará —dice el tatuador—, porque le voy
a rogar que no vea el tatuaje hasta el final. Así la impresión de la obra será
mayor.
—Así lo haré —concluye Katahito.
Isoda Jihei saca agujas, cinceles y gubias. Luego extrae de una de las
pequeñas cajitas que lleva colgadas del cinturón la tinta negra Nara, que se
vuelve verde azulada bajo la piel. Y lo dispone todo sobre el tatami.
Se arrodilla junto a Haruki y le examina el tobillo izquierdo.
—Empezaremos por aquí —dice.
Isoda toma una varilla de bambú. Inserta en su extremo una serie de
agujas y las anuda entre sí con un trozo de seda, como si fuera un pincel.
Moja entonces la varilla con las agujas en el frasquito de tinta.
—Te dolerá, muchacha —dice.
Haruki mira hacia la shoji. La puerta corredera la separa del jardín, y en
ella puede ver reflejada la silueta del emperador.
«Va hacia el rincón secreto donde viven sus serpientes», piensa.
Luego repara en unos imperceptibles agujeros que se extienden por los
paneles de papel: bajo la luz del sol que se cuela por ellos, la estancia se llena
de luciérnagas de luz.
Haruki cierra los ojos. En su rostro se dibuja una mueca de dolor cuando
siente las agujas invadiendo su piel, pero aguanta en silencio.
Su blanca piel se tiñe de negro, y una serpiente ondulante comienza a
ascender por su tobillo.
El horishi va cambiando la varilla y el número de agujas dependiendo de
si necesita un pincel más delgado para delinear bien los contornos o sombrear
aquellas zonas que requieren más profundidad, en cuyo caso las agujas se
distribuyen en forma de abanico.
—Te haré una gran serpiente enrollada en el tobillo; subirá por tu pierna y
abrirá sus fauces en tu espalda —explica el tatuador sin dejar de mover las
agujas.
Haruki se concentra en el ruido de los punzones al introducir la tinta.
Como adivinando su pensamiento, Isoda le explica:
—Este sonido tan familiar para mí y que suena como un matsumushi
cantando en el verano es shaki-shaki, y aunque ahora lo percibas de forma
leve, terminarás por aborrecerlo después de días escuchándolo. —Hace una

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pausa, y al fin dice—: Muchacha, he pensado dibujar en tu piel una imagen
parecida a Ryūjin, el dios dragón, soberano de las serpientes.

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Capítulo 36

Presencias pasadas

Kigei Arima tiembla dentro de su keikogi negro cada vez que se encuentra
con el monje Kiyoshi.
Desde que regresaran al feudo de la montaña, teme por su vida.
Durante muchos años, el maestro Kigei no había vuelto a visitar el país de
las membranzas, pero hoy, junto al estanque donde nadan las carpas rojas de
Kumagai, recuerda.
Dicen que los recuerdos adelgazan con el tiempo y se vuelven cada vez
más ligeros. Pero no es así para el maestro Kigei cuando evoca lo acontecido
en la provincia de Banshu. Su memoria pesa, y le aplasta el alma como una
losa.
Es un recuerdo que lo ha perseguido todos esos años y por el que pensaba
que ya no tendría que pagar. Pero ha reaparecido el que fuera su maestro, y
todo acude a su mente de forma vívida, como si acabara de suceder ayer.
Ve una escuela de artes marciales, la mejor de la provincia. En ella trabaja
un niño que vive en la calle.
Inviernos duros cargando cubos de agua y limpiando el suelo del dojo,
donde los practicantes de artes marciales caen y se levantan cien veces al día
para pulir la técnica.
Hasta que, un día, el maestro de la escuela repara en él.
—¿Quieres seguir la senda del bastón? —le pregunta.
Él ignora qué es la senda, pero sospecha que seguirla es mejor que
acarrear agua.
El maestro empieza a entrenarlo.
Con cada golpe que aprende, se hace más fuerte la envidia en él.
Y la envidia roe como una rata el alma de los desfavorecidos.
Y, mientras el niño descubre el poder del bô, el hombre se pregunta por
qué, siendo más inteligente y más fuerte que su maestro, no posee todo lo que
él: una escuela donde acuden los hijos de los ricos generales samuráis, una
casa al lado del río con árboles que extienden sus ramas en verano, las carpas
rojas del estanque, a su bella y joven esposa Hasu-ko…

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Pasan las estaciones, veloces en el tiempo. Él ya domina la senda, aunque
su maestro lo sigue tratando con desprecio: le recuerda que no tiene linaje
samurái y que es y siempre será un pobre gusano que repta por el suelo,
menos que un campesino que acarrea cubos de agua en invierno.
Un día decide practicar el ritual para alejar a la suerte de su maestro y
atraer su infortunio.
Siete noches en el bosque. Cada una de ellas clava un gosunkugi de hierro
en un shinboku sagrado.
Allí se quedará el muñeco de paja con el cabello de su maestro, sujeto
para siempre en el tronco de un cedro antiguo.
Solo aprovecha lo que los kami le tienen destinado.
Unos días después, su maestro es apresado. Alguien habla de una
deshonrosa calumnia.
Y pasan los años. Mucho tiempo de larga ausencia y astucia para quedarse
con todo.
También con la bella esposa de su maestro, pero esta no cede. Por la
noche, trata de hacerla suya por la fuerza; junto al estanque, aprieta con fuerza
la garganta de la joven.
Mientras la luna alumbra la mísera vida de los mortales, el cuello de
Hasu-ko se troncha como el de un pájaro.
La vida está llena de desagradables sucesos que no se pueden evitar, y en
esa marea de acontecimientos que fluyen, hay personas que deben
desaparecer para que otras vivan mejor.
Al principio, miedo por la venganza, noches en vela escuchando el
temblor de los árboles en el jardín. Después, una dulce sensación de seguridad
empieza a envolverlo.
Y, como el azote de una plaga que avanza lenta pero inexorable, él se
apodera de todo.
Ahora ya es alguien. Ahora los hijos de los samuráis que ruedan por el
suelo a golpe de su bastón lo temen. Ahora ha comprado el respeto y la
sumisión.
Pero hoy esa sensación de seguridad se ha quebrado, y Kigei sabe que las
deudas se pagan en esta, no en la otra vida.
Es noche cerrada cuando se encuentran en el jardín. Kigei no se detiene.
—Huir no va a servirte de nada —lo amenaza el monje Kiyoshi.
Kigei Arima se detiene, pero no se enfrenta a la mirada de su maestro.
—¿Qué es lo que quieres?
El monje Kiyoshi se acaricia la pelada cabeza.

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—Chimpunkan! Querido discípulo, cualquiera pensaría que esta rata calva
quiere hacerte algo malo…
Kigei arquea las cejas de forma amenazadora y se muerde el labio
inferior.
—¿Y no es así, maestro?
El monje lo estudia con una mirada larga y profunda.
—¿Sabes? Cuando regresé y ya no había nada, lo único que me quedó fue
escarbar con las manos en la tumba de mi esposa para rescatar su calavera.
—Eso fue un lamentable accidente —balbuce Kigei Arima—. No fui
responsable.
—Chimpunkan! Déjame hablar, Kigei, ¿no deseas saber qué fue de mi
vida desde entonces?
Se hace un silencio entre los dos que solo dura un instante. Luego Kiyoshi
continúa hablando:
—No puedo contarte qué le pasa a un hombre cuando se da cuenta de que
le han quitado todo aquello que ama. Estuve a punto del seppuku. Solo
deseaba irme de la vida…, y entonces conocí a alguien que me llevó al exilio
con los monjes de las montañas del cielo. Y ¿sabes una cosa? Un pensamiento
me hizo fuerte y me ayudó a resistir todos estos años. Y ese pensamiento fue
la venganza. Por mucho que elevaba mis oraciones a los dioses, solo
conseguía encontrar la paz en la idea de la venganza, y decidí consagrar mi
vida a encontrarte.
Kigei Arima aprieta los labios finos y mira con altivez al que fue su
maestro. Está preparado para sacar la espada en cualquier momento y
atravesarlo con ella.
—Ahora eres un monje. Debes perdonar… —dice con sarcasmo.
Kiyoshi dibuja una irónica sonrisa.
—Mi querido e ingrato discípulo, sé que condenaría mi alma, esta alma
que he perfeccionado en esta vida para poder alcanzar el espíritu de mis
antepasados, si ejecutara mi venganza. Pero debo condenarme. Podría
perdonártelo todo, pero no lo que le hiciste a ella. Ya sé que mi alma se
consumirá en el fuego eterno del infierno jigoku, pero vengaré la muerte de
mi esposa, de mi pequeño lirio Hasu-ko.
Kigei pone la mano en su espada.
—No hace falta que saques a bailar tu espada, Kigei Arima —prosigue
Kiyoshi—. Todos te llaman maestro de artes marciales, pero yo solo veo a un
mugriento siervo que se arrastra bajo el poder de un amo, a un sucio niño que
carga con agua. No hace falta que inicies la danza de la espada, porque mi

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venganza no será aquí, no será ahora. He esperado mucho tiempo para llevar a
cabo este acto de justicia. Te reservo algo especial.
Y Kigei Arima sabe que las noches en vela han regresado.
El monje Kiyoshi saca la descarnada calavera de la bolsa y se la muestra a
Kigei.
Este da un paso atrás.
—No te asustes, querido discípulo. Mi amada esposa y yo hemos estado
juntos todos estos años. Es lo único que me dejaste de ella.
Kigei camina despacio hacia atrás sin dar la espalda a su maestro. Quiere
alejarse de allí lo más rápido posible. La visión de aquella calavera ha hecho
que su alma se hunda en la zozobra.
Los árboles del jardín perfilan negras sombras.
Tsukuyomi, dios de la Luna y guardián de la noche iluminada, protege el
espíritu de la oscuridad.
Mientras se aleja, Kigei posa una mirada inquieta en el estanque. Podría
jurar que allí, donde a esta hora ya descansan las carpas rojas, el espectro
pasea su pequeño cuerpo de pájaro entre las sombras.

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Capítulo 37

La sombra de la montaña

Días de luto decreta el señor de Kumagai por la muerte de la valiente Yuuki


Kitsune.
Los campesinos lloran en los extensos arrozales. Se han quedado sin su
valedora. Nunca más verán al zorro blanco del este agitar en el aire su
naginata ni cabalgar bajo las flores de cerezo.
Kumagai Yoshikyo pasa las tardes en el santuario de sus antepasados.
Allí, en la sombra del bosque de robles, un gran torii de madera roja
delimita la frontera entre los dos mundos, el mortal y el espiritual. En el altar,
las lámparas de papel siempre están encendidas para iluminar el recuerdo de
Otohime, y ahora también el de Yuuki Kitsune.
Kumagai ofrece incienso, y el aire se perfuma con olor a jazmín.
Luego acaricia lentamente la urna que contiene los huesos del zorro
blanco del este. La han colocado en el altar, donde un pequeño ejército de
figuras de terracota a modo de hueste de espíritus protege a las dos mujeres en
el otro mundo.
Kumagai Yoshikyo inclina la cabeza para hacer una reverencia en señal
de respeto, y después se arrodilla y se sienta sobre los talones, inerte como
una montaña.
Su corazón añora a Yuuki.
—Ahora estás en la cumbre nevada del monte Fuji con los dioses que
cuidan del espíritu de los guerreros valientes, y mi alma te llora como un río
que fluye sin cesar entre las montañas —dice entre toses, y vuelve rojo su
pañuelo blanco.
Inutaisho toca la campana dorada al llegar.
El sonido inunda la montaña y llega hasta el valle.
A continuación, se postra a los pies de Kumagai. El perro guardián del
viento, la sombra de la Montaña, no se separa de su señor.
Ren también se acerca.
Contempla al señor de Kumagai con desprecio. Él fue quien la arrebató a
su verdadero padre, el que la convirtió en un monstruo cuando hirió su rostro

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con la espada.
Pero nadie conoce esta verdad, y a ella le interesa seguir manteniendo una
mentira. El clan del cerezo ha desaparecido, pero Ren puede alcanzar el poder
en el clan de la montaña.
—Padre…
Kumagai no se acostumbra a que lo llame así, pero le agrada.
—Los espías han revelado que muchos clanes se han unido y que, junto
con mil rōnin, marchan bajo la bandera del oeste para devastar la provincia de
Mino. Hay que detenerlos antes de que lleguen a la capital del este. Nuestro
señor Ieyasu nos ordena avanzar y detenerlos.
Kumagai no tiene fuerzas.
—Mitsuki, ahora no es el momento. Estoy orando por tu madre y por
Yuuki…
—Te he dicho mil veces que no me llamo así. Mi nombre es Ren.
Kumagai se encuentra con los ojos de su hija. El recuerdo de algo ya
vivido acude a él: Ren tiene la oscura mirada de su esposa cuando empuñaba
a Kusanagi.
—¿Qué miras, padre? ¿Acaso no reconoces en mi rostro la obra de tu
espada? —dice Ren, desprendiéndose de la máscara y dejando el rostro al
descubierto.
El señor de Kumagai aparta la mirada. La visión de su rostro deformado le
hace daño.
—Deseo tu perdón hija. —Tose—. Nunca fue mi intención lastimarte,
créeme.
Ren se mantiene impasible. Acaricia, como tantas veces desde que
regresara del yomi, la empuñadura de la espada de la serpiente.
—Hija —dice Kumagai al observar su gesto—, la posesión de Kusanagi
solo trae la desgracia y la muerte.
Ren hace una mueca de desprecio.
—Pobre anciano enfermo y desvalido… ¡Qué me importa a mí tu consejo!
No lo necesito, como no necesito el de nadie. ¿Qué es ahora Kumagai
Yoshikyo? ¿Es la Montaña a la que sus hombres seguían hasta la muerte?
Mírate ahora, padre; no eres nada, solo un viejo enfermo y decrépito…
El señor de Kumagai busca el cinto donde duerme su espada.
—No te consiento que me hables así. Yo soy el señor de la montaña y
merezco respeto.
—¿Qué respeto? —lo increpa Ren—. Dentro de poco marcharás a ese
monte que te empeñas en pintar hasta la saciedad, y yo heredaré el clan, y

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entonces será a mí a la que respeten y teman.
Inutaisho espera la orden de su señor para intervenir. Él guarda el honor
de la Montaña y no puede consentir que nadie, ni siquiera la hija del loto, lo
trate así.
Pero Kumagai retira los dedos de la espada y detiene su mirada oscura en
el altar, donde las lámparas de papel vacilan, amenazando con apagarse.
—Padre —prosigue Ren—, estamos entonces de acuerdo en que no
podrás liderar las tropas, así que seré yo quien lo haga. Llevaré a los hombres
a la victoria. Tengo a Kusanagi, y nada me impedirá segar las cabezas de esos
kusatta ningen[15]. Además, quiero acabar con la existencia de uno en
particular, un cerdo del oeste. —Ren se toca el vientre con la mano izquierda
—. El padre de mi hijo.

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Capítulo 38

Las palabras verdaderas

Esa tarde, el emperador tiene el semblante sombrío.


Ni siquiera la visión de sus serpientes lo anima.
Como todas las tardes, los sirvientes han preparado el té en el pabellón del
jardín. El sol ya declina, y la luna comienza a ser un indicio de la noche
inminente.
—Disculpe, mi divino señor, ¿hay algo que le preocupa? —pregunta
Haruki mientras da un sorbo a la taza lacada en azul con estrellas en su
interior.
—Sí, Haruki, pero son cosas del imperio, no tienes de qué preocuparte.
—Aun así, si mi señor desea descargar su alma, gustosa lo escucharé.
Go-Yôzei Tennô vacila, pero al final habla:
—Se aproximan tiempos difíciles —comienza—. En el horizonte se
dibuja la sombra de una batalla.
Haruki calla. No interrumpirá al emperador cuando por fin ha soltado la
lengua.
—Quizá sea llegado el momento de garantizar de una vez por todas la paz
—continúa el emperador—. Quizás haya llegado la hora de aliarse con el
viejo tejón. Es inútil resistirse ante la voz de «la cascada que crece».
—No os comprendo, mi señor —finge Haruki. Sabe perfectamente quién
es el viejo tejón: Tokugawa Ieyasu.
—No hablemos de eso ahora, Haruki —dice Katahito—. Prefiero que
liberes mi mente de las cosas del gobierno.
—Entonces, ¿mi divino señor desea que le haga un masaje en la cabeza?
El emperador asiente.
—Siempre sabes qué es lo que necesito, mi bella serpiente humana.
Cuando Haruki comienza a masajearle las sienes, él cierra los ojos y se
concentra en las agradables sensaciones.
—Mi señor, ¿quién es el viejo tejón? —pregunta con voz dulce Haruki—.
¿Quizás un animal que no me ha mostrado?
El emperador sonríe. Le hace gracia la ignorancia de aquella mujer.

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—El viejo tejón —murmura el emperador con los ojos cerrados— es un
animal astuto. Sabe jugar sus bazas, y está convenciendo a muchos de que se
alíen con él. Pero el estricto administrador cuenta con la mayoría de las
fuerzas y marcha ya hacia Mino. La pregunta es: ¿oeste o este?
—Una pregunta que no comprendo, mi divino señor —Haruki vuelve a
fingir inocencia—. Pero tiene razón mi señor: yo no sé de esas cuestiones y
no comprendo el alcance de lo que me dice… —Calla unos instantes, y luego
pregunta—: ¿Está así bien o preferís que os masajee un poco más fuerte?
—Así está muy bien, Haruki, muy bien. No hablemos más de cosas que
puedan importunarnos en este momento de paz.
—Hai, mi divino emperador.
—Haruki, una cosa más —dice el emperador—. Cada vez que estés en
mis aposentos, estarás desnuda. Ya haga frío o calor, estarás desnuda. No hay
nada que me complazca más que observar la gran serpiente de tu cuerpo. En
ella está todo tu dolor, y también el espíritu del artista. Creo que volcó en la
obra sus pasiones no satisfechas.
Haruki se desprende del kimono de capas superpuestas de seda y expone a
la suave luz de las linternas de papel la enorme serpiente que repta por su
tobillo izquierdo y abre sus fauces en lo alto de su espalda.
Las brillantes escamas hacen que su piel se ilumine.
Katahito es emperador, pero también es hombre, y con suma delicadeza se
deja abrazar por el tatuaje de serpiente con ojos de ascua que ha cobrado vida
en la piel de su favorita.
Capturado entre las fauces de la bestia, donde dos dientes superiores la
señalan como venenosa, siente que no podrá escapar del sensual embrujo de
aquella mujer que por obra y gracia de Isoda Jihei se ha convertido en un
animal mensajero de la lujuria.

Cuando ya el sol de la mañana regresa al palacio, Haruki hace llamar a Hana.


—Hana, debo irme lo antes posible.
—Sospecho que ya tienes la información que viniste a buscar.
—Así es.
—No es tan fácil salir de palacio —comenta Hana—, pero tenemos
suerte: mañana es día 21, y cada mes en ese día se celebra un festival en el
templo To-ji para conmemorar el fallecimiento del monje Kobo Daishi. Pide
permiso esta noche al emperador para ir mañana a visitar el santuario To-ji,

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en la puerta sur de la ciudad. Una vez allí, tendrás que escabullirte sin hacer
ruido como…
—Una serpiente —dice Haruki.
Hana se acerca más a ella y dice en tono bajo:
—Te envidio, hermana, daría cualquier cosa por huir de aquí.
—Ven conmigo.
—No puedo —responde Hana—. Mi presencia aquí garantiza al clan
Mochizuki la entrada al palacio. Mi deuda con nuestra señora aún no está
saldada.
—Entonces, despidámonos ahora, hermana. —Haruki se inclina—. Te
doy las gracias por tu compañía y por tu amistad este tiempo.
Hana también hace una reverencia.
—Espero que volvamos a vernos, antigua sombra y ahora brillo del sol.
Esa noche, desnuda en sus estancias, Haruki está arrodillada junto a
Katahito.
—Divino emperador, hace ya muchas lunas que estoy aquí y aún no he
acudido a mostrar mi respeto al gran buda del santuario To-ji. Sé que mañana
se conmemora el fallecimiento de su guardián, el monje Kobo Daishi, y me
complacería ir, si lo estimáis conveniente.
El emperador está tumbado en el futón. La larga cabellera negra de la
mujer acaricia su pecho desnudo.
—Me complace que quieras rendir homenaje al gran maestro que propagó
la doctrina budista —responde el emperador—. Soy un devoto admirador de
sus enseñanzas. Creo que te daré permiso siempre y cuando me recites su
famoso Iroha, el perfecto poema donde el maestro utiliza todas y cada una de
las vocales y consonantes exactamente una vez.
Haruki se queda un instante en silencio. Luego se aparta el cabello hacia
atrás, como una ola cuando se repliega sobre la playa, y recita:

Incluso las flores que florecen,


tarde o temprano se disiparán.
¿Quién en nuestro mundo
no está cambiando?
Las montañas profundas de la vanidad
nosotros las cruzamos hoy
y no veremos sueños superficiales
ni seremos engañados.

—No sabía que lo conocías —dice el emperador, sorprendido.

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—Hai, yo también soy una creyente de la doctrina de «las palabras
verdaderas», mi señor.
—Ya sabes que, con el maestro adecuado y a través del entrenamiento
correcto del habla, el cuerpo y la mente, podemos alcanzar la iluminación.
Haruki lo sabe. Ha sido una alumna aventajada de religión junto a la viuda
Chiyome.
—Puedes ir mañana al templo —concluye Katahito—, pero irás
acompañada de una sirvienta.
—Como desee mi divino emperador —dice Haruki, y reposa de nuevo su
cabellera en el pecho desnudo del emperador.
La serpiente que mora en su espalda se repliega y se estira como abriendo
en verdad sus fauces, y esa noche el poder de la curva infinita vuelve a atrapar
al emperador.

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Capítulo 39

Movimientos de shôji

Haruki atraviesa el gran jardín de altísimos cedros y cruza el puente al que se


asoman los arces rojos.
Contempla los arbustos de azaleas suspendidas sobre la tierra como si
fueran campos de arroz.
La gran pagoda emerge como un mástil de barco navegando entre la
fronda verde y naranja. Dentro del santuario To-ji, es la construcción más alta
de la ciudad, aunque ahora cuenta con menos altura debido al incendio que
asoló algunos de sus pisos y ocho distritos completos de Heian-kyo. El
emperador ha ordenado su reconstrucción.
Bajo la atenta mirada de dos budas gigantes, la pila de agua cristalina
aguarda a los fieles.
Haruki toma con la mano derecha el cucharón de bambú, lo llena con el
agua y la vierte sobre su mano izquierda. Después se enjuaga la boca. Ahora
ya está purificada y puede tocar la campana.
El tañido retumba en el aire y hace volar a los pájaros que dormitan en un
árbol cercano.
Muchos peregrinos se encuentran en el interior del templo, creyentes
venidos de todos los rincones del imperio del sol. Haruki escucha el eco de las
plegarias que se repiten una y otra vez, esparciéndose en el aire perfumado de
incienso.
—Espérame aquí —ordena Haruki a la sierva.
La pequeña mujer duda, no desea perder de vista a su señora, pero, antes
de que pueda decir nada, Haruki desaparece por la puerta principal del templo
para no regresar jamás.
Unos días después, Haruki se postra a los pies de su señora Mochizuki
Chiyome.
—He espoleado al caballo hasta que casi revienta —suspira.
Su rostro muestra el cansancio del viaje, y el colorido kimono que viste
está cubierto de polvo.

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—Estaba ansiosa porque llegaras —dice la viuda Chiyome—. Sabía que
no era tarea fácil ganarse la confianza del emperador y que llevaría su tiempo,
aunque me ha sorprendido que haya sido tan poco. ¿Cuáles son las noticias?
—pregunta impaciente, mientras agita su abanico como si lo habitaran mil
demonios.
—Mi señora, un gran ejército marcha hacia la provincia de Mino. Bajo la
bandera del oeste, Ishida Mitsunari y los tres regentes han reclutado a miles
de hombres para enfrentarse a Tokugawa Ieyasu.
—Tokugawa Ieyasu… ¿Ha dicho algo de él el emperador? —quiere saber
la viuda.
—Hai, creo que no me equivoco si le digo que el emperador está
pensando en apoyar al viejo tejón.
La viuda Chiyome se queda pensativa.
El señor Ieyasu no es una mala elección: es quien recibió las tierras del
clan Hôjô cuando ganó el castillo en el sitio de Odawara, es el señor de toda
la provincia, el señor de la guerra que ha burlado a la muerte. Su acero está
siempre sediento de sangre. A sus samuráis, el enemigo jamás les vio la
espalda.
—Ayumi ha descubierto que el viejo tejón también ha reunido un
numeroso ejército para liderar el ejército del este —explica la viuda.
—Entonces, mi señora —dice Haruki—, es hora de tomar partido. Se hace
peligroso seguir jugando al shôgi.
—Sí, pero ya sabes lo que se dice: Hiza tomo dango. «Consulta a
cualquiera, incluso a tus rodillas»… ¿Qué piensas tú, Haruki?
—Ishida Mitsunari parece un claro ganador, pero el viejo tejón es más
astuto. Además, la apuesta del emperador es clara.
—Sí, tienes razón, y aun así dudo —dice Mochizuki con cara de
preocupación—. A Mitsunari lo apoyan los otros regentes, mientras que el
señor Ieyasu está solo. Por otro lado, Mitsunari defiende los intereses del
legítimo shôgun, el pequeño Toyotomi Hideyori, el hijo de Hideyoshi.
—La elección no parece fácil —asume Kurai—. ¿El astuto guerrero o el
hábil y estricto administrador?
—Ishida Mitsunari no tiene muchos amigos en la corte, pero me consta
que su ejército es más numeroso que el del señor Ieyasu y que goza de más
apoyos. El emperador es una ficha más en esta partida, se inclinará hacia el
bando ganador —explica Mochizuki Chiyome—. Mi decisión está tomada:
apoyaremos a los de mayor número; nos pondremos al servicio del señor

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Ishida Mitsunari y de los tres regentes y, si nos equivocamos, sobreviviremos
como hemos hecho siempre, querida hija.

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Capítulo 40

Crónica del mundo efímero

—Hoy partimos hacia la gloria y, si no regresamos, nuestro espíritu pasará


toda la eternidad bebiendo sake y brindando por Ieyasu, nuestro señor…
Ren arenga a las tropas desde las grupas de Hikari.
Luce su dorada yoroi samurái y ciñe en su obi a Kusanagi.
Los soldados agitan en el aire las banderas y estandartes con la imagen del
clan.
—Yo os llevaré a la victoria, igual que mi padre os condujo por senderos
de gloria donde la luz del triunfo brilló siempre. Nuestra bandera no solo tiene
ya una montaña —Ren muestra una enseña en la que se lee «Fûrinkazan»—,
[16] sino que el viento, el bosque y el fuego también nos acompañan. Nosotros

nos movemos veloces como el viento, permanecemos silenciosos como el


bosque, atacamos feroces como el fuego y somos una defensa inamovible
como la montaña.
Los soldados aclaman a su general golpeando con sus lanzas en el suelo.
El señor de Kumagai observa a su hija desde la ventana. No ha dejado de
escupir sangre en toda la noche y no desea que sus hombres lo vean enfermo.
Siempre soñó con este momento en el que su descendiente gobernara el
clan, pero una sombra, un gran pájaro de alas negras, se ha posado en su alma.
No es temor por la vida de su hija, ya que un samurái debe estar preparado en
cualquier momento para abandonar la vida y dejar irse a los que ama con
honor. Es algo diferente, algo que no puede explicar y que no sentía desde la
última vez que vio a Otohime.
Ren se parece mucho a Otohime, demasiado, y quizá lo que atenaza su
espíritu sea no poder salvar a su hija de sí misma, como ya le sucedió con su
esposa. Tanto tiempo después, aún no ha podido borrar la imagen de su
esposa cuando acariciaba la empuñadura de la espada de la serpiente.
Los años de juventud han transcurrido veloces. Muchas veces ha llevado a
sus tropas a la victoria, pero ahora está viejo y cansado, y sabe que su paso
por este mundo está a punto de terminar.
—¿Mi señor necesita algo?

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Inutaisho se postra a los pies de la Montaña.
—Ve a buscar al maestro Kigei —le ordena—. Sé que quiere hablar
conmigo desde hace días, pero, por los yurei de mis antepasados, no soporto a
esa rata infecta.
El perro guardián del viento inclina la cabeza y marcha en busca de Kigei
Arima.
El señor de Kumagai continúa escuchando a su hija. Repara en el kabuto
con que cubre su cabello negro. El casco tiene como emblema la flor de loto
sobre una montaña.
—Hoy marchamos hacia Sekigahara. El destino de nuestro país del sol
naciente se decide en Tenka Wakeme no Tataki, la batalla decisiva. Espero
que anoche los bastardos del oeste quemaran incienso en sus cascos; así sus
cabezas olerán bien cuando sean cortadas por los bienaventurados del este.
Sabéis que tengo el poder del infierno en mi espada, y mi mano, esta mano
izquierda que algunos dicen indigna de portar un arma, será una extensión de
su invencible hoja. Yo, Ren, la hija del loto, el dragón, seré la kensei que os
llevará a la victoria.
Takemura y el monje Kiyoshi también observan a Ren desde un balcón.
—Ella volverá; regresará, como también regresó del infierno, no lo dudes,
pequeño mono —sentencia Kiyoshi al ver la cara de su pupilo, preocupado—.
Su destino está unido al de esa espada, y los espíritus del yomi todavía no la
quieren allí.
—No tengo miedo porque se deje la vida en el campo de batalla, maestro;
esa es la muerte digna para cualquier guerrero. Mi temor es otro: mi temor es
que vuelva victoriosa y el poder de Kusanagi se apodere de su alma para
siempre.
El monje mira al chico con dulzura.
—Recuerda siempre, pequeño mono, que hay un poder más fuerte que el
odio: el amor.

Kigei Arima se postra a los pies del señor de Kumagai.


—Amo, tengo que hablaros, es urgente…
Kumagai levanta la mano derecha, pero enseguida la baja de forma
brusca.
—Perro, no te he dicho que hables. Cómo te atreves… —Su voz ya no es
tan enérgica como antes.

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Los ojos del maestro Kigei muestran una sombra. En ellos arde el rencor
como una tea encendida. Él, que mataba a los hombres por cien con su bô, fue
un siervo del señor de Sakura y ahora es un siervo de Kumagai Yoshikyo. Y
la rata astuta ya no se conforma.
El señor de Kumagai cierra un momento los ojos. Siente fluir un río de
sangre en el laberinto de su cuerpo. Tose varias veces, y mancha aún más el
pañuelo blanco.
Kigei Arima permanece en silencio, con la cabeza gacha y las palmas de
las manos en el suelo. Espera que su señor le permita hablar.
Cuando Kumagai vuelve a abrir los ojos, hace una leve inclinación de
cabeza.
Y al fin el maestro habla, más sin levantarse de la postura ceremonial ni
elevar su mirada.
—Mi señor de Kumagai, hay en esta casa del clan un enemigo al que
debemos abatir sin más demora…
—¿Un enemigo? ¿Qué enemigo? —lo interrumpe.
—Es el monje que su hija trajo de la tierra del yomi, mi señor.
—¿Qué peligro puede representar un monje? —quiere saber la Montaña.
Kigei se muerde el labio inferior mientras busca las palabras adecuadas.
—Mi señor, en otra época ese monje fue mi maestro, pero ahora temo que
quiera vengarse de mí…
—Chikusho![17] ¿Qué tengo yo que ver con tus venganzas? —grita
Kumagai con los ojos refulgiendo de ira—. Tus deudas son tuyas. No me
molestes más con tus hediondas palabras.
Kigei Arima se levanta bruscamente. La coleta trenzada con seda roja que
le nace de su rapada cabeza se agita en el aire.
—Señor de Kumagai, no sois más que un pobre despojo —le dice en tono
amenazador y, cuando lo hace, sus finos y apretados labios se elevan en una
mueca de desprecio—. Creo que no me inclinaré más ante el poderoso señor
de Kumagai porque ya no existe. La enfermedad y la vejez se lo han llevado,
mi señor de Kumagai.
Y diciendo esto, con un rápido movimiento, le quita la espada del
cinturón.
Kumagai Yoshikyo recorre con su mirada los ojos altivos de su siervo y
eleva sus pobladas cejas en un arco amenazador. Se palpa luego el cinturón
huérfano.
—Cómo te atreves, perro, cómo te atreves…
Intenta incorporarse, pero su cuerpo le pesa demasiado.

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Kumagai tiene niebla en la mirada. El pañuelo teñido de rojo se ha caído
al suelo. Tose, y la sangre sale de su boca cuando habla de nuevo:
—Perro ingrato, cómo osas…
Pero no puede decir más.
Kigei lo agarra por la coleta y lo obliga a agacharse frente a él.
El señor de Kumagai siente cómo le sube la sangre desde los pulmones a
la boca, como espuma que viene a morir a la orilla del mar.
Un instante más, y Kumagai vuelve a su juventud, a la batalla, y escucha
la algarabía de sus hombres portando las banderas del clan con la imagen de
la montaña. Ve a Otohime el día de su boda con el kimono rojo bordado con
hilo de oro, y siente en su boca el sabor de los mochi, los pastelillos de arroz
que los siervos prepararon ese día en el jardín.
Un instante, y el señor de Kumagai descansa en el recuerdo del viento
agitando la melena de su caballo, de su mano rozando los campos de trigo, y
de su espada abriendo el rostro de su perdida y querida hija en el río
Tenryu-gawa.
Y dura solo un instante, pero ese instante contiene toda una vida, el
recuerdo de los enemigos muertos por la espada, la magnífica visión del
monte Fuji con la cumbre nevada y la dulce Yuuki Kitsune sonriendo en el
atardecer.
Solo entonces el señor de Kumagai se da cuenta de que Kigei Arima le
mantiene el rostro pegado al suelo y de que no puede seguir respirando.
Kumagai Yoshikyo, la Montaña, quiere hablar, pero las palabras se le
quedan dentro. Es la sangre la que le sale y mancha el suelo.
«Mi espada, mi espada», es lo que trata de decir.
Pero el maestro Kigei le roba la muerte que todo guerrero desea. Así, de
rodillas, como una montaña abatida, muere el señor de Kumagai.

Ren da la orden de partir, pero sus hombres corean el nombre de Kumagai


Yoshikyo.
—Inutaisho —llama Ren.
Al punto el perro guardián del viento se postra ante ella.
—Ve a buscar a mi padre, que salga a despedir a las tropas desde el
balcón. Me temo que estos gusanos no quieren partir sin ver a su Montaña.
Cuando Inutaisho llega a la estancia del señor de Kumagai no puede
reprimir un grito. Su señor ha dejado este mundo de los vivos.

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—Perro, ¿por qué has tardado tanto? ¿Dónde está mi padre, que no se
asoma? —le pregunta Ren al verlo volver.
Inutaisho tiene lágrimas en sus pequeños ojos vivaces, y solo acierta a
decir con profunda tristeza:
—Mi señora, la Montaña ha muerto.
Entonces, Ren le da otra orden:
—Apoya su cuerpo en algo y exhíbelo para que las tropas lo vean. Los
soldados son supersticiosos, y si se enteran de la muerte de la Montaña, no
entrarán de la misma manera en combate. Corre y haz lo que te digo, guardián
del viento. —Inutaisho se dispone a cumplir la orden de su señora—. Una
cosa más: ponte con los preparativos del funeral.
El siervo, que mantenía la cabeza inclinada en señal de respeto, la levanta
de forma brusca.
—Mi señora, los preparativos son responsabilidad del hijo mayor. Yo
debo seguir a mi señor en la muerte, tal como lo hice en la vida…
Ren lo mira desafiante.
—¿Osas discutir mis órdenes? Ahora yo soy tu señora, y tú me servirás
como hiciste con mi padre todos estos años. Debes encargarte de los
preparativos y esperar a mi regreso para la cremación. Tengo cosas urgentes
que hacer, perro guardián, como enviar a nuestros enemigos a la tierra del
yomi. Además, sé que a mi padre le complacería que te ocuparas tú. Al fin y
al cabo, lo conocías mejor, y no lo despreciabas como yo. Y ahora corre a
cumplir mi orden y exhibe a mi padre para que las tropas lo vean.
El señor de Kumagai se asoma al balcón, y los hombres lo aclaman.
Ahora saben que la Montaña siempre permanece y que el triunfo es seguro.
Desde esa distancia, no ven que Inutaisho sujeta por detrás a su señor.
Kumagai tiene los ojos abiertos. Ha partido ya del reino de lo efímero a
los campos donde batallan los eirei. Sus hombres no lo ven, pero en el rostro
manchado de sangre del señor de Kumagai se dibuja una sonrisa. Yuuki
Kitsune, el zorro blanco del este ha venido por él.
Ren mira a su padre, y luego a los siervos que portan las horagai. Les
hace un gesto con la cabeza para que toquen. Ha llegado la hora de partir.
—¡Soldados! —grita—. ¡La gloria nos espera en Sekigahara!
Conforme marcha al frente de sus tropas y deja atrás el feudo, siente una
especie de liberación. Kumagai ha muerto, el hombre que separó la cabeza del
cuerpo de su verdadero padre ya no habita el mundo de los vivos. No verterá
una sola lágrima por él.
Ahora ella lidera el clan de la montaña.

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Debe actuar y ganar la batalla. De otra forma se convertiría en prisionera
del ejército del oeste y todo el clan quedaría aniquilado, tal como sucedió con
la casa Sakura.
Se lleva la mano al cinto, donde reposa Kusanagi, preguntándose si la
leyenda sobre la espada infernal será verdad; si la hoja quedará invicta entre
sus enemigos y si obedecerá a sus deseos de venganza.

El perro guardián del viento se ha quedado sin amo. Con mucho cuidado,
tiende a su señor en el lecho y llama a los criados.
—Nuestro señor de Kumagai, nuestra Montaña, ha partido ya al encuentro
con los grandes guerreros caídos en la batalla. Preparad su cuerpo, ponedle su
keikogi de seda blanca y traed matsugo-no-mizu, el agua del último momento,
para humedecerle los labios. ¿Dónde está su espada?
Yace en el suelo, unos pasos más allá del cuerpo sin vida de Kumagai.
Uno de los siervos la recoge.
Inutaisho sabe que su señor jamás se hubiera desprendido de su espada,
pues esta era su alma como samurái.
Es entonces cuando sospecha que quizá los kami no han sido quienes se
han llevado a su señor.

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Capítulo 41

Relato del decimoquinto día del noveno


mes del quinto año de la era Keichô

En Sekigahara, se han reunido noventa mil soldados, más de mil rōnin y


ochenta clanes samurái en el bando del oeste de Ishida Mitsunari.
Ochenta mil soldados y ochenta y ocho clanes samuráis forman en el
bando del este de Tokugawa Ieyasu.
Es la batalla decisiva.
Ren y el clan de la montaña unen sus fuerzas a los clanes del este.
La lluvia mojó el valle el día anterior, ahora oculto por una espesa niebla
que, de repente, cae como un denso velo sobre el camino polvoriento.
Pero, de pronto, la bruma se ve rota por un proyectil. Como rayo certero,
atraviesa las armaduras de metal lacado del ejército del este.
Los cadáveres desaparecen en ese vaho de niebla que precede al
amanecer.
Un cañón se escucha a lo lejos, y su sonido se hunde en el valle entre
gritos y lamentos.
Los diablos del general Naomasa, el guardián de Tokugawa, aparecen
como flechas disparadas al viento. Toda la caballería es roja: armaduras,
estandartes, lanzas y espadas; hasta el peto de sus caballos. Y, furiosa, carga
contra el clan Shimazu. El campo pronto queda también teñido de rojo.
Ren, sobre su caballo, avanza resuelta. Su armadura resplandece con las
primeras luces del alba. Sabe que el ejército del oeste de Ishida Mitsunari
tiene arcabuces y cañones, pero eso no la detendrá, ni a ella ni a sus hombres.
Luchar así no es noble según el código del honor samurái. En el este no
están familiarizados con los mercaderes occidentales que proporcionan armas
de fuego.
Cuando, al cabo, la neblina descorre su velo entre los árboles
desguarnecidos de hojas, hombres muertos en sus armaduras cubren el
camino.
A lo lejos prosiguen los feroces asaltos de la caballería de Tokugawa
Ieyasu, que, desde su puesto de mando al pie del monte Matsuo, dirige las

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tropas.
El general está sentado en una silla de tijera dentro del maku, un muro de
cortinas abiertas en el frente y atadas a unos mástiles de metal clavados en el
suelo. El puesto de mando está protegido por su guardia personal, hatamoto.
Ieyasu transmite las órdenes con un tessen de hierro. El abanico se agita
arriba y abajo en el aire, apuntando en varias direcciones.
Ren fustiga a Hikari y lanza a sus hombres contra los enemigos. Mientras
el cielo se cubre de flechas, alza su grito de guerra y agita en el aire su espada.
Kusanagi no podrá ser envainada hasta que no cumpla su objetivo. La
hoja se mueve con rapidez segando las cabezas de los ashagiru que luchan
con los arcabuces.
—Kiai! Ni mil hombres pueden conmigo —brama Ren, blandiendo su
espada delante de los soldados sin darles tiempo a disparar.
Atraviesa las filas enemigas de arcabuceros y se dirige hacia los diablos
negros, los rōnin de Mitsunari.
—¡Por el oscuro y furioso Susanoo, soberano de la tormenta y la batalla,
acabaré con vosotros! Juro por mis antepasados que hoy visitaréis la tierra del
yomi.
Tokugawa Ieyasu adelanta el puesto de mando para motivar a sus
hombres a combatir más duramente.
—¿Quién es? —pregunta a su general.
El señor Ieyasu señala al guerrero que corta las cabezas de sus enemigos
con impetuosa rapidez.
—Lucha bajo el estandarte de la Montaña —responde el hombre.
Ieyasu mira de nuevo al samurái de dorada armadura que se abre camino
entre los demonios negros.
—Juraría que lucha con la izquierda —dice—. Si ese bastardo afortunado
consigue que no lo maten, tráemelo después.
El general asiente con la cabeza.
—¿Dónde está mi hijo? —pregunta Ieyasu.
—Mi señor… —el general escruta el campo de batalla—, no veo a
Hidetada ni a sus tropas.
Tokugawa Ieyasu carraspea de forma brusca.
—Juro que, si no aparece, seré yo quien lo mate con mis propias manos.
Ieyasu, el viejo tejón, el señor de la guerra, está a punto de cumplir los
sesenta años, pero su espíritu se mantiene firme. Mira con emoción contenida
al guerrero de la montaña, porque ahora, en ese instante, le gustaría estar ahí,
en medio de los demonios negros, asestando golpes mortales con su espada.

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Pero él dirige la batalla y diseña las estrategias que mueven a los hombres
como si se fueran piezas de go.
Ren está poseída por el espíritu de Kusanagi. Se sabe invencible, y
esquiva flechas y espadas como si supiera que su danza con la muerte no va a
terminar con su cabeza sobre el polvo.
Entre todos los fieros rostros de los demonios negros, de repente Ren
distingue a Shioda.
—¡Cerdo del oeste, ven a probar el acero de mi espada! —grita.
Shioda la ve, y por un momento un escalofrío recorre su cuerpo. ¿Es este
guerrero la dulce mujer a la que poseyó cerca del río?
El sol ya está alto cuando los dos se enfrentan.
Ren desmonta de su caballo y de un salto aterriza en el suelo. Levanta a
Kusanagi por encima de su cabeza.
A Shioda casi no le da tiempo a reaccionar.
—¡Perro, ojamamushi[18]! —grita—. ¡Hoy cortaré tu sucia cabeza!
Bastardo, ¡es el día en que entrarás en el infierno!
Shioda se defiende con la espada, pero los mandobles de Kusanagi son
difíciles de esquivar.
—¡Perra del este, una sola yujo del barrio del placer de Heian-kyo es mil
veces mejor que tú!
Ren lucha con inigualable pericia, y de un golpe certero le cercena el
brazo derecho.
Shioda queda entonces a su merced, o mejor dicho, a merced de
Kusanagi.
Cae al suelo con el rostro desencajado de dolor.
Ren le pone la espada en la garganta.
—Espero que hayas escrito un poema de despedida a la vida —le dice—,
porque hoy morirás. Esta que porto es Kusanagi, la espada infernal. ¿Conoces
la leyenda? Nunca hiere, siempre mata; una vez desenvainada, cumple su
misión.
Shioda mira a Ren con ojos desafiantes.
La samurái aún puede ver en ellos la llama de lo que una vez pudo ser y
no fue. Pero sabe que solo es una ilusión, un espejismo.
—¿A qué esperas, bastarda? Soy, sin duda, un digno adversario, pero ya
no puedo ni sostener la espada. Adelante, toma mi cabeza como trofeo.
Ren clava un poco más la hoja de Kusanagi en la garganta de su enemigo.
La sangre corre despacio por el blanco cuello.

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Ansía matarlo, pero ahora que lo tiene allí, retorciéndose como una
serpiente en el suelo, manando sangre, no puede.
Ahora que ha perdido el brazo derecho, ese brazo que era la prolongación
de su espada, no puede.
Ren siente algo un poco más abajo de su estómago. Una nueva sensación.
Algo se mueve dentro, se agita en su interior: su hijo se hace presente por
primera vez.
Sin saber cómo ni por qué, pues desea la cabeza de Shioda por encima de
cualquier cosa, devuelve la espada al cinto.
«Si es como dicen», piensa, «si Kusanagi no ha completado su
trayectoria, dentro de poco tendré que pagar al señor del infierno».
Pero ese pensamiento dura solo un instante, porque enseguida monta de
nuevo en Hikari y se aleja de allí para seguir cortando cabezas entre el
ejército del oeste. Kusanagi no está satisfecha; necesita más sangre hoy.
Desde el suelo, retorciéndose de dolor, Shioda se queda observando cómo
Ren se abre paso entre las filas enemigas de la caballería samurái.
Y en ese campo árido lleno de cadáveres siente que se desvanece, como
pétalos de cerezo.

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Capítulo 42

Relato de vencedores y vencidos

La dorada armadura samurái está manchada de sangre cuando Ren se postra a


los pies del señor Ieyasu en el interior de su tienda en el campamento.
Atrás han quedado miles de muertos de uno y otro bando, pero, después
de casi seis horas de contienda, la victoria ha recaído en el ejército del este.
Muchos generales han traicionado a Ishida Mitsunari en medio de la
batalla cambiando de bando, y ahora el valedor del pequeño Hideyori huye a
las montañas para salvar la vida.
En franca desbandada corren también los soldados del ejército vencido.
Ren se hinca de rodillas ante el señor de la guerra y se despoja del kabuto
para poder bajar la cabeza a la altura del suelo. Su cabello largo y negro cae
sobre los hombros protegidos por las sode.
—¡Una mujer! —exclama Ieyasu—. Nunca vi una con tanto valor. ¿Quién
eres?
—Mi señor, soy Ren, hija del loto, apodada «Dragón» por mis enemigos.
Soy la heredera del clan de la montaña.
—¿Dónde está el honorable señor de Kumagai? —quiere saber Ieyasu.
Ren se apresura a responder:
—Mi padre murió antes de nuestra partida.
—¿Murió como un guerrero? —pregunta Ieyasu.
—Lo ignoro, mi señor. No estuve con él en sus últimos momentos.
—Kumagai Yoshikyo era un gran combatiente. Alguna vez luchamos
juntos, y por los dioses que era fiero e implacable. Estará ahora compartiendo
mesa con los héroes caídos en la batalla. —Ieyasu se fija ahora en el rostro de
Ren—. ¿Y eso?
El señor de la guerra señala la máscara que le cubre la mitad del rostro.
—Es una larga historia —responde Ren.
Ieyasu le ordena levantarse y le ofrece un lugar a su lado.
—Tendrás tiempo de contarme tu historia, hija del loto. Ahora quiero que
disfrutes de un sitio de honor junto a mis mejores generales y que aceptes esto
en señal de gratitud por tu entrega en la batalla.

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Y, diciendo esto, Tokugawa Ieyasu le ofrece un tanto.
Ren acepta el puñal con una inclinación de cabeza en señal de
agradecimiento.
—Servid la comida. Y recolectad tantas cabezas como podáis —ordena
entonces el señor de Ieyasu.
Y los siervos marchan de inmediato a buscar las cabezas de los enemigos
muertos en el campo de batalla. Abriéndose paso entre el barro y la sangre,
recogen tantas como pueden, y luego las acicalan, peinándolas y
ennegreciendo los dientes con tinte negro.
Mientras tanto, los generales se deleitan con la ceremonia del té y
celebran el kubi-jikken. Será luego cuando revista a las cabezas cortadas de
los guerreros de más alto estatus, dispuestas sobre una tabla.
El señor de la guerra no puede apartar los ojos de Ren. Siente inclinación
por esa joven a la que no calcula más de veinte años. Se imagina su cuerpo sin
la armadura, sus pechos pequeños y blancos, su piel de seda perfilando un
contorno perfecto.
Le intriga lo que puede esconder aquella máscara, pero a nadie le importa
ese velo opaco con un cuerpo tan bello.
—Hija del loto —la llama.
Y ella se inclina ante su señor.
—He decidido recompensar a todos mis generales y darles las tierras y
castillos de los vencidos. A ti voy a darte feudos por valor de quinientos mil
koku.
—Mi señor…
—También te haré fudai-daimyo, y pasarás a formar parte de la corte de
mis más apreciados generales.
Ren apoya una rodilla y los dedos de la mano izquierda en el suelo.
Mantiene la mirada baja.
—Juro que siempre cumpliré los deseos de mi señor con grandeza y que
pondré mi invencible espada al servicio de los propósitos de la familia
Tokugawa.
Hidetada acaba de entrar en la tienda. Es unos años mayor que Ren. Viste
una yoroi negra y azul y un kabuto con astas de ciervo; en su omote está el
emblema del clan Tokugawa: tres hojas de malva real.
—Padre, veo que la victoria es completa.
El señor Ieyasu lo mira de forma despectiva:
—No te he visto en la batalla, Hidetada.

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—Padre, mis dieciséis mil hombres se enfrentaron al clan de Sanada cerca
de la provincia de Shinano. Vencimos, pero no pudimos llegar a tiempo a
Sekigahara.
Los ojos de Ieyasu centellean de ira.
—Tu avance ha sido el de la oruga. Necesitaba a tus hombres en la
batalla.
—Padre, el último vaso de sake es determinante, es lo que le da su
auténtico valor. Lo que importa es el resultado final.
El señor de la guerra se incorpora de forma brusca y levanta el brazo
derecho señalando el exterior de la tienda.
—Fuera, vete. Ahora no deseo hablar contigo.
Los ojos de Hidetada y de Ren se encuentran. El chico la mira con odio.
Esa mujer está sentada a la derecha de su padre. Ese es su lugar, el sitio de un
Tokugawa, su sitio.
Ieyasu suspira largamente. Cuánto le hubiera gustado ver luchar a su hijo
como lo ha hecho aquella extraña y bella guerrera que ahora toma el té en
pequeños sorbos y parece la más dulce de las mujeres.
—Una vez capturado el traidor Mitsunari —alza la voz—, quiero que
muera en Heian-kyo. Que lo entierren vivo hasta el cuello y que los
campesinos se entretengan cortándole la cabeza con sus sierras hechas de
bambú. Después, que su cabeza sea exhibida por toda la ciudad. —Luego se
dirige a Ren—: ¿Juegas al go?
Ella asiente.
Al punto, un siervo trae un tablero y dos tazones de madera con forma de
esfera achatada donde guardan las piezas.
—¿Negras o blancas? —pregunta Ieyasu.
—Si mi señor me lo permite, prefiero negras.
Tokugawa Ieyasu sonríe, complacido.
—Buena elección, ¡salen primero! —exclama.
Entonces vuelca el tazón con las piezas blancas junto al tablero. Sus
piedras están hechas con concha de almeja hamaguri.
Ren deja que las piedras negras de pizarra ocupen posiciones.
—¿Sabes una cosa? —comenta el señor de la guerra sin dejar de mirar
cómo los ágiles dedos de la samurái colocan las piezas para el primer ataque
—. Cuando el emperador Go-Yôzei Tennô me nombre shôgun, designaré a un
ministro de go y organizaré competiciones anuales en mi castillo de Edo, y tú,
mi pequeña guerrera, jugarás, pero con piedras de jade, y los vencerás a todos
como ya lo haces con tu espada.

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Capítulo 43

Anales del mundo flotante

Shioda abre los ojos en Edo, en el mundo flotante de Yoshiwara, el barrio de


placer de la capital del este.
Está en la casa de una cortesana que reina en uno de los burdeles. Ella no
es una hashi, sino una oiran de alto rango.
Lo primero que ve es el kosode de seda estampado con la figura de un ave
fénix que lleva la mujer.
Lo ha despertado el sonido de una pequeña campana que cuelga de la
ventana, agitada por el viento. Su eco se esparce por toda la habitación.
—No es para escuchar su sonido —explica la cortesana—, es para
conocer la dirección del aire en caso de incendio. Ya hemos tenido muchos en
el mundo flotante. Incendios y terremotos, pero ahora parece que el señor de
la guerra Ieyasu va a establecerse aquí en vez de en Heian-kyo, y quizá
saquemos algo de provecho de ello.
Shioda mira hacia el lugar donde debería estar su brazo derecho. Un
aparatoso vendaje le inmoviliza el hombro. Siente el vacío.
Y entonces recuerda la batalla.
—Aquí estás a salvo —le dice la cortesana, deteniendo su mirada en el
brazo ausente—. Nadie te buscará en mi casa.
Shioda la mira con sus ojos de un verde intenso.
—¿Quién me ha traído aquí? —pregunta.
—Mi señora Mochizuki se ocupa de los rōnin que han sobrevivido en el
bando del oeste —le explica—. La verdad es que sois muy pocos. Algunos de
tus hombres también están escondidos en el barrio de placer. Creo que es un
buen escondrijo: a nadie se le ocurriría buscar a un rōnin fugitivo de
Sekigahara en la capital de los vencedores del este.
—¿Cómo te llamas? —quiere saber Shioda.
—Mi nombre es Asahi, «sol de la mañana» —se apresta a responder la
cortesana.
Shioda cierra los ojos. Hubiera querido no despertar jamás. No desea vivir
así, siendo un tullido.

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La mujer da una palmada, y al punto aparece la kamuro. La aprendiz no
tiene más de diez años.
—Aiko, trae el té —le ordena Asahi. Luego se dirige a Shioda—: Siempre
me ha parecido gracioso lo que significa el nombre de mi kamuro: «la amada
de sus padres». Pero si fueron ellos precisamente los que me la vendieron…
La pequeña aprendiz se arrodilla y sirve una taza de té. Se la ofrece a
Shioda, que está postrado en el lecho, pero él declina el ofrecimiento.
—Un té calmará tu alma y calentará tu cuerpo —le dice Asahi, posando la
mirada en el oscuro semblante del chico. Le parece bello, no como esos otros
hombres que la visitan cada día: altos dignatarios, viejos y gordos, pero con la
bolsa llena—. Es un milagro que hayas sobrevivido —añade—. Debes ser un
elegido de los dioses para que te concedan seguir en este mundo.
Shioda vuelve el rostro hacia la ventana. En la calle, el trasiego de los
tiradores de carros se confunde con la charla de las costureras y el reclamo de
los kagema, los jóvenes aprendices del teatro kabuki que venden sus servicios
sexuales al mejor postor.
Más allá, junto a la entrada principal del distrito, un gran sauce recibe a
los visitantes, y las prostitutas son exhibidas tras las celosías de los burdeles.
El pensamiento de Shioda vuela a Ren en la batalla. Nunca pensó que
aquella niña con la que se crio se convertiría en una guerrera tan despiadada.
—Mi señora Mochizuki ha designado a una de sus kunoichis para que se
ocupe de ti —anuncia Asahi—. Ella está ahora aquí.
Una mujer entra en la estancia e inclina la cabeza. Luego, con pasos
cortos, se acerca al lecho.
—¡Shioda! —exclama con sorpresa, enarcando las cejas, al reconocer los
ojos del hombre, que siguen siendo verdes, pero ya no son los mismos.
Él intenta incorporarse un poco para observar mejor a la recién llegada.
Tiene los ojos oscuros y se sujeta la cabellera larga con horquillas. Viste un
kimono naranja adornado con dibujo de hojas de arce en el otoño.
—Pareces, eres… —balbuce Shioda.
—Sí, soy Sombra, antiguo señor. ¿Cómo se encuentra?
Shioda muestra extrañeza porque la mujer que tiene delante no parece
aquella niña desgarbada y oscura que siempre llevaba el cabello desgreñado y
sucio. Aquella niña se ha convertido en una refinada joven de cutis claro y
modales exquisitos.
—¡Kurai! —exclama.
—Ahora me llamo Haruki —corrige la mujer con voz dulce.
Shioda entorna los ojos, porque ya le pesan los párpados, y susurra:

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—Extraño mundo este en que los siervos son señores y los señores,
fugitivos.
Y, mientras el sueño lo invade, Shioda vuelve a su casa cerca del mar, al
feudo Sakura en la provincia de Choshû.
Recuerda su infancia en el clan de la flor de cerezo y la primera vez que
vio a Ren cuando era una niña.
Su padre la bajó aquella noche estrellada del caballo y se la entregó al
maestro Kigei para que hiciera de ella un samurái.
Haruki también entorna los ojos.
Ahora que Shioda ha sido vencido, y no solo por el sueño, acerca su mano
a la suya.
Y, aunque el tiempo ha pasado y ya nada es igual, regresa a la tarde en la
que, mirando las nubes rosadas, esperaba a que Shioda volviera.
Aquella tarde ella marchó tras el norimono de Mochizuki Chiyome, pero
su alma se quedó en el camino polvoriento.
Desde entonces, los días se han sucedido de forma vertiginosa.
Agradece a la viuda Chiyome la oportunidad de haberse convertido en lo
que ahora es, pero eso no significa que esté satisfecha con la vida que ha
llevado. Hubiera querido mantenerse pura y limpia para el amo del cerezo,
pero ha rajado tripas y vendido su cuerpo a cambio de información.
Sí, los días se han sucedido rápido, y ella ha madurado. Ya ni siquiera la
canción de cuna que le cantaba su madre puede aislarla del frío de la vida y de
la soledad.
Pero ahora está aquí, de nuevo frente a Shioda, y parece que todo lo
acontecido ha servido para el único propósito de traerla a este mágico
momento en el que roza con su mano la de su señor.
Shioda duerme, y a lo lejos lo mece el dócil sonido de la vida que
transcurre al otro lado de la ventana. Bajo el mágico influjo del sueño, siente
la mano de Haruki acariciando la suya. Es una sensación blanda y agradable,
como una fresca brisa de verano.
Esa tarde, Haruki se encamina a uno de los distritos más alejados de Edo,
allí donde vive la viuda Chiyome.
Mochizuki Chiyome ya no es la poderosa señora del clan ninja.
Su habilidad para los negocios y los contactos la ha ayudado a sobrevivir,
pero nada es igual desde que eligiera el bando perdedor. Ahora pasa
desapercibida en Edo.
Tokugawa Ieyasu, el señor de la guerra, ha eliminado los clanes rivales, se
ha apropiado de los cañones de sus castillos y les ha quitado la propiedad de

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sus tierras. Solo los que demostraron su fidelidad a la casa Tokugawa en
Sekigahara gozan de buena posición y de prestigio.
—¿Has visto al rōnin? —le pregunta la viuda Chiyome.
—Hai. —Hayuki asiente—. Aún está muy débil, pero vivirá.
—¿Él te complace, hija mía? —quiere saber Mochizuki.
—Mi señora…
Mochizuki Chiyome la interrumpe:
—Te he dicho muchas veces que te acostumbres a llamarme madre.
—Madre —dice Haruki—, ya conocía a este rōnin.
—¿Y él te agrada? —insiste.
Haruki esconde la mirada.
—Sí, madre, él me complace.
—Eso está bien —dice la viuda—, porque te vas a casar con él.
Haruki eleva de pronto la mirada. En sus ojos hay sorpresa.
—He dispuesto que algunos de los rōnin que tenemos escondidos en
Yoshiwara se casen con mis kunoichis —explica la viuda—. Creo que ese
será el escondite perfecto: el matrimonio.
Haruki guarda silencio. Su corazón late rápido y fuerte. Intenta
apaciguarlo, porque cree que la viuda Chiyome es capaz de oírlo. De entre
todos los sueños, unir su vida a la de Shioda es, sin duda, es el más deseado.
Tal vez el destino haya decidido al fin otorgarle la vida que anheló: dejar
de ser una sombra y redimirse en la luz.

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Capítulo 44

El sueño de las mariposas inmortales

Ren ha regresado al feudo de la montaña cubierta de honores.


El cuerpo de su padre la ha esperado todo ese tiempo. Inutaisho lo ha
conservado en hielo seco dentro de un ataúd.
Como manda la tradición, el cuerpo del señor de Kumagai está colocado
con la cabeza hacia el norte. También, como es costumbre, en el interior de la
caja, los criados han metido las sandalias de su señor y seis monedas, para
que su alma pague el cruce del río hacia su nueva vida.
La mañana en la que el señor de Kumagai es entregado al fuego se levanta
gris. El otoño barre las últimas hojas, y la montaña Fuji se prepara para el
invierno, aunque su cumbre no sabe de estaciones y permanece inmutable,
siempre nevada.
—No lloréis —dice Inutaisho a los demás siervos—, nuestro señor
cruzará el río por la parte menos profunda, porque sus acciones han sido
justas en este mundo.
El cadáver está vestido con su kimono, cruzado el lado derecho sobre el
izquierdo.
Inutaisho quema incienso mientras el cuerpo de su señor se consume por
el fuego. Siente un inmenso y profundo pesar. Un siervo debe seguir a su
señor también en la muerte. Le hubiera gustado realizar oibara y arder junto a
su amo.
El monje Kiyoshi recita un sutra para pedir una transición tranquila del
alma. Cuando termina, se dirige a Inutaisho:
—Libérate de la carga. De nada hubiera servido seguirlo en la muerte.
Creo que su deseo hubiera sido que velases en esta tierra por su hija.
El siervo lo mira con ojos tristes.
—Gracias por tus palabras, shudo-shi.
Kiyoshi le devuelve una mirada amable. A su alrededor, las llamas se
elevan al cielo y se vuelven tan altas como árboles.
—Mi señor era el más noble de toda la provincia de Kai, y mi honor
estaba en servirlo —se explica Inutaisho mientras una lágrima se pierde en su

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mejilla.
En la hoguera, el señor de Kumagai se vuelve ceniza, y Kiyoshi piensa en
la fugacidad de la vida.
Los criados encienden los farolillos de papel y los envían al cielo. Sus
luces guiarán el espíritu del señor de Kumagai en su camino al palacio del
mundo eterno.
Ren se mantiene impasible. En su cinturón, la espada Kusanagi se agita
como una serpiente.
Ella está allí, detenida, acariciando la empuñadura de la espada y
siguiendo con la mirada los farolillos de papel que vuelan como mariposas y
se pierden en el cielo.
Más atrás, los valientes soldados del clan guardan la postura ceremonial;
sentados sobre sus talones, la cabeza inclinada tocando el suelo.
También está así Kigei. Su coleta, esa que le nace de la rapada cabeza,
toca el polvo. Es la postura correcta para la ocasión en un samurái.
Pero, aunque Kigei se muestra sereno, sucede igual que con el pato
mandarín, ese pato de vivos colores que nada en los marjales: se alza sereno
sobre el agua, pero, bajo ella, sus patas no dejan de agitarse. Así es también el
alma del maestro Kigei: siempre en zozobra.
A la mañana siguiente, solo queda polvo y huesos del poderoso señor de
la montaña.
Inutaisho ofrece unos grandes palillos a Ren para que recoja los huesos de
su padre y los guarde en la urna que reposará en el altar familiar. Pero ella
declina la invitación y ordena al siervo que lo haga él.
Con extremo cuidado, el perro guardián del viento escarba en las cenizas
del que una vez fue su amo, tal como ya hiciera con su señora Yuuki Kitsune.
Recoge primero los huesos de los pies, y por último los de la cabeza. Así
se asegura de que Kumagai no entre al revés en la urna.
Una vez que ya tiene el esqueleto mortal de su señor, lleva la urna al
santuario de los antepasados, bajo la sombra del bosque de robles, y la coloca
en el altar.
Inutaisho ofrece incienso y limpia las tablillas funerarias. El pequeño
ejército de figuras de terracota, guardianes inermes de los muertos, protegerán
también al señor de Kumagai, que ya reposa junto a Otohime y el zorro
blanco del este.
El siervo eleva una plegaria por el alma de su señor. Luego saca unas
semillas de una bolsa que lleva sujeta al obi y las esparce bajo el altar.

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Al señor de Kumagai le gustaban los crisantemos, y ahora descansará en
un lecho de ellos. Así los espíritus de las flores lo protegerán en la otra vida.
Cuando está a punto de abandonar el sagrado lugar, aparece un zorro
blanco. Tiene luz entre las fauces y parece que lo habita un fuego interior,
porque está iluminado por dentro.
Permanece a cierta distancia del altar, lejos de los árboles sagrados
shinboku.
Inutaisho lo saluda, tensando la espalda e inclinándose hacia delante.
—Mi señora Kitsune.
El zorro blanco no se mueve. Continúa allí, detenido, cuando el perro
guardián del viento se marcha.

Como heredera del señor de Kumagai, Ren dirige ahora el clan.


Los dominios de la montaña han crecido mucho ahora que gozan de la
protección del señor Ieyasu, a quien el emperador ha nombrado shôgun.
La paz se ha instaurado en la provincia de Kai y en todo el imperio.
El tiempo pasa, y el vientre de Ren se hincha.
Nadie pregunta nada, porque la hija del loto se ha convertido en una
guerrera irascible capaz de privar a un hombre de su vida por cualquier
pequeño comentario.
Sin embargo, Kigei Arima se ha hecho fuerte con la que fuera su alumna.
Tal como ya hiciera con el señor de Sakura y el señor de Kumagai,
siempre está dispuesto a postrarse a los pies de su ama y a ejecutar cada una
de sus órdenes con la mayor celeridad.
Juntos practican a diario con la espada que el señor de Sakura mandó
hacer para ella al herrero alquimista Masamune Ozaki. La hija del loto reserva
el poder de Kusanagui solo para la batalla.
A diario ofrece incienso a su espada infernal para saciar su hambre de
sangre, porque en este período de paz no hay enemigos a los que cortar la
cabeza.
De vez en cuando, su maestro le trae algún cadáver para que practique con
los cortes. Ren sospecha que los pobres campesinos que pasan por su espada
han muerto antes a manos de Kigei, pero es algo que no le preocupa.
En su rostro ya no anida la luz. Una gran sombra cubre con un velo su
alma cada vez más oscura, como la hoja de su espada.
Una tarde, Takemura habla con el monje Kiyoshi.
—Maestro, esta paz que nos invade presagia el anuncio de la tormenta.

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—Chimpunkan, pequeño mono, ¿ahora puedes ver el futuro?
Takemura baja su mirada en señal de respeto.
—Maestro, deseo seguir mi camino.
El monje pone una mano encima de la cabeza de su alumno.
—Sabía que algo así pasaría tarde o temprano. Si crees que debes
emprender otro camino, hazlo. Pero, antes de irte —le dice Kiyoshi—, ¿estás
seguro de que es eso lo que quieres?
Takemura arruga un poco el ceño; sus ojos diminutos parecen juntarse.
—Nunca se está seguro de las decisiones que tomamos, maestro. Eso es
algo que me enseñaste hace tiempo. Pero también me mostraste que es mejor
decidir que no hacerlo.
Ren se asoma a la pequeña terraza. Viste un kimono blanco y lleva el
cabello suelto. Está hermosa a la luz del último rayo de sol.
Takemura la mira.
—¿Vas a abandonarla? —pregunta el monje, volviendo la vista hacia la
joven.
—Ella ha elegido el camino de la espada, maestro —susurra el discípulo
—, y su vida está consagrada al poder de la infernal hoja Kusanagi.
—Todos pasamos por esta vida y tenemos la oportunidad de aprender y de
cambiar. ¿No crees que ella también merece esa oportunidad? —pregunta el
monje—. Ahora Ren ve la superficie y no el fondo, pero no siempre será así.
Quizá lo que le pasa es que vive el sueño de las mariposas inmortales… Ya
sabes, las mariposas son antes gusanos que sueñan.
—Maestro —dice pequeño mono con un hilo de voz—, tengo decidido
marchar. Solo soy un pobre hombre que debe hacerse digno de tus
enseñanzas. Para ello, buscaré mi senda.
Kiyoshi asiente.
—Sí, pequeño mono: cada hombre debe remar en la dirección de su
destino.
—Solo una cosa más —Takemura mira la bolsa que el monje siempre
lleva colgada de su cinturón—: la venganza no puede devolvernos a los seres
queridos…
Kiyoshi mira al horizonte, cómo el sol se oculta tras la cumbre nevada del
Fuji-San. Luego mete la mano en la bolsa y acaricia la preciada calavera.
—Sé que no lo apruebas, mi querido discípulo, pero, como te he dicho,
cada hombre debe remar en la dirección de su destino. —Vuelve la mirada a
Ren, que continúa contemplando la puesta de sol, y pregunta a Takemura—:
¿Vas a despedirte de ella?

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Pequeño mono le entrega un papel doblado.
—Maestro, por favor, dáselo de mi parte.
—¿Puedo leerlo? —pregunta el monje.
El chico asiente.
Luego se aleja.
Kiyoshi desdobla el papel y lee un tanka:

Un instante sin ti
no solo el gusano llora
cuando se aleja.

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Capítulo 45

Memorias del despertar

—Takemura se ha ido. Me dio esto para ti.


El monje Kiyoshi le entrega el papel a Ren.
Ella lo desdobla con cuidado.
—Déjame sola —le ordena.
Kiyoshi abandona en silencio la habitación.
Ren vuelve a leer otra vez los versos de despedida de Takemura, pero, de
pronto, un dolor terrible la hace doblarse.
—¡Inutaisho! —grita—. Trae a la partera. Creo que ya es el momento.
Después de unos minutos, la mujer llega con un gran almohadón de seda
azul y una bandeja.
—Conseguidme arroz —pide.
Al punto, una criada le entrega un cuenco con arroz, que la partera esparce
sobre la bandeja. Luego, saca un cuchillo y golpea el aire con él, mientras
recita versos imprecatorios que corta con la afilada hoja. Esta maniobra la
repite varias veces con el fin de alertar a los kami de protección y pedirles que
su presencia es requerida para menguar el dolor de la parturienta.
—Mi señora, colocaos sobre el almohadón —le dice.
Así lo hace Ren mientras se agarra el vientre entre gemidos.
—Ahora, dejadnos solas —ordena la partera.
Antes de abandonar a su señora en manos del destino, el fiel Inutaisho
pregunta:
—Mi ama, ¿puedo?
Ren repara en el cuchillo que lleva en la mano, y sabe que es importante
que le permita cortar un poco de su cabello.
—Sí, date prisa y ruega a los dioses por mi hijo y por mí.
Inutaisho realiza la maniobra rápidamente y en silencio, y con el preciado
trofeo se dirige al jardín, al lugar donde se encuentra el santuario que alberga
a los kami.
Tras cruzar el arco rojo sustentado por dos columnas sobre las que se
apoyan dos travesaños paralelos, entra en el pequeño templo.

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En el altar, donde un fuego purificador arde siempre, el siervo coloca
algunas varillas de incienso adornadas con tiras de papel de purificación junto
con el cabello de Ren, para mantener a los demonios a distancia. Después, ata
un pedazo de papel a la rama de un árbol cercano para agradecer a los kami la
respuesta anticipada a sus plegarias.
Inutaisho mira al cielo. Los dioses no han apartado los pliegues de las
nubes, y eso significa que su oración no ha llegado.
Mientras, Takemura atraviesa un bosque de castaños. Se aleja de la
provincia de Kai.
Ren, sentada en el almohadón, estira con fuerza de una cuerda que está
atada al techo, pero no consigue traer su hijo a la vida.
—Si no lo hacemos rápido, el niño morirá —sentencia la partera—. Ya
casi no queda tiempo.
El monje Kiyoshi presiente que algo no va bien tras las fusuma. El
trasiego de las criadas es continuo, y ha transcurrido ya demasiado tiempo.
Eleva sus plegarias a Amaterasu, el gran espíritu que ilumina los cielos, la
diosa del sol que vive en las altas llanuras celestiales. Pero sabe que nada se
puede hacer que no esté ya decidido por el destino.
—Muchacha, di a la partera que salga, que quiero hablar con ella —
ordena a una de las criadas.
Ren, ya sin fuerzas, se ha desmayado otra vez.
—¿Qué pasa, mujer? ¿Por qué no sale la criatura? —indaga el monje.
—Shudo-shi, el niño no viene bien. Está mal colocado en el vientre de la
madre. Me temo que, si no hacemos algo pronto, morirán los dos.
Kiyoshi se toca su mentón, pensativo.
—Hay que sacarlo como sea.
—Es una gran responsabilidad, shudo-shi. Con esta maniobra, el niño
puede sufrir.
—¿Y no está sufriendo ya? ¿No están sufriendo los dos? Hay que hacer
algo. No podemos seguir así más tiempo. Hay que sacar al niño —sentencia
Kiyoshi, y entra en la estancia.
Ren ha recobrado la consciencia.
—Niña, tu hijo no viene bien, hay que sacarlo —explica Kiyoshi.
—Ya te he dicho que no me llames niña, monje del infierno —dice Ren
con voz trémula—. La próxima vez te traspasaré con mi espada como un
cerdo…
—Siempre con amenazas —el monje intenta sonreír—, como aquella
primera vez en el puente, ¿recuerdas? Ahora no creo yo que estés para

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vengarte de nada —le reprocha dulcemente—; ahora debemos concentrarnos
en lo importante. ¿Lo hago con tu espada? —pregunta Kiyoshi buscando con
la mirada la empuñadura de flor de loto.
—Hazlo con lo que quieras, pero hazlo ya —le insta Ren, y luego añade
débil, pero animosa—: Y hazlo rápido; ábreme el vientre y saca a mi hijo.
Pero, justo cuando Kiyoshi está a punto de sajar, la partera lo detiene.
—Espere, shudo-shi, parece que el niño quiere salir…
—Entonces, empuja, niña —exclama el monje—. ¡Empuja con todas tus
fuerzas y así os salvaréis los dos!
Ren obedece. Grita y aprieta varias veces, hasta que, tras una última
sacudida, la partera muestra al niño.
—Es un varón.
Ren se estremece al ver al bebé: una marca le atraviesa desde la sien
derecha a la comisura del labio; una marca parecida a la que ella misma tiene
en el rostro. Ren vuelve luego la mirada hacia un rincón de la estancia. Allí,
sobre una repisa, descansa Kusanagi, envuelta en denso vaho de incienso.
Ren regresa por un instante al campo de batalla y a su indecisión a la hora
de matar a Shioda.
«Kusanagi fue separada, no terminó su trayectoria. Se ha cobrado lo que
le debía», piensa antes de caer de nuevo en la inconsciencia.

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Capítulo 46

Anales de la felicidad

Podría ser como un tanka de la emperatriz Jito.

Las estrellas pasan,


la luna pasa,
nubes azules pasan sobre las montañas
hacia el norte.
Los años se deslizan.

El tiempo pasa en el país donde sale el sol.


El viento barre muchas veces las hojas de los árboles y desordena las
flores de cerezo en los campos.
En el cielo, mil rostros han revelado las nubes, y cambiantes se han
sucedido las estaciones.
Como dice la delicada emperatriz Jito: el tiempo pasa.
El rocío se posa como una mariposa sobre las hojas de loto. La lluvia
sumerge en benéfica ira a los arrozales. Y la luna alumbra el vuelo de las
luciérnagas, como hogueras sobre el agua.
El tiempo pasa en el país del sol naciente.
Las garzas gritan en lo hondo. Los caminos se anudan más allá de las
montañas. El ciervo brama bajo los castaños.
Todo esto sucede mientras las espadas ya no alumbran el alma de los
guerreros.
Desde la gran batalla final, no hay ninguna contienda que ganar, ningún
enemigo al que abatir.
Los días son peregrinos de la eternidad y transcurren plácidos como los
baños de los simios en las cálidas aguas de las montañas en invierno, cuando
la nieve cerca los senderos y los vuelve blancos.
Al norte de la septentrional provincia de Echigo, cerca de la isla de Sado,
ya ha nevado muchas veces.

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En la ciudad de la luna, el emperador sigue jugando con sus serpientes. Ha
dejado el bafuku[19] en manos del vencedor Tokugawa, ya nombrado shôgun.
Ahora el señor Ieyasu es el amo de todo el imperio del sol, y cada noche,
recluido en su palacio de oro, echa de menos el ondulante cuerpo de Kurai.
En Edo, capital del shôgun Tokugawa, los samuráis parecen olas
adormecidas en un mar tranquilo.
Muchos son los que han recorrido en este tiempo las grandes regiones a
través de la ruta de Tôkaidô, los quinientos kilómetros entre Heian-kyo y Edo.
Y muchos los que se han enamorado o han muerto.
Los guerreros siguen bebiendo sake, pero ahora también toman nanakusa
para ahuyentar las enfermedades.
Están preocupados por no morir aunque el campo de batalla sea una lejana
ilusión. Las respiraciones ya no se agitan, no hay que controlar el ansia del
combate. Solo deben preocuparse de pelearse con el tendero y de dormir junto
a una bella oiran, una keisei destructora de castillos. Las espadas se oxidan y
agonizan en los cinturones mientras los samuráis juegan al uta-garutta y
recuerdan las guerras Gempei.
Es la inmóvil felicidad del guerrero, cuando su alma se aquieta y su
sangre se remansa en las venas.
En la tierra donde nace el sol, reina la paz.
Y es por condición de los seres humanos que se dan al espejismo de la
vida, inalterable durante cuatro años.
Cuatro años donde los guerreros han sido domesticados por la costumbre.
Cuatro años de algo parecido a la felicidad.

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Capítulo 47

Suelos de ruiseñor

El señor de la guerra, Ieyasu, habita en su castillo de Edo.


La fortaleza alberga a doscientos sesenta daimyos y cincuenta mil
soldados.
Tokugawa Ieyasu, a sus más de sesenta años, ha recibido del emperador el
título de shôgun, comandante en jefe de las fuerzas militares del imperio del
sol naciente.
Sus vestiduras opulentas no le ocultan el vientre abultado, que habla de un
gusto excesivo por la golosina wagashi. Pero, en lo más profundo de su
mirada, anida aún la fuerza del guerrero.
Está asomado a una ventana. Sus ojos, fijos en el patio, exploran cada uno
de los movimientos de sus soldados. Van y vienen en ritos militares alrededor
del gran foso excavado en espiral que bebe de las aguas del río Sumida.
Luego eleva la mirada y la pierde en los jardines del castillo. Caminos
secretos custodiados por robles azules conducen a tsukimidai, un lugar para
ver la luna.
Pero sus ojos vuelan aún más lejos: desde la torre más alta de la región de
Kanto divisa ahora el horizonte que se extiende, blanco, por las flores de
cerezo.
Esa noche se celebra el festival de Hanami, y los siervos lo adornan todo
con farolillos de colores para que la celebración sea del agrado de los dioses.
—Otro año más —susurra Ieyasu con nostalgia.
Ren está frente al tablero de go, sentada sobre sus talones.
—Sí, los cerezos han vuelto a brotar, pero será cuestión de tiempo que las
flores sea barridas por el viento del otoño —dice.
—¿Sabes? A veces, cuando me detengo a contemplar el horizonte desde
la fortaleza, no puedo evitar pensar en el viejo regente Hideyoshi.
—¿En Hideyoshi, mi señor?
—Sí, en su poema de despedida de la vida.
Y Tokugawa Ieyasu recita con la mirada perdida:

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Nací cual rocío
y como rocío me desvanezco.
Hasta el gran castillo de Osaka
es solo el sueño de un sueño.

—Hermosos versos —murmura Ren.


—Sí, no están mal para uno que empezó como portador de sandalias.
Ren se ríe.
—¿Qué hará el gran señor con el hijo de Hideyoshi?
—No sé, amai senshi[20]. Hace mucho que no lo veo. Está confinado en su
castillo junto a su madre. Dicen que es un joven enfermizo que tiene
ademanes de mujer —explica—, aunque a lo mejor mis espías me cuentan
esto con el único propósito de que no lo vea como una amenaza.
—Si el gran shôgun algún día decide enviarlo a la tierra de los muertos,
yo me ofrezco a rebanarle la cabeza —dice de forma tajante Ren.
Tokugawa Ieyasu se siente complacido. Desde el día en que vio combatir
a la hija del loto bajo el estandarte de la Montaña en Sekigahara, sabe que
cuenta con ella para enviar al yomi a cualquiera que se oponga a sus planes.
La guardiana de Kusanagi es fiel a la casa Tokugawa.
El shôgun mira a la hija del loto.
—¿Cuántos años tiene ya tu hijo, el pequeño Ryutaro, el hijo del gran
dragón?
—Casi cinco, mi señor.
—¿Cinco? ¡A veces me parece que el tiempo pasa muy rápido, y otras que
transcurre lento! ¿Ha comenzado el entrenamiento militar?
—El que fuera mi maestro —se apresta a contestar Ren— le muestra ya el
camino de la espada. —Rodea una pieza blanca de go—. Si mi señor dejara
de mirar por la ventana y prestara más atención al juego, sin duda ganaría la
partida —le reprocha dulcemente.
Ieyasu sonríe.
—Eso no sucede ni sucederá nunca, amai senshi. Siempre consigues la
victoria.
Pero el shôgun Ieyasu regresa a la partida y se sienta frente al tablero. Ren
alza la mirada, y sus ojos negros se encuentran con los de su señor. Enseguida
baja la cabeza.
Ieyasu es el guerrero paciente. Sabe que, si espera el tiempo adecuado, su
oponente cometerá un fallo en el tablero, pero ahora está cansado.
—Dejemos esto para luego —ordena—. La noche está tendiendo su velo
sobre el mundo y se me hace difícil distinguir bien los certeros movimientos

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de tus piezas. —Tiende la mano a la samurái—. Ven —le dice. Y más que
una orden parece un ruego.
Ren se incorpora lentamente y acompaña al señor de la guerra al lecho.
Ieyasu se desprende del cinturón, y después da una palmada. Un criado
acude descalzo, pero sus ligeras pisadas hacen ruido. Las dependencias del
antiguo señor de la guerra tienen suelos de ruiseñor para alertar de la
presencia de los enemigos.
El siervo abre con cuidado las fusuma decoradas con delicadas pinturas y
se postra a los pies del shôgun.
—Desvísteme —le ordena Ieyasu.
Pero Ren interviene:
—Despídelo, mi señor. Lo haré yo.
El criado se levanta y enciende un farolillo dorado. La estancia se ilumina
de forma tenue. Luego inclina la espalda hacia delante en señal de respeto y
abandona el cuarto.
Ren, con destreza, muy despacio, comienza a despojarlo de su kamishimo:
la chaqueta larga haori con el escudo de la familia Tokugawa y el hakama.
Luego dobla las prendas con cuidado y las deja en el suelo, cerca del lecho.
El shôgun alarga la mano para quitar la máscara que cubre el rostro de
Ren, pero ella, acariciándole la mano con los labios, no se lo permite.
—Eres fuego que derrite la nieve del invierno —dice el señor Ieyasu.
Ren sonríe. En este tiempo ha aprendido a sonreír. El shôgun Tokugawa
Ieyasu es el hombre más poderoso del imperio, mucho más que el propio
emperador, y él la ha convertido en uno de sus shinpan, los daimyos más
cercanos a la casa Tokugawa. Como miembro de la casa relacionada con el
shôgun, ha visto aumentar su riqueza y sus campesinos no tienen que entregar
la mayor parte de las cosechas como impuesto. Ren sabe que ceder a los
requerimientos de Ieyasu le asegura una posición privilegiada para el clan y
para su hijo.
Pero ahora Tokugawa Ieyasu no es shôgun; ahora, allí tendido sobre el
lecho, es solo un hombre, y Ren recorre con sus dedos hábiles los rincones
secretos de aquel cuerpo anciano.
Ren se desprende de su obi dorado. El lazo libera su cintura y deja suelto
el kosode de seda con dibujos de pájaros. Sacude de forma delicada las
mangas largas, siguiendo el ritual de alejar el infortunio, y parece que las aves
echen a volar dentro de la estancia.
La tela cae al suelo hasta tocar sus pies, y suelta entonces también la cinta
de color azul con la que se sujeta su pelo. La cascada de su cabello se esparce

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de forma salvaje por la espalda desnuda, que se viste de oscuridad.
El shôgun acerca el rostro en un vano intento de besarla, pero Ren se aleja
como si fuera una mariposa que vuela.
Cuando Ieyasu le toca los senos y se dispone a entrar en ella, Ren cierra
los ojos y vuelve a una tarde cerca del río, hace años, cuando era inocente y
pura y aún creía en el amor.

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Capítulo 48

Sueños de berenjenas

A la mañana siguiente, muy temprano, lo primero que escucha Ren son las
pisadas del siervo. Poco después, su voz atraviesa las fusuma:
—Mi señor, su hijo Hidetada aguarda a ser recibido.
Ieyasu golpea la mano contra el suelo. Todo el tatami tiembla.
—Infecto gusano, ¡cómo osas despertarme! —grita con voz ronca.
Nada se escucha al otro lado de la puerta.
—Di a mi hijo que ya lo llamaré yo cuando me apetezca verlo.
El señor de la guerra se incorpora. Cada mañana le cuesta más.
Su abultado vientre entorpece sus movimientos.
Ren se apresta a recoger el futón y a guardarlo tras el biombo grabado con
la bella estampa de un bosque de cerezos.
—¿Mi señor ha dormido bien? —pregunta la joven mientras desenvuelve
el hakoseko y saca de él su peine y su espejo.
Ieyasu abre la boca y bosteza. Hace un curioso ruido, un sonido molesto
que Ren aborrece.
—El hatsuyume ha sido hoy con berenjenas —le cuenta el hombre.
Ren exclama:
—Ya sabe mi señor lo que se dice: Ichi Fuji, ni taka, san nasubi[21]. Es sin
duda un buen augurio que el primer sueño sea con berenjenas.
—¿Sabes el rumor que se extiende como ola por todo Edo?
—No, mi señor.
—Hablan de que Hidetada quiere ser shôgun.
—Pero Hidetada es su hijo, noble señor —se apresura a decir Ren
mientras se coloca el obi.
—¿Y qué que sea mi hijo, kawaii ryu[22]? ¿Acaso ignoras que ante el
poder no hay parentesco…? Todavía recuerdo a mi esposa y a mi hijo
Nobuyasu. Muchas veces acude a mis sueños la imagen de sus cabezas
rodando por el suelo. Ellos eran sangre de mi sangre, pero no dudaron en
urdir una traición contra mi persona —dice Ieyasu, y vuelve a bostezar y a
hacer el molesto sonido.

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—Pero Hidetada es diferente… —replica Ren, aunque no cree en sus
palabras.
Una sonora carcajada rompe el aire.
—¿Diferente? ¿Diferente, dices? No existe la familia cuando se trata de
alcanzar el poder —exclama Ieyasu.
Ren calla.
Claro que ha escuchado el rumor. Hidetada quiere hacerse con el poder y,
si eso sucede, ella caerá en desgracia.
Hidetada nunca le ha mostrado consideración, y desde aquella primera vez
en que sus ojos se encontraron en Sekigahara, sabe que siempre será un rival
al que abatir.
Pero no dice nada, porque al infortunio le atraen las palabras.
—Hoy he pedido que nos preparen jubako. Como es tu último día en Edo
he pensado que podíamos pasarlo en el campo. ¿Qué te parece?
Ren sonríe y hace un gesto afirmativo con la cabeza, aunque mantiene la
mirada hacia el suelo.
—Mi señor es bueno también diseñando planes fuera del campo de batalla
y del tablero de go.
Ren lleva más de seis meses en Edo.
El señor de la guerra ahora se ha convertido en el señor de la paz y en un
hábil administrador.
Cumpliendo una de sus leyes, Ren reside en la capital, en visita
ceremonial, como se exige a los samuráis de mayor rango.
Ella, junto con su hijo y buena parte de su séquito, ocupa unas
dependencias anexas al castillo del shôgun.
Al antiguo guerrero Ieyasu le gusta el campo. La memoria de sus batallas
se desvanece cuando pasea por el bosque sin temor a que el enemigo se
esconda tras cada tronco.
Disfruta también cazando con su halcón. No es diferente a lo que hace con
sus soldados.
Antes, ellos cobraban piezas para él, pero ahora que las batallas han
cesado hay demasiados halcones sueltos en el país, y en especial en Edo.
El sabio tejón conoce el alma humana y sabe que, igual que sucede con un
animal que ya no tiene que cazar, sus samuráis deben volcar su energía en
alguna otra cosa para seguir afianzando la paz en el país del sol naciente.
—Quiero hablarte de algo, kawaii ryu —dice a Ren—. Recuérdame que lo
haga cuando estemos en el campo.

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Capítulo 49

Kodama entre los árboles

Kigei Arima golpea con el bastón a Ryutaro.


—Shisei, shisei, esa no es la postura correcta para un samurái. ¿Cuántas
veces te lo he dicho?
Inutaisho, la sombra huérfana del señor de Kumagai, contempla la escena
y no puede evitar intervenir:
—Mi señor Kigei —dice—, el niño ya debería ir a comer.
El maestro Kigei frunce el ceño. No le gusta que ningún criado se
entrometa cuando está practicando con su alumno.
—El niño comerá cuando yo lo ordene, criado —dice con un brillo
desafiante en los ojos—. Y solo lo hará cuando comprenda de una vez por
todas cuál es la postura correcta de un samurái.
—Gran señor —ruega el fiel criado—, el hijo del dragón es aún muy
pequeño…
Kigei golpea de nuevo el suelo con el bastón, y su coleta, que se yergue
majestuosa en su rapada cabeza, se agita también en el aire.
El niño comienza a llorar.
Kigei, la rata astuta, aprieta fuerte los labios.
—Criado, no me repliques… ¿O quieres que le cuente a mi señora Ren
que impides el entrenamiento de su hijo? Y ahora vete a hacer esas cosas que
hacen los de tu clase, como servir los cuencos de arroz o trenzar juncos.
Kigei está molesto.
No le gusta residir en la corte. Sus dependencias son pequeñas, y no goza
de los privilegios que posee en el feudo del clan.
Aunque hay algo que le disgusta aún más: el monje ha viajado con ellos a
Edo.
Ignora cuáles son sus planes, pero ha pasado ya tiempo y su antiguo
maestro aún no ha cobrado su venganza. Incluso se ha acostumbrado a tolerar
su presencia y ya no tiembla dentro de su keikogi cada vez que lo ve.
Como una imagen de sus pensamientos, el monje aparece a su lado.
—Me ha dicho Inutaisho que maltratas al niño —dice con ironía Kiyoshi.

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En el rostro de Kigei se dibuja una irónica sonrisa.
—¿Mi antiguo maestro ahora se preocupa de mis métodos de enseñanza?
—responde, sarcástico.
Los ojos del monje refulgen cuando responde:
—¡Si vuelves a tocar al niño, será lo último que hagas en este mundo,
Kigei!
—Por lo que veo, también te preocupas de un bastardo…
El monje da una zancada para situarse frente a Kigei.
—Cuidado, aún sigues siendo un alumno. No hagas que te corte el cuello
aquí mismo.
La rata astuta da un paso atrás; su coleta trenzada de rojo retrocede con él.
Pero Inutaisho los interrumpe.
—Honorables —los saluda con una reverencia—, nuestra señora ha
enviado una nota: mañana partimos hacia Kai.
Por fin la provincia de Kai, los dominios de la montaña. Kigei recupera la
sonrisa mientras Kiyoshi se lleva al niño.
El monje ha decidido seguir al lado de Ren y de su hijo, porque sabe que
Kigei no es una buena influencia para el pequeño.
Kiyoshi no le enseña el arte marcial al hijo del dragón, pero le muestra un
gran sauce en invierno inclinado por la nieve y un robusto roble roto por su
peso, y le explica lo importante que es a veces ceder para vencer. Y le habla
de Yoshin Ryu, la escuela del corazón del sauce donde los niños de los
valientes samuráis practican la flexibilidad.
Ryutaro es aún pequeño, pero Kiyoshi sabe que aprenderá; aprenderá
todas esas cosas importantes no solo para un guerrero sino para un hombre de
bien. Por eso su venganza puede esperar, porque antes debe enseñar al hijo
del gran dragón a percibir la brisa, a sentir el corazón de la montaña, a
descubrir el silencio del río, a distinguir los diferentes sonidos de la lluvia
cuando cae sobre los campos de arroz y a venerar el invisible mundo de los
dioses kami.
También le explicará sobre los cuatro dragones que todos llevamos dentro
y cómo vencerlos: el dragón del instinto, el del movimiento, el del intelecto y
el de las emociones.
Una vez en el feudo, se propone pasar muchas horas en el bosque con
Ryutaro, al pie del monte Fuji, escuchando el kodama del espíritu de los
árboles.
Cuando Kigei ve alejarse al monje junto al pequeño Ryutaro, se dirige a
las estancias reservadas para su señora Ren.

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A esas horas no hay nadie, y aprovecha para entrar en la habitación: una
mesa baja de laca negra, un biombo con estampa de crisantemos, símbolo de
longevidad, y un tablero de escritorio donde reposa una pastilla de tinta y un
pincel.
Eleva la mirada hacia una esquina del cuarto. Allí, Kusanagi descansa
sobre un altar. El incienso se quema lentamente en la repisa de madera donde
duerme la espada. Necesita calmar su espíritu con incienso cada día.
«Tengo que conseguirla», piensa. Con ella se garantizaría las riquezas, y
también la protección.
Kigei mira a todos lados, pero no ve a nadie. Decide acercarse lentamente
a Kusanagi. Roza con los dedos su brillante empuñadura; siente cómo lo
quema, y tiene que apartarse de ella.
—Solo el guardián de la espada puede tocar su hoja.
La voz grave de Kiyoshi irrumpe en la estancia.
—Querido maestro, ¿siempre vas a estar guardando mi espalda? —dice
Kigei de forma irónica, volviéndose para mirar al monje.
—Chimpunkan! No sabía que la guardaba… —responde este con la
misma sutileza.
—Debes tener cuidado: una noche mi puñal se resbaló de mi mano y
arrancó un ojo a un hombre que dormía —le advierte Kigei.
El monje sonríe.
—Quizás ese desgraciado necesitaba su ojo para ver, pero a mí me sobra
con uno para sujetarte la mano si llegase a resbalar de nuevo. —Se toca la
rapada cabeza y luego exclama—: A veces, querido alumno, me pareces una
pobre rana dentro de un pozo. Al ver la luna desde su ciénaga, la rana levanta
la cabeza y se dice: «Soy alguien importante, nado en el océano». Pero I no
naka no kawazu taikai o shirazu: la rana no sabe cuán grande es el océano. Tú
te vistes como un halcón, pero nunca serás halcón ni tendrás la mirada sin
límites de un halcón, porque eres una rana nadando en un infecto agujero al
que llamas mar, por eso tienes que arrancar ojos mientras tus oponentes
duermen —sentencia Kiyoshi.
A Kigei le arde la mirada. Si pudiera empuñar a Kusanagi, nada lo haría
más feliz que segar con su brillante hoja el pelado cuello del monje, acabar
con él como con una estúpida gallina a la que se le troncha el pescuezo para
comérsela.
Se toca el cinto, dispuesto a sacar la espada.
Pero Kiyoshi, en una rápida y hábil maniobra, sitúa sus dedos índice y
corazón en la garganta de Kigei, cortándole la respiración.

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—Cuidado —le advierte—. No me gustaría matarte aquí mismo. Sería
algo improvisado, y no me gustan las cosas repentinas.
Luego suelta el gaznate de su antiguo alumno.
Kigei tose varias veces para recuperar el aire y se aleja de allí lo más
rápido que puede, no sin antes farfullar:
—Algún día, algún día, maestro, tu cabeza me pertenecerá.
Pero esto ya no lo escucha Kiyoshi, que ya se deleita en la contemplación
de la espada Kusanagi.
Él no anhela su posesión. De sobra sabe que nadie es capaz de poseerla;
bien al contrario, es la espada la que posee al que la empuña.
Y si algo aprecia Kiyoshi es la libertad. Por eso a veces se sorprende
añorando su vida anterior en las montañas de Kumano.
Regresa por un instante al santuario Takahara Kumano-jinja, que se eleva
en la cima del monte sagrado habitado por dioses y criaturas celestiales. El
santuario en la niebla, el lugar entre las nubes está rodeado de antiguos y
gigantescos árboles de alcanfor. Desde allí se escucha el espíritu del viento
aullando como un lobo sobre el lomo de las montañas.
Kiyoshi entorna los ojos y ve, como si estuviera allí mismo, las hileras de
peregrinos que, en procesión, ascienden por los serpenteantes caminos que
emergen de la niebla como fantasmas.
Escucha el rumor de las cascadas lejanas que resbalan sus aguas por las
cordilleras, mientras que él detiene la mirada en el techo de la sala de rezos,
todo cubierto de corteza de ciprés, y eleva sus oraciones a Amaterasu, la diosa
del sol, siempre escondida entre los pliegues del cielo de Takahara.
Cuando llegó al sagrado santuario de las montañas, su alma había muerto
para el mundo. El recuerdo de su esposa y de todo aquello que había perdido
lo perseguía como un animal hambriento.
Pero en la calma del cielo en la tierra, con los moradores entre las nubes,
aprendió a sosegarse.
Ahora, al ver a la espada Kusanagi durmiendo sobre la repisa y envuelta
en el vaho del incienso, también rememora al anciano monje Kiku, el
crisantemo de más de cien años, narrando en las tardes de bruma, la leyenda
de Kusanagi.
—En el principio, el kami celestial envió a Yatagarasu, el cuervo de tres
patas y ocho plumas, para avisar al primer emperador, Jinmu Tennô, el
guerrero divino, el descendiente de la gran diosa Amaterasu: «Vengo a decirte
que Izanami no Mikoto, el dios de Yomi, ha ordenado forjar una espada. Su

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hoja es invencible, pero una vez iniciado su vuelo debe completar su
trayectoria…».
Esto narraba el anciano crisantemo mientras los monjes más jóvenes
encendían las cien velas que alumbrarían a la gran diosa del sol cuando la
oscuridad llegara.
El monje Kiku contaba que el dios del inframundo había escondido la
espada en el vientre de la gran serpiente de dos cabezas que moraba en un
templo lejano, en la montaña de nieve.
—Yo vi, antes que las telarañas cubrieran mis ojos, al fantástico animal de
dos cabezas, y también a su guardiana, la doncella del santuario. Fue en un
atardecer de hace muchos años. La bella joven emergió de un estanque
rodeado de flores blancas. Desnuda entre la nieve, fue al encuentro de la
serpiente y acarició su abultado vientre para calmar la sed de sangre de la
espada. Yo era por entonces un joven novicio, y me sentí tentado por la
belleza de la doncella. Dos noches permanecí en el templo de la montaña
nevada alimentando mis ojos con la visión de la hermosa muchacha, que
acudía a la llamada de la gran bestia cada tarde, cuando moría el sol. Se
acurrucaba en su vientre, y allí permanecía hasta la mañana siguiente, cuando
regresaba a la poza. Pero Amaterasu se compadeció de mí y me libró del
embrujo encarnado en esa bella mujer. Un día, la serpiente apareció muerta.
Tenía el vientre abierto. Alguien había liberado a la espada de su cárcel de
escamas, y jamás volvió a saberse nada de la doncella del santuario, que no
volvió a emerger de aquellas aguas.
Kiyoshi recuerda ahora la historia del anciano Kiku. Y, al igual que el
anciano monje se sintió tentado por la doncella del santuario, él experimenta
otro tipo de tentación: atravesar con la brillante hoja de Kusanagi el
despreciable cuerpo de su antiguo alumno.

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Capítulo 50

Crónica de los dos cielos

En el lago, Ieyasu nada confiado.


Su cuerpo redondo parece volverse ligero en el agua, por eso le gusta
nadar.
Ren, a su lado, bucea para recoger piedras del fondo. Se las muestra al
shôgun, y este elige las que tienen una forma más original. Las otras las libera
y vuelven al fondo del lago.
A Ieyasu le divierte ese juego infantil; ríe con él como si fuera un niño. Y
mira, alegre, a Ren. Cuando está en el agua, un destello de felicidad atraviesa
el rostro de la favorita.
—¿Nunca vas a permitirme posar la mirada en tu rostro completo? —le
pregunta Ieyasu en una de las ocasiones en las que Ren emerge del agua.
—Si mi señor posara sus ojos de pájaro en la mitad del rostro que oculto,
temo que no le gustaría —se excusa.
Y al punto vuelve de nuevo a sumergirse.
El señor de la guerra se recrea con el juego, en cómo Ren surge de las
aguas y vuelve a zambullirse, en cómo los ojos de su guerrera, ahora
convertida en una pequeña niña, centellean como los días de verano.
A lo lejos, un cuervo construye su nido, y se escucha el rumor de la
cascada lejana.
Ieyasu se siente feliz, aunque sabe que la felicidad no es un banquete que
dure para siempre.
Es feliz con Ren, con esa mujer valiente pero servicial. La ha visto
cortando cabezas en el campo de batalla, pero teme perderla. Sabe que Ren
siempre estará con él y le obedecerá como shôgun, pero él desea más, mucho
más; desea que lo ame como hombre, ver el amor en sus ojos oscuros, esos
ojos que miran todo con curiosidad y que se encienden como ascuas cuando
es dichosa. Pero sabe que, aunque un halcón siempre regresa a su amo, su
alma es libre.
—Salgamos del agua, tengo hambre —dice Ieyasu.
Y Ren se apresura a cumplir la orden.

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Ya han pasado seis meses desde que Ren marchara de su feudo y tiene ganas
de regresar. Quiere perder de vista al gordo Ieyasu, el que hace ruidos
molestos al despertar, el que la toma en el lecho a medianoche.
A veces se sorprende pensando en hundir la hoja de Kusanagi en el
abultado vientre del shôgun, pero luego deshecha esos pensamientos porque
un halo de bondad la invade y ve a su señor como lo que realmente es: un
viejo cansado, que necesita el calor de su joven cuerpo para entrar en el fragor
de la batalla de la vida.
Pero eso solo sucede a veces, porque la sombra de su alma únicamente la
abandona en momentos como este en el que se siente niña de nuevo y juega a
buscar piedras en el fondo del lago.
Los sirvientes ya han montado la tienda y han servido la comida. Los
juboku han quedado vacíos de arroz y cocido dozeu nave hecho con lochas.
A Tokugawa Ieyasu le gusta ese plato típico de Edo que consiste en
remojar las mejores lochas de pescado en sake y luego cocerlas en una sopa
de miso. Le gusta, pero es muy exigente: debe tener gran cantidad de puerro y
especias, sobre todo debe llevar mucha pimienta, pues de este modo se resalta
el sabor de las lochas.
—Mi señor me dijo que debía contarme algo —dice Ren, mientras coloca
los pies desnudos sobre el furoshiki y se seca el cuerpo mojado.
—Sí, siéntate aquí a mi lado —le pide Ieyasu.
Un siervo tiende al shôgun una tenugui, y él se seca las manos mientras
hace un gesto para que le sirvan una generosa ración de su plato favorito. El
tenugui tiene un estampado de olas de abanicos que se suceden, símbolo de
buenos augurios.
Después, el siervo ofrece otra tenugui a Ren. Esta muestra unos dibujos de
peces globo. Se dice que trae también buena suerte, porque el nombre antiguo
de este pez, fuku, significa suerte.
Ren espera a que su señor comience a comer para hacerlo ella.
—Chikusho! —exclama de pronto Ieyasu cuando prueba el plato—. Le
falta pimienta.
Ren mira al siervo, que ya se postra a los pies de su señor.
—¿No lo oyes? —dice Ren—. Tu señor desea más pimienta.
El siervo continúa de rodillas y con la cabeza agachada. Con un hilo de
voz acierta a balbucear:
—Onegai Shimasu[23], gran señor. No he traído más pimienta.

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Ren deja con rapidez su cuenco sobre el furoshiki y desenvaina la espada.
—¡Puerco bastardo! ¡Tu señor debe comer hoy sin pimienta porque no has
hecho bien tu trabajo! —La espada de Ren está en la garganta del siervo, que
desconsolado pide clemencia.
—O-yurushi kudasai, gran señora. O-yurushi kudasai[24]…
Ren mira a Ieyasu, que parece divertirse con el espectáculo.
—¿Qué hago, mi señor? —pregunta.
Ieyasu hace un gesto con la mano sin soltar los palillos con los que está
comiendo.
—Deja a este pobre bastardo, ya no tiene remedio. Casi he terminado todo
el cuenco.
Ren retira la espada de la garganta del siervo.
—Vete, baka —ordena Ieyasu. Y, mientras el siervo se aleja, aún
tembloroso, comienza a hablar—: Sabes que tengo miles de guerreros
ociosos. Ya no hay guerras que ganar, y mis samuráis pasean desocupados y
perezosos por las calles de Edo. Quiero hacer algo para cambiar esto, y sé que
el mayor cambio para un hombre está en el conocimiento. Por eso necesito tu
ayuda.
Ren asiente de forma enérgica con la cabeza, pero no interrumpe a su
señor.
—Deseo transformar a mis fieros guerreros en burócratas eruditos, y eso
solo lo puedo hacer si cambio el campo de batalla por la escuela. Me
dispongo a crear cientos de escuelas en nuestra tierra del sol naciente en las
que los samuráis puedan estudiar las enseñanzas de Confucio. Ordenaré la
publicación de libros para educar no solo a los samuráis, sino a toda la
sociedad, en los valores confucionistas de la bondad, que produce la paz; de la
ciencia, que disipa todas las dudas, y de la valentía, que ahuyenta todo temor.
¿Qué te parece, mi kawaii ryu?
Ren se toma un tiempo para pensar. No quiere precipitarse en su respuesta
y tampoco quiere que su señor piense que no ha meditado lo suficiente sobre
el tema que le propone.
—Creo que es muy noble y generoso por vuestra parte abrir el
conocimiento a los hombres —contesta al fin—. «Vivir sin conocer es una
ocupación inútil…».
Ieyasu sonríe satisfecho. Ren conoce las máximas confucionistas, y se
siente complacido por compartir el lecho con una mujer cultivada.
—Será una ardua tarea —musita dulcemente la mujer.

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—Ya sabes, mi guerrera: «Transporta un puñado de tierra todos los días y
construirás una montaña».
—¿Y cómo quiere mi señor que lo ayude?
—El otro día escuché los tambores del templo. Como sabes, los monjes
tocan con ambas manos, y entonces se me ocurrió: tú eres zurda, pero también
has aprendido a manejar la espada con la derecha. Eso te ha hecho invencible
en la batalla; bueno, eso y tu despiadada espada del infierno. —Aquí Ieyasu
vuelve a sonreír—. Este es mi deseo: crearás una escuela donde los samuráis
aprendan a manejar las espadas con ambas manos y donde, además, se
instruyan en las virtudes confucionistas. Y esa escuela se replicará en todo el
país.
Ren escucha con atención. «Una señal de los kami», piensa, porque la
noche anterior, mientras el señor de la paz soñaba con berenjenas, ella soñaba
con una escuela, la más grande de Edo, donde los samuráis manejaban las
espadas con las dos manos. La Escuela de los Dos Cielos. Allí ella podría
convertirse en kensei.
—Quiero que te quedes en Edo más tiempo. No partirás mañana a Kai —
le ordena Ieyasu.
—Pero, gran señor, los asuntos del clan no pueden demorarse más, he de
partir para atenderlos. Además, quería celebrar en el feudo el cumpleaños de
mi pequeño Ryutaro.
El shôgun frunce el entrecejo, y sus ojos diminutos parecen desaparecer
de su rostro. Es un gesto que Ren conoce bien; lo hace cuando algo le molesta
en exceso.
—Damaru![25] No me repliques, ¡harás lo que tu señor ordene!
Organizaremos aquí el cumpleaños de tu hijo, y será la fiesta más maravillosa
que se haya visto en Edo. Además —añade—, así me acompañarás en los
festejos por la competición de renga que comenzarán muy pronto.
Ren asiente inclinando la cabeza. No pronuncia ni una palabra.
Hace ya mucho tiempo que las palabras se le murieron dentro.

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Capítulo 51

Memoria de guerreros

—Está todo Edo revolucionado con el renga —comenta Haruki mientras


deposita suavemente en el suelo el shamisen de tres cuerdas—. A nuestro
señor Tokugawa le agradan las estrofas encadenadas y al mismo tiempo
libres. Tendremos más clientes en el barrio flotante. Ha dado permiso a los
campesinos para salir de sus tierras y venir a Edo para disfrutar de la
competición. ¿No te alegras, esposo mío? El teatro se llenará.
Shioda permanece en silencio.
Sus ojos verdes, antaño vivaces como los líquenes en los arroyos, ahora
son oscuros como marjales de aguas profundas.
El tiempo ha transcurrido calmo. Ahora tiene una vida diferente a aquella
otra en la que era el hijo del poderoso señor de Sakura, el heredero del clan
del cerezo, pero esta nueva vida no ha conseguido disipar la memoria de
viejos rencores.
Se quita el kimono con soltura; ha aprendido a manejarse sin un brazo. Y
se desprende también del miembro postizo hecho de paja de arroz, el mismo
material con el que confeccionan las bestias que utilizan en el teatro kabuki.
Shioda jamás hubiera pensado en convertirse en actor, pero cada noche,
en el mundo flotante de Yoshiwara, representa obras para los ricos
mercaderes y los samuráis ociosos que luego visitan los burdeles y las casas
de té de Ukiyo.
El teatro kabuki se ha hecho muy famoso en el barrio del placer de Edo.
Es una visita obligada para los que vienen a la ciudad en busca de diversión,
esos que también acuden a visitar a las vendedoras de sonrisas: las bellas
mujeres, de hermosura tan imponente como la montaña Hagisi cuando
florecen los cerezos en ella, que desnudan con dedos de marfil.
Shioda se agacha y desata con los dientes el amasijo de paja de arroz que
descansa en el suelo, mirando de reojo en su hombro mutilado.
—Sí, es una buena noticia. Más clientes significa más dinero, aunque a
veces pienso, Haruki, que es koban[26].

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—No digas eso —lo reprende Haruki—. La obra es buena, lo que pasa es
que no todos están preparados para el mensaje que encierra.
—Como sigamos así, Haruki, no tendremos para pagar los impuestos, así
que, de cualquier forma, es una buena noticia. Quizá nos recuperemos gracias
a esa gente que vendrá a Edo para escuchar poesía.
—Elevaré mis oraciones a Inari esta tarde para pedirle más arroz…
—¿Tú crees que el dios del arroz se va a dignar a escuchar nuestras
plegarias? Ya sabes que dejé de creer en los dioses hace tiempo —refunfuña
Shioda.
Haruki guarda silencio. Respeta a su marido, pero ella seguirá elevando
sus oraciones a Inari, el dios del arroz, y a Amaterasu, la diosa del sol, el gran
espíritu que domina las altas llanuras del cielo.
—Más vale que, en vez de rezar tanto —habla de nuevo Shioda—, hagas
cien grullas de papel para que se cumplan nuestros deseos: últimamente solo
vienen a ver nuestra obra los carniceros, los sepultureros y los verdugos…
—Bueno, y también los samuráis —le replica Haruki, aunque al momento
se arrepiente de haber dicho la última palabra, porque sabe que Shioda no ha
olvidado que una vez fue uno de ellos.
Un destello de ira atraviesa la mirada del hombre.
—¿Samuráis? ¿Samuráis, dices? Esos no son samuráis; solo gordos
ociosos que caminan sin espada y que se dejan emborrachar por las prostitutas
que luego les limpian la bolsa de monedas. Son perros que se rascan las
pulgas en la perrera en vez de salir a cazar. La voz de un samurái está en su
espada, y esos hombres han tomado tanto sake que sus espadas se han
quedado sin voz. Te digo, esposa —prosigue Shioda—, que ya no queda ni un
solo samurái verdadero en nuestro país de las muchas islas, si acaso…
Shioda calla de repente. A su mente acude la vívida imagen de Ren
montada en Hikari mientras siega las cabezas de sus enemigos en la última
batalla.
Un atisbo de tristeza oscurece el semblante de Haruki. Su esposo piensa
aún en su señora samurái, pese a que ella se ha convertido en shinpan del gran
shôgun, además de en su favorita. En alguna ocasión ha sorprendido a Shioda
espiando el cortejo de Tokugawa, buscando a la hija del loto. La antigua
sombra sabe que el odio es un poderoso imán que nos une para siempre a lo
que detestamos.
—Vamos, esposo —le susurra con dulzura—, marchemos a casa.
La puerta del teatro se cierra. Y Shioda y Haruki caminan por las
animadas calles del centro de la ciudad, en el barrio del placer de Edo.

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En la plaza, un gran sauce recibe a los visitantes. Es allí donde se cuelgan
los edictos del gobierno. Y un anuncio nuevo se deja ver entre el gentío.
—Acerquémonos —pide Shioda a su mujer—. A ver qué pone.
Bajo un antiguo edicto que exhorta a vivir en armonía y otro que prohíbe
la participación en el tráfico de esclavos, este parece recién colocado, a juzgar
por el buen estado de la madera y la claridad de los caracteres.
—¡Es el anuncio de una fiesta! —exclama Haruki, sonriente, pero
enseguida su rostro se entristece.
—Es la celebración del cumpleaños de Ryutaro, el hijo del gran dragón —
lee Shioda.
Y al punto calla, porque una gran verdad lucha por ser descubierta en su
corazón: Ren tiene un hijo que cumple cinco años el decimotercer día del mes
de los cerezos.
Cinco años…
Shioda vuelve a la primavera de hace cinco años. Entonces, junto al río,
tomó a Ren para después abandonarla. Busca en su mente los indicios, pero
no los halla; sí los encuentra en su corazón, que late repentinamente con
fuerza.
Y nace en él la certeza: Ryutaro es su hijo.
Haruki ha vuelto la mirada hacia su esposo, pero este no dice nada.
—Vamos a casa. Aiko nos espera para la cena —susurra Haruki.
—Necesito estar a solas un momento —responde Shioda—. Adelántate tú.
La mujer se pierde por las calles de Yoshiwara, ajena a la verdad revelada
en el alma de su esposo. Sus pensamientos son otros, aunque tienen también
relación con el anuncio: el gran dragón tiene un hijo. Sin embargo, ella no ha
podido alumbrar. No le importó no dar un vástago al sagrado emperador, pero
su corazón está anegado de tristeza por no concebir un hijo de Shioda. Es
cierto que adoptar a la antigua aprendiz de oiran, la kamuro de Asahi, la
alegró, pero sabe que nunca será lo mismo que tener un hijo de su propia
sangre.
Se toca el vientre vacío mientras la música de sus pasos se pierde por las
calles y una lágrima, que baila en sus ojos, lucha por no caer.

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Capítulo 52

El hilo rojo

Shioda no duerme.
El silencio es una presencia más en la estancia; una presencia densa y
asfixiante.
Intenta aquietar la mente con la táctica mushin, tal como le enseñó el
maestro Kigei cuando lo entrenaba para ser samurái, pero no lo consigue.
De repente se acuerda de la leyenda del hilo rojo. En la luna, un anciano
sale cada noche y busca entre las almas aquellas que están predestinadas a
unirse en la tierra; cuando las encuentra, las ata con un hilo rojo para que no
se pierdan. El hilo existe independientemente del momento de sus vidas en el
que las personas vayan a conocerse y no puede romperse en ningún caso,
aunque a veces pueda estar más o menos tenso, pero es, siempre, una muestra
del vínculo que existe entre ellas.
Shioda sabe que esa leyenda es verdad, porque siente ese hilo invisible
que lo une a Ren.
«¡Un hijo!», no deja de repetirse.
A su lado, Haruki duerme profundamente. En sus labios, una sonrisa. En
su espalda desnuda, la serpiente.
El destino es inexorable. Los mortales no son sino marionetas, como las
que se manejan en el teatro Bunraku del barrio del placer, marionetas que se
mueven al compás de los designios de los dioses.
Sin hacer ruido para no despertarla, Shioda se levanta y mira por la
ventana abierta: la luna está en el cielo, las estrellas parecen estáticas
luciérnagas, los planetas siguen girando ajenos a las tragedias mortales. Todo
ocupa su lugar en el universo.
—¡Ryutaro! —pronuncia el nombre en un susurro, solo para oírlo en alto,
para que su hijo viva, de alguna extraña manera, en sus labios—. ¡Ryutaro!
Siempre soñó con el heredero de la casa Sakura, con ese hijo que su
esposa no le ha concedido. Un primer hijo al que enseñar los principios del
código de honor samurái, alguien que liderara el clan y condujera a sus
hombres a la victoria.

Página 217
Mira su brazo ausente.
Ya no es un samurái, ya no tiene el coraje del guerrero, ya no ansía
ninguna batalla. Solo debe aceptar que las cosas han cambiado, que nada es lo
que soñó.
Daría su otro brazo, y esa luna blanca que se ríe de los hombres allá
arriba, por estrechar durante un instante a su hijo entre sus brazos.
Él ya no es Shioda el guerrero, es el Shioda tullido, el que cada noche
hace reír a los comerciantes y a los sepultureros con su teatro, el que cada
noche se acuesta con una mujer a la que no ama, el que lo perdió todo, incluso
el inocente amor de la juventud.
Y rememora otras noches infinitas en las que tampoco dormía.
Con Ren a su lado, tumbados en la arena de la playa, diseñaban nuevas
rutas para los astros y los planetas. La noche entonces los abrazaba y protegía.
Era seguro el abrigo de la oscuridad iluminada de estrellas.
A veces, el alba los sorprendía. El sol iluminaba, durante un instante
fugaz, sus contornos vencidos, pero seguían abandonados a la caricia del
sueño.
Entonces, entre la bruma de la mañana, surgía la voz áspera de Kigei
llamándolos para el entrenamiento.
Ahora esos recuerdos se agotan entre los artificios necesarios para sortear
las trampas de la vida, pero en noches como la de hoy, cuando se extiende la
oscuridad y el silencio, Shioda adquiere de nuevo, aunque solo dure un
instante, la serena belleza de las cosas pasadas.
La vida sigue, continúa, aunque la benéfica presencia del mar y las
estrellas ya se extinguió, como todas las cosas hermosas y fugaces
desaparecen con el tiempo.
Ya es tarde. El rencor consigue anegar con su oscuridad hasta los
corazones más puros, y ya no existe forma de sacar el agua estancada del
corazón.
Pero, a veces, en noches como la de hoy, hasta las aguas del odio se
remansan, y Shioda no puede evitar sentir añoranza del pasado.
Dicen que un recuerdo es un recuerdo de un recuerdo, y que nunca lo que
habita en la memoria es el recuerdo que fue. También eso lo sabe bien el
antiguo guerrero, pero no puede dejar de darse a la memoria.
Shioda recuerda una época que ya no existe, en la que el honor no era solo
una palabra y en la que los samuráis cabalgaban al viento de la batalla sin
temor al mañana.

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Ahora, en el sereno refugio de los días siempre iguales, lo extraordinario
ha cedido paso a lo ordinario. Llegará la mañana, la claridad irrumpirá en la
habitación, junto con las voces de la gente que discurre como el agua inquieta
de la corriente de un río, del río de la vida. Y él se verá de nuevo a salvo de
esos pensamientos.
Sí, cuando llegue la mañana, el viento del recuerdo se dispersará en el aire
como la arena en los desiertos.
Shioda se mira la muñeca y, aunque allí no hay nada, siente el hilo rojo
que lo ata a Tomoe para siempre.
Solo lo fugitivo permanece.

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Capítulo 53

Ver el mundo en una gota de rocío

Takemura divisa la torre del magnífico castillo de Edo en la lejanía. A su


alrededor, los diminutos tejados se extienden sobre el paisaje como brotes de
las plantas.
Ha pasado cinco años.
Cinco largos años en los que, en su peregrinar como poeta errante, ha
visto antiguos alcanforeros, ha sentido la escarcha derretirse en su cama de
helechos, ha escuchado las copas de los pinos vencerse ante la nieve. Ha sido
vagabundo, nómada y libre, pero también ha añorado, a ratos, un hogar cálido
donde hervir el té.
Takemura viste de forma sencilla, tanto que parece un campesino en vez
de un poeta itinerante: traje de cáñamo, capa de juncos para la lluvia, kasa de
bambú y sandalias de paja.
Su alma de poeta se ha completado viajando.
Todos esos años, el tiempo ha seguido inexorable su curso, pero ahora, de
pronto, los recuerdos lo asaltan como si fueran un ladrón al borde del camino,
y no desea defenderse de su arcano influjo.
Piensa en Ren. En realidad, nunca ha dejado de pensar en ella.
El pájaro de la tristeza se posa en su corazón e, inevitablemente, su
semblante se oscurece.
Recuerda las palabras de su maestro: «El pájaro de la tristeza puede
revolotear por tu cabeza, pero no dejes que se pose en tu corazón». Pero es un
pájaro difícil de espantar.
Takemura ya no es pequeño mono ni discípulo del monje Kiyoshi; ahora
es Takemura poeta, el que ha conseguido alguna fama componiendo versos
para los señores feudales y la aristocracia.
Sus poemas atraen la gracia de los dioses, pero no son alegres, quizá
porque solo a los poetas les es dado ver la trastienda de la vida, y allí es donde
reside el dolor y el sufrimiento del alma.
Su mirada descansa ahora en los extensos campos de arroz. Las terrazas,
estrechas y empinadas, están inundadas de agua. Los cerezos se reflejan en

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ellas. Las semillas germinarán en el agua.
Sus pasos lo acercan cada vez más a la capital del poder del shôgunato
Tokugawa. Cualquier poeta que se precie debe mostrar su arte en la
competición renga que cada año se celebra en Edo.
A un lado del camino, sentado en una piedra, como un árbol cansado, un
viejo le extiende la mano.
—Una moneda, gran señor —pide.
Takemura se acerca a él.
—Anciano —le dice compasivo—, no tengo monedas, pero puedo
compartir mi arroz contigo.
El hombre busca con sus ojos casi ciegos a la voz que le habla.
—Acepto complacido. Que los dioses lo protejan, gran señor.
Takemura lo ayuda a levantarse y le ofrece su brazo para que se apoye.
—Gracias, honorable, pero tengo mi fiel bastón —dice el anciano—.
Vayamos hacia el bosque de cedros, tendremos fresca sombra.
A la derecha del camino se alza majestuoso un bosque de sugi de troncos
tan altos como montañas. Sus copas piramidales se pierden en el cielo.
—Yo vivo allí. —El anciano señala con el bastón un cedro en concreto,
cuyo tronco tiene una curiosa oquedad—. Es un buen refugio cuando llueve.
Takemura se sienta bajo la sombra del árbol y eleva su mirada al cielo.
Las nubes son sombras de pájaros. Bajo el dosel del bosque, entre los árboles
sagrados, se encuentra en paz.
—Un poeta, ¿verdad?
Takemura se sorprende. ¿Cómo ha podido saberlo aquel hombre al que la
niebla cubre los ojos?
El anciano se desenvuelve con soltura y enciende un fuego improvisado
para calentar el té.
—Sí, un poeta errante es lo que soy —contesta.
—Un poeta triste —dice el anciano.
—El ser humano está destinado a la infelicidad —exclama Takemura con
voz apagada.
—Todos los seres albergamos un nido de tristeza en nuestra alma. Aquí
donde me ves —cuenta el anciano—, yo fui el kataribe de un opulento clan, y
ahora de aquella poderosa familia ya no queda nada. ¡Cuántas tardes narré
para el poderoso señor la historia de su malograda esposa, cuántas noches
inspiré con mis narraciones a los soldados que a la mañana siguiente tendrían
que dar la vida por su señor! Y ahora… vivo al borde del camino, sabiendo
que ya no dispongo de futuro.

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—Nadie conoce cuánto tiempo queda, anciano. Se trata de detener nuestra
mirada en los pequeños milagros de la existencia sin temor a las sombras de
la muerte.
—Si lo deseáis, puedo descorrer el velo de vuestro destino —ofrece el
kataribe—, aunque ya sabéis el viejo dicho: Uranaiya minouye shiradzu.
—Sí: «El adivino desconoce su propio destino». Venerable anciano —
dice Takemura—, te lo agradezco, pero no deseo conocer lo que me deparan
los dioses. Como poeta, me ha sido concedido el don de ver el mundo en una
gota de rocío, y para mí eso es suficiente.
El kataribe saca de una bolsita que lleva sujeta al obi las hojas de té y las
echa dentro del cuenco, donde el agua ya hierve.
—Honorable, me hacéis el favor de servir el té…
Takemura regresa entonces a aquel tiempo en que era aprendiz del monje
Kiyoshi. En silencio, saca dos vasijas de barro desportilladas que siempre
lleva en el hatillo y, con delicados movimientos de sincronía perfecta, vierte
el té en ellas.
—Hace tiempo que no vivía la armonía de esta ceremonia —dice el
anciano—. Gracias, poeta, porque no has perturbado el sueño inmortal de los
dioses de este bosque al que yo venero.
Takemura se inclina ante el kataribe. Luego le pone en la mano el
pequeño chawan de té.
El anciano se lo lleva a los labios y da un pequeño y ruidoso sorbo.
Takemura se desprende de un paño que lleva colgado alrededor del cuello,
donde guarda las medidas de arroz.
—Ahora herviremos el arroz, anciano.
El hombre sonríe.
—Sé que no deseas conocer tu destino —susurra el kataribe como si fuera
el soplo del aire entre las copas de los árboles—, pero los kami de los cedros
me han hablado: guárdate de tu despiadado amor, poeta, porque está
condenado a la muerte.

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Capítulo 54

La voz de Hidetada

Hidetada mira por la ventana.


En los jardines que rodean el castillo, Ren juega al go con su padre, el
shôgun.
La primera vez que se encontró con la guerrera dragón, esta usurpaba su
posición al lado de su padre. Tomaba el té y reía mientras él y sus hombres
hacían lo imposible por llegar a tiempo a Sekigahara.
Durante este tiempo, su odio ha crecido.
No siente por su padre otra cosa que desprecio.
Muchas veces ha mirado dentro de su corazón, pero no ha podido hallar
en él más que rencor.
Él no ve al gran guerrero que ha unificado toda la tierra del sol naciente,
sino al hombre que le repite hasta la saciedad que él es hijo de una consorte,
el niño criado por una concubina cuando su madre murió; el mismo hombre
que no dudó en entregarlo como rehén cuando era pequeño para asegurar su
poder, sin importarle que viviera solo y desamparado en el destierro de un
castillo vacío.
Hidetada sabe que únicamente se ha convertido en el primer hijo a partir
del asesinato de su hermano mayor. Solo por eso es el heredero del clan de la
malva real.
Su padre siempre lo ha humillado, y Tokugawa Hidetada no permite que
el resentimiento lo abandone.
Hace tiempo que escucha una voz. Y le repite, una y otra vez, que es ya
hora de ocupar su lugar como nuevo shôgun en el bakufu.
Para ello, un viejo decrépito, lascivo y caprichoso debe abandonar el
poder, y una mujer debe morir.
Un soldado entra tratando de no hacer ruido en la estancia. Pero los suelos
de ruiseñor no son tan silenciosos, e Hidetada sabe que es el fiel Nobu.
—¿Está todo dispuesto? —pregunta sin volver el rostro.
—Sí, mi señor —responde el hombre. Lleva una ligera armadura con el
emblema de la casa Tokugawa.

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—No quiero que haya errores, y no toleraré ningún fallo en el plan. Si
algo sale mal, tu cabeza ya no seguirá sobre tus hombros, Nobu.
—Se hará como mi señor ha ordenado.
—Una cosa más —dice Hidetada, ahora sí mirando sombríamente a Nobu
—: ella debe morir, y también todos los suyos. No los quiero con vida.
—¿También el niño?
—He dicho todos, Nobu, sin excepción. En especial ese bastardo.
—Se hará como deseéis, señor —contesta el general.
Hidetada hace un gesto con la mano para indicarle que puede abandonar
la estancia.
Nobu se inclina ante su señor para marcharse, pero Hidetada lo detiene en
la fusuma.
—Nobu —dice—, quiero su espada.
—Así será, mi señor.
Hidetada sonríe complacido y luego vuelve a recorrer con la mirada los
secretos senderos de los jardines del castillo de su padre.
«Unos días, unos días tan solo, y todo esto será mío», se dice.
Nuevos pasos interrumpen su pensamiento.
—¿Me ha mandado llamar, gran señor?
—Sí, maestro, la orden ya está dada —anuncia Hidetada—. Necesitaré
que facilites la entrada al general Nobu y a mis hombres. Se hará el día de la
competición de renga, cuando tu señora se retire a ponerle incienso a la
espada.
—Es la mejor hora, mi noble señor. En esos momentos, ella parece ajena
a todo lo que no sea la contemplación de Kusanagi.
—¿Es cierto que nadie que no sea el guardián de la espada puede tocarla?
—Me temo que es cierto, señor.
—Entonces tendremos que idear algo para poder hacernos con Kusanagi
sin tocarla directamente.
—Mi noble señor, creo que, cuando le cortemos la cabeza a esa perra, la
espada infernal será nuestra. Su alma pasará a la sombría región de los
muertos y vivirá para siempre en su hoja.
Hidetada sonríe. El gobierno del bakufu será suyo.
—Si me sirves bien, serás más rico de lo que nunca soñaste —promete.
El maestro Kigei se postra a sus pies.
—Mi señor, mi shôgun…
Hidetada mantiene una mirada altiva y desafiante. Tal vez la misma
mirada de su padre cuando ordenó la ejecución de su hermano y de su madre.

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—Padre —susurra en voz baja mientras Kigei abandona la estancia—, con
todo, siempre has sido un gran ejemplo para mí.
Por la ventana abierta, a lo lejos, un pájaro canta dulcemente.
Hidetada sabe que es un inequívoco símbolo de buena suerte y alza la
comisura de sus labios en una mueca triunfante.

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Capítulo 55

Agua que fluye entre las llamas

Mochizuki Chiyome espera a Haruki con impaciencia.


—Siempre que vienes a mi casa hija —le dice al verla, aliviada—, mi
alma se inquieta pensando en que alguien puede seguirte.
Haruki hace una eshaku cruzando las manos hacia delante.
—Honorable madre, hace ya años que no debemos preocuparnos por la
represalia de los vencedores —la tranquiliza.
La viuda Chiyome alisa los pliegues de su túnica uchikake e insta a
Haruki a sentarse a su lado, sobre un zabuton en el que se dibujan arces
dorados.
—Ahora nos servirán el té.
Haruki admira la elegante túnica de la viuda, decorada con un arroyo y
lirios y bordada con hilo de seda sobre satén blanco, que sin duda pertenece a
tiempos pasados, mientras se arrodilla lentamente sobre sus talones. Deja
reposar su cuerpo hacia un lado, sobre el cojín.
—Madre, es una bella túnica —dice.
Mochizuki Chiyome agradece el cumplido con una ligera inclinación de
cabeza.
—El motivo de los lirios junto al arroyo serpenteante alude a la historia
del santuario de Ise, lugar de adoración de Amaterasu —explica—. Hubo un
tiempo en que tenía cientos como esta, regalos en su mayoría de los ricos
señores de los clanes, pero ahora todo ha cambiado.
—Podría rivalizar en belleza y elegancia con las cortesanas del palacio del
emperador en la ciudad de la luna.
La viuda sonríe complacida y vuelve a inclinar la cabeza en señal de
agradecimiento.
—La verdad es que hoy en día solo se ven en Edo los extravagantes
fusodes de las mujeres de los ricos comerciantes, pero eso no es moda, es
ostentación, ¿verdad?
—Hai.
—¿Qué tal va todo, hija mía? —quiere saber Mochizuki Chiyome.

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—Madre, no creo que me haya hecho venir para preguntarme eso… ¿Para
qué quería verme?
—Bien, hija, veo que no has perdido ni una pizca de perspicacia. —La
viuda se incorpora un poco—. Has de saber que he tenido noticias de que se
está preparando una conspiración para alejar del poder a Tokugawa Ieyasu, de
forma que el gobierno del bakufu cambiaría de manos —explica—. Hay
rumores que apuntan, incluso, al asesinato de la shinpan del shôgun, esa
mujer guerrera que se ha convertido en su favorita.
Haruki palidece.
—No sabía que te afectaría tanto, hija —exclama preocupada la viuda,
que no conoce los lazos que unen a Haruki con su antigua señora, mientras
hace un gesto a un criado para que sirva el té—. Has mudado el rostro.
—No es nada —se excusa Haruki—, un ligero vahído, nada más.
La viuda sonríe, esperanzada.
—Querida, ¿no será…, no será al fin un hijo? Ves, te dije que, si
purificabas tu cuerpo con una dieta vegetariana y tomabas baños de agua fría,
te renovarías como las hojas de bambú y el milagro se produciría.
Haruki calla, porque no desea hablar delante del siervo. Espera a que este
abandone la estancia y luego detiene la mirada en el quemador de incienso.
—No, no es eso, madre —exclama de forma lastimera—. No es eso, claro
que no es eso.
En el rostro de la viuda Chiyome se refleja la decepción, pero no quiere
que Haruki lo advierta, así que sigue hablando:
—Dentro de unos días, se celebra el cumpleaños del hijo de la favorita del
shôgun, y he organizado todo para que, antes, el teatro kabuki ofrezca una
representación en el castillo, ante la corte Tokugawa. De este modo, podrás
infiltrarte sin levantar sospechas y buscar más información sobre quién lidera
la conspiración.
Haruki siente que su cuerpo se desploma. Le falta el aire. Toma un sorbo
de té.
—Por supuesto, tu esposo no debe saber el verdadero motivo de la
actuación. Además, os pagarán muy bien.
La viuda Chiyome toma un palito de madera y lo introduce en el fuego
que arde bajo el recipiente donde el té aún humea. Luego enciende con él una
linterna de papel.
Haruki mira la pared: curiosas sombras avanzan rápidamente por ella,
fluctuando al compás del pábilo de la llama. Por un momento, cree reconocer

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en esas sombras alargadas los rostros perdidos de su pasado; y, entre todos
ellos, uno destaca del resto: el rostro de su señora Ren.
—¿Os dará tiempo a prepararlo todo? —pregunta Mochizuki Chiyome—.
Una representación en la corte no es igual que ante los carniceros y
sepultureros del barrio del placer…
Haruki vuelve su rostro hacia la viuda.
—No se preocupe, madre —dice con voz sosegada—, elegiremos la obra
más adecuada para que los nobles y los aristócratas disfruten con la
representación.
—No estaría nada mal representar Fuji Musume —sugiere la viuda—. Es
mi obra favorita: una muchacha que sale de una pintura para vivir un amor no
correspondido…
—Sí —musita Haruki—, es una obra muy bella y, además —apunta
alzando la voz—, tiene una hermosa música. Pero creo que podemos elegir
algo que agrade más a nuestro señor Tokugawa. Es posible que en Heian-kyo
les guste ese estilo suave y sensiblero wagoto de kabuki, pero aquí, en Edo,
triunfa la fanfarronería del aragoto, más rudo… Además, en la compañía
tenemos muy buenos actores para los papeles aragoto.
—Bueno, hija, creo que te has hecho toda una experta en los estilos
kabuki, pero no pierdas de vista lo importante.
—Como siempre, estoy al servicio de la casa Mochizuki —afirma Haruki.
Es todo lo que Mochizuki Chiyome desea saber.
Haruki volverá a ser sus ojos y sus oídos en la corte. Como siempre ha
hecho, la casa Mochizuki debe tomar partido, pero para eso tiene que conocer
previamente qué bando será el ganador.
—Ni qué decir tiene que a nosotras nada nos importa la suerte de la
shinpan de Tokugawa. En este caso, es mejor no meternos —recomienda—.
Si ella debe morir porque conviene a nuestros intereses, ese será su destino.
¿Comprendes, hija?
—Hai.
Haruki lo entiende. Y ella no movería un dedo por Ren. Es más, si
muriera, Shioda sería completamente suyo. «Aunque también es cierto que
solo lo que perdemos lo adquirimos para siempre», piensa de repente.
Pero Haruki no va a hacer nada. Su misión no es proteger a su antigua
señora, sino procurar la información que le ha pedido la viuda Chiyome.
Hace ya tiempo que Haruki dejó atrás a la pequeña niña asustada que
dormía con los perros del clan, la fea y oscura niña que solo era la sombra de
la poderosa heredera del clan del cerezo.

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Aun así, a veces, cuando su mente se aquieta y su corazón se remansa,
regresa durante un instante al pasado y siente que aún es agua que fluye
lentamente entre las llamas.

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Capítulo 56

Revelación en el shibai chaya

Shioda descansa antes de la representación de la tarde en el shibai chaya.


En Yoshiwara, en la casa de té del teatro, los espectadores compran
entradas para ver la obra, y también pueden adquirir comida y bebida para
que la función sea más placentera.
Los generales samuráis de Tokugawa esperan allí para entrar a ver la obra.
Su estreno ha causado cierta expectación, pero todavía queda una hora para
que la función comience, así que, mientras, se entretienen comprando sus
favores a los jóvenes artistas del kabuki, vestidos de mujeres.
Lejos de las rígidas normas que impone el bakafu de Tokugawa Ieyasu, en
el barrio del placer, los samuráis pueden divertirse con el wakashudo.
Los jóvenes tobiko revolotean en torno a los samuráis riendo y bebiendo
sake.
El general Nobu está sentado sobre un cojín de flores de cerezo. En la
mano, el choko siempre lo tiene lleno de sake, porque, cuando se lo acaba, un
bello tobiko maquillado como una geisha le sirve de nuevo del frasco de
porcelana tokkuri.
Junto al general, casi sobre él, un joven de no más de trece años lo reta
con ojos vivaces.
Nobu acaricia con lujuria el torso del aprendiz de actor, que se adivina
terso y lozano bajo el kimono.
Aiko tiene más o menos la misma edad, pero sus padres adoptivos la han
salvado de un destino como kamuro. La antigua aprendiz de oiran de la
cortesana Asahi ayuda a vender té, sake, arroz y pastelillos en la casa de té.
—Ven aquí, mujer —le grita borracho uno de los samuráis.
Aiko se zafa del abrazo de aquel hombre. Ella sabe cuidarse, no en vano
ha aprendido a vivir en equilibrio en esa fina línea que separa la sonrisa del
rechazo.
—Gran señor —interviene Shioda—, ella es mi hija y solo vende comida
y bebida, pero no sus favores —dice de forma servil—. Si lo desea, puedo
proporcionarle a un joven cuya belleza es como la luna reflejada en el agua…

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—Baka, quítate de mi vista y haz que me sirvan más sake.
El hombre, con un manotazo, ha tirado el vaso de sake al suelo.
Aiko se dispone a limpiarlo, pero Shioda le ordena:
—Aiko, ve dentro.
Él también ha aprendido a existir en equilibrio. No puede enfrentarse
directamente a los samuráis que vienen al teatro, pues la mayoría pertenecen a
la guardia personal de Hidetada, el hijo del shôgun, pero tampoco va a
permitir que ninguno de esos borrachos ponga la mano encima a su hija.
Shioda va al encuentro de Haruki a través del pasadizo secreto que
comunica la casa de té con el kabuki. Ella está ocupada en los últimos detalles
para que no falle nada durante la actuación.
Dos hombres han desplegado ya los biombos de seis paneles donde la
escena de una batalla cobra vida con tinta, color y polvo dorado sobre papel.
—Estoy harto de estos borrachos, Haruki —dice en cuanto aparece entre
bambalinas—. Créeme que no puedo más —se queja.
Ella intenta tranquilizarlo:
—Esposo mío, no les hagas caso, se creen los amos del mundo solo
porque guardan al poderoso Tokugawa Hidetada, pero aun así hemos de ir
con cuidado. No debemos exponernos. Aunque han pasado ya muchos años
desde la gran batalla, los vencedores siempre intentan humillar a los vencidos.
—Lo sé, Haruki, pero no hay tarde que no intenten sobrepasarse con
Aiko.
Haruki da un respingo. Ha jurado que por los dioses nadie hará daño a su
hija, que la salvará de cualquier hombre que pretenda arrebatarle su inocencia.
Ella sabe lo que es eso, conoce la desagradable sensación de ser un objeto en
manos de un hombre. Por eso adoptó a Aiko, para que nunca tuviera que
pasar por lo mismo que ella cuando era la sombra de la señora del cerezo.
—¡Son unos cerdos! —exclama furiosa—. Si pudiera, los mataría con mis
propias manos.
—Ahora soy yo el que te pide sosiego, esposa. ¿Está todo preparado?
Haruki contiene la rabia de su rostro.
—Está todo dispuesto, esposo —informa—. Pero… no te he comentado…
Hoy he estado con la viuda Chiyome. Nos ha conseguido una representación
en la corte, ante el shôgun…
—No —Shioda se muestra tajante.
—Pero… —implora la mujer.
—No, Haruki —la interrumpe—, jamás actuaré frente a Tokugawa
Ieyasu, frente a ese teki uraginimono[27].

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—Esposo, escucha, necesitamos ese dinero…
—Haruki, he dicho que no. Es mi última palabra. Te pido que no insistas
más, no cambiaré de opinión. Además, sería muy arriesgado para nosotros.
¿Qué pasaría si nos reconocieran? ¿Tengo que recordarte que aún seguimos
en el bando de los perdedores y que eso jamás cambiará?
Haruki calla. La viuda Chiyome tendrá que buscar a otra kunoichi para el
trabajo.
Shioda está molesto. Haruki nunca tendría que haberle pedido eso. Ella se
ha adaptado mejor a ese nuevo mundo donde los samuráis han olvidado el
honor y beben sake hasta que se desmayan al suelo; ese mundo de ricos
comerciantes que compran hasta la virtud; a ese lugar al que no pertenece, al
que no ha de pertenecer nunca. Él solo desea salvaguardar la poca dignidad
que le han dejado.
Shioda regresa a la casa de té para anunciar que ya queda muy poco para
que la función comience.
Está a punto de salir del pasadizo que comunica el kabuki con el shibai
chaya, cuando escucha una conversación.
—Entonces, ¿lo haremos dentro de poco? —pregunta un hombre.
—Sí, el general nos ha dado ya la orden —dice otro—. Es cuestión de
pocos días que la guerrera del dragón desaparezca y que el bakufu cambie a
manos de nuestro señor Hidetada. El viejo tejón tendrá que buscarse otra
madriguera.
Shioda permanece atento. Se ha puesto la mano sobre el corazón, que se le
desboca en el pecho.
—¿También el niño?
—Sí, el niño y todos los demás. Lo que no sé todavía es cómo haremos
para conseguir la espada. La leyenda dice que nadie que no sea la guardiana
de Kusanagi puede tocarla.
—Bueno, eso ya se verá.
—Sí, lo primero es lo primero. Esa intrigante mujer probará de su misma
medicina. —Y el hombre se echa a reír.
Shioda vuelve sus pasos hacia el kabuki. Ya ha escuchado suficiente.
Haruki está ensayando con el shamisen de tres cuerdas.
—Esposa —dice Shioda—, lo he pensado mejor: haremos esa
representación ante el shôgun. ¿Cuándo es?
—En dos días —contesta Haruki, desconcertada.
—Representaremos Sekigahara —sentencia Shioda.
—Pero Sekigahara… Es peligroso… muy peligroso…

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—Sekigahara, Haruki.

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Capítulo 57

Sombras de doble filo

—Divino señor, seáis bienvenido a Edo.


Tokugawa Ieyasu inclina el cuerpo cuarenta y cinco grados en una
reverencia saikeirei, la que marca el protocolo para recibir al emperador. El
inro de incrustaciones preciosas que lleva sujeto al fajín lo persigue en la
maniobra.
No le ha resultado fácil inclinarse tanto, dada su corpulencia. El viejo
tejón ya no es tan ágil como cuando era un guerrero y ejercitaba su cuerpo en
el campo de batalla.
Al punto, el emperador Go-Yôzei Tennô desciende del elegante
norimono. Su rostro acusa el cansancio de haber recorrido más de quinientos
kilómetros por la ruta de Tokaido, que transcurre a lo largo de la costa del
mar del este y que conecta Heian-kyo con Edo.
Go-Yôzei Tennô viste un elegante y complejo kimono de capas
superpuestas. El emperador casi nunca sale de su palacio en la ciudad de la
luna, pero, si ha hecho una excepción, es porque no desea perderse la
competición de renga.
A Katahito le disgusta Edo: vulgar y sucia, llena de comerciantes,
curtidores y matarifes, y también de samuráis, demasiados samuráis ociosos.
Nada que ver con la magnífica Heian-kyo, donde se yergue majestuoso su
palacio y donde los nobles son refinados y exquisitos y no guerreros
ascendidos de clase social solo por las victorias en la batalla.
Hasta el castillo donde reside Ieyasu le parece demasiado marcial.
Katahito está agradecido al shôgun porque lo libera del penoso deber del
gobierno. Como dios viviente, él prefiere ser el guardián de las tradiciones, de
la cultura y de las artes en vez de tratar penosos asuntos de Estado.
—Mi sagrado emperador, todo está ya dispuesto en sus dependencias. Si
me permite acompañarlo…
A Tokugawa Ieyasu no le agrada que Katahito esté en Edo. Su poder
mengua cuando está junto a él. Pero lo único que puede hacer es rendirle la

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esperada pleitesía y pedir a los dioses que regrese pronto a su destierro en
Heian-kyo.
—Esta noche tendremos una obra de kabuki aquí en el castillo —exclama
con voz entusiasmada el shôgun—. Espero que os guste la diversión que he
dispuesto para vos.
—Sí, muy bien —contesta de forma parca Katahito, y luego ordena—:
Que no me moleste nadie esta tarde, quiero descansar del viaje.
—Así se hará, como gustéis, mi señor. —Ieyasu se inclina ante el
emperador. Después se dirige a uno de los siervos—: Baka, ya has oído, te
hago responsable de no perturbar el sagrado descanso de nuestro divino señor.
Lo pagarás con tu vida. —Y añade—: Ten dispuesto siempre un baño por si
nuestro dios viviente desea tomar uno.
El emperador repara entonces en el inro de Tokugawa Ieyasu.
—Es magnífico —comenta.
El shôgun inclina de nuevo la cabeza.
—Gracias, divino emperador. Esta noche os obsequiaré con uno: una obra
maestra del artista Haritsu. Dicen que es el mejor lacador de todo Edo.
Mientras Katahito se pierde por los largos corredores, seguido de su
cortejo, más de doscientas personas entre sirvientes y concubinas, Tokugawa
Ieyasu va en busca de Ren.
La encuentra en sus dependencias, encendiendo una vara de incienso
frente a Kusanagi.
Viste un llamativo furisode blanco y rojo, de mangas largas hasta el suelo,
con motivos de garzas blancas y tortugas. Su cabello, peinado en dos, se
desliza a lo largo de sus mejillas para después reunirse en una trenza que le
resbala por la espalda.
Tokugawa Ieyasu la contempla un momento, y luego la llama con
dulzura:
—Amai senshi, eres como el sándalo que perfuma hasta el hacha que lo
corta.
Con un delicado movimiento, Ren se gira hacia el shôgun y se inclina ante
él recogiendo las mangas de su furisode.
—Mi señor es amable conmigo.
El viejo tejón sonríe.
—Has de saber —dice— que esta noche serás presentada a nuestro divino
emperador.
—Mi señor —pregunta Ren—, ¿es necesario que acuda?
La sonrisa abandona el rostro de Tokugawa. Ahora frunce el ceño.

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—Esta noche estarás a mi lado en la representación de kabuki, así lo he
dispuesto.
Ren vuelve a inclinarse cruzando las manos por delante.
—Como ordenéis, mi gran señor —se apresta a contestar.
—He oído las leyendas que hablan del poder de esta espada tuya —
comenta entonces, cambiando de tema—, y también que cada día debes
encender incienso para calmar su sed de sangre.
—Así es, gran shôgun —afirma Ren.
—¿Es el incienso convocador de almas?
—Sí, gran señor, es el mágico incienso que atrae el espíritu de los caídos
por el imperio de Kusanagi. Vienen atraídos por el olor y devoran su
fragancia.
Tokugawa Ieyasu detiene la mirada en la espada.
—El alma de un samurái es su espada. ¿Es también cierto con Kusanagi,
bella dragón?
Ren alarga la mano y acaricia la negra empuñadura de la espada de doble
filo. Con voz resignada, pero al mismo tiempo contundente, responde:
—Sí, mi señor, es cierto. Y su sombra se funde con mi espíritu.
—Quizá siempre deba ser así para cualquier soldado, aunque no sea el
guardián de Kusanagi —señala—. Todo guerrero tiene sombras.
Tokugawa Ieyasu se ha quedado pensativo.
Hace ya muchas noches que su espíritu no descansa. Imágenes de muerte
inundan sus sueños. Muchas son las noches en las que los fantasmas caen
sobre él en busca de venganza. Aún lo persigue el eco de la batalla y los gritos
de los enemigos. Aún ve, tras tantos años, indómitas miradas en las cabezas
cortadas de sus adversarios.
Ahora, allí, frente a la espada de la serpiente, celebra que su invencible
hoja esté al servicio de la casa Tokugawa, la casa de las tres hojas de malva
real.
Como adivinando sus pensamientos, Ren sentencia con voz firme:
—Kusanagi siempre estará a su servicio, mi señor.
Cuando Tokugawa Ieyasu abandona la estancia, Ren se arrodilla ante
Kusanagi y cierra los ojos.
El sol incide a esa hora sobre la negra empuñadura, haciéndola brillar.
Muy lentamente, la espada abandona su forma bélica y se transforma en
una serpiente de escamas grises perladas. La puntiaguda cabeza presenta dos
marcas en forma de media luna en su parte posterior.

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A diferencia de otras serpientes, esta tiene ojos con pupilas en forma
elíptica que mantiene en posición vertical.
La serpiente abandona la repisa que le sirve de altar y con movimiento
ondulante asciende por el brazo de Ren hasta que se enrolla en su mano
izquierda.
Y allí permanece agazapada, como un animal que se encuentra a salvo, en
un refugio seguro.
En un momento dado, el reptil levanta la cabeza. Un pequeño cuerno se
yergue en la punta del hocico, pero Ren continúa con los ojos cerrados.
Su alma vaga ahora entre altas montañas nevadas donde habitan
fantásticas criaturas que conocen el lenguaje del viento y el rugido de las
cascadas. Su cuerpo ya no pesa, y se arrastra sinuoso sobre la hojarasca del
bosque.
Algo se agita junto a un árbol, un pequeño roedor. Ella se mueve rápido
hacia los lados hasta que lo sujeta con abrazo mortal y lo muerde. El veneno
hace su efecto con rapidez, y el roedor se aloja en su garganta.
Empieza a nevar de nuevo.
A lo lejos, una doncella, desnuda entre la nieve, la llama sin voz. Ha
emergido de un estanque rodeado de flores blancas.
Kusanagi repta hasta la doncella y sube por su brazo hasta que se enrosca
en su mano izquierda. Allí permanece un instante sintiendo cómo palpita la
sangre de aquel hermoso cuerpo.
Ren abre los ojos.
Kusanagi no se ha movido del altar.
Mira su mano izquierda. Allí no parece haber nada.
Pero vuelve a mirar. Y ahora ve unas pequeñas marcas, como si se
acabara de quitar un ceñido brazalete.
Ren se desprende de la máscara que le oculta la mitad del rostro y se toca
la cicatriz que le atraviesa la mejilla.
Cuando lo hace, pequeñas escamas iridiscentes quedan enredadas entre
sus dedos.

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Capítulo 58

Issoku itô: un paso, un corte

—Permitidme, gran señor, que os presente a Ren O-Suke, la hija del loto,
apodada «Dragón» por sus enemigos —anuncia Tokugawa Ieyasu.
Ren se postra a los pies del emperador. Sentada sobre los talones, inclina
el cuerpo hacia delante y junta las manos sobre el tatami. En esa posición
aguarda hasta que le permita levantarse o hablar.
—Me han contado de ti, hija del loto, y de tu extraordinario valor en la
decisiva batalla de Sekigahara.
Ren contesta sin levantar la cabeza del suelo:
—Gracias, divino emperador.
Katahito hace un gesto para que el shôgun Tokugawa se acerque.
—Es muy bella —apunta, bajando la voz para que Ren no lo escuche—.
Veo que el viejo tejón no ha perdido el buen gusto por las mujeres.
El shôgun sonríe, halagado.
—¿Por qué llevas una máscara? —pregunta a la mujer.
—Es por una herida en batalla, mi señor. Mi rostro quedó rajado en dos.
—Quizá por eso yo prefiero a las mujeres que son solo mujeres y no
guerreras…
Los ojos de Ren se encienden, pero nadie repara en ello, porque mantiene
la mirada en el suelo del tatami. Aún no ha conocido ningún hombre que la
supere en nada. Ella es la mejor samurái de todo el país, aunque sea una mujer
o, a lo mejor, precisamente por eso.
—El señor Ieyasu me ha comentado que posees a Kusanagi, la espada de
la serpiente. Me gustaría verla.
—Hai, divino emperador. Sé de su afición por las serpientes, y hoy he
traído a Kusanagi sujeta a mi cinturón para que pueda apreciarla.
—Pues entonces levántate y ven hacia aquí —le ordena.
Ren se incorpora lentamente y camina, con la mirada baja, hacia el tatami
elevado donde se sienta Katahito.
—Muéstrame la espada —dispone con cierta curiosidad.

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—Si mi señor me lo permite —señala Ren—, Kusanagi no puede ser
desenvainada a no ser que concluya su trayectoria: su hoja debe cobrar
sangre.
—Qué fastidio —se lamenta el emperador—. Entonces, ¿no podré verla
en acción? —quiere saber.
—Claro que la veréis, sagrado emperador. He dispuesto que mi fiel Kigei
Arima, maestro de artes marciales, traiga el cuerpo de un hombre muerto para
poder probar su hoja. Si me permitís, él aguarda fuera.
El emperador hace un gesto con la mano para darle permiso.
—Que pase el maestro de artes marciales.
Kigei Arima atraviesa la fusuma. Tras él, dos siervos portan el cuerpo de
un campesino, a tenor de su indumentaria.
El maestro hace la ceremonial reverencia saikeirei.
—Divino emperador Go-Yôzei Tennô, es un honor para mí.
Katahito hace un gesto a los siervos para que dejen el cuerpo del
desgraciado en el suelo, y luego exclama:
—¡Comienza, hija del loto!
Ren se prepara. Se sitúa junto al cuerpo que yace sobre el tatami, y con un
rápido movimiento saca la espada de su cinturón y atraviesa el cadáver.
La sangre tiñe de rojo la doble hoja de Kusanagi.
Entonces realiza el movimiento chiburi para sacudir la sangre de la espada
y la acerca para que el emperador pueda apreciarla mejor.
Cuando Katahito se dispone a tocar su empuñadura, Ren aparta la espada
con brusquedad.
—No, mi señor, disculpadme, pero solo el guardián de Kusanagi puede
tocarla. Si lo hace, se quemará, porque este acero está forjado en el infierno.
—Quiero comprobarlo —sentencia Katahito, y llama a un siervo—: Ying,
ven aquí.
El hombre se acerca, temeroso, y se postra a los pies de su señor.
—Toca la espada.
El siervo, de rodillas, mira la espada.
Ren le muestra la hoja, y el hombre alarga la mano para tocarla. Pero no
ha hecho sino rozarla de forma leve cuando prorrumpe en un grito de dolor.
—¡Ay!, quema, mi señor, quema mucho.
—Retírate —ordena el emperador. Vuelve la vista hacia Ren—. Me
gustaría poseer este prodigio con empuñadura de serpiente.
—Si yo pudiera, os la ofrecería, gran emperador, pero, como he dicho,
Kusanagi solo obedece a su guardián, y es del todo imposible que otra

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persona pueda manejarla. Pero debéis alegraros, honorable señor, porque el
que custodia la espada vende su alma al poder de su terrible hoja.
—Parece cosa de los demonios del yomi —apunta Katahito—. De todos
modos, me alegro de que la guerrera del loto sea fiel al trono del crisantemo.
No sé qué pasaría si ese poder cayera en manos equivocadas, por ejemplo,
bajo el dominio de nuestros enemigos extranjeros, esos que quieren hacerse
con el comercio de nuestro próspero y rico país.
Ren hace una nueva reverencia, ahora tensando mucho la espalda.
—Kusanagi siempre guardará a los herederos del emperador legendario
Jinmu Tennô, el guerrero divino, descendiente directo de la gran diosa del sol
Amaterasu, que cayó del cielo para inspirarnos y regirnos —afirma con
rotundidad.
El emperador se muestra complacido.
—¿Os gustaría ver de nuevo, sagrado emperador, a Kusanagi en acción?
—pregunta Tokugawa Ieyasu—. Podemos probarla sobre el cuerpo de un
condenado —piensa de pronto, y su rostro se ilumina con esa idea—. Al fin y
al cabo, va a morir de todas maneras, y qué mejor hacerlo que bajo el poder
de una espada en vez de atado a un poste del mercado.
—Es una gran idea, gran señor —exclama jubilosa Ren, porque en verdad
le parece una oportunidad para sacar a bailar su espada, durante tanto tiempo
inactiva.
—Creo que debe de haber por ahí algún ladrón destinado a una muerte
cierta…
El shôgun da una palmada, y al punto aparece un siervo.
—Di al general Nobu que rebusque en los calabozos del castillo y que me
traiga a uno de los condenados a morir mañana en la plaza pública. Y rápido,
que el divino emperador aguarda.
—Mientras tanto —lo interrumpe Katahito—, me gustaría hablar con la
guerrera de cómo consiguió la espada. La leyenda dice que fue robada…
—Yo no la robé, gran señor —explica de inmediato Ren—. La espada me
fue entregada por el espectro de mi madre, que moraba en el yomi.
El emperador se dirige ahora al shôgun:
—Tokugawa Ieyasu, yo no sé si yo me fiaría de alguien que haya
regresado con vida del país de los muertos…
Pero, en ese momento, el general Nobu aparece arrastrando a un hombre
casi desmadejado.
—Arrodíllate ante nuestro divino emperador —ordena Nobu, inclinándose
ante Katahito mientras le da un mandoble con la espada.

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El preso cae al suelo.
—¿No has podido traer a uno más gordo? —le reprocha Tokugawa Ieyasu
—. Este hombre es un esqueleto, no se podrá ver bien el efecto de Kusanagi
hundiéndose sobre su carne.
Cuando el condenado escucha estas palabras, se tiende en el suelo y
solloza, pidiendo clemencia.
—Divino señor, piedad, por favor, no me matéis, perdonadme la vida.
Solo soy un pobre ladrón, pero me enmendaré, señor, os lo suplico.
Antes de que pueda seguir hablando, Ren alza a Kusanagi por encima de
su cabeza y la inserta en la espalda del hombre. Un gran charco de sangre
comienza a escurrirse por el tatami.
Pero el preso aún se mueve, no ha muerto. Y, al verlo, Ren, con pericia, le
corta la cabeza de un solo tajo.
—¡Maravilloso! —exclama el emperador—. Sin duda es la espada
perfecta. Una mezcla increíble de ligereza y precisión. Bravo por la guerrera
que la empuña…, y además lo hace con la izquierda.
Ren hace chiburi para limpiar la sangre de la espada, regresa a Kusanagi
al cinto y luego hinca la rodilla derecha frente a Katahito.
—Gracias, mi señor.
El shôgun está satisfecho. Ahora que el emperador conoce y valora a Ren
será mucho más fácil convertirla en una de sus esposas.
Por detrás, Kigei Arima tensa la mandíbula. No le ha gustado la escena.
Esa espada debe ser suya, no importa el tiempo que tarde en conseguirla.
Como dice el refrán: Issoku itô. Un paso, un corte.
Falta ya muy poco para que su señora se quede huérfana de espada y
pierda la vida, ella y su maldito bastardo de cara deforme, ese engendro sin
padre al que tiene que soportar cada día.
Cada acción lleva a la siguiente. Un paso, un corte.

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Capítulo 59

Kabuki

Todo está dispuesto para la representación teatral en el castillo.


Los kuroko, los hombres invisibles del kabuki, siempre vestidos de negro,
son los encargados de cambiar la escenografía durante la actuación, y ya han
colocado el biombo de seis paneles pintado con escenas de batalla.
Shioda se ha maquillado el rostro de blanco con polvos de arroz,
realzando las líneas faciales con negro, rojo y marrones. Se pinta ahora unas
exageradas cejas en la frente, de forma que parece una máscara amenazante.
Haruki ata el cabello de Shioda; lo recoge en un moño que oculta bajo una
base de seda. Una peluca de pelo de oso le cubre los laterales de la cabeza,
dejando solo la frente despejada.
Shioda se viste el kamishimo con parsimonia: pantalón largo con cinco
pliegues delante y tres detrás y un amplio kimono combinado con una
chaqueta cruzada de mangas excesivas.
El brazo postizo hecho de paja es lo último.
—¿Está todo preparado? —pregunta uno de los siervos de Tokugawa
Ieyasu—. Casi todos los invitados aguardan.
—Hai —responde Shioda—. Estaremos listos en unos minutos.
—No podréis hacer la entrada hasta que no llegue el sagrado emperador
—informa el siervo—. Yo avisaré cuando eso suceda.
—¿El emperador…? —dice con voz trémula Haruki—. ¿El emperador
está aquí?
—Hai —afirma con contundencia el siervo—. El emperador asistirá a la
representación.
Haruki deja resbalar el shamisen, que casi cae al suelo.
—¿Estás bien? —le pregunta Shioda.
Haruki no responde. En vez de eso, hace una ligera inclinación con la
cabeza para darle a entender que sí. Pero, en su mente, comienzan a aflorar
los recuerdos vividos en el harén de Katahito, en la lejana ciudad de la luna.
Y también evoca algo que le dijo Mochizuki Chiyome el año en que la
estación volvió rojas las hojas del arce: «El pasado es un animal agotado que

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seguirá luchando, pues esa es la ley de la naturaleza».
Y la memoria del corazón es ese animal exhausto que se niega a
desaparecer.
—Esta noche usaré una máscara yo también.
A Shioda, le sorprende la decisión de Haruki. Como instrumentista del
kabuki, le basta con maquillarse el rostro.
—Creo que dará más dramatismo a la representación.
Shioda se queda pensativo. Puede que sea una buena idea.
—Quizá tengas razón, Haruki. El emperador se sentirá impresionado.
Shioda termina de colocarse el brazo de paja.
—Ya se puede comenzar, el divino emperador ha llegado —informa el
siervo.
—¿Todo dispuesto, Haruki? Tú sales primero —dice Shioda.
—Hai.
Ella se oculta el rostro bajo una máscara de zorro blanca y roja y toma el
shamisen. Siente como si su cuerpo fuera una cuerda del instrumento, una
cuerda que, sin música, temblara.
Avanza en silencio, a pasos muy cortos, hasta una de las esquinas del
tatami, y se sienta sobre los talones.
Sin despegar la vista del suelo, comienza a puntear las cuerdas del
shamisen con el dedal de cuerno de búfalo que lleva en el dedo índice de la
mano derecha.
La púa se desliza lentamente, y las primeras notas se elevan al cielo.
Entonces, la música surca el aire, como si fuera un enorme pájaro de alas
extendidas.
Haruki acaricia el instrumento de piel de serpiente, convirtiendo en
inmortal cada nota fugitiva.
La música emerge precisa, cálida, transparente. Se sostiene en el aire de la
noche y escapa a través de las fusuma hacia el lugar secreto en el que se ve la
luna, allí donde Tokugawa Ieyasu ha compartido tantas noches con Ren
cuando el crepúsculo abrazaba la sombra de los árboles; se extiende por los
corredores subterráneos del castillo, huyendo a la ciudad, como una marea
que todo lo inunda.
Los dedos ágiles de Haruki recorren las cuerdas, la voz del instrumento es
sometida y modelada por la púa.
Haruki tiene cerrados los ojos. Su corazón está domesticando la música,
pero su mente está lejos, en la casa del cerezo.

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Sabe que Ren está allí. No le hace falta verla, tiene la certeza. Puede
sentirla sentada junto al shôgun.
Le gustaría dejar de tocar el shamisen, ir hacia ella y decirle: «Yo también
fui favorita. Compartí el lecho del emperador, igual que tú ahora compartes
las noches con el shôgun Tokugawa. Mi vida y la tuya siguen enlazadas. Yo
fui tu sombra, y ahora soy la esposa de aquel a quien amabas».
Al fin, Haruki abre los ojos y, aunque mantiene la mirada fija en el tatami,
percibe la silueta de la orgullosa guerrera sentada junto al shôgun. Su cuerpo,
inclinado hacia un lado, reposa sobre un zabuton blanco. Sabe que está
exquisitamente vestida con un kosode azul de seda de mangas largas, con
bordado de flores de mandarina. Y lleva también una máscara negra que le
oculta parcialmente el rostro.
Se sorprende.
«Veo que tu bello rostro ya no es tan bello. Ambas llevamos máscaras,
ambas ocultamos algo».
Pero no deja de tocar, no se levanta ni va hacia su antigua señora. En vez
de eso, continúa tañendo el shamisen con extrema maestría, aunque su alma
tiemble como una hoja en otoño.
Y no sabe si es por el influjo de la música o por el encuentro con su
pasado, pero siente el alma como una ola dócil en medio del embravecido mar
de la vida.
Tras un acorde agudo, Shioda aparece dramáticamente a través del
hanamichi, jalonado de linternas de papel.
Sus movimientos son precisos. Más que caminar, parece que flota por la
calzada que le conduce al escenario.
Una vez en el centro del tatami, presenta a su personaje con una pose
estática: el mie.
Un grupo de cortesanas, al fondo de la sala, lo elogian con el
característico grito del kakegoe.
Shioda nunca hubiera imaginado que sus tácticas de hombre ola le
sirvieran para el kabuki: la flexibilidad, el arte del disfraz, los movimientos
acrobáticos, la disciplina militar.
Hace un giro inesperado y extrae del cinto un palo hecho de rama de
cerezo. Lo esgrime en el aire cuando un nuevo personaje aparece en escena.
La figura interpreta un papel femenino. Lleva una vistosa armadura
dorada, y una peluca de cabello negro le baja por la espalda. De repente,
realiza una vuelta de campana en el aire.

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Nadie se lo espera, ya que la armadura es muy pesada. Y la corte
Tokugawa aplaude.
La acción discurre en el campo de batalla. Ambos actores se enfrentan en
el tatami esgrimiendo sendas varas de cerezo que simulan espadas. Sus gestos
son deliberadamente exagerados en un rítmico baile donde cada mueca está
perfectamente sincronizada con la música del shamisen.
El actor que encarna a la mujer comienza a recitar con voz aguda en un
canto dramatizado:
—Kiai, ni cien como tú podrían vencerme.
Y da otra vuelta más.
—Perro, ahora probarás el sabor de mi espada.
Ren se siente turbada. Cree reconocerse en aquella escena. Esas palabras
le son familiares.
Un nuevo actor entra en escena, un comandante del ejército. Maneja con
soltura, dando órdenes, un abanico de guerra.
—Es la batalla de Sekigahara —susurra el shôgun a Ren al oído.
Sonríe, contento porque hayan seleccionado a un actor joven y esbelto
para representarlo.
Ambos actores siguen luchando mientras el hombre del abanico realiza
curiosas formas en el aire. Las voces angulosas acompañan la música.
—Perro, cortaré tu cabeza. Hoy es el día en que entrarás en el yomi.
—Bastarda del este, una sola yujo del barrio del placer de Heian-kyo es
mil veces mejor que tú.
La escena se detiene súbitamente. El personaje que interpreta Shioda se
queda de nuevo en una pose estática.
—Mi poema de despedida de la vida debe incluir al hijo que nunca conocí
—declama.
Shioda mira a Ren a los ojos.
Es la parte más dramática de la obra.
Las cortesanas vuelven a prorrumpir en gritos de aliento para el
protagonista.
Los actores siguen luchando con magníficos movimientos acrobáticos.
Haruki arranca al shamisen notas trágicas, y en una de ellas, más alta de lo
normal, el actor femenino asesta un golpe mortal con su espada y, entonces, el
brazo derecho de Shioda se desprende del cuerpo.
El instrumento calla.
Silencio.
El clímax es máximo.

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Alguna dama de la corte solloza.
El emperador y el shôgun, atónitos, no dan crédito.
—¿A qué esperas, bastarda? Ya no puedo ni sostener mi espada.
Adelante, toma mi cabeza como trofeo.
La guerrera vacila, detiene su espada.
Solo Ren lo comprende.
El brazo de paja yace en el suelo.
Shioda, el actor manco, realiza otra dramática mie y después cae al suelo.
El corazón de Ren se ha detenido, aunque nadie lo perciba.
Su mirada inquieta se ha posado en el actor que permanece inmóvil en el
tatami.
Tiene la certeza de que detrás de todo aquel maquillaje se encuentra
Shioda.
Shioda… Shioda de nuevo.
Ahora se da cuenta de que el pasado siempre vuelve, que, por muy lejos
que corras, termina atrapándote. Los días y noches, las estaciones, los meses e
incluso los años solo son quimeras, argucias del presente para existir en un
espejismo.
Pero añorar el pasado es correr tras el viento.
Shioda se levanta lentamente y se inclina ante el público, acompañado por
los aplausos.
Un kuroko vestido de negro le alcanza una cesta.
Dentro hay omikugi, pequeños papeles enrollados como los que se
adquieren en los santuarios para predecir el futuro y la fortuna.
Shioda se arrodilla frente al emperador y le ofrece la cesta.
El emperador, complacido por la ocurrencia del actor, saca uno. Lo
desenrolla con cuidado y lo lee en alto:
—Vida larga y próspera.
—Qué suerte, mi señor —dice Tokugawa Ieyasu—. Es una predicción
daikichi.
Luego extrae él mismo otro papelito.
—Amor incondicional —lee—. La mía es una predicción solo de suerte,
no de excelente buena suerte como la vuestra, divino emperador.
—Bueno —comenta Katahito—, el amor incondicional, es a veces mejor
que una vida larga y próspera.
Shioda ya se dirige a Ren para ofrecerle un omikugi.
—Gran señora, me he permitido extraer para usted la voluntad de los
dioses impartida al azar.

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Ren observa un instante los ojos verdes de Shioda, que como pequeñas
joyas emergen del rostro empolvado.
—No deseo conocer mi fortuna —dice, declinando el presente. Y se dirige
a Tokugawa Ieyasu—: Si mi señor y el divino emperador me disculpan, no
me encuentro bien y desearía marcharme.
El shôgun hace un gesto con la mano indicándole que puede abandonar la
sala.
Ren se levanta, tensa mucho la espalda y la inclina ante el emperador y el
shôgun.
Shioda se queda observando cómo su silueta desaparece.
—Dámelo a mí, actor manco —grita una cortesana que quiere hacerse con
el omikugi que ha rechazado Ren.
Con un movimiento rápido, Shioda cambia el rollito de papel por otro y se
lo ofrece a la mujer.
—El destino favorece a la belleza —lee la cortesana con voz juvenil.
Todo ha terminado.
Los actores se desmaquillan el rostro y guardan las pelucas y los trajes en
grandes cofres.
Haruki se ha percatado de que algo sucede.
Como kunoichi, sabe que esa maniobra de su esposo tiene sin duda un
claro propósito.
Los celos la devoran.
Ha asistido impotente, desde una esquina del escenario, al encuentro de su
esposo con su antigua señora.
Shioda está dando las órdenes precisas para que los hombres invisibles del
kabuki recojan la escenografía.
Ella aprovecha ese momento y saca el omikugi que Shioda ha escondido
en un pliegue de su obi. «Cuidado. Quieren asesinarte, a ti y a nuestro hijo».
El secreto atraviesa su alma como flecha certera.
—¿Dónde está la instrumentista de shamisen? —pregunta un siervo a
Shioda.
—¿Para qué la buscas?
—El divino emperador quiere saber cómo se llama.

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Capítulo 60

Tanka misterioso

La competición de renga es el acontecimiento más importante de todo Edo,


incluso de todo Japón. Cientos de poetas llegados de todas partes del país se
congregan en la capital del shôgunato Tokugawa para demostrar sus
habilidades con la poesía encadenada.
No es fácil combinar en cada verso la elegancia con la belleza misteriosa
y, sin embargo, deben hacerlo si quieren alzarse como vencedores del
concurso.
Un poema debe ser ligero y estremecer el alma de quien lo escucha como
las campanitas de viento furin agitan con suavidad el aire en verano.
Takemura está en Yoshiwara, el barrio del placer de Edo. Ha encontrado
hospedaje en una casa de té, una de tantas que alumbran con sus linternas de
papel la ciudad sin noche del mundo flotante.
Todo allí lo inspira para componer versos.
Es cierto que no es igual estar en la soledad del campo, en el país de los
árboles de Kii-No-Kuni, en los templos de las lejanas montañas del norte o
cerca de los ríos que inundan los senderos. No es igual, pero Yoshiwara tiene
el encanto de un animal, una bestia viva, que nunca descansa.
Y es así por su entramado de calles, sus casas llenas de adornos con
amplios porches y balcones, su avenida de cerezos y el sauce que recibe a los
visitantes. Por las mujeres que se ofrecen tras los barrotes, las casas de baño,
el desfile de las cortesanas de labios rojos encaramadas sobre los lacados
komageta de poni y su sonoro traqueteo por los callejones.
También por los afanosos mercaderes, los artistas, los vendedores de
amuletos, los samuráis vagabundos. Incluso por el templo de los despojos,
donde se apilan los cuerpos de las mujeres pobres que no pueden pagarse una
sepultura.
La vida, en suma, es la mayor inspiración para un poeta. La vida de cada
pobre mortal que ignora el designio de los dioses y cuya existencia no es más
que un pequeño montón de secretos.

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Takemura lo observa todo, lo ve y lo escucha todo, como si todo fuera un
bello jarrón de porcelana lacada. Y luego lo escribe.
Sus versos son capaces de condensar lo cotidiano, a veces, en una sola
palabra.
Esa noche toma el té asomado al balcón de Yoshiwara.
La noche en la ciudad del placer nunca es del todo noche.

La tosca y regordeta figura del dueño de la casa de té irrumpe en la estancia.


—Alguien te busca, poeta.
—No creo, tabernero. Aquí no conozco a nadie más que a ti —responde
Takemura con tranquilidad.
—Y, sin embargo, te buscan —insiste el hombre—. Quienquiera que sea
espera abajo.
En el piso inferior, en una discreta esquina, lo aguarda un hombre al que
le falta un brazo.
—Soy el actor manco de kabuki. Mi nombre es Shioda —se presenta,
inclinando el cuerpo.
Takemura repara en el rostro del desconocido. Algo en él le resulta
familiar.
—Me han dicho que eres poeta, y preciso hablar contigo. Es importante.
La tetera levanta olas sobre el fuego que está en el centro de la estancia
cuando Shioda toma asiento en un zabuton y anima a Takemura a hacer lo
mismo.
—¿Participarás mañana en la competición de renga? —pregunta.
Takemura asiente con la cabeza.
—¿Crees que ganarás? He preguntado sobre ti, y me han dicho que eres
bastante bueno.
Takemura se toma un instante para contestar.
—Mi deseo no es ganar —sentencia al fin.
—Y, entonces, ¿para qué compites?
—Yo persigo la belleza, el aprendizaje constante, y el renga es la
oportunidad de alcanzar ambas cosas al mismo tiempo.
—En verdad los poetas sois seres de otro mundo —apunta Shioda—.
Bien, poeta, necesito que me hagas un favor. Te pagaré lo que me pidas por
ello.
Entonces, mientras su mirada descansa en el fuego que calienta el agua
para el té, Takemura, como si fuera una llama que destaca más que las otras,

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se acuerda. Aquel rostro no es tan altivo como antaño, los ojos verdes no son
tan desafiantes, pero sin duda es el rōnin al que su maestro le partió la cabeza
con el bô.
—Hace años —dice—, en un bosque, nos atacaste.
—No sabía que ya nos conocíamos —exclama sorprendido Shioda—. El
destino, sin duda, es uno de los nombres del azar. Pero ¿sabes, poeta?, en mi
vida como hombre sin señor he acabado con muchos. No recuerdo el
momento exacto en que los dioses decidieron cruzar nuestros caminos…
—Tú eras amigo de una mujer samurái.
El rostro de Shioda se oscurece al recordar, como si fuera ayer, la
emboscada en el bosque y lo acontecido en el río junto a Ren.
—Sí, yo era aquel rōnin, y la mujer a la que te refieres es Ren —afirma, y
luego baja la voz—: Precisamente el favor que quiero pedirte es para ella.
—¿Ren está aquí, en Edo? —pregunta Takemura con un hilo de voz.
—Sí, ella es shinpan de nuestro señor Tokugawa.
—No lo sabía —murmura Takemura—. Hace ya tiempo que no la veo…
¿Sabes si tuvo a su hijo sin complicaciones?
—Hai, el pequeño Ryutaro, el hijo del dragón. —Su voz tiembla al decir
esto último.
—¿Y qué puedo hacer yo por ella? —quiere saber Takemura.
Shioda hace un gesto para que les sirvan té, y luego baja aún más la voz.
—Sé que van a matarla, a ella y a su hijo, después de la competición de
renga. Intenté avisarla, pero no quiso escucharme.
—¿Quién quiere matarla?
—Eso no es de tu incumbencia, poeta —responde Shioda, contundente.
—Si quieres que te ayude, necesito conocer la verdad.
Shioda se queda un instante pensativo.
—Hidetada —susurra—, el hijo de nuestro señor Tokugawa Ieyasu,
quiere hacerse con el bakufu, y para ello debe eliminar a Ren, la guardiana de
Kusanagi, la valedora del shôgun.
—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto? Has dicho que ella no quiso
escucharte. ¿Por qué quieres ayudarla?
Shioda calla. Sus ojos verdes se detienen en el tabernero, que ahora sirve
dos chawanes de té matcha. Solo vuelve a hablar cuando el hombre se aleja.
—En un tiempo fuimos como hermanos, hasta que nos convertimos en
enemigos…
Su voz se ha vuelto frágil. Es como cuando un guerrero en el campo de
batalla mueve los hombros al respirar: una señal inequívoca de que la

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debilidad ha hecho mella en él.
—Aun así, ¿deseas salvarla?
—Sí, deseo hacerlo, debo hacerlo…
Entonces Takemura se atreve a preguntar:
—¿Tú la amas?
—¿Y eso qué importa ahora?
—Contesta: ¿la amas?
Una marea ondulante se agita inquieta en los ojos del hombre. Allí una
hoja naufragaría sobre el agua.
—Mírame. ¿Cómo podría amarla? Ella me quitó el brazo que me falta.
Pero, en el fondo de su mirada, Takemura ve la respuesta.
No sería fácil para otros, ya que la turbia mirada de Shioda se ha vuelto un
marjal de aguas oscuras, pero un poeta sabe bucear como una ama de las islas
Oki y extraer la perla.
—Dime… El pequeño es tu hijo, ¿verdad?
Shioda baja la mirada. No sabe si confiar, pero debe hacerlo.
—Hai, es mi hijo.
—¿Qué quieres que haga para salvarlos? —pregunta Takemura.
—Necesito que compongas un poema que ella entienda como un aviso.
—¿Un poema?
—Sí, mañana asistirá al renga. Debes conseguir que reconozca en tus
palabras la grave amenaza que se cierne sobre ella y sobre el niño. Debemos
advertirla. Te pagaré…
—¿Tan importante es esto para ti?
—Hai.
—Compondré ese poema, tampoco yo deseo que mueran. Guárdate tu
dinero, actor manco.

Esa noche, Takemura piensa en el sueño que es la existencia humana y cómo


los mortales se aferran a ese sueño como si realmente fuera real.
Mañana volverá a ver a Ren en la quimera efímera que es la vida.
Él nunca ha dejado de verla cada noche, desde aquella primera vez que la
conoció en el puente.
A él acude cuando el otro sueño, el que parece más real, llega de puntillas
cuando cierra los ojos; ese sueño que se muestra desnudo de artificios y que le
sumerge en el beneficio letargo de lo que anhela.

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Debe aquietar su alma, tan agitada ahora mismo como la del rōnin manco,
si quiere componer el poema.
Es la hora del buey, la hora de los espectros y las criaturas mágicas
cuando lo ultima.

El hijo del gran señor


quiere cortar el cerezo.
Ya disfruta de la vista.

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Capítulo 61

Ashai

—Me han enviado a buscar a la instrumentista del shamisen. Nuestro


divino emperador la reclama.
El siervo se inclina frente a Aiko, que en ese momento está sirviendo un
chawan de té a un comerciante en el shibai chaya.
—Me han dicho que puedo encontrarla aquí.
Haruki intenta llegar hasta el pasadizo secreto que comunica la casa de té
con el teatro kabuki. Pero en ese momento, justo cuando ha iniciado la
maniobra, Aiko la señala.
—Ahí está mi madre, ella es quien toca el shamisen.
—Honorable señora —el siervo se vuelve hacia ella—, el divino
emperador reclama vuestra presencia en el castillo. Ha quedado prendado de
vuestras artes.
—No, yo no… —balbuce Haruki—. Ahora no puedo ir. Tengo trabajo
aquí —se excusa.
Aiko la mira y sonríe.
—Madre, ve sin cuidado. Yo puedo hacerme cargo de todo y cerrar más
tarde. Es un honor ser reclamada por nuestro emperador.
—Pero, Aiko, no quiero dejarte sola…
—Ve, madre —insiste la niña—; no es la primera vez que me quedo sola
para cerrar.
—Disculpadme, señora, pero la orden de nuestro emperador no puede ser
desoída —apunta el siervo, y luego añade—: Nuestro soberano desea oírla
tocar de nuevo; por favor lleve consigo el shamisen.
Haruki sopesa sus alternativas: puede echar a correr por las calles de
Yoshiwara y perderse por sus intrincados callejones, pero eso no serviría de
nada, y además su hija Aiko podría pagar por su rebeldía; también podría
buscar refugio en casa de Mochizuki Chiyome, pero eso supondría ponerla en
peligro; o podría conseguir más tiempo para que Shioda regresara, pero
tendría que explicarle por qué no quiere ir al castillo, y ella no desea revelar

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que ha tenido otra vida como kunoichi, y tampoco que, en otro tiempo, fue la
favorita del emperador.
Así que decide enfrentarse a su destino.
Como antigua kunoichi sabe que la situación es «imposible de
desenvainar», algo bloqueado a lo que debe dar ella misma salida.
Toma un pedazo de papel y escribe algo en él. Luego lo dobla y anota la
dirección de un barrio alejado, más allá del río.
—Aiko, cierra ahora y lleva esto sin perder un segundo.
—Pero, madre, aún hay clientes…
—Hija, por favor, no me repliques y haz lo que te pido —exclama Haruki.
—Hai —asiente Aiko.
—¿Puedo cambiarme de ropa? —pregunta Haruki al sirviente.
—Me temo que no, honorable, al emperador no le gusta esperar, y ha
pasado ya tiempo desde que me envió a buscarla. Tuve que preguntar mucho
hasta dar con esta casa de té. ¡Hay tantas aquí!
Haruki toma el shamisen y marcha tras el sirviente por las animadas calles
del barrio de placer.
Su mirada inquieta se posa sobre los tejados, donde unos recipientes
almacenan el agua de lluvia para sofocar posibles incendios. Se producen
muchos en la ciudad y, si alguno se diera esa noche, ahora, en este justo
momento, ella se libraría de todo…
Pero nada sucede.

Un palanquín espera en la frontera de Yoshiwara.


Allí ejercen las yotaka, los halcones nocturnos, las prostitutas de más baja
condición que no son aceptadas en los burdeles del barrio del placer. Siempre
con una estera de paja a la espalda, ofrecen sus servicios en cualquier lugar.
Nunca están solas; padres o hermanos las acompañan para cerciorarse de que
los clientes pagan.
Haruki contempla la luna que acaba de salir, que ilumina el paisaje a lo
lejos.
Al noroeste, cerca del camino Oshûkaidô, se extienden los campos donde
el shôgun acostumbra a cazar garzas en invierno. Usa otro tipo de halcones;
no son nocturnos, aunque están también amaestrados. Para atraer a los pájaros
que chapotean en el humedal, los campesinos les ponen comida como cebo.
Así se siente ella esta noche en la que el palanquín se desliza rápido
dejando atrás su vida presente y la lleva hacia el pasado.

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Ya se divisa el castillo de Edo, donde verá al emperador.
Sabe que quizá eso significa su muerte.
No ha olvidado a la mujer que vio cuando llegó al palacio de Katahito en
Heian-kyo, la ciudad de la luna. Estaba expuesta al escarnio público, de
rodillas, atada a un árbol y con un cepo que le aprisionaba el cuello y los dos
brazos. Ella había sido infiel. Y Go-Yôzei Tennô nunca perdona una traición.
Lejos de allí, en otro distrito, Mochizuki Chiyome lee la nota que le ha
llevado Aiko.
—Prepara mi kimono de seda con flores de crisantemo y consigue un
palanquín —ordena a un criado.
Cuando llegan al castillo, que pocas horas antes había abandonado tras la
representación kabuki, el siervo la conduce de inmediato a las dependencias
de Katahito.
Al descorrer la fusuma, la acoge una agradable estancia donde el olor a
delicado incienso perfuma cada rincón. Las lámparas de papel iluminan las
paredes de forma suave y hacen dóciles los contornos del futón que reposa
sobre el tatami.
En un lado, una gran tina de madera llena de agua. En la superficie flotan
flores blancas de cerezo.
—Sea bienvenida a las dependencias del gran Go-Yôzei Tennô en Edo. —
Una sirviente recibe a Haruki. Le ruega—: Dejad el instrumento sobre el
tatami y desvestíos, por favor, señora. El baño ya está dispuesto. Cuando esté
limpia y perfumada, podrá postrarse a los pies del divino emperador.
Haruki abandona el shamisen sobre un zabuton blanco. Después se
desprende de su kimono y de la ropa interior.
La sirvienta libera el cabello de Haruki de las kumate kanzashi, las
horquillas de zarpa de oso, y se lo recoge en un moño.
El agua está cálida y, aunque reconforta el cuerpo, Haruki sigue teniendo
frío. Un sudor helado le resbala por la espalda, allí donde vive el tatuaje de la
gran serpiente.
Una vez que se ha bañado, la sirvienta le ofrece un bello kosode con
pequeñas aberturas en la muñeca y decorado con el monte Fuji y libélulas
sobre satén negro en relieve.
Luego le acerca una delicada cajita lacada en rojo con una mezcla de
menta, regaliz y otras hierbas para perfumar el aliento, y un pequeño trozo de
seda para abrillantar los dientes.
Por último, deja unas onkotogami, unas servilletas para el acto honorable,
cerca del futón, y la deja sola.

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Poco después, la fusuma se abre de nuevo, y Katahito entra en la
habitación.
Haruki se postra a sus pies.
Katahito al principio no comprende, confundido.
—¿Tú? ¿En verdad eres mi Haruki?
Ella no dice nada, solo baja más la cabeza, de modo que ya toca el suelo
con la frente.
—No entiendo… ¿Eres tú la instrumentista del shamisen?
Haruki sigue en silencio.
—¿Cómo osas postrarte en mi presencia sin decir nada después de tu
traición?
En ese momento, tras la fusuma aparece un siervo.
—Perdón, divino emperador, pero hay una noble señora que suplica ser
recibida. Le he dicho que es imposible, pero ella ha insistido. Es la viuda de
un samurái de la provincia de Shinano: Mochizuki Moritoki, señor del castillo
de Mochizuki. Dice que es la madre de la instrumentista de shamisen…
Katahito alza la mano, y el siervo calla.
—Hazla pasar.
—¿Aquí, a sus aposentos, gran señor?
—Hai.
El siervo está de vuelta enseguida con la viuda Chiyome, que al instante
se postra a los pies del emperador.
—Mi divino emperador, gracias por recibirme.
—Alzaos, noble señora. Yo conocí de niño al señor del castillo de
Mochizuki, y por esa memoria os he permitido verme.
—Gracias, gracias —acierta a decir Chiyome, y luego, ya de pie, pero con
la mirada baja, se explica—: Divino emperador, esta que yace a vuestros pies
es mi hija Haruki. Entró a vuestro servicio en el palacio imperial como noble
de vuestra corte. Me consta que ella era feliz en el harén, pero una noticia
trastocó su juicio, y por eso huyó de palacio…
—¿Qué noticia fue esa? —impone saber Katahito.
—Yo estaba muy enferma, casi al borde de la muerte, y ella, como buena
hija, vino a cuidarme.
—Si sucedió como dice —señala el emperador con un tono de voz que
denota disgusto—, hubiera bastado con decírmelo. Es mi divina potestad
conceder ese permiso o denegarlo. No hay nadie por encima de mí en el país
del trono del crisantemo; nadie, ni siquiera un padre o una madre.

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Mochizuki Chiyome baja las comisuras de los labios en una mueca de
tristeza mientras recita:
—Sagrado emperador, se dice que quien no ha cometido un error está en
peligro…
—Sí, yo también conozco el refrán, pero lo que hizo esta mujer es
inadmisible y merece un castigo.
—Divino señor del país del sol naciente, tened piedad. Mi hija tiene un
esposo y una hija…
Una sombra aparece de pronto en la mirada de Katahito.
Haruki levanta la cabeza. Sus ojos de un negro profundo se encaran con
los del emperador.
—Lo siento —murmura con voz seductora—; de verdad siento haberme
marchado de vuestro lado, mi emperador.
Katahito mira a la viuda.
—Honorable Mochizuki Chiyome, ya ha dicho lo que ha venido a decir,
pero ahora es tiempo de que se marche.
La viuda, en silencio, hace una reverencia y abandona la estancia.
Katahito tiende la mano a Haruki.
—Ven, levántate y acompáñame al lecho. —Y más que una orden parece
un ruego, aunque luego cambia el tono de voz, que llega a ser áspero como el
polvo del camino—: No deseo que permanezcas a mi lado, puesto que ya
perteneces a otro hombre, un hombre que cada noche desvela en tu espalda el
secreto que compartimos. No serás mía, pero tampoco de nadie más. Es mi
deseo que mañana, cuando amanezca, seas conducida al lejano territorio de
los estados del norte, a Ezochi. El mar nos separará. Vivirás lo que te quede
en este mundo en el santuario del monte Asahi. Allí consagrarás tu vida a los
dioses de la montaña. Ordenaré al clan matsumaeto que prepare tu llegada.
Sin embargo, esta noche, volverás a mi cama y regresaremos al pasado,
cuando tu cabello era una ola sobre mi pecho.
Haruki deja caer el kimono y expone la serpiente a la tenue luz de las
lámparas.
En la pared, la sombra del reptil se agiganta hasta casi tocar el techo.
Katahito la mira con dureza, pero también con ternura.
La acerca a él, y besa cada rincón secreto de su dorso lleno de escamas.

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Capítulo 62

Koi

La mañana se levanta soleada.


Ren no ha podido dormir pensando en Shioda.
Su corazón se ha cubierto por la intensa niebla del pasado y, aunque fuera
luce el sol, un velo opaco no le deja verlo.
Sería fácil buscar a Shioda, atravesarlo con la espada y terminar lo que
comenzó en Sekigahara.
Pero tal vez todo aquello comenzó mucho antes. Quizá todo empezó en
aquel río donde sintió el espejismo del amor. O antes, mucho antes, cuando
Kumagai aniquiló en Tenryu-gawa al clan del cerezo y a su verdadero padre.
¿Por qué tanta zozobra? ¿Por qué la angustia la recorre como una náusea?
¿Por qué ha aparecido de nuevo Shioda en su vida? ¿Por qué no logra
apaciguar el odio?
De pronto, a su mente aflora lo que decía Yuuki Kitsune: «Todos tenemos
dos lobos viviendo en nuestro corazón: uno es malvado, está lleno de ira; el
otro es bueno, está lleno de amor. Desde que nacemos, están en continua
lucha, y solo gana aquel al que tú alimentes».
Ahora esas lejanas palabras le parecen reveladoras. Pero, por más que lo
intenta, no consigue alimentar al lobo bueno.
La luz se repliega ante la sombra.
Ren descorre las fusuma que dan al jardín y posa su mirada en el día que
comienza.
Todos duermen aún.
Entre los árboles, ondean los banderines con forma de pez anunciando que
hoy es el cumpleaños de Ryutaro.
La carpa koi se agita entre la brisa de la mañana. Se dice que el pez
remonta todas las cascadas hasta llegar a la última, donde finalmente, y como
prueba a su perseverancia, se convierte en dragón.
Los banderines son todos de color rojo, el preferido de Ryutaro. Sobre
ellos, surcando el aire y flotando entre el aire vespertino, un gran pez negro
que representa al padre.

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Ryutaro nunca ha preguntado por su padre.
Parece que a la vida le gusta repetir el infortunio una y otra vez.
Ella se crio sin una madre, y su hijo, sin un padre.
Su belleza fue sacrificada, y su rostro antaño luminoso fue sentenciado a
esconderse bajo una máscara. También su hijo porta el mismo estigma, la
misma cicatriz, como si fuera la divisa de algún desafortunado clan.
A veces, en mañanas como esta, le gustaría pelear contra algún incierto
enemigo, pues la lucha que uno sostiene consigo mismo es peor que la más
despiadada de las batallas.
Ren aleja esos pensamientos y se concentra en el muñeco Kintaro que va a
regalar a su hijo. La leyenda habla de que el niño de fuerza hercúlea fue
criado por una yama-uba en la cima del monte Ashigara y que conocía el
lenguaje de los animales. Ella desea que su hijo sea tan fuerte y valiente como
Kintaro, pero, con cinco años, su espíritu aún no es el de un guerrero. Y eso
no consigue más que decepcionarla.

No tarda en aparecer a su llamada el monje Kiyoshi. El hombre descorre


lentamente la fusuma, y ella lo aborda antes de que entre siquiera en la
estancia.
—Me ha dicho Kigei que dificultas el aprendizaje de Ryutaro. —En su
voz, un tono de reproche.
El monje cierra la fusuma tras él, se acaricia la pelada cabeza y explica
con voz calmada:
—Ese hombre maltrata al niño, lo azota sin motivo, y Ryutaro es aún muy
pequeño…
Pero no puede terminar la frase, porque Ren lo interrumpe iracunda:
—Calla ya, monje del demonio. Kigei fue mi maestro, y a mí también me
golpeaba. ¿Acaso ignoras que ese es el entrenamiento de un guerrero? ¿Qué
quieres, que mi hijo sea un débil? Ryutaro es el hijo del dragón, y tiene que
ser el mejor samurái del imperio Yamato, así que no te entrometas, porque, si
lo haces, la próxima vez que hable contigo será para atravesarte con mi
espada.
—Niña —Kiyoshi abandona el tono conciliador—, deberías saber ya que
no temo a tu espada infernal hecha de mil demonios. La vida es como una
llama expuesta al viento. Y, si mi llama ha de apagarse, que así sea, pero no
voy a callarme ante la crueldad de ese a quien llamas maestro. Ryutaro es un

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ser especial, y me da lástima que no te hayas percatado de ello porque, en vez
de ejercer como madre, pasas las noches en el lecho del shôgun.
Ren estalla en cólera y poco le falta para empuñar a Kusanagi y cortar la
cabeza al monje, pero logra serenarse. No es bueno despertar a la espada de la
serpiente.
—Vete de aquí, sal de mi vista —le grita—. No deseo seguir escuchando
tus hediondas palabras.
Cuando Kiyoshi abandona la estancia, Ren golpea el suelo con el pie
izquierdo.
—¡Inutaisho! —clama.
El perro guardián del viento se postra a sus pies.
—Mi señora.
—¿Qué haces, holgazán, que aún no has preparado a mi hijo? Debemos
irnos ya, si no queremos llegar tarde a la competición de renga.
—Disculpad, mi ama, me entretuve más de la cuenta en darle mi obsequio
de cumpleaños…
—¿Qué tiene que dar un siervo a mi hijo? ¿Quién te ha dicho que puedes
tú regalar algo al vástago del gran dragón?
—Solo era un paisaje del monte Fuji pintado por su abuelo, el honorable
Kumagai Yoshikyo, señor de la montaña.
La cólera no abandona el rostro de Ren, que con paso decidido se dirige a
los aposentos de Ryutaro.
El pequeño está admirando la pintura cuando su madre irrumpe en la
habitación. Sin medir una palabra, Ren toma de forma enérgica el dibujo, lo
parte en varios pedazos y lo arroja al tatami.
Entre sollozos, Ryutaro se agacha para recoger lo que queda de la pintura,
y entonces Ren lo agarra de un brazo y lo levanta en el aire.
—Te he dicho mil veces que un samurái no llora —lo regaña a gritos—.
¿Eso es lo que te enseña Kigei?
Deja al pequeño en el suelo, llorando aún más fuerte, y se dirige a
Inutaisho.
—Tráelo a mi presencia.
Kigei Arima llega poco después, cruzándose aún la chaqueta keikogi.
Sabe que debe acudir presto cuando Ren lo llama, que no debe hacerla
esperar.
—Aquí estoy, gran señora —dice, inclinando su cuerpo hacia delante.
—¿Esto es lo que le enseñas a mi hijo? —pregunta Ren con voz de trueno,
señalando al niño, que sigue enrabietado—. No creo que estés siendo todo lo

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contundente que hace falta. Me niego a que este lamentable espectáculo
vuelva a suceder, ¿me entiendes, Kigei? Porque, si sucede, el que estará
llorando en el suelo serás tú, y además tendrás una espada atravesando esa
tripa que lleno yo.
Kigei Arima no dice nada; solo se muerde el labio inferior mientras
vuelve a inclinarse y a tensar la espalda frente a la hija del loto.
Cuando Ren abandona la habitación, Kigei golpea a Ryutaro:
—Cállate, hijo del demonio, cállate o te juro que te deslomaré aquí
mismo.

Un poco más tarde, es el monje Kiyoshi quien visita a Ryutaro.


—Perdón, gran shudo-shi, pero mi señora me ha pedido que prepare al
niño y voy muy retrasado —se excusa Inutaisho, que intenta poner al pequeño
el hakama.
—Lo sé, Inutaisho, pero solo necesito unos minutos con el hijo del
dragón. ¿Podrías dejarnos a solas?
El perro guardián del viento se inclina ante el monje y los deja solos.
Entonces, Kiyoshi se agacha y abre los brazos:
—Ven aquí, pequeño Ryutaro —lo llama dulcemente.
El rostro del niño se ilumina, abandona el hakama en el suelo y corre a los
brazos del monje.
—Pequeño mío, ¿qué ha pasado? —quiere saber Kiyoshi.
—Kigei, malo —balbuce el niño, y una lágrima asoma a sus ojos.
El monje se toca la oronda tripa en un gesto que el niño conoce bien. Es
algo que hace desde que Ryutaro es más pequeño para hacerlo sonreír.
—Estás muy gordo —exclama el pequeño, riendo, mientras tantea con sus
pequeños dedos el abultado contorno.
Entonces Kiyoshi lo agarra y le hace cosquillas. Ambos ruedan por el
suelo y, de pronto, del ancho kimono del monje cae un daruma.
—Es para ti, por tu cumpleaños —le explica el monje, y le da el muñeco
al niño.
La figura es ovalada, blanca y roja, y no tiene brazos ni piernas.
Ryutaro lo pone en el suelo y lo golpea. El muñeco, que no tiene ojos, se
inclina hacia todos lados, pero no se cae.
—Este muñeco se llama daruma —le revela el monje— y representa al
maestro Bodhidharma. El maestro perdió los brazos y las piernas por estar
tantos años escondido en una cueva, meditando, sin utilizarlos. Como ves,

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jamás se cae; se mantiene siempre firme sobre su base, aunque a veces llegue
a inclinarse. Así deben ser nuestros propósitos.
—No tiene ojos —repara el niño.
—Sí, pequeño Ryutaro, tú debes pintarle uno de los ojos. Luego, cuando
hayas alcanzado tu sueño, podrás dibujarle el otro ojo. Recuerda: «Si te caes
siete veces, levántate ocho».
El pequeño mira sin comprenderlo, pero el monje sabe que lo hará, que
más adelante lo comprenderá.
Y los dos ríen sobre la estera de tatami, cantando y empujando al daruma:

¡Una vez!, ¡dos veces!


Siempre el daruma de capucha roja
se queda con la cabeza arriba.

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Capítulo 63

Kato kami-tobi

Es un día festivo en la capital del poder Tokugawa.


La ciudad de Edo luce engalanada para recibir a los poetas que
competirán en el renga.
Cerca del recién terminado puente Edobashi, se ha dispuesto una tarima
sobre la explanada que mira al mercado de bambú. Es la parte más céntrica de
la ciudad y el punto de partida de las principales rutas que salen de Edo.
En principio, el señor del país había elegido como enclave Yamanote, la
zona más alta y rica de la ciudad, al oeste del castillo imperial. Allí tienen su
residencia los samuráis y los nobles que pasan largas temporadas en Edo, pero
al final se ha decidido por celebrar la competición en Shitamachi, la ciudad
baja, la zona más popular, pese a que algunas voces se lo desaconsejaban.
Todo porque en esa zona de la ribera del río, donde la plebe vive en
pequeñas casas de madera, a veces devastadas por los incendios, hay
costumbre de celebrar otra fiesta menos ilustre, la batalla He Gassen, la
competición de pedos. Allí, el vulgo dispara ráfagas nocivas de gas contra
todo aquel que se le ponga por delante.
Pero hoy el mismo escenario acogerá a los poetas más insignes del país
del sol naciente.
Tokugawa Ieyasu baja del palanquín.
Está impaciente por comprobar que todo está dispuesto como él ha
ordenado. El emperador será el último en llegar, como marca la tradición. Y,
de algún modo, el shôgun quiere impresionar a Go-Yôzei Tennô.
Heian-kyo, la ciudad de la luna donde vive Katahito, es una gran urbe, sin
duda, pero él se siente orgulloso de lo que ha conseguido en Edo.
Pese al caótico trazado y viviendas modestas en torno al río, se ha
convertido en un lugar muy visitado. La gente acude de todas partes del país
para descubrir el barrio de los tintoreros de Konya, o el de Konda, donde la
visión del Fuji aparece y desaparece a través de las telas colgadas de vivos
colores que armonizan con el cielo; también las calles comerciales de

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Suruga-chô, jalonadas de comercios dedicados a la seda y al algodón, y la
gran avenida de los ocho caminos…
Sus maravillosos estanques, como el Shinobazu no Ike, a cuya ribera se
asoma el pino de la luna, que tiene una de sus ramas curvada en un círculo
perfecto, o el estanque en el que se quitó la vida la dama Chiyo, desesperada
por la muerte de su marido, el guerrero Nitta Yoshioki.
Sus santuarios, a donde peregrinan fieles no solo de Edo, sino de todo el
país, como el templo de Zôjôji, al sureste de la ciudad, fundado precisamente
por él para la adoración de la escuela de la doctrina pura. O el de Benten, de
donde parte el acueducto de Kanda que lleva agua potable a la ciudad.
Incluso el mercado de pescado, para comer pez de la primera estación y
añadir setenta y cinco días más a la vida. O la bahía de Edo, surcada de barcos
desde Hakkeizaka, la loma de las ocho vistas coronada por el pino de curiosa
forma donde el guerrero Minamotono Yoshiie colgó su armadura antes de
someter a un clan rival en una lejana provincia.
Sí, Tokugawa Ieyasu está orgulloso de su creación. Antes Edo solo era
unas pocas casas a ambos lados del río, y son cientos, comunicadas entre sí
por puentes que unen unos barrios con otros.
Ieyasu se alisa los pliegues del kimono que viste sobre el kamishimo;
pantalón y chaqueta con el mismo dibujo de malva real, el emblema del clan.
Luego observa el puente de madera Edobashi, cuyos pilares están adornados
con giboshi, los remates de cobre solo reservados a los puentes de alto rango.
Desde allí puede ver el monte Fuji con su cima siempre nevada.
En Edo no hay grandes edificios, excepto el castillo, pero toda la ciudad
se ha orquestado en base a dos magníficas visiones: el monte Tsukuba, al
norte, y el Fuji, al oeste.
Tokugawa también se jacta de haber mandado construir perfectas réplicas
en miniatura del monte Fuji, fujizuka, dentro de la ciudad, para todos aquellos
que no pueden subir al verdadero monte sagrado y venerar a Asama, la diosa
de los volcanes.
Esas pequeñas reproducciones no miden más de quince metros, pero
poseen todos los detalles del Fuji original: el pórtico torii al pie de la montaña
y, en la cima, una miniatura del santuario Sengen. Y ya ciudadanos y
visitantes las consideran dioses guardianes de la ciudad.
La algarabía ya sube desde el río, por donde navegan muchas barcas
engalanadas con estandartes blancos y rojos.
Sobre la explanada, se yerguen banderolas sobre palos de bambú, de los
que también penden flores, papeles, serpentinas, redes de pescar…, hasta

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trozos de calabaza, que se mecen por el incipiente viento de primavera.
Los mercaderes ambulantes han dispuesto las cantinas portátiles con la
inscripción nihachi, «dos por ocho», y ofrecen fideos de alforfón, pasta con
huevo, castañas de agua, pastel de pescado o patatas dulces asadas.
Un andamio de madera acoge un tambor en su cima, y otro más pequeño
de forma rectangular, la silla ornamentada donde el emperador seguirá la
competición y los zabutones que alojarán al shôgun, su séquito y los
invitados.
Una procesión encabezada por un palanquín coronado por un ave fénix ya
llega desde Atagoshita, residencia de los señores feudales, los daimyos.
Los samuráis dejan el barrio Surugadai sobre sus caballos adornados para
incorporarse a la fiesta. El gorro vertical eboshi deja libre las colas de los
caballos, que ondean en la brisa como si fueran pequeñas banderolas
sashimono.
Damas con grandes sombrillas y coloridos kimonos comienzan a llenar la
explanada, mientras inquietas nubes rosadas parecen cometas lanzadas al
viento.
A Ren no le gustan las celebraciones. Ella se siente mejor en la soledad de
un bosque o a orillas del mar escuchando el rugido de las olas. A estas horas
podría estar ya en la provincia de Kai, en su feudo, a los pies de la gran
montaña.
Tampoco le gusta ir en kago. El palanquín es para las damas de la corte, y
ella es una guerrera que debería montar a Hikari.
Ren nunca se peina con moño, jamás se recoge el cabello, si acaso alguna
vez lo anuda con una cinta. Es un gesto de rebeldía, pues los hombres
disfrutan viendo la nuca de una mujer, más incluso que sus senos.
Por eso ella se tapa la nuca peinándose el cabello al estilo taregami: suelto
y muy largo. Le da un aspecto de fantasma, de ser de otro mundo, de
diabólica criatura.
Los dos hombres que portan el kago lo dejan en el suelo. Y Ren descorre
las cortinas de bambú del palanquín. Ha llegado a la explanada donde la
espera el shôgun.
Tras ella descienden de sus literas el maestro Kigei, el monje Kiyoshi y
Ryutaro.
—Eres la encarnación de la diosa Amaterasu —exclama Tokugawa Ieyasu
al verla.
Ren inclina la cabeza y deja que su larga cabellera, que es cascada,
parezca aún más larga. Hoy se ha puesto un sencillo kimono azul con lirios.

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—¡Shōbu, espíritu guerrero de lucha! —apunta Ieyasu.
Ren le corresponde con una inclinación de cabeza, y luego ordena con voz
poderosa:
—¡Kigei, trae al niño!
Kigei Arima lleva una camisa con mangas sobre el kimono. Se ha afeitado
más la parte superior del cráneo. Y sobre él, como desde hace años, ha
amarrado el cabello restante en una coleta trenzada con seda roja. Hoy, la
indómita coleta está recluida, doblada detrás de la cabeza en forma de nudo;
es el peinado tradicional para los samuráis en el campo de batalla, pues de ese
modo el casco se mantiene centrado.
Hoy no hay que combatir en ninguna batalla, pero el cabello de un
samurái, como su katana, es un símbolo de dignidad. A pesar de que Kigei ya
no es joven, luce el pelo aceitado y brillante sin asomo de hebras blancas
gracias al tinte de grulla que utiliza cuando va a los baños públicos.
Ryutaro camina detrás de su maestro, para no pisar su sombra. El sensei
enseña el camino, y el alumno debe seguirlo.
Kigei Arima se vuelve. Mira al niño.
—Ve, tienes permiso para ir con tu madre.
Ryutaro está ya frente al shôgun.
—Saluda a nuestro gran señor.
El niño inclina su pequeña espalda. Quiere decir algo, pero su madre se lo
impide con la mirada.
—¡Cómo ha crecido tu hijo! —exclama Tokugawa Ieyasu. Luego se
dirige al niño—: Felicidades en el día de tu cumpleaños, hijo del dragón —y
añade con cierta nostalgia—: cuando crezcas, celebrarás tu cumpleaños el
mismo día en que lo hacemos todos los samuráis, el día de tu primera batalla,
si es que logras salir vivo de ella.
Tokugawa Ieyasu ríe con una risa áspera y vigorosa.
—No puede negarse que es el hijo del gran dragón —declara Ieyasu,
fijándose en la máscara que oculta parte del rostro del pequeño.
Ryutaro mira al hombre con sus ojos grandes y negros.
Un criado se acerca y se arrodilla frente a Ieyasu. Extiende ambas manos
y le ofrece algo envuelto en una tela.
—Hoy hace cinco años que naciste —exclama el shôgun—. Dentro de
poco iniciarás la peregrinación de la espada y volverás de tierras sombrías con
las cabezas de mis enemigos. Debes hacerte digno de tu clan. —El hombre
cambia la seriedad de sus palabras y se muestra entusiasta—. Tengo un regalo
para ti.

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Y, diciendo esto, le da el paquete.
—¿Puedo? —balbuce Ryutaro, mirando a su madre.
Ren inclina la cabeza hacia delante.
Entonces el niño abre la tela. Se encuentra con una cometa.
—¡Es una kato kami-tobi! —exclama Ren.
Ryutaro no dice nada, solo mira con asombro el halcón de papel.
—¿Te gusta? —quiere saber el shôgun.
Pero, antes de que el niño conteste, Ren se apresura a decir al tiempo que
hace una reverencia:
—Gran señor, no teníais que haberos molestado, no era necesario…
—Yo quiero un taketombo —interrumpe Ryutaro con voz lastimera.
Ren lanza una mirada de reproche a su hijo.
—Pareces tonto, hijo mío, ¿quién querría una libélula de bambú teniendo
un halcón?
Ryutaro parece que va a llorar, pero luego mira la tripa del hombre que le
ha dado la cometa y sonríe.
—Eres muy gordo —exclama de pronto, riendo.
Ren tiene que reprimir la cólera.
—Kigei —ordena—, llévate al niño.
El maestro Kigei Arima se inclina ante el shôgun.
—Perdón, gran señor, mil perdones…
—Perro, saca a este niño maleducado de mi vista —ordena Ren.
Pero el shôgun, en vez de arrugar el ceño, ríe; le ha divertido la ocurrencia
del pequeño y se muestra complaciente con Ren.
—No importa, mujer, no importa.
—Gracias, gran señor, por vuestra comprensión, pero «hay que volver a
clavar el clavo que quiere salirse de la madera». El hijo de un samurái debe
saber comportarse. No puedo consentir que…
Tokugawa Ieyasu cesa en su risa.
—Ya está bien —la interrumpe, con voz seria—, me he cansado de tanta
explicación. Llévate al niño, si es lo que deseas, y tomemos asiento. Los
poetas ya llegan.
Bajo la atenta y circunspecta mirada del maestro Kigei, Ryutaro se aleja
gritando con los brazos en cruz:
—¡Quiero volar!
—El niño desea ver a su halcón surcar el cielo —advierte Ieyasu—. Habrá
que hacer volar el tako.

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—Sí, mi señor —sentencia Ren—. Volará alto entre todas las demás
cometas Iwaidako.
En el cielo, una bandada de cuervos, ajena a la fiesta mortal, se dirige a la
catarata de Fudô en Oji, al norte de la ciudad.

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Capítulo 64

Renga

El emperador observa cómo la ciudad se postra a sus pies.


Ha de reconocer que Edo, aunque no posea la nobleza de Heian-kyo, es
una ciudad agradable.
Al emperador le divierte ver el bullicio de la gente y a los mercaderes
vociferando su género en los puestos de comida rápida. Todo le parece vulgar
pero tremendamente atractivo.
Sabe que el amor apasionado es una emoción para la gente baja como los
cortesanos y las geishas, capaces hasta de cortarse un dedo para enviárselo a
su amante como prueba de amor, y, sin embargo, aunque conoce esto, no
puede evitar sentir la misma emoción por Haruki.
Hace unas horas que se ha despedido de ella; la ha dejado dormida en el
lecho.
Sus instrucciones son precisas y, sin duda, en este momento, Haruki ya
está siendo conducida al lejano santuario más allá del mar.
Piensa entonces en el antiguo emperador Nintoku. Hace ya más de mil
años que desapareció, pero el poema que escribió sigue vivo:

Hacia arriba en dirección a Yamato


sopla el viento oeste
dispersando las nubes;
aunque, separados como estas nubes,
¿he de olvidarte alguna vez?

Entre el gentío, una mujer mueve el abanico, y su amante se percata del


sutil juego de la seducción sin palabras.
Cerca de ellos, dos perros se pelean por mordisquear un trozo de sandía.
Sí, el amor apasionado es maravilloso, pero no es para el emperador.
De haber continuado Haruki en su palacio de la ciudad de la luna, quizá
tendría que haber tomado la misma decisión para protegerse de ese amor loco,

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ciego, despiadado, que solo está reservado a los mortales de una clase que no
es la suya.
Esa pasión termina arrasando todo, como el fuego en Edo.
Y, sin embargo, sabe que añorará el suave tacto de su piel. Siente el temor
de no volver a verla, el miedo de que la pasión no regrese nunca más a su
vida.
Él tiene muchas mujeres, pero los ojos de Haruki, esos ojos que desde la
más completa oscuridad le hablan de luz, jamás los ha visto en ninguna otra.
—¿Está todo de vuestro agrado, divino emperador?
El viejo tejón, el antiguo señor de la guerra, saca a Katahito de su
ensoñación.
—Sí, sí, todo está perfecto —asevera—. Verdaderamente, hoy atraeremos
la gracia de los dioses con la poesía.
—Hai, divino emperador. Particularmente, me complace mucho esta
competición de versos encadenados, donde cada participante, improvisando,
debe completar el poema anterior.
Los poetas ya están dispuestos.
Tokugawa Ieyasu hace un gesto, y el hombre del tambor lo golpea de
forma enérgica.
Es la señal.
Cesa la algarabía y, por encima del silencio que acaba de posarse como un
pájaro en la explanada, se escucha la voz de trueno del shôgun:
—¿Quién abrirá la ronda de versos?
De entre todos los poetas, una mujer menuda y de manos pequeñas da un
paso al frente.
—Si me permite, mi señor, soy la poetisa Takama Eikô, de la escuela de
la armonía infinita. He recorrido todo el país con mis rimas, y solicito abrir
esta competición renga.
El emperador hace un gesto para que el shôgun se agache a su oído.
—Lo consentiré —le susurra—. Creo que es una buena elección comenzar
con ella, su nombre sin duda anuncia un benéfico presagio: «Gloria en el
campo de arroz».
—Efectivamente, gran señor, el nombre de la muchacha parece propicio
—apunta el shôgun.
—Sea —sentencia Go-Yôzei Tennô—, que comience el renga.
La gente congregada en la explanada se muestra jubilosa; ríe y grita, tal
como se hace en el teatro kabuki, para animar al poeta a comenzar.
Los poetas toman asiento en círculo. Son más de treinta.

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A medida que vayan rimando, deberán ponerse en pie y no volver a
sentarse hasta que todos completen la estrofa número cien.
Takama Eikô hace una reverencia y, cuando se yergue, parece una mujer
más alta y vigorosa.
Ella debe comenzar con un terceto, y luego otro seguirá con dos versos
más hasta completar cinco versos, y así, en orden circular, hasta el final.
Con un ademán teatral, recita, siguiendo con sus brazos, que son como
palomas, el ritmo de los versos:

La nieve corona la cima,


abajo los campos de ciruelos
al amanecer.

La poetisa calla y permanece en pie, y otro poeta se levanta y toma el


relevo:

El agua corre veloz


y moja los brotes de helecho.

—Me gusta la cuidada transición —opina Tokugawa Ieyasu—: La nieve


de la primera estrofa se convierte en agua ahora.
—Sí, el deshielo de la primavera —advierte Ren.
Otro poeta declama:

Al pie de la colina,
una casa infinita
florece en la primavera.

Y otro:

Desde la ventana,
un campo de violetas.

El siguiente se levanta y se prepara para rimar.


—Shinjirarenai[28] Es Takemura —exclama Kiyoshi.
—¡Pequeño mono! —exclama a su vez Ren, reconociendo en ese hombre
alto y delgado al antiguo discípulo del monje.
—Le toca intervenir ahora —dice Kiyoshi.
Takemura tarda en comenzar, y el público se impacienta.

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Mira a Ren con sus ojos tranquilos y pide a los dioses que ella sea capaz
de captar el mensaje secreto que encierran sus versos.

El hijo del gran señor


quiere cortar el cerezo.
Ya disfruta de la vista.

—Qué extraño… —señala el monje Kiyoshi—. No he notado ninguna


transición, es como si el poema no siguiera al anterior.
Ren se ha quedado pensativa.
—Puede que no esté inspirado —dice.
La competición continúa, y le vuelve a tocar el turno a Takemura.

Una espada de doble filo,


las flores blancas yacen
en la tumba de la serpiente.

«Sin duda, es una señal», piensa Ren.


—¿Lo has escuchado? —le pregunta Kiyoshi en voz baja—. Está
hablando de Kusanagi y de las flores de cerezo… Creo que Takemura quiere
advertirnos de algún peligro. Ve con cuidado, niña.
—Te he dicho mil veces que no me llames…
—Sí, niña, me lo has dicho un montón de veces, pero ve con cuidado.
Alguien quiere hacerte daño.
Ren piensa en Shioda. Ambos tienen una deuda pendiente, y sabe que es
cuestión de tiempo que se encuentren de nuevo. Pero el Shioda que recuerda
no es un cobarde y, si llegara a atacarla, lo haría de frente.
Sin duda, Takemura debe referirse a otra conspiración, algo oscuro
orquestado por otra persona; el hijo de un gran señor, como apuntaba en su
primera estrofa.
En ese momento, los ojos de Hidetada se encuentran con los suyos.
El hijo del shôgun no está sentado junto a su padre.
Desde la base del promontorio donde el emperador sigue la competición,
como un oscuro ladrón que no se muestra, su mirada de cazador la persigue.
—Kiyoshi —dice Ren en voz baja—. Tiene que ser Hidetada.
—Si es quien dices, no debes enfrentarte a él. No puedes matar al hijo del
shôgun —opina sabiamente el monje.
—Podría revelar a su padre el alcance de esta conspiración…

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—No tienes pruebas de que sea él —la interrumpe Kiyoshi—, y además
es su hijo.
—Sí…, tienes razón, monje.
—Lo más prudente es poner tierra de por medio. Conozco un templo
secreto en las montañas nevadas de la provincia de Dewa no kuni.
—Bien, yo también tengo presente el país lejano de Dewa y sus tres
montañas sagradas. En la era de los estados combatientes, el príncipe Hachiko
se consagró a Haguro Gongen, la deidad de la montaña, y desde entonces es
un lugar sagrado. Pero ese lugar, aun estando en un lugar remoto, no es
secreto. Hidetada puede darnos caza.
—Es cierto que Dewa es famosa por el culto a sus tres montañas y que
son muchos los peregrinos que cada año acuden a rendir culto a los montes
que representan el nacimiento, la muerte y el renacimiento, pero yo no me
refiero a esos santuarios —explica Kiyoshi—. Hay una comunidad de monjes
yamabushi, los adoradores de las montañas, que viven en un templo
escondido a los ojos mortales. Solo es posible llegar al refugio sagrado a
través de un secreto paso entre las nevadas montañas. Allí estaremos a salvo.
Ren ha escuchado todo con suma atención mientras la competición renga
concluye.
—De acuerdo, monje, partiremos antes del anochecer —acepta,
convencida.

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Capítulo 65

Momiji-gari

—Se la han llevado. —Mochizuki Chiyome habla con Shioda en la casa


de té del teatro—. Pero sé dónde.
Shioda confirma así la extraña sensación que nota desde hace horas en el
estómago, porque Haruki no ha regresado del castillo.
El barrio del placer está casi vacío. Todos están en la gran explanada,
donde hace poco que ha concluido el renga.
Aun así, la viuda Chiyome mira a todos lados para comprobar que nadie
los escucha.
—Haruki ha sido desterrada a Ezochi.
—¿Pero por qué el emperador iba a hacer eso? —pregunta Shioda.
La viuda Chiyome calla.
—Hable, se lo ruego —le implora.
Mochizuki Chiyome vacila. Al final se decide, y lo que dice resulta una
sorprendente revelación:
—Haruki fue una de mis kunoichis.
Shioda no se imaginaba algo así, pero intuía que alguna explicación
habría para que la antigua Kurai, oscura y temerosa, se hubiera convertido en
la Haruki cultivada que tañía de forma excepcional el shamisen y se mostraba
versada en múltiples temas.
Lo que más le sorprende es que la mujer que tiene delante, una refinada
mujer cuyo abanico danza en el aire, sea la regente de una red de asesinas
ninja.
La viuda Chiyome, ajena a la reacción de Shioda, baja aún más la voz:
—Yo infiltré a Haruki en el palacio imperial para que consiguiera una
información, y cuando la tuvo huyó de allí. Ahora ha sido descubierta por el
emperador.
Shioda piensa en la representación teatral en el castillo. Todo cobra
sentido. Ahora comprende por qué Haruki quiso utilizar una máscara para
ocultar el rostro.

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—¿Y qué puedo hacer yo? —pregunta Shioda, con un tono de voz
resignado que no agrada a la viuda Chiyome.
—No entiendo esa pregunta —exclama molesta—. Debemos rescatarla.
Ella te necesita ahora. Es tu familia —concluye.
Shioda deja que su mirada huya por la ventana abierta hacia la calle. Una
cascada de flores de glicinias invade un muro cercano.
—Yo tengo otra familia, honorable —masculla entre dientes.
Esa afirmación asombra a Mochizuki Chiyome.
—Hasta hace poco no sabía que la tenía —sigue explicando Shioda—,
pero es la verdad. Tengo un hijo, y está en peligro. Como ve, honorable, soy
como el leñador que no sabe qué árbol debe sacrificar.
La viuda Chiyome permanece un instante en silencio, luego sentencia con
voz firme:
—El marido y la mujer deben ser como las manos y los ojos: cuando
duele la mano, los ojos lloran, y cuando los ojos lloran, las manos secan las
lágrimas. No puedes abandonar a tu esposa a su suerte.
—Pero tampoco puedo abandonar a mi hijo —insiste Shioda—. Hasta
hace poco ignoraba su existencia, pero ahora ya es parte de mí, y me necesita.
Mochizuki Chiyome sabe que nada se puede hacer, que hay cosas que
decide el destino. Aun así, insiste una última vez:
—Te ruego que cambies de opinión, pero, si no lo haces, mañana partiré
al alba. Yo la traeré de vuelta.
—Mucho me temo que mi decisión es firme —dice Shioda con una
sombra de tristeza—. Tengo que elegir entre dos personas queridas, y me
inclino por la parte más débil…
—Calla —lo interrumpe enfadada Chiyome—. No la quieres, y eso es
todo. —Y luego matiza, porque le parece una descortesía impropia de ella
hablar así—. No la quieres tanto.
Shioda ve cómo la viuda se aleja llevándose su abanico, que ahora bate
fuerte como el viento contra las olas, y luego vuelve la mirada a la ventana
para contemplar de nuevo el muro de la casa cubierto de glicinias.
¿Quiere a Haruki?
Es algo que nunca se ha preguntado.
Existe una línea tenue entre el afecto y el amor, una línea difusa que nos
confunde y nos domestica.
A veces, cuando ella duerme, la observa como si fuera momiji-gari, esa
costumbre de las clases pudientes de «cazar hojas rojas», de contemplar las

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hojas de otoño que desnudan a los arces y los nogales y que caen a un
estanque y flotan como si fueran peces de colores.
El amor con Haruki es un fantasma entre niebla lejana, un espectro etéreo
y sutil que camina en la bruma.
No sabría decir si la ama.
De repente, otra pregunta se abre paso, como la enredadera de glicinias
cuando busca salientes del muro a los que asirse: ¿ama a Ren?
Confundido, mueve la cabeza. Si bien existe un límite impreciso entre el
afecto y el amor, también lo hay entre el amor y el odio.
Aun así, desea salvar a Ren. Desea salvar a su hijo.
No conoce a Ryutaro, y sin embargo lo ama.
Eso debe ser: el amor es el sacrificio último, porque a Shioda no le
importa morir si con ello salva la vida del pequeño.

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Capítulo 66

Godai

El maestro Kigei Arima se sorprende cuando Ren le anuncia que esa misma
tarde parten de Edo.
—Pero, mi señora —farfulla—, ¿a qué tanta precipitación? ¿Por qué no
podemos irnos mañana?
Ren posa sobre él sus ojos oscuros como el ala de un murciélago.
—No tengo que darte explicaciones de mi proceder —responde enfadada
—, ni de mis deseos, Kigei. Harás lo que ordene —bufa.
—Mi señora, no he querido contrariarla, solo digo que podríamos esperar
a mañana…
—Baka, escoria —exclama Ren con la misma contundencia con la que se
mata a un insecto molesto—, si no quieres quedarte aquí sin mi protección,
cállate ya y prepara tu bolsa. Nuestra marcha es inminente.
Kigei se postra a los pies de Ren.
—Ofrezco mi cuello al poder de la espada inmortal para que sea segado si
he molestado a mi señora —dice suplicante—; solo digo que es de sabio
decidir mientras respiráis siete veces.
—Kigei —dice Ren con voz firme—, no me molestes más o tu tumba será
aquí mismo. Y levántate, sabes que odio tu servilismo.
Kigei Arima se incorpora despacio.
—Si mi señora me permite, ¿regresamos al feudo de la montaña? ¿Puedo
saber a dónde nos dirigimos?
—No, Kigei, no puedes saberlo. Además ya sabes lo que se dice: no te
preocupes del peinado si te van a cortar la cabeza —sentencia.
Kigei se retira mientras maldice la inesperada decisión de Ren.
Los hombres de Hidetada llegarán antes del anochecer, pero, para
entonces, la hija del loto se habrá marchado ya.
Necesita enviar aviso al general Nobu, pero no puede hacerlo sin levantar
sospechas.
Entonces coge una pastilla de tinta y escribe algo en un papel con el
pincel.

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Shioda camina con el rostro sombrío por las calles de Edo hacia el castillo del
shôgun.
Ha empezado a soplar un viento que presagia lluvia.
Se ha vestido de negro, con la indumentaria típica de los ninjas.
Mientras mira las piedras del camino, recuerda sus tiempos como guerrero
sin señor, cuando era capaz de practicar las técnicas shôten no jutsu, el arte de
ascender al cielo, de correr escalando por las rocas.
De los cinco elementos que están presentes en la naturaleza y también en
la esencia humana, las piedras representan el mundo terrestre, la resistencia a
cambiar, pero él ha decidido hacerlo, debe hacerlo.
No sabe lo que dirá a Ren cuando le cuente que desea apartar sus
diferencias para poder proteger a Ryutaro, para poder permanecer al lado de
su hijo para siempre.
Su espada le cuelga del cinturón, y de alguna manera se siente como el
guerrero de antaño, cuando se enfrentaba a la muerte con la misma
disposición con que el viento se encara con la lluvia que ya cae.
Sus pensamientos son el aire, que se agita moviendo las nubes. Es el
segundo elemento.
Con la pericia de antiguo ninja, se sumerge en el foso y logra burlar a los
guardias que protegen la entrada de la fortaleza.
Es difícil saber cuáles son las dependencias de Ren. En el castillo se
alojan más de doscientos daimyos.
De pronto, una figura surge de la incipiente oscuridad, y Shioda
aprovecha el momento.
Es un criado que porta una delicada bandeja de laca dorada.
Shioda se le echa encima y lo agarra por el cuello.
—No grites —le advierte—. Si lo haces, te troncharé el cuello como si
fueras un pollo. ¿Dónde está la mujer dragón, la shinpan del shôgun?
Llévame hasta ella.
El hombre señala hacia la derecha.
—Vamos —ordena.
Y ambos se internan en un estrecho corredor que desemboca en un patio
lleno de mansiones y fosos interiores.
—Por allí, hay que pasar el puente de bambú y atravesar la calle interna
del foso, en la puerta del tigre —farfulla el criado, que respira con dificultad
porque Shioda sigue manteniéndole presa la garganta.

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Dos guardias se acercan, pero Shioda, sin soltarlo, amparándose en la
noche y en la lluvia, que es cortina densa, se oculta tras un árbol.
Tras franquear el corredor de pinos, el criado señala una mansión donde
ninguna luz asoma.
—Señor, allí es. Por favor, tened piedad de mí.
—Si me has engañado, juro por todos los dioses que hoy será el día en
que duermas en el yomi —lo amenaza.
—No, señor, de verdad, es ahí —susurra el hombre.
Shioda clava sus dedos índice y medio en la tráquea del criado, en una
técnica ninja de ataque para inmovilizar de forma momentánea al oponente, y
el hombre cae desmayado. Entonces, descorre la fusuma y penetra en una
estancia negra como la noche.
Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad, recorre las dependencias.
Nadie. Solo el vacío; el tercer elemento.
Enciende una pequeña lámpara y revisa cada estancia.
«Si ese bastardo me ha engañado…», se dice.
De pronto, repara en un papel que hay sobre la mesa.
A la luz del fuego del cuarto elemento, lo desdobla con cuidado y lee:

Mi señora ha decidido huir. Ignoro adónde nos dirigimos. Estoy al


servicio del nuevo shôgun. Yo mismo le ofreceré la cabeza de la hija
del loto, y su espada inmortal para mayor gloria de Tokugawa
Hidetada, señor de todo el imperio del sol naciente.

Maestro Arima Kigei

—Perro —musita entre dientes.


Escucha pasos, sigilosos.
Shioda se guarda el papel en el keikogi, apaga la lámpara y, de forma
silenciosa, abandona la casa.
Oculto en la espesura del jardín que rodea la mansión, ve a los generales
de Tokugawa registrar, de forma infructuosa, las dependencias de Ren.
«Ha huido, bien por ella», piensa.
Pero poco a poco, bajo la incesante y continua lluvia que sigue cayendo,
su corazón se torna agua profunda. El quinto elemento.

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Capítulo 67

Chou

Edo ya se delinea en la lejanía; es una sombra difusa entre el paisaje de noche


y de lluvia.
El grupo avanza despacio.
Ren no ha querido viajar en norimono. Los criados portando el palanquín
no pasarían desapercibidos. Además, ir a caballo les proporciona más libertad
de movimientos.
De repente, Kiyoshi alza la mano para que la comitiva se detenga.
—¿Por qué paramos? —pregunta Ren mientras desmonta a Hikari.
Kiyoshi pide a Inutaisho con un gesto que lo ayude a desmontar. Ya no es
joven, y su abultado vientre le dificulta bajarse del caballo.
Ryutaro los mira. Tiene sueño, y se agarra más al lomo del animal en un
vano intento de buscar la mejor postura para quedarse dormido.
—Alguien nos sigue —dice el monje Kiyoshi, convencido—. Oigo un
sonido de pisadas en la lluvia. Es un caballo.
Al maestro Kigei se le ilumina el rostro. Quizás el general Nobu haya
visto su nota y vaya tras ellos.
—Seguid vosotros —ordena Ren—. Yo me quedaré esperando y lo
sorprenderé.
—Yo creo que es un error separarnos —opina Kiyoshi.
Pero Ren ya ha tomado una decisión, y él sabe que es terca como una
mula.
—¿No me has oído, monje? —la voz de Ren se eleva por encima del
sonido de la lluvia—. Seguid, y yo os alcanzaré después.
Ren monta a Hikari y se oculta tras un gran alcanfor que hay en el
camino.
No tiene que esperar mucho. Solo unos minutos después ve aparecer a una
figura a caballo.
Ren posa la mano izquierda sobre la empuñadura de Kusanagi cuando da
el alto al desconocido:

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—Quieto, si no quieres ser atravesado por mi espada —grita, y sale de
entre las sombras.
—Soy Takemura, hija del loto —la saluda una voz serena por encima del
aguacero.
Ren aparta la mano de la espada y presiona las piernas sobre el lomo de
Hikari para que avance.
—¿Qué haces aquí, pequeño mono? —pregunta Ren, sorprendida.
—Deseo ir con vosotros —responde con simpleza.
—¿Cómo sabías que nuestra vida corría peligro? —quiere saber Ren—.
Tu poema, sin duda, era una advertencia.
—Sí —afirma Takemura—, pero ya habrá tiempo de contártelo. Debemos
apresurarnos y reunirnos con los demás. Pronto se darán cuenta de que has
desaparecido.
—¿Por qué quieres venir con nosotros? Ahora somos fugitivos, y nuestra
suerte no será la mejor.
Takemura mira a Ren a través de la cortina de lluvia. No ha cambiado. Su
rostro es quizá más oscuro; su mirada, más profunda. El antifaz que le cubre
la mitad de la cara sigue escondiendo secretos… Parece que hace mucho
tiempo, y parece que fue ayer.
Ha guardado en su memoria a la chica del puente, a la guerrera valerosa, a
la muchacha que sonreía a su lado, a la mujer que miraba la puesta de sol en
el feudo de la montaña.
Ha echado de menos sus manos pequeñas pero fuertes, su figura esbelta,
el cabello que le viste de oscuridad la espalda y el mechón blanco que surge
entre aquella maleza negra como un río de nieve.
—Contesta: ¿por qué deseas unir tu suerte a la nuestra? —insiste Ren.
Aún el poeta se toma un instante, pero luego responde dócil:
—Quiero poner mi espada a tu servicio —anuncia.
—¿Tu espada? ¿Tu espada, dices? Hace mucho que abandonaste la senda
de la espada para seguir el camino de la belleza efímera de los versos…
—Ya te dije en cierta ocasión —la interrumpe Takemura— que la espada
no sirve para matar, sino para proteger lo que amamos.
Esas palabras turban a Ren, y de algún modo hacen que su corazón
zozobre.
El silencio los envuelve. En él, es más fácil distinguir la música de la
lluvia, que, obstinada, lanza sus flechas de agua sobre el paisaje. Los charcos
parecen bocas de cavernas donde naufragar, grietas, oscuros escondrijos.

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—Ven, si quieres. —La voz de Ren suena como un lejano espectro y se
pierde en La tormenta.
Y los dos jinetes siguen la estela que deja la luna.
Ya van al encuentro con los demás.
—¿Sabes? —dice de pronto Ren, rompiendo de nuevo el repiqueteo de la
lluvia—. Ahora me viene a la memoria el poema que me dejaste como
despedida. Me he preguntado muchas veces qué querías expresar:

Un instante sin ti,


no solo el gusano llora
cuando se aleja.

—Ese poema —revela dulcemente Takemura— habla de la flor que


vuela: la mariposa en su segunda forma, el gusano. El gusano llora cuando se
aleja del huevo, su primera forma, porque deja atrás algo a lo que nunca
regresará. El gusano es menos bello que la última forma, la mariposa, pero su
existencia es más sencilla.
Ren se queda pensativa.
—Yo creía que se refería a otra cosa —murmura al fin, decepcionada.
—¿Otra cosa? ¿A qué? —indaga Takemura.
—No importa —responde ella, tajante—. En el fondo, todos somos
gusanos que debemos aprender a desplegar nuestras alas, y la tierra y todos
sus momentos son nuestra crisálida.
—Sí, tenemos que confiar en que, como la mariposa que duerme en la
campana del templo, al final terminaremos por alzar el vuelo —dice
Takemura.
—Ojalá ese día llegue pronto y podamos sentirnos libres de nuevo —
ruega Ren.
Los dos caballos caminan juntos, lentos, empapados por la lluvia.
Takemura sonríe.
—¿A qué se debe tu sonrisa? —pregunta Ren—. ¿He dicho algo
gracioso?
—No, solo estaba pensando en que, si fueras una mariposa, serías
Oo-murasaki, la emperador gran púrpura; esa que sobrevuela los bosques y
persigue hasta los gorriones.
—«Mariposa, mariposa, párate en una hoja…» —canta Ren.
—«Si te aburres con las hojas, juega con las flores de cerezos…» —sigue
Takemura.

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Los dos ríen, pero eso solo dura un instante, porque de pronto Ren muda
el semblante.
—Vamos, más rápido —dice—. No hay tiempo para canciones. Además,
ya me he cansado de tanta charla.
Takemura sabe que la sombra de la tristeza es una negra mariposa que se
ha posado en el alma de Ren. En su cabello se ha detenido ahora también la
luna.

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Capítulo 68

Marionetas de bunraku

Shioda cabalga en silencio.


Hace unas horas estaba frente a la viuda Chiyome, asegurándole que
buscaría a Haruki después de que sus anteriores planes se hubieran
desbaratado. Pero Ren y su hijo han huido, y sabe que jamás volverá a verlos.
En un primer momento, pensó en marchar hacia el feudo de la montaña.
Pronto desechó la idea. Ren no regresará allí; buscará un lugar seguro para
esconderse.
Es cierto que en el feudo contaría con la protección de sus generales, y
que, en un principio, lograría la victoria, pero eso solo duraría poco tiempo.
Esa misma mañana Hidetada se ha hecho con el shôgunato, y casi todos
los clanes lo apoyan.
Tokugawa Ieyasu, obligado por las circunstancias, ha abdicado en favor
de su hijo, y ahora se ha convertido en ogosho, shôgun enclaustrado, sin
ningún poder sobre el gobierno ni sobre el ejército.
Shioda comprende las señales del destino, y por eso ha decidido rescatar a
Haruki.
Sabe que Ren es capaz de vencer a Kigei Arima, aunque le hubiera
gustado ser él quien atravesara con la espada el vientre de ese bastardo
ingrato.
Ya distingue «el dragón en reposo». La montaña se yergue en el
horizonte, desafiante. Su silueta se perfila entre las nubes ocultando el sol.
Es la frontera del norte. Ahí comienza el camino que conduce, a través de
peligrosos desfiladeros, al límite de Hondo.
Debe apresurarse, los soldados que se llevaron a Haruki le sacan mucha
ventaja, y debe alcanzarlos antes de que consigan llegar al estrecho de
Tsugaru, el brazo de mar que une Hondo con la isla de Ezochi.
Sabe que los ashigaru encargados de la misión no se perderán ni una sola
posta en el camino donde sirvan sake. Son muchos ri los que hay que avanzar
hasta Ezochi; por eso se tomarán su tiempo.

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Días después, en una de las postas, le dan la información que busca: tres
ashigaru que custodian a una mujer partieron no hace mucho. Uno va a
caballo, los otros a pie. Dos sirvientes portan un palanquín.
Mientras, Haruki espera la ocasión para escapar.
Dentro del hakoseko del kimono, donde lleva los peines y espejos, ha
escondido un pequeño cuchillo.
Se ha resignado a no regresar a Edo, a perder a su hija y a Shioda.
No desea ir contra los sentimientos de su esposo.
Shioda tiene un hijo, y ese es un hilo lo suficientemente fuerte como para
ligarlo eternamente a su antigua señora.
Ella no volverá, pero tampoco consumirá sus días en la remota isla de
Ezochi.
Su alma necesita paz, el sosiego que da la vida en un santuario, alejada de
todo y de todos, con la esperanza puesta ya no en el futuro sino en cada
pequeño instante del presente. Una vida sencilla sin nadie a quien amar, sin
nadie por quien sufrir.
Haruki se mantiene alerta. Espera la ocasión propicia para huir, y puede
aparecer en cualquier momento, sobre todo cuando los soldados beben tanto
sake que descuidan los tanegashima.
Aunque los arcabuces no son armas de verdaderos samuráis ni disparan de
forma precisa, resultan muy efectivos cuando se trata de intimidar o detener a
alguien.
Ha llegado la noche cuando se detienen en el claro de un bosque e
improvisan un pequeño campamento.
Los criados cuecen bolas de arroz y preparan té.
Haruki presiente que el momento ha llegado cuando ve alejarse a uno de
los soldados. Seguramente, busca un lugar en la espesura para aliviar el
vientre.
Ella desciende del norimono.
El ashigaru que se ha quedado en el campamento la mira con deseo.
Lleva haciéndolo desde que salieron de la ciudad.
Haruki se alisa los pliegues del kimono y se recuesta sobre los talones
cerca del fuego donde hierve el arroz.
El soldado se acerca y alarga la mano para tocarle el cabello, pero ella lo
esquiva.
—Vamos, mujer, te llevaré detrás de aquellos árboles, por si quieres
asearte un poco —le dice.

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El ashigaru la agarra por el brazo y la ayuda a levantarse. Luego la
empuja con el arcabuz hacia una zona oscura poblada de pequeños matorrales
y árboles que elevan sus copas al cielo.
—Capitán, me llama cuando termine —grita el otro soldado—. Si le
parece, cuando acabe con ella, me la puede dejar a mí —propone.
Su voz se va apagando a medida que Haruki y el hombre se internan en el
bosque.
—Ven aquí —tira de ella de repente el ashigaru, y hazme disfrutar, perra.
Quiero hacerlo con una dama de la corte tan bonita como tú, la preferida de
nuestro emperador, ni más ni menos.
Y, de un empujón, echa a Haruki en el suelo y se echa encima.
Pero ella ya no es una niña temerosa.
Mientras el soldado trata de palparle los senos bajo la ropa, Haruki, con
inusitada rapidez, saca el cuchillo y se lo clava en la yugular.
Un suspiro se escapa de la boca del hombre, y la sangre comienza a
borbotear.
Haruki observa un instante, impasible, cómo la vida se le escapa por la
garganta. Después limpia la sangre del cuchillo en la hierba y, con el sigilo de
un ninja, busca al otro soldado que se ha retirado al bosque.
A pocos metros, lo encuentra. Está apoyado en una roca, agachado, pero
con la espalda recta. Tiene una pierna libre del pantalón apoyada encima de la
otra, con el tobillo descansando sobre la rodilla. Es la postura para no ser
sorprendido cuando hay que aliviar el vientre, porque es más fácil responder a
un ataque. Pero, antes de que pueda reaccionar, Haruki le siega la garganta
con el cuchillo.
El soldado cae sobre sus propios excrementos.
Haruki regresa al campamento.
Confía en que los dos criados hayan seguido sus indicaciones: verter un
poco de agua en el arcabuz del último soldado para que la pólvora se moje. A
cambio, ella les ha prometido unas valiosas peinetas doradas.
—¿Dónde está el capitán? —grita el hombre al verla.
Pero Haruki no responde.
Entonces, el soldado toma el tanegashima, lo carga y se prepara para
disparar, pero, cuando aprieta el gatillo, el cañón le explota en la cara.
Libre ya de sus captores, Haruki da lo prometido a los siervos, no sin
antes hacerles otro encargo:
—Si lleváis una nota mía, la persona que la reciba os recompensará
generosamente.

Página 286
Ante el gesto de asentimiento de los criados, Haruki toma papel y tinta.
Y enseguida huye.
Su destino sigue estando al norte, en las cumbres de las nevadas
montañas.
Es el lugar que ha elegido para alejarse del mundo, desligarse de los
recuerdos y servir a los dioses.
La vida es cruel, despiadada; el amor no existe; solo somos marionetas de
bunraku a merced de los hilos del destino.

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Capítulo 69

Jigoku mo sumika

No es fácil llegar al lejano país de Dewa.


Para ello hay que dejar atrás llanuras, extensas praderas, arboledas de
bambú, altas terrazas donde se cultiva arroz, y atravesar bosques, grutas con
ríos subterráneos, laberintos de lagunas, puentes colgantes construidos con
lianas, acantilados…
Y entonces llegan las montañas, entre nubes y niebla.
Ahí el camino se llena de pasos de bruma mientras sujetas las riendas del
caballo, que hunde sus blancas patas en la nieve.
En los árboles, cubiertos de escarcha, aparecen los monstruos de hielo que
se posan en las copas como grandes pájaros de picos afilados.
Y, cuando parece que la montaña lejana ya está cerca, aún queda cruzar
un glaciar capaz de albergar mil tatamis y trepar por las escarpadas rocas que
se asoman a pavorosos abismos helados.
—Debemos abandonar los caballos aquí —recomienda el monje Kiyoshi
—. Si continúan, se congelarán.
Ren se frota sus manos en un vano intento de entrar en calor.
Sabe que Kiyoshi tiene razón, pero no desea separarse de Hikari.
—Si no lo dejas ir, morirá —insiste el monje.
Ren acaricia la peluda cabeza del caballo. Con tristeza, lo libera de las
riendas y la silla y le da una palmada en el lomo:
—Ve, amigo, ve, si quieres salvarte.
Pero el caballo no se mueve. En vez de eso, mira a su dueña con sus
profundos ojos castaños.
La negrura de su pelaje destaca entre la nieve, aunque la crin, la cola y las
patas, que son enteramente blancas, se confunden con ella.
Ren monta sobre el desnudo lomo de Hikari y le abraza el poderoso
pescuezo.
—Sé que te dije que nos perteneceríamos —le susurra al oído—, que
siempre estaríamos juntos, pero ahora debemos separarnos. Me has servido

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bien, has sido mi luz en la batalla, pero ha llegado el momento de que corras
libre por praderas al sol, Hikari. Sé que volveremos a encontrarnos.
A lo lejos, como un fuego en la nieve, un zorro rojo con el pecho blanco
los observa expectante.
Ren se dispone a desenvainar la espada, pero Inutaisho la detiene:
—No, mi señora, no lo matéis.
—Debo hacerlo. ¿Quieres que ataque a los caballos?
—Pero no lo entendéis. Es ella, es mi ama Kitsune.
Inutaisho inclina el cuerpo en una amplia reverencia. Ren comprende
entones, aunque ya hace tiempo que no percibe las señales como en el pasado,
cuando era capaz de intuir los fantasmas ocultos tras cada árbol.
Ese espacio dentro de su alma que antes ocupaba la percepción de lo
invisible a ojos mortales ya no existe.
—Ryutaro, ¿qué haces? Vuelve aquí.
El niño avanza entre la nieve al encuentro del zorro.
—¿No me oyes? —grita Ren—. ¡Ven!
Ryutaro se detiene, pero no se vuelve; observa al espléndido animal que
refulge sobre la nieve. De repente, el niño se yergue e inclina la espalda hacia
delante en una reverencia.
El zorro parece corresponderle con la cabeza por un instante. Luego, con
exquisita distinción, su silueta se desvanece como el sol de invierno entre la
nieve.
¿Es posible que Ryutaro sí perciba el intangible mundo de los espíritus?
Ren nunca se había percatado de ello. Pero ahora a su mente acude la
imagen de la valiente Yuuki Kitsune, que dio su vida por salvarla, y el sonido
de su alma escapando del mundo material a través de los altos tallos de
bambú en aquel bosque donde quemaron su cuerpo. Y, luego, su madre se le
reaparece entre recuerdos, confiándole sus secretos en el yomi.
Posa la mano en la empuñadura de Kusanagi.
«Madre», piensa, «es una dura carga la que me has dejado».
—Coge al niño —ordena sin más a Kiyoshi—, nos vamos ya.
Hikari ya se aleja con los otros caballos. Aun así, y antes de perderse
definitivamente en la lejanía, vuelve un instante la cabeza y mira a Ren.
—Siento que hayas tenido que separarte de él —dice Kiyoshi mientras se
carga a Ryutaro a la espalda.
—Estoy acostumbrada —replica Ren con dureza—; me he acostumbrado
a perder todo aquello que amo.

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—Quizás el destino lo ponga de nuevo en tu camino… —le susurra
Takemura, poniéndose a su lado.
—No creo haber pedido tu opinión —contesta airada la mujer—.
Guárdate tus comentarios de poeta.
Ella se aleja, y Kiyoshi y Takemura se miran.
—No se lo tengas en cuenta —pide el monje al que fuera su discípulo—.
Aún debe aprender que lo que es duro se rompe antes.
—Maestro, nunca se lo reprocho. Cuando la miro, aún veo a la muchacha
que conocimos en el puente.
Kiyoshi sonríe.
—Algún día se librará del embrujo que Kusanagi ejerce sobre ella. —Se
queda pensativo, y añade—: Aunque quizá la espada solo esté reflejando lo
que ya habitaba en su corazón. Pero, querido Takemura, jigoku mo sumika.
—Cierto, maestro. Incluso el mismísimo infierno es una morada.
—Por cierto —espeta el monje—, aún no te he dado las gracias por tu
revelador poema. Sacrificaste la gloria por ponernos sobre aviso.
—Maestro —musita lentamente Takemura—, la gloria es un fuego de
artificio que rápido se eleva y rápido desciende.
Kiyoshi, que nota el peso del pequeño Ryutaro en la espalda, se acuerda
de que también así cargaba tanto tiempo atrás a Takemura. En cuanto se lo
encontró al borde del camino aquella mañana de invierno, supo que los dioses
le habían enviado al niño para que hiciera de él un hombre. Había cumplido
su objetivo.
—¿Queda mucho para llegar? —quiere saber el maestro Kigei cuando ya
caminan de nuevo—. Estoy helado. —Respira de forma entrecortada—. Esta
ropa no es la más apropiada para este clima extremo.
Kiyoshi lo mira con enojo.
—Deja ya de quejarte —lo increpa—; por lo que veo, solo eres un viejo.
Tus tiempos de guerrero pasaron, si no puedes soportar una marcha por la
nieve.
Kigei no responde. Vuelve la vista atrás, en un conato de vislumbrar el
camino recorrido.
—Kigei, no mires atrás —le ordena Ren con voz firme—. Un guerrero
solo debe concentrarse en lo que tiene por delante. Así que, vamos, a estas
alturas ya no podemos regresar. La diosa Kannon no nos ha abandonado. —
Habla a Kiyoshi—. Aun así, estaría bien que nos dijeras si estamos cerca de
nuestro destino, monje.
—Queda ya poco —informa este.

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Kigei Arima no se fía.
—Mi señora, yo creo que este monje no sabe adónde nos lleva; bueno, sí,
a la perdición.
—¿Quieres llegar antes al yomi? —pregunta airado Kiyoshi.
—Callaos, los dos —interviene Ren—, que parecéis niños. Tenemos un
duro camino por delante, así que concentrad vuestras energías en seguir
andando y no en discutir.
El monje y Kigei se apartan un poco, cada uno por un lado.
—No te preocupes —dice entonces Takemura a Ren—. Mi maestro
encontrará el camino y, si no lo encuentra, lo inventará para nosotros.
—¿Tú me ves preocupada, poeta?

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Capítulo 70

Cómo decretan los reinos celestiales

Shioda acaba de franquear el dragón en reposo.


La montaña ya es un eco lejano.
Sin duda, ese es el camino más recto hacia el estrecho de Tsugaru que
conduce a la isla de Ezochi, pero Shioda aún no ha conseguido alcanzar a los
soldados que llevan a su mujer al destierro.
Descansa ahora en un recodo del sendero.
Un riachuelo se despliega entre la maleza, abriéndose paso como una
serpiente.
De pronto, la oscuridad cae como un denso velo que alguien hubiera
arrojado sobre el mundo. Se descuelga desde lo alto, abatiendo los perfiles de
los árboles.
Pequeñas luces se encienden a la orilla del río, y Shioda piensa en cuando
era niño y cazaba luciérnagas con abanicos y cajas de madera.
Ahora sabe que las luciérnagas no son, como le contaba su padre, las
almas de los samuráis muertos.
Mira al firmamento, donde se asoman las estrellas lejanas.
«¿Y si las estrellas son los rotos del cielo por donde afloran las almas de
los que se han ido? ¿Estará mi padre allí arriba? ¿Estará el señor de Sakura
amedrentando a la luna y las estrellas con su ruda voz de guerrero?». Esto se
pregunta Shioda mientras la sombra se desliza sobre la tierra.
De repente, escucha pasos. Alguien se acerca.
Shioda se agazapa en la espesura.
Al poco, distingue un palanquín alumbrado con linternas de papel. Dos
siervos lo conducen.
Shioda surge de entre la oscuridad como un fantasma, como un demonio,
y los hombres se arrojan al suelo muertos de miedo.
—No nos hagáis nada —implora uno mientras se sacude con brusquedad
la litera de los hombros.
Al caer al suelo el palanquín, las luces se apagan como en un efecto
teatral.

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—Si sois el espíritu que habita este bosque, perdonadnos la vida —ruega
—. Podemos ofreceros matsutake que hemos cogido hoy…
—Y también amazake para acompañarlo —añade el otro.
—Eso no me vendría mal —responde socarronamente Shioda—, aunque
no sea un espíritu del bosque.
Los hombres levantan la cabeza para mirarlo, pero permanecen de rodillas
en el suelo.
—Gran señor, perdón, no somos dignos de ser atravesados por su espada;
solo somos dos criados que regresan a Edo.
—¿De dónde venís? —quiere saber Shioda.
—Venimos del norte, llevábamos a una dama al destierro…
El destino sin duda es caprichoso.
—No temáis, nada os haré. Pero, decidme, ¿cómo se llamaba esa dama y
que le ha sucedido?
—Ignoramos su nombre, noble señor. Se deshizo de los guardias que la
custodiaban y huyó.
Shioda frunce el ceño. Siente que la ira se apodera de él.
—Juro por los dioses del yomi que, si no me decís el nombre de esa dama,
dormiréis hoy con los demonios del inframundo.
Los criados se asustan. Aquel hombre parece hablar en serio.
—Lo desconocemos, de verdad, señor —contesta al fin el primero—. No
le estamos engañando…, pero ella nos dio una carta, y quizás ahí esté escrito
su nombre. Nosotros no sabemos leer.
Y, diciendo esto, el criado saca la carta y levanta la mano por encima de
su cabeza, que permanece agachada.
Shioda lee el escrito, y acaba por sonreír.
—Desapareced de mi vista.
Sin embargo, los dos hombres se quedan quietos.
—¿No me oís? He dicho fuera —repite Shioda, rozando con los dedos la
empuñadura de su espada.
—Pero, noble señor —dice con voz lastimera uno de los siervos—, la
dama nos prometió una recompensa cuando entregáramos la carta…
Shioda saca dos monedas del sagemono que lleva anudado al obi y las
arroja al suelo.
La luna no alumbra demasiado, pero los criados encuentran fácilmente las
monedas.
—Gracias, noble señor, que vuestra vida sea próspera y que los dioses
protejan su camino —exclama uno de los hombres.

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—Que tenga una vida larga y muchos hijos que lo protejan en la vejez —
dice el otro.
Shioda hace un gesto con la mano.
—Y ahora, marchaos. No quiero volver a veros. Pero antes… dejadme las
setas y el amazake que me habíais prometido.
Los hombres se incorporan, no sin antes dejar en el suelo un saquito y un
pequeño contenedor, y comienzan a cargar de nuevo el palanquín sobre los
hombros.
—Y no se os ocurra hablar a nadie de mí ni de la carta —los amenaza
Shioda cuando están a punto de irse—. Si lo hacéis, lo sabré, y no habrá
agujero lo suficientemente profundo para que os escondáis. ¿Me habéis
entendido?
Los hombres asienten varias veces con la cabeza. Inmediatamente, se
pierden en la noche.
Shioda se acomoda en el tronco de un árbol y da un sorbo de amazake.
Desdobla la carta y, a la luz de un improvisado fuego, comienza a leer:

Estimada madre Chiyome:


He conseguido huir de los soldados y me dirijo a un templo en las
montañas del norte. Permitidme que no le desvele dónde se
encuentra, porque mi intención es permanecer alejada de este mundo
que solo me ha dado tristeza y aflicciones. Pero no crea que me
quejo…
Cada persona y cada cosa tienen su papel en la gran estructura
del universo, y mi alma también tiene su lugar, el que decretan los
reinos celestiales.
Ahora todo está bien, ahora lo he comprendido.
Mi esposo tiene un hijo, y sé que aún ama a mi antigua señora
samurái.
Yo jamás podré darle ninguno.
No deseo que él se quede conmigo por lástima. Jamás podría
soportar eso.
Mi papel en esta obra ya no es necesario y, como el buen actor
que ya ha recitado, debo abandonar la representación.
Como veis, madre, acato de buen grado mi destino de ser de
nuevo solo una sombra.
Os agradezco todos vuestros cuidados y el afecto que me habéis
profesado durante todos estos años.

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Deseo que tengáis una vida larga y próspera y que los dioses os
protejan.

Su hija Haruki

Shioda mira el fuego.


Las pequeñas llamas se elevan un tiempo, iluminan la oscuridad, pero esas
luces desatadas que bailan en el aire no durarán mucho. Pronto la fogata se
extinguirá y solo quedarán cenizas.
Ese es también el destino del hombre en la tierra.
Bebe un poco de amazake.
Tristezas, avatares, amores no correspondidos, venganzas, ocultos
designios que solo conocen los dioses, solo son hongos en terreno mojado.
Shioda suspira. Es posible que haya perdido a Ren, a su hijo, a Haruki.
Puede que lo haya perdido todo.
Se siente como aquella mañana en el río Tenryu-gawa, cuando los
hombres de Kumagai masacraron al clan del cerezo y él se cortó el cabello
mientras el fuego lo consumía todo.
Ahora, mirando ese fuego que juega a elevarse por encima de la
oscuridad, sabe que no regresará a Edo; no de momento. Debe seguir
adelante. Será como una llama alocada en medio de la tormenta de la vida.
Su espíritu no seguirá ningún plan, dejará que los dioses lo guíen.
«Maldita sea, ¿por qué todo ha de ser tan difícil?».

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Capítulo 71

Sokushinbutsu

Cada vez se hace más difícil avanzar.


La ventisca brama con fuerza y borra los senderos, ahora sepultados bajo
una espesa capa de nieve.
—Falta ya poco para llegar a la cascada —anuncia Kiyoshi.
—Más vale —replica Kigei Arima, sacudiéndose la nieve de la capa de
juncos— o nos congelaremos todos.
Kiyoshi aprieta más fuerte contra su pecho a Ryutaro para darle calor,
pero el niño tiene la cara pálida y fría.
—Ahora es cuando te arrepientes de haber abandonado tu vida de poeta
para acompañarnos, ¿verdad? —Ren mira hacia atrás y observa cómo
Takemura se hunde en la nieve.
Pero él se muestra animoso.
—Ya sabes lo que se dice: si ya lo pensaste, atrévete; si ya te atreviste, no
lo pienses.
—Sabias palabras —afirma Kiyoshi, que se detiene para otear el horizonte
blanco.
—Mi señora, insisto en que este hombre no sabe por dónde va —
refunfuña el maestro Kigei con extrema contundencia.
—Inutaisho —llama Kiyoshi—, coge al niño. Me adelantaré para
cerciorarme de que vamos por el camino correcto. Con esta ventisca, me
resulta complicado ver más allá de mi nariz.
—Entonces te esperaremos aquí —opina Kigei.
Pero Ren tiene otros planes.
—No, Kigei, seguiremos la marcha. Si descansáramos, con este frío, sería
nuestro fin. Debemos avanzar y no quedarnos quietos.
El monje Kiyoshi aprieta el paso. Su silueta se difumina en la lejanía
como si fuera parte de la tormenta nevada.
—Tengo mucho frío. —Ryutaro se queja en brazos de Inutaisho.
—No os preocupéis, pequeño hijo del dragón, dentro de poco estaremos
tomando una buena sopa de judías dulces en un sitio caliente. Cerrad los ojos,

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amo, y soñad con ese lugar —le recomienda el perro guardián del viento.
Una hora después, aún continúan caminando contra la ventisca.
—Ese hombre maldito —dice de pronto Kigei—, ese bastardo nos ha
abandonado.
—Mi maestro jamás haría algo así —replica Takemura.
—Entonces, poeta, ¿cómo explicas que no haya regresado aún? Yo creo
que nos quiere ver a todos muertos —opina Kigei, cruzándose aún más las
cuerdas que le sujetan su capa de juncos en un vano intento de retener el calor
de su cuerpo.
Takemura no responde. Sabe que su maestro volverá, no tiene ninguna
duda, siempre y cuando no se haya perdido entre la nieve.
—Puede haberse extraviado —dice Ren, como adivinando sus
pensamientos.
—No creo. La hoja en el río es arrastrada por el viento y parece que va a
la deriva, pero sigue el rumbo del agua. Así sucede sin duda con mi maestro.
—Sigamos un poco más —los alienta Ren. Y de pronto exclama—: ¡Me
parece haber visto alguien en aquel saliente de roca!
Pronto todos vislumbran lo que parece ser un hombre sentado sobre una
piedra, completamente cubierto de nieve.
Ya están muy cerca, pero la figura permanece inmóvil.
—No se mueve. —Kigei lo toca con el bastón. Luego quita la nieve que
cubre el rostro del desconocido y da un respingo—. Es un monje —afirma.
—¿Es Kiyoshi? —pregunta Ren, acercándose.
—No, este hombre lleva tiempo muerto. —Kigei observa el rostro
cadavérico del monje—. Diría que se ha practicado el sokushinbutsu, el ritual
de momificación en vida para unirse con los dioses. Debemos estar cerca de
un monasterio de ascetas del shugendo, los monjes guerreros yamabushi que
persiguen la iluminación a través del camino del ayuno y la disciplina.
Kigei da dos pasos atrás y se agacha frente al monje, hasta quedarse muy
quieto y con la cabeza gacha.
Sentado en la posición de loto en la que, seguramente, murió meditando,
su rostro carece de ojos y la piel es oscura, con aspecto de cuero. Entre sus
huesudas manos, sostiene un rosario.
A Kigei Arima la visión de la momia lo llena de inquietud.
Es capaz de derribar a cualquiera con un golpe de bô, pero jamás podría
doblegar el férreo espíritu de un asceta, un hombre que de forma voluntaria se
suicida en vida secando poco a poco su cuerpo con una dieta de cortezas de

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árboles e infusión venenosa urushi, la misma que se utiliza para el lacado de
las piezas ornamentales.
Como buen samurái, Kigei Arima proclama que no tiene miedo a la
muerte, pero esto es diferente: esto es morir un poco cada día.
Sabe que muchos de estos monjes se meten en su propia tumba,
encerrados en una estrecha caja de madera, donde su contacto con el exterior
es una caña de bambú por la que respiran.
Allí, en la posición del loto, tocan de vez en cuando una pequeña campana
para indicar que siguen con vida.
Cuando el sonido de la campana cesa, la momificación se ha producido, y
el monje ha alcanzado el sokushinbutsu.
Y ese ritual provoca en Kigei más respeto que mil batallas juntas. Hay que
poseer una fe inquebrantable para llegar a convertirse en un buda en vida, y
Kigei no la tiene. Jamás podría renunciar al sake ni a las mujeres. Su ánimo es
el de seguir en el mundo de los vivos deleitándose con los placeres mundanos
todo el tiempo que pueda. Ser una perla de rocío sobre la hierba, que al
amanecer desaparece, no es como le gusta vivir.
Kigei siente miedo, un profundo temor que le habla de la muerte, que
espera agazapada para atrapar a los que no han seguido, en vida, las reglas del
mundo espiritual.
—Ryutaro, no llores. —Ren intenta consolar a su hijo, y enseguida lo
exhorta—: Un samurái nunca llora.
—Tengo hambre y frío —se queja el pequeño—. ¿Dónde está Da? —
pregunta.
Ryutaro llama Da a Kiyoshi, porque le recuerda al regordete muñeco
daruma que le regaló por su cumpleaños.
—Toma.
Ren se quita las dos horquillas con las que se sujeta el cabello a ambos
lados de las sienes y se las ofrece a Ryutaro para que se entretenga.
El niño acaricia las piedras preciosas que las recubren. Brillan mucho,
tanto que le parecen luciérnagas, y a él le gustan mucho las luciérnagas.
—Te las dejo, pero ten cuidado con ellas —le pide Ren—. Y nada de
llevártelas a la boca, ¿de acuerdo, Ryutaro?
Pero, antes de que el niño pueda contestar, la voz de Kiyoshi se escucha
alta y clara entre la ventisca:
—¡Adelante! Vamos, por aquí.
—¡Da! —grita con júbilo Ryutaro, que echa a correr hacia la voz.

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El monje se agacha y abre los brazos para que el pequeño se refugie en
ellos.
—¿Me has echado de menos, hijo del dragón?
—Allí hay un hombre muerto —dice el niño, señalando hacia el monje
momificado.
—Sí, ya lo sé —contesta Kiyoshi—. Debéis haberos encontrado con el
maestro Tora, pero no te preocupes, pequeño, es un hombre santo y nada
malo puede hacerte. —Kiyoshi mira entonces a Ren—: Vamos, a pocos
metros está por fin la cascada.
Cuando llegan, gigantescos carámbanos helados cuelgan desde lo alto y
trepan por sus paredes.
—Debemos atravesarla —indica Kiyoshi—, pero hay que tener cuidado,
el muro de hielo se puede desprender y aplastarnos.
—Vamos —grita Ren—. Yo iré primero.
Con cuidado, sorteando los afilados estiletes de hielo, Ren cruza la
cascada.
—Por aquí, venid por aquí —señala—. Por esta brecha se puede pasar.
Cuando ya todos están al otro lado, Takemura mira atrás, a la cortina de
agua helada de un intenso azul que refleja la luz del sol que ya decae.
—¿Qué piensas? —pregunta Ren—. ¿Te has inspirado para un nuevo
poema?
—No —contesta Takemura—, pensaba en la deidad que vive dentro de la
cascada. Sin duda, estará enfadada con nosotros por haber perturbado su
tranquilidad.
—No te preocupes por eso —lo tranquiliza Ren—, y vayamos más
deprisa. Falta poco para que la noche descienda sobre el mundo, y antes
debemos llegar al santuario.

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Capítulo 72

El shôgun paciente

Tokugawa Ieyasu mira por la estrecha ventana de la fortaleza de Sumpu, el


castillo de la isla flotante, como lo conocen los habitantes de la ciudad.
El sol declina en su continuo rito.
Las lejanas colinas onduladas ya se bañan de oro, y las garzas que viven
en el río que bordea el castillo gritan en las orillas encharcadas.
Sí, la ciudad es hermosa, pero no se puede comparar con Edo, aunque
desde allí vislumbra una magnífica estampa del monte Fuji, y también le llega
el aroma del mar.
A esa hora, los pescadores están regresando de la bahía con el nuevo
cargamento de gambas rojas y atún maguro.
La vida es plácida en Sumpu, no en vano su nombre hace referencia a la
calma en las colinas.
Por eso ahora, en la vejez, él ha regresado a la ciudad de su juventud.
Tokugawa Ieyasu da un sorbo de té. Precisamente, Sumpu es famosa por
sus plantaciones de té, por los campos verdes que se despliegan en el paisaje
como infinitos tatamis.
«¿Dónde está, mi bello dragón, mi guerrera y dulce amada?». Tokugawa
Ieyasu piensa en Ren ante el tablero de go huérfano de contrincante.
Una partida de go es una conversación entre adversarios, un lenguaje sin
palabras, pero ahora el juego ha quedado incompleto, y Tokugawa Ieyasu no
sabe cuánto tiempo seguirá así.
Cada nueva piedra cambia la situación sobre el tablero, y el jugador debe
aprender a reconocer y valorar constantemente los cambios, tal como ahora
hace el viejo tejón Ieyasu.
—¿Otra vez sumido en la contemplación del ocaso, padre?
Hidetada acaba de entrar en la habitación.
—¿Y qué quieres que haga? Eres tú quien me ha despojado de cualquier
otra tarea, y solo me resta mirar cómo el sol se oculta y jugar al go conmigo
mismo.

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Hidetada observa un instante la imagen del tablero lleno de piedras
blancas y negras que sugiere el aparente caos en el que se esconde un orden
matemático preciso.
—El go es como la vida, padre: profundo y misterioso. Nos enseña a ser
audaces y, a la vez, prudentes. Un ataque improvisado descuida la defensa;
sin embargo, el exceso de precaución impide ver las oportunidades cuando se
presentan.
—Y tú has aprovechado tu ocasión —señala Ieyasu.
—Así es, padre, tal como tú lo hiciste en el pasado. Eres el mejor jugador
de go que conozco, pero en algún momento también tú puedes perder. Como
bien sabes, la victoria puede obtenerse por la acumulación de pequeñas
ventajas, aunque a veces es necesario arriesgar todo en una batalla decisiva.
¿Sabes? —prosigue Hidetada, y sus palabras destilan un terrible odio—.
Podría haberte matado, pero ya ves, soy magnánimo. ¿No hay que ser
compasivo para gobernar? Aunque reconozco que me está siendo más difícil
de lo que pensaba… Tus hombres, padre, se resisten a mi gobierno.
Tokugawa Ieyasu aparta la vista de la ventana y mira a su hijo.
—Por eso me has hecho ogosho —dice.
—Sí. Como shôgun enclaustrado, el pueblo pensará que sigue
obedeciéndote a ti, y yo podré manejar los hilos desde la sombra. No está mal
para un hijo en el que no creías, ¿verdad, padre?
Hidetada hace un gesto a un criado para que le sirva un chawan de té.
Luego se sienta sobre los talones en el tatami, en un zabuton junto a su padre.
—¿No te agrada haber vuelto a este castillo donde mi madre vivió sus
últimos días? —pregunta con un tono de cierta ironía—. Entre estos muros
pasé mi infancia…
—Sí —lo interrumpe Ieyasu—, eras un niño inquieto; te pasabas el día
correteando entre los soldados.
—Ahora ya no soy un niño, padre. Mataste mi inocencia cuando decidiste
convertirte en un asesino para hacerte con el poder, cuando mataste incluso a
mujeres y niños de tu propia familia. ¿Lo recuerdas? ¿Cuántos hombres
caídos en desgracia y pasados por las armas porque te insultaron cuando eras
niño?
Ieyasu permanece en silencio.
—No, padre, no seré yo el que te juzgue. Haría lo mismo sin dudarlo si
viera en peligro todo lo que hemos conseguido. Los hombres como nosotros
nos debemos al poder. Hemos nacido para gobernar a los débiles, para abatir a
nuestros enemigos, para ser recordados por las generaciones futuras como

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grandes guerreros. Con el tiempo —continúa Hidetada con vehemencia—, a
nadie le importa un cadáver más o menos, lo único que se recuerda es si
construimos puentes con bonitos ghibosi de bronce o si alzamos grandes
santuarios en la cima de las montañas.
—He llegado a un tiempo de mi vida en que el poder ya no me importa —
danzan en el aire las palabras de Ieyasu con infinita resignación—. Solo deseo
conocer qué has hecho con ella…
Hidetada sonríe. No contará a su padre que la hija del loto se le ha
escapado. Ese es, sin duda, un problema, porque, conociendo la naturaleza
salvaje de la mujer, sabe que tarde o temprano regresará para cobrarse
venganza. Pero ahora ha de concentrarse en hacerse fuerte y asegurar su
posición como nuevo shôgun.
—No te preocupes por esa perra —replica con desprecio—. Está viva aún,
pero jamás volverás a verla. —Hace un gesto al criado que sostiene la tetera
de loza con dibujos de crisantemos—: Sírveme más.
El criado vierte el té sobre el cuenco, y la estancia vuelve a perfumarse
con aroma de flores.
—¿Sabes cuál es el secreto del té, padre? —inquiere Hidetada tras dar un
sorbo—. Está en la paciencia en la que maduran sus brotes, en la paciencia
con la que reposa en la taza. Un verdadero gobernante debe ser paciente como
el té, mostrar su determinación y fuerza en caliente. Y yo, padre, creo que he
heredado tu imperturbabilidad. ¿Recuerdas la historia que me contabas de
niño sobre el pájaro que no quería cantar?
—Sí, cierto. Nobunaga, Hideyoshi y yo observábamos al pequeño cuco,
esperando a que comenzara a cantar. Nobunaga decía: «Pajarito, si no cantas,
acabaré contigo». Hideyoshi decía: «Pajarito, si no cantas, te obligaré a
hacerlo…».
—Sin embargo, tú, padre, dijiste: «Pajarito, si no cantas, esperaré hasta
que lo hagas».
—Sí, todo llega para el que sabe esperar…
—Así es, padre, y ahora ha llegado mi momento, el que he estado
aguardando con infinita paciencia.
—Pero no te olvides que la paciencia no lo es todo —sentencia Ieyasu, y
luego prosigue en tono condescendiente—: El alma de un guerrero debe ser
también clara, transparente como el fondo de la vasija donde se sirve el té.
Hidetada da otro pequeño sorbo.
—¿Transparente, dices? Las aguas profundas de los marjales son oscuras
y siniestras, y por eso la gente las teme y no se adentra en ellas. Pero no seré

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yo quien te contradiga… Ahora bebamos, padre, de estas vasijas claras por el
nuevo shôgun, y acallemos el ruido del mundo mientras aquietamos también
nuestra alma.
Ieyasu moja los labios en el cuenco. Vuelve de nuevo su vista a la
ventana.
Hidetada dibuja una cínica sonrisa.
Dejará que su padre supervise las obras de reconstrucción del castillo, que
redacte leyes y decretos para recaudar impuestos y que cace con los halcones.
Permitirá que ese viejo gordo pasee por el pinar de Miho no Matsubara que
corre paralelo al mar, las partidas de go y la preparación de los remedios
caseros de hierbas. Cosas banales.
Entretanto, él, Tokugawa Hidetada, tiene importantes planes para el
bakufu del sol naciente.
Un guerrero debe ser paciente, y también un buen estratega. Ahora que ya
es shôgun debe asegurar su posición, y para ello tendrá un papel esencial su
pequeña hija. Solo tiene siete años, pero su matrimonio lo asentará en el
poder.
—Me voy, padre, asuntos de estado me reclaman —se despide.
—Traedme papel y tinta —ordena Ieyasu.
Al punto, un criado aparece cargado con una pequeña mesita de madera
lacada. Sobre ella, papel de arroz, una pastilla de tinta y un pincel.

Los verdaderos hombres en la vida son aquellos que entienden el significado


de la palabra «paciencia». La paciencia significa restringir las inclinaciones
de uno. Hay siete emociones: alegría, furia, ansiedad, amor, dolor, miedo y
odio; y, si un hombre no cede frente a ninguna de ellas, entonces puede ser
llamado paciente. No soy tan fuerte como podría ser, pero he practicado y
conocido la paciencia desde temprano. Y, si mis descendientes desean ser
como yo, deben estudiar la paciencia.

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Capítulo 73

El santuario del velo de nieve

El santuario está a pocos kilómetros de la cascada.


El frío continúa siendo intenso, pero la perspectiva de la pronta llegada
hace que el camino se vuelva más ligero.
Al templo se accede a través de un secreto paso entre las nevadas
cumbres, únicamente señalado con un discreto torii rojo, ahora prácticamente
blanco bajo la nieve.
La noche está a punto de caer cuando cruzan un pliegue vertical en la
última colina. Desde allí, Ren distingue al fin un valle que se extiende al otro
lado, protegido por las blancas cordilleras.
Un peculiar rumor cae desde el cielo y se extiende por el paisaje helado.
—¿Qué es ese sonido? —pregunta Ren a Kiyoshi.
—Los monjes yamabushi están tocando la concha horagai para anunciar
nuestra llegada.
La senda que conduce al santuario, flanqueada por hayas centenarias, es
una calzada de piedra mullida por la nieve.
El viento sopla entre las retorcidas copas de los árboles conforme
descienden hacia el valle.
Abajo de la hondonada, un pequeño cementerio vive en el letargo de las
nieves perpetuas, y más allá se vislumbran algunas linternas de piedra
encendidas.
Quietud, silencio sepulcral; solo la voz del viento domestica la gélida
espesura.
Un monje vestido con una túnica blanca sale al encuentro de los recién
llegados. Los yamabushi siempre visten de blanco, el color de los muertos, ya
que, al vivir junto al espíritu de las sagradas montañas, se consideran un
puente entre el reino de la vida y el de la muerte.
Lleva al cuello un rosario de cuentas rojas y, colgado del cinturón con el
que sujeta la túnica, una caracola horagai.
Se apoya en un báculo, y a la espalda porta un altar portátil con escrituras
y útiles rituales.

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Completa su atuendo con una pequeña alfombra de piel de león, sujeta en
la parte posterior de la cintura, que utiliza para sentarse en la montaña.
—Sed bienvenidos al santuario del velo de nieve, al sagrado corazón de
las montañas. Mi nombre es O-Nami, «grandes olas» —dice con voz serena al
tiempo que inclina la espalda hacia delante y deja ver el tokin negro que lleva
sujeto a la cabeza por un cordón. La pequeña caja negra a modo de sombrero
también le sirve de cuenco para el agua—. El maestro Tora, «el tigre», nos
avisó de vuestra llegada. Debisteis conocerlo fuera del valle, en la última
cumbre antes de llegar aquí —explica el yamabushi—. Su deseo fue
permanecer como guardián de estas colinas para siempre, reverenciando el
alma de la nieve.
Entonces hace una reverencia delante de Kiyoshi.
—Viejo amigo, hace muchos años que no nos veíamos.
El monje Kiyoshi devuelve el saludo postrándose a los pies de O-Nami.
—Querido amigo, no hace falta —le dice O-Nami—. No somos ya unos
niños, y te costará levantarte. Además, tu vientre está más abultado que
cuando te marchaste de aquí.
—Yo siempre reverenciaré a mi maestro —dice Kiyoshi con respeto
mientras se levanta del suelo, no sin esfuerzo.
O-Nami es ya un anciano, pero sus ojos sagaces brillan como si fuera
joven. Tampoco su delgado cuerpo, que habla de una dieta austera, ni sus
manos ágiles, aunque nudosas, delatan su edad. Sí lo hace su cabello blanco,
que lleva muy largo y se une en el pecho con la barba que le cae desde el
mentón.
O-Nami y Kiyoshi cruzan sus miradas.
—Yo soy Ren —se presenta ella—, hija del loto, apodada «Dragón» por
mis enemigos. —Y, sin más, decide nombrar a los demás—: Viajo
acompañada del maestro de artes marciales Kigei Arima, el poeta Takemura,
mi hijo Ryutaro y mi criado Inutaisho.
O-Nami fija la mirada en la espada Kusanagi, que cuelga del cinturón de
Ren, pero no dice nada. Algo oscuro anida en sus ojos, algo que no debe ser
revelado aún, y Kiyoshi se da cuenta de ello enseguida.
A su gesto, O-Nami los conduce hasta la entrada del santuario, que se alza
junto a un cedro gigante de diez metros de circunferencia y más de mil años.
Abraza su tronco la gruesa cuerda shimenawa, que lo señala como árbol
sagrado.
Alrededor del santuario, se elevan unas pequeñas construcciones de
madera techadas con corteza de cedro donde viven los adoradores de las

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montañas.
—Antes de penetrar en nuestro recinto sagrado, debéis purificar alma y
cuerpo —les dice O-Nami, encaminándose hasta la fuente de las abluciones
temizuya.
Ren repara en que, en el fondo de la fuente, hay arena dorada.
—Las aguas corren límpidas, vienen directamente de las cascadas de las
montañas —explica O-Nami—, pero, como podéis ver, el lecho parece de
oro. Estas montañas son ricas en arena de hierro, y es por ello que, además de
a la oración, nos ocupamos en fabricar espadas samuráis. Hasta disponemos
de una pequeña fundición donde realizamos campanas y estatuas de Buda
para los templos.
Kiyoshi es el primero en tomar el cazo hishaku. Vierte agua en su mano
izquierda, y luego en la derecha. Después, echa un poco más de agua en la
izquierda y se la lleva a la boca. Por último, levanta el cazo para purificarlo
con el agua que resbala por el mango.
Ren enseña al pequeño Ryutaro y, cuando todos se han purificado por
dentro, O-Nami los conduce al pabellón central, donde reside la deidad.
La imagen de Fudo Myo-o, el inamovible rey de la sabiduría, preside la
entrada sentado sobre una roca que representa la estabilidad.
—Nuestra deidad es compasiva y ayuda a los seres a alcanzar la
iluminación, pero no tiene nada que ver con los dioses y diosas de rostros
sonrientes, como la diosa de la alegría Ame no Uzume —explica O-Nami,
como justificando que el rostro de Fudo Myo-o se muestre colérico.
Entonces, frente al rey inamovible, se inclina y recita un mantra.
Cuando termina, se dirige a Ren:
—Tú sin duda veneras a Hachiman, dios de los guerreros samurái…
—Sí, monje, pero también me inclino ante Fudo Myo-o. Un dios que
porta una espada es poderoso —dice Ren, fijándose en la espada flamígera
que la imagen empuña con la derecha.
—El poder del inamovible no solo radica en su espada —aclara O-Nami
—; en la izquierda sujeta una cuerda para sacar a flote a sus aliados.
—Honorable maestro —dice Kiyoshi—, es nuestro deseo permanecer en
este sagrado templo un tiempo. ¿Es esto posible?
O-Nami esboza una sonrisa:
—Todo es posible, si el destino así lo ha decidido, pero ahora os ruego
que me acompañéis. El niño parece helado y hambriento, y seguro que
apreciará unas ricas sembei.

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O-Nami hace sonar la concha horagai, y enseguida un monje mucho más
joven aparece para llevarse al niño.
—El resto debéis purificar aún vuestro cuerpo antes de entrar en las
dependencias del santuario —dice.
Los lleva entonces junto a un pequeño estanque rodeado de piedras y
musgo congelado.
—Meteos ahí. Mientras tanto, yo iré a buscar ropa seca.
Cuando O-Nami se va, Kigei protesta:
—Después del frío que he pasado, ese monje está loco si cree que voy a
meterme en agua helada.
—Haz lo que quieras, Kigei —replica Ren, que ya se está despojando del
haori—. Pero ya lo has escuchado: o te desvistes y te purificas en el agua, o
esta noche te quedarás bajo la nieve.
Ren dobla con cuidado la chaqueta y el pantalón. Se queda solo con el
naga juban, y así se mete en el agua. Su gesto no muda por el frío.
—Está caliente —anuncia.
—Es un onsen con agua cálida que mana a través de la tierra. Procede de
un volcán subterráneo —revela Kiyoshi, que se desviste también para entrar
en las aguas termales.
Kigei Arima y Takemura los imitan sin dudar.
Es reconfortante sentir la calidez del agua. Los miembros se
desentumecen, el cuerpo se vivifica.
No obstante, Kiyoshi y el maestro Kigei no permanecen mucho tiempo
dentro del agua y salen rápidamente del estanque para vestirse con las túnicas
que O-Nami les ha dejado en una piedra cercana. Desean entrar pronto en el
santuario, porque el hambre los asedia.
Ren y Takemura permanecen en el estanque un poco más.
El poeta mira al cielo.
Las estrellas son puntos lejanos en la noche negra.
De repente, la luna sale, espléndida como un dios.
—¿Algún poema para un momento así? —pregunta Ren.
Takemura clava sus profundos y serenos ojos oscuros en la mujer.
—No me mires así, pequeño mono —dice ella—. Me haces sentir
incómoda.
Se dispone a salir del agua, pero él la retiene.
—Espera un poco más, no salgas aún —le ruega.
Ella asiente, asegurándose aún más la máscara que le cubre la mitad del
rostro.

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—¿Por qué no te la quitas? —pregunta entonces Takemura.
Ren parece turbada.
—No, no puedo hacerlo; si lo hiciera, me sentiría desnuda ante ti.
Takemura alarga la mano y acaricia el oscuro antifaz.
Ren se repliega en sí misma, y en un acto reflejo baja la mano izquierda
para buscar su espada, pero Kusanagi no está dentro del agua.
—No vuelvas a hacer eso —lo conmina, molesta.
—La naturaleza de un escorpión es picar, pero no por eso el escorpión es
malo, solo sigue su naturaleza —sentencia Takemura.
—¿Y qué quieres decir, que yo soy como un escorpión?
—Puede ser que sí —murmura Takemura con resignación—. A veces me
pregunto si eres de verdad una mujer, alguien que desea ser amada…
—¿Es que no te parezco una mujer? —lo interrumpe Ren, más molesta
aún.
Y, tras decir esto, se pone en pie dentro del estanque. Su cuerpo se revela
a través de la ropa mojada, la negra melena le cubre los senos.
Takemura también se levanta. Toma a Ren por la cintura.
Ella no se resiste.
Entonces, con infinita ternura, la besa. A su alrededor, los copos de nieve
caen desde el cielo y flotan un instante sobre el agua para luego desaparecer.
—No vuelvas a hacerlo —le dice ella saliendo del onsen—. No vuelvas a
hacerlo o te mataré.
—Solo algo más, hija del loto —dice Takemura—. Supe del peligro en el
que te encontrabas por Shioda, el padre de tu hijo. Quiero decírtelo porque,
cuando una persona ama a otra, le desea la felicidad incluso si esa felicidad es
con alguien diferente.
En los ojos de Ren arden ascuas.
A medida que se aleja, le entran más ganas de llorar, pero no lo hará; un
samurái no se lamenta ni deja que las lágrimas asomen a su rostro.
Shioda, de nuevo.
Aunque quiere retener ese nombre en el corazón, no consigue alejar el
beso del poeta.
Takemura se ha quedado en el estanque. Deja que su cuerpo vuelva a
hundirse como si fuera un fardo muy pesado. Durante unos segundos,
mantiene la cabeza bajo el agua y aguanta la respiración. Luego sale a la
superficie y alza la mirada hacia las estrellas. Piensa en los labios de Ren, los
labios más dulces que ha conocido nunca.

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Capítulo 74

Luciérnagas de los kami

Haruki camina. Sus pies se hunden en la nieve.


La única voz que se oye es la del viento aullando entre las cumbres.
La ventisca la ha sorprendido en ese territorio helado erizado de altas
montañas, y se le hace difícil avanzar.
Haruki se detiene un momento y mira hacia delante. Los copos de nieve
que danzan con el viento le laceran el rostro.
—Estoy preparada para irme de este mundo —anuncia en un susurro, para
que los dioses que viajan en la tormenta la escuchen.
No tendrá una tumba, un lugar donde sus huesos descansen, ni tampoco
nadie, en el último día del otoño durante el festival de los muertos, encenderá
linternas de papel ni pondrá su nombre en ellas para que pueda ver el mundo
de los vivos una última vez.
Se quedará aquí, en este vasto infierno blanco, y servirá de alimento a las
alimañas.
«¿Qué será de mi hija Aiko y de mi esposo? ¿Alguna vez llorarán por
mí?», se pregunta.
Y Haruki se desploma.
Ahora es parte de la nieve, que, implacable, continúa cayendo sobre ella.
«¿Habrá tenido mi vida un propósito?», oye en su mente.
Ha pasado mucho tiempo desde que fuera una sombra en la casa del
cerezo, desde que aprendió a luchar con la viuda Chiyome; mucho también
desde que compartió las noches con el emperador, de aquel momento en el
que vio, en los profundos ojos verdes de Shioda, su futuro en Edo.
Ha pasado mucho tiempo y también, de una extraña manera, muy poco.
La nieve se extiende ante ella como el oleaje, un blanco páramo sin
horizonte, y las escenas de su vida desfilan imprecisas como personajes del
teatro kabuki.
Un sonido lejano se diluye en la ventisca.
En el mar blanco, suena una caracola.

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Con los ojos entreabiertos, Haruki percibe a una mujer alta, joven, de cutis
transparente, que avanza hacia ella casi sin rozar el suelo. Viste un kimono
blanco ceñido con un gran obi rojo. El cabello negro, larguísimo, está
entretejido con cintas de seda también rojas.
—Yuuki-onna —la llama Haruki con voz débil, tendiendo la mano hacia
el espíritu—, aquí te aguardo, ven a por mí. Haz conmigo lo que haces con
todos los que se pierden en la tormenta, sóplame tu aire helado para que me
convierta en estatua de hielo.
El fantasma se acerca lentamente y, una vez llega junto a la mujer, se
arrodilla y con la mano helada le acaricia el rostro.
Haruki posa su mirada en el espectro y se desmaya.
Entre la nieve, como apariciones, surgen cuatro místicos de las montañas.
—Vive —anuncia uno de ellos—. Llevémosla al santuario.

Shioda ha seguido siempre hacia el norte.


Una fuerza lo impulsa a seguir, a no detenerse, y así ha llegado al
territorio helado en el que en estos momentos se encuentra.
Ha ascendido cumbres y bajado a valles donde el hielo se remansaba, pero
está cansado y hambriento.
Y ahora lo envuelve una ventisca.
Los copos de nieve, que viajan veloces en el viento, se le clavan en los
ojos como cuchillos; el horizonte blanco lo ciega y nubla su mente.
Aun así, continúa adelante.
No sabe qué encontrará, tampoco busca, pero se impele a ir más allá de
los picos nevados, de los bosques donde tiemblan los árboles, de los
monstruos congelados que se descuelgan de las cornisas y las paredes de las
montañas.
«Hachiman, dios de los ocho estandartes que vives en el sonido del
choque de las espadas, no me abandones; pero, si has de hacerlo, que no sea
antes de haber encontrado a Haruki», ruega para sí.
Pero la nieve cae implacable, ajena a las plegarias de Shioda.
Frente a él, una catarata congelada.
«No hay camino, aquí se acaba todo», se dice.
Shioda clava las rodillas en la nieve y se sienta sobre los talones.
Cierra los ojos.
Aunque está detenida por el hielo, percibe el eco del agua. Imagina su
rumor, su cadencia, cómo resbala desde lo alto y se desliza entre las rocas.

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¡Cuántas veces el maestro Kigei lo sumergió en un torrente helado para
forjar su cuerpo y su espíritu de samurái! ¡Cuántas horas pasó escuchando el
lenguaje del agua y aprendiendo de la fuerza de la cascada! Y, aun así, ahora
todo ha de concluir en este remoto lugar.
Si pudiera volver atrás, cambiaría la ira y la venganza, lo cambiaría todo
por sentir junto a su pecho la respiración de su hijo, pero los kami deciden, y
su vida debe detenerse ahí, como el vacío rumor de la cascada.
Shioda abre los ojos un momento. Frente a él, los carámbanos amenazan
el suelo.
Y, de repente, se fija: parece que algo brilla tras el curso detenido del
agua.
Con agilidad, se levanta y atraviesa la catarata por la parte más accesible,
para acercarse al destello.
La luz proviene de una horquilla de cabello adornada con piedras
preciosas.
«Alguien ha pasado por aquí, y no hace mucho».
Shioda tiembla. Por delante, el camino parece continuar.
Pero no ha avanzado mucho cuando de nuevo se siente perdido.
«Hachiman, no sé por dónde seguir. Apiádate de mí, envíame una señal».
Como respondiendo a su ruego, algo destellea en un pliegue de la
montaña.
Un torii y, prendido en un saliente de la madera, otra brillante horquilla
igual a la anterior.
«Luciérnagas de los kami para alumbrar a los samuráis perdidos», piensa
Shioda. «O quizás Haruki ha pasado por aquí…». Pero nunca ha visto esos
caros adornos en el cabello de su esposa. «Sea lo que sea, me hubiera sido
imposible dar con esta entrada si estas brillantes luciérnagas no me hubieran
mostrado la senda», se dice esperanzado.
De pronto, el sonido de una concha horagai lo saca de sus pensamientos.
Shioda sonríe. Debe haber un santuario cerca. Los adoradores de las
montañas utilizan ese medio para comunicarse. Puede que aún no haya
acabado todo para él.
Cuando franquea la senda de hayas que conduce al valle, lo saludan las
linternas de piedra encendidas que señalan el camino al santuario del velo de
nieve. Y Shioda suspira, aliviado.

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Capítulo 75

Donde el viento es el suspiro de los dioses

El maestro O-Nami franquea la puerta del pabellón principal.


El tamagaki lo guarda del ruido del mundo exterior. La valla que rodea el
templo está hecha de antiguos árboles sakaki, plantados muchos años antes.
A un lado y a otro, se extienden los bosques nevados del dios protector.
O-Nami se descalza, inclina la cabeza dos veces y toca la campana que
hay a la entrada para anunciar al dios que viene a rezar.
El austero templo huele a vieja madera encerrada, un aroma benéfico que
propicia el recogimiento y la oración.
Fuera, el viento juega con los copos de nieve, impetuoso como la vida
mortal.
Ren observa en silencio cómo el monje penetra en el recinto sagrado.
Está quieta en medio de la nieve, pero ni en ese hermoso lugar consigue
remansar sus pensamientos, que se agitan en todas direcciones.
«¿Es que acaso los seres humanos somos como estos copos que bailan a
merced del aire, impulsivos, vertiginosos, fugaces?», se pregunta.
El anciano de la luna ata el hilo rojo del destino a cada persona que nace,
y cada hilo nos une con todos aquellos que están en nuestra vida por una
razón desconocida.
Es el destino quien teje de forma incansable la urdimbre de hilos dorados
y de hilos negros, de momentos dichosos y tristes. Luego los kami inscriben
los reencuentros en el libro del cielo, y así queda bordada la existencia mortal.
Eso es sin duda así, porque, si no, no es capaz de concebir cómo Shioda y
Sombra están en este remoto y apartado lugar, en este escondite secreto al que
es difícil llegar si no te guía la providencia.
Shioda se acerca en silencio; sus pisadas son amortiguadas por la nieve.
—Para mí también ha sido una sorpresa encontrarte aquí —dice, y en su
voz se esconden muchas más palabras que luchan por salir pero que no lo
hacen.
Ren lo mira, y en los insondables ojos verdes de Shioda ve su infancia en
la casa del cerezo, el pasado en el que era feliz a su lado, ese lugar dentro de

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su corazón donde el lobo de la venganza, ese del que le hablaba Yuuki, aún
no existía.
De repente, todo se le presenta como en un sueño: la mayoría de edad, los
paseos a la orilla del mar, las noches buscando estrellas y aquella tarde en el
río donde descubrió a la vez el amor y el odio.
Ha cargado con un peso excesivo todos estos años, pero ha conseguido
mantenerse a flote gracias a la idea de venganza.
Ahora tiene a Shioda delante, pero está cansada. No de la dura marcha
entre la ventisca, sino exhausta de vagar en la existencia perdida como en una
tormenta de nieve.
No obstante, seguirá luchando, continuará alentando el sentimiento de
rencor, porque le da miedo enfrentarse a una vida sin tal propósito.
Se lleva la mano al cinto. Kusanagi se agita de una forma imperceptible
que solo ella comprende. Y es que la espada infernal de la serpiente tiene por
fin delante a la que fue su presa.
«Cierra el círculo», parece decirle la espada. «Mátalo, hazlo ahora y todo
acabará, el sufrimiento cesará cuando tu venganza se consuma».
Entonces Shioda habla:
—Ren, no deseo luchar contigo. Sé que tengo un hijo, y debemos
abandonar nuestras diferencias por él.
La hija del loto se revuelve como un animal al que le hubieran pisado la
cola.
—Podría negarte que Ryutaro es hijo tuyo, pero no lo voy a hacer, aunque
podría haber sido hijo de todos los hombres que han pasado por mi lecho —
replica con desprecio—. Pero jamás perdonaré…
—Mira mi brazo. —Shioda la interrumpe—. Lo que me quitaste fue
mucho. Un samurái no puede manejarse solo con un brazo —dice con
resignación—, y, aun así, he olvidado.
—Tú has olvidado, pero yo, no —exclama Ren con contundencia—.
Jamás podré hacerlo. Y ahora, vete de mi vista, si no quieres que saque a
bailar mi espada y te deje sin el otro brazo.
Shioda quiere decir algo, pero se contiene.
—Un momento —lo detiene Ren cuando el hombre se vuelve para
marcharse—. Quisiera darte las gracias…
—¿Las gracias? —pregunta Shioda, sorprendido.
—Sí, fuimos entrenados por el mismo maestro, y la cortesía es uno de los
valores que deben regir nuestra existencia como samuráis, aunque tú hace
mucho tiempo que abandonaras la senda para convertirte en ninja sin señor,

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en un perro sin dueño, sin darte cuenta de que el halcón de un daimyo vuela
más alto. Hace mucho que elegiste ser solo un comediante, un farsante que
vive la vida de otros en el teatro kabuki…
—No oses juzgar mis decisiones en esta vida… Cada persona es libre de
elegir su destino —replica él, molesto—. Y ahora dime por qué querías darme
las gracias.
—Sé que buscaste a Takemura para que nos avisara de que Hidetada
pretendía matarnos… Pero ¿cómo te enteraste?
—No importa cómo lo supe, pero lo hice para proteger a nuestro hijo. Has
de saber que Tokugawa Hidetada es ahora shôgun. ¿No quieres saber qué ha
sucedido con Tokugawa Ieyasu, con tu amante?
Ren golpea en el suelo con el pie, y la nieve se alborota a su alrededor.
—¿Y tú hablas de no juzgar; tú, que no paras de hacerlo conmigo; tú, que
te casaste con mi sombra; tú…?
—Déjalo ya… Sigues siendo la misma niña caprichosa y soberbia. ¿No
has aprendido nada?
—¿Y tú? ¿Has aprendido algo tú?
Shioda la toma por la cintura. Es algo espontáneo. Sus miradas se
encuentran de nuevo. Están muy cerca, en el espacio de un beso.
Ren siente el poderoso cuerpo de Shioda junto al suyo; respira su aliento,
como aquella tarde de hace años en el río.
Ensimismados el uno en el otro, no reparan en que Haruki los observa en
la distancia.
Ren intenta liberarse con brusquedad, pero el brazo de Shioda es poderoso
y no lo consigue; o quizás es que no desea hacerlo.
—Tengo aún otra advertencia para ti —le dice en un susurro Shioda—:
Kigei, ese bastardo despreciable al que llamas maestro, es un traidor al
servicio de Tokugawa Hidetada.
Shioda libera a Ren y le pone en la mano la nota que se llevó del castillo
de Edo.
—Toma, por si no me crees. Esto lo escribió él.
Ren desdobla en papel.

Mi señora ha decidido huir. Ignoro adónde nos dirigimos. Estoy al


servicio del nuevo shôgun. Yo mismo le ofreceré la cabeza de la hija
del loto y su espada inmortal, para mayor gloria de Tokugawa
Hidetada, señor de todo el imperio del sol naciente.

Maestro Arima Kigei

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—¡Perro sarnoso! —exclama Ren, iracunda—. Juro por todos los kami de
este y de mil mundos que acabaré con él.
—Si prefieres que me ocupe yo…
—Es mi honor el que se ha visto comprometido, es a mí a quien han
traicionado. —La voz de Ren se eleva con furia por encima del viento—. Ese
bastardo desagradecido probará la hoja de mi espada. No hace falta hablar
más de esto, Shioda. La voz de un guerrero es su espada, y ella es la que debe
hablar ahora.
—Hai.
Shioda inclina la cabeza.
—No quiero tu agradecimiento, solo te pido ver a mi hijo.
Y, tras decir esto, se marcha.
En ese momento, O-Nami sale del templo.
Ren no repara en ello, porque sigue mirando cómo Shioda se aleja entre la
nieve.
—Cada día doy gracias a Fudo Myo-o por haberme liberado de las
pasiones humanas —las palabras del monje transmiten calma, y Ren, todavía
alterada, se remansa en ellas.
—Tienes mucha suerte —dice Ren al monje—. Las pasiones son como
los vientos: necesarios para dar movimiento a todo, aunque a menudo causan
huracanes.
—Bueno, aquí, en la soledad de la nieve de las montañas, no tenemos
mucho de eso. —O-Nami sonríe—. Aquí, en nuestro santuario, el viento no es
un huracán, sino el suspiro de los dioses. Nosotros buscamos la iluminación,
pero, como decía el maestro Tora, al que conociste en la cumbre de la
montaña: «Antes de la iluminación, cortar leña y acarrear agua. Después de la
iluminación, cortar leña y acarrear agua». A veces, las preocupaciones pasan
ocupándose.
—Una gran verdad —afirma Ren—, pero, cuando el odio se ha instalado
en el alma…, es difícil.
—Supongo que es una cuestión de elección…
—¿Elección?
—Sí, todos podemos elegir si alimentar al lobo bueno o al lobo malo que
anidan en nuestro interior —sentencia O-Nami.
Ren recuerda las palabras de Yuuki.
—Una vez, alguien que dio su vida por mí me dijo esas mismas palabras
—murmura.

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—Sí, imagino que fue Yuuki Kitsune —afirma convencido O-Nami—. El
zorro blanco del este, mi mejor alumna.
—¿Cómo es posible? —pregunta Ren, sorprendida por la revelación.
—Yuuki Kitsune perfeccionó en este santuario su técnica con la naginata.
Ella me llamaba «el cortador de flechas», y pronto aprendió a cortar una
flecha en vuelo con su lanza.
—Nunca me contó nada de esto… Aunque yo la conocí muy poco tiempo
—explica Ren.
—Hija —el tono del monje ahora es familiar—, todo esto, me refiero a
este instante que estamos compartiendo bajo la nieve, estaba ya decidido
antes de tu nacimiento. Ahora ya estás en casa.
—¿En casa?
—Sí, hija, en casa. ¿No reconoces en este lugar con el que a veces sueñas,
la morada de Kusanagi? De aquí salió la espada de la serpiente. Por fin ha
regresado, y te ha traído a ti con ella —explica O-Nami.
—¿Es eso posible? —pregunta, extrañada—. ¿Es posible que este sea el
hogar de Kusanagi?
—Sí hija. Te lo contaré todo —dice el anciano con voz serena—, pero no
será ahora. El día declina ya, y creo que será más conveniente buscar mañana
un lugar confortable y avisar a Kiyoshi para que se una a la conversación.
Ren está entrenada en la paciencia, aunque a veces le cueste mucho
renunciar a obtener lo que ansía de forma inmediata.
—Sea como dices, monje.
—Te lo agradezco, hija. Este momento no es para desvelar secretos, sino
para luchar.
—¿Para luchar, dices? —vuelve a sorprenderse Ren.
—Sí —afirma O-Nami—. Me gustaría comprobar tu destreza en un
combate. He oído decir que eres el mejor samurái de nuestra tierra del sol
naciente, y deseo medir mis fuerzas contigo para comprobarlo.
Ren observa al monje con cierto desprecio. Es un anciano, parece tener
cien años. Pero sabe que no debe fiarse de las apariencias; los monjes
guerreros forjan de forma férrea su cuerpo y su espíritu, y es difícil ganarlos
en combate.
—Nunca subestimes al contrario —le recomienda el maestro como
adivinando sus pensamientos—. La mayoría de las veces la debilidad no está
en el otro, sino en nosotros mismos.
—Está bien, lucharé contigo, monje —decide Ren, y luego añade—.
¿Dónde está tu espada?

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O-Nami sonríe.
—Si te parece conveniente, no lucharemos con la espada, sino con la
naginata —contesta.
—¡Sea!
Ren prefiere la espada a esa lanza larga con hoja curva en el extremo, pero
la naginata es el arma de los monjes guerreros, los yamabushi, y acepta
otorgar esa ventaja a O-Nami.
No demasiado lejos, en un recinto apartado, hay una pequeña casa de
madera en cuyo porche descansan dos naginatas.
—Toma la que prefieras —le dice O-Nami.
—Para mí es igual —dice Ren.
Coge la que está más cerca y calibra su peso en la mano.
Si bien ella pronto se decantó por la espada, sabe que la mayoría de las
mujeres de los clanes samuráis son expertas en esta arma, como Yuuki
Kitsune y su cortadora de libélulas.
Los contrincantes se saludan juntando las hojas y bajando la cabeza.
El combate comienza.

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Capítulo 76

Namazu

Shioda descorre las fusuma y penetra en la estancia.


Haruki, de rodillas, extiende los futones.
Lleva puesto el naga juban. La ropa es ligera y permite adivinar los
contornos de su cuerpo.
—¿Sabes? —dice Haruki en un susurro—. Yo siempre te amé.
Sus palabras lo pillan por sorpresa. Haruki nunca ha expresado de forma
tan clara sus sentimientos.
—¿Por qué me dices esto ahora, Haruki? —solo acierta a preguntar
Shioda.
Ella, todavía de rodillas en el tatami, levanta la mirada hacia su esposo.
—Te lo digo porque quiero que sepas que no me casé contigo porque la
viuda Chiyome me lo ordenara.
Se hace el silencio entre los dos.
Quizás Haruki espera a que Shioda le confiese también algo, pero esto no
sucede, así que prosigue:
—Te lo digo porque deseo que seas libre para unirte a mi antigua señora y
a tu hijo.
Haruki lo dice con tristeza en el corazón, pero al mismo tiempo se siente
liberada de un gran peso.
—¿Cómo sabes lo de Ryutaro? —pregunta Shioda.
—No importa cómo me he enterado, esposo mío —dice Haruki con
dulzura—. Yo no he podido darte un hijo, y ahora lo tienes, y lo justo es que
estés con tu verdadera familia…
—¿Qué significan tus palabras? —la interrumpe Shioda.
Haruki vuelve el rostro hacia el tatami para que Shioda no perciba que hay
lágrimas en sus ojos.
—Significa, amado esposo, que te dejo libre. —Su voz tiembla, pero
pronto se hace más fuerte—: Es mi deseo regresar a Edo cuanto antes.
Entonces Shioda comprende: Haruki ha debido verlo con Ren hace unos
instantes.

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—Esposa, lo que has visto no es…
—¿Qué, esposo mío, no es qué?
—No es lo que imaginas —dice Shioda, mientras sus ojos verdes buscan
la mirada oscura de Haruki—. No puedes volver a Edo. El emperador ha
decretado tu exilio y, si regresas, pondrás tu vida en peligro.
—¿Se te ha olvidado que una vez nos escondimos en Yoshiwara y nadie
nos descubrió? Además, ya nada importa, Shioda.
Es la primera vez que Haruki lo llama por su nombre. Siempre se ha
dirigido a él como «esposo».
—No, no puedes marcharte… —vacila Shioda—. No debes marcharte.
—Y, sin embargo, iré junto a Aiko, la hija que nos aguarda en Yoshiwara,
la hija que no es de tu sangre.
Shioda está confuso.
—No hablemos más de esto, mujer; no es el momento de decidir nada —
responde al fin.
Haruki se incorpora. En silencio, se viste el kimono de pinos bordados y,
por encima, la chaqueta haori. Luego hace una reverencia a su esposo y
abandona la estancia.
Shioda ve cómo se aleja a través de las shoji. Pronto su silueta se pierde
en el horizonte blanco.
Haruki desea alejarse de allí y olvidar que alguna vez aspiró la dulce
fragancia de la dicha, pero antes debe hacer algo. Los dioses le han concedido
la oportunidad de redimir el pasado.
De pronto, una sacudida. La tierra se agita.
Namazu, el siluro gigante que habita más allá de las montañas nevadas, en
los abismos del mar, se mueve. Se ha liberado de la gran roca sagrada que lo
mantiene anclado a las profundidades.
El mundo se estremece.
Shioda corre al encuentro de Haruki, que se ha quedado quieta a pocos
metros, bajo la protección del gran cedro sagrado.
—Haruki, mi Haruki.
Ella se refugia en la oquedad de su hombro.
El pequeño temblor ha pasado, y Haruki se siente feliz. En esos momentos
en los que Namazu se ha estremecido bajo el mar, Shioda no ha pensado ni en
Ren ni en su hijo, sino en ella.

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Capítulo 77
[29]
Hasu-ko

Esa noche, el maestro Kigei Arima es una sombra entre los árboles.
Sin hacer ruido, abandona el santuario donde ahora todos duermen y se
encamina al bosque de cedros, que bajo la luna llena parecen fantasmas entre
la nieve. La luna es un sol pálido que ilumina la silueta de los árboles.
Antes ha tomado un poco de paja de su camastro, y también cabello de
Ren de uno de sus peines, y ha confeccionado un wara ningyo.
Se ha llegado frente a un cedro sagrado. Allí practicará el ritual Ushi no
koku Mairi y mandará a su señora al inframundo.
Es la hora del buey, la hora en la que todo yace detenido: los animales
están en sus madrigueras, el mundo descansa en el silencio, la nieve ha dejado
de caer, pues el sueño es el delgado hilo que nos une con la muerte.
Es el momento preciso para llevar a cabo la maldición, cuando los
espíritus que provienen de otras existencias vagan por los bosques para
encontrarse con los mortales.
Kigei toma el muñeco de paja con apariencia de mujer y lo inserta en el
tronco del árbol con un clavo de hierro.
El ruido alerta a un pájaro de negras alas, que sale volando del árbol.
Kigei da un respingo y mira hacia atrás, porque siente el peso de una
mirada tras de sí.
En la distancia, escudriña bien cada árbol, pero no ve a nadie.
«Debo tener cuidado. Si alguien me viera, la maldición recaería sobre
mí», piensa.
Con pasos que se hunden en la blanda nieve, Kigei Arima atraviesa el
bosque de cedros en dirección al santuario, pero una gran bola de nieve le
corta el paso.
«Es extraño», piensa, «no recuerdo haberla visto hace un rato».
La bola es muy grande; parece de algodón, quizá cubra una enorme
piedra.
Pero, de pronto, alumbrada por la luna, una figura pálida emerge de ella.
El maestro Kigei saca su espada.

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—¿Quién eres? —grita. Y sus palabras se deshacen en el frío de la noche.
Entonces Arima Kigei muda el rostro.
No puede ser. Es imposible que sea Hasu-ko, la esposa de su antiguo
maestro Kiyoshi.
—Bikkurishita![30] ¡No puedes ser tú! —Y ahora su voz es un susurro—.
Estás muerta, yo te maté.
Un eco que repite la última palabra, que luego se deshace en el aire
helado.
La mujer permanece suspendida en la noche. Lleva un kimono blanco
atado al revés, y el cabello negro le resbala por la espalda hasta la cintura. Sus
ojos son también negros, pero iluminados por la luna adquieren un extraño
brillo.
Tiene extendida la mano hacia Kigei, y lo señala con un dedo. Desde
abajo, una luz espectral le ilumina el rostro.
—Te atravesaré con mi espada si no desapareces. Vete ya, regresa al
mundo de los muertos del que nunca debiste salir —grita, y adelanta su
espada en un vano intento de atravesar con ella al espíritu—. Tú lo has
querido: te maté con mis manos una vez, y ahora haré lo mismo con mi
espada —aúlla como un lobo entre la nieve, mientras da mandobles
intentando ensartar con la espada a la aparición. Pero es inútil, porque la
mujer y el aire de la noche son lo mismo.
Entonces, como si fuera otro fantasma, aparece Kiyoshi.
—¿Qué haces aquí? ¿Desde cuándo me espías? —pregunta Kigei, y su
voz tiembla al hablar.
—Ahora la ves, ¿verdad? ¿Tú también puedes verla?
—No sé de qué me hablas.
—De Hasu-ko, de mi amada esposa —dice Kiyoshi en un susurro que se
pierde entre los árboles.
Kigei ha empalidecido. No puede apartar la vista de la mujer a la que
rompió el cuello aquella lejana noche en Banshu.
Él no teme a los vivos, pero no quiere saber nada de los muertos.
Kiyoshi deja en el suelo la bolsa que siempre lleva colgada del cinturón.
Al hacerlo, esta se abre y una reluciente calavera asoma por ella.
—Creo que el momento ha llegado —dice el monje, sacando la espada.
Kiyoshi esgrime el arma en el aire, pero Kigei no se defiende. La visión
de la pelada calavera le llena de temor.
Allí, entre la nieve, se arrodilla.

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—Mátame si es lo que deseas, y acabemos ya con esto —grita—. Cobra
ya tu venganza para que pueda redimirme y no encontrarme con ella en el
yomi.
Kiyoshi está a punto de descargar la espada en el cuello de su antiguo
alumno, pero el espectro de Hasu-ko lo detiene. Sujeta la hoja con la lívida
mano, y sus ojos, impasibles al brillo de la vida, le hablan a Kiyoshi del poder
del perdón.
El monje lo intenta otra vez, pero de nuevo la espada queda en el aire.
—No, mi amor. —La voz de Hasu-ko es como el aleteo de una mariposa.
—Adorada esposa, déjame que complete mi venganza, y luego podremos
unirnos en el otro mundo para siempre.
Hasu-ko lo mira.
Durante unos instantes, Kiyoshi ve en sus ojos el pasado en la provincia
de Banshu, cuando era el maestro de artes marciales y vivía en armonía junto
a su pequeño lirio.
—Debes saber que nunca estaré sola, porque llevaba a nuestra niña en mi
interior cuando todo pasó. Pero ya nada se puede cambiar, y ahora tienes otro
niño al que guiar —le dice con voz dulcísima.
Kiyoshi sabe que Hasu-ko se refiere a Ryutaro.
—Entierra mi calavera, ríndeme honores en una ceremonia de difuntos, y
deja que mi alma descanse al fin, amor mío —le ruega.
El monje deja caer la espada y aprieta fuerte los puños. Al instante, acerca
a Kigei y lo golpea con saña.
—No solo me arrebataste a mi mujer, sino también a la niña que llevaba
en sus entrañas. Malnacido, ¡seas mal nacido! Yo te maldigo por siempre.
Deseo que jamás encuentres la tranquilidad en este mundo, bastardo —clama
Kiyoshi, y mientras lo hace sus palabras escapan libres junto con toda su rabia
y su sed de venganza.
Kigei intenta defenderse, y al fin logra escapar de los golpes y echa a
correr.
Kiyoshi no lo persigue.
En vez de eso, se deja caer sobre la nieve, que lo acoge como en un
abrazo, y se queda allí viendo cómo el fantasma de su querida esposa Hasu-ko
se desvanece entre la luz de la luna.

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Capítulo 78

Aprender de la nieve

Ren no ha podido dormir. La causa no ha sido el incómodo cojín de juncos


que le ha servido como almohada, sino la revelación de Shioda.
«¡Ese bastardo despreciable de Kigei! ¡Ese al que todos llaman maestro y
que no es más que un uragirimono, un sucio traidor!», piensa una y otra vez.
Tumbada en el lecho, observa los difuminados contornos del paisaje a
través de las lánguidas sombras de la shoji. Extiende el brazo, desliza el panel
traslúcido, y la mañana se cuela reluciente en la estancia, bañando todo de
oro.
Arrebujada en el futón, es agradable ver que el sol brilla en la nieve.
Ren tiene hambre.
Aún sobre el tatami queda la cena intacta a base de plantas silvestres,
ciruela salada y vegetales.
De pronto se siente feliz, y no solo por el regalo de la mañana, sino
porque hoy será el día en que Kigei pague con su vida la afrenta que le ha
hecho. Al fin Kusanagi podrá bailar fuera del cinto.

O-Nami, seguido de varios monjes, se pierde por el sendero que conduce al


valle.
El monje parece un anciano débil y quebradizo, pero su espíritu alberga
una gran fuerza.
Ren ha podido comprobarlo durante el combate.
Su orgullo ha quedado pisoteado por el impecable dominio del monje con
la naginata.
De hecho, la ha vencido.
Ella, el mejor samurái de la tierra del sol naciente, la guardiana de
Kusanagi, ha sido derrotada por un anciano.
En verdad, creer que el enemigo débil no puede dañarnos es creer que una
chispa no puede provocar un incendio.

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Es cierto que dicen que los yamabushi poseen poderes sobrenaturales, no
en vano se los relaciona con los tengû, pero aquel monje no luchaba como un
dios de la montaña, sino como un hombre. Su naginata describía círculos en
el aire en un perfecto control del arma. Monje y lanza eran lo mismo.
—Todo es cuestión de repetición. Si uno repite el mismo acto todos los
días, con absoluta regularidad, es capaz de llegar a propiciar un cambio en la
sustancia del mundo.
Esa fue la explicación de O-Nami cuando, con un último golpe certero, la
desarmó.
Qué humildad y, al mismo tiempo, cuánta excelencia en sus palabras. Qué
exquisita pulcritud en el arte de la lucha, completamente desprovista de la
arrogancia propia de un guerrero.
—Te preocupa ganar, y la necesidad de ganar te quita fuerza —también le
dijo.
—¿Qué debo hacer para luchar como tú? —le preguntó ella.
—La primera lección es aprender de la nieve. —Fue la contestación del
monje—. Nosotros, los adoradores de las montañas, tenemos una conexión
espiritual con la naturaleza: ella nos enseña.

Ren se levanta y viste el hakama y el hanten acolchado.


—¡Inutaisho! —llama.
El criado, que ha permanecido toda la noche tumbado como un leal perro
tras las fusuma, aparece al instante.
—¿Dónde está mi hijo? —quiere saber Ren.
Inutaisho baja la cabeza y tensa la espalda.
—Mi noble señora, el hijo del dragón salió temprano a pasear por los
montes con el maestro Kiyoshi y Takemura. Me dijeron que no los
esperáramos hasta bien entrada la tarde.
—Bien, entonces busca a Kigei y tráelo a mi presencia.
—Sí, noble ama.
En el exiguo porche, y mientras el aire fresco de las montañas acaricia su
rostro, Ren contempla la nieve.
«Aprender de la nieve», recuerda.
La nieve cubre todo con su manto blanco y hermoso. No importa lo que
hay debajo; ya puede ser el más sucio de los basureros, la nieve oculta su
fealdad. Pero la inmundicia continúa ahí, bajo el velo limpio e inmaculado.

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Ren sabe que jamás alcanzará el paraíso de los eirei. Ha dejado tras de sí
demasiadas muertes, y aun así no logra aplacar su sed de venganza.
Y eso continuará igual, porque hoy Kusanagi se clavará en el inmundo
corazón del maestro Kigei.
Como una señal de los kami, distingue a su maestro, que se encamina,
hacia el bosque de cedros.
Ren se ata la chaqueta con el haori-himo y se dispone a ir tras Kigei, pero,
antes de que pueda hacerlo, se percata de que alguien más lo persigue: Haruki
va tras sus pasos.
A una distancia prudencial, Ren los sigue, y luego, cuando llega al
bosque, se esconde tras un árbol para observarlos.
Haruki alcanza a Kigei.
Kigei se sobresalta al oír a Haruki y pone la mano en el cinto.
—¿Quién eres? ¿Acaso un fantasma con alguna cuenta pendiente?
—No —responde Haruki con tranquilidad—. No soy un fantasma, soy
solo una mujer que se siente sola.
Su voz es agradable y serena, y transporta a Kigei a otros tiempos en que
no se sentía viejo y era capaz de pasar una noche entera sin dormir en brazos
de las prostitutas del barrio del placer. Aquellas mujeres delicadas, casi niñas,
que olían a rocío en pétalos de flores frescas, se peleaban por yacer con él a
cambio de una moneda.
—¿En verdad no eres un espíritu? —insiste, recordando lo acontecido la
noche pasada.
Haruki se acerca más.
—No hace falta que saques la espada, no soy peligrosa.
Kigei puede aspirar el perfume limpio de su cabello y presentir la dulzura
de su cuerpo a través del ondulante kimono.
—Puedes tocarme si lo deseas para comprobar que no te engaño y que soy
de carne y hueso.
Kigei extiende vacilante la mano y le roza uno de los senos.
Haruki gime como un gato.
—Sí —afirma Kigei—, está claro que eres mortal. Te encontraron los
monjes en la nieve: eres la esposa de Shioda, mi antiguo amo.
—Así es, mi nombre es Haruki.
—«Brillo de sol», muy apropiado —asevera Kigei, retirando la mano del
cuerpo de la mujer.
Esta lo mira maliciosa:

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—He traído bebida, podemos pasar un buen rato. Estarás conmigo en que
estos monjes no saben divertirse.
A Kigei se le encienden los ojos de alegría y codicia.
Esta mañana los dioses le son propicios. Esta mañana vivirá entre las
piernas de esa joven y bella aparición mortal.
Haruki le tiende una pequeña calabaza.
—Mira, he robado esto —le dice, al tiempo que la destapa—. Un sake
hecho con hierbas que los monjes se reservan solo para ellos.
El hombre, sin pensárselo, da un sorbo.
—Maldición —exclama Kigei, haciendo un gesto de desaprobación y
alejando la calabaza de su boca—. Esto sabe a rayos, es el peor sake que he
probado nunca…
—Pero al menos calienta por dentro. —Haruki sonríe y acerca sus labios a
los de Kigei.
Este se repliega.
—Mujer, tanta confianza me asquea.
Haruki da un paso atrás, pero en ese momento Kigei la agarra por el
cuello y la atrae hacia él.
—Terminemos ya con este juego del gato y el ratón, mujer.
Y baja las manos de su cuello y las mete bajo el kimono. Haruki se resiste
levemente.
—Sí —susurra—, pero antes bebe otro poco y brindemos por este
encuentro. Sé que este sake tiene unas propiedades que hacen que sientas el
placer durante más tiempo.
A Kigei le tienta demasiado el poder prolongar el momento. A sus más de
cincuenta primaveras, no aguanta tanto como antaño.
—Pues, si es así como dices, beberé otro poco, aunque este brebaje sepa a
kusaya.
Kigei da un buen trago. Pero, en cuanto lo hace, siente que la vista se le
nubla.
—¿Qué me has dado, perra? ¿Qué es lo que me has dado?
Arima Kigei se desploma sobre la nieve, y entonces Haruki sonríe
triunfante.
—Yo soy aquella pequeña sombra a la que ultrajaste, aquella niña que no
pudo defenderse en la noche de su mayoría de edad, la que vivía con los
perros en las caballerizas del clan Sakura y a la que golpeabas sin piedad.
Kigei abre mucho los ojos mientras intenta reconocer en la mujer que
tiene delante a la sombra que compró en el mercado para la hija del clan del

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cerezo.
Intenta hablar, pero no puede. Tampoco puede moverse.
—Las palabras jamás volverán a ti. Tus miembros están paralizados. Te
he dado un brebaje de cortezas de árboles y raíces de plantas venenosas, al
que he añadido la resina que utilizan los monjes para preservar los cuerpos de
la corrupción. Su efecto es inmediato. Primero te queda paralizado; días
después la piel se pegará al hueso. La muerte llegará lentamente, aunque tu
cuerpo estará a salvo de la putrefacción. Me hice experta en este tipo de
infusiones cuando trabajaba al servicio de la viuda Chiyome…
Pero Haruki no puede seguir hablando porque, de forma inesperada, Ren
sale de su escondite.
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué sucede?
—Esto no os incumbe, antigua ama, es algo personal —exclama Haruki,
sorprendida al verla.
—No, Sombra —objeta Ren—, estás equivocada. Esto me incumbe, y
mucho: este cerdo me debe algo.
Por primera vez, Haruki mira a su señora a los ojos.
—Cuando era niña —le dice con tristeza—, no entendía que mi ama lo
tuviera todo y yo no tuviera nada, pero es algo que superé con el tiempo. Ya
no soy la sombra de nadie. Mi nombre no es Sombra —sentencia con
dignidad.
—Discúlpame, Haruki —dice Ren, más dulce—, pero yo también era una
niña, yo también recibía golpes… Tener una sombra es la costumbre de un
samurái…
—Detén tus palabras, antigua ama. Hay costumbres que es mejor
erradicar, pero eso no me ocupa ahora, puesto que el tiempo ya ha pasado. En
este momento, mis preocupaciones son otras, porque aquí, en este lugar
sagrado, voy a condenar mi alma al yomi para consumar mi venganza.
—¿Tu venganza, dices? Son mi venganza y mi honor lo que se ha visto
comprometidos por este bastardo.
Entonces Haruki exclama con un hilo de voz que no llega a las copas de
los árboles:
—Ignoro cuál es tu afrenta, pero este malnacido abusó de mí cuando era
una niña. ¿La deuda que tienes que saldar es tan grande como la mía?
Ren mira a Kigei, derrumbado sobre la nieve.
—Eres despreciable —le dice—. Levántate, sucio bastardo.
—No puede —explica Haruki—. Le he dado una bebida envenenada que
lo mantendrá inmovilizado.

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—Es tuyo —sentencia entonces Ren—. En verdad que tu afrenta es
mucho más grave que la mía. Redime tu pasado y manda a este kono yaro al
inframundo.
En lo más profundo de los ojos de rata astuta de Arima Kigei se adivina el
miedo, porque sabe que por fin ha sido cazado.
Aun así, reluce un pequeño brillo. Él no acabará aquí.
A su mente acude la predicción que le hizo hace años el anciano kataribe
del clan del cerezo:

El futuro está en el pasado. El pasado está en el futuro. La nieve


borra el sendero. La noche es larga. Hay una pequeña sombra, pero
tú, como un dios, cubierto de oro, mirarás a los mortales postrarse a
tus pies.

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Capítulo 79

La primera lección

Shioda mira, desde el bosque colgado del escarpado monte, a Kiyoshi y


Takemura, que están en el cementerio que vive en la hondonada del valle.
Ryutaro va con ellos.
En el horizonte blanco, la figura de su pequeño hijo no es más grande que
una liebre, pero Shioda siente con fuerza los latidos de su corazón fuerte
porque se imagina el instante en el que al fin pueda abrazarlo.
El monje Kiyoshi, sentado sobre los talones, observa el agujero que
Takemura ha excavado junto a una tumba.
Sabe que debe dejar marchar a Hasu-ko, pero le cuesta separarse de esa
calavera que lo ha acompañado tantos años.
Porque ese pelado cráneo es todo lo que queda de su amada esposa.
—Maestro, es la hora —anuncia Takemura.
Kiyoshi asiente y mira la calavera de Hasu-ko que sostiene en una mano.
La luz del sol se encarna en ella. Lenta y suavemente, la deposita, como si de
un recién nacido se tratara, en la boca húmeda y fría de la tierra.
—Mi amada Hasu-ko, mi pequeño lirio, descansa en paz en este bello
lugar alejado de las miserias del mundo.
Takemura cubre la fosa.
Esa noche, los copos de nieve que caerán de la boca del cielo vestirán la
tumba de blanco, y en primavera, cuando el sol gane la batalla contra el hielo,
se convertirán en llanto.
La mano del monje no queda mucho tiempo huérfana. Ryutaro se agarra a
ella.
Kiyoshi lo mira con dulzura, recordando las palabras de su esposa:
«Tienes un niño al que guiar». Y por eso se acuerda también de Miyamoto
Musashi: «Que el maestro se vuelva aguja y el discípulo hilo, y que los dos
entrenen sin descanso».
Y al fin Kiyoshi sonríe, porque un maestro nada es sin un discípulo.
A sus sesenta y cinco años, los dioses le han dado la oportunidad de poder
adiestrar a un nuevo alumno.

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A su lado, en ese momento, Takemura descubre la silueta de Shioda
recortada sobre el perfil de las montañas.
—¿Quién es? —quiere saber Kiyoshi.
—Es Shioda. ¿Os acordáis, maestro, de aquel rōnin junto al río?
—Sí, sé que los yamabushi lo trajeron, junto con su esposa. Estaban
perdidos en la nieve. Sin duda es una señal de los kami que todos nos
hayamos reunido en este sagrado lugar. —Kiyoshi repara en el gesto que
dibuja Takemura—: ¿Por qué de pronto el pájaro de la tristeza se ha posado
en tu corazón?
Takemura no contesta; en vez de eso, pide a Ryutaro:
—Pequeño, tráeme aquella piedra de allí, la que tiene forma de tortuga —
dice.
Solo cuando el niño se aleja lo suficiente, el poeta habla:
—Ese samurái caído en desgracia, ese antiguo rōnin, es el padre de
Ryutaro.
A Kiyoshi no lo pilla por sorpresa, él conoce el alma humana.
—¿Estás seguro de ello? —pregunta.
Takemura inclina la cabeza en señal de afirmación.
Kiyoshi vuelve la vista hacia la montaña para intentar definir mejor al
hombre. Él piensa que el rostro revela de qué está hecha el alma, pero Shioda
está demasiado lejos para poder apreciar nada.
—Toma, la tortuga.
Ryutaro baja la cabeza y alarga ambas manos hacia Takemura para
ofrecerle la piedra.
—Es preciosa, ¿verdad, pequeño? —dice el poeta—. ¿Sabes que las
tortugas tienen el secreto de los cielos y la tierra dentro de su caparazón?
Guárdala, te traerá suerte.
Ryutaro coge de nuevo la piedra y la envuelve entre sus manos. Sonríe,
pero, al hacerlo, su rostro, lejos de resultar luminoso, se muestra sombrío,
quizá por la máscara que le cubre la marca de nacimiento.
—Quítate eso —le ordena entonces el monje, señalando la máscara.
—Pero mamá no quiere que me la quite —se asombra el pequeño.
Kiyoshi le acaricia el rostro y, luego, lentamente, le desprende el embozo.
Ryutaro está a punto de llorar, pero el monje lo tranquiliza:
—Pequeño hijo del dragón, nunca ocultes tu verdadera naturaleza. Tú eres
único en el universo, y tu marca es una señal de los dioses para que recuerdes
que esta cicatriz es el lugar por donde entra la luz.

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Ryutaro no entiende sus palabras, pero en el fondo está contento de
librarse de ese antifaz que le impide sentir sobre su rostro la caricia del sol y
el asombro de la nieve.
—Ve a por él, Takemura. —Kiyoshi señala al horizonte, hacia donde se
oculta Shioda—. Si es como dices, ya es hora de que el rōnin conozca a su
hijo.
—Maestro, no pongo en duda vuestras buenas intenciones, pero ¿no sería
mejor que esa decisión la tomara Ren?
—¿Acaso puedes hablar a las libélulas del hielo? Si seguimos esperando,
querido Takemura, creo que Ren no lo hará nunca, y un padre debe conocer a
su hijo. —Hace una mueca, e insiste—. Ve por él, tráelo aquí, mientras yo
elevaré mis oraciones a la diosa Amaterasu para que acoja el alma de mi
amada Hasu-ko y la lleve a las praderas celestiales donde siempre brilla el sol.
Takemura inclina la cabeza hacia su maestro y marcha a cumplir la orden.
—Ven, Ryutaro —dice con cariño Kiyoshi—. Arrodíllate aquí conmigo.
Ahora respira muy hondo desde la planta de los pies y hunde las manos en la
blanda nieve. ¿Qué sientes?
—Está fría —exclama el niño.
Kiyoshi ríe, y su tripa ríe con él.
Eso es algo que le gusta mucho a Ryutaro, que también se echa a reír.
—Sí, Ryutaro, está fría, pero hay algo más: deja la mano sobre la nieve y
escucha. Si cierras los ojos y pones atención, podrás sentir el alma que vive
en ella. Ese espíritu nos dice que bajo el blanco manto nada se detiene, todo
está en continuo movimiento. Animales y plantas hibernan, esperan
pacientemente a que regrese la primavera y, mientras tanto, conservan su
energía. La nieve los protege. La nieve también oculta los senderos, pero
siguen ahí debajo, aunque no podamos verlos. Cuando luches, debes ser
nieve, porque la nieve nunca está dormida. Nos muestra la actitud de fortaleza
que conviene adoptar dentro de la calma. La tranquilidad es el coraje en
reposo. Los copos de nieve son livianos, no se pueden atravesar con la espada
y, sin embargo, cuando caen en la tierra envuelven hasta la roca más dura,
tomando su forma; de esa misma manera tú debes adaptarte a tu adversario, a
su rapidez, a su método de combate. La nieve es blanda, y al mismo tiempo
dura. Recuerda, pequeño Ryutaro: aprende de la nieve, sé nieve. Esa es la
primera lección.
Luego, mientras Ryutaro juega con la piedra en forma de tortuga, Kiyoshi
cierra los ojos para ver mejor a Hasu-ko. Y, en silencio, brotan en él, como
brotan las estaciones, los felices recuerdos junto a su esposa. Cuando una

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ligera brisa le acaricia el rostro, Kiyoshi sabe que el alma de su amada esposa
ha sido al fin liberada.

Shioda, en silencio, con una reverencia keirei, inclinando la espalda treinta


grados, saluda a Kiyoshi.
El monje le acerca al niño.
El nudo en la garganta no permite que las palabras acudan a la boca de
Shioda.
Él, que ha ensartado con la espada a más hombres de los que recuerda,
que se ha enfrentado al dolor y la muerte, que ha expuesto su alma desnuda a
mil desiertos, es incapaz ahora de decir nada.
—Ryutaro —dice con voz dulce Kiyoshi—, saluda a tu padre.
Al principio, el niño parece confundido. «Padre» es una palabra que nunca
ha escuchado. Pero no tarda en pegar los brazos al cuerpo y, tenso, se inclina
hacia delante.
Shioda, con extrema delicadeza, alarga la mano para rozar con ella el
rostro de su hijo, como para asegurarse de que no es una aparición que se
desvanecerá como niebla.
Es entonces cuando se percata de la señal que le marca el rostro, como a
Ren, pero no dice nada. Lo toma en brazos y lo aprieta fuerte contra su pecho.
—Honorable shudo-shi, jamás olvidaré que gracias a ti he podido conocer
a mi hijo —le dice.
Shioda deja a Ryutaro en el suelo.
—¿Qué ocultas en la mano, hijo?
La voz se le quiebra cuando pronuncia esta última palabra.
El pequeño abre la mano y le muestra la piedra.
—Toma —le dice, ofreciéndole la tortuga—. Es para tener buena suerte.
Después, como si nada hubiera sucedido, el hijo del dragón se pone a
corretear por entre las tumbas.

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Capítulo 80

El buda secreto

—Te ayudaré.
Haruki ha contado a Ren lo que tiene destinado para el maestro Kigei, y
esta ha decidido ayudarla.
Quizá, en cierta manera, se siente responsable.
Nunca le importó aquella niña sucia y desgarbada que jugaba con los
perros en el clan del cerezo. Ella se crio en un mundo en el que tener una
sombra que atrajera sobre sí todas las desgracias era algo que no se
cuestionaba, algo normal, pero ahora se plantea si, de alguna forma, está en
deuda con Haruki.
Ahora, después de tantos años, sombra y ama vuelven a compartir
camino. Y juntas arrastran el cuerpo del maestro de artes marciales, que deja
una estela en la blanca nieve.
La coleta, trenzada en seda roja, es como un pequeño animal que sigue al
cortejo.
Kigei es consciente de todo, pero no puede moverse. Intenta alargar la
cabeza para mirarse la mano derecha. Solo tiene cuatro dedos, pues el señor
de Sakura le cortó el dedo que le falta en un arranque de ira, pero no puede
verse la mano.
Sí ve cómo brilla el sol en lo alto del cielo, pero no siente su calor. Los
árboles se suceden como sus pensamientos. Hace muchos años, cuando era un
niño, se comportaba bien y leía en la escuela de artes marciales a Lao Tzu
mientras acarreaba agua:

Mira, y no podrás verlo.


Escucha, y no podrás oírlo.
Extiende tu mano, y no podrás asirlo.

Ahora recuerda eso, quizá porque él está ahora en este estado del que
hablaba el viejo maestro de El libro del sendero.

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Era un niño bueno que hacía lo que todos esperaban de él, pero los
hombres, cuando crecen no pueden ser buenos; si no, el mundo se los
comería. Por el contrario, deben tomar por sí mismos todo lo que ansía su
corazón, porque, si no, otros vendrán a por ello.
Por eso no se arrepiente de nada: Hasu-ko, Haruki, su antiguo maestro
Kiyoshi, su señor de la montaña…
La fuerza se impone a la debilidad. La flaqueza no gana a la fortaleza.
Solo los más despiadados animales sobreviven, y él sabe que lo hará, que
logrará salir de esta. Sabe que el kataribe no se equivocó, nunca lo hizo con
sus predicciones, por eso está tranquilo y confía en la suerte de los malvados.
—Es ahí, ya llegamos —anuncia Haruki, señalando el tatara.
El edificio que alberga el horno, y que utilizan los monjes como
fundición, tiene sólidos pilares que brotan de la tierra como robustos árboles.
—Vamos dentro —dice Haruki.
—¿Seguro que no hay nadie? —duda Ren.
—Seguro —afirma, convencida, Haruki—. Cada dos días, los monjes
recorren la montaña para rezar a la deidad de la cascada, y solo regresan al
santuario cuando el sol declina, así que tenemos tiempo —explica—. Aun así,
no debemos demorarnos.
Ren asiente.
Y juntas arrastran al maestro Kigei al interior.
—Este cerdo pesa mucho —resopla Haruki.
Sin soltar el cuerpo de Kigei, empuja el odo, y la gran puerta de madera se
abre con un leve crujido.
El techo es muy alto, pero, a través de los travesaños de madera del
tejado, se filtra algo de claridad.
Se aprecian entonces los firmes contornos de las bañeras de madera, los
recipientes de arcilla, el gran fuelle de pie para enfriar el hierro y, en el
centro, un horno parecido a una caldera.
El suelo, de tierra compactada, hace que las mujeres pisen de forma
irregular, como si caminaran aún por la nieve.
—Aquí los monjes forjan las espadas con acero tamahagane —explica
Haruki.
A Ren le gusta esa palabra, porque eso debe ser la espada para un
samurái: una gema preciosa.
A un lado, varias katanas reposan junto a algunas campanas de todos los
tamaños.

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Cerca del horno, hay un gran buda sentado en la posición de loto. La
mano derecha reposa sobre la izquierda, y su rostro transmite una sensación
de tranquilidad.
Un pequeño haz luminoso se posa sobre él y el bronce del que está hecho
se ilumina como si fuera oro. Al verlo, Ren recuerda lo que le contó O-Nami
cuando llegaron al santuario: que aquellas montañas eran ricas en arena de
hierro.
—Es muy bella —musita Ren en voz baja. Y en ese momento, ante la
magnífica visión de la estatua, que emana serenidad, flaquea—. ¿Estás segura
de lo que vamos a hacer? Sabes que nos condenaremos y vagaremos
eternamente por el yomi. Y créeme si te digo que es un lugar donde no existe
el reposo.
Haruki detiene en ella sus ojos oscuros.
—Tendremos toda la vida para redimirnos, pero créeme también si te digo
que hacemos un favor al mundo haciendo desaparecer a este ser despreciable.
—Sea entonces, hagámoslo rápido —sentencia Ren.
—Uno de los monjes me explicó que la figura está hueca. La fabricaron
por partes, y luego unieron todo el armazón con clavos y abrazaderas de
hierro —revela Haruki—. Hay que quitar los pernos para poder abrir la
figura.
—Déjame, lo haré con mi espada —resuelve Ren, y con certeros golpes
comienza a extraer los pernos que sujetan los clavos entre sí.
Ahora ya la figura del buda puede abrirse en dos, como una manzana.
—Vamos, hay que meterlo dentro —ordena Ren.
Con gran esfuerzo, las dos levantan el pesado cuerpo de Kigei y lo
empujan al interior de la estatua.
Allí lo acomodan en posición de loto.
La cárcel de bronce es angosta, y han tenido que empujar a Kigei hasta
que sus miembros paralizados se han adaptado a la forma del buda.
—Ahora solo queda cerrarla de nuevo —dice Haruki—. Mañana los
monjes tienen previsto sellarla de forma definitiva con polvo de hierro. Luego
le echarán por encima arena dorada, esa que una vez compacta se asemeja al
oro.
Arima Kigei mantiene los ojos muy abiertos. Tiembla. Duda de su
salvación. Tal vez su fin sí sea acabar como un sokushinbutsu, un asceta del
shugendo momificado en vida.
Ni en sus peores pesadillas imaginó esto.

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Quiere salir de allí, arrodillarse, echarse a los pies de las dos mujeres para
ser perdonado, pero solo puede pedir clemencia con sus ojos crueles de rata
astuta que por fin ha sido atrapada.
Mientras la cárcel de hierro se cierra para siempre, Kigei regresa a una
tarde en Banshu y a los versos de Lao Tzu:

Los hombres nacen suaves y blandos;


muertos, son rígidos y duros.
Las plantas nacen flexibles y tiernas;
Muertas, son quebradizas y secas.
Así, quien sea rígido e inflexible
es un discípulo de la muerte.
Quien sea suave y adaptable
es un discípulo de la vida.
Lo duro y rígido se quebrará.
Lo suave y flexible prevalecerá.

Y así ha sido para él a tenor del maléfico plan de su sombra, de esa niña
que tuvo en sus brazos y que compró en el mercado, la niña que dejó de serlo
cuando él la deshonró. Lo cierto es que, al final, lo más delicado del mundo
puede con lo más duro.
A través de la última rendija de la estatua, Kigei deja reposar su mirada en
la efímera belleza de la udumbara. La diminuta flor de tallo de cabello y
pétalos blancos, que nace cada tres mil años, ha brotado dentro del interior de
la coraza de cobre.
Entonces Kigei sonríe, aunque en su cara ningún músculo se eleve en la
mueca.
«Ese viejo perro sarnoso del kataribe nunca se equivoca en sus
predicciones», piensa. «Bien lo dijo: “Tú, como un dios, cubierto de oro,
mirarás a los mortales postrarse a tus pies”».

—¿Sabes lo que pienso, Haruki? —dice Ren mientras se alejan del lugar
—. Pienso en que el maestro Kigei ha luchado toda la vida por ocupar un
lugar destacado. Para ello tuvo que traicionar todo lo que para un samurái es
sagrado: el honor, la generosidad…
Pero Ren calla, porque se acaba de dar cuenta de que ella está caminando
por la misma senda.

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—Sí —afirma Haruki—, pero al final ese perro lo ha conseguido: muchos
se arrodillarán ante él, aunque no sepan que es él quien está en el interior de la
estatua. Por cierto, ¿no conoces el destino de este buda, verdad?
—Lo ignoro —contesta Ren.
Entonces Haruki se lo revela, con brillo en los ojos:
—Es un buda secreto que partirá mañana hacia las montañas Kōyasan,
donde será exhibido una vez cada quinientos años.

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Capítulo 81

Ser loto

Ren contempla a Kusanagi.


Sobre el improvisado altar de madera, un contenedor de incienso en forma
de pájaro arde lentamente.
Entre el fragante vaho del incienso, que espesa el aire, vislumbra escenas
pasadas que se mueven ante ella como sombras en la pared.
La tarde muere, y la noche presagia frío y oscuridad.
O-Nami y Kiyoshi permanecen en silencio sentados sobre los talones.
—Honorable monje, ¿por qué dijiste que he vuelto a casa? Sospecho que
no es solo porque este sea el hogar de Kusanagi. —Las palabras salen de sus
labios débiles, como las luces de las linternas de papel que iluminan la
estancia.
—Para responderte, debemos comenzar por el principio —responde al
punto O-Nami. Hace una pausa—. Has de saber que conocí a tu madre en este
santuario. Llegó aquí para completar su entrenamiento, al igual que su
hermana, Yuuki Kitsune. Mientras ella practicaba la forma, yo percibía el
vacío de su alma. Al fin me contó que llevaba en su vientre a un hijo Sakura.
—Eso es un gran deshonor —lo interrumpe Ren, furiosa—, ya no solo por
la traición a su esposo, el señor de Kumagai, sino porque nuestros clanes eran
rivales.
O-Nami la mira con ojos bondadosos.
—Juzgar las acciones de los otros es tanto como juzgarnos a nosotros
mismos. El sol no sabe de buenos o malos, calienta a todos por igual —
sentencia—. Los seres humanos no somos más que una brizna de hierba o una
hoja de un árbol.
Es el momento propicio, porque las voces se acallan unos segundos, y
Inutaisho trae el té. Esa es la señal para entrar sin molestar.
También en silencio, vierte el líquido humeante en los chawanes, y luego
sale de la estancia tan sigilosamente como ha entrado.
Ren toma el chawan y da un sorbo largo.

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O-Nami la observa. Él toma solo un poco; lo mantiene en la boca durante
un instante para sentir su perfume y su consistencia.
—Deleitarse con el momento presente, ¿no es eso la mayor de las dichas?
—exclama el anciano.
Kiyoshi asiente con una leve inclinación de cabeza, y lo imita.
Pero Ren se impacienta.
—¿Podemos seguir? —dice—. Necesito respuestas.
—Hija del loto —responde O-Nami con parsimonia—, la impaciencia
huye, mientras que la paciencia resiste. Ahora es el momento del té.
Ren sabe entonces que debe guardar silencio y refrenar a su alma,
angustiada por conocer la verdad, y se sumerge en la experiencia de saborear
el té hasta que su chawan queda vacío.
Es entonces cuando O-Nami prosigue:
—Tu madre sabía que el hijo que esperaba era una niña, y deseaba que se
criara con su verdadero padre. Ella me dijo: «El cuarto mes del séptimo día de
la era tenshô, cuando los cerezos comiencen a florecer, mi hija tendrá un año
y estará en el festival hanami en Heian-kyo. Ese será el momento de que la
niña regrese con su padre. Entonces yo encargué la misión a mi más querido
discípulo, Kiyoshi».
—¿Tú, monje? ¿Tú me llevaste al campo de cerezos donde me encontró
Sakura? —pregunta Ren a Kiyoshi, cuya su mirada vuelve a posarse sobre la
espada, como un pájaro que regresa de nuevo al nido.
—Sí, así fue —afirma el monje—. En un descuido, cerca de la ribera del
río Kamo, te dejé e en ese campo lleno de flores blancas donde te encontró el
señor de Sakura. Y esa noche, una niña se perdió en la casa de la montaña
para nacer de nuevo en la casa del cerezo. Yo vi cómo tu padre te recogió y te
montó sobre su caballo para llevarte con él. Tu madre se lo había contado
todo a Sakura Tomokyo y, cuando vio el emblema del clan de la montaña en
tus ropas, supo que tú eras su hija.
—¿Y nuestro encuentro en el puente? —quiere saber Ren.
—Ya sabes que yo no creo en las casualidades, sino más bien en las
causalidades, pero a veces no hay que hacer nada para que los hilos del
destino se crucen. Los dioses se encargan de ello —explica Kiyoshi.
—Así es —afirma O-Nami, y sigue su relato—. En este santuario
guardamos desde hace más de mil años el Kojiki[31], el libro donde se
registran las cosas antiguas. Allí se narra la creación del mundo por los kami,
las crónicas de la corte imperial y la historia de Kusanagi. La espada infernal
fue forjada en el inframundo y escondida en el vientre de la serpiente de dos

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cabezas para que los mortales no pudieran hacerse con su poder. Nosotros, los
monjes yamabushi, hemos custodiado esa espada durante generaciones en un
lugar secreto: el estanque de las rosas de nieve. Pero tu madre lo descubrió, y
una noche abrió en dos el vientre de la serpiente, liberando a Kusanagi de su
cárcel de escamas. Cuando la espada emergió de nuevo al mundo, la doncella
que guardaba a la serpiente murió, y tu madre se convirtió en su protectora.
Es así: un guardián debe morir para que otro ocupe su lugar. Otohime se llevó
a Kusanagi para dar con ella muerte a la esposa de Sakura, que también
esperaba un niño…
—Pero mi madre podía haberla matado con su espada, no tenía que haber
tomado a Kusanagi para eso —dice Ren.
—Te equivocas —responde O-Nami—. Ella no quería manchar el alma de
su espada del loto, porque sabía que algún día sería tuya. Además, necesitaba
el impulso maligno de Kusanagi para poder culminar su siniestro plan. El
alma de tu madre era un alma luminosa, y sin la serpiente nunca hubiera
podido asesinar a sangre fría a una mujer inocente y al niño que llevaba en sus
entrañas.
Ren mira su espada, y siente cómo un escalofrío le recorre el cuerpo.
Kusanagi emite un leve sonido; es el quejido de un moribundo, pero
parece que ella es la única que puede escucharlo.
Es cierto que, para un samurái, la espada es su alma, pero Kusanagi ejerce
sobre ella un influjo extraño. Desde el instante en que su madre se la ofreció
en el yomi, el alma oscura de esa hoja forma ya parte de la suya propia. Se
han fundido en una.
Y esa alma desea huir, escapar de la cárcel de la habitación a través la
shoji, para luego confundirse en la noche terminar clavándose en el estómago
de cualquier desfavorecido.
Ajeno a esto, O-Nami continúa:
—Has de saber que, tiempo después, encontré el espíritu de tu madre
vagando por el bosque de cedros donde habitan los que han partido del mundo
de los vivos. Era un yurei atormentado. Al ver una brecha abierta en su cuello,
supe que se había dado muerte. Seguramente no soportó la idea de vivir sin
amor y sin honor. Ahora, tú eres la guardiana de la espada, pero puedes
liberarte de ella, si así lo deseas. En el río rápido y abrupto de la vida, siempre
podemos dejarnos llevar por la corriente o abandonarla para buscar un curso
de agua más tranquilo. El fin de cualquier espada, incluida Kusanagi, no es
herir, sino redimir.

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El anciano ha dicho esto último mientras acaricia el rosario de cuentas
rojas que lleva colgado al cuello.
—No creo que sea tan fácil como eso —replica Ren—. El poder de
Kusanagi me ha convertido en el mejor samurái de la tierra del sol naciente.
Mis enemigos tiemblan dentro de sus armaduras cuando me ven, el dragón se
ha convertido en símbolo de valentía y coraje. Abandonar ese derecho ganado
a golpe de espada sería un acto que solo haría un tonto o, peor aún, un loco.
Quizá mi destino sea continuar honrando la sombra de la espada de la
serpiente por siempre.
O-Nami y Kiyoshi intercambian una mirada.
—Sí… —dice Kiyoshi—, si perdieras la espada, solo quedarías tú, y
puedo comprender que eso te asuste. El ser únicamente uno mismo y tener
que renunciar al poder para quedarse desnudo ante la vida da miedo.
—Kiyoshi —replica Ren, furiosa—, siempre has sido un pobre hombre,
alguien que ignora lo que es ser kensei, convertirse en el mejor. Deberías
saber que yo no tengo miedo a nada…
—Entonces escoge —dice Kiyoshi, haciendo caso omiso de su furia y sus
reproches—. Opta por continuar sirviendo a la espada o ser simplemente loto.
—Y aquí está la segunda lección —añade O-Nami, antes de que Ren
conteste—: habitar tu nombre. Hace muchos años, cuando llegué a este
monasterio, mi maestro Tora me dijo esto mismo: «Habita tu nombre». Yo
era un muchacho impetuoso que conocía el arte de la guerra, pero que no era
capaz de ganar ningún combate. Mi maestro me recomendó pasar una noche
en vela pensando en mi nombre. Y así lo hice. Aquella noche, en el silencio
del templo, me di cuenta de que O-Nami significaba «grandes olas». Entonces
vi, tal como te estoy viendo ahora, unas olas inmensas que entraban en el
templo y arrasaban con todo. Se llevaban por delante las linternas encendidas,
las estatuas, el techo de corteza de ciprés… A la mañana siguiente, mi nombre
había echado raíces en mí, ya había habitado mi nombre, y desde ese
momento fui capaz de luchar como las grandes olas lo hacen en el mar
cuando hay tempestad. Tú eres Ren O Suke, la hija del loto —prosigue el
monje—, pero no sabes qué significa eso. Ser loto es nacer cada mañana,
emerger pura del fango, abrirse paso desde el fondo de la oscuridad del
pantano para elevarse desde la humildad, abandonando los apegos de este
mundo carnal. Si al final optas por ser loto, debes saber que para desprenderte
de la espada basta con que la claves en el vientre de una serpiente una noche
en la que la luna llena ilumine el estanque de las rosas de nieve. —Hace una

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pausa, y luego le da un último consejo—: Hija del loto, escucha a tu corazón,
que es el que guarda el espíritu de tu fuego.
Cuando O-Nami y Kiyoshi se van, Ren sigue aún entre la niebla que
envuelve en incienso a su espada infernal.
Ryutaro se acerca a su madre antes de que Inutaisho lo acueste. Su sonrisa
inesperada, libre de la máscara, lo ha salvado.
Al ver su rostro, todo tiembla alrededor de Ren, pero pronto se aquieta.
La noche se abre perfumada como una flor de loto.

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Capítulo 82

Yume

—Debe haber algún modo de que Ryutaro pueda pasar más tiempo
conmigo —dice Shioda a Haruki—. Necesito recuperar estos años sin él.
Haruki lo mira con dulzura. Le está peinando la larga cabellera negra.
—¿Te dijo algo cuando lo conociste?
—Me dio esto. —El hombre le muestra la piedra en forma de tortuga—.
Comentó que me traería suerte.
Shioda sonríe, y en ese gesto parece estar contenida toda la ternura del
mundo, pues el rostro se le ilumina. O quizá sea el reflejo de los faroles de
papel encendidos, que comienzan a dibujar en la estancia destellos dorados.
Haruki nunca había visto sonreír así a su esposo. Piensa en los momentos
en el clan del cerezo, y todas y cada una de las ocasiones en las que Shioda
parecía feliz: aquella vez que se bañó en el mar y una ola lo derribó; una tarde
entrenando el arte marcial con Ren, en la que ambos rodaron por el suelo; la
mañana en que partió a la batalla contra el clan de la montaña; el día de su
mayoría de edad, cuando su padre, el señor de Sakura, le regaló un magnífico
caballo negro…
Entonces, en medio de esos pensamientos, otra vez ese día.
Los años han pasado uno sobre otro como las hojas cuando caen, pero ella
siempre regresa al día en que Kigei abusó de ella.
Pensaba que su alma volvería a respirar pura y libre cuando se librara de
él, pero no es así.
Dentro de muy poco, Kigei Arima, dentro de la estatua, estará iniciando el
viaje hacia las montañas Kōyasan. Es posible que ya haya muerto.
Su deuda está saldada, su honor redimido, pero, entonces, ¿por qué se
siente aún vagando entre la niebla?
—¿Me estás escuchando, Haruki?
Shioda le habla de su hijo, pero ella, sombría, solo puede pensar en que la
venganza no le ha otorgado la paz que ansiaba.
«Me hubiera gustado haberte dado un hijo». Esas palabras se quedan
retenidas en su corazón, como las aguas en un pozo profundo.

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—Sí, te escucho, esposo. Seguramente el tiempo sanará las heridas, y
entonces podrás disfrutar del pequeño Ryutaro.
—Tiene una marca en el rostro, como la de Ren —explica Shioda—. Por
lo visto, el parto fue complicado, pero a mí me parece el niño más hermoso
del mundo y, si alguien osara burlarse de él, sería capaz de estrangularlo con
mi única mano. —Shioda dice esto con cierta euforia—. Me gustaría regresar
a Edo. Te digo, Haruki, que añoro hasta a los borrachos que vienen al teatro,
pero quizá tengamos que seguir más hacia el norte y establecernos en
cualquier otro lugar. Espero poder convencer a Ren de que venga con
nosotros, así no tendría que separarme de mi hijo…
—Esposo, para mí han sido un bello sueño los años que hemos pasado
juntos, pero deseo regresar a Edo sola. Sé lo que sientes por Ryutaro y…
Shioda la interrumpe antes de que Haruki termine la frase, porque sabe
que ella iba a decir «y por Ren».
—Mujer, ya te dije que discutiríamos sobre eso más adelante —exclama
Shioda, molesto—. Deja que los dioses guíen, como han hecho hasta ahora, y
verás que todo se coloca, con el beneplácito de los kami.
Haruki calla y se dispone a extender los futones sobre el tatami.
—Estoy cansado, voy a dormir ya. La cena que preparan los monjes
predispone al sueño.
Shioda se tiende en el futón.
—Haruki, ven aquí conmigo —la llama con voz dulce.
La mujer se tiende junto a él.
A través del panel shôji se adivina la luna.
—No quiero dejarte, no lo haré —susurra Shioda, mientras acaricia el
cabello de su esposa—. Encontraremos un medio de estar todos juntos.
—Esposo, duerme ahora, ya hablaremos mañana —dice Haruki,
levantándose de pronto—. Yo no tengo sueño, saldré a dar un paseo.
—¿No deseas quedarte aquí conmigo? Está comenzando a nevar, y no
quiero que cojas frío.
—No te preocupes, esposo, quizá me sumerja en las cálidas aguas del
onsen y me dé un baño antes de dormir.
—Como quieras, Haruki, pero luego no me arrimes tus pies helados
cuando te metas en el futón.
Shioda vuelve a sonreír; sus ojos verdes también lo hacen.
Haruki besa a Shioda en los labios.
Es un beso dulce, pero al mismo tiempo profundo y peligroso.
Es un beso que nunca le ha dado.

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Es su manera de decir «Te amo».
Shioda se sorprende, pero se arrebuja en el futón y observa cómo la
silueta de Haruki se pierde en la oscuridad.
Enseguida se queda dormido.

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Capítulo 83

El estanque de las rosas de nieve

«Si cierras los ojos y confías en la espada, Kusanagi te llevará hasta el


estanque de las rosas de nieve».
Esas han sido las últimas palabras de Kiyoshi.
Ren se ha quedado sola.
Algo que no puede explicar quiere abrirse camino desde su interior. Es
como cuando los insectos desaparecen con el frío y vuelven a aparecer en la
primavera. Algo aún pequeño y tibio, como un sol de membrillo.
Han pasado veinticinco años desde que Kiyoshi la abandonara en el
campo de cerezos, pero aún se siente aquella niña que miraba las estrellas
sobre las rodillas del señor de Sakura.
Duda ahora si, en algún momento, ha sido feliz.
Ren ha leído a los grandes maestros del haiku. En sus versos afirman que
la dicha es ver, de pronto, por un hueco del shôji, la vía láctea; recorrer con la
vista un camino en el verano y ver cómo se adelgaza hasta desvanecerse;
escuchar la voz del viento y de la caracola mientras las sombras del
crepúsculo nos repiten que nada permanece.
Ella ha estado ocupada siguiendo la senda de la espada, y ahora le parece
que esa estoica compostura ante el peligro o la desgracia le ha impedido ver la
huella de la hormiga en la tierra, la conquista de las flores de cerezo cuando
renacen cada primavera, la mudanza de las hojas en el otoño.
Esa senda recorrida no le ha hecho feliz, porque siempre ha estado
navegando entre el rencor y la zozobra.
Ha vencido en cada una de las batallas, menos en la más importante y
decisiva: la batalla contra ella misma.
Ha derrotado a los más avezados guerreros, pero no ha sido capaz de
superarse.
Quizá no se trate de ser la mejor, sino de ser mejor.
Ahora sabe que debe morir para que, en su interior, otra crezca.
Las palabras del código de honor samurái resuenan en sus oídos de forma
distinta: coraje, lealtad, compasión, sinceridad, cortesía, justicia, sinceridad,

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honor.
El verdadero poder está en la capacidad de renunciar; renunciar a la
venganza, renunciar al amor, incluso a la gloria.
Ren vuelve a mirar a Kusanagi.
Tras hacer una amplia reverencia, toma la espada y sale a la nieve. Allí,
mira al cielo.
Allí arriba, en lo alto, la luna, impasible al peso de la libélula, permanece
callada y expectante.
«Tsukuyomi, señor de la noche y la luna, dios tranquilo y benevolente, tú
que escribes en el libro del cielo las palabras mortales sin tinta ni papel,
escribe para mí hoy en tu espejo de cobre blanco».
Empieza a nevar.
Los copos caen, se suceden desde el cielo sin hacer ruido.
Los cristales de hielo son todos diferentes, y nunca se posan en el lugar
equivocado. Tampoco nada ocurre en el universo de manera fortuita.
Todo es perfecto, no hay bien ni mal, correcto o incorrecto; solo
perfección.
Ahora, al caminar, siente por primera vez la nieve en su rostro y bajo sus
pies. Los copos son como mariposas que aletean en sus manos y en su pelo.
A su alrededor, las montañas sostienen el cielo.
Así llega a Furu-ike ya, el viejo estanque.
Flores de eléboro tienden el cerco; se asoman entre el manto níveo
luciendo su radiante corona de estambres amarillos.
Hay leyendas que hablan de flechas envenenadas por los jugos de sus
raíces y de que esas flores son un poderoso talismán contra demonios y
espíritus malignos.
En invierno, las demás flores dormitan, a la espera de días más tibios,
pero la delicada y a la vez resistente rosa de invierno se atreve a florecer entre
el intenso frío.
Kusanagi se agita. Presa en el cinturón, se ondula como una serpiente que
ha reconocido su guarida.
Ren posa la mano en la empuñadura, y la espada se calma.
Cada flor blanca parece el rostro de un samurái caído en la batalla y
muerto bajo el imperio de su espada.
De repente, por un momento, una sombra cubre la luna, y el paisaje se
torna oscuro.
Todo es quietud y silencio en el estanque donde las rosas florecen en
invierno, pero las aguas se agitan.

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Una serpiente dorada se abre paso entre ellas.
Sin detenerse a pensarlo, Ren desenvaina a Kusanagi, y con una rápida
maniobra la clava en el vientre de la bestia.
Un gemido se escapa de la serpiente.
—¡No! —grita—. ¡No puede ser!
Haruki flota inerte sobre el agua. Su espalda, tatuada con la gran
serpiente, ha quedado atravesada por la espada.
Ren se mete en el estanque de agua cálida y sostiene a Haruki en los
brazos.
—No quería, yo no quería hacerlo, no vi que eras tú —balbuce—. Solo vi
la serpiente… La luna se ocultó un momento… No te vi, perdóname,
perdóname por todo… O-yurushi kudasai[32].
La luna, una vez desprendida de la sombra, es una gran bola de hielo.
Haruki tiene los ojos abiertos, pero parece hablar sin palabras.
«Adiós, amor. Adiós, mundo mortal. ¿Fui solo una sombra?».
Y, de repente, un último pensamiento:
«Cada persona tiene su papel en la gran estructura del universo, y mi alma
también tiene su lugar, como los copos de nieve».
Mientras, las estrellas son la risa de los dioses.
Ren, con una primera lágrima rodando por las mejillas, deja flotar a su
sombra.
El cuerpo de Haruki, junto con Kusanagi, se hunde poco a poco en el
estanque de las rosas de nieve.
Entonces, Ren se desprende de su máscara para siempre.
«Una tiene que morir para que otra viva».
Y, en ese momento, una espada emerge de las aguas.
Es la katana de Otohime.
En su empuñadura, la flor de loto.

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Capítulo 84

Dokuganryû

Shioda está arrodillado entre las rosas de invierno.


Pierde la mirada en las plácidas aguas del estanque donde la noche
anterior murió Haruki.
«Cual torrente arrasa la muerte, pero ella no es sino una etapa más en
nuestro camino vital. ¿Qué es más bella: la flor del cerezo que vive un solo
día o una flor de madera que dura para siempre?».
Las palabras de O-Nami le hablan del desapego de la vida y de la
aceptación de la muerte, pero las almas se desvanecen para no retornar.
Ahora el espíritu de su bella Haruki guardará a Kusanagi.
—Si hubiera conocido lo que el destino nos tenía reservado, te hubiera
dicho que te amaba, que tu presencia iluminaba mi vida, que para mí eras
fuego que no se apaga… O quizá solo me he dado cuenta de todo esto ahora
que ya es tarde.
Shioda habla, pero nadie responde; solo el eco del viento, que agita ondas
en el agua.
Con pasos lentos, regresa al santuario. En su corazón habita ahora una
infinita tristeza.
El torii rojo, que demarca la entrada y salida de un lugar sagrado, se
extiende hacia el cielo.
Sobre él, los pájaros, mensajeros de los kami.
Allí lo aguarda Ren.
—¿Estás segura? —pregunta Shioda, triste.
—Sí, lo estoy —responde Ren, y en sus palabras hay determinación, pero
también dolor.
—¿No quieres venir con nosotros?
Ren posa sus ojos oscuros sobre Shioda.
—No —responde tan solo.
—¿Mi padre te habló alguna vez de la profecía? —pregunta Shioda.
—¿Qué profecía?

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—Aquella que vaticinaba que el destino de la casa Sakura estaba inscrito
en un círculo perfecto…
—Sí —dice Ren—, pero la había olvidado…
—Pues bien, ahora el augurio se ha cumplido. El círculo se ha cerrado con
Ryutaro —sentencia Shioda.
Kiyoshi se acerca, lleva de la mano al pequeño.
Inutaisho los sigue portando un ligero equipaje.
—Pequeño dragón —dice Ren al pequeño—, te irás con tu padre.
El niño mira a Shioda, y luego mira a su madre.
—¿Pero Da también viene? —pregunta.
Ren lo mira con dulzura.
—Sí, hijo, Da también irá con vosotros. —Y vuelve la mirada hacia a
Kiyoshi—: Sé su maestro, monje, el sensei que yo no tuve, y enséñale las
cosas importantes para ser no solo un guerrero en la batalla, sino también en
la vida. Muéstrale el camino del honor y del coraje, la senda de la espada,
para que su vida tenga un sentido.
—Hai. Así lo haré, hija del loto.
—Ahora ya no me llamas niña… —comenta Ren—. Creo que lo echaré
de menos.
—Ahora ya no lo eres —responde delicadamente Kiyoshi, conciliador. Y
cambia de tema—: Hace tiempo que no veo a Kigei por aquí, y me preocupa
que ese uragirimono pueda hacerte daño. Takemura me habló de su traición.
—No te preocupes, monje —lo tranquiliza Ren—. Kigei Arima no
regresará jamás.
Kiyoshi no quiere seguir preguntando; intuye que ella ya se ha ocupado de
ese asunto.
Ren acaricia el rostro de su hijo; el estigma que porta es una señal donde
se puede leer el sufrimiento, pero también la esperanza.
El niño alarga la mano para rozar también el rostro de su madre. Nunca
antes, hasta ahora, había visto el tajo vertical que le parte el rostro en dos,
desde la sien hasta la barbilla, ni su ojo derecho semicerrado.
—Dokuganryû —dice, sonriendo.
Ren también sonríe.
—Sí, hijo, esta marca nos señala como dragones, como seres especiales
que hemos sufrido y hemos sobrevivido. —Aun con la mano en la cara de su
hijo, Ren se dirige a Inutaisho—: Onegai shimasu[33], cuida de mi hijo,
protégelo como hiciste con tu señor de la montaña.
El siervo inclina la espalda hacia delante.

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Ya parten.
Ya están lejos.
Un zorro rojo con el pecho blanco va tras ellos.
«Valiente Yuuki Kitsune, cuida también de ellos, tal como hiciste
conmigo».
Entonces Ren tensa mucho su espalda y la inclina hacia delante, haciendo
una reverencia formal saikeirei. Es su manera de agradecer, y también de
pedir perdón.
Después se incorpora y mira al cielo, donde los pájaros son flechas
disparadas al viento.
Bajo el torii, siente cómo el frío vivifica su alma.
Shioda, antes de franquear la última montaña, se vuelve a observar el
santuario del velo de nieve desdibujado en el paisaje.
Allí se quedan las dos mujeres a las que ha amado y los sueños que jamás
se cumplirán.
—Vamos, Ryutaro, te gustará conocer a tu hermana Aiko.
En un mundo que se derrumba, donde los guerreros ya no son los
guardianes del honor, su hijo será el último samurái.

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Capítulo 85

Maru

Takemura se acerca lentamente.


—Es un cambio agradable verte el rostro sin la máscara —dice a Ren.
Ella se toca la cicatriz. Aún tiene que acostumbrarse a no sentirse desnuda
sin el antifaz que la ha acompañado todos estos años.
—Pequeño mono, debes creerme cuando te digo que nunca quise que
Haruki muriera…
Takemura permanece un instante en silencio.
—El destino de cada mortal está en manos de los dioses, y nosotros no
podemos ni debemos juzgar sus decisiones. Los reinos celestiales deciden
nuestra misión en el mundo. Lo único que podemos hacer es seguir el camino
con esperanza, y también con resignación. Decía el monje Manuzei —explica
Takemura— que la vida de este mundo es una barca de remos que en la clara
mañana se aleja sin dejar rastro.
—¿Y tú también te alejas? —pregunta Ren.
—Sí, voy más al norte, hacia la isla de Ezochi. Me han contado que es el
patio de recreo de los dioses, y deseo contemplar la azotea de sus montañas y
sus mares helados. Allí se celebra cada año una competición de poemas
encadenados.
—Deseo que encuentres lo que buscas —dice Ren, y su voz se torna
cálida—. ¿Sabes? Me hubiera gustado ser amada…
—El amor no es fácil —expresa Takemura— porque requiere tiempo y
paciencia. Y, para amar, debemos amarnos a nosotros mismos primero.
—Sí —asiente Ren—, es verdad, ahora lo sé, como también sé qué es lo
que debo hacer ahora.
Takemura la mira con ternura.
—Todos los barcos llevan en su nombre la palabra maru. El círculo no
tiene principio ni final, y simboliza que la nave llegará a su destino y luego
volverá; no se hundirá en el viaje…
—Espero que así sea —dice Ren.
—Esta mañana he escrito un poema —le cuenta.

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—¿Lo has compuesto para mí?
—Sí —afirma—. Es mi regalo de despedida.

Cuando los cerezos


se duerman muchas veces
y muchas veces despierten
como mariposas,
el dragón y el mono
volverán a encontrarse.

La hija del loto tiene una sonrisa en la mirada.


Su larga cabellera juega con el viento.
—Buen viaje, poeta.
Mientras Ren ve alejarse a Takemura hacia las montañas del norte, siente
el vacío que precede a iniciar el movimiento en el combate.
Entonces escucha el sonido de la caracola horagai.
A pasos lentos, regresa al santuario, donde O-Nami ya la aguarda.
Todos han emprendido ya su camino, pero ella tiene por delante el suyo,
uno importante y profundo porque la llevará a su interior.
Ren se toca el cinturón. La espada de su madre la hace sentir ligera.
Sus sombras han desaparecido, sus dudas han terminado.
Ahora vuelve a percibir la voz de los kami llamándola entre la espesura de
los bosques, una voz que se confunde con el agua cristalina que baja de las
montañas y deshace la nieve para convertirla en ríos y cascadas.
Esa voz le habla de preparar su alma, de redimirla, y también de fundar
una escuela para enseñar a manejar la espada con ambas manos; la escuela de
los dos cielos, donde el guerrero pueda ser la espada sin la espada.
Ya divisa la silueta del maestro O-Nami. El anciano la espera acariciando
su rosario de cuentas rojas.
Hace veinticinco años, prometió a Otohime que cuidaría de su hija, y
ahora al fin puede cumplir su promesa.
La samurái ha vuelto a casa.
Ren no mira atrás.
Ya no tiene pasado, ni siquiera le preocupa el futuro. Un segundo nace
cuando el anterior muere.
Sabe que únicamente tiene este momento, este instante en el que ha
decidido a cuál de los dos lobos que viven en su interior va a alimentar.
Tras ella, el espíritu de Otohime sigue sus pasos sin dejar huella.
Sobre el cielo, escriben los pájaros.

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Flores de cerezo caen a la tierra.
Comienza a nevar.

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Glosario

Se incluyen aquí todos los términos japoneses que aparecen a lo largo de la


novela, aun cuando muchos se explicitan a lo largo del texto.
Las expresiones, sin embargo, se han insertado como notas al texto.

Ama: mujer que bucea.
Amazake: bebida tradicional dulce hecha de arroz fermentado.
Ashigaru: llamados «pies ligeros», eran soldados rasos en el Japón medieval,
contratados como ejército personal.
Ashagiru: arcabuceros.
Ashai: sol de la mañana, amanecer.
Baka: tonto, estúpido.
Bô: arma en forma de vara alargada o pértiga, hecha de madera, roble o
bambú.
Chagiidana: estanterías escalonadas.
Cha-no-yu: literalmente, «agua caliente para el té». Es el nombre de una
ceremonia ritual para preparar té.
Chashitsu: estancia donde se desarrolla la ceremonia del té.
Chawan: bol en el que se prepara y se bebe el té verde matcha, el preferido de
los samuráis.
Chôbami: juego de dados.
Choko: vaso de cerámica para beber sake.
Chou: mariposa.
Chuugi: lealtad.

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Daikichi: la predicción general tiene varios grados, de mayor a menor fortuna;
daikichi significa «excelente buena suerte».
Daimyo: significa, literalmente, «gran nombre». Era el soberano feudal más
poderoso de Japón que, apoyado en los samuráis, ejercía plena soberanía
en ciertas partes del territorio.
Daruma: pequeño muñeco de madera, que también es un amuleto de la suerte.
Dojo: literalmente, «lugar donde se practica la vía» o «lugar del despertar».
Con este término se designa en Japón un espacio destinado a la práctica y
enseñanza de la meditación y/o las artes marciales.
Dokuganryû: dragón tuerto o de un solo ojo.
Eirei: espíritus de los guerreros muertos y de los héroes.
Eshaku: reverencia que se realiza entre personas del mismo rango o estatus
social que ya se conocen.
Fukusa: pañuelo de seda de doble capa que servía para purificar de manera
simbólica la cuchara y el contenedor del té y manipular las teteras
calientes.
Furin: campanillas de cristal.
Furoshiki: pañuelo de tela cuadrangular que se utilizaba para envolver y
transportar todo tipo de objetos. También se usaba en los baños
tradicionales.
Fusuma: puertas correderas interiores, a menudo decoradas con dibujos o
pinturas.
Futón: colchón tradicional que se pone directamente en el suelo de tatami. Se
mantiene doblado durante el día y se coloca en la noche.
Geisha: artista japonesa de gran belleza. Usaba sus habilidades en distintas
artes: música, baile y narración.
Geta: sandalias de madera con plantilla tramada.
Gi: justicia.
Go: juego en tablero de estrategia para dos personas. El objetivo es controlar
una cantidad de territorio mayor a la del oponente.
Godai: término con el que se conoce a los cinco elementos: chi, terrestre; sui,
acuático; ka, ígneo; fû, aéreo; kû, vacío. La filosofía budista del godai es,

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literalmente, «la de los cinco grandes».
Hai: sí.
Hakama: pantalón largo con pliegues (cinco por delante y dos por detrás), que
llevaban tradicionalmente los nobles y los samuráis. Los siete pliegues
marcan las virtudes que debe tener un samurái.
Hakoseko: envoltura de papel grueso que hacían las mujeres del antiguo
Japón para guardar y llevar el peine, espejo o maquillaje dentro del
kimono.
Hana: flor.
Hanamichi: literalmente, «camino florido»; calzada que se extiende hasta la
audiencia donde los actores hacen las entradas y salidas dramáticas.
Hangon-ko: incienso evocador de espíritus.
Hanten: abrigo de invierno; su forma se asemeja a la chaqueta haori, pero
está acolchado por dentro con una gruesa capa de algodón.
Haori: chaqueta larga y abierta.
Haori-himo: son dos pequeñas cuerdas que sirven para sujetar el haori o el
hanten.
Hashi: prostituta vulgar.
Hatamoto: guardia personal de un general samurái.
Hatsuyume: primer sueño.
Hikari: luz.
Hishaku: cazo.
Horishi: tatuador.
Inro: cajita de laca que se utilizaba para guardar pequeñas cosas y que las
personas acaudaladas del Japón medieval llevaban suspendidas de su
fajín.
Iroha: poema japonés escrito en el período Heian (794-1179 d. C.). Es un
pangrama perfecto, ya que emplea todos y cada uno de los kana
(silabarios japoneses) exactamente una vez. Fue atribuido al monje
Kūkai, conocido tras su muerte como Kōbō-Daishi, el fundador de la
secta budista esotérica Shingon en Japón.

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Jigai: suicidio ritual femenino, consistente en realizarse una incisión en el
cuello, concretamente sobre la arteria carótida.
Jigoku: el inframundo del budismo japonés.
Jinkai: gran concha utilizada en Japón como trompeta de guerra.
Jubako: recipiente para almacenar y transportar comida preparada, como un
táper. De madera lacada, podía tener diferentes formas y varios
compartimentos verticales.
Kabuto: casco tradicional de acero o placas de cuero.
Kagema: jóvenes aprendices del teatro kabuki.
Kakemono: literalmente, cosa u objeto que cuelga. Es una pintura u obra
caligráfica montada sobre papel o tela que se cuelga en el tokonoma.
Kami: dioses o espíritus en la tradición japonesa.
Kamishimo: literalmente, «lo de arriba y lo de abajo». Era un conjunto
completo de vestimenta tradicional japonesa llevado por samuráis y
cortesanos durante el período Edo. Incluía un pantalón hakama y una
chaqueta sin mangas con hombros exagerados llamada kataginu, o una
especie de chaqueta larga y abierta llamada haori.
Kamuro: aprendiz de oiran.
Kanjis: sinogramas utilizados en la escritura del idioma japonés.
Kasa: sombrero similar a un cuenco en forma de hongo, tejido de paja de
arroz o de bambú.
Kasumi: nubes rosadas.
Kasumiso: flores blancas que suelen ponerse en los ramos de novia.
Kataribe: recitador de historias y adivino de un clan.
Kato kami-tobi: cometa.
Keilogi: chaqueta tradicional samurái.
Kakegoe: gritos y llamadas que los espectadores realizan en alabanza a los
actores en el escenario.
Kazuisha: paz duradera.
Keirei: reverencia tradicional en que el cuerpo se inclina treinta grados.

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Keisei: se decía de una mujer con gran atractivo sexual, capaz de destruir a un
hombre tan fácilmente como a un castillo.
Kensei: esgrimista divino o santo de la espada.
Kiku: crisantemo. Es el símbolo de la longevidad.
Kodama: el eco, en el folklore japonés.
Koku: unidad de volumen que se definía como la cantidad de arroz
teóricamente necesaria para alimentar a una persona durante un año.
Kosode: parecido a un kimono, pero menos ajustado. El significado del
término es «manga pequeña», en referencia a su longitud.
Kote: parte de la armadura que protege los antebrazos.
Kubi-jikken: literalmente, «revista de cabezas»; costumbre samurái tras una
batalla.
Kumate kanzashi: horquillas.
Kunoichi: una red femenina que hacía de espías, llevaba mensajes secretos
codificados y también asesinaba.
Kurai: oscura.
Kusaya: literalmente, «huele mal». Era un pescado seco japonés muy popular
durante el período Edo en Japón, famoso por su mal olor.
Maedate: adorno frontal en el casco; podía ser el emblema de la familia o
clan, representaciones de animales, entidades míticas, oraciones, etc.
Makoto: honestidad.
Maku: puesto de mando en el campo de batalla, desde donde el general
samurái dirige a sus tropas. Está rodeado por unas cortinas de tela.
Maru: círculo.
Matsumushi: grillo cantor japonés.
Matsutake: setas comestibles muy apreciadas por su sabor.
Meiyo: honor.
Mie: un elemento distintivo de la actuación del estilo aragoto del kabuki: el
actor se queda «congelado» durante un momento en una pose poderosa y
extravagante.

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Miko: doncella del santuario.
Mochi: pastelillos de arroz, dulces, propios de la gastronomía japonesa.
Musha shugyo: la práctica de peregrinar a la que se adscribían los samuráis.
Sus posibles actividades podían incluir entrenar con otras escuelas,
batirse en duelo, trabajar como mercenario o buscar a un daimyo a quien
servir. Por todo ello, es un concepto similar al caballero andante en la
Europa feudal.
Mushin: estado mental al que se accede durante el combate, caracterizado por
una ausencia de pensamientos y emociones, alejando el miedo y la ira,
pero en el que la mente permanece abierta y adaptable a todas las
circunstancias.
Naga juban: ropa interior del kimono.
Namazu: criatura que da origen a los terremotos según la mitología japonesa.
Es un siluro gigante que habita en las profundidades del mar.
Nanakusa: un tipo de arroz caldoso mezclado con siete verduras; se dice que
ahuyenta las enfermedades para todo el año.
Neko-te: Guante de cuero con puntas de metal muy puntiagudas que simulan
garras, lo suficientemente afiladas como para arrancar la carne humana e
infringir un gran sufrimiento.
Norimono: palanquín de madera para transportar personas.
Obi: cinturón que se usa para ajustar la ropa.
Odaiko: tambor japonés; se toca con unas baquetas de madera denominadas
bachi.
Ojigi: reverencia japonesa.
Oibara: seguir al amo en la muerte.
Oiran: cortesana de alto rango que desde pequeña era vendida por sus padres
a los burdeles.
Omikugi: literalmente, «lotería divina». Son unos rollitos de papel que los
japoneses suelen comprar en los templos para leer en ellos la suerte.
Omote: máscara. Podía estar fabricada de diversos materiales (cerámica,
madera, acero, barro o bambú) y cumplía varias funciones, como la de
proteger el rostro, asustar al enemigo o guardar la identidad.

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Onkotogami: tipo de servilletas para el acto honorable.
Onsen: aguas termales de origen volcánico.
O-oku: harén.
Oo-murasaki: Sasakia charonda, la especie más grande de la familia de
ninfálidos en Honshu. Es la mariposa nacional de Japón; la base de sus
alas es de color púrpura azulado.
Rei: cortesía.
Renga: consiste en un encadenamiento de versos por obra de varios poetas
que se reúnen y componen conjuntamente, hasta llegar a los 100 versos.
Ri: unidad de distancia equivalente a 3,9 kilómetros.
Rōnin: un samurái sin amo. Un samurái podía no tener amo debido a la ruina
o la caída de este o a que había perdido su favor. Eran conocidos por ser
mercenarios, bandoleros o bandidos.
Sagemono: literalmente, «objeto colgado». Se utilizaban para suspender
pequeños artículos personales como pinceles, pastillas de tinta o dinero
en las fajas del obi. El más común fueron las cajas de laca inro.
Sakaki: árboles de cleyera japónica. Eran plantados para rodear el lugar
sagrado, porque se consideraban también sagrados junto con otro árbol
perenne, el hinoki.
Sakura: «cerezo», de ahí el nombre del protagonista. Se ha seguido la
costumbre japonesa de situar primero el apellido y luego el nombre.
Samurái: se utiliza para designar a los guerreros del antiguo Japón, una élite
militar que gobernó el país durante cientos de años. Su verdadero
significado es «el que sirve».
Sembei: un tipo de galleta hecha de arroz y sal.
Semi: chicharra, o saltamontes.
Sensei: maestro.
Seppuku: ritual de suicidio japonés por desentrañamiento.
Shaki-shaki: sonido que produce el tatuador (horishi) mientras realiza su
labor.
Shaku: cetro ritual del emperador.

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Shamisen: instrumento musical japonés de tres cuerdas, similar a una guitarra
o un bajo, pero que se toca con un plectro llamado bachi y tiene un
sonido muy característico. Es originario de China.
Shibai chaya: las casas de té que se encontraban en los teatros. Shibai
significa «teatro»; cha, «té», y ya, «tienda».
Shikoro: placas unidas entre sí que caen desde la base del casco y cuyo
propósito era proteger parte de la cabeza y el cuello.
Shimenawa: cuerda con la que se marca lo sagrado.
Shinboku: árbol sagrado donde viven los kami.
Shinju: doble suicidio por amor.
Shinpan: con este término denominaban al gobernador que era sido
reconocido como familiar del shôgun; todos los shinpan eran tenidos en
cuenta como parientes del shôgun, pero no todos los familiares de sangre
eran shinpan.
Shisei: se traduce como «posición, actitud o postura». Los samuráis
adoptaban esta postura perfecta de cuerpo y la disposición perfecta de
mente frente al peligro.
Shôgi: ajedrez japonés, el juego de mesa de los generales samurái.
Shôgun: literalmente, «comandante del ejército». El shôgun dirigía el gakufu,
el gobierno y también el país que fuera en nombre del emperador.
Shoji: puerta corredera de papel translúcido, similar a un biombo.
Shudo-shi: monje.
Shuriken: espada oculta en la mano. Es una pequeña arma en forma de estrella
con filos cortantes que cabe en una mano.
Sode: placas metálicas que protegen los hombros, los brazos y parte del pecho
del guerrero.
Sokushinbutsu: ritual de momificación en vida practicado por los monjes
budistas. Hoy se refiere también a un tipo de monje.
Sugi: el cedro japonés.
Suneate: especie de espinilleras que protegían las piernas; algunas iban desde
las rodillas hasta los pies.

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Sutra: discurso religioso budista en prosa. Son frases, afirmaciones
esenciales, que llevan implícita o explícita una verdad que debe ser
desvelada a través de la reflexión.
Tabi: calcetines usados indistintamente por hombres y mujeres con el zori,
geta u otro tipo de zapatos tradicionales. Con los kimonos son
generalmente blancos.
Taketombo: juguete tradicional japonés, inventado en China sobre el año 400
a. C. Consta de un palo al que se ha añadido una hélice. Para hacerlo
volar se frota el palo con ambas manos, y, al girar la hélice, el aparato se
propulsa unos metros. Nosotros lo conocemos como bambucóptero.
Tamahagane: tipo de acero de tradición japonesa.
Tameshigiri: prueba de la espada sobre cadáveres. Era una práctica extendida
en aquellos tiempos.
Tanegashima: arcabuces.
Tanka: literalmente, «poema corto»; es precursor del haiku.
Tako: cometa para celebraciones.
Tanto: un tipo de puñal.
Tatami: gruesas esteras de paja tejida que miden alrededor de uno por dos
metros de tamaño. El tamaño de las habitaciones se calcula
habitualmente por el número de esteras que se ajustan a ella.
Tatara: horno tradicional utilizado para fundir hierro y acero.
Temiyuza: fuente o pabellón de abluciones donde se practica el rito de
purificación de alma y cuerpo.
Tengû: criatura mitológica mitad ave mitad ser humano.
Tenka muso: sin igual bajo el cielo.
Tenugui: toalla de mano que se utilizaba para secarse las manos o el cuerpo y
para protegerse del sol o del polvo.
Tessen: abanico de guerra utilizados por los samuráis en el Japón feudal.
Tobiko: actores itinerantes kabuki. Llamados «chicos voladores», trabajaban
de prostitutos.

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Torii: puerta sagrada japonesa o arco tradicional que suele estar a la entrada
de los santuarios para marcar la frontera entre el terreno profano y el
terreno sagrado.
Tokonoma: cubículo o pequeño espacio elevado, con suelo de tatami, en
donde se cuelga el kakemono.
Tsukimidai: lugar o camino desde donde ver la luna.
Tsukumogami: literalmente, «artefacto divino»; son objetos con más de cien
años que tienen un espíritu propio.
Tsuitate: paneles individuales apoyados con patas.
Uchikake: kimono de seda, habitualmente usado en ceremonias nupciales.
Udumbara: flor pequeña y blanca que, según la leyenda budista, solo florece
cada tres mil años. Su nombre significa «flor del buen augurio que viene
del cielo».
Uraginimono: traidor.
Uta-garutta: juego de cartas tradicional basado en memorizar parejas, que
nace a partir de una antología de poemas llamada Hyakunin Isshu.
Uwa-obi: cinturón o faja donde se anuda la espada samurái.
Wagashi: golosina tradicional japonesa que se sirve a menudo con el té y que
se elabora con arroz, pasta endulzada de judías azuki y fruta. El wagashi
era un regalo popular entre samuráis, tan importante como un buen vino.
Wakashudo: relaciones homosexuales entre un joven y un adulto.
Wakidate: ornamentos en forma de cuernos que se ponían en los laterales del
casco. A veces se ponían cráneos de enemigos caídos con el objetivo de
atemorizar a los enemigos.
Waraji: un tipo de calzado de paja.
Yama-uba: bruja, hechicera inspirada en «la abuela de las montañas», espíritu
de la mitología japonesa.
Yokai: monstruo, aparición. Según la mitología japonesa, muchos de ellos
habitan en zonas aisladas y evitan todo contacto con las personas. Uno de
los mejores ejemplos de yokai inofensivo, aunque molesto, es
Betobet-san.
Yokata: prostitutas de más baja condición.

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Yomi: inframundo.
Yoroi: armadura samurái.
Yujo: prostituta.
Yukata: de lino o algodón, es un tipo de kimono creado originariamente para
ser usado como pijama. En la época feudal en Japón, lo utilizaban como
ropa de estar por casa y también para tomar baños cuando había más
personas o como bata para después.
Yume: sueño.
Yurei: fantasmas japoneses, espíritus apartados de una pacífica vida tras la
muerte debido a algo que les ocurrió en vida, por falta de una ceremonia
funeraria adecuada o por suicidarse.
Yuuki: coraje.
Yuuki-onna: criatura mitológica que se aparece a los viajeros que se
encuentran atrapados en tempestades de nieve y utiliza su respiración
helada para dejarlos como cadáveres.
Zabuton: cojines grandes y planos que se usan para sentarse sobre los tatamis.
Zanshin: técnica samurái de concentración.
Zori: sandalias japonesas tradicionales.

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Breve nota histórica

La novela abarca desde mediados de la era Tenshô (que discurre entre los
años 1573 a 1592), era Bunroku (de 1592 a 1596) y principios de la era
Keichô (a partir de 1596), hasta el período Edo, que comenzó en 1603. En
ella, trato de relatar, pues, la época feudal en el Imperio Yamato, o país del
sol naciente, nombres que aluden al actual Japón.
Las dos ciudades más importantes del país eran por aquel entonces
Heian-kyo y Edo. La primera, Heian-kyo, actual Kioto, fue desde el año 794
hasta 1868 (con una breve interrupción por unos meses en 1180) la residencia
del emperador de Japón y la capital del país. Y la segunda, Edo, fue el
nombre que tuvo Tokio hasta 1868, año de la restauración Meiji. Fue la sede
de poder del shôgunato Tokugawa, que gobernó Japón entre 1603 y 1868.
Durante este período, la ciudad creció hasta convertirse en una de las grandes
urbes del mundo.
En Edo existía el mundo flotante de Yoshiwara, el barrio de placer de la
capital del este. Era uno de los más famosos de la época y, con el permiso del
shôgunato, allí existían gran cantidad de burdeles, casas de té y teatros de
kabuki, y llegó a contar con más de 3000 prostitutas. En ese enorme distrito
rojo se desarrolló la cultura Ukiyo del mundo flotante, nombre con el que se
describe un estilo de vida urbano y hedonista.
He pretendido describir también la cultura de los samuráis, los guerreros
del antiguo Japón, que gobernaron el país durante cientos de años. El
verdadero significado de la palabra «samurái» es «el que sirve».
La sociedad de esa época estaba fuertemente jerarquizada. En el primer
nivel estaban los samuráis (el 5 % de la población), seguidos de los
campesinos, los artesanos y los comerciantes. Los samuráis servían a un señor
o daimyo, que era el soberano feudal más poderoso. Cada daimyo, apoyado
por los generales samuráis que comandaban sus ejércitos, ejercía plena
soberanía en ciertas partes del territorio. A saber: el término daimyo significa
literalmente «gran nombre».

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Por encima del daimyo estaba el shôgun, que gobernaba el bakufu (el
gobierno, diríamos hoy en día) y también el país entero en nombre del
emperador.
Los samuráis fueron desapareciendo como élite militar tras las políticas
estabilizadoras del shôgunato Tokugawa, que trajo una relativa paz a todo
Japón. A partir de ese momento, muchos samuráis se convirtieron en
artesanos, comerciantes o administradores; otros se hicieron rōnin (hombre
vagabundo o errante como una ola en el mar), mercenarios sin amo que
ofrecían su experiencia en la lucha al mejor postor.
Las mujeres también podían entrenarse como samurái o como kunoichi.
Las kunoichi formaban, en realidad, redes femeninas de espías o agentes
secretos. Vigilaban, llevaban mensajes secretos codificados y también
asesinaban. El personaje de Chiyome Mochizuki está basado en una mujer del
mismo nombre que dirigió su propia red de ninjas durante aquellos años.
Los samuráis fueron en Japón como los caballeros andantes en la Europa
medieval. Seguían el camino del bushido, «el camino del guerrero». Es un
código ético estricto al que los samuráis entregaban sus vidas, que exigía
lealtad y honor hasta la muerte. El camino del bushido se basaba en la
observancia de siete principios: gi: justicia; yuuki: coraje; jin: benevolencia;
rei: cortesía; makoto: honestidad; meiyo: honor, y chuugi: lealtad. Si un
samurái fallaba en mantener su honor, podía recobrarlo practicando el
seppuku (suicidio ritual por desentrañamiento).
Algunas de las costumbres de aquella época aún siguen vigentes en el
actual Japón, como la reverencia japonesa (entregar la cabeza: arama wo
sashidasu). Hay varios tipos de reverencia, dependiendo del grado de
confianza con la otra persona, el estatus social y la finalidad. Desde una
inclinación de 5 grados, a totalmente de rodillas, pasando por inclinaciones de
15, 30 o 45 grados.
También mantienen hoy en día la creencia de que los objetos que han
alcanzado los cien años de antigüedad adquieren una vida propia. Los
tsukumogami, literalmente «artefacto divino», son objetos que tienen un
espíritu propio.
Otras costumbres típicas de los samuráis desaparecieron con ellos; daban
muestra de cómo se manejaban en cuestiones de excelencia, como la práctica
de perfumarse el casco antes de una batalla. La finalidad era que su cabeza
oliera bien cuando la cortara el enemigo, y así se alzara un perfume celestial
en la contienda.

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Por otro lado, hago referencia en la novela a la batalla de Sekigahara,
decisiva en la historia de Japón. Tuvo lugar el 21 de octubre del año 1600, y
sirvió para unificar el país. Allí se enfrentaron los ejércitos de las dos
principales facciones del imperio del sol naciente. Por una parte, quienes
consideraban que Toyotomi Hideyori, hijo de uno de los grandes unificadores
de Japón, Toyotomi Hideyoshi, era quien debía regir los designios del
imperio. Por otra parte, la facción de los que apoyaban a Tokugawa Ieyasu,
uno de los daimyo más prominentes.
Y hasta aquí la historia. El resto es ficción. Y solo espero, lector, que la
disfrutes.

Página 368
PALOMA OROZCO AMORÓS. Escritora española nacida en Madrid, es
también licenciada en Derecho, periodista, oradora y coach. Ha desarrollado
una larga carrera en el mundo de la comunicación, ejerciendo como directiva
en medios radiofónicos como Cadena SER, Onda Cero, Europa FM o Grupo
Vocento.
Orozco dirige y presenta su propio programa de radio, Rock and Talent.
Asimismo, imparte talleres, cursos y programas en diferentes materias de su
conocimiento.
Ha publicado más de 40 libros, la mayoría de ellos infantiles. Es con La hija
del loto, que vio la luz en el año 2022, con la que se inició en el mundo de la
novela histórica.

Página 369
Notas

Página 370
[1] Refrán japonés que significa «medir el agua del mar con una concha»; o

sea, «pedir peras al olmo». <<

Página 371
[2] Gusano insignificante. <<

Página 372
[3] «Comer arroz a la luz de la luna»; o sea, disfrutar de los placeres
cotidianos. <<

Página 373
[4] Perdóneme. <<

Página 374
[5] Literalmente, «belleza en la madrugada». <<

Página 375
[6] Literalmente, «rueda giratoria»; formación de ataque que permitía a las

unidades relevarse continuamente. <<

Página 376
[7] Expresión que se utilizaba para hacer referencia a la palabrería inútil, a las

palabras huecas, a las tonterías. <<

Página 377
[8] Los documentos cubiertos de sangre de los Hideie. <<

Página 378
[9] ¡Cielo santo! <<

Página 379
[10] Te protegeré. <<

Página 380
[11] Ayúdame. <<

Página 381
[12] Lo juro. <<

Página 382
[13] ¡No puedo creerlo! <<

Página 383
[14] ¡Ay, mi querida esposa! <<

Página 384
[15] Individuos putrefactos. <<

Página 385
[16] Literalmente, «Viento, bosque, fuego y montaña». <<

Página 386
[17] Bestia grosera. <<

Página 387
[18] Insecto molesto. <<

Página 388
[19] Gobernador en la tierra. <<

Página 389
[20] Dulce guerrera. <<

Página 390
[21] «El mejor sueño es con el monte Fuji, el segundo mejor es ver halcones, y

el tercero berenjenas», según el antiguo proverbio japonés. <<

Página 391
[22] Bella dragón. <<

Página 392
[23] Por favor, te lo ruego. <<

Página 393
[24] Perdóname. <<

Página 394
[25] ¡Cállate! <<

Página 395
[26] «Dar un koban al gato» es equivalente de «dar margaritas a los cerdos».

El koban era una moneda de oro, acuñada por primera vez en 1601, que
equivalía a tres kokus de arroz. <<

Página 396
[27] Enemigo traidor. <<

Página 397
[28] ¡No puedo creerlo! <<

Página 398
[29] Nombre que significa «pequeño lirio». <<

Página 399
[30] ¡Cielo santo! <<

Página 400
[31] El libro más antiguo que se conserva sobre la historia de Japón.
Literalmente, su título significa «registro de cosas antiguas». <<

Página 401
[32] Perdóname por todo. <<

Página 402
[33] Por favor, te lo ruego. <<

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ÍNDICE

Dramatis personae
LA HIJA DEL LOTO
Capítulo 1. Archivos de la primavera blanca
Capítulo 2. La espada bajo la almohada
Capítulo 3. Anales del clan de la montaña
Capítulo 4. Anales del clan del cerezo
Capítulo 5. El bosque de los suicidas
Capítulo 6. La luz en la vela
Capítulo 7. El camino del guerrero
Capítulo 8. Sombra
Capítulo 9. Tiempo de té
Capítulo 10. Seijin Shiki
Capítulo 11. Tigre agazapado en el umbral
Capítulo 12. La viuda del abanico
Capítulo 13. Ushi no koku Mairi
Capítulo 14. Dos mujeres en el baño
Capítulo 15. Inscrito en una pared en Hagi
Capítulo 16. Relato del vigésimo día del noveno mes
Capítulo 17. Fragmento de la batalla en el río Tenryu-gawa
Capítulo 18. Archivo de la emboscada en el río Tenryu-gawa
Capítulo 19. Anales a través del espejo
Capítulo 20. Mirando kasumi
Capítulo 21. Diario de peregrinaje
Capítulo 22. El guardián del puente
Capítulo 23. Memoria del Monte del Infierno
Capítulo 24. Hideie no chi daruma
Capítulo 25. La muerte aguarda en Mutsu
Capítuo 26. En el harén imperial O-Oku
Capítulo 27. Hombres ola
Capítulo 28. Memoria entre los árboles

Página 404
Capítulo 29. Diario del maestro Kigei
Capítulo 30. ¿Cómo se llama?
Capítulo 31. Recopilación de la ciudad fantasma
Capítulo 32. Archivo extenso de la tierra del yomi
Capítulo 33. Crónica de vivos y de muertos
Capítulo 34. El espíritu de Kusanagi
Capítulo 35. Shaki-shaki
Capítulo 36. Presencias pasadas
Capítulo 37. La sombra de la montaña
Capítulo 38. Las palabras verdaderas
Capítulo 39. Movimientos de shôji
Capítulo 40. Crónica del mundo efímero
Capítulo 41. Relato del decimoquinto día del noveno mes del quinto año
de la era Keichô
Capítulo 42. Relato de vencedores y vencidos
Capítulo 43. Anales del mundo flotante
Capítulo 44. El sueño de las mariposas inmortales
Capítulo 45. Memorias del despertar
Capítulo 46. Anales de la felicidad
Capítulo 47. Suelos de ruiseñor
Capítulo 48. Sueños de berenjenas
Capítulo 49. Kodama entre los árboles
Capítulo 50. Crónica de los dos cielos
Capítulo 51. Memoria de guerreros
Capítulo 52. El hilo rojo
Capítulo 53. Ver el mundo en una gota de rocío
Capítulo 54. La voz de Hidetada
Capítulo 55. Agua que fluye entre las llamas
Capítulo 56. Revelación en el shibai chaya
Capítulo 57. Sombras de doble filo
Capítulo 58. Issoku itô: un paso, un corte
Capítulo 59. Kabuki
Capítulo 60. Tanka misterioso
Capítulo 61. Ashai
Capítulo 62. Koi

Página 405
Capítulo 63. Kato kami-tobi
Capítulo 64. Renga
Capítulo 65. Momiji-gari
Capítulo 66. Godai
Capítulo 67. Chou
Capítulo 68. Marionetas de bunraku
Capítulo 69. Jigoku mo sumika
Capítulo 70. Cómo decretan los reinos celestiales
Capítulo 71. Sokushinbutsu
Capítulo 72. El shôgun paciente
Capítulo 73. El santuario del velo de nieve
Capítulo 74. Luciérnagas de los kami
Capítulo 75. Donde el viento es el suspiro de los dioses
Capítulo 76. Namazu
Capítulo 77. Hasu-ko
Capítulo 78. Aprender de la nieve
Capítulo 79. La primera lección
Capítulo 80. El buda secreto
Capítulo 81. Ser loto
Capítulo 82. Yume
Capítulo 83. El estanque de las rosas de nieve
Capítulo 84. Dokuganryû
Capítulo 85. Maru
Glosario
Breve nota histórica

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