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CIPRIANO

1) Conversión

“Cuando estaba postrado en las tinieblas de la noche, cuando iba zozobrando en medio
de las aguas de este mundo borrascoso y seguía en la incertidumbre el camino del error
sin saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad, me imaginaba que sería
una cosa difícil y sin duda alguna dura, según entonces eran mis aficiones, lo que me
prometía la divina misericordia: que uno pudiera renacer y que, animado de nueva vida
por el baño del agua de salvación, dejara lo que había sido y cambiara al hombre viejo
de espíritu y mente, aunque permaneciera la misma estructura de su cuerpo. ¿Cómo es
posible, me decía, tal transformación, que de la noche a la mañana, tan de repente, se
despoje uno de lo que es congénito a la misma naturaleza, o se ha endurecido por
hábitos inveterados?. Porque tales cosas se hallan asentadas en nosotros con raíces
fuertes y profundas. ¿Cómo aprenderá la frugalidad quien está habituado a grandes
cenas y espléndidos banquetes? ¿Cómo se adaptará a un atuendo humilde y sencillo
quien lució, llamando la atención, preciosos tejidos con oro y púrpura? Quien gozó de
poder y dignidad no podrá convertirse sin más en un simple y oscuro ciudadano. Y
quien va siempre acompañado de una legión de servidores y es honrado con un
numeroso séquito de aduladores, considerará un castigo estar solo. Será siempre
inevitable, como de costumbre, que el vino ejerza una fuerte atracción, que la soberbia
hinche, que la ira inflame, que la codicia agite, que la crueldad estimule, que la
ambición deleite, que la lujuria arrebate’. Estos pensamientos los tenía presentes
muchas veces en mi interior. Yo mismo me tenía enredado en los muchos errores de mi
vida anterior, de los que creía no poder librarme. Hasta tal punto era condescendiente
con aquellos vicios arraigados en mí y, desesperado de cosas mejores, favorecía mis
males como si de cosas propias y naturales se tratara” (A Donato, 3-4).

2) Sobre el vestido de las vírgenes

“Ahora dirijo mis palabras a las vírgenes, cuyo honor, cuanto más elevado está, exige
también solicitud. En efecto, ella es la flor brotada del pimpollo de la Iglesia, brillo y
ornamento de la gracia espiritual, lozano fruto, obra acabada e incorrupta, digna de
elogios y honor, imagen de Dios que reproduce su santidad, la porción más ilustre del
rebaño de Cristo. Por ella se goza la Iglesia, en ellas florece espléndidamente la
admirable fecundidad de la madre Iglesia y, a la par que se aumenta el número de
vírgenes, crece el contento de la madre. A éstas hablamos, a éstas exhortamos con el
afecto más que con la autoridad, no para corregir sus faltas con rigor, conscientes como
somos de nuestra pequeñez y bajeza, sino para que, con la precaución que reclama
nuestra solicitud, estemos más temerosos de los embates del enemigo contra ellas” (De
hab. virg. 3).

3) La unidad de la Iglesia

“5. Debemos mantener y defender con toda energía esta unidad, mayormente los
obispos, que estamos al frente a la Iglesia, a fin de probar que el mismo episcopado es
uno e indivisible. Nadie engañe con mentiras a los hermanos, nadie corrompa la pureza
de la fe con prevaricación infiel. El episcopado es único, del cual participa cada uno por
entero. Asimismo es única la Iglesia, que se extiende sobre muchos por el crecimiento
de su fecundidad, como son muchos los rayos del sol, pero una sola es la luz, y muchas
son las ramas del árbol, pero uno solo el tronco clavado en tierra con fuerte raíz, y
cuando de un solo manantial derivan muchos arroyos, aunque aparecen muchas
corrientes desparramadas por la abundancia de agua, con todo una sola es la fuente en
su origen. Si separas un rayo de la masa del sol, no subsiste la luz por la separación; si
cortas la rama del árbol, no podrá desarrollarse la cortada; si atajas el arroyo
incomunicándolo de la fuente, se secará. Del mismo modo la Iglesia del Señor esparce
sus rayos, difundiendo la luz por todo el mundo; la luz que se expande por todas partes
es, sin embargo, una, no se divide la unidad de su masa. Extiende sus ramas con
frondosidad por toda la tierra, y fluyen sus abundantes arroyos en todas direcciones; con
todo, uno solo es el principio y la fuente, y una sola madre exuberante de fecundidad.
De su seno nacemos, de su leche nos alimentamos, de su Espíritu vivimos. 6. La esposa
de Cristo no puede ser adúltera, inmaculada y pura como es. Ella sólo ha conocido una
casa y ha guardado con casto pudor la santidad de su único tálamo. Ella nos guarda para
Dios, nos encamina al reino de los hijos, que ha engendrado. Quien, separándose de la
Iglesia, se une a una adúltera, se separa de las promesas de la Iglesia, y no alcanzará los
premios de Cristo quien abandona la Iglesia. No puede ya tener a Dios por padre quien
no tiene a la Iglesia por madre. Si pudo salvarse alguien fuera del arca de Noé, también
se salvará quien estuviera fuera de la Iglesia. Nos lo advierte el Señor diciendo: ‘Quien
no está conmigo, está contra mí, y quien conmigo no recoge, desparrama’ (Mt 12,30).
Quien destruye la paz de Cristo y la concordia, actúa contra Cristo. Y quien recoge en
otra parte, fuera de la Iglesia, desparrama la Iglesia de Cristo. Dice el Señor: ‘Yo y el
Padre somos uno” (Jn 10,30). Y está escrito, además, del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo: “Los tres son uno” 1Jn 5,7). Y, ¿cree alguien que esta unidad, que proviene de la
firmeza de Dios y que está vinculada a los misterios celestes, puede romperse en la
Iglesia y escindirse por conflicto de voluntades opuestas? Quien no mantiene esta
unidad, tampoco mantiene la ley de Dios, ni la fe en el Padre y el Hijo, ni la vida y la
salvación” (La unidad de la Iglesia, 5-6).

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