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COVERS
DE CUENTOS CLÁSICOS
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COVERS
DE CUENTOS CLÁSICOS

HERNÁN
CASCIARI

orsai
2021, Hernán Casciari
casciari@gmail.com
@casciari

Primera edición: diciembre de 2021

2021, Editorial Orsai SRL


@EditorialOrsai

Mariano Acha 2513


1430 CABA
Argentina

editorialorsai.com

Compilación y reversionado: Hernán Casciari, Chiri Basilis, Josefina Licitra,


Sofía Badia, Alejo Barmasch, Juan Games y Marcos Krivocapich
Diseño: Hernán Casciari y Margarita Monjardín
Edición: Martín Felipe Castagnet
Revisión: Ignacio Merlo
Corrección: Julia Taboada
Ilustración de portada: Omar Turcios

ISBN: 978-84-15525-26-4
Impreso en Argentina

Esta obra se distribuye bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento


3.0 Umported. Es decir, se permite compartir, copiar, distribuir, ejecutar y
comunicar públicamente, hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de
esta obra, siempre que se reconozca expresamente la autoría original.
A Pino
Prólogo

Las personas que no tienen la costumbre de leer creen


que todos los libros son aburridos. Esto lo descubrí
en el Club Mercedes entre los diez y los doce años.
Fue la época en que más libros leí y mejor jugué al
tenis en toda mi vida. Después de cada partido le
contaba a mi amigo Pino las últimas panzadas litera-
rias con Sherlock Holmes, Father Brown o Hércules
Poirot. Le explicaba, de memoria, de qué manera mis
detectives preferidos descubrían que un cliente era
soltero, o extranjero, o estafador, al observar algún
detalle en su abrigo, y a mi amigo le fascinaban esas
deducciones. Entonces yo le prestaba uno de mis li-
bros, porque necesitaba charlar de esos temas con al-
guien. Al día siguiente le preguntaba qué había leído
y Pino me decía que nada, que mejor le contara yo.
Al principio pensé que era pereza, hasta que una tarde
mi amigo leyó en voz alta el «Reglamento del juego
de bochas o petancas» que estaba pegado en un car-
tel: ahí entendí todo. Pino no lograba diferenciar la
coma del punto y coma, ni adivinaba los verbos por
contexto, ni podía encajar los signos de puntuación

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hasta muy entrada la frase. Cada tres palabras duda-
ba; y era tan grande su esfuerzo por no fallar que no
retenía una sola idea en la memoria. Al oír cómo leía
en voz alta, pensé: «Qué aburrido debe ser Sherlock
Holmes así de lento y sin matices». Pero eso no fue
todo. Cuando empezamos la escuela secundaria des-
cubrí un nuevo problema: mi profesora de literatura
pretendía que los chicos que eran como Pino leyeran
libros gordos —¡por obligación, además!—, en lugar
de una síntesis de la trama para que al menos los pu-
diesen comprender. Muchos de mis compañeros de
clase fingían que leían, después buscaban copiarse en
los exámenes y, por supuesto, siempre creyeron que
la literatura era aburrida.
Cuando, al inicio de la pandemia, acepté leer
cuentos clásicos en la televisión argentina, me acor-
dé de la mirada de fascinación de Pino al escuchar
y de su hastío al leer lo mismo que yo le contaba.
Por eso busqué sobre todo hacer versiones compren-
sibles de historias inolvidables. Le pedí auxilio a mi
amigo Chiri: «Ayudáme a encontrar cuentos hermo-
sos que podamos sintetizar para que los entiendan
los que no leen», le dije. Él se puso a rastrear conmi-
go y después, cuando la televisión quiso hacer una
segunda temporada, les pedimos a Josefina Licitra y
a cuatro jóvenes narradores fantásticos (Sofía Badia,
Alejo Barmasch, Juan Games y Marcos Krivocapich)
que nos proveyeran de nuevos cuentos. En los cien
covers que recopilo en esta edición a veces eliminamos
personajes, otras veces cambiamos nombres o reem-

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plazamos ciudades de pronunciación difícil. En la
vorágine, algunos cuentos perdieron incluso su título
original. Pido de antemano disculpas a los autores,
a los herederos, a los puristas y a los que prefieren la
complejidad a la síntesis. Sé que hice un montón de
trampas y recortes para que cada historia no ocupase
más de cinco minutos en el tiempo útil del lector.
Por eso también al pie de cada cover dejo los datos del
cuento original para quien quiera buscarlo y un códi-
go QR para que se pueda acompañar cada reversión
con una locución informal en mi propia voz. Intenté,
sobre todo, que los relatos suenen coloquiales, como
si los estuviera contando en voz alta a un amigo des-
pués de jugar al tenis, en las mesas de piedra del club.

Hernán Casciari, 14 de diciembre de 2021

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En el bosque
Ryūnosuke Akutagawa

Esta historia es de un enorme escritor: el papá del


cuento japonés. Se apellida Akutagawa. Ni que me
venga a buscar la policía digo el nombre. Se suicidó
a los treinta y cinco años pero igual tuvo tiempo de
escribir esta maravilla. Dice así:
Un hombre apareció muerto al pie de una monta-
ña. Cuando la policía empezó a investigar, todos los
testigos tenían algo distinto que declarar.
Un leñador dijo esto: «Yo descubrí el cadáver. Es-
taba tirado boca arriba. Tenía una única herida pro-
funda en el pecho, pero ya no sangraba. A su alrede-
dor solo había un cuchillo y un remolino de hojas: el
muerto se había resistido».
Un rato después el comisario habló con un monje
budista, que agregó esto: «Yo vi ayer al hombre que
encontraron muerto esta mañana. Iba a la ciudad en
un caballo alazán y lo acompañaba una mujer con
un kimono violeta y la cara cubierta por un velo. El
hombre llevaba un sable, arco y flechas. No parecía
dispuesto a morir».

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Más tarde, el comisario habló con uno de sus ofi-
ciales, que acababa de apresar a un sospechoso.
El policía dijo esto: «Agarré al famoso bandolero
Tajomaru. Se había caído del caballo, un alazán igual
al del muerto, y tenía un arco y muchas flechas: las
mismas armas de la víctima. Tajomaru es el asesino.
Siempre fue conocido por mujeriego. Seguro que le
hizo algo a la mujer que venía a caballo con el muerto».
Dicho esto, una anciana que estaba esperando para
declarar lo interrumpió: «El muerto tiene nombre»,
dijo. «Se llamaba Takehito Kanazawa y era el marido
de mi hija, Masago. Tenía veintiséis años y era muy
buen chico. Y era demasiado paciente con Masago,
que tiene mucho carácter. ¿Dónde está ella ahora, co-
misario?».
La mujer apuntó con la vista al bandolero Tajoma-
ru, que estaba listo para declarar, y se largó a llorar en
silencio.
El bandolero Tajomaru dio, entonces, su versión
de los hechos: «Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la
mujer. Los vi ayer al mediodía cerca de la montaña.
Un viento le corrió el velo a la mujer y era tan her-
mosa que me quise quedar con ella. Así que los enga-
ñé. Les hablé de un tesoro escondido en el bosque, y
cuando llegamos ahí até al hombre a un árbol y abusé
de Masago.
»Aunque ella tenía un cuchillo y quiso lastimarme,
fue fácil para mí. Por algo soy el famoso Tajomaru.
»El problema vino después. Masago se largó a llo-
rar, histérica, dijo que no soportaba la vergüenza de

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haber sido violada, y dijo que uno de los dos tenía
que morir y que ella se uniría al que sobreviviera.
Entonces Takehito y yo nos desafiamos a muerte, y
lógicamente gané yo. Sin embargo, apenas giré para
mirar a la mujer, ella se había escapado. Así que aga-
rré las armas del muerto y seguí mi camino».
El comisario tomó nota, y entonces pasó a un tes-
timonio clave: el de Masago, la mujer.
Y ella dijo (para sorpresa de todos) algo totalmente
distinto: «Después de violarme, el bandido se fue. Y
Takehito, mi marido, me miró con desprecio. Tuve
ganas de matarme, pero también quería la muerte de
Takehito porque había sido testigo de mi deshonra.
Entonces busqué su espada, pero no encontré ningún
arma: el bandido se había llevado todo. O casi todo,
porque todavía estaba ahí mi puñal. Así que lo clavé
sobre Takehito. Pero no tuve la fuerza para matarme
después».
Masago se largó a llorar. Y el comisario, desconcer-
tado, se rascó la cabeza sin saber a quién meter preso.
Tajomaru era un bandido con prontuario, pero Ma-
sago era una mujer temible. ¿Quién decía la verdad?
La respuesta, finalmente, la trajo una bruja, que
llegó diciendo que tenía un espíritu hablando a través
de su cuerpo: era Takehito, el muerto.
Y el muerto, por boca de la bruja, dijo lo siguiente:
«Luego del abuso, no quise seguir con Masago. Le
dije que lo mejor era que me abandonara y se hiciera
esposa del bandido, y para mi sorpresa mi mujer (lejos
de largarse a llorar) sonrió ilusionada y miró al bando-

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lero. Pero esto no es todo. Masago le dijo al bandolero:
“¡Mata a mi esposo! Si vive, no podré estar contigo ni
con nadie”. Tajumaru se quedó duro. No esperaba ese
pedido y vino hacia mí con cautela. “¿Qué hago, ami-
go?”, me susurró. Ese bandolero me caía bien. El pun-
to es que, mientras yo dudaba, mi esposa escapó hacia
el bosque. Y Tajumaru cortó mis ataduras y me dijo:
“Primero la agarro y después veo qué hago”, y se fue.
»Ya solo, no soporté la traición de Masago. Vi el
puñal que mi esposa había dejado caer. Y agarrándolo
fuerte, me lo clavé en el pecho».

Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927) escribía sobre el Japón an-


tiguo, y al hacerlo modernizó el género cuento. «En el bosque» se
puede encontrar en el libro Rashōmon, adaptado en la película ho-
mónima de Akira Kurosawa.

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La mujer alta
Pedro Antonio de Alarcón

Este es un cuento viejísimo del escritor español Pe-


dro Antonio de Alarcón, que murió en 1891. Así que
imagínense la vejez de esta historia, que dice así:
Lucas y Juan eran muy amigos. La muerte del pa-
dre de Lucas encontró a Juan de viaje. Recién una
semana más tarde pudo visitar a su amigo. Lo vio tris-
te, como era de esperar, pero también muy ansioso.
Lucas le confesó que le estaba pasando algo extraño,
y que solo una persona de confianza como él podía
darle una opinión objetiva. «Por supuesto, para eso
están los amigos», le dijo Juan.
Entonces Lucas le contó que la noche antes de la
muerte de su papá le había pasado algo muy extraño.
Él había ido al casino y después de perder todo lo que
llevaba en la billetera, no le quedó otra que volver ca-
minando hasta su casa. «No había luna», dijo Lucas,
«y las calles estaban oscuras».
A la altura de la calle Piedras, al otro lado de la
puerta de un edificio, Lucas sintió que alguien lo mi-
raba. Fue una intuición, porque no se veía nada. Era

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una puerta de vidrio con rejas gruesas que daba a un
pasillo largo. Lucas se acercó y apoyó la cara contra
el vidrio. Entonces vio a una mujer, del otro lado,
inmóvil y rígida. Era una mujer muy alta, de unos
setenta años, con dos ojos malignos que lo miraban
sin pestañear… y una boca que le sonreía sin dientes.
Se alejó de la puerta, asustado, y siguió caminan-
do a paso firme. Pero a mitad de cuadra sintió que
alguien lo seguía. Lucas se dio vuelta y a pocos cen-
tímetros vio a la misma mujer, que estiraba su brazo
casi a punto de tocarlo. Entonces Lucas pegó un grito
y salió corriendo, y no paró hasta llegar a la puerta de
su casa.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, sonó
el teléfono. Lo llamaban para avisarle que su padre
había muerto.
Juan escuchaba a su amigo con atención. Lucas le
dijo: «Te juro que esa mujer horrible tuvo algo que
ver… ¿No te parece?».
Juan no supo qué responderle. No era supersti-
cioso y le pareció que el encuentro de su amigo con
aquella mujer podía ser simple casualidad. Le dijo
que era común sentir algo así en momentos de gran
tristeza, en los que se suelen buscar explicaciones para
las cosas que no se comprenden. Como, por ejemplo,
la muerte de un padre. Pasó el tiempo.
Algunos años más tarde, a Lucas lo sorprendió otra
tragedia. Esta vez fue su esposa. Apenas llevaban dos
años de casados y ella parecía estar sana y fuerte. Pero
una noche, simplemente, murió.

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Por supuesto, su amigo Juan estuvo en el entierro.
Y allí, entre lágrimas, Lucas le contó a su amigo que
la noche anterior a la muerte de su esposa… había
vuelto a ver a la vieja alta sin dientes. Los mismos ojos
de búho, la misma oscuridad en la boca.
Volvía caminando de una fiesta, a las cinco de la
mañana, y de repente sintió que alguien lo seguía. Al
darse vuelta vio a la mujer, que reía y estiraba su bra-
zo casi a punto de tocarlo. Esta vez Lucas no escapó.
Dio un salto, la agarró de la solapa y la llevó contra la
pared. Ella soltó un aullido.
Él le gritó, desesperado: «¿Qué querés? ¿Quién
sos?». La mujer se empezó a reír y le contestó: «Sola-
mente soy una mujer muy débil».
«¿Entonces por qué me seguís?», le dijo Lucas, pero
la mujer lo escupió en la cara y se soltó de sus manos.
La vio escapar a toda velocidad, riendo a carcajadas.
Parecía que no tocaba el suelo.
Cuando logró llegar a su casa, se acostó al lado de
su mujer y se acercó para abrazarla. Entonces se dio
cuenta de que ella ya no respiraba.
«Fue esa vieja. Estoy seguro de que fue ella», dijo
Lucas en voz baja. Y una vez más, Juan no le creyó.
Años después Lucas murió de manera repentina.
Juan se enteró por el llamado de un amigo en co-
mún. A la mañana siguiente, ya en el cementerio, le
llamó la atención una mujer vieja, muy alta, que se
reía cuando bajaban el cajón de su amigo. Tenía una
mirada horrible, una boca oscura y asquerosa.
A Juan le dio pavor la imagen y se alejó de la gente.

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Caminó rápido hacia la entrada del cementerio. Su
intención era caminar sin prisa hacia el centro y pedir
un auto para alejarse de allí. Pero sintió que algo lo
seguía. Se dio vuelta y ahí estaba ella, a menos de un
paso de distancia, estirando su brazo, casi a punto de
tocarlo.

Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) fue un escritor espa-


ñol, periodista y veterano de guerra, experiencias que luego contó
en Diario de un testigo de la guerra de África. «La mujer alta» forma
parte de Narraciones inverosímiles (1882).

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Una muerte en la familia


Miriam Allen deFord

Este es un cuento de una escritora yanqui, no muy


conocida por acá, que se llama Miriam Allen deFord.
Escritora, reportera, nació en el siglo XIX, pero fíjen-
se qué historia más moderna hace la vieja. Y dice así:
A los cincuenta y ocho, el señor Smith defendía a
muerte sus manías de soltero. Era ordenado, pulcro
y metódico. A las siete de la tarde apagaba las luces
de la funeraria, cerraba la puerta con llave y entraba a
su casa, en la parte trasera. Se sacaba el traje negro, se
daba una ducha y se ponía ropa suelta. Después ce-
naba, lavaba los platos y por último bajaba al sótano
a visitar a su familia.
En el sótano lo esperaban su papá, siempre en el
sillón leyendo el diario; su madre, tejiendo medias de
lana con sus agujas; la abuela entredormida en la me-
cedora, su esposa Gisela, la mujer más hermosa del
mundo, tocando el piano, y Andrés, su hijito de diez
años, sentado en el suelo con su barco de juguete.
El señor Smith se sentaba a charlar con ellos, y
después cerraba la puerta y se iba a dormir a su ha-

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bitación. Siempre le daba tristeza tener que dejarlos
solos.
De chico, en el orfanato donde creció, el señor
Smith había sido víctima de burlas. Los demás chi-
cos tenían tíos o abuelos que lo venían a visitar, en
cambio él no tenía a nadie en el mundo, y esto lo
hacía diferente. Pero ahora… había logrado armar su
propia familia.
Solo le faltaba una hermanita para Andrés, no era
bueno para un nene como él ser hijo único. Tenía que
saber esperar, aunque no podía evitar que su corazón
se acelerara cada vez que llamaban a la funeraria des-
de una casa donde había niños. Pero siempre eran
viejos los que morían…
Hasta que una madrugada, un par de golpes en la
puerta lo despertaron. Al abrir, Smith vio un bulto
envuelto en una manta. Lo deshizo y sacó un peque-
ño cadáver. Aunque el cuerpo tenía el cuello roto y la
cabeza colgando, lo reconoció inmediatamente por-
que su foto había salido en los diarios. Era la hijita
de un millonario, secuestrada una semana antes. Su
padre había desobedecido las órdenes de los captores
y le había avisado a la policía, y ellos se habían venga-
do brutalmente.
Smith no supo por qué los delincuentes dejaron a
su víctima en la puerta de una funeraria, a 400 kiló-
metros del lugar de los hechos, pero tomó esa apari-
ción como un milagro. Alzó el cuerpo, lo trasladó a
la cámara preparatoria y sin perder tiempo empezó a
embalsamarlo.

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A la tarde siguiente le comunicó a su familia la
buena nueva: la pequeña Martha (así decidió llamar-
la) por fin había llegado. Ahora sí su felicidad, y la de
toda la familia, era completa.
Tres días más tarde, mientras cerraba la funeraria,
entró un policía joven.
«¿En qué lo puedo ayudar?», preguntó Smith. «Se
trata del cadáver de la hija del millonario», dijo el po-
licía. Smith dio un pequeño salto en la silla.
El policía se inclinó hacia adelante, confidencial:
«Detuvimos a un hombre altamente sospechoso. Se-
gún él, tres días atrás pasó por este pueblo con el cadá-
ver en su auto y lo dejó en la puerta de esta funeraria».
Smith se hizo el ofendido y dijo: «¿Usted piensa
que si hubiera pasado eso yo no habría llamado a las
autoridades?». El policía dijo: «No lo estamos acusan-
do de nada, pero de todos modos, para despejar du-
das, déjeme dar una vuelta por su casa y nos queda-
mos tranquilos». Smith se opuso con firmeza: «¿Qué
piensa hacer? ¿Escarbar el jardín para ver si hay un
cuerpo enterrado? Conozco mis derechos, y no voy
a permitir que nadie registre mi casa sin una orden
judicial».
El policía lo miró raro. «No entiendo cómo un
hombre tan respetable interfiere así con el trabajo de
la justicia, pero como usted diga… De todos modos,
sepa que en una hora voy a volver con una orden del
juez y con más policías», dijo con una sonrisa falsa-
mente cordial y se despidió.
Durante un minuto largo Smith no se movió de su

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lugar. Después cerró con la llave la puerta del negocio
y bajó la escalera del sótano. Fue hasta el piano, abra-
zó a Gisela y, por primera vez, la besó en los labios.
Su boca estaba fría y seca; pero él nunca había besado
unos labios vivos y húmedos, así que le dio igual. Se
sentó en el sillón y contempló a su familia. Salvo cier-
ta palidez que notó por primera vez en todos (menos
en Martha, la recién llegada), se los veía felices en
aquel clima de hogar.
¡Los quería tanto!
Al rato empezó a oler a gas, venía de la hornalla que
había dejado abierta en la cocina, antes de bajar. Ape-
nas notó que empezaba a marearse supo que no tenía
que esperar mucho más. Metió la mano en el bolsillo,
sacó un fósforo y lo prendió con la suela del zapato.

Miriam Allen deFord (1888-1975) fue una escritora norteame-


ricana de misterio y ciencia ficción, que sobre todo publicaba en
revistas de género y de izquierda. «Una muerte en la familia», su
relato más conocido, es de 1961.

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El conde Drácula
Woody Allen

Este cuento de Woody Allen está en un libro en el


que hasta el título es gracioso: Cómo acabar de una
vez por todas con la cultura. Y el protagonista es el fa-
moso conde Drácula, que hoy tiene mejor fama que
el autor de este relato.
La historia empieza en Transilvania. De repente el
conde Drácula siente que ya no hay sol (que hay que
recordar que es su mayor enemigo) y abre sus ojos
inyectados de sangre. Tiene mucha hambre. ¡Mucha!
Y ya sabe quiénes son sus víctimas: el panadero y su
esposa, dos gorditos buena gente que piensan que el
Conde es un vecino más del barrio.
Que sean tan ingenuos le da un condimento extra,
la estupidez es como sal en la boca del Conde, así que
en un segundo Drácula se convierte en murciélago y
llega rápido a la casa del panadero y la esposa.
Una vez ahí, se transforma en persona y golpea la
puerta.
Abre la mujer del panadero y dice: «¡El Conde
Drácula! ¡Qué linda sorpresa!», y lo hace pasar.

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El panadero se acerca y le pregunta qué hace por
ahí, a lo que Drácula responde, ya salivando: «Tenía-
mos agendada una cena, ¿o no se acuerdan?». «¡Claro,
sí, nos acordamos!», dice el panadero. «¡Pero es den-
tro de siete horas!».
Drácula no entiende. ¿Siete horas? ¿Cómo que sie-
te horas? Y entonces los gorditos sonríen y ella dice:
«Ay, pero qué personaje este Conde, seguro que vino
a mirar el eclipse con nosotros».
Ahí Drácula entiende todo: están en medio de un
eclipse de sol y la luz va a volver en dos minutos.
Si no se va a tiempo, va terminar calcinado sobre el
felpudo. A Drácula le baja la presión. «Perdón, per-
dón, me confundí», dice el Conde mientras sacude
el picaporte de la puerta. Pero el matrimonio, que es
muy hospitalario, está decidido a darle algo para la
presión, porque lo ven muy pálido, más pálido que
nunca.
La mujer le ofrece vino, un sobrecito de azúcar…
pero Drácula no quiere nada: les dice que no toma
vino por un tema hepático y que además tiene que
volver al castillo urgente porque se dejó todas las lu-
ces prendidas y después le llega una cuenta de luz
tremenda.
«Está bien, está bien», dice la mujer, «pero vuelva
a cenar esta noche. Mire que ya compré todo… voy a
hacer un pollo al horno que se va a chupar los dedos».
Drácula la mira y dice que sí, desesperado. «¡OK,
yo traigo el postre!» dice, mientras abre la puerta
de calle para irse al castillo corriendo. Cuando de

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repente escucha al panadero que dice: «Mirá, vieja,
qué lindo cómo va apareciendo el sol, parece una
uña dorada».
Ni bien escucha eso, Drácula se mete en la casa
de sus vecinos y cierra la puerta. «¡Listo! ¡Me quedo!
Sirvan lo que quieran pero cierren todas las persianas,
¡por favor!».
«Pero no tenemos persianas, Conde».
«¿Qué?», dice Drácula. «¿Y un sótano? ¿Tienen un
sótano?».
«Yo siempre le digo: Arturo, tenés que hacer un só-
tano, pero vio cómo es mi marido». Mientras la mu-
jer del panadero habla, Drácula empieza a ahogarse y
busca un lugar cerrado con desesperación. Encuentra
un ropero, en el pasillo, se mete adentro, cierra la
puerta y, desde adentro, le dice al panadero que lo
llame a las ocho y media.
El matrimonio no lo puede creer. Se ríen: «¡Vamos,
Conde, no se haga el loco». «No, no, no, en serio,
no puedo», les grita Drácula. «Déjenme acá hasta las
ocho. Yo estoy bien. Me encanta este ropero».
De repente suena el timbre y entra el alcalde. Pasa-
ba por ahí y decidió darles una sorpresa al panadero
y a su mujer. Ella, contentísima por la visita, empieza
a los gritos y le dice a Drácula: «Salga, Conde, salga,
que pasó a saludar el alcalde».
«¿Está el Conde acá?», pregunta el alcalde. Y en-
tonces el panadero le explica, ya un poco incómodo
por la situación, que el Conde está, sí, pero que se
metió en el ropero. «Dele, Conde…», dice el pana-

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dero. «Ya está el chiste». Y el alcalde le dice: «Salga,
amigazo, venga a tomarse un vino con nosotros».
Pero Drácula está atrincherado. Sin perder los mo-
dales, les dice que charlen entre ellos, que él va a salir
cuando tenga algo para decir. Extrañados, el pana-
dero y el alcalde toman sus copas de vino y hablan
del eclipse un rato. Hasta que el alcalde, que ya no
aguanta la situación, abre la puerta del ropero y dice:
«¡Vamos, Drácula! ¡Déjese de joder!».
En ese instante, la luz del día le cae de lleno al dia-
bólico monstruo, que suelta un grito desgarrador y se
convierte primero en esqueleto, y después en polvo,
ante los ojos de todos.
Muy desilusionada, la mujer del panadero se acer-
ca a las cenizas del Conde y le dice al alcalde: «Ah,
pero qué pena… ¿No quiere quedarse usted a cenar
esta noche, alcalde? Compré un montón de pollo».

Woody Allen (1935) es uno de los directores de cine más famosos


del mundo. También es escritor. «El conde Drácula» fue publicado
en su primer libro de cuentos, Cómo acabar de una vez por todas con
la cultura (1971).

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El traje nuevo del emperador


Hans Christian Andersen

Desde que tengo nueve años que no me puedo ol-


vidar de este cuento maravilloso de Hans Christian
Andersen. Dice así:
Esta es la historia de un emperador que se creía
dios. Tenía tanto poder que siempre hacía lo que se le
antojaba. Y lo que más le gustaba era gastar muchísi-
ma plata en ropa.
Tanto es así que cada día se ponía un traje distinto.
Y cuando se quedaba sin opciones, recibía en el pala-
cio a los mejores diseñadores de todo el mundo y se
hacía confeccionar prendas a medida.
Hasta que un día, quién sabe cómo, en lugar de
un diseñador de renombre apareció un buscavidas
que fingía hablar un idioma exótico, y convenció al
emperador de que era el mejor diseñador de Oriente.
El emperador le creyó. Entonces el falso diseñador
le dijo que tenía para ofrecerle una prenda única: un
traje que no se había puesto todavía ningún rey de
Occidente, y que tenía una virtud excepcional: era
un traje confeccionado con una tela exquisita que

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solamente podía ser vista por personas inteligentes.
Es decir: el que no veía el traje era un estúpido.
El emperador quedó extasiado. El traje era la he-
rramienta perfecta para detectar a los idiotas de su
entorno. «Quiero doce trajes, uno por mes» dijo, y
pagó una fortuna por adelantado.
El diseñador se llevó la plata y mandó a decir que
estaban importando la materia prima: unas telas que,
cortadas con maestría, marcarían un antes y un des-
pués en la historia de la moda.
Pasaron dos semanas y el emperador, muy ansioso,
quiso ver el primer traje. Pero como tenía miedo de
que pasara lo peor (es decir: no poder ver el traje y
quedar en ridículo), mandó a su jefe de gabinete a la
casa del diseñador. Cuando el diseñador abrió el rope-
ro y le mostró el traje, el jefe de gabinete no vio nada, y
tuvo que disimular para no quedar como un estúpido.
«¡Qué hermosura!», dijo. «¡Que no sean doce tra-
jes, que sean cincuenta y dos, uno por semana!».
El gobierno pagó un montón más de dinero y el
falso diseñador se hizo rico. Hasta que unos días des-
pués, más ansioso que nunca, el emperador mandó
de nuevo a su jefe de gabinete para ver cómo iban los
cincuenta y dos trajes.
Cuando el hombre vio el ropero, otra vez vacío,
se deshizo en elogios y decidió que el emperador de-
bía tener trescientos sesenta y cinco trajes, uno por
día. Y los mandó a confeccionar.
Los trajes mágicos tenían en vilo a todo el pueblo.
Y el emperador se moría de ganas de ponerse el pri-

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mer modelo. Así que aprovechó el día de la indepen-
dencia y se hizo traer uno de los trajes.
Cuando le mostraron la prenda, al emperador le
dolió la panza. «¿No es una maravilla?», le preguntó
el jefe de gabinete. El emperador tragó saliva, porque
no veía ningún traje. Buscó con la mirada al diseña-
dor, que sonriente le dijo: «Es un traje increíble, de
un género muy liviano, como si fuese una tela de ara-
ña… ¡Pruébeselo, emperador! Quizás le parezca que
no lleva nada, ¡pero esa es justamente la gran virtud
de esta tela!».
Acorralado por el diseñador y el jefe de gabine-
te, el emperador se sacó la ropa despacio y empezó
a ponerse el traje nuevo. A ciegas, porque no veía ni
tocaba nada. «Increíble, emperador», le dijo el jefe de
gabinete, «es hora de lucir esto en la calle. El pueblo
lo está esperando».
Lo más resuelto que pudo, el emperador salió a la
calle y se enfrentó a un pueblo que, descolocado, vio
a un hombre viejo y algo fofo con la piel colgando,
aunque (para no quedar como estúpidos) todos in-
tentaron disimular.
«¡Qué lindo traje!», decían los hombres. «Qué bien
cosido», murmuraban las señoras. Hasta que, en me-
dio de la multitud, un nene colorado se soltó de la
mano del papá y, señalando la entrepierna del man-
datario, gritó: «¡El emperador está en bolas!».
El jefe de gabinete se quedó blanco. Dos solda-
dos miraron al nene con estupor y se acercaron para
apresarlo. Entonces el nene colorado dijo: «¡Pero si

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todos lo están viendo! Tiene un huevo más alto que
el otro». Y entonces los soldados, como despertando
de un letargo, empezaron a decir: «Es verdad, tiene
un huevo más alto». Y el rumor se convirtió en un
murmullo, el pueblo empezó a gritar: «¡El emperador
está desnudo!».
Y aunque el emperador siempre había pensado
que el pueblo nunca tiene razón, por las dudas se
tapó los dos huevos con las manos y se metió en el
palacio. Al día siguiente, echó a su jefe de gabinete y
contrató al nene colorado, porque fue el único que
le dijo la verdad.

Hans Christian Andersen (1805-1875) es el autor danés famoso


por haber escrito «La sirenita», «El patito feo», «La reina de las nie-
ves» y también «El traje nuevo del emperador», y por eso es uno de
los más traducidos del mundo.

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6

Todo movimiento es cacería


María Teresa Andruetto

Este hermosísimo cuento es de María Teresa Andrue-


tto y está en su libro Cacería, que se llama así por esta
historia. Dice así:
Eran tres amigas de la secundaria que, cuando cum-
plieron cuarenta, se asociaron para abrir un «servicio
de acompañantes gordas». Las tres habían militado en
movimientos de mujeres y era esto, más que nada, lo
que le daba el principal sustento al emprendimiento.
De hecho, el servicio de acompañantes funcionaba
como excusa. Atrás de la idea ellas habían armado un
club súper exclusivo (con ritos de iniciación) al que
solo podían acceder mujeres de talles grandes.
Entre otras cosas, el club contaba con sauna, salón
de belleza y sala de masajes, aunque lo más importan-
te era el restaurante. Antes de emprender la aventura,
las tres amigas habían viajado mucho y habían apren-
dido todo tipo de recetas exóticas y especiales.
Mientras armaban el club, habían confeccionado
un riguroso plan para engordar. Hacía rato que las
tres se habían liberado del mandato de las dietas y la

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tiranía de los cuerpos perfectos, y habían empezado a
deleitarse con todo tipo de platos sibaritas. Pero subir
de peso no fue tan fácil como esperaban. En un par
de meses habían engordado treinta kilos, pero desde
ahí se habían estancado.
Para engordar como querían probaron, sin resulta-
do, todo tipo de fórmulas (avellanas y miel en el al-
muerzo; trufas y bombones de licor a la noche), hasta
que consiguieron unas carnes especiales de cacería.
El hallazgo fue milagroso, porque no solo cada una
consiguió sumar treinta kilos más en poco tiempo,
sino que además lograron un extraño grado de be-
lleza. Llamaron al plato «carnes rojas de cacería a las
finas hierbas», aunque entre ellas le decían «el manjar
prohibido». Fue, por supuesto, la estrella del menú.
Al día siguiente pusieron un aviso en el diario que
decía: «Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a
todo». Y dieron el club por inaugurado. El teléfono
empezó a sonar. Una mañana recibieron el llamado
de un tipo pidiendo una mujer gorda. Una de ellas se
ocupó de atenderlo.
Como siempre, antes de concertar una cita, some-
tían al interesado a un cuestionario para estar seguras
de con quién trataban. Este se reveló como un candi-
dato ideal. Su esposa lo sometía a una vida saludable
de gimnasios y dietas, y él estaba harto. Necesitaba
probar algo distinto. Por eso buscaba una gorda. No
para acostarse con ella: para verla comer.
Se citaron en la Confitería del Molino. Ella llegó
puntual y pidió un té. Él llegó cinco minutos más

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tarde, y la reconoció enseguida. Se sentó en otra mesa
y le mandó un mensaje de WhatsApp: «Quiero que
pidas una porción de milhojas y te la comas toda».
Ella obedeció. Y él la miró excitado. Le encantaba
cómo se pasaba la lengua por los labios, la forma en
la que chupaba el dulce de leche. «Ahora quiero que
comas con las manos, que te chupes los dedos, y me
mires». Y ella le hizo caso.
En un momento, él le pidió que fuera al baño y
se quitara la faja, porque no le gustaban las gordas
atadas. Desde el baño, ella le mandó una foto de sus
pezones desnudos y le suplicó: «Lleváme a algún lado
para que estemos solos». Cuando volvió a la mesa,
él se acercó y le dijo al oído: «Oíme, gorda: te pa-
gué para verte comer, pero me encantaría ver cómo te
desnudás en un lugar privado».
Ella lo llevó al club. El salón estaba decorado con
objetos exóticos que las tres habían traído de sus via-
jes. Él se sentó en un sillón. Ella puso música y em-
pezó a bailar. Lentamente se sacó el corpiño y le reve-
ló unas tetas colosales. Después, entre sus piernas de
carnes lechosas, dejó caer la bombacha de encaje rojo.
Vio que él la miraba con miedo, pero de todos mo-
dos ella se acercó y le dijo: «Tenés que ser bien ma-
cho, porque ahora viene el plato fuerte».
Le sacó los pantalones con habilidad y se le subió
encima, con tanta rapidez que él no pudo reaccionar.
Solamente alcanzó a balbucear que le dolía. Y más
tarde, sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire
y le pidió por favor, a la gorda, que se bajara. Pero ella

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siguió hamacándose sobre él, cada vez más fuerte, y
en el momento más dulce de la lujuria le tapó la boca
para no escucharlo gemir.
Después se levantó. Sus dos socias entraron al sa-
lón. El cuerpo del hombre, muerto, todavía estaba
tibio. Se acercaron al sillón, abrieron un maletín y
desenvainaron los cuchillos que habían traído de
Guinea, listos para faenar el cadáver.
No había tiempo que perder, porque estaban sin
mercadería desde la semana anterior y la carne de ca-
cería era el plato más requerido por todas las chicas
del club.

María Teresa Andruetto (1954) escribe ficción, poesía, ensayo


y teatro, para grandes y chicos, y lo bien que lo hace. «Todo movi-
miento es cacería» salió en el libro homónimo de Alción en 2002,
reeditado en 2012 como Cacería.

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7

Del que no se casa


Roberto Arlt

Este cuento es de Roberto Arlt, un autor argentino de


principios de siglo XX, muy popular. Es un aguafuer-
te, como un monólogo, y trata sobre un tipo que no
se quiere casar. Dice así:
Yo me hubiera casado, antes. Pero ahora no. ¿Quién
se casa ahora, con las cosas como están? Yo hace ocho
años que estoy de novio. No me parece mal, porque
uno antes de casarse «debe conocerse». O conocer al
otro, mejor dicho. Conocer al otro, para embromar-
lo. No, es chiste.
Mi futura suegra me gruñe cada vez que me ve.
Cuando está de buen humor me niega el saludo o
hace que no distingue la mano que le extiendo al
saludarla.
A los dos años de estar de novio, empecé a buscar
empleo. Tarda más o menos dos años buscar empleo.
Si tenés suerte, conseguís algo al año y medio, y en el
peor de los casos, no conseguís nunca.
A todo esto, mi novia y la madre se peleaban. Es
curioso: una, contra mí, y la otra, a mi favor, pero

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siempre las dos querían lo mismo. Mi novia me de-
cía: «Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos?».
Mi suegra decía: «¿Usted puede decir cuándo se va
a casar con la nena?».
Yo las miraba. Es curiosa la mirada del hombre que
está entre una furia amable y otra furia rabiosa. Se te
pone la cara como la de Carlitos Chaplín. Yo creo
que ese gesto doloroso de sonrisa torcida que tiene
Chaplin nació de dos mujeres que lo acosaban.
Le dije a mi suegra, sonriendo con melancolía, que
cuando consiguiera trabajo me casaba… y no va que
un día conseguí empleo. Y para peor un buen em-
pleo: ¡ciento cincuenta pesos!
Ciento cincuenta pesos para un soltero está bien.
Pero casarse con ciento cincuenta pesos es como
ponerse una soga al cuello. Así que aplacé el matri-
monio hasta que me ascendieran. Mi novia aceptó
mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres
aceptan los razonamientos; cuando se casan, noso-
tros aceptamos los de ellas). Pero como éramos no-
vios aceptó ella, y yo pude decir «qué inteligente es
mi novia».
Después me ascendieron a doscientos pesos. Ob-
vio que esa plata es más que ciento cincuenta, pero el
día que me ascendieron descubrí que con paciencia se
podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años.
Y después dos, y después dos más… Seis años.
Mi novia puso cara, y entonces con gesto digno de
un héroe hice cuentas. Le demostré, con el lápiz en
una mano y el catálogo de los muebles en otra, que

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era imposible casarse sin un sueldo mínimo de tres-
cientos pesos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus
llevaban un ritmo mental muy curioso: iba del ho-
micidio compuesto al asesinato triple. Al mismo
tiempo me sonreía con las mandíbulas y me daba
puñaladas con los ojos. Mi novia, pobrecita, incli-
naba la cabeza.
Y al final de esos ocho años, me llegó el otro au-
mento. Un aumento terrible de setenta y cinco pesos
que me hizo llegar a los trescientos pesos limpios en
el bolsillo, una vez por mes.
Cuando se enteró, mi futura suegra me dijo, en un
tono que se podía entender como irónico (si no fuera
agresivo y amenazador):
«Supongo que no tendrá intención de esperar otro
aumento, ¿verdad, Roberto?».
Y justo cuando le iba a contestar, estalló la revolu-
ción de 1930.
Y ahí yo pensé: casarse bajo un régimen revolu-
cionario no es bueno… Sería demostrar hasta la evi-
dencia que uno está loco. ¿Cómo se va a casar uno
en medio de tal desbarajuste? Hay que tener altera-
das las facultades mentales para casarse en medio de
todo esto.
No, señor, yo no me caso. Y hoy se lo he dicho a
mi suegra:
«No, señora, no nos podemos casar en este mo-
mento… Esperemos que el gobierno convoque a
elecciones, y a que sepamos si se reforma la Constitu-

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ción, o qué pasa. Mire, señora: una vez que el Con-
greso esté constituido, y que todas las instituciones
marchen como deben, yo no pondré ningún incon-
veniente al cumplimiento de mis compromisos con
su hija. Pero hasta tanto el Gobierno provisional no
entregue el poder al pueblo soberano, señora, yo tam-
poco entregaré mi libertad».

Roberto Arlt (1900-1942) es autor de El juguete rabioso, Los siete


locos y Los lanzallamas, y de las aguafuertes que publicó durante
años en el diario El Mundo. «Del que no se casa» salió en 1930 y está
incluida en Aguafuertes porteñas.

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8

El carnero
Isaac Asimov

Este cuento de ciencia ficción es del gran Isaac Asi-


mov, y tiene un título en inglés que significa «El rom-
pehuelgas», pero yo preferí ponerle «El carnero», así
nos entendemos mejor. Y dice así:
Luego de un largo viaje desde la Tierra, el doctor
Lámorak descendió de su nave espacial en la platafor-
ma de aterrizaje del pequeño planeta llamado Elseve-
re. Ahí lo esperaba Elvis Blei, presidente del Consejo
Directivo, para una visita guiada de un par de días
por el planetoide.
Esto transcurre en el siglo XXX, cuando la con-
quista interplanetaria ya era una realidad. Los seres
humanos generaron nuevas sociedades alejadas de la
Tierra. Tal era el caso de Elsevere, en el que vivían
más o menos diez mil personas.
Al presidente Blei le gustaba mucho repetir, una y
otra y vez, que Elsevere era «absolutamente autosufi-
ciente». Reciclaban por completo todos sus desechos,
lo que hacía que la comunicación con el resto del
universo fuera innecesaria.

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«Cada hombre, mujer y niño conoce su puesto en
el planeta desde nacimiento y lo acepta», le explicó
Blei a Lámorak. «Desconocemos por completo la in-
comodidad o el disgusto».
Luego de un breve paseo, Blei dejó a Lámorak en su
hotel. Una vez en su habitación, el visitante miró los
titulares del diario y descubrió una noticia que contra-
decía por completo lo que Blei le había dicho antes.
El titular decía: «Ragusnik no da el brazo a tor-
cer». Y abajo se leía que el jefe de Desechos Orgáni-
cos seguía inmutable en sus reclamos. La noticia no
decía cuál era exactamente el problema, ni tampo-
co cuáles eran los reclamos de Ragusnik. Pero algún
problema había.
A la mañana siguiente, cuando el presidente Blei
pasó a buscarlo, Lámorak le mostró la tapa del diario.
Blei se disculpó.
«Pensamos que el problema iba a estar resuelto para
antes de su llegada», le dijo, «pero no. Ragusnik es el
jefe de nuestro sistema de reciclado de desechos».
Así el visitante supo que Igor Ragusnik ganaba
más dinero que cualquiera en el planeta, pero no te-
nía permitido entrar en contacto con el resto de la so-
ciedad. Por eso Igor ahora reclamaba igualdad social.
Quería que su hijo pudiera ir a la misma escuela que
el resto de los niños del planeta, y hasta que eso no
sucediera, Igor continuaría de huelga.
El problema era que los desechos ya se estaban
acumulando. Y el sistema inmunológico de los na-
tivos no estaba preparado para las enfermedades que

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los desechos acumulados pudieran traer. Se estaban
enfrentando al posible fin del planeta.
Lámorak, fascinado con el caso, pidió conocer a
Ragusnik. El presidente Blei no escondió su estupor
y repugnancia.
«¿De verdad quiere estar cerca de alguien que ma-
nipula excremento?».
«Por supuesto», dijo Lámorak, «hay que solucionar
este problema».
Entonces el presidente Blei lo llevó al laboratorio
de residuos.
La reunión entre Lámorak y Rasgunik ocurrió en
el corazón mismo del laboratorio de procesamiento
de desechos. Realmente el lugar no olía bien. Lámo-
rak esperaba encontrarse a una persona sucia y malo-
liente, pero Rasgunik era otra persona más con bata
de laboratorio, detrás de un control de mandos.
Lámorak le dijo a Rasgunik que la huelga no tenía
sentido. Que si no se encargaba de hacer funcionar la
recicladora de desechos, él mismo lo haría. Que no se
permitiría ser cómplice del inicio de enfermedades.
Luego de que Rasgunik volviera a negarse, Lámo-
rak lo hizo a un lado, tomó el control y encendió las
máquinas.
Todo volvió a funcionar como antes.
Lámorak, sonriente, tomó el intercomunicador y
le informó al presidente Blei que ya todo había vuelto
a la normalidad y que el planeta estaba a salvo.
Blei se llenó de alegría y le agradeció de puro co-
razón, en nombre de todo el planeta, pero cuando

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Lámorak intentó salir del cuarto de comandos, des-
cubrió que la puerta por la que había entrado estaba
cerrada.
«Lo sentimos mucho, Lámorak», le dijo Blei por
el intercomunicador, «pero ahora que usted también
entró en contacto con los excrementos, ya no puede
caminar libremente por nuestro planeta. Esperamos
que lo entienda. Muchas gracias por su servicio».
Lámorak miró a Rasgunik, como pidiéndole ex-
plicaciones. Y Rasgunik le dijo: «¿Vio? Esta gente es
muy fóbica con la mierda, no quiere saber nada con
nosotros… ¿Quiere que le hagamos huelga otra vez?».

Isaac Asimov (1920-1992) nació en Rusia pero se crio en Estados


Unidos. Inventó las tres leyes de la robótica, que se popularizaron
más allá de sus cuentos y novelas. «El carnero» se publicó en una
revista en 1957.

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Fe de ratas
Jorge Asís

Este relato se encuentra en un pequeño libro de Jorge


Asís que lleva el mismo título del cuento, Fe de ratas.
Los personajes trabajan en un restaurante, que puede
ser tan duro como ir a la guerra. Dice así:
Esta es la historia de un mozo, Ferreyro, que odia-
ba a otro mozo, Ferreti. ¿Por qué lo odiaba? Porque
Ferreti atendía la mejor zona del restaurante: la de las
mesas del fondo. Es decir: el lugar al que van los tipos
de trampa, los friolentos que no aguantan cuando se
abre la puerta de calle, los que hacen despedidas de
cualquier clase, en fin: los que quieren comer tran-
quilos. Esa gente solía tener el bolsillo más dulce, y
como los mozos del bar vivían de la comisión y las
propinas (porque el dueño, un gallego, era muy mi-
serable), la generosidad del cliente era vital.
Por todo esto Ferreti, que tendía el fondo, gana-
ba muy bien mientras que Ferreyro (que no era mal
mozo, pero tenía menos labia y no sonreía) apenas po-
día cubrir sus gastos y secretamente amasaba un odio
intenso, macizo: inevitable. No solo porque veía a su

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compañero desfilar con pucheros, mariscos y vinos ca-
ros mientras que él no pasaba de un plato con ravioles,
sino porque encima el tipo Ferreti era un novato.
Ferreyro, el mozo resentido, estaba en la cantina
desde antes de que el dueño anterior muriera y las hijas
la vendieran con Ferreyro adentro. Y recién después,
con el nuevo dueño, llegó ese boludo alegre de Ferreti:
un tipo más joven que además tenía un compinche:
Santiago, el cocinero, que también estaba desde antes
y que detestaba a Ferreyro. En la vieja cantina, don-
de había trabajado Felipe, un hermano de Santiago,
Ferreyro lo había alcahueteado ante el dueño porque
cada tanto se robaba una botella de vino.
Acto seguido, despidieron al hermano pero no a
Santiago, porque era el cocinero y eso no se reempla-
za fácil. Es por eso que Santiago odiaba a Ferreyro y
miraba con regocijo su fracaso ante Ferreti, que se la
pasaba atendiendo clientes, festejándoles los chistes
y diciendo «¡Ahí viene la dolorosa!» cuando traía la
cuenta: Ferreti hacía reír a los de su mesa, incluso
cuando tenían que pagar.
Hasta que un día, harto, Ferreyro (el odiador) lo
encaró a Ferreti (el odiado), y le habló de la injusticia
que sentía porque él tenía las mejores mesas. «No hay
problema, viejito, repartimos», le dijo el otro, y así
fue: los dos tuvieron algunas mesas adelante, y otras
mesas atrás.
Y lógicamente, lo que pasó de inmediato es que
las de Ferreti se llenaron y las de Ferreyro siguieron,
como siempre, vacías.

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Desde la ventanita que conectaba con la cocina, el
cocinero Santiago miraba todo con la carcajada con-
tenida. No imaginaba que días después, desesperado,
Ferreyro se iba a acercar a pedirle ayuda.
«Bombeálo vos desde la cocina, viejo, metéle tuco
podrido en los ravioles, escupile las ensaladas, meále
la sopa, algo…», le dijo Ferreyro al cocinero.
Santiago no lo podía creer. «Pero no seas misera-
ble», le dijo, «valés menos que una lechuga podrida».
Pero Ferreyro usó un as en la manga con el cocinero.
Le dijo que si echaban a Ferreti, volvía a trabajar su
hermano al restaurante.
Y ahí la cosa cambió. Pero de un modo impensado.
Al día siguiente, Ferreyro llegó a las diez, como
siempre. Ferreti cayó una hora tarde y, cuando el due-
ño lo levantó en peso, Ferreti le dijo de todo: «¿Sa-
bés qué, gallego? Me tenés podrido, en cualquier otra
fonda estarían felices con un mozo como yo, así que
me las tomo».
Y después de darles la mano a cada uno de sus
compañeros, Ferreti, el odiado, renunció y se fue.
Callado, Ferreyro se guardó el odio y empezó a
atender todas las mesas. A la noche llegó a trabajar
Felipe, el hermano de Santiago, y a Ferreyro la vida le
empezó a sonreír.
Con el paso de los días, Ferreyro se largó a contar
chistes a los clientes, a gritar «¡Ahí viene la dolorosa!»,
a aplaudir los discursos de las despedidas y a elogiar
las fotos familiares. Ferreyro, de repente, atendía las
mejores mesas…

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Ante la mirada de Felipe, que sentía la injusticia,
Ferreyro se animó a soñar con lo que sueña todo
mozo: dejar la bandeja y tener un restaurante propio.
En eso estaba, fantaseando feliz, cuando un flaqui-
to de la mesa de la esquina se quejó porque los ra-
violes estaban muy salados… y a la media hora otro
cliente le devolvió una ensalada porque la lechuga
estaba como escupida, y después una señora le dijo:
«Oiga, mozo, la sopa tiene como un gusto a pis, ¿la
puede probar?».

Jorge Asís (1946), argentino de origen sirio y apodado «El Turco»,


exploró el humor y la sordidez en Los reventados, Flores robadas en
los jardines de Quilmes y Fe de ratas, donde se incluyó el cuento
homónimo.

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El beso
Gustavo Adolfo Bécquer

Esta es una historia de Gustavo Adolfo Bécquer, el


poeta español, y algunos pensarán: «¡Qué raro un
cuento de un poeta!». Pero sí, los poetas también sue-
len escribir cuentos.
Esta historia ocurrió en los tiempos en que el ejér-
cito de Napoleón ocupó España, y como había mu-
chísimos soldados franceses acampando en las plazas
y en las calles, los invasores tuvieron que ocupar va-
rios edificios, entre ellos los conventos y las iglesias de
la ciudad conquistada.
Una de esas noches llegaron unos cien soldados
franceses más, exhaustos y con ganas de descansar. Al
mando de la tropa venía un capitán joven. Cuando
llegaron a la plaza principal, un oficial fue a recibir-
los, y lo primero que el capitán le preguntó fue dónde
iban a dormir.
El oficial le dijo que la ciudad estaba atiborrada de
soldados, y que el único lugar disponible para pasar
la noche era una iglesia —un poco venida abajo— en
las afueras de la ciudad.

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El capitán puso sus reparos, pero el oficial lo con-
venció de que ahí iban a dormir lo más bien y que
incluso una parte de la iglesia estaba prácticamente
libre para meter los caballos. Como no había más al-
ternativa, el capitán y su tropa avanzaron por las ca-
llecitas oscuras de la ciudad y llegaron hasta la iglesia,
a la que encontraron completamente desmantelada.
Los soldados bajaron de sus caballos y el capitán
recorrió el lugar con un farol en la mano. Lo único
que se destacaba en el edificio ruinoso, observó, eran
unas estatuas de mármol blanco (que parecían fantas-
mas) sobre los mausoleos de los muertos enterrados
en el templo.
La jornada había sido larga, habían recorrido ca-
torce leguas a caballo y como el cansancio era más
fuerte que la precariedad del lugar al rato se dejaron
de escuchar las protestas de los soldados y, poco a
poco, el silencio se fue apoderando del cuartel im-
provisado.
Al día siguiente el capitán volvió a la plaza princi-
pal, donde lo esperaban algunos compañeros de pro-
moción. Charlaron amigablemente y cuando sus co-
legas le preguntaron cómo había pasado la noche en
la vieja iglesia al capitán le cambió la cara. «Me costó
dormir», les dijo, «pero por suerte el insomnio es más
llevadero al lado de una mujer hermosa».
Los oficiales lo miraron raro. ¿Era posible que en
la primera noche en la ciudad ya hubiera tenido una
aventura amorosa? Le pidieron detalles, entonces el
capitán les dijo que había pasado toda la noche al

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lado de una mujer bellísima. Por un momento, les
confesó, había pensado que era una alucinación pro-
ducida por el cansancio, pero no, ella estaba ahí, her-
mosa y serena. Al final dijo, pícaro: «Es una estatua
de mármol sobre una tumba, la réplica de una mujer
que descansa allí», y sus colegas franceses estallaron
en una carcajada. «Pero está tan bien hecha que pare-
ce viva», les aseguró.
«Si es tan hermosa nos gustaría conocerla», dijo
uno de ellos.
«Está complicado», dijo el capitán, «porque a su
lado hay una tumba con otra estatua de mármol, la
de un guerrero arrodillado que parece estar tan vivo
como ella, y que debe ser su esposo. Supongo que a él
no le va a gustar que se la presente, pero qué nos va a
decir si total la ciudad ahora es nuestra, ¿no?».
Los soldados volvieron a reír y quedaron en verse
esa noche en el templo. Cuando llegó la hora el capi-
tán los recibió en la puerta de la iglesia. Como estaba
muy oscuro mandó a uno de sus asistentes a hacer
una fogata con lo que encontrara, y todos se sentaron
a tomar vino al lado del fuego. Cuando estaban lo
suficientemente borrachos se pararon todos frente a
la estatua de la mujer, y entre chistes y reverencias el
capitán les dijo: «Mírenla bien, debe haber sido de las
más hermosas de su tiempo».
La fiesta siguió cada vez más descontrolada. Los
oficiales abrían una botella tras otra y después, al va-
ciarlas, las reventaban contra las paredes del templo.
Hasta que en un momento el capitán alzó su copa

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frente a la estatua del guerrero y brindó por Napo-
león, que le había permitido venir a Toledo a conocer
a su esposa. Se llevó vino a la boca y le escupió la cara
a la estatua del guerrero.
Mientras sus amigos se alejaban hacia la salida en-
tre risas, cada vez más borrachos, el capitán regresó
tambaleante hasta la estatua de la mujer y le susurró
al oído: «Solo un beso puede calmar lo que siento».
Y cuando estaba a punto de besarla, el capitán gritó
de dolor.
Los oficiales frenaron en seco y giraron para ver
qué había pasado. Vieron al capitán desplomado a los
pies de la estatua de la mujer, con el cráneo destro-
zado. Ninguno atinó a socorrerlo. Pero en la penum-
bra del templo todos pudieron ver que el brazo del
guerrero, con su guante apretado de piedra, se había
movido, levemente, de su posición original.

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es un nombre fijo en los


programas escolares, pero antes del mármol fue un revolucionario
que conectó lo viejo con lo nuevo. «El beso» forma parte de su obra
maestra, Rimas y leyendas.

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Enoch Soames
Max Beerbohm

Este es un cuentazo. Lamentablemente su título es


difícil de deletrear y el autor también, por eso vamos
a ir derechito a la historia. Es de finales del siglo XIX:
deténganse en esta fecha, porque después se va a ac-
tualizar el cuento. Dice así:
Era finales del mil ochocientos noventa.
En una fiesta de jóvenes artistas apareció un viejo
que desentonaba por lo encorvado y desalineado de
su postura.
Max Beerbohm (el autor de este cuento), que en
ese momento no pasaba los veinte años, conversaba
con un pintor cuando distinguió a este hombre que
caminaba con torpeza entre el resto de los invitados.
Le preguntó al pintor quién era esa persona que de-
sentonaba tanto y el pintor le respondió: «Es Enoch
Soames, un escritor fracasado».
Atraído por la mención de su nombre, Soames se
acercó a Max y al pintor y dijo: «Es verdad, mi nom-
bre es Enoch Soames, pero pronto dejaré de ser un
escritor fracasado».

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El pintor, descubierto en su comentario poco ami-
gable, quiso disculparse, pero Enoch Soames no se lo
permitió. Le dijo que, de hecho, tenía razón: él era un
escritor fracasado. Ya había publicado dos libros (una
novela y un poemario) y ninguno de los dos había te-
nido ningún tipo de repercusión. Pero él sostenía que
lo que faltaba era que sus libros cayeran en las manos
del lector correcto.
Max se sintió interesado por Enoch Soames. Él
todavía no había publicado nada y cualquier autor
que ya tuviera más de una publicación le parecía ad-
mirable. Esa noche ambos se quedaron conversando
largo y tendido y el viejo le regaló a Max una copia
de cada uno de sus libros. Max le prometió leerlos en
cuanto llegara a su casa y quedaron en encontrarse al
día siguiente.
Ya en su cama, Max intentó leer los libros, pero le
resultó imposible: eran tremendamente aburridos e
incomprensibles. En el libro de poemas no se enten-
día de qué estaba hablando el viejo, y la novela termi-
nó siendo tan soporífera que Max se quedó dormido
antes de pasar las primeras diez páginas.
Aún así, al día siguiente, Max fue a encontrarse
con Enoch Soames.
Se reunieron en un café. En el momento en el que
Max atravesó la puerta, vio que el viejo escritor ya lo
estaba esperando. Una vez que Max se sentó, Enoch
Soames le dijo: «No te gustaron ni un poco mis li-
bros, ¿no?». Max intentó mentirle, pero no sirvió de
nada. El viejo le dijo que no se preocupara, que de

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todos modos él estaba seguro de que, en el futuro, el
público iba a descubrir su obra y sabrían disfrutarla.
No le cabía duda de que su nombre estaría en to-
das las enciclopedias del mundo. Luego, se acercó a
Max y casi en un susurro le dijo: «Le vendería mi
alma al diablo por un par de horas en alguna biblio-
teca del siglo XXI, y poder disfrutar un rato del éxito
que me merezco».
En ese instante, un extraño se sentó en la mesa de
Max y el viejo y se presentó como el Diablo. Max se
tentó de la risa ante lo ridículo de la presentación,
pero Enoch Soames se lo tomó en serio.
El Diablo le dijo al viejo que él podría mandarlo
cinco horas al siglo XXI, para que revisara la enci-
clopedia que él quisiera. Pero que al volver debería
entregarle el alma.
Enoch Soames aceptó el trato y en ese mismo mo-
mento desapareció del café. Max miró para todos la-
dos. Atónito, el joven se quedó en el café las siguien-
tes cinco horas, a la espera del supuesto regreso de
Enoch Soames.
Efectivamente, pasadas las cinco horas de espe-
ra, el viejo volvió a aparecer por la puerta del café,
enojadísimo. Max lo recibió con alegría, pero ante su
sorpresa, Soames lo insultó. Entonces, se sentó en la
mesa y le contó.
Enoch Soames había estado cinco horas en el siglo
XXI. Le dijo que las enciclopedias eran máquinas, y
que allí estaba todo. Que buscó su apellido en algo
llamado Wikipedia y que solo había encontrado una

53
mención a su nombre, y que esa mención estaba en la
biografía de Max Beerbohm.
Max le preguntó cómo podía ser eso, así que
Enoch Soames sacó un pedazo de papel de su bolsillo
y, lleno de furia, le leyó el siguiente fragmento de la
Wikipedia:
«Un escritor del siglo XIX, Max Beerbohm, escri-
bió un cuento sobre un personaje ficticio llamado
Enoch Soames, un poeta menor que se creía un genio
e hizo un pacto con el Diablo para saber qué pensaría
de él la posteridad».
En ese momento apareció el Diablo, listo para lle-
varse el alma del viejo. Antes de volver a desaparecer,
Enoch Soames miró a Max a los ojos y le suplicó: «Por
favor, todo el mundo debe saber que existí». Después,
el Diablo chasqueó los dedos y el viejo desapareció.
Desde ese día, nadie volvió a saber de Enoch Soames.

Max Beerbohm (1872-1956) fue un caricaturista y escritor inglés.


«Enoch Soames», incluido en la Antología de la literatura fantástica
de Borges, Bioy y Ocampo, es un experimento inolvidable de la
mezcla entre ficción y realidad.

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12

Los pocillos
Mario Benedetti

¡Lo que me gustaba Benedetti cuando era chico! El li-


bro de cuentos Montevideanos llegó a casa cuando yo
tenía doce o trece años, y este en particular me voló la
cabeza. Dice así:
Mariana entró al living con los pocillos en una
bandeja. «¿Sirvo el café?», preguntó. Claudio, su ma-
rido, conversaba en el living con Alberto, su hermano
menor, que estaba de visita. 
«Esperáme, esperá que antes me quiero fumar un
cigarrillo», le dijo Claudio a su mujer. Ella apoyó los
pocillos sobre la mesa. Se los habían traído de Italia y
ella los adoraba porque eran de distintos colores y los
podía combinar como quisiera. El pocillo rojo con el
platito negro, el verde con el platito azul…
Después Mariana se sentó y miró a su esposo.
Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué
buscás?», preguntó ella. «El encendedor», dijo él.
«Ahí, a tu derecha», dijo ella.
La mano de Claudio corrigió el rumbo, pero an-
tes de encontrar el encendedor Alberto prendió un

55
fósforo y ayudó a su hermano a prender el cigarrillo.
«Gracias», dijo Claudio… y aspiró la primera boca-
nada de humo.
«Este mes tampoco fuiste al médico», le reprochó
Alberto. «¿Para qué voy a ir? ¿Para escucharlo decir
que tengo una salud de roble, que mi hígado funcio-
na perfecto, que mi corazón anda bárbaro? Estoy po-
drido de mi excelente salud sin ojos», dijo Claudio, y
fumó otra vez.
Mariana bajó la mirada. Su matrimonio había te-
nido buenos momentos, pero cuando Claudio perdió
la vista las cosas cambiaron. Ella hubiera querido pro-
tegerlo, pero él se había metido para adentro. Y Ma-
riana no estaba hecha solamente para asistir a alguien
que se pasaba el día enojado.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
«Qué otoño más raro. ¿Te fijaste?», dijo. Su hermano
respondió: «No, fijate vos por mí».
Alberto miró a Mariana en silencio: el comentario
había sido para ella. Los cuñados sonrieron. De pron-
to Mariana supo que se había puesto linda. Siempre
que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había di-
cho por primera vez una noche que Claudio le había
gritado cosas horribles y ella había llorado durante
horas. Es decir, hasta que había encontrado el hom-
bro de Alberto y se había sentido comprendida.
«Ayer estuvo Trelles», dijo Claudio de pronto.
Ellos dejaron de sonreír. «Vino a hacerme la clásica
visita chupamedias que el personal de la fábrica me
consagra una vez por año. Me imagino que organiza-

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rán un sorteo: el que pierde se jode y tiene que venir
a verme».
«También puede ser que te quieran, Claudio», dijo
Alberto. Y Claudio sonrió, pero con ironía.
Alberto respetaba a su hermano mayor. También
le envidiaba un poco su aparente felicidad, la suerte
de haber encontrado a una mujer hermosa y encan-
tadora. Él no había tenido esa suerte, por eso seguía
soltero.
El día que Mariana recurrió a él buscando protec-
ción, Alberto le confesó que nunca se había casado
porque comparaba con ella a todas las mujeres que
conocía, y ninguna le llegaba a los talones. Unas se-
manas después de esta confesión empezaron los en-
cuentros furtivos. Se veían sin necesidad de salir de
la casa. Habían desarrollado una técnica perfecta y
silenciosa. No había nada que los frenara.
«Ahora sí podés calentar el café», dijo Claudio, y
Mariana se inclinó sobre la mesa ratona y prendió el
mecherito. Por un momento se distrajo mirando los
pocillos: uno de cada color, formando un triángulo
perfecto. Después se reclinó hacia atrás en el sofá y su
nuca encontró lo que esperaba: la mano de Alberto,
cálida y lista para recibirla.
En el sillón, frente a ellos, Claudio respiraba con
tranquilidad. La mano de Alberto le acarició el cuello
a Mariana, le rozó la oreja y después recorrió la me-
jilla y el mentón, hasta que se detuvo en sus labios
húmedos y entreabiertos. Entonces ella, mientras el
café se calentaba, cerró los ojos y le rozó los dedos con

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la lengua. Cuando abrió los ojos, la cara de Claudio
era la misma. Ajena, reservada, distante. Para ella, sin
embargo, ese momento siempre venía acompañado
de un poco de miedo.
«No lo dejes hervir», dijo Claudio. Alberto retiró
la mano y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesa.
Apagó la llamita del mechero con la tapa de vidrio,
levantó la cafetera y llenó los pocillos. Todos los días
cambiaba la distribución de los colores. Hoy el verde
era para Claudio, el negro para Alberto, el rojo para
ella. Agarró el pocillo verde para alcanzárselo a su ma-
rido, pero él levantó apenas la palma de la mano y ella
se detuvo intrigada.
Se hizo un silencio extraño. Hasta que él, con una
sonrisa apretada, dijo por fin: «No, mi amor. Hoy
quiero el café en el pocillo rojo».

Mario Benedetti (1920-2009) vivió en su Uruguay y en el exilio y


escribió más de ochenta libros de todos los géneros posibles. El cuento
«Los pocillos» se publicó por primera vez en Montevideanos (1959).

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13

La noche de los feos


Mario Benedetti

Seguimos con otro cuento de Mario Benedetti, el


enorme cuentista uruguayo. La historia dice así:
Los dos eran feos. Ni siquiera vulgarmente feos.
Eran espantosos. Ella tenía un pómulo hundido des-
de los ocho años, cuando le hicieron la operación.
Él, una marca asquerosa junto a la boca que le había
provocado una quemadura cuando era un adolescen-
te. Tampoco podía decirse que tuvieran ojos tiernos.
Tenían ojos de resentimiento. Quizá eso los unió.
Aunque «unir» no sea la palabra apropiada.
Se conocieron a la entrada del cine, haciendo cola
para ver en la pantalla a dos hermosos cualquiera. Ahí
fue donde por primera vez se examinaron sin sim-
patía, pero con solidaridad. Ahí registraron, desde la
primera ojeada, sus respectivas soledades. En la cola
todos estaban de a dos: esposos, novios, amantes. To-
dos —de la mano o del brazo— tenían a alguien.
Solamente ellos dos iban sin nadie.
Entraron al cine. Se sentaron en filas distintas. Du-
rante una hora y cuarenta admiraron las bellezas de

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los actores. Cuando la película terminó él la esperó a
la salida. Caminó unos metros junto a ella hasta que
por fin le habló. Cuando ella se detuvo y lo miró, él
tuvo la impresión de que dudaba. La invitó a un café.
De pronto, ella aceptó.
La confitería tenía una mesa libre. A medida que
pasaban entre la gente, iban dejando atrás señas aje-
nas, gestos de asombro. Porque eran muy feos. Él es-
taba adiestrado a captar esa curiosidad enfermiza, ese
sadismo de los que tienen un rostro simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria la intuición adiestra-
da: sus oídos alcanzaban para registrar murmullos y
falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
interés; pero dos fealdades juntas son un espectáculo
enorme para la gente.
Se sentaron, pidieron dos helados, y ella tuvo cora-
je (eso a él le gustó) para sacar del bolso su espejito y
arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
Hablaron mucho. A la hora y media tuvieron que
pedir dos cafés para justificar la permanencia pro-
longada. De pronto él se dio cuenta de que los dos
estaban hablando con una franqueza tan hiriente
que amenazaba traspasar la sinceridad. Y decidió ir
a fondo.
«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?», le
dijo. Ella respondió que sí. «Usted admira a los her-
mosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro
equilibrado, como esa chica que está ahí, a la derecha,
a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por
su risa, parece una imbécil», dijo él.

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Ella volvió a responder que sí, pero por primera
vez no le pudo sostener la mirada.
«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibili-
dad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo», dijo
él. Ella se interesó. No quería parecer interesada, pero
se interesó. Y él dijo: «La posibilidad es meternos en
la noche. En la noche oscura, donde usted no me
vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, usted lo
sabe», y ella se sonrojó.
Ella no hablaba, él siguió: «Vivo solo, en un de-
partamento acá cerca». Ella levantó la cabeza y ahora
sí lo miró, tratando desesperadamente de llegar a un
diagnóstico, hasta que dijo por fin: «Bueno. Vamos»,
y los dos agarraron sus abrigos y salieron del bar.
Él no solamente apagó la luz sino que además co-
rrió la cortina doble. Ella no quiso que la ayudara a
desvestirse. No se veía nada, pero nada. Igual él pudo
darse cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiró cautelosamente una mano hasta encontrar su
pecho. El tacto le transmitió una versión estimulante,
poderosa. Así pudo ver su vientre, su sexo. Sus manos
también lo vieron a él.
En ese instante entendió que tenía que arrancarse
(y arrancarla) de aquella mentira que él mismo había
fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relám-
pago. No eran eso. No eran eso.
Tuvo que recurrir a todas sus reservas de coraje,
pero lo hizo. Su mano subió lentamente hasta su ros-
tro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta
y convincente caricia. En realidad sus dedos (al prin-

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cipio un poco temblorosos, después progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando él menos lo esperaba, la mano
de ella también llegó a su cara, y pasó y repasó las
costuras y el pellejo liso, esa isla sin barba de su marca
siniestra.
Lloraron hasta el alba. Desgraciados, felices. Des-
pués él se levantó y descorrió la cortina, y entró la luz.

Mario Benedetti alcanzó la fama tanto con sus poemas como con
sus novelas La tregua o La borra del café. El cuento «La noche de los
feos», en el que trabaja la soledad urbana, apareció en La muerte y
otras sorpresas (1968).

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14

La media hora de
Sebastián Constantino
Rafael Bernal

Este cuento es del escritor mexicano Rafael Bernal,


que también fue diplomático y guionista, vivió mil
vidas. Y esta historia dice así:
Constantino y su hermano eran dos bandidos de
la provincia que tenían fama de pesados: robaban
ganado, asaltaban bancos y no dudaban en disparar.
La única persona que se había animado a enfrentar-
los era el Cuarenta y Cinco: un matón que tenía por
apodo el calibre de su pistola.
Los tres se cruzaron una única vez. Y el Cuarenta
y Cinco había vencido: hirió a Constantino, mató a
su hermano y escapó con la plata que se habían ro-
bado. Constantino juró venganza, pero el Cuarenta
y Cinco desapareció y él tampoco hizo mucho para
encontrarlo.
Los rumores decían que, en realidad, Constantino
era un cobarde y que el valiente de la dupla era su
hermano.
Pero una tarde, mientras pescaba tranquilo, un
grupo de vecinos llegó corriendo para avisarle que

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el Cuarenta y Cinco había vuelto, que estaba en la
cantina de Rodríguez. Al escuchar la noticia, Cons-
tantino se levantó como un resorte y encaró para el
pueblo.
«Bueno, llegó la hora de vengar a mi hermano»,
se dijo en voz alta, palpando la culata de su revólver.
Pero a medida que se acercaba al pueblo, Constan-
tino se dio cuenta de que le dolía cada vez más la pan-
za y de que tenía ganas de pescar, no de matar gente.
La cantina era un ranchito inmundo que también
hacía las veces de prostíbulo. Constantino entró des-
pacio, caminó hasta el mostrador y se apoyó de es-
paldas contra la tabla sucia. Entre las putas y los bo-
rrachos de siempre, sobresalía un grupo de hombres
jugando a las cartas en una mesa del fondo.
«Ahí está el Cuarenta y Cinco… con unos ami-
gos», le avisó el cantinero, señalando a un tipo de
espaldas gigantes. Desde su cinturón, sobresalía una
pistola.
En ese preciso instante Constantino supo que de
verdad tenía miedo y sintió muchas ganas de cagar.
Pero tenía que disimularlo. Se acomodó en la barra,
pidió una ginebra y, mientras el alcohol le quemaba
la garganta, supo que todas las miradas estaban clava-
das en él. Los clientes, las putas, el cantinero: todos
querían ver sangre.
«¿Qué mierda hago acá?», pensó, mientras miraba
hacia la puerta entreabierta de la cantina. «Si afuera
el día está bárbaro y en el río no paran de picar las
bogas».

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Quiso levantarse y escapar, pero el recuerdo de su
hermano no se lo permitió. Debía vengarlo. Aunque
el miedo lo paralizara.
De repente, una voz se destacó por encima del
murmullo:
«Qué bárbaro, che…», dijo alguien. «Hay tipos
que ven la ocasión y la dejan pasar».
Constantino entendió que el comentario estaba
dirigido a él y que su reputación estaba en juego.
Lentamente se llevó la mano al revólver y, tratan-
do de que no se notara el temblor de su muñeca,
dijo bien alto, para que el Cuarenta y Cinco pudiera
escucharlo:
«Y también hay tipos que se creen muy guapos, pero
nomás cuando están con muchos amigotes cerca».
Ni bien terminó de pronunciar la frase, se enco-
mendó a los cielos: «Ay, Virgen santa», se dijo Cons-
tantino, «ojalá que el grandulón me mate de un ba-
lazo en la frente, así no sufro». Pero no pasó nada. El
Cuarenta y Cinco y sus amigos siguieron riéndose en
su mesa.
Después de varias ginebras, Constantino entendió
que su única opción era desenfundar el revólver y
meterle un tiro en la nuca antes de que el Cuarenta y
Cinco tuviera chances de defenderse.
Sabiendo que lo observaban, Constantino trató de
no hacer ruido y, casi sin moverse, empezó a sacar el
revólver. Pensó en su honor. Pero también pensó en
el río y en cuánto le gustaba pescar con su hermano.
Comprendió, entonces, que ninguna venganza le

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devolvería a su hermano muerto. Así que guardó su
arma y caminó tranquilo hasta la mesa del Cuarenta
y Cinco para decirle que ya no había rencor.
«Cuarenta y Cinco, te anduve buscando», dijo
Constantino.
El gigante giró sobre su silla, lo miró y le dijo: «El
que busca encuentra». Y le metió tres balazos en la
cabeza a Constantino, que ni siquiera pestañeó.

Rafael Bernal (1915-1972) inauguró en México la novela negra.


«La media hora de Sebastián Constantino», un duelo en ambos sen-
tidos de la palabra, fue publicado originalmente dentro del libro
Trópico en 1946 y reeditado en 2016.

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15

El golpe de gracia
Ambrose Bierce

Este es un cuento de Ambrose Bierce, un genial es-


critor, humorista, editor y periodista norteamericano
que murió en 1914. Y dice así:
Durante una batalla, en la Guerra Civil de Esta-
dos Unidos, el capitán de un regimiento tomó una
pésima decisión y perdió a un tercio de su tropa en
manos del enemigo.
El escenario, después de esa masacre, era desola-
dor: había pedazos de cuerpos de hombres y de caba-
llos, había oficiales heridos que suplicaban ayuda…
soldados muriendo desangrados porque no alcanza-
ban las camillas para llevarlos a la tienda de campaña.
En ese lugar terrible, el capitán (que se llamaba
Madwell) deambulaba fuera de sí, como si estuvie-
ra atontado por un golpe de nocaut, mirando de un
lado para otro y pensando qué dirección tomar para
salir de ese infierno. Estaba atardeciendo y le preocu-
paba pasar la noche entre los muertos.
Una vez que se orientó aceleró el paso, decidido a
no mirar a los costados, y caminó muy seguro hacia

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el sur. Pasó por alto los cuerpos de sus soldados, y
tampoco se detuvo al escuchar las quejas de los com-
batientes olvidados por los grupos de rescate. Mad-
well no era médico ni tenía agua: no podía hacer
nada por ellos.
O al menos eso pensaba, hasta que alguien le lla-
mó la atención. Cerca de una zanja, en una montaña
de cadáveres, había un cuerpo que parecía moverse y
que le resultaba familiar. Se acercó, y ahí se dio cuen-
ta: era el sargento Halcrow, su mejor amigo de toda
la vida. Eran tan cercanos que Halcrow (que odiaba
la guerra) se había alistado en el ejército de Madwell
para no estar lejos de su amigo.
Halcrow, eso sí, no se había sumado solo: lo había
acompañado su hermano mayor, Creede, que tenía
la piel más dura y no se llevaba bien con el capitán
Madwell, al punto de que, en plena batalla, movidos
por los nervios de estar siendo aniquilados, se habían
amenazado de muerte.
Pero Madwell no pensaba en eso ahora: solamente
tenía ojos para su amigo. Halcrow se había desgarra-
do el abdomen y por esa herida, llena de hojas muer-
tas y de tierra, asomaba un pedazo de intestino.
Madwell se agachó y tomó delicadamente la ca-
beza de su amigo. Halcrow gemía. Y rogaba con la
mirada algo que Madwell sabía entender: había visto
muchas veces esa súplica, era el pedido de que te den
muerte cuanto antes.
Incapaz de matarlo, Madwell empezó a llorar y a
caminar en redondo. A unos metros, un caballo con

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la pata reventada por un cañonazo dio un relincho
que le partió el corazón, y entendió que la muerte era
un gesto de amor. Madwell desenfundó el revólver y
le pegó un tiro entre los ojos al caballo, que primero
tuvo una agonía larga y violenta, y después entró en
un estado de paz final.
Recién ahí, Madwell encontró la fuerza para en-
frentar a su amigo. Se arrodilló ante a él, preparó el
arma, apoyó el cañón en su frente, desvió los ojos y
apretó el gatillo. Pero no hubo detonación. Su última
bala se había ido con el caballo.
Moribundo, Halcrow gimió y dejó salir una baba
con sangre. El capitán Madwell, entonces, acorralado
por el dolor de su amigo se puso de pie y desenfundó
la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo
largo del filo y tendió la espada recta ante sí, como
para probar sus nervios. La hoja no temblaba. Así que
se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa
del moribundo, y ya erguido le puso la punta de la
espada sobre el corazón.
Esta vez no corrió la mirada. Agarrando la em-
puñadura con ambas manos, empujó con todas sus
fuerzas y hundió la hoja en el cuerpo de su mejor
amigo hasta que lo atravesó y tocó la tierra.
En ese instante, Halcrow encogió las piernas y se
llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tan-
ta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron
blancos. Después, sus ojos quedaron secos en una di-
rección precisa: un punto que estaba justo atrás de
Madwell.

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Y es que ahí atrás, a lo lejos, tres hombres salían
trabajosamente de un monte de arbustos. Dos eran
enfermeros y traían botiquines y camillas. El terce-
ro era el hermano mayor de Halcrow, Creede, que
a medida que avanzaba veía cómo el capitán había
matado, sin necesidad, a su hermano menor.

Ambrose Bierce (1842-¿1914?) fue un cuentista e ironista esta-


dounidense, veterano de la Guerra Civil. Sus mejores cuentos repro-
ducen la crudeza de la guerra, como en «El golpe de gracia» (1889).
Desapareció en México sin dejar rastros.

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Margarita o el poder de la farmacopea


Adolfo Bioy Casares

Este cuento es de Adolfo Bioy Casares, escritor ar-


gentino y amigote de Borges, y que murió justito a
finales del siglo pasado. Dice así:
Esta historia le pasó a una familia grande: esa clase
de familias en las que los padres, los hijos y los abue-
los viven todos en la misma casa.
Como suele pasar, había roces entre todos, porque
la convivencia es difícil y porque había cuatro chicos
dando vueltas todo el día, pero la mayor tensión esta-
ba entre el abuelo y el padre de familia.
El jefe de familia le reprochaba al abuelo —es de-
cir, a su papá— que a él «siempre le había salido
todo bien porque tenía demasiada suerte». Y el abue-
lo, que sabía que ese elogio tenía un fondo de resen-
timiento, no sabía qué hacer para suavizar el lazo con
su hijo.
Preocupado, empezó por revisar toda su vida —que
había pasado entre libros de química y un trabajo en
una farmacéutica—, tratando de ver si realmente le
había ido tan bien por culpa de la suerte.

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Había sido jefe de un laboratorio, tenía casa pro-
pia, tenía lugar para alojar a la familia de su hijo y a
sus cuatro nietos —el mayor, de once; la menor, Mar-
garita, de dos— y no tenía problemas económicos.
Era cierto, había tenido suerte: algunas fórmulas que
descubrió habían dado origen a bálsamos y a pomadas
que formaban parte de la «farmacopea argentina», que
es el libro donde se anotan las recetas de productos
con propiedades curativas. Y también era cierto que
algunos de esos productos aliviaban a los enfermos…
Pero tampoco era para hacer tanto espamento: al
fin y al cabo, la relación entre los remedios y las en-
fermedades al viejo le seguía pareciendo un misterio.
Tal vez por eso, porque le fascinaba el misterio,
y porque quería ver si realmente era capaz de seguir
triunfando a pesar de la edad, ni bien terminó la fór-
mula de un suplemento vitamínico tuvo la tentación
de probarla en su nieta Margarita, la de tres años,
porque la nena nunca tenía hambre y hacía escándalo
cuando se negaba a comer.
Margarita era lánguida y rubia, tenía ojos claros y
piel muy pálida, y lucía como esas fotos antiguas de
criaturas que parecen a punto de pasar a mejor vida.
Empujado por las ganas de verla mejor, el abuelo
le dio entonces el tónico que había inventado, y pudo
comprobar su eficacia prodigiosa.
Cuatro cucharadas alcanzaron para transformar a
Margarita. La nena en pocas semanas empezó a tener
color, a engordar y a mostrar una voracidad que al
principio todo el mundo aplaudió.

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Si antes había que engañarla con el juego del avion-
cito para embocarle una cucharada de sopa, ahora ha-
bía que inventar algo para sacarla de la mesa porque,
si se quedaba, era capaz de comerse todos los restos y
chupar todos los platos.
Si antes había que cuidarla a la noche para que no
tuviera pesadillas, ahora había que estarle al lado para
que no fuera descalza a la heladera y metiera la mano
en todos los fuentones.
Su vocabulario también cambió.
Antes del tónico, balbuceaba algunas palabras y se
hacía entender, pero pronto desarrolló un frondoso
vocabulario específico, vinculado a la alimentación: si
había pizza ella pedía «con fainá», si había pollo pedía
«con papas noisette»… Y cuando una vez se negaron
a darle un segundo plato se soltó con un insulto que
sorprendió a todos: «¡Dame de comer o te arranco los
ojos!», le dijo a su padre. Y esto era muy raro para una
nena de tres años.
Si al comienzo Margarita era un motivo de orgu-
llo, con el paso de las semanas la situación se volvió
inquietante para todos, salvo para el abuelo, que sen-
tía una secreta vanidad por los progresos de su nieta.
O al menos así fue hasta que una mañana, a la hora
del desayuno, en el comedor lo esperaba un espectá-
culo imborrable.
En el centro de la mesa estaba sentada Margarita
(una medialuna en cada mano) con las mejillas de un
tono raro, que terminó siendo una mezcla de dulce
de leche y sangre. En un rincón del comedor, las ca-

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bezas de sus hermanos se apilaban, como restos de
un asado. Y por abajo de la mesa, todavía con vida,
se arrastraba el papá de Margarita, con una pierna
menos.
«La nena no tiene la culpa», dijo el papá, en un
suspiro seco, antes de morir desangrado. Ese fue el
último reproche que el abuelo, cansado de triunfar,
escuchó de su hijo.

Adolfo Bioy Casares (1914-1999) fue el autor de cuentos y no-


velas donde la realidad se trastoca, de forma fantástica o ciencia
ficcional. «Margarita o el poder la farmacopea» forma parte de Una
muñeca rusa.

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El Evangelio según Marcos


Jorge Luis Borges

Este cuento es de Jorge Luis Borges, que no necesita


presentación porque todo el mundo sabe que fue un
extraterrestre cuya nave espacial cayó en Buenos Aires.
La historia dice así:
A Espinosa le gustaba la ciudad. Pero cuando su
amigo Daniel lo invitó a pasar el verano en su campo,
aceptó. Nunca supo por qué. Pero un día llegó a la
estancia de su amigo. Era un campo enorme con tre-
menda casona en el medio. Al costado estaba la casita
del capataz, mucho más sencilla. El capataz se llamaba
Gutre y tenía tres hijos: dos varones y una chica. Todos
muy altos, medio indios. Pero tenían el pelo colorado.
Los primeros días en el campo fueron tranquilos
para Espinosa. Anduvo a caballo, aprendió algunas
cosas que no sabía (por ejemplo que cuando canta
un chimango es porque viene un forastero, o que no
conviene confundir ortiga con yuyo porque después
te arde el culo). Esas cosas.
Una tarde el dueño del campo le dijo a Espinosa
que tenía que irse una semana a la ciudad, y Espi-

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nosa se quedó solo, en la estancia, con los Gutre (el
capataz y los hijos). Casi ni hablaban. «Buenos días»,
«buenas tardes», no mucho más que eso. Los Gutre
parecían desconfiados, medio supersticiosos. Un poco
parcos. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
Una noche cayó una lluvia muy bestia y los techos
de la casa del capataz empezaron a gotear por todos
lados. Espinosa les dijo a los cuatro (al capataz y a sus
hijos) que se alojaran en la casa grande, al lado del
galpón, y la convivencia los empezó a acercar un poco.
La lluvia no paró durante varios días y eso hizo que
el río se desbordara y que se inundaran los campos de
al lado. Quedaron completamente aislados. Y tam-
bién aburridos, porque no había mucho para hacer.
Una noche, curioseando por la casa, Espinosa en-
contró una biblia. Para matar el tiempo les empezó a
leer a los Gutre algunos pasajes después de comer. Les
leyó un poco el Evangelio según Marcos. Y ellos, que
eran analfabetos, lo escuchaban con muchísima aten-
ción y le pedían que siguiera, cada vez que Espinosa
quería parar. Y Espinosa les leía y les leía. Y los Gutre
se apuraban para comer, masticaban rápido, para po-
der escuchar el Evangelio en la sobremesa.
Espinosa notó que esa gente (el padre y los tres
hijos) ahora le sonreían y lo trataban mejor. Tenían
un perro, los Gutre, y un día se lastimó una pata.
Entonces Espinosa lo curó, al perro, con una poma-
da que había traído de la ciudad, y ellos le agrade-
cieron con una admiración que a él le pareció medio
exagerada.

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Una noche que llovía fuerte, Espinosa soñó con el
diluvio universal y cuando se despertó creyó escuchar
los martillazos de los obreros que fabricaban el arca
de Noé. Pero eran truenos, y se volvió a dormir.
A la mañana siguiente el capataz le dijo que el
temporal había destrozado el techo del galpón de las
herramientas, pero que se lo iban a mostrar cuando
estuviera arreglado. Lo trataban con respeto, a Espi-
nosa. Por lo visto, había dejado de ser un forastero
para esa gente.
Como no estaba el patrón y la estancia seguía
inundada, Espinosa se fue animando a dar algunas
órdenes, y la familia acataba todo sin chistar. A veces
los tres hijos de Gutre seguían por la casa, a Espinosa,
como si estuvieran perdidos.
Una mañana húmeda, Gutre le preguntó a Espi-
nosa si Cristo se había dejado matar para salvar a los
hombres. Espinosa, que era ateo y no estaba muy se-
guro, le dijo que sí. «Se dejó matar para salvarnos del
infierno», le dijo, haciéndose el canchero. «¿Y qué es
el infierno?», preguntó Gutre. «Bueno, es un lugar
horrible», dijo Espinosa, «que está abajo de la tierra,
donde arden los pecadores». Y entonces Gutre pre-
guntó: «Y dígame una cosa: ¿Jesucristo perdonó a los
que le clavaron los clavos?». «¡Más vale!», contestó Es-
pinosa, como si supiera.
Cuando terminaron de almorzar, los Gutre le
pidieron que releyera un poco más el Evangelio.
Después Espinosa se durmió una siesta profunda,
interrumpida por martillazos lejanos. A la tarde se le-

77
vantó descalzo y se asomó a la puerta. Vio que el agua
estaba bajando y dijo: «Ya falta poco».
Como un eco, la voz del capataz repitió detrás de
él: «Sí, ya falta poco».
Espinosa giró la cabeza y vio al capataz y a los tres
hijos, que lo miraban, con ojos de locos. Se arrodilla-
ron ante Espinosa, inclinaron la cabeza y le pidieron
perdón. Después lo escupieron, lo rodearon con fuer-
za y lo arrastraron hasta el galpón de las herramientas.
Cuando abrieron la puerta, Espinosa vio que el gal-
pón no tenía techo. Los Gutre habían levantado las
vigas para construir una cruz.

Jorge Luis Borges (1899-1986) quedó casi completamente ciego


para la misma época en que asumió como director de la Biblioteca
Nacional. Esto no le impidió seguir escribiendo, como es el caso
de El informe de Brodie, donde encontramos «El Evangelio según
Marcos».

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18

La forma de la espada
Jorge Luis Borges

En algunas ocasiones repetimos autores, porque que-


remos. Y como no podía ser de otra manera, repeti-
mos con Borges. El cuento se llama «La forma de la
espada» y dice así:
En un pueblo del interior había un hombre con
fama de complicado al que le decían «el Inglés». Ha-
bía venido desde Brasil, era un poco borracho y tenía
una cicatriz tremenda, en forma de medialuna, que
le cruzaba la frente. Se decían muchas cosas sobre el
origen de esa cicatriz, pero nadie se animaba a pre-
guntarle.
Hasta que un día un viajero que andaba de paso
por la zona —y que curiosamente se llamaba Bor-
ges— le pidió alojamiento al Inglés, porque no tenía
dónde pasar la noche.
El Inglés le abrió la puerta y le dio de comer. Du-
rante horas, en la cena, los dos tomaron vino y habla-
ron de Inglaterra (ahí Borges se enteró de que el In-

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glés era, en realidad, irlandés), y ya medio borrachos
los dos pasaron a una conversación más honesta.
Fue entonces cuando Borges le preguntó al Inglés
cómo se había hecho la cicatriz, y el Inglés, después
de dudar, le dijo: «A usted se lo voy a contar». Y le
explicó esta historia.
A principios del siglo XX, en Irlanda, él era uno
de los muchos jóvenes que peleaban para independi-
zarse de Gran Bretaña. El Inglés estaba en el Ejército
Republicano Irlandés (el famoso IRA), participaba de
reuniones clandestinas, siempre a punto de morir, y
estudiaba con cuidado a las personas que querían ser
militantes.
Entre esos extraños apareció, un día, John Vincent
Moon: un chico de veinte años que repetía como un
loro las sentencias del Partido Comunista y que es-
taba convencido de que la revolución iba a triunfar.
Como pasa en estos casos, la llegada del «nuevo»
reavivó la discusión política, y el Inglés y Moon se
enfrascaron en un debate que empezó en un local
clandestino pero terminó en la calle, en medio de la
guerra civil.
Tan compenetrados estaban que no vieron, al salir,
el desastre en el que se habían metido. En la calle
llovían balas de las Fuerzas de Seguridad Británicas,
y para el momento en que empezaron a correr, fue
tarde: un proyectil rozó el hombro derecho de Moon,
que se quedó duro, no por el dolor sino por el pánico.
De repente, todos los libros que había leído no le sir-
vieron más. Moon estaba acobardado: se puso a llorar

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y se salvó gracias al Inglés, que lo metió rápido en un
inmenso edificio del Estado que estaba fuera de uso.
Al día siguiente, siempre en el escondite, Moon
(que no estaba herido de gravedad) amaneció mejor
y hasta con ganas de charlar. Pero el Inglés le dijo
que no había tiempo para charla, que había que salir
cuanto antes para reunirse con los demás compañe-
ros. Entonces Moon volvió a paralizarse: dijo que le
dolía la herida, aunque en el fondo el Inglés se dio
cuenta de que Moon tenía miedo.
Sintió compasión por él. Y lejos de abandonarlo,
decidió salir a las reuniones de militancia y volver a
última hora para asistir a su compañero herido. Así lo
hizo nueve días seguidos, en los que al regresar (siem-
pre a las siete de la tarde) le traía comida y remedios,
hasta que el décimo día, con las calles en plena gue-
rra, el Inglés volvió antes, decidido a llevarse a Moon,
porque era demasiado peligroso seguir ahí.
Pero al entrar al edificio escuchó la voz de Moon
que, desde una habitación, hablaba con alguien. «El
Inglés vuelve a las siete», susurraba Moon. «Pueden
arrestarlo cuando entre a la casa».
Moon lo estaba vendiendo a cambio de que el
gobierno le garantizara un salvoconducto. Ni bien
el tipo del gobierno se fue, el Inglés abrió la puerta
y corrió a Moon por todo el edificio. Lo acorraló
en una habitación y, con una espada filosa, de una
rara forma curvilínea, el Inglés le hizo a Moon una
tremenda marca en la frente, como una medialuna
de sangre.

81
Llegada esta parte del relato, Borges, mareado por
el alcohol, miró fijo al Inglés y se detuvo en la cicatriz
semicircular que le recorría la cara. Pero Borges no
dijo nada. Impasible, con los ojos vidriosos, el Inglés
entonces terminó el relato.
«Después», dijo, «el traidor cobró el dinero del go-
bierno y huyó al sur de Brasil, hasta que terminó ins-
talado en este campo».
«¿Lo que me está contando es una confesión?»,
preguntó Borges.
Y el Inglés le contestó: «Sí. Esta es mi confesión.
Se lo conté al revés para que usted me escuchara hasta
el final. Yo soy Vincent Moon. Ahora, si quiere, des-
précieme».

Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires y murió en Ginebra. De


joven fue poeta vanguardista; empezó a escribir cuentos recién hacia
1939. «La forma de la espada» fue incluido en su libro Ficciones.

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19

El encuentro
Jorge Luis Borges

No sé si este no fue el primer cuento de Borges que


leí en la vida. Yo era chico y me gustó porque Borges
también es chico en este relato. La historia dice así:
Borges tendría unos nueve años cuando un primo
suyo —bastante más grande que él— lo llevó a comer
un asado a la quinta de un amigo. La quinta quedaba
en alguna parte de la provincia de Buenos Aires y fue
ahí donde Borges vio, por primera vez en su vida, un
auténtico duelo de cuchilleros.
Los tipos que se pelearon se llamaban Duncan y
Uriarte. Pero lo raro fue que ninguno de los dos tenía
la menor idea de cómo usar un cuchillo. Eran dos
chetos de la ciudad que se la pasaban hablando de au-
tos caros y caballos de carrera. Y, al igual que los otros
diez o doce invitados al asado, eran medio amigotes.
Jamás habían tenido ningún problema.
Por eso todos se sorprendieron cuando, después
del cordero y varias botellas de vino, Uriarte se puso
un poco denso y, de la nada, empezó a insistirle a
Duncan con que lo desafiaba a un mano a mano de

83
póker. Nadie entendía por qué Uriarte se la agarraba
con Duncan. Le decían que lo mejor sería armar una
mesa para que todos pudieran jugar. Pero no había
caso. Uriarte no quería. La cosa era solo con Duncan.
Borges, que era apenas un chico, aprovechó la dis-
cusión para levantarse de la mesa y explorar la quinta.
Ahí se encontró con el dueño del lugar: un coleccio-
nista de armas blancas que, para entretenerlo, le mos-
tró una vitrina llena de cuchillos que habían pertene-
cido a gauchos famosos. Ahí había dos armas que le
llamaron la atención. Una era un cuchillo corto: tenía
un cabo de madera y en la hoja llevaba grabado un
arbolito. La otra era un facón largo con forma de U.
«¿De quién era ese facón?», preguntó Borges. Pero,
justo cuando el tipo estaba por contarle la historia,
escucharon que afuera se estaba armando un qui-
lombo bárbaro. Cuando llegaron a ver qué pasaba,
se encontraron con las cartas desparramadas sobre la
mesa y con Uriarte tirado en el piso. «Nadie me dice
tramposo», le decía Duncan, que acababa de sentarlo
de culo con una trompada.
Ahí fue cuando la cosa se fue de las manos. Uriar-
te le gritó a Duncan que a eso únicamente podían
arreglarlo con un duelo, y alguien no tuvo mejor idea
que recordarles que en la casa había armas para tirar
para arriba.
Fueron hasta la vitrina: Uriarte eligió el facón lar-
go con forma de U; Duncan, el cuchillo corto con
el dibujo del arbolito. Una vez armados, salieron al
campo.

84
Al principio se tiraron unos puntazos bastante tor-
pes y el resto de los invitados no entendía si la cosa
era en serio o en chiste. Pero después las estocadas se
volvieron cada vez más calculadas y precisas, como si
los peleadores fueran, en realidad, un par de cuchille-
ros experimentados.
«Sepárenlos», dijo alguien. «Se van a matar». Pero
fue demasiado tarde: el facón de Uriarte se hundió
en el pecho de Duncan, que cayó muerto al piso, sin
que nadie pudiera creerlo. Todo aquello les parecía,
de golpe, un sueño. Incluso a Uriarte que, al darse
cuenta de lo que había hecho, se puso a llorar sobre el
cuerpo de Duncan. «Perdonáme», le decía.
Hubo un pacto de silencio y jamás se habló del
tema. Hasta que, muchísimos años después, cuando
Uriarte y todos los testigos ya habían muerto, Borges
se animó a contarle la historia a un comisario retira-
do. El comisario le preguntó si Uriarte y Duncan no
habrían tenido algún asunto sin resolver que justifi-
cara la pelea. Pero Borges le dijo que no, que todos
en ese asado se conocían y ninguno podía entender lo
que había pasado.
El comisario se quedó pensando. Finalmente re-
cordó que solo hubo un gaucho que llevó un facón
igual al que había usado Duncan en la pelea.
Aquel gaucho se llamaba Juan Almada, era de Ta-
palqué y tenía un enemigo declarado: un tal Juan Al-
manza, de Pergamino. Jamás se habían cruzado, pero
ambos —Juan Almada y Juan Almanza— se la tenían
jurada porque sus nombres eran muy parecidos y la

85
gente los confundía. El arma predilecta de Almanza
era, casualmente, un cuchillo corto de la marca Arbo-
lito. El mismo que había usado Uriarte.
«Almanza murió por una bala perdida», dijo el co-
misario. «Y Almada se murió de viejo. Así que jamás
llegaron a pelear entre ellos».
Entonces Borges comprendió que Uriarte no había
matado a Duncan. No habían sido aquellos hombres
los que pelearon esa tarde, sino las armas que habían
dormido en una vitrina, lado a lado, hasta que unas
manos las despertaron. Se habían buscado durante
años por los caminos de la provincia y por fin se en-
contraron, cuando sus gauchos ya eran polvo.

Jorge Luis Borges cambió la forma de leer del siglo XX, no solo
con sus ensayos sino también a través de sus cuentos, siempre breves.
«El encuentro» fue publicado originalmente en El informe de Brodie.

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20

La tercera expedición
Ray Bradbury

Esta maravilla es de Crónicas marcianas, del escritor


de ciencia ficción Ray Bradbury, y dice así:
Cuando el capitán John Black y sus hombres lle-
garon a Marte, después de un viaje complicado y
larguísimo por el espacio, quedaron desconcertados.
Desde las ventanillas de la nave veían un prado ver-
de, precioso; un bosque con árboles altos y, un poco
más lejos, un pueblo de casas blancas y ladrillos rojos.
«¿Qué carajo es esto?», murmuró el capitán, boquia-
bierto. «¿Cómo puede ser?».
Después eligió a dos de sus hombres, y le orde-
nó al resto que por ninguna razón se moviera de la
nave. Caminaron con cautela por una calle rodeada
de pinos; el lugar parecía tranquilo. Llegaron a una
casa muy linda, de estilo victoriano, y golpearon la
puerta varias veces. Una vieja les abrió de mal humor.
«¿No serán mormones, no?», preguntó con fastidio.
«Venimos de la Tierra», dijo Black. «¿De abajo de la
tierra?», preguntó la vieja. «No, señora: del planeta
Tierra, acabamos de llegar a Marte», dijo Black, más

87
desconcertado que nunca. «¡Ah, bueno!», dijo la vie-
ja, «pero ustedes están completamente drogados!». Y
les cerró la puerta en la cara.
Los tres hombres siguieron caminando y, cuando
llegaron a la entrada del pueblo, uno de los tripulan-
tes se paró frente a una casa y se puso a llorar como
una criatura. Dos viejitos salieron al zaguán, alerta-
dos por el llanto. El capitán Black vio cómo los tres
se abrazaban sin parar de llorar. «¡Son mis abuelos!»,
le dijo el tripulante al capitán.
Al rato, más calmado, el nieto les preguntó a los vie-
jitos desde cuándo estaban ahí. «Desde que nos mori-
mos», dijo la abuela. «Eso es imposible», interrumpió
el capitán. Pero la vieja lo cortó en seco: «Nosotros no
hacemos preguntas. Solamente sabemos que nos die-
ron una segunda oportunidad y estamos agradecidos.
¿Quién es usted para venir a cuestionar eso?», le dijo
la vieja al capitán. Y Black bajó la vista.
Cuando volvió a la nave vio que, sobre la prade-
ra verde de Marte, la tripulación se abrazaba con un
montón de familiares que les daban la bienvenida,
todos habían muerto hacía rato. Estaba a punto de
gritarles que volvieran a sus puestos cuando un chico
lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo:
«¡Eh, John!».
Black lo miró desorientado. Era su hermano ma-
yor, Edward, que había muerto cuando él tenía quin-
ce años. Se dieron un abrazo largo y profundo, hasta
que por fin Edward dijo: «Mamá nos está esperando».
«¿Mamá?», preguntó el capitán. «Sí, y papá también».

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Caminaron por una callecita que a Black le resultó
familiar hasta que a lo lejos distinguió la casa de su
infancia. Edward lo empujó y le dijo: «¡El último es
cola de chancho!». Los dos salieron corriendo y Ed-
ward llegó primero. «Me ganaste porque seguís sien-
do joven y yo ahora soy un viejo», le dijo el capitán
recuperando el aire. Se rieron, porque sabían que él
nunca le había ganado una carrera a su hermano ma-
yor. En el umbral los recibieron sus padres. «¡Mamá!
¡Papá!», gritó el capitán y corrió a abrazarlos.
Era una tarde de primavera. Se sentaron en el jar-
dín y hablaron hasta que se hizo de noche. La ma-
dre del capitán estaba hermosa y no había cambiado
nada. El padre, como siempre, cortó un cigarro con
la punta de los dientes y lo prendió pensativo. Cena-
ron juntos. Después siguieron charlando en la galería
y cuando al capitán se le cerraban los ojos de sueño,
subió a la habitación que compartía con su hermano.
El cuarto estaba igual. Las camas de bronce, los pos-
ters, la campera de corderoy en la percha del ropero,
que él acarició en silencio. Apagaron las luces.
Edward se desplomó en la cama y como siempre
empezó a roncar. Pero el capitán no podía pegar un
ojo. Pensó: «¿Y si las dos personas que duermen en
la otra habitación no son mis padres? ¿Si son marcia-
nos que se apoderaron de mis recuerdos para debi-
litarme? ¿Y si hicieron lo mismo con mis soldados?
¿Si construyeron un pueblo hipnótico y lo llenaron
de nuestros muertos amados porque saben que no
hay mejor forma de volvernos débiles y vulnerables?

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Ahora mis hombres duermen en casas iguales a esta,
y están desarmados. Y la nave está sola».
El capitán sintió terror. Le temblaron las manos. Se
levantó. Entonces escuchó a su hermano que le decía:
«¿A dónde vas, John?». «A tomar agua», respondió el
capitán. «No, no tenés sed», dijo, muy despacio, la
voz de su hermano en la oscuridad. El capitán Black
corrió hacia la puerta. Gritó. Gritó dos veces. Nunca
llegó a la puerta.
Al día siguiente, todos los vecinos del pueblo
(abuelas, padres, hermanos, tíos) enterraron en el ce-
menterio los ataúdes de los visitantes, entre llantos y
lágrimas, y se sentaron a esperar la cuarta expedición
a Marte.

Ray Bradbury (1920-2012) se crio en los pueblos del interior de


Estados Unidos, retratados en «La tercera expedición». Su estilo
poético y melancólico difere de los demás maestros de la ciencia
ficción temprana.

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Vendrán lluvias suaves


Ray Bradbury

Este cuento también es del gran Ray Bradbury. Lo


escribió en 1950 y ocurre en 2026: estamos más cer-
ca de la ficción que de la época en que fue escrito el
relato. Dice así:
En una casa vacía se escuchó la voz del reloj des-
pertador: «¡Son las siete, es hora de levantarse!». En el
acto, en la cocina el horno hizo un pitido y dejó salir
tostadas, huevos fritos, fetas de jamón y dos tazas de
café con leche.
«Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis»,
dijo otra voz desde el techo de la cocina. «Es el ani-
versario de bodas de Tilita. Y hoy pueden pagarse las
cuentas de agua, luz y gas».
Un rato después, desde las paredes sonó otra voz
que apuraba las cosas. «¡Vamos!», se escuchó. «¡Son
las ocho y cinco, hay que ir a la escuela, al trabajo,
rápido!».
Pero nadie pisó las alfombras. Afuera diluviaba. La
puerta de calle avisó: «Llueve, hay que llevar imper-
meable y botas de goma». El garaje, por su parte, hizo

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sonar un timbre, levantó la puerta y dejó ver un co-
che con el motor en marcha. Pasados unos minutos,
la puerta bajó otra vez.
Adentro, para las ocho y media los huevos estaban
resecos y las tostadas parecían piedras. Un brazo de
aluminio los tiró a una bacha donde un remolino de
agua caliente se llevó todo en segundos. Los platos
sucios cayeron en una máquina de lavar y salieron de
ahí secos y relucientes.
«Las nueve y cuarto», dijo el reloj, «es la hora de la
limpieza». La casa siguió entonces con sus tareas: ra-
tones mecánicos aspiraron los rincones y un regador
se ocupó del jardín delantero.
Afuera, la casa estaba entera, pero el resto de la
ciudad era puro escombro y cenizas. Sobre una de
las paredes se veían los restos de la bomba. Como si
fueran fotos, algunas siluetas blancas estaban impre-
sas en una pared carbonizada por el fuego. Se veía
una mujer agachada juntando flores, un nene con las
manos levantadas y una pelota en el aire y una nena
preparada para atrapar esa pelota que nunca terminó
de caer.
Esa era la única señal de vida, a no ser por algún
zorro y los gatos que maullaban de hambre. La casa,
en cualquier caso, no reconocía esas presencias y ante
cada ruido preguntaba: «¿Quién está ahí? ¿Cuál es la
contraseña?». Solo abrió las puertas cuando escuchó
un ladrido familiar: era el perro de la casa, que antes
era gordo y brillante y ahora estaba huesudo y cubier-
to de llagas.

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El perro pudo entrar. Llenó la casa de barro mien-
tras los ratones limpiaban todo a su paso. Después,
desesperado por el olor a comida que salía del horno
—ya era mediodía—, dio vueltas en círculos y cayó
muerto.
Los ratones eléctricos lo llevaron al incinerador. Y
el resto de los rituales siguió a lo largo del día: a la
tarde fueron preparadas las mesas para el bridge y las
paredes —de vidrio— proyectaron dibujos para los
chicos, y después de la cena se encendió un hogar y al
lado de un sillón brotó un habano humeante.
A la hora de dormir, en el dormitorio matrimonial
una voz habló desde el techo: «Señora, ¿qué poema le
gustaría escuchar?».
Ante la falta de respuesta, la voz se decidió por
un poema que se llamaba Vendrán lluvias suaves:
«Y nadie sabrá nada de la guerra», decía en una parte.
«A nadie le interesará que haya terminado. / A nadie
le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, / si la
humanidad se destruye totalmente; / y la misma pri-
mavera, al despertarse al alba, / apenas sabrá que nos
hemos ido».
Después de eso, ya de madrugada, una botella de
solvente se derramó sobre el horno y las llamas empe-
zaron a avanzar. La voz de los techos gritaba «¡fuego!»
y los ratones de agua intentaban apagarlo, pero ya
no había más agua en la bomba. Así y todo, la casa
quería sobrevivir. Como en aquellas relojerías donde
todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro,
en una escena de confusión maniática, la casa se llenó

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de voces que activaban movimientos que ya no ser-
vían para nada.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fue-
go y madera, el horno preparó unos desayunos de
proporciones demenciales: diez docenas de huevos,
cincuenta tostadas y veinte docenas de fetas de jamón
que fueron devoradas por el incendio hasta que casi
todo, finalmente, se derrumbó.
La casa hizo un silencio final. Y el sol asomó débil-
mente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo
una pared. Desde ahí, una última voz repetía, una y
otra vez: «Hoy es cinco de agosto de dos mil veinti-
séis. Hoy es…».

Ray Bradbury amaba el papel y escribía sobre las máquinas. Su


pasión por la ciencia ficción y los miedos de la posguerra se combi-
naron en «Vendrán lluvias suaves», también publicado en Crónicas
marcianas.

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Esse est percipi


Honorio Bustos Domecq

Este es un cuento de Honorio Bustos Domecq, que


no es más que el pseudónimo de Borges y Bioy Casa-
res cuando escribían juntos, más que nada para hin-
char las pelotas. Este se llama «Esse est percipi», que
en latín quiere decir «Ser es ser percibido».
Un día de mil novecientos sesenta, Honorio Bus-
tos Domecq, autor de historias de detectives, observó
perplejo que en Figueroa Alcorta y Udaondo, donde
siempre había estado el estadio de River, había un te-
rreno baldío. El gigante de cemento donde se habían
jugado tantos partidos memorables de pronto había
desaparecido, y lo más curioso era que nadie, absolu-
tamente nadie, hablaba de eso.
Consternado, Bustos Domecq consultó con el
doctor Montenegro, un gran conocedor de la ciudad,
quien lo puso sobre la pista que buscaba. «Andá a
verlo a Savastano, presidente del club Abasto, es pro-
bable que él pueda darte alguna respuesta», le dijo.
Savastano lo recibió esa misma tarde en la sede del
club, ubicada en Corrientes y Pasteur. Domecq lo

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notó movedizo y ágil, pero principalmente un tanto
agrandado por el último triunfo de su equipo frente
a Newell’s Old Boys.
Domecq elogió el golazo con el que el nueve de
Abasto, de apellido Renovales, tras una asistencia del
habilidoso Musante, había sellado la victoria. Savas-
tano se quedó un segundo en silencio y luego dijo
filosóficamente: «Y pensar que yo les inventé esos
nombres a los dos jugadores».
«¿Musante y Renovales son apodos? ¿No son los
nombres reales de esos ídolos por los que todos los
domingos grita la hinchada?», preguntó Domecq,
confundido.
La reacción del dirigente lo dejó sin palabras:
«¿Usted cree todavía en la hinchada y en los ídolos,
Domecq?».
En eso entró un ordenanza y se acercó para anun-
ciarle que José María Ferrabás, el locutor más im-
portante del fútbol argentino, estaba afuera y nece-
sitaba hablar urgente con él. «Que espere», ordenó
Savastano.
«¿Que espere Ferrabás?», preguntó Domecq. Era
un personaje demasiado importante como para ha-
cerlo esperar. «¿No será más prudente que yo me reti-
re?», dijo con sinceridad.
«Ni se le ocurra, usted no se mueve de donde está»,
contestó Savastano, y le pidió al asistente que hiciera
pasar al locutor.
Ferrabás entró con naturalidad, saludó y se sentó
al lado de Domecq. El presidente le anunció: «Ferra-

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bás, ya nos reunimos con la Asociación. En la próxima
fecha vuelve a ganar Abasto, uno a cero. Va a ser un
partido duro, en el que ninguno de los equipos cederá
terreno, pero en el segundo tiempo saldrá expulsado
el nueve de ellos, y ahí Musante y Renovales, en el mi-
nuto cuarenta y tres, van a romper el cero a cero. Pero
escuche bien, Ferrabás: no queremos el gol de siem-
pre, gambeta, pase, bombazo. Necesitamos imagina-
ción. ¡Imaginación! ¿Entendió? Ya puede retirarse».
Cuando el locutor se fue, Domecq tomó fuerzas
para preguntar: «¿Tengo que pensar que el resultado
se digita?».
La respuesta de Savastano lo dejó hecho polvo:
«No hay resultados, ni equipos, ni partidos. Los es-
tadios ya son demoliciones que se caen a pedazos.
Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. Toda
esa excitación exagerada de los locutores, ¿nunca lo
hizo pensar en que es una farsa? El último partido
de fútbol se jugó en Buenos Aires el día 24 de junio
del 37. Desde aquel preciso momento el fútbol es un
género dramático a cargo de guionistas y de actores.
Y no solo el fútbol, mucho de lo que usted cree que
es real… tampoco existe».
«¿Y la conquista del espacio?». «Una coproducción
yanqui-soviética, muy bien realizada», respondió el
dirigente.
«Presidente, usted me mete miedo. Entonces…
¿en el mundo no pasa nada?», quiso saber el escritor.
«Muy poco. Lo que yo no capto es su miedo, Domecq.
La especie humana está en casa, tranquilamente sen-

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tada en el sillón, atenta a lo que sucede en la pantalla.
¿Qué más quiere? Es la marcha gigante de los siglos,
es el ritmo del progreso que se impone», respondió.
«¿Y si se rompe la ilusión?», preguntó Domecq,
con un hilo de voz. «Qué se va a romper», lo tran-
quilizó el dirigente. Y Domecq dijo: «Por las dudas,
cuando me vaya de acá no voy a decir nada, voy a
ser una tumba, se lo juro». Pero Savastano respondió:
«Por mí, diga lo que se le antoje, total allá afuera na-
die le va a creer».
Sonó el teléfono. El presidente se llevó el tubo
al oído y aprovechó la mano libre para indicarle a
Domecq la puerta de salida.

Honorio Bustos Domecq fue el pseudónimo que compartieron


Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges al escribir a cuatro manos,
una mezcla de los apellidos de sus antepasados. «Esse est percipi»
apareció en Crónicas de Bustos Domecq (1967).

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La capa
Dino Buzzati

Este es un cuento inquietante de Dino Buzzati, un no-


velista italiano que murió en los años setenta. Dice así:
Después de treinta meses de pelear en la guerra,
Juan volvió a la casa de su madre en el campo. Tenía
veinte años y llegaba de sorpresa. Así que, apenas lo
vio, lo primero que hizo su madre fue decir «Dios
mío» y lo segundo fue mirarlo como si fuera un fan-
tasma. Lo encontró pálido y consumido; pero her-
moso como siempre.
«Sacáte la capa, sentate, estás tan flaquito… Esperá
que te traigo algo de comer», le dijo. Pero Juan, sin
fuerzas ni para sonreír, le contestó que no hacía fal-
ta, que ya había comido con un compañero en una
hostería, y que de hecho el compañero estaba afuera,
esperándolo.
La madre se quedó extrañada. Miró por la ventana
y vio, a metros de la tranquera, a un hombre con so-
bretodo moviéndose de un lado al otro.
«Decile que entre a ese muchacho… O le llevo yo
un vaso de vino», dijo la mujer. Pero el hijo respondió

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que no: que el hombre de afuera era bastante raro, y
que cualquier cosa lo ponía nervioso.
Ese comentario preocupó a la madre. ¿Quién era
ese hombre? ¿No era un muchacho? ¿Por qué estaba
con su hijo si era tan raro?
«Lo encontré por el camino, mamá. Hablemos
de otra cosa», dijo Juan. Y la mujer, que no quería
contrariar a su hijo en ese primer día de reencuen-
tro, cambió de tema. Entonces le habló a Juan de su
novia.
«¡Me imagino la cara que va a poner cuando sepa
que volviste! Seguro que estás apurado para ir a la
casa de Yulia y hablar de casarse, ¿no?».
El comentario apenas le sacó una sonrisa a su hijo.
La madre no entendía nada. ¿Por qué tenía la misma
cara triste que tuvo el día que se fue a pelear? Ahora
estaba en casa, tenía una vida nueva por delante, ya
no tenía que pensar en la guerra ni en los resplan-
dores del fuego iluminando la noche: ¡había vuelto!
¿Por qué estaba apagado y distraído? ¿Por qué no se
reía, ni contaba sus proezas en el campo de batalla?
¿Y la capa? ¿Por qué se apretaba la capa contra el
cuerpo, si la temperatura era buena? ¿Sería que el
uniforme, abajo, estaba roto y embarrado? ¡Pero si
ella era su madre! ¿Cómo podía avergonzarse delante
de su madre?
En silencio, llena de dudas, la mujer le sirvió un
café con pan y miró a su hijo comer. Juan masticaba
como si estuviera haciendo un esfuerzo: algo insólito
en su hijo, que solía masticar como un caballo. Qui-

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zás él también estaba en shock por el regreso, pensó
la madre, y para animarlo lo llevó a que viera los arre-
glos que había hecho en su dormitorio.
Juan aceptó y caminó hasta el cuarto con una len-
titud pesada, como si se hubiera hecho viejo. Y al lle-
gar hizo algún comentario cortés, y después se perdió
mirando por la ventana: afuera estaba su compañero,
caminando de un lado al otro.
«¿Me vas a decir qué pasa con ese chico?», insistió
la madre, incómoda.
«No pasa nada, mamá», dijo Juan, «pero me tengo
que ir».
«¿A lo de tu novia?», siguió la mujer. Trataba de ser
simpática, pero estaba cada vez más angustiada.
«No sé, después veo», dijo él. «Ahora me están es-
perando, ya me tuvieron demasiada paciencia».
Y después de decir esto, la miró fijamente.
La madre lo acompañó a la puerta. Le dijo que lo
esperaba para cenar y, antes de que se fuera, cedió al
impulso de quitarle la capa.
«¡No!», llegó a gritar Juan, pero ya era tarde. La
capa se había abierto un segundo y la madre empali-
deció.
«Juan, mi vida, ¿qué te hicieron? ¡Eso es sangre!»,
dijo, hundiendo la cara entre las manos. Juan no tuvo
ni fuerzas para consolarla. Le repitió que tenía que
irse. Lo dijo con un tono firme, pero también con
una tremenda amargura.
Y después, se fue, como llevado por el viento, sin
fuerza, sin necesidad de dar explicaciones.

101
La madre de Juan entendió todo cuando aquel
hombre se llevó a su hijo. Ese hombre oscuro, el que
había estado afuera todo ese rato, había tenido el
buen gesto de acompañar a su hijo hasta la vieja casa,
para dejar que se despidiera de su madre. Fue como
una última voluntad. Después de todo la muerte es
como un lobo hambriento: sabe cuándo hay que es-
perar… y cuándo hay que comer.

Dino Buzzati (1906-1972) escribió su obra maestra El desierto de


los tártaros durante la Segunda Guerra Mundial, de la que participó
como corresponsal de guerra. «La capa» retrata mediante la fantasía
la vuelta a casa de uno de esos veteranos.

102
24

Ahora debería reírme,


si no estuviera muerto
Angela Carter

Este cuento es una vieja historia de origen islandés


que forma parte de la mítica colección de relatos ma-
ravillosos protagonizados por mujeres, recopilados
y adaptados por la escritora inglesa Angela Carter.
Dice así:
Una vez hubo dos mujeres casadas que se trenza-
ron en una disputa para ver cuál de las dos tenía un
marido más imbécil. Como no llegaban a ponerse de
acuerdo, al final decidieron que los pondrían a prueba
para ver si realmente eran tan imbéciles como parecía.
Una de las mujeres usó la siguiente maniobra para
demostrarlo. Cuando el marido llegó a su casa des-
pués del trabajo, ella agarró su rueca y se puso a hi-
lar con paciencia una lana de oveja completamente
imaginaria.
Como no tenía nada entre las manos, el marido le
preguntó si estaba tan loca como para pasarse tanto
tiempo haciendo algo que no tenía sentido.
Ella sonrió y le dijo que era bastante normal que él
no viera nada, porque estaba usando un tipo de lana

103
tan fina que no era perceptible por el ojo humano.
Con esa lana tan genial y delicada le iba a hacer unas
prendas nuevas para él.
El marido se quedó feliz con la explicación, que
le pareció muy buena, y se maravilló de haber podi-
do dar con una esposa tan estupenda. Además, sentía
muchísima alegría cada vez que pensaba lo bien que
le iba a quedar a él una prenda tan delicada.
Cuando su mujer hiló suficiente lana (según le dijo)
para hacerle la ropa, desplegó el telar y empezó a tejer.
Su marido iba a verla de vez en cuando, y seguía
maravillándose de la depurada técnica de su esposa.
A ella le divertía mucho toda la situación y se esme-
ró en llevar a cabo a la perfección el plan que había
preparado.
Sacó el tejido del telar cuando acabó, lo lavó y lo
preparó antes de sentarse a coser la ropa. Cuando ter-
minó todo el proceso, llamó a su marido para que
fuera a probarse la ropa nueva, pero no se animó a de-
jarlo solo mientras se la ponía y se quedó a ayudarlo.
De esta manera, le hizo creer que lo estaba envol-
viendo en una ropa finísima, aunque en realidad el
pobre hombre seguía desnudo.
Pero él no se daba cuenta de nada, estaba conven-
cido de que todo era una equivocación suya y de que
su esposa le había confeccionado, en efecto, una ropa
magnífica, y de tan contento que estaba se puso a dar
saltitos de alegría.
Pasemos ahora a la otra mujer. Cuando su esposo
llegó a la casa después de trabajar, ella le preguntó por

104
qué estaba parado y caminando tan campante, como
si nada. El hombre la miró intrigado y le dijo: «¿Por
qué me preguntás eso?».
Ella lo convenció de que estaba muy enfermo y le
dijo que mejor se fuese a la cama. Él se lo creyó y fue
a acostarse. Cuando pasó un cierto tiempo, la esposa
le dijo que iba a avisar a la funeraria. Él le preguntó
por qué, y le rogó que por favor no lo hiciera.
Ella respondió: «¿Por qué te estás comportando
así, como un imbécil? ¿No ves que te moriste esta
misma mañana? Voy a ir ya mismo a la funeraria a
comprarte un ataúd».
Y entonces el pobre hombre, creyendo que todo
era verdad, se quedó ahí quieto, esperando, hasta que
su esposa volvió y lo metieron en el ataúd.
Lo velaron. Después la mujer contrató a seis hom-
bres para que cargaran el féretro hasta el cementerio y
les pidió a otros dos que siguieran a su marido hasta
la tumba. Antes pidió que abrieran una ventanita en
un extremo del ataúd, para que su marido pudiese ver
a todo el mundo.
Cuando terminó el velatorio y llegó la hora de lle-
varse el ataúd al cementerio, llegó el otro hombre,
desnudo, pensando que todo el mundo se quedaría
pasmado cuando viera la ropa nueva e increíble que
tenía puesta.
Aunque los que cargaban seriamente el ataúd es-
taban compenetrados en la ceremonia, no pudieron
contenerse y empezaron a reírse a carcajadas apenas
vieron al imbécil desnudo.

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Cuando el supuesto cadáver también consiguió
verlo a través de la ventanita, gritó todo lo fuerte que
pudo: «¡Qué hombre imbécil! ¡Yo también me mori-
ría de risa si no estuviese muerto!».
El entierro se suspendió ahí mismo y dejaron que
el muerto saliera del ataúd. Las dos esposas se dieron
la mano y cerraron la competencia en un clarísimo
empate.

Angela Carter (1940-1992) es considerada hoy en día una de las


maestras del cuento fantástico. Su interés por los relatos orales y el
rol de las mujeres lo podemos notar en «Ahora debería reírme, si no
estuviera muerto».

106
25

Parece una pavada


Raymond Carver

De Raymond Carver solo voy a decir que era un ge-


nio y este cuento es uno de los que más me gustan.
Dice así:
Ese mediodía, Andy había salido de la escuela en
bici y había doblado en el boulevard para tomar el
camino hacia su casa. Era un pueblo tranquilo, ¿qué
podía pasar? Pero a los pocos metros una camioneta
salió de la nada y atropelló al chico. El conductor fre-
nó, pálido, pero cuando vio que el nene se levantaba
rápido y volvía a subirse a la bici, la camioneta se fue
lo más rápido que pudo, sin testigos a la vista.
La madre no se enteró del accidente hasta la tarde.
Había estado toda la mañana haciendo mandados y
comprando cosas. Estaba preparando el cumpleaños
número diez de Andy, que iba a ser esa tarde. Había
dejado la panadería para último momento, porque no
quería andar con la torta de cumpleaños arriba del auto
de acá para allá. Además, a Andy se le había antojado
una torta que arriba tenía el muñeco de un jugador de
fútbol famoso, que tenía un número diez en la espalda.

107
Eso era lo único que podía salir mal, pensaba la
madre. Porque el panadero le había caído para el orto
el día anterior. Ni siquiera se había molestado en ba-
jar la radio cuando ella le explicaba cómo quería la
torta. Escuchaba reguetón, el maleducado, a todo
trapo… Así dudó todo el día, la madre, sobre si esa
torta iba a quedar bien.
La mujer venía con tiempo, pero se demoró más
de la cuenta en el supermercado, y cuando llegó a la
panadería eran más de las doce y la encontró cerrada.
Se quiso matar, porque iba tener que volver a buscar
la torta a las cuatro, cuando el negocio abriera, justo
a la hora en que arrancaba la fiestita y empezaban a
llegar los invitados.
Entró a su casa llena de bolsas y paquetes. Andy ya
había vuelto de la escuela. Ella le pidió que le diera
una mano, pero cuando el chico se acercó perdió el
equilibrio y casi se cae. «¿Qué te pasa?», preguntó la
mamá. Entonces Andy (con miedo, como si la cul-
pa fuera suya) le contó que una camioneta lo había
tirado al suelo, pero que no se había hecho nada.
Después se acostó en el sillón y se quedó dormido.
Al rato ella se acercó y trató de despertarlo, pero no
pudo. El nene no reaccionaba, no abría los ojos. Una
hora después Andy entró inconciente al hospital. Pa-
recía sumido en un sueño muy profundo, pero no
estaba en coma.
Después de los análisis y las radiografías, el doctor
les dijo (a ella y a su marido) que no se preocuparan,
que Andy iba a estar bien.

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Por supuesto, la fiesta de cumpleaños se canceló.
Andy estuvo todo el día internado y en observación,
sin abrir los ojos. A las doce de la noche, ella lo dejó
con su marido y fue a su casa para darse una ducha.
Cuando abrió la puerta el teléfono sonaba sin parar.
Pensó que podía ser del hospital y se apuró para aten-
der. «¿Hola?», dijo. Pero del otro lado nadie respon-
día. «¿Quién habla? ¿Es por Andy?», insistió ella. «Sí,
claro que es por Andy», dijo una voz grave. Y cortó.
Ella se quedó con el tubo en la mano. ¿Era el tipo
que atropelló a su hijo? Lo intuyó. Seguro tenía mie-
do de que lo encontraran y los estaba amenazando.
Después, cuando ella salió de la ducha recién bañada,
el teléfono volvió a sonar. Otra vez se apuró a atender,
y apenas dijo «hola», cortaron. Antes de volver al hos-
pital, el teléfono sonó de nuevo, pero ella no atendió.
Esa vez sí era su esposo.
Ella lo supo cuando llegó al hospital y lo vio. Su
esposo tenía el gesto desencajado y no paraba de llo-
rar. Andy había empezado a convulsionar mientras
ella se duchaba. Los médicos habían hecho lo impo-
sible. Dijeron que había sido «una oclusión oculta»,
que era un caso entre un millón, que los análisis no
habían mostrado nada raro. Hablaron, hablaron, ha-
blaron… pero ella ya no podía escuchar nada.
Todo lo que vino después se convirtió en una pe-
sadilla. Horas enteras que fueron adquiriendo una di-
mensión irreal. Los saludos de pésame, las lágrimas,
el cementerio. Treinta horas después, cuando todo
terminó y su marido y ella volvieron a su casa, se sen-

109
taron en el sillón del comedor y estuvieron ahí sin
moverse, durante horas, en silencio. De pronto sonó
el teléfono. Ella miró el reloj, eran las doce de la no-
che. Atendió.
Del otro lado, una voz horrible dijo: «Te olvidaste
de Andy». Entonces ella gritó: «¿¡Quién sos, hijo de
puta!?». Y del otro lado cortaron. Pero un segundo
antes de que cortaran, ella pudo escuchar, de fon-
do, el mismo reguetón horrible de dos días antes, y
entonces supo que era el panadero el que llamaba.
Supo, la mujer, que nunca había ido a retirar la torta,
que el panadero estaba lleno de odio porque le ha-
bían dejado, de clavo, una torta de cumpleaños con
un muñeco que tenía un diez en la espalda.

Raymond Carver (1938-1988) es admirado por el estilo lacónico


de sus cuentos, que logran ser tanto crueles como empáticos y re-
tratan la disolución de los suburbios norteamericanos. «Parece una
pavada» se publicó en su cuarto libro de relatos, Catedral.

110
26

La madre de Ernesto
Abelardo Castillo

Esta historia es de uno de mis cuentistas favoritos,


Abelardo Castillo, no solo argentino sino de cual-
quier parte del mundo. Dice así:
Tres amigos (dieciséis, diecisiete años) se enteran
de que en el pueblo se abrió un prostíbulo. Hasta ese
momento, lo único que había a mano para coger era
una estación de servicio en la entrada del pueblo, al
costado de la ruta, que de día funcionaba como res-
taurante de tenedor libre y de noche se transformaba
en club nocturno.
Pero ahora el Turco, el dueño de todo eso, había
construido unas piecitas en el piso de arriba y había
traído, por primera vez, una puta. Que encima no era
cualquier puta: era (y esa es la noticia que dejó a estos
chicos boquiabiertos) la madre de Ernesto.
Ernesto era un amigo de ellos, muy cercano, un pibe
que ese verano se había ido al campo con el padre.
Ernesto vivía solo con su papá desde que la ma-
dre, unos años antes, se había mandado a mudar con
una de esas compañías de teatro que se van en casas

111
rodantes. Los abandonó, la madre. Y ahora parecía
que había vuelto. Como puta. Estos tres chicos no lo
podían creer.
Cuando uno de los tres contó la noticia de que la
puta era la mamá de Ernesto, se quedaron un rato
callados, sin decir nada. Y se empezaron a acordar
de lo buena que estaba la mamá de Ernesto. Era una
morocha cuarentona a la que, ya en esa época de los
trece, catorce años le tenían unas ganas bárbaras.
Entonces uno dijo: «Qué cagada, si no fuera la ma-
dre de Ernesto sabés como íbamos…».
Pero Julio, el más práctico de los tres (o el que es-
taba más caliente), dijo: «Todas estas minas son la
madre de alguien. Si no aprovechamos ahora, no sa-
bemos cuándo el Turco va a traer otra».
Y una semana después decidieron ir. Julio fue a
buscar un auto prestado y los otros dos lo esperaron
charlando en una esquina. Uno dijo: «¿Cómo estará
ahora?». Y el otro preguntó: «¿Quién? ¿La mina?». No
quiso decir «la madre», o no pudo decirlo. Se querían
olvidar de todas las veces que habían ido a jugar a la
casa de Ernesto y la mujer les preguntaba si querían
tomar la leche o ver la tele. Le tenían miedo a ese
recuerdo.
En eso estaban, medio nerviosos, cuando llegó Ju-
lio con el auto de su hermano grande y con una bote-
lla de whisky Criadores que le había robado al padre.
Tomaron del pico para bajar la ansiedad, y mientras
iban al prostíbulo en el auto se acordaron en voz alta
de la mamá de Ernesto: sus ojos siempre pintados, las

112
caderas grandes, y sobre todo esa tarde en que ella se
agachó a prender el horno y se le escapó medio esco-
te por la blusa… y ellos miraron, abriendo los ojos
como el dos de oro.
«Al final», dijo Julio, «estamos haciendo justicia
por Ernesto, pobre, que le tocó una madre tan puta».
Y así empezaron a envalentonarse. Y llegaron al pros-
tíbulo medio creyendo que estaban haciendo algo
noble por su amigo.
Arreglaron con el Turco la plata y subieron a una
salita que tenía una puerta cerrada. Se sentaron a es-
perar. Estaban inquietos. Hicieron dos o tres chistes,
de puro nervio, hasta que se abrió la puerta y salió
un cliente. Un gordito que les revoleó los ojos como
diciendo «no saben lo que es esa mina». Y bajó la es-
calera contento, el gordito.
Fue ahí, justo cuando los tres se miraban para ver
quién iba a pasar primero, justo ahí, que apareció la
madre de Ernesto.
Se quedó parada en la puerta. Se había teñido de
rubio y tenía un déshabillé entreabierto, y abajo no
tenía corpiño. Con la mirada un poco distraída y una
sonrisa profesional les dijo: «¿Y? ¿Quién entra?».
Ninguno de los tres pudo contestar nada. La mi-
raban. La mujer insistió con la voz pegajosa, un poco
grave del cigarro: «Vamos, ¿quién entra?».
Esta vez la pregunta resonó como una orden, así
que los tres se pusieron de pie al mismo tiempo y
Julio dijo: «Voy yo, voy yo».
Pero justo cuando Julio dio dos pasos, ella los miró

113
a los tres a los ojos y la escena se detuvo. Al principio
la cara de la mujer fue de sorpresa, o de confusión.
Pero después fue cambiando el gesto, que se convirtió
en una expresión de miedo puro.
Y dijo: «¿Le pasó algo a Ernesto?». Así dijo: «Chi-
cos, ¿le pasó algo a Ernesto?».
Y entonces, con un ademán rápido, maternal, se
tapó el cuerpo con el déshabillé.

Abelardo Castillo (1935-2017) exhibía las miserias más oscuras


de sus personajes, pero siempre con transparencia. El cuento «La
madre de Ernesto» fue parte de Las otras puertas (1962), su primer
libro de cuentos.

114
27

El candelabro de plata
Abelardo Castillo

Este cuento de Navidad (que es un género en sí mis-


mo) también es de Abelardo Castillo. Ocurre en 1956
y dice así:
Un escritor sombrío y solitario siente por primera
vez en muchos años la necesidad de no pasar otra No-
chebuena emborrachándose solo, y unas horas antes
de las doce sale a buscar la compañía de un viejo ma-
rinero checoslovaco que vio en uno de los bares del
puerto; un bar al que va a beber y a escribir cosas que
siempre termina tirando.
Nunca hablaron. El viejo siempre está solo en la
misma mesa, fumando su pipa y mirando fijamente
un vaso de bebida turbia. Pero él siempre supo que
el viejo lo observaba, como si algo los uniera. Por eso
esa noche, en vísperas de Navidad, camina hasta su
mesa y le dice: «Vení conmigo». El viejo alza ape-
nas sus ojos celestes, casi transparentes, y dice: «¿Qué
dice, señor…?». «Que vengas conmigo, a mi casa, a
pasar una Navidad decente», dice el escritor y lo saca
del bar.

115
Al rato los dos beben champán frente a una mesa
donde están los restos de la cena, junto a un candela-
bro de plata que el escritor heredó de su padre y que
es lo único que, misteriosamente, todavía no fue a
parar al empeño. Recién cuando falta una hora para
la medianoche, y cuando ya están bastante borrachos
los dos, el viejo checoslovaco empieza a hablar.
Se llama Franta y tiene un acento raro y dulce. Ha-
bla de su país, de una pequeña aldea perdida entre
colinas grises, de una mujer rubia de ojos azules, y
de un muchachito, también rubio, también de ojos
azules, al que hace treinta años que no ve. «Cuando
vine a América él apenas caminaba. Ahora ya debe ser
un hombre», dice con dolor.
«¿Nunca intentaste volver?», pregunta el escritor, y
entonces la cara del viejo se endurece: «¿Volver? Us-
ted lo dice fácil, señor; pero es… Es muy feo volver
como un mendigo… No, señor. Volver así, no. Ella,
mi mujer, murió hace mucho, y mejor si allá piensan
que yo también me morí hace mucho, porque el di-
nero que había juntado para traerla, a ella y al chico,
lo perdí en el juego. Qué vergüenza, señor. No poder
matarse».
Franta toma un trago; el escritor se lo queda mi-
rando unos segundos. A lo largo de la noche había
notado que Franta lo creía un hombre rico y capri-
choso, un millonario, tal vez, un poco desequilibrado
y algo artista (la manía de escribir en los tugurios y
acaso el candelabro le habían hecho suponer eso), y
es en ese instante que empieza a darle vueltas en la

116
cabeza la idea de contarle una mentira, una mentira
que todavía no tiene clara del todo, pero empieza:
«Esta forma de vivir que llevo, usted es inteligente
y lo adivinó, no es más que una extravagancia, una
manera de sacarme de encima el aburrimiento», dice
el escritor. El viejo lo mira con odio.
Cuando se acaba la botella y el escritor le da la
espalda para buscar otra puede ver que, inconsciente-
mente, la mano del viejo se cierra sobre el mango de
un cuchillo que hay sobre la mesa, y que enseguida
suelta cuando el escritor vuelve con la botella llena.
«¿Sabés lo que es el cáncer, vos?», dice de pronto el
escritor para dramatizar la mentira, y apoya las ma-
nos sobre la mesa. «Yo también, igual que vos, soy un
pobre infeliz que no se anima a matarse», dice.
El viejo, que lo estuvo mirando todo el tiempo,
de golpe comprende y sus ojos se hacen enormes. El
escritor dice: «Estás hablando con un hombre que ya
se murió. ¿Entendés, viejo? Por eso vivo lo poco que
me queda como se me antoja. Ya no pertenezco al
mundo. El mundo es de ustedes, los que pueden te-
ner fantasías, los que tienen derecho a la esperanza.
Yo soy menos que un cadáver».
Y en ese momento, a la vez que suenan las sirenas
del puerto y los petardos de las doce, súbitamente
la idea que buscaba el escritor cobra forma defini-
tiva en su cabeza. «Por Dios, Franta», grita el escri-
tor, «por ese Dios que acaba de nacer para todos los
hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para
que vuelvas a tu tierra. Esa es mi reconciliación con

117
el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como
un hombre».
Franta lo mira. Sus ojos brillan. En un arrebato
de gratitud incontenible el viejo le besa las manos
al escritor y dice, llorando: «Gracias… No te voy a
olvidar mientras viva». Y se queda dormido sobre la
mesa, borracho de alcohol. Sueña, el viejo, que vuelve
a la pequeña aldea de colinas grises, que acaricia los
cabellos rubios de su hijo y que mira unos ojos claros
como el cielo.
Con todo cuidado, el escritor se levanta sin des-
pertar al viejo, agarra el pesado candelabro de plata
y, después de acariciar suavemente la cabeza del vie-
jo, dice: «Feliz Nochebuena, Franta». Y le revienta
el cráneo.

Abelardo Castillo retrataba la sordidez y la esperanza humana


como nadie, como ocurre en la novela El que tiene sed o en «El can-
delabro de plata», que también apareció en Las otras puertas.

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28

Patrón
Abelardo Castillo

Cuando leí por primera vez esta historia de Abelardo


Castillo no me la pude olvidar, y de algún modo ha-
bla del patriarcado. Dice así:
El viejo Domínguez era el patrón de la estancia
más grande. Lo tenía todo: campos, plata y una man-
sión enorme con una torre altísima, desde donde po-
día mirar todas sus tierras. Pero había una sola cosa
que a pesar de toda su fortuna no tenía. El patrón no
tenía un hijo. Un varón. A quien dejarle todo lo que
era suyo.
Por eso un día se fue hasta el ranchito de una se-
ñora muy humilde (que vivía como puestera en la
parte vieja de la estancia) y le dijo que se quería casar
con su nieta: una chica hermosa, jovencísima, que se
llamaba Paula.
Obviamente, Paula no quería saber nada con el vie-
jo. Es más, le daba asco. Decía que era duro y flaco
como un alambre. Pero no había mucho que ella ni su
abuela pudieran hacer, porque todo el mundo sabía
que, en la estancia, los deseos del patrón eran órdenes.

119
Así que se casaron. Y el viejo se llevó a Paula a vivir
a la mansión. Le presentó al capataz de la estancia, y
también le presentó a la cocinera. Después la llevó
hasta el cuarto más alto de la torre y, parado frente
al ventanal, le señaló todas sus hectáreas de campo
diciendo: «Todo esto va a ser para nuestro hijo… y
también para vos. Pero andá sabiendo que acá se hace
lo que yo digo».
El viejo terminó siendo peor de lo que Paula espe-
raba. A los peones, cuando se mandaban una cagada,
los reventaba a latigazos contra el aljibe. Y a ella nun-
ca la dejaba salir a pasear, porque era terriblemente
celoso. La tenía todo el día encerrada en la mansión,
y solamente la veía de noche, cuando volvía del cam-
po y se le tiraba encima para tratar de dejarla «preña-
da», como él decía.
Igual, aunque el viejo lo intentaba cada noche,
Paula nunca quedaba embarazada. Y, con el tiempo,
el patrón empezó a perder la paciencia. Se sentía esta-
fado. Todos los meses le preguntaba a Paula si ese hijo
ya estaba en camino. Y, cada vez que ella le contestaba
que no, el viejo, frustrado, la sentaba en la cama de
un sopapo.
Pasaron un par de años terribles hasta que, final-
mente, Paula quedó embarazada. Se lo confirmó To-
masina, la partera del pueblo.
Paula volvía en sulky con la noticia del embarazo
cuando encontró a su marido y a los peones descor-
nando a los toros en el campo. Al verla, el viejo le
preguntó: «¿Qué te dijo la Tomasina?». Pero, justo

120
en ese momento, uno de los toros se soltó y embistió
al viejo, levantándolo por los aires, y le destrozó la
columna.
Después del accidente, el patrón quedó cuadriplé-
jico. No podía moverse. Ni siquiera podía hablar. Así
que Paula hizo traer una de esas camas ortopédicas
(llenas de cintas y correas) y, con la ayuda del capa-
taz, subieron la cama hasta el cuarto de la torre para
que el viejo pudiera contemplar sus campos mientras
estaba postrado. Cuando los dos se quedaron solos,
Paula finalmente le anunció que iba a tener al chico y
un brillo de triunfo iluminó la cara del viejo.
Pero, a medida que su panza crecía, algo más fue
cambiando en Paula. Ya no dejaba que el capataz vi-
sitara al viejo en la torre. Tampoco permitía que la
cocinera le llevara la comida. Solo ella, Paula, se ocu-
paba del viejo y, cuando lo dejaba solo, cerraba con
llave la torre para que nadie más pudiera verlo. Cada
tanto, al viejo le agarraban unos ataques en los que
parecía que se iba a morir. Pero Paula le daba un re-
medio y, casi gritando, le decía: «Vas a tener al chico,
¿me oís? ¡Vas a tener al chico!». El viejo se dio cuenta
de que había algo distinto en su mujer y empezó a
tenerle miedo.
La semana antes del parto, Paula echó a la cocinera
diciéndole que ya no la necesitaba más por la casa.
Después le dijo al capataz que despidiera a los peones
y se tomara vacaciones. Cuando la estancia por fin
quedó vacía, Paula tuvo al chico ella sola, sin ayuda
de nadie.

121
Con el bebé llorando en sus brazos, Paula subió has-
ta el cuarto de la torre, abrió la puerta y se acercó hasta
la cama del viejo para apoyar al chico al lado de él. Al
verlo, el patrón empezó a reírse con un grito ahogado
y, con muchísimo esfuerzo, estiró el brazo hasta tocar
al bebé. Después quiso tomar la mano de Paula, pero
ella dio un paso atrás y caminó hasta la puerta.
Antes de irse, Paula miró por última vez al viejo y
a su hijo. Afuera, más allá del ventanal, los campos
de la estancia se extendían hasta el horizonte. Paula
cerró la puerta de la torre con llave. Después bajó,
tiró la llave al pozo del aljibe y se fue sola, en el sulky.

Abelardo Castillo fue sin ninguna duda el maestro del taller li-
terario más reconocido del país; su lista de alumnos consagrados es
inmensa. «Patrón» apareció en su segundo libro de relatos, Cuentos
crueles (1966).

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29

El billete de la lotería
Antón Chéjov

Este relato es de Antón Chéjov, el cuentista y drama-


turgo ruso del siglo XIX que hacía grande lo chiquito.
Dice así:
Iván sentía que era un hombre con suerte. Tenía
un sueldo, no le dolía nada, sus hijos habían crecido
sanos, se llevaba bien con su mujer… Con eso le al-
canzaba para estar contento con la vida.
Hasta que una noche, después de cenar, mirando
el diario, vio que había salido ganador un número
de lotería que tenía las mismas tres cifras finales del
billete que siempre compraba Helena, su mujer. Eso
no quería decir que hubieran ganado, pero había una
chance importante.
«Ay, Iván, busquemos el billete», dijo Helena y se
levantó apurada de la mesa. Pero Iván la detuvo. «Es-
perá, mujer. Vamos a paladear unos minutos la sen-
sación de haber ganado». «Ay, no aguanto… Mirá si
nos tocó. ¡Iván! Me vuelvo loca».
Los dos sonrieron, pero con incomodidad. La sola
idea de ganar tanto dinero los hizo sentir raros.

123
«¿Qué haríamos con toda esa plata, Iván?».
«Al billete lo compraste vos», dijo él, «pero igual
nos sobra para que los dos empecemos una vida nue-
va. Podríamos hacer… todo lo que se nos antojara».
Iván se quedó en silencio y empezó a hacer cuentas:
invertiría un tercio en un campo, usaría el diez por
ciento para renovar la casa y pagar algunas deudas,
y el resto iría al banco… a sumar intereses. Después,
claro, podrían hacer un viaje. Iván se imaginó en una
playa exótica, durmiendo en una hamaca mientras
sus hijos manejaban un descapotable… Se imaginó
tomando un whisky al atardecer y…
De repente, a medida que imaginaba su vida per-
fecta notó que su esposa no entraba en el cuadro y
que sus hijos, de hecho, también fastidiaban un poco.
¿Era buena idea irse con Helena y los chicos?, pensó,
en silencio. Quizás fuera mejor viajar solo, o con una
mujer más relajada, que no se quejara tanto, que no
vigilara sus gastos.
Por primera vez en su vida, Iván sintió que su
esposa era un estorbo; es más: la vio fea, con olor
a cocina y sin virtudes suficientes para estar al lado
de él. Él todavía estaba entero, y hasta podía casarse
otra vez.
Además, como el billete era de Helena, seguro
que ella iba a querer todo el dinero, lo iba a repar-
tir entre sus hermanas, y a él le iba a dar solamente
algunos gustos, por los que además iba a tener que
rendir cuentas. No. No era justo. Todas las hermanas
de Helena, sus maridos y sus hijos llegarían arrastrán-

124
dose como mendigos ni bien supieran del premio, y
adularían a Helena con un sinfín de mentiras hasta
conseguir una buena parte de la plata.
«Qué gente inmunda», pensó Iván. Y esa palabra,
«inmunda», le recordó a su mujer: su cara, se dio
cuenta de que Helena era horrible. Y esa certeza lo
hizo mirarla, ya no con una sonrisa, sino con odio.
Y del otro lado no había sentimientos mejores.
Helena, al mismo tiempo, miró a Iván con rechazo.
Porque ella también tenía sus propios sueños, sus
planes, sus pensamientos, y quizá ninguno de ellos
incluía a su marido. Pero, sobre todo, miró a Iván
con rechazo porque ella conocía perfectamente la
cabeza de ese hombre y sabía que Iván estaba ha-
ciendo cuentas para abalanzarse sobre un dinero que
no era suyo.
Al mirarlo, Helena parecía estar hablando: sin ha-
blar, lo fulminó con la mirada, como diciéndole: «Ni
se te ocurra».
Iván entendió el mensaje. Y su única defensa fue
buscar el diario y confirmar la sospecha: por un solo
número, no habían ganado. Por uno solo.
Cuando se lo dijo a Helena, el matrimonio salió
del hechizo y volvió a la realidad. La esperanza y el
odio que sentían desaparecieron, y se encontraron en
una habitación oscura, chiquita y sofocante.
Lo que siguió fue una noche como todas. Cena-
ron, dejaron los platos para lavar, se acostaron. Y muy
tarde, con algo de acidez porque la cena le había caí-
do como una piedra, Iván se puso de costado en la

125
cama y dijo: «La verdad… esta vida es una mierda.
Antes que seguir acá prefiero pegarme un tiro».
Y su mujer, que no dormía, contestó: «Ojalá algún
día tus deseos se hagan realidad».

Antón Chéjov (1860-1904) es reconocido como uno de los mayo-


res escritores de la literatura universal, tanto por sus cuentos como
por sus obras de teatro. «El billete de la lotería» se publicó original-
mente en 1887.

126
30

Historia de una hora


Kate Chopin

Este relato es de Kate Chopin, una autora estadou-


nidense no muy conocida acá, que murió joven, a
principios del siglo XX. Todo el cuento transcurre en
una hora exacta y dice así:
Son las 9 de la mañana en punto de un domingo
cualquiera en la casa de Luisa, una mujer de aspecto
frágil. En la mesa luminosa del comedor Luisa desa-
yuna con Josefina, su hermana más chica, que está de
visita desde hace unos días.
Desayunan las dos solas porque el marido de Luisa
está en el sur, en un viaje de negocios, y ella invitó a su
hermana a pasar unos días en la ciudad. Josefina acep-
tó enseguida, no solamente porque le venían bien unas
vacaciones, sino porque su hermana tiene problemas
cardíacos y además, últimamente, está un poco depri-
mida. Por eso, desde que llegó, Josefina intenta levan-
tarle el ánimo a Luisa, y de a poco lo va consiguiendo.
En un momento del desayuno incluso se empiezan a
reír las dos, como cuando eran adolescentes, mientras
planean lo que van a hacer el resto del día.

127
Ahora son las 9:15.
Luisa se levanta para pegarse una ducha y Josefina
se queda sola en el comedor, lavando las tazas y oyen-
do la radio. De pronto suena el teléfono. Sin atender,
Josefina va con el teléfono hasta el baño, pero Luisa
ya está abajo de la ducha y le grita: «Debe ser Gui-
llermo desde el hotel, atendé vos». Guillermo es el
marido de Luisa. Y entonces Josefina atiende.
Del otro lado del tubo, un hombre se presenta
como el oficial Luque y pregunta por Luisa. «Ella
ahora no lo puede atender, ¿qué necesita?», dice Jo-
sefina.
Entonces el policía le da la noticia, sin vueltas:
Guillermo acaba de morir en un accidente en la ruta.
El cuerpo está en el hospital de una ciudad al sur, a
muchos kilómetros. Josefina corta el teléfono, pálida,
y se tapa la boca para evitar un llanto con ruido.
Cuando vuelve al comedor, sin saber cómo le dirá
esto a su hermana cardíaca, la radio ya empezó a in-
formar de un choque en cadena en el sur, con ca-
rrocerías incendiadas y cuerpos al costado de la ruta.
Hablan de una tragedia de gran magnitud. Josefina
apaga la radio.
Exactamente a las 9:25 las dos hermanas están
sentadas en el living, una frente a la otra. «¿Por qué
me mirás con esa cara?», pregunta Luisa, intrigada,
todavía con el pelo mojado. Josefina toma coraje y
le cuenta la verdad. Se lo dice de forma suave y en
dosis, esperando que su corazón aguante la noticia.
Pero Luisa no se altera demasiado: solamente se larga

128
a llorar, despacio, sin ruido. Después se encierra en
su habitación, sola, y sigue llorando, recostada en la
cama grande.
Al rato se levanta para lavarse la cara y mira por
la ventana. Es un día espectacular de primavera. En
la plaza de enfrente hay mujeres haciendo gimnasia
y nenitos en los toboganes y en las hamacas. Abre
la ventana y se asoma para respirar el aire fresco y el
perfume de las flores de su balcón.
De pronto Luisa empieza sentir algo nuevo aden-
tro suyo, y casi sin darse cuenta se escucha decir a ella
misma en voz muy baja: «Soy libre… Soy libre».
La vida que tiene por delante se le viene toda junta
a la cabeza. Ya no estoy atada a nadie, piensa. Voy a
poder ir a correr a la mañana, voy a escuchar lo que
se me antoje en la radio; si quiero, voy a cenar tarde;
y si no quiero cocinar, no voy a cocinar…
Enseguida se siente culpable. Pero dos minutos
después, exactamente a las 9:35, vuelve a pensar que
nada, nada se compara a la sensación de libertad que
ahora la invade. En eso Josefina golpea la puerta de la
habitación, porque está preocupada. Luisa le abre y se
abrazan. Van juntas al comedor, en silencio.
Se sientan otra vez en la mesa donde habían de-
sayunado, pero no alcanzan a decir nada porque en-
seguida escuchan ruidos afuera y ven que la puerta
de entrada se abre. Es Guillermo, vivito y coleando.
Tiene una valija en la mano y la campera doblada en
un brazo. Luisa abre los ojos con espanto, pega un
grito y cae, desplomada, al suelo.

129
La ambulancia tarda apenas ocho minutos en
llegar, pero es tarde. Según el médico, el corazón
enfermo de Luisa fue incapaz de soportar una ale-
gría tan grande. Josefina y Guillermo se miran sin
consuelo. «¿Quién pudo hacer una broma tan horri-
ble?», se pregunta Josefina, y Guillermo se encoge de
hombros. En ese momento, ella alcanza a percibir la
mentira en los ojos de su cuñado. Son las 10 de la
mañana, en punto.

Kate Chopin (1850-1904), una de las pioneras de la literatura es-


tadounidense, escribió sobre las mujeres en la Louisiana multirracial
donde se crio. «Historia de una hora» se publicó por primera vez en
1894 y nunca dejó de circular.

130
31

Rubí y el lago danzante


Marcelo Cohen

Este cuento es de Marcelo Cohen, el gran autor y


gran traductor argentino. Esta historia ocurre en un
archipiélago más o menos futurista y dice así:
En un futuro próximo, el gobierno llegó a la con-
clusión de que los animales debían vivir aislados, en
una zona con vallas, donde pudieran interactuar de
forma salvaje. Por eso las personas tenían prohibido,
entre otras cosas, alimentarse con animales o tener
mascotas.
Por eso cuando Benjamín, un nene de nueve años,
vio un perrito abandonado en la calle, se quedó duro:
nunca había visto un perro de verdad, todo lo que
sabía de los perros lo había leído en la enciclopedia.
El perrito estaba muerto de miedo, porque seguro
se había escapado de la zona de vallas, y Benjamín
lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre,
Rubí. No fue fácil convencer a sus padres, porque
tener un animal estaba penado con cárcel. Pero los
padres de Benjamín también estaban maravillados.
Dejaban dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti-

131
raban la caca a escondidas. Una noche Rubí se escapó
al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra.
Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al
otro día tuvieron que mentirles a los vecinos.
Hasta que un día pasó lo que temían: golpearon
la puerta. Por suerte no era la Brigada, sino un tipo
flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio
sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía
los días contados. O llegaba un agente del gobierno a
llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía un trafi-
cante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien
más. O… (tercera opción) podían venderle el perro a
él, que trabajaba en un circo clandestino.
¡¿Un circo?! Los padres de Benjamín trataron de re-
cordar. Les sonaba el nombre, a veces sus abuelos ha-
blaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era
un circo, y les compró el animal por muy buena plata.
Los padres de Benjamín aceptaron, porque tener
una mascota era, cada día, un peligro mayor. A pesar
de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el paso
de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descu-
brieron algo: la vida, si era solo entre personas, estaba
incompleta.
Un día, cuando no daban más de tristeza, por de-
bajo de la puerta alguien deslizó un panfleto clandes-
tino que decía: «¡Volvió el circo!».
El papel daba precisiones para llegar al espectáculo
y advertía que, tras memorizar la dirección exacta de
la carpa, había que destruir el panfleto.
Benjamín no podía creer que volvería a ver a Rubí.

132
Al día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron
en una isla y caminaron por una zona salvaje has-
ta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron
con todo eso que nosotros todavía recordamos, pero
que nadie en el futuro ha visto nunca: monos acró-
batas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de
bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía,
gritaba y lloraba de emoción.
Hasta que, en un momento, el flaquito de túnica
(al que ellos conocían muy bien) se paró en el centro
de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el
lago danzante», un nombre pomposo para bautizar a
un perro que bailaba en una fuente de agua. Y ahí es-
taba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y ante-
ojos oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo
por mantenerse erguido sobre sus patas traseras.
Benjamín lloraba mirando a su perro. Pero no de
emoción. Imaginaba lo que su mascota había sufrido
para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que
él lloraba. Cuando terminó el acto todos aplaudieron
de pie esa humillación que los hombres hacían sobre
los animales.
Después, tan pronto como el de túnica se fue con
el perro, la familia sintió un vacío. Se apuraron a pre-
guntar cuándo sería la próxima función, pero les di-
jeron que el circo se iba, a medianoche, antes de que
la Brigada o los traficantes les cayeran encima.
La familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían vis-
to algo extraordinario o algo terrible. Cuando llega-
ron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio, frente al

133
pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de masco-
ta. Lloró y lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín
escuchó un ruido. Se secó las lágrimas, se agachó, y
con la linterna del teléfono miró dentro del pozo.
Después entró a su casa, buscó una enciclopedia, le
señaló al padre un dibujo y le preguntó qué era eso.
El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué pregun-
tás?». Benjamín respondió: «No. Por nada».
Y después hizo un gran esfuerzo para que nadie,
nunca, descubriera su felicidad.

Marcelo Cohen (1951) es el inventor (o descubridor) del Del-


ta Panorámico, donde transcurre «Rubí y el lago danzante» y gran
parte de su narrativa; entre ellos, Los acuáticos, Gongue y La calle de
los cines.

134
32

La salud de los enfermos


Julio Cortázar

En los tres tomos de los Cuentos completos de Cortá-


zar hay muchos relatos inolvidables, pero elegí este
para empezar. Dice así:
Es la historia de una familia muy numerosa que,
como suele pasar, tenía en la casa una abuela enfer-
ma que daba algunos problemas. En realidad la pobre
mujer no era la que daba problemas, sino más bien
era su presión alta. Por culpa de eso, los demás no le
podían dar disgustos a la vieja, y todos estaban muy
atentos en ocultarle los problemas.
Con los quilombos domésticos era fácil. Pero un día
se mató Alejandro, el hijo menor de la vieja, y se puso
complicado ocultarle la noticia. Alejandro se había
muerto en un accidente de auto en Uruguay, y había
que tomar medidas urgentes para encubrir la desgracia.
La repatriación del cuerpo, el velorio, la crema-
ción… todo se tuvo que hacer en secreto, y hasta
hubo que esconder varios días los ejemplares de La
Nación para que la vieja no se topara con algún dato
en las necrológicas.

135
Después de eso, el tío Roque (el hermano de la vie-
ja, que se las sabía todas) inventó la coartada de que
Alejandro había conseguido un trabajo en Brasil. En
la familia estuvieron de acuerdo con esa mentira y le
pidieron a María Laura, la novia de Alejandro (la viu-
da, en realidad) que sonriera ante su suegra y le dijera
que Alejandro estaba juntando plata en el extranjero
para el casamiento.
Con el paso del tiempo, claro, la vieja empezó a
pedir noticias del hijo y hubo que inventar unas car-
tas que llegaban, supuestamente, de Brasil y donde
Alejandro hablaba de lo ricos que eran los ananás, de
lo gustoso que era el café, y cualquier otro lugar co-
mún que sirviera para ponerle contexto a la mentira.
La madre siempre le respondía las cartas a su hijo,
y alimentaba así un intercambio que fue acompañan-
do las mejoras y las recaídas de la vieja, que en algún
momento empezó a cansarse, y a pedir hablar por
teléfono con Alejandro, y a preguntar cuándo venía,
por lo menos de visita.
A esa altura el tío Roque, previendo que la cosa se
estaba poniendo difícil, le informó a la familia que,
de a poco, había que ir dándole a su hermana noticias
desagradables.
La primera fue que Alejandro se había quebrado un
pie y tendría que postergar la visita. La segunda fue
que había un conflicto diplomático con Brasil y que
las cartas quizás empezarían a llegar más espaciadas.
La madre escuchaba y aceptaba siempre con can-
sancio, acostumbrada a que las cosas se complicaran

136
un poco, y justo en esa época cayó la segunda des-
gracia: la tía Celia, su hermana, que ya venía floja de
salud, tuvo un síncope y fue llevada de urgencia al
hospital.
A la vieja, por supuesto, le dijeron que Celia había
sido invitada a la quinta de Manuela del Valle a tomar
un poco de aire fresco porque tenía unos problemas
respiratorios. Sin embargo, cuando al día siguiente
la vieja se despertó, lo primero que hizo fue pregun-
tar por su hermana Celia. Le dijeron que ya habían
llamado a la quinta y que había pasado una noche
estupenda en Olavarría, pero lo cierto era que Celia,
en ese instante, estaba siendo velada en la Chacarita.
«Hay que decirle a Alejandro que venga a visitar
a su tía Celia, que está enferma… él siempre fue su
sobrino preferido», dijo la vieja, y entonces hubo que
redoblar las mentiras y explicar que Celia ya esta-
ba mejor y que estaba pasando unas vacaciones en
la quinta. Y que Alejandro no podía venir porque la
tensión diplomática con Brasil estaba tremenda, a tal
punto que no cruzaban la frontera ni las cartas: me-
nos las personas.
La vieja asintió, más desganada que nunca, y tomó
sus remedios, esa mañana y todas las mañanas que
siguieron.
Las cartas de Alejandro continuaban llegando,
cada vez más esporádicas, hasta que llegó el último
día de vida de la pobre vieja. Estaban todos sus hijos
y nietos y sobrinos en el lecho de muerte y la mu-
jer dijo: «Qué buenos fueron conmigo. Ahora van a

137
poder descansar», y después de decir eso se apagó en
una modorra final.
La familia fue recuperando la cordura de a poco.
La velaron y la enterraron con cariño. Y todos se
mantuvieron en un estado de cierto equilibrio hasta
que, tres días después del entierro, llegó otra carta de
Alejandro en la que, como siempre, preguntaba por
la salud de su mamá.
Al leerla, nadie pensó en quién había escrito la car-
ta. Pero se dieron cuenta enseguida de que tenían por
delante una tarea difícil: cómo cuernos iban a hacer
para decirle a Alejandro que había muerto su mamá.

Julio Cortázar (1914-1984) trabajó de traductor gran parte de


su vida, y tradujo a varios de los autores que más lo influenciaron,
entre ellos Poe y Chesterton. «La salud de los enfermos» se publicó
en Todos los fuegos el fuego.

138
33

Carta a una señorita en París


Julio Cortázar

Yo no sé si este no es el primer cuento que leí de Cor-


tázar en toda mi vida. Lo que sí me acuerdo es que
cuando lo leí dije: «¡Ah, pero qué loco que está! ¡Yo
no sabía que estaba loco!». Y dice así:
Cuando Andrea se fue a París dejó a un amigo suyo
viviendo en su departamento en Buenos Aires.
Julio había aceptado la propuesta incluso cuando
vivir en esa casa le daba un poco de vértigo. Prime-
ro, porque el lugar era impecable. Tenía ceniceros
de cristal, cuadros firmados por grandes artistas y
una biblioteca exquisita, en varios idiomas. Y des-
pués, porque estaba el tema de los conejitos: en un
lugar tan perfecto, los conejitos eran un problema
importante.
El mismo día que Julio se mudó, cuando estaba
subiendo por el ascensor, sintió que iba a vomitar un
conejito.
Julio se llenó de culpa porque nunca le había dicho
a su amiga, ni a nadie, que cada tanto vomitaba cone-
jitos. Lo consideraba un acto privado, de eso no tenía

139
dudas, pero como esa vez pasó en la casa de Andrea
decidió comunicárselo por carta.
De esa forma, Julio le contó a Andrea que siempre,
desde que él tenía memoria, vomitaba conejitos.
Cuando tenía la sensación de que estaba por venir
uno, se metía dos dedos en pinza hasta sentir la pe-
lusa tibia que subía por la garganta, y después se lo
sacaba de la boca como un mago que saca animales
de un sombrero. Contra todo lo que pueda pensarse,
lo de Julio no era ninguna chanchada: el movimien-
to era rápido y limpio, y terminaba con un conejito
blanco agarrado por las orejas.
Normalmente, Julio le daba de comer algunos tré-
boles y esperaba a que pasara el primer mes. Y enton-
ces lo regalaba y seguía con su vida.
Pero en este departamento la situación era distinta.
La casa era tan prolija que Julio se incomodaba ante
la idea de tener un conejito ahí adentro. Y además no
entendía cómo había llegado a esa situación. Él ya ha-
bía vomitado hacía dos días y creyó que por un mes
no volvería a pasarle. Por eso, la llegada de ese primer
conejito en el ascensor fue vista por Julio como un
mal augurio.
En un principio pensó en matarlo, dándole de
tomar una cucharada de alcohol: así se mata un co-
nejito.
Pero después, como en el departamento estaba
Sara, la señora que ayudaba con la limpieza, prefirió
esperar hasta el final del día, y ahí ya no pudo porque
se había encariñado.

140
Pero el problema ni siquiera fue ese, sino lo que
vino después.
Esa misma noche Julio vomitó otro conejito, esta
vez negro. Y dos días más tarde uno blanco. Y a la
cuarta noche un conejito gris. Y así hasta llegar a diez
conejitos.
Para que Sara no se diera cuenta, de día los ence-
rraba en el placard del dormitorio y recién a la noche
los dejaba salir. Cualquiera que los viera quedaría fas-
cinado con esas manchitas livianas yendo de un lado
a otro de la casa.
Pero Julio no tenía paz: los conejitos eran un tor-
bellino y Julio no podía salir a tomar algo con ami-
gos porque, al volver a la casa, todo estaba hecho un
desastre.
En pocos días, los conejitos masticaron algunos
libros y partieron una lámpara de porcelana. Y a me-
dida que se iban haciendo grandes (aunque Julio los
dejaba en penitencia contra la pared) empezaron a te-
ner caprichos típicos de un conejito joven y no había
forma de pararlos.
Comenzaron a afilarse los dientes con los libros de
las estanterías más altas, rompieron las cortinas, raja-
ron las telas de los sillones, masticaron un retrato al
óleo y llenaron de pelos la alfombra, por no hablar
de los gritos: ¡Cómo gritaban esos conejitos! Y sobre
todo: ¡cómo cogían!
Cuando después de unos días pasaron de ser diez
a ser once, Julio —con el último conejito saliendo de
su garganta— sintió que iba a enloquecer. La situa-

141
ción se había salido de control y pronto llegaría el co-
nejito número doce, el trece… y así hasta el infinito.
El futuro de repente se volvió caótico y oscuro. Por
eso, en la carta a su amiga en París, Julio contó todos
los detalles de esos días y le dijo, como disculpándo-
se, que a la carta la había terminado de escribir en el
balcón. Le dijo a su amiga que había tirado a todos
los conejitos al asfalto. Y que tal vez la policía ni se
fijara en esos cuerpecitos muertos: seguro que esta-
rían más preocupados por sacar el otro cuerpo antes
de que los primeros chicos salieran de sus casas para
ir a la escuela.

Julio Cortázar trastocaba nuestras nociones de realidad a través de


los pliegues más cotidianos. «Carta a una señorita en París» es parte
de Bes­tiario, un libro que juntó polvo en un depósito diez años.

142
34

La cata de vino
Roald Dahl

Este cuento es de Roald Dahl, un autor galés que mu-


rió en 1990 y además de varias novelas famosas dejó
unas piezas cortas espectaculares. Esta dice así:
Eran tres personas cenando esa noche en la casa de
los Durand: Miguel (el anfitrión), su hija Estela y el
célebre chef Ricardo Pratt. Las últimas dos veces que
Pratt había cenado en casa de los Durand, Miguel le
había apostado una caja del vino que le acababa de
servir si era capaz de acertar la variedad y el año. Pratt
había ganado las dos veces y Miguel se había quedado
con la sangre en el ojo.
Por eso, aquella noche Miguel estaba empecina-
do en repetir la apuesta. Pratt estaba absorto conver-
sando con Estela, la hija, que tenía dieciocho años y
era hermosa. La pobre chica no lo soportaba pero era
educada.
Cuando la sirvienta llegó con el segundo plato, Mi-
guel fue a su estudio y volvió con una botella oscura.
La etiqueta era ilegible. «Bueno, ahora el burdeos»,
dijo dirigiéndose a todos, pero mirando a Pratt. Y

143
agregó: «Lo tenía en mi estudio, descorchado y respi-
rando, como me aconsejaste la última vez».
Recién ahí Pratt desvió la atención de Estela y
miró a su anfitrión. «¿Y qué vino es?», quiso saber
Pratt. «Con el debido respeto, querido amigo, nunca
lo vas a acertar», respondió Miguel. «Tal vez sí, tal
vez no», dijo Pratt. «¿Qué querés apostar?», retrucó
el anfitrión. «No sé», dijo Pratt. «Apostemos lo de
siempre. Una caja de vino», propuso Miguel. «No,
no… Mejor aumentemos la apuesta», arriesgó Pratt:
«Apostemos la mano de tu hija. Si gano, me caso con
ella. Si pierdo, te entrego mi casa y la propiedad que
tengo en la Costa Azul».
Estela soltó un grito. «De ninguna manera, papá.
No pienso permitir esta estupidez», dijo. La muca-
ma, que conocía a Estela desde que era una nena y
que la quería como a su propia hija, observaba incré-
dula y en silencio. Miguel le dijo a su hija: «Estela:
Pratt no puede ganar de ninguna manera. Un exper-
to solo puede identificar el viñedo de forma apro-
ximada. Pero resulta que cada distrito tiene varios
condados, y cada condado tiene muchísimos viñe-
dos pequeños. Es imposible que alguien pueda dife-
renciarlos solo por el gusto y el olor. Si aceptás, vas a
ser la dueña de dos mansiones. ¡Rica e independiente
el resto de tu vida!».
Estela entonces sonrió y dijo: «Está bien, acepto.
Pero si me jurás que no hay riesgo de perder».
«Soy tu padre, jamás te metería en algo así si no
estuviera seguro».

144
Y así la apuesta estuvo consumada.
Enseguida, le sirvió a Pratt una copa de vino. Pratt
levantó la copa, se la llevó a la nariz y olfateó como
un profesional. Después habló: «Bien, es demasiado
ligero para ser de Saint-Émilion o Graves. Obvia-
mente es un Médoc, no hay duda. Y ahora, ¿de qué
municipio de Médoc es? No puede ser Margaux. No
tiene el violento buqué de un Margaux. ¿Pauillac?
Tampoco. Es demasiado suave, demasiado delicado y
melancólico para ser un Pauillac. No hay duda de que
es un Saint-Julien».
Miguel tragó saliva: Pratt estaba en lo cierto.
«Pero ahora, el nombre del viñedo… Tanino en el
paso medio y un pellizco astringente en la lengua. ¡Sí,
sí, está clarísimo! El vino procede de uno de esos pe-
queños viñedos cerca de Beychevelle. ¿Château Tal-
bot? ¿Puede ser Talbot? Sí, puede ser».
Dio otro sorbo, y por el rabillo del ojo vio a Mi-
guel hacerse chiquito en la mesa. La criada dejó la
bandeja en el aparador y empezó a retroceder, como
para no perturbar el silencio.
«¡No! ¡Ya lo tengo! Es un Château Branaire-Ducru
de 1934. Un lindo viñedo, con un castillo precioso.
Lo conozco bien. No sé cómo no lo reconocí inme-
diatamente. Esa es mi respuesta», sentenció Pratt.
Miguel se quedó clavado en la silla. Estela dijo:
«Dale, papá. Mostrá la etiqueta. Quiero mis propie-
dades en la Costa Azul». Pero Miguel, blanco como
un fantasma, miró a su invitado. Pratt lo miraba son-
riente, con la tranquila arrogancia del vencedor.

145
Entonces ocurrió lo siguiente: la sirvienta se acer-
có al chef Pratt con algo en la mano. «Creo que son
suyos, señor», le dijo, y le extendió unos anteojos.
«¿Míos? Ah, sí, puede ser. Gracias», dijo Pratt. La sir-
vienta sonrió un poco irónica y dijo: «Los dejó sobre
el escritorio del señor Durand cuando entró solo al
estudio antes de cenar, ¿se acuerda?». Y la sirvienta le
guiñó un ojo a Estela, antes de irse con la bandeja.
Pratt se puso todo colorado, agarró los anteojos
y los guardó en el bolsillo superior. No vio llegar la
trompada de Miguel Durand, ni la patada en el es-
tómago de Estelita Durand cuando su cara golpeó
secamente contra el piso. Desde ese día los Durand
tienen tres propiedades. Y los veranos… los pasan en
la Costa Azul.

Roald Dahl (1916-1990) fue piloto de la RAF contra los nazis y


autor de libros tan clásicos como Matilda o Charly y la fábrica de
chocolate. «La cata de vino» se publicó en Relatos de lo inesperado.

146
35

Cordero asado
Roald Dahl

Otro cuento tremendo de Roald Dahl, que se rela-


mía los dientes cuanto más macabra era la historia.
Dice así:
Mary espera que su marido vuelva del trabajo. Está
embarazada y siente por él esa clase de amor parecida
al sometimiento. Ya le preparó el whisky con hielo
y le buscó las pantuflas. Después, cuando él llega le
hace las clásicas preguntas de todos los días: «¿Cómo
estuvo todo?» (Bien), «¿Cómo te sentís?» (Cansado),
«¿Qué querés comer?» (Nada).
Esa parte la desconcierta. ¿Nada? Pueden salir a
cenar algo liviano, como todos los jueves, o si él está
cansado ella puede improvisar una comida y se que-
dan en casa. Pero el hombre rechaza todas las pro-
puestas y le dice: «Tenemos que hablar».
Mary se pone pálida. Sabe que después de esa fra-
se («Tenemos que hablar») es imposible que siga algo
bueno.
Nadie dice «Tenemos que hablar… porque saqué
pasajes para irnos de vacaciones». No. «Tenemos que

147
hablar» es la antesala del horror, y su marido lo con-
firma cuando le dice, con los ojos vidriosos ya por el
whisky, que lo que va a decir es difícil, pero que se lo
tiene que decir igual.
Decirlo le lleva apenas cinco minutos. Después, el
marido le aclara a Mary que no tiene que sentirse
tan mal, que siempre le va a pasar dinero para ella y
para el bebé por nacer, y que es importante no hacer
escándalo, porque eso a él, que es policía, le podría
complicar la carrera.
La mujer está inmóvil. Todo es tan descabella-
do que empieza a pensar que por ahí se lo imaginó.
«Voy a preparar la cena», dice ella, y baja como un
robot hasta el sótano, donde busca opciones para co-
cinar, y termina decidiéndose por una pata de corde-
ro congelada.
Cuando sube con la pata, el marido, sin darse vuel-
ta para mirarla, le dice: «Terminála con el teatro de
la pareja feliz… No voy a comer acá, Mary». Eso le
dice, sin imaginar que a sus espaldas la mujer agarra
la pata de cordero como si fuera un bate de béisbol,
dispuesta a descargarla en la cabeza del marido con
todas sus fuerzas.
Y lo hace. ¡Paffff! El hombre se desploma en el sue-
lo, muerto. Ella lo mira desde arriba y piensa en el
futuro. ¿La van a meter presa? ¿Le van a dar pena de
muerte? ¿Qué se hace con las embarazadas asesinas?
¡No! Ella no quiere ese futuro: tiene que mentir.
Ensaya una sonrisa y un par de frases amables frente
al espejo y sale a comprar cosas para la cena, pero

148
sobre todo sale a construir su coartada. Cuando ha-
bla con el almacenero, le cuenta al detalle lo que va
a cocinarle a su marido. Le dice que su marido llegó
agotado por su largo día en la comisaría.
Después llega a su casa y finge ante sí misma (por-
que no hay más nadie) que acaba de encontrar a su
esposo desplomado en el piso. «¡Patrick!», grita. Y lla-
ma a la policía, entre llantos histéricos: «¡Patrick está
muerto, vengan pronto!».
Para ellos la noticia tiene un peso especial porque
Patrick es un compañero de trabajo. Así que llegan
más rápido que nunca, acompañados por investiga-
dores, fotógrafos, forenses y gente experta en tomar
huellas digitales.
Mary les cuenta su versión y ellos se pasan horas
examinando todo. Intentan ser amables, pero lo cier-
to es que, al no tener a quién echarle la culpa, la mu-
jer es la única sospechosa de esa historia. Ella da los
datos del almacenero y hablan con él. Mientras tanto,
otros policías examinan al muerto y ven que tiene un
tajo en la cabeza. «Le dieron con algo contundente»,
piensan. Hay que averiguar qué fue.
Se pasan un montón de horas revisando la casa, y
el barrio. Buscando bates de béisbol, palos, piedras…
Hasta que la viuda, al verlos ya agotados, los invita
con un whisky. Los policías dudan, pero aceptan. Al
fin y al cabo, son amigos del muerto y esa situación
tiene algo de velorio. Hasta que, justo cuando están
tomando el whisky, uno de los policías huele que algo
se está pasando en el horno.

149
«¡El cordero!», grita Mary. Rápidamente, saca la
bandeja del horno, pone los platos y les ofrece (ya
que están ahí) quedarse a cenar a los compañeros de
su marido.
Algo incómodos, pero con un hambre lógica des-
pués de haber estado horas buscando pistas, se sien-
tan a la mesa y se dejan servir. Al fin y al cabo, na-
die habla de suspender el trabajo. Mientras mastican
y tragan como bestias, se preguntan una y otra vez
dónde estará el arma asesina. Y están seguros de que
la van a encontrar, tarde o temprano.

Roald Dahl escribió los libros de humor negro más deliciosos del
mundo, para lectores de todas las edades, como Las brujas. «Corde­
ro asado» se publicó también en Relatos de lo inesperado.

150
36

La Virgen de la tosquera
Mariana Enriquez

Mariana Enriquez es una famosa escritora argentina,


amiga de la casa, y en este relato cuenta una historia
de terror veraniega y llena de calores. Dice así:
Un verano, muertas de calor, unas amigas decidie-
ron ir a una tosquera: esos laguitos que se ven cada
tanto cuando vas por la ruta (bueno, no son lagos
sino pozos inmensos que se forman cuando se saca
piedra caliza del suelo, y que después quedan tapados
por el agua de la lluvia o de las napas).
A una de estas tosqueras, que son muy peligrosas
(por eso nunca hay gente), decidieron ir estas chicas.
La idea fue de Silvia, la única mayor de edad. Silvia
ya vivía sola, trabajaba y tenía una vida que, a los ojos
de las otras, era tan perfecta que les despertaba emo-
ciones mezcladas. Un poco de envidia.
Por un lado necesitaban a Silvia, porque ella les
prestaba el departamento para fumar porro, para ver-
se con chicos…
Pero por otro lado la detestaban porque Silvia
siempre se las sabía todas y porque encima se lo cur-

151
tía a Diego, un flaco de veinte años que estaba muy
fuerte.
Cuestión que un día Silvia dijo de ir a las tosque-
ras. Y habló especialmente de una, que era la más
honda y la más peligrosa de todas. No solo por el
lugar en sí (las tosqueras pueden tener remolinos,
chapas, vidrios) sino porque esta tosquera tenía un
dueño religioso y muy hijo de puta. El tipo, el dueño,
había puesto una virgen guardiana del otro lado del
lago, y si veía intrusos, el dueño salía a los escopetazos
y soltaba unos perros enormes.
A pesar de las alarmas, las chicas aceptaron ir con
Silvia y Diego a esa tosquera. Tenían la esperanza de
que Diego, al verlas a ellas en malla, se cansara del
culo chato de Silvia, cortara con ella y se las cogiera
a todas.
La que más ganas tenía era Natalia, que todavía era
virgen, y que unos días antes, para conquistar a Die-
go, le había servido un té con gotitas de menstrua-
ción como parte de un gualicho de «amarre», porque
había leído que eso funcionaba. Pero no anduvo.
Fueron en colectivo a la tosquera, y ya en el viaje
Diego y Silvia se mostraron cada vez más unidos, se
besaban y se reían, como si se hubieran puesto de no-
vios de verdad, y eso a las chicas les molestó un mon-
tón. Y no solo eso, sino que además cuando llegaron a
la tosquera les hicieron a las chicas una broma tonta.
Diego les propuso cruzar la laguna hasta llegar a
la Virgen. Para él y Silvia, que nadaban muy bien,
fue fácil: nadaron en línea recta por el medio de la

152
laguna. Pero las chicas, que eran más temerosas, deci-
dieron bordear la laguna lentamente, a pie, y bajo un
sol tremendo.
Por supuesto, los primeros en llegar fueron Silvia y
Diego, frescos como una lechuga. Y después llegaron
ellas, con olor a chivo, con el flequillo pegado a la
frente, todas las piernas picadas por los tábanos. Los
novios se rieron al verlas, pero antes de que ellas pu-
dieran decir una palabra, Silvia y Diego se volvieron
a tirar al agua y nadaron de regreso. Las chicas se que-
daron humilladas, a cincuenta metros de la Virgen.
Masticando bronca, Natalia dijo: «Quiero ver a la
Virgen».
Y se fue sola, al altar, mientras las demás se queda-
ron recuperando el aire y fumando un pucho. A los
dos o tres minutos Natalia volvió con un dato. Les
dijo a las chicas: «Che, no es una Virgen… Abajo del
manto blanco hay una mujer roja que está en bolas y
tiene los pezones negros».
Natalia miró a sus amigas y dijo: «Y le pedí un
deseo».
Y empezó a caminar de regreso.
Un rato después, Diego y Silvia se disculparon
por la joda y les convidaron a las chicas una cerveza
bien fría para que se refrescaran un poco. Pero justo
cuando Diego destapó la botella se escuchó el primer
balazo. Era el dueño, asomando junto a varios perros
que en pocos segundos los estaban rodeando y rugían
de hambre o de odio. Natalia notó enseguida que las
bestias solamente les ladraban a Silvia y a Diego.

153
Así que con mucho cuidado Natalia se vistió, les
dijo a sus amigas que también se vistieran, y las chicas
se fueron de la mano, hasta la ruta.
Cuando llegaron a la parada del colectivo, todavía
se escuchaban los gritos de dolor de Silvia y de Diego.
Y desearon que ningún auto de la ruta escuchara esos
gritos, ni que frenara, ni que salvara a los novios de
las garras de los perros.
Increíblemente, ese deseo también se cumplió.

Mariana Enriquez (1973) suele escribir sobre dioses viejos y an-


tiguos miedos, como en «Nuestra parte de noche» y también en
«La Virgen de la tosquera», que se publicó en Los peligros de fumar
en la cama.

154
37

El pelo de la Virgen
Federico Falco

Este cuento es de Federico Falco, un escritor muy


joven nacido en la provincia de Córdoba en 1977.
Y dice así:
Facundo y Silvina eran compañeros de séptimo
grado en un pueblito de Santa Fe (de esos de siestas
largas donde los chicos de trece años se aburren un
montón). Silvina nunca lo supo, pero Facundo estaba
enamorado de ella.
Silvina era rara, y sobresalía del resto por su cabe-
llo: tenía un pelo largo, rubio y brillante, que usaba
suelto y que, por sobre todas las cosas, encandilaba a
Facundo. Él la miraba desde su pupitre en secreto y
soñaba con ella todas las noches.
Hasta que un día, para sorpresa de todos, Silvina
entró al aula rapada a cero con un sombrero blanco
en la cabeza. Facundo no lo podía creer, iba a extra-
ñar el pelo de Silvina. Esa noche no pudo dormir.
En la escuela empezaron a decir que Silvina se
había cortado el pelo para ofrendarlo a una Virgen
milagrosa. Se decía que Silvina tenía un hermanito

155
enfermo y que le había regalado el pelo a la Virgen
para que sanara y protegiera al hermanito.
Desesperado, Facundo creyó el chisme: eso quería
decir que en algún lado estaba el cabello de Silvina.
Él necesitaba al menos un mechón, para guardarlo de
recuerdo. Así que armó una lista de capillas e iglesias
de la zona que podían contener Vírgenes capaces de
salvar hermanos moribundos y empezó por recorrer
las más cercanas.
Al principio no tuvo suerte, pero un sábado peda-
leó hasta una capilla pasando el arroyo y cuando lle-
gó, una vieja salió de adentro vestida con un delantal.
Facundo le dijo que venía a ver a la Virgen y la
vieja le sonrió.
La Virgen estaba al fondo, en una casilla de vidrio.
Era una Virgen morena, bajita, de cara muy dulce.
En los brazos tenía un Niño Jesús sin corona. Pero
lo más importante era que, sobre su cabeza, estaba
colocado un manojo de pelo rubio anudado, que caía
a los costados de la cara de la Virgen.
Facundo acarició temblando ese pelo brillante.
Después sacó una tijera de su mochila y cortó el
cabello al ras, junto al nudo, y la Virgen quedó pe-
lada. Esa noche Facundo durmió abrazado al pelo
de Silvina.
El lunes Silvina faltó a clases. Cuando la maestra
entró al aula, su banco seguía sin ocupar. Entonces
la maestra les contó a todos: «Silvina no ha venido a
la escuela porque ayer falleció su hermanito. Era un
bebé y se fue derecho al cielo».

156
Facundo agachó la cabeza de pena.
Un compañerito preguntó desde el fondo del aula:
«¿Por qué se murió el hermanito de Silvina?».
«Nació muy enfermo», dijo la maestra, «pero uste-
des no piensen en eso. Piensen que ahora la cuida a
Silvina desde el cielo».
Pero de nuevo otro nene preguntó: «¿Pero la Vir-
gen no iba a salvarlo? ¿Silvina no le había llevado el
pelo de regalo para que la Virgen lo salvara?».
La maestra, esta vez, no supo qué contestar.
Esa tarde, ni bien sonó la campana, Facundo aga-
rró su bici y pedaleó fuerte hasta su casa. Tenía el pelo
de Silvina escondido en su mesita de luz, envuelto
en una tela. Agarró el cabello entero y lo puso en
su mochila. Fue a toda velocidad hasta la capilla. Se
metió en silencio y caminó entre los bancos, rumbo
al sagrario donde estaba exhibida la Virgen y dejó el
pelo de Silvina a sus pies.
El sol quemaba cuando salió de la iglesia. El pue-
blo salía de a poco de la siesta. Llegó a la plaza prin-
cipal cansado y se bajó de la bici. Frente a la casa
velatoria, del otro lado de la plaza, se había organiza-
do una procesión de autos. La encabezaba un coche
largo que cargaba el cajoncito rodeado de coronas y
palmas.
Facundo se quedó quieto. Detrás del vidrio de uno
de los coches que pasaron al lado suyo pudo ver la
cara de Silvina. Miraba hacia delante y tenía puesto
el sombrero blanco que había llevado a la escuela los
últimos días.

157
Facundo no supo qué hacer, pensó en decirle algo
pero solo levantó la mano para saludarla. Silvina le
sonrió de lejos, con los ojos tristes, y desapareció jun-
to al cortejo.

Federico Falco (1977) nació en General Cabrera, Córdoba. Su obra


conserva tanto la siesta como la tormenta del campo, y también sus
personajes raros, casi fantásticos. «El pelo de la Virgen» está incluido
en 222 patitos (Eterna Cadencia).

158
38

Una rosa para Emilia


William Faulkner

Este es un cuento del maestro norteamericano Wi-


lliam Faulkner, guionista, portero de cabaret y uno
de los inventores de la literatura moderna. Dice así:
Cuando murió la señorita Emilia, casi toda la ciu-
dad fue a su funeral. Los hombres porque sentían que
se había derrumbado un monumento. Y las mujeres
porque querían ver la casa de Emilia por dentro. En
diez años nadie había atravesado ese umbral, y segu-
ro que ese edificio del siglo XVII tenía muchas cosas
para ver de cerca.
La misma señorita Emilia, en vida, había sido una
reliquia. O al menos así fue desde que un funcio-
nario la eximió de pagar los impuestos después de
que muriera su padre. Emilia le daba tanta pena que,
además, ese funcionario inventó una excusa para que
ella no pensara que recibía limosna, y así fue como
Emilia —sin molestarse en pedirlos— ganó ciertos
privilegios de clase.
Pero eso a la gente no le molestaba. Emilia era tan
delicada que el pueblo entero sentía compasión por

159
ella. No solamente porque había perdido a su padre,
sino porque nunca había tenido novio. Su familia
era tan tradicional que jamás le habían aprobado un
pretendiente, y Emilia creció tan sola que una vez
compró un frasco de arsénico y todos pensaron que
era para suicidarse. Pero no se mató. Y algunos creen
que eso no pasó porque en el medio conoció a un
hombre. Era el capataz de unas obras que se estaban
haciendo en el barrio, y fue la única persona con la
que Emilia se ilusionó de verdad.
Tenía razones. El candidato la correspondía. Aun-
que era huidizo y andaba diciendo en los bares que
él no estaba hecho para el matrimonio, algo le ha-
brá dicho a Emilia, porque ella empezó a organizar la
boda. Compró varios trajes de hombre, le encargó los
anillos a un joyero, y empezó a planear la parte social
del casamiento.
En eso estaba, cuando se acabó la obra pública y
el capataz desapareció del mapa. Todos en el pueblo
estaban consternados por la pésima suerte de Emilia.
Y si bien unos días después el capataz fue a visitarla,
los vecinos entienden que se trató de una despedida,
porque al hombre no se lo vio más, y porque Emilia
no volvió a pisar la calle.
Así, en ese misterio, pasaron los años. La gente
sentía tal compasión que nadie se atrevía siquiera a
tocarle la puerta.
Una vez, de hecho, hubo una denuncia por el mal
olor que salía de la casa, pero como ningún inspector
se animaba a decirle a Emilia que su casa olía mal,

160
esperaron a que se hiciera de noche, se metieron en
el jardín, limpiaron un poco la inmundicia que se
había acumulado durante todos esos años y se fueron
en silencio.
Los primeros en ver a Emilia en persona fueron
los funcionarios del nuevo gobierno. Con el cambio
de gestión, decidieron que ya no podía seguir mante-
niendo sus privilegios y mandaron a un funcionario
para que la invitara a pagar sus impuestos.
La casa era oscura, olía a encierro, y tenía la única
asistencia de un sirviente negro que desde hacía años
realizaba las compras, y abría y cerraba la puerta de
entrada. Ese hombre llevó al funcionario hasta Emi-
lia, que se había convertido en una mujer obesa y
canosa, con ojos muy negros y carácter porfiado. Sin
perder la tranquilidad, Emilia le dijo que ella no pa-
gaba impuestos, y le cerró la puerta despacio.
Nunca más volvió a ver gente. Y en ese pozo de si-
lencio, cayó enferma y murió. Llegado el funeral, dos
primas lejanas —la única parentela viva— se ocupa-
ron de abrir la casa y de recibir a las visitas. Ahí fue el
pueblo entero.
Recorrieron la planta baja y el primer piso como si
fuera un museo que abría por primera vez, y se queda-
ron ante la puerta cerrada de una habitación que tenía
llave. Cuando buscaron al sirviente negro para pedirle
que abriera, notaron que este se había ido. Así que la
policía forzó la cerradura para poder entrar.
Adentro, la habitación estaba tapada de polvo.
Había una costra de mugre apoyada sobre las cor-

161
tinas, las pantallas y la araña de cristal, y esa pátina
de suciedad tapaba también una corbata que estaba
apoyada en una silla —como si alguien se la acaba-
ra de quitar—, y un traje de hombre delicadamente
doblado, y un par de zapatos con sus medias. Nadie
quiso mirar más, pero el cuadro se completaba con lo
otro: más allá, el polvo también cubría los restos de
un hombre que yacía en la cama.
A su lado, una almohada mantenía todavía la de-
presión dejada por otra cabeza. ¿Cuántos años, se pre-
guntaron todos, cuántos años habrá dormido Emilia
junto al cadáver del capataz?

William Faulkner (1897-1962) situó muchas de sus historias en


el condado ficticio de Yoknapatawpha. «Una rosa para Emilia» es el
primer cuento que publicó en una revista de tirada nacional, en 1930.

162
39

Dos hilitos de sangre


Rodolfo Enrique Fogwill

Este es un cuento de Rodolfo Fogwill, escritor y pu-


blicista argentino, autor central de las décadas de los
ochenta y noventa. La historia dice así:
Fogwill subió a un taxi en el centro de Buenos Ai-
res y cuando el auto arrancó, se llevó una sorpresa:
vio que por la nuca del chofer bajaba un hilito de
sangre.
La imagen le resultó perturbadora. No tanto por
la sangre, sino porque un tiempo atrás, en otro taxi,
le había pasado lo mismo: la nuca de otro conductor,
un cincuentón igual que este, también sangraba.
Esa repetición lo abrumó. Fogwill se preguntó en
silencio cuánto tiempo iba a tener que aguantar esa
escena espantosa. Afuera había tránsito. El taxi para-
ba cada veinte metros porque estaban en el centro y
en hora pico, así que supuso que el viaje iba a ser de
los largos: si no quería pasarla mal, iba a tener que
distraerse mirando por la ventanilla.
Pero no podía. La nuca del taxista era un imán. Esa
vez, al igual que la anterior, no quedaba claro dón-

163
de estaba el orificio, la herida, la llaga o el «estigma»
(porque también había una chance de que esa asque-
rosidad tuviera una explicación religiosa, o divina).
Y tampoco estaba claro, pensaba Fogwill, qué debía
hacer ante una situación así. La primera vez se había
hecho el boludo pero quizás ahora, que la historia se
repetía, fuera el momento de hablar.
El tema era cómo encararlo. Cómo decirle al ta-
xista que tenía un hilo de sangre en la nuca y que le
estaba llegando al cuello de la camisa celeste, y que
en cuestión de minutos se le iba a hacer un enchastre.
Muy incómodo, Fogwill prendió un cigarrillo y
dio una pitada para juntar coraje, y con toda la edu-
cación del mundo aprovechó que el auto se detuvo
en un semáforo y le dijo al chofer, fingiendo un tono
casual: «¿Escuchó la radio? Dicen que están volvien-
do a aparecer los taxistas que sangran».
El comentario tomó al chofer por sorpresa. Len-
tamente dijo que sí con la cabeza, como si recién
estuviera empezando a pensar en el tema, y al final
dijo: «Sí, se anda comentando eso», pero después
hizo silencio.
Incómodo con ese vacío, Fogwill trató de pasar a
otro tema y elogió la limpieza del auto, pero ni bien el
chofer respondió, el pasajero volvió a su tema central:
«Casualmente», dijo, «ayer mi mujer me hablaba
de… bueno, de que habían vuelto a aparecer los cho-
feres de taxi que sangran, ¿qué andará pasando?».
El chofer se encogió de hombros y no contestó. El
tema le importaba poco, pero Fogwill ya estaba em-

164
perrado y quiso ir a fondo: «¿No los perjudica a uste-
des?», dijo. Tan desganado como antes, el conductor
respondió: «Ni idea… Igual si hay tantos taxistas que
sangran algún provecho sacarán, ¿no?».
Fogwill se quedó atónito con la caradurez del cho-
fer y sin cortesía esta vez fue a los bifes:
«Oiga», le dijo, «no será usted uno de los que san-
gran, ¿no?».
El taxista lo miró fijo a través del espejo retrovisor:
«¿Por quién me tomó?», le dijo, y con su reacción
severa hizo que Fogwill olvidara el cuadro dantesco
que tenía por delante: la camisa del chofer, apreta-
da contra la espalda, estaba siendo tomada por un
tono borravino que empezaba a expandirse por toda
la tela.
Fogwill intentó cambiar de tema. Habló de la ave-
nida Corrientes, de las librerías, de los cines, y de ahí
pasó a Fellini, a Mastroianni… ya no sabía qué otra
cosa decir, hasta que no aguantó y volvió a su tema.
«Pero a ver», dijo, «solamente quiero su opinión:
si usted fuese un pasajero y le tocara un chofer que
sangra, ¿qué haría?».
«¡Qué sé yo qué haría!», respondió el taxista.
«Bueno, hombre», dijo Fogwill, «usted es del gre-
mio, alguna idea tendrá, por eso le pregunto…».
Entonces el chofer pensó unos segundos, hasta que
finalmente giró sobre sí mismo y miró a Fogwill a
los ojos y le dijo: «A mí, que un taxista sangre o no
sangre me da igual. Lo único que me importa es que
maneje bien».

165
Después de esas palabras —que fueron las últi-
mas— el chofer se dio la vuelta y volvió a mostrar
su espalda: una espalda roja y viscosa. La sangre ya
empezaba a volcarse, como un tacho de pintura mal
cerrado, sobre la tela gris del asiento.

Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010) mostró el lado B de la


Argentina con Los Pichiciegos (1983), Muchacha punk (1992) y Vi-
vir afuera (1998), entre otros. «Dos hilitos de sangre» se encuentra
en los Cuentos completos (Alfaguara, 2009).

166
40

Yoli de Bianchetti
Roberto Fontanarrosa

Vamos a hacer debutar en estos cuentos inolvidables


al inolvidable Roberto Fontanarrosa, escritor y dibu-
jante argentino. Esta historia dice así:
De repente, la NASA advierte que una flota de na-
ves espaciales se acerca a la tierra. Dos días más tarde,
una voz metálica irrumpe en todos los televisores del
mundo. La voz se presenta como NARUD, rey de la
galaxia Minor.
Ante el pánico mundial, el rey dice que, a través
de las emisiones que viajan por el espacio, se ha ena-
morado perdidamente (es la palabra que usa: «per-
didamente») de Yoli de Bianchetti, conductora del
programa Cocinando con Yoli que se emite de lunes
a viernes en CableTV Casilda en una provincia ar-
gentina llamada Santa Fe, y anuncia que se dirige a la
Tierra con la intención de llevarse a Yoli a su palacio.
Al día siguiente, periodistas de todo el mundo
se instalan en Casilda. Yoli, de unos sesenta y cinco
años, se muestra halagada y confundida. Dice que no
entiende cómo pudo haber posado sus ojos en ella

167
un ser tan poderoso como NARUD («en caso de que
tenga ojos», dice) y después declara algo que no le cae
bien a Estados Unidos: Yoli dice que está felizmente
casada con Ernesto Bianchetti desde hace cuarenta
años, que le agradece al rey su interés, pero que no se
irá con él a su palacio.
Después de estas declaraciones, la voz de NARUD
vuelve a irrumpir en todo el mundo. El rey alienígena
les advierte que su flota reducirá «a polvo» el plane-
ta Tierra si Yoli de Bianchetti no se convierte en su
compañera.
La respuesta desata una polémica mundial. El Va-
ticano exige que se respeten los vínculos del matrimo-
nio. El mundo libre se pregunta si vale la pena des-
truir el planeta para preservar el compromiso de dos
habitantes. Grupos feministas califican a NARUD de
«misógino y machirulo». Y Ernesto Bianchetti, espo-
so de Yoli, le confiesa a la CNN que, a su edad, no
esperaba tener que enfrentarse a un rey extraterrestre.
El 14 de enero, finalmente, el cielo de Casilda se
cubre de estrellas multicolores y la nave madre del rey
NARUD estaciona sobre un descampado. Sobrevola-
do por helicópteros militares y la TV del mundo, el
soberano desciende de una rampa luminosa. NARUD
es una masa amorfa cubierta con una capa brillante,
pero más allá de su aspecto horrible y gomoso, emana
cierta majestuosidad.
De inmediato, el rey reclama la presencia de Yoli
de Bianchetti. La cocinera, que en ese momento está
a punto de grabar su programa en CableTV Casilda,

168
lo hace esperar una hora entera, al rey. Después, antes
de ir al descampado, Yoli se hace maquillar de nuevo.
El encuentro entre los dos se produce a pocos me-
tros de la nave insignia, y continúa poco después en
el café La Glorieta, ubicado a media cuadra. Nadie
consigue escuchar la conversación. Veinte minutos
después, ante el murmullo general, Yoli de Bianchetti
se retira a su casa de la calle Saavedra y el rey NARUD
se vuelve solo a su nave.
La tarde transcurre en tensa calma, hasta que al
anochecer todos los noticieros del mundo muestran
a Yoli de Bianchetti bajándose de un patrullero, con
un bolso de mano. Flashes, gritos y aplausos escol-
tan las imágenes: Yoli ingresa a la nave nodriza, sa-
ludando como una reina. Un minuto después, las
compuertas de la nave se cierran, la flota se pone en
movimiento y, finalmente, las naves se alejan hacia la
galaxia lejana.
Esa misma noche, CableTV Casilda anuncia una
emisión especial (grabada) de Cocinando con Yoli. Tras
la cortina musical, pegadiza, una Yoli de Bianchetti
muy seria dice lo siguiente: «En mi carácter de católi-
ca y ama de casa, es mi deber no arriesgar la existencia
de la Humanidad, amenazada por el capricho de un
monarca despiadado. Sacrifico, lo sé muy bien, una
vida de pareja ejemplar, pero la certeza de haber sal-
vado a nuestra especie me alienta a seguir adelante. A
mi marido, Ernesto, solo le pido que me sepa com-
prender. A las autoridades del canal, que siempre me
apoyaron, infinitas gracias… Buenas noches».

169
Los líderes mundiales respiran aliviados. Dos se-
manas después, una amiga personal de Yoli concede
una entrevista a la revista Pronto. Dice la amiga: «An-
tes de irse para siempre, Yoli me confesó que su matri-
monio con Ernesto era pura rutina. Y que había algo
en el rey NARUD, no sabía muy bien qué, que le en-
cantaba». Su peluquera personal, Esther, le dice más
tarde a la revista Paparazzi: «Yoli era una mujer muy
ambiciosa». Hacia fin de mes todo el mundo coin-
cide en que «la única víctima del conflicto interes-
pacial» es el cornudo del marido.
Más tarde sube el dólar, baja el petróleo, entra un
virus a China y nadie, en todo el planeta, se vuelve a
acordar de este asunto.

Roberto Fontanarrosa (1944-2007), conocido por todos como


el Negro, fue uno de los mayores representantes del humor argen-
tino. Autor de más de una docena de libros, «Yoli de Bianchetti» se
encuentra en Y te digo más… (2001).

170
41

Destino de mujer
Roberto Fontanarrosa

Tengo una predilección especial por este autor, Ro-


berto Fontanarrosa, rosarino, humorista gráfico, es-
critor. Posiblemente quien más me ha hecho reír con
un libro. Este cuento dice así:
El protagonista de esta historia es un malevo de
principios del siglo XX. Un tipo arrogante y cor-
to de palabras. Había nacido en un barrio donde
era más importante dominar el cuchillo que hablar.
Desde chico, este malevo se trenzaba a golpes con
los demás chicos del barrio, él solo contra todos, y
siempre por la misma causa: el nombre con el que lo
habían bautizado. El malevo se llamaba María An-
tonia Barrales.
La historia del nombre es esta: el viejo don Simón
Barrales quiso siempre tener una hija. Y creyendo que
el embarazo de su mujer sería de niña, don Simón
dijo que la criatura se llamaría «María Antonia». La
esposa de Barrales, una irlandesa terca, dijo que no,
que se iba a llamar Jennifer, que era un nombre más
elegante. Pero las cosas se complicaron.

171
Dos meses antes de que la mujer diera a luz, la po-
licía descubrió que don Simón Barrales robaba cuero
de los almacenes donde trabajaba. Cuando se supo en
peligro de ir preso, el hombre decidió escapar lejos de
la policía. Pero antes fue al registro civil y anotó a su
futura hija con el nombre de María Antonia Barrales.
Cuando le preguntaron a qué motivo se debía el
apuro, él dijo que, de la misma forma en que hay
niños que se anotan después de nacidos, él ejercía el
derecho de anotar a su hija antes de nacer. Pero en
el fondo, lo único que quería era sacarle ventaja a su
mujer para que no le pusiera a la criatura Jennifer,
cuando él estuviera preso o escondido.
Y en ausencia del padre nació un varoncito, que
creció con el nombre de María Antonia, y con el kar-
ma de tener que hacerse respetar a navajazos.
Muy al principio, el malevo probó con algunas
estrategias más pacíficas. A los diez o doce años les
pidió a sus amigos de la cuadra que lo llamaran, sim-
plemente, «Anto». Pero nadie hizo caso. Más tarde,
cansado de luchar, pidió que por lo menos lo llama-
ran «Nené». Pero tampoco. El pobre malevo tuvo que
crecer y hacerse hombre con aquel estigma que arras-
traba de la cuna.
De todas maneras, había que ser muy valiente para
decirle María Antonia en la cara.
Una vez en un baile de la parrilla-dancing La Guir-
nalda de don Saturnino Espeche, un compadrito en-
gominado que había llegado de San Nicolás le gritó
su nombre de una punta a la otra del patio: «María

172
Antonia Barrales, quién lo viera y quién lo ve». Dijo,
y cesó la música. Ahí nomás, sin mediar palabra, el
malevo sacó un revólver y le pegó al atrevido tres tiros
en el medio de la frente.
Cuatro años, le dieron. Pero eso no fue lo peor:
el juez que actuaba en la causa dictaminó que debía
purgarlos en la cárcel de mujeres de Los Hornos.
Hasta hace poco tiempo aún vivía gente que re-
cordaba el juicio. De pie en el estrado, María Anto-
nia Barrales alzó su voz gruesa, y con la mandíbula
desencajada y el puño en alto gritó que, por nada del
mundo, iba a ir a una cárcel de mujeres.
Se defendió de una forma magistral que casi logró
conmover al juez. Sin embargo, antes de pronunciar
sentencia, el magistrado miró la partida de nacimien-
to y dijo: «Lo comprendo perfectamente, caballero,
pero usted figura como Barrales María Antonia, per-
sona de sexo femenino».
Esas palabras fueron suficientes para que el male-
vo perdiera el control. Sin dar tiempo de reacción a
los guardias, se bajó los pantalones y mostró, frente a
todos, el tamaño de su hombría. Le dieron dos años
más por exhibición obscena. María Antonia cumplió
su condena en la cárcel de mujeres y volvió a la liber-
tad en 1923.
Desde entonces trabajó como estibador, carrero y
matarife en Maciel. Cada tanto volvía a la cárcel por
trenzarse en peleas, siempre a causa de su nombre.
Fue en una de esas peleas que reparó en él don Teó-
filo Carmona, caudillo radical, gran político de esos

173
tiempos. Don Teófilo lo sacó de la cárcel y lo contrató
como guardaespaldas personal.
En cientos de entreveros, María Antonia volvió a
derrochar coraje y sangre fría, pero todo fue inútil.
El estigma de su nombre volvía sobre él, como una
enfermedad recurrente. Y se dio por vencido. Dejó
el revólver, se apartó del cuchillo y se casó con don
Teófilo Carmona. Allí cuidó a los niños del caudillo,
aprendió los secretos de la cocina criolla y tejió para
afuera. Y fue feliz. Por fin, María Antonia fue feliz.

Roberto Fontanarrosa fue el creador de Boogie el aceitoso e Inodo-


ro Pereyra. «Destino de mujer» salió en su primer libro de cuentos,
Fontanarrosa se la cuenta (1973), reeditado como Los trenes matan
a los autos.

174
42

El clac de Sarmiento
Fray Mocho

Fray Mocho es el seudónimo de José S. Álvarez Es-


calada, un gran escritor argentino del siglo XIX y co-
mienzos del XX que interpretó su tiempo como po-
cos. Esta es una historia real, de la época en la que
Fray Mocho todavía usaba pantalones cortos y estu-
diaba como pupilo en el Colegio Nacional de Con-
cepción del Uruguay, de Entre Ríos.
Cuenta Fray Mocho que una mañana de 1874 el
rector del Nacional reunió a todos los alumnos en el
patio y les anunció que ese día el colegio iba a recibir
la visita del presidente, Domingo Faustino Sarmien-
to. Para las autoridades del colegio, no había dudas
de que era uno de los días más importantes de la his-
toria de la institución. Pero a los chicos que vivían en-
cerrados ahí, el apellido Sarmiento no les decía nada.
Sus ídolos eran personajes de la historia griega y
romana, caballeros de la Edad Media, un Napoleón
Bonaparte, por qué no, pero los contemporáneos no
existían para ellos. Así que cuando el rector les dijo
que se prepararan porque de un momento a otro el

175
presidente Sarmiento iba a llegar al colegio, ellos no
sintieron nada en particular, más allá de la felicidad
de saber que ese día no iban a tener que ir a clase.
Media hora antes de la visita, el rector los juntó
a todos en el patio y les dio un discurso tratando
de meterles un poco de entusiasmo. Y no era para
menos: el rector tenía miedo de que lo destituyeran,
como después, fatalmente, ocurrió. De ese discurso,
recuerda Fray Mocho, a los chicos solo les quedó la
noticia de que iban a poder salir después de que dicha
celebridad los visitara.
A la una de la tarde sonó la campana y los estu-
diantes corrieron a formar en la galería. Esperaron
serios, atentos, la llegada del visitante. De repente, se
abrió la puerta de hierro, maciza y pesada, y apareció
Sarmiento, pelado y serio como un bulldog, seguido
de una multitud de caballeros engalanados.
Con un aire petulante que lo denunciaba a la le-
gua, comenzó a mirar a los chicos y a pasarles revis-
ta con ojos de entendido. Ellos, instintivamente, le
sintieron olor a maestro de escuela. Sarmiento te-
nía un sombrero chato debajo del brazo, sin el hue-
co para meter la cabeza. Ese sombrero extraño fue
lo único que llamó la atención de los estudiantes.
Era un clac, es decir: un sombrero de copa muy usa-
do en aquella época, que por medio de un resorte se
podía desplegar, y después plegar para llevarlo cómo-
damente en la mano o debajo del brazo. Pero ningu-
no de ellos, hasta ese momento, había visto algo así
en la vida.

176
Una frase comenzó a correr en las filas. «¡Mirá,
che…! ¡Qué sombrero más raro tiene el pelado!
¿Dón­de pondrá la cabeza?».
El rumor fue creciendo, mientras Sarmiento, con
aire de suficiencia, examinaba todo y miraba al rector
como pidiéndole explicaciones. El rector, que sabía
que Sarmiento era medio sordo, sonreía incómodo y
acobardado.
De repente, un rayo de sol indiscreto quemó el
cráneo del presidente, un cráneo pelado como una
piedra. Y ahí Sarmiento activó el resorte del sombre-
ro, que se armó en el acto, y se lo puso en la cabeza.
El movimiento fue como un gran pase de magia
que desató una carcajada espontánea y estruendosa
en todos los estudiantes, del más grande al más chico.
Nadie podía parar de reírse. Fue tremendo. El rector
se puso pálido. Sarmiento, indignado, improvisó un
discurso en el medio del patio. Les dijo que eran unos
bárbaros, dignos hijos de una provincia que degollaba
a sus gobernantes y en la que los hombres buscaban la
razón en el filo de sus dagas. Que más que estudian-
tes, les dijo a los gritos, parecían indios.
Entonces alguien silbó. Y de repente todos los chi-
cos empezaron a silbar al mismo tiempo. El presiden-
te y su comitiva no lo podían creer: rodeados de una
silbatina ensordecedora, empezaron a irse. El rector,
por poco, lloraba.
Cuenta Fray Mocho que pasaron los días y que
algunos periodistas porteños llegaron al colegio para
buscar datos y escribir crónicas del suceso. Días des-

177
pués, los diarios de Buenos Aires pintaban a los en-
trerrianos como «una horda salvaje que obedecía al
látigo del caudillo de turno».
Lo cierto es que, en aquella época, las relaciones
entre Buenos Aires y Entre Ríos estaban caldeadas, y
los periodistas le atribuyeron un móvil político a lo
que simplemente fue el chiste genuino de un sombre-
ro. Sea como fuera, dice Fray Mocho al final del rela-
to, «esto me enseñó a entender, desde muy pequeño,
cómo los diarios mienten para escribir la historia».

Fray Mocho (1858-1903) fue el fundador de la revista Caras y


Caretas, el primer autor profesional de la Argentina y uno de los
primeros en utilizar el lunfardo. «El clac de Sarmiento» está incluido
en Salero criollo, un libro póstumo de 1920.

178
43

El puente del troll


Neil Gaiman

Este es un cuento tristísimo de Neil Gaiman, un au-


tor inglés de novela gráfica y de fantasía contemporá-
nea. La historia dice así:
Jack tenía siete años y había salido solo, de expedi-
ción, por el caminito del costado de las vías del tren.
El puente era viejo, de ladrillos. Él supo que había
caminado mucho porque desde arriba solamente se
veían campos, nada de la ciudad. Al rato, cuando de-
cidió bajar para volver a casa, se le apareció un troll.
Era enorme y estaba completamente desnudo, sin
embargo Jack no tuvo miedo: cuando uno es chico
está más preparado para enfrentarse a seres imagi-
narios. El troll le dijo: «Escuché tus pasos sobre mi
puente y ahora me voy a comer tu vida». Tenía los
dientes afilados. Y el aliento a hongos y a la parte de
abajo de las cosas.
Jack gritó: «¡No me comas, por favor! Ahora viene
mi hermana a buscarme y ella es más rica que yo.
¡Cométela a ella!». Pero el troll olfateó el aire y al ins-
tante supo que Jack mentía: «Los trolls podemos oler

179
todo. Olemos los arcos iris y las estrellas. El olor de
los sueños que soñaste antes de haber nacido. Tu her-
mana no va a venir. Lo huelo: estás solo», le dijo, y
abrió la boca enorme.
«¡Pará, pará, pará!», gritó Jack. Sacó unas piedras
que había encontrado al lado de las vías y le dijo:
«Te doy estas piedras preciosas a cambio de mi vida».
El troll miró las piedras: «Eso es carbón, el que usa-
ban los trenes a vapor que pasaban por acá hace mil
años. No tienen ningún valor». Jack suplicó: «Tengo
siete años, todavía no viajé en avión, no aprendí a
silbar. Dejáme ir, por favor, cuando sea más gran-
de vuelvo y me comés tranquilo». El Troll lo miró
desconfiado, pero dijo: «Está bien, cuando seas más
grande te como». Y se fue.
Ocho años después Jack tenía quince, y medio que
se había olvidado del asunto. Por eso volvió a pasar
por el puente sin miedo.
Esta vez no estaba solo, sino con Lucía. Los dos
volvían caminando de una fiesta, y los dos, para hacer
más larga la vuelta, se fueron desviando por caminos
vacíos. Él todo el tiempo quería meterle una mano
por abajo del vestido, y al final vio una oportunidad:
había un viejo puente de ladrillos, encima del cami-
no, y se pararon abajo. Jack abrazó a Lucía. Ella cerró
los ojos esperando el beso… pero de golpe se quedó
fría y dejó de moverse.
«Hola», dijo el troll, que apareció de la nada. «Con-
gelé a tu novia para que no vea el desastre. Permiso,
me voy a comer tu vida». Jack empezó a temblar. «No

180
me comas a mí, cométela a ella que es mucho más
rica que yo».
El troll olfateó a Lucía, congelada: «Mmm», dijo,
«ella es una chica inocente, sin gusto a nada. Vos sos
oscuro. No la quiero a ella. Te quiero a vos», le dijo.
«Tengo solamente quince años, todavía no me pude
acostar con nadie. ¡Nunca fui a Europa! ¿Podría vol-
ver cuando sea más grande?», suplicó Jack. El troll
miró al chico con desconfianza y dijo: «¿Vas a vol-
ver?». Jack dijo: «Voy a volver, te lo juro».
«¿Adónde vas a volver?», dijo Lucía, que acababa
de abrir los ojos sin enterarse de nada. El troll había
desaparecido. Jack la agarró de la mano y se la llevó
corriendo. Se casaron. Jack y su mujer se fueron a
vivir a la capital y más tarde volvieron al pueblo, con
un pequeño hijo.
Jack viajaba todos los días a la capital. Se había
convertido en un abogado temible. Sacaba de la cár-
cel a gente horrible y a todos les cobraba una buena
tajada. A veces el trabajo lo obligaba a quedarse a dor-
mir en la ciudad, así que no era difícil para él tener
sexo ocasional con distintas mujeres. Nunca pensó
que su esposa se iba a enterar, pero un día que llegó
tarde encontró la casa vacía y una nota de ella dicién-
dole que se iba con el niño, que lo dejaba porque no
había nacido para ser cornuda.
Ese día Jack caminó sin rumbo. Al lado de las vías
se agachó para meterse una piedra de carbón en el
bolsillo, como cuando era chico. De pronto recono-
ció el puente de ladrillo. Se metió y, completamen-

181
te solo, se puso a llorar hasta que una mano le tocó
la cara. «Pensé que no ibas a volver», le dijo el troll.
«Pero vine», dijo él. El troll sonrió, le mostró los dien-
tes. Sin preámbulos, se comió su vida.
Cuando terminó, Jack estaba sentado como siem-
pre. Se sintió un poco mareado sin vida interior, pero
nada más. El troll sacó de sus muelas la piedra que
Jack había levantado y le dijo: «Esto no lo quiero, es
tuyo», y se alejó silbando.
Jack olfateó la piedra y pudo oler el tren a vapor
del que esta se había caído, hacía mil años. Después
la apretó entre sus dedos peludos y se agazapó en el
fondo del túnel, con un hambre tremenda, a ver si se
acercaba algún nene por el costado de las vías.

Neil Gaiman (1960) es un nuevo clásico, y lo logra usando como


compost los antiguos mitos, como en The Sandman o American
Gods. «El puente del troll» se publicó originalmente en Humo y es-
pejos, su primer libro de cuentos de 1998.

182
44

Un final para Adán y Eva


Griselda Gambaro

Este cuento es de Griselda Gambaro, una escritora y


dramaturga argentina que al momento de estas líneas
tiene 93 años. La historia dice así:
Un hombre y una mujer se metieron en la cama.
Dieron algunas vueltas, buscando la posición más
cómoda, y cuando estaban por quedarse dormidos,
escucharon a los perros.
Los perros solían ladrar a veces a la noche, eso era
normal. Cada tanto pasaba algún gato, o había una
rata entre la basura, etcétera. Pero esta vez los ladridos
eran distintos. No eran ¡guau, guau! Eran más mo-
nótonos: guau, guau. Persistentes, pero desganados.
El hombre se levantó, salió al patio y les tiró con
un cascote. El pedazo de ladrillo golpeó a uno de los
perros, que aulló de dolor y se metió en la cucha. Los
otros también dejaron de ladrar. Entonces el hombre
volvió a la cama. Pero apenas cerró los ojos, los perros
empezaron de nuevo: guau, guau.
No solo eso. Apareció otro ruido molesto. El posti-
go del altillo golpeaba contra el marco: clap, clap. Lo

183
extraño era que eso solía pasar durante las tormen-
tas, con el viento. Pero esta era una noche quieta, tan
quieta que parecía vacía.
El hombre se tapó los oídos con las manos, se tapó
la cabeza con la almohada, pero no hubo caso. Pasó
más de una hora despierto, tratando de dormir mien-
tras escuchaba el guau guau de los perros y el clap
clap del postigo.
Cuando aclaró, se vistió y salió. Los árboles estaban
quietos pero el postigo seguía golpeando. «Después
de callar a los perros me ocupo», pensó el hombre,
porque los perros seguían ladrando. La agitación se
les marcaba bajo las costillas. Primero intentó tran-
quilizarlos con caricias pero al poco tiempo, malhu-
morado por la falta de sueño, los empezó a patear.
Fue inútil. Los perros insistían, con una especie de
tristeza, con la lengua rígida y seca. Agua, pensó el
hombre. Les hace falta agua.
Cuando volvía con el balde cargado hasta el tope,
cantó el gallo. Quiiiiquiriquiiiii. Era el grito estran-
gulado de todos los días, pero una vez que empezó,
no paró de cantar, como si algo le impidiera detener-
se. Cada canto le salía más desafinado que el anterior.
Quiiiiiiiiiiiiii.
El hombre soltó una carcajada. Le pareció cómica
la imagen del gallo obstinado, como si quisiera ase-
gurarse de haber despertado a todos los animales y
personas a la redonda. La carcajada se convirtió en
una risa sostenida, que crecía con cada respiración.
El hombre cayó al suelo y se retorció llorando de risa.

184
El gallo no daba más pero seguía, el grito cada vez
más agudo, quiiiiiiiii, los ojos vidriosos. Y también
los perros. El hombre se arrastró y dio vuelta a la casa.
Escuchó los golpes del postigo y su risa salió con la
fuerza de un alarido. Pegó con los nudillos en la ven-
tana de su habitación, llamando a su mujer.
Ella abrió la ventana de muy mal humor: «¿Qué
pasa?», dijo la mujer. El hombre intentó explicarle,
pero su propia risa se lo impedía. Cuando intentaba
frenar, la risa lo tomaba por completo.
«¿Qué pasa?», repitió la mujer, que no encontraba
motivos para una carcajada tan molesta. Ya había te-
nido suficiente con los perros que no la habían dejado
dormir en toda la noche, y con ese maldito postigo
que su marido nunca terminaba de arreglar. Lo único
que le faltaba, que ahora el inútil viniera contento.
Pero al mirarlo con más atención, la mujer no lo
notó contento, al contrario. Los músculos de la cara
estaban apretados, y aunque la risa sonaba ruidosa,
demasiado ruidosa para un hombre tan serio como
él, no parecía feliz. «¿Qué pasa?», dijo la mujer preo-
cupada.
Necesitaba saber. Si tan solo se callaran por un
segundo esos perros y el postigo y el gallo y él se
tranquilizara para poder hablar. La mujer miró sus
ojos, que brillaban redondos y duros, y sintió que él
la estaba llamando; con angustia le solicitaba algo.
Ella hizo un gesto con su mano para pedir silencio
porque no encontraba las palabras. ¿Por qué miér-
coles no manguereaba a esos perros, o le retorcía el

185
cogote al gallo y se comportaba él mismo como un
hombre de su edad?
La mujer se tiró el cabello hacia atrás y repitió, ya
irritada: «¿Qué pasa?», e hizo un esfuerzo para tran-
quilizarse y escuchar lo que seguramente él le estaba
por decir, la explicación lógica a todo eso. Pero en-
tendió que él ya no podía detenerse. Tampoco ella.
Y aunque quiso decir otra cosa, solo pudo decir:
«¿Qué pasa?». Y después: «¿Qué pasa?».

Griselda Gambaro (1928) es famosa sobre todo como novelista y


dramaturga, pero también es cuentista. «Un final para Adán y Eva»
se encuentra en El odio es poca cosa, incluido en sus Relatos reunidos
(Alfaguara, 2016).

186
45

Algo muy grave va a


suceder en este pueblo
Gabriel García Márquez

Hay un cuento buenísimo de García Márquez que


nunca escribió pero que una vez contó en una confe-
rencia. Dice así:
En un pueblo chico vive una mujer con dos hijos
jóvenes. Una mañana, temprano, la mujer les está
sirviendo el desayuno al varón y a la nena, y ellos
ven que la madre tiene cara de preocupada. Y le pre-
guntan qué le pasa. Entonces la mujer les dice que
no sabe muy bien, pero que amaneció con un pre-
sentimiento feo de que algo muy grave iba a pasar
en el pueblo.
Los hijos se le ríen en la cara. «¿Por qué te enroscás
con esas pavadas, mamá?», le dice el varón. Y la chica
le dice: «¡Ay, no seas bruja, vieja!».
Esa mañana el hijo va al club a jugar al billar por
plata. En un momento tiene que hacer un tiro muy
fácil para ganar, pero cuando hace el tiro falla el gol-
pe de una manera increíble y pierde. Saca plata del
bolsillo y le paga al ganador, un viejo de bigote blan-
co. Los amigos le preguntan al chico: «¿Qué te pasó?

187
Cómo pudiste errar un tiro tan simple?». Y el chico
dice: «No sé… Me quedó en la cabeza una cosa que
dijo mi vieja esta mañana… como que algo muy feo
va pasar en el pueblo… y me sugestioné».
Los amigos se cagan de risa y no le dan importan-
cia al asunto. Pero el ganador de la apuesta, el viejo de
bigote blanco, vuelve a su casa y le cuenta a su mujer
que en el billar le ganó plata a un muchacho que no
pudo hacer una carambola servida porque su mamá
se había levantado con la idea de que algo muy grave
iba a pasar en el pueblo. La esposa del viejo de bigo-
te, muy seria, le dice: «Ojo con esos presentimientos,
porque a veces se cumplen».
Al rato la mujer del tipo de bigote va a la carni-
cería a comprar carne, pero en el momento de pa-
gar se arrepiente y compra dos kilos más. Y le dice al
carnicero: «Deme el doble, porque se anda diciendo
que algo muy feo va a pasar en el pueblo y yo quiero
estar preparada». El carnicero le da otros dos kilos y
la mujer se va.
Enseguida entra otra señora a la carnicería y pide un
kilo de cuadril, pero el carnicero le dice: «Mejor llé-
vese dos kilos, doña, porque acá todo el mundo anda
diciendo que algo muy feo va a pasar en el pueblo, y
usted no sabe cómo se está llevando la carne la gente».  
«Ay, entonces deme seis kilos, que en casa somos
un montón», dice la vieja y abre los ojos grande y se
persigna.
La paranoia va creciendo, minuto a minuto, boca
a boca, y unas horas después el carnicero ya no tiene

188
más carne en el frigorífico, porque la gente se la sacó
de las manos. A media tarde consigue un par de vacas
más, y las vende en menos de diez minutos. No lo
puede creer.
Cuando empieza a atardecer todo el pueblo está
ansioso, inquieto, a la espera de que pase algo horri-
ble. Cualquier cosa los asusta: una bandada de pájaros
que cruza el cielo, o una brisa que se levanta de golpe
entre los tilos de la plaza, el zumbido de las turbinas
de un avión a lo lejos, lo que sea, los hace apretar los
labios en señal de amenaza.
Cuando cae la noche la tensión se vuelve insopor-
table y algunos ya amagan con irse del pueblo, pero
nadie tiene el coraje de salir primero. Hasta que el
propio carnicero dice: «Ya está, ¿por qué voy a esperar
la desgracia en casa? Yo me voy a la mierda». Mete lo
que puede en la camioneta, sube a su familia y escapa
del pueblo por la avenida. Los vecinos lo ven alejarse
desde sus ventanas y salen todos a la calle.
«Si este se va», se dicen unos a otros, «yo también
me voy».
Y así, de a poco, los vecinos empiezan a meter en
cajas lo que pueden: muebles, aberturas, ropa, todo.
Y cuando ya están listos para el éxodo, al vecino del
bigote blanco se le ocurre prender fuego su casa. «No
sea cosa», dice, «que cuando caiga la desgracia conta-
mine lo que no me puedo llevar», y les echa kerosén
a las paredes. Y tira un fósforo…
Mientras su casa arde, los otros vecinos piden más
kerosén y hacen lo mismo y después escapan en ca-

189
ravana, muertos de miedo, algunos a pie, otros en
carros, mientras el pueblo se incendia a sus espaldas.
Entre los que se escapan va la mujer que tuvo el pre-
sentimiento. Va con sus dos hijos.
Entonces la mujer mira a su hija, mientras corren,
y le grita: «¿Viste, nena? Yo te dije que iba a pasar algo
horrible…, y vos me trataste de bruja».

Gabriel García Márquez (1927-2014) creó un estilo literario ba-


sado en la oralidad desmesurada de su pueblo y su familia. «Algo muy
grave va a suceder en este pueblo» fue una historia que contó en un
congreso de escritores el 3 de mayo de 1970 en el Ateneo de Caracas.

190
46

El rastro de tu sangre en la nieve


Gabriel García Márquez

Este es otro cuento muy lindo del colombiano Ga-


briel García Márquez, que está en su libro Doce cuen-
tos peregrinos. Dice así:
Era un enero helado en los Pirineos cuando una
pareja de recién casados, unos chicos hermosísimos y
muy jovencitos, se acercaron en un auto convertible
para cruzar la frontera entre España y Francia.
Se llamaban Nena y Billy, eran colombianos, te-
nían mucha plata y estaban yendo a París de luna
de miel. No podían ser más felices. Estaban viviendo
una historia de amor fulminante que había empezado
apenas tres meses atrás, en Cartagena de Indias, don-
de se habían visto por primera vez.
La cosa fue así: Nena estaba en el vestidor de un
balneario para ricos cuando entró una bandita de chi-
cos con plata —esa clase de chicos que salen a romper
cosas porque están aburridos—, y en el medio de la
batahola Nena quedó cara a cara con Billy. El flecha-
zo fue inmediato. Desde entonces, con alguna letra
chica en el medio, se la pasaron cogiendo sin parar

191
hasta que, al tercer mes, los padres de ambos les pi-
dieron que por favor se casaran.
Después de la boda tomaron un avión a España.
Ahí los recibió una comitiva del embajador, que era
amigo de la familia de Nena, y les dieron las llaves de
un convertible —regalo de bodas para que se fueran
en auto a París— y un ramo de rosas con el que Nena
se pinchó un dedo.
Ese punto rojo, mínimo, en la yema del anular,
justo donde Nena tenía su anillo de diamantes, mar-
có un antes y un después en la vida de la pareja. Al
principio la lastimadura parecía inofensiva, pero para
el momento en que pasaron la frontera entre Espa-
ña y Francia la sangre empezó a avanzar. Ellos igual
no se preocuparon. Estaban tan entusiasmados, y el
auto que tenían era tan increíble, que decidieron ir
de un tirón a París, sin hacer escala ni siquiera en una
farmacia, y ocupando el tiempo en armar la lista de
cada uno de los lugares de Francia en los que harían
el amor.
Pero al amanecer, cuando pararon a tomar un café
con medialunas, Nena se dio cuenta de que tenía la
blusa y la pollera manchadas con sangre. Se cambió el
anillo de mano, tiró a la basura el pañuelo empapado,
y un rato después volvió al coche con un recaudo:
dejó el brazo colgando fuera del auto, confiando en
que el frío iba a frenar la hemorragia.
Pero eso no pasó. Nena fue dejando su rastro de
sangre en la nieve, y llegó a París muy pálida, sintien-
do que se le estaba yendo el cuerpo por la herida.

192
En vez de ir al hotel lujoso donde tenían la reser-
va, fueron directo al hospital, y Nena fue internada
en terapia intensiva. Billy, en cambio, debió quedar-
se afuera y seguir el protocolo de cualquier familiar:
solo la podría visitar dentro de una semana, y en un
horario muy estricto.
Desolado, Billy hizo base en un hotel barato, a
dos cuadras de ahí. Y estuvo así dos días hasta que
una tarde, cuando ya no aguantaba más, trató de en-
trar a la habitación de Nena, pero fue sacado a las
patadas. Sin saber qué más hacer, fue hasta la Emba-
jada de Colombia —donde nadie lo atendió— y dio
vueltas por París sintiendo que él también se estaba
desangrando.
Pasaron por fin siete noches y llegó el día de visita.
Pero cuando Billy entró con con los familiares de otros
pacientes, vio que en esa habitación llena de enfermos
Nena no estaba. El que sí apareció fue el médico, el
mismo que los había recibido una semana atrás.
«¿Pero dónde estaba?», le dijo el doctor a Billy. Y
enseguida le dio la noticia: desde hacía días que lo
estaban buscando para avisarle que, a pesar de los es-
fuerzos de los mejores especialistas de Francia, Nena
había muerto desangrada.
Antes de morir, sin embargo, les había dicho que
buscaran a Billy en el hotel de lujo donde iban a pasar
la luna de miel, pero al no encontrarlo habían monta-
do un operativo para dar con él: habían decomisado
todos los autos convertibles, habían pegado carteles
con su cara en las calles… Y además, siempre a la es-

193
pera de que él apareciera, los padres de Nena habían
viajado a París, habían hecho los trámites para embal-
samar a su hija y habían hecho el funeral y el entierro.
«¿Dónde fue eso?», preguntó Billy desesperado.
Y cuando el médico le dio la dirección, supo que
todo había pasado a dos cuadras del hotel de mala
muerte donde Billy, cada uno de esos días, había llo-
rado por Nena. Y sintió unas ganas terribles de salir a
romper todo como en esos viejos tiempos en los que
él era un inútil, un irresponsable, un tontísimo chico
sin futuro y sin ningún amor a cuestas.

Gabriel García Márquez, autor de Cien años de soledad y El amor


en los tiempos del cólera, ganó el Premio Nobel de Literatura en
1982. «El rastro de tu sangre en la nieve» se publicó en Doce cuentos
peregrinos, de 1992.

194
47

Wakefield
Nathaniel Hawthorne

Este cuento tremendo es un clásico de Nathaniel


Hawthorne, uno de los padres de la literatura nortea-
mericana. Dice así:
Un día Wakefield le dice a su mujer que sale a ha-
cer un mandado. No le dice a dónde va. Y ella, que
está acostumbrada a los chistes raros del marido, tam-
poco le pregunta. Él saluda y cierra la puerta, pero
enseguida la vuelve a abrir. Asoma la cabeza, mira a
su esposa y sonríe. Durante años, ella pensará mucho
en esa última sonrisa. Durante años, se preguntará
si esa sonrisa quiso decir algo o si fue otro chiste del
marido, como esa vez que la quiso sacar a bailar en el
supermercado, o cuando entró con ella a una florería
haciéndose pasar por extranjero.
Sin embargo, Wakefield todavía no sabe lo que va
a pasar. Apenas tiene la intención, más o menos clara,
de no volver a su casa esa noche, solamente para des-
concertar un poco a su esposa. Son los años ochenta
y Wakefield camina por el barrio de noche, ya sin
miedo. Da un par de vueltas y finalmente entra a un

195
hotel y pide una habitación. Se acuesta en la cama
y sonríe. El hotel está exactamente a la vuelta de su
casa, en la misma manzana. Le parece gracioso estar
durmiendo ahí, tan cerca de su casa. Cuando se hace
de noche medio que se arrepiente, pero se dice a sí
mismo: «Hoy duermo en este hotel, y mañana veo
qué hago, ¡total!».
Al día siguiente se despierta temprano. No tiene
la menor idea de lo que va a hacer. Mientras desa-
yuna, se pregunta qué habrá hecho su mujer cuando
pasaron las horas y él no llegó. Siente curiosidad y
sale a la calle con la idea de espiar su casa desde lejos.
Cuando llega ve que en la puerta hay un patrullero de
la policía. Y después ve que su esposa acompaña a dos
policías hasta el zaguán y los despide con un gesto de
preocupación. De pronto ella levanta la vista y Wake-
field cree que lo va a descubrir. Retrocede espantado
y se aleja, casi corriendo, al hotel.
Es un momento bisagra, porque ahí Wakefield en-
tiende que no va a volver. Tiene algo de plata de la
herencia de su padre (una plata que nunca blanqueó
con la esposa) y paga en el hotel un año de alquiler
por adelantado. Se deja crecer el pelo y la barba, com-
pra ropa nueva y cambia todos sus hábitos. Un año
después es completamente otro. Lo tortura la idea de
que su esposa esté deprimida por su culpa, y con más
razón decide no aparecer de golpe, para evitarle a la
pobre un susto.
Así pasan diez años. Un día, cuando aparece inter-
net, entra a un ciber y pone su nombre en Google.

196
Hay varias páginas de búsqueda de paradero que lo
mencionan, pero no más que eso. Otro día ve que un
médico sale de su casa y él se preocupa por su mujer,
pero después comprueba que fue una falsa alarma. A
esta altura Wakefield perdió la noción de si está bien
o mal esconderse. Ni siquiera sabe que es un tipo
raro. A pesar de todo, a su manera, sigue queriendo
a su esposa.
Una tarde los dos se cruzan en la calle, cerca del
Congreso. Es un día de manifestación y la avenida es
un mundo de gente. Wakefield está mucho más flaco
y avanza con la mirada en el piso, como escondién-
dose del mundo.
Ella nunca se volvió a casar. Engordó un poco y su
expresión es de una tranquilidad austera, como la de
alguien que tuvo que pelear mucho para encontrar el
equilibrio. Los dos se miran a los ojos. Es solamente
un segundo, porque enseguida la multitud los aparta
y se pierden.
Wakefield corre al hotel, cierra la puerta con llave
y se tira en la cama. ¡Llora!, y por primera vez puede
verse desde afuera. «Wakefield, querido, estás com-
pletamente loco», se dice al espejo, mientras piensa
que algún día va a volver, aunque hace muchos años
que se promete lo mismo.
Una noche, que observa su casa desde la vereda, ve
que adentro se enciende el televisor, y en la penum-
bra del cuarto distingue la silueta de su esposa. Hace
mucho frío. Se larga a llover. Le parece estúpido es-
tar ahí, empapado y temblando, cuando podría estar

197
adentro, con la calefacción prendida, mirando una
película en la cama con su mujer.
Cruza la calle, tiene la misma sonrisa extraña del
primer día, está decidido a entrar, y entonces la moto
de un delivery lo atropella. Wakefield vuela por el aire
y golpea la cabeza contra el asfalto. Queda incons-
ciente en el piso, con la mitad de la cara cubierta de
sangre y la otra mitad hundida en un charco. Al rato
llega una ambulancia. La mujer se asoma por la ven-
tana y ve que dos enfermeros se están llevando a un
tipo accidentado. Vuelve a la cama y cambia de canal.
Cuando la ambulancia llega al hospital, Wakefield
ya está muerto. Nadie lo reconoce ni reclama su cuer-
po. Dos días después lo entierran en el cementerio,
en una tumba sin nombre.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864) descendía de un juez que


había participado de la famosa caza de brujas de Salem. De esos orí-
genes puritanos y el nacimiento de las ciudades nació «Wakefield»,
publicado en Historias dos veces contadas.

198
48

El toque de oro
Nathaniel Hawthorne

Este es un cover de Hawthorne de un clásico de la


mitología griega, y dice así:
Midas era un rey avaro al que le gustaba el oro más
que nada en el mundo, y durante toda su vida había
acumulado toneladas de oro en una cámara secreta
del palacio.
Había una sola cosa que a Midas le importaba más
que el oro, y era su pequeña hija Irene. Pero como
suponía que lo mejor que podía hacer por ella era
acumular cada vez más cantidades de monedas ama-
rillas y brillantes, no pensaba en otra cosa.
Una noche sucedió algo extraordinario: un mu-
chacho de aspecto alegre se le apareció a Midas, en
su palacio, de la nada. Se presentó como un dios muy
antiguo y le dijo que estaba ahí para satisfacer sus ma-
yores deseos, «así que podés pedirme lo que quieras»,
le dijo.
Y Midas no tardó ni un segundo en pedirle su de-
seo más grande: «Quiero que todo lo que toque se
convierta en oro».

199
«Muy bien. Mañana, cuando abras los ojos, vas a
tener lo que pediste», le dijo el dios, y desapareció.
A la mañana siguiente, cuando Midas se desper-
tó, durante unos segundos pensó que todo había sido
un sueño. Pero cuando saltó de la cama y sus manos
tocaron la bata que siempre usaba para desayunar, la
tela se convirtió en una gruesa capa de oro.
El rey se puso como loco de felicidad, y empezó a
correr por toda la habitación, tocando y convirtiendo
en oro todo lo que encontraba a su paso. Y después
fue al jardín e hizo lo mismo con las flores. ¡Todo lo
convertía en oro!
De pronto sintió un hambre voraz y bajó a desayu-
nar. La mesa estaba servida con un suculento banque-
te digno de un rey. Se sentó a esperar a su hija Irene,
ansioso por contarle la noticia, pero cuando la nena
llegó estaba llorando.
El rey quiso saber qué le pasaba, y entonces la nena
le contó que había bajado al jardín para cortar una
rosa y dársela de regalo, pero todas las rosas estaban
amarillas, duras, brillosas y sin perfume… y ella no
sabía qué les había pasado. Midas trató de conven-
cerla de que eran mucho más lindas ahora, pero no
hubo caso. A la nena le gustaban las rosas como eran
antes; no esas flores tristes y muertas que se habían
apoderado del jardín.
El rey odiaba ver a su hija angustiada, pero lo cierto
era que seguía teniendo mucha hambre, así que dejó
el tema en suspenso y se dispuso a desayunar. Eligió
una sardina tierna que se veía espectacular, pero ape-

200
nas la tocó, el pez se convirtió en un ejemplar dorado
y tan perfecto que parecía una pieza confeccionada
por el mejor joyero del mundo. Intentó con un pe-
dazo de pan y pasó lo mismo: apenas sus dedos lo
rozaron, el pan se transformó en un objeto de oro
hermosísimo pero incomible. Enseguida quiso tomar
agua, pero el agua se solidificó en su boca y la tuvo
que escupir, convertida en una estela de oro vibrante.
En ese momento fatal, el rey entendió que la mesa
del campesino más pobre era mucho más rica que la
suya, y se puso a llorar como un chico.
Irene corrió a consolarlo. Midas levantó la cabeza
y trató de apartarla para que no lo tocara, pero fue
demasiado tarde. Cuando la miró, su hija estaba con-
vertida en una estatua de oro. Midas soltó un grito de
dolor desesperado, y deseó con todas sus fuerzas ser
el hombre más pobre del mundo, si a cambio podía
recuperar a su pequeña hija.
De pronto vio que alguien lo miraba desde la
puerta: era el dios de la noche anterior. «¡Eh, Midas!
¿Cómo va el toque de oro?», le preguntó. «Mal: aca-
bo de perder lo que más quería en el mundo», le dijo
el rey, entre hipos de llanto. «Eso quiere decir que
hiciste un descubrimiento. ¿Te gustaría liberarte del
toque de oro?», le preguntó. «Ya mismo, ¡lo odio!»,
respondió Midas. «Andá a buscar agua del río que
pasa atrás de tu jardín y mojá los objetos que querés
que sean como antes. Si hacés esto con sinceridad,
a lo mejor reparás el daño que provocaste con tu
avaricia».

201
El rey Midas se inclinó en señal de agradecimiento
y, cuando levantó la cabeza, el dios había desapareci-
do. Corrió al río con un cántaro, juntó un poco de
agua y lo vació sobre su hija, que enseguida empezó
a estornudar y a sacudirse. «¡Basta, papá! ¡Por favor!
Mirá lo que le hiciste a mi vestido nuevo», dijo la nena
enojada, sin acordarse nada de lo que había pasado.
Midas no le dio muchas explicaciones. Lo que sí
hizo fue pedirle que lo acompañara a buscar agua al
río y entre los dos regaron los rosales, que recupera-
ron su forma de siempre. Lo mismo hizo con todos
los objetos de oro del castillo.
Cuando el rey se hizo muy viejo y tenía a los hijos
de Irene sobre sus rodillas, le gustaba contarles este
cuento maravilloso. Y cuando acariciaba sus cabellos
rubios, que eran iguales a los de su madre, les decía
que ese color lo habían heredado de ella. «Aunque
para decirles la verdad», les aseguraba a sus nietos,
«desde hace mucho tiempo detesto el color dorado,
excepto cuando el sol brilla en sus cabezas».

Nathaniel Hawthorne fue el autor de Historias dos veces contadas,


La casa de los siete tejados y La letra escarlata, entre otros clásicos.
«El toque de oro» apareció en El libro de las maravillas junto a otras
reescrituras míticas.

202
49

La fiesta ajena
Liliana Heker

Este relato es de Liliana Heker, una escritora argentina,


gran cuentista y editora, y maestra de maestros como
Samanta Schweblin y Guillermo Martínez. Dice así:
Una nena rica que se llama Luciana festeja su cum-
pleaños y decide invitar, además de a sus amigos ri-
cos, a Rosaura: la hija de la mucama que trabaja en su
casa. A la mucama no le parece bien. «Es una fiesta de
ricos, Rosaura», le dice a su hija. «¿Por qué querés ir a
una fiesta de ricos?». Pero la nena quiere ir a ese cum-
pleaños porque se lleva bien con Luciana. Cuando su
mamá limpia esa casa, Rosaura y Luciana toman la
leche juntas, hacen la tarea, se cuentan secretos… Se
acompañan casi todas las tardes, así que a Rosaura le
parece lógico estar en la fiesta de su amiga. Luciana,
además, le dijo que iban a contratar a un mago, y que
el mago iba a ir… ¡con un mono! «Mamá, si eso es
cosa de ricos, entonces quiero ser rica», dice Rosaura
fascinada.
El día del cumpleaños, Rosaura se prepara con de-
dicación. Su mamá Herminia le plancha el vestido de

203
Navidad, le enjuaga el pelo con vinagre de manzana,
y la deja tan hermosa que la señora Inés (la mamá de
Luciana) se lo dice apenas la ve: «Qué linda estás hoy,
Rosaura».
La nena le sonríe, entra a la casa con confianza, y
ni bien ve a Luciana le pregunta al oído dónde está el
mono. «En la cocina», responde Luciana en secreto,
así que Rosaura va corriendo a la cocina para verlo.
Y ahí está el bicho, en su jaula, meditando como un
profesional. Rosaura lo observa embelesada cada una
de las veces que entra a la cocina con la excusa de
buscar algo. Ella sabe que lo suyo es un privilegio:
Inés solo la deja pasar a ella porque el resto de los
nenes puede hacer desastres ahí dentro. Ya que está,
además, de salida lleva alguna cosa a la mesa sin que
le tiemblen las manos: ella, Rosaura, no es de man-
tequita como el resto de las invitadas. Menos todavía
como esa estúpida con moño que la mira con recelo.
«¿Vos quién sos?», pregunta la muy boba.
«Soy amiga de Luciana», dice Rosaura.
«Conozco a sus amigas y nunca te vi», insiste la otra.
«Todos los días hacemos la tarea juntas», dice Ro-
saura.
«Pero eso no es ser amiga», sigue la otra. Y la char-
la avanza hasta que Rosaura recuerda algo que dijo
su mamá, y le aclara: «Soy la hija de la empleada».
La mamá le había dicho que tenía que agregar «y a
mucha honra», pero a Rosaura ese cierre le parece un
poco demasiado. Justo cuando está pensando si está
bien decir la parte de la honra, aparece la señora Inés

204
preguntándole a ella, que conoce la casa mejor que
nadie, si puede ayudarla a servir las salchichas.
Rosaura mira a la del moño con ojos de triunfo,
como diciéndole «¿Viste que conozco la casa?», y se va
a traer una bandeja. Después el cumpleaños sigue: hay
carrera de embolsados, mancha agachada, quemado,
y Rosaura es tan buena en los juegos (es mucho más
avispada que el resto de las nenas) que en las compe-
tencias grupales todos quieren tenerla en su equipo.
Rosaura está en la gloria. Sigue en su nube perfecta
mientras ayuda a Inés a servir la torta y se siente con
el poder de decidir a quién le da la mejor tajada: a la
tarada del moño, por ejemplo, le da una porción fini-
ta como una feta de fiambre. Y vive un clímax cuan-
do el mago, en el cierre, la hace pasar para un número
y la despide diciéndole «Adiós, señorita condesa».
Eso, lo de «condesa», es lo primero que Rosaura
cuenta cuando su mamá la va a buscar. Como toda
respuesta, Herminia le da un coscorrón suave y le
dice «Mírenla a la condesa», intentando ocultar cierta
satisfacción.
Las dos están en el hall de entrada esperando que
Inés venga a despedirlas. Rosaura le explica a su ma-
dre que a cada invitado que se va Inés le da una bol-
sita con cotillón. Si es una nena, una pulsera. Si es
un nene, un yoyó. Rosaura piensa que quizás a ella
le den las dos cosas, y es por eso que mira con tanta
expectativa cuando Inés aparece en el zaguán.
«Qué hija se mandó, Herminia», le dice Inés a la
empleada, con una sonrisa inmensa. Rosaura enton-

205
ces abre su mano orgullosa y ve cómo en vez de una
pulsera o un yoyó le ponen un canuto con plata. «Te
lo ganaste en buena ley. Gracias por todo, querida»,
dice Inés ante la mirada, ahora fría, de Rosaura. Des-
pués, mientras la nena se aprieta contra el cuerpo de
su madre, la señora Inés, siempre sonriente, se va con
el cotillón a despedir a los invitados.

Liliana Heker (1943) fue editora de tres revistas míticas: El Grillo


de Papel, El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. «La fiesta ajena»
salió en 1991 en Los bordes de lo real y también en sus Cuentos reu-
nidos (Alfaguara).

206
50

El regalo de los Reyes Magos


O. Henry

Ahora toca un cuento de un maestro del relato corto


estadounidense. Se llama O. Henry y no es que no
me acuerde del nombre, sino que es su seudónimo.
Dice así:
Delia tenía un poquito de plata para comprarle
un regalo de Reyes a Jaime, su marido. Tres billetes
arrugados y unas monedas, todo su ahorro. Lo había
juntado regateándole al almacenero, al carnicero, al
verdulero, hasta sentir que la cara le ardía de vergüen-
za, pero gracias a eso, tenía algo.
Igual Delia no sabía qué comprar: porque esa plata
no alcanzaba para nada.
Pero decidida a conseguir un buen regalo, por
más barato que fuera, respiró hondo, se maquilló un
poco, y antes de irse se soltó el pelo frente al espejo y
se obligó a sonreír.
La melena de Delia era larga y hermosa. La llevaba
siempre en un rodete, más que nada cuando trabaja-
ba (casi todo el día), pero suelta le llegaba, como una
catarata, hasta abajo de la cintura.

207
Ese pelo, y el reloj dorado que había sido del padre
de Jaime, eran las dos cosas que a Delia le provoca-
ban un orgullo especial: lo único que tenían de valor
Jaime y ella, algo parecido a lo que imaginaba que
sentían los reyes y las reinas.
Pero ella no vivía en ningún palacio, ni siquiera su
casa era cómoda. Así que volvió a recogerse el pelo y,
amargada, salió a ver qué regalo de Reyes conseguía
para su marido.
Como era de prever, esa plata no alcanzaba para
nada que valiera la pena. Sin embargo, entre todas las
vidrieras imposibles, Delia vio algo que la ilusionó: un
cartel que decía «Se compra cabello». Entró al local,
y una vez adentro se encontró con una mujer triste,
aburrida de todo, que la hizo soltarse el pelo y que
después le dijo, sin sacarse el cigarrillo de la boca,
que por esa melena podía pagar diez veces más que el
dinero miserable que Delia tenía en el bolsillo.
«¡Trato hecho!», dijo Delia, y se dejó cortar el pelo.
Y con esa plata pudo, finalmente, comprar algo her-
moso para su marido: una cadenita de oro para el re-
loj; una cadena que permitiría que Jaime pudiera ver
la hora más seguido (porque al no tener cadena, sino
una soguita de cuero, Jaime se avergonzaba de sacar
su hermoso reloj en público).
Una hora más tarde, ya en la casa, feliz con su pa-
quetito, se apuró para arreglarse el pelo corto y para
hacer la cena de Reyes. Estaba nerviosa. A Jaime le
encantaba su pelo y no sabía cómo iba a reaccionar
al cambio.

208
Cuando el marido finalmente entró, Delia lo vio,
como siempre, flaco, cansado, serio. Se sacó el abrigo
viejo y los guantes (era una noche helada) y miró a su
mujer con una expresión que ella no supo qué signi-
ficaba, pero no era de sorpresa. Era algo peor.
«Bueno», dijo Delia, «no es para tanto. ¡Es como si
vieras un fantasma! Me corté el pelo, nomas… ¡y lo
vendí! porque no quería pasar la noche de Reyes sin
hacerte un regalo, amor. ¡Y no sabés qué lindo lo que
te compré!
«¿Te cortaste el pelo?», preguntó Jaime, atónito.
En realidad, la pregunta no era una pregunta, era una
forma de entender lo que veía. «¡Te cortaste el pelo!»,
así lo dijo.
Después, Jaime sacó de su bolsillo un paquete. De-
lia lo abrió. Era un juego de peinetas que ella había
estado mirando mucho tiempo en una vidriera del
centro. Eran hermosas, de carey auténtico, con los
bordes adornados con piedras preciosas. Delia no lo
podía creer: ahora que esas peinetas eran suyas, no
tenía pelo para usarlas. Jaime estaba desmoronado.
«No importa, no importa», dijo Delia. «Vas a ver
que el pelo me crece rápido. Ahora te toca a vos: ¡feliz
noche de Reyes, mi amor!».
Delia le dio entonces el paquetito a Jaime, que
desenvolvió la funda y se quedó mirando la cadenita
de oro como si estuviera hipnotizado.
«¿No es hermosa?», dijo Delia. «Crucé la ciudad
para comprarla. Ahora vas a poder mirar la hora cien
veces al día. Probátela, quiero ver cómo te queda…

209
Pero en vez de obedecer, Jaime se dejó caer en
el sofá, y sonrió con resignación, enamorado de su
mujer. Le dijo: «Delia, mi amor. Vendí mi reloj para
comprarte las peinetas».

William Sydney Porter (1862-1910), conocido por su pseudóni-


mo O. Henry, es tan importante hoy que el premio más prestigioso
de cuento en Estados Unidos lleva su nombre. «El regalo de los
Reyes Magos» se publicó por primera vez en 1905.

210
51

La última hoja
O. Henry

Este es otro cuento de O. Henry, que murió muy


joven a principios del siglo XX, a los cuarenta y siete
años. Y dice así:
Susana y Nora, amigas y artistas de unos sesenta
años, compartían un estudio en el tercer piso de un
edificio donde también vivían. Se habían conocido el
verano anterior cursando la carrera de Bellas Artes.
Iban al mismo bar después de cursar y se hicieron
amigas hablando de pintura y yendo a visitar galerías
en las noches de verano.
Pero al invierno siguiente una ola de pulmonía
muy fuerte arrasó la ciudad: las clases y las activida-
des se suspendieron. No era letal, pero la gente salía
lo mínimo posible. Lo que al principio parecía un
resfrío por el cambio de clima que Nora trató de ig-
norar, rápidamente escaló.
Nora había enfermado y en lugar de pasar sus días
en el estudio, pintando, tenía que quedarse en la
cama, mirando por la ventana el edificio sin pintar
de la calle de enfrente. Su amiga Susana se dedicó a

211
atenderla. Cada día estaba peor: ya con sesenta años
Nora tenía los pulmones débiles y el pronóstico no
era favorecedor.
«Pareciera que no tiene voluntad para vivir», le dijo
el médico a Susana. «¿No tiene su amiga algo que la
motive?».
«Siempre quiso pintar la bahía de Nápoles. Íbamos
a ir este año», contestó Susana.
Nora seguía inmóvil en la cama, mirando fijo por
la ventana. Cuando el médico se fue, Susana agarró
su bastidor del taller y se lo llevó para el cuarto. Te-
nía que terminar una pintura por encargo para una
galería. Mientras preparaba los acrílicos, escuchó un
murmullo que parecía venir de Nora: tenía los ojos
brillosos, fijos hacia la ventana y contaba en cuenta
regresiva.
«Doce… once… diez… nueve… ocho…», muy
bajito, casi como contando hacia dentro.
Susana miró a su amiga y después por la ventana.
Una enredadera de hiedra vieja, nudosa, de raíces po-
dridas, trepaba hasta la mitad de la pared del edificio
de enfrente.
«¿Qué pasa?», le preguntó.
«Hace tres días había casi un centenar. Contarlas
me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil.
Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco».
«¿Cinco qué?».
«Hojas. Sobre la enredadera. Cuando caiga la últi-
ma hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días.
¿No te lo dijo el médico?».

212
Susana no entendía.
«¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enreda-
dera con tu salud?».
«Quiero ver cómo cae la última antes de anoche-
cer. Entonces también yo me iré», repitió Nora.
Susana le dio un poco de agua y le pidió que dur-
miera. Triste por su amiga, le tocó el timbre al viejo
Ponce, el vecino pintor que vivía en el piso de abajo,
para contarle sobre los divagues de Nora. Ponce era
un íntimo amigo, un poco alcohólico y muy frágil de
salud, que hacía años que no pintaba y vivía ofuscado
por no haber pintado nunca una obra maestra.
Aunque Ponce se angustió un poco por la mala
salud de Nora, estaba un poco borracho, y entonces
Susana supo que él no la podría ayudar.
Al día siguiente, cuando Susana despertó, Nora
pidió que levantaran la persiana. Había sido una no-
che de viento y quedaba una sola hoja, amarillenta,
colgando de la enredadera. Era la última, pero no se
había desprendido y parecía firme.
Nora primero pensó que era un castigo no estar
muerta, pero por la tarde recuperó el apetito y hasta
volvió a hablar sobre visitar Nápoles. Había mejorado.
Esa tarde, cuando Susana bajó a la farmacia pasó
por la puerta del viejo Ponce para contarle, y ahí se
enteró de que el viejo había fallecido por la noche. Lo
encontraron en la calle, muerto de frío.
Encontraron también una linterna tirada, unos
pinceles, y una escalera contra la pared del edificio
de enfrente.

213
Susana miró hacia afuera: la hoja que colgaba de
la enredadera seguía inmóvil, no se agitaba con el
viento. Y así supo que Ponce había logrado por fin
su obra maestra: el viejo borracho había pintado una
hoja amarilla en la pared de la enredadera, durante la
noche helada.

O. Henry, pseudónimo de William Sydney Porter, se hizo conoci-


do por sus finales ingeniosos y sorpresivos que inspiraron a autores
como Shirley Jackson y Stephen King. «La última hoja» se publicó
en 1907, en el libro La lámpara recortada.

214
52

El hombre que escribía


libros en su cabeza
Patricia Highsmith

Hace mucho leí este cuento de Patricia Highsmith


y nunca me lo pude olvidar. La autora es estadou-
nidense y sobre todo escribía historias de suspenso.
Pero esta es distinta y dice así:
Simón Acosta fue un escritor bastante particular. Pa-
saba muchas horas del día escribiendo, pero no en pa-
pel. Acosta escribía en su cabeza. Palabra por palabra.
Cuando Acosta murió, a los sesenta años, en su cabeza
tenía escritas catorce novelas y más de cien cuentos.
Todo empezó cuando Acosta todavía era joven y
se propuso escribir una novela. Estaba de novio con
una chica que se llamaba Luisa. Y un día le prometió:
«Luisa: el día que termine mi novela, nos casamos».
Acosta tardó dos años en escribir la novela, pero
cuando quiso publicarla todos los editores la recha-
zaron. Le dijeron que era una novela horrible. Acosta
se deprimió, pero igual cumplió su promesa y se casó
con Luisa.
Se mudaron a una casita con un estudio, para que
Acosta pudiera concentrarse en su próximo proyecto.

215
Pero esta vez, antes de poner una sola palabra en el
papel, se prometió que iba a pensar cada detalle.
El día que nació su hijo Facundo, Acosta sintió
que ya tenía la novela de principio a fin en su cabeza
y que era hora de pasarla al papel.
El libro se lo iba a dedicar a su esposa Luisa, que
durante todo ese tiempo le había tenido paciencia. Y
esas fueron las primeras palabras que escribió: «Para
Luisa». Después siguió tecleando: «Todo empezó una
mañana gris de diciembre…».
Pero ahí Acosta se detuvo. Sintió un aburrimiento
absoluto. Ya se conocía el libro de memoria: lo tenía
en la cabeza. La idea de teclear durante semanas, po-
niendo las palabras que ya conocía a lo largo de 290
páginas (porque sabía el número exacto), le quitó
todo el entusiasmo. Además, el libro ya estaba hecho,
¡y corregido! Le pareció mejor seguir con otra cosa.
Así que le dijo a su mujer: «Luisa, desde hoy voy a
pensar los libros, pero no los voy a escribir porque es
un aburrimiento».
Luisa estaba un poco desilusionada, pero no se lo
dijo.
Entonces Acosta pensó en una nueva novela: era
sobre un huérfano que buscaba a sus padres. Cuando
Acosta terminó de pensar esa novela, su hijo ya tenía
cinco años.
Un día Facundo le preguntó a su mamá qué era lo
que hacía su padre, todo el día encerrado en el estu-
dio. Luisa sintió que era importante para mantener
a la familia unida que el nene sintiera orgullo por su

216
padre, así que le dijo: «Tu papá es un gran escritor.
Uno de los mejores».
Cuando Facundo cumplió doce años empezó a en-
tender que la situación de su padre era ridícula. Luisa
insistía: «Tu papá ya escribió seis novelas, todas invi-
sibles, pero son obras maestras». Facundo, de a poco,
empezó a sentir vergüenza.
Las cosas mejoraron cuando Facundo entró a la
universidad. O por lo menos la actitud hacia su pa-
dre cambió. Ahora empezaba a hacerle gracia. Si sus
amigos le preguntaban a qué se dedicaba su papá, él
respondía: «¿Mi viejo? Es un chiste caminando».
Varios años (y algunas novelas) más tarde, a Simón
Acosta lo internaron por un problema del corazón.
Cuando Facundo entró a la sala del hospital, su papá
estaba hablando solo. Recitaba —en voz baja— su
último libro. Facundo lo escuchó decir:
«Allá, en la parte más linda del cementerio, está
el Rincón de los Artistas, y allí descansa enterrado el
escritor Simón Acosta».
Facundo no pudo contener la risa y le dijo a su ma-
dre: «¡Escuchálo! ¡Se está sepultando a sí mismo en el
Rincón de los Artistas! Qué hombre imbécil». Luisa
miró a Facundo decepcionada y le dijo: «A diferencia
de vos, yo sí creo en la grandeza de tu papá. Ojalá
alguna vez vos también puedas creer en él». Ese día
Simón Acosta murió y lo enterraron en el cementerio
municipal.
Años después, cuando Luisa estaba a punto de mo-
rir, Facundo estaba con ella. Luisa, un poco deliran-

217
do, decía: «Quisiera ser enterrada junto a mi amor, en
el Rincón de los Artistas».
Facundo estuvo por decirle que ambos estarían en
el cementerio municipal. Pero le mintió: «No te pre-
ocupes, mamá, los dos estarán en la misma parcela,
en el Rincón de los Artistas».
Entonces se imaginó entrando al Rincón de los
Artistas del Cementerio, para llevarles flores a los dos.
Y supo que estaba pensando una ficción. Supo que
estaba escribiendo con la mente. Y por primera vez
entendió a su padre. Y justo ahí Luisa cerró los ojos y,
con una sonrisa, dio su último suspiro.

Patricia Highsmith (1921-1995) fue la autora de la saga de Tom


Ripley y de la novela Extraños en un tren, que fue llevada al cine por
Alfred Hitchcock con guion de Raymond Chandler. Este cuento
aparece en el libro A merced del viento, de 1979.

218
53

La lotería
Shirley Jackson

Este cuento es de Shirley Jackson, una novelista y


cuentista norteamericana dedicada al terror y lo
extraño, a quien de a poco se la está empezando a
conocer en castellano tanto como se merece. Este
relato no sé si es de terror, pero que cada uno decida.
Dice así:
La mañana del siete de diciembre amaneció solea-
da. Los vecinos habían comenzado a acercarse a la
plaza para participar de la lotería, que se celebraba
todos los años. En los pueblos donde vivía mucha
gente la lotería podía durar entre dos y tres días. Pero
en este pueblo de doscientos habitantes, la ceremonia
ocupaba un par de horas y al mediodía todo el mun-
do ya estaba almorzando en sus casas.
Martha Lofrego fue de las últimas en llegar a la
plaza. Tuvo que abrirse paso entre la multitud para
acercarse al escenario, donde había quedado en en-
contrarse con su novio. Esquivó carritos de helados,
otros de pochoclos y tropezó con unos nenes que jun-
taban piedras del piso.

219
Enseguida se cruzó con las chicas del curso de co-
cina, pero las saludó desde lejos porque llevaba una
hora de retraso y estaba segura de que Fernando, que
siempre se fastidiaba por todo, iba a estar enojado.
De pronto se puso en puntas de pie y lo vio entre
la multitud. Fernando estaba sentado en las prime-
ras filas, cerca del escenario. Le había guardado un
lugar.
Cuando Martha llegó, Fernando le dijo: «Ya pen-
saba que no ibas a venir». Él estaba claramente de
mal humor. En ese momento el locutor pidió silencio
desde el micrófono para empezar el sorteo. Martha
agradeció la interrupción, que si bien no iba a evitar
una discusión, al menos iba a postergarla un poco.
Después de un acople, el locutor explicó, como
cada año, lo que todos ya sabían de memoria:
«Bueno, queridos vecinos, a medida que vaya pro-
nunciando sus nombres ustedes subirán al escenario
para sacar una papeleta de la urna. Guarden la pape-
leta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el
mundo tenga la suya. ¿Está claro?», dijo el locutor, y
todos asintieron al mismo tiempo, con un murmullo
entre alegre y nervioso.
Acto seguido, a medida que iban siendo nombra-
dos, fueron pasando uno a uno todos los vecinos del
pueblo, incluyendo los ancianos y también los más
pequeños, que subían acompañados por alguno de
sus padres.
Todos introducían una mano en la urna, sacaban
un papel y volvían a sus lugares. Algunos revolvían las

220
boletas durante un par de segundos antes de extraer
su papel; otros lo sacaban de un solo movimiento con
los ojos suplicantes al cielo; muchos temblaban de los
nervios… Martha aguardaba su turno sin desesperar,
mientras dos viejos hablaban detrás de ella. «Dicen
que en el pueblo de al lado están hablando de su-
primir la lotería», dijo uno. «¡Qué estupidez! Es una
tradición hermosa», se quejó el otro.
Cuando por fin le tocó subir al escenario, Martha
no miró al cielo ni se encomendó a los dioses. Solo
se limitó a agarrar la primera papeleta que tocaron
sus dedos y volvió a su lugar con la certeza de que no
sería la ganadora, por la sencilla razón de que nunca
había ganado nada.
Fernando, en cambio, se tomó su tiempo. Revol-
vió con los ojos cerrados y cuando por fin extrajo una
papeleta le dio un beso en el aire al papel. Un beso
que a Martha le pareció sobreactuado.
Dos horas más tarde todo el pueblo tenía sus pape-
letas. «Muy bien, amigos», dijo el locutor, y durante
unos instantes nadie se movió de su lugar. «¡Abran
sus papeletas!».
Todos hicieron caso y abrieron sus papeles a la vez.
«¿Quién la tiene?», «¿A quién le tocó?», se pregunta-
ban unos a otros. Martha estaba inmóvil. Al cabo de
un rato las voces empezaron a nombrar: «¿Martha?»,
dijo alguien. «Creo que le tocó a Martha Lofrego», di-
jo otro. Todos la empezaron a buscar con la mirada.
Ella estaba petrificada, con el papel en la mano.
«¿Lo tiene usted, Martha?», dijo el locutor desde el

221
escenario. Martha dijo: «No», con el papel apretado
en un puño. «¡Que muestre el papel!», gritaron otros.
Fernando se acercó a su novia, le quitó la hoja con
fuerza. En el centro del papel estaba la cruz. Fernan-
do alzó la boleta para mostrársela a todos y la gente
empezó a gritar de felicidad, aliviados de que la cruz
no les hubiera tocado.
«Muy bien, amigos, empecemos», dijo el locutor.
Y todos corrieron a agarrar sus piedras, que habían
sido pacientemente apiladas desde el inicio de la lo-
tería. «¡No es justo!», gritó Martha, y una piedra le
golpeó en la cabeza. «¡Vamos!», gritó el locutor, «¡más
fuerte!».
Martha empezó a llorar y suplicar, pero ya era tar-
de. El pueblo entero, sosteniendo dos piedras en cada
mano, se había abalanzado sobre ella.

Shirley Jackson (1916-1965) es considerada referente de grandes


escritores del género de terror como Stephen King y Neil Gaiman,
entre otros. Este cuento aparece publicado en su libro homónimo,
La lotería, de 1948.

222
54

Camilo
Shirley Jackson

Shirley Jackson escribió sobre todo relatos y novelas


cortas. Murió en 1965, muy joven. Este cuento a mí
me gusta mucho y dice así:
El día que Lorenzo empezó a ir a la escuela, su
madre Mariana estaba contenta de verlo más grande:
se había levantado sin rezongar, tomó toda la leche y
hasta la saludó de lejos cuando lo dejó en la puerta
del colegio.
A la tarde Lorenzo volvió contento con su cuader-
no en la mano y se puso a pintar, con una sonrisa que
le ocupaba toda la cara.
«¿Qué aprendiste en la escuela hoy?», le preguntó
su madre.
«Nada», contestó Lorenzo, sin mirarla, «pero la
maestra puso en penitencia a Camilo por decir una
mala palabra, hace lío todo el día».
Antes de que Mariana, sorprendida, pudiera pre-
guntar más, Lorenzo se fue a su cuarto. Al día siguien-
te, durante el almuerzo, Lorenzo volvió a contar cosas
de la escuela.

223
«Hoy Camilo se volvió a portar mal: le hizo burla
a la maestra», dijo con una sonrisa. «Le sacó la lengua
en el medio de un dictado y ella lo vio».
«¿Y lo volvieron a castigar?».
«Sí, lo mandaron a la Dirección y nos dijeron que
no jugáramos con él, pero a nadie le importó, porque
nos encanta jugar con Camilo».
El tercer día Lorenzo volvió de la escuela con más
noticias: Camilo había revoleado un borrador en
el aire y le pegó en la frente a una compañerita; la
maestra lo dejó sin recreo toda la semana. El viernes,
Camilo estuvo en el rincón toda la hora porque no
dejaba de pegar patadas al aire.
Mariana se empezó a preocupar. Camilo era un
nene nuevo en el colegio y no lo conocían. Ni a él,
ni a su familia. ¿Qué influencia podría tener Camilo
en su hijo Lorenzo? Su marido le dijo que se tranqui-
lizara, que el colegio seguro lo estaría manejando al
tema, y que además Lorenzo era un chico educado y
que sabía portarse bien solo.
A la semana siguiente, Lorenzo contó que a Ca-
milo lo obligaron a quedarse en el aula durante la
clase de gimnasia por gritar barbaridades durante una
prueba de Lengua, y que todos sus compañeritos se
quedaron a hacerle compañía.
«¿Y no jugaron al fútbol?», le preguntó Mariana.
«No, nos quedamos todos sentados en el patio, ha-
ciéndole el aguante a Camilo».
A la tercera semana de escuela, los comportamien-
tos de Camilo ya eran tema recurrente en la familia

224
de Lorenzo: incluso cuando Lorenzo hacía alguna tra-
vesura en la casa le decían: «No te hagás el Camilo».
Hasta Mariana misma, cuando se enganchó el
codo con el cable del teléfono y tiró al suelo el ceni-
cero y un jarrón, dijo: «Ya parezco Camilo».
Al cumplirse un mes de escuela, Camilo se em-
pezó a tranquilizar. Un día, en el almuerzo, Lorenzo
anunció:
«Hoy Camilo se portó tan bien que nos aburrimos
todos».
A la semana siguiente Camilo fue el ayudante de
la maestra y repartió las fotocopias a todo el grado.
A Mariana le dio tranquilidad conocer estas noticias,
porque no quería que hubiera un nene que fuera mala
influencia para Lorenzo. Pero no pasó del viernes que
Camilo volvió a portarse mal.
«¿Sabés que hizo hoy Camilo, mamá? ¡Tiró un pote
de plasticola al piso y le echó la culpa a otra nena! ¡Y
la maestra la castigó a la nena!».
«¿Y a Camilo?».
«Nada, se salió con la suya. ¡Es un genio!».
Mariana no lo podía creer. ¿Qué clase de chico
hace eso? Se propuso aprovechar la siguiente reunión
de padres para conocer a Camilo y sacarse las dudas.
Pero ese día, en el salón, no supo ubicarlo. Cuando
terminó la reunión, Mariana se presentó a la maestra.
«Todas estamos muy atentas a Lorenzo», dijo la
maestra.
«Ah, sí, le encanta venir al colegio», contestó Ma-
riana, orgullosa.

225
«Durante las primeras semanas, costó que se adap-
tara», dijo la maestra, «pero ahora ya se empieza a
calmar».
«Debe estar influenciado por Camilo, el nene nue-
vo...», contestó Mariana. «Todos los chicos debieron
estar alterados los primeros días».
«¿Camilo, qué Camilo?», dijo la maestra. «No te-
nemos a ningún Camilo en tercer grado».

Shirley Jackson publicó seis novelas, más de cien relatos y dos li-
bros autobiográficos. Este cuento forma parte de la antología Cuen-
tos escogidos, publicado por la editorial Minúscula en 2015.

226
55

La pata de mono
W.W. Jacobs

Este cuento es de William Wymark Jacobs, un nove-


lista y cuentista británico que murió en el año 1943.
Esta es una versión abreviada de su obra maestra, y
dice así:
El viejo y la vieja White vivían en el campo, y aun-
que estaban endeudados, llevaban una vida tranquila
con su jubilación.
El hijo de ambos, Ernestito White, trabajaba en
una fábrica a unos kilómetros de la casa.
Un día, un antiguo compañero del viejo White lo
llamó para avisarle que iba a pasar cerca de su casa y
que, si quería, podía visitarlo. El amigo era militar: el
coronel Morris. Morris había tenido un gran ascenso
social y económico en los últimos años, y el viejo
White lo admiraba. Le parecía un honor recibirlo en
su casa.
La noche de la visita del coronel Morris comieron,
bebieron, y ya para la sobremesa el coronel les relató
historias de sus viajes por el mundo. En medio de una
de esas historias, el coronel Morris sacó de su bolso

227
una pata de mono momificada. Les contó que un vie-
jo faquir le había dado poderes mágicos a esa pata de
mono, y que era capaz de cumplirle un deseo a tres
personas diferentes. La primera persona había pedido
un deseo que se cumplió, pero no quiso tener más la
pata en su poder.
«¿Usted es la segunda persona en tenerla?», pre-
guntó el joven Ernestito White.
«Sí», respondió el coronel Morris.
«¿Y por qué no pide su deseo?», preguntó el viejo
White.
«Ya lo hice», respondió Morris.
«¿Y se cumplió?», preguntó la señora White.
Morris miró la pata de mono y respondió que sí,
pero con tristeza.
El viejo White quiso saber más, pero el coronel
Morris se quedó en silencio. Más tarde, con dos
whiskies encima, quiso tirar la pata de mono al fue-
go de la chimenea. Ernestito le suplicó que no lo
hiciera, y el viejo White le dijo al coronel que si él
no quería tenerla, ellos la podían guardar. El coronel
Morris dudó un poco, pero al final les entregó la
pata de mono.
La noche terminó sin problemas.
Antes de irse, el coronel Morris le recomendó al
viejo White que tirara la pata de mono al fuego. Pero
que si llegaba a pedir un deseo, que pidiera algo ra-
zonable. «Esa pata ya ha causado demasiadas desgra-
cias», fueron las últimas palabras del coronel antes de
despedirse.

228
Cuando el viejo White volvió a entrar a la casa y
le contó a su familia lo que le había dicho el coronel,
Ernestito defendió la idea de que deberían pedir un
deseo, solo para probar.
«¿No estaría bueno anular la hipoteca, papá?
¿Cuánta plata es?».
«Medio millón», contestó la vieja.
El viejo White lo pensó un momento. Después
alzó la pata de mono y dijo: «Deseo tener medio mi-
llón». Los tres se quedaron en silencio un rato, pero
no pasó nada.
Al viejo White le pareció ver la pata moverse en su
mano, pero no se lo dijo a nadie.
A la mañana siguiente Ernestito se fue al trabajo y
los White pasaron el día como de costumbre. Cuan-
do llegó la noche se comenzaron a preocupar, porque
Ernestito no volvió a la hora de siempre, y era muy
puntual para la cena.
Pasadas las diez de la noche un auto desconocido
estacionó en la casa.
Un hombre de traje golpeó a su puerta.
Cuando le abrieron, el hombre dijo ser el represen-
tante legal de la fábrica en la que trabajaba su hijo.
Durante el transcurso de la jornada laboral había
ocurrido un accidente, y una de las máquinas de la
fábrica había caído encima de Ernesto, causándole la
muerte.
Para contrarrestar la posibilidad de una demanda,
la empresa quería ofrecerle a la familia una suma de
dinero para llegar a un acuerdo.

229
«¿Dinero? ¡Malnacidos!», gritó la vieja White, llo-
rando. «¡Cuánto dinero creen que vale la vida de mi
hijo!».
El abogado respondió: «Podemos estar hablando,
señora, de quinientos mil».

William Wymark Jacobs (1863-1943) publicó más de veinte li-


bros y es reconocido por su obra macabra y el sentido del humor en
sus textos. Este cuento apareció originalmente en 1902 y en español
en La pata de mono y otros cuentos (Editorial Valdemar).

230
56

Antártida
Claire Keegan

Este cuento es de Claire Keegan, una escritora irlan-


desa contemporánea que nació en 1968. Este relato
da título a su primer libro y dice así:
La historia transcurre en Inglaterra y su protago-
nista es una mujer felizmente casada que, así y todo,
no podía dejar de preguntarse cómo sería tener sexo
con otro hombre.
Un día decidió averiguarlo. La Navidad se acerca-
ba y, como en el pueblito donde vivían había muchas
iglesias pero ningún shopping, a la mujer se le ocurrió
proponerle a su marido que, a lo mejor, ella podía irse
el fin de semana a la ciudad para comprar el regalo de
los chicos. El marido, contentísimo.
La mujer llegó a la ciudad un viernes por la noche,
en medio de una nevada tremenda. Buscó un hotel y
durmió sola. Al día siguiente, se levantó temprano y
compró los regalos. Después volvió al hotel, dejó las
cosas y se cambió como para salir a tomar algo.
Terminó sentada en la barra de un bar cualquie-
ra. Al lado suyo, un bigotudo con camisa hawaiana

231
tomaba cerveza. Se pusieron a charlar y el bigotudo
la invitó un par de tragos. La mujer le contó que era
casada. Él, en cambio, no tenía familia. Así que to-
maron algunos tequilas y, cuando ya estaban un poco
borrachos, decidieron irse juntos.
La casa del bigotudo quedaba en un segundo piso.
Parecía una casa abandonada: las paredes estaban pe-
ladas y había olor a pis de gato. Ni un solo adorno
navideño a la vista. Había, eso sí, una música rara;
una especie de villancico que retumbaba por toda la
casa. «Es la vieja de abajo», le dijo el bigotudo mien-
tras abría la ventana del living. «Está más sorda que
una tapia y siempre pone la radio fuerte».
Tomaron vino, comieron algo y después fueron a
la habitación. Mientras él la desnudaba, la mujer le
decía que se sentía como Cristóbal Colón descubrien-
do América. El sexo no fue tan bueno: seis puntos.
Apenas terminaron, la mujer prendió la tele y se
quedó mirando un documental sobre la Antártida:
kilómetros y kilómetros de nieve, pingüinos luchan-
do contra vientos bajo cero, el capitán Cook nave-
gando en busca del continente perdido.
«¿Primero Colón y ahora el capitán Cook? Que-
rida, vos tenés algo con los exploradores», le dijo el
bigotudo.
La mujer se rio y le explicó que, de chica, las mon-
jas del colegio le decían que el infierno era un lugar
diferente para cada persona. Y que ella se lo imagina-
ba exactamente así, como la Antártida: un desierto
frío, helado y eterno. Nada de fuego ni de azufre.

232
Se hizo domingo y la ciudad amaneció en medio
de una ventisca terrible. La mujer se despertó apura-
da: tenía que volver al hotel para buscar sus cosas y
tomar el tren. Pero el hombre empezó a besarla en el
cuello y a suplicarle que se quedara un rato más. La
mujer no pudo resistirse. Hasta que, de golpe, escu-
chó un cajón que se abría y algo que hacía un sonido
metálico. Cuando quiso darse cuenta, el hombre ya
le había esposado la mano derecha a los barrotes de
la cama. «No te asustes», le dijo mientras le ponía
una segunda esposa en la mano izquierda. «Te va a
gustar».
Y tenía razón: esta vez el sexo fue increíble. Pero,
cuando la mujer le pidió que le sacara las esposas, el
hombre se empezó a vestir sin prestarle atención. Ella
insistió. Después se asustó y empezó a gritar. Pero na-
die podía escucharla porque los villancicos de la ve-
cina sonaban cada vez más fuerte. El hombre le puso
un trapo en la boca y le ató las piernas contra el elás-
tico de la cama. «Me tengo que ir a trabajar», le dijo
antes de salir, y desde la puerta le susurró:
«Te amo».
La mujer gritó y se sacudió, pero apenas logró ha-
cer que el acolchado se cayera de la cama. Se quedó
desnuda sobre el colchón, sintiendo un viento hela-
do que empezaba a entrar a la pieza. La ventana del
living quedó abierta, se acordó de repente, mientras
afuera la nevada era cada vez más fuerte.
Al principio tembló. Pero, con el correr de las ho-
ras, el cuerpo se le fue entumeciendo por el frío: la

233
sangre circulaba más lento por sus venas, el corazón
se le achicaba. La mujer pensó en su marido y en sus
hijos. No volvería a verlos. Tal vez nunca la encontra-
rían. Qué importaba. Ahora ella solo pensaba en el
frío, en la Antártida y en el cuerpo de los exploradores
muertos. Pensaba en el infierno… y en la eternidad.

Claire Keegan (1968) publicó las novelas Tres luces y Cosas pe-
queñas como esas y los libros de cuentos Recorre los campos azules y
Antártida (donde aparece este cuento), todos publicados por Eterna
Cadencia.

234
57

Un agujero en la pared
Etgar Keret

Les presentamos a un maravilloso escritor israelí que se


llama Etgar Keret y que mezcla surrealismo y humor
negro. Tiene un cuento que me encanta, y dice así:
En la avenida principal, a pocas cuadras de la esta-
ción, había un agujero en la pared. Una vez alguien le
dijo a Dani que si uno se acercaba a la pared y pedía
un deseo en el interior del agujero, a los gritos, el
deseo se cumplía.
Dani mucho no se lo creyó. Y sin embargo una
noche, a sus trece años, cuando volvía del cine, gritó
adentro del agujero: «Quiero que Gisela se enamore
de mí», pero no pasó nada.
Otra vez fue al agujero y pidió que sus padres le
regalaran una bicicross de aluminio para su cumplea-
ños número catorce, y tampoco pasó nada. Y otro
día, un día que se sentía muy solo, gritó en el hueco
de la pared que quería tener un amigo, un ángel de la
guarda, y esta vez el deseo se cumplió.
No fue inmediatamente, pero a los dos o tres días
se le apareció un ángel. Aunque (la verdad) no era un

235
«ángel de la guarda». Porque este ángel nunca estaba
cuando Dani lo necesitaba.
Era un ángel flaco y andaba todo el tiempo con
un impermeable largo, para que no se le vieran las
alas. Caminaba encorvado y la gente del barrio pen-
saba que tenía joroba. A veces, cuando estaban solos,
el ángel se sacaba el impermeable. Una vez dejó que
Dani tocara las plumas de las alas. Fue una sola vez,
porque el ángel no se sacaba el impermeable ni para
ir al baño. Como si sus alas lo acomplejaran.
Una vez, unos chicos del barrio le preguntaron:
«¿Qué tenés adentro del impermeable, Ángel?», y el
ángel les dijo que tenía una mochila con libros presta-
dos que no quería que se mojaran si se largaba a llover.
El ángel mentía todo el tiempo. A Dani le con-
taba historias increíbles. Le hablaba de lugares en
el cielo, de gatos que no le tienen miedo a nada, de
barrios enteros habitados por personas incapaces de
hacer daño. Y siempre juraba, por Dios, que lo que
decía era cierto.
Dani lo quería muchísimo al ángel y siempre tra-
taba de creerle. Pero era difícil. Varias veces le pres-
tó plata, y el ángel nunca se la devolvió. En los seis
años que fueron amigos inseparables, Dani nunca lo
vio trabajar. Y cuando más lo necesitó, por ejemplo
cuando murió su abuela, el ángel desapareció y des-
pués volvió con el pelo más largo, y un gesto en la
cara que significaba «Te pido por favor que no pre-
guntes dónde estuve». Y Daniel, por supuesto, nunca
le preguntó. Más allá de eso, fueron grandes amigos.

236
Un sábado, justo después de que Dani terminara
el secundario, estaban los dos sentados en la terraza,
aburridos, sin hablar, mirando los cables encima de
los techos, los tanques de agua despintados, los ni-
dos de las palomas. Y de repente Dani pensó que, en
todos esos años de amistad, nunca había visto volar
al ángel.
Entonces le dijo, de puro aburrido: «¿Y si volás un
poco? No mucho, por acá nomás, para divertirnos».
El ángel contestó: «Ni en pedo. ¿Y si me ven?». «¿Pero
quién te va a ver? Si no hay nadie en el barrio a esta
hora. Dale, un vuelito corto, para mí», dijo Dani.
Pero el ángel hizo que no con la cabeza, y para com-
pletar su respuesta, escupió un gargajo verde que cayó
desde el quinto piso a la terraza de al lado.
«Bue», dijo Dani, «seguro que ni podés volar». «Sí
que puedo, pero no quiero que me vean», contestó el
ángel. Y se quedaron los dos en silencio.
Al rato Dani cambió de tema: «Cuando era chico,
en carnaval, yo venía acá a la terraza a tirarle globos
de agua a la gente desde arriba. Los embocaba justo
entre esos toldos». Dani señaló un espacio chiquito
entre el almacén y la zapatería. «Era buenísimo, por-
que la gente, toda mojada, levantaba la cabeza y no
sabía de dónde les había caído el agua».
El ángel se acercó, intrigado, y miró la calle. En-
tonces Dani lo empujó y el ángel trastabilló en la cor-
nisa. Dani no quería hacerle daño. Solamente que-
ría que el ángel volara un poco, que diera un par de
vueltas en el aire, eso nomás, para divertirse los dos

237
un rato. Pero el ángel perdió el equilibrio y cayó los
cinco pisos como si fuera una bolsa de papas.
Cuando escuchó el ruido contra el asfalto, Dani
ahogó un grito. Después miró para abajo, con horror.
El ángel estaba despatarrado entre la vereda y la calle.
No movía un pelo. Solamente se le agitaban las alitas,
con esos estremecimientos medio automáticos que
vienen justo antes de la muerte.
Entonces Dani se dio cuenta de todo. Entendió
que, de todas las cosas que el ángel le había dicho
desde el principio de su amistad, ninguna había sido
cierta. Todo falso. Su amigo ni siquiera era un ángel,
solamente era un tipo mentiroso que tenía dos alas.

Etgar Keret (1967) es escritor, guionista y director de cine. Es


considerado uno de los máximos referentes de la narrativa moderna
en hebreo. Este cuento forma parte del libro Extrañando a Kissinger,
de 1994 (Sexto Piso).

238
58

La penúltima vez que fui hombre bala


Etgar Keret

Este es otro cuento de Etgar Keret. Estoy fascinado


con este escritor israelí, bastante joven pero que ya
tiene ocho libros traducidos al español. Dice así:
La penúltima vez que salí disparado de un cañón
fue cuando Odelia se mandó a mudar con Maxi,
nuestro hijo. Yo trabajaba limpiando las jaulas del cir-
co. Me dolía la espalda y todo el mundo olía a mier-
da. Mi vida estaba destrozada.
Un día que no daba más, salí de la jaula y me senté
en un rincón para fumar. Ni siquiera me lavé las ma-
nos. Después saqué el encendedor dorado, lo único
que conservaba de los buenos tiempos, y prendí el
cigarro. En eso escuché (jjjm jmmm) una tos fingida
atrás mío. Era el dueño del circo. Se llamaba Ramón
Espara-Pani y le había ganado el circo en un póker a
un viejo rumano que tenía una pierna de ases. Pero
Espara-Pani le mostró un póker. Me había contado
la historia el mismo día que me contrató. «¿Quién
necesita suerte cuando sabe hacer trampa?», me dijo,
guiñándome un ojo.

239
Creía que el viejo Espara-Pani me iba a retar por
haberme tomado un descanso en el trabajo, pero ni
siquiera parecía enojado. «Decime, ¿querés ganarte
unos pesos sin mucho esfuerzo?», me propuso.
Dije que sí con la cabeza y él continuó: «Acabo
de estar en la casa rodante de Iván, el hombre bala.
Está borracho. No lo pude despertar y la función
empieza en media hora. Te doy mil al contado si lo
reemplazás».
«¡Pero jamás me tiré de un cañón!», le dije.
Espara-Pani sonrió: «Sí, mil veces… Cuando tu
ex mujer te dejó, cuando tu hijo te dijo que no te
quería ver más, cuando dejaste escapar a tu gato…
¿Entendés? Para ser hombre bala no tenés que ser ágil
ni fuerte. Solamente tenés que ser desgraciado y no
tener nada».
Antes de la función me pusieron un traje plateado.
Le pregunté a un payaso viejo, con una nariz roja
enorme, si no tenía que pasar por un mínimo entre-
namiento antes de que me lanzaran. «Lo más impor-
tante es que relajes el cuerpo. O que lo tenses. Una
de dos. No me acuerdo bien. Y hay que tener mucho
cuidado de que el cañón esté orientado hacia delante,
para no errarle al blanco».
Llegó Espara-Pani y me dio una palmadita. «Acor-
date que después del lanzamiento al blanco volvés
enseguida al escenario y saludás sonriente. Y si, por
esas cosas, esperemos que no, sentís algún dolor o te
rompiste algo, mantené la sonrisa para que el público
no se dé cuenta», me dijo.

240
El público parecía feliz cuando los payasos me
ayudaron a entrar al cañón. Y un segundo antes de
prender la mecha, el payaso alto, el que tiene la flor
que salpica agua, me preguntó: «¿Estás seguro?».
Le dije que sí, e insistió: «¿Vos sabés que Iván, el
hombre bala, está internado con doce costillas rotas,
no?». Y yo le dije: «¡Nada que ver! Está borracho y
lo dejaron dormir en la casa rodante». «Bueno», dijo
el payaso, «lo que vos digas», y suspirando, prendió
el fósforo.
Ahora, con el diario del lunes, reconozco que el
ángulo del cañón era demasiado abierto. En lugar de
dar en el blanco, volé hacia arriba, abrí un agujero en
la lona de la carpa y seguí volando hacia el cielo, alto,
bien alto, por debajo de la cortina de nubarrones ne-
gros que escondían el sol.
Volé por encima del autocine, que ahora está aban-
donado y en el que Odelia y yo habíamos visto tantas
películas; volé por encima del parque infantil donde
vi a mi hijo Maxi en el arenero (casualmente esta-
ba ahí jugando a la pelota, y cuando me vio pasar
por el cielo alzó la mirada y me dijo «Chau, papi»
con la mano), y volé sobre el callejón que está atrás
del mercado, donde entre los tachos de basura vi a
Tigre, mi gato, intentando cazar una paloma. Unos
segundos después, cuando aterricé en el mar, el pu-
ñado de personas que había en la playa se quedaron
ahí aplaudiéndome, y cuando salí del agua, una chica
con un piercing en la nariz me ofreció su toalla con
una sonrisa.

241
Cuando volví al circo todavía tenía la ropa mojada
y todo estaba a oscuras. La carpa ya estaba vacía y en
el centro de la pista, al lado del cañón, estaba sentado
Espara-Pani, contando plata.
Me miró furioso: «Le erraste al blanco y no vol-
viste a saludar al público, como habíamos quedado.
Así que te descuento cuatrocientos pesos». Me dio
unos billetes arrugados, pero, al darse cuenta de que
yo no los agarraba, me clavó una mirada amenazante:
«¿Qué preferís, agarrar la plata o que lo solucionemos
de otra forma?», me dijo.
Yo metí la mano en el bolsillo, le mostré mi encen-
dedor dorado, lo prendí, y le dije, con una sonrisa:
«Guardáte la plata, Espara-Pani, y haceme el gran fa-
vor de tirarme otra vez».

Etgar Keret publicó, entre otros, los libros Pizzería Kamikaze,


Un hombre sin cabeza y La penúltima vez que fui hombre bala (Sex-
to Piso), donde aparece este cuento. Fue traducido a más de diez
idiomas.

242
59

El asesino
Stephen King

¿Quién no sabe quién es Stephen King? El que no lo


sabe lo sabrá ahora. Es un excelente novelista y tam-
bién cuentista, en todos los géneros. Esta pequeña
historia dice así:
Se despertó sobresaltado en un lugar rarísimo: una
fábrica de armas y municiones. El espacio era inmen-
so y tenía líneas de montaje, cintas transportadoras y
obreros haciendo su trabajo, y además todo vibraba
con el sonido metálico de las pistolas que estaban sien-
do ensambladas. Sin embargo, ninguno de esos ruidos
y de esas imágenes le refrescó la memoria: seguía sin
entender por qué estaba ahí. Y, para peor, no se acor-
daba ni de su propio nombre. No se acordaba de nada.
Empezó a curiosear. Agarró una caja con armas
que recién habían sido embaladas. Estaba claro que él
había estado operando esa máquina porque no había
nadie más en ese sector de la fábrica. ¿Entonces él
era un operario? Tranquilo, como si ese movimiento
formara parte de alguna rutina, sacó un revólver de
adentro de la caja y lo agarró con naturalidad.

243
Después caminó hacia otra posta de trabajo y se
detuvo ante un compañero que estaba embalando
municiones.
«¿Quién soy?», le preguntó.
Pero el otro obrero se quedó callado, es más: ni
siquiera levantó la vista.
«Ey, ¡te estoy preguntando algo! ¿Quién soy?», in-
sistió el operario. Y aunque la fábrica entera retumbó
con el eco de su grito, nadie en todo ese galpón dio
señales de haber escuchado. El operario —porque, a
juzgar por su aspecto, él era parte de ese mundo—
sintió tanta impotencia que agarró fuerte el revólver
y le dio en la cabeza a su compañero justo cuando es-
taba terminando de empaquetar unas balas. El obrero
cayó y las balas se desparramaron por el piso.
El operario recogió una. Tenía el calibre indicado
para su revólver. Metió varias en el tambor y, mien-
tras lo hacía, escuchó el ruidito de las pisadas que se
acercaban. Al darse vuelta, vio a un guardia caminan-
do sobre una rampa de vigilancia y le gritó: «¿Quién
soy?». Ya no esperaba respuesta, pero seguía sintiendo
la urgencia de pedir desesperadamente información
sobre sí mismo.
El guardia, esta vez, no habló pero tampoco lo
ignoró: lo miró fijo y se largó a correr. Así que el ope-
rario le apuntó con su arma y disparó dos veces en
su dirección. El guardia cayó de rodillas, pero antes
de desplomarse del todo apretó un botón rojo que
había en la pared. En el acto, una sirena empezó a
sonar y por los altavoces se escuchó una voz desange-

244
lada y sintética que gritaba, una y otra vez, «¡Asesino!
¡Asesino!».
Pero los trabajadores de la planta seguían sin levan-
tar la vista. Continuaron con sus tareas mientras el
operario, el que había perdido toda referencia con el
universo en el que estaba, corría hacia una puerta de
salida. Ni bien la abrió aparecieron cuatro hombres
uniformados que le dispararon con unas armas muy
raras, que no soltaban balas sino rayos. Los disparos
le pasaron por los costados, y mientras los esquivaba
él disparó tres veces y logró darle a uno que se desplo-
mó en el suelo.
Desesperado empezó a correr, pero vio cómo las
afueras de la fábrica se llenaban de uniformados que
ahora lo rodeaban de un modo perfecto. No había
forma de escapar, pero él disparó igual hasta vaciar el
cargador y después se resignó. La gente de seguridad
se acercó a él y vio cómo pedía, rendido, que tuvieran
piedad.
«¡Por favor! ¡No disparen! Solamente quiero saber
quién soy», dijo. Pero nadie se conmovió con la súpli-
ca. La única respuesta fue un disparo láser que acabó
con él. Todo se le volvió oscuro. Acto seguido lo me-
tieron en un camión, cerraron la puerta y arrancaron.
Mientras viajaban, el guarda y el conductor hablaban
como si todo hubiera sido rutinario.
«Cada vez peor», dijo el chofer. «Una o dos veces
por mes hay uno que se vuelve asesino».
«Tremendo…», dijo el guarda, rascándose la cabe-
za. «¿Este qué decía?».

245
«Repetía: Quiero saber quién soy, quiero saber
quién soy».
«Parecía humano».
«Sep».
Después los dos se quedaron callados, como si
pensaran. Hasta que el chofer dijo: «Me parece que
los están haciendo cada vez mejores, eh», y el otro
dijo que sí, medio preocupado, mientras el camión
de reparación de robots se perdía, lentamente, entre
el paisaje.

Stephen King (1947) es el gran maestro del terror. Autor de Carrie,


El resplandor, It y Misery, muchos de sus relatos fueron adaptados al
cine con un éxito rotundo. Este cuento vio la luz por primera vez en
el número 202 de la revista Famous Monsters of Filmland, en 1994.

246
60

Servir al hombre
Damon Knight

Este cuento, adaptado innumerables veces en distin-


tos libros y series, es de Damon Knight, un escritor y
ensayista estadounidense de ciencia ficción que mu-
rió en 2002. Dice así:
En 2030, diez años después del virus que diezmó
a la humanidad, el planeta Tierra fue visitado por
una civilización alienígena que se dio a conocer con
el nombre de «kanamitas». Eran cerdos de tamaño
humano, pero con una inteligencia mucho más desa-
rrollada que la de los terrícolas.
Al día siguiente de su llegada, una delegación de
tres kanamitas se presentó en la ONU, ante toda la
humanidad.
Entre ellos se encontraba el doctor Gregori, dele-
gado principal, y el señor Robledo, un traductor de-
signado por el gobierno.
Como en el recinto flotaba la sospecha de que los
recién llegados guardaban un propósito secreto, an-
tes de permitir que mostraran una serie de regalos
que traían, el doctor Gregori exigió a los alienígenas

247
que expusieran sus intenciones. El jefe de los kana-
mitas respondió en perfecto inglés:
«Nuestro propósito es que ustedes, terrícolas, vi-
van en paz. El sufrimiento que desprende su planeta
genera ondas negativas en el universo que afectan a
los seres de otras galaxias. Nosotros estamos acá para
solucionarles todos sus problemas».
Los regalos de los kanamitas fueron tres: el dise-
ño de unas pequeñas baterías atómicas de fabricación
extremadamente sencilla que liberaban al planeta del
problema de los combustibles fósiles; un superferti­
lizante proveniente de su planeta natal que convertía
en nutritivo cualquier suelo de la Tierra; y los planos
de construcción de campos de fuerza que ningún ex-
plosivo podía dañar.
Ante la oportunidad de una prosperidad descono-
cida para el planeta, la ONU aceptó sin dudar todos
los regalos. Pero cuando finalizó la reunión, el doctor
Gregori no estaba muy a gusto con la situación.
«No puede ser todo tan fácil, estos tipos esconden
algo», decía.
El señor Robledo pensó que Gregori desconfiaba
de los alienígenas más por prejuicio que por otra cosa.
A los pocos meses, la ONU se había disuelto. Gra-
cias a los regalos extraterrestres, el arbitraje interna-
cional se volvió innecesario, y la mayoría de las dele-
gaciones pasaron a trabajar en las embajadas que los
kanamitas instalaron a lo largo y ancho del mundo.
Desde ellas, ofrecían la novedosa y única oportuni-
dad de visitar su planeta de origen.

248
Un año más tarde, el doctor Gregori y el señor Ro-
bledo volvieron a encontrarse.
Gregori se había quedado fuera de la lista de uno
de los viajes interplanetarios y, por puro resenti-
miento, había conseguido robar un libro kanamita
de una de sus embajadas. Era la primera vez que
un humano tenía acceso a literatura extraterrestre y
precisaba de su ayuda para traducirlo. Hasta ahora
solo había podido descifrar el título del libro: Cómo
servir al hombre, lo que le hacía pensar que era una
especie de manual de usos y costumbres terrícolas
que los kanamitas habían elaborado para satisfacer
a los humanos.
Trabajaron durante varios días, sin resultados. Al
poco tiempo, Robledo abandonó la tarea y perdió
contacto con Gregori.
En las semanas siguientes, la embajada anunció
que tanto Robledo como el doctor Gregori habían
salido sorteados para viajar al planeta de los kana-
mitas.
Feliz por la noticia, Robledo corrió a la casa de
Gregori. Cuando llegó, encontró la puerta entrea-
bierta y a Gregori dormido en su escritorio, junto al
manual kanamita.
«¡Doctor!», lo despertó. «¡Nos invitaron a viajar al
espacio!».
«Anoche terminé de traducir el primer párrafo»,
respondió Gregori apenas abrió los ojos, señalando la
tapa de Cómo servir al hombre abierto al lado de una
botella de whisky vacía.

249
Antes de que Robledo pudiera preguntarle qué de-
cía el manual, Gregori se lo dijo, con un hilo de voz
que apenas le dejó salir las palabras: «Es un libro de
recetas, doctor».

Damon Knight (1922-2002) fue autor, editor y crítico de ciencia


ficción. La Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de
Estados Unidos entrega el galardón Gran Maestro Damon Knight
en su honor. Este cuento se publicó por primera vez en 1950.

250
61

El falso autoestop
Milan Kundera

Este cuento es de Milan Kundera, un conocido poe-


ta, novelista, dramaturgo, cuentista, ensayista, etcéte-
ra: de todo hizo. Nació en lo que era Checoslovaquia
hace mil años. Dice así:
Hacía un año que Melisa y Lautaro estaban juntos
cuando se fueron de vacaciones al sur, en el auto de
él. En mitad del viaje, aunque tenía el tanque por
la mitad, Lautaro paró a cargar nafta porque sabía
que la próxima estación de servicio estaba a más de
doscientos kilómetros de distancia, y no quería correr
ningún riesgo.
Un camión cisterna que recargaba combustible
en los surtidores los demoró más de la cuenta. Ellos
aprovecharon para tomar algo y estirar un rato las
piernas. Después Melisa agarró la mochila y fue al
baño. En el espejo de la pared se vio pálida y se ma-
quilló un poco. Cuando volvió a mirarse parecía una
persona distinta de la que había entrado.
«Es increíble lo que un poco de maquillaje puede
hacer», se dijo a sí misma.

251
Al salir del baño, observó que el camión cisterna se
estaba yendo y que Lautaro avanzaba hacia el surti-
dor. Entonces Melisa tuvo una idea espontánea, inex-
plicable; una especie de chiste interno.
Caminó hasta la banquina y empezó a avanzar
sola por la ruta, despacio, con la mochila al hombro.
Al rato escuchó el motor de un auto que se acercaba
y giró la cabeza sin dejar de caminar. Era Lautaro.
Ella le hizo dedo. Él frenó, bajó la ventanilla y le
habló con una sonrisa seductora: «Hola, ¿a dónde
vas?», le preguntó. «Al mar, ¿me llevás?», le dijo ella
y él asintió sin dudarlo.
La chica subió enseguida y el auto volvió a acelerar.
«Parece que estoy con suerte», dijo él, con las ma-
nos apenas rozando el volante. «Hace cinco años que
hago esta ruta y nunca me había tocado llevar a una
chica como vos». «¿Como yo, qué?», preguntó ella, a
la defensiva. «Linda», dijo él. «¡Ah, bueno! Por lo que
veo no sos de los que pierden tiempo», se enojó ella y
se puso a mirar el paisaje.
No le gustó pensar que así, de esa manera, era como
él seguramente seducía a otras chicas cuando ella no
estaba. «Perdón, ¿te molestó lo que dije?», preguntó
él. Ella cambió de expresión: «Si saliera con vos capaz
que sí. Pero como no te conozco y tuviste la buena
onda de llevarme, todo bien», le sonrió, pícara.
Siguieron charlando como si no se conocieran.
De pronto, eran dos extraños viajando por una ruta
desierta, y ese juego —raro y por momentos un
poco ridículo— empezaba a gustarles cada vez más.

252
Meses atrás, cuando habían planeado las vacacio-
nes juntos, decidieron que dormirían una noche en
las sierras, como parada intermedia. Pero ahora, en el
camino, Lautaro vio que se acercaba una bifurcación
y pensó en desviarse. Miró a la chica y le preguntó:
«¿Qué pasa si llegás más tarde al mar?». «¡No, imposi-
ble! Me está esperando mi novio», dijo ella, jugueto-
na y al mismo tiempo sorprendida con la respuesta.
Pero Lautaro ya lo había decidido y agarró el desvío
sin que ella se opusiera.
Anduvieron un rato por un camino de tierra hasta
que aparecieron en un pueblo desolado, con un solo
hotel, para pasar la noche. Lautaro estacionó en la
puerta y entró a pedir una habitación. Melisa lo espe-
ró en un bar que había al lado. Era tarde y no habían
comido. El lugar era una mezcla de bodegón y bar
pringoso, con una barra y dos mesas de pool. Lautaro
llegó con la llave de la habitación en la mano. Pidie-
ron vino y brindaron.
Durante la cena siguieron fingiendo que eran dos
desconocidos, y en ningún momento dejaron de se-
ducirse. Pidieron otro vino y Melisa se levantó de la
mesa. «¿A dónde vas?», preguntó él. «A mear», dijo
ella, asombrada de lo que acababa de decir porque
jamás había sido grosera con él, pero en ese juego, lo
sabían los dos, estaba todo permitido.
Antes de entrar al baño, un borracho con un vaso
de whisky en la mano le miró el culo y las tetas. Cuan-
do volvió a pasar el hombre la agarró de la mano y
le dijo: «Ey, linda, ¿cuánto cobrás?». Él escuchó todo

253
desde la mesa y se irritó por dentro, pero no hizo
nada. Solo la miró a la distancia y ella, levemente hu-
millada, le sostuvo la mirada.
Lautaro pagó y se fueron los dos al hotel. Era una
habitación sencilla, con una cama matrimonial, una
silla y un baño. Él cerró la puerta y la besó. Se des-
nudaron entre los dos, con ansiedad. Él la tumbó de
espaldas sobre la cama, con violencia. «Sos una puta»,
le dijo lleno de odio. Ella aguantó el llanto, pero le
pidió que no apagara la luz.
Acabaron los dos al mismo tiempo. Él se acostó al
lado de ella: el juego había terminado. Las cosas, de
pronto, volvían a su lugar.
Se quedaron callados, conteniendo la angustia,
hasta que ella estiró la mano por encima de él y apa-
gó el velador. No querían verse las caras. Todavía les
quedaban trece días de vacaciones por delante.

Milan Kundera (1929) publicó novelas que mezclan la tragedia y


la comedia, como La insoportable levedad del ser, algo que lo vuelve
difícil de catalogar. Este cuento vio la luz en El libro de los amores
ridículos (Tusquets), de 1968.

254
62

El hambre de los muertos


Alberto Laiseca

Esta es una historia de Alberto Laiseca, maestro del


realismo absurdo y pionero en el arte de reversionar
cuentos para contarlos por televisión. Dice así:
La trama transcurre en Buenos Aires, cuando la
ciudad era una aldea de calles con adoquines, ca-
sas bajas, zaguanes profundos y patios con glicinas.
En esa época, en el viejo barrio de San Telmo, había
una casa que estaba construida sobre una esquina en
ochava. Era una casa sencilla, de pocos ambientes,
habitada por una familia de negros.
El lugar era muy chiquito y la familia entera tenía
que vivir apilada. Cocinaban y dormían apretados:
hombres, mujeres, chicos y animales. Eran felices, a
su manera, hasta que un día llegó la fiebre amarilla.
Las familias ricas del barrio huyeron espantadas al
campo, en busca de aire limpio. Pero los negros de
la esquina no tenían manera de trasladarse a ningún
lado, y tampoco estaban dispuestos a abandonar su
casa, de modo que se quedaron a enfrentar la epide-
mia. Resistieron como pudieron, dieron batalla, pero

255
la fiebre fue poderosa y los terminó matando a todos,
uno por uno. Cuando los encontraron eran casi es-
queletos, y nadie supo si murieron por la epidemia o
directamente de hambre.
Con el tiempo las calles volvieron a ser seguras, los
porteños lentamente regresaron a sus hogares, pero
la casa de los negros quedó deshabitada. Nadie se
animaba a entrar ahí porque, se decía, el lugar había
quedado maldito. Por la noche se escuchaban mur-
mullos espantosos y muebles que se movían de un
lado para el otro. La gente del barrio decía que eran
los muertos, que seguían teniendo hambre. Era tal el
espanto que nadie se animaba a pasar por la vereda
después de las seis de la tarde.
Así la casa estuvo deshabitada unos treinta años,
hasta que llegó a San Telmo una mujer con un bebé.
Era una chica joven que venía del interior y que ya
hacía varios días que vagaba por el barrio con la cria-
tura a cuestas, los dos con frío y sin un techo donde
protegerse. Apenas supo de la casa abandonada, la
chica se paró frente a la puerta, la empujó un poco…
y la puerta se abrió.
A la chica se le iluminó la cara. Sonrió después
de muchos días, con el bebé en los brazos. Y cuando
adelantó el pie para entrar, una vieja que pasaba por
la vereda la agarró del brazo y le dijo: «¡No te metas
ahí, nena! ¡Y menos con una criatura!».
La chica la miró seria. Era una vieja extraña, con el
pelo blanco y desordenado, y con una expresión con-
fusa en la mirada, como de loca. Le dijo: «Mi bebé y

256
yo no tenemos dónde dormir, señora, y esta casa está
vacía, ¿por qué no nos iríamos a meter?».
«¡Porque están hambrientos ahí dentro, m’hija!»,
dijo la vieja con los ojos muy grandes. La chica enten-
dió que la vieja estaba loca, pero de todas maneras,
como para confirmarlo, preguntó: «¿Quiénes están
hambrientos, señora?». Y la vieja dijo, sin dudar: «Los
muertos, nena, los muertos que no han tenido paz».
La chica sonrió con algo de dulzura: «Déjese de
pavadas, señora», le dijo un poco cansada, y se me-
tió en la casa con la criatura en los brazos. Y cerró la
puerta.
Las primeras noches, sola con su bebé en ese lugar
oscuro, tuvo un poco de miedo. Pero no a cosas so-
brenaturales: les tuvo miedo a las cucarachas, a la fal-
ta de luz nocturna, o a que apareciera el propietario
de la casa y los echara. Pero pasaron los días, llegó la
primavera y nadie los echó.
Igual había algo que desde hacía unas semanas ha-
bía empezado a preocuparla: a pesar de que le sobra-
ba leche para amamantar, y que el bebé tomaba como
un desesperado todas las noches, la criatura se iba po-
niendo cada vez más flaquita, sin que ella entendiera
por qué.
Un día incluso pudo ver los huesos debajo de la
piel de su bebé, y ahí se asustó de verdad. Cubrió al
bebé con una manta y caminó hasta lo de una curan-
dera del barrio. La Abuela Pepa, se llamaba; según le
habían dicho, tenía fama de «bruja buena» y de ayu-
dar a la gente humilde.

257
Le golpeó la puerta a la Abuela Pepa. Del otro lado
apareció la misma vieja de pelo blanco que le había
advertido no meterse en esa casa. La chica se sobresal-
tó, pero la vieja la calmó con una sonrisa bondadosa
y la hizo pasar.
Apenas corrió la manta y vio a la criatura, la vieja
dijo: «Hiciste bien en venir, m’hija. Tu bebé está piel
y huesos por culpa de los muertos». La chica la miró
sin entender. «¿Vos tenés luz ahí dentro?», preguntó la
vieja. La chica dijo que no. «¿Y amamantás de noche,
cierto?». La chica le dijo que sí, que todas las noches.
«M’hija», dijo la vieja, «vos sentís que te chupan
los pezones en la oscuridad y creés que es el nene…
Pero no es el nene. Son los labios de los muertos de
hambre los que te sacan la leche».

Alberto Laiseca (1941-2016) publicó más de veinte libros que


atraviesan distintos géneros, entre los que se destacan El jardín de las
máquinas parlantes y Los sorias. Este relato aparece en la compilación
Cuentos de terror de Alberto Laiseca (Interzona, 2017).

258
63

La canción que
cantábamos todos los días
Luciano Lamberti

Este es un cuento de Luciano Lamberti, un escritor


argentino muy joven que hace cuentos de ciencia fic-
ción o terror y con cierto clima enrarecido. La histo-
ria dice así:
Como todos los domingos, Tomás y su familia
fueron a almorzar a la parrilla que estaba sobre la
ruta, en las afueras del pueblo. A Tomás y a su her-
mano, Matías, les encantaba ir, y no solo por el asa-
do. Al lado había un bosquecito donde, después de
comer, se iban a jugar a la pelota como cuando eran
chicos —ahora ya eran adolescentes— mientras sus
papás se quedaban haciendo la digestión en unas re-
poseras.
Esa tarde, cuando se cansaron de jugar al fútbol,
mientras los padres dormían la siesta, Tomás se sentó
a leer una historieta bajo un árbol y Matías se fue a
caminar por el bosquecito. Hasta que diez minutos
después Estela, la madre, se despertó sobresaltada,
como si el cuerpo presintiera algo que la cabeza no
terminaba de nombrar.

259
Al ver a Tomás solo, preguntó dónde estaba Ma-
tías. Y como Tomás no tenía idea, porque había esta-
do concentrado leyendo, Estela despertó a su marido
y los tres empezaron a buscarlo a los gritos.
Al rato escucharon unas pisadas sobre hojas secas
y vieron a lo lejos a Matías, que venía con el gesto
indiferente y los auriculares puestos. Los padres res-
piraron aliviados, pero Tomás miró a su hermano a
los ojos y se quedó duro: el aspecto de Matías era el
mismo, pero los gestos y el brillo en su mirada habían
cambiado, como si un espíritu le hubiese ocupado
el cuerpo durante su caminata por el bosque. Tomás
no se animó a decir nada. Todos subieron al auto y
volvieron a la casa.
Pero un mes más tarde los padres también se em-
pezaron a preocupar. Matías tenía algo raro, aunque
nadie sabía explicar qué era. Lo llevaron a médicos, le
hicieron estudios clínicos, y le pagaron un psicólogo,
pero el veredicto siempre era el mismo: Matías podía
ser callado, podía incluso estar deprimido (¿quién no
se deprime a los diecisiete años?), pero a grandes ras-
gos era un adolescente sano.
La madre, sin embargo, estaba cada vez más preo-
cupada y se lo dijo a su propio terapeuta: «Ese chico
es otra persona. No es mi hijo». Pero el analista le qui-
tó importancia: «Es adolescente, su personalidad está
cambiando. Va a tener que aceptarlo como viene».
Sin embargo la mujer no lo aceptó, es más: se ob-
sesionó con el tema. Llevó a Matías a homeópatas,
parapsicólogos y curanderas, volvió a fumar y a to-

260
mar, dejó de dormir, y empezó a mostrar un rechazo
abierto a Matías: no lo quería tener cerca. El padre
también estaba distante. Y Tomás tampoco la estaba
pasando bien. Le daba miedo dormir en el mismo
cuarto que Matías y tenía pesadillas con lo que a él
llamaba su «verdadero hermano», el Matías que se
había perdido en el bosque.
Algo se había roto en la casa. La canción que cada
familia canta todos los días, esa repetición de gestos
que les permite vivir juntos, ellos ya no la cantaban.
Matías producía tanto rechazo que nadie se que-
ría acercar. Los amigos y los parientes dejaron de
ir, y la vida familiar se volvió cada vez más oscura.
Hasta que un día Estela directamente enloqueció.
Tuvo un ataque de nervios y atacó a su hijo con un
cuchillo, convencida de que Matías había sido pene-
trado por un espíritu que vivía en la madera de los
árboles (lo había leído en una revista) y del que tenía
que liberarlo. Al menos eso les dijo a los médicos del
psiquiátrico.
La vida en la familia siguió sin la madre. O con la
madre en otra parte, recibiendo las visitas de Tomás
y del padre, a quienes ella les advertía que tenían que
alejarse de Matías porque era un monstruo. Pero Ma-
tías siguió en la casa.
Años después, se recibió de ingeniero en sistemas,
se fue a vivir a las sierras y formó su propia familia.
Tomás y su padre, que siguieron viviendo juntos, to-
maron la costumbre de ir cada tanto a visitarlo. Así
fue que un domingo cualquiera, mientras el padre

261
dormía la siesta, Tomás y Matías volvieron a estar so-
los, bajo los árboles, mirando la montaña.
Hacía veinte minutos que no se decían ni una pa-
labra, hasta que Tomás observó a su hermano y tuvo
la tentación de hablar del tema.
¿Quién sos?, quiso preguntarle. Explicáme qué sos,
le quiso decir. Pero se quedó callado.
Después de todo, más allá de lo que hubiese pa-
sado aquella vez en el bosque, ese extraño —con su
silencio a cuestas— ahora era su hermano.

Luciano Lamberti (1978) nació en San Francisco, Córdoba, y es


autor de libros de cuentos, poesía y novelas, como La maestra rural
y La masacre de Kruguer Esta historia apareció publicada en el libro
El loro que podía adivinar el futuro, de 2012.

262
64

Cómo se salvó el mundo


Stanislaw Lem

Este cuento es de Stanislaw Lem, que fue un famo-


so narrador polaco de ciencia ficción, conocido sobre
todo por el libro Solaris y sus adaptaciones al cine. La
historia dice así:
Un día el ingeniero Trul fabricó una máquina que
podía crear cualquier cosa que empezara con la letra
«N». Entonces la enchufó y le ordenó, para testearla,
que fabricara una navaja, que la metiera en un nece-
ser y que la rodeara de neblina. La máquina cumplió
el encargo, y Trul, encantado con el funcionamiento
de su máquina, le dio la orden de fabricar néctares,
narices, ninfas y nafta. Ante el último pedido, la má-
quina se detuvo y dijo: «No sé qué es nafta».
«Es petróleo», le dijo Trul a la máquina.
«Si es petróleo, empieza con P», respondió la má-
quina.
«Está bien», dijo Trul, «fabricáme una naranja.
Y ahí sí la máquina obedeció.
Trul decidió invitar a su casa a su colega, el inge-
niero Clap, para mostrarle la máquina. Clap, a quien

263
le gustaba competir con Trul y verlo fallar, pidió per-
miso para hacerle un encargo.
«Dale», le dijo Trul, «pero acordate que tiene que
empezar con N».
«A ver, máquina», dijo Clap. «Quiero todas las no-
ciones científicas».
La máquina se sacudió y la casa de Trul se llenó,
en un instante, de una muchedumbre de científicos
que discutían y escribían en libros que luego otros
científicos corregían y debatían en voz alta. Hablaban
todos a la vez y no había manera de entender una sola
palabra.
Clap no estaba contento con el resultado. Le dijo a
Trul que un montón de gente gritando no tenía nada
que ver con la ciencia, y que solo si la máquina podía
resolver dos problemas más reconocería que su fun-
cionamiento era correcto. Trul accedió y Clap le dijo
a la máquina que hiciera unos negativos.
Entonces la máquina fabricó antiprotones, an­
tielectrones, antineutrones y no paró de trabajar
hasta que había creado tanta energía negativa que
en el piso de la casa de Trul empezó a formarse un
antimundo.
Clap, aún sin convencerse, para el último encargo
decidió poner a prueba los límites de la máquina, así
que le gritó: «¡Y ahora, el tercer encargo! ¡Tenés que
hacer… nada!».
En ese momento, la máquina se detuvo. Durante
un buen rato, no se movió. Clap empezó a disfrutar
de su victoria, pero Trul lo paró en seco y le dijo:

264
«¿Qué pasa? Le dijiste que no hiciera nada, así que no
está haciendo nada».
Clap respondió seriamente: «No es cierto. Yo le or-
dené “hacer Nada”, que no es lo mismo. La máquina
tenía que crear la Nada y al final no hizo nada, así que
gané yo».
De pronto, la máquina empezó a sacudirse. Para
sorpresa de ambos ingenieros, comenzó a fabricar la
Nada. La máquina se puso a eliminar cosas del mun-
do, que dejaban de existir como si no hubieran exis-
tido nunca. Ya había suprimido a los científicos, a las
navajas, a los neceseres, la neblina y los nenúfares.
Alrededor de la máquina y de los dos ingenieros el
vacío era cada vez más grande.
Desesperado, Clap le gritó a la máquina que can-
celara su orden, pero antes de que la máquina se de-
tuviera, ya habían desaparecido el cuarto, la casa, la
calle y el barrio de Trul. Para cuando la máquina se
detuvo, el mundo tenía un aspecto aterrador. Lo que
más había sufrido era el cielo: apenas se veían en él
unos pocos puntitos de estrellas.
Trul y Clap le rogaron a la máquina que volviera
todo a la normalidad, pero la máquina se negó. Res-
pondió que solo podía volver a crear todo aquello que
empezara con N. Entonces Clap le suplicó a la má-
quina que al menos le devolviera la casa a su amigo
Trul, que no merecía haberla perdido por su estúpida
necesidad de ganar.
La máquina, otra vez, se negó. Les dijo que no po-
día hacerlo porque «casa» empieza con C, pero, que

265
si quisieran, podía darles más naranjas y navajas sin
ningún esfuerzo.
Finalmente, Clap dejó a Trul angustiado en el es-
pacio en el que alguna vez estuvo su hogar, solo con la
máquina que nada más sabía fabricar cosas que em-
pezaran con N.
Clap volvió a su casa y el mundo sigue, hasta hoy,
completamente agujereado por la Nada. Por eso,
cada vez que miramos por la ventana, sentimos que
nos falta algo.

Stanislaw Lem (1921-2006) escribió libros que fueron traducidos


a más de cuarenta lenguas, entre los que se destacan Solaris y El con-
greso de futurología. Este cuento aparece en Fábulas de robots (Edito-
rial Bruguera), publicado en 1964.

266
65

Felicidad clandestina
Clarice Lispector

Este cuento es de Clarice Lispector, una escritora bra-


sileña que en realidad nació en Ucrania, pero que vi-
vió toda su vida en Brasil. Dice así:
Esta es la historia de dos nenas: Verónica y San-
dra. A Verónica le encantaba leer y Sandra era la hija
del dueño de la librería. Por eso Verónica detestaba a
Sandra. La detestaba porque Sandra no compartía los
libros que había en la tienda de sus padres. Aunque
odiaba leer, porque la única pasión de Sandra eran
los caramelos, no le prestaba los libros a nadie, con
el único objetivo de hacer sufrir a sus compañeras.
Sobre todo a la más lectora del aula: Verónica.
Para peor, Sandra era horrible y mala. A diferencia
de muchas historias donde los gorditos son buenos y
padecen el maltrato de los demás, en este caso Sandra
era gorda, petisa, pecosa y desagradable.
Cuando, por ejemplo, una de sus «amigas» (bue-
no, en realidad: una de sus compañeras, porque San-
dra no tenía amigas)… cuando una chica del aula
cumplía años, Sandra no le regalaba ni siquiera un

267
diccionario de los que estaban en oferta. Llevaba de
regalo un señalador de la tienda de sus padres, cuan-
do todo el mundo sabía que esos señaladores venían
gratis cuando comprabas un libro.
Y eso por no hablar de cómo trataba a Verónica:
con ella, Sandra era especialmente cruel. Las poquí-
simas veces que le prestaba un libro a Verónica, le
ponía un día y una hora de devolución, y le hacía fir-
mar un papel donde Verónica aceptaba que si llegaba
a atrasarse más de cinco minutos no tenía derecho a
pedir un libro nunca más en su vida.
Verónica aceptaba. Siempre aceptaba y se dejaba
humillar. Porque era pobre y no podía comprar todos
los libros que quería leer.
Hasta que un día Sandra, al pasar, le dijo a Veró-
nica que había llegado a la librería Corazón de vidrio,
un libro gordo y carísimo, escrito por José Mauro de
Vasconcelos, imposible de comprar por Verónica.
Sandra le dijo que se lo iba a prestar si Verónica
pasaba a buscarlo por su casa. Así que al día siguien-
te, puntual, Verónica fue. Pero Sandra le dijo que,
lamentablemente, ya se lo había prestado a otra nena,
y que volviera al día siguiente.
Verónica se fue desanimada y un día más tarde
volvió a tocar el timbre, y se encontró con la misma
respuesta: «Se lo presté a otra nena, volvé mañana». Y
así pasaron varias tardes con la misma crueldad.
Hasta que un día, cuando Verónica estaba en la
puerta dejándose humillar por enésima vez, apareció
la madre de Sandra. Le había llamado la atención que

268
Verónica estuviera en la puerta todas las tardes y sa-
lió a preguntar por qué. Y aunque Sandra se apuró a
contestar una mentira, Verónica dijo rápidamente la
verdad. Y la madre de Sandra entendió todo.
«Sandra», le dijo, «ese libro no salió nunca de casa.
¿Vos te estás burlando de esta nena?».
El enojo de la madre no era solamente por la men-
tira. Era la bronca que le dio descubrir que tenía una
hija perversa. Entonces le dijo:
«Te metés para adentro y le prestás ya mismo el
libro a esa nena».
Cuando Sandra se fue, la mujer le dijo a Verónica:
«Y vos, te quedás con el libro todo el tiempo que
quieras».
Sandra volvió, humillada, y le prestó el libro a Ve-
rónica.
Verónica agarró el libro en silencio y se fue a su
casa. Ni sonrió. Usó toda su energía en sentir el peso
de ese libro contra su pecho. Al llegar a su casa no
lo empezó rápido. Recién a la noche lo abrió y leyó
un cuento, y al rato lo volvió a cerrar. Y lo escondió.
Quería fingir que no tenía el libro, para sorprenderse
después. Jugaba a que se olvidaba de la felicidad de
tenerlo. Para alegrarse mucho un rato después y leer
un nuevo cuento.
Y así fue leyendo el libro de a poco, durante días,
creando obstáculos falsos para disfrutar todavía más
de ese juguete clandestino que es la felicidad. Veró-
nica ya no era una nena con un libro: era una mujer
con su amante.

269
Por eso, cuando terminó todos los cuentos y de-
volvió el libro a su dueña, Sandra lo agarró desespe-
rada y lo empezó a leer sin parar. No le interesaban
esos cuentos: Sandra solamente quería tener el libro.
Poseerlo.
Y un rato más tarde, agotada, sin haber entendi-
do ninguno de los cuentos, Sandra se quedó dor-
mida con el libro en el pecho, justo encima de un
chicle pegajoso y sin gusto que ya se había aburrido
de masticar.

Clarice Lispector (1920-1977) fue periodista y traductora. Escri-


bió novelas, cuentos, libros infantiles y poemas. Ella misma definió
su estilo de escritura como un «no estilo». Este cuento apareció pu-
blicado en el libro Felicidad clandestina, de 1971.

270
66

La lluvia de fuego
Leopoldo Lugones

Seguimos con un cuento de don Leopoldo Lugones,


un escritor argentino tan importante que el 13 de
junio se festeja el día del escritor porque nació él, así
que imagínense.
Dice Lugones que a las once de la mañana cayeron
las primeras gotas. Pero no eran gotas, eran chispas.
Eran partículas de cobre hirviendo que pegaban con-
tra el suelo como si fueran arena.
Desde la terraza de su mansión, Leopoldo las vio
y sintió pánico. Pero como la ciudad entera parecía
seguir con su vida normal, intentó relajarse y se sentó
a almorzar como si no pasara nada.
Mientras comía, sin embargo, uno de sus sirvien-
tes, que atravesaba el inmenso y fastuoso jardín con
una bandeja, pegó un grito. En su espalda, notó
Leopoldo, había un agujerito. Y en el fondo de la car-
ne todavía chirriaba la chispa que le había atravesado
el cuerpo.
A Leopoldo se le fue el hambre. Sin decir nada vol-
vió a la terraza. Aunque ya no llovía, el suelo estaba

271
lleno de pelotitas de cobre caliente y la ciudad, esta
vez, había enmudecido. Desconcertado, sobre todo
porque el cielo seguía azul, se preguntó si se venía un
cataclismo y si tendría que huir cuanto antes. Pero
en ese instante sonaron unas campanas y la ciudad
recuperó su ritmo, e incluso la gente salió de sus casas
y se puso a juntar los granos de cobre para venderlos
por ahí. La amenaza había terminado y las personas
estaban extrañamente contentas.
Esa noche, para celebrar él también, Leopoldo in-
vitó a cenar a dos amigos y después se fueron de juer-
ga por ahí. La ciudad era un carnaval. Y Leopoldo la
disfrutó hasta que quedó agotado, volvió a su casa y
se tiró a dormir su borrachera.
Al despertarse, estaba bañado en transpiración.
Afuera llovía fuerte, y cuando se apoyó en la ventana
para mirar sintió el calor de la pared y se tiró para
atrás, horrorizado. La lluvia de cobre había vuelto,
y esta vez más fuerte que nunca. El aire era un vaho
caliente y con olor a pis, los árboles del jardín estaban
negros y sin follaje y el piso estaba repleto de hojas
carbonizadas… Pero el cielo seguía tan celeste como
siempre.
Leopoldo llamó a su servidumbre, pero todos se
habían ido. Así que se envolvió con una manta, se
tapó la cabeza con una olla de metal y corrió hasta
las caballerizas para agarrar un caballo y huir. Ahí vio
que los animales ya se habían escapado. Leopoldo
supo que estaba perdido. Y que su único resguardo
era el sótano: ahí no llegaba la lluvia, y además te-

272
nía una despensa que lo ayudaría a resistir hasta que
todo pasara.
Ya abajo, Leopoldo se tomó un vino entero y des-
pués, reanimado por el alcohol, sacó de un rincón
secreto un vino envenenado. En esa época, todos los
que tenían bodega guardaban uno, aunque no lo usa-
ran nunca. Y no estaba de más tenerlo. Si salía a la ca-
lle, iba a morir carbonizado. Si se tomaba el veneno,
en cambio, la muerte le pertenecía: era su decisión.
Con esa tranquilidad, Leopoldo se asomó por la
ventana para ver ese espectáculo histórico. El aire es-
taba rojo, los árboles se retorcían, las casas se derrum-
baban y la gente que intentaba huir quedaba frita en
las calles. Por no hablar del viento: era como un al-
quitrán caliente que revolvía el fuego y el olor a grasa
cadavérica.
Leopoldo se largó a llorar. Tarde o temprano ter-
minaría como ellos. O al menos eso pensaba, cuando
la lluvia, sorpresivamente, empezó a parar. Leopoldo
ya no entendía nada: la vida había perdido su lógica.
Con cautela, salió a la calle y vio la inmensa ruina en
que se había convertido su ciudad. Todo era humare-
das y cuerpos carbonizados, y un inmenso arenal de
cobre en los márgenes.
Por ahí, en el medio de toda esa desolación, Leopol-
do vio un bulto que vagaba entre las ruinas; era un
hombre que venía del puerto, donde el escenario era
igual de terrible: los barcos ardían, los muelles y los
depósitos se habían prendido fuego y el río era una
crema amarga y oscura.

273
Leopoldo invitó a ese otro hombre a su sótano
para comer y tomar algo, y celebrar que estaban vi-
vos, pero ni bien lo dijo el metal volvió a llover, más
compacto y pesado que nunca, y tuvieron que apurar
el paso.
Ya en las catacumbas, mientras el otro visitante co-
mía y tomaba con desesperación, Leopoldo decidió
aprovechar el agua del tanque para darse un baño.
Una vez en el agua, fresco y limpio por última vez,
se tomó la botella de veneno y terminó así su vida de
hombre rico.
La vida de un hombre rico que, a la hora de morir,
era idéntica a la de cualquiera.

Leopoldo Lugones (1874-1938) fue un escritor, docente y po-


lítico argentino. Se suicidó a los 63 años mezclando whisky con
cianuro de potasio. Este cuento aparece en Las fuerzas extrañas, una
compilación publicada en 1906.

274
67

Amor en Colonia
Pedro Mairal

Del último libro de cuentos de Pedro Mairal extraigo


esta historia, que trata de dos amantes que se van a
pasar un fin de semana en Colonia. Dice así:
Dos amantes se escapan a Colonia. Él es un abogado
casado; ella es su secretaria. Como es un fin de semana
largo, no encuentran habitaciones libres. Deciden es-
tacionar el auto cerca del casco histórico y salen a dar
un paseo hasta resolver el problema del hospedaje.
En la Calle de los Suspiros están las cámaras de
un noticiero, entonces se camuflan entre un grupo
de turistas. El guía turístico les dice: «A la pareja que
acaba de sumarse le aviso que la visita cuesta mil pe-
sos argentinos». Él dice que sí, todo colorado, y el
guía les cobra.
Frente al faro intentan desprenderse del grupo,
pero el guía les aclara que el almuerzo está incluido
en la tarifa. Todo el grupo insiste para que la pareja se
quede y ellos, resignados, se quedan.
Una vieja les hace preguntas. Ellos mienten. Di-
cen que se llaman Sandra y Rubén, los nombres más

275
mersas que se les ocurren. Él dice que arregla compu-
tadoras. Ella dice que es ama de casa.
De pronto se pone fresco y como él no llevó abri-
go (le dijo a su esposa que iba a Colombia en viaje
de negocios) la vieja le ofrece una campera amarilla
que alguien se olvidó. Él al principio se niega pero la
vieja insiste y entonces se la pone. «Te queda pintada,
Rubén», le dice la amante.
Almuerzan entre carcajadas y chismes de la fa-
rándula, y después de comer por fin se despiden del
grupo. Él sigue con la campera amarilla puesta. Se
olvidó de devolverla y tampoco nadie la reclamó.
Cuando llegan al auto descubren que el baúl está
forzado y que les robaron los bolsos con la ropa y los
documentos.
Él putea a los ladrones y a ese fin de semana de
mierda. Todo se fue al carajo. Discuten. Hacen la
denuncia y consiguen que el consulado les habilite
un par de autorizaciones para volver esa misma no-
che, pero el funcionario les dice que el auto se tiene
que quedar.
Cuando atardece, embarcan en el buque. Dos vie-
jos que toman mate frente a ellos les preguntan sus
nombres. «Sandra y Rubén», dice él. Le resulta más
cómodo seguir con la farsa. «¿De dónde son?», pre-
gunta la vieja. «De Quilmes», miente ella. «¡Nosotros
también!», dice el viejo y se ofrece a llevarlos en su
auto. Ella acepta.
En el puerto de Buenos Aires los viejos se apuran
para bajar. Él respira aliviado y le dice a ella, en la cola

276
de la aduana: «¿Por qué les dijiste que nos lleven a
Quilmes?». Ella le dice que se acordó que una vez fue
a un hotel de Quilmes que se llamaba La Barraca y se
le ocurrió que podían pasar la noche ahí.
«Quiero que estemos juntos», dice ella, «me da lo
mismo dónde. Además, quiero que hablemos». «¿De
qué?», pregunta él. Y ella le dice: «Estoy embaraza-
da». Él se queda pálido. La gente empieza a empu-
jarlos para que avancen. «¿Y acá en el Buquebús me
decís que estás embarazada?», dice él, desencajado.
Ella se pone a llorar. «Tranquila», le dice él, «va a
estar todo bien».
Cuando salen del Buquebús el matrimonio de
Quilmes los está esperando en la puerta, desde arriba
del auto les hacen señas. Ellos se suben al asiento de
atrás. «¿A dónde viven?», pregunta el hombre. «Cerca
del hotel La Barraca», dice ella. El hombre conoce el
lugar. Cuando entran a Quilmes pasan frente al hotel
y ella elige una casa al azar. «Vivimos acá», dice y los
dos se bajan en una calle de tierra, sin alumbrado.
Pero antes de despedirse, inesperadamente, la vie-
ja se baja del auto y les pide pasar al baño. «Claro,
claro», dice él. Se tantea nervioso los bolsillos de la
campera amarilla y siente un ruidito metálico. Saca
un llavero con tres llaves. «Me parece que esta no es»,
dice él, pero de todos modos prueba una llave en esa
puerta que nunca vio en su vida. La cerradura gira. Y
la puerta se abre.
Entre los dos tantean las paredes buscando el inte-
rruptor de la luz y después él abre un par de puertas

277
hasta dar con la del baño. La vieja pasa apurada. Ellos
esperan en el comedor, sin hablar.
Al rato, cuando la mujer sale del baño, se saludan
y acuerdan volver a verse. La pareja se queda sola.
Cierran la puerta y exploran la casa deshabitada. En-
tonces ven los adornos en las paredes. Unas carcasas
de computadora sobre la mesa, una cuna flamante en
un cuartito sin revocar. Ven una habitación con una
cama matrimonial y, arriba de la cama, un espejo en
forma de corazón con dos nombres tallados en cursi-
va que dicen: «Sandra y Rubén».

Pedro Mairal (1970) es un escritor, músico y amigo de la casa.


Publicó las novelas Una noche con Sabrina Love, El año del desierto,
Salvatierra y La uruguaya. Este cuento forma parte de Breves amores
eternos, publicado por Emecé en 2019.

278
68

Recuerdo del 2030


Pedro Mairal

Este es otro cuento hermosísimo de Pedro Mairal, y


es un recuerdo del futuro. Ocurre en el año 2030 y lo
elegí porque empieza diciendo así:
En esa época yo vivía en Maradona al 500, en
Greenland, cerca de la vieja frontera con Brasil, una
zona que alguna vez había sido un barrio cerrado, en
los tiempos del hipercontrol.
Andábamos todos con el chip metido dentro del
omóplato derecho y la máquina lectora de posicio-
namiento global sabía dónde estabas y cuál era tu in-
forme exacto: tu ingreso, tus gustos de consumo, tu
situación impositiva, tu correspondencia, tus amista-
des, tu conducta, tus vínculos y todos tus movimien-
tos a lo largo del día.
Había un impuesto que se llamaba IOC (Impues-
to del Organismo Central), pero lo llamábamos Im-
puesto del Ojo Cerrado, porque había que pagar
mensualmente para poder tener unos minutos dia-
rios sin la cámara personal encendida. Yo pagaba 40
sures por mes y eso me daba diez minutos diarios

279
de privacidad. Había gente que pagaba mucho más y
podía hasta desactivar su localizador.
Si te atrasabas con algún impuesto te anulaban acti-
vidades. Te frenaban el ingreso al subte, o a restauran-
tes de comida rápida, si tenías algún impuesto impa-
go. Antes de darte la bandeja, los empleados te decían
con una sonrisa: «¿Quiere regularizar su situación?».
Pero no era una pregunta, era el aviso de que, si no lo
hacías, no podías comer ahí. Ni hablar de cuando ibas
a visitar a un familiar al Centro RS.
En el Centro RS vivía el 45% de la población.
Eran cárceles, pero las quisieron disfrazar con ese
nombre pomposo de Centro de Reinserción Socio-
cultural. Yo tenía un hermano ahí y lo iba a visitar
el primer domingo de cada mes. Y si no tenía todo
pago no podía ir.
Con mi hermano tomábamos mate bajo el alero de
su barraca. Estaba muy abrasilerado y a veces yo tenía
que pedirle que me hablara despacio para entenderle.
Me preguntaba mucho por mis hijas. Yo le contaba
que estaban bien.
Nunca le conté que mis hijas en esa época estaban
adictas al Float. Cada una tenía su flotario de agua
densa, todas entubadas, para expulsar y recibir líqui-
dos y comida sin moverse. Vivían conectadas a la red
constantemente, en su cápsula sin días ni noches. Me
mandaban mensajes donde se las veía a cada una en
su mejor momento.
Las dos habían elegido su imagen de ese verano
que pasamos en San Bernardino. Yo podía hablar

280
con ellas y esa imagen en la pantalla me contestaba.
Siempre decían que estaban bien y me hablaban con
ese fondo de un atardecer de enero del 2015 que a
veces fallaba y se pixelaba o se ligaba con otros men-
sajes anteriores.
A mí me salía 600 sures por mes el mantenimiento
del Float. Y ellas no hacían otra cosa. Nunca le conté
a mi hermano que un día las fui a sacar, que deam-
bulé por los pabellones oscuros repletos de flotarios
uno al lado del otro. No le conté que cuando abrí sus
cápsulas mi hija mayor pesaba ciento treinta kilos y la
menor ciento cuarenta, que casi no se podían mover,
que las llevé a una de esas Granjas del Movimiento
donde hacían rehabilitación para adictos al Float, y
que cuando pudieron se escaparon. Yo me di cuenta
recién cuando en mi resumen de gastos reaparecieron
los consumos del Float.
Era difícil hablar con mi hermano: no quería
contarle que las cosas afuera del Centro no eran tan
buenas como las pintaban. Y a la vez no podíamos
hablar mal de Suárez porque en el Centro se regis-
traba todo. Afuera, en voz baja se podía hablar mal
de Suárez, pero ahí dentro era peligroso, sobre todo
para él. Suárez ganaba las elecciones cada dos años,
y sin fraude. Fue inamovible durante esas dos déca-
das. Los presos en el Centro no podían votar, pero los
que estaban libres votaban y no paraban de elegirlo a
Suárez, desde el viejo México hasta la Patagonia.
Yo me escapé la vez que me mandaron a dar una
clase en Ciudad del Este, donde estaba la frontera

281
blanda. Nos escapamos con otro profesor, al que des-
pués mataron en San Pombo. Durante el almuerzo
me robé un cuchillo tramontina y antes de las clases
de la tarde nos fuimos caminando por el fondo del
parque y no paramos más. Cada uno le sacó con el
cuchillo al otro el chip que estaba metido casi dentro
del hueso. Nunca nada me dolió tanto, pero la feli-
cidad de sacármelo valió la pena. Estuvimos casi una
semana cruzando la selva, temiendo que nos locali-
zara el Organismo, pero después encontramos gente.
Yo estuve en varios campamentos. De mi hermano
y mis hijas no supe nada más. No sé si soy más feliz
ahora, pero a veces cuando me rasco la espalda y me
encuentro el agujero donde estaba el chip, por lo me-
nos me siento libre.

Pedro Mairal publicó libros de cuentos, poesía y novelas. En Orsai


nos dimos el lujo de editar El gran surubí, un folletín ilustrado junto
a Jorge González, en 2013. Este cuento forma parte de ¿Sueñan los
androides con alpacas eléctricas?, una antología de ciencia ficción con-
temporánea publicada en 2012.

282
69

La mujer del almacén


Katherine Mansfield

Este es un cuento de Katherine Mansfield, una neoze-


landesa de principios de siglo XX que fue parte cen-
tral del movimiento modernizador en inglés y que
murió muy joven de tuberculosis. La historia dice así:
Tres amigos (Jaime, Lucía y Miguel) salieron a pa-
sear a caballo. Unas horas después empezaron a can-
sarse y Jaime le dijo al resto que a mitad de camino
había un almacén, atendido por una mujer hermo-
sísima, y que él era amigo del marido. Seguro que si
paraban un rato los iban a recibir muy bien. Lucía y
Miguel lo miraron de reojo: Jaime era bastante men-
tiroso, así que se conformaban con que fuera cierto
que había un almacén con bebidas. Necesitaban to-
mar algo y además uno de los caballos tenía la pata
herida y había que vendarlo.
Unas horas después vieron, a lo lejos, dos casitas en
el medio del campo. Cuando se acercaron, de aden-
tro de una salió una mujer con un rifle en la mano,
y atrás de la mujer una nena sucia. Los tres amigos
frenaron de golpe, asustados. Hasta que la mujer bajó

283
el arma. «Perdón, perdón», dijo. «De lejos parecían
buitres… Pasen, pasen».
Lucía miró a la señora del rifle. ¿Esa era la «mu-
jer hermosísima»? Se notaba que había sido linda, sí,
pero ahora era una ruina, hasta le faltaba algún dien-
te. Por su parte Jaime la trataba con distancia pero
con simpatía. «¿Cómo le va, señora?», le dijo. «¿Su
marido anda por acá?».
La mujer se pasó una mano por la boca, miró a
la distancia y contestó que hacía un mes que el ma-
rido estaba afuera, esquilando ovejas. Después miró
el cielo, hasta que todos escucharon el trueno de una
tormenta. «Si quieren quédense, eh», dijo la mujer,
mirando de reojo a Miguel, «pueden tomar algo fres-
co y además el percherón necesita vendas».
Los tres se quedaron, agradecidos. Hasta que se
hiciera la hora de la cena, Jaime y Lucía se fueron
para el arroyo mientras que Miguel, con la excusa
de buscar vendas y comida para los caballos, iba y
volvía de las cabañas una y otra vez, ante la mirada
perspicaz de sus amigos. «¿En qué pensás?», le pre-
guntó Lucía en un momento. Y Miguel no aguantó
y le dijo a su amiga: «Qué buena que está esa mujer,
por el amor de dios…». Lucía no podía creer lo que
escuchaba.
Mientras Miguel se bañaba en el arroyo, Jaime y
Lucía fueron a la casa a ayudar con la cena. Cruzaron
una huerta con la tierra revuelta y olor a podrido y
llegaron a la construcción, que tenía un salón princi-
pal con algunas puertas y una mesa donde la hija de

284
la mujer, absorta, rodeada de moscas, hacía dibujos.
«¿Y tu mamá?», preguntó Lucía. La nena dijo: «En la
cocina».
«¿Y tu papá?», preguntó Jaime. Y a la nena se le
transformó la cara. «No voy a decirte dónde está
papá», contestó. «No te digo porque no me gusta tu
cara». Descolocado, Jaime le preguntó entonces por
los dibujos, pero la nena los dobló y se los llevó en
silencio.
Un rato después cenaron sopa de repollo. Miguel
estaba recién bañado y sonriente.Y la mujer también
se veía distinta: se había soltado el pelo, los ojos azu-
les le brillaban y se había puesto unas botas que (¡sor-
presa!) eran de Miguel. Al terminar la comida, como
si fuera el dueño de casa, Miguel fue a la despensa a
buscar whisky.
«Mirá, mamá», dijo la nena. «Hice un dibujo de
todos nadando». Pero la madre le dijo que no se habla
cuando hay grandes en la mesa y que se fuera a jugar
sola. La nena se enojó y respondió desafiante: «Bue-
no. Pero voy a hacer ese dibujo que me dijiste que no
haga nunca más», dijo. Y se fue, ante la mirada un
poco espantada de la madre.
Siguieron charlando los cuatro hasta que se hizo
la hora de acostarse y la mujer distribuyó los espacios
de un modo muy raro: Lucía y Jaime dormirían con
la nena en el almacén, mientras que Miguel y ella se
quedaban en la casa.
Nadie dijo que no. Pero cuando Lucía y Jaime
fueron con la nena, la encontraron enojadísima, ha-

285
ciendo un dibujo que, una vez terminado, les mostró.
«Miren», dijo la nena. «Si mamá me obliga a dormir
con ustedes, yo les muestro lo que se me antoja».
En el papel se veía a una mujer disparando un rifle
contra un hombre, y a la mujer haciendo un pozo en
la tierra para enterrar al hombre, y a la mujer plan-
tando repollos encima.
Lucía y Jaime se quedaron petrificados. Trataron
de dormir como pudieron, y al día siguiente, cuan-
do amaneció, agarraron rápido sus cosas y buscaron
sus caballos. Pero cuando le gritaron a Miguel que
se iban, él se asomó a la ventana de la casa y les hizo
señas de que se fueran tranquilos: él se quedaba.

Katherine Mansfield (1888-1923) fue el pseudónimo de la es-


critora Kathleen Beauchamp, quien basó su obra en la combina-
ción de la hermosura y el espanto en la vida cotidiana. Este cuento
fue publicado originalmente en el número 4 de la revista Rhythm,
en 1912.

286
70

Domingo de carne
Javier Marías

Vamos a contar ahora una historia de Javier Marías,


que es un gran novelista español, posiblemente el
próximo premio Nobel en castellano, acuérdense.
Dice Marías en este cuento:
Un matrimonio de madrileños se va de vacaciones
a San Sebastián y se aloja en un hotel frente a la playa.
Es domingo y hace muchísimo calor, así que la pareja
decide quedarse en la habitación hasta que baje un
poco el sol y recién entonces cruzar hasta la playa.
Ella está leyendo en la cama y él mira por la ven-
tana con sus prismáticos, que los metió en la maleta
por si algún domingo se les ocurría ir al hipódromo.
No ese domingo, menos con semejante temperatu-
ra… «Pero ya vamos a tener tiempo de todo», piensa
él mientras recorre la playa con los prismáticos, por-
que las vacaciones acaban de empezar y ellos tienen
planeado quedarse tres semanas.
Intenta elegir a alguien para mirar, pero hay dema-
siadas personas como para detenerse en alguna. Cien-
tos de niños, docenas de gordos, decenas de chicas

287
(ninguna con el pecho descubierto, porque en San
Sebastián eso todavía no está bien visto). «Carne jo-
ven y madura y vieja, carne de niño que aún no es
carne, carne de madre que es más carne porque ya se
ha reproducido», piensa mientras hace panorámicas.
Al rato se cansa de mirar y entonces vuelve a la
cama. Se acuesta, le da unos besos a su mujer, pero
enseguida vuelve al balcón y a los prismáticos. Se
aburre, y quizás por eso siente un poco de envidia
cuando, dos habitaciones más allá, a su derecha, ve
que también hay un tipo con prismáticos apuntando
a la playa. Pero a diferencia de él, el tipo los mantiene
fijos en algún punto interesante, siempre en la misma
posición, sin desviar la mirada ni un milímetro.
El tipo no está asomado como él, sino que obser-
va la playa desde adentro de la habitación, y él solo
puede verle el brazo derecho. «¿Qué estará miran-
do?», se pregunta con envidia, porque es sabido que
cuando se fija la mirada y se pone interés en lo que
se contempla la mente puede descansar de veras, y a
esta altura él necesita dejar de buscar para concen-
trarse en algo.
Intenta calcular hacia qué punto se dirigen los ojos
fijos de su vecino y logra acotar un espacio.
«¿Qué mirás?», le pregunta la mujer desde la cama.
«Todavía no sé», dice él. «Estoy tratando de ver lo
que mira un hombre que está aquí al lado, en el otro
balcón». «No seas chusma», le reprocha la mujer pero
a él le da lo mismo, porque es de los que piensan que
más que ninguna otra cosa el verano se trata de per-

288
der el tiempo, y por eso es necesario inventarse algún
objetivo para no morir de aburrimiento.
Vuelve a mirar al tipo y ajusta mejor sus cálculos,
hasta que se convence de que tiene que estar mirando
hacia una de las cuatro personas, todas ellas bastante
cercanas entre sí, lejos del agua.
La primera es una mujer todavía joven que toma
sol con la parte superior del bikini desabrochada. La
segunda es otra mujer, de más edad, más corpulenta,
que lee el diario con un sombrero de paja. La tercera
es un hombre, quizá el marido de la segunda, o su
hermano, más esbelto, que tiembla de frío parado so-
bre su toalla como si recién hubiera salido del agua.
«Tiembla por capricho, porque el mar no puede estar
frío», piensa él.
La cuarta persona es un hombre mayor de nuca
canosa, sentado de espaldas, erguido, como si estu-
viera observando o vigilando a alguien en la orilla o
unas filas más adelante. Es la más distinguible porque
tiene una chomba verde, pero no puede ver si debajo
lleva traje de baño o pantalón.
Fija su mirada en el hombre canoso. «Está solo, sin
duda», piensa. «No tiene nada que ver con el que está
a su izquierda, el que tiembla de frío sin tener frío».
De pronto observa que se rasca la cintura. Tiene
panza. «Seguramente es uno de esos hombres a los
que les cuesta mucho esfuerzo pararse», se dice a sí
mismo.
No puede esperar a comprobar si se incorpora con
dificultad, ni ver si lleva pantalones o traje de baño,

289
pero sí entiende que es él el objetivo de su vecino,
porque de pronto, con sus prismáticos fijos por fin en
su cintura gruesa y su espalda ancha, ve cómo se de-
rrumba, cae hacia delante y hunde la cara en la arena,
como un muñeco de trapo.
Un segundo antes había escuchado un golpe seco
y amortiguado, y le había dado tiempo de ver que lo
que desaparecía de la terraza a su derecha ya no era el
brazo de su vecino con los prismáticos, sino su brazo
junto al cañón de un arma.
Cuando enfoca por última vez los prismáticos ha-
cia la playa, advierte que nadie se dio cuenta del ase-
sinato todavía. La playa sigue igual, con un muerto
reciente boca abajo en la arena.

Javier Marías (1951) es escritor, traductor y editor. Es miembro de


la Real Academia Española desde 2008. Publicó más de una decena
de novelas, ensayos y libros de cuentos. Este relato aparece en Mala
índole, publicado por Alfaguara en 2012.

290
71

La miopía de Rodríguez
Leo Maslíah

Este es un cuento precioso de Leo Maslíah, el escritor


y músico uruguayo, surgido de esos momentos don-
de no tenemos nada que hacer salvo esperar que nos
atiendan y ya leímos la revista de la farándula de hace
dos años. La historia dice así:
Rodríguez está en la sala de espera. Es una habi-
tación despojada pero agradable. Hay dos sillones
largos, uno enfrente del otro, una mesa ratona en el
medio y un cuadro colgado en la pared. Rodríguez
mira el cuadro para distraerse durante la espera.
El cuadro muestra a dos hombres caminando fren-
te al mar en una playa desierta, con un cielo celeste
de fondo. Uno de los hombres, el más musculoso,
tiene un tatuaje en el brazo. Es el perfil de un galeón
portugués, o quizás español, que navega con viento
a favor, algo que se advierte con claridad porque las
velas están desplegadas y tensas.
Cerca de una de las velas, un vigía diminuto pa-
rece agitar los brazos al viento, como si intentara
advertirle a la tripulación que acaba de divisar tierra

291
firme. En la cubierta hay un hombre con las manos
detrás de la espalda (posiblemente el capitán del bar-
co), que parece estar metido en sus pensamientos. No
solo permanece ajeno a las indicaciones del marinero;
tampoco advierte que a unos centímetros de su bota
derecha hay un mapa que, considerando el viento
fuerte que sopla contra las velas, corre peligro de salir
volando en cualquier momento.
El mapa es de África, y se destacan varias rutas de
navegación resaltadas con líneas rojas. Una de estas
rutas está remarcada en un rojo más intenso y ter-
mina en la costa del continente africano. Al final de
la línea hay un pequeño dibujo a mano alzada que
representa una aldea con varias chozas de paja.
Al lado de la choza más grande, una mujer muele
cereales en una vasija de barro cocido en la que se
distingue una pintura rupestre decorando la super-
ficie. Es una escena de caza, en la que un grupo de
indígenas con lanzas enormes persigue a un antílope
en la inmensidad de la sabana. La pintura es un poco
extraña porque los indígenas también llevan escu-
dos en las manos, cuando no está muy claro de qué
deberían defenderse, dado que es el pobre animal, y
no ellos, el que huye despavorido y con todas las de
perder.
Por su parte, todos los escudos también están ador-
nados con ilustraciones. La mayoría de los dibujos
aparecen mutilados, lo más probable, por lanzas ene-
migas, salvo uno de los dibujos, que conserva intacta
su capa de tinturas vegetales. Al parecer muestra un

292
sable metálico, que sin duda simboliza la cultura de
los invasores.
El puño del arma, en efecto, tiene tallada una cruz
dorada en la que agoniza un Cristo pálido, y junto al
redentor, lustroso y sacando pecho, hay un soldado
del imperio romano con un pergamino en la mano
derecha, lleno de anotaciones incomprensibles. No
son códigos cifrados ni claves esotéricas, como las de
El código Da Vinci, sino que más bien parecen repre-
sentar la pereza del pintor.
Lo único descifrable en todo el pergamino es un
dibujo que encabeza el documento a modo de mem-
brete. Es un ave colosal con las alas abiertas en án-
gulos llanos, que se parece muchísimo a un avión
comercial. De hecho, el ojo del pájaro encaja perfec-
tamente con la posición de una cabina de avión, y la
pequeña pupila del animal es la imagen patente de la
cabeza del piloto. Sin ir más lejos, al otro lado de la
ventana del avión pueden verse las siluetas de un par
de rascacielos de una metrópolis americana.
Uno de ellos, el rascacielos más alto, tiene un cartel
luminoso encima de la terraza con la publicidad de
una marca de colchones en colores azul, rojo y blan-
co. Bajo el cartel, apenas se distingue una ventana del
último piso del edificio, que muestra un pasillo largo
con varias puertas de contornos difusos.
Una de esas puertas está abierta. En la habitación
hay dos sillones largos (uno enfrente del otro) y una
mesa ratona en el medio. En uno de los sillones hay
un hombre vestido de gris, canoso, que parece estar

293
pendiente de algo que hay en una de las paredes, pero
eso ya no se llega a ver bien.
Rodríguez achina los ojos para ver mejor. En ese
momento se abre la puerta del consultorio y el doctor
pronuncia su nombre. «Rodríguez, puede pasar».
Sin demorarse un segundo más en el cuadro, Ro-
dríguez desvía la vista, se levanta de un salto y entra
al consultorio del oculista para controlar su miopía,
que, según pudo notar, está cada vez peor.

Leo Maslíah (1954) es un artista nacido en Montevideo, que se


destaca como compositor, cantante y escritor. Tiene cerca de cin-
cuenta discos publicados y la misma cantidad de libros editados.
Este cuento apareció publicado en La miopía de Rodríguez, publica-
do por Ediciones de La Flor en 1994.

294
72

El collar de diamantes
Guy de Maupassant

Este es un cuento de Guy de Maupassant, el insupe-


rable maestro del cuento francés, y gira en torno a
una pareja que tiene la plata justa pero sueña con ser
algo más. Dice así:
La historia trata de un matrimonio pobre, Matilde
y Antonio. Él era empleado en un taller mecánico
y ella leía revistas de alta sociedad y soñaba con los
famosos y el glamour.
Una noche Antonio llegó del trabajo contento.
Gracias a un favor que le había hecho a un piloto de
turismo carretera, había conseguido dos invitaciones
a una fiesta privada en la que iban a estar actores, mo-
delos y la gente más importante de la ciudad. Antonio
pensaba que su esposa iba a saltar de felicidad, pero
ella dejó la invitación sobre la mesa, desganada. «¿A
qué fiesta elegante querés que vaya yo, si ni siquiera
tengo un vestido decente para ponerme?». Antonio,
que nunca se daba por vencido, le dijo que se com-
prara el vestido que quisiera. «Me compro el vestido
y ¿qué?», dijo Matilde. «Si tampoco tengo una alhaja

295
para ponerme». Entonces Antonio nombró a Móni-
ca, la amiga millonaria de su esposa. «Seguro que ella
tiene una alhaja para prestarte. Si se la pedís no va a
decirte que no».
Al otro día Matilde fue a ver a su amiga de la in-
fancia. Hacía tiempo que no iba a verla: habían he-
cho primaria y secundaria juntas, pero la diferencia
de estatus le hacía mal. Mónica no solo se alegró de
verla, sino que abrió su alhajero, sacó un collar de
diamantes increíble y le dijo: «Este, querida, es el co-
llar perfecto para esa fiesta». A Matilde se le aceleró el
corazón cuando se vio en el espejo con el collar.
Cuando llegó el día de la fiesta, Matilde y Anto-
nio bailaron toda la noche y rieron y bebieron como
si pertenecieran a ese mundo. Pero cuando la fiesta
terminó, volvieron a su casa en colectivo, muertos de
frío y sin glamour, porque los taxis no querían ir a
esos barrios de noche.
Matilde entró a su habitación y cuando se desplo-
mó en la cama se dio cuenta de que no tenía puesto el
collar. Creyó que se moría. Empezaron con Antonio
a buscar entre la ropa y en los pliegues del abrigo.
Nada. Se calzaron y fueron hasta la parada del colec-
tivo, apuntando el piso con la linterna del celular, y
nada. ¡Nada!
Al día siguiente preguntaron en el salón de fiestas.
No había rastros del collar. Recorrieron mil joyerías
hasta que encontraron un collar idéntico al extra-
viado y tomaron la decisión de sacar un crédito en
el banco para comprar la joya. El collar costaba 92

296
veces el sueldo completo de Antonio en el taller. Sa-
bían que se estaban hundiendo en la miseria, pero
eran honestos. Al día siguiente Matilde le devolvió a
Mónica el collar de diamantes, y la amiga rica nunca
supo que no era el suyo.
A la semana, Matilde y Antonio se mudaron a un
departamento más chico y vendieron los muebles que
sobraban. Matilde conoció los trabajos más misera-
bles y espantosos, mientras Antonio se desdoblaba
entre el taller mecánico y en un reparto de fideos se-
cos que le había conseguido un amigo. Nunca tuvie-
ron vacaciones. Ni plata para el dentista. Tampoco
tuvieron hijos, ni mascotas, ni nada que hubiera que
alimentar.
Tardaron nueve años y tres meses en saldar el to-
tal de la deuda, pero Matilde había envejecido como
si hubieran pasado veinte años. A veces pensaba en
aquella fiesta ridícula, y se preguntaba cómo hubiera
sido su vida de no haber perdido ese maldito collar.
Un domingo se cruzó con Mónica, después de
tanto tiempo, en la fila de un supermercado. Mónica
estaba hermosa, como siempre. La otra, en cambio,
parecía la madre. Una madre canosa y encorvada.
Como Matilde había cambiado su forma de hablar
tras la pérdida de los dientes, Mónica tardó en re-
conocerla. Cuando supo que era ella, le preguntó si
estaba enferma. «No, enferma no», le dijo Matilde.
«Pasé muchas miserias, eso sí… Y vos tenés un poco
que ver». Mónica achicó los ojos, con gesto de no
entender.

297
«¿Te acordás del collar que me prestaste hace mu-
cho?», le dijo. «Bueno, esa noche lo perdí. Y al otro
día te devolví otro, parecido. Vos nunca te diste cuen-
ta, pero Antonio y yo tuvimos que sacrificar mucho,
mucho para poder pagarlo».
Por primera vez Matilde no sentía vergüenza de sí
misma; sonreía orgullosa de su honestidad.
Entonces Mónica le dijo: «Querida, el collar que te
presté no era original, era de piedras falsas… ¡No te
hubieras molestado, corazón!». Matilde se quedó dura;
los ojos vacíos. Enseguida la cajera llamó a Mónica,
que estaba primera en la fila, pero ella le sonrió a su
amiga y le dijo: «Mejor pasá vos primero, mi amor, que
tenés poquitas cosas. Yo estoy con el changuito lleno».

Guy de Maupassant (1850-1893) fue un escritor y poeta, princi-


palmente de cuentos, pero también novelas y crónicas periodísticas.
Este relato fue publicado por primera vez en el año 1884 en el diario
francés Le Gaulois.

298
73

Idilio
Guy de Maupassant

Vamos con otro cuento hermoso, raro, divertido, ex-


traño de Guy de Maupassant. Es decir, todo lo que
nos gusta. Dice así:
Estamos en el siglo XIX, en un tren que va de Gé-
nova a Marsella. En el último vagón viajan dos pasa-
jeros frente a frente, en silencio. Una mujer de unos
veinticinco años y un hombre un poco más joven. Es
el último tramo del viaje y quedaron los dos solos,
después de que el resto de los pasajeros se fueran ba-
jando en pueblitos silenciosos.
La mujer va sentada al lado de la ventanilla y mira
el paisaje. Es una piamontesa de ojos negros y tetas
enormes. El muchacho es un campesino flaco y cur-
tido, con la piel oscura de los que cultivan la tierra
bajo el sol.
El tren avanza despacio por la campiña francesa.
Desde el vagón en movimiento, el mundo parece un
lugar tranquilo, seguro y hermoso. La mujer asoma
apenas la cabeza por la ventanilla y toma un poco de
aire fresco. El muchacho no la ve porque tiene los

299
ojos cerrados. Está agotado y hace horas que trata de
dormir, pero no puede. Probó distintas técnicas, des-
de contar ovejas hasta dejar la cabeza completamente
en blanco, pero nada.
De pronto escucha que la mujer suelta un gemi-
do extraño. Él abre los ojos y la observa. Ella actúa
como si estuviera sola. Se desprende algunos botones
del vestido, afloja los elásticos del corpiño y sus dos
tetas colosales y enormes ceden liberadas y asoman
por el escote.
«¡Ufff! No podía respirar con tanto calor», dice la
mujer en italiano, por fin aliviada. Él, bastante incó-
modo, contesta en el mismo idioma y con el mismo
acento lo primero que se le ocurre: «Yo prefiero el
calor para viajar». Ella lo mira asombrada: «¿No me
diga que usted es del Piamonte?», dice. «Soy de Asti»,
responde él. «¿De Asti? ¡Yo de Casale!», pega un grito
ella, feliz. Y los dos sonríen porque son casi vecinos.
Se ponen a conversar y descubren que tienen amigos
en común. ¡No lo pueden creer! Y cuando ya tienen
confianza se cuentan cosas más íntimas.
Ella le dice que dejó a sus tres hijos con su esposo
porque encontró trabajo de nodriza en Marsella, en
la casa de una familia rica. Es una buena oportunidad
y, por más que le duela dejar a sus hijos, sobre todo
al más chiquito que acaba de nacer, no puede darse
el lujo de perder esa oportunidad. Él le dice que se
dirige a Marsella en busca de trabajo, porque le ase-
guraron que ahí se están haciendo muchos edificios
y que se necesita mano de obra. Después se quedan

300
en silencio, hasta que la mujer empieza a jadear y se
abre el vestido. Él se inquieta. Ella se queja: «Desde
ayer que estoy mareada porque no doy el pecho. Con
la cantidad de leche que tengo tendría que estar ama-
mantando tres veces al día. No puedo respirar. Siento
que me voy a desmayar», dice.
Él no sabe qué decir, y murmura: «Eso debe mo-
lestar mucho». «¡Muchísimo!», dice ella. Y se señala el
pezón izquierdo. «Con apretar un poco acá sale leche
como de una fuente. Es un espectáculo raro y bas-
tante increíble: todos mis vecinos de Casale venían a
verlo, se lo juro».
De pronto el tren se detiene. Al lado de la barrera
hay una señora con un bebé en brazos que no para
de llorar. «Ahí hay una criatura a la que le podría dar
tanto alivio», dice la mujer. «Y a mí podría darme un
gran alivio ese bebé», agrega con resignación. El tren
vuelve a marchar. La mujer se pasa la mano por la
frente: «No puedo más, me voy a morir», dice y con
un gesto inconsciente se abre el corpiño y desnuda,
sin que le importe nada, sus dos tetas colosales, con
dos pezones rosados en el centro.
El muchacho se queda petrificado en el asiento.
Después balbucea confuso: «Señora, a lo mejor yo la
podría aliviar». Se hace un silencio extraño, como si
el tren se hubiera detenido. La mujer lo mira seria:
«¿De verdad usted me haría ese favor?», pregunta al
cabo de unos segundos con la voz entrecortada.
Él asiente y sin esperar otra señal se arrodilla. Ella
se inclina apenas y le acerca a la boca su pezón rosado.

301
Él ve en la punta una gota de leche y se la toma con
avidez. Después agarra la teta con las dos manos y se
pone a mamar con ritmo regular.
Al rato ella le dice: «Ya descargaste bastante de esta.
La otra, por favor». Entonces el muchacho se suelta y
busca el otro pezón con docilidad. La mujer le apoya
las manos en la espalda; mientras él sigue prendido a
su manantial de carne, ella mira el paisaje y respira-
profundamente, disfrutando de la brisa. Hasta que lo
aparta con suavidad.
«Basta. Ya me siento mejor. Me hiciste un gran fa-
vor», afirma. Él se levanta y se seca la boca con el
revés de la mano. La mira con una expresión que no
le había mostrado antes. Y entonces, por fin, le dice:
«Soy yo quien le da las gracias, señora, porque llevaba
dos días sin comer. Sin comer nada. No sabe cuánto
se lo agradezco».

Guy de Maupassant es considerado uno de los más importantes


escritores de la escuela naturalista francesa. Publicó seis novelas y
unos trescientos cuentos. Este apareció por primera vez en el perió-
dico francés Gil Blas, en 1884.

302
74

La perla
Yukio Mishima

Es el turno ahora de Yukio Mishima, una bestia de


escritor japonés y posiblemente uno de los más que-
ridos. Murió a los 45 años; se suicidó, en realidad:
después busquen en Wikipedia cómo lo hizo. Pero la
historia dice así:
El día de su cumpleaños, la señora Sasaki preparó
un té con torta para sus cuatro amigas más cercanas
y se arregló de un modo discreto, poniéndose como
único adorno un anillo con una perla.
Sin embargo, antes de que llegaran las chicas, justo
cuando estaba supervisando la torta, la perla del ani-
llo se salió. Así que la apoyó en el borde de la fuen-
te, pensando que después la guardaría, pero ni bien
empezó la reunión se olvidó por completo de que la
perla estaba al costado de la torta.
Recién al comer la torta, cuando todas se tragaban
las bolitas de azúcar de la decoración, Sasaki se acor-
dó de la perla y la empezó a buscar, con la ayuda de
sus amigas. Hasta que una de ellas, la señora Azuma,
aburrida de la búsqueda, decidió mentir para salvar

303
la fiesta: dijo que se había tragado la perla sin darse
cuenta, y que había sentido algo raro en la garganta.
Dicho eso, pasaron a otro tema.
Cuando terminó el cumpleaños, Azuma —la que
había mentido— se fue con su mejor amiga, la seño-
ra Kasuga, y apenas pudo le dijo: «Fuiste vos, ¿no?
Porque yo dije cualquier cosa para terminar con el
tema».
Kasuga la miró impávida. «Yo no me tragué nada»,
dijo. Pero en el fondo se quedó pensando si la perla
no estaría en su intestino.
Por su parte, las otras dos invitadas, que se vol-
vían juntas en un mismo taxi, no hablaban de nada
porque se llevaban mal. Hasta que una de ellas, la
señora Matsumura, abrió su polvera para retocarse el
maquillaje y vio que algo rodaba hacia el fondo de
la cartera: era la perla. No lo podía creer. Tenía que
devolverla cuanto antes así que puso una excusa y se
bajó del taxi. La otra mujer, la señora Yamamoto, que
había visto todo de reojo, sonrió en silencio: durante
la reunión, ella —Yamamoto— había encontrado la
perla en su plato y se la había puesto en la cartera a
Matsumura, que le parecía una mujer desagradable.
Mientras tanto, en la calle, Matsumura pensaba qué
hacer. Si devolvía la perla, la cumpleañera —Sasaki—
podía pensar que ella la había robado pero después se
había arrepentido. Así que fue a una joyería, compró
una perla más grande, y después volvió a la casa de
Sasaki, que se puso la perla y, al ver que no calzaba
en el anillo, supo que su amiga era la más buena del

304
mundo: había mentido solo para liberar de culpa a
Azuma (la que decía que se había tragado la perla).
Mientras tanto la señora Kasuga, preocupada por
la idea de tener la perla en su estómago —una idea
que le metió Azuma, su supuesta «mejor amiga»—,
decidió probar que ella no se la había comido. Así
que también fue a una joyería y compró una perla
parecida a una bolita de torta, y después se la llevó a
Sasaki, argumentando que la había encontrado entre
los pliegues de su vestido.
A esa altura, Sasaki tenía ya dos perlas equivoca-
das —la primera demasiado grande para su anillo, la
segunda demasiado chica— y cuatro amigas que se
miraban con recelo.
Azuma sabía que en realidad no se había tragado la
perla. Kasuga tenía pánico de habérsela tragado y de-
testaba a Azuma, su ex mejor amiga, por haberle me-
tido esa idea en la cabeza. Y Matsumura, que había
encontrado la perla verdadera en su cartera, entendió
que alguien se la había puesto a propósito y que la
única capaz de eso era la detestable Yamamoto. Así
que fue a su casa y se lo dijo.
«Ahhhh…», respondió Yamamoto, fingiendo un
llanto. «No pensé que me odiabas tanto… Tengo que
decirte que no voy a dar nombres, pero una de las
invitadas metió algo en tu bolso».
Matsumura se quedó congelada: Yamamoto toda-
vía tenía un alma y no había querido acusar a sus
amigas. Además, en un acto sobreactuado, Yamamo-
to agarró la perla y se la tragó, como si fuera veneno.

305
Matsumura la miró con espantada fascinación: Yama-
moto era una santa. Así que le tomó la mano, le pidió
perdón, y ambas juraron ser amigas para siempre.
Cuando se enteró de esto, la cumpleañera quedó
alucinada. Las enemigas ahora eran carne y uña, y las
dos amigas —Azuma y Kasuga— no querían ni ha-
blarse. «El año que viene, mejor, festejo sola», pensó
entonces Sasaki. Y después, repitiendo el sabor de la
torta que le subía por la garganta, llamó a su joyero
para que adaptara el anillo de modo que entraran,
juntas, la perla grande y la perla chica.

Yukio Mishima (1925-1970) fue un novelista, poeta, guionista y


crítico nacido en Japón. En 1985 su vida fue llevada al cine en una
coproducción entre Francis​Ford Coppola y George Lucas. Este re-
lato fue publicado en 1953 en el libro La perla y otros cuentos.

306
75

Dejar a Matilde
Alberto Moravia

Este cuento es de Alberto Moravia, un escritor italia-


no nacido a principios del siglo XX y frecuentemente
adaptado a la pantalla grande. Dice así:
Después de un año de muchas peleas, un amigo
mío decidió dejar a su novia, Matilde, porque sentía
que ella no se lo tomaba en serio. Para eso la citó
en una plaza del barrio y la esperó casi una hora, re-
pasando las palabras que diría. Pero como Matilde
no fue, mi amigo —lejos de enojarse— sintió alivio
y tomó ese plantón como un ensayo general para el
encuentro siguiente. Esa noche durmió como nunca:
nueve horas de corrido, con la placidez del que se
saca una plomada del pecho. Si se despertó, de hecho,
fue por Matilde, que llamó por teléfono, le contó un
accidente doméstico que le había impedido salir la
noche anterior, y se disculpó por no haber ido al en-
cuentro. «No importa», dijo mi amigo. «Nos vemos
hoy, tengo que decirte algo».
«¿Qué cosa? Decime ahora», contestó Matilde.
Pero justo cuando él estaba por hablar, ella se ade-

307
lantó y le dijo que era un día precioso y que mejor
charlaban mientras paseaban por la costanera.
Mi amigo quedó un poco descolocado, pero acep-
tó convencido de que incluso era mejor dejar a Ma-
tilde durante una salida, así de paso se vengaba por
todas las barbaridades que Matilde le había hecho en
los últimos meses.
Un rato después, la pasó a buscar con la moto y
la miró con ojos de despedida. Matilde era dura y
atlética, y tenía los ojos astutos y el pelo negro, como
un animal salvaje. «Qué buena que está, pero la dejo
igual», pensó mi amigo. Y hasta se dio ánimos al ver
que la belleza de Matilde no le cambiaba los planes.
La pregunta era cuándo hablar. Si lo hacía ni bien
llegaban a la costanera estaría arruinando la salida.
Era mejor disfrutarla y hablar después de almorzar, o
incluso después de que terminara el paseo, mientras
volvían.
Con ese plan, mi amigo se preparó a pasar un día
hermoso caminando por la reserva ecológica, y mi-
rando los hombros desnudos de Matilde en un estado
de fascinación y estrategia. ¿Y si mejor hablara aho-
ra, en ese momento perfecto? Matilde se merecía ese
disgusto. Cortar esa felicidad al medio era un acto de
justicia que la vida le estaba dando a mi amigo. ¿Lo
aprovechaba o no? Justo cuando evaluaba si era mejor
hablar ya, Matilde intervino como si leyera su mente.
«¿Por qué estás tan callado? ¿En qué pensás?», dijo.
«Pienso en lo que tengo que decirte», dijo él.
Matilde le dijo que hablara ya, pero casi en el acto

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le pidió que le pasara bronceador por los hombros,
y ni bien terminó le dijo que hiciera silencio porque
quería escuchar el canto de los pájaros. Mi amigo
obedeció, no tanto por sumisión como por descon-
cierto. Y se prestó a caminar un rato más junto a Ma-
tilde, que estaba especialmente dulce y sensible y se
emocionaba con cualquier cosa.
Al verla tan feliz, mi amigo sintió unas ganas crue-
les de arruinarle la tarde y le dijo que quería hablar
ahora mismo, pero Matilde le sofocó el grito con un
abrazo asfixiante. A esa altura, él entendió que Ma-
tilde olía la mala noticia y estaba haciendo lo posible
por retrasarla. Y esa negativa lo llenó de coraje: «Voy
a decirte algo ya», le dijo.
«Ya sé, tontito», dijo Matilde. «Yo también te amo»,
siguió. Pero ante el silencio de mi amigo, Matilde pre-
guntó: «Es eso, ¿no?».
«No», dijo él.
Y aprovechando que Matilde se había ido detrás
de unas plantas para hacer pis, mi amigo —cobarde
pero valiente— le dijo: «Voy a dejarte».
Después, miró hacia las plantas pero no vio nada.
Matilde no estaba, como si esas últimas palabras la
hubieran desintegrado.
Por más que la llamó y la buscó, ella no aparecía y él
empezó a desesperarse hasta que, en el último minuto,
cuando estaba por largarse a llorar, Matilde apareció
desde otra planta más lejana y se le tiró encima:
«Repetí lo que dijiste, no te escuché porque fui a
hacer pis», dijo, mientras reía sin parar.

309
Desconcertado, contento de haber podido hablar,
pero también contento de que Matilde no lo hubiera
escuchado, y sobre todo de que no se hubiera ido para
siempre, mi amigo dijo: «No tengo nada para decir».
A lo que Matilde respondió, con absoluta dulzura:
«Es verdad, nunca tenés nada para decir».

Alberto Moravia (1907-1990) fue un escritor y periodista nacido


en Italia. Fundó la revista literaria Nuovi argomenti. Su obra literaria
está caracterizada por ser una crítica permanente a la sociedad euro-
pea del siglo pasado. Este cuento fue publicado originalmente en el
diario Il Corriere della Sera en 1957.

310
76

Sobre encontrarse a la
chica cien por ciento perfecta
Haruki Murakami

Este es un cuento del escritor japonés Haruki Mu-


rakami, un relato de amor o de desamor o de desen-
cuentro, según quien lo lea. Dice así:
Una hermosa mañana de abril, por una callecita de
la ciudad, Lucas se cruzó de frente con la chica per-
fecta. Tendría unos treinta años, igual que él. No era
particularmente hermosa ni tenía nada especial, pero
a quince metros de distancia supo con certeza que esa
chica era perfecta para él.
Se cruzaron frente a una florería. La vereda estaba
húmeda; él pudo sentir el perfume de las rosas. Ella
llevaba un suéter blanco y un sobre en la mano dere-
cha, como si estuviera yendo a entregar una carta en
persona. Lucas se fijó en sus ojos cansados. Capaz se
había pasado la noche escribiendo, pensó. Por ahí en
ese sobre estaban guardados todos sus secretos.
La chica siguió de largo. Lucas dio algunos pasos
más y cuando giró la cabeza ella se había perdido en-
tre la gente. «¿Por qué no le hablé? ¡No puedo ser tan
imbécil!», se repetía mientras se alejaba.

311
Y al doblar en la esquina supo exactamente qué
tendría que haber hecho. Se tendría que haber acerca-
do a ella y haberle pedido permiso para contarle una
historia. Una historia que empezaba con «Había una
vez» y que terminaba con «Qué historia triste, ¿no?».
La historia decía así:
Había una vez un chico y una chica. No se cono-
cían. Ella tenía dieciséis; él diecisiete. No eran lindos ni
se sentían especiales, pero sabían, con todo su corazón,
que en alguna parte del mundo vivía la persona perfec-
ta para cada uno. Creían en ese milagro. Y el milagro
sucedió.
Un día los dos se encontraron en un pasaje de la ciu-
dad. Él le dijo: «Es totalmente increíble lo que te voy a
decir, pero te juro que te estuve buscando toda la vida.
Por ahí pensás que estoy loco, y capaz que tenés razón,
pero sos la chica perfecta para mí». Ella sonrió y dijo:
«Y vos sos el chico perfecto para mí. Sos como te imagi-
né, en cada detalle».
Después se sentaron en un bar, se agarraron las ma-
nos y se contaron sus historias hasta que se hizo de no-
che. Ya no estaban solos. Se miraban alucinados. Era
un milagro del universo. Sin embargo, una pequeña
duda los sorprendió de golpe.
«¿Está bien que los sueños se cumplan, así, tan fá-
cil?», se preguntaron. «¿No habrá trampa en todo
esto?». Y entonces el chico dijo: «Vamos a probar una
cosa: vamos a separarnos, ahora. Y si realmente esta-
mos predestinados, entonces nos vamos a encontrar de
nuevo. Y cuando pase, nos vamos a vivir juntos, ¿cómo

312
lo ves?». Y la chica dijo: «Me parece perfecto, eso es lo
que tenemos que hacer». Y se despidieron. Y cada uno
retomó su camino.
No eran conscientes del error que acababan de come-
ter, pero eran jóvenes, eran crédulos, y el destino los iba a
golpear sin piedad. Un invierno feroz los dos se enferma-
ron de una gripe horrible. Pasaron semanas enteras entre
la vida y la muerte, y cuando por fin se recuperaron no se
acordaban nada. Habían perdido la memoria.
No fue fácil, pero pudieron rearmar sus vidas. Con-
siguieron buenos trabajos, hicieron nuevos amigos, ex-
perimentaron otra vez el amor, aunque nunca con la
misma intensidad. El tiempo pasó y un día el chico
tuvo treinta y uno, y la chica treinta.
Una hermosa mañana de abril, mientras los dos ca-
minaban por una callecita de la ciudad, se cruzaron
justo en mitad de cuadra, frente a una florería. La calle
estaba húmeda. Ella llevaba un sobre en la mano. Él iba
a buscar un café para arrancar el día. Mientras respira-
ban el perfume a rosas, se miraron.
Algo se activó en sus memorias perdidas, con el des-
tello de una luz tenue. Una corazonada breve retumbó
en sus pechos. Y entonces lo supieron: «Es la persona
perfecta para mí», pensaron a dúo.
Pero sus recuerdos eran demasiado débiles y ellos ade-
más no tenían la misma energía, ni tampoco la misma
claridad de la adolescencia. Y no se dijeron nada, ni una
palabra. Cada cual siguió su camino y desaparecieron
entre la gente. Nunca más se volvieron a ver. Qué histo-
ria triste, ¿no?

313
«Sí, eso es lo que tendría que haberle dicho», pensó
Lucas. Pero era demasiado tarde. Las mejores ideas
siempre se nos ocurren demasiado tarde.

Haruki Murakami (1949) es un escritor y traductor japonés pre-


miado en todo el mundo y traducido a más de cincuenta idiomas.
El reconocimiento mundial le llegó después del éxito de su novela
Tokio Blues (Norwegian Wood), en 1986. Este cuento forma parte de
El elefante desaparece, publicado por Tusquets en 1993.

314
77

El espejo
Haruki Murakami

Seguimos con otro cuento del gran Haruki Muraka-


mi, esta vez con una historia espectral (género japo-
nés por excelencia) que dice así:
Nunca me pasaron cosas raras. Me refiero a histo-
rias de fantasmas o de gente que tiene premoniciones.
Nunca, o casi nunca, viví esa clase de experiencias, a
no ser por esa vez. Fue una sola vez, pero me marcó
para siempre.
Terminé el secundario en 1960, justo cuando los
movimientos estudiantiles estaban en auge. Fui hi-
ppie, me negué a ir a la universidad, y empecé a pasar
los días deambulando por Japón, haciendo changas y
trabajos manuales, convencido de que los oficios eran
la forma de vida más honrada.
Y uno de los trabajos que tuve fue como guardia
nocturno en una secundaria. La tarea era fácil. De
día dormía en la oficina del conserje y de noche tenía
que dar dos vueltas enteras a la escuela. El resto del
tiempo escuchaba discos en la sala de música, leía en
la biblioteca y jugaba básquet solo en el gimnasio.

315
¿Tenía miedo? Para nada. A los diecinueve años sos
invencible.
La cuestión es que todos los días cumplía con mi
rutina. La primera vuelta era a las nueve de la noche
y la segunda a las tres de la mañana. Llevaba una lin-
terna en una mano y un bate de béisbol en la otra.
Había practicado béisbol en el colegio, así que me
sentía confiado de poder usarlo como defensa perso-
nal. Mi seguridad venía de mi juventud —ahora sal-
dría corriendo ante cualquier ruido— pero también
del lugar: en ese colegio nunca pasaba nada.
Hasta que llegó esa noche de octubre. Hacía calor
y corría un viento fuerte, tanto que la reja de la pileta,
que no tenía traba, se abría y se cerraba todo el tiempo.
En la primera recorrida, la de las nueve, no hubo
novedades. Pero en la segunda pasó algo. El viento
soplaba más fuerte y más húmedo que antes, la reja
de la pileta se estampaba con violencia una y otra
vez, y yo me sentía más cansado que lo normal. Igual
salí con mi linterna y mi bate de béisbol, y empecé la
ronda. Pasé por cada ambiente, donde todo parecía
en orden, y dejé para lo último el cuarto de la caldera,
junto a la cafetería, en el lado opuesto a donde estaba
mi habitación de conserje.
Llegar hasta ahí suponía atravesar un pasillo largo
y oscuro, que no tenía ni siquiera luz de luna porque
se venía una tormenta tremenda —eso parecía— y el
cielo estaba cubierto de nubes.
Fui para allá. Mientras avanzaba sentía mis zapati-
llas rechinar contra el piso. Hasta que justo a la altura

316
de la puerta de entrada a la escuela —que quedaba en
la mitad del pasillo— pensé «¿Qué carajo es eso?», o
sea: creí ver algo en la oscuridad.
Empecé a transpirar. Agarré fuerte mi bate y apun-
té mi linterna hacia la repisa donde se guardan los
zapatos.
Ahí estaba yo. Mi cuerpo completo se reflejaba en
un espejo. Lo raro es que ese espejo no había estado
la noche anterior, debían haberlo puesto en las últi-
mas horas. En cualquier caso, suspiré con alivio, dejé
mi linterna, saqué un cigarrillo y lo prendí. Miré mi
reflejo mientras aspiraba el humo. La luz de la calle
llegaba a través de una ventana y alumbraba el espejo;
atrás mío la reja se seguía sacudiendo.
Hasta que después de unas cuantas pitadas empecé
a notar algo raro. Mi reflejo no era yo. O sea: se veía
exactamente como yo, pero no era yo; era un yo que
nunca debió de haber existido. Un yo que me detes-
taba. Que sentía la clase de odio que nunca se olvida.
Me quedé atontado. Mi cigarrillo se resbaló de
mis dedos y cayó al piso. El cigarrillo del espejo cayó
al piso también. Nos quedamos parados, inmóvi-
les, mirándonos el uno al otro. Hasta que su mano
se movió: se tocaba la barbilla lentamente con las
puntas de los dedos. Después me di cuenta de que
yo estaba haciendo lo mismo. Como si yo fuera el
reflejo de lo que estaba en el espejo y él estuviera
tratando de controlarme.
Sentí que me ahogaba. Pero me armé de valor, sol-
té un grito, tomé mi bate de béisbol y partí el espejo

317
en mil pedazos. Después corrí hasta mi cuarto de la
escuela, trabé la puerta y me metí debajo de las sá-
banas. El viento siguió soplando y la reja continuó
haciendo ruido, pero así y todo me pude dormir.
Hasta que a la mañana, muy temprano, protegido
por la luz del día, me levanté para limpiar el lío que
había dejado, antes de que viniera alguien.
Para mi sorpresa, solo vi mi cigarrillo consumido
en el piso. No había ningún espejo. Ni roto ni en pie.
No había nada.

Haruki Murakami es una figura central de la literatura posmo-


derna. De todos modos, es criticado por el establishment japonés
como autor de literatura «no japonesa». Dicen que fue considerado
varias veces para el Premio Nobel de Literatura. Este cuento apa-
rece en el libro Sauce ciego, mujer dormida, editado en 2006 por
Tusquets.

318
78

Un hombre bueno
es difícil de encontrar
Flannery O’Connor

Ahora les propongo un cuento de Flannery O’Con-


nor, una escritora del sur de Estados Unidos que te-
nía muchos cuentos muy buenos como este. Dice así:
La abuela estaba convencida de que irse de vaca-
ciones no era buena idea. «¡Vos nos querés matar a
todos!», le decía a su hijo Bautista. Se había dejado
sugestionar por el amarillismo de las notas escritas so-
bre «el Desequilibrado de la Costa», un asesino suelto
que ya había matado a ocho turistas diferentes.
Joaquín y Juana, los hijos gemelos de Bautista, le
dijeron al padre que dejara a la vieja en la casa, por-
que iba a ser un bodrio irse de vacaciones con ella.
«¡Ustedes se callan!», dijo el padre. «Y vos, mamá:
¡mañana a la mañana te subís al auto sin chistar!».
Bautista ya estaba harto de los reclamos de su familia.
A la mañana siguiente, la abuela era la primera en
estar sentada en el auto. Llevaba solamente una valija
con un par de mudas de ropa y, en el piso, delante
suyo, ubicó un bolso para mascotas en el que dormía
dopada su gata Violeta.

319
«Mamá, ¿hace falta que traigas a la gata?», le pre-
guntó Bautista, una vez que ya se habían acomodado
todos dentro del auto.
La señora le explicó a su hijo que si llegaba a dejarla
sola, la gata era capaz de frotarse contra la llave del gas,
abrirla por accidente y terminar explotando la casa.
Bautista no dijo nada más y arrancó. A los pocos
minutos, ya estaban sobre la ruta, rumbo a la costa.
A mitad de camino, Joaquín y Juana se pusieron
pesados mientras jugaban. Alguno de los dos había
hecho trampa, y ahora intercambiaban insultos y
trompadas en el asiento de atrás.
Bautista ya estaba al borde del colapso nervioso,
así que la abuela salió al rescate y les dijo a los nenes
que si se portaban bien les iba a contar una historia.
La estrategia funcionó. Los chicos se quedaron ca-
llados mientras la abuela les contaba sobre una casa
de vacaciones, cerca de donde estaban pasando, don-
de ella se había quedado varios veranos.
«¿Y qué pasó?», preguntaron los nietos.
La abuela dijo que un día sus padres decidieron de-
jar de ir luego de que ella casi se muriera asfixiada de-
bajo de una puerta secreta. «Me quedé encerrada por
culpa de las sirvientas, que me jugaron una broma. Se
decía que en ese escondite había un tesoro y lo estaba
buscando. Ahora la casa está abandonada, parece».
«¡Nunca vi una casa con una puerta secreta!», gritó
Joaquín. «¿Por favor, papá, podemos ir?», gritó Juana.
«Dale, nene», dijo la vieja. «Si agarrás la salida en
un par de kilómetros estamos, yo te digo cómo llegar».

320
Bautista, al que le estaba por explotar una vena en la
frente, dobló y agarró el camino de ripio que se abría
desde la ruta. A los pocos metros, el auto empezó a su-
frir por el ripio. Violeta, la gata de la abuela, se desper-
tó y comenzó a maullar y rasguñar dentro del bolso,
mientras el auto seguía sacudiéndose de acá para allá.
La abuela decidió liberarla de su encierro, para cal-
marla, pero cuando abrió el bolso la gata salió dispa-
rada por el auto y terminó por hundir dientes y uñas
en el cuello de Bautista.
En medio de un grito de dolor, Bautista dio un
volantazo, golpeó una piedra del camino, mordió la
banquina y pegó dos vuelcos sobre una zanja.
La abuela salió a duras penas de su asiento, arras-
trándose por la tierra. Se sentó junto a la zanja y ob-
servó el auto volcado. Nadie más salió. La vieja em-
pezó a llorar y rezar, hasta que vio que un auto negro
se acercaba.
La vieja le hizo señas desesperadas. El auto frenó
frente a ella; estaba todo destartalado. Un hombre
con sonrisa compradora le preguntó si estaba bien.
La abuela levantó la mirada y pegó un grito. Era el
Desequilibrado, del que tanto había leído.
«Veo que me reconoció, señora», dijo el Desequi-
librado, con una pistola en la mano. «Qué lástima».
«¡No me dispares! ¿No le vas a disparar a una mu-
jer, no? Sé que en el fondo sos un buen tipo, con solo
mirarte me doy cuenta».
«No, qué voy a ser bueno», respondió el Desequi-
librado, «pero tampoco soy tan malo».

321
«Te doy toda la plata que tengo, te lo juro por Jesús».
«Jesús es el que tiene la culpa. Si creés, tenés que
dejar todo y seguirlo. Y si no, solo queda disfrutar
haciendo alguna que otra maldad. Aunque a veces
pienso que si hubiera estado cuando Jesús hizo los
milagros, quizás no sería como soy», dijo.
La abuela estiró la mano y quiso tocarle el hombro.
El Desequilibrado saltó hacia atrás como si lo hubiera
mordido una serpiente y le disparó tres veces.
«Dios mío, Dios mío», dijo la abuela mientras
agonizaba en la zanja, pero más que un rezo era un
insulto: se había acordado de que la casa de verano
quedaba en otra parte de la costa.
El Desequilibrado dejó el arma en el suelo, todavía
humeante, levantó a la gata que le ronroneaba contra
la pierna y le dijo: «Habría sido una buena mujer, si
hubiera tenido a alguien que le disparara cada cinco
minutos».

Flannery O’Connor (1925-1964) fue una escritora estadouni-


dense, autora de dos novelas y más de treinta relatos, considerada
una de las más influyentes del siglo pasado. Este cuento fue publi-
cado en el libro Un hombre bueno es difícil de encontrar, de 1955.

322
79

El francotirador
Liam O’Flaherty

Vamos a hacer un cuento brutal de Liam O’Flaher-


ty, un cuentista irlandés que murió en 1984. Es im-
portante decir que esta historia transcurre durante la
guerra civil irlandesa. Dice así:
El ejército irlandés, que hasta hacía no más de
un año había salido victorioso frente al ejército in-
glés, ahora se encontraba dividido en dos facciones
opuestas.
Esta historia transcurre justo durante la batalla de
Dublín, el conflicto que dio inicio a la guerra civil
irlandesa.
En la noche del primero de julio, un francotirador
mantenía una guardia en una de las torres del puente
O’Connell, sobre el río Liffey.
Acababa de terminar de cenar y decidió encender
un cigarrillo. Sabía que encender fuego en ese mo-
mento era un peligro.
En medio de la noche cualquier destello podía lle-
gar a delatar su posición, pero, aun así, sintió que se
merecía un cigarrillo.

323
Prendió un fósforo, aspiró el pucho que le colgaba
de la boca e inhaló el humo. Casi inmediatamente,
una bala se estrelló a pocos metros sobre su cabeza.
¡Fzzzzzzz! El francotirador insultó al aire, apagó el ci-
garrillo y se tiró de panza con su rifle al piso.
Con cuidado asomó la cabeza por la baranda de
la torre. Vio un resplandor y otra bala le pasó volan-
do cerca de la cabeza. Se tiró al piso de nuevo. Re-
conoció que el que le disparaba estaba al otro lado
de la calle.
En ese preciso momento, un tanque cruzó el puen-
te y estacionó en la vereda de enfrente. El corazón del
francotirador se aceleró. Era un tanque enemigo. A
los pocos minutos, un hombre vestido de uniforme
se acercó al tanque y señaló el lugar del puente en el
que estaba el francotirador.
La parte superior del tanque se abrió y salió otro
hombre uniformado. Ambos miraron hacia donde
estaba el francotirador, así que el hombre alzó sutil-
mente su rifle y disparó dos veces, matando a los dos
en el acto.
De pronto, desde el techo opuesto se oyó un dis-
paro y el francotirador sintió una bala que le atra-
vesó el brazo derecho. Cayó al suelo, soltó el rifle y
volvió a insultar. El brazo no dejaba de sangrar y no
lo podía mover. La bala había quedado atorada en
el hueso.
Acostado en el piso de la torre, el francotirador
se hizo un torniquete y se quedó inmóvil, pensando
cómo escapar. El enemigo, en el techo opuesto, lo te-

324
nía acorralado. Tenía que matarlo, pero no podía usar
su rifle. Tenía que arreglarse con su revólver. Pensó en
un plan.
Se sacó la gorra y la colocó sobre el cañón del rifle.
Después, empujó el rifle lentamente hacia arriba so-
bre la baranda de la torre, hasta que la gorra fuera vi-
sible para su enemigo. Casi inmediatamente una bala
perforó el centro de la gorra.
El francotirador tiró la gorra y el rifle a la calle y
dejó su mano colgando de la baranda, fingiendo que
estaba muerto. Al rato, la deslizó dentro de la torre
nuevamente.
Con precaución, espió a su enemigo. Su plan ha-
bía tenido éxito. El otro francotirador, al ver caer la
gorra y el rifle, pensó que lo había matado y ahora
estaba de pie, festejando su victoria.
El francotirador sonrió y levantó su revólver por
encima del borde de la baranda. Presionó sus labios,
respiró hondo y disparó. La bala atravesó el pecho del
francotirador enemigo.
El tipo intentó mantenerse en pie, pero se tamba-
leó hasta que finalmente cayó del techo y terminó en
el pavimento, donde antes se había detenido el tan-
que, y ahí quedó quieto.
Con la vía de escape liberada, el francotirador de-
cidió dejar la torre. Cuando llegó a la calle debajo del
techo desde el que su enemigo le había disparado,
sintió una súbita curiosidad por su identidad. Deci-
dió que sin duda se trataba de un buen tirador y se
preguntó si lo conocía.

325
El francotirador cruzó la calle hasta llegar frente
al cuerpo de su enemigo que yacía boca abajo en la
vereda. Cuando terminó de dar vuelta el cadáver, vio
la cara de su hermano menor.

Liam O’Flaherty (1896-1984) fue un escritor trascendental del


Renacimiento Irlandés, autor de una docena de novelas y relatos
breves. Además, escribió teatro, cuentos infantiles y no ficción. Este
cuento apareció por primera vez en el diario socialista The New Lea-
der, en 1923.

326
80

Las fotografías
Silvina Ocampo

Vamos a hacer un cuento genial, muy excéntrico, de


Silvina Ocampo, una extraordinaria cuentista argen-
tina que murió en 1993, hermana de la también fa-
mosa Victoria Ocampo. El cuento dice así:
El cumpleaños número catorce de Adrianita reu-
nió a toda la familia. Era el primer festejo familiar
después del accidente que dejó a la nena paralítica.
La tía Silvia llegó puntual con su blazer verde porque
quería mucho a su sobrina, aunque detestaba al resto
de la familia, en especial a Humberta, la madre de
Adrianita.
La nena estaba sentada en el medio del patio, con
un vestido blanco y los botines ortopédicos que se
asomaban por debajo, rodeada de los invitados. Ha-
bían preparado una mesa muy larga, lindísima, llena
de comida y bebidas, pero nadie podía tocar nada
hasta que llegara el fotógrafo, porque un día como
ese tenía que quedar registrado.
Como hacía calor y había moscas, todo el mundo se
abanicaba, o abanicaba las tortas y los sanguchitos de

327
miga. La mamá de Adrianita abanicaba todo con una
flor. La tía Silvia la miró con odio contenido, porque
estaba claro que Humberta lo hacía para llamar la aten-
ción. ¡Como si una flor pudiera tirar algo de viento!
Cuando llegó el fotógrafo, destaparon la prime-
ra botella de sidra. ¡El trabajo que les dio la primera
foto! Eran muchos y algunos, como el papá de Adria-
nita, gente un poco obesa… Entonces quedaban fue-
ra de cuadro o directamente la tapaban a Adrianita
que seguía, pobre, hundida en su silla de ruedas. El
fotógrafo tuvo que hacer magia.
Después, Humberta le dio a la nena un cuchillo
para que posara como si estuviera por cortar la torta.
Ella apoyó el filo entre las dos velas que formaban el
número catorce. «¿Por qué no le sacamos una foto
como si estuviera parada?», dijo un invitado. «¿Y si
los pies salen mal?», dudó Humberta. Entonces el fo-
tógrafo dijo que después él le cortaba los pies en el
laboratorio. A Adrianita no le gustó el comentario. La
tía Silvia la vio hacer una mueca de dolor, y no hubo
forma de que se parara, así que al final la dejaron así,
sentadita en su silla de ruedas.
Después la llevaron al cuarto de la abuela, que no
salía de la habitación desde hacía años. Ya que habían
contratado a un fotógrafo, había que aprovechar para
sacarle una foto con cada invitado. Entre dos la car-
garon a Adrianita en su silla y la pusieron al lado de
la cama de la abuela.
Eran como quince personas ahí adentro, todos ha-
cinados. A la tía Silvia le pareció un espanto. Había

328
que arreglarle el pelo, cubrirle los pies con almohado-
nes, decorarla con flores. No se podía respirar.
Adrianita sudaba y hacía muecas. El fotógrafo
prendió las luces y sacó la foto. Todos aplaudieron
de alegría. Un desubicado dijo: «Parece una novia.
Casi tan linda como antes del accidente. Lástima los
botines…».
«¡Ahora una con el abuelo!», exclamó Humberta.
Y la tía Silvia dijo: «¿No les parece que ya fueron su-
ficientes fotos?».
Humberta se acercó a la tía Silvia y le dijo que des-
pués de todo lo que había sufrido, pobre Adrianita, y
de todo lo que habían tenido que aguantar también
ellos, la familia, durmiendo en el piso del hospital,
dándole su propia sangre en transfusiones para que
quedara viva (paralítica, pero viva), lo menos que po-
día hacer la nena era sacarse unas fotos de recuerdo…
La tía Silvia vio cómo Adrianita se quejaba. Le
pareció que pedía un vaso de agua, pero estaba tan
agitada que no podía hablar. Dos hombres la lleva-
ron, de nuevo, al patio y la pusieron junto a la mesa.
Adrianita posó una vez más en la cabecera, al lado del
abuelo y de la torta con velitas. Ya ni sonreía. Abría la
boca como si diera bocanadas de aire.
Justo cuando el fotógrafo disparó la cámara, la tía
Silvia observó cómo la imbécil de Humberta se metía
en primer plano, siempre en primer plano, para aca-
parar la foto.
Y después sacaron más fotos: destapando las bo-
tellas, llenando las copas, cortando la torta. Recién

329
cuando iban a cantar el «Feliz cumpleaños» notaron
que la cabeza de la nena colgaba de su cuello como
un melón.
Todos siguieron charlando, pero la tía Silvia se dio
cuenta. Fue Humberta, la mamá, quien le sacudió un
brazo a la nena para despertarla y dijo: «Ay, esta nena
está muerta».
Después del tumulto, todo el mundo tuvo que vol-
ver a su casa sin probar un bocado. Por suerte, antes
de que llegara el fotógrafo, la tía Silvia había tomado
la precaución de guardarse unos sanguchitos de miga
en los bolsillos del blazer verde, porque con esa fami-
lia nunca se sabía lo que podía pasar.

Silvina Ocampo (1903-1993) fue una escritora, poeta y ar-


tista plástica argentina, fundadora de la mítica revista Sur. Es-
tuvo casada con Adolfo Bioy Casares y, junto a Borges, los tres
editaron la Antología de literatura fantástica. Este cuento fue
publicado en el libro La furia, de 1959.

330
81

La máscara de la Muerte Roja


Edgar Allan Poe

No podían faltar en estos cuentos inolvidables las his-


torias de Edgar Allan Poe, el gran cuentista nortea-
mericano. Y este relato tiene algo que ver, quizás, con
lo que nos está pasando en esta época. Dice así:
Esta es la historia de un país arrasado por una peste.
La llamaban «la Muerte Roja» porque en apenas
media hora atacaba sus víctimas, les pintaba la cara de
color escarlata y las hacía transpirar sangre hasta morir.
Preocupado por el panorama, un príncipe llamado
Próspero se replegó a un castillo fortificado, junto a
mil caballeros y damas de su corte. Estaba decidido a
que la peste no arruinara su vida de lujos.
Ahí adentro, en el castillo, donde tenían provisio-
nes suficientes para aguantar mucho tiempo, no sola-
mente estarían a salvo él y su gente, sino que podrían
pasarla muy bien, al punto de ser casi felices.
Para eso, para que ninguna peste le arruinara la
vida, Próspero se había ocupado de meter en su comi-
tiva a varios comediantes, bufones, bailarines y mú-
sicos encargados de hacerles pasar un buen encierro.

331
Así, acompañado por esa pequeña multitud que él
mismo había diseñado, Próspero se dedicó a pasarla
bien y a esperar que la peste terminara.
Hasta que al sexto mes de cuarentena, cuando la
Muerte Roja ya se había tragado a casi todo el país,
Próspero redobló su apuesta y, a pesar de toda la des-
gracia que lo rodeaba, decidió hacer un baile de más-
caras descomunal.
La celebración era suntuosa, exagerada, y ocupa-
ba siete habitaciones que habían sido decoradas cada
una de un color distinto. Además, ninguna habita-
ción tenía lámparas ni candelabros, sino que la luz
llegaba de los pasillos internos y atravesaba los vidrios
(de un color distinto en cada cuarto) dando a los es-
pacios un tono un poco surrealista.
El ambiente era increíble. Todos circulaban con
sus máscaras fantasmagóricas, y las siete habitaciones
eran un desfile de siluetas que cambiaban de color al
pasar por los distintos cuartos.
Cada tanto, con los cambios de hora, un reloj in-
menso ubicado en la habitación negra sonaba con
fuerza y provocaba un silencio general. Pero apenas
terminaba de dar la hora, los gritos y las risas volvían
a su volumen habitual. Hasta que se hizo la mediano-
che. Entonces el reloj dio doce campanadas, y hubo
que callarse durante más tiempo, y en ese interín los
invitados se llenaron de pensamientos oscuros.
Fue entonces, justo con la última campanada,
cuando todos notaron la presencia de una figura en-
mascarada que hasta ese momento no había llamado

332
la atención. Era una persona alta y flaca, que vestía
una mortaja y llevaba una máscara que parecía la de
un cadáver.
Nadie se rio con ese disfraz, porque era el disfraz
de la peste. Era obvio: la mortaja estaba salpicada de
sangre, y la propia máscara estaba manchada de escar-
lata: el tono que tenían los infectados minutos antes
de morir.
Cuando Próspero vio eso no lo pudo creer. «¿Quién
es el imbécil que se hace el gracioso con ese disfraz?
¡No es chistoso! ¡Agárrenlo, sáquenle la máscara, y
llévenlo a la horca!», gritó. Pero nadie se movía. To-
dos tenían miedo de infectarse.
El visitante, entonces, se empezó a acercar al prín-
cipe, pasó a un metro de distancia y después, lenta-
mente, empezó a recorrer todas las habitaciones: la
azul, la morada, la verde, la naranja, la blanca, la vio-
leta y finalmente la negra.
Azorado porque nadie lo frenaba, y furioso por el
desaire, el príncipe Próspero agarró un puñal y corrió
hacia él, y entonces vio cómo el visitante, ya en la
última recámara, la de los terciopelos oscuros y los
cristales color sangre, se dio vuelta para enfrentarlo.
En el acto, el príncipe gritó, soltó el puñal y se
desplomó sobre la alfombra, muerto.
El resto de la gente, desesperada, se abalanzó sobre
aquella figura hasta que vieron que la máscara no ta-
paba nada. No había nadie detrás del disfraz.
Y entonces, sí, reconocieron la presencia de la
Muerte Roja.

333
Había llegado al castillo como un ladrón en la no-
che. Después de esa última revelación, los invitados
fueron enfermando en las salas manchadas de sangre,
y uno por uno murieron. Y el reloj se detuvo con
el último suspiro. Las pocas luces se apagaron. Y las
tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja, lo domi-
naron todo.

Edgar Allan Poe (1809-1849) fue un escritor, poeta y periodista


estadounidense, mundialmente reconocido como uno de los maes-
tros universales del relato corto. Este cuento vio la luz por primera
vez en la revista Graham’s Magazine, en 1843.

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82

El barril de amontillado
Edgar Allan Poe

Este es el segundo cuento que vamos a leer de Edgar


Allan Poe, y si fuera por nosotros tendríamos que ha-
cer cinco o seis más. Este no es sobrenatural, pero de
todas maneras es fantástico, y dice así:
El conde de Montresor, uno de esos nobles con pa-
lacio, decidió vengarse de Fortunato: un millonario
que lo había humillado en público unas cuantas veces.
Fortunato era un tipo muy desagradable. Hablaba
de todo como si supiera y trataba con crueldad al
que opinaba distinto; cuando su único conocimien-
to verdadero giraba en torno a los vinos: era bueno
catando vinos.
La cosa es que una noche, aprovechando la pasión
de Fortunato por los vinos, el Conde le tendió una
trampa.
Durante un festejo de Carnaval se encontró a For-
tunato vestido de arlequín, bastante borracho y cele-
brando en la calle, y de modo compinche —porque
se supone que ambos eran amigos— le dijo que aca-
baba de comprar un barril de amontillado, un vino

335
muy poderoso, y que no estaba seguro de haber he-
cho una buena inversión.
Para aumentar su interés, el Conde soltó el anzuelo
infalible: «Aprovecho que te encuentro, porque si no
le iba a pedir consejo a Luchessi…».
Apenas escuchó «Luchessi», Fortunato cayó en la
trampa. Le dijo al Conde que Luchessi tenía paladar
de lata, que la única persona que podía aconsejarlo
bien era él, y que fueran ya mismo al palacio del
Conde, para testear el contenido del tonel. Eso hi-
cieron.
Cuando llegaron, la mansión del Conde estaba va-
cía. Precavido, le había dado asueto a su servidumbre
para asegurarse de estar a solas con su enemigo.
Una vez adentro, prendieron dos antorchas y ba-
jaron las escaleras macizas hasta llegar a la bodega. El
camino era tan empinado y sombrío que en algún
momento lo único que se empezó a escuchar eran
los pasos y los cascabeles del sombrero de arlequín de
Fortunato.
Después, se escuchó la tos. Fortunato comenzó a
toser. La humedad empezaba a llenarle los pulmones,
pero el Conde volvió a la misma astucia del principio
para conservar su interés.
«Si se siente mal», dijo, «subimos y lo llamo a Lu-
chessi».
Pero Fortunato no quería saber nada. Su tos era un
detalle estúpido, tan estúpido como Luchessi, así que
no había que perder más tiempo y debían seguir has-
ta el barril de amontillado. El Conde dijo que bueno,

336
mostrando una falsa obediencia. Abrió un vino para
calentar la garganta, procuró que Fortunato estuvie-
ra más borracho que antes, y lo hizo avanzar por las
catacumbas hasta llegar a una cripta profunda donde
los muros estaban formados por esqueletos apilados
y donde la impureza del aire enrojecía el fuego de las
antorchas.
En lo más apartado de la cripta había otra, menos
espaciosa, de la que salían una cadena y un candado.
«Qué criptas enormes», se asombró Fortunato.
«Y sí», dijo el Conde. «Los Montresor fuimos una
familia con escudo».
«¿Y cómo era el lema del escudo familiar?».
El Conde estaba por responder, cuando Fortunato
lo interrumpió.
«Bueno, qué importa… La humedad no se aguan-
ta. ¿Y el vino?».
Fortunato caminó, ansioso y borracho, hasta el
fondo de la cripta. Y fue ahí, con un movimiento rá-
pido, que el Conde lo envolvió con la cadena y puso
el candado.
«¿Y el vino?», preguntó Fortunato, desconcertado.
Pero el Conde no respondió. Corrió una montaña
de huesos y dejó ver que, debajo, había material de
construcción para tapar el nicho.
Con destreza y silencio de albañil, el Conde se
puso a trabajar. Y a medida que subía la pared, vio
cómo a Fortunato se le iba la borrachera y empezaba
a gritar, y escuchó cómo su voz se apagaba con el paso
de las horas.

337
Cuando le quedaba por colocar solo una piedra,
sintió que salía del nicho una risa ahogada que le
puso los pelos de punta.
«Qué buena broma, amigo», susurró Fortunato,
«cómo nos vamos a reír en el palacio, ¿no? ¿Dónde
está nuestro barril?».
«Está junto al escudo de mi familia», contestó el
Conde. Y entonces le explicó a Fortunato en qué con-
sistía el escudo: tenía un gran pie humano, de oro,
aplastando a una serpiente que le muerde el talón. Y
tenía un lema, Nemo me impune lacessit, que en cas-
tellano significa «Nadie me ofende impunemente».

Edgar Allan Poe inventó el género de terror moderno y el relato


de detectives e incluso fue precursor de la ciencia ficción. Este cuen-
to fue publicado en Cuentos de lo grotesco y arabesco, un volumen que
reúne sus narraciones, editado en 1840.

338
83

El almohadón de plumas
Horacio Quiroga

Ahora es el turno de un cuento terrible de Horacio


Quiroga, el escritor uruguayo que también adopta-
mos en Argentina como propio. Nadie que lea esta
historia se la olvida. Dice así:
Alicia era una chica rubia, angelical y alegre, pero
cuando se casó con Jordán su carácter se fue endure-
ciendo. Los dos se querían un montón; ese no era el
problema. El problema era que Jordán no se relajaba
nunca. Vivía con la cabeza en el trabajo, en sus obliga-
ciones, y ella no sabía qué hacer para que él dejara de
estar tan tenso y preocupado, siempre tan intranquilo.
La casa tampoco ayudaba mucho a que la relación
fuera más cálida entre los dos. Era una casa muy se-
ñorial, muy lustrosa. El patio tenía columnas y es-
tatuas de mármol, y las habitaciones eran enormes,
pero frías.
Por las tardes, mientras Jordán estaba en el trabajo
y Alicia caminaba sola por las habitaciones vacías, te-
nía la sensación de que en realidad estaba atrapada en
un palacio encantado.

339
En ese extraño nido de amor, Alicia se pasó todo
el otoño. No fue raro que adelgazara. Pero después
tuvo un ligero ataque de gripe que se alargó más de la
cuenta… No mejoraba nunca.
Hasta que por fin una tarde pudo salir al jardín,
apoyada en el brazo de Jordán. Se quedó mirando las
flores y los frutales como si los viera por primera vez.
Con muchísima ternura, Jordán le pasó la mano por
la mejilla y ella se largó a llorar. Él la abrazó y la con-
tuvo en su pecho y así se quedaron un rato.
Esa fue la última vez que ella se levantó de la cama.
Al día siguiente amaneció pálida y mareada. El
médico le ordenó calma y descanso absoluto. Cuan-
do Jordán despidió al médico en la puerta, el doctor
le dijo: «Está muy débil, pero sin vómitos, sin fiebre,
nada… No me lo explico. Si mañana se despierta
igual, llámeme enseguida».
Al día siguiente Alicia estaba peor. Jordán consul-
tó con distintos médicos, que le diagnosticaron una
anemia muy aguda, pero completamente inexplica-
ble. Jordán vivía casi pegado a la cama de Alicia, sin
sacarle los ojos de encima. Ella hablaba poco, el resto
del día dormía.
Pronto empezó a tener alucinaciones que la hacían
gritar y llamar a su marido con pánico, que enseguida
entraba para calmarla.
Los médicos volvieron, pero fue inútil. La salud
de Alicia era cada vez más débil y nadie sabía qué
le pasaba. Durante el día parecía que su enfermedad
no avanzaba, pero por las mañanas amanecía dema-

340
crada, sin nada de energía. Parecía que la vida se le
escapaba de noche, hasta que una mañana no pudo
mover más el cuerpo, apenas la cabeza. No quiso que
le tocaran la cama ni que le arreglaran las almohadas.
Sus alucinaciones ahora tenían forma de monstruos
horribles que se arrastraban a la cama y trepaban por
encima de la colcha.
Después perdió el conocimiento. Los últimos días
deliró sin cesar, a media voz. En el silencio de la casa
enorme, solamente se escuchaba el delirio monótono
que salía de la cama y el rumor de los pasos de Jordán.
Y por fin, una tarde, murió.
Cuando se llevaron su cuerpo, la sirvienta entró a
deshacer la cama vacía y se quedó mirando el almo-
hadón, y después llamó a Jordán en voz baja: «Señor,
en el almohadón hay manchas de sangre», le dijo.
Jordán se acercó. En la funda, al lado del hueco
que había dejado la cabeza de Alicia, se veían man-
chas de sangre. «Levántelo a la luz», dijo Jordán.
Ella levantó el almohadón pero enseguida lo dejó
caer, horrorizada. «Pesa mucho», dijo. Jordán lo le-
vantó: pesaba muchísimo.
Lo llevaron al comedor y lo pusieron sobre la mesa.
Con un cuchillo filoso, Jordán cortó la funda de un
tajo. Las plumas volaron y la sirvienta pegó un grito:
al fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las
patas peludas, había un animal horrible. Una bola vi-
viente y viscosa.
Entonces Jordán entendió lo que ningún médi-
co había podido descubrir. Noche tras noche, desde

341
que su esposa había caído en cama, un parásito de
los que anidan en las plumas había introducido sigi-
losamente su boca en la cabeza de Alicia, chupándole
todas las noches un poco de sangre. Hasta quedar
desproporcionadamente inflado. La picadura era casi
imperceptible. Al principio, el movimiento del al-
mohadón había impedido el desarrollo del parásito,
pero desde que Alicia no pudo moverse la succión
fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, la había vaciado.

Horacio Quiroga (1878-1937) nació en Uruguay y murió en


Argentina, venerado a ambas orillas del Río de la Plata. También
dramaturgo y poeta, sigue siendo uno de los maestros del cuento la-
tinoamericano. Este relato forma parte de Cuentos de amor de locura
y de muerte, de 1917.

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84

La gallina degollada
Horacio Quiroga

Vamos a hacer otro cuento terrorífico de Horacio


Quiroga. Yo lo leí a los trece o catorce años y es el día
de hoy que no me lo puedo olvidar, aunque bien me
gustaría. Dice así:
Los cuatro hijos idiotas de Berta y Mazzini se pa-
saban todo el día sentados en un banco del patio,
mirando un tapial. El mayor tenía doce años; los me-
nores, ocho. En el aspecto sucio y desvalido de los
hermanos se notaba la falta absoluta de cuidado ma-
ternal. Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido
un día el amor y la esperanza de sus padres.
Recién casados, Berta y Mazzini desearon un hijo
con todo el corazón. Y a los catorce meses nació el
primero. Una criatura radiante que creció sana hasta
el año y medio. Una noche, el nene se despertó sacu-
dido por unas tremendas convulsiones, y a la mañana
siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo
examinó pero no hubo nada que hacer.
Berta y Mazzini cayeron en la desesperanza. Pero
pudieron salir adelante y tuvieron un segundo hijo,

343
saludable y hermoso. El nene tenía una risa contagio-
sa que renovó la alegría de sus padres, pero antes de
cumplir dos años repitió las convulsiones del prime-
ro, y al día siguiente amaneció idiota. Para Berta y
Mazzini fue demoledor. Llegaron a preguntarse, in-
cluso, si estaban malditos.
Tardaron mucho tiempo en recuperarse, pero lo
consiguieron y Berta volvió a quedar embarazada,
esta vez de mellizos.
Sin embargo, cuando los hermanitos nacieron,
volvió a repetirse el proceso: una noche de espasmos y
convulsiones y a la mañana siguiente ninguno de los
volvió a reaccionar a las voces de sus padres. Entonces
Berta y Mazzini decidieron poner fin a su aterradora
descendencia.
Mientras ellos se entristecían cada vez más, los
cuatro hijos crecían sucios y descuidados en el patio
de tierra.
Lo mejor que les pasaba en todo el día era cuando
el sol se ponía atrás del tapial. La luz les llamaba la
atención al principio. Poco a poco sus ojos se anima-
ban, y al final se reían a carcajadas, con una alegría
bestial, mirando el sol como si fuera comida.
Pasaron los años y, poco a poco, confiando en que
el tiempo pudiera haber amortiguado la fatalidad,
Berta y Mazzini empezaron a desear otro hijo. Tuvie-
ron una nena: Bertita. Los primeros años de Bertita
fueron de pura angustia, siempre esperando otro de-
sastre. Pero Bertita fue creciendo sana y feliz sin que
pasara nada.

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Y entonces entendieron, por fin, que la maldición
había terminado. Volcaron en la nena todo su amor,
y la malcriaron sin límites.
Si antes de Bertita los Mazzini les prestaban poca
atención a las cuatro bestias del patio, ahora solo pen-
sar en ellos los horrorizaba, como si los idiotas fueran
una cosa atroz que no les pertenecían. Una sirvienta
los vestía, les daba de comer y los acostaba todas las
noches, en lo posible sin tocarlos.
Una mañana, luego de haber degollado lentamen-
te a una gallina para el almuerzo, la sirvienta oyó una
respiración detrás de ella. Cuando se dio vuelta vio a
los cuatro idiotas que miraban al animal desangrán-
dose sobre la mesada, con los hombros pegados uno a
otro. «¡Señora, los chicos están en la cocina!», gritó la
sirvienta asustada. «¡Échelos!», alzó la voz Berta desde
la otra punta de la casa. Y enseguida las cuatro bes-
tias, empujadas por la sirvienta, volvieron al patio y a
los ojos en el tapial.
Ese día, después de almorzar, la sirvienta salió de
franco, y el matrimonio fue a visitar con Bertita a
unos parientes. A la tardecita la familia volvió, pero
Berta quiso saludar a sus vecinas de enfrente y la nena
se escapó corriendo sola a la casa.
Los idiotas no se habían movido en todo el día
del patio. El sol ya había bajado por el tapial y ellos
seguían mirando como siempre los ladrillos. De
pronto, algo se interpuso entre su mirada y el tapial.
Su hermanita estaba en patio, miraba el muro de la-
drillos, pensativa y traviesa. Quería trepar, no había

345
duda. Y como estaba acostumbrada a hacer siempre
lo que quería, buscó un cajón, lo apoyó contra el ta-
pial, trepó en puntas de pie y consiguió apoyar la gar-
ganta sobre del borde, con los brazos tirantes. Y ahí
se quedó.
Los cuatro idiotas la vieron mirar para todos lados
y buscar apoyo con el pie para poder ir más arriba.
De pronto sus ojos se animaron. Lentamente avanza-
ron hacia el tapial, y cuando la nena estaba a punto
de saltar al otro lado la agarraron del pie. Ella bajó la
vista. Vio los ocho ojos clavados en los suyos y sintió
terror. «¡Suéltenme!», gritó sacudiendo la pierna.
Pero los idiotas la arrancaron hacia abajo. «¡Mamá,
papá!», lloró la nena y trató de agarrarse del borde,
hasta que no pudo gritar más.
Los idiotas la arrastraron de una sola pierna hasta
la cocina, le apartaron el pelo como si fueran plumas,
le abrieron el cuello lentamente y la dejaron morir
desangrada, como a la gallina de la mañana.

Horacio Quiroga vivía en la selva misionera y retrató los aspectos


más terribles de la naturaleza como ningún otro latinoamericano.
Se suicidó a los 58 años tomando un vaso de cianuro. Este relato fue
publicado en Cuentos de amor de locura y de muerte, de 1917.

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85

El banquete
Julio Ramón Ribeyro

Este es un cuento muy irónico de Julio Ramón Ri-


beyro, un escritor peruano del siglo pasado, muy
apreciado por sus historias. Dice así:
Fernando Pasamano tenía plata —bastante pla-
ta—, pero eso no le alcanzaba para sentirse completo:
además, quería tener poder político. Así que decidió
organizar un banquete en su mansión y usar ese en-
cuentro para hacer lobby con los peces gordos y acce-
der a un cargo poderoso.
El armado de esa fiesta tomó dos meses. Para que
el salón fuera realmente grande, Pasamano derribó
paredes y, ya que estaba, tiró los muebles que tenía y
compró nuevos.
Después, cuando vio que en el programa de la
fiesta —armado por expertos en fiestas— había un
concierto en el jardín, y que él no tenía un jardín
que estuviera a la altura de semejante tertulia, llamó
a una cuadrilla de paisajistas que lo convirtieron en
un parque rococó con cipreses tallados, caminos zen
y estanques para peces exóticos.

347
En cuanto al banquete, Pasamano se ocupó de que
fuera de categoría superior. Las reuniones de políticos
siempre tenían buen champán, pero el plato princi-
pal nunca era más que un buen pollo, que todo el
mundo terminaba comiendo sin cubiertos. Para no
equivocarse, Pasamano le encargó al chef del hotel
más lujoso del país que preparara un manjar presi-
dencial.
A esa altura, la fiesta ya salía un dineral y Pasama-
no se preocupó un poco: en realidad no tenía tanta,
tanta plata para gastar. Le había ido muy bien con al-
gunos negocios en los últimos años, pero el gasto del
banquete (que incluía cuarenta mozos, dos orquestas,
un cuerpo de ballet y comida para ciento cincuenta
personas) había entrado ya en el terreno de las inver-
siones de riesgo.
Igual valía la pena la apuesta. Así se lo dijo a su
esposa:
«Mirá, Estela, si me dan una embajada en Europa
recupero todo lo que gasté y nos llenamos de plata».
«Ay, Fernando… Pero el presidente, ¿viene?», pre-
guntó la mujer.
«Más vale que venga, Estela… Por las dudas le
mandé a decir que le hicimos un retrato».
Y era verdad: en el medio de la reforma, y para
asegurarse la asistencia del presidente, Pasamano ha-
bía encargado una pintura que estaba exhibida en el
centro del salón.
Cuatro semanas después, llegó el primer rumor
de que el presidente vendría. Y el mismísimo día del

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banquete, se confirmó su presencia, porque Pasama-
no vio llegar temprano a su mansión a seis tipos ves-
tidos de negro, haciéndose los distraídos, y se notaba
a la legua que eran agentes secretos.
Después cayeron los demás invitados: ministros,
legisladores, diplomáticos, empresarios… Todos lle-
gaban con chofer y saludaban a Pasamano. De fondo,
en la calle, la gente del barrio se empezaba a arremoli-
nar, fascinada por el desfile de autos negros.
En el medio de aquello llegó el presidente, con su
escolta. Apenas lo vio, Pasamano se olvidó de la eti-
queta y le pegó un abrazo exagerado en el medio del
jardín. Y comenzó la fiesta: hubo whisky, champán,
chistes verdes, manjares y risotadas por las habitacio-
nes y el jardín, y Pasamano se las ingenió para que
cada fotógrafo lo encontrara junto al presidente.
Horas después, cuando ya eran íntimos, Pasamano
dio su golpe de gracia: se acercó al oído del presidente
y, con falso pudor, hizo su pedido.
«¡Faltaba más!», dijo el presidente, un poco achis-
pado. «Justo en estos días queda vacante la embajada
en Roma. ¡Mañana te hago nombrar, Fernando! Vos
decile a tu mujer que vaya haciendo las valijas».
Pasamano estaba en la gloria. En un momento se
fue aparte y, desde abajo de un pino, llamó a sus dos
hijas y les dijo que se prepararan para vivir en Europa.
Después volvió a la fiesta y la sonrisa no se le borró
hasta que se fue el último de los legisladores y él cayó,
rendido y satisfecho, en su colchón de plumas. Es
verdad: había arriesgado mucho dinero, pero lo había

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hecho con inteligencia, y la inteligencia siempre paga
dividendos. Con esa frase se fue quedando dormido.
A la mañana siguiente lo despertaron los gritos de
su mujer que agitaba el diario. Pasamano se incorpo-
ró de la cama aturdido.
El diario decía, en letras enormes, que durante la
madrugada el general Muscardi había dado un golpe
de Estado, aprovechando que el presidente (bueno, el
expresidente) se había ido de juerga con sus ministros
durante toda la noche.

Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es considerado uno de los me-


jores cuentistas de la literatura latinoamericana. También publicó
novelas, ensayos, teatro y aforismos. Este relato apareció por prime-
ra vez en Cuentos de circunstancias, de 1959.

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86

La fuente de la buena fortuna


J.K. Rowling

Este es un cuento de J.K. Rowling, la autora de Ha-


rry Potter que, como verán, también escribe historias
cortas además de sus novelas de magia y de misterio.
Dice así:
Había una fuente mágica en una montaña, rodea-
da por muros y protegida por hechizos. Era imposi-
ble llegar a ella. Pero el día más largo del año estaba
permitido que una sola persona lo intentara. Si esa
persona conseguía llegar a la fuente y bañarse en sus
aguas, la buena suerte la acompañaría toda la vida.
El día señalado, una multitud se reunió frente a
los muros. Entre los que esperaban pasar al otro lado
había tres brujas que no se conocían, pero que se hi-
cieron amigas en el acto.
La primera se llamaba Asha y tenían una enferme-
dad que nadie había podido curar; confiaba en que la
fuente iba a sanarla. A la segunda, Altheda, un hechi-
cero le había robado la casa y la varita mágica; con-
fiaba en que la fuente iba a devolverle lo que había
perdido. A la tercera, Amata, le había roto el corazón

351
un muchacho del que estaba enamorada; confiaba en
que la fuente le iba a aliviar el dolor.
Después de contarse sus respectivos problemas, las
tres quedaron en que, si tenían la suerte de poder en-
trar, iban a unir fuerzas para llegar juntas a la fuente.
Cuando salieron los primeros rayos de sol se abrió
una grieta en el muro y la multitud se abalanzó. Unas
enredaderas que crecían al otro lado se enroscaron al-
rededor de la primera bruja, Asha. Esta agarró por la
muñeca a la segunda bruja, Altheda, quien a su vez
se aferró a la túnica de la tercera, Amata, y Amata se
enganchó en la armadura de un caballero triste que
había llegado hasta el muro en un caballo flaco. La
enredadera arrastró con fuerza a las tres brujas y al
caballero hasta el otro lado, y la grieta se cerró.
En lugar de alegrarse por haber entrado, Asha y Al-
theda miraron a Amata con furia: «¡En la fuente solo
puede bañarse una persona! Si ya era difícil decidir
cuál de las tres se iba bañar, ¿qué vamos a hacer ahora
que tenemos a este tipo acá?», le dijeron. Pero estaban
los cuatro ahí, así que debieron marchar juntos.
Atravesaron un jardín encantado, superaron obs-
táculos mortales y finalmente consiguieron llegar a
la cima, donde estaba la fuente, pero un río les cerró
el paso.
En el fondo del río vieron una piedra que decía:
Entréguenme el tesoro de su pasado. Estuvieron un par
de horas tratando de descifrar el enigma, pero les
resultaba imposible. Hasta que Amata lo entendió.
Agarró su varita, sacó de su mente todos los recuer-

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dos de los momentos felices que había vivido con el
hombre que le había roto el corazón y los descargó
en el agua. La corriente se llevó todos sus recuerdos
y en el río aparecieron unas piedras que armaron un
sendero. De ese modo, las tres brujas y el caballero
cruzaron al otro lado.
Ahora sí frente a ellos, rodeada de flores increíbles,
apareció la fuente. Había llegado el momento de de-
cidir quién de los cuatro iba a sumergirse.
En ese momento, la pobre Asha —que en la fuente
buscaba su salud— se desplomó. Estaba extenuada
por las travesía y a punto de morir. Sus amigos quisie-
ron llevarla hasta la fuente, pero ella les dijo que esta-
ba demasiado débil. Entonces Altheda juntó hierbas
mágicas alrededor de la fuente, las mezcló con agua y
le dio a su nueva amiga un trago. Todos los síntomas
de su terrible enfermedad desaparecieron.
«¡Estoy curada! ¡Ya no necesito bañarme en la
fuente! ¡Que se bañe Altheda, que busca recuperar
su dinero!», dijo Asha. Pero Atheda estaba fascina-
da con esas hierbas. «¡Si pude curar tu enfermedad
con esas pociones, ganaré lo suficiente! ¡Que se bañe
Amata, que busca sanar las heridas de amor!», dijo
Atheda.
El caballero le hizo una reverencia a Amata invi-
tándola a entrar en la fuente, pero ella se negó. El río
había hecho desaparecer el dolor que sentía por el
hombre que la había dejado, y estaba feliz y liberada.
Miró al caballero y le dijo: «Has sido noble y bueno
con nosotras, báñate tú».

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El caballero le agradeció con una sonrisa y entró en
la fuente de la buena fortuna asombrado, finalmen-
te, por haber sido el elegido entre miles de personas.
Después, justo cuando el sol ya se ponía en el hori-
zonte, salió del agua, se arrodilló a los pies de Amata
(que era la mujer más buena y hermosa que había
conocido) y le suplicó que se casara con él. Amata, en
ese instante, entendió que por fin había encontrado a
un hombre que de verdad era digno de ella.
Las tres brujas y el caballero bajaron juntos de la
colina, agarrados del brazo. Los cuatro tuvieron una
vida larga y feliz, y ninguno de ellos supo ni sospechó
nunca que, en las aguas de aquella fuente, no había
ninguna magia.

J.K. Rowling (1965) es una escritora y guionista británica, recono-


cida por la saga Harry Potter, que vendió más de quinientos millones
de ejemplares. Este relato se publicó en Los cuentos de Beedle el Bar-
do, editado por Salamandra en 2008.

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87

La ventana abierta
Saki

Este cuento es de Saki, un escritor inglés de finales


del siglo XIX y principios del XX, que a veces escribía
cosas en chiste y a veces cosas más de terror. Este es
medio y medio, y dice así:
Había un abogado joven que se llamaba Miguel
Nuttel y el médico le había recomendado un fin de
semana en el campo porque estaba estresado. Nuttel
tenía como mucho treinta años y andaba mal de los
nervios.
Su hermana le recomendó una posada en el medio
del campo y Nuttel la alquiló por teléfono. Cuando
llegó al lugar, la dueña de la posada (una escocesa
que se llamaba Mery) no había llegado. Pero estaba la
hija, que lo hizo pasar al comedor.
La hija no tenía más de quince años y era una chica
colorada, llena de pecas y muy curiosa. Miró a Nuttel
un rato largo, en silencio, y después le preguntó si ya
había venido alguna vez a la posada. Él le dijo que no:
«Pero mi hermana estuvo veraneando hace un tiem-
po, y me recomendó mucho este lugar».

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«¿Te gusta el campo?», le preguntó la chica. Él es-
tuvo a punto de decirle que no, que en realidad el psi-
quiatra le había recomendado salir de la ciudad para
calmarse, pero no le quiso hablar de su depresión a
una chica de quince años; entonces le dijo que sí, que
le gustaba el campo. «Lástima el tiempo», dijo la chica.
Él observó el cielo por un ventanal enorme que
estaba abierto de par en par. Afuera había empezado
a llover y entraba el viento. «¿Vos sabés por qué está
siempre ese ventanal abierto? ¿Te contó tu hermana?».
Miró a la chica a los ojos y dijo que no. «¿Cuánto
hace que estuvo tu hermana, acá?», le preguntó la chi-
ca. «Cuatro, cinco años», dijo Nuttel. «¡Ah! Entonces
no sabés nada de la tragedia».
La chica señaló el ventanal abierto, que daba al
jardín, y dijo: «Hace tres años mi papá y mi hermano
salieron a pescar por ese ventanal. Se largó a llover
fuerte, se inundó la laguna y no volvieron nunca.
Fue ese verano que se inundó la provincia entera, ¿te
acordás? Todos dicen que se quedaron atrapados en
la laguna mientras pescaban. Nunca encontraron los
cuerpos. Eso fue lo peor, porque mi mamá sigue cre-
yendo que van a volver, los tres: mi papá, mi herma-
nito y el bulldog. ¡Pobre mamá! Ella todavía cree que
su hijo y su marido van a entrar por el ventanal, can-
tando canciones de cancha para hacerla enojar, como
hacían siempre. Por eso no cierra nunca el ventanal
cuando hay tormenta».
A la chica se le puso la piel de gallina mientras
contaba esto. Y el pobre Nuttel, que había venido al

356
campo a relajarse, empezó a crispar los dientes, lleno
de nervios.
Por suerte en ese momento entró la dueña de casa,
la señora Mery, pidiendo disculpas por la demora, y
Nuttel se tranquilizó. La mujer saludó al inquilino,
le informó que el desayuno estaba incluido y, antes
de mostrarle la habitación, le dijo: «Espero que no le
moleste el ventanal abierto. Pasa que mi marido y el
nene salieron a pescar y cuando llueve no los dejo en-
trar por la puerta grande… Se piensan que yo puedo
estar limpiando la mugre de ellos todo el día».
Nuttel tragó saliva y miró a la chica, que al mismo
tiempo bajó la vista, avergonzada de su madre. La
señora Mery seguía hablando del barro de las botas
de su marido y de su hijo muertos. Nuttel empezó a
sentirse mal y trató de cambiar de conversación. Le
dijo: «Disculpe, señora. Si no le molesta me gustaría
dejar la valija en el cuarto, porque vengo cansado de
la ciudad».
Mientras Nuttel decía esto, notó que la mirada de
la señora Mery se desviaba hacia el ventanal. Hasta
que de pronto la mujer gritó: «¡Por fin llegan! Ustedes
dos miren la mugre que tienen!».
Nuttel primero miró a la chica, asustado, y vio sus
ojos llenos de horror. Después miró para el lado del
ventanal: por el jardín venían dos siluetas, un hombre
y un niño, con cañas de pescar al hombro, y los dos
cantaban una canción de cancha. Los seguía un bull-
dog negro. Nuttel pegó un grito ahogado, se levantó
del sillón y salió de la casa corriendo por la puerta

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grande, cortando campo, cagado del susto. Saltó la
tranquera y siguió corriendo sin parar.
El hombre de la caña traspasó el ventanal y saludó
a su esposa Mery: «No pescamos nada, con esta llu-
via. ¿Quién era ese que salió corriendo, Mery?». Y la
mujer dijo: «No sé. Un inquilino… estaba a punto de
mostrarle la habitación de arriba y salió disparando
como si hubiera visto un fantasma».
La mujer miró a su hija, como si supiera algo, y la
nena dijo: «Fue el perro. El pobre inquilino me contó
que les tiene pánico a los bulldogs, porque una vez
lo persiguió una jauría de bulldogs hasta un cemen-
terio, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién
cavada, mientras los perros le ladraban. Pobre, ¿no?»,
dijo la nena.
«Ay, pero qué chico extraño», contestó la mujer,
«qué suerte que no se quedó, me daría mucho miedo
convivir con gente loca».

Saki (1870-1916) es el pseudónimo literario de Hector Hugh Mun-


ro, un escritor y dramaturgo nacido en Birmania cuando el país
formaba parte del Imperio Británico. Este cuento fue publicado ori-
ginalmente en The Westminster Gazette, en 1911.

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88

Tobermory
Saki

Vamos a hacer otro cuento de Saki. Sus cuentos son


muy ácidos y a mí me divierten mucho. Este se llama
Tobermory, que es el nombre de un gato, y dice así:
La señora Karen había invitado a sus vecinos a un
té canasta. Esas reuniones solían ser aburridas, pero
esta vez llegó una persona que dejó a todos perplejos:
el señor Appin. Era un vecino nuevo que sorprendió
a todos con una revelación: «Yo les enseño a hablar
a los animales», dijo. «Y el gato de esta casa, Tober-
mory, me va a ayudar a demostrarlo».
Todos lo miraron como si fuera un chiste, pero
Appin no se reía. Dijo que trabajaba en una técnica
desde hacía casi veinte años y los primeros resultados
habían llegado hacía pocos meses, especialmente con
Tobermory, con quien había estado experimentando
la última semana.
«¿A ver? Traigan al gato», dijo un invitado. Y en-
tonces la anfitriona, Karen, fue a buscar al animal.
Entre risas, todos esperaban el bochorno. Pero al
volver, pálida y con las manos vacías, la señora Karen

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se tiró en el sillón y dijo lo que había pasado. «Encon-
tré al gato dormido, le pedí que viniera, y me contes-
tó que vendría cuando se le diera la gana».
Acto seguido, Tobermory entró al salón con una
mirada indiferente. Todos se quedaron duros.
«¿Un poco de leche, Tobermory?», preguntó Karen
con un hilito de voz. «No, gracias, no tengo sed», dijo
el gato. Y todos hicieron silencio.
Otra invitada, Mavi, con sus mejores modales, tra-
tó de romper el hielo y le preguntó a Tobermory si los
humanos le parecían inteligentes.
Y el gato dijo: «Son muchos. ¿Cuáles, en concreto?».
Y la señora Mavi dijo: «Y-yo, por ejemplo».
Entonces, muy sereno, Tobermory dijo: «Bueno,
doña, me pone en un compromiso, pero ya que pre-
gunta… Cuando mi dueña le dijo a este otro vie-
jo que estaba pensando en invitarla a usted, el viejo
contestó que mejor no la invite, porque usted es más
boluda que las gallinas. Pero mi dueña, acá presen-
te, le contestó al viejo: “Justamente por eso la quiero
invitar a esa pelotuda, porque con un poco de suerte
me compra el auto viejo que tengo en la puerta”. Así
que imagínese la respuesta usted sola, doña».
El gato dijo eso y después siguió ventilando los
chusmeríos de todas las casas, dando a entender que
los vecinos se detestaban, y todos se dieron cuenta
de un detalle: las casas de la manzana estaban unidas
por los techos, y el gato, en sus paseos aparentemente
inofensivos, había estado escuchando las conversa-
ciones de todo el mundo.

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Los invitados entraron en pánico. La escritora que
se pasaba horas mirándose al espejo, el cura que es-
cribía versos eróticos con una mano mientras se to-
caba con la otra… Todos empezaron a pensar dónde
podían conseguir ratones para sobornar al gato y que
hiciera silencio.
«¡Ay, para qué vine!», se lamentó una vieja por lo
bajo. A lo que el gato contestó: «A juzgar por lo que
le dijo ayer a su marido, usted no viene a divertirse,
viene a robarse comida». Y ahí, cuando todos esta-
ban al borde de un ataque, Tobermory hizo silencio
y observó por la ventana. Acababa de ver a otro gato,
su mayor enemigo del barrio, y salió corriendo a per-
seguirlo.
Cuando se quedaron solos, los vecinos miraron
al señor Appin, el que le había enseñado a hablar al
gato. La anfitriona dijo: «Tobermory pasea por to-
das partes… ¿qué pasa si cuenta nuestras intimidades
por ahí, señor Appin?». Y otro vecino dijo: «Hay que
matar a ese gato, señor Appin». El señor Appin pidió
perdón y dijo que se encargaría de eliminarlo.
El resto de la tarde pasó en clima de complot. Ya
no hubo té canasta. Todos esperaban al gato para en-
venenarlo, y debatían sobre las maneras de engañar a
un animal tan inteligente. Hasta que, a las dos de la
mañana, sin rastros del animal, la furia de los vecinos
dio lugar al agotamiento y todos se fueron a dormir.
La noticia llegó al otro día, cuando la señora Karen
encontró el cadáver de Tobermory entre unos arbus-
tos. Por los mordiscos, estaba claro que el otro gato lo

361
había atacado hasta matarlo. La señora Karen avisó al
vecindario y todos respiraron con alivio.
Hasta que, dos semanas después, el diario local
amaneció con una noticia en portada: un elefante
viejo que vivía en la gobernación se había soltado de
las cadenas y, cuando la prensa llegó al lugar, el ele-
fante dijo: «Primero quiero despedirme de mi amigo
Tobermory. Y, después, tengo algunas cosas que con-
tar sobre el señor gobernador».

Saki murió en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, cuando


le ordenó a un soldado apagar su cigarrillo para no delatar la posición
y lo escuchó un soldado enemigo; una ironía típica de sus cuentos.
Este cuento fue publicado en The Chronicles of Clovis, en 1911.

362
89

Matar a un perro
Samanta Schweblin

Este cuento de Samanta Schweblin está en El núcleo


del disturbio, su primer libro de relatos, y qué libro:
hoy está agotado. Si consiguen alguno, mañana serán
millonarios. Esta historia dice así:
Un hombre de unos cuarenta años se presen-
ta a una entrevista de trabajo medio rara. Si quiere
quedarse con el puesto, tiene que matar a un perro
a palazos. Esa es la única forma que tienen los em-
pleadores —que son unos mafiosos— de saber que
el candidato, una vez contratado, va a ser capaz de
romperle los huesos a una persona e incluso, si hiciera
falta, asesinarla.
La admisión está a cargo de un tipo medio calla-
do, de lentes oscuros al que llaman Topo, y se hace
en el puerto de Buenos Aires. Para eso, el Topo pasa
a buscar en auto al candidato, le cede el asiento del
conductor y lo hace manejar por una serie de calles
que el Topo va enumerando sobre la marcha. Doble
acá, siga derecho, etcétera.
Antes de llegar a destino paran en una plaza.

363
El Topo le ordena al candidato que baje. A lo lejos,
cerca de una fuente, hay varios perros descansando.
El candidato tiene que elegir a uno, el que quiera,
y meterlo en el auto. Así que se arma de valor, va
al baúl, saca una pala y camina despacio hasta a los
perros. La situación, piensa el candidato, es bastante
jodida: una cosa es que te digan «matá a este perro»
y otra es tener que elegir uno mismo a qué perro vas
a matar. ¿Con cuál me quedo?, piensa el candidato.
¿Con el más viejo, el más agresivo, el más joven?
Entonces mira a un perro blanco, mediano, con
manchas negras, y le da un palazo seco. El perro aúlla
de dolor y le tira un tarascón que le alcanza la mano
al candidato. Le sangra la mano, pero el candidato le
mete otro palazo y el perro medio se desmaya. Pero
no se muere. El candidato agarra al perro y lo lleva,
atontado, hasta el auto donde está esperando el Topo.
Mientras el candidato lleva al perro en brazos, desde
atrás de un árbol un borracho de barba se asoma y le
dice: «Eso no se hace, muchacho. Mire que los ani-
males no se olvidan».
Pero el candidato ni se para a ver quién le habla:
llega al auto, mete al perro en el baúl y se sienta al
volante. Las manos le tiemblan, una le sangra.
A un costado el Topo observa la sangre en la mano
del candidato: «Tenés que usar guantes», le dice. «¿Ve-
nís a matar a un perro y no traés guantes?».
Fastidiado por el dolor de la herida, el candida-
to dice que sí con la cabeza, le da la razón al Topo,
prende el motor y maneja rumbo al puerto. Por el

364
camino, mientras el auto avanza, se escuchan los rui-
dos del perro en el baúl. Se nota que el perro intenta
salir, desesperado y sin fuerzas. Y después unos jadeos
de agonía que al Topo le parecen graciosos. «Frená
acá», le dice el Topo al candidato. El candidato frena.
«Ahora acelerá», dice el Topo. «Ahora frená». «Acele-
rá», «Frená», «Andá en zigzag». El candidato por fin
se da cuenta de que el Topo quiere que el perro llegue
mareado al puerto.
Cuando estacionan, entre contenedores y focos
amarillos, el candidato sale del auto y va al baúl.
Mientras lo hace piensa que hubiera sido mejor que
el perro ya estuviera muerto: la próxima vez, el pri-
mer golpe va a ser mortal y listo. Pero ahora hay que
rematarlo. Cuando abre el baúl, el perro lo mira, agi-
tado y tembloroso, y se deja alzar entre aullidos que
demuestran que le duele todo el cuerpo.
El candidato deja al perro en el suelo. Agarra la pala.
Detrás se para el Topo, que también mira al animal.
El Topo dice: «Dale». Pero el candidato, inmóvil, no
hace nada. El Topo insiste: «¡Daleee!», dice el Topo,
pero no pasa nada. «Dale, carajo», grita el Topo. El
candidato cierra los ojos y hunde la pala con fuerza en
la cabeza del perro, que da un solo grito y muere.
Después se hace silencio. Los dos suben al auto.
El candidato, al volante, arranca y espera las nuevas
indicaciones. Hace preguntas. Quiere saber cuál será
su apodo, por cuánta plata va a trabajar, qué día em-
pieza. Pero el Topo solamente le indica calles. Doblá
acá, seguí derecho, tomá esta curva. Hasta que, des-

365
pués de un rato, lo hace frenar en una esquina preci-
sa. Mira al candidato y le dice: «Bajáte».
El candidato obedece, el Topo se pasa al asiento
del conductor y el candidato le pregunta qué hay que
hacer. Entonces el Topo, sin sacarse los lentes, le con-
testa: «Nada. Dudaste», arranca el auto y se va.
Recién ahí, el candidato entiende que está en la
misma plaza donde empezó la historia. Y que en el
medio de la plaza, cerca de la fuente, una manada de
perros se levanta despacio. Son diez, doce perros, que
empiezan a caminar hacia él, mostrando los dientes.

Samanta Schweblin (1978) es una escritora argentina, autora de


Distancia de rescate, Kentukis y Pájaros en la boca, editados por Pen-
guin Random House, y ganadora de premios literarios de todo el
mundo. Desde 2012 reside en Alemania.

366
90

Donde su fuego nunca se apagará


May Sinclair

Vamos a hacer un relato de May Sinclair, una escrito-


ra británica muy popular a principios del siglo XX. A
Borges le encantaba: cuando era joven decía que era
el mejor cuento que había leído. Dice así:
La historia empieza en una casa de campo. Ana es
una mujer joven, viuda reciente, que vive sola. Está
mirando el reloj, impaciente, mientras toma el té: está
esperando a Oscar, un hombre que la desea. Ella ya lo
rechazó un par de veces pero ahora, por aburrimiento
quizás, lo invitó a su casa a tomar el té.
La última vez que se habían visto, Ana le dijo a
Oscar que no podían estar juntos porque él estaba ca-
sado con Muriel. Y Oscar, un hombre de bigote y de
ojos brillantes, le había dicho que vivía con su mujer
para guardar las apariencias. Y hoy Ana se encontró
deseando a Oscar, con furia.
Oscar y Ana salieron a cenar varias noches seguidas
de charlas predecibles en el mismo lugar, hasta que
finalmente pasaron la noche juntos en una piecita,
arriba del Restaurante Azul. Oscar estaba feliz; Ana

367
no tanto. Había vuelto a acostarse con alguien des-
pués de la viudez, pero no estaba satisfecha. Algo en
Oscar no le gustaba, pero no se animaba a admitirlo.
Un día Oscar organizó un viaje a París. Pasaron
varias noches enamorados en el Hotel Imperial y algo
en Ana se ablandó. Pero cuando volvieron a la ciu-
dad, Ana no podía parar de llorar. Trató de creer que
estaba deprimida; pero sabía perfectamente que llora-
ba de aburrimiento. Ella y Oscar estaban juntos pero
se aburrían mutuamente. En la intimidad no podían
soportarse. Pero decidieron continuar la relación. El
hecho de que Oscar estuviera casado con Muriel les
impedía una unión permanente. Y eso los ayudaba.
Tres años después, Oscar murió y Ana sintió un
alivio enorme. Logró olvidarse rápido de él y, a los
cincuenta y dos años, se volvió ayudante de un cura
en un orfanato.
Hasta que un día le tocó morir a ella. En su lecho
de muerte, el cura se sentó junto a ella, tomó su cru-
cifijo, se lo puso en la frente y le preguntó: «¿Estás
lista para partir, Ana? ¿Querés confesarte?».
Y ella dijo: «Creo que estoy asustada, padre».
«No temas», le dijo el cura. «Pensá en algo lindo y
te recibirán con los brazos abiertos en el cielo».
Pero Ana solamente pudo pensar en su amante,
en Oscar, y en todos sus pecados. Así que decidió no
confesarse.
Entonces ocurrió algo muy extraño: Ana sintió su
cuerpo deslizarse de la cama y elevarse. Se dio vuelta
y pudo ver en la cama a otro cuerpo acostado, una

368
mujer de mediana edad que también era ella. ¿Qué
había pasado? Estaba muerta pero seguía ahí. No ha-
bía ido al cielo.
Abrió la puerta y salió a la calle. ¿Eso era el infierno,
la misma ciudad? Se encontró en el Restaurante Azul
donde habían tenido las primeras citas con Oscar. En-
tró y vio a un hombre, sentado en una mesa, con la
cabeza cubierta con una servilleta. Le quitó la servi-
lleta: era Oscar. O mejor dicho, el fantasma de Oscar.
No entendía, aún, por qué eso era el infierno.
Ana salió del Restaurante Azul para volver a su
casa, pero cuando pisó la calle ya no estaba en su
ciudad sino en París, frente al Hotel Imperial donde
habían pasado con Oscar dos semanas durante aquel
viaje. Ana llegó a la habitación 107, la misma habita-
ción donde se habían alojado. Y supo que detrás de la
puerta estaba Oscar, esperándola. Oyó sus pasos que
se acercaban.
Entonces Ana huyó por las escaleras del hotel y
salió a la calle. Pero cuando atravesó la puerta se en-
contró de nuevo en el Restaurante Azul. Y ahí estaba
Oscar, comiendo frente a ella, en la misma mesa. Tra-
gó el bocado y le dijo: «Yo sabía que ibas a volver».
Ana lo miró con horror y se quiso ir. Oscar le dijo:
«Es inútil que te escapes. Vamos a estar juntos».
Y ella dijo, llorando: «Pero lo nuestro se terminó.
Se terminó para siempre».
«No», dijo Oscar. «Vamos a empezar de nuevo. Y
vamos a seguir juntos. Pensaste en mí antes de morir,
y yo pensé en vos antes de morir. Mientras estemos

369
vivos en nuestros recuerdos, seguiremos juntos. Es un
fuego que nunca se va a apagar».
De nuevo Ana intentó huir. Salió del restaurante.
Corrió y corrió por la ciudad hasta llegar al portón
de su casa de campo. Miró a su alrededor y se sintió
a salvo. Pero cuando cruzó la puerta, se encontró con
Oscar, mirando la hora, impaciente, esperándola para
tomar el té.

May Sinclair (1863-1946) fue una escritora que publicó más de


veinte novelas, libros de relatos y de poesía.También desarrolló una
carrera como crítica literaria. Este cuento fue publicado en 1923 en
su libro Uncanny Stories.

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91

El penal más largo del mundo


Osvaldo Soriano

Este es un cuento de Osvaldo Soriano, periodista y


fanático de San Lorenzo. Posiblemente el escritor ar-
gentino que más vendió, en los años ochenta, novelas
y libros de cuentos. Elegí uno muy futbolero, que
dice así:
El penal más largo del mundo se tiró en 1958 en
un estadio perdido de Río Negro. Fue en un partido
entre dos equipos de pueblos vecinos: el Estrella, un
club humilde, y el Belgrano, que tenía el presupuesto
más grande de la Liga.
El Estrella no tenía un gran equipo, pero tenía un
arquerazo. Se llamaba Herminio Díaz, le decían el
Gato por su agilidad, y era la razón por la que su
equipo iba primero, seguido a un punto por su his-
tórico rival.
¿Quién iba a pensar que esos dos clubes, que se
odiaban, iban a definir el regional en la última fecha?
Nadie. Pero cuando ese histórico domingo llegó, ya
nadie se hacía esa pregunta. Ahora solamente había
que ganar.

371
El humilde Estrella tenía una ventaja: jugaba de
local y un empate le alcanzaba. Pero el Belgrano ha-
bía logrado recuperar de una lesión al Chino Gauna,
su goleador, que les había jurado a sus hinchas que
esa tarde volvería al pueblo con la Copa.
El partido fue trabado y aburrido, y se mantuvo el
cero hasta el minuto ochenta y ocho. Pero ahí todo
cambió: el Chino Gauna se sacó de encima a dos de-
fensores y, cuando estaba a punto de patear, un vo-
lante del Estrella lo serruchó desde atrás. Penal.
Fue un escándalo, en las tribunas y en la cancha.
Los locales empezaron a increpar al referí con putea-
das, los visitantes saltaron a defenderlo y en segundos
se armó una batalla campal. Tuvo que entrar la po-
licía, y cuando las cosas se calmaron, el tribunal de
disciplina (en reunión de urgencia) resolvió postergar
los dos minutos restantes hasta el domingo siguiente,
sin público. Se reiniciaría el partido con el penal.
El lunes no se habló de otra cosa en todo el pueblo.
El martes los equipos volvieron a los entrenamientos.
El Gato atajó penales todo el día. Y a la tarde fue a
tomar una grapa al bar. En el bar lo recibieron con
aplausos. Pero el Gato estuvo callado, hasta que en
un momento dijo: «El Chino Gauna tira todos los
penales a la derecha». Los demás asintieron. «Pero él
sabe que yo sé». Todos en la cantina se miraron. «Pero
yo sé que él sabe que yo sé». «Entonces tiráte a la iz-
quierda, Gato», dijo el cantinero. «No… Él sabe que
yo sé que él sabe que yo sé», dijo el Gato. Y se fue a
dormir.

372
El miércoles el Gato no fue a entrenar y el jueves
el cartero lo encontró caminando por las vías. Ha-
blaba solo. El cartero le preguntó: «¿Lo vas a atajar,
Gato?». Y el Gato dijo: «Qué sé yo… ¿Qué gano con
atajarlo?».
«¡La gloria, Gato! », dijo el cartero. Y el Gato dijo:
«La gloria va a ser cuando la Rubia Ferreyra me quie-
ra besar», y se fue cabizbajo.
El viernes, la Rubia Ferreyra estaba atendiendo la
mercería del padre cuando el intendente, en perso-
na, entró con bombones y le dijo: «Esto te lo manda
el Gato Díaz… Hasta el lunes, el Gato es tu novio.
¿Estamos?».
El sábado la Rubia y el Gato fueron al cine. Él
quiso besarla pero ella lo frenó suavemente y le dijo
que el domingo a la noche, quizás, después de que
atajara el penal, en el baile, lo besaba… Entonces el
Gato sonrió.
El domingo los dos equipos salieron a la cancha
vestidos y concentrados como para disputar un par-
tido entero, aunque solo tuvieran que jugar dos mi-
nutos.
El Gato se paró abajo de los tres palos sonriendo.
El Chino Gauna lo miraba fijo desde el punto pe-
nal. Cuando el referí dio la orden, el Chino golpeó
la pelota con fuerza y el Gato voló, decidido, al palo
derecho. Rozó la pelota con la punta de los dedos y
la sacó al córner.
¡Ah! El pueblo estalló en festejos. Y el Gato estaba
en la gloria. Vio su foto en la tapa del diario. Vio las

373
caras de felicidad de sus vecinos desde el balcón de la
intendencia: él con la Copa en la mano. Vio las luces
del baile y sintió el beso de la Rubia Ferreyra en sus
labios. Vio el altar iluminado de una iglesia, la vio a
ella, de blanco con un ramo de flores. Vio a la Rubia
Ferreyra desnuda en el lecho nupcial, vio el rostro del
primer hijo de los dos. Lo único que no vio el Gato,
porque estaba distraído pensando en todo esto, fue
que Belgrano sacó rápido el córner. No vio el centro
entrando al área, no vio al Chino Gauna cabeceando
de sobrepique. No vio que la pelota se metía en el arco.
Después del partido, el Gato Díaz colgó los bo-
tines y desapareció del pueblo. Tres días después lo
encontraron muerto, en las vías del tren. Dijeron que
se había matado porque no pudo soportar la humi-
llación de la derrota. Solamente unos pocos supieron
la verdad: se había matado por amor.

Osvaldo Soriano (1943-1997) fue un escritor argentino de cuen-


tos, crónicas y artículos de opinión, que imprimió un estilo propio y
popular en la narrativa argentina. Este relato forma parte de Cuentos
de los años felices, publicado en 1993.

374
92

La ley del talión


Yasutaka Tsutsui

Ahora vamos a hacer un cuento japonés que se llama


así, «La ley del talión», por la famosa ley del ojo por
ojo. Es de Yasutaka Tsutsui, un novelista muy bizarro
de ciencia ficción y también actor que tiene 87 años.
La historia dice así:
Takeshi volvía del trabajo cuando vio que la poli-
cía rodeaba su casa. Un delincuente recién fugado de
la cárcel se había atrincherado ahí dentro y tenía a su
mujer y a su hijito de rehenes. El criminal —le expli-
có la policía a Takeshi— se llamaba Ogoro y andaba
como loco porque, mientras estaba preso, supo que
su mujer se casaría con otro, y se escapó para verla.
La policía le tendió una emboscada para atraparlo y
Ogoro, al verse rodeado, se metió en una casa cual-
quiera y tomó a la familia de rehén.
El comisario le explicó a Takeshi: «Si no le traemos
a su esposa y su hijo, Ogoro va a matar a tu familia».
¡Tráiganlos!», gritó Takeshi.
«Se los trajimos, pero la señora y el nene no lo
quieren ni ver».

375
Atónito, Takeshi se aflojó su corbata y pidió que
lo llevaran con la mujer de Ogoro: tenía que conven-
cerla de volver con su marido. La policía aceptó y un
oficial llevó a Takeshi hasta la casa de la señora. Pero
una vez ahí, Takeshi supo que su misión sería difícil.
La mujer se negó a los gritos.
Entonces Takeshi hizo algo desesperado: le dio un
palazo al oficial que los acompañaba y lo desmayó
de un golpe. Le quitó el arma. Y lo arrastró al jardín
trasero. Después se encerró con la mujer y el niño, y
les apuntó.
«Está bien», dijo ella, llorando, «voy con Ogoro,
¡pero no nos lastime!».
«¿Así que ahora querés ir?», le dijo Takeshi, indig-
nado. «¿Por qué no me hiciste caso antes? Ahora es
tarde. Si se escapan, los mato».
La esposa de Ogoro se desmayó del susto.
Y el nene se hizo pis del pánico. Entonces sonó el
teléfono: era el comisario, preguntándole a Takeshi si
era cierto que él había golpeado a su oficial. Takeshi
dijo que sí.
«Pero, hombre», dijo el comisario, «¡se está convir-
tiendo en un delincuente!».
Takeshi dijo: «Así como hay policías que se con-
vierten en ladrones, hay gente buena que se violenta.
Yo elijo la violencia para salvar a mi familia», termi-
nó Takeshi. Y pidió que lo conectaran con Ogoro.
Cuando habló con él, fue claro: «Si salís de mi casa, te
entregás a la policía y no le tocás un pelo a mi familia,
yo no le hago nada a la tuya».

376
Pero Ogoro contestó, furioso: «¡No puedo hacer
eso! Si me entrego no los voy a ver, ¡y yo me fugué
para verlos!».
«Me importa un carajo», dijo Takeshi. «Tenés has-
ta mañana para irte de mi casa. Si no lo hacés, violo a
tu esposa y le arranco un dedo a tu hijo».
Takeshi cortó.
Esa noche, Ogoro y Takeshi hicieron cocinar a las
mujeres, y después cenaron y vieron las noticias en
familia. Pero al momento de dormir, Takeshi pensó
que en condiciones normales él habría hecho el amor
con su esposa, y se abalanzó sobre la mujer de Ogoro.
La sola posibilidad de que en la otra casa pasara lo
mismo, y estuvieran violando a su esposa, no lo per-
turbó, es más: pareció excitarlo.
Al día siguiente, Takeshi siguió con su promesa: le
cortó un dedo al nene y se lo mandó a Ogoro a través
de un policía. Después se sentó a ver las noticias, y
no se sorprendió cuando unas horas después le llegó
el dedo de su hijo.
Furioso, Takeshi volvió a violar a la esposa de Ogo-
ro y le sacó otro dedo al hijo, que ya en la segunda
amputación dejó de gritar y empezó a desvanecerse
por la hemorragia. Algo parecido imaginó que pa-
saría en su casa: por cada dedo que recibía, Ogoro
mandaba un dedo de regreso.
Hasta que los dedos se terminaron, el hijio de
Ogoro murió desangrado, y Takeshi decidió ampu-
tarle un dedo a la mujer, aún a sabiendas de que su
esposa estaría en la misma situación. El intercambio

377
de dedos siguió, hasta que ambas mujeres terminaron
muriendo.
En las casas solo quedaban Takeshi y Ogoro, cada
vez más solos, sin siquiera la mirada de la policía o
los medios: los noticieros empezaron a olvidarlos y la
policía decidió dejarlos morir de hambre. Debilitado,
solo y sin fuerzas, entonces, Takeshi llamó a Ogoro y
le dijo:
«Lo próximo que voy a hacer es cortarme el meñi-
que. A ver, de nosotros dos, quién gana».

Yasutaka Tsutsui (1934) es el autor de Paprika, adaptada al cine


por Satoshi Kon. Su obra está teñida por altas dosis de sátira y hu-
mor negro, algo que le causó varios problemas en Japón. Este cuen-
to aparece en Estoy desnudo, publicado en 2009 por Atalanta.

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93

Creo, vieja, que tu hijo la cagó


Jorge Valdano

Vamos a hacer un cuento de Jorge Valdano. Sí, señor.


¡Sí, señor! Es el mismo Jorge Valdano que acompañó
a Maradona en el Mundial 86. No es un escritor que
se llama como el futbolista: es el futbolista que tam-
bién, a veces, escribe cuentos. Y esta historia dice así:
El 16 de septiembre de 1964, Juan Antonio Felpa
se despertó a la siete de la mañana y un cosquilleo
en el estómago le anunció que era domingo, el día
del partido más importante de su vida. Mientras
daba vueltas en la cama volvió a fantasear con lo de
siempre: atajar un penal en el minuto noventa, con-
tra el clásico rival, y desatar la locura de los hinchas
del Sportivo, el club cuyo arco defendió desde las
inferiores.
Desayunó en la cocina con la vista en un póster
arrugado de Amadeo Carrizo. Le imitaba el modo de
pararse, le copiaba los gestos y hasta se hizo traer de
Buenos Aires una gorra a cuadros parecida a la que
usaba el arquero de River. Al rato se levantó su mujer
y tomaron mate en silencio.

379
A eso de las diez, mientras preparaba el bolso, pasó
frente a su casa el auto de los altavoces. «A las cinco
en punto, en el estadio municipal, el Sportivo y Ar-
gentino Las Parejas juegan el partido más esperado
del año», gritaba el locutor del pueblo, con la gar-
ganta explotada de emoción, y él volvió a sentir en el
estómago el cosquilleo de la mañana.
Revisó el bolso por última vez, se despidió de su
mujer sin ceremonia y caminó hasta el sanatorio San
Luis, donde estaba internado su padre. Lo encontró
de mal humor porque no podía ir a ver el partido.
Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas
de la habitación para interpretar los gritos que lle-
garan desde la cancha. Don Felpa era un experto en
entender el fútbol por los ruidos: sabía qué equipo
dominaba y qué club había hecho un gol solo por los
sonidos de la hinchada, pero él quería ver el partido.
Y estaba triste.
Sentado al borde de la cama, Juan Antonio escu-
chó con paciencia los consejos de su padre y un par
de veces lo tuvo que frenar para que no se sobreex-
citara, porque don Felpa amaba al Sportivo con la
misma intensidad con que odiaba al equipo rival.
Después salió del hospital y, camino a la cancha,
volvió a fabricar el penal en su cabeza. Siempre era el
mismo. Siempre se tiraba hacia la derecha, y siempre
embolsaba la pelota en el aire como un campeón.
En el vestuario se cambió en silencio y precalentó
solo. Y cuando faltaban diez minutos para la cinco de
la tarde el equipo salió a la cancha. Mientras cami-

380
naba hacia uno de los arcos, Juan Antonio pudo ver
a todo el pueblo en las tribunas. Se calzó la gorra de
Amadeo, se persignó confiado y el referí dio la orden.
Empezó el partido.
En el primer tiempo los dos equipos trataron de
aprovechar el descuido del adversario, pero sin des-
cuidarse a sí mismos. Se tenían miedo y estaban ten-
sos, y eso siempre da como resultado un partido tra-
bado. «Qué primer tiempo malo, vieja, ni una sola
ocasión de gol», comentó don Felpa en su cama del
sanatorio.
La segunda parte fue algo más abierta, pero los dos
equipos pisaron poco las áreas, hasta el momento de la
jugada que nadie pudo olvidar. Fue un córner, a cua-
tro minutos del final. Felpa dudó en salir y el nueve de
ellos saltó y cabeceó seco al ángulo. Felpa no llegaba.
No había modo. Entonces uno de sus defensores, que
tampoco iba a llegar, la despejó con un manotazo. Pe-
nal. Clarísimo. Los hinchas rivales explotaron.
En su cama, don Felpa escuchó esos gritos desde
la cancha, esos inconfundibles gritos que no son de
gol, pero se parecen, y dijo: «Penal, vieja, y no es para
nosotros».
Cuando el nueve se preparó para patear, el sol ya
estaba bajo. Felpa se quitó la gorra y la tiró adentro
del arco. No quería que nada se interpusiera entre él
y la pelota. Flexionó las rodillas. Ya tenía la decisión
tomada. El referí dio la orden: él despegó los pies del
piso, voló a la derecha y embolsó la pelota en el aire.
¡Como en su sueño!

381
Fue un momento glorioso. Los hinchas explotaron
de felicidad. Felpa se paró, endiosado, con la pelota
en un brazo, y levantó el otro brazo al cielo. La gente
coreaba su nombre. En el sanatorio, el viejo le dio la
mano a su mujer y le dijo: «¡Lo atajó, Adela, lo atajó!».
Pero en la cancha, nadie sabe por qué, quizás para
prolongar el momento mágico, Juan Antonio Felpa
cometió el error de su vida. Volvió a buscar la gorra y
se la puso. Es decir: entró al arco a buscar la gorra…
con la pelota abajo del brazo.
El viejo Felpa, desde el sanatorio, empezó a escu-
char un coro de murmullos nuevos que llegaban de la
cancha. Nunca había oído esa clase de rumor en sus
años de fútbol… Entonces, de repente, la otra mitad
del estadio gritó de felicidad.
Y ahí don Felpa miró a su mujer y le dijo, sin es-
peranza de estar equivocado: «Creo, vieja, que tu hijo
la cagó».

Jorge Valdano (1955) es un exfutbolista, periodista y escritor.


En paralelo con su carrera deportiva —que lo llevó a ser campeón del
mundo en 1986—, publicó cinco libros. Este relato apareció en Y el
fútbol contó un cuento, editado en 2007 por Alfaguara.

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El árbol
José Mauro de Vasconcelos

Vamos a hacer un cuento de José Mauro de Vascon-


celos, al que seguramente muchos de ustedes puedan
recordar por la novela Mi planta de naranja lima. Este
cuento habla de un árbol, y dice así:
Había una vez una casaquinta llena de árboles. El
lugar era un paraíso. En el patio había una higuera
que en marzo daba higos carnosos. La higuera era el
refugio del nene de la casa, el pequeño Juan.
Todas las mañanas Juan se trepaba a la higuera y,
si no lo llamaban para almorzar, era capaz de pasarse
el día ahí arriba. El nene y el árbol podían entenderse
de una manera única. Hablaban. Les encantaba estar
uno en compañía del otro.
Pero una mañana el árbol supo que al nene le pa-
saba algo. «¿Volvieron a pelear?», preguntó la higue-
ra: «Sí. Mamá estaba enojada, habló de deudas, dijo
que él tenía que dejar de ir al casino y un montón de
cosas que no entiendo. Cuando se pelean se olvidan
de mí. Si no fuera por vos, yo no tendría a nadie en
el mundo».

383
«Bah, los adultos siempre gritan un poco pero des-
pués se calman», le dijo la higuera. Pero Juan no es-
taba tan seguro: «Si eso es ser un adulto, prefiero no
crecer», le respondió él.
«Nooo», dijo la higuera. «Vos vas a ser un hombre
valiente y honesto». Y enseguida, para que Juan cam-
biara la cara, dejó caer un higo maduro. Entonces
Juan mordió el higo y al segundo ya estaban hablan-
do de otra cosa.
Pero al día siguiente, Juan llegó al árbol llorando.
«Mamá y papá se van a separar y me van a meter de
pupilo en un colegio». «No, no, no puede ser», dijo el
árbol. «Yo no quiero, no quiero irme de la quinta, no
quiero dejar de estar con vos», dijo el chico.
Esa misma tarde vinieron a buscar a Juan, y la hi-
guera sintió que se moría de tristeza cuando el auto
se alejó por la calle de tierra con el pequeño Juan llo-
rando en el asiento de atrás.
El tiempo fue pasando, y todos los años el árbol
esperaba que su amigo volviera, pero esto no ocu-
rrió. La soledad envejeció el corazón de la higuera.
Su tronco se puso nudoso y los higos fueron cada vez
menos. Ya nadie vivía en la quinta y el encargado no
se ocupaba del mantenimiento. La higuera miraba,
muda, la decadencia y el abandono a su alrededor.
Un otoño en el que sus hojas empezaron a caerse
solas, amarillas y feas, el encargado decidió que el ár-
bol se estaba secando y que había que tirarlo abajo.
Ese mismo día la pobre higuera fue reducida a un
tronco en el medio del patio. Pero así y todo, ella

384
seguía aferrada a sus raíces y no dejaba de pensar
en Juan, su mejor amigo. «Ahora Juan estará hecho
un hombre», pensaba, «a lo mejor ya se casó, tal vez
tenga hijos». Y la higuera decidió vivir hasta que él
volviera. Quería ver a Juan otra vez, y después no le
importaría nada más.
Y un día Juan volvió. Ya era un hombre. Ella lo
vio parado en el patio, conversando con el encargado.
Sus ojos estaban tristes y tenía el pelo corto y oscuro,
pero era él.
Parecía cansado. Le estaba diciendo al encargado
que sus padres le habían dejado en herencia esa quin-
ta, y que él debía venderla. Después de un silencio,
Juan miró el patio. «Hay algo que falta en este patio,
¿no? Pero no sé qué», le dijo al encargado. «Sí. Hay
varias plantas que ya no están, porque juntaban mu-
gre», respondió el hombre.
Juan pensó un instante, bajó la vista a sus pies,
como si intentara recordar algo, y después se acercó
con pasos seguros al tronco solitario de la higuera,
en mitad del patio.
La higuera supo que el momento que tanto había
esperado estaba a punto de suceder.
«Tenés razón, deben ser unas plantas que estaban
en este sector», dijo Juan. Después levantó un pie,
apoyó la suela del zapato en el tronco de la higuera,
sin reconocerla, y se ató los cordones.
Casi de noche volvió a la capital, donde vivía en
un departamento con su mujer y su hijo, un nene
hermoso de cuatro años. Juan le dijo a su mujer que

385
había puesto en venta la quinta, y que comprarían un
departamento más grande.
«¿De verdad, Juan?», dijo la mujer. «¿Por qué no
compramos una casita, con un jardín? Una casa con
árboles. Nuestro hijo es chico, a todos los chicos les
gustan los árboles. Conversan con los árboles».
Juan la interrumpió, riéndose. «¿Qué película vis-
te?», le dijo. «Un departamento es más práctico. Y
una inversión muchísimo mejor. Además, yo tam-
bién fui chico, y no me pasó ninguna de esas pavadas
que estás diciendo con ningún árbol. Todo eso es li-
teratura, amor…».
En ese momento, unos kilómetros al sur, en una
quinta a oscuras, el corazón de una higuera se murió
de tristeza.

José Mauro de Vasconcelos (1920-1984) fue un escritor brasi-


leño. Sus novelas muestran sensibilidad hacia los desposeídos y un
profundo amor por la naturaleza. Este cuento forma parte del libro
Corazón de vidrio (¡el que mencionaba Clarice Lispector!), de 1964.

386
95

El hombre que debía


adivinarle la edad al Diablo
Javier Villafañe

Este es un cuento del maestro titiritero Javier Villa-


fañe, que con su títere Trotamundos recorría el país
contando historias. Y esta dice así:
Había una vez un hombre que estaba en el monte,
descansando debajo de un viejo ombú, y de pronto se
le apareció el Diablo.
«Quiero hacer un pacto con usted», le dijo. «De-
pende de qué se trate», contestó el hombre. «Se trata
de que usted sea un hombre muy rico y que tenga
todo lo que quiera. ¿Qué le parece?».
«Me parece bien», respondió el hombre.
«Entonces le propongo un pacto. Yo lo hago rico
ahora mismo pero usted va tener que adivinarme la
edad, y para que lo haga le doy un plazo de veinte
años. Si en veinte años la adivina, queda libre y sigue
rico. Si no lo hace será mi esclavo. ¿Está de acuerdo?»,
dijo el Diablo estirándole un papel y una lapicera.
«Estoy de acuerdo», dijo el hombre, y firmó. «Muy
bien: en veinte años exactos nos encontramos acá»,
agregó el Diablo y se esfumó.

387
Cuando el hombre volvió a su rancho, el rancho
no estaba. En su lugar había un palacio. Y él tampoco
se reconoció. En vez de alpargatas tenía botas, y un
traje flamante. Un mayordomo se le acercó y le dijo:
«Señor, ¿qué desea para el almuerzo?». «Pucherito de
gallina con viejo vino Carlón», dijo el hombre. «¿Y de
postre?». «Queso y dulce».
Un rico no se acostumbra nunca a ser pobre, pero un
pobre se acostumbra rápido a ser rico. Y a este hombre
le llevó apenas dos minutos. Enseguida le gustó comer
bien, dormir a pata suelta, mandar y que le obedecie-
ran. Y a la semana ya se había olvidado del Diablo.
Se casó con una mujer hermosa. Conoció a em-
bajadores y futbolistas. Y vivió como un duque sin
darse cuenta de que pasaban los años.
Una noche de tormenta se desveló y se acordó de la
cita con el Diablo. Para no olvidarse, había escondido
en el cajón de la mesa de luz un papel con la fecha de
la cita. Buscó el papel y se pegó un susto enorme. Fal-
taban solamente seis meses y diez días para la cita. No
podía perder tiempo: necesitaba conocer la verdadera
edad del Diablo.
Entonces se fue de viaje. Estuvo en Bolivia, en
Ecuador, en México. Se entrevistó con los eruditos
más encumbrados de Europa y con los sabios más
respetados de Oriente, pero en ningún lugar encon-
tró nada. Y seis meses después, cuando faltaban un
par de días para la cita, volvió a su casa derrotado.
Su mujer lo vio triste y ojeroso, y se preocupó por
él. El hombre se largó a llorar y le reveló su secreto:

388
«Te voy a contar la verdad. Todo lo que tenemos se lo
debo al Diablo. Él me dio poder a cambio de que le
adivine la edad en un plazo de veinte años, y si no le
adivino la edad para mañana… me convertiré en su
esclavo. Estoy perdido».
«No te preocupes», dijo la mujer. «Yo te voy a arre-
glar este problema. Es muy fácil». «¿Fácil?», dijo el
hombre. «Ajá. Primero hay que cazar pájaros. Poné a
todo el personal de palacio a cazar pájaros. Cuantos
más pájaros, mejor». «¿Y después?». «Después, vas a
ver», le dijo ella, sonriente.
Todo el personal salió a cazar pájaros y unas horas
después había jaulas llenas. «Ahora hay que matarlos
y sacarles las plumas, y después hay que poner las
plumas en un tanque».
Las cosas se hicieron como ella ordenó. Y cuando
todo estuvo listo, la mujer se sacó la ropa, se emba-
durnó el cuerpo con miel y se metió en el tanque
de plumas. Enseguida empezó a revolcarse y cuando
salió parecía un plumero. «Ahora vamos al lugar de la
cita», le dijo a su esposo.
Los dos llegaron al viejo ombú. Ella se quedó dura
como una estatua, no quería ni pestañear para no
perder una pluma, y el hombre se escondió. Un poco
antes de la medianoche apareció el Diablo.
«¿Qué pájaro será este?», dijo en voz alta el Diablo.
«Ñandú no es; gallareta tampoco…». Y empezó a dar
vueltas alrededor del pájaro. «¿Dónde tendrá el pico?
¿Y qué comerá?», se preguntó.
El Diablo miró al pájaro, cada vez más intrigado.

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«Decime, che, ¿qué pájaro sos?», le preguntó al ani-
mal, y el pájaro respondió: «Juaguá». «¡A la mierda!»,
dijo el Diablo. «En mis 485.546 años nunca me ha-
bía encontrado con un pájaro tan raro». Y justo en-
tonces se hizo la medianoche.
El pájaro se fue dando saltos, y al rato el hombre
apareció en el ombú. El Diablo lo reconoció al ins-
tante: «Muy puntual», dijo. «Cinco minutos después
de las doce». El hombre respondió: «Usted también,
muy puntual».
El Diablo fue al grano rápido: «¿Y, adivinó mi
edad?». Y el hombre dijo: «Usted tiene 485.546
años». Lo dijo con una sonrisa triunfal en los labios.
Entonces el Diablo respondió: «Exactamente, che».
Y desapareció.

Javier Villafañe (1909-1996) fue un escritor y poeta argentino,


amante del teatro en general y apasionado por los títeres en parti-
cular. Publicó decenas de libros y fue galardonado a lo largo de su
vida. Este cuento vio la luz en El hombre que debía adivinarle la edad
al Diablo, de 1991.

390
96

La cucaracha
Javier Villafañe

Vamos a hacer otro cuento de Javier Villafañe, el


genial titiritero argentino, que también escribía los
cuentos y obras que representaba. Y dice así:
Había una vez un hombre que vivía solo. Traba-
jaba desde las seis de la mañana hasta la mediano-
che. Cuando terminaba de trabajar salía del diario,
caminaba unas cuadras, comía en un restaurante y
después iba a un bar a tomar cerveza. Al amanecer re-
gresaba a su casa. Era un departamento pequeño que
no tenía ni un solo mueble; no tenía ni cama, ni una
silla donde sentarse. Había unos clavos en la pared
en los que colgaba el saco, el pantalón y la camisa.
Dormía en el suelo. En invierno o cuando hacía frío
se envolvía en una frazada.
Le gustaba tomar cerveza. Tomaba cerveza todo
el día: a la mañana, a la tarde, a la noche. Siempre
llegaba a su casa con dos o tres botellas de cerveza
del kiosco.
Una madrugada, cuando se acostó en el suelo para
dormir, vio una cucaracha que salía de un agujero del

391
zócalo. La vio caminar, la vio detenerse y después la
vio acostarse cerca de su cabeza.
Esto pasó varias veces. Una vez, cuando la cuca-
racha salía del agujero del zócalo, agarró la tapita de
una botella de cerveza y la puso al lado de la cucara-
cha. Ella se subió a la tapa y se acostó ahí.
Al día siguiente el hombre llegó más temprano a
su casa. Traía un poco de algodón: lo desmenuzó e
hizo un colchón en la tapita de la botella, para que la
cucaracha durmiera mejor.
El hombre se acostó como siempre, en el suelo. Esa
noche vio salir a la cucaracha del agujero del zócalo.
La vio caminar y acostarse en la cama que le había
hecho en la tapa de la botella de cerveza.
Al otro día el hombre salió del trabajo silbando por
la calle. Estaba muy contento. Llegó al restaurante
donde cenaba solo todas las noches, comió, y después
fue al bar a tomar cerveza. En el bar se encontró con
un amigo y le dijo:
«Ya no estoy solo. Cuando me acuesto, una cucara-
cha sale de un agujero del zócalo y se viene a dormir
a mi lado».
El amigo se rió: «¿Cómo sabés que es la misma
cucaracha? Tu casa debe estar llena de cucarachas», le
dijo. «No, la conozco. Es la misma cucaracha», res-
pondió el hombre.
«¿Y serías capaz de hacer una prueba?», le pregun-
tó el amigo. «Sí. ¿Qué hago?», contestó el hombre, y
entonces el amigo le respondió: «Es muy fácil lo que
te voy a decir, escuchá bien: le arrancás una pata a la

392
cucaracha. La dejás renga. Y si al día siguiente ves a
una cucaracha renga que viene a dormir a tu lado,
entonces es la misma cucaracha».
Esa noche el hombre llegó a su casa. Se desvistió.
Colgó en los clavos el saco, el pantalón y la camisa. Se
acostó. La cucaracha salió del agujero del zócalo. Ca-
minó y cuando iba a subir a la cama para acostarse, el
hombre agarró a la cucaracha con el pulgar y el índice
de la mano izquierda, y con el pulgar y el índice de la
mano derecha le quebró una pata y se la arrancó. Tiró
la pata y puso a la cucaracha en su cama.
La cucaracha durmió, pero el hombre no pudo
dormir. Vio el sol subiendo por la ventana, la luz de
la mañana clareando el departamento. Él, tendido en
el suelo, y la cucaracha al lado de él, dormida. Des-
pués la vio despertar. La cucaracha bajó de la cama,
cruzó rengueando la habitación y se metió en el agu-
jero del zócalo.
El hombre se levantó, se vistió y fue a trabajar bien
temprano. Por la noche, como siempre, fue al restau-
rante y cenó. Después fue al bar y tomó mucha más
cerveza que de costumbre. Llegó a su casa, se acostó y
vio salir a una cucaracha renga del agujero del zócalo.
La vio llegar, subir y acostarse en la cama de algodón
que él le había hecho.
«Es la misma. Yo sabía que no estaba solo», se dijo
el hombre.
Pero no pudo dormir. Vio el sol, la mañana. Vio el
momento exacto en el que se despertó la cucaracha. La
vio caminar renga y meterse en el agujero del zócalo.

393
A la noche siguiente la cucaracha volvió. Llegó ca-
minando lentamente y se acostó al lado del hombre,
pero el hombre no podía dormir. Miraba dormir a la
cucaracha. Estaba desnudo, sentado en el suelo. De
pronto sintió el sol en los ojos, otra vez la mañana
entrando en la habitación.
La cucaracha se despertó. Bajó de la cama, casi
arrastrándose, y se metió con cierta dificultad en el
agujero del zócalo.
Y no volvió nunca más.

Javier Villafañe se exilió en Venezuela a fines de la década del se-


senta y volvió con el retorno de la democracia, en 1984. Ese mismo
año recibió el premio Konex de Platino. Recorrió Latinoamérica
con un teatro itinerante montado en una carreta. Este cuento apa-
rece en La cucaracha, de 1967.

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97

Harrison Bergeron
Kurt Vonnegut

Este relato de ciencia ficción es de Kurt Vonnegut, un


escritor estadounidense muy irreverente que murió
en 2007. El título del cuento es el personaje principal
y dice así:
En el año 2081 todos los hombres eran, por fin,
iguales. Ninguno era más inteligente que otro, o más
lindo que otro, o más fuerte o más rápido que otro.
Y eso fue gracias a las enmiendas de la Constitución
y a la permanente vigilancia de los agentes de la DGI
(Dirección General de Impedidos), que se ocupaban
de que la igualdad se mantuviera a cualquier precio,
y lo hacían de una forma muy simple: impedían que
la gente demostrara sus virtudes.
Por eso un día, centrados en mantener esa igual-
dad, se llevaron a Harrison Bergeron, un chico de ca-
torce años que tenía demasiadas cualidades positivas:
era ágil, lindo, inteligente y sobre todo, por culpa de
su edad, no quería obedecer a nadie, era un rebelde.
Los padres de Harrison no pensaron mucho en la
desaparición de su hijo, porque no podían hacerlo:

395
tenían en la oreja un audífono que no podían sacar-
se (era ilegal sacarse el audífono) y eso les impedía
pensar libremente, porque cada veinte segundos ese
parlantito emitía un ruido atronador que desconcen-
traba a cualquiera. Así que los padres de Harrison
lloraban casi todo el tiempo, pero no terminaban de
entender por qué.
Hasta que un día, mientras miraban un reality con
bailarinas, músicos y actores, un informativo inte-
rrumpió la emisión. Al principio costó entender qué
pasaba porque la mujer que leyó el comunicado tenía
una traba en la lengua que le impedía vocalizar co-
rrectamente, se movía con torpeza porque tenía pesas
que le impedían moverse con gracia, y tenía una más-
cara para que nadie notara que era hermosa.
Con gran dificultad, la periodista dijo que Harri-
son Bergeron acababa de escaparse de la cárcel. Que
se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Y que
era muy peligroso. ¿La razón? En la cárcel, Harrison
había pegado un estirón tan rápido que la Dirección
de Impedidos no había tenido tiempo de adaptar las
trabas. En vez de un pequeño dispositivo en la ore-
ja, Harrison llevaba unos tremendos auriculares muy
fáciles de sacar. Y las pesas de plomo que le habían
colgado para moderar su fuerza habían perdido efica-
cia porque Harrison había crecido y movía sus pesas
como si fueran las bolitas de un collar.
«Si ven a este muchacho», dijo la periodista del in­
formativo, «no intenten, repito: no intenten discutir
con él».

396
Ni bien lo dijo, el estudio de televisión fue sacudi-
do como por un terremoto y apareció Harrison con
poco más de dos metros de alto y con el picaporte
de la puerta en la mano. Todos en el piso se pusieron
de rodillas y esperaron lo peor. Pero Harrison seña-
ló a una bailarina y la invitó a pararse. Con mucha
delicadeza, sacó el impedimento mental de su oreja,
después le quitó los impedimentos físicos y finalmen-
te le sacó la máscara. La bailarina era… hermosísima.
Harrison tomó de la mano a la bailarina y dijo:
Bue… Ahora le vamos a mostrar a toda esta gente lo
que significa la palabra «danza». ¡Música!
Temerosos, los músicos se quitaron sus impedi-
mentos y empezaron a tocar: tocaban maravillosa-
mente sin las trabas. Mientras, Harrison y la baila-
rina se movían desafiando las leyes de la gravedad.
Giraron, saltaron, volaron y en las alturas del estudio,
como suspendidos, se besaron un rato largo. En eso
estaban cuando entró al estudio la directora de Impe-
didos, alzó una escopeta, disparó dos veces y mató a
la pareja antes de que llegara al suelo.
En ese instante, el televisor de los padres de Ha-
rrison parpadeó y se apagó. La madre miró al padre
con desesperación, pero el padre había ido a la cocina
a buscar una cerveza. Cuando volvió, y ambos vie-
ron que no había señal, empezaron a amargarse, pero
pronto sintieron un estruendo en el tímpano que los
sacudió y los dejó mirándose a la cara.
«¿Vos estuviste llorando?», le preguntó el padre a la
madre, viendo sus ojos húmedos.

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«Sí», dijo ella.
«¿Y por qué llorabas?», preguntó él.
«¿Sabés que no me acuerdo?», dijo ella. «Me parece
que pasaron algo triste por la tele».
«Creo que me acuerdo», dijo el padre, sobresal-
tado. Pero justo cuando estaba por recordar, un es-
truendo le retumbó en la cabeza. Y después dijo: «No
deberían pasar cosas tristes por la tele».

Kurt Vonnegut (1922-2007) fue un escritor de ciencia ficción y


comedia negra que publicó catorce novelas, entre las que se destacan
Las sirenas de Titán, Matadero Cinco y Desayuno de campeones. Este
cuento fue publicado en Bienvenidos a la casa del mono, de 1968.

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98

El ruiseñor y la rosa
Oscar Wilde

Llegó el momento de hacer un clásico de Oscar Wil-


de, un cuento que creo que me traumatizó en la in-
fancia y que es maravilloso. Dice así:
Había una vez un joven estudiante, un muchacho
muy culto, que había invitado a la chica más linda
del pueblo al baile de fin de año. Pero la chica le puso
una condición. Le dijo que aceptaba ir con él si lle-
vaba una rosa roja en el vestido. Era una condición
caprichosa, pero el estudiante estaba tan enamorado
que no le importó. Y salió a buscar una rosa roja.
Buscó primero en el jardín de su casa: no había.
Después buscó en los jardines de los vecinos, y tam-
poco encontró. Y cuando se cansó de buscar por todo
el pueblo se puso a llorar, debajo de un árbol de su
jardín. «Me voy a perder la oportunidad más impor-
tante de mi vida por no encontrar una rosa roja en
ningún lado», decía, desmoralizado.
No tenía la menor idea de que, en una de las ramas
del árbol, había un pequeño pájaro, un ruiseñor, que
lo observaba con un asombro extraordinario, mien-

399
tras pensaba: «Por fin veo un enamorado de verdad.
Hasta hoy siempre les canté a los enamorados sin co-
nocer a ninguno, y ahora aparece este acá, y es her-
moso», dijo. Y decidió ayudarlo.
Desplegó sus alas y voló hasta un rosal hermoso
que crecía a la salida del pueblo. Le dijo al rosal: «Si
me regalás una rosa roja te canto la canción más dulce
del mundo». Pero el rosal dijo: «Mis rosas son blan-
cas, querido, como la espuma del mar, pero andá ver
a mi hermano, el que está la entrada del parque mu-
nicipal, él te va a dar lo que querés».
El ruiseñor le agradeció y se fue volando hasta el
rosal que crecía a la entrada del parque, y cuando se
detuvo frente a él le pidió una rosa roja a cambio
de la canción más hermosa del mundo. Y el rosal le
dijo: «¿Es que no ves? Mis rosas son amarillas como la
yema del huevo. Pero andá a ver a mi cuñado, el que
crece justo debajo de la ventana del estudiante. Estoy
seguro de que vas a tener más suerte que conmigo».
Y entonces el ruiseñor voló hasta el rosal que cre-
cía debajo de la ventana del estudiante, y le pidió
lo mismo que a los otros: una rosa roja a cambio
de la canción más hermosa del mundo. «Viniste al
lugar correcto», dijo el rosal. «Mis rosas son rojas,
es verdad. Pero el invierno me congeló las venas y la
escarcha me heló los capullos y no tengo rosas este
año, lo lamento».
El ruiseñor bajó la vista con tristeza. El rosal lo
miró de reojo y después de una pausa, dijo: «Bueno,
hay una forma de conseguir una rosa roja… Pero es

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tan terrible que ni me animo a decirte». El ruiseñor
no lo dudó y le pidió que le dijera cómo, sin miedo.
El rosal dijo: «Si cantás toda la noche para mí con
el pecho apoyado en mi espina más punzante, y dejás
que poco a poco la espina te atraviese el corazón, la
sangre que salga de tu cuerpo va a correr por mi tallo
y entonces yo, al amanecer, te voy a dar la rosa más
roja que nadie vio en su vida».
El ruiseñor se quedó paralizado: «La muerte es un
precio alto por una rosa roja», pensó. «Pero el amor
vale más que todo, ¿y qué es el corazón de un pájaro,
comparado con el corazón de un hombre?». Así pen-
só, y aceptó la propuesta. Cuando la luna asomó so-
bre el jardín, el ruiseñor voló hasta el rosal, apoyó su
pecho contra la espina más punzante y cantó, duran-
te toda la noche, la melodía más hermosa del mundo,
hasta que se desangró por completo, y murió.
Al día siguiente, al salir el sol, el estudiante resig-
nado, deprimido, asomó la cabeza por la ventana y lo
primero que vio fue una rosa roja, de pétalos abiertos,
bellísima y milagrosa, en su propio jardín. Se inclinó y
la arrancó, sin poder creer la suerte que había tenido.
Se puso un abrigo y fue corriendo a la casa de su
enamorada con la rosa en la mano. La encontró sen-
tada en el umbral y le dijo: «Me prometiste que esta
noche ibas a ir al baile conmigo si te traía una rosa
roja: acá está».
La chica lo miró, pestañeó dos veces y dijo: «Ay,
qué linda, pero ahora veo que el rojo no combina con
el vestido que elegí. Y además ayer me invitó el hijo

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del intendente y le dije que sí. Lo lamento, Eduardo».
Y después, con un saludo apenas cordial, la chica se
metió en su casa.
El estudiante volvió a su casa con el corazón destro-
zado. «¡Qué cosa más inútil, el amor!», pensó mien-
tras se alejaba. «Nunca prueba nada, nos incendia la
cabeza con cosas que nunca van a pasar. Es lo menos
práctico del mundo, y en este mundo lo único que
importa es ser un tipo práctico, leer, razonar… Así
que voy a volver a mis libros y voy a dejar de pensar
estupideces», dijo.
Miró la rosa por última vez y la tiró a la calle con
desprecio. La rosa voló hasta un charco que había en
la mitad de la calle, y un rato después la aplastó la
rueda de un camión.

Oscar Wilde (1854-1900) fue un escritor y dramaturgo irlandés,


considerado una celebridad en su época. Su única novela, El retrato
de Dorian Gray, ocupa un puesto privilegiado en la historia de la
literatura. Este cuento se publicó en el libro El Príncipe Feliz y otros
cuentos, en 1888.

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El Príncipe Feliz
Oscar Wilde

Ahhh, lo que me emocionaba cuando era chico con


este cuento de Oscar Wilde. Es posible que ya lo co-
nozcan, pero es tan lindo que lo vamos a contar igual.
Dice así:
En el punto más alto de una ciudad, a la vista de
todos, estaba la estatua del Príncipe Feliz: una obra
recubierta de oro fino, con un zafiro en cada ojo y
un rubí incrustado en la punta de la espada. Todos
estaban deslumbrados con esa presencia: «¡Cerrá la
boca y portáte como el Príncipe Feliz!», les decían las
madres a sus hijos.
Hasta que un día llegó una golondrina y se posó
sobre la estatua. Su bandada la había dejado atrás
porque se había distraído con un junco (era una go-
londrina enamoradiza) y ahora, rezagada del grupo,
tenía que buscar refugio y pasar la noche.
Pero justo cuando estaba ahí, sobre la estatua, sin-
tió unas gotas que le caían sobre la cabeza. «¿Está
lloviendo?», se preguntó. Pero no: las gotas eran del
Príncipe, que estaba llorando.

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La golondrina miró a la estatua y le dijo: «¿Vos
quién sos?». Y la estatua contestó: «Yo soy el Prínci-
pe Feliz». «¿Y por qué llorás?», le preguntó. «Porque
cuando estaba vivo yo bailaba y hacía fiestas en mi
palacio, separado del resto del mundo por una mu-
ralla altísima. Me llamaban el Príncipe Feliz porque,
claro, yo vivía de joda y era muy feliz. Pero ahora que
me convirtieron en estatua y me trajeron acá arriba,
puedo ver las miserias de mi gente, y aunque mi co-
razón sea de plomo, lloro igual».
La golondrina entró en shock, no tanto por el relato
del Príncipe como por el dato de que el corazón no era
de oro. Ya no era tan buen partido, pensó, pero igual
siguió escuchando porque tenía que pasar la noche.
«¿Sabés qué veo todos los días?», siguió el Príncipe.
«A una viejita que cose vestidos lujosos para las da-
mas de la corte, y que al lado tiene un hijo enfermo
al que no puede atender porque tiene que trabajar.
¿No podrías llevarle vos el rubí que hay en el puño
de mi espada?».
La golondrina trató de zafar y le dijo que sus amigas
la esperaban en el sepulcro del Gran Rey de Egipto,
pero al final se conmovió con la tristeza del Príncipe
y accedió a hacer de mensajera. Fue a lo de la vieja, y
cuando volvió se tiró a dormir porque al día siguiente
tenía que irse con las chicas.
Pero a la mañana, justo cuando estaba por irse, el
Príncipe le pidió un nuevo favor. En otro lugar de la
ciudad veía a un joven desplomado sobre una mesa lle-
na de papeles. Debía terminar una obra de teatro, pero

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tenía tanta hambre y frío que no podía ni pensar. «¿No
le llevás uno de mis ojos de zafiro?», pidió. «¡Te vas a
quedar tuerto!», le dijo la golondrina, espantada. Pero
vio al Príncipe tan resuelto que aceptó. Lo mismo
hizo al día siguiente, cuando el Príncipe quiso sacar-
se el otro ojo para dárselo a una nena pobre. Con la
diferencia de que esa última vez la golondrina volvió
y dijo que ya no se iría de viaje porque no quería de-
jarlo ciego y solo.
Y así fue. Desde el día siguiente, posada sobre su
hombro, por pedido del Príncipe la golondrina se de-
dicó a contarle la pobreza que había en la ciudad.
Hasta que el Príncipe, sobrepasado por el panorama,
le pidió a la golondrina que le arrancara el oro fino de
la piel y se lo diera a su pueblo.
La golondrina obedeció, y el Príncipe Feliz se que-
dó desollado de cara al comienzo del invierno, que
llegó con nieve y hielo.
Por suerte, ahora todos en la ciudad estaban bien
provistos para eso. Los únicos que se estaban con-
gelando eran el Príncipe Feliz y la golondrina, que
amaba demasiado al Príncipe y ya no quería dejarlo.
Hasta que un día, sintiendo que ya estaba por mo-
rirse, la golondrina buscó la mano del Príncipe para
darle un beso de despedida. Después de ese beso, fi-
nalmente, la golondrina cayó muerta a sus pies. Y en
ese instante, algo crujió en la estatua —habrá sido el
frío— y el Príncipe se partió en dos.
A la mañana siguiente, la gente no daba crédito a
lo que veía. «El Príncipe Feliz parece un pordiosero»,

405
dijo un concejal. «Saquen esa paloma reseca que los
chicos van y tocan todo», dijo alguna madre. «Si no
es bello para qué nos sirve», dijo un profesor.
Así que derribaron la estatua y la fundieron para
hacer con el metal el busto de un político. En eso
estaban, viendo a quién hacerle el busto, cuando el
encargado de la fundición notó que el corazón de
plomo no se derretía.
«Listo: se tira», dijo un funcionario. Y eso hicieron:
tiraron al contenedor el corazón del Príncipe, junto
a la golondrina muerta. Y sin darse cuenta lograron
que en la basura, finalmente, se reuniera lo único her-
moso que quedaba en ese pueblo.

Oscar Wilde conoció el éxito con su obra La importancia de lla-


marse Ernesto y fue uno de los dramaturgos más grandes de Londres.
Murió en la indigencia después de pasar algunos años en prisión.
Este cuento también forma parte de El Príncipe Feliz y otros cuentos,
de 1888.

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El pintor Wang-Fô
Marguerite Yourcenar

Cerramos con un cuento de Marguerite Yourcenar,


conocida sobre todo por sus novelas, pero vean si no
es la mejor forma de finalizar este libro. Dice así:
Hace mucho tiempo, en el reino de Han, había un
pintor muy viejo que se llamaba Wang-Fô. Junto con
su discípulo, los dos hombres recorrieron a pie todos
los caminos del reino.
A Wang-Fô no le interesaban las monedas de plata
y solo intercambiaba sus pinturas por platos de arroz.
Pero nunca llegaron a pasar hambre. La reputación
del pintor era conocida en todos los rincones del rei-
no. Se decía que Wang-Fô era tan buen artista que
sus pinturas parecían cobrar vida cuando les daba los
últimos toques de color.
En los pueblos, la gente hacía fila para pedirle al
maestro que por favor les pintara algo. Algunos lo
trataban como a un sabio, otros como a un brujo.
Un día, mientras Wang-Fô pintaba unas nubes
sobre un cielo azul, llegó un escuadrón de soldados
imperiales. Sin decir una palabra, arrestaron al pintor

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y a su discípulo y se los llevaron hasta el palacio. Ahí
los hicieron arrodillarse frente al emperador y esperar
en silencio.
El emperador meditaba con los ojos cerrados. Era
un hombre joven y hermoso, pero daba la sensación
de ser implacable. No volaba una mosca en el salón.
Finalmente abrió los ojos y les dijo: «Wang-Fô, tus
pinturas arruinaron mi vida».
El emperador les contó que había pasado su in-
fancia encerrado en la sala más escondida del palacio.
Su padre había pensado que la mejor forma de edu-
car a su hijo era manteniéndolo alejado de cualquier
contacto con el mundo. La sala donde el emperador
había pasado su infancia estaba completamente cu-
bierta por cuadros de Wang-Fô. Días y noches se ha-
bía pasado mirando cada uno de los cuadros, como si
fueran ventanas que le mostraban todo lo que existía
más allá de las paredes del palacio.
Finalmente, a los dieciséis años, se abrieron las
puertas que lo separaban del mundo. Pero cuando
subió a la terraza para mirar las nubes, se decepcionó:
las nubes reales no eran tan hermosas como las de
Wang-Fô. Lo mismo cuando recorrió los caminos de
barro y de piedra y visitó las provincias del Imperio
sin encontrar los jardines ni las mujeres ni la blancura
de la nieve que Wang-Fô había pintado.
El emperador entonces dijo: «Gracias a ti, Wang-
Fô, estoy asqueado de todo lo que hay en mi impe-
rio. Por eso, como castigo, ordeno que te quemen
los ojos».

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Al escuchar la sentencia, el discípulo de Wang-Fô
se arrancó del cinturón un cuchillo y corrió hacia el
emperador, pero antes de dar el tercer paso, un guar-
dia lo decapitó.
El emperador entonces volvió a hablar: «Wang-Fô,
antes de dejarte ciego quiero que pintes un lienzo que
quedó sin terminar. Va a ser tu obra maestra. Si no
lo haces, voy a quemar todas tus pinturas y todo el
mundo olvidará tu existencia».
Un soldado trajo la pintura sin terminar: era un es-
bozo que Wang-Fô había hecho cuando era joven. No
la había terminado porque en ese momento Wang-Fô
no había sido capaz de captar los bordes filosos de las
montañas ni los reflejos del agua del mar, ni el movi-
miento de las olas.
Entonces Wang-Fô tomó uno de los pinceles y se
puso a trabajar. Con pocas pinceladas les dio volu-
men a las nubes, remarcó los picos de las montañas y
le otorgó vida al mar. También pintó en la orilla un
barco rústico que ocupaba gran parte de la pintura.
Los soldados miraban fascinados las manos del
maestro. Algunos sentían que con cada pincelada
el mar parecía moverse de verdad. Hasta tuvieron
la sensación de que se podía oler la humedad de la
brisa marina y escuchar el golpe de las olas contra
el barco.
Con unas pocas pinceladas, Wang-Fô pintó en-
tonces nada más y nada menos que a su discípulo, y
cuando les puso brillo a los ojos le dijo con una son-
risa: «Y yo que pensé que estabas muerto».

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El discípulo, para sorpresa de todos, le contestó:
«No, maestro: gracias a usted estoy vivo. El mar está
tranquilo y el viento sopla a nuestro favor».
El discípulo extendió una mano, ayudó al maestro
a subirse al barco y, con un empuje suave, zarparon.
Entonces el emperador vio a los dos hombres ale-
jarse en su barco hasta que desaparecieron en el hori-
zonte azul, recién pintado.

Marguerite Yourcenar (1903-1987) fue una novelista, poeta y


dramaturga belga. Se destacó por sus novelas históricas. Fue la pri-
mera mujer en entrar en la Academia de Francia. Este cuento forma
parte de Cómo se salvó Wang-Fô, publicado en 1979.

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Índice

Prólogo 7
1. En el bosque. Ryūnosuke Akutagawa 11
2. La mujer alta. Pedro Antonio de Alarcón 15
3. Una muerte en la familia. Miriam Allen deFord 19
4. El conde Drácula. Woody Allen 23
5. El traje nuevo del emperador.
Hans Christian Andersen 27
6. Todo movimiento es cacería.
María Teresa Andruetto 31
7. Del que no se casa. Roberto Arlt 35
8. El carnero. Isaac Asimov 39
9. Fe de ratas. Jorge Asís 43
10. El beso. Gustavo Adolfo Bécquer 47
11. Enoch Soames. Max Beerbohm 51
12. Los pocillos. Mario Benedetti 55
13. La noche de los feos. Mario Benedetti 59
14. La media hora de Sebastián Constantino.
Rafael Bernal 63
15. El golpe de gracia. Ambrose Bierce 67
16. Margarita o el poder de la farmacopea.
Adolfo Bioy Casares 71
17. El Evangelio según Marcos. Jorge Luis Borges 75
18. La forma de la espada. Jorge Luis Borges 79
19. El encuentro. Jorge Luis Borges 83
20. La tercera expedición. Ray Bradbury 87
21. Vendrán lluvias suaves. Ray Bradbury 91
22. Esse est percipi. Honorio Bustos Domecq 95
23. La capa. Dino Buzzati 99
24. Ahora debería reírme, si no estuviera muerto.
Angela Carter 103
25. Parece una pavada. Raymond Carver 107
26. La madre de Ernesto. Abelardo Castillo 111
27. El candelabro de plata. Abelardo Castillo 115
28. Patrón. Abelardo Castillo 119
29. El billete de la lotería. Antón Chéjov 123
30. Historia de una hora. Kate Chopin 127
31. Rubí y el lago danzante. Marcelo Cohen 131
32. La salud de los enfermos. Julio Cortázar 135
33. Carta a una señorita en París. Julio Cortázar 139
34. La cata de vino. Roald Dahl 143
35. Cordero asado. Roald Dahl 147
36. La Virgen de la tosquera. Mariana Enriquez 151
37. El pelo de la Virgen. Federico Falco 155
38. Una rosa para Emilia. William Faulkner 159
39. Dos hilitos de sangre. Rodolfo Enrique Fogwill 163
40. Yoli de Bianchetti. Roberto Fontanarrosa 167
41. Destino de mujer. Roberto Fontanarrosa 171
42. El clac de Sarmiento. Fray Mocho 175
43. El puente del troll. Neil Gaiman 179
44. Un final para Adán y Eva. Griselda Gambaro 183
45. Algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Gabriel García Márquez 187
46. El rastro de tu sangre en la nieve.
Gabriel García Márquez 191
47. Wakefield. Nathaniel Hawthorne 195
48. El toque de oro. Nathaniel Hawthorne 199
49. La fiesta ajena. Liliana Heker 203
50. El regalo de los Reyes Magos. O. Henry 207
51. La última hoja. O. Henry 211
52. El hombre que escribía libros en su cabeza.
Patricia Highsmith 215
53. La lotería. Shirley Jackson 219
54. Camilo. Shirley Jackson 223
55. La pata de mono. W.W. Jacobs 227
56. Antártida. Claire Keegan 231
57. Un agujero en la pared. Etgar Keret 235
58. La penúltima vez que fui hombre bala. Etgar Keret 239
59. El asesino. Stephen King 243
60. Servir al hombre. Damon Knight 247
61. El falso autoestop. Milan Kundera 251
62. El hambre de los muertos. Alberto Laiseca 255
63. La canción que cantábamos todos los días.
Luciano Lamberti 259
64. Cómo se salvó el mundo. Stanislaw Lem 263
65. Felicidad clandestina. Clarice Lispector 267
66. La lluvia de fuego. Leopoldo Lugones 271
67. Amor en Colonia. Pedro Mairal 275
68. Recuerdo del 2030. Pedro Mairal 279
69. La mujer del almacén. Katherine Mansfield 283
70. Domingo de carne. Javier Marías 287
71. La miopía de Rodríguez. Leo Maslíah 291
72. El collar de diamantes. Guy de Maupassant 295
73. Idilio. Guy de Maupassant 399
74. La perla. Yukio Mishima 303
75. Dejar a Matilde. Alberto Moravia 307
76. Sobre encontrarse a la chica cien por ciento perfecta.
Haruki Murakami 311
77. El espejo. Haruki Murakami 315
78. Un hombre bueno es difícil de encontrar.
Flannery O’Connor 319
79. El francotirador. Liam O’Flaherty 323
80. Las fotografías. Silvina Ocampo 327
81. La máscara de la Muerte Roja. Edgar Allan Poe 331
82. El barril de amontillado. Edgar Allan Poe 335
83. El almohadón de plumas. Horacio Quiroga 339
84. La gallina degollada. Horacio Quiroga 343
85. El banquete. Julio Ramón Ribeyro 347
86. La fuente de la buena fortuna. J.K. Rowling 351
87. La ventana abierta. Saki 355
88. Tobermory. Saki 359
89. Matar a un perro. Samanta Schweblin 363
90. Donde su fuego nunca se apagará. May Sinclair 367
91. El penal más largo del mundo. Osvaldo Soriano 371
92. La ley del talión. Yasutaka Tsutsui 375
93. Creo, vieja, que tu hijo la cagó. Jorge Valdano 379
94. El árbol. José Mauro de Vasconcelos 383
95. El hombre que debía adivinarle la edad al Diablo.
Javier Villafañe 387
96. La cucaracha. Javier Villafañe 391
97. Harrison Bergeron. Kurt Vonnegut 395
98. El ruiseñor y la rosa. Oscar Wilde 399
99. El Príncipe Feliz. Oscar Wilde 403
100. El pintor Wang-Fô. Marguerite Yourcenar 407
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de diciembre de 2021
en los talleres de Pausa Impresores,
Anatole France 360, Avellaneda,
Buenos Aires, Argentina.

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