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EL ACTOR: LA PALABRA HECHA CARNE

Luis de Tavira

Quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición
humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que ya es un decir
peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad. Pensar en el actor es, de algún modo,
pensar en aquél que habla el personaje, aquél que al hablar, nos habla de nosotros mismos en
tanto personas. Aquél de quien hablamos, nos habla. Pensar en él es ya pensar en nosotros
mismos en tanto lenguaje. Hablar de la actuación puede ser entonces pensar en la consistencia
lingüística de lo que somos, tanto como en la consistencia indecible y subjetiva de lo que es el
lenguaje.

Pensar al actor como la condición artística del hablar que nos personifica resulta una aventura
riesgosa en este tiempo apresurado en el que el pensamiento parece haber sido desterrado de esa
acción que ha querido ser el arte de la acción.

Hoy por hoy, no parece ser la ocasión para iniciar tan audaz aventura que, en su momento, bien
podría formular una poética del teatro que pueda discernir las nuevas fronteras de la teatralidad
en estos tiempos confusos. Intento solamente algunas preguntas inquietantes que ya anticipan
sus primeros pasos, porque reflexionar sobre la actuación es ya un preguntar continuo sobre el
enigma de ese devenir humano que todavía llamamos teatro y que es un incesante preguntar
sobre el enigma del teatro que todavía llamamos acontecer humano.

La palabra teatro quiere decir mirador. Tras un largo mirar el mucho y diverso hacer que se
construye para ser ofrecido como espectáculo digno del mirador, después del frenesí visual del
ensayo exhaustivo de las perspectivas en que ha devenido la teatralidad de nuestro siglo, tras la
orgía de los experimentos, cunde el hastío y el teatro languidece sobreviviente en la prisión
perpetua de lo mismo. Y es justamente ahí, en el momento de esa negligencia del aburrimiento,
cuando es posible sucumbir a la atracción de algo que por ser lo que es, no puede nombrarse. Y
sin embargo, sucumbir a esa atracción parece devolvernos aquella mortal vitalidad de la pasión
que un día, hace mucho, nos trajo al mirador.

Ya no es lo nuevo, ni lo distinto, lo que se opone a lo mismo para librarnos. Hay un afuera que no
se ve en la piel del espectáculo; es un afuera del teatro que reside en el corazón del teatro y desde
ahí algo nos tienta: es lo otro; lo otro que está dentro de lo afuera: es el espectáculo invisible que
sucede en la mente del actor.

Allí acude la palabra que reside en el siempre de todo lo escrito e irrumpe en la actualidad de la
presencia indecible del actor y ahí se contiene, justo antes de ser dicha en el aquí y ahora de la
escena y entonces el actor sucumbe al gesto que funda al personaje: es el gesto en que brilla el
fulgor que precede al habla. Es el resplandor que anticipa la acción. Es la resistencia a la palabra
que hace elocuente al silencio, la contención del movimiento que ilumina la quietud. En la
inmediatez de la presencia escénica, antes de las palabras, asistimos al espectáculo del habla: la
encarnación de la palabra.

Sin embargo, semejante grandeza poética de la actuación parece haberse perdido en estos
tiempos del teatro postcinematográfico, y parece ocultarse irremediablemente en la degeneración
que las máquinas de las llamadas tecnologías de la comunicación y los procesos industriales de
repetición han impuesto al actor de nuestros días; la mecanización de los procesos actorales
anuncia las condiciones de una virtual desaparición de la actuación como arte de la persona. Entre
otros efectos sobresalen de modo particularmente miserable, los que han destruido la condición
del actor como el hablante artístico, a través de los procesos de automatización del habla.
Tendríamos que pensar con mayor profundidad en sus consecuencias. Los que inventaron el cine,
sabían que sus actores y sus espectadores venían del teatro. Tal vez por ello, el primer cine sea un
arte hiperteatral y sin embargo mudo: ahí el habla es un gesto que anticipa la letra del letrero.
Nostalgia precoz de la voz y la presencia física que evoca torpemente el movimiento de la
fotografía. Quizá, entre otras causas, desde entonces haya quedado emplazado el rudo combate
entre el habla y la imagen y entre los signos y las cosas, en el que se ha ido abriendo el abismo
epistemológico de nuestro tiempo. Hoy en día, quienes aun intentamos la invención del teatro
tenemos que saber que nuestros actores y nuestros posibles espectadores vienen de la televisión.
Será necesario transteatralizar el teatro para arribar a lo otro, que es invisible para esta era de la
orgía visual y que es la dimensión que desde antiguo se asignó a sí mismo el teatro frente a la
realidad, para poder pensar qué cosa pueda llegar a ser el actor en esta era cibernética, y cuál
pueda ser su condición de hablante, fuera del micrófono y del apuntador electrónico, fuera del
encuadre del ojo del tuerto de la cámara, en el aquí y ahora de la comparecencia física y viva del
escenario.

Aún resuena entre los escenarios de las vanguardias agotadas el poderoso exabrupto de Artaud,
asestado contra el hastío de un teatro burocratizado y mortal que había perdido la virulencia de la
vida actoral: "Malditos sean los actores franceses, porque no saben mas que hablar". Volvamos a
reflexionar desde el exabrupto del visionario teatral: En su maldición, Artaud señala una paradoja
de nuestro tiempo: A fuerza de hablar por hablar, el teatro ha perdido la fuerza taumaturga de la
palabra que le había sido reservada desde su origen ritual. El actor declamador, el locutor, ha
asesinado la vida de la poesía. Preconiza así una vuelta radical hacia la genealogía pre-verbal de
los lenguajes y se suma a las corrientes renovadoras del teatro que recuperaron su vigencia al
centrar el dilema del teatro en el enigma del arte del actor. Así, desde varias confluencias, hoy es
posible escuchar decir, por ejemplo, al joven personaje de Botho Strauss:

"Así es el teatro, un instrumento retorcido en el que uno debe soplar con toda el alma para
obtener al final, por lo menos, un tenue sonido adecuado. Quizá no más, pero tampoco menos;
sólo que para conseguirlo hay que tener un gran aliento..."

El porvenir del teatro parece depender sobre todo del dilema del actor de nuestros días. Ese
dilema podría formularse también así: o un robot parlante o una palabra hecha carne.
Reflexionar sobre los efectos que la mecanización moderna ha producido en el actor que fue
llamado a ser el artista de la vida, ensombrece aún más las consideraciones que podríamos hacer
sobre la devastación humana que la mediatización tecnológica y su efecto masificador han
producido sobre la comunicación social; quizá porque la condición del actor represente la parte
más nerviosa y vulnerable que el avasallamiento de la robotización impone al signo vital de la
subjetividad imprevisible , en favor de la manipulación conductora de las relaciones previsibles del
consumo mercadotécnico.

En los albores de la revolución industrial, la máquina representaba la esperanza de un progreso


que habría de liberar al hombre de la necesidad del trabajo. Pero el arte, que es el trabajo sin
utilidad, siempre fue la celebración del poder humanizador del trabajo, la afirmación liberadora
del hombre por virtud de su poder de creación y transformación de sí mismo y del mundo.

En cambio hoy, en los días de la sociedad postindustrial, atrapados entre los medios convertidos
en fines, no parece probable que surja la esperanza de liberar al hombre del dominio de la
máquina. Allí donde se ha instalado el aparato, no queda mas que funcionar, pura y simplemente.
Más allá de la máquina no hay nada mas qué hacer, el trabajo en su sentido original se ha
convertido en algo absurdo. En la actualidad, en la relación "máquina-hombre", la constante es la
máquina, el hombre la variable; ya no es la máquina un atributo del hombre; la sociedad se ha
convertido en propiedad de las maquinarias y sus mecanismos. Frente al desencanto de las
utopías de la modernidad, liberarse tal vez sólo pueda entenderse como liberarse de la máquina.
En el agotamiento de la modernidad quizá queda preguntarse: ¿Hay alguien o algo más allá de la
máquina?

Las tecnologías del cine y la televisión han atrapado al actor - y al espectador, en consecuencia - en
el cerco de la mecanización. La robotización del actor puesto al servicio de los requerimientos de
la producción industrial ha reducido la actuación a una técnica sin valor artístico y sin significación
personificadora. La televisión industrial ha inventado con éxito comercial, el más pernicioso
recurso actoral: el apuntador electrónico sobre el foro. Quienes han celebrado las ventajas del
apuntador electrónico, como un hallazgo del progreso tecnológico que ha revolucionado la
técnica del actor porque lo habilita para la celeridad de la producción industrial, ignoran cuánto ha
perdido la comunicación humana en la despersonalización tecnológica, cuánto se ha empobrecido
el patrimonio de la lengua al mecanizar el proceso del habla y cuánto se ha envilecido la profesión
del actor al convertirse en megáfono. Al ahorrarse el actor el tiempo de la lectura y la
memorización, suele ignorar que los actores del pasado memorizaban para olvidar y olvidaban
para dar vida al texto muerto. El actor en el lento proceso que va del texto a la escena,
memorizaba para dejarse preñar por la palabra, para incubar su sentido hasta poder olvidarla. Así,
actuar es dar a luz la palabra que nace en el aquí y ahora de la escena, dicha por única vez, cada
vez. La actuación televisiva de nuestros días es ya la superproducción instantánea de clones.
Perdido el proceso vivo del habla, el actor se ha convertido en una máquina productora de gestos
virtuales, instantáneos y desechables. La ficción dramática pierde así al personaje, tanto como la
sociedad masificada ha perdido a la persona. Al despersonalizarse, la lengua pierde su residencia
en el habla, que a su vez ha empezado a escaparse de la realidad hacia el vacío de la virtualidad.
Así lo previó Canetti, no hace mucho: "Una ocurrencia dolorosa: la de que a partir de un punto
preciso en el tiempo, la historia dejó de ser real. Sin percatarse de ello, la totalidad del género
humano de repente se había salido de la realidad; pero no podríamos darnos cuenta de ello.
Nuestra tarea consistiría entonces en descubrir este punto y hasta que diéramos con él, no nos
quedaría mas remedio que perseverar en la destrucción actual".

Frente al robot de la destrucción actual, cabe pensar en su oposición original; la del actor que
encarna la palabra, la del sujeto del diálogo, la del personificador. Persona del griego Prosopon
nombra la voz que es el personaje. En efecto, no decimos algo, somos eso que decimos. El que
habla en voz alta, diálogo del que oye y del que enuncia en que se funda la identidad. Somos
lenguaje y el lenguaje nos personifica. "Nos conocemos a nosotros mismos sólo de oídas", escribió
Valéry.

Después de escuchar cómo hablan y callan sus personajes en los cuerpos presentes de los actores
que transpiran y languidecen en el instante mismo del escenario, bien podríamos decir: "No se
habla sobre algo, se dice ese algo; no se ama a alguien, se ama al amor. El encuentro amoroso,
con su halo luminoso de anhelo retrospectivo, con su mito de la masa refundida. Hablar indica
carencia. Donde está la palabra, todo falta. Desear las cosas perdidas, el cuerpo perdido, es el
erotismo original del lenguaje humano, que se ilumina por el sentido y el símbolo y no por los
desencadenantes directos de los estímulos, sin dejar de notar que nuestra llamada y nuestra
palabra obedecen también, subliminalmente, a ese modelo de comportamiento que se asemeja al
de los pájaros cuando deslindan su territorio y se mantienen constantemente en contacto sonoro.
El signo mismo también tiene un cuerpo. La escritura es al mismo tiempo dibujo, una delgada
pincelada, un soplo de materia, adorno y secreción. Cada cual lleva el signo de todo escrito."

Lo que en cualquier persona es estar, simplemente estar ahí, mirar, respirar, pensar, callar,
acordarse, en el actor es ya expresar.

Antes y después de hablar, el hablar del actor es el gesto de hablar de todos los hablantes.

El drama es el transcurrir del habla entre silencios.

¿De dónde proviene el gesto de hablar que funda al personaje de la catarsis identificadora? ¿Hay
que entender el gesto de hablar desde el cuerpo, desde el espíritu, desde la biología, desde la
historia, desde la fonética, desde la semántica, desde el hablante, desde lo hablado? ¿Hay que
entender la palabra desde el habla o el habla desde la palabra?

Desde estas preguntas miramos al actor: ante su presencia sobre la escena, en el fulgor que
precede a la palabra que se apropia, parece iluminar desde el arte, el enigma del habla. Rilke ha
dicho que de la boca de un profeta emergen palabras poderosas como de un volcán emergen
piedras, porque no son sus propias palabras las que pronuncia. Cuando el actor habla, son las
palabras del personaje las que pronuncia.
Escuchando al actor, también entendemos que siempre que alguien habla, está pronunciando las
palabras de los otros, porque casi todas las palabras son las palabras de la lengua que es siempre
la patria de todos los que hablan. Al hablar, somos hablados por la lengua; y también sabemos
que no es un grupo humano el que habla una lengua sino que más bien, es el habla de una lengua
el que forma una comunidad humana.

La presencia escénica exige un desdoblamiento feroz, al borde del silencio.

No se guarda silencio, se es silencio.

La palabra es la morada de lo que es. Así debería ser, al menos. Pero no siempre es así. Esta es la
crisis de nuestra actualidad. Nos hemos acostumbrado a vivir entre palabras huecas. Ese es el
vacío en que zozobra la existencia de este tiempo atroz.

En cambio, en el teatro, si aun sigue siendo también, el arte de la palabra encarnada, para llegar a
serlo, sería preciso preguntar qué ser, qué cosa –que es y existe– pudo habitar cada palabra.
Sería necesario, antes de hablar, preguntar qué es aquello que en la palabra quiere mostrar su
escencia invisible y su actualidad para cada uno.

Habría que aproximarse a la palabra como se acerca uno a la puerta semiabierta de una
habitación, como aquel que sucumbe a la atracción que lo tienta a descubrir qué es aquello que
ahí dentro mora y se demora.

En la escena se comparece ante el umbral de la palabra y esta comparecencia en el aquí y ahora


que la precede, anuncia ya su sentido primordial: se trata de la palabra que nos reúne; una tal que
atañe a todos; aquella que nombra lo que tenemos en común. Sólo el reconocimiento de lo que
nos es común, nos comunica y sólo aquello que consigue comunicarnos hace de nosotros
comunidad.

Su sola mención sobre la escena, contiene ya una promesa. Es un arca cerrada flotando en la
inmensidad de lo inefable.

Un arca es un continente, pero no cualquier continente es un arca.

La palabra del drama, más allá de su condición de mero signo capaz de contener una denotación
clara y precisa, es más bien un arca. Sí, como la de Noé que fue capaz de contener la recreación
de la vida en un mundo desolado.

Arca que viene del griego, arqué, arcano, arquetipo, simiente de un sentido que remite al origen.

Origen como sustento de lo que más urgidos querríamos precisar como esencial, aquello que hace
ser lo que es a eso que es precisamente como es.

Ser es un verbo, una acción y lo que resulta esencial es aquello que origina el dinamismo de estar
siendo lo que nombra la actualidad que lo conjuga.
El personaje lleva en sí, en su invalidez, en su silencio, la violencia de los otros y su peripecia
definitiva consiste en llegar al borde, para proyectarla desde ahí, desconsideradamente sobre lo
que es como es, ahora necesariamente plural.

El parámetro del teatro es el tiempo de lo que no se dice, no la extensión del texto. Se ha dicho y
es cierto, que no hay personajes pequeños, sino actores pequeños; pero habría que añadir que la
grandeza del actor está en proporción a la profundidad de lo indecible con que pueda agrandar la
dimensión de un texto. El actor que no sabe callar, nunca aprenderá a hablar. El actor que no
sabe estar en la quietud, nunca conocerá el movimiento.

Cuando se habla del reto mayor que supone una actuación de contenidos inconscientes, parece
que se invita al actor a transitar más allá del texto, más allá de la evidencia de los signos, hacia otra
parte indecible. Pero resulta imposible; el actor que obedece a esta formulación sólo consigue un
comportamiento superconsciente, esquemático y psicoanalítico. Con frecuencia se olvida que
tanto Stanislavsky como Freud convergen en Saussure. La tarea del actor habita entre las
fronteras del texto y su misterioso poder flota en la evidencia de los signos. El llamado actor
vivencial, mejor que nadie demuestra la certera afirmación de Lacan, según la cual, el inconsciente
es la condición de la lingüística, tanto como el lenguaje es la condición del inconsciente. ¿De
quién? ¿Del actor o del personaje? De otro; del único cuerpo vivo sobre el escenario, el cuerpo
simbólico desde lo real se diferencia de la realidad; ¿de un cadáver que habita la palabra viva o de
un cuerpo viviente que enuncia una lengua cadaverizada? De otro, no todo es carne, no todo es
lenguaje.

La estructura oculta de todas las escenas de la escena se trama en un combate mortal cuyo primer
asalto siempre consiste en no ser el primero en hablar, sino en ser capaz de resistirse a esa
primera palabra, siempre involuntaria e inevitable que no podrá ser nunca retirada y que apenas
dicha ya es demasiado tarde. El combate culmina siempre en un asalto definitivo para adueñarse
de la última palabra que precede al mutis con el que se acaba la escena; asalto fatal en el que se
deciden las últimas consecuencias del drama, porque nadie se resigna a que su vida sea la
consecuencia de la última palabra de otro.

El gesto más poderoso de la escena es el mutis. Al salir el personaje, lo demás es silencio vibrando
en la crueldad de la ausencia que puebla el escenario.

El silencio del escenario nos rescata de la alharaca que cautiva al mundo y nos recupera la
elocuencia del habla frente al parloteo irresponsable de los políticos, el frenesí vociferante de los
anunciantes del mercado mundial, la verborragia atroz de la televisión y el radio.

El actor que habita lo indecible y desde ahí accede a la palabra inevitable, nos ilumina dos
dimensiones del silencio: la del sentido, según Wittgenstein, la de aquello que del pensar no es
posible decir y, por lo tanto, hay que callar; y la de la bíblica advertencia sobre la responsabilidad
del habla: "no tomarás en tu boca la palabra en vano".
El actor que ha aprendido a callar para expresar lo no dicho en lo dicho, nos advierte, desde el
fulgor que precede a la palabra, sobre dos de los riesgos mayores en que ha caído la inútil
verbalidad de nuestro tiempo: un hablar irresponsable y un hablar desvergonzado.

LUIS DE TAVIRA

México, D.F., Julio 2009

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