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LOS

BESOS VAN APARTE

(HERMANOS REY Nº 2)

LINA GALÁN

LOS BESOS VAN APARTE
Copyright © Lina Galán, 2016
Primera edición digital: junio de 2016
Diseño de portada: Sergi Villanueva
linagalan44@gmail.com
Facebook: Lina Galán García
https://www.facebook.com/lina.galangarcia

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Para mis hijos. Os quiero



ÍNDICE

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
OTRAS OBRAS DE LA AUTORA
PRÓLOGO

—¿Qué le parece, señor Rey?

—Ha quedado perfecto. Gracias, Ramón.

El joyero, agradecido, volvió a colocar el anillo de compromiso en la ranura

del pequeño estuche de terciopelo y se lo entregó a su buen cliente y amigo. Solo

había sido un trabajo de pulido y limpieza pero había devuelto a la antigua joya

todo su brillo y esplendor.

Ricardo salió del establecimiento y levantó el rostro hacia el sol radiante de la

mañana. Era un día perfecto para dejar a un lado cualquier tipo de transporte y
dirigirse caminando a su destino, sintiéndose ligero y optimista, sin dejar de

acariciar la suavidad del tejido de la pequeña caja que llevaba en el bolsillo. La

multitud de gente que atestaba las aceras de la ciudad a esa hora punta podrían
pensar cualquier cosa del joven que caminaba a grandes zancadas con una

enorme sonrisa pintada en su boca, pero a él no le importaba en absoluto reflejar


de una forma tan evidente tal grado de felicidad en su semblante.

A pesar del discurso negativo de su hermano pequeño esa misma mañana.

—¡No jodas, Ricardo! ¿Matrimonio? ¡Estás loco! ¡Solo tienes treinta años!

¡Eres joven y rico, el imán perfecto para las mujeres!


—No tengo unos objetivos marcados para cada edad. Las cosas vienen así a
veces, sin planificarlas, como el amor, por ejemplo.

—¿Amor? No me hagas reír, hermanito. La tía está buena, pero para pasar con

ella unos días, una temporada a lo sumo, pero…


—Arturo —le cortó su hermano mayor—, tú no entiendes de sentimientos, así

que deja de frivolizar sobre ello. Quiero a Julia, la quiero desde que
estudiábamos juntos, y quiero casarme con ella.

—Perdona que te parezca un tanto inoportuno, Ricardo, pero, ¿has olvidado

acaso que te engañó con otro? ¿Que tenía un amante?

—El amor implica saber perdonar.

—Pues me da la sensación de que la vas a tener que perdonar más veces —

susurró Arturo entre dientes.

—¿Qué intentas decir? —preguntó su hermano achicando los ojos.


—Nada, nada, hermano. Espero que seas feliz, de verdad. —Alargó su brazo y

estrecharon fuertemente sus manos.

Ricardo sacudió ligeramente su cabeza para disipar el recuerdo de esa

conversación, y para demostrar más aún su radiante ánimo, paró frente al puesto
de una vendedora ambulante de flores. La buena mujer solo vendía pequeños

ramos de margaritas, girasoles o claveles y Ricardo optó por las margaritas


amarillas, símbolo del amor leal.
Con una mano todavía en su bolsillo aferrando la caja que contenía la joya y la

otra sosteniendo el vistoso ramo, llegó, por fin, a la entrada de la casa de la


familia de Julia.
Era una gran casona, en la elegante Avenida del Tibidabo, aunque había

conocido tiempos mejores. La pintura desconchada, los batientes golpeando

contra la fachada o las celosías desportilladas ofrecían el evidente aspecto de una


casa en decadencia.

—Buenos días, señor —lo saludó el mayordomo tras haber golpeado la puerta

con el chirriante y vetusto llamador.

—Buenos días, Armando —le contestó Ricardo. El mayordomo llevaba más


de una generación con la familia Dalmau, aunque en los últimos tiempos fuera

mucho más que eso y a cambio de casi nada, permaneciendo en esa casa

únicamente por fidelidad. La familia había vivido holgadamente durante la

primera mitad del siglo XX gracias a la heredada industria textil de sus

antepasados, amasando una considerable fortuna de la cual llevaban viviendo

demasiado tiempo ya en condiciones un tanto deplorables. Aun así, Ricardo no

se prestaba a escuchar las habladurías que tachaban únicamente de económico el


interés de la familia Dalmau sobre el compromiso. Julia era guapa, refinada y

elegante y era la mujer ideal. Si salía beneficiada por esa unión, a él no le


importaba.

—¿Se encuentra Julia en casa? —le preguntó al mayordomo mientras


atravesaba la descolorida y desnuda entrada, cuyas paredes solo revelaban las

marcas de los cuadros que ya habían sido vendidos hacía tiempo.


—Sí, señor. Está tomando el sol en el jardín trasero, puesto que por fin han
acabado la restauración de la piscina, por lo que vuelvo a expresarle mi

agradecimiento en nombre de la familia. Si le parece voy preparando unos

refrescos.
—Muy amable, Armando —y se dirigió a la parte trasera de la casa.

Llamarlo jardín era ser demasiado imaginativo. Solo un conjunto de arbustos y

malas hierbas componían aquel espacio antaño utilizado para fiestas y reuniones

informales. Gracias a la generosidad de Ricardo, al menos habían podido


restaurar la piscina, ya que Julia no había dejado de quejarse por no poder darse

un baño cuando el intenso calor más apretaba. Un regalo que él había ofrecido a

sus futuros suegros y que seguro no sería el último.

Una hamaca junto al agua y una mesita con algunos vasos revelaban el lugar

donde su novia debía haber estado tomando el sol, aunque nadie lo ocupaba en

esos momentos. Solo se escuchaba el murmullo de la depuradora, junto a la cual

descansaban varios utensilios de limpieza y mantenimiento, por lo que el joven


supuso que la empresa constructora ya habría enviado a algún operario para la

puesta a punto.
Todavía acariciando el estuche de terciopelo, Ricardo se dispuso a recorrer

aquel espacio en busca de su novia, pero la joven no daba señales de encontrarse


por allí. Se acercó a la pequeña y también nueva casita de madera que habían
habilitado como vestuario y probó a escuchar si podría encontrarse en su interior.

Sin atreverse a mirar por una ventana por si llegaban sus padres en cualquier
momento, acercó su oído a la puerta y escuchó una especie de murmullos
ahogados, como si alguien se recuperase de algún esfuerzo físico. Como

gemidos.

Ricardo se tensó. No, no podía ser posible, ella no volvería a traicionarle. Lo


hizo una vez, cuando su relación aún no había tomado un camino serio, pero no

fue más que un desliz, una tontería. Aun así, no podía pasar de largo sin mirar
hacia el interior de la casita y salir de aquellas corrosivas dudas. Se acercó a una

de las ventanas, se puso una mano sobre la frente para esquivar el reflejo del

sol… y su corazón pareció morir en aquel instante.

Un hombre de unos treinta y cinco años permanecía de pie en el centro del

reducido espacio, fuerte, musculoso, con una ajustada camiseta de tirantes

blanca, el pantalón abierto y bajado hasta las rodillas. Julia, su amada novia,

estaba desnuda de rodillas frente a él, con las manos aferradas a sus glúteos,
acogiendo en su boca su grueso miembro, que entraba y salía con rapidez, al

ritmo de los envites de las caderas masculinas.

Ricardo trastabilló hacia atrás, aturdido, decidido a no creer lo que sus ojos tan
claramente le ofrecían. Su mano se aflojó y dejó caer el ramo de margaritas, que

cayeron desparramadas sobre el descuidado suelo. Mientras trataba de respirar


un poco de oxígeno en rápidas bocanadas de aire, la puerta se abrió y surgió el

hombre abrochándose satisfecho los pantalones, dedicándole una mirada


indiferente al tiempo que se dispuso a seguir con su tarea. Tras él, Julia salió ya

con el biquini, aunque algo torcido, con su rubio cabello enmarañado, pasándose
la yema del dedo corazón alrededor de la boca para limpiar cualquier posible
resto de lo que acababa de ocurrir allí dentro. Cuando lo vio, su rostro se inundó

de pánico.

—Ricardo… ¿no habíamos quedado para esta tarde? —le preguntó ella

todavía pálida. Él no contestó. Se dedicaba, simplemente, a mirarla alucinado—.

Ricardo, cariño… —titubeó de nuevo tomando la manga de su camisa.

—¿Cómo has podido hacerme esto?

—¿A… a qué te refieres?


—¡No me hagas parecer idiota, Julia! ¡Se la estabas mamando!

—Oh, joder, me has visto. —Nerviosa, se tocó el pelo, tratando de que su

mente girara unas cuantas vueltas para inventar algo plausible—. Él… me ha

acorralado aquí dentro, me amenazó, me dijo que si no otorgaba…

—¡Por favor, cállate!

—¡Tienes que creerme, cariño! —le dijo ella aferrada aún a su brazo.

—¿Sabes una cosa? —le dijo él sacando de su bolsillo la caja, abriéndola para
mostrarle el anillo—. Me alegro de que haya pasado, que no nos hayamos

casado antes de descubrir tus engaños.


—¡El anillo de compromiso de tu madre! —exclamó ella llevándose las

manos a la boca, indignada con el mundo por la injusticia de la situación. Esa


boda hubiese sido la única salvación de su familia y su maltrecha economía.
—El que ya no lucirá en tu dedo, te lo aseguro. Por mí, puedes seguir tirándote

a cuantos hombres quieras. Lo único que lamento es haber estado tan ciego.
—Un momento, Ricardo —le detuvo ella por enésima vez—. Podemos llegar
a un acuerdo —dijo desesperada—. Tal vez podríamos intentar un matrimonio

abierto, liberal, donde cada uno podría hacer su vida. Tú tienes dinero y yo

poseo alcurnia —dijo levantando la barbilla.


—¿Te refieres a algo parecido a lo que tienen tus padres? ¿Que mientras tu

pobre padre busca dinero bajo las piedras para satisfacer vuestros caprichos, tu
madre anda follándose a los maridos de sus amigas? De tal palo tal astilla —le

dijo con desprecio—. Por cierto, mi dinero seguirá en mis bolsillos y tu alcurnia

me la paso por el forro.

—¡Ricardo! ¡Tú no hablas así, eres un caballero!

—Joder. —El joven no pudo evitar soltar una triste carcajada—. Se queja la

que suponía elegante y fina, la que aspira a señora, claro, chupándosela al

primero que se la ofrece. ¿Caballero? —volvió a reír—. Eso mientras desconocía


que mi novia era una zorra calientapollas que se tira todo bicho viviente. Cuánta

razón llevaba mi hermano.

—¡Espera, Ricardo, no te vayas! ¿Qué le voy a decir a mis padres?


—Y a mí qué coño me importa. —Dando largas zancadas, se apresuró a salir

de aquella casa que jamás volvería a pisar. En su apresurada salida, se topó con
sus ya exsuegros y estos lo miraron con evidente consternación.

—Ricardo, ¿qué ocurre? ¿A qué vienen esas prisas? —preguntó el hombre.


—Lo siento, señor Dalmau, sobre todo por usted, pero van a tener que

buscarse otro mecenas.


Ricardo atravesó la herrumbrosa verja sin mirar atrás, sintiéndose humillado y
odiándose a sí mismo por haber creído en el amor y en las mentiras de una mujer

que dijo amarle.

Siete años más tarde

Inundado de la mayor de las furias, Ricardo arrancó el motor de su coche y se

dispuso a dejar atrás su casa. Había ocurrido otra vez. Ya ni siquiera le había

valido tener una novia de quién no estuviera enamorado o que ella tampoco
sintiera nada por él. Había vuelto a tener que darle la razón a su hermano Arturo,

quien le había propuesto una trampa para desenmascarar a su futura prometida,

con un éxito absoluto. Acababa de pillar a Marisa, su novia, intentando follarse a

su hermano en mitad del salón. De nuevo, poco antes de ofrecerle el anillo de su

madre.

Sí, se había sacado un peso de encima, otra vez, pero si su hermano esperaba
un agradecimiento efusivo por su parte, se había llevado un gran chasco. A nadie

parecía importarle que él hubiese decidido no volver a enamorarse ni sufrir por


una mujer, que tan solo deseara estar tranquilo, sin los sobresaltos que te hace

padecer estar enamorado. Se acabó el amor, los celos, las traiciones y el estado
de total gilipollez en el que te sume una relación basada en el amor. Aunque la
sensación de traición continuara impregnada en él.
Tres meses más tarde

Afortunadamente, la última vez solo fueron algunas semanas en las que creyó

que tendría una oportunidad junto a Elia, la ahora novia de su hermano Arturo.

Se conocían de varios años atrás y era una chica muy especial, bonita y decente,
a pesar de la difícil experiencia de abusos vivida durante su infancia. Pero

descubrió a tiempo que ella y su hermano estaban enamorados, y no aceptó

seguir adelante con una relación ficticia, puesto que el cariño que sentía por Elia

y por su hermano le impidió vivir una mentira en la que todos habrían acabado

sufriendo. Se alegraba de que ellos ahora fueran felices juntos, después de los
muchos obstáculos que sortearon en su camino.

Qué paradoja. Su hermano Arturo, con su filosofía de juergas interminables,

que nunca había llegado a plantearse la posibilidad de una relación estable, era

ahora feliz junto a Elia, mientras que él, que siempre anheló un hogar, una mujer

y unos hijos, era el que ahora estaba solo y libre.

Y así continuaría, disfrutando su soledad, desaprovechando su libertad.


Sobre todo tras los últimos acontecimientos: el que creía su padre, muerto en

accidente de avión junto a su madre muchos años atrás, no lo era realmente,


primicia obtenida con viles artimañas por Marisa, que utilizó a su pobre abuela

aquejada de alzhéimer para obtener la información. El primogénito era el


resultado de un desliz de su madre poco antes de casarse, lo que lo había llevado
a abandonar por un tiempo sus obligaciones con la inmobiliaria de la familia, la
más prestigiosa del país, para retirarse por un tiempo y pensar. Pero tanto pensar
ya pesaba demasiado y no servía para nada. Lo único que había conseguido tanto

destierro había sido volverlo un hombre mucho más frío, distante, insensible y

pragmático. Ya iba siendo hora de volver a la rutina, volver a sentirse útil,


trabajando junto a su hermano, la única persona que le quedaba en quien poder

confiar.
Bueno, si no contaba a…

La confianza en sí mismo es el primer secreto del éxito.

El éxito consiste en obtener lo que se desea. La felicidad, en disfrutar lo que


se obtiene.

Ralph Waldo Emerson


CAPÍTULO 1

—¡Ricardo, qué sorpresa!

—Hola, Arturo, yo también me alegro de verte —sonrió Ricardo ante el

efusivo abrazo de su hermano pequeño. Dentro del abrazo, todavía resaltaba más

el contraste de los dos hermanos, el cabello negro y la ancha complexión de

Arturo con el cabello castaño y la figura más delgada de Ricardo.


—Qué alegría verte por la inmobiliaria de nuevo. Dime, por favor —le dijo

mientras cada uno tomaba asiento en los sillones del lujoso despacho—, que

vienes para algo más que para una visita. La Inmobiliaria Rey no es lo mismo sin

ti.

—No me pelotees, Arturo —sonrió—. Los dos sabemos que todo va

fenomenal bajo tu dirección.


—Vamos, hermanito —dijo Arturo mientras se levantaba en busca de un par

de copas y una botella—, y también sabemos que mis ideas innovadoras tendrían
aún mejor acogida si tu caballerosidad y tus modales de gentleman las

acompañaran. Desprendes confianza y saber estar.


—No alucines, Arturo —contestó Ricardo tomando una de las copas—. He
cambiado estos últimos meses. Ya no esperéis al dócil y comprensivo Ricardo.
Me encantará ser más agresivo en el negocio, como tú, adoptando tu modelo
más moderno y decidido. Despedíos de Ricardo el amable.

—No me gusta oírte hablar así, hermano. Si volviera a tener ahora mismo

frente a mí a la zorra de Marisa o a la puta de Julia…


—No, ya no las culpo a ellas totalmente. Las experiencias pasadas me han

servido para enfrentarme de forma diferente a las dificultades. He dejado de ser


un ingenuo. En realidad, ya ni siquiera sé quién soy, quién es mi padre o de

dónde provengo. Qué más me da.

—No empieces con ese tema, Ricardo. Te dije que nada cambiaría entre

nosotros por descubrir el secreto de mamá. Sigues siendo mi hermano y sigues

siendo el mayor abanderado de la familia para lucir nuestro apellido, por el que

llevamos nombre de rey.

—Apellido que no me pertenece.


—No pienso seguir discutiendo contigo sobre ello. Dime, ¿retomarás tu

despacho? —Arturo, con su habitual buen humor, dejó radicalmente de hablar de

algo que sabía importunaba a su hermano pero a lo que él nunca otorgaría la más
mínima importancia. Ricardo seguiría siendo su hermano mayor, su ejemplo a

seguir, sin importar si biológicamente era o no hijo del mismo padre.


—Si todavía está disponible… —dijo poniéndose en pie.

—Por supuesto. —Arturo le pasó un brazo por el hombro y lo acompañó a su


elegante y clásico despacho, idéntico a como él lo dejara varios meses atrás—.

¿Dispuesto a comenzar?
—Tendrás que ponerme al día.
—Ahora mismo te llenamos la mesa de carpetas y te enviamos toda la

información disponible a tu ordenador. Le diré a mi secretaria que te ayude,

hasta que te busquemos una propia.


—Echaré de menos la ayuda de Elia.

—Ya sabes, la galería de arte es ahora su lugar de trabajo y su mundo, pues al


tiempo que pinta da una oportunidad a talentos desconocidos.

—Me alegro por ella. Se lo merece.

—Yo también lo creo —dijo Arturo. Cuando hablaba de su chica, la expresión

de su rostro se tornaba más cálida, el azul de sus ojos más brillante y su sonrisa

de enamorado mucho más evidente. Ricardo sintió por un diminuto instante un

ramalazo de envidia, transformado poco después en orgullo de hermano, por

cómo Arturo fue capaz de perseguir lo que más quería y no rendirse hasta
conseguir su felicidad.

—En fin, el lunes comenzaré, si te parece bien.

—¿Bromeas? —Extendió su brazo y palmeó la espalda de Ricardo—.


Bienvenido, hermano.

****
Tras llevar a cabo la decisión de abandonar por un tiempo la mansión Rey,
Ricardo había acabado sintiéndose cómodo en el apartamento donde decidió irse

a vivir solo unos meses atrás, cuando su vida había dado un giro tan grande que

necesitó de esa soledad para seguir adelante. Lo había ido amueblando y


adaptando a él hasta sentirse verdaderamente en casa.

Como en un ritual, se desvistió nada más llegar, se dio una ducha y se preparó
algo rápido de comer antes de sentarse frente al ordenador, donde sabía que

alguien le esperaba, la persona que había estado a su lado todo ese tiempo. Una

mujer virtual había entrado en su vida, sorprendiéndose a sí mismo por aceptar

algo que no cuadraba mucho con su carácter serio y su preferencia hacia la

realidad. Pero las largas conversaciones con ella, donde se habían dicho tantas

cosas sin necesidad de detalles morbosos, como físicos o cuentas corrientes, le

habían devuelto el grado de estabilidad que había necesitado en ese momento tan
complicado de su vida. No sabían nada de la vida de cada uno, pero tenían la

palabra justa de aliento cuando a alguno de los dos le decaía el ánimo. Y, por qué

no decirlo también, disfrutaban de buen sexo, aunque fuese en solitario, aunque


la imaginación fuese su única compañera de cama. Tal vez el único riesgo fuese

cerrarse demasiado a la realidad. Desde que comenzara esa extraña relación,


Ricardo se había limitado al sexo virtual o a cierto tipo de sexo sin contacto de

tarde en tarde, algo que por momentos le preocupaba y en otros lo aliviaba, saber
que de esa manera no estaba expuesto a engaños, al aprovechamiento de su

dinero o de su nombre.
¿Cobardía? Más bien comenzó como tranquilidad y riesgo cero de volver a
sufrir. Ahora mismo, era el único tipo de relación que se atrevía a mantener.

Prefería no pararse a pensar en lo que una mujer podría percibir en él en esos

momentos, en los que podría resultar demasiado nocivo para cualquier mujer que
pretendiera algún tipo de contacto con él. Podría salir malparada y ser la

receptora de todo su rencor.

Rosa27: ¿Todo bien, mi niño?

Solitario: Estupendamente, princesa, sobre todo cuando estoy contigo. Llevo


tantas horas pensando en ti que a veces estoy a punto de volverme y hablarte

pensando que estás a mi lado.

Únicamente con ella destapaba su lado más amable, precisamente porque no le


conocía, no sabía si tenía dinero o era atractivo o no, al tiempo que él no sabía

nada de ella ni le importaba. El mayor problema radicaba en la casi dependencia

que había desarrollado hacia esas palabras transcritas en una pantalla. Todos los

días quedaban en hablar por la noche y cancelaba cualquier plan que tuviese
entre manos para poder teclear en su ordenador o su móvil.

Rosa27: ¡Me pasa igual! Cualquier día de estos nos toman por un par de
locos, pero a estas alturas de mi vida ya no me importa lo que piensen los

demás.
Solitario: Soy un ejemplo patente. Demasiado tiempo pensando en el que

dirán. Ahora me importa tan poco como a ti.


Rosa27: Otra de esas cosas en las que coincidimos. Tal vez nuestras vidas
tienen más puntos en común de lo que nos pensamos.

Solitario: Tal vez.

Rosa27: No entres en pánico. No voy a preguntarte ni a contarte nada.


Solitario: Sabes que es mejor así.

Rosa27: Supongo que sí.


Solitario: Aun sin escucharte sé que estás molesta, te conozco ya. Si te sirve de

algo, eres lo más maravilloso que me ha pasado en mucho tiempo. Sin estos

momentos de lucidez contigo no sé qué habría sido de mí.

Rosa27: Vas a hacer que me emocione, y si hablamos es precisamente para

pasar buenos momentos. ¿Seguro que va todo bien, mi niño?

Solitario: Sí, por fin me he decidido a volver al trabajo.

Rosa27: Sea lo que sea en lo que trabajes, me alegro. Llevaba mucho tiempo
detectando que te faltaba algo. Si era el trabajo lo que necesitabas, adelante.

Solitario: Sabes que la mayor parte de esa decisión te la debo a ti. Gracias

otra vez, por aguantarme, por comprenderme.


Rosa27: Y seguiré haciéndolo, pero ya sabes cómo dármelas. Las gracias,

digo.
Solitario: ¿Estás sola? —preguntó Ricardo. Esa pregunta era para los dos una

especie de clave, la antesala de lo que iba a pasar. Sexo a distancia. Con solo
escribirlas, Ricardo ya se excitaba.

Rosa27: Por supuesto, mi niño. Así que ya sabes, quítate el albornoz y


quédate desnudito. —Ricardo, totalmente excitado, se deshizo de la prenda y
quedó totalmente desnudo frente a la mesa y el teclado. Posó sus manos de

largos dedos sobre su cuerpo y comenzó a acariciarse arriba y abajo, desde el

pecho hasta los muslos salpicados de vello, emulando unas suaves manos
femeninas.

Solitario: ¿Te has desnudado tú también?


Rosa27: Sí… Yo también estoy en mi butaca, frente al ordenador,

completamente desnuda para ti. He abierto mis piernas hasta colocarlas sobre

los apoyabrazos, para estar muy abierta. Mmm, estoy tan mojada ya…

Solitario: Joder, cariño, me pones a cien. —Aunque su deseo siempre era

dejar su miembro para el final, esta vez su mano pareció pensar por sí sola,

aferrando entre sus finos dedos la palpitante erección. Deslizó la mano por toda

su longitud, presionando el glande para recoger la humedad y facilitar la


fricción.

Rosa27: Me toco los pechos imaginando tu boca sobre ellos.

Solitario: Continúa, cariño.


Rosa27: Ahora bajo una de mis manos y la pongo entre mis piernas para

acariciarme, tocarme. Ardo entera pensando en ti…


Solitario: Métete un dedo, ahora.

Rosa27: Sí, me he metido dos, imaginando que es tu polla, que me folla fuerte,
cada vez más fuerte…

Solitario: Vamos, córrete, preciosa. Yo estoy a punto. —Sus manos se


aceleraron, imaginando una boca femenina alrededor de su miembro, cerró los
ojos y emitió un jadeo al sentir sus nalgas alzarse de su asiento mientras seguía

imaginando el contacto suave de una mujer sin rostro. Hasta que le sobrevino el

clímax y apalancó los pies contra el suelo para hacer rodar hacia atrás el sillón y
alejarse de la mesa para que la cascada de semen no salpicara el teclado.

Por unos instantes solo escuchó su propia respiración acelerada mientras nadie

pulsaba ninguna de las teclas. Limpió los restos de su orgasmo con una toalla y

volvió a mirar hacia la pantalla esperando las palabras que siempre contemplaba
tras la explosión de placer.

Rosa27: Solo me faltan tus besos, mi niño. ¿Te ha gustado?

Solitario: Contigo siempre, princesa —escribió emitiendo una sonrisa—. No


me has dado tiempo hoy a hablar demasiado contigo. Tenías mucha prisa.

Rosa27: Así hablaremos más relajaditos.

Solitario: Eso suena a manipulación —escribió Ricardo experimentando un

indicio de inquietud mezclado con furia. Por mucho que dependiera de esa
extraña conexión, se hallaba mentalizado para terminar con ella en cuanto la

cosa desembocara en algún tipo de presión. Debía estar preparado. Se acabó


pasarlo mal por una mujer, aunque fuera una gozada el sexo virtual con ella,

como una amiga y amante en la distancia.


Rosa27: No se trata de eso, sabes que quiero conocerte.

Solitario: ¿Ya estás otra vez con eso?


Rosa27: Seguiré insistiendo. Necesito verte, hablar contigo, tenerte frente a
mí, poder tocarte. Un beso tuyo. —La mujer esperó lo que le pareció una

eternidad, pero la pantalla seguía en blanco, sin dejar aparecer aquellas palabras

escritas con las que aquel hombre parecía hablarle cada día. El corazón le latía
fuerte. Quería conocer a ese hombre, sin importar su apariencia o condición.

Deseaba mirarle a los ojos mientras hablaran, escuchar esa risa que tan solo
adivinaba a través de un ordenador. Su extraña relación comenzaba a resultarle

demasiado fría. Como su vida.

Solitario: Ya sabes mi respuesta.

Rosa27: ¿No puedo convencerte de alguna forma?

Solitario: No.

Rosa27: Llevamos hablando casi un año, creo que era algo que ya deberías

haberte planteado. ¿Por qué no quieres conocerme?

¿Qué podía contestarle? No podía explicarle su pasado de relaciones

desafortunadas, su intención de no volver a caer en lo mismo, su decisión de


acabar con cualquier contacto que supusiera involucrar algo más que un teclado,

un polvo imaginario y unas risas.

Solitario: Prefiero continuar así, porque…

Rosa27: No, no es necesario que te pares a pensar cualquier excusa. Sé que


no tienes otra relación, por lo que me has contado, pero supongo que tendrás

alguna explicación válida. Siento si la he fastidiado.


Solitario: Yo también lo siento.
Rosa27: ¿Y quedar para tomar algo? Sin presiones, solo para conocernos y

decidir si podemos seguir adelante o aceptar que no haya nada entre nosotros.

Solitario: Creo que es mejor que lo dejemos aquí.


Rosa27: Pensé que habría un hombre decente bajo esa capa que luces de

frialdad. Supongo que he sido buena como fuente de inspiración para tus pajas.
Solitario: Te he dicho que lo siento.

Rosa27: Yo también, aunque sigo creyendo que eres algo más de lo que

aparentas. Solo sé de ti que vives en Barcelona, así que, a pesar de tu negativa,

iré mañana y te esperaré en uno de los lugares que conozco de la ciudad. Por si

decides cambiar de opinión.

Solitario: Lo dudo, pero dime el lugar.

Rosa27: Hay un book&coffee en la zona de San Antonio. Llevaré un gorro


rojo de lana, para que puedas reconocerme.

Solitario: No te prometo nada.

Rosa27: Entendido.

Ricardo apagó el ordenador y apoyó los codos sobre la mesa para dejar caer su
cabeza y mesarse el pelo. Una parte de él, la parte ingenua, le pedía a gritos

presentarse allí para poder tener por fin frente a él a la persona a la que tanto le
debía, empezando por su propia cordura. Pero su parte nueva, la realista, la que
ya no se dejaba engañar, nunca aceptaría, porque estaba seguro de que en cuanto

esa mujer supiese quién era él, ya nada sería igual.


Ella había tenido razón en cuanto a que cualquier persona normal, después de
casi un año de relación a distancia, ya hubiese pedido algún tipo de encuentro.

Pero, eso precisamente, era lo que él más temía. Que ya no fuese una persona
normal.

****

Tras una ardua pelea entre sus dos conciencias, el sábado llegó y Ricardo

decidió acercarse al lugar que ella había mencionado, solo que una hora más

tarde de lo acordado y con el único propósito de saciar su curiosidad. Se había

pasado ese tiempo dando vueltas con el coche por la ciudad, convenciéndose a sí

mismo de que hacía bien, que en cuanto ella le reconociera ya nada sería igual.

Su imagen había sido reflejada en muchas ocasiones en la prensa del corazón


con motivo de su casi compromiso con Marisa y su posterior ruptura, lo mismo

que en su breve relación con Elia o junto a listas interminables de candidatas a


futuras novias, con lo que le resultaría bastante difícil que ella no adivinase su

identidad. Aun así, una vocecita muy lejana no dejaba de pedirle a gritos que
fuera, que la conociera, que en realidad lo deseaba con toda su alma. Esa mujer
podría ser la única que lo valorara por cómo era y no por lo que era, y él se había

sentido con ella realmente bien, tan cómplice de sus palabras que a veces se
sentía como si la tuviera justo al lado.
Pero, ¿valía la pena arriesgar por algo desconocido?

Tras aparcar todo lo cerca que pudo del lugar acordado, todavía se mantuvo
otra hora en el interior del vehículo, con las manos sujetando el volante con

fuerza. Sudaba copiosamente y su corazón golpeaba fuerte en el pecho. No iba a

entrar y él lo sabía, lo mismo que pensaría ella cuando llevara ya dos horas

esperándole.

Levantó justo la cabeza cuando una mujer joven salía del local. Iba cabizbaja
y solo atinó a divisar sobre su cabeza un gorro de lana en color rojo. Tras

titubear unos instantes, salió del coche y anduvo a una prudente distancia tras

ella, pero solo pudo verla subir a un autobús que emprendió la marcha alejándola

de él. Se mantuvo impasible un par de minutos, hasta que la silueta del vehículo

se perdió entre el denso tráfico de la ciudad.

Se dio la vuelta para retomar su camino, pasando junto a la puerta del

establecimiento donde ella le había esperado durante tanto tiempo. Por inercia,
entró en el local y observó una mesa junto a la puerta con varias tazas vacías y

un libro aún abierto. Lo cerró y pasó las yemas de sus dedos con suavidad sobre
las letras del título de la descolorida portada: «El Cartero de Neruda».

—Perdone —escuchó una voz femenina llamar su atención tras de sí—,


¿viene en busca de la joven que ocupaba esta mesa?

—No… yo… no pude llegar a tiempo —mintió.


—Ella me dejó esta nota —le alargó un pedazo de papel doblado—, con sus
datos para que se pusiera en contacto con ella si había tenido algún

contratiempo.

—Gracias —le dijo tomando la nota sin desdoblarla. La asió con la punta de
sus dedos como si fuera a quemarle y la guardó en el bolsillo interior de su

chaqueta.

No la llamaría y él lo sabía. Su bonita y distante relación había terminado.

****

—¿Qué tal tu primer día de trabajo? —preguntó Arturo presentándose en el

despacho de su hermano.

—Intentando ponerme al día —le dijo mientras pasaba papeles a uno y otro
lado—, pero deseando comenzar y retomar el trato con los clientes. El teléfono

ya me echa humo.
—Todos están esperando tu vuelta —emitió una de sus pícaras sonrisas—,

como alguien que está por aquí. —La puerta se abrió y asomó una bonita cabeza
rubia.
—¡Elia! —Ricardo se levantó veloz de su asiento y abrió sus brazos cuando

la joven se lanzó hacia él.


—¡Hola, Ricardo! —rio mientras él la levantaba del suelo y la hacía girar—.
Me alegra tanto que hayas vuelto… Apenas te vemos últimamente, desde el

entierro de la abuela, pobrecita, y se te echa de menos, cariño.

—Y yo a vosotros, preciosa, por eso estoy aquí. —Su recién estrenada frialdad
se disolvía como el vapor cuando se trataba de su familia y sus amigos más

queridos.
—No disimules Ricardo —le dijo su hermano con una sonrisa torcida—.

Sabemos que la inmobiliaria sigue siendo lo que más quieres en este mundo. Ni

siquiera se te conoce relación alguna desde hace siglos, y eso que encontrar algo

mejor que Marisa no debería costarte esfuerzo alguno.

—Es cierto —corroboró Elia—, ya no te vemos en fiestas, en reuniones

aburridísimas con gente importante o en ningún evento. ¿Cómo vas a conocer a

chicas si apenas te dejas ver?


—Deja a las chicas conde están —dijo volviendo a su duro semblante—. A no

ser que me digas dónde hay una como tú…

—¿Y qué ha sido de tus ideas románticas sobre conocer a una mujer que te
apreciara por cómo eres y formar un hogar con ella?

—Mis ideas románticas murieron junto con mi ingenuidad, porque esa mujer
no existe. Prefiero volcarme de nuevo en la inmobiliaria, lo único femenino que

nunca me defrauda.
—Lamento que pienses así —dijo Elia mirando de reojo a Arturo—. Tú vales

mucho, Ricardo, eres el mejor hombre que he conocido en mi vida. —Sintió un


fuerte carraspeo tras ella pero lo ignoró con una sonrisa. Evidente quedaba que
Arturo lo era todo para ella, su otra mitad, su pareja perfecta, pero no olvidaba

que su amor platónico años atrás había sido su ahora cuñado, el hombre que

consideraba casi perfecto, guapo, encantador, responsable y atento. Lamentaba


muchísimo que una zorra y harpía como su ex lo hubiese obligado a cambiar de

esa forma, transformándolo en el duro hombre que ahora estaba frente a ella.
—Vamos, vamos, no os preocupéis más por mí. Me siento mejor que nunca.

—Puede ser cierto, Elia —intervino Arturo guiñando un ojo a su hermano—.

Que un tío interesante y rico como mi hermano ahora solo quiera relaciones

esporádicas no me parece ningún problema. Aprovéchate, tío, por lo que te

puedas encontrar después. Cualquier día te enamoras y se te acaba el rollo —dijo

mirando a Elia con una divertida mueca.

—Gracias, cariño, yo también te quiero —dijo Elia poniendo los ojos en


blanco—. Todos sabemos ya que el ir de flor en flor no resulta un problema para

ti, que eso fue lo que hiciste precisamente durante años, pero tú y yo también

sabemos que Ricardo no es como tú y no es eso lo que busca. Solo falta que
encuentre la mujer que se lo merezca.

—Muy bien —dijo Ricardo acercando la pareja a la puerta—, se acabó hablar


de mí, mis relaciones y las mujeres. Podéis marcharos y ya nos veremos, que

estoy hasta arriba de trabajo.


—Vale, vale, sin empujar —le recriminó Arturo—. Nos preocupamos por ti y

nos pagas echándonos de tu despacho. Esta me la apunto.


—Que sí, que sí. —Ricardo quedó de nuevo solo en su despacho, volvió a
tomar asiento y cerró los ojos mientras se dejaba caer en el respaldo. Tanto

hablar de mujeres y relaciones lo estaba empezando a cansar, por mucho que

todas las sugerencias sobre echarse novia fueran hechas por su familia y con la
mejor de las intenciones.

Su mano voló en aquel instante hacia el bolsillo interior de su americana,

donde un pedazo de papel doblado permanecía olvidado. Introdujo sus dedos

temblorosos y lo sacó. Durante unos instantes lo mantuvo entre los dedos índice
y corazón, como si jugara con un naipe que decidiera una partida de cartas

crucial para su futuro.

Tras mirarlo hipnotizado durante minutos, emitió un hondo suspiro, lo

envolvió entre sus dedos para formar una bola con él y lo lanzó a la papelera.

****

Prácticamente pasó toda la semana entre su despacho, la visita de varios

clientes a la inmobiliaria, reuniones con los comerciales, sus propias visitas a


compradores en potencia y un largo periplo de negociaciones y puesta a punto.

Fue justo al comenzar la siguiente semana cuando recibió en su despacho la


visita que más días llevaba esperando, la de su abogado y amigo.

—¡Pablo! —Se acercó a él y se dieron un efusivo abrazo. Ricardo fue el

primero en contratar a aquel joven abogado recién graduado con notas


inmejorables, que pasó a encargarse de todo el tema legal de Inmobiliarias Rey.

Era, además, hermano de Elia, con lo que la amistad se había llegado a convertir

en algo sólido y duradero—. ¿Qué tal estás, amigo?

—Hola, Ricardo, ya se te echaba de menos por aquí.

—Y yo a todos vosotros, a todo esto —dijo señalando su entorno—. Y dime,


¿cómo va todo? He visto que Raquel no trabaja ya para nosotros, que nos la has

quitado.

—Sí —sonrió—, hemos abierto una pequeña asesoría que ella dirige, pero yo

sigo siendo vuestro abogado.

—Me alegro por vosotros. ¿Qué tal aquello…? —Ricardo no se atrevía a

preguntarle directamente por los problemas emocionales que sufrió Pablo debido

al maltrato que padeció de pequeño junto a su hermana Elia por parte de su


padre.

—Tranquilo, no pasa nada, puedes preguntar. Es algo que ya llevo con


naturalidad —dijo haciendo una mueca torcida—. Después de incontables

sesiones de terapia, que todavía habré de seguir durante tiempo indefinido, la


cosa ha mejorado, aunque la mejor de las terapias fue y seguirá siendo, sin duda,
Raquel. Por mucho que me cueste creerlo, me considero el tío más afortunado de

la Tierra, por tenerla conmigo, a ella, a mis hermanas, a todos vosotros.


—Me alegro de haber aportado ese granito de arena. Son buenas noticias,
amigo.

—Sí, en fin, ¿y tú? Todo aquel jaleo por tu ex, las revistas que te tildaron de

ogro por haberla plantado a las puertas del compromiso… Menuda zorra
aprovechada.

—No te preocupes, todo ha quedado atrás. Por cierto —le dijo Ricardo a su
amigo cuando observó la pequeña maleta que arrastraba—, ¿adónde vas?

—Me voy unos días a resolver aquel asunto de tu fábrica. Un asunto un tanto

complicado, por cierto. La última vez ya estuvieron a punto de lincharme.

—¿Mi fábrica?

—¿Ya no recuerdas que aparte de heredar la gran fortuna de tu padre, también

recibiste una herencia por parte de tu madre? Tu abuelo materno dejó en su

testamento que a falta de tu madre se te legara a ti una gran parte del legado de la
familia, como varias fábricas, terrenos y diversas propiedades que en su mayoría

acabaste vendiendo. Admítelo, amigo, eres un tío asquerosamente rico.

—Y esa fábrica de la que me hablas, ¿qué sucede con ella?


—Está claro que cuándo te hablé del asunto tenías la cabeza en otra parte. Te

dije que esa pequeña fábrica solo te da problemas, pocos beneficios y muchas
quejas de los trabajadores. Se han llevado a cabo reducciones de plantilla, algún

ERE y varias huelgas. Me he puesto en contacto con el único comprador y nos


reuniremos dentro de unos días junto al gerente de la fábrica.

—¿Tenemos comprador?
—Sí, un chino nuevo rico, pero habrás adivinado que no para seguir con ella,
sino para derrumbarlo todo y hacer un pequeño centro comercial donde se

encontrarían las más prestigiosas tiendas de marca. Lo que ofrece es bastante

razonable.
—Entonces, todo el mundo irá a la calle.

—Todavía no lo saben pero lo intuyen.


—¿En qué coño estaba yo pensando para tener algo mío en esas condiciones?

—Estabas demasiado volcado en el tema inmobiliario y, aunque te lo volví a

mencionar, te pilló justo en un momento personal un tanto delicado, así que yo

mismo he ido haciendo lo que he podido junto a los jefes y representantes

sindicales. Ahora que hay comprador, creo que se te acabaron los problemas.

—¿Y dejar a un montón de personas sin trabajo?

—Podrías invertir, pero sería una ruina económica. La fábrica ha quedado


demasiado obsoleta.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ricardo con una luz nueva en sus ojos castaños—.

Esta vez me presentaré allí e intentaré buscar alguna solución sensata para todos.
—¿Tú? Ricardo, por Dios, en cuanto vean aparecer por allí al dueño que no se

ha dignado a presentarse en años, lo apedrearán. Los ánimos andan muy


caldeados.

—Soy el dueño y es mi responsabilidad. —Comenzó a recoger su mesa,


abriendo y cerrando cajones, ordenando cada objeto como siempre había hecho

en su manía por el orden y la limpieza—. Siento volver a alejarme de aquí, pero


ya es hora de no seguir con lo fácil, con el respaldo que ofrece mi buen nombre.
Ha llegado el momento de enfrentarme por primera vez a la mala fama que yo

mismo me he labrado en cierto lugar. Por cierto, ¿dónde se encuentra

exactamente la fábrica?
—En Caldes, un pueblo en medio de la nada a varias horas de camino donde

tu abuelo materno era el dueño de más de la mitad del suelo. Tu madre también
pasó allí algunas temporadas, pero me da la sensación que no eran muy queridos

allí, al menos tu abuelo.

—Vaya. —Ricardo rio por lo bajo mientras se dejaba caer en su mesa. Las

casualidades se presentan a veces sin esperarlo a lo largo de la vida. Ahora

mismo, en aquel pueblo se podría concentrar un acuciante asunto laboral junto a

la posibilidad de encontrar a alguien que pudiera esclarecerle algo sobre su

madre y su padre biológico. Su pasado, presente y futuro podrían hallarse


ocultos en alguna parte de aquel lugar.

—¿Estás seguro de ir, Ricardo? —preguntó Pablo—. Te aseguro que si es así,

Raquel te lo agradecerá eternamente. La había dejado esta mañana demasiado


tristona por mi partida.

—Sí —contestó Ricardo resuelto—, más seguro que nunca.

****
—¿Otra vez corriendo, Martina?
—Sí, hija. ¿Para qué quiero yo gimnasio? Ponerte a estudiar, cuidar de una

hija pequeña, llevarla al colegio, a ballet, a inglés… Es lo ideal para ponerte en

forma, no gastar y aprovechar el tiempo.

Ya fuera con prisas y sin tiempo, todavía no había semana en que no quedaran

en su cafetería favorita, Elia, su hermana Martina y su amiga Raquel, novia del

hermano de ambas. Era la mejor forma de ponerse al día, comentar todas sus

cosas, pedirse opinión y hacer alguna que otra crítica sin tener que recurrir al
WhatsApp.

—¿Cómo te han ido los exámenes? —preguntó Raquel a su cuñada.

—Genial, me está encantando estudiar psicología. Cualquier día de estos


coloco un diván en el salón y comienzo a hacer prácticas por mi cuenta. Aunque

con mi familia y conmigo misma ya no daría abasto —dijo haciendo una mueca

para continuar con un suspiro—. Ya me lo tomo a broma, chicas, perdonad, pero

es que en la familia González no nos salvamos nadie de la terapia.


—Tranquila, Martina —dijo Raquel—, tu hermano y yo también nos lo

tomamos como algo natural.


—¿Cómo os va, cariño? Aunque veo a mi hermano fenomenal.

—Nos va perfecto, a pesar de que Pablo todavía tiene algunos malos


momentos. A veces, durante la noche, se despierta sobresaltado, sudando y

emitiendo un grito ahogado, pero entonces yo lo abrazo, le miro y le digo que no


se preocupe por nada, que ya no está solo, que estoy a su lado y lo estaré
siempre.

—Menuda suerte tuvo mi hermano de encontrarte —suspiró Martina.

—Tuvimos suerte los dos. ¿Y tú, Martina? ¿Todo va bien entre vosotros?
—Perfectamente. Jamás ninguno de los dos ha mencionado nada sobre los

deslices que tuvimos en el pasado. Ahora Fernando y yo solo queremos hacer


cosas juntos, solos o con la niña, y por fin puedo decir que somos una familia.

No paro y ya no he vuelto a aburrirme, ¿no es cierto Elia? —dijo girándose

hacia su hermana pequeña—. ¿Por qué estás tan callada? Te veo un poco pálida,

¿te encuentras mal?

Elia apenas había escuchado la conversación. Estaba más pálida que nunca, si

cabe, y pequeñas gotas de sudor brotaban de su frente. De pronto, se levantó y se

marchó corriendo tapándose la boca, desapareciendo tras la puerta de los

servicios y dejando preocupadas a su hermana y su amiga. Cuando volvió a

aparecer, se dejó caer sobre la silla secándose el rostro con papel higiénico y las
miró a las dos con cara de haber visto un fantasma.

—¿Estás enferma, cariño? —le preguntó su hermana posando su mano sobre


la de ella.

—No, estoy embarazada.


—¡¿Qué dices?! —gritaron sus dos acompañantes a la vez.

—Lo que habéis oído. Joder —dijo llevándose las manos a las sienes—, no
entiendo en qué he estado pensando.
—Pues en un guapo demonio de ojos azules y en cómo hacerlo con él en todas

las posturas posibles, nos lo imaginamos —dijo su hermana sonriente.

—No estoy para bromas, Martina. Ha sido un puto descuido con las pastillas.
¿Y ahora qué coño hago?

—Pues, ¿decírselo a Arturo, tal vez? —dijo Raquel.


—La he cagado, seguro —continuó Elia mientras dejaba caer su frente en sus

manos—. No llevamos viviendo juntos ni un año.

—Pero cariño —la consoló Raquel—, Arturo ya sabe lo que es tener un hijo,

para más inri fruto de una noche loca, y mírale, es todo un padrazo. ¿Cómo le va

a suponer un problema tener un hijo contigo?

—No quiero que piense que he querido pescarle, atarle a mí con un niño.

—No entiendo esa inseguridad a estas alturas, Elia —dijo Martina—. Arturo
te quiere y ni remotamente va a pensar que quieres atraparle con un embarazo.

Menuda tontería acabas de soltar.

—No sé qué pensar, ha sido algo inesperado y estoy hecha un lío. Y ahora —
dijo Elia intentado dibujar una sonrisa en su cara pálida—, disimulad, chicas,

que por ahí llega Pablo.


—Hola, chicas —saludó el guapo abogado—, sabía que os encontraría aquí.

—¡Pablo! —gritó Raquel entusiasmada levantándose de la silla de un salto


para echarse en sus brazos—. ¿No te ibas unos días?

—Al final Ricardo lo hará por mí. ¿Qué tal, hermanitas? —dijo dándole un
beso en la mejilla a cada una. Después se sentó en la silla que ocupaba Raquel y
la colocó a ella sobre sus rodillas.

—Me alegro de que no te hayas marchado —susurró Raquel rodeando el

cuello de su novio con sus brazos.


—Y yo —le contestó él antes de darle un beso en los labios, dulce, lento,

interminable, olvidándose de sus acompañantes y de todo lo demás. Elia sonrió.


Seguía siendo una delicia para la vista contemplar a esa pareja, él, rubio de ojos

celestes, enlazado en ella, de piel aceitunada y ojos y cabello negros como la

noche. El triste pasado de Pablo los separó un tiempo, pero a la vista estaba que

el amor sincero entre dos personas puede con cualquier adversidad.

—Oye, guapo —se impacientó Martina—, te recuerdo que tus hermanas

siguen aquí todavía. ¿No podéis dejarlo para luego cuando estéis a solas? Hay

niños y ancianos por aquí, joder. —En vista del poco éxito de sus palabras,
decidió ir a por todas—. Elia está embarazada.

—¡Martina! —exclamó Elia entre sorprendida y enfadada.

—¿Embarazada? —preguntó su hermano con toda su atención ya puesta en el


mundo real.

—Sí —continuó Martina—, y teme que Arturo se lo tome a mal y crea que lo
está obligando a que le regale un pedazo de anillo y le pida en matrimonio bajo

coacción.
—Joder, guapa —siseó Elia—, te has lucido.

—¡Qué! —exclamó la hermana mayor—. Tu familia siempre te apoyará.


Olvídate ya de seguir padeciendo tus penas contigo misma.
—Ei, cariño. —Pablo volvió a dejar a Raquel en su asiento y se agachó ante

su hermana pequeña. Acarició su blanquecino cabello y tomó una mano entre las

suyas—. ¿Es cierto eso?


—Sí, lo es. Desde que vi las dos rayitas rosas, mi cabeza es un puro caos, una

amalgama de sentimientos contradictorios. No sé si reír o llorar, si dar saltos de


alegría porque voy a tener un pequeño Arturo en mis brazos o ponerme a gritar

por mi insensatez. No es el mejor momento.

—Escucha, Blanquita —la cortó su hermano, volviendo a utilizar el apodo que

usaba con ella de pequeña—. Sabemos que eres una mujer fuerte, que supo

esquivar multitud de obstáculos y salir adelante en su vida, y que luchó por

conseguir aquello que quería. Ahora no puedes venirte abajo. Arturo te quiere, lo

sabes, y cuando se quiere de verdad no hay nada que no se pueda solventar, y te


lo dice todo un experto en casos imposibles. Te seguirá queriendo a ti y al hijo

que vendrá, y nunca pensará mal de ti, eso ni lo dudes.

—Ojala sea así y todos tengáis razón.


—Claro que la tenemos —dijo Martina—. Esta noche le preparas una cena

con velas, pétalos de rosa sobre la almohada y le esperas desnuda en la cama,


verás cómo te jura amor eterno.

—Eso es manipulación, Martina —dijo Raquel—. Sería mejor que se lo dijera


directamente, con normalidad, como algo que podía pasar en cualquier

momento.
—Hazlo como tú quieras —le susurró Pablo al oído. Su hermano y ella
continuaban con esa conexión especial, después de que los dos sufrieran durante

su infancia maltratos por parte de su padre, lo que los había unido de una forma

que nadie entendería—. Tú decides sobre lo que es mejor para vosotros —le dio
un beso en la mejilla—. Y nunca vuelvas a temer nada, mi valiente hermanita.

Dejaste de hacerlo hace mucho tiempo.



CAPÍTULO 2

Impecablemente vestido, peinado y con un maletín en su mano con toda la

información sobre aquella empresa, Ricardo bajó del taxi y se encaminó hacia la

verja de entrada. La noche antes se había instalado ya en el hotel más cercano y

había tomado contacto de momento con el gerente, el hombre que había sido

designado por la junta de accionistas de Empresas Rey, pero cuya gestión parecía
dejar bastante que desear. Deseaba hablar con él y con los trabajadores antes que

con el presunto comprador, para conocer de cerca los verdaderos problemas y las

posibles soluciones.

A la espera todavía de saber algo más sobre aquel pueblo y sus habitantes, los

alrededores de la fábrica le parecieron a Ricardo demasiado abandonados.

Estaba claro que todo aquello necesitaba de reformas y modernización, pues


multitud de bidones vacíos y chatarra oxidada se encontraban apilados a los

lados de la entrada, y los vehículos de transporte parecían sacados del desguace.


A pesar de todo, los trabajadores comenzaban a llegar a esas horas y la mayoría

parecían contentos, sintiéndose, posiblemente, privilegiados por mantener


todavía su puesto de trabajo en Americ S.A., la empresa de componentes que

había llegado a proveer a las principales marcas de automóviles de Europa, y a la


que Ricardo lamentaba no haber tenido más en cuenta. Ni siquiera había sabido
que el nombre de la fábrica estaba formado por las primeras letras del nombre de

su madre y el suyo propio, Amelia y Ricardo, algo que pidió por escrito su

abuelo al morir y dejarla en herencia a su hija y su nieto.


Una buena parte de los habitantes del pueblo habían vivido durante muchos

años de la fábrica, directa o indirectamente, y la mala gestión había hecho enviar


al paro o a la jubilación anticipada a gran parte de la plantilla. Y eso era algo que

Ricardo tenía que arreglar, por mucho que en esos momentos muchos de los

empleados sonrieran de buena mañana, con sus ropas de trabajo recién

planchadas colgando sobre sus hombros y sus bocadillos envueltos en papel de

aluminio sujetos bajo sus brazos.

Un grupito de chicas llamó su atención y no pudo evitar sentir nostalgia de sus

tiempos pasados, cuando la mansión Rey había sido lugar de fiestas juveniles,
inundada de chicas guapas, música y alcohol. En esta ocasión, eran tres chicas

que no dejaban de hablar y reír, posiblemente explicando sus andanzas del fin de

semana, aunque el pueblo apenas contara con lugares de ocio.


Ricardo las continuó mirando con disimulo. Eran guapas y con apariencia de

andar rondando los treinta. De una de ellas le llamó la atención su largo cabello
hasta la cintura, de un precioso color castaño, brillante bajo los primeros rayos

de sol de la mañana. Su risa cristalina inundó el aire y casi le pareció notar un


leve escalofrío a lo largo de su espalda, reconociendo el largo tiempo que hacía

que no salía con chicas o departía con ellas. Y mucho más tiempo era el que
llevaba sin apreciar la tierna suavidad de sus cuerpos, habiéndose limitado a
percibirla en su imaginación o de cierta manera que le avergonzaba recordar.

Mierda, ya volvía a echar de menos a su amante virtual. Había intentado

excusarse con ella, decirle algo, pero no podía mentirle y mucho menos volver a
quedar, lo que no quitaba que la añorara sobre todo por las noches, en las que se

había quedado mirando el ordenador durante largos minutos. Ahora, el sexo en


solitario ya no le satisfacía, y la búsqueda de otra mujer con la que chatear lo

había dejado frío, porque ninguna era Rosa, su pareja en la distancia, con la que

tal vez se comportó como un cobarde por no querer arriesgar.

Demasiado absorto con la visión de las chicas y sus pensamientos, no escuchó

el ronco pitido de una carretilla tras él.

—¡Cuidado! —gritó alguien. Apenas tuvo tiempo de reaccionar y apartarse,

dando un giro demasiado brusco sobre sí que le hizo perder la coordinación y

caer al suelo de espaldas, con el agravamiento de hacerlo sobre los restos de

lluvia de la noche anterior.


—¡Joder! —gritó al caer de lleno sobre el barro. A la mierda todo el atuendo

con el que pretendía dar una buena imagen. A la mierda el traje, el reloj, el
maletín, su pelo y su dignidad. Incluso en el rostro sintió la humedad, cerrando

los ojos al notar pegotes de barro sobre sus párpados.


—¿Está usted bien? —escuchó decir a una chica que se había acercado con
rapidez y que apenas podía entrever entre la suciedad agolpada en sus pestañas

—. Deme la mano, por favor.


—Ya es suficiente con que uno de los dos esté lleno de barro —dijo Ricardo
furioso incorporándose de un salto. Como pudo, sacó un pañuelo de su bolsillo y

se lo pasó por las manos y el rostro, con el consiguiente estropicio de los rastros

que iba dejando a su paso.


—Déjeme a mí, por favor —le dijo la joven, que no dejaba de morderse el

labio inferior para no reír—, o tendrá que acabar bajo una manguera. Menudo
desastre.

—Gracias, pero no es necesario…

—¿Tanto le cuesta dejarse hacer? —Le apresó el pañuelo, lo humedeció con la

botella de agua que llevaba en su bolso y, con suavidad, la chica hizo todo lo

posible por mejorar el aspecto de su rostro y su pelo. Poco a poco, el pañuelo iba

dejando aparecer un agraciado rostro masculino y un bonito cabello castaño con

mechones color bronce que brillaban bajo el sol. Cuando el hombre abrió los
ojos y la miró, la joven quedó totalmente inmóvil, atrapada en aquellos preciosos

ojos dorados que la observaron contrariados durante un largo e intenso instante.

Sintió una fuerte conexión con él que casi se podía palpar con los dedos, como si
en el fondo de esos estanques dorados hubiese algo escondido que solo ella

había sido capaz de alcanzar a ver. Una especie de vulnerabilidad que chocaba
con sus modales adustos y su aspecto de hombre fuerte y seguro.

—Ya está bien, gracias —le dijo él de forma brusca cogiendo de nuevo su
pañuelo y pasándolo sobre la ropa en rápidos movimientos. Titubeó un instante

cuando reconoció a la chica del largo cabello y la risa contagiosa. Vista de cerca
era todavía más agradable de ver, con unos bonitos ojos verdosos, cutis suave y
labios rosados, aunque le chocara un tanto su look informal, pues un pequeño

aro metálico brillaba en su labio inferior, lo mismo que varios de ellos a lo largo

de sus orejas. En la mano que había sostenido su pañuelo, varios anillos


adornaban sus dedos y un sinfín de pulseras de cuero o tela rodeaban sus

muñecas. Su larguísimo cabello aparecía salpicado de pequeñas trenzas y sus


ropas parecían algo desgastadas, como sus vaqueros descoloridos y rotos y su

excesivamente ancho jersey.

—Supongo que viene usted de visita, así que lo mejor será que vaya al

servicio y trate de lavarse con agua.

—Sí, eso haré, no me queda más remedio. Gracias. —Y continuó su camino.

Una vez dentro, obedeció a la chica y buscó uno de los servicios, donde se

lavó la cara y las manos, se humedeció el pelo y se quitó la chaqueta,

quedándose en las mangas de su camisa blanca, donde únicamente unas

pequeñas salpicaduras en el cuello delataban su accidente.

—Joder —masculló mirándose al espejo—, en cuanto sepan quién ha caído al

barro en sus narices van a descojonarse de la risa.

Sin parar de maldecir su mala suerte, fue en busca del gerente, al que encontró

en uno de los despachos de la primera planta, desde donde se veía gran parte de
la línea de producción a través de una de las mugrientas cristaleras.
—¡Señor Rey! —le saludó el orondo hombre estrechando su mano—. No
esperábamos que viniera tan temprano—. Hizo una mueca cuando observó los

restos de barro—. ¿Le ha ocurrido algo, señor Rey?

—Nada, un percance sin importancia. Si le parece, vayamos al grano. En


primer lugar quiero una reunión con el personal, y después con el representante

sindical.
—No sé si es algo prudente, señor —le dijo el hombre dejándose caer en su

silla. Cruzó sus manos y las apoyó sobre su prominente barriga—. La última vez

casi linchan a su abogado, así que imagine cuando sepan quién es usted. Aun

lleno de barro y con su costosa ropa algo estropeada, no se les pasará por alto su

procedencia.

—¿Y a usted? —le preguntó Ricardo apoyando sus manos sobre la

desordenada mesa del hombre—. ¿No han deseado lincharle todavía? ¿Quién es
el lumbreras que lo ha colocado aquí? Porque no parece que a la fábrica le vaya

muy bien.

—Hemos hecho lo que hemos podido, señor —dijo el hombre envarado—.


Debería haberse pasado por aquí hace tiempo y decidir qué hacer cuando todos

nosotros aguantábamos a toda esa chusma.


—Esa chusma son personas trabajadoras que solo quieren un sueldo para vivir

dignamente, algo en lo que usted y yo hemos fallado estrepitosamente.


—Pues usted dirá —dijo removiéndose incómodo en su silla.

—Tenemos dos opciones: o vendemos o se renuevan maquinaria e


instalaciones para modernizarnos.
—Pero señor, la inversión resultaría demasiado costosa y esto ya no es lo que

era. Los beneficios son cada vez menores. Creo que lo más inteligente es aceptar

la oferta de compra.
—Déjeme a mí la parte económica —le dijo Ricardo con semblante aún más

adusto—. Yo me encargaré. Y ahora, avise a los encargados que reúnan al


personal en quince minutos. Les hablaré en persona a todos.

—Usted sabrá —contestó el hombre descolgando el teléfono.

****

—¿Quién era ese tío al que le has lavado la cara y el pelo?

—No sé, supongo que una visita relacionada con el chino, o tal vez alguien

relacionado con los dueños.


—Vamos, o un cabrón o un hijo de puta.

—O un pobre abogado como el último a quien estuvimos a punto de tirar por


una ventana —dijo Daniela mientras se cambiaba de ropa y se colocaba la

correspondiente bata en color azul marino y los zapatones reglamentarios. Se


enrolló el largo cabello en la coronilla y se lo sujetó con varias horquillas, algo

obligatorio de hacer en un lugar con máquinas en las que se podía enganchar y


quedarte rapada de media cabeza en un solo segundo.

Sus dos amigas y compañeras la imitaron. A pesar del mal ambiente que

flotaba en el aire cada día de trabajo, exudaban un buen humor de buena mañana
que no estaban dispuestas a que nadie les arrebatara, y el vestuario femenino era

un buen lugar para reír un rato o quejarse antes de ponerse a trabajar.

Después de Daniela, su amiga Ana realizó el mismo gesto con su pelo oscuro,

aunque solo le llegara un poco más allá de los hombros. La que no tenía que

hacerlo era Miriam, que, con su pelo corto y teñido de rojo se ahorraba tener que
recogerlo cada día.

—El rubio de ojos azules, ya lo recuerdo —dijo Ana—. Era guapísimo, pero

venía a defender los intereses de los Rey, así que ya no le pude mirar con los
mismos ojos.

—Sí que estaba bueno, sí —dijo Miriam—, y el que ha venido hoy tampoco

tenía mala pinta, aunque todavía tengo que verle un poco más de cerca y sin

barro por encima.


—Pobre —siguió diciendo Daniela mientras salían del vestuario—, ha debido

de pasar una vergüenza…


—Si viene de parte de los de arriba que le jodan, Dani —se quejó Miriam—.

No se puede ir tan de buena por la vida.


—¡A ver! ¡Un momento! —escucharon gritar la voz de Leo, el encargado de

sección—. Tenemos reunión en el almacén en cinco minutos, así que os quiero


allí a todos ahora mismo.
—¿Otra? —se quejó Miriam—. Estoy hasta el higo de tanta reunión. Total,

siempre es para lo mismo, para echar a alguien o para decirnos que este mes

cobramos menos.

Entre murmullos y quejas, los trabajadores se encaminaron al almacén, con

caras de rabia y temor, pensando en si esta sería la vez en que les dijesen que

bajaban las persianas y todos estaban en la calle. Fueron parando en medio de la

fría y vacía nave, antaño llena de cajas apiladas y preparadas para ser enviadas, y
ahora lugar de restos de piezas defectuosas, máquinas estropeadas y solo unos

pocos pedidos esperando ser recogidos.

Las tres amigas se acercaron todo lo posible a la mesa que había preparado el

gerente, donde se encontraban los encargados, el enlace sindical y el hombre que

aún no sabían quién era y que parecía haberse adecentado un poco. Se había

quitado la chaqueta del traje y se había quedado en mangas de camisa, las cuales

había remangado, mostrando sus velludos antebrazos. Inclinado ante algunos


papeles, su pelo volvía a brillar bajo la luz de los fluorescentes, mostrando de

nuevo esa mezcla de tonos marrones, entre el castaño claro y el cobrizo. Por un
momento levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Daniela. La joven

volvió a sentir el impacto arrollador de aquella dorada mirada y, de nuevo, un


cosquilleo brotó dentro de su estómago. Hacía tanto tiempo que no tenía esa
sensación que casi se olvidó de respirar, pero sin dejar de mirarle ella también.

Él mantuvo la mirada pero no cambió su pétrea expresión.


—Ei, chicas —susurró Ana—, pues la verdad es que está bastante bien.
—¿Bastante bien? —intervino Miriam—. A ese le echaba yo un polvo ahora

mismo encima de esa mesa. Joder, ya me hubiese gustado a mí limpiarle el

barro. Con la lengua se lo hubiese quitado yo.


—Pero mira que eres burra —dijo Daniela.

—Siempre estás igual, hija —dijo Ana.


—Qué par de mojigatas, joder.

—La verdad, es guapo, ya me había dado cuenta —susurró Daniela—, pero

pensé que a ti te gustaban diferentes, más tipo canalla, no con ese aspecto de

caballero.

—Es que este contiene un poco de mezcla —dijo Miriam—. Es un poco rollo

Crepúsculo, con esa pinta de bueno pero con un fondo depredador que me pone

cachonda, y al que ya imagino clavándome sus colmillos. Mirad, si hasta tiene


los ojos dorados como los vampiros. Lo mismo hay que matarle con una estaca.

—Una buena estaca es lo que tú quieres que te claven a ti —dijo Daniela

aguantando la risa.
—Si es la de ese tío, yo, encantada.

—Pues yo más bien lo veo al revés —continuó susurrando Daniela—, alguien


serio y dominante pero con un fondo amable, no sé, como si mantuviera

escondida su parte buena. Creo que hemos conectado ahí fuera.


—¿Fondo amable? —ironizó su amiga—. Bien al fondo es donde yo lo

querría tener. Anda y que te echen un polvo de una vez, hija, que ya te toca.
—Oh, por favor, callaos de una vez —susurró Ana—, o me voy a descojonar
de la risa aquí en medio y me van a echar por vuestra culpa.

—Buenos días a todos —comenzó el gerente—. En primer lugar, y antes de

comenzar, quisiera presentarles a alguien que viene a intentar hacer lo mejor


para la fábrica y para todos nosotros. Se trata de —carraspeó un par de veces y

lo miró de reojo con temor— el señor Ricardo Rey, el dueño de Americ.


—¡Su puta madre! —exclamó Miriam por lo bajo—. ¡El tío bueno es el

cabrón del dueño! ¡Con la de veces que lo hemos visto en las revistas y no lo

habíamos reconocido!

—¿Y este para qué está aquí? —se escuchó decir a alguien.

—¿Van a cerrar ya? —preguntó una voz al final del almacén.

—¡A buena hora mangas verdes! —gritó otro—. ¡Ya podía haber venido

cuando esto no era una puta ruina!


—¡Empresarios chupasangres!

—¿Quién coño ha dicho eso? —preguntó el gerente—. ¡Que se presente si

tiene huevos!
—Basta —le calmó Ricardo intentando evitar a toda costa cualquier tipo de

enfrentamiento. Prefirió dirigirse directamente al personal—. No he venido a


enfrentarme a nadie, sino a buscar una solución. Un empresario chino ha

ofrecido comprar la fábrica, como ustedes saben, con lo que todos ustedes
recibirían una indemnización por los años trabajados.

—No queremos una indemnización, queremos trabajar. —Docenas de pares de


ojos buscaron la procedencia de esa voz femenina. Miriam y Ana, que estaban a
su lado, alucinaron por completo al ver a su amiga apretando los puños y

enfrentándose al hombre que podía dejarla en la calle sin un céntimo en ese

mismo instante.
—Pero, ¿qué haces? —susurró Ana—. ¿Estás loca?

—Déjala —dijo su amiga—. Con dos cojones.

En cuanto había sabido de quién se trataba, Daniela había comenzado a sentir

bullir la ira dentro de ella. Ese era el hombre responsable de todas sus
desgracias, de que cada vez cobrara menos, de sus noches de insomnio pensando

en cómo iba a salir adelante. ¿Cómo no lo había reconocido? Había ojeado

alguna que otra revista meses atrás donde salía fotografiado junto a su mansión,

su cochazo o junto a multitud de mujeres, saliendo de fiesta por las noches,

divirtiéndose y gastando a manos llenas sin importarle una mierda que cada vez

se fuera más gente del pueblo o tuvieran que malvivir de la pensión de los

ancianos, como hacía ella misma.


¿Y ella le había ayudado a levantarse y a limpiarse? Si lo llega a saber pasa

por encima de él y le baila un zapateado sobre la barriga.


Volvió a evocar el momento en que se miraron y ella pasó la mano por su

suave cabello, y volvió a sentir los aleteos en su vientre. Todavía se sintió más
furiosa e indignada. Demasiado tiempo sin hombres la hacían excitarse ante el
primero que la miraba.
—Perdone, señorita —dijo Ricardo—, ¿su nombre, por favor?
—Daniela —respondió levantando su barbilla ante los murmullos de fondo.

—Señorita Daniela —continuó Ricardo—, si me hubiese usted dejado

terminar, habría escuchado la segunda propuesta. La primera es la venta, como


ya he explicado, y la otra sería intentar levantar la fábrica, invirtiendo en ella

para adaptarla a los tiempos que corren.


—¿Y ya se ha decidido o nos piensa pedir opinión? —dijo la chica con

desprecio.

—Por supuesto que les pediré su opinión, en cuanto me estudie los números y

considere lo más viable.

—¿Ni siquiera sabe nada de las cuentas? —volvió a decir ella—. ¿Demasiado

ocupado en sus fiestas para interesarse por algo tan banal como nuestros

sueldos?
—¡Cállate, Daniela! —intervino el gerente con el rostro púrpura—. Estoy más

que harto de tu lengua, así que ya puedes presentarte en mi despacho ahora

mismo. Y a ver si así los demás aprenden.


—No —le cortó Ricardo—, no quiero que despidan a nadie todavía hasta que

haya tomado una decisión. Solo les pido un poco más de tiempo —les dijo de
nuevo a todos—, un último esfuerzo. Gracias y les seguiremos informando.

La multitud comenzó a disolverse y dirigirse ya a sus puestos de trabajo, sin


dejar de murmurar o maldecir en voz baja. Daniela y sus amigas se movilizaron

también hasta que pasaron junto a los jefes, y Ricardo la sujetó de un brazo antes
de que se marchara.

—Espere un momento, por favor. —Sus amigas la miraron sorprendidas, pero

entendieron la mirada del gerente que les ordenaba marcharse en ese momento.
Daniela miró con desprecio la mano de Ricardo apresando su brazo, pero él no

se inmutó. Siguió aferrándola mientras el resto se dispersaba y volvía a clavar

sus dorados ojos en ella. Esta vez de una forma mucho más dura y afilada—. No

vuelva a interrumpirme en una reunión mientras esté hablando —le dijo—. La

próxima vez se esperará a que yo dé paso al turno de preguntas. Detesto los


malos modales.

—Y yo detesto a los que se creen más por tener más dinero.

—Yo no elegí estar aquí ni que usted estuviese ahí.

—Por supuesto, señor Rey —escupió con desprecio—. Sea cual sea la época

en la que vivamos, siempre habrá personas como usted ahí arriba, intocables, y

siempre habremos muchos más aquí abajo para que nos puedan pisar.

—¿Te crees la elegida para cambiar el mundo?


—No, claro que no. —Por fin, dio un tirón y se deshizo de su agarre—. Soy

demasiado insignificante. —Se dirigió a la salida—. Perdone, tengo un trabajo


que realizar si no quiero que me echen, y yo necesito trabajar para poder comer.

—Yo también he de trabajar, el dinero no me viene del aire —dijo Ricardo sin
entender su propio empeño en darle cualquier tipo de explicación a esa chica.
—¿Trabajar? No me haga usted reír —dijo Daniela con desdén—. Cuando

usted no pueda dormir porque no sepa si al día siguiente será el próximo en ser
despedido, cuando sea un padre de familia que vuelve a casa con la noticia de su
despido, cuando se vea obligado a vivir de un subsidio de mierda que acabará en

cualquier momento porque nadie lo contrata por su edad, entonces sabrá lo que

es trabajar. Trabajar para gente como usted.


—Qué sabrá usted de la gente como yo —contestó Ricardo reprimiendo a

malas penas la ira que raramente solía expresar.


—Con lo poco que sé ya tengo suficiente. —Y se marchó hacia su lugar de

trabajo.

Cuando quedó solo, Ricardo no daba crédito. Él no solía comportarse así de

borde y capullo con los empleados de la inmobiliaria, todo lo contrario, lo

consideraban amable y perfectamente razonable. Nunca nadie le había echado en

cara su condición social de esa manera, y mucho menos una mujer, que

normalmente se lanzaban a sus brazos precisamente por su dinero y su clase.

Desconcertado, pensó en cómo esta vez le había servido precisamente para lo

contrario, para echársela en cara y despreciarlo. Lo que había hecho esa


imprevisible mujer.

Tan imprevisible como la erección que en esos momentos tensaba la tela de su


pantalón. Hacía tanto tiempo que nadie le llevaba la contraria ni discutía con él,

que esa discusión había sido lo más excitante que le había ocurrido en mucho
tiempo.
****

Daniela movía con celeridad sus manos mientras introducía las pequeñas
piezas en bandejas y se las pasaba a Miriam para que las fuera colocando en

cajas, cerrara estas con precinto y colocara la etiqueta correspondiente, como


varios grupos más de compañeros hacían a su alrededor. A Ana esa semana le

tocaba el turno en montajes electrónicos, donde se colocaban los componentes

con pinzas sobre pequeños moldes para su posterior soldadura y formar las

piezas correspondientes.

Su vista se alzó un instante y divisó al capullo del gerente hablando de nuevo

con el dueño y algunos responsables de sección. Ya llevaban varios días

haciendo lo mismo, hablando, dando vueltas por la fábrica o encerrados en algún


despacho. A pesar de su desprecio evidente, Daniela se sorprendía a sí misma

embobada sin dejar de mirar a aquel hombre, al que no le podía negar su

procedencia de alcurnia. Vestía trajes impecables y en cada uno de sus


movimientos denotaba elegancia y amabilidad, cada vez que hablaba con un

encargado, cuando miraba la hora en su carísimo reloj o cuando se pasaba los


dedos por el pelo para apartarlo de su cara. Gestos tan sumamente masculinos

que la alteraban y le aceleraban el corazón, viéndose patéticamente transportada


a sus tiempos de colegio, en los que sintió algo parecido cuando Álex Fernández,

el chico más guapo del instituto se acercó a ella y le pidió para salir, dejando
boquiabiertas a las petardas que se creían las más populares del lugar. Pero
también era cierto que cierta frialdad acompañaba todos esos gestos, como

advirtiera su amiga cuando le detectó una vena depredadora bajo esa fachada de

caballero.
Había llegado a arrepentirse un poco —lo dicho, solo un poco— de hablarle

como lo había hecho el primer día tras la reunión. Había descargado sobre él
toda la furia que llevaba tiempo acumulando, el tiempo que llevaba viendo salir

por la puerta a personas trabajadoras con una carta de despido. Seguro que a él

eso le importaba una mierda. Se pondría de acuerdo con el chino, cogería su

pasta y saldría corriendo. Y a ellos que un mal rayo los partiera.

El sonido estridente de la sirena les anunció la hora del descanso para

almorzar.

—Ya era hora —bufó Miriam—. Hasta los ovarios estoy ya hoy y solo son las

nueve de la mañana. Se me va a hacer el día eterno.

—Vamos, no te quejes —dijo Daniela—. Ya estamos a mitad de semana y, de


momento, todavía con trabajo.

—Sí, hija, hay que joderse. Tengo la espalda destrozada y los pies ardiendo,
pero no puedo quejarme para que no me echen a la puta calle. Putos empresarios

de mierda… A esos los ponía yo a vivir con mi sueldo.


—¿Al tío bueno también? —preguntó Ana cuando se encontraron las tres en el

pequeño comedor. Se sentaron alrededor de una de las destartaladas mesas,


sacaron sus bocadillos y se dispusieron a comer rodeadas del resto de mesas con
el personal del primer turno de almuerzo.

—¿A nuestro querido señor Rey? No, a ese me lo reservaría para otra cosa.

—¿En serio? —preguntó Daniela—. ¿No te parecería caer demasiado bajo?


¿Ser el polvo de una noche de ese tío?

—Pues mira, no —dijo mientras daba buena cuenta de su bocadillo de queso


—, todo lo contrario. He sido el polvo de una noche de tíos bastante más

olvidables que ese, y creo que tirarse a este hombre debe ser alucinante. ¿No

crees lo mismo, Dani? —le dijo a su amiga suspicaz—. He visto que no dejas de

mirarle y creo que no te veía babear por un tío desde que los dinosaurios

poblaban la Tierra.

—Es algo extraño —contestó Daniela—. Me atrae al mismo tiempo que me

saca de quicio.
—No te dé corte decirlo, Dani —dijo Ana—. Me parece un hombre guapísimo

y elegante, y entendería que te atrajera para pasar una noche con él, o más, o

tener una aventura ilícita… —suspiró soñadora.


—¿Tú también te lo tirarías? —le preguntó Miriam a Ana—. Ah, no, perdona,

que tú estás casada.


—Pero no estoy ciega.

—Ya, pero la opinión de alguien que no piensa cambiar de tío el resto de su


vida no me parece muy válida.

—Envidia de que no hayas encontrado un tío como mi Javi —dijo Ana


satisfecha después de dar un trago de agua directamente de su botella—. Anoche
mismo me trajo una caja de bombones y un ramo de flores sin ser ninguna fecha

especial.

—Qué asco dais, por Dios —dijo Miriam—. Y perdona pero no me das
envidia. Me gustan los hombres más maduros, con experiencia, curtidos en la

vida.
—Vamos, que te gustan los viejos —dijo Ana.

—He dicho maduros.

—La mayoría de esos están casados o tienen alguna tara —dijo Daniela.

—Solo busco echar un polvo, así que no me importa ni una cosa ni la otra.

—¿En serio, tía? ¿Casado? —dijo Ana horrorizada—. Me entero de que

alguna lagarta pretende a mi Javi y le arranco el pelo.

—Joder, y parecía tonta.


—Ten cuidado, Miriam —le advirtió Daniela, que más de una vez había

intuido algo en las miradas que lanzaba su amiga al encargado—. No te tomes

todo tan a broma. Un lío con un hombre casado solo te reportaría problemas y
disgustos. Nunca dejan a su mujer por la otra.

—¿Quién ha hablado de líos con casados? Ya os he dicho que solo busco un


rato de sexo. De este fin de semana no pasa que me ligue a un cuarentón que

conocí el otro día en una discoteca, aunque sea para echar uno rapidito en el
lavabo, así, en plan guarro, como a mí me gusta. Mmm, me mojo solo con

imaginarme que me follan sobre la taza del wáter.


—Joder, tía, eres una cerda —dijo Ana con cara de asco—. Ahora Dani y yo
no podremos sacarnos esa imagen de la cabeza en todo el día.

—Vamos, chicas, dejar de hablar de folleteo, que nos toca volver al tajo —dijo

Daniela recogiendo los restos del almuerzo.


—Es Miriam —se quejó Ana—, que siempre está con lo mismo. Debe creer

que las demás no follamos. Pues que sepas que lo hago más que tú.
—Solo faltaba, no te jode, después de casarte y aguantar al mismo tío cada

noche. Y por cierto, no hables en plural, porque aquí nuestra amiga la estrecha

pasa más hambre que el perro de un ciego.

—Sus motivos tiene —dijo Ana comprensiva encaminándose a su puesto.

—Y tú qué sabes —respondió Daniela de vuelta a la monótona colocación de

las piezas.

—Lo sé perfectamente —contestó Miriam—. La mayoría de tíos que me he


tirado venían de salir contigo y aguantar tus negativas. A ver, cariño, que

entiendo tus motivos, pero ahora eres adulta y tienes dos dedos de frente. No

volverías a caer en lo mismo.


—Chsst, cuidado —advirtió Daniela interrumpiendo a su amiga—, por ahí

vienen los jefes a chafardear un rato.


—Que les follen a todos ellos —susurró su amiga con desprecio fingido—. Yo

misma haré un esfuerzo y me ofreceré voluntaria si me toca nuestro jefazo —


siguió susurrando, con lo que obligó a Daniela a aguantar la risa antes de que la

pillaran.
—En cuanto acabéis con esto —les dijo Leo, el encargado—, continuáis con
las otras referencias. Deben salir todas las piezas hoy mismo. Es casi el único

cliente que nos queda y no podemos fallarle, así que moved las manos.

—Tranquilo, Leo —le dijo Miriam mientras se inclinaba para continuar


montando cajas—, en una hora estará todo listo.

—Eso espero —dijo el hombre mirando de reojo el escote de la pelirroja.

Daniela alucinaba por completo. ¿Cuándo se había desabrochado su amiga la

bata hasta enseñar el sujetador de encaje rosa? ¿Nadie se daba cuenta de cómo se
agachaba frente a Leo y cómo este la miraba sin cambiar su rostro de mala leche

para disimular? Joder, era un hombre casado, con hijos y bastante más mayor

que Miriam. Con sus comentarios durante el almuerzo les había hecho creer en

la broma, pero no era más que una forma de contar la verdad. Solo esperaba que

se limitase a un flirteo y no a algo más.

Daniela fue a recriminar aquel hecho a su amiga cuando Leo y el gerente

pasaron de largo, pero cerró la boca cuando Ricardo quedó unos metros
rezagado, observando embelesado el manejo de las jóvenes con sus manos. Estas

parecían pensar por sí solas, mientras con suma facilidad iban colocando cada
pieza en su lugar correspondiente, a una velocidad de vértigo tal, que sus ojos

apenas podían detectar los movimientos.


Daniela lo miraba de reojo y, sin saber por qué, comenzó a ponerse nerviosa,

otra vez. La presencia de ese hombre la alteraba y no tenía nada que ver con que
fuera el jefe o pudiera echarla en cualquier momento. Se trataba de algo mucho
más físico, como si su cuerpo reaccionara a él cada vez que lo veía y, sobre todo,

si se encontraba tan cerca como en ese instante. A pesar de la mortecina luz de la

que disponían, volvieron a resaltar los cobrizos destellos de su pelo, y sus ojos
brillaron, interesados en el movimiento de sus manos.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí? —le preguntó Ricardo a la joven.

Ni siquiera supo qué impulso le había llevado a hacerlo.

—Demasiado.
—Se os nota la destreza con las manos.

—No lo sabes tú bien —susurró la chica amparándose en el ruido del deslizar

de la cinta adhesiva.

Ricardo casi se mordió la lengua para no sonreír. Hacía muchísimo tiempo que

una mujer no lograba sacarlo de sus casillas al tiempo que lo excitaba. Hasta las

narices estaba ya de mujeres que batían sus pestañas, otorgaban a todo lo que él

decía y reían de una forma tan falsa que había tenido que apelar demasiadas
veces a sus modales de caballero para no meterles una servilleta en la boca.

—Me parece muy interesante la faena que realizáis, cómo transformáis un


trozo de plástico o metal hasta convertirlo en una pieza que…

—¿De verdad viene a interesarse por nuestro trabajo? —le interrumpió


Daniela impaciente sin despegar apenas la vista de sus manos.

—Todavía es mi fábrica.
—La cuál me pregunto cómo se sostiene en pie todavía.
—Y yo me pregunto cómo es posible que hayas durado aquí tantos años —le

contestó Ricardo algo más envarado.

—Y yo cómo ha podido mantener su pedazo de inmobiliaria pija, si a la vista


está lo bien que lo hace.

—Mi amiga quería decir —interrumpió Miriam poniéndose delante de ella—,


que esperamos que todo esto se solucione, por el bien de muchas familias que

aún viven de la fábrica.

—En ello estoy. —Ricardo, aún tenso, puso las manos tras la espalda en una

actitud engañosamente tranquila y se alejó de allí.

—Joder, Dani —dijo Miriam—. Si sigues así te va a acabar echando y tú

menos que nadie te lo puedes permitir. Un corte se aguanta pero es que has

tomado carrerilla, hija.


—No sé qué coño me pasa con este tío —dijo colocando las piezas a

velocidad supersónica—, pero es que su actitud me pone enferma. Tan

condenadamente perfecto, tan estirado, como si el mundo de las facturas y las


hipotecas fuera una fantasía para él.

—¿Tan enferma como para empotrártelo? —preguntó Miriam comenzando a


reír.

—Tú misma lo dijiste antes, ¿no? —dijo siguiendo la broma a su amiga—.


Podrá ser un ricachón pijo y estirado, pero pasar una noche con él debe ser

alucinante.
—Esta ocasión habrá que aprovecharla, hija —dijo Miriam—. Después de
años y años de intentar colocarte a un tío, por primera vez admites que te lo

tirarías.

—No creo que yo sea su tipo.


—Chorradas, Dani, eres monísima, con una mezcla bohemia e infantil que

creo que le pone a nuestro jefazo. ¿Te has dado cuenta de cómo te miraba?
—¿A mí? ¡Qué dices! Seguro que no ha dejado de mirarte a ti. Se te ha

desabrochado el botón de la bata y se te ven todas las tetas.

—Ni me había dado cuenta —dijo la joven sonriente abrochándose de nuevo.

****

En el interior de uno de los servicios de la planta superior, Ricardo abrió el

grifo y se mojó la cara y las manos. Observó su imagen en el espejo, con las
gotas de agua deslizándose por su nariz y su barbilla. Se notaba tenso y excitado,

malhumorado a la vez que complacido, después de otra de las visitas a la zona de


producción y almacén. Esa mujer… no entendía qué le pasaba con ella y a ella

con él, después de años de contemplar a su alrededor toda clase de mujeres con
sus provocativas sonrisas, buscando llamar su atención, adulándole solo por

esperar que un hombre rico les hiciese caso, sin importarles cuál fuera su
carácter, sus deseos o sus sentimientos.
Ahora, una mujer parecía sentir desprecio hacia él, hacia su dinero o su clase,

y eso era una auténtica novedad para él. Lo mismo que la excitación permanente

que le acompañaba desde que esa mujer se le enfrentara en la primera reunión.


Desahogarse a sí mismo ya no le satisfacía, la búsqueda de mujeres virtuales lo

llevaba a un callejón sin salida y el sistema que había adoptado últimamente con
desconocidas… era un sucedáneo del sexo que su cuerpo pronto rechazaría.

Aunque de momento era lo que había.

Tocaron a la puerta y la cabeza del gerente asomó por ella.

—Señor Rey, el comprador ya ha llegado.

—Ahora mismo bajo. —Se pasó un pedazo de papel por el rostro y se dispuso

a enfrentarse a aquel hombre.

El presunto comprador era un hombre chino que no conocía todavía el

idioma, las costumbres o el modo de vida de un país donde pretendía derrumbar

toda una fábrica para montar un conglomerado de tiendas de marca en su lugar.


A Ricardo no le cayó nada bien nada más verle, supuso que porque la idea de

hacer desaparecer aquel lugar que fundara su abuelo ya no le parecía la más


acertada.

A través de un intérprete, el hombrecillo le expuso sus planes de demolición,


próxima construcción y un acuerdo económico que nadie en su sano juicio

rechazaría. Ricardo solo pudo pedirle algo más de tiempo, ante la atónita mirada
de los presentes en la reunión.

—No entiendo qué pretende, señor —le dijo el gerente cuando se hubo

marchado el comprador y su séquito—, pero como cabree al chino acabará


quedándose sin fábrica y sin dinero.

—Eso no va a pasar, señor Echevarría, porque creo que este lugar puede

volver a florecer, con algo de dinero por mi parte y algo de empeño por la suya y

la de todos, si es que todos ustedes están interesados en seguir trabajando aquí.

—Por supuesto, señor Rey. La tranquilidad de un sueldo a final de mes es a lo


que la mayoría aspiramos.

—Pues bien, siéntese y escúcheme. —El gerente le obedeció y Ricardo quedó

en pie frente a él—. No me gusta nada la forma en que usted ha estado

dirigiendo esto y mi primera intención había sido despedirle, pero reconozco que

usted tiene más experiencia que yo y los clientes le conocen de años de

contactos, así que vamos a mantener una relación simbiótica usted y yo. Usted

me guiará a través del negocio y yo le iré proponiendo algunas ideas que he


estado madurando.

—Soy todo oídos, señor —dijo el hombre al contemplar el rostro


entusiasmado del dueño.

—Quiero que me concierte varias citas con los clientes más importantes que
nos han ido abandonando. Necesito que me explique detalladamente el proceso
de fabricación de cada pieza y quiero ver ahora mismo traspasar a mi ordenador

toda clase de números, desde lo que vale una hora de trabajo hasta lo que
pagamos de factura de electricidad. Yo haré unas cuantas llamadas mientras
tanto, así que muévanse todos ¡ya!

—Ahora mismo pongo a todo el mundo a mover el culo, señor. ¿Algo más?

—No… eh… sí —dudó un instante—, solo una cosa más, una pregunta
personal. ¿Sabría usted de alguien que pudiese haber conocido a mi abuelo o a

mi madre antes de que ella se marchara de aquí para casarse con mi padre?
—Pues… —dijo el hombre sorprendido mientras se rascaba parte de su cráneo

desprovisto de pelo—, no sé. La mayoría de gente de su edad vino años después

proveniente de otros pueblos para trabajar aquí. Supongo que podrían saber algo

las personas más mayores del pueblo.

—Tiene usted razón, gracias, Gerardo. Y ahora, manos a la obra.

****

Un día para olvidar. Tras demasiados proyectos, otras tantas reuniones, la

marcha repentina de su hermano y un viaje inesperado, Arturo entró en su casa


con el único ánimo de cambiarse y darse una larga ducha, a poder ser junto a

Elia, si tenía la suerte de encontrarla ya en casa. No vio rastro de ella por


ninguna parte, pero sonrió al instante en cuanto abrió la puerta de su habitación,

pues su ropa, sus zapatos y su bolso aparecían esparcidos por aquel espacio
como si ella hubiese llegado con las mismas ansias que él de relajarse bajo el
chorro de la ducha.

O algo infinitamente mejor.

Al otro lado de la puerta del baño, la imagen contemplada por Arturo era lo
más parecido a un sueño. Velas con olor a vainilla diseminadas por la estancia, el

jacuzzi lleno de agua perfumada y, en su interior, Elia, con la cabeza apoyada


sobre una toalla, los ojos cerrados y unos pequeños auriculares en sus oídos. Su

blanquecino cabello flotaba en la superficie y solo las puntas rosadas de sus

pechos y los dedos de sus pies asomaban por entre la capa de burbujas.

Rápidamente y sin hacer ruido, Arturo se despojó de sus ropas y se introdujo

en el agua hasta colocarse sobre Elia. Ella abrió los ojos y le sonrió, con esa

sonrisa que él soñó un día que sería solo para él, la que todavía seguía

clavándose en su pecho y le hacía bullir la sangre.

—Hola, cariño —la saludó él quitándole los auriculares—. Interesante escena.

Podrías haberme llamado para avisarme y hubiese venido antes.


—No es una escena —dijo Elia frunciendo el ceño, recordando las palabras de

su hermana recomendándole un numerito semejante—. Yo… solo necesitaba


relajarme. No quiero convencerte de nada.

—¿Convencerme? ¿De qué ibas a intentar convencerme?


—Pues… de que te quiero, de que querré estar a tu lado siempre, de que me
hubiese enamorado de ti aunque no hubieses sido rico, de que…

—Chsst —la hizo callar Arturo con su irresistible sonrisa. Sus penetrantes
ojos azules la miraron con cariño y su pequeño aporte de diversión—, ¿de qué
estás hablando? ¿Crees que me has de convencer de nada de eso? Lo tengo claro,

preciosa, —le tomó el rostro entre las manos—, ¿y sabes por qué?

—Por qué, hombre arrogante y engreído.


—Porque yo te quiero del mismo modo, y porque al conocernos descubrimos

uno en el otro ese pedazo que nos faltaba, sin el cual, ya no podríamos vivir.
—Arturo… —susurró ella intentando parar el temblor de sus labios.

—Pero si en este instante te apetece demostrármelo, por mí no hay problema.

—Le abrió las piernas con su rodilla, la asió de la cintura y comenzó a frotar su

miembro sobre su sexo abierto y resbaladizo. Elia emitió un gemido y arqueó su

espalda, con lo que sus pechos al completo emergieron fuera del agua. Arturo se

inclinó para llevarse uno de ellos a la boca mientras guiaba su miembro y lo

introducía en el cuerpo de Elia, que se vio obligada a abrazar su ancha espalda


para sostenerse, al tiempo que enlazaba sus piernas en su cintura.

—¿Te gusta esta manera de demostrarme que me quieres? —le decía él en

medio de sus embestidas largas y profundas. El agua de la bañera comenzó a


rebosar y a salpicar las baldosas del suelo, pero ellos solo eran conscientes del

cuerpo del otro y de las maravillosas sensaciones.


—Te quiero —le dijo ella mirándole con sus enturbiados ojos grises. Apenas

podía mantenerlos abiertos, arrastrada ya por aquella marea de pasión que solo
Arturo era capaz de provocar en su cuerpo. Clavó con fuerza sus uñas en su

espalda, apalancó sus pies sobre el filo de mármol y hundió sus dientes en el
fuerte hombro de Arturo, observando cómo los glúteos masculinos sobresalían
del agua para acelerar los envites. Cuando el clímax los alcanzó, sus gritos

resonaron en las paredes alicatadas, al tiempo que las cascadas de agua caían al

suelo en constantes chapoteos. Todavía en los espasmos del placer, Arturo buscó
la boca de Elia para fundirla con la suya, y la abrazó para sumergirse con ella

bajo el agua, donde continuaron con el beso y donde el sonido que los envolvía
junto al agua pasó a ser únicamente el retumbar de sus corazones.

—Demostrado ha quedado —dijo él una vez sus cabezas emergieron de nuevo

—. Desde el día que te conocí me quedó claro que no puedes resistirte a mí. —

La miró con su pícara expresión pero con tanto amor que Elia ya no pudo resistir

y un par de finas lágrimas bajaron por sus ya húmedas mejillas.

Malditas hormonas.

—Eh, cariño, no pretendía hacerte llorar. —Con cuidado, Arturo salió del

agua y la ayudó a salir a ella, envolviéndola al instante en su mullido albornoz.

La sentó sobre un taburete y se arrodilló ante ella mientras se enrollaba una


toalla en la cintura.

—Es que… yo… —balbuceó ella unos instantes. No iba a demorarlo más.
Arturo tenía derecho a saberlo ya—. Estoy embarazada.

Durante unos segundos en los que Elia estuvo a punto de gritar o de echar a
correr, Arturo se la quedó mirando sin decir nada. Sus preciosos ojos azules la

miraron contrariados, mientras pequeñas gotas de agua seguían resbalando por


su cabello negro y rodaban hasta caer por su pecho velludo. Volvió a parecerle a
Elia la imagen más hermosa que un hombre podría proyectar jamás.

De pronto, abrió todavía más sus ojos y sus labios se curvaron hacia arriba,

solo un instante antes de que estallara en una estridente carcajada. A Elia le


emocionó esa risa sincera, como la de un niño satisfecho y feliz.

—¡Cariño! ¡Era por eso por lo que estabas así! ¡Pero si es una noticia

maravillosa! —La cogió en brazos y giró sobre sí mismo hasta que todo le dio

vueltas.
—¡Para, para! ¡O vomitaré sobre ti!

—¿Acaso no te encuentras bien? —le dijo él parando y volviendo a colocarla

en el asiento.

—Solo algunos mareos y bastantes vómitos.

—Ya verás cómo va pasando poco a poco. —Le pasó la yema de los dedos

sobre la mejilla—. ¿Creías acaso que no me iba a gustar la noticia? ¿Tener un

hijo tuyo y mío?


—Ha sucedido demasiado pronto. Llevamos muy poco tiempo juntos, debería

haber ocurrido más adelante, pero he debido tener un descuido.


—Tú no tienes la culpa de nada, cielo. Además, me parece la excusa perfecta.

—Se incorporó, la cogió de la mano y la puso a su altura para abrazarla por la


cintura—. En otro momento y lugar lo haré más oficial, pero antes de que
engordes demasiado nos casaremos.

—¡No! —gritó ella—. Quiero decir… no es necesario que hagas eso por el
embarazo. No era mi intención obligarte a nada.
—¿Obligarme? —Volvió a tomarla del rostro—. Te acabo de decir que eres la

pieza sin la que mi cuerpo no puede seguir funcionando. Seguiremos juntos,

siempre, y casarnos solo es algo simbólico que no hará que cambie nada de lo
que sentimos.

—Pero si no estuviese embarazada no me lo habrías pedido.


—No empieces a darle la vuelta a las cosas, Elia. ¿No tienes suficiente con

que te lo pida? Qué más da el motivo. Un día u otro lo hubiésemos hecho.

—Solo quiero que no te sientas obligado y que más tarde no te arrepientas.

—Mírame, Elia. —Ella le obedeció y lo miró con aquellos turbulentos ojos

claros que lo conmovieron la primera vez que los contempló—. Jamás me

arrepentiré de un solo instante vivido contigo.

Emocionada e irritada consigo misma, no pudo evitar volver a derramar un par

de finas lágrimas.
CAPÍTULO 3

Podrían no estar seguras de cuánto tiempo iba a durarles el trabajo, de cuál

sería su futuro en aquel pueblo falto de oportunidades, pero el toque de la sirena

que anunciaba el final de la jornada del viernes por la tarde ya era motivo de

alegría para las tres amigas, aunque por muy variados motivos.

—¿Cuáles son vuestros planes para este fin de semana, chicas? —preguntó

Miriam mientras se quitaba la bata y la metía hecha una bola en la mochila.

—Javi ha venido a buscarme —contestó Ana—. Esta tarde iremos a tomar

algo al bar de la plaza. Mañana por la mañana haremos limpieza en el piso y por
la tarde iremos al cine.

—Joder, qué planazo —dijo Miriam con una mueca de desagrado—. Yo he

quedado con mi grupo de locas para ir esta noche a Barcelona a un local muy de
moda, a ver si vuelvo a toparme con mi amigo el madurito.

—A ver si un día nos presentas a alguno —dijo Ana soltándose el pelo para
deshacerse de la sensación de la goma presionando su cuero cabelludo durante

horas—. Te pasas la vida hablándonos de tíos y nunca conocemos a ninguno.


—Ni falta que os hace. Ni siquiera los conozco apenas yo, imaginad

presentáoslos a vosotras. Mi vida se basa en el sexo sin compromiso, algo que


vosotras apenas habéis conocido.
—Nos morimos de la envidia —ironizó Daniela sacándole la lengua.

—Deberías venir conmigo alguna noche, Dani, ligar un poco y distraerte.

Cuando te cambies esa ropa, claro. Eres muy mona, cariño, pero deberías
ponerte algo más sexy y tirar toda esa ropa hippy que luces, empezando por esos

pantalones tipo saco que me llevas ahora mismo —le dijo señalando sus
vaqueros con peto y tirantes.

—No voy a acompañarte, Miriam —contestó Daniela cuando ya salían a la

calle—, para emborracharme y levantarme por la mañana junto a un tío que no

recuerdo, como hacéis tu grupito de locas y tú. No creo que haga falta que te

recuerde que algo parecido fue lo que cambió mi vida para siempre. Y que

conste que no me quejo. Ahora, simplemente, tengo otras prioridades.

—Vale, vale, cariño, solo quería recordarte que a pesar de tus obligaciones
sigues siendo una chica joven y guapa que también tiene derecho a divertirse.

—Diviértete tú por mí, guapa —le dijo Daniela a su amiga dándole un abrazo.

Podrían ser distintas o tener diferentes objetivos en la vida, pero nada cambiaría
su amistad inquebrantable.

—Mirad, ahí está Javi. —Ana se apresuró para acercarse a su marido y darle
un beso en los labios que él le correspondió.

—Lo haré por ti y por esta —dijo Miriam señalando a Ana—, que también
aparcó su diversión demasiado pronto. A quién se le ocurre casarse con su

primer novio.
—No necesité de más tíos para saber que este era el definitivo —dijo su amiga
enlazando la cintura de su marido.

—Hola, Miriam —saludó el joven—, yo también te quiero, sobre todo cuando

le llenas a Ana la cabeza de ideas sobre la diversión y los hombres.


—No te preocupes, guapo —le dijo la pelirroja con una mueca—, tu mujercita

solo tiene ojos para ti.

Sus amigas no estaban seguras si los sentimientos que podría albergar Miriam

frente a la relación de su amiga eran de envidia o realmente hablaba en serio


cuando la tildaba de aburrida. Años atrás, fue Miriam la que estuvo saliendo con

Javi, embelesada por el chico aprendiz de mecánico que la saludaba cada día al

pasar, con sus camisetas ajustadas llenas de grasa que marcaban sus bíceps, y la

pícara mirada de sus pequeños ojos verdes. Tenía un considerable éxito con las

chicas, sobre todo cuando las invitaba a dar una vuelta en su moto y les hablaba

de su sueño de marcharse de allí y buscar nuevos horizontes, algo a lo que

Miriam se agarró como respuesta a sus plegarias. Pero un día le presentó a sus
compañeras de trabajo y el chico quedó prendado de la dulzura y la sencillez de

Ana, de su rostro inocente y sus grandes ojos castaños. Comenzaron a salir en


serio al tiempo que él heredaba el taller mecánico de su tío y se le olvidaron

aquellos sueños de prosperar en la ciudad con los que encandiló a Miriam.


Acabaron casándose y ahora eran una de las parejas más queridas y envidiadas
por todos.
Después de despedirse de sus amigos, Daniela caminó los quince minutos que
la separaban de su casa, o mejor dicho, la casa donde le permitían vivir.

Empujó la pesada puerta de madera y accedió al largo pasillo de la antigua

vivienda hasta llegar a la cocina, donde depositó sobre la encimera unas bolsas
con un par de cajas de leche, un paquete de galletas y unas cuantas naranjas que

había parado a comprar de camino.

—Hola, mamá —la saludó una adolescente de doce años dándole un beso en

la mejilla—. ¿Has traído algo para merendar?


—Sí, cariño —le dijo ofreciéndole la leche y las galletas—, de momento he

traído esto. A ver cuándo me ingresan en el banco la dichosa nómina y puedo

hacer una compra más decente. Habrá que volver a pedirle algo de dinero a la

abuela —suspiró—, si queremos comer o que no nos corten la luz. Por cierto,

¿dónde la tienes?

—Viendo la tele en el sofá. Porfa, mamá, dime que podrás estar un rato con

ella y le harás compañía —suplicó la niña mientras vertía la leche en un vaso y


abría el paquete de galletas—. Tengo un montón de deberes.

—Te exiges demasiado, cariño, también necesitas distraerte. Nunca te veo


salir con amigas.

—Acabo de empezar el instituto y la cosa se ha puesto seria. Además, sabes


perfectamente que no tengo amigas, que las pocas que hice en primaria se han
ido del pueblo o se han matriculado en la escuela privada.

—Pues haz otras nuevas, no creo que sea tan difícil.


—No entiendes nada, mamá. Soy la empollona, la aburrida, la que nadie
apenas ve cuando pasa por su lado. Creo que un día de estos la gente pasará a

través de mí porque me habré vuelto transparente e incorpórea. Y ya no me

apetece hablar más del tema, me voy a mi cuarto a estudiar.


—Hasta luego, cariño —dijo Daniela con un suspiro mientras se encaminaba

al pequeño salón. Allí, una anciana sentada en el sofá no quitaba ojo de uno de
los programas de cotilleo de las tardes en la televisión. En esos momentos

parecía una frágil ancianita, tan delgada, con su corto cabello teñido de un

castaño desvaído. Pero, a pesar de la enfermedad de los huesos que la impedía

moverse todo lo que ella quisiera, era una mujer fuerte, con carácter y una fuerte

personalidad que incluso provocaba buenos ratos de risas a quien osara hacerle

compañía—. Hola, abuela, ya estoy en casa. Te he traído naranjas, como me

habías pedido. Toma. —Le colocó una servilleta sobre la manta de cuadros
oscuros que la cubría y le ofreció la naranja ya pelada.

—Ya vuelves a tratarme como a una inválida o a una vieja chocha. Que no

pueda echar a correr no significa que no pueda mover las manos. Y deja de
llamarme abuela, tengo nombre.

—Lo sé, Ágata, pero tanto Abril como yo nos hemos acostumbrado a llamarte
abuela.

—Pero no lo soy.
—Lo sé, eres la mujer que permitió que viviéramos en su casa cuando no

teníamos ni un techo donde cobijarnos, y por eso te queremos tanto, abuela


cascarrabias —le dijo Daniela bromeando dándole un beso en la todavía tersa
mejilla.

—Sí, sí, mucho quererme pero luego no haces caso de mis encargos.

—Te he traído naranjas —dijo Daniela mordiéndose el labio para no reír.


—¿Y el tabaco? ¿Cuánto tiempo hace que no me dejas fumarme un puto

cigarrillo? Precisamente, las naranjas son para tomar vitamina C y contrarrestar


el efecto de la nicotina.

—No voy a traerte tabaco, abuela, por mucho que me lo pidas.

—Eres una malfollada, Daniela. ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo?

Nunca tienes novios o amantes y necesitas un tío que te haga pasar un buen rato.

Follar es bueno para la salud, te mantiene joven por más tiempo. Mírame a mí, si

no fuese porque mis huesos me la han jugado, todavía tendría ganas de ir a

bailar. Seguro que ligaba más que tú.


—¿Ya estamos otra vez con lo mismo? —dijo Daniela con los brazos en jarras

—. Mi vida se echó a perder hace doce años, cuando se me ocurrió echar ese

polvo en el asiento trasero de la furgoneta de Alex Fernández, el chico más guay


del instituto, el mismo instituto que tuve que abandonar y quedarme sola con un

bebé. Si no hubiese sido por ti no sé qué habría sido de nosotras. Y que conste
que mi hija es lo mejor que he tenido en esta vida.

—Utiliza condones, chica, que para eso están. Seguro que aquel día no usaste
nada y hasta puede que tuvieras la mala pata de quedarte a la primera. Si es que

no se puede ser más tonta.


—Utilizábamos la marcha atrás, y no, no fue a la primera. —Sin poderlo
evitar, Daniela comenzó a reír a carcajadas, dejándose caer de golpe en el sofá

junto a la mujer a la que tanto debía—. Lo hicimos un montón de veces y nos

confiamos, en aquella horrible furgoneta de la carnicería de sus padres —


continuó riendo—. Acabábamos los dos oliendo al ajo con el que aliñaban las

butifarras. Menudo par de gilipollas.


—¿Y qué tal? —preguntó la anciana riendo también—. Dime al menos que

supiste lo que era un orgasmo.

—¡Y yo que sé! —continuó la joven entre risas—. ¡Ya ni me acuerdo!

—Anda, Daniela, acércate esa botella de anís que tienes por ahí escondida y

me sirves una copa.

—Ni hablar —dijo Daniela poniéndose en pie de nuevo—. Menuda lianta

estás hecha. Ni tabaco ni alcohol, ya lo sabes.


—Pues vaya mierda —dijo la mujer de nuevo enfurruñada—. Sin beber, sin

fumar y sin recordar lo que es follar. Pues entonces ya puedo morirme.

—No te vas a morir, mírame a mí —dijo la chica marchándose del salón—.


Tampoco practico nada de eso y aquí estoy.

—¡Pues así estás de desesperada, guapa! —gritó la mujer—. ¡El día que cojas
a un tío lo destrozas!

Una risa cristalina dejó su estela por el pasillo hasta colarse directamente en el
corazón de la anciana.
****

—¿Qué tal el finde, Miriam? ¿Triunfaste con tu madurito?


—¿Acaso lo dudabas? —dijo la joven abrochando su bata—. Iba a decirte que

follé más en una noche que tú en un año, pero creo que eso no me parece un gran
logro.

—Eres malvada —dijo Daniela lanzándole una toalla a la cara.

—Cuidado, chicas —dijo Ana—. Ya se acerca el pesado de Leo por el pasillo.

Reunión a la vista fijo. —Solo Daniela fue consciente del rubor en las mejillas

de Miriam y la abertura de su bata de nuevo más amplia.

—¡Atención, chicas! —oyeron bramar la voz del encargado—. ¡Nueva

reunión en el almacén! ¡Para ya!


—Joder, lo sabía —se quejó Ana—. Mucha reunión pero ya nos deben dos

meses de sueldo.

—A ver con qué nos engañan ahora —dijo Daniela ya en el almacén.


Encargados, gerente y dueño volvían a estar en pie, tras una mesa cargada de

papeles y carpetas.
—Buenos días a todos —comenzó Ricardo—. Ante todo quería informarles

que tuve ya una reunión con el posible comprador, que sigue interesado y su
oferta sigue siendo muy buena. Pero, después de estudiar los números, la

situación y las posibilidades, he decidido que quiero mantener esta fábrica en pie
—se oyeron los primero murmullos—, para lo que volveré a pedirles su total
confianza y colaboración.

—¿Por colaboración se refiere a nuestro sueldo? —preguntó Daniela. Volvía a

interrumpirle sin esperar que diera paso a las preguntas, pero una fuerza interior
la llevaba a enfrentarse a aquel hombre, tan lejano y tan imposible, como si lo

castigara por estar prohibido para ella.


—La semana que viene todos ustedes estarán al día con referencia a sus

sueldos —dijo Ricardo descargando en ella su furiosa mirada—, y, si la señorita

Daniela me deja continuar, intentaré explicarles en qué consiste mi proyecto.

—¿Estaremos obligados a aceptarlo? —insistió Daniela.

—No, si alguien de ustedes prefiere dejar la fábrica, se le ofrecerá un despido

razonable y podrá marcharse, lo mismo que hará usted si vuelve a

interrumpirme, ¿le ha quedado claro? —Al no obtener respuesta se dispuso a


continuar—. El señor Echevarría está tomando contacto de nuevo con los

clientes, los encargados están haciendo un inventario de todo lo necesario y yo

ya he contactado con algunos expertos en actualización de empresas, con los que


he hablado de nueva maquinaria y nuevos proyectos. He comprobado la destreza

que muchos de ustedes tienen con las manos —dijo mirando a Daniela con
intensidad—, así que tengo plena confianza en que podremos adquirir próximos

encargos de montajes y piezas de dispositivos electrónicos para elevalunas o


airbags para empezar. Más adelante iremos ampliando mercado, ofreciéndoles a

algunos de ustedes cursos de formación y contratando nuevo personal


especializado. De momento he solicitado algunos ingenieros en periodo de
aprendizaje y varios alumnos de formación profesional que nos enseñarán a

utilizar una impresora 3D, con la que fabricaremos las piezas modelo. Yo mismo

estoy poniendo al día la página web y mi equipo de marketing de la inmobiliaria


propondrá una campaña para darnos a conocer. ¿Alguna pregunta? ¿Ni siquiera

usted, señorita Daniela? —dijo Ricardo cuando nadie pareció tener duda alguna.
—Lo hemos comprendido perfectamente, señor Rey —contestó ella—. Ya

veremos si esa utopía es posible.

—En ello confío —dijo Ricardo recogiendo sus notas de la mesa. Parecía

confiado y satisfecho y a Daniela le pareció más cercano, incluso más humano,

como si el nuevo proyecto fuera una nueva ilusión para él.

Unas horas más tarde, Ricardo pasaba frente al despacho de la chica de

contabilidad cuando una voz conocida llamó su atención y se quedó parado tras

la puerta.

—Dani, lo siento, pero no tenemos nada en efectivo desde hace siglos.


Además, ya has oído al dueño, la semana que viene se os pagarán las nóminas y

los atrasos.
—Pero necesito ese dinero hoy mismo, Susana, sino me cortarán la luz, y

luego todo serán problemas.


—Pídeselo a Ágata.

—Este mes ya no nos queda nada, ya sabes que cobra una pensión miserable,
de donde ya pagamos todos los recibos, y para colmo este mes he tenido que
pedirle para los libros y varios extras, como cada principio de curso.

—Lo siento, no puedo hacer nada. No tengo de dónde obtener dinero.

—Joder —escuchó lamentarse a la joven. Al notar que la puerta se abría,


Ricardo se echó a un lado y la chica pasó de largo sin poder verle.

—¿Qué le ocurría a la chica, Susana? ¿Para qué te pedía el dinero? —preguntó


Ricardo cuando se aseguró de su marcha.

—Mañana le cortarán la luz si no la paga, pero ya le he dicho que no

disponemos de efectivo aquí.

—Vaya —suspiró Ricardo. Por primera vez desde que llegó allí fue consciente

de los problemas que podía ocasionar no disponer de la tranquilidad económica

de la que disfrutaba él. No se consideraba una persona insensible o ajena a los

problemas que había ocasionado la crisis económica, pero nunca le había faltado
de nada y no estaba acostumbrado a que alguien pudiera quedarse sin

electricidad cuando le fallase el sueldo un par de meses. Y, por si fuera poco, por

su desidia y su desinterés hacia ese lugar—. ¿Y cuánto dinero necesitaba?


—Ciento veinte euros, señor.

—Tenga —sacó su cartera y extrajo de ella tres billetes de cincuenta—,


cuando acabe su jornada le entrega usted este dinero y, sobre todo, no se le

ocurra decirle que yo se lo di. Dele cualquier procedencia al dinero menos esa.
—Descuide, señor Rey.

Volvió a encontrarse con ella en la pequeña estancia destinada a una cafetera y


una diminuta cocina para calentar la comida o tomarse un café, al tiempo que se
podía observar la calle por una alta ventana cuyos sucios cristales hacían creer

que siempre estaba nublado. Daniela no era muy bebedora de café, pero

encontraba ese escaso minuto regalado como un momento de relax, para poder
mirar por esa ventana y suspirar por salir de allí lo antes posible, del encierro de

aquellas paredes donde llevaba metida gran parte de sus últimos diez años de
vida. Los días que divisaba un tiempo lluvioso se imaginaba en su casa con su

hija y la abuela, las tres bajo una manta con un cola-cao caliente y un parchís

con el que la abuela ganaba todas las partidas. Si el día aparecía soleado,

anhelaba salir para pasear, sentarse en cualquier banco y recibir el calor en el

rostro mientras lo dirige al cielo con los ojos cerrados.

Cosas simples que otorgan un pedazo de felicidad.

El plan es querer siempre lo que no se puede tener, o lo que más lejos está.

—¿Un café, Daniela? —Ricardo apareció de la nada y tuvo que bajarse de

inmediato de aquellos sueños absurdos.


—Puedo pagármelo yo —dijo la joven metiendo su mano en el bolsillo de la

bata cuando él le ofreció el vaso de plástico.


—Vamos, beba. ¿Acaso es tan orgullosa que no acepta ni un café de mi parte?

Y siéntese un momento mientras hablamos.


—Todavía puedo pagarme un café. Y no puedo sentarme si no es la hora de
almorzar o comer. No me está permitido.

—Ahora yo soy el que lo permite.


—Ya no sé qué esperar de usted —dijo la joven sentándose y dando un trago a
su café—. Lo mismo se olvida de nosotros y de todo esto durante años, que

aparece de repente como un Rey Midas para querer convertirlo todo en oro.

—¿No le ha gustado mi propuesta?


—¿Le interesa mi opinión?

—Por supuesto. Seguramente sabe usted más de cualquier aspecto de la


fabricación de cada una de las piezas que yo.

¿Eso había sido el esbozo de una sonrisa en aquel rostro atractivo pero
extrañamente imperturbable?

—En eso precisamente estaba pensando —dijo Daniela dejando enturbiar sus

bonitos ojos verdes—, que llevo aquí dentro demasiado tiempo.


—¿Muchos sueños sin cumplir?

—No he tenido tiempo ni de soñar.

—Tal vez haya sido lo mejor —dijo Ricardo mientras le daba vueltas al vaso

entre sus largos dedos. Daniela se mantuvo un instante hipnotizada admirando


las manos masculinas más elegantes que había visto nunca, lo que la llevó de

nuevo a irritarse al recordar lo poco que había tenido que hacer ese hombre para
ganarse su fortuna—. A veces, cuando despiertas y descubres que no ha sido más

que un sueño, te sientes bastante peor que antes, y te planteas la posibilidad de


no volver a soñar para evitar la frustración que otorga volver a toparte con la

realidad y no haber conseguido lo que tanto deseas.


—¿Hay algo que el señor Rey no haya conseguido? —preguntó Daniela en un
susurro. El estómago le dio un vuelco cuando, ante aquella pregunta, Ricardo

levantó la vista y la miró fijamente. Daniela creyó sentirse ingrávida, envuelta en

una nube de vapor caliente, arrastrada por aquel brillo dorado que le producía
ondas en el vientre que se diseminaban hasta más allá de los hombros y la

espalda.
—Muchas cosas —contestó él susurrando igualmente.

—Lo dudo —dijo ella.

—Se sorprendería. —Curvó de nuevo su boca en una sonrisa claramente

cínica, a pesar de lo cual, Daniela pensó que no debería estar permitido que

hombres tan guapos e interesantes fueran sonriendo por ahí a chicas tan

impresionables como ella. A veces echaba de menos tener la experiencia de

Miriam, que las veía venir de lejos, pero luego la imagen de su hija aparecía ante
ella y ya no volvía a desear cambiar nada en su vida, por muy insulsa que

pareciera.

—Aun así —continuó—, su mundo está demasiado alejado del mío como para
que sus problemas puedan parecerse a los míos ni en una millonésima parte.

Sabía por las revistas que había tenido una prometida años atrás a la que había

dejado él, lo mismo que a Marisa, la guapa modelo que había concedido un
montón de exclusivas para explicar cómo Ricardo Rey la había abandonado a las
puertas de una boda. Y entre prometida y prometida, mujeres, cenas y fiestas, tal

vez no tantas como el díscolo de su hermano pequeño, pero siempre rodeado de


glamour y sofisticación, algo de lo que ella carecía completamente.

Aunque afortunadamente no comenzó a sudar como en otras ocasiones,

Ricardo no fue consciente de cómo sus dedos apresaban el vaso vacío del café y
lo estrujaban hasta convertirlo en una masa informe. Aquella mujer lo miraba

con fascinación, tal vez con un deseo del que ni tan solo ella era consciente,

escondido tras la máscara del desprecio que decía sentir por él, y le sorprendió

de repente el misterio que encerraba la atracción surgida entre dos personas. Él

había salido y alternado con toda clase de mujeres hermosas, elegantes y


sofisticadas, como modelos, empresarias, ejecutivas o actrices, pero muy pocas

veces había sentido lo que en ese momento le producía una chica de facciones

suaves y un cabello tan largo que solo podía encontrarle la utilidad de

desparramarlo sobre una blanca almohada. Una chica con un aro metálico en su

labio y media docena en cada oreja, y que vestía una ropa que parecía sacada de

cualquier mercadillo de segunda mano. Nada más alejado de lo que él entendería

por mujer bien vestida, pero que ahí estaba, provocándole esas sensaciones
olvidadas. Y no se refería tan solo al tirón de su bragueta —que también—, sino

al simple deseo de seguir allí, frente a ella, para seguir hablando, para seguir
mirándola, conformándose con tan poco…

Sacudió su mente y se obligó a negarse aquel deseo. Esa jovencita no tenía ni


idea de lo que él llegaría a causarle.

—Tienes razón, Daniela —dijo Ricardo poniéndose en pie—. Tu mundo y el


mío están demasiado alejados. Debes volver al trabajo.
—Por supuesto, señor Rey.

****

Elia estiró su brazo en busca de la figura de Arturo sobre la cama, pero

únicamente halló su almohada ya fría. Había olvidado su viaje, que lo haría estar

ausente durante varios días, y echó la culpa a esa ausencia el haber pasado una

noche tan incómoda, dando vueltas sin parar, con un malestar en el vientre que le

había impedido dormir.

Intentó levantarse pero el dolor se agudizó y soltó un gemido mientras hacía


un enorme esfuerzo por incorporarse. Sintió una viscosa humedad bajo su cuerpo

y pensó que se trataba de sudor, hasta que levantó las ropas de la cama y observó

la gran mancha roja que la rodeaba. Asustada, pulsó la tecla del teléfono que la
ponía en contacto con el servicio y se dejó caer sobre la cama. En esta ocasión,

las lágrimas que rodaron por sus mejillas no fueron precisamente de felicidad.

—¡Señorita! —gritó la encargada de la casa al entrar en la habitación—. ¿Qué


sucede…? Oh, Dios, señorita Elia… —dijo la mujer al contemplar las sábanas
manchadas—. No se preocupe, ahora mismo llamo a una ambulancia.
Un tiempo indeterminado después, Elia abría los ojos confundida y aturdida,
con un latente dolor entre las piernas y un fuerte olor a hospital que penetraba

por sus fosas nasales. Pudo despegar los párpados excesivamente pesados y

advirtió la silueta de Arturo sobre una silla al lado de su cama.

—Te has despertado —dijo levantándose para sentarse junto a ella en la cama

—. ¿Cómo te encuentras, cielo? Vine todo lo rápido que pude, y siento

muchísimo no haber estado a tu lado. No imaginas el susto que me has dado.

Cuando te vi ahí, en la cama, sedada, tan frágil…


—Ya no hay bebé, ¿verdad? —preguntó Elia girando la cabeza para evitar

mirarle a los ojos.

—No, lo siento, Elia, pero no debes preocuparte. Lo intentaremos más veces.

—Ahora ya no tienes que casarte conmigo —dijo mirando hacia la luz

vespertina que entraba por la ventana.

—La proposición de matrimonio sigue adelante, cariño. En cuanto te

recuperes hablaremos de ello y…


—No lo entiendes, Arturo —dijo ella mirándole por primera vez—. No voy a

casarme contigo. No hay embarazo, no hay boda.


—Ahora estás aturdida, cariño, no te agotes. —Arturo posó la mano sobre su

lisa melena y la acarició en lentas pasadas, aunque la tensión en el cuerpo de Elia


cuando la tocaba resultaba patente.
—Por favor, Arturo, márchate —le dijo dándose la vuelta y acurrucándose

sobre la almohada—. Déjame sola.


—Eso nunca, cariño. —Arturo suspiró, volvió a sentarse en la silla y se dedicó
a velar su sueño.
CAPÍTULO 4

Conduciendo su todoterreno alquilado, Ricardo traqueteaba por las calles

estrechas y adoquinadas, sonriendo con tristeza al pensar que un hombre de

mundo como él pudiera estar viviendo su mejor aventura en mucho tiempo, en

aquel pueblo perdido tras una montaña. Muchos vecinos ya le saludaban al pasar

y él les correspondía con un gesto de su mano, con la eterna duda de si lo hacían


por cortesía o porque era quién era. Una duda que siempre le acompañaría, desde

que de pequeño, tanto chicos como chicas le ofrecieran su amistad.

Desde que acabara esa tarde el periplo de visitas con potenciales clientes para
la fábrica, una única idea había ocupado su mente, desde que escuchara a

Daniela pedirle dinero a Susana. Reconocía en ella a una mujer orgullosa, y

aunque solo estaba pidiendo lo que era suyo, debía costarle un alto esfuerzo
tener que dar explicaciones. Por eso se había propuesto averiguar en qué

condiciones vivía, saber algo más de ella, con lo que se había limitado a pasar
por el hotel a cambiarse de ropa y volver a salir de nuevo.

Aparcó el coche en la calle que había visto anotada en su ficha. Estaba muy
empinada y apenas la habitaban más vecinos, pues solo algunos campos y

huertos medio abandonados componían el paisaje de aquella zona. Se detuvo


frente al número de la dirección y una porción de vergüenza pareció brotar en él.
La antigüedad de la finca quedaba patente, más cuando se podía observar

grabado en el dintel de la puerta «Año 1900».

La puerta cedió con un chirrido y Ricardo caminó a través del oscuro pasillo
hasta llegar a una descascarillada vidriera que daba acceso a un patio trasero, y

que en esta ocasión no pudo abrir al accionar la maneta, por lo que dio unos
leves toques en el cristal.

Cuando la puerta se abrió, una adolescente con gafas y una alta coleta apareció

ante él.

—¿Qué desea?

—¿Es la casa de Daniela?

—Sí. ¿Quién es usted?

—Soy el dueño de la fábrica donde trabaja. —La niña pareció evaluarle con la

mirada de arriba abajo y pareció dudar, puesto que a última hora había decidido

cambiarse el traje por ropa más informal y no debía causar el efecto serio de un
jefe. Debía de tratarse de alguna hermana pequeña de la chica, aunque

observando sus ojos castaños y su pelo oscuro no encontrara parecido alguno.


—Está bien, puede pasar.

—Gracias. ¿Y tú eres…? —preguntó mientras accedían a un pequeño patio,


con unas pocas macetas con flores mustias, un antiguo pozo y un par de árboles
sin hojas, bajo uno de los cuales tomaba el sol una anciana en una silla con una

manta sobre las rodillas.


—Yo soy Abril.
—Bonito nombre, Abril. Yo soy Ricardo —y le ofreció la mano en un cortés

gesto.

—Encantada. ¿Podría pedirle un favor, Ricardo? —susurró la niña—. ¿Podría


quedarse un rato con la abuela? No para de hablarme, no puedo concentrarme en

estudiar y no hay forma de hacerle comprender que con tantos exámenes no


puedo perder el tiempo.

—Sí, claro —titubeó Ricardo.

—No se preocupe. Mi madre no tardará en llegar.

—¿Tu madre?

—Sí, Daniela. ¿No preguntaba por ella?

—¿Daniela es tu madre? —preguntó con los ojos muy abiertos. Aquella chica

impertinente que lo excitaba no aparentaba ni treinta años.


—Sí, es mi madre —dijo la niña con voz monótona, como si eso mismo

hubiese explicado cientos de veces—. Tengo doce años y mi madre tiene

veintinueve, ya que me tuvo con diecisiete. Ella y mi padre no eran novios ni


nada, así que él desapareció y Ágata nos acogió. Y ahora, he de irme a estudiar

—y desapareció en el interior de la casa, dejando a Ricardo con la boca abierta.


—Eh, tú —escuchó la voz de la anciana a su espalda—, acércate.

Ricardo, desconcertado y divertido, la obedeció y se acercó. Conforme se iba


acercando, la mujer pareció sorprendida y al mismo tiempo encantada. Le señaló

la silla que había a su lado y lo invitó a sentarse.


—Buenas tardes, señora.
—Déjate de milongas y saca un cigarrillo ahora mismo, ahora que no nos ve

nadie.

—Lo siento, pero no fumo —dijo Ricardo contrariado.


—¿Tú tampoco? Joder, qué os pasa a la juventud de hoy, que no tenéis ni puta

idea de disfrutar. Tanta vida sana empieza a dar asco. ¿Quién eres y para qué has
venido?

—Soy Ricardo Rey, el dueño de…

—Sé de sobras quién eres. Me interesa más qué es lo que quieres.

—Pues… busco a Daniela.

—Volverá enseguida, ha ido a pagar el recibo de la luz. ¿Te la estás tirando?

—¿Cómo dice? —dijo Ricardo a punto de atragantarse con su propia saliva—.

No, señora, ella es mi empleada.


—Joder, otro que ni fuma ni folla ni nada, y eso que es todo un ricachón. Y

qué coño tendrá que ver que tú seas su jefe, ya no estamos en mi época, que

estaba prohibido acercarse a los ricos.


—Hablando de su época, señora, ¿podría preguntarle si conoció usted a mi

madre? —preguntó Ricardo a la mujer. Varias habían sido ya sus pesquisas con
nulos resultados.

—Como poder, podría, si me prometes más visitas y un paquete de tabaco


rubio.

—Ya veremos —sonrió Ricardo. Qué entrañable sensación conversar de


nuevo con una mujer de esa edad que tanto le recordaba a su abuela. Aunque en
realidad no lo fuera realmente, ella siempre lo trató con el mismo cariño que a su

hermano, aunque en sus últimos años de vida aquejada de alzhéimer renegara un

poco de él destapando la historia de su nacimiento.


—De momento podrías traerme la botella de anís que Daniela esconde en el

altillo de la cocina.
—Señora, si Daniela se entera de que le he dado una copa de anís se enfadará

conmigo, y ya sabemos cómo se las gasta —dijo Ricardo sin poder evitar reír.

—Que le den a esa estrecha. La falta de sexo la está envejeciendo antes de

tiempo.

—Joder —susurró Ricardo intentando no soltar una carcajada. Si esa chica

supiese lo que hablaban de ella en aquel momento, seguro le pitarían los oídos

hasta dejarla sorda.


—Así que tú eres el famoso Ricardo Rey. Vaya, vaya, visto de cerca estás aún

más bueno. Qué guapo eres, jodío. Deja de salir ya con todas esas modelos de

plástico que cuando estén contigo en la cama temerán que se les estropee el
maquillaje, y sal con una mujer de verdad de una puñetera vez.

—¿Sabe usted dónde hay alguna? —preguntó Ricardo divertido.


—Sí, en esta misma casa.

—¿En esta casa?


—Joder, mira que estás empanao. Si yo tuviera treinta años menos sería yo

misma la que me ofrecería y, contando que la niña que te ha abierto es


demasiado joven, pues queda Daniela, digo yo, que a los hombres a veces hay
que dároslo todo mascado.

—Apenas la conozco, señora.

—Es una buena chica y, a pesar de su nefasto sentido de la moda, es bastante


mona, aunque creo que eso ya lo habrás podido comprobar por ti mismo —dijo

la mujer con sus claros ojos brillantes—. Y es lista, pues en cuanto su hija
empezó el colegio volvió a retomar los estudios de bachillerato y acceso a la

universidad a los que renunció cuando se quedó embarazada, y hace un par de

años comenzó a estudiar una carrera mediante la universidad a distancia. Bueno,

este último curso ha tenido que dejarlo.

—¿Por qué? —preguntó Ricardo interesado.

—Por no tener para pagar la matrícula ni los libros. Con la mierda de pensión

que cobro de viuda apenas podemos pagar los gastos y, por supuesto, el colegio
de su hija es lo primero.

—Vaya —dijo Ricardo llevándose los dedos al pelo para apartárselo de la cara

—, solo por eso entiendo que me odie.


—Yo tampoco podía soportar a mi vecino el payés, al que le tiré una vez una

piedra por mirarme y le abrí una brecha enorme en la cabeza, y con el que acabé
casándome. —Ricardo fue a rebatirla pero ella no le dejó ni empezar—. Créame,

donde mejor pueden conocerse un hombre y una mujer es entre las sábanas,
guapo. Ahora tenéis facilidades, con los condones y la libertad, no como yo, que

tuve que pasarme cinco años paseando con mi novio para poder disfrutar de una
noche de bodas que fue una mierda. Si nos hubiésemos acostado antes, todo nos
habría ido mejor.

—En fin —carraspeó Ricardo—, me había dicho usted que conoció a mi

madre.
—Sí, bueno, lo que puede conocer una chica de familia payesa a la hija del

dueño de casi todo el pueblo. Si te acercabas te podías ganas una colleja. Aun así
—prosiguió la mujer—, parecía una buena chica, dominada por el déspota de su

padre, claro está, que le concertó el matrimonio con tu padre. Dicen que fue la

primera vez que se le enfrentó, pero al final, tuvo que claudicar si no quería

verse abandonada en la calle.

—Ella… ¿tuvo relación con algún otro hombre de aquí?

—No lo sé, pero imagino que sí. Solo una chica enamorada sería capaz de

enfrentarse a la ira de un padre en aquella época.


—Entiendo —dijo Ricardo abatido, habiendo sentido un rayo de esperanza

por primera vez desde que intentara conocer algún dato de su origen.

—No te aflijas, macizo. Una vez en semana vienen un montón de viejos


decrépitos a esta casa a jugar a las cartas. Si quieres, puedo preguntarles con

discreción.
—Estaría bien, señora, se lo agradezco.

—Siempre y cuando me hagas más visitas. Quiero que me cuentes cosas de la


ciudad, del mundo de los ricos y famosos, como si viera los cotilleos de la tele

pero en directo. Joder, lo que voy a fardar delante de las otras viejas. Se van a
morir de la envidia cuando sepan que me visita Ricardo Rey en mi propia casa.
—Volveré, señora, se lo prometo —le dijo sinceramente a esa mujer que

aparentaba ser mucho más cascarrabias de lo que realmente era.

—Llámame Ágata y empieza a contarme algo interesante, pero de folleteo. Ah


—suspiró—, cómo añoro ahora mismo un buen pitillo y una copa. Sería lo más

parecido a volver a echar un polvo que podría tener.

****

Por fin quedaba resuelto el problema de la luz, incluso le había sobrado algo

de dinero para poder comprar algunas cosas más con las que llenar algo la
nevera, así que Daniela se apresuró en llegar a casa y poder contar las buenas

nuevas a Abril y a la abuela.

Entró en casa, dejó las bolsas sobre la mesa de la cocina y una silueta
desconocida llamó su atención al mirar por la ventana. Apartó el visillo

estampado con pequeños ramilletes de cerezas y casi lo rompe de un tirón


cuando observó a la abuela conversando con Ricardo Rey. ¿Qué coño hacía ese

hombre allí?
Mientras sacaba su pequeña compra y la colocaba en los armarios, Daniela no

dejó de mirar por la ventana. Ricardo conversaba y reía abiertamente con la


abuela, mostrando un rostro relajado como ella todavía no había visto, mucho
más atractivo que cuando estaba serio, si eso era posible. Incluso su ropa era

totalmente diferente, pues vestía unos vaqueros sencillos y un jersey de lana

marrón con cuello redondo y un par de botones en el hombro. Los últimos rayos
de sol de la tarde extraían destellos de luz de su pelo y el eco de su risa grave y

masculina flotó hasta ella.


Se dejó caer sobre la pica y suspiró. Volvía aquel dolorcillo agradable a

instalarse en su vientre, acompañado de una capa de calor que parecía cubrirle la

totalidad de su piel y le producía pequeños escalofríos que trepaban por su

columna.

¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué sentir todo eso por él? Le atraía como

ningún otro hombre lo había hecho jamás, y para colmo no había resultado ser el

hombre que ella creía, el que acabara vendiendo la fábrica para evitarse
problemas y se largara de allí sin más, sino el que trataba por todos los medios

que siguiera en pie a costa de su propio dinero, interesándose por la faena y por

los trabajadores. Pero resultaba ser el más imposible, el más lejano, un hombre
rico que nunca tendría nada serio con alguien como ella, como aquella triste

historia que le explicó la abuela ocurrida años atrás. Por mucho que la época
fuese distinta, había cosas que nunca cambiaban.

En fin, solo esperaba que se marchase lo antes posible y su vida volviese a ser
la de antes, sin soñar con miradas doradas que la persiguen o con manos

elegantes que la acarician. Abrió el grifo de la cocina y se mojó la frente y la


nuca. Demasiado calor para ser otoño…

Salió al patio y se acercó a la pareja. Nada más verla, Ricardo se puso en pie y

la miró con otros ojos, más amables, como si al quitarse el traje también se
hubiese desprendido de la rigidez que parecía acompañarle continuamente.

Daniela se quedó frente a él y apenas articuló un saludo. Una suave brisa

despeinó sus mechones cobrizos y llevó hasta ella una suave fragancia a perfume

caro y a jabón de afeitar. Volvía a parecerle el hombre que ella detectó la primera

vez que le vio, bajo aquella capa de barro, con quien pareció experimentar ya
una fuerte conexión.

La aparición de Daniela en el patio, hizo levantarse a Ricardo, sorprendido por

la sorpresa y la extraña emoción que le producía esa chica de aspecto hippie y


rostro inocente. Llevaba un largo vestido morado y estampado con florecillas,

bajo el que asomaban unas bastas botas de gruesa suela. A su larguísimo cabello

lo adornaban en esta ocasión un par de finas trenzas a cada lado de la cara, que

había echado hacia atrás y sujetado con un pasador en forma de búho. El aro
metálico de su labio seguía llamando su atención, imaginando su sabor salobre

en su lengua…

—¿Qué haces aquí? —preguntó Daniela ignorando el trato cortés que venía

utilizando hasta ahora.


—Vaya modales, Daniela —intervino la anciana—. Ofrece algo de beber a

este guapo invitado.


—No gracias —dijo él—. Solo quería informar a Daniela que posiblemente
mañana ya pueda disponer de su nómina en su cuenta bancaria.

—Pues muchas gracias, señor Rey —dijo ella con sarcasmo—, por ser tan

amable y generoso.
—Estoy estudiando cualquier posibilidad de mantener la fábrica en pie —

continuó él, como si sintiese la necesidad de excusarse ante ella—. Esa es ahora
mi máxima prioridad.

—Espero que no lo haya decidido demasiado tarde.

—Bueno, bueno —les interrumpió la anciana—. Seguro que tendréis cosas de

qué hablar y yo empiezo a tener frío. Así que haced el favor de mover el culo y

ayudarme a entrar dentro.

—Ahora mismo, señora. —Ricardo la levantó de la silla, dejó que se apoyara

en él y en su bastón y la ayudó a sentarse en el sofá del salón.


—Daniela —la llamó la mujer—. Invita a este guapo caballero a cenar.

—No se preocupe, señora —respondió Ricardo a la invitación cuando observó

titubear a Daniela—, pero hoy tengo planes.


—Entonces resérvate un hueco en tu agitada agenda para venir a comer el

domingo, y ni se te ocurra negarte. ¿Me has entendido? —ordenó la mujer


mientras le amenazaba con su bastón.

—Por supuesto, señora. Aquí estaré —dijo mirando divertido a Daniela y su


rostro púrpura, como si deseara estrangular a la anciana y luego a él.

—El señor Rey es un hombre muy ocupado, abuela. Dejemos que se marche
ya.
—Claro que sí, pero acompáñale a la puerta. Demuéstrale que no hemos

olvidado los buenos modales aunque no tengamos ni un duro.

—Hasta el domingo, señora Ágata.

Precediendo a Ricardo, Daniela atravesó el largo y oscuro pasillo hasta llegar

a la vetusta entrada. Abrió la pesada puerta y dejó que pasara por su lado,

aunque él prefirió imitarla y apoyarse sobre una de las columnas de piedra.

Durante unos minutos ninguno de ellos se movió ni dijo nada. Ya era noche
cerrada y la oscuridad y el silencio los envolvía, rotos únicamente por la

lánguida luz de una farola al otro lado de la calle y los ladridos lejanos de los

perros.

Daniela ya no recordaba qué se sentía junto a un hombre del que se sintiera

atraída. Ya no recordaba los pinchazos en el estómago, la inquietud, la

expectación o los nervios que parecían deslizarse por su espalda como una suave

ola caliente. Se atrevió a mirarle justo cuando él giraba la cabeza y la miraba a


ella, sintiendo clavarse en su pecho la ardiente mirada de aquellos ojos dorados

que parecían brillar en medio de la noche. Él tenía los brazos y los pies cruzados
y apoyaba un hombro en la columna de piedra.

—Todo un personaje la abuela —dijo él rompiendo el silencio.


—Sí, lo es. Si no la conoces te puede resultar algo brusca, pero todo el mundo

sabe lo que hizo por mí y mi hija y el gran corazón que esconde bajo esa capa de
vieja cascarrabias.
—Tu hija parece muy madura para su edad. Cuando la he visto pensé que se

trataba de tu hermana.

—¿Por qué has venido? —preguntó Daniela sin dejar de mirarle. No podía
dejar de hacerlo.

—Te escuché decirle a Susana que os iban a cortar la luz y pensé que…
—Joder —rio ella sin ganas—. El dinero se lo diste tú, ¿no es cierto? De tu

propio bolsillo.

—El dinero para pagar vuestros sueldos y enderezar la fábrica también es mío

—dijo Ricardo algo tenso—. Tómatelo como un anticipo.

—Por supuesto —dijo ella furiosa. Sin darse cuenta, se había acercado y

apenas los separaba un aliento de distancia—. No necesito que vengas a

recordarme tu superioridad, que con solo abrir tu cartera tengas el poder de


evitar que me quede sin luz y sin comida, algo tan fácil para ti y tan difícil para

mí. Te has debido de sentir Dios cuando sacabas tus billetes y los tirabas sobre la

mesa.
—Lo siento —dijo él sorprendido por la furia que desprendían aquellos ojos

verdes y aquel rostro casi infantil—. No era mi intención molestarte de esa


forma, y mucho menos menospreciarte. Solo he querido ayudar.

—Las tres hemos sido capaces de salir adelante durante doce años. No
necesito tu limosna.

—¿Por qué me odias, Daniela? —susurró Ricardo.


—Yo… —titubeó—. No te odio… yo… lo siento —suspiró arrepentida,
consciente por primera vez del discurso cargado de rabia que acababa de soltar.

Todavía estaba frente a él, muy cerca. Alzó la cabeza y leyó en su rostro el

asombro y el pesar que habían causado sus apasionadas palabras.


—¿Acaso alguien te hizo daño, Daniela? —le volvió a susurrar—. ¿Tal vez un

hombre con dinero fue el que te dejó embarazada y se marchó?


—No, no tiene nada que ver con eso. —Sin alejarse de él, contempló el oscuro

cielo salpicado de estrellas y suspiró—. Simplemente… no sé, son demasiados

años encerrada en esa fábrica, sin salir de aquí, sin expectativas o ilusiones, sin

poder ofrecerle algo mejor a mi hija, y tal vez he pagado esa frustración contigo.

Lo siento.

—Más debería sentirlo yo, por no haberme preocupado antes, por no saber

siquiera que este lugar y todos vosotros existíais.


—Ya no importa. —Daniela estaba ahora mucho más cerca. Sentía las rodillas

masculinas rozar sus muslos, su aliento tibio humedecer su frente, y el

maravilloso olor que desprendía la lana de su jersey penetrar en su nariz. No


sabía qué hacer con sus manos y su corazón latía tan rápido y tan fuerte que le

parecía escuchar los envites contra las costillas. Hacía tanto tiempo…

Sin pensarlo, fue subiendo sus manos, lentamente, hasta posarlas sobre el
pecho masculino. Notó bajo sus palmas el calor que desprendía la lana, y sintió
el bombeo de su corazón, pero solo durante un diminuto instante. Ricardo,

inexpresivo, la agarró de las muñecas y separó las pequeñas manos de su cuerpo.


Daniela frunció el ceño. A pesar de sentirse casi mareada por su cercanía, la
sensación de tocarlo había sido alucinante, y no entendía ese gesto por apartarla

de él. Movida por un impulso irrefrenable, se puso de puntillas y acercó la boca

a la suya, cerró los ojos… y se topó con el vacío cuando él la volvió a rechazar
volteando su cara.

Una horrible idea penetró en su mente. Tantos compromisos rotos, tantas


mujeres con las que no llegaba a nada, un hombre como él sin pareja…

—Oh, Dios —se lamentó avergonzada—. Lo siento. Tal vez tú… tienes otros
gustos.

—Si te refieres a si soy homosexual, la respuesta es no.

—Vaya —dijo ella todavía más humillada—, entonces es francamente peor.

Entiendo que no me parezco en nada a las atractivas mujeres con las que te

codeas, que ninguna de ellas ha llevado nunca esta desgastada ropa, o un pelo sin

cuidar y unas uñas mordidas. Seguro que sus joyas son diferentes a los aretes de

plata que llevo en mi boca o mis orejas, o estas pulseras hechas a mano…
—¡Cállate, Daniela! —gritó Ricardo con furia al tiempo que la volvía a

afianzar por sus muñecas y la estampaba de espaldas contra la columna de piedra


—. ¿Qué quieres oírme decir? ¿Que me gustas mucho más que todas esas

mujeres con vestidos de firma y cabellos teñidos o uñas postizas? ¿Que te deseo
mucho más que a cualquiera de ellas? ¿Que muero por pasar mi lengua por ese
piercing de tu labio? ¿Que quise follarte la primera vez que discutiste conmigo?
Una capa de fuego pareció descender y cubrir por entero a Daniela. Palabras
crudas y directas que la habían excitado y la habían hecho desear a un hombre

como no recordaba haberlo hecho nunca. Si en ese momento su casa hubiese

estado vacía, ella misma lo habría arrastrado al interior.

—Pero me has rechazado dos veces —le dijo Daniela—. No has querido que

te toque o te bese. ¿Por qué?

La respiración de Ricardo se aceleró hasta simular verdaderos jadeos, como si

acabara de correr una larga distancia. Se sentía mareado, aturdido, a punto de

salir corriendo de allí. Hacía demasiado tiempo que el contacto real con una

mujer no existía en su vida, dispuesto a que ninguna de ellas volviera a

aprovecharse de él. Pero Daniela era distinta, al menos parecía distinta, y por
eso… debía saber qué clase de hombre era él.

Sin darle tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre ella y se apoderó con furia de

su boca, obligándola a abrir los labios, introduciendo la lengua con fuerza,

haciendo chocar sus dientes, hasta que la cabeza de la chica golpeó contra la
dura piedra. Sus manos aferraron sus glúteos por encima de la tela del vestido y

encajó su duro miembro entre sus piernas de una fuerte embestida. Daniela, sin
poder respirar, cerró sus manos apresando su jersey, aceptando en su boca los

envites de su lengua, los mordiscos en sus labios, inflamada por aquella mezcla
de tortura y placer. Una latente humedad brotó de entre sus piernas al instante,

dejando escapar un gemido ahogado cuando el miembro duro como una roca
empujó con fuerza sobre su pubis. Ya no podía pensar, solo deseaba que ese
hombre le subiera el vestido, le abriera las piernas y la penetrara allí mismo, en

la calle.

Pero cuando más intenso era el pálpito en su sexo, Ricardo se apartó de ella
tan bruscamente como había empezado. Daniela sintió latir sus labios, doloridos

y magullados por la fuerza de aquel beso.

—¿Qué pretendes? —le preguntó ella entre jadeos—. ¿Follarme o castigarme?

—Las dos cosas, Daniela —contestó él igualmente sin aliento—, porque


conmigo, una cosa lleva a la otra.

—No lo creo —le dijo ella un poco más repuesta—. Tú no eres así, lo has

demostrado en más de una ocasión.

—No me idealices —le dijo él todavía brusco—. No tienes ni puta idea de

cómo soy y menos en la cama con las mujeres.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? —exclamó ella apartándolo por primera

vez de un fuerte empujón—. Me besas como si no hubieras besado a una mujer


en siglos y luego intentas hacerte el malote. ¿Qué será lo siguiente? ¿Decirme

que debo alejarme de ti porque podrías hacerme daño?


—Premio para la señorita —dijo él en actitud burlona, con las manos metidas

en los bolsillos.
—No sé qué clase de máscara utilizas para no acercarte a las personas, pero
déjame decirte que no te va en absoluto. Te he visto hablando con la abuela, del

mismo modo que te he visto acercarte a muchos de los trabajadores, con


paciencia y respeto. Eres educado y amable, y únicamente te has exaltado
cuando yo misma te lo he puesto muy difícil.

—Déjalo, Daniela —dijo Ricardo con semblante de tristeza—. Creo que será

mejor que me vaya. No deseo seguir hablando de mis buenos modales. Nos
vemos mañana en el trabajo.

Daniela siguió su sombra con la vista y la vio traspasar la amarillenta luz de la

farola para terminar introduciéndose en su coche y desaparecer en la oscuridad.

Volvió al interior de la casa entre suspiros hasta llegar al salón. La abuela


continuaba sentada recatadamente bajo su manta, aunque en el aire parecía flotar

todavía la estela de un brusco movimiento.

—¿Me estabas espiando, abuela?


—Y menos mal que lo he hecho. ¡Menudo morreo te ha soltado, hija! ¡Por

poco me lo pierdo!

—Joder —farfulló la joven dejando caer la frente sobre sus manos—, ya te

vale.
—No pongas esa cara de niña pudorosa —le recriminó la mujer—. Y no cuela

que me digas que no te ha gustado porque te has agarrado a él como si no


pensaras soltarlo en la vida, guapa.

—Abuela, por favor… —dijo Daniela sin poder evitar reír.


—Anda, hija, date un gusto en la vida. Deja ya de cuidar tanto de nosotras.

Porque te des un revolcón con un tío bueno a nosotras no nos va a pasar nada.
—Sabes que no me gusta el aquí te pillo aquí te mato, abuela, y si esta vez
estoy dudando es porque él me gusta, me gusta mucho. Pero él… no sé, me

confunde. Dice sentirse atraído por mí pero luego se larga. Para colmo no es un

hombre cualquiera, es Ricardo Rey, el dueño del lugar donde trabajo, guapo,
rico, sofisticado, acostumbrado al lujo y al dinero.

—Nunca te menosprecies, Daniela. No dejáis de ser un hombre y una mujer


que se atraen, y por muy ricachón que sea tiene los mismos instintos que

cualquiera. Vamos, que se le pone tan dura como al más pintado.

—No sé, no me gusta ser el polvete de nadie.

—¿Y cómo lo sabes si nunca echas uno?

—Tienes razón —dijo Daniela dejando escapar una carcajada—. Tal vez ha

llegado la hora de que eso cambie, ¿no?

—Adelante, pequeña, vive —dijo la mujer con un extraño brillo en sus ojos—.
Por cierto, ¿qué tal besa? Ha debido meterte la lengua hasta la campanilla.

Explícamelo con todo lujo de detalle.

—¡De eso nada! —le contestó volviendo a reír.

****

Cena en el comedor del hotel, ducha en la habitación y un rato ante el


ordenador y el teléfono para seguir ultimando todos los detalles que pudieran
ayudar con la reestructuración de la fábrica. Era demasiado tarde y Ricardo se

recostó en la silla y se pellizcó el puente de la nariz. El beso con Daniela seguía

importunando sus pensamientos y no era capaz de pensar en otra cosa que en la


suavidad de su boca, en cómo ella había aceptado su brusquedad devolviéndole

tan solo caricias. Su olor y su sabor casi lo obligan a gritar de placer y los
movimientos de su pelvis estuvieron a punto de hacerle explotar.

El castigo de la auto abstinencia le estaba pasando factura y debía hacer algo

ya si no quería volverse loco. Sobre todo para olvidarse de esa chica a la que no

debería haberse ni acercado.

Seguía abstraído en las imágenes de los planos de diversas piezas, pero algo

tiraba de él, una sensación, un recuerdo. Miró el teclado y la pantalla, volviendo

a imaginar aquellas palabras escritas que en tantos momentos de soledad lo


acompañaron. Había desestimado nuevas citas o conexiones con toda clase de

chats de contactos, perdido ya cualquier tipo de interés en contactar con nadie.

Últimamente, solo había echado un vistazo a la oferta que ofrecía el mercado de


webs de citas clandestinas o destinadas especialmente a personas como él, con

dinero y clase pero sin tiempo para socializar, donde, tal vez un día no muy
lejano, se vería obligado a participar, únicamente para desahogar su cuerpo

frustrado.

Sin poder parar sus dedos, Ricardo abrió de nuevo el chat, donde un día una

persona totalmente desconocida se convirtió en alguien muy especial para él.


Solitario: Querida, princesa: no sé si llegarás a leer este mensaje, o tal vez lo
borres nada más verlo, pero durante demasiado tiempo te convertiste en la única

persona en quien podía confiar, la única a quien confesar mis sentimientos, mis

inquietudes, mis deseos o mis miedos.


Temo pedírtelo, pero por favor, sigue ahí. Continúa ocupando ese pedazo de

mi vida que nadie más puede llenar.

Al otro lado de la red, una persona leyó el mensaje y sonrió feliz.

****

Con el pincel entre los dedos, Elia miraba el lienzo que permanecía en blanco

sobre su caballete, como si la desafiara a plasmar en él alguna idea que no

acababa de germinar en su cabeza. Se había hecho famosa por el realismo con el


que pintaba sobre todo los retratos, lo que le había valido para recibir multitud

de encargos de famosos y personas de gran relevancia. Pero ya llevaba levantada


toda la noche y todavía había sido incapaz de formar un trazo que pudiera dar

por bueno.
Soltó el pincel, volvió a recostarse en la silla e inspiró cerrando los ojos.
Amanecía y los primeros rayos de sol iluminaban ya la estancia de la casa que

Arturo había acondicionado como estudio de pintura para ella. Era una
habitación espaciosa, de grandes ventanales y blancas paredes donde Elia se
encerraba durante horas para poder pintar, su afición y su refugio desde que su

primer marido la ayudara a desarrollar esa pasión.

La puerta se abrió y apareció Arturo, que la miró con preocupación todavía


con aspecto de recién levantado. Vestía tan solo un pantalón de algodón,

descalzo y con el torso desnudo. Sus negros cabellos aparecían revueltos y su


mandíbula cubierta por el asomo diario de barba. Elia lo vio acercarse despacio,

clavando en ella sus penetrantes ojos azules, admirándolo, quedándose de nuevo

sin aliento al contemplar tanta belleza masculina acumulada en un solo hombre.

Cuando llegó hasta ella, se colocó a su espalda y la rodeó con sus brazos

mientras le daba un beso en el pelo. Inmediatamente, Elia se tensó, como cada

vez que la tocaba últimamente.

—Cariño —le dijo inspirando el olor de su blanquecino cabello—, apenas has

dormido. Tu lado de la cama ya estaba frío. ¿Desde cuando estás aquí?

—No podía dormir. —Deshaciéndose de sus brazos, se levantó de la silla y se


encaminó a la puerta, subió las escaleras y entró en su habitación. Abrió el

vestidor y comenzó a sacar ropa.


—¿Qué haces? —le preguntó Arturo desde la puerta—. ¿Vas a salir tan

temprano?
—Sí, llevo demasiados días en casa y necesito volver al trabajo —dijo
mientras se introducía en la ducha.

—Necesitabas recuperarte, Elia. ¿Estás segura de volver ya? —le dijo él a


través de la mampara mientras preparaba lo necesario para afeitarse.
—El médico ya me ha dicho que puedo hacer vida normal. Si continúo más

días en casa sin hacer nada me volveré loca.

—Tienes el estudio —le dijo él sin dejar de observar su propio rostro cubierto
de espuma en el espejo.

—Necesito estar en algún lugar que no sea dentro de esta casa. Volver a la
galería me irá bien.

—De acuerdo, cariño, como quieras. —Arturo la observó salir del baño con el

albornoz y siguió contemplando su imagen a través del espejo que tenía ante él.

La vio deslizar la prenda hacia el suelo y quedar desnuda mientras buscaba la

ropa y se la iba colocando con rapidez. Arturo tragó saliva. Sabía que la

recomendación del médico había sido de esperar unas seis semanas hasta

reanudar su vida sexual y solo habían pasado tres, pero su cuerpo seguía
reaccionando a ella como el primer día. Tendría paciencia y esperaría, con tal de

esperar su total recuperación, pero había otro aspecto que él llevaba bastante

peor que su abstinencia sexual. Era la distancia que ella estaba creando entre los
dos, tensándose cada vez que la tocaba, alejándose de él cada vez que se

acercaba, estableciendo entre ellos un muro de frialdad. Por mucho que los
médicos le hubiesen asegurado que todo marchaba bien y podrían volver a

intentarlo cuando lo desearan, o él la consolara con su ánimo y su cariño, ella


continuaba encerrada en sí misma, sin haber llegado a maldecir o a soltar una

sola lágrima.
—He quedado para desayunar con Martina y Raquel, así que me voy ya.
—Hasta luego preciosa. —Le dio un beso en sus fríos labios y la vio alejarse

hacia la puerta.

Más tarde, Arturo pensaría que apenas lo había llegado a mirar a los ojos

desde que la contemplara esa mañana en su estudio, tan lejana y tan hermosa que

todavía le dolía recordarla.


CAPÍTULO 5

—¿Que Ricardo Rey te besó? —exclamó con voz aguda Miriam mientras

comenzaban a cambiarse en el vestuario nada más llegar al trabajo.

—Chsst, calla por Dios, que te va a escuchar media fábrica.

—Joder hija, comprende que escuchar algo así de buena mañana te despega

las legañas de golpe.


—Qué romántico, Dani —dijo Ana—. En la puerta de tu casa, a la luz de las

estrellas…

—Bueno, tampoco os flipéis demasiado, chicas. De romántico no tuvo mucho,

fue más bien brusco, pasional, incluso desesperado. Además, me dio a entender

que entre nosotros no puede haber nada.

—Perdona, chica ignorante de los hombres, pero ese arrebato pasional no le


surge a un tío que no quiere nada. Supongo que no debe ser un hombre que se

vaya tirando a la primera que se le ponga a tiro. Tal vez nos encontramos ante un
extraño caso de hombre que medita dónde la mete.

—Perdona tú, guapa, pero yo no me he puesto precisamente a tiro. No hemos


hecho otra cosa que discutir todo el tiempo.
—El clásico caso de «los que se pelean se desean». Vamos, Dani, no irás a
querer convencernos ahora de que no te gusta. Tienes un brillo especial en la
mirada y seguro que no es lo único que te debe brillar ahora mismo.

—Joder, Miriam —dijo Ana con una mueca de asco—, no empieces con tus

guarradas.
—Nada de guarradas, chica fina. Nuestra querida Dani debe estar ya que echa

humo, así que un morreo con ese pedazo de tío más un poco de sobeteo, da como
resultado que se le haya despertado esa parte del cuerpo que debe estar más

oxidada que las máquinas que usamos aquí.

—Vale —rio Daniela—, pero tampoco hace falta que seas tan gráfica. Eres

peor que la abuela.

—Aquí lo importante —continuó Miriam mientras las tres se colocaban en su

puesto de trabajo. Allí les esperaban las pruebas de unas piezas nuevas que

podrían ayudar al resurgimiento de la fábrica. Leo les había dado las


instrucciones necesarias que venían de parte de Ricardo— es que estés

preparada. A saber: ¿cómo estamos de ropa interior?

—Pues… —titubeó Daniela.


—En un encuentro sexual no pensarías ponerte esas bragas de algodón que

usas con estampados de gatitos o fresas. Necesitas ropa interior de follar.


—Me gusta el tacto del algodón —dijo Daniela sin poder evitar reír—. Pero

vale, entiendo que debería hacer una reestructuración de cajón de ropa interior.
—Por no hablar del resto de tu ropa.

—¿Qué le pasa a mi ropa?


—Pues nada, aparte de amorfa, antiestética e infantil.
—Es mi estilo, Miriam. Además, tengo cosas más importantes en las que

echar el dinero que en comprarme ropa.

—Está bien, ya veremos qué hacemos con ese tema. Cuando llegue el
momento ya compraremos algo barato o te prestaré algo que se me haya

quedado pequeño.
—Nadie ha dicho que ese momento esté por llegar —dijo Daniela sin levantar

la vista de los componentes y el plano de la pieza. En realidad, estaban hablando

por hablar, pero, sinceramente, Daniela sabía que ese momento acabaría

llegando. Era algo que no podía explicar pero de lo que estaba prácticamente

segura: que se acabaría acostando con ese hombre. No sabía si una sola vez o

quizá más, si solo sería sexo o tendrían una aventura, pero su corazón le decía

que ya no había vuelta atrás. Tras tantos años de negárselo, ahora no podía huir
de ello—. De todos modos, algo de ropa interior sí me gustaría comprar. ¿Me

acompañarías esta tarde, Miriam?

—Pues… lo siento, Dani, pero no puedo. He quedado.


—¿Con quién? —preguntó Ana.

—Con un hombre.
—Gracias por la aclaración, ahora ya nos dejas más tranquilas —ironizó Ana

ante la ambigua respuesta.


—No es más que un rollete pasajero. No merece la pena dar más detalles. —

Daniela miró de reojo a su amiga. Había contestado con despreocupación pero


solo ella era capaz de leer la tensión que había acompañado a sus palabras. Algo
preocupaba a Miriam y debía ser importante para no contárselo a sus amigas con

pelos y señales, como ella solía hacer hasta para describir un encuentro sexual en

un lavabo.
—Atención, chicas —susurró Ana—. Encargado y jefazo macizo a las tres.

Las chicas callaron y continuaron con su tarea mientras esperaban que los

hombres se acercaran. Daniela no pudo evitar mirar a Ricardo por el rabillo del

ojo y deleitarse con su manifiesta presencia. De nuevo vestía uno de sus


impecables trajes, sus brillantes zapatos y su cabello perfecto, con lo que volvía

a su aspecto de caballero sofisticado, serio y sensato. Lo sintió a su espalda y

notó sus ojos clavarse en el movimiento de sus manos. Su olor ya familiar de

nuevo la envolvió y hasta el vello de su cuerpo pareció erizarse de repente, hasta

oírse crepitar el aire que los separaba.

—¿Qué tal la prueba? —le oyó decir mientras solo podía ver una mano y un

brazo ante ella. Un gemelo brillaba en el puño de su camisa y quedó embobada


admirando los largos dedos que sujetaban la pieza.

—Bastante bien —contestó ella con voz de carraca, con lo que se vio obligada
a carraspear un par de veces—. Es bastante sencilla de montar, aunque la

soldadura puede darnos algún problema.


—A ver… —dijo Ricardo intentando abarcar la pieza con las dos manos, con

lo que Daniela vio aparecer su otro brazo por el otro lado y se sintió totalmente
rodeada por él. Sintió su barbilla y su aliento en la parte superior de su cabeza y
quedó rígida en la silla, sin dejar de mirar ahora su otra mano, en cuya muñeca

brillaba el otro gemelo y un gran reloj con pinta de costar bastante más dinero

del que podría ganar ella en seis meses—. Sí, ya lo veo. Pero no os preocupéis.
Mañana mismo llegan refuerzos y la maquinaria nueva. —Volvió a separarse de

ella, con lo que pudo dejar escapar el aire que había estado manteniendo en sus
pulmones.

Cuando lo vio a alejarse de allí con el encargado, Daniela se atrevió de nuevo


a mirarlo y se enfureció consigo misma al pensar en el calor que la había

inundado en el escaso minuto que la había rozado.

«Maldito seas. Seguro que lo haces a sabiendas de lo que produces en mí».

No le quedaba otro remedio que darle la razón a su amiga.

—Chicas —les susurró—, no sé si me arrepentiré un día de lo que os voy a

decir, pero creo que necesito un polvo ya, a poder ser con el hombre que rescaté
del barro y que me besó en la puerta de mi casa como si fuera a acabarse el

mundo en aquel instante.

Las dos amigas se miraron y sonrieron, divertidas y felices, porque hacía

mucho tiempo que no veían a su amiga tan radiante.


****

El autobús ya iba llegando a su destino y Miriam sacó el espejo de su bolso


para darse los últimos retoques: un poco más de perfume, un repaso a la máscara

de pestañas y una nueva pasada de rojo carmín en sus labios, aunque sonrió al
pensar en lo poco que le iba a durar. Admiró el resultado final, pues aunque

sabía de antemano que los hombres se sentían atraídos por su bonito rostro de

labios sensuales y mirada profunda, le gustaba resaltar sus atributos físicos para

sentirse deseada y admirada.

La nota de tristeza la ponía el pensar en el tiempo que llevaba mintiendo a sus

amigas, pero no podía hacer nada si quería reducir al máximo las posibilidades

de que su relación fuera de dominio público en un pueblo tan pequeño. Por eso
quedaban en verse en Barcelona, donde no correrían el riesgo de que nadie los

reconociera, y donde se encontraban viniendo cada uno por su lado, él en su

propio coche y ella en autobús.


Aun así, sentía que traicionaba a sus dos mejores amigas, pero, ¿qué podía

decirles? «Chicas, me he liado con Leo, el encargado del trabajo, que como ya
sabéis, está casado, tiene dos hijos en el instituto y acaba de cumplir cuarenta y

cinco años». Ya estaba imaginando la cara de asombro de Dani y la mueca de


horror de Ana.

Por fin, un último giro y ahí estaba la calle donde se reunían. Divisó a Leo
dejado caer sobre la fachada de un edificio junto a la parada del autobús,
apoyando un pie en la pared en actitud indolente. Vestía unos vaqueros, un jersey

y una chaqueta de cuero negra, y daba calada tras calada al cigarrillo que

sujetaba entre sus dedos. No era un hombre de físico llamativo, pero era muy
alto, con un rostro duro de facciones marcadas, de cuadrada mandíbula y

hoyuelo en la barbilla, y los ojos más verdes que Miriam había visto en su vida.
Era serio, poco hablador y un poco gruñón, nada más lejos de ella, pero era

tranquilo, cariñoso y la divertía con su humor ácido, por no mencionar lo bien

que se entendían en el sexo, pues, al fin y al cabo, era en la cama donde se

pasaban la mayor parte del poco tiempo que disfrutaban juntos. Como en esa

ocasión, en que habían aprovechado otra de las visitas de su mujer a su madre

para poder verse.

Bajó, por fin, del autobús y aceleró el paso hasta llegar a él. Cada vez que

podían verse a ella la dominaba una sensación parecida a la que vivía de

adolescente, cuando quedaba a hurtadillas con los chicos más conflictivos del
pueblo, aunque con Leo ya comenzaba a sentir cosas más intensas y prefería no

pensar en ello si no quería sufrir por lo que empezó siendo una aventura
excitante y había acabado desembocando en algo más serio, al menos para ella.

—Hola, cariño —lo saludó echando sus brazos al cuello.


—Hola, pelirroja. —Leo tiró el cigarrillo, la cogió por la cintura y la arrastró

al interior de un portal, donde la atrajo hacia su cuerpo y la besó con la pasión


acumulada de días y días de deseo insatisfecho, de miradas y roces en el trabajo,
de ignorar la tensión sexual que los rodeaba cada vez que se veían y debían

disimular. Miriam le respondió con la misma ansia, aferrándose a su cuerpo,

subyugada por su olor y su sabor, una mezcla inconfundible a tabaco y a colonia


—. Será mejor que vayamos ya para el hotel —le dijo él mientras la aferraba por

los glúteos y la apretaba contra su miembro dolorido—, o un día nos van a


detener por escándalo público.

—Mmm, es que cuando me besas ya no puedo parar —le dijo ella con su

rostro hundido en el cuello masculino.

Sonriendo los dos, agarrados de la cintura, cruzaron la calle en busca del hotel

donde solían quedar, situado en una de las muchas callejuelas de la zona del

casco antiguo, donde había buena oferta de pequeños establecimientos similares.

Justo antes de llegar, mientras continuaban con sus risas mezcladas con besos, un

taxi paró justo al otro lado de la calle y de él emergió un hombre bien vestido.

Miriam agarró fuerte la chaqueta de Leo y tiró de él hasta poder camuflarse tras
una furgoneta aparcada.

—Mira, Leo, ese tío es Ricardo Rey. ¿Qué coño hará en una zona como esta?
—Pues viendo dónde acaba de entrar me lo puedo figurar.

—¿Qué lugar es ese?


—Es un local muy exclusivo donde solo accedes con algún tipo de pase. Por

la fachada principal es una sala de fiestas pero esta entrada trasera te ofrece otros
servicios y mayor discreción.
—¿Qué clase de servicios? —preguntó Miriam con la congoja instalada en su

pecho. Recordó a su amiga Dani, ilusionada por tener algo con ese hombre.

—A través de un chat de internet, quedas en este lugar, sabiendo que


únicamente habrá sexo, entre personas casadas, influyentes o que simplemente

no deseen dar explicaciones. Está restringido a gente de alto nivel y solo es para
contactos esporádicos. Así que imagina qué está haciendo aquí nuestro jefazo.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —le preguntó ella achicando los ojos.

—Soy un tío de mundo, recuerda. Por eso te liaste conmigo —bromeó el

hombre.

—Lo siento por Dani —volvió a lamentarse Miriam, sobre todo cuando, solo

unos minutos más tarde, Ricardo volvía a salir del local junto a una guapa y

elegante mujer rubia, se introducían en el taxi y desaparecían del lugar, como un


espejismo—. Creo que se ha colado por ese tío y no le va a hacer mucha gracia

enterarse que colecciona chochetes y ella solo puede aspirar a ser uno más.

—Las mujeres os coláis enseguida por un tío —le dijo Leo entrando ya en el
sencillo hotel que habían elegido. Pagaron en efectivo a una mujer que veía la

tele y tejía un jersey, subieron a la primera planta y entraron con rapidez en la


habitación, pequeña y anticuada, lo que no les importaba en absoluto.

—Y los tíos sois todos unos cerdos egoístas que solo buscáis echar un polvo,
subiros la bragueta y desaparecer.

—Voy a demostrarte ahora mismo lo cerdo que puedo llegar a ser. —


Olvidados ya su amiga y su jefe, Miriam se dejó arrastrar de nuevo por la pasión
del momento. Leo la desnudó en pocos segundos mientras ella tiraba también de

su chaqueta y su jersey, enfebrecidos los dos por tenerse desnudos por fin.

Apoyándola en la pared, el hombre la volvió a besar mientras amasaba y


pellizcaba sus redondos y generosos pechos, enterrando en ellos a continuación

su rostro para chuparlos con frenesí—. Primero tu turno —le dijo él


arrastrándola a la cama. Cayeron sobre el colchón, que emitió un desagradable

ruido, y Miriam enterró sus dedos entre el oscuro cabello del hombre mientras

este bajaba por su cuerpo hasta hundir su rostro entre sus piernas.

La joven se retorcía sobre la desvencijada cama, clavando sus talones en la

espalda de Leo mientras este clavaba en su clítoris su lengua endurecida y le

metía al mismo tiempo dos dedos en su vagina. Ella sabía que no podía resistirse

a esa doble estimulación y en unos pocos segundos alcanzaba el clímax entre

fuertes jadeos.

—Y ahora mi turno —le dijo Leo colocándose de rodillas en la cama—. ¿Has


traído lo de siempre?

—Por supuesto. —Miriam estiró el brazo para dar con su bolso y extraer de él
un bote de lubricante que le ofreció a Leo.

—Perfecto. Date la vuelta, preciosa.

Miriam le obedeció y colocó su cabeza en la almohada mientras se apoyaba en

sus rodillas y le ofrecía a Leo su trasero expuesto. Al momento, sintió introducir


el frío lubricante en el interior de su ano y alrededor de todo el orificio. Leo
continuó lubricando su miembro y buscó la estrecha abertura con su glande.

Nunca había probado ese tipo de penetración, pero cuando Leo se lo pidió ella

no dudó en experimentar, máxime cuando él fue tan paciente y se lo hizo con


sumo cuidado. Ahora, disfrutaba tanto como él.

Abriendo al máximo sus glúteos, Leo fue penetrándola poco a poco,


centímetro a centímetro, hasta acabar totalmente enterrado en ella. Entre roncos

gemidos, comenzó a embestirla con rapidez, mientras clavaba sus dedos en la

tierna carne de sus nalgas. Desplazó una mano hacia su sexo y buscó su clítoris

para frotarlo con fuerza, empujando y golpeando, hasta que echó la cabeza hacia

atrás y emitió un potente rugido al tiempo que ella gritaba de placer, dejándose

caer después sobre la espalda femenina. Cuando salió de su cuerpo, se colocó

boca arriba y respiró afanosamente, mientras ella se acomodaba a su lado y


apoyaba la cabeza en su hombro.

Miriam recordó cómo había comenzado todo, el día que coincidieron en un


bar de Barcelona, él tomando una cerveza y ella de risas con unas amigas. Se

sentaron juntos y hablaron, reconociendo que la chispa que había brotado


tiempo atrás en el trabajo seguía prendiendo entre ellos. Al salir del bar, la

acorraló contra una pared y la besó con pasión, antes de que se montaran en el
coche e hicieran el amor en su interior. Desde entonces, entre vagas promesas
por parte de él y demasiadas ilusiones por parte de ella, se veían como amantes

furtivos, sin que ello complaciera ya a la joven, que veía como las palabras de
su amante se desvanecían como vapor en el aire. Miriam volvió a tener presente
a su amiga, y no pudo evitar darle algunas vueltas al tema del poco compromiso

de los hombres y lo idiotas que a veces podían resultar las mujeres. Comenzando

por ella misma.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir así? —le preguntó a Leo.

—¿Ya estás otra vez? —El hombre se incorporó en la cama y buscó su

paquete de cigarrillos para encenderse uno. Dio una larga calada y expulsó el

humo por la nariz mientras se levantaba y miraba por la ventana—. Sabes que no
puedo dejar a mi familia así como así.

—¿Y a mí sí que podrás dejarme cuando te dé la gana?

—Ya sabes que no voy a dejarte, que me gusta estar contigo.

—Claro, para poder hacer conmigo las cosas que tu mujer no te permite hacer,

como correrte en mi boca o darme por culo, ¿no?

—Ya lo hemos hablado muchas veces —siguió él impasible—. En cuanto mis

hijos sean algo mayores y salgan del pueblo para ir a la universidad, me


divorciaré y tú y yo nos vendremos a vivir a esta ciudad.

—Y mientras tanto, me tengo que conformar con esperar, con no poder ni


mirarte en el trabajo y mintiendo a mis amigas mientras tú te sigues follando a tu

mujer.
—Miriam, joder, que ya somos mayorcitos —dijo él tratando de quitarle
importancia al asunto, al hecho de que él seguía teniendo una familia, unos hijos

y una mujer con la que dormía cada noche. Y Miriam cada día sufría más.
—Vete a la mierda, gilipollas. —La joven se levantó con celeridad y fue en
busca de su ropa, aún esparcida por el suelo.

—Eh, cariño —le dijo él con suavidad cogiéndola por la cintura desde atrás y

apoyando la barbilla en su hombro—, no te enfades, preciosa. Ten un poco de


paciencia y ya verás como todo sale bien.

—Se me está haciendo eterno, Leo —se lamentó ella intentando aguantar las
lágrimas—. Me he enamorado de ti como una completa imbécil y lo estoy

pasando fatal, imaginándote con ella…

—Chsst, calla —le susurró al darle la vuelta para ver su rostro y levantarle la

barbilla con un dedo—, no llores. Confía en mí, ¿de acuerdo? —Poco a poco, la

fue arrastrando de nuevo a la cama, donde cayeron besándose profundamente.

Le abrió las piernas y la penetró con suavidad. Y dejaron pasar la noche, juntos,

insaciables, inmersos en el placer y abstraídos de las obligaciones o el


remordimiento.

****

Junto a la guapa y elegante mujer, Ricardo volvía de nuevo a un sistema que


no le agradaba, pero al que recurría cuando su cuerpo ya no se conformaba con

su propia imaginación. Decidido a demostrarse a sí mismo que lo que sentía en


presencia de Daniela no era más que un calentón debido a su peculiar modo de
vivir el sexo, Ricardo dio con una web de contactos que parecía hecha a su

medida. Dirigida a clientes exclusivos, todo era discreción y anonimato y

totalmente ocasional.
Tras haberse puesto de acuerdo en el local acordado para un encuentro

inmediato, la pareja bajó del taxi y atravesó la elegante recepción del hotel para
dirigirse al ascensor y a la suite donde Ricardo se hospedaba. La mujer,

satisfecha del entorno, soltó el bolso y se desprendió del abrigo.

—¿Sabes ya qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Ricardo a la mujer. Era

rubia, sofisticada, algo mayor que él y con aspecto de casada insatisfecha, el

prototipo de mujer que Ricardo escogía para ese tipo de encuentros, como si de

esa forma quisiese demostrarle a todas ellas que ahora era él quién se

aprovechaba de ellas, quien tenía el mando y decidía.

—Por supuesto —contestó la mujer—, me lo dejaste clarito en el chat. Desde

entonces ardo por probarlo y no veía el momento de poder experimentarlo


contigo. Y eso que en tu fotografía aparece tu rostro pixelado. Si llego a saber

con lo que me iba a encontrar, hace ya mucho tiempo que te habría buscado.
—Pues si ya está todo claro, puedes comenzar a quitarte la ropa. Colócate

delante del espejo para que pueda verte.

La mujer, cautivada por aquellos ojos dorados de mirada triste, le obedeció y

se puso delante del gran espejo que ocupaba una de las paredes del dormitorio.
Se bajó el vestido y se quitó el sujetador y las bragas mientras Ricardo se
desprendía de sus ropas y se tumbaba desnudo sobre la cama.

—Déjate las medias con las ligas y los zapatos.


—¿Te gusto? —preguntó la mujer a la imagen de Ricardo reflejada frente a

ella en el espejo. Sus manos ya habían comenzado a danzar solas y amasaba con

deleite sus propios pechos.

—Sí, eres muy guapa. —Ricardo alternaba su vista entre la figura real de la

mujer de su parte trasera, y su cuerpo visto de frente reflejado en el espejo. Se


dejó caer sobre el cabezal de la cama y tomó su erecto miembro con su mano

derecha, que empezó a deslizar arriba y abajo.

—Dios, y tú eres un Adonis, guapo. Es una lástima no poder tocarte.

—Deja de hablar y pellízcate los pezones. Muy bien, así. Ahora más fuerte.

La mujer obedecía sus mandatos, pellizcando sus pezones con fuerza,

gimiendo y moviendo sus caderas mientras se estimulaba con la visión de aquel

hombre sentado sobre la cama, frotando su miembro mientras la miraba a ella.

—Ahora tócate entre las piernas. Perfecto, sin correr, despacio.


—No podré aguantar mucho más —gimió la desconocida frotando su clítoris.
—Déjate caer al suelo —le dijo Ricardo. La mujer volvió a obedecer y se

tumbó sobre la mullida alfombra, abrió sus piernas y le mostró a Ricardo su sexo
abierto mientras introducía el dedo corazón en su interior. Él salió de la cama y

se dejó caer de rodillas junto a ella, sin tocarla, agitando con fuerza su miembro
con una mano mientras con la otra amasaba sus testículos con fuerza—. Métete
otro dedo —pidió él.

—Sí… —La rubia mujer hizo lo que le pedía y sus caderas comenzaron al

instante a levantarse del suelo, embistiendo contra su propia mano—. No puedo


más, voy a correrme…

—Yo… también… —Ricardo aceleró al máximo el movimiento de su mano, y


en cuanto observó a la mujer deshacerse entre sollozos, emitió un largo gemido y

eyaculó sobre el vientre de la mujer, vertiendo su cascada de semen mientras ella

la recogía con su mano y la extendía por su piel.

—Mmm, magnífico, cariño —dijo ella retorciéndose sobre la alfombra—.

¿Estás seguro de que no quieres algo más de… contacto? Soy muy buena con la

boca.

—No —contestó tajante. Se levantó, se limpió y se colocó un albornoz—.


¿Quieres darte una ducha o asearte un poco?

—Me asearé rápido en el baño. —Desapareció tras la puerta y apareció pocos

minutos después, vestida, maquillada y sin un pelo fuera de lugar, como si fuera
la autora del manual: «Sé infiel sin que nadie lo note».

—Puedes marcharte —le dijo Ricardo mientras se preparaba para entrar en la


ducha.

—Ha sido interesante, guapo. Cuando quieras, ya sabes dónde encontrarme.

Ricardo la vio cerrar la puerta y se dirigió con presteza a la ducha, donde, bajo

el chorro del agua, intentó hacer desaparecer la extraña sensación que lo acababa
de cubrir, como un manto de culpabilidad, sin poder hacer nada por quitarse de
la mente la imagen de un rostro femenino de suaves facciones, ojos verdes y un

piercing en el labio.

****

En la siguiente ocasión en que la visitaba, Ricardo fue aún más consciente de

la antigüedad de la casa donde vivía Daniela, propiedad de la señora Ágata. Bajo

el radiante sol del mediodía, la pesada puerta de madera no podía esconder los

años vividos a la intemperie, lo mismo que las paredes de piedra que componían

la fachada.
Como siempre, la puerta cedió con un leve empujón y Ricardo atravesó el

oscuro y largo pasillo que recorría la casa de lado a lado hasta llegar al salón y

de ahí al patio. Una de las puertas del corredor llamó su atención. Estaba abierta
y dejaba entrever una habitación infantil, con muebles sencillos y una decoración

propia de la edad, mezcla de muñecas y posters de cantantes famosos, donde la


hija adolescente de Daniela hacía sus deberes sentada frente a un escritorio

repleto de libros.

—Hola, Abril —la saludó Ricardo desde la puerta—. Creo que un domingo

puedes permitirte dejar las obligaciones.


—Hola, señor Rey —le contestó—. Sí, eso me dice mi madre, pero mañana
tengo un control muy importante y aprovecho cualquier momento para repasar.

—¿Es muy complicado? —se interesó Ricardo mientras entraba en la

habitación y se sentaba en un puf hinchable junto a la niña.


—No, para nada, pero no me conformo con sacar notas mediocres. Me gusta

sacar las mejores.

Cuando observó de cerca el rostro de la niña, Ricardo volvió a constatar la

ausencia de parecido con su madre, con lo que resultaba evidente que aquellas
facciones debían semejarse a las del desaparecido padre. Sin poderlo evitar, un

ramalazo de celos inundó su cuerpo al pensar que cada vez que mirara a su hija,

Daniela evocaría a su primer novio y amante.

—Tal vez te exiges demasiado. Debes también salir y distraerte.

—Otro como mi madre —dijo la niña poniendo los ojos en blanco—. Mire, ya

he explicado muchas veces que apenas tengo amigas, solo una tan estudiosa

como yo, pero para el resto ni siquiera existo, así que lo único que me queda es
estudiar, porque me gusta y porque me hace sentir bien. El resto de chicas solo

piensan en chicos y ya comienzan a fumar y a beber, y a mí no me interesa ese


rollo.

—¿Sabes? —dijo Ricardo—. Me recuerdas a mí mismo durante la época del


instituto.

—¿A usted?
—Llámame Ricardo, por favor. Y sí, a mí, porque yo también era estudioso y
tranquilo, y tenía pocos amigos. Para colmo, mi hermano pequeño, aunque

también estudiaba, era todo lo contrario a mí, simpático, encantador y

extrovertido. Todo el mundo me comparaba con él y siempre salía perdiendo,


pues él destacaba como el más popular del colegio mientras que en mí apenas

reparaban, a no ser que fuera para pedir mis deberes o para preguntarme alguna
duda.

—Me suena —dijo la niña con una mueca torcida.

—Pues precisamente a eso fue a lo que intenté sacarle partido y tú deberías

hacer lo mismo.

—No entiendo.

—Anúnciate en el tablón de anuncios del instituto y dilo abiertamente: quien

necesite tu ayuda podrá venir a tu casa y le ayudarás con los deberes y los
exámenes. Pídeles algo de dinero, aunque sea algo simbólico.

—No sé…

—Verás cómo poco a poco te entiendes mejor con ellos, harás unos cuantos
amigos más y seguirás haciendo lo que te gusta. A mí, al menos, me fue bien.

Nunca llegué a ser como mi hermano, pero nadie debe pretender parecerse a
nadie o ser lo que no es. Tú y yo somos más tranquilos y nuestro número de

amigos nunca será muy amplio, pero cada uno de nosotros tiene su público, y lo
que importa es ser fiel a uno mismo. Eres muy valiente por decidir seguir siendo

como eres.
—Tal vez lo intente, señor… —sonrió y rectificó—, Ricardo.
—Y ahora, si te parece, podríamos ir a ver cómo va la comida y echar una

mano.

—¿Qué has traído? —preguntó la joven señalando una bolsa que Ricardo aún
llevaba en la mano.

—Una botella de vino —dijo mostrándola.


—Yo no bebo, pero tiene pinta de ser muy cara.

—Lo es, pero no suelen invitarme a comer muy a menudo, así que, la ocasión

lo merece.

—Nosotras no nos podemos permitir nada tan caro —suspiró la niña—. Ni

siquiera tengo teléfono móvil, con lo que paso irremediablemente a formar parte

del grupo de los marginados totales.

—Todavía eres muy joven para tener un móvil, ¿no? —sonrió Ricardo—. O
tal vez yo ya me he quedado desfasado.

—Desfasada yo, que no estoy en el grupo de WhatsApp de clase, tengo un

ordenador que casi funciona a vapor y pillamos el internet del vecino más
cercano. Pero entiendo que mi madre ya hace todo lo que está en su mano,

trabajando todo lo que puede y economizando en ella la primera para no gastar


demasiado.

—Abril —se escuchó la voz de Daniela desde la puerta—, ayúdame con la…
—calló al ver a Ricardo junto a su hija—. Ya estás aquí —dijo seria.

—Hola, Daniela. —El hombre se puso en pie cuando la niña ya había salido
por la puerta en dirección a la cocina, y apenas pudo acabar su saludo cuando
contempló a la chica que atormentaba sus sueños con su evidente cambio de

look. Aunque seguía vistiendo sencilla, Daniela había cambiado sus ropas

anchas por unos vaqueros estrechos que se amoldaban perfectamente a su


delgada figura y una blusa negra ajustada que dejaba sus hombros al aire. Su

largo cabello lucía suelto, solo apartado un poco de la cara por su pasador con
forma de búho, y junto a la fila de pequeños adornos plateados de sus orejas,

unos largos pendientes de filigranas de plata vieja colgaban de ellas.

Todos los pensamientos que había ido razonando las últimas horas sobre la

posibilidad de una efímera atracción sin base quedaron invalidados en ese

momento. No podía evitar sentirse irremediablemente atraído por ella, por cómo

le plantaba cara a él y a las adversidades, por cómo había criado sola a su hija,

por cómo había organizado su vida. Y por supuesto, por cómo lo había besado y
cómo la imaginaba desnuda en una cama junto a él…

—La abuela está en el patio —le dijo Daniela de forma abrupta. Acto seguido,
se dio media vuelta y desapareció por la puerta de la cocina.

Algo sorprendido por esa fría bienvenida, Ricardo la siguió. Daniela andaba
de acá para allá, vigilando la comida del horno y sacando algunos objetos de los

armarios, sin mirarle en ningún momento. Él sacó la botella de vino y ella, sin el
más mínimo agradecimiento, se la quitó de las manos y la metió en la nevera.

—Iré a ver qué hace Ágata —le dijo tras esperar sin éxito que ella volviera a
hablarle o a mirarle.

La anciana volvía a estar sentada en el patio en su cómoda silla, con su manta,

bajo la sombra de una pequeña carpa que habían montado. Habían dispuesto
también el resto de sillas y una mesa con un bonito mantel de flores, y los

cubiertos y platos de la vajilla menos usada.

—¿Me has traído lo que te dije? —dijo la mujer nada más verle aparecer.

—Qué tal, señora Ágata. —Ricardo sonrió, obviando su comentario. Se

inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla al tiempo que introducía bajo su

manta un paquete de cigarrillos y un mechero—. Espero que sepa usted

administrarse bien.

—Perfectamente —le dijo ella con el rostro sonrosado y los ojos brillantes—.
Siéntate, guapo, y deléitame con tu visión. Hace tanto tiempo que un hombre

joven no pisa esta casa que casi se me había olvidado cómo son, y si encima

hablamos de uno que esté como un tren, ya ni te cuento.

—Ustedes solas se han apañado muy bien —rio divertido.


—Sí, hijo, pero ni hombres ni mujeres deberían estar solos. Mi marido me

dejó hace ya demasiados años, pero yo ya había vivido lo que tenía que vivir. En
cambio Daniela… ella y su hija merecerían tener una familia más normal que

una vieja decrépita como yo. Ya es hora de que se busque un marido, o un novio,
o un amante, lo que sea que la haga feliz.

—¿Ya estás hablando de hombres, abuela? —dijo Daniela mientras colocaba


una ensalada en el centro de la mesa. Se había decidido a aparecer tras unos
instantes de volver a observar a Ricardo hablando con la abuela, deleitándose en

la atractiva imagen que reflejaba ese día. Sin tener que recurrir a alguno de sus

formales trajes, se había arreglado con un pantalón oscuro y una camisa azul que
le sentaban de maravilla, y a la luz del día su pelo parecía aún más cobrizo y sus

ojos aún más ambarinos…

«Mierda, mierda, mierda»

Ya volvía a quedarse embobada con ese hombre cuando no se merecía un puto

minuto de su pensamiento.

—¿Qué te parece, Ricardo? —le dijo la abuela señalando a Daniela—.

Menudo primor de mujer. No solo ha pedido prestada esta carpa a unos vecinos,

sino que ha arreglado esta vieja mesa y las sillas que estaban en la buhardilla con

una capa de barniz.


—No ha sido nada —contestó la joven—. Pero no teníamos mobiliario para

comer aquí afuera.

«Tendría que haber dejado su silla sin arreglar, astillada, con los clavos
oxidados y con las puntas hacia arriba, a ver si se le clavaban en los huevos…»

—Y espérate a probar su comida —continuó la anciana—. Llegas a dudar si es


mejor comer uno de sus platos o tener un orgasmo.

—Joder, abuela —se quejó la joven—. Recuerda que mi hija se acaba de


sentar en la mesa.
—Sé lo que es un orgasmo, mamá. —Tres pares de ojos la miraron

desconcertados—. Yo… quería decir…

—Tranquila, jovencita —la salvó la anciana—. Sabemos que lo que quieres


decir es que ya no te asustas de esas cosas, no como la estrecha de tu madre, que

se escandaliza con cualquier cosa que digo.


—Vamos, Abril —dijo su madre—, ayúdame a traer los platos.

—Y tú recuerda —le dijo la anciana a Ricardo— que me tienes que contar

algún cotilleo.

—Pues… —intentaba pensar Ricardo mientras Daniela le servía su fuente de

dorado y crujiente cordero al horno con patatas—, por ejemplo, estuve saliendo

durante un tiempo con Blanca Mateo, la actriz y modelo que a todo el mundo le

parece tan humilde, sencilla y perfecta. Pues nada más lejos. Resulta que ha
pasado tantas veces por el quirófano que si viese su imagen tal cual sería, no se

reconocería. Y, para colmo, mimada y caprichosa. Lo mismo te pedía caviar ruso

en mitad de la noche, que un descapotable rojo como compensación por haberla


contrariado. —La anciana rio de buena gana y Ricardo se sintió como en su

propia casa, o mucho mejor. Envidiaba de esas personas la sensación de


pertenencia a un lugar, y una emoción parecida a una tibia ola se instaló en su

pecho al verse rodeado de ellas, en un descuidado patio, de una casa casi


decimonónica en un pueblo apartado y carente de oportunidades.

Unos minutos más tarde, los cuatro se dedicaban a dar cuenta de la suculenta
comida, entre las risas que provocaba la abuela y las anécdotas de Ricardo, pero
Daniela apenas hacía comentario alguno. Reía alguna gracia de la anciana pero

no dejaba de mirar al plato, sin levantar la vista un solo instante a pesar de estar

sentada frente a él. Probó el vino que él mismo sirvió y se limitó a decir que
estaba bien.

—Está muy bueno lo que has preparado —le dijo Ricardo intentando entablar

conversación—. Tienes muy buena mano para cocinar, lo mismo que en tu

trabajo en la fábrica, donde también he observado tu experiencia y tu habilidad.


—Todo es más fácil si puedo ir a comprar comida porque me han pagado la

nómina—soltó la joven de forma áspera—. Y en el trabajo, mi único secreto es

llevar diez años encerrada haciendo lo mismo.

—Tu jefe solo quería alabarte —dijo la anciana—, así que deja de comportarte

como una malfollada, Daniela.

—Será mejor que traiga el postre. —La joven y su hija se levantaron y

quitaron los platos de la mesa, sin esperar siquiera a que Ricardo acabara.
Daniela le cogió el plato y le arrancó el tenedor de la mano poco antes de

llevárselo a la boca.
—No entiendo qué le pasa hoy —dijo la mujer—. Esta mañana temprano

recibió la visita de su amiga la pelirroja y se escuchaban las risas por toda la casa
porque le traía ropa para estar un poco más guapa para ti, pero poco más tarde,
todo fue silencio de nuevo y tiró esa ropa contra el suelo. Aún no entiendo cómo

acabó por decidirse a ponérsela. A veces no hay quién entienda a esta chica.
—Estará cansada —la excusó—. Por cierto, señora Ágata, ¿ha sabido algo
más de aquello que hablamos? ¿De algo relacionado con mi madre?

—Ah, sí, tu madre. —La mujer sacó con presteza un cigarrillo bajo la manta y

se lo encendió con la misma soltura que emplearía una fumadora empedernida


—. Lo comenté a algunos de mis conocidos y más o menos saben lo mismo que

yo, aunque sí que se habló de un misterioso hombre con el que pudo tener alguna
relación. —Expulsó el humo con los ojos cerrados y el rostro radiante de placer

—. Creen que se veía a escondidas con algún hombre del pueblo que su padre

jamás habría admitido como pareja para su hija.

—¿Y no tienen alguna idea de quién podría ser?

—La verdad es que no, nadie los vio nunca juntos, excepto, supongo, la

familia de él. —Volvió a dar una profunda calada al cigarrillo y a expulsar el

humo antes de tirarlo al suelo y pisarlo hasta retorcerlo contra la tierra del suelo
—. Si no sabemos nada de ese hombre o su familia, no podemos averiguar nada

más. ¿Por qué tanto empeño en saber de esa historia? Tu madre se casó poco

después con tu padre, tuvo a sus dos hijos y poco más que añadir hasta que la
pobrecilla murió en aquel avión.

—Pues…
—Aquí tenéis. —Daniela apareció y soltó de golpe los platos con el postre

sobre la mesa, a riesgo de que el de Ricardo rebotara y se estampara de lleno


contra su inmaculada camisa.

—Brownie de chocolate —dijo Ricardo complacido—. Me encanta.


—Solo es un bizcocho de chocolate y nueces —dijo Daniela aún más furiosa.
—Pero te has tomado la molestia de adornarlo con helado de vainilla. Es lo

que le va mejor.

—Únicamente lo he hecho porque me ha quedado seco.


—Pues yo lo encuentro buenísimo —continuó Ricardo mientras daba buena

cuenta del postre casero.


—Pues hubiese jurado que solo te iba lo elegante y sofisticado —aguijoneó

Daniela.

—También me gusta lo natural y sencillo.

—Tal vez es eso lo que vas diciendo por ahí pero luego solo te gusta comerte

lo que esté a tu altura —continuó Daniela ante la atenta mirada de la abuela y su

hija. Abril fue a decir algo, pero la anciana le hizo un gesto con la mano para que

les dejara seguir con su batalla verbal.


—¿A mi altura? —parpadeó Ricardo aún más confundido.

—Sí, eso he dicho. —La joven se puso en pie y apoyó las palmas de sus

manos en la mesa—. Te gusta picotear de cualquier cosa pero acabas quedándote


con el caviar, como la gilipollas de tu modelo famosa.

—No me gusta el caviar —contestó él impasible.


—¡Joder! —Furiosa, recogió los últimos platos de la mesa y se marchó a la

cocina. Ricardo la siguió y se acercó a ella mientras la contemplaba soltar los


platos sucios en la pica con el riesgo de acabar desportillando la mejor vajilla de

la que disponían.
—¿Se puede saber qué te ocurre conmigo? ¿A qué vienen todas esas palabras
sin sentido que estás soltando desde que llegué?

—Mira, creo que será mejor que te marches ya. Eres el amo y señor del lugar

donde trabajo y no pintas nada aquí, en una casa donde no hay lavavajillas o aire
acondicionado, y mucho menos un ejército de criados como al que tú estás

acostumbrado.
—Das a entender que soy yo el que te discrimina —le dijo él furioso, un

estado al que casi nadie le había hecho llegar nunca— pero eres tú quien lo hace

conmigo. Y mírame de una maldita vez. No lo has hecho ni un segundo.

—¿Qué quieres? —preguntó ella con determinación. Sus largos pendientes

oscilaban en sus orejas y el fuego verde de sus ojos se clavó en el brillo dorado

de los de él—. ¿Acaso el señor Rey no acepta no ser el centro de atención? ¿Está

demasiado acostumbrado a que las mujeres lo agasajen y se rindan a sus pies?


—Tienes razón —dijo él aparentemente imperturbable pero con un ligero tic

en la mejilla—, creo que será mejor que me vaya. Iré a despedirme de la abuela

y de tu hija.

Daniela caminó veloz hacia la puerta de entrada, esperando que él volviera de


despedirse y se marchara de una vez. Llevaba todo el día con un fuerte nudo en

el pecho que le presionaba y le producía un dolor sordo y constante, y estaba


segura que se le pasaría en cuanto dejara de verlo, de tenerlo cerca, de olerlo o
escuchar su risa grave y masculina…
Menuda gilipollez

—¿Estás vigilando la entrada para asegurarte de mi marcha? —le preguntó él

sacando de su bolsillo las llaves del coche—. No te preocupes, dejaré de


molestaros, a tu familia y a ti.

En la calle comenzaba a refrescar y el cielo empezaba a tomar el color


anaranjado de las tardes de otoño. Una pequeña brisa movía las hojas de los

árboles que aún permanecían sujetas a las ramas, conformando la única sinfonía

que se podía escuchar a esas horas en la calle.

—Pero antes —le dijo Ricardo tomándola por los hombros y apoyándola

sobre la columna de piedra donde la besó la última vez— vas a explicarme qué

te he hecho para que me trates como a un insecto molesto.

—Me diste a entender que te gustaba —le dijo ella sin contemplaciones—, o

al menos eso entendí yo. —Ricardo la miró apesadumbrado, con sus tristes ojos
dorados más apagados que nunca. Introdujo sus manos en el largo cabello

femenino y apoyó su frente en la de ella.

—Y me gustas, Daniela.
—Pero no soy lo suficientemente buena para ti.
—¿Por qué dices eso? —dijo mirándola de nuevo.

—Porque a pesar de gustarte, andas tirándote a otras, más elegantes y


sofisticadas que yo, como la rubia del otro día con la que te metiste en un taxi en

Barcelona.
—Yo… —Ricardo titubeó, sorprendido porque ella dispusiera de esa
información, pero decidió que aquella era la ocasión exacta para que Daniela

dejara de pensar que podrían tener una mínima oportunidad—. ¿Y qué pensaste,

Daniela? ¿Que vivo como un monje?


—Eres un cerdo. Me besas como si me desearas y luego te follas a otras. —

Daniela sintió retorcerse aún más el nudo en su interior cuando él no desmintió


la acusación. Esperaba como una idiota que él lo negara, que dijera que estaba

equivocada y no se trataba de él. Esperanzas vanas. Todavía le duraba la congoja

del momento en que Miriam le explicó que lo había visto mientras ella salía con

unas amigas—. Soy una vulgar trabajadora de una fábrica de tu propiedad de la

que no conocías apenas su existencia y crees que puedo ser el juguetito que te

entretenga. Pues déjame decirte que si es al sexo en grupo a lo que estás

acostumbrado, conmigo te puedes ir olvidando.


—Joder, Daniela —le dijo él volviendo a acorralarla contra la pared—, ya te

he dicho que me gustas, que te deseo profundamente, pero prefiero mantenerme

alejado de ti.
—¿Por qué? —le preguntó ella cuando lo sintió sobre su cuerpo, expeliendo

su aliento en su rostro—. No soy tan ingenua como para esperar de ti otra cosa
que no sea un revolcón, pero, ¿cómo puedes desearme a mí y tirarte a otra?

Explícamelo, porque no lo entiendo.


—Precisamente por eso, —acarició su mejilla y su pelo con dedos

temblorosos— creo que te mereces algo mejor que yo.


—¿Algo mejor que tú, rico, guapo y con modales? ¿Tal vez a un rey, valga la
redundancia? No digas tonterías. Además, esa excusa ya está muy vista. «No es

por ti, es por mí», menuda gilipollez. Me gusta saber por qué me rechazan.

—¡Joder, qué cabezota eres! ¿Por qué insistes? ¿A eso aspiras, a follar
conmigo y que luego me despida sin más?

—No te estoy pidiendo en matrimonio —le dijo ella extrañamente calmada—.


Sé lo que arriesgo, ya soy mayorcita.

—Escucha —le dijo él tomándola de los hombros, obligado a dar una

explicación que odiaba justificar—, mi forma de vivir el sexo no es como te

imaginas.

—No podré imaginar nada hasta que no lo vea.

—No quiero relaciones, no quiero promesas, no quiero escuchar o decir

palabras que luego se desvanecen.

«No quiero ilusionarme, no quiero estar siempre dudando si me quieren por

mí o mi dinero. No quiero querer…»

—Yo tampoco.

—Joder. —Ricardo cerró los ojos. Con esa mujer la suerte estaba echada y
solo había una manera de poder quitarle de la cabeza cualquier pensamiento

romántico—. Está bien, si eso es lo que quieres, quedaré contigo en cuanto tenga
listo mi próximo alojamiento. —Tras entender que su estancia en aquel pueblo y

sus negociaciones para levantar la fábrica iban a ir para largo, había decidido
alquilar un apartamento en un pueblo cercano para no resultarle demasiado
visible a la prensa—. Vendrás, follaremos, después te largarás y se acabó. Es lo

único que aceptaré. —Eso si ella no salía pitando en cuanto intuyera sus

intenciones.
—De acuerdo —dijo ella levantando la barbilla, como si pretendiese

demostrar que ese arreglo la satisfacía de alguna manera. En realidad, un fuerte


nudo presionaba en su estómago, no sabía si de rabia o de la excitación que le

ocasionaba pensar en pasar una noche con él.

—Aún no sé qué noche me irá bien. Ya te avisaré. —Se alejó de ella y accionó

el mando del coche—. Nos vemos mañana en el trabajo. —Se montó en el

todoterreno y desapareció tras las sombras del crepúsculo. Sin una despedida, sin

un beso, sin una sola mirada.

Daniela se frotó los brazos. Hacía frío, no sabía si provenía de la calle o de su

propio interior.

****

Elia se dejó caer sobre el respaldo del sillón en su despacho de la galería de


arte. Hacía ya varios días de su vuelta al trabajo y apenas había salido de aquel

espacio hasta ponerse al día. Ya era tarde y estaba cansada, pero había llamado a
casa y Arturo todavía no había llegado, con lo que prefirió dejar pasar el tiempo
hasta poder saber de él. Volvió a mirar el móvil que permanecía silencioso sobre

la mesa, sin mensajes, sin llamadas. Cada vez que había pulsado para ponerse en

contacto con él, salía su contestador.


Unos leves golpes en las puertas acristaladas de la entrada llamaron su

atención. Su corazón dio un vuelco al imaginarse a Arturo yéndola a buscar con


un ramo de flores en su mano y una de sus hermosas sonrisas en su rostro, pero

un pedacito de ella languideció al comprobar que no se trataba de él. Tuvo que

reprenderse a sí misma por tener esa reacción frente a la visita siempre querida

de su hermano y Raquel.

—Pasábamos por la puerta —dijo Raquel después de darle un beso en la

mejilla— y te hemos visto a través de la cristalera.

—Ya no deberías permanecer aquí sola a estas horas —le dijo Pablo tras otro

beso—, así que recoge tus cosas y te vienes con nosotros.

—Gracias por vuestra preocupación —iba diciendo mientras apagaba luces,


conectaba la alarma y cerraba las puertas—, pero se me había acumulado la

tarea. La semana que viene tenemos varias exposiciones y todo debe quedar
preparado.

—Mañana será otro día, Elia —le dijo su hermano cuando entraron en el
coche—. Ahora será mejor que te llevemos a casa.
—Si no os importa —dijo Elia abrochando su cinturón en el asiento de atrás

—, podríais dejarme en la inmobiliaria. Arturo aún no ha llegado y, aunque nadie


contesta en la recepción y no me coge el móvil, debe estar todavía en el
despacho.

—Por supuesto —contestó su hermano a la petición.

—¿Cómo estás, cielo? —le preguntó su amiga desde el asiento delantero


cuando Pablo emprendió la marcha.

—Físicamente ya estoy bien —contestó Elia.


—Esa respuesta parece un poco ambigua —dijo Raquel—. ¿Significa que

anímicamente no?

—Supongo que debo dejar pasar el tiempo.

—Esas cosas pasan, cariño, no te agobies. Arturo y tú ya lo intentaréis más

adelante.

—Eso no será necesario —contestó la joven mirando por la ventanilla. La

mayoría de negocios bajaban sus persianas, aunque todavía la gente llenaba las
aceras bajo la luz de las farolas, y el tráfico seguía siendo denso en el centro de

la ciudad—, puesto que solo fue un descuido. De momento dejaremos las cosas

como están.
—Pues que sepas que Martina y yo ya hemos estado mirando modelitos.

Estamos deseando ir de boda.


—Pues ya puedes ir planificando la tuya —dijo Elia sin desviar la mirada del

paisaje nocturno. Pablo y Raquel se miraron. Esperaban que fuese como Elia
decía y que todo fuese una cuestión de tiempo.

—Ya hemos llegado —dijo su hermano—. ¿Estás segura de que Arturo está
todavía aquí?
—Se ve luz en su planta, seguro que es él —contestó Elia bajando del coche

—. Gracias y ya nos veremos.

Mientras Elia accedía al vestíbulo de la Inmobiliaria Rey, no dejaba de pensar

en sus últimas semanas con Arturo, en sus constantes desprecios hacia sus gestos

de cariño mientras él no había dejado de mimarla, abrazándola toda la noche en

la cama a pesar de la incómoda postura, preparándole el desayuno, llevándola en

brazos al dormitorio cuando se había quedado dormida en el sofá. Y siempre, sin


borrar su eterna sonrisa irresistible, sin dejar de besarla cada noche y cada

mañana.

Tal vez, deberían haber hablado del tema tranquilamente, para poder

expresarle sus sentimientos contradictorios, para hablarle de sus miedos y su

angustia, que no eran otros que el temor a perderle cuando se cansara de mimarla

a cambio de su desprecio. Quería decirle que lo de la boda ya no tenía razón de

ser, que no debía sentirse obligado a nada. Pero, al mismo tiempo, necesitaba
abrazarle y besarle, darle las gracias por su paciencia infinita y por esperarla.

Sin darse apenas cuenta ya había pasado del mostrador de recepción y se


encontraba frente a la puerta del despacho de Arturo. Solo una lamparita

permanecía encendida en el vestíbulo, en cuyos sillones de piel para las visitas


permanecía olvidado un largo abrigo negro de mujer y un bolso del mismo color

sobre la mesita destinada a revistas y catálogos de decoración. Se asomó al


despacho, cuya puerta permanecía entreabierta, y la escena que tenía lugar en su
interior la dejó totalmente clavada en el sitio, aunque no supo si tanto como el

diálogo que sostenían las dos personas que componían dicha escena.

—Arturo, mi amor —decía una mujer, de unos treinta y cinco, alta, rubia,

megamaquillada y microvestida. Tenía su mano izquierda sobre el muslo de su

novio y los dedos de la derecha enterrados en su cabello—, como siempre, me

enloqueces. No me das respuestas negativas o afirmativas, me desconciertas. Y

eso me hace desearte muchísimo más. —La mujer, con la mano cada vez más
arriba, casi en la bragueta de su pantalón, posó sus labios rojos en la comisura de

su boca, bajando después por su barbilla y su cuello para mordisquear su nuez de

Adán.

—Me halagas, Diana —dijo un Arturo sonriente que se dejaba hacer—, pero

ya sabes que tú tienes la última palabra.

—Todo depende de ti —dijo la mujer sentándose en su regazo sin dejar de

besar su cuello—. Según lo generoso que seas.

A pesar de la penumbra del despacho, Elia pudo distinguir un par de copas

casi vacías sobre la mesa y una botella y una cubitera justo al lado. Los cubitos
se habían transformado ya en agua, señal inequívoca del rato que hacía que

habían sido servidos.

Elia dejó de respirar. El hombre que ella divisaba en ese momento, en cuyo

regazo se contoneaba una mujer que no dejaba de besarlo y manosearlo, era


Arturo, su Arturo, el hombre al que ella amaba con toda su alma y el que decía
amarla a ella.

¿Cómo era posible?

Pensó en retroceder y echar a correr, pero hacía mucho tiempo que ella no se
amilanaba ante nada, y mucho menos ante algo tan obvio.

—Hola, Arturo —dijo tan tiesa y envarada que temió partirse por la mitad—.

Supuse que te encontraría aquí.

—Elia… —dijo Arturo sacándose con cuidado de encima a la mujer. No gritó,


ni dio un respingo, ni pareció ponerse nervioso.

—¿Quién es esta, cielo? —dijo la mujer poniéndose en pie.

—¿Yo? —contestó Elia crispada—. Pues no tengo ni puñetera idea. ¿Quién

soy, Arturo? —le preguntó con ironía.

—Diana —dijo aún sentado, con una leve crispación en su semblante—, esta

es Elia, mi mujer.

—No soy su mujer —dijo Elia—. No estamos casados.


—Encantada, Elia —dijo la mujer alisándose sus ropas mientras se

encaminaba al vestíbulo y recogía su abrigo y su bolso—, pero ahora tengo


prisa. Ya hablaremos, Arturo. —Y desapareció entre la penumbra del pasillo

hacia la salida.
—Elia, cariño… —dijo Arturo poniéndose en pie y dirigiéndose hacia ella.
—Ni te acerques, cabrón.

—Elia, por Dios, no saques conclusiones tan rápido, como sueles hacer
siempre.
—Oh, claro —dijo Elia con una carcajada sarcástica—, cómo he podido ser

tan malpensada. Esa mujer que te sobaba el paquete y te besaba debe tener un

buen motivo para comportarse así. Pero qué tonta soy —dijo dándose en la
frente.

—Pues sí, precisamente —dijo Arturo—. Esa mujer es una clienta muy
importante que piensa gastarse varios millones en algunas compras que nos

reportarían grandes beneficios.

—A cambio de beneficiarse al dueño, quieres decir.

—Nunca he llegado tan lejos por cuestiones de trabajo, Elia, tan solo he de ser

amable. Con un buen cliente masculino, puedes salir de copas o llevarle a un

espectáculo de striptease. Si se trata de una mujer…

—Te hace el striptease ella misma —le interrumpió Elia.


—Basta de sarcasmo, Elia. No ha pasado nada y no habría llegado a pasar

nada. Sé cómo manejar la situación.

—Pues perdona que te diga, pero algo no has debido hacer bien, Arturo,
porque no me gusta saber que mientras dices estar trabajando te dediques a darte

el lote con las clientas. Ahora imagíname tú a mí besándome con cada posible
comprador de alguno de mis cuadros.

—Deberías saber —dijo Arturo aún más serio— que desde que estamos juntos
no he vuelto a besar a otra mujer que no seas tú.

—¿Es ese un estúpido juego de palabras? —dijo furiosa—. ¿Quieres decir que
tú no las besas a ellas pero ellas a ti sí? Ahora ya he escuchado bastante —e hizo
el amago de darse media vuelta.

—¡Escúchame! —le gritó él por primera vez esa noche—. No me había vuelto

a encontrar con una clienta tan insistente desde hacía mucho tiempo, y deja de
creer que esto me ocurre cada día. Estoy tan sorprendido como tú. No sabía

cómo deshacerme de ella sin poner en riesgo la venta.


—Tal vez arriesgas otras cosas —le dijo Elia mirándole fijamente a los ojos.

—O tal vez fuiste tú la primera en arriesgar cuando comenzaste a ignorarme.

—Observó con pesadumbre la sombra que oscureció los bonitos ojos de Elia—.

Lo siento, perdóname, no debería haberte recriminado algo así. Imagino por lo

que debes estar pasando.

—No, Arturo, no tienes ni puta idea de lo que me pasa.

—Si hablaras de ello, tal vez podría entenderlo. Si me contaras lo que sientes,
tal vez podría ayudarte, pero, como siempre, eres una caja cerrada, Elia, que solo

se abre cuando lo cree oportuno, y empiezan a faltarme las fuerzas para seguir

intentando abrirla.
—No voy a exigirte más esfuerzo, Arturo. Quizá con el que le dedicas a la

inmobiliaria y a tus clientas gastas todo el cupo. —Comenzó a caminar hacia la


salida—. Me voy a casa.

—Yo también me voy, si no te importa —dijo él mientras la seguía. Al salir a


la noche, al primer taxi que pasaba con la luz verde, Elia le hizo el gesto de

parar. Arturo se acomodó a su lado y permanecieron en silencio durante todo el


trayecto a casa.

Cuando entraron por la puerta, Elia caminó con presteza hasta el dormitorio,

abrió el vestidor y sacó una maleta del altillo que, sin mirar apenas qué
introducía en su interior, comenzó a llenar.

—¿Se puede saber qué haces, Elia? —le dijo Arturo, intentando tragarse el
pánico que lo estaba asolando.

—Me voy. Creo que necesitamos un descanso.

—Deja eso ahora mismo, cariño, no entiendo que esto esté llegando tan lejos.

No voy besuqueándome con nadie por ahí, hoy ha sido algo casual que no me

esperaba y…

—Ya no se trata de eso, Arturo —dijo Elia sin dejar de buscar entre su ropa
interior—, sino de que creo que necesitamos un paréntesis en lo que sea que

tenemos tú y yo.

—¿En lo que sea? —gritó—. ¡Te quiero, Elia! Hace tan solo unas semanas

íbamos a casarnos y a tener un hijo, ¿cómo hemos podido llegar a esto?


—Yo también te quiero, Arturo, y lo sabes —le dijo ella después de cerrar la

maleta—, pero a veces no es suficiente con eso.


—Una vez me prometiste que nunca volverías a dejarme —dijo él con

semblante adusto.
—No te dejo —dijo haciendo rodar la maleta—. Solo será un tiempo de

reflexión.
—Ya —contestó taciturno—. ¿Dónde vas a estar? —le preguntó dejando caer
sus hombros.

—En casa de alguno de mis hermanos —dijo mientras bajaba las escaleras

hacia el vestíbulo.
—¿Me llamarás? —preguntó—. ¿Nos veremos?

—No lo sé. —Y se alejó de la casa, de Arturo y de todo lo que la había


rodeado el último año de su vida.

Arturo tuvo que disponer de hasta el último gramo de coraje para dejarla
marchar. Apretando sus dientes, sus puños y su corazón, intentó convencerse de

que tal vez aquello fuera una solución. Aunque la sensación de pánico alcanzara

en ese momento la cota más alta posible.


CAPÍTULO 6

—¡Chicas! —gritó Miriam cuando se sentaron las tres amigas en la mesa de

siempre para comerse el bocadillo del almuerzo—. ¿Habéis echado un buen

vistazo a vuestro alrededor? Nunca había visto tanto hombre guapo, bien vestido

e interesante por metro cuadrado.

—Parece ser que el jefazo está cumpliendo —dijo Ana mientras propinaba un
bocado a su bocadillo de jamón.

—Sí, eso parece —dijo Daniela.

Esa mañana, nada más acercarse al edificio de Americ, las chicas ya respiraron
el nuevo aroma a progreso que se respiraba en sus alrededores. Había pintores

arreglando la fachada y restaurando el letrero de la fábrica, puesto que las letras

de Americ, S.A. hacía mucho tiempo que dejaron de ser visibles. Había operarios
y transportistas entrando y saliendo por la puerta del almacén con grandes

máquinas para realizar piezas de grandes dimensiones, y con otras más pequeñas
y más precisas. En el interior de la fábrica, todo eran idas y venidas, de los

encargados y del nuevo personal. Había chicas nuevas y un buen número de


hombres de variadas edades —en los que se había fijado Miriam—, desde

jóvenes en prácticas hasta ingenieros experimentados.


Mientras recordaban esas buenas sensaciones durante el almuerzo, Daniela
sintió un poquito más de suavidad en su interior, como si una esponja anidara

dentro de su pecho. Ricardo había cumplido, sí, y con creces, y no había

resultado ser el frío hombre que todos creían que era antes de conocerle. Todavía
le resultaba un tanto complejo, pues lo mismo la miraba como si pretendiese

comérsela en ese instante, que le daba a entender que utilizaba a las mujeres
cómo y cuándo le venía en gana, lo que no cuadraba demasiado con lo que ella

captaba de él.

—Y ahora —continuó Miriam—, Daniela creo que tiene algo que contarnos.

Lleva demasiado tiempo en Babia.

—Sí, bueno —inspiró—, yo quería pediros que me acompañaseis esta tarde a

hacer unas compras.

—¿Unas compras? —preguntó Ana.

—Me lo puedo imaginar —dijo Miriam con ojos brillantes—. Dime, por

favor, que has llegado a un entendimiento con nuestro guapo y elegante jefe.
—Más o menos —dijo Daniela haciendo una mueca.

—Y eso significa… —dudó Ana.


—Que voy a tener una cita con él en el apartamento que ha alquilado.

—Atención, atención —exclamó Miriam como si una gran público la


escuchase—, nuestra querida Dani por fin va a tener sexo, y con un tío que ni en
sus mejores sueños, oigan.

—¿Y eso es lo único que te ha propuesto? —le dijo Ana con semblante de
preocupación—. Te conocemos, Dani, y sabemos que tú no eres de las que se
lanzan sin meditarlo antes.

—Lo sé, Ana —le dijo a su amiga—, pero ese hombre me gusta, yo le gusto,

tengo vuestro visto bueno y el de la abuela. Hasta a mi hija le cae bien. Si tengo
que esperar a un príncipe que venga a caballo y me ofrezca un anillo voy lista.

Eso para las novelas románticas, Ana. Esto es el mundo real, donde, de
momento, lo único que podemos ofrecernos el uno al otro son unos momentos de

intimidad, de charla, la oportunidad de conocernos un poco, o de intentarlo.

O al menos, así era como ella lo imaginaba. Se estremeció nada más pensar en

ser acariciada por esas manos elegantes, en verlas pasearse por su cuerpo

desierto de caricias, en sentirlas rozar su piel apenas acariciada. Anhelaba sentir,

tocar, oler y saborear, después de años de negarse cualquiera de esos sentidos

con un hombre, y qué mejor forma de hacerlo que de las expertas manos de

Ricardo Rey, acostumbrado a hacer el amor con tan diversas mujeres y de tan

variadas maneras, que temía que ella le pareciera demasiado insulsa o inexperta.
Un suave escalofrío recorrió su columna al imaginarlo y una tonta sonrisa se

instaló en su rostro.

—Tienes toda la razón, Dani —concluyó Ana apretando sus manos entre las

suyas—. ¡Sí, claro que sí! —exclamó con una carcajada—. Si hay alguien en el
mundo que se merezca lo mejor, esa eres tú.

—Y tanto que se lleva lo mejor —dijo Miriam—. ¿No has visto la sonrisa de
flipada que se le ha puesto? Chica, llevas años de sequía, pero cuando te pones,
te pones. Por cierto —continuó—, esta tarde te llevaré a comprar una ropa

interior que, en cuanto tu amante te la vea, se lanzará sobre ti y te la arrancará a

mordiscos.
—¡A ver si es verdad! —rio Daniela.

****

Las tres amigas pasaron primero por casa de Daniela. Atravesando el corredor,

la joven paró en seco clavando los pies en el suelo cuando llegaron a la altura de

la habitación de su hija, obligando a sus dos amigas a chocar contra ella.

—Hola, Abril —saludó a la niña—. ¿Podrías salir un momento, por favor?

—Sí, hola mamá —la saludó como siempre, con un beso en la mejilla.
—Hola, señora —saludó también el joven que aparecía sentado frente al

escritorio de su hija, donde Daniela llevaba años observándola sola con sus
libros y sus deberes.

—Qué tal —le correspondió. Tiró de su hija hacia el pasillo y cerró la puerta
—. ¿Quién es ese chico?
—Es Marc, un compañero de clase.

—Qué mono es —dijo Miriam asomada por la rendija de la puerta.


—Perdona, cariño —dijo Daniela algo confundida—, pero nunca te había
visto hacer deberes con ningún chico.

—He seguido los consejos de Ricardo y me han ido genial, mamá.

—¿De Ricardo?
—Sí. Él me contó que en el instituto tampoco era muy popular, y que su

hermano acaparaba todas las miradas, por lo que decidió dar algunas clases a
compañeros, para ayudarles sin dejar de hacer sus propios deberes. Así,

socializamos más sin renunciar a ser nosotros mismos. No imaginas —dijo la

niña emocionada— la cola de compañeros que me han pedido ayuda. Marc me

ha dicho esta tarde que les parezco a la mayoría tan lista que no se atrevían a

acercarse a mí, pero que siempre me han admirado. ¿No te parece emocionante,

mamá?

—Pues… sí, claro —dijo Daniela aturdida. ¿Ricardo había tenido esa seria
conversación con su hija? ¿Le había contado detalles de su infancia? Sintió un

ramalazo de envidia de su hija y, por primera vez en mucho tiempo, la inquietud

por la falta de un padre en la vida de la niña. Por un diminuto instante imaginó a


Ricardo allí, con ellas, departiendo y continuando con sus consejos con aquella

amabilidad y saber estar que le caracterizaba, pero rápidamente lo desestimó.

El sonido del llamador de la puerta las interrumpió.

—¿Podrías abrir, Ana, por favor? —le pidió Daniela.

—Ahora mismo. —La joven abrió la puerta y un chico con una camiseta
amarilla y una gorra a conjunto las saludó con una sonrisa.
—Buenas tardes. ¿La señorita Abril Suárez?

—Soy yo —contestó la niña.

—Tienes un paquete. —El joven le entregó la caja, aceptó la firma de Daniela


y desapareció con la misma sonrisa.

—¡Es un móvil! —gritó Abril—. Seguro que ha sido cosa de Ricardo, pues el
domingo le comenté que no tenía.

—No es un móvil cualquiera, Abril —dijo su compañero ya fuera de la

habitación—. Es el iPhone más chulo que existe, ¡menuda pasada! Si quieres te

ayudo a activarlo.

—Sí, gracias, Marc. —Y desaparecieron tras la puerta del dormitorio.

—¿Me puede alguien explicar qué acaba de pasar aquí? —dijo Daniela algo

exasperada.
—Pues que, aparte de ser un bombón —contestó Miriam cogiéndola del codo

para dirigirse al salón—, tu chico ha resultado ser todo un caballero, de los que

quedan pocos. Ahora solo falta que nos cuentes que folla de fábula para que te
odiemos de pura envidia —y las tres amigas rompieron a reír, aunque Daniela no

acabara de estar del todo convencida.


—Hola, chicas —saludó la abuela desde el sofá—. ¿Habéis visto? Después de

décadas sin ver un chico guapo entrar en esta casa, en poco tiempo vienen dos,
uno para Dani y otro para Abril. Ahora solo falta que entre Sean Connery por la

puerta y me lleve en brazos a su Escocia natal.


—Ese pobre hombre se quedará sin la oportunidad de conocerla. Hola, abuela
—la saludó Miriam.

—No me pelotees y dime dónde pensáis ir esta tarde.

—Vamos de compras, abuela, al centro comercial de la carretera de la ciudad


—contestó Daniela—. No es como ir a Barcelona pero encontramos de todo.

—Espero que aproveches y te compres bragas nuevas, que las tuyas son más
feas que las mías, al menos si no quieres que Ricardo salga corriendo. ¡Ah!, y

condones, no sea que lo pilles desprevenido y la jodas dos veces.

—Joder, abuela —dijo Daniela entre divertida y contrariada—, no sé de dónde

has sacado esa idea, pero…

—A ver, chicas —le dijo a las amigas—, ¿he acertado?

—De pleno —contestaron al mismo tiempo.

—Pues ya estáis tardando, y traedme un paquete de cigarrillos, que es el único


gusto que puede darse esta vieja los cuatro días que le quedan.

—¿Y el que te dio Ricardo? —preguntó Daniela—. No pensarías que no iba a

darme cuenta.
—No sé de qué me hablas —disimuló la anciana mientras dirigía sus pícaros

ojos al techo.
—Adiós, abuela —dijo dándole un beso en la mejilla—. Volveremos pronto.

****
—¡Mira este conjunto, Dani! —gritó Miriam mientras sostenía en alto unas
bragas y un sujetador en color morado—. ¡Es monísimo! ¡A Ricardo se le caerán

los pantalones nada más verte!

—Joder, Miriam, deja de gritar todo el tiempo —se quejó Daniela—. La gente
no deja de mirarnos.

—Lo siento, guapa —le dijo bajando la voz—, pero es que me siento casi
responsable de tu cita, de que todo salga bien y de que Ricardo quede tan

enamorado de ti que únicamente desee volver a repetir.

—Después de ver lo que está haciendo con la fábrica —continuó Ana— y de

los detalles con tu hija, creemos que es el hombre perfecto para ti —suspiró—.

Tal vez habéis encontrado vuestra otra mitad.

—No digas esas cosas, Ana. Esa clase de hombres no se enamora, y mucho

menos de alguien como nosotras. Incluso fue él siempre el que dejó a sus novias,
que eran guapas, elegantes y perfectas.

Una honda melancolía se apoderó de Daniela, segura de todo lo que acababa


de decir, porque ella ya creía sentir algo por aquel hombre complicado y

esquivo. Comenzó alterándose cada vez que lo veía. Después, con el corazón
acelerado cada vez que lo tenía cerca. Más tarde, presa de una tibia debilidad

cada vez que sus ojos dorados la atravesaban. Ahora, feliz con solo pensar en él
y evocar su rostro durante un solo instante. Hasta parecía haber encandilado a la
abuela y a su hija.
—¡Este, Dani! —volvió a gritar Miriam—. Di que sí, porfa, que te pondrás
este conjunto la primera vez.

—Está bien —sonrió—. Ahora solo faltará un vestido y unos zapatos —

suspiró—. Vayamos a las ofertas.


—¡Y no te olvides los condones! —exclamó Ana, ganándose una divertida

mirada de sus amigas—. Yo… es el método anticonceptivo más seguro y


práctico, ¿no?

Tras la fructífera tarde, riendo y con varias bolsas en las manos, caminaron
hacia la salida del centro comercial, acelerando sus pasos para poder coger el

próximo autobús que les llevaría de vuelta a casa. Justo antes de saltar sobre las

últimas escaleras mecánicas, una imperceptible capa de oscuridad cayó sobre el

semblante de Miriam, apagando su risa de golpe.

—¡Mirad! —exclamó Ana—. ¡Si es Leo! —Las tres amigas se acercaron a la

mesa de una de las cafeterías que ofrecía el centro, donde en esos momentos,

Leo, su encargado, departía entre risas junto a su mujer y dos parejas más.
—¿Qué tal, Leo? —saludó Miriam una vez el grupo advirtió su presencia. Tal

vez el tono mordaz que empleó lo hubiese detectado alguien más que ella y el
propio Leo, pero, en esos momentos de ira, a Miriam le importaba una mierda.

—Hola, chicas —correspondió él al saludo—. Ellas son tres compañeras de


trabajo —informó a sus acompañantes en un tono totalmente alegre y

despreocupado, motivo por el cual Miriam sintió multiplicar su rabia por mil.
—Yo ya las conozco de vista —dijo su mujer—, cuando nos encontramos en
la panadería o el mercado. ¿Queréis acompañarnos a tomar algo? —preguntó la

mujer de forma cordial y sincera. Y Miriam sintió que se desinflaba y parte de su

ánimo se desparramaba por el suelo. Su mujer no era especialmente guapa o fea,


pero parecía amable. Aparentaba unos cuarenta y pocos años, llevaba el cabello

corto y castaño y conservaba buena figura. Por primera vez en los meses que
hacía que se había liado con Leo, Miriam se preguntó por qué le era infiel a su

mujer.

—No, gracias —contestó Daniela, que no había dejado de observar de reojo a

su amiga—, hemos de marcharnos ya si queremos coger el autobús.

—Otro día será —dijo Leo, que en ningún momento había mirado a la

pelirroja a los ojos—. Ya nos veremos mañana, chicas, que tenemos mucho que

hacer en la fábrica hasta ponernos al día con todo. Tendríais que ver —se dirigió
a las parejas que los acompañaban en la mesa pasando a ignorarlas a ellas— el

cambio espectacular que ha dado la fábrica. Va a convertirse en la mejor de la

comarca y en una de las más modernas del país…


—¿Te ocurre algo, Miriam? —le preguntó Daniela mientras descendían ya por

las escaleras mecánicas.


—¿A mí? —contestó con aparente tranquilidad—. A mí no me pasa nada.

Daniela se apuntó mentalmente hablar con su amiga cuando estuviesen a solas


y la pillara desprevenida, una conversación que no podía esperar más tiempo.

Sobre todo, cuando vio los bonitos ojos oscuros de Miriam iluminarse con un
brillo casi diabólico cargado de rencor.

****

Esa era la calle y el número. Daniela volvió a comprobar la tarjeta que esa

mañana había aparecido en su taquilla del vestuario, por cierto ahora más amplio

e iluminado, con cómodas duchas y grandes espejos. En el reverso de la tarjeta

constaba la hora a la que debía estar lista, la misma a la que un taxi la esperaría

en la puerta de su casa. Todo calculado y discreto.

Respiró hondo y entró en el portal del edificio de cuatro plantas, uno de los

más lujosos que se habían construido en aquella zona, donde últimamente la


demanda de viviendas como segunda residencia había aumentado debido a la

construcción de un campo de golf.

Qué fácil, pensó Daniela, es a veces pasar de un mundo a otro totalmente


diferente, del sencillo ambiente de su pueblo donde los habitantes intentaban

sobrevivir, a un lugar donde solo había divisado grandes coches, lujosas


residencias y altos muros con cámaras de seguridad.

Ya en el interior, un portero uniformado de gris la condujo al ascensor, donde


lo primero que hizo fue mirarse en el espejo. Hacía mucho tiempo que no se

arreglaba para salir y no le disgustaba el resultado. Con ayuda de las chicas


había elegido un sencillo vestido negro de punto con un cinturón y los botines
que calzaba, puesto que, a pesar de las protestas de Miriam, se había negado a

comprarse unos altísimos zapatos por el riesgo de acabar lisiada tras años de

calzar botas y deportivas. El cabello lo había dejado suelto sin más y se había
maquillado discretamente. O eso le había dicho Miriam mientras la perseguía

eye liner en mano.


Mientras subía al ático, no llegó a sentir ninguna muestra de histerismo, pero

sí los lógicos nervios que invadirían a cualquiera que hiciera siglos que no estaba

con un hombre. Esperaba que fuese como montar en bicicleta, aunque, más que

recordar nada, esperaba que su instinto y su cuerpo hablasen por ella.

Ya estaba frente a la puerta. Hizo una nueva inspiración y pulsó el timbre con

dedos temblorosos, más de expectación que de nervios. O eso quería creer.

—Hola, Daniela. Pasa, por favor —dijo Ricardo tras abrir la puerta.

Y cuando la joven pasó a su lado y entró, todos los argumentos que llevaba

pensando sobre su falta de nervios y su tranquilidad, fueron todos directamente a


la basura.

—Hola, Ricardo. —A pesar de no estar segura si hacía bien, lo miró de arriba


abajo y se deleitó en mirarle, mejor dicho en admirarle. Llevaba un pantalón

oscuro y una camisa clara entreabierta que dejaba ver parte de su pecho. Tragó
saliva. Levantó la vista y casi jadea al advertir aquella dorada mirada de nuevo

clavarse en ella. Su cabello broncíneo volvía a brillar bajo la luz de los focos del
techo. Y volvió a tragar saliva.
—Estás muy guapa —dijo Ricardo—. Diferente.

—Gracias, supongo —suspiró—. En fin —dijo mirando a su alrededor, dando

algunos pasos en círculo mientras movía sus manos sin cesar retorciendo el asa
del bolso que llevaba aferrado entre los dedos—, menudo apartamento. Es una

pasada, sobre todo la decoración.


—Lo he alquilado amueblado —dijo Ricardo sin moverse del centro de la

estancia—, y no me agrada especialmente. Me gustan los ambientes más cálidos

y clásicos, como el despacho de mi casa o de la inmobiliaria, donde todos los

muebles son de estilo Chippendale.

—Chippendale —repitió ella arqueando las cejas—. Ese estilo de muebles

solo los he visto en las revistas de decoración con casas imposibles solo para

ricos. O he leído sobre ellos en novelas victorianas.


—Intentas poner un muro entre nosotros, Daniela, y no existe. Solo somos un

hombre y una mujer.

—Acabo de ser consciente de que ni siquiera sé nada de tus gustos.


—Sabes que me gustas tú. Es suficiente.

—Tú también a mí… quiero decir… —se llevó las palmas de las manos a las
mejillas—. ¿A que me he puesto roja?

—Un poco —sonrió él. Y fue esa sonrisa la que acabó por derretir a Daniela,
convirtiendo sus piernas en mantequilla fundida—. Mira —le dijo arrancándole

el bolso de las manos y conduciéndola a uno de los sillones—, será mejor que te
tranquilices, te sientes y tomemos una copa. ¿Qué te apetece?
—Pues, no sé —dijo ella sentada ya en el sillón de piel blanca—. Nunca bebo

nada, solo cava en Navidad, y no distingo el bueno del barato, como el otro día

con el vino que trajiste.


—Toma —le dijo al ofrecerle una copa con un líquido oscuro—, bebe esto. Es

brandy y, al menos, te hará entrar en calor.


—No, si calor ya tengo… joder —dijo sonriendo ella ahora—, ya he vuelto a

meter la pata.

—Nunca me pareciste alguien inseguro, Daniela —dijo él mientras se sentaba

en la pareja del sillón frente a ella—, sino alguien fuerte y valiente, la primera

que me plantó cara cuando aparecí por la fábrica tras años ignorando su

existencia.

—Ya —sonrió ella con una mueca—, a veces no puedo sujetar mi lengua, pero
solo cuando creo llevar la razón.

—Y la has llevado todo este tiempo.

—Ahora tengo mis dudas. —Dio un sorbo a su copa sin medir la cantidad y
comenzó a toser—. Lo siento, la falta de costumbre. La misma falta de

costumbre de estar con un hombre, por eso parezco ahora mismo una tonta de
remate.

«Porque me pones nerviosa. Porque solo de pensar que me vas a hacer el amor
esta misma noche, siento que mi cuerpo arde y mi corazón se acelera…»
—Claro que no —volvió a sonreír él.
—Por cierto, ya que estamos aquí, hablando tranquilamente, quería darte las

gracias por molestarte en darle consejos a mi hija. Yo intento ayudarla en todo lo

que puedo, pero el trabajo…


—De nada, Daniela, y no te justifiques, eres una madre ejemplar. No hay más

que conocer a tu hija para corroborarlo.


—Pero al mismo tiempo —volvió a dar otro sorbo, esta vez con medida—, me

gustaría pedirte que no le volvieras a hacer ningún regalo. Esta vez permitiré la

alegría que le has brindado con el móvil, pero no quiero que se acostumbre a

unos caprichos que no nos podemos permitir. No la hagas creer que puede tener

cosas caras, que se pueden obtener con esa facilidad. Y mucho menos que pueda

llegar a pensar que las ha obtenido a cambio de que su madre se tire al jefe.

—Lo hice antes de saber que íbamos a estar juntos.


—Pues no vuelvas a hacerlo. Nos va bien a nuestra manera. No necesitamos

más.

Ricardo miró a la joven dando un nuevo sorbo a su copa. Sin exteriorizarlo,

sentía danzar juntas en su interior a la duda y a la confusión. Muchos habían sido


los regalos que había hecho a lo largo de su vida a distintas mujeres, y había

recibido a cambio, como mínimo, unas palabras de agradecimiento, aunque la


mayoría de ellas habían sido bastante más generosas y complacientes. Ahora, se
topaba con alguien tan distinto, que apenas sabía cómo reaccionar. Daniela, a

pesar de su nerviosismo, volvía a mostrar su carácter, proclamando una


autonomía de la que se sentía satisfecha.
¿Qué sentiría cuándo descubriera que él no iba a ser el amante que ella

esperaba?

—¿Por qué estás aquí exactamente, Daniela?

—Porque creo que entre nosotros existe una corriente de atracción que hacía

mucho tiempo que no sentía. —Sincera y directa, lo mejor para unas

circunstancias un tanto extrañas.

—¿Y qué esperas que pase después?


—Nada, yo nunca espero nada de nadie. Es la mejor forma de no llevarte un

chasco.

—Todavía estás a tiempo de marcharte por esa puerta —dijo haciendo un

gesto con su cabeza—. Y no temas ninguna represalia por mi parte, tu trabajo en

la fábrica seguiría como hasta ahora.

—No temo nada. —Daniela dejó la copa sobre la mesita de cristal, se levantó

del sillón y se colocó de rodillas frente a Ricardo, sintiendo bajo las medias el
suave tejido de la alfombra. Sin estar segura si el motivo era el brandy o su

propia determinación, decidida, posó sus manos sobre las rodillas del hombre y
lo miró a los ojos—. No temo que puedas hacerme nada malo. No dejas de ser

un extraño para mí y, a pesar de ello, confío en ti, e intuyo que eres buena
persona, por mucho que las revistas te hayan mostrado siempre como el rico sin
escrúpulos que abandona a las mujeres. Me parecen tan sinceras como cuando

dicen que el desnudo de alguna famosa ha sido improvisado. —Posó una de sus
manos en la mandíbula masculina—. Y no pienso irme, por muy nerviosa que
esté. Te deseo, Ricardo, y la vida a veces te ofrece una única oportunidad.

—No estoy acostumbrado a tanta sinceridad —dijo Ricardo todavía tenso

porque ella parecía tocarle por todas partes.


—¿No te gusta mi sinceridad? —susurró ella al tiempo que acercaba su boca a

la zona del pecho que mostraba por entre la abertura de la camisa. Atraída como
una polilla hacia la luz, posó sus labios en esa zona, notando al instante la tibieza

de su piel y el cosquilleo de su vello. Embriagada por su aroma masculino,

continuó ascendiendo, sin despegar los labios, besando su cuello, aferrando la

camisa entre sus dedos, deslizando su lengua sobre el pulso que bombeaba bajo

su piel. Mientras seguía notando los latidos de su propio corazón retumbar en su

cabeza, resiguió la línea de su barbilla y alcanzó su labio inferior, dispuesta a

volver a experimentar el salvaje beso que él le ofreció en la puerta de su casa.

Pero se quedó con las ganas. Fue en ese instante cuando Ricardo la apartó de

sí tomándola por los brazos, obligándola a ponerse en pie junto a él.

—¿Estás segura? —susurró Ricardo. El corazón le dio un vuelco cuando

contempló la expresión soñadora de Daniela, dispuesta a darle lo que él pidiera.


—Llévame a tu cama y hazme el amor, Ricardo, por favor.

—Ven conmigo. —Ricardo le ofreció la mano y ella se la tomó, confiada. Aún


estaba por ver si ella reaccionaría igual cuando entrara en la habitación que él

había acondicionado para el momento. Ricardo accionó el pomo de la puerta, le


dio al interruptor de la luz y tiró de su mano para que ella entrara junto a él.
—¿Pero qué…? —Daniela no supo qué decir. Alucinada, recorrió con su

mirada aquella estancia, de lado a lado y del suelo al techo. Una cama,

aparentemente normal, presidía el lugar, cubierta por suaves sábanas de satén en


color oscuro. Lo insólito, lo peculiar y absolutamente sorprendente eran,

precisamente, las paredes y el techo, forrados de espejo hasta el último


centímetro de su superficie.

Un momento. Algo más llamó su atención. Se acercó al cabecero de la cama


de cromados barrotes y distinguió en la cercanía un par de objetos que hubiesen

hecho salir corriendo a la más pintada, ella incluida. Pero no huiría ahora, no de

Ricardo. Su experiencia le había enseñado a afrontar cada obstáculo que osara

ponerse en su camino, y su camino en ese momento era Ricardo.

—¿Qué es esto? —dijo la joven rozando con sus dedos las dos muñequeras de

cuero que colgaban del cabezal.

—Para rodear con ellas tus muñecas.


—¿Vas a atarme?

—Solo si aceptas quedarte.


—¿Me harás daño?

—En absoluto. Solo te mantendré sujeta por las muñecas. El resto solo será
sexo normal.

—Sexo normal —repitió ella jocosa—. Dudo que haya algo de normal aquí —
dijo echando una nueva ojeada a los espejos.
—Te trataré bien, Daniela, no te haré nada que no desees. Pero puedes

marcharte ahora mismo si es lo que quieres.

Tras infinitas noches dando vueltas en su cama, pensando en Daniela,

aferrando su miembro hinchado por la fuerza de la costumbre, había llegado a la

conclusión de que con ella no tendría suficiente con darse placer a sí mismo.

Había llegado el momento de dejar a un lado ciertos temores y volver a tocar,

oler y saborear el cuerpo de una mujer.


Pero con ciertos límites, con ciertas restricciones. Él haría. Ella no.

—No, no quiero irme —dijo Daniela viéndose reflejada donde quiera que

mirara—, pero necesito que me expliques qué es lo que vamos a hacer.


—Te desnudarás, te sujetaré a la cama y dejarás que te dé placer.

—¿Y tu placer?

—Lo obtengo yo mismo, contigo.

—No entiendo…
—Ya lo verás. —Abrió el cajón de una cómoda, el único mueble que había en

la habitación aparte de la cama, y sacó una caja de preservativos que lanzó sobre
la cama. Daniela suspiró de alivio. Al menos había algo normal en todo aquello.

—Vale, bien —dudaba Daniela mientras no dejaba de pasar su lengua sobre


sus labios resecos—. Suena un poco frío, ¿no?

—Será diferente —contestó él mirándola intensamente, con lo que Daniela no


pudo evitar acabar de convencerse. Desde el mismo instante en que él le había
descrito lo que harían —o lo que debía imaginar que harían—, se había excitado

y mojado hasta el punto de comenzar a molestarle sus bragas, aquellas que

acababa de estrenar—. ¿Deseas probarlo o prefieres marcharte?


—Te deseo a ti, Ricardo, ya lo sabes —contestó ella al borde del delirio. Su

cuerpo despertó de su letargo el día que ese hombre la había mirado, haciéndola
sentirse viva el día que la había besado. En ese momento, su cuerpo estaba

excitado, impaciente por disfrutar lo que estuviese por venir—. Así que, no me

voy a ir.

—Ahora ya es demasiado tarde —dijo Ricardo con sus ojos oscurecidos de

deseo. Ella no se había asustado, ni se había marchado o amedrentado, sino que

se había limitado a exponer la realidad, que no era otra que su deseo hacia él. Y

él ya la deseaba demasiado—. Así que, desnúdate.


—¿Cómo dices?

—Que te desnudes. Ahora.

—De acuerdo —le dijo elevando su barbilla. ¿Qué se creía? ¿Que todo había
sido una fanfarronada y en cualquier momento echaría a correr? Pues de eso

nada. A ver, era cierto que en todo momento había imaginado las manos de
Ricardo sobre su cuerpo mientras la desnudaba, pero a veces nada es cómo

parece o te imaginas—. ¿Todo? —le preguntó mientras tiraba el bolso sobre la


cómoda.

—Sí, todo. —Daniela se sacó los botines y el cinturón, pero cuando fue a
sacarse el vestido recordó que sus amigas la habían ayudado a subirle la
cremallera que llevaba en la parte de atrás. Se giró y le ofreció la espalda a

Ricardo—. ¿Te importaría bajarme la cremallera?

A través de su reflejo, la joven pudo apreciar que el rostro de Ricardo parecía

imperturbable, lo contrario al temblor que sus dedos traspasaron a la piel de su

espalda. Lentamente, Ricardo afianzó la presilla y bajó la cremallera,

descubriendo cada centímetro de su piel desnuda, provocando en Daniela una

miríada de escalofríos ardientes que recorrieron la longitud de su columna. Sin


decir palabra, él se echó un paso atrás y observó cómo ella movía los hombros

hacia delante para dejar caer el vestido, primero hasta la cintura, las caderas, y,

girándose de nuevo hacia él, hasta el suelo. Desabrochó el cierre de su sujetador

y se deshizo de él de la misma forma, dejando libres sus pechos, redondos y

erguidos, con los pezones duros y tensos. Deslizó cada una de sus medias,

afianzó la tira de sus braguitas y cayeron al suelo junto a todo lo demás.

A partir de ahí, dos sentimientos opuestos parecieron envolverla. Totalmente


desnuda y admirada por Ricardo, Daniela casi se marea de placer y expectación,

pero, al mismo tiempo, una evidente decepción la asoló. Ella se había imaginado
algo parecido al beso que se dieron aquella noche, pasional, desenfrenado, con

prendas de ropa volando a su alrededor mientras caían sobre una cama y hacían
el amor con desesperación.
Pero nada de eso estaba sucediendo.
—Ahora sube a la cama. —Daniela le obedeció y se tumbó sobre las sábanas.
Él se acercó por un lado, sujetó su muñeca derecha con la correa de la

muñequera, y repitió la operación al otro lado con la izquierda, dejándola

desnuda y con los brazos estirados sobre la cabeza.

Ahora le tocaba el turno a él. Se sacó lentamente la camisa y se deshizo de los

pantalones y la ropa interior, quedando desnudo frente a ella, que emitió un

jadeo cuando observó su cuerpo al completo. Su delgadez era totalmente

engañosa, pues sus músculos parecían de acero, tensos por el deseo y el ansia de
control que parecía acompañarle en todo momento.

Caminó con lentitud y elegancia felina, mostrando sus anchos hombros, su

pecho duro salpicado de vello y su estrecha cintura, bajo la que se erguía su

erecto e hinchado miembro. Daniela sintió el cosquilleo de nubes de burbujas en

su estómago, admirando la imagen más perfecta que hubiese visto en su vida,

una impecable mezcla de elegancia y virilidad.

Ricardo se acercó a los pies de la cama y comenzó a tocarle los pies y las
piernas, con cuidado, despacio, subiendo su mano por los muslos y las caderas,

el vientre y los pechos, donde se demoró mientras estimulaba sus pezones y los
hacía endurecerse con la yema de sus dedos, con decisión pero con

comedimiento. Después, hizo el mismo recorrido con la lengua, comenzando por


lamer su empeine, la longitud de sus piernas, su vientre y, por fin, sus pechos.
Daniela hizo un esfuerzo sobrehumano para mantener sus ojos abiertos, girar la

cabeza y poder contemplar en el espejo lateral la boca de Ricardo chupando y


succionando uno de sus pezones mientras retorcía el otro entre sus dedos. Lanzó
un hondo gemido al aire al tiempo que sus caderas se alzaban en busca del

contacto que de momento no existía, solo un placer maravilloso que la hacía

retorcerse sobre las brillantes sábanas. Ricardo levantó la cabeza y la miró un


instante, antes de colocarse de nuevo a los pies de la cama, abrirle las piernas,

sujetarla por los tobillos y hundir su cabeza en el húmedo sexo femenino.


Esta vez fue un agudo grito el que lanzó, cuando la lengua de Ricardo

comenzó a lamer la entera longitud de su sexo. Dio un fuerte tirón de las

muñequeras y la cama entera traqueteó, mientras el arqueo de su cuerpo solo

permitía que apoyara la nuca en la almohada y los tobillos en la cama. Con un

nuevo esfuerzo consiguió abrir los ojos y verse a sí misma en el espejo del techo

con el rostro desencajado de placer, mientras la cobriza cabeza de Ricardo se

movía entre sus piernas. Imposible aguantar más. Un electrizante orgasmo la


sacudió de arriba abajo, haciendo temblar cada músculo y cada hueso de su

cuerpo, al mismo tiempo que se estremecía cada centímetro del armazón de

aquella cama. Nuevos gemidos danzaron en el aire mientras las intensas oleadas
de placer iban abandonando su cuerpo y lo dejaban laxo, volviendo a caer de

golpe sobre el colchón mientras su boca dejaba escapar los últimos jadeos.

—Lo… lo siento —fue lo primero que balbució.


—¿Por qué? —preguntó Ricardo irguiéndose ante ella. Su rostro seguía tenso,
con los tendones del cuello marcados, todavía inexpresivo, aunque decenas de

pequeñas gotas de sudor habían brotado por toda su piel, dotándola de brillo y
humedad.
—Solo has de mirar a tu alrededor —dijo Daniela con la respiración aún

acelerada—. Llevo siglos sin sexo y me atas a una cama, puedo contemplar

nuestro reflejo donde quiera que mire, me chupas entre las piernas… joder, no he
podido aguantar ni un minuto.

—A ver cuánto aguantas ahora. —Mientras ella hablaba, él no había perdido


el tiempo. Se había colocado un preservativo, se había situado de rodillas sobre

la cama, y ya comenzaba a acomodar las piernas de Daniela sobre sus hombros,

dejándola totalmente abierta para él. Intentó no mirar demasiado aquel sexo

húmedo, rosado y abierto, pasando directamente a la acción. Buscó la entrada

con su glande, dio un seco golpe de caderas y se enterró en ella hasta el fondo.

Ella emitió un quejido de dolor y él paró un instante para asegurarse que no

había sido demasiado brusco. —Lo siento —le dijo con un hilo de voz. Ahora ya
sudaba copiosamente. Si ella tardaba más de lo necesario en recomponerse, se

correría en aquel mismo instante sin remedio.

—No —gimió ella—, no te preocupes. Ha sido la sorpresa. Ha pasado tanto


tiempo… —dijo ella un tanto avergonzada. Tal vez ese era el momento en el que

a Ricardo le parecería demasiado insulsa e inexperta, acostumbrado a tener a


tantas mujeres en su cama. Aunque, había algo extraño, en su mirada algo

perdida, en sus movimientos algo mecánicos y controlados, como si siguiese un


guion trazado...

—Lo siento mucho —dijo él avergonzado por su ímpetu—. ¿Estás bien?


—Contigo, siempre.

Ninguno de los dos pudo ya volver a pensar. Ricardo, perdido ya dentro de

aquella suavidad, comenzó a bombear dentro del cuerpo de Daniela, moviendo


sus caderas a un ritmo lento y constante. Creyó volverse loco de placer cuando

abrió los ojos y la contempló, con los brazos tibantes sobre su cabeza, la boca

entreabierta, sus pechos danzando sobre su tórax. Pero se recompuso a tiempo y

pensó con fuerza en el control de su cuerpo y sus emociones, tan solo en la

consecución del placer final. Soltó uno de sus tobillos para posar sus dedos sobre
su sexo y frotar su clítoris, provocando que ella volviera a gritar del éxtasis. Él,

sin embargo, ahogó simplemente un lamento, mientras concluía sus últimos

envites contra la pelvis femenina. Cuando comprobó que ella relajaba su cuerpo,

de forma tranquila, salió de su interior, se bajó de la cama y se deshizo del

preservativo. Se acercó al cabecero y desató las muñequeras de la cama,

presionando a continuación con la yema de sus dedos sobre la tracería de sus

venas para evitar cualquier calambre por la postura forzada.

—Gracias — le dijo Daniela. Ese simple contacto de sus manos en sus

muñecas la llenó de anhelo. Ni siquiera había podido tocarle.

Porque, ¿dónde habían estado los abrazos, los besos, los roces o las caricias?

Jamás dudaría que el placer experimentado había sido arrebatador, emocionante


y enloquecedor, pero, para ella, incompleto. Aunque no le diría nada. Él ya la

había advertido que tal vez no le gustara, había intentado convencerla de que se
marchara porque con él no sería sexo normal.
¿Y qué es el sexo normal? ¿Acaso no habían disfrutado? Había experimentado

dos orgasmos como dos soles y, aunque imaginó un encuentro distinto, había

sido con Ricardo y era lo que le importaba. Sabía de antemano que aquello no
tenía futuro, que solo iba a haber momentos de placer, con lo que el día que

acabase sentiría menos pesar.


Esperaba que el dolorcillo instalado en su vientre en ese momento tuviera un

origen diferente que el de pensar en ese final.

Siempre y cuando él quisiera volver a verla después de aquella noche, porque,

con rostro ausente, ya había comenzado a vestirse, sin apenas mirarla, sin apenas

hablar.

—¿Quieres que me quede contigo esta noche?

—No —dijo Ricardo mientras se abotonaba la camisa. Ya había sido

demasiado para él.

—Vale —dijo ella con una mueca—, alto y claro.


—No quería resultar borde, Daniela, pero he de ser claro y sincero contigo.

Entre nosotros no va a haber cenas, flores o paseos románticos cogidos de la


mano. Esto que hemos tenido es lo máximo que tendremos.

—¿Estás interesado en repetir? —dijo ella disimulando las ganas de dar un


bote de alegría.
—Si tú quieres…

—Sí —contestó demasiado rápido—, me gustaría volver a estar contigo.


—Bien —dijo Ricardo intentando esconder en su garganta un sonoro suspiro
de alivio—. Si te parece, te llamaré un taxi.

—Sí, gracias. Con tu permiso, utilizaré tu ducha y me vestiré.

—Lo que quieras. Me voy un rato al despacho. Cuando te marches me avisas


y haré unas gestiones con el ordenador.

****

Solitario: Es difícil expresar lo que siento en este instante. Muchas son las

sensaciones vividas esta noche, de comienzo, de cambio, de esperanza. Solo

quería agradecerte, si estuvieras ahí, tantas palabras escritas, de consuelo y de


ánimo, de optimismo y de fe.

De nuevo, una persona sonrió al otro lado, con el mismo sentimiento de


ilusión y esperanza.

****

En aquella ocasión, Miriam bajó del autobús sin recordar mirarse en su


pequeño espejo, ni de retocarse el maquillaje o de rociarse con un poco más de
perfume. Bajó en la parada correspondiente como una exhalación y se acercó a

Leo que, como siempre, la esperaba apoyado sobre una pared mientras fumaba

un cigarrillo.

—Hola, preciosa —la saludó mientras lanzaba la colilla al suelo y expulsaba

el humo de la última calada, tras lo cual fue a rodearla con sus brazos.

—Déjate de gilipolleces, Leo —le correspondió ella con un empujón—.

Tenemos que hablar.


—Vale, vale, está bien —dijo él levantando las manos en señal de rendición

—. Vayamos al hotel de todos modos y hagámoslo tranquilamente.

—Sí, vamos, pero no creas que acabaremos como siempre, follando como

locos para olvidarnos del problema, porque está ahí, Leo, y no lo podemos

ignorar.

—Que sí, que sí —la apaciguaba él sin dejar de caminar a paso ligero hacia el

hotel.
—¡No, Leo, no me trates como a una gilipollas! —le dijo arrancando su brazo

del agarre al que la sometía—. ¡Todavía no me has dicho el motivo por el que le
pones los cuernos a tu mujer, y empiezo a creer que no existe tal motivo, que

solo soy el polvete de un cuarentón que intenta sentirse joven tras la típica crisis
de los cuarenta!
—Joder, Miriam —susurró él volviendo a afianzarla del brazo—, ¿quieres

dejar de armar escándalo? Está bien, hablaremos, pero sin tener que explicarle
nuestra vida a todo el que pase por la calle.

Pagaron de nuevo en efectivo a la mujer que veía la tele y que en ese momento

ya tejía otro jersey, y subieron a la misma habitación de siempre. O al menos era


idéntica a la de siempre, con la decoración al estilo y la época de «Cuéntame».

—Supongo que quieres hablar de lo del otro día —comenzó Leo mientras ella
soltaba el bolso y se cruzaba de brazos enfurruñada—, pero, ¿qué querías que

hiciera? ¿Mirarte como me gusta, imaginándote desnuda?

—Es eso en lo único que piensas, ¿no es cierto? En follarme.

—Deja el drama, Miriam —dijo él exasperado—, y piensa por una vez en

alguien más que en ti misma. A veces se me olvida que no eres más que una cría

de apenas veintiocho años.


—¡A la que te encanta tirarte! —gritó ella—. ¡Eres un cabronazo, Leo! ¿En mí

misma? —Le dio de nuevo un empujón contra el pecho—. Contéstame a una

pregunta, cerdo, ¿por qué le pones los cuernos a tu mujer?

—Joder. —Leo se encendió un cigarrillo y se sentó en el filo de la cama—. No


eres la primera, Miriam, y con ese detalle imaginarás que lo que necesito en el

sexo no lo obtengo de mi mujer. Solo fueron relaciones esporádicas, polvos


rápidos, hasta que un día tú me miraste en la fábrica de un modo tan ardiente que

ya no fui capaz de sacarte de mi cabeza.


—Nunca pensaste dejarla, ¿no es cierto?

—Al principio no, no voy a mentirte —dijo dando una profunda calada—.
Pero luego, tú misma lo has visto, ahora solo deseo estar contigo. Pero tengo dos
hijos, Miriam, y podré ser el peor marido del mundo, pero quiero a mis hijos y

no voy a dejarles ahora.

—¿Y tú me llamas a mí egoísta? —dijo ella con una profunda ira—. Tienes el
amor de tus hijos, a tu mujercita preparándote tu fiambrera y tus camisas, y a una

amante a la que puedes dar por culo cuando te apetezca. ¿Y yo, Leo? ¿Qué pasa
conmigo? Yo no tengo nada. Ni hijos, ni un novio con el que pasear por la calle

sin miedo a que me vean con él. Cada día detesto más el momento en que me lie

contigo. Ojala me hubiese roto un brazo aquel día y me hubiese quedado en

casita.

—No digas eso —bramó él mientras se ponía en pie y hundía el cigarrillo en

un cenicero oxidado—. Además —dijo acorralándola contra la pared—, nos

habríamos liado de todos modos en cualquier otro momento. Nos deseamos hace
mucho tiempo —y comenzó a darle pequeños besos por el rostro y el cuello.

—¡Que te den, capullo! —dijo intentando zafarse a manotazos de él sin

conseguirlo—. Te crees que con un polvo todo vuelve a quedar solucionado,


pero mientras tanto, te sigues acostando con tu mujer.

—Cariño… —le dijo él estrechando más su abrazo.


—¡Niégamelo, anda! ¡Niega que todavía te la tiras a ella también!

—¡Y qué quieres! ¿Que le haga creer que puedo pasar meses y años sin
hacerlo?

—Joder —se lamentó la joven. Cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron
por sus mejillas.
—Solo cuando no tengo más remedio —la consoló él entre besos—. Y solo

puedo excitarme si pienso en ti, Miriam, solo si pienso en ti. —Con frenesí,

comenzó a despojarla de su ropa, mientras no dejaba de besar su cuello y sus


labios—. Solo si imagino tu cara y tu cuerpo.

Tras desnudarla en su totalidad, la volvió a acorralar contra la pared mientras

la besaba con pasión y él mismo se deshacía de su camisa a tirones, intentando

no despegar sus labios para no dejarla pensar. Lamió sus lágrimas y sus pechos,
y continuó bajando para poder abrir sus piernas y lamer su sexo, que ya

palpitaba de deseo.

A Miriam la envolvió la furia y la excitación, un cóctel explosivo que la sumió

en la desesperación y el deseo. Enfebrecida, lo hizo ponerse en pie para besar su

boca con rabia, mientras lo afianzaba de los hombros y lo hacía apoyarse a él en

la pared. Desabrochó sus pantalones con vehemencia, se los bajó, y se agachó

para lamer su miembro, comenzando por su glande violáceo y bajando por su


grueso tronco para acabar succionando sus testículos. Leo dejó caer su cabeza en

la pared y cerró los ojos mientras gemía y acariciaba su pelirrojo cabello, aunque
en un instante de lucidez, sacó un preservativo del pantalón e intentó apartar a

Miriam para su colocación.

—Para, para, preciosa —le decía deslizando el preservativo sobre su pene a

pesar de la lengua que no dejaba de lamerlo—. Hoy no quiero correrme en tu


boca, quiero follarte. —La levantó por los brazos y la hizo rodear su cintura con
las piernas para poder mirarla a los ojos—. Quiero follarte y demostrarte que

eres la única que me excita, que me enciende, que es capaz de hacer que me

corra con solo pensar en ella. —Tentó la entrada a su cuerpo y la empaló de un


golpe. Miriam gritó con fuerza y se sujetó a sus hombros, subiendo y bajando

con rapidez, echando hacia atrás su cabeza mientras él lamía sus pechos y la
ayudaba con el ritmo aferrando sus glúteos entre sus manos. Desvió uno de los

dedos que la sujetaban y buscó su ano para penetrarlo, bombeando al ritmo de

los envites de su pelvis. Miriam aceptó la invasión con placer, lo mismo que la

lengua en su boca, y así, llena de él por todas partes, estalló en un fuerte y

estremecedor orgasmo al mismo tiempo que él se deshacía sin dejar de

embestirla y besarla. Sin salir de su cuerpo, dio un par de pasos y, trastabillando,

se dejó caer en la cama con ella, mientras sus agitadas respiraciones trataban de
volver a la normalidad.

Minutos más tarde, yacían desnudos sobre las arrugadas sábanas, mientras Leo
fumaba mirando al techo y Miriam descansaba sobre su pecho y enlazaba un

brazo sobre su cintura.

—Te quiero —susurró Miriam.

Leo intensificó su abrazo y la besó en el pelo, mientras Miriam cerraba los


ojos y dejaba rodar una nueva lágrima.
****

El timbre de la puerta la obligó a abrir los ojos. Salió de la cama y, arrastrando


los pies, se acercó a abrir la puerta.

—Hola, Pablo —dijo Elia con pereza. Dejó que su hermano entrara y se

volvió hacia la cocina a prepararse un café.

—¿Estabas en la cama a estas horas? —se sorprendió Pablo entrando


directamente al pequeño salón—. Vaya una pinta que me llevas —dijo señalando

su pijama de ositos y su blanquecino cabello enmarañado.

—Entra, hermanito, no te cortes —dijo Elia enchufando la cafetera—, y tú

también, Raquel, no es necesario que te quedes a escuchar en la puerta.

—Hola —dijo su amiga con una mueca—. No queríamos parecer los

hermanos pesados y cotillas.

—Vosotros nunca sois pesados. Anda, sentaos mientras preparo café.

Días atrás, Elia había realizado una pequeña compra para poder abastecer su

antigua casa con algo de comida, pues había vuelto de nuevo a la pequeña casita
de madera ubicada en el jardín de la vivienda que Pablo compartía con Raquel,

la antigua casa de sus padres remodelada por él mismo.

—¿Qué tal lo llevas, cariño? —le preguntó Raquel una vez se hubieron

sentado los tres en el pequeño sofá.


—Bien —contestó Elia dando un sorbo a su café con leche—, tratando de no
pensar, y de pensar al mismo tiempo.

—Me ha quedado clarísimo —dijo Raquel elevando sus ojos al techo.

—Yo sí la entiendo —dijo Pablo mirando a su hermana con ternura—.


¿Verdad, Blanquita?

—Siempre lo has hecho —le dijo Elia devolviéndole la tierna mirada.

Porque Elia había vuelto a aquella casa para, precisamente, tratar de olvidar

algunas cosas, consiguiendo, por ejemplo, no volver a escuchar el llanto de un


bebé por las noches mientras dormía, que la hacía levantarse y buscar por toda la

casa hasta darse cuenta que había sido en su imaginación. Pero, al mismo

tiempo, trataba de no olvidar, recordando una y otra vez cómo un día ella fue

capaz de seguir adelante a pesar de su pasado. Y, por supuesto, imposible no

recordar el rostro del hombre que apareció en su vida en el momento que más lo

necesitaba, el complemento perfecto, que con su insistencia había logrado que

ella admitiera amarle como nunca había amado a nadie.

—¿Has visto a Arturo? —le preguntó su hermano.

—No, es mejor que de momento no nos veamos. Nos irá bien un tiempo de
respiro.

—Está hecho una mierda —le dijo Pablo—. He debido hacerme cargo de
algunos asuntos de la inmobiliaria antes de que la lleven a la ruina entre los dos

hermanos. Ricardo gastando demasiado dinero en aquella dichosa fábrica, y


Arturo que parece dar a entender que lo mismo le da ocho que ochenta. Está mal,
Elia.

—No era mi intención —dijo Elia llena de pesar—, pero los dos sabemos que

si no nos enfrentamos a los problemas, siguen ahí, y si vuelvo de nuevo a sus


brazos y le digo que me muero sin él, nada se habrá solucionado.

—Pero es eso lo que te apetece hacer, ¿no es cierto? —preguntó su amiga.


—Solo pensar en él —dijo Elia cerrando los ojos, intentando no llorar con

todas sus fuerzas— me hace tanto daño… Solo deseo estar con él.

—Pues a veces el corazón es más sabio que la razón, y tú lo sabes.

—Después de que todas las dudas se disipen, Raquel. Mirad sino vosotros

mismos, que os amabais hacía siglos y, sin embargo, no funcionó hasta que no

encarasteis el problema.

—Eres una cabezota, Elia —se exasperó su amiga—. ¡Qué razón tiene Arturo
cuando te acusa de darle tantas vueltas a las cosas! ¡Hablar lo que sea y luego

echáis un polvo inolvidable, punto!

—Las cosas no se arreglan así —dijo Elia apesadumbrada.


—A veces sí —contestó R aquel—. Si el amor es verdadero.

—Ese es un buen consejo —sonrió Pablo—, pero ya conoces a Elia la


testaruda. Nosotros ya hemos hecho lo que hemos podido —dijo poniéndose en

pie—. Espero que todo se arregle hermanita.


—Gracias a los dos por venir —les dijo cerrando la puerta tras ellos.

—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó Raquel a Pablo mientras se
alejaban hacia su casa—. Me desespera pensar que a veces las personas nos
compliquemos la vida de esa manera.

—No lo sé, cariño —le contestó rodeándola por los hombros y dándole un

beso en su negro cabello—, pero voy a llamar a Martina. Tendremos consejo de


hermanos.
CAPÍTULO 7

Un buen estiramiento de músculos y un gran bostezo es la mejor forma de

encarar un domingo por la mañana al levantarse. Daniela se puso en pie de un

salto, se lavó la cara y se puso su bata de felpa azul. Un dolorcillo latente seguía

entre sus piernas, pero era algo que no hacía sino acrecentar su felicidad

matutina.
En la cocina ya estaban la abuela y su hija. Abril ayudaba a sentarse a la mujer

y colocaba en la mesa frente a ella una taza con café con leche y magdalenas. Su

hija la habría ayudado a levantarse de la cama, a vestirse y a peinarse, y Daniela

volvió a verse inundaba por una ola inmensa de amor hacia aquella niña que

maduraba a pasos agigantados, que la ayudaba y la comprendía, aunque la

melancolía la invadiera al aceptar que en cualquier momento su niña dejaría de


serlo.

—Buenos días —saludó Daniela. Dio un beso en la mejilla a la anciana y


después estrechó en sus brazos a su hija—. Gracias, mi niña. No sé qué habría

sido de mí sin ti.


—Tal vez habrías estudiado y te habrías largado de aquí —contestó la niña

con una mueca.


—No vuelvas a decir eso —le dijo Daniela. Pasó su mano sobre su brillante
cabello y la miró a sus bonitos ojos oscuros—. Nunca, jamás, he lamentado

tenerte, ¿me oyes? Eres lo mejor que me ha pasado y no hay día en que no me

hagas sentirme orgullosa.


—Ay, mami, no me hagas llorar —le dijo su hija abrazándola de nuevo—. Te

quiero mucho.
—Yo también te quiero, mi niña —le contestó su madre aún dentro de su

abrazo. La abuela las observaba, tratando de esconder una emoción que apenas

dejaba mostrar.

—Por si las señoritas se han olvidado de mí, os recuerdo que estoy presente.

—Gracias también a ti, abuela. —Entre risas y lágrimas, la madre y la hija

abrazaron a la anciana cada una por un lado.

—Venga, venga, dejaos de arrumacos —se quejó la mujer—, que hoy va a ser
un día muy interesante.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Daniela tomando un sorbo del café con

leche que se acababa de servir.


—No te has dado cuenta de nada, ¿verdad? —dijo Abril mirando de reojo a la

abuela con pícara expresión.


—¿De qué debería haberme dado cuenta?

—¿Anoche no estuviste con el ordenador? —preguntó la niña.


—Pues no. Llegué tarde y no tuve ganas de esperar los tres cuartos de hora

que tarda en arrancar. Utilicé el móvil que, por cierto, funcionaba con wifi a la
perfección.
—Ven conmigo. —Abril tomó de la mano a su madre y la llevó a su

habitación. Sobre su cómoda ya no descansaba su vetusto ordenador, sino un

moderno portátil—. ¿Has visto que chulada? Y en mi escritorio hay otro igualito.
—¿Qué significa esto? —dijo Daniela sin dar crédito—. ¡Ni siquiera tenemos

internet en condiciones!
—Ahora sí —dijo su hija con una amplia sonrisa—. Ayer mismo lo instalaron.

Trescientas maravillosas megas.

—Joder —se quejó la joven—. ¡Abuela! ¡Tú lo sabías, supongo! —exclamó

ya en la cocina.

—Pues claro que sí —dijo la mujer—. Y eso no es todo. —La anciana se

levantó con ayuda de su bastón, se dirigió al pequeño salón y se sentó en el sofá

con ayuda de Abril—. Mira lo que tengo para mí, no vayas a pensar que ibais a
ser las únicas agraciadas. —Tomó un mando a distancia, lo accionó, y una gran

pantalla plana colgada frente a ella se puso en marcha.

—Pero, ¿qué coño…?


—Teníamos una tele del año de María Castaña —refunfuñó la mujer—. Y

mira ahora. Cuarenta y cinco pulgadas para poder ver mis novelas como si todos
esos tíos buenos me hiciesen compañía en el salón.

—Supongo que guardaréis todas las cajas —dijo Daniela cargada de furia.
—Claro, por la garantía.

—¡No! ¡Para devolverlo todo! ¡No nos podemos permitir tantos caprichos!
—¡Ni hablar! —dijo la anciana—. Además, todo está pagado. Ricardo nos lo
ha regalado.

—¡No necesitamos regalos de nadie!

—¡Pero mamá! —dijo su hija—. No son caprichos. Sabes que necesitábamos


los ordenadores, yo para el colegio, y tú para poder seguir estudiando a distancia.

Ya pagaste tu matrícula y los libros, pero con el otro ordenador te morías del
asco esperando y se te quedaba colgado cada dos por tres.

—Y mi televisor tampoco es un capricho —continuó la abuela—. Soy una

pobre anciana medio inválida que el único gusto del que disfruta en su vida es

ver la tele. Ni se te ocurra quitármela. —Y afianzó el mando a distancia entre sus

brazos dispuesta a enfrentarse a quien osara arrebatárselo.

—Joder, joder, joder. Estoy flipando —dijo Daniela levantando los brazos—.

¿No os dais cuenta de que todas esas cosas forman parte de un espejismo? ¡No
son reales! ¡En cuanto Ricardo vuelva a Barcelona y a su vida, todo esto se

acabó! ¡Y yo ya no podré comprar nada parecido! ¿No lo entendéis?

—Sí, mamá, pero…


—Abril —ordenó su madre—, hazme el favor y recoge la cocina.

—Pero…
—¡Ahora!

—¡Vale! —La joven se marchó y cerró la puerta de la cocina, comprendiendo


que su madre pedía hablar a solas con la abuela.

—Has sido una inconsciente, abuela —dijo Daniela sentándose frente a ella en
una silla—. Tú la primera deberías entender que si mi hija se acostumbra a estos
lujos, luego me dolerá mucho más decirle que se acabaron y que ya no habrá

más.

—Bah, pues yo creo —dijo la mujer haciendo un gesto con su mano— que
has de aprovechar lo que te encuentras en el camino. Tú has encontrado a

Ricardo y mereces lo que te está pasando.


—¿Insinúas que voy a aprovecharme de mi jefe porque me acueste con él?

Eso ni lo sueñes, abuela.

—No pienses en él como tu jefe. Piensa en él como en el hombre que te gusta.

Creo que es perfecto para ti.

—Me da la sensación de que sientes un aprecio especial hacia él, ¿no es

cierto? —preguntó Daniela—. Desde el principio lo has defendido y alabado, lo

has invitado a casa y no has hecho otro oficio que intentar juntarnos.
—Yo no he hecho nada —gruñó la mujer—. Vosotros os habéis gustado y os

habéis acabado liando porque os ha dado la gana. Pero es cierto, te doy la razón

en que me gusta para ti. Es un buen hombre y solo hace falta ver cómo te mira
para saber que está loquito por tus huesos.

—No tenemos una relación normal, abuela, métetelo en la cabeza. El día


menos pensado se largará y yo no habré sido para él más que una más en su lista.

Él volverá al glamour de su entorno, al dinero, a las mujeres famosas, y se


olvidará de mí y de todas nosotras.

—No estés tan segura, chica de poca fe. El amor no entiende de clases ni de
dinero.
—¿Y aquí quién está hablando de amor? —El sonido insistente del llamador

de la puerta las obligó a interrumpir la conversación—. No te creas que hemos

terminado, abuela —dijo mientras abría la puerta y se topaba frente a sus dos
amigas—. Joder, ya tardabais demasiado.

—Holaaa, buenos díaaas —saludaron las chicas con voz cantarina.


—¿Se puede saber qué hacéis aquí tan temprano? —preguntó Daniela con los

brazos en jarras.

—No seas borde, guapa —dijo Miriam agarrándola del brazo y arrastrándola a

su dormitorio—, y comienza a soltar por esa boquita.

—Eso digo yo —dijo Ana—. No he dejado yo a mi Javi en mi camita un

domingo por la mañana para que no me valga la pena el esfuerzo.

—Yo también he dejado a alguien en la cama —dijo Miriam recordando


haber dejado a Leo más temprano que de costumbre—, pero seguro que más

agotado y satisfecho que tu Javi.

—Perdona, guapa, pero mi Javi me despierta cada domingo haciéndome el


amor. Bien relajadito que lo he dejado.

—Ah, claro, perdona, el polvo de la semana.


—No se trata de la cantidad sino de la calidad.

—A ver, chicas, que esto es serio —las interrumpió Daniela—. Echad un


vistazo a lo que tengo sobre la cómoda.

—Joder, pedazo de portátil, tía —exclamó Miriam.


—Y otro para Abril y un televisor para la abuela. Ah, y conexión a internet.
—Joder, Dani —volvió a exclamar la pelirroja—, lo debiste dejar bien

contento.

—No le veo la gracia —dijo Daniela seria.


—Solo es un hombre generoso, Dani —dijo Ana—. Se ha enamorado de ti y

tu familia y te lo demuestra con regalos. Es todo un caballero —suspiró.


—¡Que manía con el enamoramiento! —dijo Daniela exasperada.

—Vale, vale, ya discutirás con él sobre eso —continuó Miriam—. Ahora, a lo

que interesa. Cuéntanos ahora mismo cómo fue tu gran noche. ¿Recordaba tu

vagina qué era eso que le entraba dentro?

—Más o menos —dijo Daniela sin poder evitar soltar una carcajada.

—Queremos detalles.

—No pienso contaros nada.


—Vamos, Dani, al menos dinos qué clase de hombre es en la cama.

—Pues es… elegante.

—¿Elegante? ¿Y eso qué significa?


—Pues… —Daniela rememoró la noche pasada y un fuego ardiente recorrió

sus venas. No había sido lo que esperaba, no había sido romántico y Ricardo
permaneció tenso y controlado, pero, a pesar de todo, la había hecho volver a

sentirse femenina y deseada, al tiempo que, poco a poco, parecía acercarse un


poquito más a ella. No podía decirle a sus amigas que la había atado a una cama

rodeada de espejos y le había hecho ver el cielo dos veces, y que, hasta
haciéndole el amor de esa fría forma, había resultado ser un hombre elegante.
—Supongo que significa que es un caballero —explicó Ana—. ¿No es cierto,

Dani? —y la miró esperanzada. Dos pares de ojos oscuros la observaban,

esperando información detallada.


—¡Oh joder! Estuvo genial, vamos a repetir y no sé nada más. Fin de la

información.
—Pues menuda mierda —se quejó Miriam—. A las amigas siempre se les

explican los detalles, del tipo tamaño, postura preferida, si grita tu nombre

mientras se corre…

—Adiós, chicas —las empujó Daniela hasta la puerta—. Tengo mucho que

hacer, así que mañana nos vemos. —Cerró la pesada puerta y se dejó caer sobre

ella.

—¿Y a mí? —escuchó decir a la abuela—. ¿Me explicarás algo a mí?


—De eso nada. —Daniela sonrió y hundió el rostro entre sus manos.

****

—¿Lo has entendido, Daniela?


—Perfectamente, Miguel. Con esta máquina se podrán hacer un montón de

piezas nuevas.
—Tú sí eres una máquina, Daniela —le dijo el ingeniero—. Un día te haré una
proposición que no podrás rechazar. En la importante empresa en la que trabajo

necesitamos gente como tú, con tu experiencia y habilidad. Ganarías el doble

que aquí.
—Gracias, Miguel, de verdad, pero de momento estoy bien en Americ, incluso

puede que me ofrezcan un puesto mejor. —A Daniela ya la había informado Leo


de los rumores que había escuchado y se sentía tan sorprendida como exultante

de que hubiesen pensado en ella como próxima responsable de sección, lo que

significaba mejor sueldo pero mayor responsabilidad y más horas de dedicación.

Haría todo lo posible por estar a la altura.

—De todas formas —le dijo el joven—, ya sabes, si algún día cambias de

opinión, no tienes más que decírmelo y yo podría ayudarte a que formaras parte

de nuestra plantilla.
—Ya veremos —le dijo Daniela al chico con una sonrisa. No era la primera

vez que se fijaba en ella alguno de los ingenieros que habían ido pasando esos

días por la fábrica, y tampoco era la primera ocasión que le proponían un trabajo
aparentemente mejor. Pero, de momento, prefería mantener los pies en el suelo.

La fábrica prosperaba y los sueldos habían mejorado. Además, Miguel


demostraba hacia ella algo más que un interés laboral y ya tenía bastante con

ocupar su pensamiento con el único hombre que le interesaba.


—Volveremos a hablar, Daniela. Ahora, deberías tomarte un descanso.

—Gracias, Miguel.
Nada más desaparecer el ingeniero de su vista, su amiga Miriam ya pasaba
junto a ella con una pícara sonrisa.

—¿No tienes bastante con el tío bueno del jefe que también quieres agenciarte
a uno de los guaperas nuevos?

—No me interesa nadie —dijo Daniela caminando a su lado—. Solo hablamos

de trabajo.

—Ya. Pues no veas cómo te mira el pobrecito. Parece que te suplique un poco

de afecto.
—De verdad, Miriam —se quejó Daniela sin dejar de sonreír—, solo ves sexo

por todas partes. Dile a ese amante que escondes por ahí que te dé más caña. —Y

se alejó hacia las escaleras.

—La caña ya se la daré yo —susurró cuando se quedó sola.

Daniela llevaba tiempo esperando ese lapso en su jornada para poder subir a la

planta superior y hablar con Ricardo. De ese día no pasaba que hablase con él,

puesto que resultaba francamente difícil encontrar un hueco en el que no


estuviera al teléfono, reunido o visitando clientes. Tocó a su puerta y se lo

encontró al teléfono, pero esa vez no retrocedería. Se plantó ante él y se cruzó de


brazos a esperar y a aprovechar para echar un vistazo a aquella pequeña sala que

Ricardo había acomodado como despacho. Solo unas semanas atrás había sido
un hueco lleno de trastos, pero ahora, y a pesar de las desnudas paredes de

ladrillo, denotaba elegancia y prestigio con la mera presencia de Ricardo tras una
bonita mesa de caoba, el único elemento elegante junto a la silla de piel y una
lámpara que iluminaba su cobriza cabeza.

—Luego te llamo —dijo Ricardo a su interlocutor mientras observaba a


Daniela en medio de su despacho, toda ella determinación y osadía mientras

miraba a su alrededor con curiosidad—. ¿Sucede algo, Daniela?

—Seguro que este despacho no se parece mucho al de tu inmobiliaria con sus

muebles Chippendale —dijo ella en tono irónico.

—Mira que te gusta meterte conmigo —dijo Ricardo divertido. Se reclinó en


su asiento y posó las manos en los apoyabrazos del sillón.

—Y no he hecho más que empezar. —Daniela se acercó decidida y apoyó sus

manos en la pulida superficie de la mesa. Primer error. La cercanía de aquellos

enigmáticos ojos le hacía perder el hilo, y el olor de su perfume la envolvía

dentro del aura que proyectaba de sofisticación, creada por su exclusivo traje, su

impoluta camisa o sus estilosos gemelos—. ¿A qué vienen todos esos regalos?

¿Como pago por el servicio prestado?


—Te recuerdo —le dijo él inmutable— que cuando los encargué aún no sabía

si aceptarías, incluso en mi casa te dije que podías irte cuando quisieras.


—Me da igual. Quiero que los devuelvas.

—¿Por qué?
—Porque no quiero que mi hija se acostumbre a unos lujos que no volverá a
tener. Que aprenda que las cosas se obtienen con trabajo, no porque nadie venga

a regalarte nada.
—No te lo tomes como caprichos, sino como herramientas necesarias. Tu hija
lo necesita para la escuela, puesto que se le da realmente bien y seguro que

quieres que siga estudiando y que obtenga el fruto de su esfuerzo. Ella lo

merece. ¿Vas a negárselo?


—Eres un puñetero manipulador. Pues devuelve el mío.

—¿Y tus estudios? He comprobado tu expediente y sacas notas muy buenas.


Si continúas así podrás obtener tus estudios en solo un año más. ¿Vas a renunciar

a ese sueño?

—¿Y tú quién te has creído que eres? ¿El Genio de la Lámpara o Papá Noel?

—No le des tanta importancia, Daniela, tómatelo como compensación por el

tiempo que os he hecho pasarlo mal por mi ignorancia. O porque le he tomado

aprecio a la abuela y he decidido hacerle un regalo porque así lo he querido.

—¿Tanto dinero tienes que no sabes qué hacer con él?


—Pues ya que lo mencionas —explicó él incorporándose de nuevo para

apoyar sus codos en la mesa, obligándola a ella a retroceder—, no precisamente.

La inversión en la fábrica ha sido más grande de lo que esperaba y me he visto


obligado a poner algunas propiedades a la venta para convertirlas en dinero.

—Vaya —se lamentó Daniela. Tal vez ese hombre hubiese heredado una
fortuna fácilmente, pero también era verdad que le había dedicado su vida al

negocio familiar, para hacerlo prosperar y conseguir el prestigio que poseía


actualmente, algo que, a su pesar, se llamaba trabajo—. Espero que tu negocio

inmobiliario no sufra las consecuencias.


—Tampoco pasa por un buen momento. Teníamos una clienta muy importante
que pensaba dejarse un montón de dinero, pero mi hermano Arturo prefirió

renunciar a ella para no tener problemas con su mujer. Parece ser que requería de

mi hermano algo más que sus propiedades.


—Yo… lo siento de veras, Ricardo —dijo sinceramente apesadumbrada—.

Supongo que los trabajadores no vemos a veces el esfuerzo que realizan los
dueños y solo os vemos como una panda de ricachones, estirados, egoístas,

interesados y arrogantes a los que no les interesamos una mierda.

—Joder, Daniela —dijo Ricardo poniéndose en pie con una sonrisa torcida en

su bonita boca—, ¿eso es lo que piensas de mí? —preguntó dejándose caer en el

filo de su mesa.

—Desde el primer momento —dijo ella sonriendo también.

—Me encanta tu sinceridad.


—Gracias —rio—, pero espero que todo se solucione, de verdad.

—No te preocupes. En pocos días me reuniré con el presidente de una

importante multinacional automovilística interesada en nosotros. Si consigo


caerle bien, se acabaron nuestros problemas, pues tendríamos grandes pedidos

para los próximos cinco años.


—Me alegro, por ti, y por todos los que llevamos dejándonos nuestro esfuerzo

dentro de esta fábrica durante tantos años.


—Todo irá bien, ya verás. —Ricardo se separó de la mesa y comenzó a

caminar hacia ella. Daniela se puso tan nerviosa que echó varios pasos atrás
hasta topar con la puerta. ¿Por qué tenía que acercarse tanto? En realidad,
aquello no era acercarse, sino acaparar su espacio vital. Tan cerca, podía

observar sus pupilas dilatadas rodeadas del círculo dorado de sus iris, su

mandíbula suave recién afeitada, sus labios entreabiertos y perfectos… Los


mismos labios que se posaron sobre los suyos, así, sin avisar, provocando en

Daniela un dulce placer que se extendió por cada una de sus venas. Ricardo
abarcó con sus manos su nuca, desnuda por el recogido de su cabello, y abrió sus

labios con su lengua, para enredarla con la suya y saborearla, disfrutarla

lentamente. Ella, guiada por su instinto y envuelta en aquel calor tan familiar,

echó sus brazos al cuello y se colgó de él, para apretarse más contra su cuerpo y

para poder profundizar más aquel beso que la estaba transportando al cielo.

Cuando Daniela emitió un profundo gemido y sus caderas comenzaron a frotarse

contra él, Ricardo se apartó de ella y la miró con semblante risueño—. Creo que
por hoy ya es suficiente.

—Sí, claro —titubeó ella aturdida y un poco avergonzada por haberse

restregado de esa forma contra él—. Pero, no entiendo. El otro día, en tu casa, no
me besaste ni una sola vez. ¿Por qué?

—Porque —dijo él deslizando los dedos por su tersa mejilla en una tierna
caricia—, los besos van aparte.

—Entiendo… Bueno, en realidad no entiendo nada.


—¿Aun así querrás repetir lo de la otra noche? —le preguntó Ricardo sin dejar

de acariciar las hebras sueltas de su pelo.


—Sí, quiero repetir, pero con condiciones —dijo levantando la barbilla.
—Adelante, dime cuáles son —dijo Ricardo alejándose de ella. Volvió a

dejarse caer en su mesa y cruzó los brazos y los pies.

—¿No te ríes de mí por imponer condiciones?


—¿Por qué iba a hacerlo, Daniela? ¿Acaso piensas que te creo inferior a mí?

—Está bien —dijo ella intentando ignorar la suave sensación que le producían
sus palabras—. La primera condición es que quiero que esto que tenemos, sea

relación, aventura o lo que sea, sea exclusiva. Si solo va a durar dos días, pues

que así sea, pero no quiero acostarme con un hombre que viene de acostarse con

otra. Prefiero que me lo digas y yo me quitaré de en medio.

—Admitida. ¿Qué más?

—Vale, pues no deseo que esto se mezcle con el trabajo. Sexo por un lado,

relación laboral por otro. No quiero favores, no quiero más regalos, no quiero
ningún trato de favor porque me haya liado contigo.

—Admitida también —dijo Ricardo tan complacido como sorprendido.

¿Desde cuándo una mujer le «exigía» que no la favoreciera ni le regalara nada?


—De acuerdo. Espero que lo respetes —dijo dándose la vuelta para tomar la

maneta de la puerta. Antes que consiguiera girarla, el aliento de Ricardo


calentaba su cuello y su nuca, pegado como estaba a su espalda y con las manos

sobre sus hombros.


—No hemos quedado en ninguna hora. ¿Cuándo te iría bien?

—Por mí ahora mismo —dijo ella riendo. Parecía que unas pocas palabras,
unos momentos a solas, más el recuerdo de la noche juntos, había dado como
resultado un pedacito más de confianza.

—Por mí encantado —rio él también—, pero, si te parece, podríamos dejarlo

para esta noche.


—Allí estaré. No es necesario que me envíes un taxi, puedo coger el autobús.

—Eso no admite discusión. La ida se hace muy pesada y la vuelta demasiado


tarde para que vuelvas sola.

—Está bien. —A punto estuvo de decirle que si se quedara a dormir con él no

existiría tal problema, pero calló a tiempo—. He de volver al trabajo.

—Por supuesto —sonrió él—. El trabajo es el trabajo y ahora soy tu jefe.

—Exactamente.

—Pues a trabajar, Daniela. —Se inclinó hacia ella y posó sus labios sobre su

nuca. Daniela sintió erizarse los cabellos sueltos de aquella zona y una corriente
eléctrica recorrer cada nervio de su cuerpo. El calor que habían traspasado a su

piel aquellos labios, seguro quedaría marcado para todo el día. ¿Desde cuándo se

mostraba tan juguetón aquel hombre?


—Ahora mismo, señor Rey.

****
En la siguiente ocasión en la que Daniela se presentó en el apartamento de
Ricardo, la expectación le tomaba el relevo al nerviosismo. Ahora sabía lo que

se avecinaba y únicamente era excitación lo que la invadía al rememorarlo.

Volvió a abrirle la puerta con su habitual atuendo impecable, con pantalón


negro y camisa granate, aunque esta vez su rostro presentaba una perceptible

capa de alegría al verla, con una mirada intensamente sensual y una sonrisa que
valía millones.

—Pasa, Daniela —le dijo haciéndose a un lado—. Por cierto, no hace falta que
te tomes tantas molestias en arreglarte. Me gusta el estilo desenfadado que sueles

llevar normalmente.

—No es molestia —dijo Daniela, aunque torció levemente la boca con un

gesto—. En realidad, es cosa de mis amigas, que creen que suelo vestir poco

femenina.

—A mí siempre me has parecido muy femenina —dijo Ricardo comenzando a

servir algo de beber.


—Gracias, pero tú también vas bien vestido en cualquier ocasión. ¿Es que

nunca te pones un chándal o unas zapatillas? —dijo ella aceptando la copa.


—Casi siempre he tenido demasiadas obligaciones y me acostumbré a vestir

siempre de manera formal —contestó él dando un pequeño sorbo—. Tras la


muerte prematura de mis padres, yo pasaba a ser el representante de la familia,
de la inmobiliaria y de todo el resto de negocios y propiedades. Mi hermano era

aún muy joven y demasiado asiduo a las fiestas, con lo que yo me vi obligado a
tomar el relevo de la responsabilidad de un apellido y una imagen.
—Vaya —dijo Daniela—. Una pesada carga sobre un chico tan joven.

—Nunca lo consideré realmente una carga. Lo hacía porque me gustaba,

aunque reconozco haberme dejado muchos años de mi vida en ello. A pesar de


que haya quien piense que eso no sea trabajar.

—Quieres conseguir que me sienta arrepentida de lo que te dije, ¿no es cierto?


—sonrió ella.

—No, por supuesto. También admito haber poseído muchas comodidades,

lujos y una total despreocupación por el dinero que costaban las cosas.

Daniela pensó con deleite que ya había conseguido que le hablara un poco de

él, que se abriera y se mostrara un poco más accesible. Por mucho que hubiese

intentado parecerle alguien más frío y distante, desde el primer momento

advirtió en él sus modales amables, su gentileza, incluso un toque de galantería

que ya le había observado utilizar con la abuela, a la que, lo mismo que a ella,

había sabido conquistar.


Solo le faltaba saber el porqué de esa forma tan fría y comedida de hacer el

amor, sin estar segura si solo era con ella o era la tónica habitual en sus
encuentros con todas las mujeres. Tendría que ir averiguándolo de forma muy

sutil si no pretendía hacerlo volver a alejarse.

—¿Qué te pasó con las dos prometidas con las que estuviste a punto de

casarte? ¿Por qué las dejaste? —«Mierda, menuda sutileza».


—¿Te gusta ir preguntando a la gente por su vida?
—Solo a los hombres que después piensan atarme a una cama y follarme.

—¿Y ha habido muchos de esos?

—Ahora eres tú el que pregunta algo de mi vida.


—Deberías haber elegido los estudios de Derecho en lugar de Ingeniería —

dijo Ricardo con una media sonrisa irresistible—. Serías única con tus réplicas.
—Y tú deberías sonreír más —le dijo Daniela con el estómago contraído por

el impacto recibido.

—¿Por qué? —preguntó él todavía burlón.

—Porque todavía dan más ganas de besarte.

El movimiento que estaba realizando Ricardo en aquel momento de llevarse la

copa a los labios, quedó paralizado. La miró con ojos turbios, agarrotando sus

dedos, sintiendo erizar todo el vello de su piel. Esa simple respuesta, tan sencilla,

tan directa, tan sincera… Brotó en él un antiguo sentimiento casi olvidado, del

halago de una mujer hacia él que no encerrara algún tipo de interés, que no
llevara una doble intención, algo que no le ocurría desde tiempos remotos. O tal

vez no le había ocurrido nunca.


¿Besos? Sí, siempre que fueran aparte. Podía arriesgarse a fusionar su boca

con la de otra mujer siempre y cuando su cuerpo permaneciera separado,


emocionalmente hablando.
No, cuando se tratara de unir sus bocas y enlazar sus lenguas al mismo tiempo

que su miembro penetrara su cálida vagina. Demasiada implicación, física y


mental, sobre todo con alguien que le atrajera tanto como aquella mujer, que le
excitara tanto que cada vez que estaba con ella debiera obligarse a pensar en

algún problema de la fábrica para no dejarse llevar.

Peligro mortal. Se echó el último trago a la boca y volvió a recuperar la


compostura. ¿Cómo podía seguir siendo tan idiotamente romántico después de

todo? ¿No había tenido suficiente?

—Daniela —dijo serio tras soltar la copa—. No voy a besarte.

—No te lo he pedido.
—Sí, lo has hecho, aunque de forma inconsciente.

—¿Y por qué no, si puede saberse?

—Te lo dije. Los besos van aparte.

—O sea, que o me follas o me besas.

—Exacto. Y ahora —le tendió la mano—, ven conmigo.

Caminó detrás de Ricardo, aunque supiese ya el camino que llevaba al

dormitorio, donde volvía a esperarles aquella enorme cama, las muñequeras y


los espejos. Si durante un diminuto instante tuvo la esperanza de que la

habitación hubiese pasado a ser normal, se desvaneció en un segundo. Así que,


siguiendo el ritual, Daniela se bajó el vestido y el resto de la ropa y quedó

desnuda ante él. Seguidamente, subió a la cama y se acomodó a esperar a que él


procediera a atarla al cabecero. Cuando él se aproximó a su izquierda, la miró

durante un largo instante, traspasándola con su mirada, pero no de una forma


intensa, sensual o ardiente, sino acerada, calculadora, como intentando evaluar
algo que solo él podía saber. Sin previo aviso, la tomó de la cintura y le dio un

giro completo, colocándola boca abajo sobre la cama, procediendo a

continuación con la sujeción de la muñeca derecha.


Daniela se dejaba hacer, mientras observaba el reflejo de ambos en el espejo,

sobre todo el de su propio rostro, tan cercano. Cuando tuvo las dos manos
sujetas, se sintió algo más vulnerable que la noche anterior, pues a pesar de estar

igualmente atada por las muñecas, la nueva postura le daba la sensación de

controlar un poco menos la situación.

—Así me siento menos cómoda —le hizo saber a Ricardo.

—¿Por qué? —le preguntó él mientras comenzaba a quitarse la ropa.

—Porque ayer al menos te veía venir.

—Ladea la cabeza en la almohada y mírame en el espejo. —Pronto, Ricardo

acompañó sus palabras con los primeros roces. De forma idéntica a la vez

anterior, comenzó depositando las yemas de sus dedos sobre los talones de
Daniela para ir subiendo por sus pantorrillas, sus glúteos y su espalda. Hizo a un

lado su larga melena y continuó acariciando sus hombros y su nuca.


—Mmm, me encanta —dijo Daniela—, pero prefiero cerrar los ojos. Es tan

relajante…
—¿De verdad? —Ricardo volvió a cambiar sus dedos por sus labios y
comenzó a reseguir la línea de su columna, sus caderas y la totalidad de sus

piernas hasta dar un suave mordisco en cada talón.


—Bueno —gimió Daniela—, ahora ya no me relajo nada. —En realidad, su
sangre ahora había alcanzado demasiada temperatura, calentando cada órgano,

cada músculo y cada centímetro de piel. Sentía el vello de punta y los latidos de

su corazón golpear contra la cama, al tiempo que sus pezones se tornaban duros
y se clavaban en el colchón.

—No era mi intención relajarte. —Nada más decir esas palabras, Ricardo se
encaramó a la cama y se puso de rodillas entre las piernas de Daniela. La volvió

a tomar por la cintura y la hizo arrodillarse, de forma que sus manos pudiesen

abarcar sus glúteos para comenzar a amasarlos.

Ahora sí se sentía expuesta, observando en el espejo cómo Ricardo mantenía

su rostro a pocos centímetros de su trasero. Aun así, volvía a su pétreo

semblante, a la frialdad de sus actos o a sus movimientos calculados. Porque

Ricardo había bajado la guardia unos minutos mientras hablaban, pero en ese

momento su mente se hallaba preparada para guiar su cuerpo con el único

objetivo de la consecución del placer.


Clavando sus dedos en la tierna carne de sus glúteos, Ricardo los separó y

hundió su rostro entre ellos, pasando su lengua arriba y abajo a lo largo de toda
la hendidura. Se vio obligado a sujetar más fuerte las caderas femeninas cuando

Daniela comenzó a moverse adelante y atrás entre suaves gemidos, y aumentó


más la presión de sus manos cuando la punta de su lengua se introdujo en el
orificio de su ano.
—¡Oh, joder! —Daniela dio un fuerte respingo sobre la cama y levantó de
golpe la cabeza, propinando al mismo tiempo un fuerte tirón de las correas de

sus muñecas, haciendo traquetear los barrotes metálicos—. ¿Qué me estás

haciendo? —jadeó incrédula, pero tan excitada como no recordaba haberlo


estado nunca. Ricardo continuó lamiendo su orificio, penetrándolo con su lengua

y con su dedo, y Daniela ahogó de nuevo un gemido en la almohada,


avergonzada por el inmenso placer que sentía con esa atípica intromisión de su

cuerpo.

Ricardo no hablaba. Había conseguido su objetivo, que era hundir su rostro en

su carne, lamerla profundamente, devorarla y adorarla, pero sin ver su rostro de

placer, sin observar sus pechos moverse arriba y abajo y acabar con el peligro de

correrse demasiado pronto, por no hablar de la emoción que le había causado la

ocasión anterior el mero hecho de ver sus ojos verdes nublados de placer o sus

labios entreabiertos dejando escapar pequeños suspiros.

Continuó con su íntima exploración, deslizando después sus dedos hacia


delante, entre las piernas femeninas buscando el clítoris, para frotarlo y

pellizcarlo mientras lamía y mordisqueaba la suave piel de sus glúteos.

—¡Oh, Dios! —volvió a gemir Daniela. Bajó su rostro y lo dejó caer sobre la

almohada, decidida a no seguir observando su expresión deformada por el


ardiente y salvaje placer que estaba experimentando, pero sin poder evitar

bambolear sus caderas sobre el rostro de Ricardo. Sintió un pequeño instante de


decepción y de frío, pero solo fue el tiempo que tardó él en colocarse el
preservativo y hundirse en el interior de su cuerpo de una fuerte embestida.

Los ruidos de aquella habitación se tornaron frenéticos, mezcla de los envites


de Ricardo, los gemidos de ambos y los golpes de la cama. Daniela tiraba de las

correas con una fuerza arrolladora y el armazón de la cama amenazaba con caer

contra el suelo en un amasijo de hierros y piezas. Cuando Ricardo sintió el grito

de Daniela junto a las contracciones de su vagina, se dejó ir y expulsó un

profundo quejido. Mientras trataba de recomponer su respiración, su cuerpo cayó


hacia delante, buscando por instinto el apoyo y el calor que le ofrecía la espalda

de Daniela. Pero, como si la piel de ella le quemara, se incorporó de un salto y,

como la primera vez, salió de su cuerpo, se bajó de la cama y desató las correas

de las muñequeras.

—Ahora debes irte —le dijo mientras se colocaba únicamente el pantalón—,

antes de que se te haga más tarde.

—Ya voy —dijo Daniela irritada mientras se daba la vuelta y se levantaba de


la cama en busca de su ropa—. Cualquier día de estos me follas y me tiras por la

ventana.
—Perdona, pero tengo cosas que hacer. —De nuevo sin dedicarle una

puñetera mirada o una simple palabra amable.

Daniela se vistió furiosa. Todo lo que pensaba que había avanzado con ese

hombre, había resultado ser un enorme paso atrás. No había hecho más que
intentar acercarse y ganarse su confianza para que aquella extraña relación que
tenían se volviese algo más normal y natural, pues, aunque se vieran a

escondidas y no fuera más que una aventura, estaría bien que la abrazara cuando

llegara, que la besara en la boca, que la desnudara y lamiera su cuerpo…


Al menos mientras durase…

—Usted perdone —dijo ella colocándose las medias y los botines sentada en

el filo de la cama—. No era mi intención robarle tiempo a su señoría. Supongo

que tienes cosas más importantes que hacer que follarte a la más pringada del
pueblo.

—Daniela, por favor —dijo él exasperado—, no digas tonterías.

—Entonces dime por qué —preguntó ella poniéndose en pie frente a el— me

follas como si estuvieses estudiando el plano de una de las piezas de la fábrica.

—¿Y qué esperabas? —le dijo mirándola con aquellos ojos profundos y

ambarinos, pero más fríos que nunca—. ¿Champán y pétalos de rosa sobre la

cama? ¿Música y velas? Te dije lo que había, Daniela, y aceptaste. Siento si te


has llevado una decepción.

—No, yo no esperaba romanticismo, ¡pero tampoco que me la metieras y me


echaras!

—A veces las personas nos creamos demasiadas expectativas —dijo serio y


distante—, así que no voy a obligarte a seguir si no quieres.
—Pues mira, tal vez deba pensarlo —dijo ella tratando de ignorar la pena que

se acumulaba en su estómago.
—Me parece bien. Tal vez sea lo mejor.
—Pues hasta mañana. Ya nos veremos en la fábrica, señor Rey. —Llena de

furia y decepción, cogió su bolso y su abrigo y se marchó dando un portazo.

****

Solitario: No puedo dejarme llevar otra vez. No debo. Demasiado arriesgado.

Entendería perfectamente que me tildaras de egoísta, pero siento que en estos

momentos necesito más que nunca de tus palabras de consuelo, de aquella

placidez que proyectas con unas simple combinación de letras. Tu aplomo, tu

sencillez, tu alegría. Te echo de menos.

A la mañana siguiente, un símbolo de mensaje parpadeaba en la pantalla.

Ricardo, con el estómago contraído, lo abrió y procedió a leerlo.

Rosa27: Yo también te echo de menos.

****
Todavía ante la mesa de su despacho en la galería, Elia miró la hora en la
pantalla del ordenador. Ya era mediodía y Martina llegaría en cualquier

momento, pues la había llamado solo un par de horas antes para quedar para

comer. Por mucho que se había negado, su hermana no admitió un no por


respuesta y, antes de poder replicarla, le había colgado.

—¿Estás lista? —preguntó la cabeza de Martina asomada a su puerta.

—Sí, ya voy, ya voy —contestó Elia sin mucho ánimo. Cogió su bolso y salió

del edificio junto a su hermana.


—Espera —dijo Martina—, llamaré un taxi. Quiero llevarte a un sitio que está

muy de moda y se come genial.

—No es necesario, yo… —No tuvo tiempo de decirle que últimamente no

tenía mucha hambre, con lo que el lugar le daba exactamente igual. Martina ya

levantaba la mano intentando parar un taxi.

—Joder —refunfuñó—, cuando más los necesitas no pasa ni uno.

No parecía haber ninguno libre en aquella zona a esas horas. Si no contaban


los coches que aflojaban la marcha al llegar a su altura y cuyos conductores

parecían estar dispuestos a concederles la generosidad de llevarlas.

—¿Adónde vais, rubias? Subid y os llevaré donde queráis, guapas —decían al

parar junto a ellas.


—Nosotras no sé —contestaba Martina—, pero tú te puedes ir a la mierda.
Elia rio con ganas con la forma de su hermana de quitarse a los pesados de
encima, hasta que un grupo de personas ataviados con micrófonos y cámaras

parecieron surgir de la nada y abalanzarse directamente sobre ella, congelando

su sonrisa al instante.
Periodistas.

—Hola, Elia —la saludó una chica. Ni siquiera pudo verle la cara en cuanto le

plantó el pedazo de micrófono frente a la boca—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal llevas

la ruptura con Arturo Rey?


—Nosotros no hemos roto… —titubeó Elia.

—¡No digas nada, Elia! —gritó Martina—. ¡Y vosotros! ¡Dejadla en paz!

—Hemos intentado hablar con él —insistió la periodista volviendo a

enchufarle el micrófono bajo la nariz—, pero cuando le preguntamos por ti se

abalanzó sobre nosotros y agredió al cámara, por lo que ya le hemos interpuesto

la consiguiente demanda. ¿Qué opinas sobre su agresividad?

—Arturo no es agresivo…
—¡Que no hables, Elia! —volvió a gritar su hermana mientras hacía

aspavientos con las manos intentando que algún taxi parara de una vez.
—¿Y sobre su nueva relación? —volvió a preguntar la periodista. Ante la

consternación de Elia, la joven sonrió satisfecha—. ¿Tienes algo que comentar


sobre las fotografías que han aparecido en una revista donde se le puede ver en
compañía de una morena en actitud cariñosa?

—Ni se te ocurra contestar. —Martina, por fin, tiró del brazo de su hermana y
prácticamente la lanzó contra el interior de un taxi.
—¿De qué fotografías hablaba esa periodista? —preguntó Elia una vez dentro

del coche.

—De ningunas. Tú ahora relájate.

Ya sentadas ante la mesa del restaurante, y con el primer plato ante ellas, una

mujer de aspecto elegante se acercó a Elia con una revista en la mano.

—Perdona, Elia, ¿verdad? Yo soy Candela, directora de la revista «Ricos y

famosos». No traigo cámara ni micro, pero sí una grabadora por si te interesara

concederme una entrevista después de comer para hablarme de tu reacción ante

las fotografías de Arturo con otra mujer. —La periodista colocó ante ella la

revista después de hacer a un lado su plato, y la abrió por el reportaje que


mencionaba. En él podía apreciarse a un hombre y una mujer paseando

abrazados a la salida de un teatro de Barcelona.

—Demasiado borrosas —intervino Martina—. Puede ser cualquier tío alto y

moreno.
—Parece Arturo —dijo Elia—, pero mi hermana tiene razón. No puede

apreciarse bien.
—Te aseguro que lo es —dijo la mujer.

—Mira, Candela Directora —dijo Martina exasperada—. De momento,


déjanos comer tranquilas, ¿de acuerdo? Si mi hermana estuviera interesada en

una entrevista ya te llamará.


—De acuerdo —contestó—. Aquí os dejo mi tarjeta y que aproveche.
—¿Crees que es él? —preguntó Elia a su hermana una vez solas.

—No lo creo. Tiene pinta de montaje.

—¿Ahora no lo crees? ¿Ya no estás segura? ¿En qué quedamos?


—Mira, Elia —dijo Martina soltando el tenedor sobre el plato—, no lo creo

porque Arturo parece un puto zombi desde que te marchaste, pero también te
digo que tal vez esté harto de tus inseguridades y haya decidido divertirse un

poco. ¡Yo que sé!

—No me estás ayudando en nada —dijo Elia sin apartar la vista de aquellas

borrosas fotografías.

—¿Y qué quieres que haga? —contestó Martina exasperada—. ¿Alabarte por

lo que estás haciendo? Mira, Elia —dijo más calmada—, tú ya sabías dónde te

metías, así que, tienes dos opciones: seguir lamentándote sola, o volver con
Arturo y ser feliz. Porque, mientras tú te lo piensas, un millón de lagartas hacen

cola para ocupar tu lugar.

—Ha sido un cúmulo de cosas, Martina —se lamentó Elia—. El embarazo, la


proposición de matrimonio, el aborto y el posterior distanciamiento… No sé, me

hicieron darle vueltas a algunas cosas.


—Qué puta manía con darle vueltas a nada —le recriminó su hermana—. Solo

ha sido una mala racha, de esas que se pasan mejor en compañía. Si te parece —
le dijo tomándola de la mano—, podrías venir con nosotros a la casita que

tenemos en el campo. Allí podrías pensar, relajarte, descansar…


—¡No! —exclamó Elia—. No voy a ir a ninguna casita de campo. De verdad,
Martina, se agradece, pero entre Pablo y tú me tratáis como si fuera a romperme.

Dejad de preocupaos por mí. —Elia se levantó resuelta de la mesa, cogió la

revista del corazón, la enrolló como un rulo y la depositó directamente en la


papelera que había a la salida del restaurante.

No se escondería. Por nada del mundo permitiría que nada volviera a

interponerse entre ella y Arturo. Únicamente, viajaría antes a un pequeño pueblo

de montaña para ver a una persona a la que echaba de menos y que le hacía más
falta que nunca. Hablar con él siempre era una buena idea.

Mientras tanto, en la mesa del restaurante, Martina sacaba su móvil del bolso

y marcaba el número de su hermano.

—¿Pablo? Sí, ha ido genial. Creo que he conseguido nuestro objetivo, sembrar

sus dudas para ver si reacciona. Por supuesto, no ha querido ni oír hablar de ir al
campo. Creo que empieza a ser consciente de lo absurdo de su marcha. Y, por

descontado, su cara era un poema ante la avalancha de preguntas y las

fotografías de prensa. Puedes dar las gracias de mi parte a tus amigos estudiantes
de periodismo, y decirles que también podrían dedicarse a la interpretación,
sobre todo la tal Candela. Aunque ya podrían haberse currado más las

fotografías, se veía al kilómetro que ese tío no era Arturo. En fin, Pablo. Hasta el
siguiente movimiento.
CAPÍTULO 8

—Paso —dijo el anciano exasperado mientras miraba con furia sus cartas

desplegadas entre sus dedos.

—Yo también —dijo una de las ancianas, cerrando esta vez sus cartas con

fuerza como un abanico.

—Vamos, vamos —dijo Ágata divertida y satisfecha mientras recogía la


baraja de cartas desparramada por la mesa y procedía a barajarla—, qué mal

perder tenéis. Bebed otro sorbo de anís para quemar vuestra mala leche, pero

apoquinando la pasta.

—Menuda tarde llevas —dijo otro de sus jubilados contrincantes mientras

soltaba una moneda sobre la mesa—. A este paso te llevas una buena parte de

nuestra pensión. Pues te recuerdo que mi hijo me ha sacado ya la mitad este mes
porque no le llegaba para los pagos y la hipoteca.

—Yo también ayudo a Daniela y a Abril, así que no me cuentes tu vida,


Damián. Seguro que la mayoría de vosotros ha de ayudar a alguno de sus hijos

cada vez que les sorprende un recibo extra. Mucho siglo XXI… —chasqueó la
lengua la mujer—, pero menuda mierda, que nuestros hijos hayan de recurrir a
nuestra pensión para poder pagar su casa.
—Así estamos todos —suspiró Adela, una mujer de blanquísimo pelo.
—Pero no nos vamos a arruinar por jugarnos unos puñeteros céntimos a las

cartas —continuó Ágata—. Ya era lo único que nos faltaba, que nos arrebataran

nuestra timba de los viernes. Bastante hemos trabajado ya en nuestra vida para
que ahora nos veamos obligados a economizar con una mierda de pensión y no

podamos disfrutar ni de un poquito de ocio.

Un variado grupo de amigos de Ágata se reunía una vez por semana en casa

de esta, en consideración a ella y a su falta de movilidad. Jugaban al Cinquillo, la


Brisca o a las Siete y Media, comían dulces recién hechos y Daniela les concedía

la botella de anís durante un tiempo limitado.

—Perdón, buenas tardes —se escuchó decir a una voz masculina—. La puerta
estaba abierta.

—¡Ricardo! —exclamó la abuela dejando automáticamente de repartir las

cartas—. ¡Qué sorpresa! Entra, entra, y siéntate. —Dos mujeres se hicieron cada

una a un lado y le dejaron un hueco entre las dos.


—¿Es este tu famoso Ricardo? —dijo una de ellas mirándolo con adoración.

—Ni más ni menos que Ricardo Rey —contestó Ágata—. Ya os dije que me
visitaba muy a menudo, ¿no es cierto, guapo?

—Por supuesto, señora Ágata. —Ricardo parpadeó y reprimió una sonrisa


mientras se veía asaltado por aquel grupo de ancianos que jugaba tranquilamente

a las cartas alrededor de una mesa y ponían ante sí un plato con magdalenas y la
botella de anís.
—¡Mecachis! Solo quedan dos magdalenas y no tienes vaso. ¡Daniela! —gritó

la mujer—. ¡Trae más provisiones por aquí!

—Todavía no he terminado de… —La joven paró en seco cuando observó


quién estaba sentado entre aquel pintoresco grupo. Ricardo la miraba a ella

también, encogiendo los hombros con un semblante de diversión. No lo había


visto en todo el día, puesto que sabía que había pasado toda la jornada de visitas

y reuniones, y todavía llevaba puesto su formal traje. Aunque su aspecto solía

ser impoluto y elegante, denotaba un leve matiz de cansancio, pues su mandíbula

se veía ya cubierta por la barba del día y su cabello siempre en su sitio

presentaba un cobrizo mechón que caía rebelde por su frente. Y pese a todo, a

Daniela le pareció guapísimo, siendo consciente en ese mismo instante de su

propio aspecto algo desastrado. Llevaba toda la tarde en la cocina horneando


magdalenas para sus invitados sin parar, puesto que su hija había salido esa tarde

a dar una vuelta con sus amigas, algo que en un primer momento la entristeció

por no contar con su ayuda como cada semana, pero que la entusiasmó al mismo
tiempo, al ser consciente de que su hija por fin tenía la vida social de cualquier

adolescente de su edad.
—Mira quién nos acompaña, Daniela —dijo la abuela—. ¿Cómo llevas tú sola

el hornear tantas magdalenas? —La mujer se dirigió a Ricardo—. Anda, guapo,


¿por qué no le echas una mano?

—¿Cómo dice? —Ricardo todavía seguía embobado mirando a Daniela, que


retorcía sus manos entre su delantal. Volvía a vestir con sus anchas ropas y se
había recogido su bonito cabello en una larguísima trenza, y hasta él llegó el

dulce olor a bizcocho que la envolvía.

—¡Vamos! —Ricardo despertó de su ensoñación tras el impacto que recibió


en su hombro del bastón de la anciana—. ¿Estás sordo? ¡Ayuda a la chica,

hombre!
—Sí, voy, voy —dijo el joven contrariado, tras lo cual, desapareció al fondo

del pasillo al lado de Daniela y cerró tras de sí la puerta de la cocina.

—¿Cómo os parece que va el tema? —preguntó Ágata mientras repartía las

cartas con maestría.

—Pues creo que viento en popa —contestó la mujer de cabello blanco—. No

hay más que ver cómo se han mirado.

—Mi trabajo me está costando, no os penséis —dijo Ágata.


—Si necesitas cualquier apoyo logístico, cuenta con nosotros —dijo uno de

los hombres.

—Gracias, chicos —dijo la anfitriona—. Y recordad que cuento con vuestra


discreción.

****
—¿Y bien? —preguntó Ricardo.
—Y bien, ¿qué? —contestó Daniela mientras comprobaba el interior del

horno.

—¿En qué puedo ayudarte?


—¿Tú? —dijo ella divertida mientras señalaba sus ropas—. Como te manches

o te quemes el traje, vas a dejarme seis meses sin sueldo hasta que pueda
pagártelo.

—¿Acaso no crees que pueda serte de utilidad? —Con decisión, Ricardo se

sacó la chaqueta y la corbata y las colgó sobre una silla. A continuación,

desprendió los gemelos de la camisa y se los echó al bolsillo para poder

remangarse los puños hasta el codo—. ¿Estoy ahora más a tu gusto?

«Tú siempre estás a mi gusto»

—Pues mira, ya que te ofreces, coge esto. —Le ofreció una manga pastelera

con masa en su interior y se la colocó entre sus manos—. Aprieta por aquí y ves

dejando una pequeña cantidad en cada molde mientras yo voy desmoldando las
que se han enfriado.

—¿Así está bien? —dijo Ricardo tras depositar pequeñas cantidades de masa
en varios moldes.

—Perfecto —contestó sonriendo. Era todo un espectáculo ver a Ricardo, tan


guapo, tan elegante, con su porte distinguido por mucho que se hubiese quedado

en mangas de camisa, concentrado en su tarea de repostero accidental. Ella


continuó colocando en varios platos diversos tipos de dulces, algunos adornados
con virutas de chocolate, otros con frutos secos y el resto con fruta escarchada.

—Eres una mujer de lo más polifacético —dijo Ricardo sin dejar de mirar sus

moldes—. En la fábrica no dejan de sugerirme que te proponga como


responsable, mientras en tu casa crías sola a una adolescente estupenda, cuidas

de una anciana encantadora y estudias una carrera, al tiempo que horneas


cupcakes para tus visitas.

—Solo son magdalenas —dijo Daniela divertida.

—Ahora está de moda llamarlos cupcakes.

—Eso será en tu mundo de pijos —sonrió ella—. Recuerda que esto que te

rodea es un mundo diferente al que estás acostumbrado, donde la gente paga

facturas y se hace sus propios dulces. Si ya has acabado, puedes meter la bandeja

en el horno.
—Estas van a ser las mejores magdalenas de todas —dijo satisfecho

introduciendo en el horno su obra finalizada.

—Sí —suspiró ella—, parece ser que el señor Rey hace bien todo lo que se
proponga.

—No, todo no —susurró él sin dejar de mirarla. A Daniela de pronto la cocina


le pareció más pequeña que nunca. Tenía frente a ella a Ricardo, llenando con su

presencia todo aquel espacio. La miraba de una forma intensa a la vez que tierna,
y su estómago volvió a burbujear de nuevo, como la primera vez que le vio,

como la primera vez que la miró. Unos pequeños instantes de intimidad


compartida en una cocina mientras la ayudaba a hacer magdalenas, lo habían
acercado a ella mucho más que haber hecho el amor con él atada a su cama.

Sobre todo cuando, a un solo palmo de distancia, él le obsequió con una

carcajada, suave pero grave, intensa, sincera, consiguiendo que lo que bullera
esta vez en su estómago no fueras burbujas, sino verdaderos fuegos artificiales.

—¿Por qué te ríes? —dijo ella poniendo los brazos en jarras.


—Porque tienes harina, azúcar y virutas de chocolate por la cara y el pelo —le

dijo mientras pasaba con suavidad la yema de sus dedos por las mejillas

blanquecinas.

—Dicen —susurró ella a punto de cerrar sus ojos en cuanto sintió sus dedos

en su piel— que se demuestra el grado de confianza con una persona si eres

capaz de advertirle que tiene algo en la cara.

—Yo te he advertido —dijo él—. Ahora falta saber si tú me lo advertirías a


mí.

—Pues… —Con disimulo, Daniela dirigió una mano al bol de harina y, con

rapidez, aferró un pequeño puñado y lo lanzó sobre Ricardo—. Creo que tienes
un poco de harina por… ¡todas partes! —rio divertida.

—¡Eh! —exclamó Ricardo echando un paso atrás—. ¿No te importaba lo que


ocurriese con mi carísima ropa?

—En realidad no —contestó ella satisfecha mientras pasaba su dedo índice


por el interior de otro cuenco, extraía un pegote de masa y se lo llevaba a la

boca.
—Pues a mí tampoco me importa lo que le ocurra a la tuya. —Agarró un buen
puñado de harina y espolvoreó el rostro y el cabello trenzado de Daniela hasta

quedar tan blancos como los de una dama del siglo XVIII.

—¡Joder! —dijo ella soplando y parpadeando—. Ahora verás. —Volvió a


introducir el dedo en el bol con restos de masa para untarse el dedo, y cuando

fue a extenderlo por el rostro de Ricardo, este interceptó su muñeca con fuerza,
apretando al mismo tiempo su cuerpo contra el suyo.

Respiraban tan rápido y tan cerca que sus alientos eran uno solo, y el aire de la
cocina se volvió tan espeso como la masa que aún permanecía en el dedo de

Daniela. Alucinada, observó cómo Ricardo acercaba su dedo hasta su boca y lo

envolvía con su lengua para lamerlo y chuparlo hasta dejarlo limpio de cualquier

resto de alimento.

¡Dios! Casi cae derretida al suelo, envuelta en harina y azúcar, para acabar

convertida en un buñuelo.

Lo dicho. En ninguno de los íntimos encuentros que habían mantenido,


Ricardo había desplegado tal nivel de sensualidad como en ese momento, en que

continuaba deslizando su lengua alrededor de su dedo sin dejar de mirarla.


Comenzó a existir más alto grado de combustión en el interior del cuerpo de

Daniela que dentro del horno, que cocía magdalenas a doscientos grados. Se
sintió pletórica y, envuelta en una nube dulce de harina y sensualidad, aferró la
muñeca de Ricardo, la guio hasta el cuenco y pasó uno de sus dedos por el

interior del mismo. Se lo acercó a la boca y se lo introdujo en el interior,


imitando los movimientos que él había hecho con su lengua. Cerró los ojos y
suspiró, con sus manos aferrando la muñeca masculina mientras sus labios y su

lengua envolvían y lamían el dedo del hombre, saboreándolo a conciencia, y no

se atrevió a abrirlos hasta que no se separó de él. Cuando se miraron, estaban tan
cerca que podían observar sus pupilas dilatadas por el deseo. Una sensación de

peso presionaba el vientre de Daniela, reconociendo su propia excitación,


inmersa en aquel estado donde le parecía estar haciendo el amor con Ricardo de

alguna forma.

Ya no había vuelta atrás. Ricardo impregnó uno de sus dedos en el tarro del

azúcar y depositó los dulces cristales sobre el labio inferior de Daniela, haciendo

hincapié en el pequeño piercing que lo adornaba. Posó sus manos en sus mejillas

y bajó su cabeza para pasar su lengua sobre el labio endulzado, una y otra vez,

una y otra vez, hasta que ya no pudo pensar, como si tanta dulzura se le hubiese
subido a la cabeza. La apoyó en la encimera y se abalanzó sobre su boca, para

abrirla, buscar su lengua y devorarla, con pasión, con premura, como si aquella

pudiese ser la última oportunidad de besarla. La tomó de la cintura y la colocó


sobre el mármol, sin separar sus labios, sin dejar de besarla un solo instante.

Daniela, cubierta por aquella bruma de pasión y placer, introdujo los dedos en
su cobrizo cabello y enredó sus piernas alrededor de su cintura, para atraerlo más

hacia ella, para poder fundirse con él, feliz porque él volviese a demostrar esa
pasión de la que hizo gala la primera vez que se besaron. Sentía sus pechos

pesados, y sus bragas comenzaron a empaparse en cuanto su sexo topó con el


bulto de su pantalón. Gimió dentro de su boca cuando él la atrajo más hacia sí, y
ninguno fue consciente del tiempo que hacía que una figura femenina

permanecía en la puerta, totalmente fascinada con la sensual imagen que

ofrecían sobre la encimera de la cocina, mientras diversos utensilios caían al


suelo entre golpes sordos, y restos de ingredientes se volcaban y desparramaban

a su alrededor.

—Perdón. Venía a ver si ya están listas las magdalenas.

—¡Adela! —gritó Daniela separándose de Ricardo y recomponiendo sus ropas


al mismo tiempo que su acelerado corazón—. Claro, toma —le dijo ofreciéndole

el colorido plato con los dulces—. ¡Mierda! ¡Las magdalenas! —con rapidez,

abrió el horno humeante y sacó la bandeja, que dejó caer sobre el mármol en un

fuerte estrépito—. ¡Joder! ¡Se me habían olvidado!

—No me extraña, cariño —dijo la anciana con mirada pícara mientras se

llevaba el plato.

—Oh, mierda —se lamentó—, se han quemado. Le dije a Abril que le


guardaría unas cuantas.

—No se han quemado, solo están un poco más hechas y crujientes —le dijo
Ricardo para tranquilizarla—. La que te has quemado has sido tú —le dijo

señalando la marca roja de su antebrazo.


—No es nada…
—Déjame ver. —Atrajo aquella porción de piel hacia él y, con suavidad, posó

sus labios en aquella línea roja.


—Basta, Ricardo —dijo Daniela haciendo un esfuerzo para no volver a
dejarse llevar.

—Dime que volveremos a vernos —susurró él.

—No lo sé —dijo ella cerrando los ojos esta vez.


—He quitado las muñequeras de la cama —le confesó.

—¿Y los besos? —susurró ella—. ¿Seguirán siendo aparte?


—De momento sí. Dame tiempo, Daniela.

«¿Para qué? ¿Por qué?»

—Bueno —sonrió ella—. Si van aparte pero son como el que acabas de darme

ya me parece bien.

—¿Cuándo? —preguntó él expectante.


—Pues, mañana había quedado con las chicas. ¿Pasado mañana?

—Perfecto —suspiró él aliviado—. Hasta el domingo, entonces. —Se inclinó

y le dio en los labios el más dulce de los besos.

—Hasta el domingo —susurró ella mientras lo veía coger su chaqueta y su


corbata y alejarse hasta la puerta mientras se despedía del grupo de jugadores de

cartas.

Cuando Daniela apareció en el salón, apenas fue consciente de las miradas

cómplices que todos ellos se lanzaron entre sí. Sobre todo a Ágata, que,
satisfecha, no dejó de seguir con su brillante mirada la silueta masculina que

acababa de marcharse.
****

Sábado después de comer. Mientras Abril terminaba sus tareas en su cuarto, la


abuela se acurrucaba adormilada en su sillón frente al televisor, donde una

aburrida película servía como telón de fondo para su siesta. Mientras tanto,
Daniela y sus amigas permanecían sobre su cama, en uno de aquellos encuentros

de día festivo en el que hablaban, reían, se pintaban las uñas, se arreglaban las

cejas o probaban maquillajes variados.

—¿Que lo habíais dejado? —se sorprendió Miriam mientras se daba una

segunda capa de esmalte sobre las uñas de sus pies, cuyos dedos permanecían

separados por pedazos de algodón—. ¡Pero si al miraos fundís el plomo, Dani!

—Lo sé —suspiró Daniela sin dejar de limarse las uñas de sus manos—. Ese

no es el problema.

—¿Entonces? —preguntó Ana mientras se repasaba las cejas con unas pinzas
frente a un pequeño espejo de aumento.

—Es… complicado, chicas. Sé que le atraigo, él me gusta mucho y cuando


nos miramos saltan chispas. Y no os cuento cuando nos besamos, pero…

—¿Pero? —reiteró Ana.


—Vamos, Dani, somos tus amigas, deberías contarnos cualquier duda o
problema.

—Es algo íntimo —suspiró Daniela. Le daba vueltas y más vueltas al asunto,
pero, en realidad, ella estaba segura de la discreción de sus amigas, las cuales
jamás habían contado a nadie nada que hubieran acordado no decir, lo mismo

que ella. Pero también podía ser el momento en que algunos secretos no

contados salieran a la luz, comenzando por su amiga—. Pero podría contarlo


si… —miró significativamente a Miriam—, si tú también nos cuentas qué te está

ocurriendo a ti.
—¿A mí?

—Sí, Miriam, a ti. Ya va siendo hora de que descargues en nosotras ese peso

que pareces cargar tú solita. ¿No acabas de decir que las amigas deberían

contarse cualquier duda o problema? Pues predica con el ejemplo.

—Yo… —Miriam las miró alternativamente. Su amiga llevaba razón,

demasiado tiempo cargando un gran peso ella sola—. Está bien —suspiró—.

Llevo casi un año liada con Leo. —Ahora solo tocaba esperar la reacción
horrorizada de sus amigas.

—Ya era hora de que lo soltaras —dijo Daniela.

—¿Lo sabías?
—Pues claro —exclamó su amiga—. Si Ricardo y yo fundimos el plomo, Leo

y tú derretís las piedras, guapa.


—Joder. —Nerviosa, Miriam limpió con un pedazo de algodón la pincelada de

esmalte que había propinado sobre su pie por la impresión—. Pues espero que no
resulte tan evidente para los demás. ¿Cómo os habéis dado cuenta?

—¿Y tú qué te creías? —intervino Ana—. ¿Que estábamos ciegas? Nos


conocemos desde pequeñas, Miriam, y en cuanto algo nos preocupa a cualquiera
de nosotras nos damos cuenta a un kilómetro de distancia.

—¿Tú también? —se sorprendió Miriam—. Joder…

—¿Pensabas que por vivir en mi nube de felicidad con Javi no me entero de lo


que ocurre a mi alrededor?

—Y yo qué sé, Ana. Pensé que tú me crucificarías y que Dani me soltaría un


sermón.

—Del sermón no te librarás, guapa —dijo Dani.

—Pero yo no voy a crucificarte —dijo Ana—, aunque crea que no está bien lo

que estás haciendo, porque entiendo que lo debes estar pasando realmente mal.

No creo que sea plato de buen gusto ser «la otra».

—No, no lo es —dijo Miriam intentando disimular su voz quebrada—. Es una

auténtica putada. Verme con él a escondidas, disimulando siempre cuando


estamos cerca, sin poder mirarle o decirle lo que siento en ese momento. Saber

que es de otra, la que tiene derecho a tocarle cuando le plazca o a abrazarle cada

noche en la cama mientras yo me he de conformar con esperar las migajas del


poco tiempo que me pueda conceder. Mierda —dijo limpiándose los ojos con el

dorso de la mano con rabia—. Lo último que pretendía era daros la tabarra con
mis penas.

—¿Tabarra? —dijo Ana emocionada por las palabras de su amiga—. ¿Y yo?


Yo sí que os doy la paliza con mis tontos problemas, que os cuento hasta mis

pequeñas discusiones con Javi porque no nos hemos puesto de acuerdo con la
película que queríamos ver o porque se le ha olvidado traer el pan de camino a
casa. Menuda gilipollez.

—Sí, son un montón de gilipolleces —dijo Miriam abrazando a su amiga—.

Pero pobre de ti que no nos cuentes hasta la última de ellas —le dijo sonriente
mientras Daniela observaba a aquellas dos amigas, cuyas evidentes diferencias

no conseguían mermar su amistad.


—Por supuesto que no nos das la tabarra —dijo Dani—. Nos preocupamos

por ti, cariño —la tomó de la mano—. No queremos que sufras y creemos que

deberías hacerte valer. Mereces mucho más que formar parte de esas migajas.

—Lo sé, lo sé. —La joven pelirroja cerró el bote del esmalte y se dejó caer

sobre la almohada—. De hoy no pasa que hable con él mucho más en serio. Si

no me ofrece una mínima esperanza, terminaré con él.

—Eso has de decidirlo tú —dijo Dani.


—Ya está decidido. Se lo he planteado en varias ocasiones, en las que le he

expuesto que estoy harta de esperar y de compartirle con otra, pero luego me

besa, me desnuda, me tira sobre la cama o me empotra contra la pared o el suelo


y…

—Joder, Miriam —dijo Ana con los ojos en blanco—. ¿Piensas ofrecernos
explicaciones gráficas de los polvos que echas con mi encargado del trabajo?

Porque cuando volvamos el lunes a la fábrica y comience a darme órdenes con


esa cara suya tan seria, me lo voy a imaginar desnudo follándote contra la pared

y no voy a poder evitar partirme el culo en su cara.


—¡Hazlo! —rio Miriam a carcajadas—. ¡Verás que cara se le queda al muy
capullo! —volvió a reír—. ¿Acaso no os interesa saber lo bueno que es en el

sexo o las horas que es capaz de mantenerse excitado…?

—¡¡No!! —gritaron las dos amigas a la vez.


—Remilgadas —dijo la joven pelirroja con una mueca.

—Por favor, Miriam —siguió quejándose Ana—. Que te pida que nos cuentes
todos tus problemas no incluye una explicación detallada de la forma de follar de

Leo.

—¿Estás segura? —preguntó Daniela aguantando la risa a malas penas—.

Porque lo que soy yo me muero de la incertidumbre.

—Pues… —De pronto, las pinzas de las cejas, las limas y todo el resto de

utensilios de manicura salieron volando sobre sus cabezas entre las carcajadas de

las tres amigas—. ¡Vale, de acuerdo! —gritó Ana—. ¡Yo también me muero de
la curiosidad! ¿La tiene muy grande? —dijo llevándose las manos a la cintura

para intentar controlar la risa.

—¡Enorme! —rio Miriam con ganas—. ¡Tres polvos seguidos y el tío tan
campante! ¡A ver quién se atreve a decir que es muy mayor para mí!

—Joder —dijo Daniela entre lágrimas de la risa—. Le doy la razón a Ana. ¡En
cuanto lo tenga delante de mí en el trabajo me voy a descojonar mientras no

pueda apartar la vista de su bragueta!


—¡A ver si os vais a emocionar, chicas! —continuó Miriam. Fueron varios los

minutos en los que casi rodaron sobre la colcha de cuadros hasta que
consiguieron controlar los espasmos de las carcajadas—. Por cierto, guapa —
dijo más tarde Miriam dándose la vuelta para mirar de frente a Daniela—. Yo ya

he confesado, ahora te toca a ti, y lo prometido es deuda. Y queremos detalles

guarros y escabrosos.
—¡Miriam! —gritó Ana—. Ya tengo bastante con lanzar mi vista sobre la

bragueta de Leo como para hacerlo también sobre la del señor Rey. Van a pensar
que soy una obsesa sexual.

—Calla, sosa, a ver si Dani explica algo interesante.

—Está bien, pero no pienso ser tan explícita como tú. —La joven se colocó

boca abajo sobre la cama y eligió para sus uñas el esmalte de color morado,

descartando el rojo estridente de Miriam o el clásico rosa claro de Ana—. En el

sexo es… digamos… un poco frío, controlado, como si erigiera una barrera entre

él y yo.
—Quién lo hubiese dicho del señor Rey —dijo Miriam—. Siempre lo imaginé

como el típico caballero con modales que se olvida de ellos en cuanto se mete

bajo unas sábanas. De los que te dejan sin poder caminar durante una semana en
una sola sesión.

—No a todos los tíos les ha de gustar hacerlo en plan salvaje —dijo Ana—.
Tal vez este es más tranquilo, caballeroso, de los que les gusta paladear el

momento.
—No es eso —dijo Daniela—. Creo que es algo más que su carácter o sus

modales. Lo veo más bien como un afán de control, de poner distancia entre los
dos para dejar claro que lo nuestro no va a ir más allá del simple y elemental
sexo.

—Bah, chorradas —dijo Miriam—. Cuando quedéis de nuevo, lánzate sobre

él, arráncale la ropa a mordiscos y verás cómo no puede resistirse a echarte el


polvo más bestia del siglo.

—Pero mira que eres burra —rio Ana—. Tú lo solucionas todo a base de
polvos salvajes.

—Hacedme caso, chicas —insistió la pelirroja—. Entiendo bastante de tíos y

Ricardo Rey es el típico hombre que bajo su fachada de pijo remilgado esconde

a un depredador nato.

—Ya —dijo Daniela—, entonces, se supone que he de lanzarme como una

desesperada a sus brazos para que él me responda de igual manera. Y si me

rechaza, pues nada, me doy media vuelta, me vengo a mi casa y me escondo bajo
la cama durante un año.

—Se me ocurre algo mejor —continuó su amiga—. Habéis quedado para

mañana, ¿no? Pues preséntate hoy mismo en su casa, así, de repente, que no te
espere, y verás cómo la sorpresa de verte no le deja pensar.

—¿Presentarme hoy? ¿En su apartamento? —se sorprendió Daniela—. No sé,


Miriam…

—Por una vez estoy de acuerdo con Miriam —dijo Ana exultante dejándose
caer junto a sus amigas—. Seguro que cuando te tenga delante, la emoción del

momento le hará olvidarse de ese muro que ha erigido entre los dos y no podrá
evitar cogerte entre sus brazos y hacerte el amor de forma desenfrenada y…
—Vale, vale —se exasperó Daniela—, no os flipéis. No tengo muy claro lo de

presentarme sin avisar en su casa. Tal vez lo tenga todo tan controlado que no le

haga gracia encontrarme frente a su puerta de repente.


—Deja de pensar, Dani —dijo su amiga pelirroja—, y coge ahora mismo, te

das una ducha, te depilas hasta el último pelo, te perfumas y vas en busca de una
buena sesión de sexo con tu hombre. ¿No lo estás deseando?

—La verdad es que, ¡sí! —rio Daniela feliz—. Pero, ¿y tú? ¿También tienes

cita furtiva con Leo?

—Sí, chicas. Visita de su mujer a su madre de nuevo.

—No sé —dudó Daniela—. Irme tal vez para toda la noche…

—Vamos, vamos —dijo Ana—, no te preocupes por Abril y la abuela. Ellas

estarán bien por una noche.


—¡Hola, chicas! —escucharon decir a la niña mientras entraba como un

torbellino en la habitación y se lanzaba contra la cama—. ¿Hablabais de mí?

—Entre otras cosas —dijo Miriam divertida.


—De tíos, seguro —dijo Abril.

—¿Y de qué si no?


—¿Y no pensáis contarme nada? —preguntó la niña.

—De momento eres demasiado joven —dijo Daniela mientras se preparaba


para cambiarse y salir.

—Siempre la misma excusa —contestó la niña mientras elegía uno de los


botes de esmalte y comenzaba a pintarse las uñas.

****

Con la satisfacción que le otorgaba el haber compartido su secreto con las

personas que más le importaban, Miriam bajó del autobús en su punto de

encuentro habitual para volver a encontrarse con Leo, pero esta vez con el ánimo

diferente, dispuesta a no dejar pasar la ocasión para poner los puntos sobre las

íes. Como siempre, allí estaba, exhalando una bocanada de humo mientras tiraba

el cigarrillo al suelo, más sonriente que de costumbre, incluso más guapo.

Miriam tragó saliva y decidió admirarle un poco antes de lanzarle un ultimátum.


Observó su altura espectacular, enfundado en unos pantalones oscuros, una

camisa blanca y un abrigo de paño azul marino, más arreglado que en sus

anteriores encuentros. Su cabello negro caía por su frente y sus ojos verdes
relucían más que nunca, acompañados por su media sonrisa irónica, la que

parecía tentarla prometiéndole placeres inimaginables.


Mierda. ¿Qué coño tenía ese hombre que la excitaba y la atraía como una

polilla hacia la llama?

—Hola, mi preciosa pelirroja —la saludó mientras la tomaba de la cintura y le

daba un beso en la boca. Miriam no se resistió y le devolvió la caricia


absorbiendo sus labios, aunque se distanció prudentemente de él para que no
siguiera obnubilándole el juicio.

—Tenemos que hablar, Leo.

—Déjame que sea yo hoy el que hable primero —le dijo con una sonrisa tan
amplia que Miriam se sintió sospechosamente confundida, mucho más cuando él

tiró de su mano y no eligió el camino que les llevaría al hotel de sus encuentros.
—¿Adónde me llevas?

—Quiero contarte una cosa, y para que veas que no pretendo embaucarte en

una cama, te lo contaré tomando una copa en algún bar que sea bonito.

—De… acuerdo —musitó Miriam.

Se dejó arrastrar hasta que Leo la llevó a un agradable local, con mesitas

redondas, velas encendidas, suave música en vivo de fondo y camareros con

chaleco y pajarita.

—Vaya —dijo Miriam mientras tomaba asiento—, con razón vienes hoy más

elegante. Si lo llego a saber me hubiese puesto más guapa.


—Tú siempre estás preciosa. —Delicadamente, Leo le pasó la yema del dedo

por la suave mejilla y se miraron un largo instante, en el que aceptaron decirse


mucho más que en cualquiera de sus tórridos encuentros sexuales. Cuando un

camarero les sirvió sus copas, Miriam esperó expectante a lo que él tuviera que
decirle.

—Tú dirás.
—Hace unos días discutí con mi mujer y ha decidido marcharse un tiempo con
su madre, para darnos un tiempo para reflexionar, pero presiento que es el

comienzo de lo que ya se avecinaba hacía demasiado tiempo. Mis hijos seguirán

en casa para poder continuar con su vida pero visitando a su madre y sus abuelos
cuando les apetezca, sin ser algo imperativo, hasta que veamos qué ocurre

definitivamente.
—¿Os vais a separar? —dijo Miriam intentando por todos los medios que no

se le notaran las ganas de gritar en medio de aquel elegante lugar.

—Creo que será un final que estaba cantado.

—No sé qué decir, Leo —dijo la joven abrumada—. No puedo decir que lo

sienta.

—Di que estás feliz.

—¡Estoy feliz! —dijo Miriam sin poder evitar una mezcla de risa y de
humedad en sus ojos.

—Suponía que sería así, por eso, antes de que llegaras, he dado un paseo y me

he topado de bruces con una agencia de viajes y he pensado que estaba en mi


camino por alguna razón. He pedido información —dijo mientras sacaba unos

folletos de su bolsillo—. Mira, ¿qué te parecería Italia? ¿O tal vez Francia? En


cuanto me digas qué destino prefieres, hago una reserva por internet desde mi

casa y podremos hacer ese viaje cuando dispongamos de un permiso en el


trabajo, tú y yo, solos, durante una semana entera, con sus días y sus noches.

¿Qué me dices?
—Pues… no sé, Leo —dijo ella mirando aquellos folletos por encima, sin
importarle el destino o el lugar, sino las últimas palabras del hombre, con las que

la ilusionaba a vivir con él durante varios días como preámbulo de lo que

vendría después—. Así, de repente, no sabría qué lugar escoger.


—Las mejores decisiones se toman sin pensarlas demasiado —le dijo él—.

Tú, simplemente, di el lugar que más ilusión te haría visitar y el resto me lo dejas
a mí.

—Italia —respondió Miriam con una sonrisa—, me encantaría visitar Italia.

—Pues decidido. Esta misma semana hablo con el jefe y buscamos una fecha

que nos vaya bien antes de hacer la reserva. —Leo la miró a sus bonitos ojos

oscuros y una agradable sensación inundó su pecho por dentro. Le gustaba

hacerla feliz—. ¿Te parece que bailemos para celebrarlo? —le preguntó—. Hay

algunas parejas bailando junto a la orquesta.


—¿Bailar? ¿Tú? —dijo Miriam divertida.

—Sí, lo sé, soy un soso y mis piernas correrán el peligro de enredarse entre

ellas, pero la ocasión lo merece. —Se levantó y le ofreció la mano.


—Tú procura no pisarme y ya podremos considerarlo un éxito.

Miriam tomó su mano y lo acompañó a la pequeña pista, donde rodeó su

cuello con sus brazos mientras él la abrazaba por la cintura. Apenas se movían,
solo se mecían al compás de la suave música, cada vez más abrazados. Miriam
hundió su rostro en el pecho masculino e inspiró con fuerza para absorber su

olor. Sus cuerpos, más que unidos, estaban fusionados. Leo bajó su cabeza y
posó sus labios en la curva de su cuello al tiempo que apretaba con fuerza sus
brazos para poder atraerla el máximo hacia sí, haciendo que ella notara ya su

dura erección clavarse en su vientre. Y Miriam comenzó a hundirse de pronto en

aquella marea de sensualidad que su mero contacto le provocaba, esponjando su


cuerpo, humedeciendo su sexo, necesitada ya del contacto de sus pieles desnudas

y de sentirlo en su interior.

—Vayámonos al hotel —le susurró ella.

—Pensé que me habías dicho algunas veces que solo pensaba en llevarte a la
cama. ¿No te gusta hacer otras cosas conmigo?

—Sí —dijo ella—, pero es en una cama donde hacemos lo que más me gusta

hacer contigo. Porque ahora mismo lo que más deseo es arrancarte la ropa y

lamer hasta el último rincón de ti.

—Joder, Miriam, a la mierda el momento romántico. Acabas de ponerme más

duro que nunca.

—Ya lo noto ya —dijo ella de forma pícara y sensual—. Y quiero que luego
hagas tú lo mismo conmigo.

—¿Te refieres a que te meta la lengua entre las piernas hasta que te haga gritar
o a que te folle en una silla hasta partirla como la última vez?

—Tú sí que eres el rey del romanticismo —dijo Miriam poniendo los ojos en
blanco mientras daba por finalizado el baile y tiraba del brazo de Leo hacia la
salida.

—¿Adónde vamos? —dijo él travieso.


—¿Tú qué crees? Acabas de ponerme tan cachonda que temo quemar las
bragas ahí en medio.

—Me lo temía —dijo él con una carcajada—. Tan romántica como yo.

****

Solo un par de horas antes que su amiga a la ciudad, llegaba Daniela en

autobús al pueblo donde actualmente vivía Ricardo. Con una inyección de

energía, se dispuso a caminar hacia el lujoso bloque de apartamentos, optimista,

casi eufórica, esperanzada en el plan de sus amigas para poder llegar más

fácilmente a Ricardo y poder demostrarle que no creía en esa frialdad que


mostraba al mundo. Ella había tenido el privilegio de verlo en su faceta de serio

empresario y en la de hombre cariñoso y amable con la abuela y su hija, al

mismo tiempo que sabía del hombre apasionado que la había llevado al paraíso
con sus maravillosos besos. Esa misma tarde pretendía dejar patente que esa

sensual atracción que sentían correr entre los dos no podía saciarse con un mero
polvo impersonal, con aquel mete saca que él había inventado. Ella necesitaba

mucho más de él que esos calculados encuentros. Necesitaba que le hiciese el


amor sin reparos, sin delicadeza, que la besara al tiempo que la penetrara con

fuerza, que la acariciara, incluso que la pellizcara o la mordiera, que dejara salir
toda esa pasión que sabía que él llevaba dentro. Necesitaba al hombre, no al
empresario o su apellido.

Le necesitaba… Daniela paró un momento sus pasos antes de seguir. Existen

instantes en la vida en los que una persona sabe exactamente cuál de ellos fue el
precursor de un hecho trascendente, y ella sabía el instante concreto en el que se

había enamorado de aquel hombre. Lo recordó en su casa, en la habitación de su


hija, sentado en un incómodo sillón hinchable mientras le hablaba a la niña como

haría un padre, con respeto, con dulzura. Y supo desde aquel instante que

cualquier obstáculo que se empecinara en ponerse en medio de los dos, ella se

encargaría de hacerlo a un lado, aunque le costara ponerse frente a él y

zarandearle para que se mostrara con ella tal cual era, sin artificios ni máscaras

de frialdad.

Por fin, se encontró en el portal del edificio. Saludó al portero y cogió el


ascensor hasta el último piso, sin dejar de retocarse frente al espejo de su

interior. Él le había dicho que le gustaba su forma sencilla de vestir, así que se

había dejado el cabello como lo solía llevar cada día y había optado por los
vaqueros estrechos y la blusa que dejaba sus hombros al aire, la ropa que

Miriam le había regalado para lucirla en la comida que tuvo lugar en su casa el
día que supo que él había estado con otra.

¿Habría atado a aquella mujer también a una cama? ¿Le habría hecho el amor
tan fríamente como a ella?

Uf, mejor olvidarlo. A esas alturas ya no podía soportar el dolor de aquel


amargo recuerdo, de saberlo haciendo el amor con otra mujer.
Las puertas del ascensor se abrieron, pero apenas puso un pie en el rellano.

Una mujer tocaba a la puerta a la que ella también se dirigía y esperaba frente a

ella hasta que se abrió y apareció Ricardo. Era rubia y vestía de forma elegante.
¿Sería la misma de la otra vez?

No, seguro que no. Era alguien mucho más importante y especial, y lo supo en
cuanto escuchó aquellas palabras que se le clavaron como un puñal en el pecho.

—¡Ricardo! —dijo aquella joven lanzándose en sus brazos—. Cuánto te he


echado de menos.

—Preciosa —le dijo él con ternura mientras la acogía en su cuerpo, deslizaba

su mano sobre su clarísimo cabello y la besaba por todas partes—, yo también te

he echado de menos.

Tiró de ella hacia el interior de la vivienda y cerró la puerta.

Y Daniela deseó que se abriera el suelo y desaparecer bajo la tierra.

¿Qué acababa de ocurrir?


No quería llorar y no lo haría. Ella era fuerte y podría controlarlo, pero por

Dios que dolía. Aquello era aún peor que saberlo en un local de encuentros
esporádicos, era saberlo enamorado de otra.

Daniela volvió a presionar el botón del ascensor, bajó a la calle y comenzó a


inspirar hondo para poder inhalar algo de oxígeno. De forma autómata, cogió de

nuevo el autobús y se marchó a casa, donde, nada más llegar, se lanzó sobre el
regazo de la abuela, que dormitaba ya frente al televisor mientras la había estado
esperando.

—¿Qué sucede, Daniela? Hacía tanto que no te veía llorar…


—Mierda —dijo pasando las manos sobre su rostro—. No pensé que lloraría.

Mierda, mierda, mierda…

—¿Fuiste a su casa?

—Sí, abuela, pero estaba con otra.

—¿Le plantaste cara?


—No, tal vez debería haber tocado a la puerta, para que abriera y poder ver la

cara que se le quedaba al verme allí, pero no he tenido fuerzas, abuela. Con lo

que he escuchado he tenido suficiente.

—Menudo cabronazo —dijo la mujer—. Cuando me lo eche a la cara va a

tener que escuchar unos cuantos insultos de mi boca.

—¿De qué estás hablando, abuela? ¡Ni se te ocurra!

—No, no, perdona, Daniela, era una forma de hablar. ¿Qué caso podría él
hacerle a una anciana como yo? —La mujer envolvió a Daniela entre sus brazos,

aunque sus ojos claros brillaron en la penumbra de la habitación. ¡Y tanto que


ese hombre la escucharía!

****
—¿Qué sucede, Elia? ¿Por qué estás aquí?
—No lo sé —contestó su cuñada sentada a su lado en el sofá. Ricardo había

preparado una infusión con miel para ella y un café para él—. Supongo que

estaba un poco cansada de la protección extrema de mis hermanos, todo el día


sobre mí ofreciéndome su cariño incondicional —hizo una mueca—. Se

agradece, pero llega a agobiarte.


—¿Con eso quieres decir que yo no voy a ofrecerte mi cariño? —dijo Ricardo

con una media sonrisa.

—Tú siempre me has parecido una persona muy especial, Ricardo, de esas que

se sienten cerca sin que hayan de pronunciar una sola palabra. Y supongo —

suspiró— que, instintivamente, he recurrido a la persona más cercana a Arturo.

—Cuando os pasó aquello ya hablé con vosotros, pero ahora, con vuestra

repentina separación no sé qué decir. Solo espero que lo solucionéis pronto. No


soy el más indicado para ofrecer consejos de pareja, pero entiendo que dos

personas que se aman tanto como vosotros no deberían estar separadas. —Dio

un último sorbo al café y dejó la taza sobre la pequeña mesita blanca—. No me


parezco en casi nada a mi hermano, Elia, pero sí puedo estar seguro de que lo

que siente por ti es puro y sincero. Me contó lo de aquella mujer y ya sabrás que
lo mandó todo al garete por tal de no hacerte daño.

—Lo sé, y siento que mis celos le hayan costado tanto dinero a la inmobiliaria,
pero verle allí, con otra mujer en su regazo… A punto estuve de tirarla por la

ventana del quinto piso.


—Te entiendo, Elia. Los celos a veces nos hacen tener pensamientos
irracionales.

—¿Desde cuándo no sientes tú celos por alguien, Ricardo? —Rápidamente,

Elia terminó su infusión, dejó también la taza sobre la mesa, se sacó los zapatos
y se arrodilló en el sofá junto a su amigo y cuñado—. Cuéntame ahora mismo.

¿Hay por fin alguna chica que haya sido capaz de ver el maravilloso hombre que
eres? Porque, déjame decirte que, como amiga tuya, no apruebo para nada que te

líes con mujeres como Marisa, y no me digas que lo hacías para no sufrir por

amor, porque la mayoría de gente desea tener amor en su vida y no a una

serpiente venenosa que te clava sus colmillos cuando menos te lo esperas.

—Respira, Elia, cariño —le dijo Ricardo ante semejante monólogo.

—Aún no he acabado. Quiero que sepas que, si al hablar de celos la recuerdas

a ella, quiere decir que te importa. ¿Puedo saber de quién se trata? ¿Alguna chica
de buena familia que veranea en este idílico lugar?

—¿Qué ocurriría si te dijera que se trata de una madre soltera que trabaja en

mi fábrica, que se hace cargo de su hija adolescente y de la anciana que las


acogió? ¿Que viste con ropa descolorida y lleva un piercing en el labio y que al

principio me odiaba porque los obreros de esa fábrica no cobraban por mi culpa?
—Jo-der —dijo Elia con la boca desencajada y sus bonitos ojos grises muy

abiertos—. Pues pensaría que te has enamorado, cariño, ¡por fin! —exclamó
lanzándose a sus brazos—. ¿A que ya no te odia?

—Creo que no —sonrió—. Pero aún es pronto para hablar de sentimientos.


Quiero tomármelo con mucha calma, antes que vuelva a sentirme tan ridículo
como las demás ocasiones.

—Ya verás como todo va bien, Ricardo —dijo tomándole de la mano—. Si

has sido capaz de ver en ella algo diferente es porque ella te merece. Me niego a
pensar que esa chica no haya podido reconocer en ti al maravilloso hombre que

escondes tras esa absurda fachada que últimamente no has dejado de construirte
tú mismo.

—Pero, ¿tú a qué has venido? —dijo Ricardo de pronto—. ¿A hablar de mí o

de vosotros?

—Pues —Elia suspiró, se dejó caer en el respaldo y estiró las piernas para

apoyarlas sobre el regazo de Ricardo—, supongo que evito a toda costa hablar de

mí. Tengo miedo, Ricardo.

—¿De qué?
—De que Arturo se canse de mí, de que conozca a otra mejor, de que repare

en alguna de esas mujeres que se le echan encima todo el tiempo. Sigue siendo

un imán para ellas y el saber que tiene pareja no hace sino acrecentar el morbo
hacia él.

—Podría contestarte a todo eso, Elia, diciéndote que no deberías tener miedo,
que tú eres fuerte, que el amor que sentís el uno por el otro vencerá cualquier

obstáculo… Pero, ¿sabes una cosa? No puedo saber nada de eso, y lo mejor de
esta vida resulta ser lo que no sabemos, lo que no conocemos, lo que puede estar

por llegar sin esperarlo. No sabemos nada del futuro y no sabemos si estaréis
juntos toda la vida, pero, precisamente, el no saberlo, hace que esa incertidumbre
nos obligue a seguir adelante, ante la expectativa de saber qué pasará. Todo sería

muy aburrido y monótono si supiéramos de antemano lo que nos espera. ¿Le

quieres? Ve a por él. ¿Temes que él se fije en otra? Conquístale día a día, lo
mismo que él tendrá que hacer para ganarse tu confianza. Comenzad los dos a

escribir vuestra historia en un libro en blanco donde nadie conoce el final.


—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero? —dijo Elia con los ojos

anegados en lágrimas mientras hundía el rostro en su hombro.

—Eso espero —dijo sonriendo.

—Por si acaso, te quiero, Ricardo —dijo sorbiendo fluidos por la nariz—. Y

más vale que esa chica… ¿cómo se llama?

—Daniela.

—Pues más vale que Daniela te trate bien o se las verá conmigo.
—¿Has hecho esto alguna vez, Elia? —le dijo tomándola de los hombros

mientras ella se sonaba la nariz.

—¿Hacer qué?
—Desahogarte con Arturo como acabas de hacer conmigo.

—Él me recriminó hace poco que ni siquiera había llorado tras el aborto. No
quise parecer frágil o hacerle creer que debía casarse conmigo a toda costa.

—Deja de parecer nada o de hacer creer nada.


—Mira el que habló —dijo Elia sonando su nariz ruidosamente—. El que va

de insensible cuando es un cielo.


—¿Quieres una copa, cariño? —dijo Ricardo para terminar de hablar sobre él.
—Por favor —suspiró Elia.

****

Pasaba ya de la medianoche del domingo y Ricardo supo que ella ya no

vendría. El taxista ya le había informado que la chica le había concedido el

permiso para marcharse, alegando que no pretendía salir a ninguna parte.

Mirando a través de la ventana del dormitorio, sin ninguna prenda de ropa

sobre su cuerpo, Ricardo dejó caer su frente sobre el cristal, empañándolo con el

vaho de su aliento. Se mesó el pelo y se dirigió a su mesa de trabajo, para

sentarse frente al ordenador y comenzar a escribir.

Solitario: La esperanza es una fuerza que te empuja a seguir, el cabo al que te


aferras cuando cualquier punto de apoyo nos ha fallado, pero también es la

fuerza que comienza a debilitarse más pronto, cuando ese cabo desaparece de
entre nuestras manos una y otra vez.

Rosa27: Vuelve a intentarlo de nuevo. O, tal vez, puedas probar a buscar un


nuevo punto de apoyo, aún mejor que el anterior.
CAPÍTULO 9

Esa era la primera de las mañanas en las que a Daniela le iba a tocar madrugar

un poco más. Por unanimidad, se había decidido que ella iba a pasar a ser

encargada de sección, gracias a su experiencia y a los estudios para los que

seguía sacando un hueco de donde podía de entre su escaso tiempo.

En medio de un bostezo, sacó su nueva tarjeta para acceder a la empresa. Era


una tarjeta magnética personal con la que podría acceder al edificio y a

cualquiera de los despachos o almacenes y con la que podría tener acceso a todo

tipo de documentos. Mientras la deslizaba por el lector, Daniela se sintió

satisfecha de que depositaran en ella esa confianza y responsabilidad.

Únicamente echó de menos a las chicas en el vestuario y, mientras preparaba

algunas máquinas y planes de trabajo junto a Leo y el resto de encargados, el


tiempo pasó volando hasta que comenzaron a llegar los trabajadores más

madrugadores.

—Buenos días, Daniela —la saludó Miguel en primer lugar—. ¿Puedo

invitarte a un café? Tienes unas preciosas pero acentuadas ojeras.


—No, gracias —le contestó, sin ganas de sentir sobre ella la adorada mirada

que ese chico no dejaba de prodigarle. Pero antes de alejarse de él, pudo
observar por el rabillo del ojo la inconfundible silueta del hombre responsable de
esas profundas marcas bajo sus ojos—. Espera, Miguel. Sí, aceptaré ese café

encantada.

No habían hecho más que extraer la bebida de la máquina, cuando Ricardo ya

se había presentado en aquella estancia que él mismo había ordenado restaurar

como todo lo demás, convirtiéndola ahora en un lugar mucho más acogedor y

relajante. Visiblemente crispado, Ricardo mantuvo su pétrea expresión mientras

observaba a Daniela reír por las gracias de Miguel mientras no dejaba de posar
una de sus manos sobre el antebrazo del joven.

Y Daniela no pudo evitar sentir una enorme satisfacción.

—Daniela —dijo Ricardo inexpresivo—, he de hablar contigo.


—Dígame, señor Rey.

—Aquí no, en mi despacho.

—Si es algún asunto del trabajo puede usted comentármelo aquí mismo.

—He dicho que en mi despacho —repitió acercándose demasiado a ella.


—Cuando me tome el café y termine mi conversación, si no le importa a su

excelencia.
—Te espero en cinco minutos —y se alejó de ellos con su caminar elegante

aunque visiblemente envarado.


—Lo siento, Miguel —se excusó—. Supongo que debo ir ahora mismo.

—No importa —contestó el ingeniero disimulando su asombro ante la escena


que acababa de presenciar. Aquellos dos no habían actuado simplemente como
jefe y empleada. Allí había algo más.

Tras unos leves toques en su puerta, Daniela entró en el despacho y se


mantuvo en pie cerca de la entrada, como si se otorgara una especie de seguridad

extra al encontrarse cerca de la puerta. Ricardo estaba de espaldas, mirando por

la ventana que había ordenado abrir al exterior y por donde comenzaban a entrar

los primeros rayos de sol de la mañana. De nuevo, con su cabello brillante y su

vestimenta impecable, aunque Daniela solo tuviera ganas en esos momentos de


darle una patada y tirarlo por aquella ventana para verlo caer al aparcamiento, a

poder ser sobre el parabrisas de su reluciente y carísimo todoterreno.

—¿Por qué no viniste ayer a mi casa? —le preguntó aún de espaldas.


—He cambiado de opinión. No me apetece seguir liada con mi jefe.

—¿Tal vez porque ahora sales con Miguel? —le dijo dándose la vuelta para

poder mirarla de frente.

—Usted y yo no teníamos nada, únicamente hemos follado un par de veces, si


se le puede llamar así, por lo que no creo que pueda tener opinión alguna en mi

vida privada.
—¿Vuelves al trato formal?

—Usted solo es mi jefe, por supuesto que continuaré con el trato formal.
—¿Por qué haces esto, Daniela? —En dos zancadas se colocó frente a ella, a

menos de un palmo de distancia, y procedió a leer en sus ojos. Ella siempre


había sido sincera con él, más que nadie, con lo que no debería dudar de ella,
pero había algo en aquellos bonitos ojos claros que lo confundía esa mañana—.

Te estuve esperando casi toda la noche.

—Supuse que el taxista te avisaría.


—Sí, pero tuve la absurda idea de que hubiese algún tipo de malentendido,

que al final acabarías viniendo.


—Tú lo has dicho, una idea absurda.

—¿Y lo que pasó en la cocina de tu casa? —dijo haciendo un esfuerzo por

modular su voz. La aferró del brazo y se cernió sobre ella. Durante un diminuto

instante, Daniela temió flaquear, sintiendo clavarse en ella aquella mirada dorada

y atormentada, y a punto estuvo de hablarle sobre el dolor que le había causado

el verle con otra. Pero el sonido de la puerta la salvó de hacer el ridículo.

—Perdón —dijo Miguel frenando en seco al verlos tan juntos—. No quería


interrumpir.

—No vuelvas a entrar en mi despacho sin llamar —le dijo Ricardo con una ira

casi impensable en él—. Lárgate.


—¿Has tenido que ponerte tan agresivo? —le dijo Daniela separándose de él

cuando se hubo marchado el joven ingeniero—. ¿Desde cuándo te gastas esa


mala hostia?

—Desde que una mujer ha pretendido reírse de mí. —«Otra vez».


—¡Oh, sí! Me lo he pasado en grande mientras me atabas a tu cama y me

tratabas como a un trozo de carne —le espetó con desprecio—. Te aseguro que el
gran Ricardo Rey, con su fama y su glamour, no ha resultado ser para mí más
que un patán que no tiene ni puta idea de cómo tratar a una mujer —siguió

tratando de ser lo más cruel posible—. Si todas esas fulanas ricas se mueren por

que las folles de esa manera, pues que les aproveche. Yo prefiero follar con un
tío más normal.

—Como Miguel —dijo Ricardo tieso como un poste.


—Como Miguel o como el que a mí me dé la gana. Antes con cualquiera que

contigo.

—Márchate, Daniela, hazme el favor —le dijo totalmente inexpresivo. Se

acomodó en su sillón con movimientos rígidos mientras trataba de organizar

algunos documentos con manos temblorosas.

—Por supuesto, señor Rey. Y procure no dejarse tentar por las ganas de

echarme. He firmado un nuevo contrato indefinido que usted también firmó y le


denunciaría por incumplimiento del mismo.

—Nunca ha sido esa mi intención —susurró sin levantar la vista de su mesa.

Daniela salió al pasillo y, en cuanto el despacho quedó atrás, corrió

velozmente la distancia que la separaba del lavabo. Abrió una de las puertas,
cerró el pestillo y se sentó sobre la taza del inodoro, mientras intentaba respirar,

mientras intentaba no llorar, mientras intentaba no recordar un rostro cubierto


por una imperceptible capa de dolor o unos ojos que parecieron apagarse de
repente, dejando de mostrar aquella luz que los iluminaba cada vez que la

miraba.
****

Tal vez no era el día más indicado para realizar la visita más importante que
hubiese tenido en mucho tiempo, pero Ricardo llevaba demasiados años lidiando

con importantes empresarios y sabía que poseía el suficiente temple como para
que su vida personal no interfiriera en sus negocios. Habían sido ya tres las

veces que el presidente de la importante compañía que podía salvar su fábrica y

su economía le daba largas, pero sonrió al pensar en ello. Conocía demasiado

bien las triquiñuelas de ese mundo como para no saber que no se trataba más que

de una estrategia, para mantenerlo expectante y ansioso, pero, como siempre,

hizo gala de su experiencia y su paciencia. Ese hombre no llegaría ni a sospechar

por un segundo su ansia por conseguir firmar ese contrato millonario.


Atravesó la elegante recepción, donde informó de su llegada ya programada, y

una bonita chica lo acompañó hasta la puerta del presidente. La abrió, entró en él

y divisó al fondo de la estancia una gran mesa brillante y oscura, tras la cual se
encontraba el sillón presidencial de espaldas, esperando a girarse en cualquier

momento, como en una aparición estelar. Y eso fue lo que ocurrió. Ciento
ochenta grados después, apareció el presidente, o mejor dicho, presidenta,

dejando a Ricardo tan clavado en el suelo que temió no poder moverse de allí en
su vida.

—Hola, Ricardo —lo saludó la mujer.


—Joder, no puede ser —dijo él con una sonrisa mordaz—. Aunque, en
realidad, no debería sorprenderme encontrarte aquí, Marisa.

—¿Ah, no? —dijo ella levantándose de su sillón para rodear la mesa y

apoyarse en su filo—. ¿Por qué no debería sorprenderte? Te advierto que no ha


sido tarea fácil colocarme tras esa butaca.

—¿Y en qué ha consistido esa tarea, Marisa? ¿En casarte con el viejo que
debería estar ahí?

—Veo que me aún me conoces, cariño. —La mujer se incorporó y se dirigió al

mueble bar, donde colocó en una bandeja dos copas y una botella—. Sirve tú

mismo, como siempre solías hacer. —Él la obedeció y sirvió las copas—. Pues

sí, has acertado, me casé con un viejo decrépito pero muy muy rico gracias a los

contactos que obtuve a través de tu apellido. Murió hace pocos meses y aquí

estoy yo. El pobre no tenía hijos que pudieran sucederle.


—Y seguro que ese es un hecho del que carecías todo conocimiento —dijo

Ricardo bebiendo un trago de su copa. Le ofreció a ella la otra, se sentó en uno

de los sillones de piel y ella lo hizo frente a él.


—Por supuesto —dijo ella haciendo una mueca—. No tenía ni idea.

—Ya. —Ricardo la observó sin disimulo. Seguía siendo exóticamente


hermosa, con sus rasgados ojos verdes y su larguísimo cabello oscuro recogido

en un moño que la hacía parecer más seria y formal. Sonrió. Tal vez nadie en su
nuevo entorno la conocía como él, sabiéndola capaz de cualquier cosa por

obtener sus objetivos.


—Así que deseas que tu pequeña empresa fabrique todos nuestros
componentes —dijo la mujer cruzando sus piernas en un elegante gesto

calculado, dejando a la vista la totalidad de sus muslos enfundados en suaves

medias de seda y sus altísimos tacones.


—Exactamente.

—Me he informado sobre ella —dijo Marisa, cuya estrecha falda parecía
remangarse por momentos hasta rozar unos excitantes ligueros— y te felicito,

cariño. Has obrado un milagro con ella. Podríamos llegar a un acuerdo si echara

un vistazo a tu plan de desarrollo y a los planos de las nuevas máquinas y piezas.

—Ni hablar —contestó él tajante pero sin dejar de sonreír. Había llegado a la

conclusión de que se estaba divirtiendo con su ex, en aquella contienda en la que

él atacaba con las armas ocultas de su negocio y ella con sus armas de mujer.

—Piénsalo bien, cariño —le dijo ella sentándose a su lado. Soltó la copa en la
bandeja y se pegó a él hasta colocar una pierna desnuda sobre su regazo y una

mano sobre los botones de su camisa—. Tú y yo podríamos formar un buen

equipo.
—Tú y yo nunca hemos formado un equipo y mucho menos lo haríamos

ahora. Jamás mezclaría mis negocios contigo.


—¿Porque no te fías de mí, quieres decir? —dijo la mujer haciendo un mohín

con sus labios sensuales.


—Definitivamente no —le dijo con sinceridad.

—¿Y si yo te hiciera —dijo ella poniéndose de nuevo en pie ante él— una
proposición imposible de rechazar?
—Inténtalo.

—Un contrato de diez años, en exclusividad.

—Muy tentador. A cambio de…


—Que te cases conmigo.

—Joder. —Sin poderlo evitar, Ricardo se dejó caer en el respaldo y estalló en


una estridente carcajada—. Eres increíble, Marisa —dijo sin dejar de reír—.

Pensé que ya nada de ti me sorprendería, pero acabo de constatar que estaba

equivocado.

—No trataba de sorprenderte, ni de hacerte reír —dijo ella impasible—.

Únicamente pretendía dejarte claro que una sociedad como la nuestra podría

resultar muy lucrativa para los dos. Yo sería tu socia en la fábrica y dispondría de

una parte de la inmobiliaria y tus propiedades a cambio de ser tú el presidente de


esta importante compañía. Los clientes no acaban de sentirse muy cómodos

conmigo y tu imagen vendería mucho más.

—Lo tenías todo pensado hace tiempo, ¿no es cierto? —preguntó Ricardo
poniéndose en pie frente a ella.

—Hasta el último detalle.


—Te felicito, Marisa. Y dime, ¿has pensado en algún momento en el detalle

de lo que me hiciste en el pasado? ¿Has creído por un instante que me rebajaría a


volver a tener algo contigo?

—Te conozco mejor que nadie, cariño, y eso es un punto a mi favor. —Con
sensualidad, deslizó la uña del dedo índice por su pecho—. Estuvimos juntos tres
años y por mucho que creyeras que andaba metiendo a otros hombres en mi

cama, no fue así. Siempre te respeté.

—¿Por qué será que no me lo creo?


—Pues créelo. Tu forma de hacer el amor era tan… gentil. Además, conozco

muchos de tus gustos, tu personalidad, tus miedos o tus fantasías. ¿Recuerdas


cómo te gustaba darte placer a ti mismo mirándome mientras yo me tocaba?

—No sé a qué viene eso ahora —dijo él tenso.

—Seguro que sigues haciéndolo pero solo con desconocidas, porque no te

atreves a tener una relación basada en el amor. ¿Voy acertando?

—Déjalo, Marisa.

—Aunque tú no seas consciente, somos muy parecidos, cariño, y no me

importaría volver a probarlo contigo puesto que yo tampoco creo en el amor ni


en esa clase de estupideces. Últimamente resulta bastante complicado conocer a

hombres como tú. —Con suavidad pero con firmeza, lo dejó caer sobre la mesa

y ella se colocó entre sus piernas—. Desde que terminamos no he dejado de


pensar en ti, Ricardo —le susurraba mientras le tocaba por todas partes—,

porque me he dado cuenta de que eras muy especial y no supe valorar lo que
tenía.

Poco a poco, la mujer se fue acercando hasta que posó sus gruesos labios en la
boca masculina, que lamió a conciencia mientras Ricardo se dejaba hacer. Por

fin, ella introdujo su lengua y la enredó con la suya mientras él cerraba los ojos y
su mente lo evadía a una cocina, envuelto en harina y azúcar, hasta parecerle oler
a magdalenas recién hechas o percibir el contacto metálico de un piercing en su

lengua. Marisa deslizó su mano hacia la bragueta de su pantalón y asintió

satisfecha al notar el bulto de su excitación, provocado por sus recuerdos sin que
ella lo sospechara.

—Mmm, me alegra saber que esto sigue funcionando conmigo. —Sin dejar de

mirarle, introdujo su mano bajo la cintura del pantalón, hizo a un lado la ropa

interior y afianzó entre sus dedos el miembro erecto para comenzar a acariciarlo.
—Te recuerdo que no es tan grande como la de mi hermano.

—Ya tardabas demasiado en mencionarlo —suspiró ella extrayendo de nuevo

su mano—. Ya te lo dije entonces, Arturo era una fantasía sexual, montones de

mujeres deben tenerlas con él a diario. Pero lo tuyo era distinto. Eres el mejor

hombre que he conocido y lo único que lamento en mi vida es haberte hecho

daño. Ojalá no me hubiese dejado llevar por el deseo hacia tu hermano y lo

hubiese rechazado, pero debes creerme, intentar echar un polvo con él no fue
más que el resultado del odio que sentía hacia él por haberme rechazado tantas

veces. Si me hubiese acostado con él sin tú saberlo, no hubiese vuelto a repetir


con él saciado ya mi deseo, y tú y yo ahora estaríamos casados y riéndonos del

mundo.
—Joder, Marisa, estoy alucinando. ¿De verdad has llegado a creer por un
momento que volvería contigo y mucho menos para casarme?

—Por supuesto, y sé que al final aceptarás, estoy segura.


—Estás loca de remate —dijo él dirigiéndose a la puerta—. Tal vez me vea
mendigando un préstamo enorme, pero cualquier cosa antes que volver contigo.

Siempre fuiste una auténtica zorra avariciosa, Marisa, y siempre lo serás.

—Hasta pronto, Ricardo —susurró ella—. Porque sé que volverás.

****

Demasiadas horas más tarde, Daniela solo tenía ganas de salir de allí y volver

a su casa. Terminó de cambiarse ella sola de nuevo en el vestuario, se echó su

mochila al hombro y se dirigió a la salida mientras rebuscaba su tarjeta

magnética. Revolvió entre los cientos de objetos que inundaban su bolso, en los
bolsillos de su bata o su pantalón, pero nada. Decidió deshacer sus pasos y hacer

el mismo camino que había recorrido con anterioridad, pero no logró dar con la

tarjeta por ninguna parte.


Mierda, ¿dónde la habría dejado? Ahora tendría que ir con el cuento a Ricardo

de que había perdido la dichosa tarjeta y se negaba en redondo a volver a hablar


con él por esa chorrada.

Un momento, hablando de Ricardo. El único lugar donde no había mirado


había sido en su despacho, y tal vez en aquel pequeño forcejeo que mantuvieron

en su interior pudiera habérsele desprendido. Tenía que entrar allí y buscarla,


aprovechando que él había salido. Le pediría el favor a Leo y con su tarjeta
podrían acceder al despacho.

—¿Y dices que se te ha podido caer aquí? ¿Cómo? —preguntó Leo mientras
cerraba la puerta tras de sí y la observaba a ella arrastrarse bajo la mesa

intentando palpar algo bajo sus manos.

—Deja de preguntar, Leo —le dijo Daniela metiendo la mano bajo los

armarios y las estanterías—, y ayúdame a buscarla.

—No la veo por ninguna parte —dijo el encargado tras varios minutos
registrando hasta el último rincón—. Joder, Daniela, otro día haces el favor de

colgártela al cuello con una cuerda como los niños pequeños —gruñó.

—¿Dónde coño la habré metido…? —Daniela calló cuando el sonido

inconfundible de la puerta del despacho los alertó.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí? —dijo Ricardo sujetando aún el pomo de

la puerta, totalmente desconcertado al encontrarse dos pares de piernas bajo la

mesa.
—Pues verá… —intentó explicar Leo.

—Nada, señor Rey —interrumpió Daniela—. No hacíamos nada. —Pasó a su


lado intentando no rozarle siquiera y salió del despacho junto a Leo ante la

mirada escéptica de Ricardo.

****
Tras aparcar de nuevo en aquella empinada calle adoquinada, Ricardo quedó
unos instantes dentro del coche antes de decidirse a salir. Había resultado ser una

semana infernal, con la visita a Marisa y la consiguiente sorpresa de encontrarla

allí, su absurda proposición de matrimonio y lo peor, la decepción de Daniela,


que, para colmo, no dejaba de tontear con aquel niñato ingeniero que no tendría

más edad que ella y con el que la había visto ya en un par de ocasiones salir de la
fábrica y montarse en su coche. Le dolía mirarlos y le jodía que le doliera. Por si

fuera poco, se había visto obligado a anular la visita de ese sábado por la tarde al

club de contactos después de recibir la imperiosa llamada de la abuela para que

fuera a su casa. Plan genial para un sábado tarde. Había cambiado una sesión de

sexo por pasar la tarde en casa de Ágata, por mucho que le hubiese asegurado la

ausencia de Daniela. También era cierto que su plan de sexo le seguía pareciendo

una ridícula imitación del sexo de verdad y poco perdía si no acudía a esa
absurda cita.

Exasperado de nuevo, bajó del coche y entró en la antigua casa. Abril le abrió

la puerta y lo acompañó hasta el salón, donde la abuela contemplaba concentrada


una película de la sobremesa del fin de semana.

—Es una mierda de película —se quejó la anciana—, pero solo quedan diez

minutos para que acabe. Siéntate mientras esperas.


—¿Podrías venir mientras tanto un momento a mi cuarto? —le dijo Abril
tirando de su mano—. Me gustaría mostrarte algo.

—Claro —contestó Ricardo mientras la niña enlazaba los dedos entre los
suyos y lo conducía a su habitación. Así, tan segura y confiada.
—Mira, Ricardo —le dijo alegre mientras desdoblaba una hoja y se la tendía

—, son mis notas. ¿Te gustaría echarles un vistazo?

—Por supuesto. —Ricardo volvió a sentarse en aquel inestable puf y leyó


detenidamente aquella profusión de excelentes en cada una de las asignaturas

correspondientes—. Son una maravilla de notas, Abril, te felicito.


—Gracias, Ricardo. Quería aprovechar para darte las gracias, porque con el

nuevo ordenador y el internet me ha resultado todo mucho más fácil. Además,

mis compañeros no han dejado de felicitarme y agradecerme mi ayuda por

ofrecerles mis clases como tú me aconsejaste.

—Me alegra haberte sido útil, pero eres tú la artífice de haberlo conseguido.

Eres una estupenda estudiante y una chica maravillosa, y solo debías dejar pasar

algo de tiempo para que los demás fueran capaces de verlo.


—Siempre tienes la palabra justa, yo… —Visiblemente emocionada, la niña

se arrodilló frente a él, lo rodeó con sus brazos y depositó un tierno beso en su

mejilla. Ricardo cerró los ojos y paladeó aquel instante de ternura, besando a su
vez el suave cabello de la niña—. Sé que tienes problemas con mi madre —dijo

ella—. Nadie quiere contarme nada pero lo sé. Solo espero que lo arregléis y que
sigas viniendo a nuestra casa, que me sigas aconsejando y yo pueda continuar

hablando contigo o mostrarte mis notas.


—Pase lo que pase entre tu madre y yo —le dijo Ricardo acariciando su pelo

—, te prometo que seguiremos en contacto. —Su pecho se vio poco a poco


colmado de calor por aquel sentimiento que había brotado en él hacia esa niña
desde que la conoció y lo cautivó. Sería lo más parecido a tener un hija que

tendría en la vida.

—Me encantaría —contestó ella con una inmensa sonrisa.


—Pues prometido —sonrió Ricardo—. Y ahora, si me permites, voy a hablar

con la abuela, que miedo me da, y eso que he tenido que pelear durante toda mi
vida con clientes y tiburones de los negocios, pero que, al lado de Ágata, me

parecen ahora simples pececillos.

—Pues suerte. Yo me voy, que he quedado. Hasta pronto, Ricardo.

La abuela ya lo esperaba en el salón. Había apagado el televisor y permanecía

con el rostro claramente enfurruñado, sujetando con fuerza su bastón. Ricardo

temió por un instante que se lo lanzara contra la cabeza.

—Pensé que había tenido buen ojo contigo —comenzó la mujer—, pero has

resultado ser un cabronazo como cualquier otro.

—Gracias, señora —dijo Ricardo con una mueca—, aunque no estaría mal
comentarme el motivo de dicho… halago.

—Ni se te ocurra cachondearte de mí —dijo la anciana clavándole la punta del


bastón en el pecho—. Eres un hijo de puta pendenciero, como todos los

ricachones, que se creen con el derecho a jugar con las buenas chicas. Me alegro
de que Daniela haya salido esta tarde con Miguel a divertirse un rato.

—Vamos a ver —dijo él sorprendido—, recapitulemos. Yo no he jugado con


nadie, si acaso su querida Daniela ha resultado ser una ligera de cascos como
cualquier otra.

—¿Y qué pretendías que hiciera después de pillarte tirándote a otra? —

exclamó la mujer clavando aún más fuerte su bastón en pleno esternón.


—¿Tirándome a otra? ¿Pero de qué demonios habla? ¡Desde que comencé a

tener algo con ella no he puesto siquiera los ojos en nadie más!
—Vamos a ver, cabroncete. Daniela se presentó por sorpresa en tu

apartamento el pasado sábado y te pilló abrazando a una rubia mientras la metías

en tu casa. No creo que fuera para jugar a las cartas.

—¿A una rubia… el sábado pasado…? Joder, Ágata —dijo abriendo los ojos

de par en par—, ¡era mi cuñada Elia!

—¿Tu cuñada? —dudó la mujer mientras aflojaba la presión de su bastón, que

ya comenzaba a incrustarse en las costillas de Ricardo.


—¡Sí! —exclamó—. ¡La mujer de Arturo! Pero, ¿por qué no me dijo nada?

¡Yo le habría explicado la verdad!

—Vaya —chasqueó la mujer la lengua—, le dije a esta chica que debería


haber llamado a tu puerta y averiguar qué estaba pasando. Menudo malentendido

de las narices.
—Ahora ya no importa —dijo Ricardo mesándose el cabello—. Está saliendo

con otro.
—Está en el cine del centro comercial —dijo la mujer dibujando una mueca

de arrepentimiento en su rostro—, con Miriam, Ana y su marido. Ve a buscarla y


aclara este maldito embrollo de una jodida vez. —Y volvió a propinarle un golpe
seco con el bastón en el hombro.

—Gracias, Ágata —le dijo Ricardo cuando se puso en pie, después de darle un

beso en la mejilla.
—Lo que yo dije —murmuró la anciana ya sola volviendo a accionar el

televisor—. Trabajito me está costando…

****

Nada como un buen cartucho de palomitas y un refresco para complementar

una buena película. Daniela llevaba los recipientes en cada una de sus manos
mientras se acercaba a las puertas acristaladas de las salas de cine, acompañada

por las risas de sus amigos. Justo antes de entrar, todavía en el aparcamiento, el

chirrido de unas ruedas alertó a los cuatro y pararon en seco cuando un


todoterreno frenó junto a ellos.

—¿Pero qué coño hace este aquí? —dijo Daniela furiosa, al tiempo que veía

deslizar hacia abajo el oscuro cristal de la ventanilla del coche y el rostro de


Ricardo aparecía tras él.
—Daniela, sube al coche. He de hablar contigo.

—¡Yo flipo con este tío! —dijo mirando los rostros alucinados de sus
acompañantes—. ¡No me da la gana, capullo!
—Daniela —repitió Ricardo intentando mantener la compostura—, no tengo

todo el día. Sube al coche.

—¡He dicho que no!


—Joder. —Ricardo accionó el freno de mano y abrió la puerta para salir del

vehículo y apresar a la joven con fuerza por el brazo—. ¡Sube ahora mismo al
puto coche!

—Pero… ¡¡Eh!! —gritó a sus amigos mientras subía al vehículo entre

empujones—. ¿Y vosotros no pensáis hacer nada?

—¡Que te diviertas, Dani! —gritaron los tres entre risillas.

—¡Pues muchas gracias, amigos! —exclamó Daniela mientras Ricardo

arrancaba de nuevo—. ¿Y se puede saber qué coño te pasa a ti? ¿No eres capaz

de entender un no? ¡Yo no soy como todos esos trabajadores de la fábrica que se
pasan la vida haciéndote la pelota!

—Cállate, Daniela —le dijo él incorporado ya al tráfico—, me estás

provocando dolor de cabeza.


—Gilipollas —susurró. De pronto, una idea maquiavélica irrumpió en su

mente. Observó sus recipientes recién adquiridos y miró después hacia la


impecable tapicería del automóvil. Dirigió su brazo izquierdo hacia el asiento

posterior y lanzó con fuerza el gran vaso de refresco de cola para estamparlo
contra la tapicería y regarla con el oscuro y pegajoso líquido, cuyas salpicaduras

acompañadas de cubitos de hielo regaron hasta los cristales de las ventanillas.


—¡Pero qué coño haces! —gritó Ricardo—. ¿Estás loca? ¡Este coche es de
alquiler! ¡Me va a costar un ojo limpiar esa tapicería de piel!

—¿Y qué nimiedad es esa para el señor Rey? —dijo impasible Daniela

mientras lanzaba el cartucho de palomitas igualmente hacia atrás y quedaban


pegadas junto al refresco a los elegantes y pulcros asientos.

—Esta carretera no tiene arcén y no puedo parar —dijo Ricardo rechinando


los dientes—, pero en cuanto lleguemos a mi apartamento te cogeré y…

—¿Y qué? —lo interrumpió—. ¿Me atarás a una cama para humillarme como

las demás veces? —dijo entre furiosa e irónica—. ¿O tal vez me folles como si

fuera una muñeca hinchable? Porque no se me ocurre que puedas hacerme nada

peor y, créeme, podré soportarlo. Ya lo he hecho.

A Ricardo se le atragantó la réplica en la garganta. Ella tenía razón. Había sido

deleznable la manera en la que la había tratado, la forma humillante en que le

había hecho el amor, y ella no había cometido mayor pecado que desearle desde

el principio. Simple y llano deseo.


Tras aparcar y subir por el ascensor, entraron en el apartamento, donde

Daniela se cruzó de brazos enfurruñada mientras Ricardo rebuscaba en uno de


los cajones del mueble del comedor.

—¿Se puede saber qué buscas? —dijo ella—. No entiendo para nada qué coño
hago aquí. Si estás esperando a tu amiguita pija para hacer un trío, te advierto

que eso no va conmigo.


—Esto es lo que buscaba —dijo Ricardo obviando el comentario, con una
revista entre sus manos de las que había localizado en un cajón. La hojeó con

celeridad hasta topar con una de sus páginas centrales, donde unas fotografías a

color ilustraban un reportaje—. Echa un vistazo a estas fotos. ¿La reconoces?


—¿A quién? —dijo Daniela exasperada arrancándole la revista.

—La chica rubia de las fotos, la mujer de mi hermano Arturo. Elia, mi cuñada.
—¿Tu… tu cuñada? —titubeó sorprendida Daniela al contemplar a aquella

chica de pelo clarísimo de nuevo en aquellas imágenes. Sin duda era la misma

chica que había visto con Ricardo.

—Sí. Ya te dije que mi hermano y ella habían tenido problemas por culpa de

una clienta de la inmobiliaria. Solo venía a hablar un rato conmigo.

—Vale —dijo Daniela envarada—. Es ahora cuando el suelo se abre bajo mis

pies y yo caigo por un profundo agujero para que no me veas hacer el ridículo —
le devolvió la revista y suspiró—. Supongo que debería pedirte disculpas por

algunas crueles palabras que te he soltado. Lo siento.

—Disculpas aceptadas. Considero que, aun siendo crueles como mencionas,


solo encerraban la verdad. Yo también lo siento.

—Ya, bueno. —Daniela se vio asaltada por un extraño desconcierto, confusa


ante una situación que la llevaba a lanzarse a los brazos de Ricardo para

expresarle su pesadumbre y al mismo tiempo a salir corriendo y olvidarse de él,


consciente de la dificultad de una relación normal con él—. Creo que debería

irme, Ricardo. Te vuelvo a pedir disculpas por todo lo que te dije, pero poco
podemos hacer ya para olvidarlo.
—¿Te vas? —dijo Ricardo tenso ante la expectativa de verla marchar. Sus

piernas parecían no responder, estáticas ante la disyuntiva de pedirle que se

quedara o dejar que se fuera—. ¿Por qué? Todo se ha aclarado y podríamos


seguir…

—¿Cómo, Ricardo? —exclamó Daniela cambiando su confusión por una


explosión de ira y frustración—. ¿Haciendo lo que siempre hemos hecho en este

puñetero picadero? Pues déjame que te diga que, a pesar de sentirme atraída por

ti desde el primer momento en que te vi caer al barro, de lo que te deseé nada

más hablar contigo o de lo que sentí al saberte mejor persona de la que

aparentabas ser, estoy dispuesta a dar por finalizado este rollo raro que tengo

contigo.

—¿Rollo raro? —dijo Ricardo—. Perdona, pero a ti no parecía disgustarte.


—Tampoco me disgusta cuando me meto un puto consolador, objeto que me

parece bastante más humano que tú a la hora de ejecutar su objetivo con una

mujer.
—Veo que te encuentras totalmente en tu terreno cuando decides insultarme y

agraviarme —dijo Ricardo comenzando a sudar, temiendo dónde pudiera acabar


aquella discusión—. ¿Qué pretendes de mí, Daniela?

—¡Que me desnudes tú! —gritó alzando los brazos—. ¡Que me hagas el amor
con toda tu pasión! ¡Que me acaricies sin planearlo! ¡Y por supuesto, que me

beses mientras tanto! ¡Quiero tus besos, Ricardo, quiero tu pasión, pero sin
control! —Daniela intentó recuperar la compostura mientras respiraba a grandes
bocanadas, observando a Ricardo como una estatua de cera en medio del salón

—. ¿Qué te sucede, Ricardo? ¿De qué tienes miedo? ¿Qué temes? ¡Dime!

¿Acaso no me deseas lo suficiente? ¿O acaso temes que se te desprenda esa


coraza que te has fabricado y pueda echar un vistazo para ver algo que no dejas

ver a nadie?
—Maldita seas, Daniela —dijo él apretando los puños y la mandíbula—.

¡Maldita seas por todo! —A una velocidad sobrenatural, Ricardo se abalanzó

sobre Daniela, la cogió por los hombros para estamparla contra la pared y se

abatió sobre su boca, besándola de forma despiadada, dejando surgir meses,

incluso años de frustración, de deseos reprimidos, de pasión insatisfecha. Lamió

y mordió sus labios y su lengua, sus dientes y su paladar, inundando su boca,

devorándola sin control, al tiempo que introducía las manos en su pelo y las
enredaba en él arañando su cuero cabelludo. Incrustó su pelvis entre las piernas

de la joven y comenzó a embestir con fuerza, sin dejar de besarla, sin dejar de

tirar de su pelo, golpeando con su miembro el sexo ansioso de Daniela, una y


otra vez, una y otra vez… Mareado, confuso, perdido en una vorágine de deseo

que ya no tenía vuelta atrás.

Daniela temblaba en sus brazos, respondiendo con el mismo frenesí,


comenzando a tirar de sus ropas desesperada, haciendo saltar los botones de la
camisa para poder acariciar sus pectorales, sus hombros, su estómago duro,

extasiada ante el placer que le proporcionaba el mero contacto de sus manos


sobre su piel caliente. Ricardo respondió a sus movimientos frenéticos de igual
forma, tirando de su blusa hacia arriba, de su falda hacia abajo, hasta dejarla

únicamente con su bonito conjunto de ropa interior de encaje blanco. Jadeante,

echó un paso atrás y la contempló, sin hablar. Ninguno de los dos decía nada,
dispuestos únicamente a sentir, a tocar y a besar.

De forma brusca, Ricardo tiró hacia abajo de las copas del sujetador, haciendo
rebosar sus pechos para acariciarlos, amasando y pellizcando mientras miraba a

Daniela a sus turbios ojos verdes.

—Bésame, Ricardo, por favor. —Él la obedeció y su corazón volvió a latir

errático mientras bebía de su boca y acariciaba sus pechos con fuerza.

Consciente de que con sus besos húmedos y profundos ya no tendría suficiente,

bajó por su garganta y se introdujo los duros pezones en su boca, mientras sus

oídos se saturaban con los apremiantes gemidos de Daniela, que ya se había

deshecho de su camisa y acariciaba su espalda desesperada, clavando sus uñas

en los omóplatos y en su cintura. Siguió bajando al tiempo que deslizaba sus


bragas hacia abajo y se arrodillaba ante ella, le abría las piernas y hundía su

lengua en su sexo empapado y ansioso. Tirando con fuerza de su pelo, Daniela


inclinó su cabeza para poder observarle, para ser consciente del momento exacto

en que los dientes del hombre apresaban su clítoris y la hacían explotar en un


fulgurante clímax, mientras gritaba y embestía con sus caderas sobre la boca de
Ricardo—. Dios —gimió ella cuando él se puso en pie. Pero aquello no había

hecho más que empezar y, con desespero, le desabrochó los pantalones y tiró de
ellos hacía abajo para facilitar que él quedara completamente desnudo. Por
primera vez, Daniela se sintió libre de tocarlo, acariciando la piel suave de sus

caderas, de sus glúteos, y la dureza sedosa de su miembro excitado. Su glande

estaba hinchado y amoratado, y hasta las gruesas venas que surcaban aquella
sedosa longitud aparecían duras y dilatadas, pulsando la sangre que se agolpaba

en su interior.
—No puedo más, Daniela —gimió Ricardo con voz torturada—. Sé que

debería ser en una cama pero no puedo esperar más.

—Pues no esperes —le dijo ella posando una mano en su mejilla—. Hazme el

amor aquí y ahora, sin guardarte nada, sin máscaras. Déjate llevar, Ricardo. —

Apenas acabó de hablar, Daniela aguantó la respiración cuando él levantó su

pierna izquierda y la colocó en su cadera, apuntando con su glande en la entrada

de su vagina, enterrándose en ella con fuerza para comenzar a embestirla con


una potencia inusitada. Sus glúteos se dilataban y contraían con rapidez para

marcar el ritmo, adentro y afuera, adentro y afuera. Daniela, sin dejar de

observar el fuego de sus ojos, aceptó los envites en su cuerpo, hasta que lo sintió
temblar en su interior y escuchó el profundo grito que escapó de su garganta. Un

fuerte orgasmo los atravesó a los dos, envueltos en gemidos y sudor. Sus pieles
brillaban por el esfuerzo y la pasión, pero Ricardo seguía sin tener suficiente.

Necesitaba más de ella. Su miembro continuaba duro y, sin salir del cuerpo
femenino, la tomó por los glúteos y se dirigió con velocidad hasta el dormitorio,

donde cayeron sobre la cama.


—Todavía no he tenido suficiente de ti —gimió Ricardo volviendo a tomarla
de sus nalgas para poder penetrarla más a fondo. Continuó arremetiendo y

golpeando, haciendo entrechocar sus pelvis mientras regueros de sudor surcaban

su rostro. Daniela también sudaba mientras escuchaba los jadeos de ambos, el


traqueteo de la cama y el sonido del chocar de sus carnes. Apenas le quedaban

fuerzas pero se vio colmada por una inesperada felicidad que la ayudaba a
seguir, durante un minuto más, cinco minutos más, diez, hasta que de nuevo un

esplendoroso orgasmo los atravesó como un rayo, fuerte, potente, largo y

devastador.

Ricardo se dejó caer sobre ella, uniendo sus pieles pegajosas y resbaladizas.

Su corazón golpeaba con fuerza contra sus costillas y contra el propio corazón

de Daniela, hasta sentirlo rebotar en sus oídos y en su garganta. Poco a poco se

incorporó para colocarse a su lado y poder observarla. Al igual que él, tenía

empapada la piel del rostro y del resto del cuerpo, que brillaba bajo la tenue luz

de la luna que entraba por la ventana, como si toda ella hubiese sido cubierta por
una capa de aceite. Delicadamente, Ricardo apartó un húmedo mechón de

cabello de su cara y desparramó el resto sobre la almohada, como ya deseara


hacer la primera vez que la vio a la entrada de la fábrica.

—¿Te he hecho daño? —preguntó preocupado. Siempre había sido un hombre


gentil con las mujeres, un amante caballeroso, jamás el toro desbocado en el que

se había convertido esa noche. No había podido evitarlo, no había podido pensar,
solo había podido hacer el amor a Daniela de la forma en la que lo había deseado
desde la primera vez que ella se le enfrentó y le habló sin tener en cuenta nombre

o posición social, destilando chispas verdes por aquellos apasionados ojos.

—Claro que no —respondió ella en un susurro. Apenas sentía fuerzas para


mover una sola de sus pestañas, mucho menos para abrir la boca. Todos y cada

uno de los músculos de su cuerpo se hallaban en un estado de agradable


extenuación. En aquel momento su mente gritaba de alegría, de extrema

felicidad, pero imposible transformar esos sentimientos en cualquier tipo de

movimiento, puesto que una total debilidad la forzaba a cerrar los ojos y

dormirse, como hizo al instante siguiente, con una bonita sonrisa en su rostro.

—Descansa, preciosa —susurró él. Le dio un suave beso en su sudorosa

frente, la tapó con la colcha y se levantó de la cama.

De él también se apoderó un suave letargo que le impelía a dormir. Necesitaba

descansar y jamás podría hacerlo a su lado.

****

Aquella reunión le estaba resultando a Elia sofocante y aburrida y no pudo


evitar recordar otra semejante ocurrida un año y medio atrás. Sospechaba —más

bien lo sabía con certeza— que sus hermanos habían preparado para ella aquella
supuesta encerrona. Le habían asegurado que aquello sería simplemente un
encuentro social de empresarios, donde el marido de su hermana Martina debía

recoger una especie de premio por su labor en investigación. Como si ella no

fuese a molestarse en leer el programa o a percatarse de la relación entre el


sector de la construcción y el inmobiliario. Sabía perfectamente que en aquel

lugar iba a encontrarse con Arturo.


Deberían haber sabido que no iba a evitar encontrarse con él, que hacía rato

que había vislumbrado su morena cabeza entre la multitud y que ya solo

esperaba que él también la viera y se acercara. Se giró dando la espalda al gran

recinto y se dispuso a esperar con un vaso de té frío en la mano, asomada a uno

de los grandes ventanales que daban a la calle y al paisaje nocturno de la ciudad.

—Hace una noche preciosa —escuchó decir a su espalda. Sonrió satisfecha,

con el corazón galopando en su pecho nada más escuchar las mismas palabras

que él le dijera la primera vez que se vieron. Se giró, lo miró a sus vulnerables

ojos azules, y ya en ese preciso instante supo que jamás volvería a separarse de
él—. ¿Me esperabas?

—Por supuesto —contestó ella, sin moverse y sin dejar de mirarle—. Por eso
estoy aquí.

—A mí me han obligado a venir —dijo Arturo haciendo una mueca. Se sentía


nervioso, incluso cohibido. Llevaba días pensando en cómo acercarse a Elia
cuando la encontrase, pensando en qué decirle, en cómo actuar. Nunca en su vida

se había encontrado tan inseguro ante la reacción de una mujer, ni siquiera la


primera vez que se acercó a ella con la única intención de llevársela a la cama—,
porque no sabía que estarías aquí.

—Ante la ausencia de tu hermano sabes que te toca a ti acudir a estas

aburridas reuniones llenas de discursos aburridos y gente aburrida —sonrió Elia


tratando de aplacar su corazón ante la visión espectacular de Arturo vestido de

smoking. Su negro cabello relucía, lo mismo que el azul de sus ojos. Nunca se
acostumbraría a su llamativa belleza masculina.

—Veo que tú tampoco te estás divirtiendo mucho —dijo él con una media

sonrisa, admirando con disimulo lo guapa que estaba esa noche con su larga

melena platino y su vestido azul.

—Nunca me han gustado los lugares llenos de gente —dijo ella.

—Lo sé —contestó él.

—Tampoco los hombres guapos y arrogantes que se acercan a las mujeres con
la única intención de demostrarles su capacidad sexual.

—También lo sé —repitió él con una sonrisa—. Excepto yo.

—La primera vez que te acercaste a mí no dejé de pensar en varias


posibilidades, como soltarte una patada entre las piernas o lanzarte mi copa

sobre tu bonita cara.


—¿Y qué te contuvo?

—El comprender que ninguna de ellas me satisfacía. Que, a pesar de tu


arrogancia —susurró—, no deseaba hacerte daño ni que nadie te lo hiciera.

Sus miradas no se desviaron durante varios minutos, cada vez más intensas,
aunque sin acercarse más de lo que lo harían dos viejos conocidos. Continuaron
sonriendo, comentando, todavía nerviosos, tratando de mantener aquella

cordialidad.

—¿Arturo? —escucharon decir de pronto a una mujer detrás de él—. ¿Eres

tú? ¡Cuánto tiempo sin verte, cielo! —y ante la mirada de pánico de Arturo, la

joven se echó en sus brazos y comenzó a sembrar de besos su rostro.

Elia se mordió los labios para sofocar su risa. El semblante de Arturo era de

auténtico espanto, pálido y asustado. Se sacó como pudo a la chica de encima y

se quedó sin palabras, mirando a Elia en todo momento temiendo su reacción.

Pero Elia ya lo tenía asumido. Ese era Arturo, su Arturo, ni más ni menos, y

ella lo supo siempre. Su pasado de juergas y mujeres no se podía borrar, pero


ella tampoco lo hubiese querido. Arturo era como era, con su arrolladora

personalidad, su físico espectacular y un pasado bastante movido, y ella lo

amaba tal cual era, con sus virtudes y sus defectos.

Lo que no significaba que fuese a permitir ciertas cosas.

—Eh, tú —dijo Elia tomando del brazo a Arturo—. Lamento decirte que este
hombre ya no está disponible ni lo va a estar nunca. Si lo deseas, puedes crear
una asociación, o un grupo de Facebook que se llame «Afectadas por el retiro de

Arturo Rey de la circulación», o como os venga en gana. Y ahora, ¡aire! —


Totalmente alucinada, la chica retrocedió unos pasos y desapareció.

—Eres increíble —dijo Arturo inclinando la cabeza hacia atrás y emitiendo


una sonora carcajada—. Lo mismo pareces una frágil muñeca de porcelana que
una auténtica harpía.

—¿Te ha molestado? —preguntó ella arqueando una rubia ceja.

—Sabes que no —dijo él más serio de pronto—. Perdóname, Elia, por el


pasado que arrastro, por las veces que te hago sentir mal, por…

—Chsst, ya basta, Arturo —le dijo posando el dedo índice sobre sus labios—.
Creo que necesitamos un lugar más privado para seguir hablando, ¿no crees? —

dijo tirando de él—. Vayamos a mi casa.

Una vez en la acogedora casita, Elia preparó café y los dos se sentaron frente a

frente, en dos pequeñas butacas en color naranja cubiertas por cojines amarillos,

tan coloridos como el resto de mobiliario de aquella diminuta vivienda. Siempre

deseó poner notas de color a su alrededor debido a su propia palidez, algo que ya

no le preocupaba en absoluto.

Porque desde que se enamoró de Arturo, él aportó suficiente color a su vida.

—¿Cómo te encuentras? —dijo Arturo para comenzar aquella conversación


que ambos deseaban.

—Bien —contestó ella dejando la taza sobre la mesita—. Antes de nada,


quiero pedirte perdón por todo lo que ha pasado, por las escenas de celos, por

irme, por…
—Déjalo, Elia —la interrumpió—, no es necesario. Debiste pasarlo muy mal y

yo debí haberte comprendido mejor.


—No, Arturo, ese es el problema —dijo ella de repente, aún más pálida y
tensa—. No me sentí mal por abortar, me sentí mal porque en todo momento

odié quedarme embarazada.

—No pasa nada, cielo. Tienes derecho a no desear un embarazo.


—Yo… —Por primera vez, Elia dejó que la tristeza empañara sus ojos y

permitió que las palabras que nunca había dicho surgieran todas de su garganta
—. No sé si lo entiendes, Arturo, pero no quería ese niño. Durante aquellas

semanas lo maldecí por venir en tan mal momento, por obligarte a pensar en

matrimonio. Yo deseaba que nuestra relación avanzara sin la necesidad de nada

que nos presionara. —Un torrente de lágrimas brotó de golpe y comenzó a bañar

sus pálidas mejillas—. Por eso, cuando descubrí aquella mancha de sangre en la

cama, temí que hubiese sido por mi culpa, por desear que ese bebé no existiera, y

me sentí un monstruo. —Ya sin control, Elia dejó caer su rostro sobre sus manos
y sus hombros se convulsionaron en un desgarrador llanto.

—Llora, cariño, llora, no pasa nada —le dijo Arturo arrodillado frente a ella,

procurando no tocarla aunque le costase la misma vida—. Desahógate todo lo


que no hiciste en su momento. Pero ni se te ocurra creerte ningún monstruo.

—No quería —continuaba ella llorando, sin hacer nada ante las lágrimas que
se colaban entre sus labios— pasar el resto de mi vida dudando si estabas

conmigo por haberme quedado embarazada. Deseaba pasar más años contigo y
asegurarme de que me querías, a pesar de la multitud de mujeres que te acosan

cada día.
—Pero Elia…
—No hubiese soportado —continuó ella mientras se deslizaba del sillón y se

dejaba caer de rodillas frente a Arturo sobre la colorida alfombra— que un día te

hubieses despertado a mi lado y me hubieses mirado con semblante de


resignación.

—Tengo unas cuantas cosas que decir acerca de todas esas suposiciones tuyas
—dijo Arturo tomándola de los hombros—, pero, de momento, solo te pido que

te desahogues, maldigas y llores. ¡Llora, maldita sea!

Elia se derrumbó sobre el pecho de Arturo y él la acogió, sintiendo la

humedad de las lágrimas en su camisa. Continuaron arrodillados sobre la

alfombra del pequeño salón, mientras Elia se desahogaba derramando el torrente

de lágrimas acumuladas. Arturo decidió que ya tendría tiempo de aclararle todas

aquellas dudas absurdas, de repetirle hasta la saciedad que nada podría obligarle

a estar con ella, que solo el inmenso amor que sentía por ella era más que

suficiente para querer tenerla a su lado siempre.

—Te amo, Arturo —le dijo mirándolo con sus turbios ojos grises. Acompañó

sus palabras con besos en su rostro, con caricias en su cabello, con movimientos
impacientes—. Y te deseo —ratificó buscando su boca con desesperación.

—Elia… —gimió Arturo abriendo su boca y ofreciéndole su lengua—. Dios,


hace tanto tiempo…

Con desenfreno, Elia devoró su boca mientras abría su camisa haciendo saltar
todos los botones. Se lanzó después sobre su pecho, mordiendo y lamiendo sus
pezones y la piel caliente de su tórax, cubierta por su llamativo tatuaje.

Arturo permitió que ella desfogara su voracidad, mezcla de angustia y deseo,

dejando que lo besara por todas partes mientras le arrancaba la ropa. Dejó que le
abriera el pantalón y lo tumbara sobre la alfombra para lanzarse sobre su

miembro hinchado a punto de explotar. Gimiendo y gruñendo, Elia lo tomó entre


sus manos y se lo introdujo en la boca, chupándolo con ansia, devorando y

lamiendo, alojándolo completamente en su interior hasta notar la punta al fondo

de su garganta.

Viéndose obligado a utilizar toda su fuerza, Arturo la separó de él y la tumbó

en el suelo. Sin dejar de contemplar sus ojos llenos de anhelo, le bajó los

tirantes para devorar sus pechos mientras le subía el vestido, rasgaba sus bragas

y la penetraba intentando controlarse para no hacerle daño. Una vez la vio


exhalar un hondo gemido de placer, comenzó a embestirla con fuerza, besándola

al mismo tiempo, dejando que ella le clavara las uñas en los hombros. Rodaron

sobre el suelo entre fuertes gemidos, llevándose por delante la mesita con las
tazas de café, que cayeron sobre las baldosas en un estrépito de cucharas y

porcelana rota. Pero ellos ignoraban los sonidos, los obstáculos o la incomodidad
del suelo, y se dedicaron a seguir rodando por la alfombra, mientras él seguía

embistiendo y ella lo acogía en su cuerpo. En pocos minutos, él gritaba y se


convulsionaba, y ella, entre espasmos de placer, amortiguaba su grito clavando

los dientes en el cuello de Arturo.


—No quiero casarme —dijo ella enlazada a Arturo minutos después. Seguían
en el suelo, con las ropas desgarradas, sudorosos y rodeados de muebles

volcados y fragmentos de tazas y platos rotos.

—Como quieras, cariño —le dijo él acariciando su liso cabello empapado en


sudor. Sus cuerpos permanecían pegados como ventosas—. Aunque intentaré

convencerte día a día —sonrió.


—Tal vez algún día —dijo Elia—, pero, de momento, deja que vayamos

escribiendo nuestro futuro en un cuaderno en blanco donde nadie sabe qué

pasará —repitió las palabras de su amigo.

—Te amo, Elia —dijo Arturo girando su cabeza para poder mirarla—. Y no

me importa cómo lo decidamos hacer, seguiremos juntos.

—Siempre, Arturo —dijo Elia. Ignorando el desastre que los rodeaba,

continuaron en la misma postura durante lo que, al menos a ellos, les parecieron


horas.


CAPÍTULO 10

Tenía frío. Daniela abrió los ojos cuando un estremecimiento la sacudió y no

reconoció el lugar donde estaba durmiendo. Al incorporarse miró a su alrededor

y recordó la cama y la habitación de los espejos, aquellos a los que no se habían

molestado ni en mirar durante su apasionado y agotador encuentro. Sonriendo,

bajó de la cama sin poder evitar un quejido cuando obligó a sus piernas a dar el
primer paso. Volvió a sonreír al recordar las palabras de Miriam, que tildó a

Ricardo del típico hombre recatado que luego te dejaba tan exhausta como para

no caminar en una semana. Tal vez una semana fuese demasiado, pero juraría

que en todo ese día las agujetas serían sus inseparables compañeras.

Frunció el ceño cuando se acercó a la ventana. Todavía era noche cerrada y

Ricardo no estaba en la cama. A decir verdad, no recordaba haberlo sentido a su


lado en ningún momento, y sí al frío que se había colado bajo la colcha.

No encontró nada de ropa que ponerse, así que, desnuda, salió al pasillo en
busca del paradero de Ricardo. Desestimando las puertas abiertas que daban al

salón, la cocina o al baño, sus manos aterrizaron sobre el pomo de una puerta
cerrada. Con cuidado, la abrió y casi trastabilla consigo misma cuando observó a
Ricardo durmiendo sobre la cama del otro dormitorio del apartamento. Cerró de
nuevo y se acercó, guiada por la luz de las farolas que entraba por la ventana.
Ricardo yacía boca arriba, desnudo excepto sus piernas, arremolinadas entre una

porción de sábana, como si hubiese pasado horas y horas dando vueltas antes de

dormirse. Aun así, acercándose justo a su lado, se deleitó en observar su rostro


relajado, con la boca entreabierta y las medias lunas de sus pestañas sobre sus

marcados pómulos, confiriendo a su semblante un aspecto tan atractivo y juvenil


que sintió una honda emoción en su corazón. Su pecho subía y bajaba de forma

pausada, con un brazo sobre el abdomen y el otro sobre la frente.

Estiró de forma instintiva su mano para tocar su cuerpo perfecto, ni ancho ni

delgado, pero fuerte, fibroso, de piel dorada y escaso vello castaño, pero

recapacitó a tiempo y la detuvo a mitad del camino. El que no se hubiera

acostado con ella en la misma cama debía tener una explicación, y ella no

deseaba incomodar su sueño en mitad de la noche, así que, rodeó la cama y, con
extremo cuidado, se acomodó a su lado sin llegar a rozarle. Tiró del edredón para

taparse, cerró los ojos y volvió a quedarse dormida.

****

Sueños convulsos volvían a apoderarse de él y volvían a obligarle a abrir los

ojos. Ricardo no estaba seguro si esta vez era un sueño o se trataba de una
extraña sensación, pues sentía cosquillear su nuca de una manera inusual. Su
instinto le llevó a girar su rostro en busca del origen de esa percepción y se

encontró con la figura de Daniela durmiendo a su lado. Giró su cuerpo para

admirarla, sin tocarla, y sonrió por la placidez con la que dormía, confiada de
hacerlo a su lado. Eran demasiados los años los que llevaba durmiendo solo,

pues incluso en los años del noviazgo con Marisa habían dispuesto de
habitaciones separadas. Tras el sexo, cada uno a su cama.

Pero en aquel momento, ¿qué extraña y maravillosa sensación hacía posible

que su corazón se entibiara de aquella forma? ¿Que solo deseara acercarse a esa

mujer, rodear su cuerpo y dormir entre sus brazos?

Claro que, tampoco podía ignorar el estado de total excitación de su miembro,

un estado que parecía permanente desde hacía horas, por no decir días o

semanas. Despacio, apartó la colcha y volvió a admirar su cuerpo desnudo


abrazado a la almohada, delgado pero perfecto, de aspecto suave y tierno, al que

solo daban ganas de acariciar y besar. Apartó su largo cabello para poder ver la

silueta de su rostro rodeado aún de sombras, tan inocente e infantil mientras


dormía, aunque nada infantil parecían ser sus intenciones. Posó una mano sobre

uno de sus pechos y acarició su sedosa piel para acabar pasando la yema del
pulgar por su pezón, que floreció y se endureció en un instante.

—¿Se trata de alguna forma tuya de pedirme otro revolcón? —dijo Daniela
mirándolo directamente con sus bonitos ojos claros. Sonrió y un nuevo tirón

acabó por endurecer del todo su miembro sediento de sexo.


—Tú eres la culpable —dijo Ricardo sin dejar de acariciar sus pechos—. Por
tentarme y por hacer que ahora no tenga suficiente de ti hasta que no te haya

hecho el amor unas dos mil quinientas veces más. Sin parar. —Continuó

mirándola, recreándose en ella. De cerca le parecía aún más encantadora, natural,


sencilla y espontánea, atributos que jamás pudo disfrutar en ninguna mujer y que

le atraían mil veces más que cualquiera de las tretas de cama de las mujeres que
habían intentado atraerle, con modales refinados o aspectos elegantes. Sin dejar

de mirarla, bajó una de sus manos y la deslizó sobre sus labios íntimos, ya

mojados y ansiosos.

—¿Y sería aquí mismo, en tu cama? —preguntó ella cerrando los ojos por el

suave placer, mordiendo su labio inferior en una sensual pose que lo excitó

todavía más—. ¿Y volverás a tocarme y dejarás que te toque? —volvió a

preguntar mientras alargaba la mano y pasaba sus dedos sobre el hinchado


glande, de cuyo extremo no dejaban de brotar brillantes gotas seminales.

—Ven, acércate —dijo él. En un nanosegundo, Daniela se había acercado y

había pegado su cuerpo al suyo, rodeándolo con sus brazos y hundiendo su


rostro en su cuello.

—Mmm, no entiendo por qué me hacías el amor de aquella manera tan fría, si
tú no lo eres. Acabo de constatarlo —dijo sonriendo con los ojos cerrados

mientras frotaba su nariz por su garganta—. Y tus besos… me faltaban tus besos.
—Se colocó sobre él, envuelta ya en la bruma sensual del deseo, y comenzó a

lamer sus labios, antes de abrirlos y penetrarlos con su lengua, para poder
saborear a conciencia aquella boca que le había ofrecido tanto placer. Pero
Ricardo decidió tomar el control y profundizar el beso mientras rodaba y se

encaramaba sobre ella, para frotar su pecho sobre sus duros pezones y deslizar su

duro miembro entre la mojada hendidura.


—Es que siempre he sido frío —gimió Ricardo—, hasta que me obligaste a

dejar de serlo. —Sin previo aviso, le abrió las piernas y la penetró despacio,
adaptando poco a poco su grueso miembro a su vagina, húmeda y caliente.

—¿Frío, tú? —jadeó Daniela mientras su cuerpo se henchía y acogía su duro

miembro en su interior. Comenzaron entonces un baile sensual, lento e intenso,

en el que Ricardo se mecía con parsimonia, entrando y saliendo del cuerpo de

Daniela mientras ella rodeaba sus glúteos con sus piernas y la espalda con sus

brazos, saboreando el momento, sin dejar de mirarse. Nunca se habían dicho

tanto con solo una mirada, tan fuerte, tan intensa, que podían estar haciendo el
amor con sus miradas al mismo tiempo que con sus cuerpos. No querían que

acabase, deseaban paladear aquel momento y sentir en sus pieles la emoción del

deseo durante horas, aunque precisamente ese constante deseo no les dejara más
que unos minutos de tiempo antes de explotar en pequeños fragmentos de placer,

que a Daniela le parecieron de todos los colores cuando el orgasmo volvió a


cubrirlos a los dos.

Mucho más tarde, seguían abrazados, frente a frente. Sus manos no cesaban de
reseguir sus pieles, deleitándose en trazar cada línea y cada relieve.
—Porque fueron siempre ellas las que me engañaron a mí —dijo Ricardo de
pronto, asaltado por la imperiosa necesidad de explicarse ante ella.

—¿Las mujeres, quieres decir? —dijo Daniela sorprendida—. ¿Tus

prometidas también?
—A mi primera prometida la pillé en su casa tirándose al encargado de la

piscina, y a Marisa en el salón de mi casa intentando montar a mi hermano.


—Joder —dijo Daniela cerrando los ojos, mientras posaba sus manos en la

áspera mandíbula del hombre—. Tal vez ahora entienda muchas cosas.

—Desde Julia hasta Marisa hubo un sinfín de mujeres, todas ellas buscando

una alianza, unas por prestigio, otras por dinero, y la que no, para que la guiara

hacia mi hermano. Hace demasiado tiempo que no soy capaz de distinguir

sinceridad en los actos de una mujer que se acerca a mí.

—¿Por eso la visita a ese lugar de Barcelona? —suspiró—. Y supongo que por
eso el contacto ocasional, la frialdad a la hora del sexo o tu contención a la hora

de acercarte a las personas. No te fiabas de nadie.

—Pero al final pagan justos por pecadores, y tuviste que ser tú quien recibiera
mi rencor y mi desconfianza, la persona que solo me ofreció sinceridad.

—Vi algo en ti desde el principio —continuó ella sin dejar de acariciar sus
mejillas o su cabello—. Me pareció que había alguien que merecía la pena bajo

esa muralla que te habías construido. Me alegra que la hayas dejado caer y que
haya sido conmigo.

—Tal vez todavía quede parte de los cimientos de esa muralla —dijo él con
una mueca—, pero sí sé que, si me ayudas, posiblemente no quede ni rastro de
ella en poco tiempo.

—¿Ayudarte? —dijo ella emocionada, ahogada en aquellos profundos

estanques dorados—. Siempre, Ricardo. Te quiero —inspiró con fuerza—.


Perdona si decirte esas dos palabras te incomoda, pero ya sabes, sinceridad es mi

lema. Te quiero, Ricardo.

Ricardo se acercó y besó con dulzura su frente. Apartó un nuevo mechón de

cabello rebelde y le sonrió.

—Yo también te quiero, Daniela.

****

La intensidad de la luz de la mañana que penetraba por la ventana obligó a


Daniela a parpadear hasta intentar abrir uno de sus ojos con esfuerzo. Continuó

parpadeando hasta adaptarse a la claridad y abrió los ojos aunque los rayos de
sol amenazaran con dejarla ciega para los restos, pero merecería la pena solo por

haber tenido el privilegio de poder mirar de cerca el rostro dormido de Ricardo,


nada menos que en su propia cama, nada menos que abrazándola mientras ella

descansaba sobre su brazo, nada menos que después de haber hecho el amor con
él varias veces de una forma inolvidable. Nada menos que después de decirle
que la quería.

Intentó removerse para retirar con cuidado el brazo de su cintura, pero el sutil

movimiento fue suficiente para que Ricardo abriera los ojos y la mirara
directamente, provocando de buena mañana un fuerte aleteo en su vientre.

Tenerlo allí, junto a ella, disparando su mirada de deseo, de un deseo que solo
parecía crecer por momentos, hacía que a Daniela solo le diesen ganas de saltar

y gritar para anunciar al mundo su felicidad.

—Buenos días —dijo Ricardo con ronca voz matutina—. ¿Qué tal has

dormido?

—Bastante bien —contestó ella desperezándose como una gata, frotando su

cuerpo contra el de Ricardo. Le resultó maravilloso el roce áspero del vello de

sus piernas o el de su miembro ya excitado y el vello donde anidaba.

Masculinidad pura de buena mañana—, teniendo en cuenta la novedad que

supone para mí compartir una cama con un hombre. ¿Y tú? ¿Has dormido bien
aunque me haya pasado la noche sobre ti?

—Bastante bien —contestó él tomando entre sus manos sus caderas para
acercarla a él totalmente—, teniendo en cuenta la novedad que supone para mí

compartir mi cama con una mujer durante una noche completa —explicó con
una mueca.
—¡No jodas! —exclamó ella apoyándose en su pecho—. ¿Y Marisa? Fuisteis

novios durante años, estabas a punto de pedirle matrimonio. ¿Tampoco dormías


con ella?
—No, ninguno de los dos lo planteó nunca.

—¿Y con las otras? ¿Un polvo y a tu casa? ¿Por qué? Podrías haber tenido a

cualquier mujer que hubieses deseado, no entiendo que ninguna de ellas haya
querido algo serio contigo.

—Por supuesto que querían algo serio conmigo. Tan serio como casarse para
acceder a mis cuentas o a mi prestigio. O a mi hermano.

—Gilipollas… Me dan ganas de matarlas a todas, sobre todo a tus prometidas

por haberte hecho daño —suspiró mientras lo abrazaba y frotaba su rostro contra

su áspera mandíbula—. Mmm, raspas, cariño.

—¿No te gusta el roce de una barba? —dijo él divertido mientras se colocaba

sobre ella, la inmovilizaba con su peso y frotaba su barbilla contra su rostro, su

cuello y sus pechos.


—¡Me encanta! —gritó ella riendo, diseminando por la estancia aquella risa

cristalina que lo cautivara el primer día—. Pero estoy tan acostumbrada a verte

afeitadito, perfumado, impecable… Aunque ahora mismo me pareces más joven


y accesible —le dijo abarcando su rostro entre sus manos—. Por cierto, ¿cuántos

años tienes? ¡Espera! Voy a averiguarlo —compuso una mueca pensativa—.


Veamos, cuando te conocí, tan serio y elegante, aparentabas unos cuarenta;

cuando ibas de jefe megaborde por lo menos cincuenta, y ahora… humm —dijo
evaluándole—, creo que ahora mismo aparentas veinticinco. Te he rejuvenecido

un montón de años. Lo que hace una buena noche de sexo no planeado, ¿no es
cierto?
—Gracias —dijo él divertido—, pero mi edad real son treinta y ocho años,

aunque llevas razón en cuanto a que muchas veces me he sentido mucho mayor,

por las obligaciones o las circunstancias, así que —volvió a abrazarla y a buscar
su boca—, sigue rejuveneciéndome, Daniela.

—Lo estoy deseando —dijo ella apartándolo de sí—, pero necesito una ducha
urgentemente, y un buen cepillado de dientes. Mierda, había olvidado que no

estoy en mi casa.

—Por ahí tendré alguno nuevo, no te preocupes —la ayudó a incorporarse en

la cama—. Y lo de la ducha me parece una idea estupenda. Te acompaño.

—Ni hablar —dijo ella levantándose de un salto—. Necesito privacidad.

Además, mira qué pinta tengo —dijo señalando su pelo enmarañado y su rostro

sin preocuparse por su desnudez—. Debo tener todavía legañas y la boca


pastosa.

—Me alegra que seas humana —dijo luciendo una amplia sonrisa—. Ya

estaba harto de mujeres con medio cuerpo postizo, operado o siliconado, y


mucho más de las que no paraban de retocarse el maquillaje —dijo él divertido

mientras se cernía sobre ella igualmente desnudo—. Ahora me encanta lo


natural. Me encantas tú.

—¿Estás dejando surgir al nuevo Ricardo el Seductor? —dijo ella intentando


no demostrar la emoción que le provocaban esas palabras. Acercó la boca a la

suya y, cuando parecía que iba a besarle le propinó un empujón y se metió


corriendo en el baño.
—Gallina —le dijo él soltando una carcajada, sorprendido y encantado por

aquella inesperada felicidad. Su ánimo se encontraba feliz, su cuerpo saciado, su

corazón colmado y su alma plácida y serena.

Solo media hora más tarde, volvían a encontrarse en el salón. Ricardo se había

duchado, perfumado y vestido, aunque había optado por unos vaqueros y un fino

suéter en color gris claro, incluso decidió no afeitarse esa mañana y dejarse

aquella capa de aspereza que cubría su mandíbula. Cuando Daniela salió del
baño vestida y con su largo cabello húmedo, no pudo evitar parar en seco ante él

y mostrar su mirada brillante y complacida.

—Guau —dijo emitiendo un largo silbido—, me gustas con traje, desnudo o


cubierto de barro, pero ahora mismo comenzaría a morderte un pie hasta comerte

enterito.

—Gracias, y yo me dejaría —dijo él sin poder evitar mirar hacia el suelo con

las manos en los bolsillos, algo tímido e inseguro—. Tú también estás preciosa.
—Soy muy del montón —dijo ella señalando su blusa rosa, su falda de vuelo

y sus botas—. No sé qué me has visto, la verdad.


—Pues… —Se acercó a ella hasta poder rozar su pelo con la punta de sus

dedos— no sabría decirte. Tal vez sea esa luz que irradias, mezcla de frescura y
sensualidad, como si siempre acabaras de salir de la ducha, o tal vez sea tu

sinceridad, que me hace confiar en ti. Tal vez sea esa fuerza que escondes bajo
un cuerpo tan pequeño, con la que has sido capaz de sacar adelante tu vida y tu
maravillosa familia. O puede que sea por esos claros ojos del color de la

aguamarina, que nunca esconden nada.

—Creo que será mejor que me marche ya —dijo ella riendo mientras secaba
una pequeña lágrima con la yema del dedo—, o acabaré patéticamente abrazada

a ti todo el día y sin salir de la cama.


—No te vayas —dijo Ricardo de forma espontánea, como prácticamente

nunca había reaccionado dentro de su vida recta—. Quédate conmigo, Daniela,

todo el día.

—¿Me estás proponiendo pasar el día juntos? ¿Tú y yo? —gritó ella—. ¡Sí! —

rio echándose en sus brazos y besándole por todas partes—. ¿Adónde iremos?

—La idea de pasar todo el día en la cama me parece perfecta, pero creo que

me apetece salir contigo a la calle, no sé, a nada en especial, a ver el día, a


caminar de la mano y a gritarle al mundo que estoy contigo.

—Una vez dijiste que entre nosotros no habría flores o paseos cogidos de la

mano —dijo ella con un mohín.


—No te conocía. No sabía que acabaría enamorándome de ti.

—Ricardo… —susurró hundiendo su rostro en la fina lana de su jersey—. Si


sigues así acabaré totalmente derretida a tus pies. Al menos, bésame y dame un

poco de ti.
—Con sumo placer. —Ricardo sostuvo su nuca entre sus manos abiertas y

bajó su cabeza para paladear de nuevo sus labios y su lengua, primero de forma
lenta y pausada, después cada vez más profunda, más intensa. Daniela introdujo
sus manos bajo el jersey y palpó con deleite su pecho duro y caliente, mientras

profundizaba el beso y fundía su cuerpo con el suyo, emitiendo los primeros

gemidos, sin que su cuerpo pudiese evitar reaccionar a aquel hombre, que la
enardecía al mínimo contacto—. Será mejor que paremos —dijo él separando su

boca—, o la idea de la cama se hará cada vez más real.


—¿Los besos ya no van aparte? —dijo ella con los labios húmedos e

hinchados, sumida aún en aquella pasión que desbordaba tan fácilmente en ellos.

—No —dijo él con una sonrisa que acabó de iluminar la estancia—, ahora van

incluidos.

—Me alegro. ¡Por cierto! —dijo ella dando un brinco de repente—. He de

llamar a casa y decir que no apareceré en todo el día. —Sacó el móvil del bolso

con celeridad y suspiró al comprobar las decenas de mensajes y llamadas


perdidas que reflejaba—. Perdona, llamaré un momento —y desapareció tras una

de las puertas del pasillo para hablar con sus amigas, con su hija y con Ágata, las

cuales no pudieron estar más contentas de que todo se hubiese arreglado entre
ellos.

—¿Por qué te has encerrado para hablar con la abuela o tu hija? —preguntó
Ricardo extrañado.

—No sé, la costumbre por mi falta de intimidad. ¿Nos vamos? —dijo


cogiendo su bolso.

—Nos vamos.
Durante el trayecto en coche, Daniela se recreó en mirarle, llegando a ponerle
nervioso y a hacerle reír mientras ella observaba abiertamente su aspecto

desenfadado de esa mañana, con aquella ropa menos formal, sin afeitar y con

unas oscuras gafas de sol. Su cabello cobrizo aparecía revuelto por el aire que
entraba por la ventanilla y su sonrisa perenne le confería un aspecto juvenil y

muy atractivo. A él el primero le sorprendió que una nueva ilusión en su vida


fuese la causante directa de ese cambio en su estado emocional e incluso físico y

agradeció al destino el haberle ofrecido la oportunidad de presentarse en aquella

fábrica y conocer a alguien tan especial, incluso a tantas personas que a través de

la fábrica o de la misma Daniela formaban ahora parte de sus nuevas amistades,

tan distintas a sus conocidos —que no amigos— snobs de la ciudad.

Pararon a desayunar en una bonita cafetería, pero después Ricardo condujo y

condujo sin reparar en su destino. Para él, representaba un poco una locura,

dejarse llevar, conducir, bajar las ventanillas, poner música y, sobre todo, reír.

Reír, reír y reír sin parar junto a la persona que desprendía esa vitalidad que se
colaba por los poros de su piel y lo transformaba en alguien mucho más feliz.

—¿Adónde vamos? —gritó Daniela sobre el aullido del viento que se colaba
por las ventanas del todo terreno.


—No tengo ni la menor idea —contestó Ricardo—. Aunque te parezca

mentira o una tontería, nunca había hecho algo así, conducir sin rumbo. Me
produce sensación de libertad.

Toda una serie de alertas se dispararon dentro de la cabeza de Daniela.

Mientras más conocía a ese hombre, más diferente le parecía a cualquier otro,
más crecía en ella una tibia sensación inexplicable que le inducía a protegerlo. Y

más se enamoraba de él.

Después de parar a comer en un restaurante ubicado en una antigua masía,

Ricardo siguió conduciendo adentrándose en caminos solo aptos para su tracción

cuatro por cuatro, hasta que llegaron a un altiplano con unas impresionantes

vistas a las montañas pirenaicas.

—Espectacular, ¿verdad? —dijo Daniela mientras salían del coche.

—No tengo palabras —contestó él mientras extendía sobre la hierba una

manta de cuadros azules y rojos que llevaba incluida el coche y aún sin estrenar

—. He viajado mucho —continuó mientras se sentaba sobre la manta y ella le


imitaba—, a multitud de ciudades del mundo, las más grandes o cosmopolitas,

pero nunca me había sentido como ahora.

—¿Y cómo te sientes ahora? —preguntó ella.


—Pequeño —dijo dejándose caer de espaldas y cruzando los brazos bajo la
cabeza—, insignificante ante lo que nos rodea.

—Yo, sin embargo —dijo Daniela a su lado, apoyada sobre un codo mientras
jugueteaba con una brizna de hierba deslizándola sobre su pecho—, no he

viajado nada. Aparte de alguna visita esporádica a Barcelona, no he ido más allá
de esta comarca y sus pueblos.
—¿Y tus padres, Daniela? ¿Dónde están?

—Soy hija de madre soltera. Debe ser genético —dijo con una mueca—.

Cuando conoció a un hombre que se la llevaría lejos de aquí, me dejó con una tía
suya y ya no he vuelto a saber de ella. Mi tía abuela murió poco después de tener

a Abril y fue entonces cuando Ágata nos acogió. ¿Y los tuyos? —decidió
preguntar para cambiar de tema—. Sé que murieron, lo siento.

—Fue un duro golpe —dijo Ricardo con los ojos cerrados para evitar los rayos

directos del sol—. ¿Sabes? Hay algo de mis padres que jamás he contado a

nadie. Solo lo sabe mi hermano y un par de harpías que lo descubrieron. En

realidad —inspiró y después espiró—, Jorge Rey no era mi padre.

—¿Cómo dices?

—Bueno, al menos biológicamente hablando. En cualquier otro sentido lo fue


y siempre lo será. Mi madre tuvo una relación antes de casarse y decidió no decir

nada sobre su embarazo. Mi padre lo supo años después por unas pruebas

médicas pero a mí no me dijeron nada hasta que me enteré el año pasado.


—¿Y qué sentiste? —preguntó ella parando los movimientos de sus manos.

—Vacío, traición, pérdida.


—No importa la sangre que corra por nuestras venas o el ADN de nuestras

células —dijo Daniela reanudando aquel suave deslizar de una brizna de hierba
sobre su cuerpo—, y yo soy un ejemplo patente. Una tía anciana me crio de

pequeña y Ágata me dio todos estos años mucho más que una casa donde vivir,
mientras que mi propia madre me abandonó. Por muy importante que sea un lazo
de sangre, hay otros lazos mucho más fuertes.

—Aun así, es instinto humano conocer nuestro origen. Además, si mi madre

no vivió en Barcelona hasta prometerse, creo que ese origen puede encontrarse
en tu pueblo, aunque hasta ahora no he averiguado absolutamente nada.

—No te atormentes por eso —dijo Daniela apoyando su mejilla en el pecho


masculino—. Todo acaba apareciendo de una forma u otra. Recuerda que solo se

encuentran las cosas cuando dejas de buscarlas.

—Y tú, ¿qué andas buscando? —le dijo sonriente al notar la mano de Daniela

bajo su jersey, explorando su pecho y su vientre.

—Mmm, la digestión de la comida y el calor del sol han hecho que se

recaliente mi sangre. —Le subió el jersey y comenzó a repartir besos por la piel

caldeada por el sol.


—Daniela… —Ricardo emitió un suspiro cuando sintió la suavidad de su

boca en su cuerpo, observando al mismo tiempo su largo cabello desparramado

como un manto sobre él.


—¿Qué ocurre? —preguntó ella divertida mientras le sacaba el suéter por la

cabeza—. ¿Demasiada locura para ti? No me digas que nunca has hecho el amor
al aire libre.

—¿Quedaría mal si te dijera que no? —gimió él apenas sin aliento cuando
contempló sus manos desabrochando su pantalón.

—Un poco —dijo ella siguiendo la broma—. Eres Ricardo Rey y deberías
informarme de la multitud de mujeres con las que has estado y los lugares tan
inverosímiles donde te las has tirado.

—No soy tan interesante como te crees —volvió a gemir cuando ella bajó el

elástico de sus calzoncillos mientras besaba su vientre y seguía bajando,


depositando pequeños besos y lametones sobre su muy excitado miembro.

—Eres interesante —dijo ella levantando un instante su rostro hacia él—


porque me interesas a mí. —Y continuó besando su cintura y su ombligo,

barriendo con su pelo cada centímetro de su excitado cuerpo.

—Para, Daniela —exigió incorporándose para rodar y colocarse sobre ella. Le

abrió las piernas de un golpe de rodilla, le subió la falda y colocó su hinchado

miembro sobre el triángulo de su pubis, embistiendo lentamente con sus caderas

y creando una excitante fricción entre su glande y el clítoris palpitante de la

joven. Abrió su blusa y lamió sus pezones a través del encaje del sujetador.
—Oh, por Dios —jadeó ella—. Sabes que podría correrme así.

—Es lo que vas a tener —suspiró Ricardo sin dejar de embestir—, porque no

he traído preservativos.
—Pero yo sí —gimió levantando sus caderas en busca del contacto.

—Que tú… ¡Bruja!, ¿ahora me lo dices? —dijo incorporándose de golpe.


—Los pillé esta mañana de tu baño —sonrió traviesa mientras se colocaba a

horcajadas sobre él—. Sabía que pasar el día contigo acabaría desembocando en
esto aunque fuese en medio del campo. —Lo tomó de su bolso, lo colocó con

cuidado y precisión, hizo a un lado sus bragas y subió sobre su glande para luego
bajar hasta el fondo y sentirse completamente llena de él.
—Estás loca —jadeó Ricardo mientras la tomaba de las caderas para ayudarla

a subir y bajar.

—Sí, pero por ti. —Fue lo último que pudo decir antes de que perdiera
cualquier capacidad cerebral que no fuese sentir, que no fuese perderse en aquel

dulce y abrasador placer. Las manos de Ricardo abarcaban sus nalgas y su


lengua lamía sus pechos, y temió caer por uno de aquellos precipicios que los

rodeaban cuando el luminoso orgasmo los atravesó. Bajó su cabeza para exhalar

sus últimas convulsiones a través de su boca, fundiéndola con la suya mientras él

ahogaba sus gemidos y presionaba sus glúteos hasta dejar las marcas blancas de

sus dedos. Con un último gemido, cayó sobre él y se mantuvieron abrazados

hasta que vieron ponerse el sol.

****

Esa noche Daniela no durmió bien. Se había pasado las horas buscando en su
cama el calor del cuerpo de Ricardo, la comodidad de su abrazo y, sobre todo, la

gratificación sexual de la que había disfrutado la noche y el día anterior. Se


despertó mucho antes de su hora y se levantó para marcharse al trabajo, puesto

que ahora se le exigían algunas cosas a cambio de su aumento de sueldo, por lo


que asistir a la fábrica temprano le serviría para llevar a cabo sus obligaciones y
para dejar de dar vueltas en la cama y pensar en Ricardo.

Al llegar a la entrada de la fábrica la asaltó un recuerdo que con tantas

emociones pasadas le había pasado completamente por alto. Seguía sin tener la
tarjeta que le daba acceso y ya había olvidado por completo que durante los

últimos días se había visto obligada a entrar aprovechando la entrada de otro


compañero. Confiaba en no tener problemas por ello teniendo en cuenta que casi

todos los trabajadores, incluyendo el dueño, habían sido testigos de su presencia

en la fábrica y no creía que le fueran a descontar esos días por no constar sus

entradas y salidas reflejadas en el lector.

Por suerte, otro de los encargados parecía tener más ilusión en presentarse en

el trabajo que en seguir en su casa.

—Buenos días, Leo —le saludó Daniela mientras él pasaba la tarjeta y ella

entraba junto a él—. Veo que no soy la única que se ha caído de la cama esta

mañana.
—Daniela —respondió el hombre al saludo con un gruñido. Ella sonrió,

acostumbrada a las parcas palabras y al poco humor de Leo a primera hora de la


mañana.

Durante las primeras dos horas de la jornada, pudo verificar algunos pedidos,
realizar algún control de calidad e incluso hablar con un par de clientes, pero

necesitaba acceder a los archivos y comenzaba a cansarle el tener que pedirle el


favor a Leo. De esa mañana no pasaba que subiera al despacho de Ricardo y le
confesara su pérdida de la dichosa tarjeta antes de tener algún problema.

—¿Qué tal, Daniela? —la saludó Miguel con un vaso de café en la mano
mientras le entregaba otro—. ¿Has podido echar un vistazo al nuevo proyecto?

Debemos debatir algunos puntos y sabes que yo no dispongo de autorización.

—He de subir a hablar con el señor Rey un momento. No te preocupes que

después nos ponemos a ello.

—Supongo que no tengo ninguna oportunidad contigo. Competir con el de


arriba sería una pérdida de tiempo, ¿no es cierto?

—Miguel, por favor… —le dijo Daniela apesadumbrada. Se sentía

francamente mal por haberlo utilizado para darle celos a Ricardo pero ya no

podía hacer nada y, aunque pareciera egoísta por su parte, deseaba que volviera a

su trabajo y se marchara, finalizado ya el convenio con su empresa para ayudar a

levantar Americ durante un tiempo limitado, como habían hecho con otro grupo

de ingenieros y diversos profesionales de varias empresas del sector.

Dio unos toques a la puerta de Ricardo y esperó el permiso para entrar, puesto

que no deseaba que en el trabajo la gente pudiese chismorrear o creer que ella
había obtenido algún tipo de privilegio. Cuando entró y lo divisó hablando por

teléfono arrellanado en su sillón, una suave sensación se apoderó de su cuerpo,


como estar sumergida en aceite tibio, al verlo tan elegante como siempre pero

con una nueva luz, un nuevo semblante. Incluso le pareció ver un aura brillar a
su alrededor, e imaginó, en su delirio, que era la propia felicidad de Ricardo
visible al ojo humano.

—Hola, preciosa —le dijo tras colgar el teléfono. Se levantó de su sillón y se


aproximó a Daniela, cuya piel volvía a bullir de expectación. No acababa de

creerse que ese maravilloso hombre hubiese cambiado tanto y que ella fuese la

responsable de dicho cambio—. Buenos días —le susurró al llegar a ella. Alargó

una mano para cerrar la puerta por dentro y se abalanzó con rapidez sobre su

boca, introduciendo su lengua para enredarla con la suya, lamiendo sus labios,
ladeando la cabeza para profundizar el beso, abarcando al mismo tiempo su

cintura con las manos para atraerla a su cuerpo y pegarla a él.

A Daniela le daba vueltas la cabeza y ya fue incapaz de pensar o recordar para


qué había ido al despacho. Le rodeó con sus brazos y se aferró a su cuello

mientras él la arrastraba y la sentaba en el filo de su mesa para comenzar a

desabrocharle la bata, desde el primer botón hasta el último. Cuando abrió la

prenda sus dorados ojos refulgieron mientras contemplaban excitados su cuerpo


cubierto tan solo por un deportivo conjunto de braguitas y top de algodón negro,

tan distinto a la ropa interior de encaje que había utilizado en sus encuentros.

—Lo siento —dijo ella haciendo una mueca—, pero a trabajar me sigue

gustando venir cómoda porque…


—Chsst —la instó a callarse—. Siempre pensé que llevarías algo más de ropa

bajo la bata de trabajo —susurró pasando sus palmas abiertas sobre sus pechos y
su abdomen—. Preciosa…
—Las máquinas nuevas desprenden mucho calor —dijo ella cerrando los ojos

al verse envuelta de nuevo en aquellas maravillosas sensaciones. Qué cierto

debía ser aquello de la química entre las personas, puesto que ellos dos
explosionaban al mínimo contacto como ácido y base.

—Pues habrá que poner algo de remedio —dijo él mientras bajaba el top y
hacía rebosar sus pechos para amasarlos, pellizcarlos y llevárselos por fin a la

boca mientras ella echaba hacia atrás la cabeza emitiendo un hondo gemido.

—Ricardo —gimió ella acariciando su cabello—, no te imaginaba haciendo

esto en tu despacho. Tan serio, tan sensato… ¡joder! —gimió cuando él introdujo

su mano bajo la tela de algodón de sus bragas y encontró sus húmedos pliegues.

—Después de hacer el amor contigo bajo el sol, ya nada me parece extraño.

De todos modos—le dijo él mirándola pícaramente sin dejar de pellizcar sus


pezones—, nunca había hecho nada parecido, y si quieres lo dejamos, aunque te

advierto que tengo el resto del día muy complicado.

—Pues, la verdad —titubeó ella igualmente traviesa—, siempre he tenido la


fantasía erótica de echar un polvo con mi jefe sobre la mesa de su despacho.

¡Quién no ha fantaseado con algo así!


—¿Ah, sí? —dijo él mientras la arrastraba al filo opuesto de la mesa para

poder sentarse en su sillón y tenerla frente a él, abriendo sus piernas para obtener
una buena panorámica de su cuerpo—. ¿Y quién era tu jefe cuando imaginabas

eso?
—No tenía rostro —jadeó Daniela cuando él colocó sus pies sobre los
apoyabrazos del sillón y apartaba a un lado sus braguitas, dejando ante él

expuesto su sexo abierto—. Te estaba esperando a ti —susurró.

—Y yo a ti —dijo Ricardo acercándose al máximo a la mesa y tomándola por


los muslos hasta que su sexo estuvo a pocos centímetros de su rostro—, porque

jamás nadie me había llevado a cometer tantas locuras.

La panorámica de la que disfrutaba en ese momento Daniela era más que una

fantasía erótica: sentada sobre la mesa de Ricardo, los pies sobre el sillón, las
piernas abiertas y su aliento calentando su sexo. En el trabajo, durante la jornada

laboral, con la bata azul todavía puesta y la luz del sol entrando a raudales por la

ventana hasta obligarla a cerrar los ojos. Ni en el más maravilloso y fascinante

de sus sueños.

Cuando sintió la húmeda lengua en el interior de su sexo, tuvo que morderse

el labio con más fuerza que nunca para no dejar escapar un grito descarnado de

placer ardiente y abrasador. Sintió el sabor metálico de su propia sangre mientras


la boca de Ricardo chupaba y lamía con fruición su sexo ansioso y húmedo,

consiguiendo que sus venas encendidas quemaran cada órgano de su cuerpo,


hasta que todos ellos ardieron en un abrasador orgasmo. Sin apenas fuerzas para

sostenerse y no caer sobre el ordenador o los documentos, se agarró a su cabello


y dejó pasar sus espasmos mientras Ricardo levantaba la cabeza y la miraba
lamiéndose el flujo impregnado en sus labios.
—¿Acabas de hacer lo que acabas de hacer? —preguntó ella divertida—.
¿Qué he hecho contigo, que te he convertido en un lujurioso jefe que anda

follando por el campo o metiéndole mano a sus trabajadoras en su despacho?

—Solo a una. En singular.


—Me alegro. Por cierto —dijo Daniela bajándose de la mesa para arrodillarse

frente al sillón de Ricardo, que la miraba con las pupilas tan dilatadas que apenas
quedaba un anillo dorado a su alrededor—. Mi fantasía aún no ha acabado.

—¿Ah, no? —dijo él con la voz ronca, observando muy quieto los

movimientos de Daniela mientras le desabrochaba el pantalón y extraía su

miembro hinchado.

—No —contestó ella sin dejar de mirarle, con su mano sobre aquella dura

suavidad, deslizándola arriba y abajo—. Hay algo que siempre he querido hacer

bajo una mesa de despacho. —Sin perder el contacto visual, Daniela deslizó su
lengua sobre aquella sedosa longitud, una y otra vez, observando a Ricardo

cerrar los ojos y clavar las uñas en el cuero del sillón mientras emitía un sibilante

suspiro apretando los dientes. Él enredó las manos en su pelo y varias horquillas
tintinearon al caer al suelo, haciendo que la larga melena se desparramara por su

espalda.
—Dios, Daniela —gruñó cuando ella se lo introdujo en la boca, rodeando el

glande con los labios sin dejar de subir y bajar su mano—. No quiero acabar así
—siguió gruñendo—. Para, por favor.

—¿Por qué? —preguntó ella sin dejar de acariciarlo.


—¿Tu fantasía erótica no consistía en echar un polvo en un despacho? —
preguntó él mientras se incorporaba y abría los cajones de su mesa rebuscando y

enredando todos sus objetos tan perfectamente ordenados.

—Sí, claro —sonrió ella—. ¿Qué buscas? ¿Un preservativo en la mesa de tu


despacho?

—Previsor que es uno desde que anda con jovencitas provocadoras. —Tras
desordenar la mayoría de sus cajones, todavía con Daniela cernida sobre su

miembro, encontró un sobre plateado y lo rasgó con sonrisa triunfal—. Lo tengo.

Daniela le ayudó a colocarlo y volvió a subirse a la mesa para poder

encaramarse sobre su regazo, colocando sus rodillas sobre el sillón. Sin apenas

hueco para ello, resbaló, tropezó y tiró la mitad de los objetos de la mesa, con lo

que se vio obligada a taparse la boca con fuerza para no estallar en carcajadas.

Por fin, sintió la punta del hinchado glande en su vagina y, apoyada en sus

anchos hombros, fue bajando sobre él hasta sentirlo totalmente en su interior.

Le pareció el momento más intenso de su vida. Olvidándose del trabajo, el


lugar o de la gente que pudiera haber tras la puerta, solo podía sentir placer con

su cuerpo lleno de él, mientras los ojos más dorados y hermosos que había visto
en su vida la miraban como si ella fuera algo único y precioso. La claridad que

entraba por el ventanal los cubrió con su manto de luz, dejando a la vista
cualquier gesto de sus rostros, cualquier expresión de sus bocas o sus ojos.
Ayudando a Daniela a subir y bajar con las manos en su cintura, Ricardo

embistió con sus caderas con fuerza hasta que el clímax los envolvió como la luz
y ella cayó rendida sobre su pecho.

—¿No te parece que estamos locos? —preguntó ella todavía en la incómoda

postura, sintiendo rebotar en su mejilla los latidos de su corazón.


—Tal vez —dijo él—, pero me importa una mierda. Llevo demasiados años de

mi vida pensando solo en las obligaciones, en el qué dirán, pensando en los

demás olvidándome de mí.

—Solo has de ser feliz, Ricardo —le dijo ella acariciando su mejilla—. Y si tú

lo eres yo también lo soy.


—De todos modos —dijo él de forma jovial despegándola de su cuerpo—, ya

que descuidé la inmobiliaria, tengo una fábrica que atender. Creo que mi móvil

se ha pasado los últimos treinta minutos vibrando.

—Mierda —gruñó Daniela mientras salía a trompicones de su regazo y se

abrochaba la bata. Recogió las horquillas del suelo y, con la maestría que le

había otorgado la experiencia, se hizo un rodete en la cabeza y se lo sujetó en

pocos segundos.
—Nos vemos luego, preciosa. —Tras arreglar sus ropas, le dio un tierno beso

y le abrió la puerta para dejarla marchar. A continuación miró su teléfono


cargado de llamadas y mensajes, de los cuales el que más se repetía era de

Marisa. Suspiró al leerlo: «Ven rápido. Es muy importante para el futuro de tu


fábrica. No te arrepentirás».
****

Sonriendo y canturreando, Daniela se dirigió al vestuario para comprobar si su


aspecto resultaba mínimamente aceptable. Su pecho se calentó al observar sus

labios hinchados, su rubor en las mejillas y los botones de la bata mal


abrochados. Más valía terminar de adecentarse si no quería ser la comidilla del

lugar.

—¡Hola, guapa! —la saludó Miriam al entrar, seguro que a retocarse su rojo

cabello o el brillo de los labios—. Supongo que me encontraré contigo aquí a

partir de ahora para lo mismo —sonrió pícara—. Para que nuestro aspecto no

decaiga durante el día y nuestros hombres nos vean radiantes. —Desvió la vista

hacia su amiga mientras se daba un toque de máscara de pestañas frente al espejo

—. ¡Dani! ¡Joder! ¡Tú no estás aquí para retocarte el antes sino el después!

—No sé a qué te refieres, Miriam —dijo Daniela mojándose sus todavía


ardientes mejillas.

—Vamos, tía, tú a mí no me engañas, que tengo muchos tiros pegados. ¡Tú


tienes cara de recién follada!

—Joder —suspiró—, ¿tanto se nota?


—¡Madre mía, Dani, follándote al jefe en su despacho! ¡Qué puta suerte!
Ojalá pudiese yo pillar a Leo en cualquier rincón de la fábrica, aunque fuese tras

un montón de cajas. ¡Qué morbo! —se limpió teatralmente el sudor de la frente


—. Uf, me he puesto cardíaca perdida solo de pensarlo.
—Cuando lo tengas para ti solita durante una semana en Italia aprovecha y

exprímele hasta la última gota —rio Daniela exultante.

—¡Lo voy a dejar más seco que un bacalao! —exclamó a carcajadas la joven
pelirroja.

—¿Qué tal chicas? —Ana interrumpió sus risas, desentonando con su


semblante adusto en el ambiente de risas que inundaba el vestuario.

—¿Qué ocurre, cariño? —le preguntó Daniela.

—Pues… —la chica las miró a las dos alternativamente—, estoy hecha un lío,

chicas. He escuchado algo que atañe a una de vosotras y no sé si contarlo.

—Por supuesto —dijo Miriam—. Somos tus amigas.

—¿Aunque pudiera haceros daño?

—Sobre todo si es así —dijo Dani temerosa de alguna mala noticia.


—Vale, en fin… —cogió aire—. Ayer coincidí en la panadería con la mujer de

Leo.

—Pero, ¿no se había largado con su madre? —preguntó Miriam.


—El caso es que —continuó Ana—, le contaba a un par de mujeres que su

marido acababa de regalarle un viaje a Italia, que habían pasado un bache pero
que se habían reconciliado y ese viaje sería una especie de segunda luna de miel.

—¿Cómo dices? —dijo Miriam con la piel tan pálida que temieron que se
desplomara en el suelo.

—Pensé que debías saberlo. Lo siento.


—Tranquila, Ana —dijo Daniela—, debías hacerlo.
—Sí, sí, tranquila —dijo Miriam sin mirarlas, dirigiéndose a la puerta como

en trance.

—Miriam, por favor —trató Daniela de sujetarla—, no hagas nada de lo que te


puedas arrepentir.

—Tranquila, Dani —dijo con voz monótona—. No voy a montar un escándalo


si es lo que temes —y desapareció por el pasillo en dirección a la fábrica.

—Mierda —susurraron las dos amigas temiendo lo peor.

****

—Leo, por favor, necesito hablar contigo en alguno de los despachos.

—¿Qué ocurre, Miriam? —preguntó Leo sin dejar de mirar la pantalla del

ordenador de una de las máquinas.


—Es un problema con una de las piezas —insistió.

—¿Y no puedes decírmelo aquí?


—¡Qué bien te lo montas, Leo! —gritó Emilio, el jefe de almacén, mientras le

daba una palmada en la espalda al pasar por allí—. Ya me he enterado de lo de tu


viaje a Italia. Polvos de reconciliación a punta pala, macho, los mejores. Vas a

dejar a tu mujer tan contenta que no volverá a largarse con su mamá.


A Miriam se le nubló la vista y unas profundas náuseas la atravesaron.

—A un despacho, Leo. Ahora.

—¿No puedes esperar a que nos veamos? —dijo Leo tan pálido como ella tras
el comentario del compañero.

—Si no me llevas a un despacho ahora mismo, gritaré aquí en medio las veces

que yo misma he protagonizado esos polvos de reconciliación. Puedo hablarles a

todos del lunar en forma de media luna que tienes en el culo.

—Está bien, tranquilízate. —Dando largas zancadas y con el rostro


aparentemente imperturbable, Leo la guio hasta una pequeña estancia con

algunos muebles de oficina que no había sido ocupada todavía. Pasó su tarjeta

magnética para abrir la puerta y accedieron al interior.

Antes de que Leo hubiese cerrado la puerta, Miriam cerró su mano, cogió

impulso y le asestó un fuerte puñetazo en la mandíbula que lo hizo trastabillar

hacia atrás hasta sentarse sobre una de las mesas.

—¡Joder, Miriam! ¿Estás loca? —dijo sorprendido mientras se frotaba la

barbilla—. ¡Creo que ha crujido un hueso, joder!


—Eres un maldito hijo de puta —dijo Miriam expulsando rayos de furia por
sus ojos—. ¿Pensabas decírmelo mandándome una postal desde Roma?

—Si no me dejas hablar no podré explicarme.


—No quiero que me expliques nada, cabrón, estoy harta de tus mentiras.

—¡Volvió a casa llorando y suplicando que volviéramos a empezar! —


exclamó Leo intentando no gritar demasiado.
—¿Y qué? ¿Pretendes que sienta lástima?

—Me dijo que nuestros hijos estaban acusando nuestra separación en el

colegio —dijo Leo frotando su rostro con las palmas de sus manos—, sobre todo
el mayor, que ha suspendido cuatro asignaturas.

—¡A muchos les pasa y sus padres no vuelven a juntarse! ¡Yo misma viví la
separación de mis padres!

—Me pidió que únicamente lo hiciéramos por ellos, incluso dormimos en

dormitorios separados todavía.

—¿Todavía? —dijo ella con sorna—. Eso significa que aún tiene esperanzas

de que todo se arregle. ¡Más si le regalas un puñetero viaje a Italia!

—¡Encontró los folletos y las reservas en un cajón! —emitió un largo suspiro

—. Aún no tenían nombre ni fecha y creyó que era una sorpresa.


—Era nuestro viaje, Leo.

—Lo sé, cariño, lo sé, trataré de convencerla de no ir.

—¿Tratarás? No, Leo, ni te molestes. Ya no quiero ir a ninguna parte contigo.


Por mí puedes reconciliarte con tu mujer y ser muy feliz.

—No saques las cosas de quicio, Miriam, todavía puedo solucionarlo. En


cuanto las cosas se normalicen hablaré tranquilamente con mis hijos y les

explicaré la situación para que lo entiendan y…


—¡Que no, Leo! ¿No me escuchas? ¡No deseo estar contigo nunca más, se

acabó! Vuelve con tu mujer y sigue engañándola con otras en tus escapadas a
Barcelona, pero procura follártelas y desaparecer, por si alguna otra pobre
gilipollas como yo cae rendida ante tus bonitos ojos verdes y tu enorme polla.

—Miriam… —intentó él tomarla por el brazo antes de que abriera la puerta.

—No me toques —siseó—. El sexo contigo ha sido gratificante, Leo —intentó


sonar desinteresada—. He aprendido cosas nuevas que ahora podré disfrutar con

otros hombres. Pienso follarme a todo el que se ponga por delante, menos a ti,
por supuesto. Así que procura no cruzarte en mi camino. —Y desapareció tras la

puerta dando un portazo.


CAPÍTULO 11

—Siéntate, Ricardo, por favor, y sirve una copa.

—No, Marisa. Dime si tienes algo relevante que decirme o me marcharé por

donde he venido.

—Está bien, como quieras. Entonces, iré al grano. Ya no hace falta que

hagamos ningún tipo de trato, puesto que dispongo de todos tus proyectos,
presentes y futuros, habidos y por haber.

—Ese es un truco muy visto, Marisa.

—No es ningún truco. —La mujer cogió una carpeta que descansaba sobre su

mesa y la abrió para mostrarle varios documentos—. ¿Te suenan?

—No… no puede ser —dijo Ricardo cuando los observó más detenidamente.

Con aquellos planos y proyectos, la gran empresa de Marisa ya no los necesitaría


para nada—. ¿Cómo has conseguido esto? Solo unas pocas personas de

confianza pueden acceder a ellos.


—¿Seguro que son de confianza?

—Maldita zorra, ¿cómo lo has hecho? ¿Me has metido un espía en la fábrica?
—Sabes que no era necesario. Con incentivar a uno de tus propios
trabajadores era suficiente.
—Dime su nombre. Ahora —dijo más frío y acerado que nunca. Una ira
desconocida brotó en su interior y comenzó a corroerle por dentro.

—Lo único que tuve que hacer fue proponerle a tu empleado un buen futuro

con el pequeño incentivo de medio millón que ya he dispuesto en su cuenta. Yo


siempre cumplo.

—Su nombre, joder.


—Sí, una tal… veamos… sí, aquí está. Daniela Suárez. Me gustó desde el

principio —dijo Marisa triunfal mientras observaba con satisfacción la cara

pálida de Ricardo—, pues se prestó a colaborar enseguida a cambio de que la

ayudáramos en su maltrecha economía. Creo que cuida de una hija y una

anciana, a las que tú no has parado de agasajar con tus regalos, ¿no es cierto?

Nunca cambiarás, cariño. Eres un romántico.

—No, no te creo. Todo esto no es más que una sarta de mentiras —dijo
Ricardo envuelto en sudor frío.

—Ricardo, cariño —le dijo con benevolencia—, parece que las atraigas. Me

cae bien porque es tan zorra y tan avariciosa como yo y no se detuvo ante nada,
incluso poniendo sus ojos en ti, tirándose al mismísimo heredero Rey para

embaucarte con su carita de buena y alejar tus sospechas. Pero creo que te hago
un favor si destapo cómo es en realidad.

—Sigo sin creerte.


—No tienes más que echar un vistazo a las entradas y salidas registradas con

su tarjeta. Accedió a la fábrica dentro de su propio horario para no levantar


sospechas, pero entrando siempre un poco antes y plegando un poco después que
los demás, como bien le indiqué con mis instrucciones.

—Tendré que comprobarlo. —De repente sus ojos se tornaron más claros,

fríos y sin vida.


—Además, hay una transferencia realizada en su cuenta personal a la que yo

no tendría acceso sin su permiso, por no hablar de las llamadas. Seguro que
dispones de algún modo de encontrar en su móvil varias llamadas recibidas y

realizadas al teléfono de mi oficina.

—Te he dicho que lo comprobaré —le dijo. Cada vez más serio, cada vez más

estático, cada vez más insensible, como si su propio cuerpo reconociera los

síntomas de la traición que tan bien recordaba y se preparase a recibir el impacto

de una nueva como mecanismo de defensa.

—¿Has vuelto a caer en las redes de un rostro inocente? No tienes remedio,


cielo. Pero no te preocupes por esa mediocre. ¿Sabes? En realidad todo esto no

me interesa —dijo tirando teatralmente los documentos sobre la mesa,

haciéndolos planear como plumas en el aire—, solo me interesas tú —se acercó


a él con la precaución de no tocarle—. Me he tomado tantas molestias solo para

demostrarte que las mujeres de las que te rodeas seguirán viendo en ti


únicamente una cartera repleta de billetes o un apellido, pero yo te lo digo de

frente: quiero tu prestigio, Ricardo, casarme contigo para poder prosperar en este
mundo escudada en tu nombre. Sin mentiras inesperadas, sin falsedades que

puedan salir a la luz, solo la verdad. Admítelo, Ricardo, no puedes confiar en


ninguna mujer porque la mayoría de ellas solo ha deseado tu dinero, sin
importarle el hombre que existe tras él. Pero casado conmigo, ya nunca te

volverás a plantear si tu mujer te utiliza porque ya lo sabrás. Dejarás de sufrir,

cariño.

No fue la crueldad de esas palabras lo que acabó de dejar sin aire a Ricardo,

sino reconocer que, en cierto sentido, no encerraban más que la verdad.

—La interrogaré —dijo Ricardo sirviéndose al fin una copa con el pulso

tembloroso, intentando aligerar el peso que se había instalado en su estómago—.

Si me estás mintiendo acabaré contigo, Marisa.

—Y si digo la verdad te casarás conmigo.

—¿Y si me niego?
—Lo sabes perfectamente, cariño. Toda tu empresa caerá en una inminente

ruina, todos los trabajadores irán a la calle y tú te arruinarás.

—En cuanto sepa la verdad te llamaré —dijo Ricardo mientras salía del

despacho. Cuando llegó a la calle, cogió su teléfono e hizo la llamada con la que
comenzaría aquella pesadilla—. Pablo, te necesito aquí, lo más rápido posible.

****
—Daniela —la avisó Leo—. El jefe quiere hablar con nosotros por separado,
primero contigo. ¿Cuál puede ser el problema?

—No tengo ni idea, Leo —contestó sorprendida. Que ella supiera todos los

pequeños obstáculos que habían ido surgiendo con la modernización de la


fábrica habían sido solucionados, pero algo habría salido mal si los llamaban a

los dos. De todos modos, si la había cagado y tenía que aguantar una bronca de
Ricardo, no le quedaba más remedio que afrontarla. Había sido ella la primera la

que le había pedido que evitara el trato preferente y, ante todo, separar el trabajo

de cualquier tipo de relación que ellos pudiesen tener.

—¿Señorita Daniela Suárez? —le preguntó un hombre cuando entró en el

despacho. Lo reconoció tras un fugaz instante, recordando al abogado rubio de

ojos azules que ya se presentara en la fábrica tiempo atrás en nombre de Ricardo

—. Me llamo Pablo González y soy el abogado de Ricardo Rey. Entre y siéntese,


por favor.

—Hola —titubeó alucinada. ¿Qué significaba todo aquél alboroto de personas

y aquel trato tan formal? Tras su mesa, sentado en su sillón, se encontraba


Ricardo, serio, distante, parecía más inaccesible que nunca. Al fondo, en pie

junto a la ventana, estaba Gerardo, el gerente. Y frente a ella, también en pie, el


tal Pablo, su abogado. ¿Su abogado? ¿Para qué?—. ¿Ocurre algo? —preguntó

obedeciendo y sentándose en una silla. De pronto, se sintió insignificante y muy


pequeña delante de todos ellos.

—Se podría decir que sí —dijo Pablo—. En primer lugar, aquí tengo el
registro de las entradas y salidas realizadas por usted en las últimas semanas,
desde que dispone de tarjeta electrónica para acceder a la empresa. ¿Podría usted

explicar estos horarios tan intempestivos? —el hombre repasó el documento con

la mirada—. Una mañana de esos días, en concreto el lunes 26, entró usted a las
5:00am, salió a las 5:15 y volvió a entrar a las 7:00, su hora habitual. Salió de la

fábrica a las 19:00pm, de nuevo dentro de su horario normal, pero volvió a entrar
a las 21:00, cuando ya no quedaba nadie en el interior, para volver a salir a las

21:30.

—Eso es imposible —dijo Daniela.

—Los registros no se equivocan, puede comprobarlo —le dijo el abogado

mostrando la copia.

—Quiero decir que es imposible que yo haya realizado todas esas entradas y

salidas y mucho menos se hayan registrado puesto que hace días que perdí la
tarjeta de acceso.

—Ya —dijo Pablo—. ¿Y ha dado parte?

—No quise molestar al señor Rey por esa tontería, puesto que sé de antemano
que es él quien debe firmar un montón de papeles para las autorizaciones.

—Solo tenemos su palabra, entonces.


—Oiga —dijo Daniela ya demasiado extrañada—, ¿se puede saber a qué viene

esto?
—Todo a su tiempo. ¿Reconoce esta firma?

—Parece la mía.
—Es la firma para la apertura de una cuenta bancaria a su nombre con un
saldo inicial de quinientos mil euros.

—¿De qué demonios está hablando? —exclamó Daniela. Por primera vez

miró de reojo a Ricardo, que seguía serio, impasible, como un mero espectador.
Sus ojos fríos como el hielo la miraron durante solo un segundo, antes de bajar la

vista hacia su mesa, donde varios papeles esparcidos por la superficie


acaparaban su atención—. ¡Qué más quisiera yo que disponer de esa cantidad!

—¿Esa sería su mayor aspiración? ¿Disponer de tanto dinero? —le preguntó

el abogado suspicaz.

—Oiga, no tergiverse mis palabras, por favor, y dígame si se me está acusando

de algo.

—Una última pregunta. ¿Conoce usted a Marisa Parra?

—No tengo ni idea de quién es.


—Mi exprometida —habló Ricardo por primera vez.

—No tengo el gusto —contestó Daniela mirándole a aquellos ojos que

parecían opacos y desprovistos de la luz que últimamente los iluminaba.


—Pues aquí tengo el registro de llamadas de su teléfono móvil y recibió usted

varias llamadas de su oficina, todas ellas inferiores a un minuto.


—¡Vamos a ver! —gritó Daniela ya nerviosa del todo poniéndose en pie—.

¡Ya les he dicho que perdí mi tarjeta, que no sé nada de esa cuenta bancaria y
menos se me ocurriría hablar con esa mujer para nada! ¿De qué se me acusa?

—Espionaje industrial y robo y venta de documentos confidenciales.


—¡Joder! —dijo totalmente pálida—. ¿Es una broma? —a la vista de la falta
de respuesta, decidió dirigirse a los jefes—. ¿Y vosotros? —habló a Ricardo y al

gerente—. ¿No tenéis nada que decir?

—Siempre has sido una deslenguada, Daniela —dijo el gerente—, que no has
dejado de despotricar sobre los dueños, y todos sabemos de tu maltrecha

economía, así que de esta forma podías matar dos pájaros de un tiro: joder al
señor Rey y llevarte un buen pellizco.

—Usted siempre me ha odiado y no tengo ni puta idea de por qué. ¿Y usted,

señor Rey? —le preguntó directamente, aún en pie, tiesa y recta como un poste

que aguanta como puede los envites de un vendaval—. ¿Tampoco me cree?

—Demasiadas pruebas en tu contra, Daniela. Recuerda que, además, te

encontré en mi despacho rebuscando por todas partes.

—¡Claro! ¡La puta tarjeta!


—O tal vez buscabas otra cosa. O tal vez era para que Leo apoyara tu versión.

—Esto no me puede estar pasando —dijo cerrando los ojos mientras se

llevaba las manos a las sienes—, esto no me puede estar pasando.


—Solo una cosa más —intervino Pablo—. Haga llamar a alguien de su

confianza para que traigan hasta aquí su bolso y su mochila.


—Yo mismo avisaré a Leo —dijo Gerardo descolgando el teléfono interior—

y le diré que tu amiga Ana los traiga, no sea que desconfíes de nosotros.

Unos minutos más tarde, Ana entraba en el despacho con sus grandes ojos

muy abiertos, asustada como un cervatillo al observar aquel siniestro panorama.


—Aquí los tienen —dijo la joven entregando al abogado el bolso y la mochila
de Daniela. Pablo lo intentó primero con el bolso, el cual sacudió boca abajo

sobre la mesa y, entre una multitud de objetos de aseo, libretas, móvil y toda una

colección de bolígrafos de propaganda, surgió una cartera que, camuflada bajo


otras tarjetas de promociones y descuentos, contenía la tarjeta personal de

Daniela.
—¡No puede ser, alguien la ha debido poner ahí! ¡No estoy tan idiota!

—¿Y todas las demás pruebas? ¿Ese alguien también la odia tanto que se ha

molestado en fabricarlas una por una? —dijo Pablo. Ricardo ya lo había puesto

en antecedentes sobre su relación con Daniela, advirtiéndole que fuese

totalmente profesional e imparcial.

—Yo-no-he-robado-nada —dijo por enésima vez—, y me dan igual todas esas

putas pruebas que me han mostrado.

Daniela debería sentir pánico por semejante acusación, pero en realidad,

aunque la experiencia había sido de lo peor que le había ocurrido en la vida, su


miedo se debía en mayor grado a la reacción de Ricardo. Apenas la había

mirado, apenas había hablado y mucho menos la había creído o defendido.

—¿Por qué te encerraste en mi apartamento para hablar por teléfono? —le dijo

con la voz más dura que ella le había escuchado nunca—. La llamada duró
varios minutos. ¿Qué era lo que yo no podía escuchar?

Y ahí fue cuando Daniela se desinfló del todo. ¿Cómo iban a creerla los demás
si él, el hombre con el que había pasado los momentos más maravillosos de su
vida, era el primero en no creerla?

Aturdida, intentó recordar aquel momento que mencionaba. En su

apartamento. Parecían que habían pasado años y no días.

—Hablé con la abuela, con mi hija y con Miriam —dijo con voz monótona.

Comenzaba a importarle una auténtica mierda lo que pudiese decir, lo que

pudiesen pensar los demás o que la creyeran.

—Por favor, déjenme a solas con ella —dijo Ricardo a un público cada vez
más interesado.

—¿Estás seguro? —le preguntó Pablo cuando ya se hubieron marchado el

gerente y una muy alucinada Ana.

—Seguro. Gracias, Pablo.

Ricardo continuó sentado en su sillón, apoyando los codos en su mesa y sus

labios sobre sus nudillos, pensativo, calculador. Y fue entonces, quedando a

solas con él, recibiendo esa fría indiferencia, cuando Daniela fue consciente de
que él no la creía o al menos dudaba de ella, una verdad impactante que le acertó

de pleno en mitad del pecho, dejándola sin respiración por un instante. Ella
hubiese creído en él sin dudar pero, por supuesto, los sentimientos no debían ser

los mismos. Se enamoró de él como una completa idiota, de su sencillez y


amabilidad, y de sus tristes ojos dorados. Pero él, por mucho que le hubiese

confesado que la quería o le hubiese contado aquellas penosas historias sobre


novias adúlteras o aprovechadas, resulta que ahora creía que era igual a todas
ellas, cuando había resultado ser él igual a los demás hombres.

No se podía ser más idiota. Los ricos nunca tendrían nada serio con una

trabajadora vulgar como ella. Había sido un juguete para un buen rato y nada
más. ¡Cómo había podido resultar tan ingenua! Toda esa palabrería, dándoselas

de ser un solitario al que nadie quiere o aprecia… Y ella había sucumbido, ante
sus bonitas palabras y su mirada triste.

—¿Vas a denunciarme? —le preguntó mirándole fijamente, sin evitarlo,


enfrentándolo, retándolo.

—Todavía no he dicho que te crea culpable —contestó él sin cambiar un ápice

su postura.

—¡Qué generoso! —dijo ella mordaz—. ¿Pues sabes una cosa? A estas alturas

me importa una mierda que me creas o no. Si has llegado a pensar que me

vendería de esa forma por dinero, no mereces ni un solo gramo de mi respeto.

Ricardo la observaba en silencio. Tal vez llevaba razón y ella no podía haber
perpetrado todo ese montaje por dinero cuando rechazó en el pasado sus regalos

o privilegios de su parte. Aunque también podía haberse tratado de artimañas


calculadas para confundirle y se trataba de otra vil mentirosa, como tantas había

conocido. Por un segundo, solo pudo ver en ella el rostro de Julia, con aquellos
grandes ojos azules que intentaron convencerle muchos años atrás de que le

quería a pesar de tirarse a cualquiera. O de tantas y tantas mujeres que dijeron


amarlo, que le confesaron que él era especial y para cuando se había dado la
vuelta se las encontraba firmando cheques en su nombre o intentando echarse en

los brazos de su hermano.

Inocente, culpable, inocente… Ya no sabía qué pensar. Su mente apenas


razonaba y solo podía dudar, dudar, dudar…

—No voy a denunciarte, tu hija y la abuela no se lo merecen.

—¿Y yo sí? —Con esfuerzo, intentó estoicamente no soltar una lágrima. La

ayudó la fuerza de su pensamiento, quien no dejaba de recordarle que ese


hombre no merecía ni una sola de ellas—. Pero supongo que me despedirás.

—Tampoco. Únicamente serás enviada a la sección de embalaje, y ya no

tendrás acceso a la fábrica si no es a la hora de entrada general.

—Por supuesto, degradada hasta el último escalafón. Aún debería estarte

agradecida por no ponerme a fregar el suelo a mano, aunque la ventaja será que

apenas habrá ocasiones en las que nos veamos la cara.

—Eso ya no representará problema. Voy a firmar un contrato en exclusiva con


la importante multinacional que dirige Marisa. La fábrica ya está salvada y mi

cometido aquí ha terminado. Volveré a Barcelona y a mi trabajo en la


inmobiliaria.

—Enhorabuena —dijo ella tratando de controlar el peso de su corazón al


imaginar que no lo vería más—. De vuelta a tu mundo. Se te acabaron los
despachos cutres, las vulgares comidas en patios traseros o tener que ensuciarte

de harina para hacer dulces para un grupo de jubilados.


—Espera un momento, Daniela. —Se levantó del sillón pero apenas dio un
solo paso. Algo dentro de él le decía que ella era inocente, que Marisa había

vuelto a confundirlo convenciéndole de que jamás encontraría a una mujer que

lo quisiera por él mismo. La sabía perfectamente capaz de montar aquel teatro y


mucho más, pero algo había en su interior que lo hacía dudar. Supuso que serían

las infinitas veces que ya había pasado por lo mismo, las ocasiones en que le
tocó sufrir y retirarse por la humillación.

Siguió clavado en el suelo, sin atreverse a dar el paso. Comenzaba a estar


cansado, ya no le quedaban fuerzas para intentar llevar a cabo una relación sin

que algo o alguien la malograra. Estaba demasiado cansado de ilusionarse para

nada, de imaginar una relación basada en el amor y el respeto, de desear

compartir su vida y sus desvelos con una persona que lo amara. De creer que

podría aspirar a una bonita familia, con una abuela cascarrabias, una hija

estudiosa y una preciosa e inteligente mujer…

Poco a poco, volvió a reconstruir aquel muro del que aseguró conservar
todavía los cimientos. Sintió colocar los ladrillos, uno a uno, fila tras fila, hasta

quedar totalmente a cubierto, a salvo de cualquier pensamiento romántico que


osara volver a acribillarle a traición.

Lo más sensato era abandonar. Los negocios se le daban bien y casado con
Marisa solo tendría que dedicarse a ellos en cuerpo y alma, sin miedo a perder la
esperanza porque ya no la tendría. La había perdido hacía mucho tiempo.
—No importa. Puedes marcharte.

Cuando ella cerró la puerta tras de sí, Ricardo tecleó en su móvil y marcó el

número de Marisa.

—Me casaré contigo, Marisa. En cuanto firmes ese maldito contrato.

Daniela se dirigió aturdida hacia el vestuario, caminando por inercia, con la

mente embotada y vacía. Dentro estaban sus amigas, que la habían esperado para
volver juntas a casa. Las tres se fundieron en un abrazo, demostrando que aún

quedaba algo verdadero e inquebrantable en sus vidas. Miriam fue la única que

habló.

—Que les den por culo a los tíos, Dani —dijo emocionada—. No los

necesitamos para nada.

****

Tras lanzar su chaqueta a los brazos del mayordomo, el hombre atravesó el

lujoso vestíbulo ovalado y los corredores interminables de la mansión decorados


con obras de Monet o Van Gogh, y se dirigió con presteza a la ancha escalinata
para subir directamente al dormitorio principal. En una pequeña antesala del
mismo, Marisa hablaba por teléfono pero colgó al verlo llegar. Llevaba una bata
de encaje negro, completamente transparente, que revelaba las sombras oscuras

de sus areolas y el pequeño triángulo de su pubis. El hombre tragó saliva,

excitado ya ante la visión del cuerpo escultural de la antigua modelo, de su largo


cabello negro y de un hermoso rostro de boca sensual y rasgados ojos verdes que

prometía placeres inimaginables. Su miembro brincaba ante su mera presencia,


presagiando ya el inminente placer que disfrutaría retozando con ella sobre

cualquier superficie.

—Todo ha salido a la perfección, preciosa, como tú misma dijiste.

—Te lo dije, cariño. Conozco a Ricardo y sabía que si le dábamos dónde más

le duele, se derrumbaría como un castillo de naipes. Estaba más que segura de

que su inseguridad y sus miedos lo habían vuelto cada vez más desconfiado y

receloso, y sus fracasos cada vez más escarmentado. Buen trabajo, Miguel.

—Ha sido un placer. No tenía más que ganarme la confianza de la sosa esa del

piercing, que personalmente no me gusta nada y para colmo es una borde. Birlar
su tarjeta, utilizarla para acceder a los archivos, fotografiar los documentos y

volverla a dejar en su sitio, fue pan comido para mí. Y lo mismo hice con su
móvil, con el que realicé las llamadas.

—Pero recuerda que ha tenido que ser gracias a mis contactos el que hayamos
podido abrir una cuenta a su nombre utilizando su firma.
—Espero que ese dinero viaje pronto hasta mi cuenta —dijo el hombre con

una sonrisa ladina.


—Ha de pasar un tiempo prudencial, no seas avaricioso. Esta vez no voy a
dejar escapar un matrimonio con Ricardo, pero no te preocupes. Ganarás mucho

dinero si sigues trabajando para mí. Además de otras cosas.

—Esperaré —dijo Miguel deslizándose ya la camisa por los hombros, dejando


al descubierto su pecho joven y fuerte—, pero hay algo para lo que apenas puedo

esperar ya.
—Lo sé —dijo ella deslizando sus largas uñas rojas por su suave tórax—, pero

ya conoces mis gustos, cariño —y le hizo un mohín con sus gruesos labios rojos.

—No me digas que deseas…

—¿Me ha mandado llamar la señora? —les interrumpió otro hombre joven

con marcado acento de Europa del Este.

—Mierda, Marisa, ¿tu guardaespaldas otra vez? —respondió Miguel dejando

reflejar apenas la ira que le bullía la sangre. Él deseaba a esa mujer como nunca
había deseado a ninguna otra, por el ardiente sexo que compartían, porque con

ella todo estaba permitido y no había límites, habiéndolo llevado a conocer las

más altas cotas de placer imaginables. Pero la muy zorra lo sabía, sabía que él
aceptaba cualquier cosa por tener el privilegio de follar con ella, y se

aprovechaba de ello. Hacía solo un mes de la contratación de su nuevo


guardaespaldas, Vladimir, un hombre joven, alto y musculoso, con el cabello

casi rapado y aspecto de matón que se había convertido en su última adquisición


sexual y en el nuevo juguete para su trío.

Le molestaba tener que compartirla, él quería ser su único hombre, el único


con la exclusividad de follar con ella, el único que pudiese admirar y tocar su
perfecto cuerpo, pero cada día le resultaba más difícil tenerla para él solo y

temía comenzar a estar obsesionado por esa mujer.

Pero, como Marisa ya sabía, haría todo lo que ella deseara, cualquier cosa que
le pidiera.

—No te preocupes, cariño —le dijo ella deshaciéndose de su liviana bata para

quedar totalmente desnuda—. Sabes que tú eres mi favorito, que todos estos

bloques de músculo que utilizo de vez en cuando no sirven sino para darme un
poco más del gran placer que tú me ofreces. —Se acercó a él y le dio un ardiente

beso en la boca—. Vete desnudando, cielo —y él la obedeció al instante, sin

dudar, como un perrillo necesitado de una caricia de su dueño.

Mientras tanto, el guardaespaldas ya se había desnudado y se acariciaba

lentamente su miembro mientras la observaba con una lujuriosa sonrisa en sus

labios. Marisa se sentó en una suave butaca de terciopelo morado y le dijo al

fornido hombre lo que deseaba sin tener que decir una palabra, simplemente
abriendo su boca y relamiéndose los labios. Vladimir introdujo su miembro

dentro de aquella húmeda cavidad y echó hacia atrás su cabeza emitiendo un


gemido cuando la suavidad de aquellos gruesos labios y la mojada lengua lo

envolvieron dentro de una lujuriosa capa de placer.


Miguel, ya desnudo del todo, sintió su sangre correr acelerada por sus venas

ante la excitante visión de Marisa chupando con voracidad aquella enorme polla.
Sus piernas estaban abiertas y dejaban a la vista su sexo rosado y empapado,
donde sus mismos dedos y sus largas uñas rojas frotaban sus labios ansiosos.

Excitado al máximo, se dejó caer sobre sus rodillas y cambió la mano de Marisa

por su lengua, para chupar con ansia, para lamer con codicia lo que creía suyo
por derecho. Marisa lanzaba gemidos ahogados con su boca colmada por el

hinchado miembro del guardaespaldas, hasta que llamó la atención de Miguel


separándolo de su sexo y deslizando el miembro fuera de su boca.

—Fóllame tú, Miguel —gimió—. Siempre quiero que seas tú —le dijo
mientras se colocaba de rodillas en la butaca, mostrando su trasero y su sexo

ávido, volviendo a tomar el miembro de Vladimir en su boca. Miguel, excitado y

conmovido por sus palabras, se colocó un preservativo y se hundió de una

estocada en el cuerpo de la mujer, mientras la tomaba por sus glúteos y

comenzaba a embestirla con fuerza y rapidez.

Y ya no pudo pensar, en traiciones, en engaños o en otras vidas ajenas a él. Se

dejó envolver por aquella marea de placer ardiente y gritó el nombre de Marisa
mientras blancos regueros de semen de otro hombre bajaron por las comisuras de

la boca de la mujer.

****
Solitario: Lo siento, princesa, pero supongo que hoy no soy grata compañía.
Si te describiera todo lo que me atormenta, acabarías huyendo despavorida.

Rosa27: Dejemos nuestros problemas fuera de nuestra mente por unos

momentos. Deja que entre nosotros solo existan unos momentos de calma y de
placidez.

Solitario: Como siempre, gracias, princesa. Tus palabras son mi mejor


consuelo.

Rosa27: Aquí estaré, siempre que quieras. Siempre que me necesites.


CAPÍTULO 12

Un mes más tarde

—¡Eres un auténtico gilipollas! —gritó Elia al tiempo que descargaba una

fuerte bofetada sobre el rostro de su cuñado.

—¡Elia! —exclamó Arturo estupefacto ante la visión de Elia abofeteando a su


hermano. Ricardo, no habló, apenas reaccionó. Solo dejó que la ira y la

incomprensión que él mismo sentía cayeran sobre él, como un castigo

autoimpuesto por cobarde.

—¡Si es que no me entra en la cabeza! —volvió a gritar la joven levantando

sus brazos hacia techo del salón de la mansión Rey—. ¿Cómo puedes volver a

caer en las artimañas de esa zorra? ¿Y dónde está Daniela, la chica de la que te
habías enamorado?

—Eso ya terminó —susurró.


—¡Pues no me digas más! —gritó de nuevo—. ¡Este matrimonio no es más

que un tupido velo para tapar tus propios sentimientos y huir de ellos! ¿Qué ha
ocurrido con ella?
—No estoy seguro si me ha engañado, si me ha utilizado, como tantas y tantas
otras.
—¡No estás seguro! ¿Y a qué esperas para estarlo? ¿La has dejado defenderse

o solo has escuchado a la más zorra de las zorras?

—Y te quedas corta —susurró Arturo, que contemplaba expectante la


discusión entre su mujer y su hermano. En realidad, si Elia no lo hubiese

abofeteado, él mismo pensaba haberle dado una puta paliza por idiota. Casarse
con Marisa… por favor, no se podía caer más bajo.

—Elia, por favor, no sigas —dijo Ricardo dándose la vuelta para buscar la

bandeja de los licores y servirse una copa—. Ya está decidido. La fábrica crecerá

a buen ritmo, nadie se quedará sin trabajo y yo me seguiré dedicando a mis

negocios inmobiliarios al mismo tiempo que me convierto en el portavoz de la

multinacional de Marisa. Mi imagen y mi reputación han conseguido que incluso

sus acciones se revaloricen. Económicamente nos vendrá fenomenal para


contrarrestar la inversión millonaria de la fábrica.

—Ah, pues nada, entonces —dijo Elia irónica—, todo resulta así muy cómodo

y genial para todos, excepto para ti, claro, que te conviertes de repente en un
mártir. Y dime, Ricardo, ¿compartiréis una cama normal o tendrá el tamaño de

este salón para que quepáis todos?


—Esa sí que es buena —volvió a susurrar Arturo intentando disimular su risa

tras la pantalla de su mano.


—Sabes perfectamente que no habrá nada de eso entre nosotros. Ella que siga

follándose a quien le dé la gana que yo haré mi vida.


—¿Te refieres a tus citas por internet?
—¿Y tú cómo coño sabes eso? —preguntó Ricardo sorprendido, al mismo

tiempo que vagamente avergonzado.

—No lo sabía. Me lo acabas de confesar —dijo Elia con los brazos en jarras
—. No me extraña, si no has luchado por defender tu relación con aquella chica,

te escudas en contactos virtuales o esporádicos y en un matrimonio ficticio solo


para dejar de sentir, para dejar de amar y para dejar de arriesgar. ¡Eres Ricardo

Rey, por el amor de Dios!

—No te equivoques Elia —dijo hundiendo sus hombros—, yo no soy como

mi hermano. No tengo su fuerza ni su determinación si no es para los negocios.

Ya no me apetece seguir peleando por el amor, un sentimiento que ya no estoy

seguro de que exista. Tal vez has olvidado que no poseo ADN de los Rey. —

Ninguna de sus pesquisas en aquel pequeño pueblo había dado resultado. Solo
había encontrado hermetismo y silencio ante sus preguntas por resolver el

enigma de su origen.

—Si yo encontré el amor —habló Arturo de forma clara por primera vez,
abrazando a Elia por la cintura—, tú deberías encontrarlo aún más fácilmente,

hermano, puesto que tú siempre has creído en él mucho más que yo.
—Porque, precisamente tú no lo buscabas, lo encontraste, Arturo. Basta que lo

busques como yo para que te sea tan esquivo que acabes decidiendo renunciar a
él.

—Joder —dijo Elia hundiendo su rostro en el pecho de Arturo—, voy a tener


a esa horrible mujer de cuñada. No esperes comidas familiares, Ricardo, no
soportaría su presencia.

—Venid al menos a mi compromiso —pidió Ricardo—. Sin mi familia

apoyándome tampoco creo que pueda soportarlo.


—Allí estaremos —dijo Arturo—. Nunca estarás solo.

—Haré el esfuerzo —gruñó Elia.

****

Otra mañana cualquiera de un lunes cualquiera, tres amigas volvían a coincidir

en el vestuario femenino tras su jornada laboral. Las risas hacía un tiempo que se
habían apagado un poco y los ánimos parecían algo más bajos, hechos a los que

Ana pensaba plantar cara ya mismo. Le dolía que sus amigas hubiesen pasado

por aquellas malas experiencias en el amor, pero tenían que levantarse de nuevo
y simplemente tomárselo como aprendizajes para no volver a caer y madurar. A

primera hora de la mañana o en el almuerzo no había encontrado el momento


apropiado, pero ya iba siendo hora de tener una conversación normal. Añoraba

tanto las pullas de Miriam o las risas de Dani, que temía ponerse a gritar en
cualquier momento para que reaccionaran de una maldita vez.

—Todavía estoy esperando que me contéis vuestras andanzas del fin de


semana, chicas. Os recuerdo que soy una respetable mujer casada que
únicamente los emplea en la limpieza de la casa y en salir con su maridito a dar

una vuelta y empiezo a añorar que alguien me recuerde que existe un mundo ahí

afuera.
—Fui al cine con Sergio —comenzó Daniela mientras se deshacía de su bata y

la colgaba en la percha con su nombre.


—¿Y qué tal? —preguntó Ana feliz porque su amiga hubiese encontrado un

buen chico con el que salir y olvidarse de su guapo y despreciable jefe.

—Pues, no sé, Ana, ya sabes que lo conozco hace años, desde que viene a mi

casa a llevar y traer a Adela, su abuela, para sus partidas semanales. Es buen tío,

pero…

—Pero qué, Dani. Es buen tío, es bastante mono y tiene un buen trabajo en el

ayuntamiento. Hace poco que lo dejó con su novia y seguro que quiere ir poco a
poco.

—Falta chispa, Ana —dijo Daniela apesadumbrada colocándose los vaqueros

y una camiseta roja—. Solo nos hemos besado un par de veces y lo único que
pensé fue: «Por Dios, acaba ya o me ahogaré en tu boca».

—¿Ahogarte? —dijo Ana divertida—. ¿Qué significa eso?


—Que su lengua moja tanto que temes que te llene la boca de saliva —dijo

Daniela antes de desembocar en una fuerte carcajada que contagió a sus dos
amigas. Ana sintió colmar su pecho al volver a escuchar sus risas y sus bromas.

Nunca imaginó que le harían tanta falta.


—A quién se le ocurre salir con un paleto de este pueblucho —intervino
Miriam mientras se colocaba la minifalda y las botas—. Yo he vuelto a salir con

mi grupo de locas y solo me ha costado dos salidas a nuestro bar de moda

favorito llevarme al huerto a un cuarentón con mucha más chispa que tu amigo,
el Concejal de Deportes y Aburrimiento.

—¿No te costó volver al sexo con otro hombre? —preguntó Daniela


interesada. Cada vez que Sergio la tocaba, aunque fuese únicamente para darle la

mano, intentaba imaginarse con él en la intimidad, realizando cualquiera de las

cosas que había hecho con Ricardo. Y era entonces cuando una sensación total

de rechazo la invadía, cerrando su mente para alejar esas imágenes que tanto la

incomodaban. O, en su defecto, su mente volvía a traicionarla colocando a

Ricardo en lugar de su amigo, con lo que volvía a experimentar aquella ansia y

excitación de las que disfrutaba en brazos de Ricardo. Doblemente traicionada


por su cuerpo y por su mente, el resultado siempre era el mismo: no podía

olvidarle.

—¿Costarme? —exclamó Miriam—. No digas chorradas, Dani. Solo son tíos


y solo son pollas. Eché un súper polvo en su apartamento de divorciado y me lo

pasé pipa corriéndome tres veces.


—Supongo que tú tienes más experiencia que yo —suspiró Daniela— y eso se

nota a la hora de volver a las relaciones. Yo, idiota de mí, todavía sigo soñando
con Ricardo, con su sonrisa tímida, con su dorada mirada. Sueño que me hace el

amor una y otra vez, y cuando despierto y él no está, siento un vacío enorme que
solo consigo llenar con el recuerdo de su acusador semblante el día que creyó
que yo era una ladrona, el día que no creyó en mí. Es la única forma de no

ponerme a llorar patéticamente por un tío que no merece la pena.

—Lo siento, Dani —le dijo Ana tomándole una de sus manos—, pero me
alegra que te sinceres con nosotras y nos confieses que sigues queriéndole a

pesar de todo. Me preocupaba que sufrieses demasiado y te replegaras en ti


misma, pero veo que tú también has descubierto que compartiendo los

problemas, estos se hacen un poco más pequeños.

—No sé cuánto tiempo voy a seguir teniéndolo en mi cabeza —se lamentó

Daniela—, pero espero que pronto desaparezca de ella. Quiero dejar de odiarle y

sentir solo indiferencia, puesto que el odio no deja de ser un sentimiento y no

quiero sentir ni eso por él. Le pediré consejo a Miriam —dijo mirando a su

amiga—, para que me diga cómo lo hizo para olvidar tan fácilmente a Leo.
—No hay secreto —dijo Miriam animada cerrando ya su taquilla con llave—.

Lo único que tienes que hacer es follarte a otro tío lo más pronto posible para

demostrarte que es más de lo mismo, que la vida sigue y que ningún tío… —De
pronto, Miriam calló y apoyó la frente sobre el frío metal de la taquilla,

atragantada con sus propias palabras. Cerró los ojos y su voz se quebró—. Pero,
¿a quién pretendo engañar, joder? ¡No importa que me folle a otro tío! ¡Sigo sin

poder olvidarle!
—Miriam… —se lamentaron sus amigas al escuchar el llanto de la más

alegre, vivaz y optimista de las tres. La joven pelirroja se sentó frente a ellas en
uno de los bancos de madera, mirándolas, mientras dos finas lágrimas
humedecían sus mejillas.

—Tuve que cerrar los ojos —continuó llorando— cuando me metió la polla en

la boca, para no ver su cara desconocida. Me resultaba tan desagradable... Y lo


mismo cuando follábamos, que tuve que imaginar que era Leo para no vomitar

sobre él. ¡Nunca en mi vida había tenido que fingir un puto orgasmo, joder!
—Oh, cariño —dijeron sus amigas afligidas colocándose una a cada lado de

ella—. No temas contar lo que sientes, preciosa. Perdona por pensar que tú eras

más fuerte y que tu ruptura con Leo no te iba a afectar —se lamentó Dani.

—Lo peor es tener que verle cada día —confesó mientras instaba a sus amigas

a salir del vestuario en dirección a la calle—. Por mucho que lo esquive, ahí está,

mirándome o pidiéndome que hablemos. Y por si fuera poco, me encuentro a su

mujer en la cola del supermercado ofreciendo detalles a sus amigas sobre su


próximo viaje a Italia. No puedo evitar odiarla a muerte, joder.

Caminaban despacio hacia sus casas, atravesando primero el jardín que había
ordenado construir a la entrada de la fábrica la nueva socia de Ricardo. En la

actualidad, Americ S.A., se había convertido en una moderna fábrica, tanto en su


sistema de fabricación, como en los productos que ofrecía o en su apariencia. El

edificio ya constaba de grandes cristaleras para aprovechar la luz natural, y de un


entorno mucho más atrayente que el que Ricardo Rey encontrara el primer día
que visitó la empresa, incluso había proyectos de ampliación del edificio

principal y de los almacenes anexos, lo que significaba la mejor de las noticias


para las gentes de aquel pequeño pueblo y sus alrededores.
Justo detrás de uno de los arbustos recién plantados, un hombre esperaba al

pequeño grupo de amigas, fumando uno de sus inseparables pitillos.

—¿Qué coño haces aquí? —exclamó Miriam al verlo—. ¿Piensas acosarme?

—En realidad —dijo el hombre lanzando al suelo el cigarrillo y pisándolo con

la suela de su bota—, quería hablar con Daniela.

—¿Conmigo? —preguntó la joven ante la atenta mirada de sus amigas.

—Sí, Dani. He escuchado que muchas cosas van a cambiar por aquí, y no
todas a mejor. Ya sabéis que la producción ahora no descansa y que se van a

disponer los tres turnos. He visto el plan de trabajo y a mí me ha tocado el turno

de mañana, por lo que no me puedo quejar, pero a ti, Miriam, te ha tocado de

tarde, y a ti, Ana, el de noche.

—¡Menuda mierda! —se quejó Miriam—. El turno de tarde es un asco.

Vuelves a casa a las tantas y te pasas la mañana en la cama.

—¡Pues anda que el de noche! —exclamó Ana—. ¿Me puede decir alguien
cuándo voy a ver a Javi? ¡No coincidiremos ni un puto minuto al día!

—¿Y yo? —preguntó Daniela temiendo lo peor—. ¿Por qué no me dices qué
turno voy a tener yo?

—Van a despedir a varias personas, tú entre ellas, Dani. Incluso creo que serás
la primera. Parece ser que a partir de mañana irán colgando listas con nombres
de los «elegidos», a los que os ofrecerán entre dos semanas y un mes de margen

para que encontréis otra cosa.


—¿Me… me van a despedir? —titubeó la joven.
—¡Joder! —intervino Miriam—. ¿Pero de qué va ese tío? ¡Dijo que no te

despediría y lo hace a traición el muy cobarde!

—No estoy seguro de que haya sido cosa de él —dijo Leo—. Habrá nuevos
jefes y responsables, incluso accionistas y directivos de la multinacional que no

dejarán de pasearse por aquí a tocar los cojones.


—Supongo que no es necesario preguntarle a nadie por qué me echan —dijo

Daniela apesadumbrada—. Está claro que aquí ya estorbo, mucho más si la

nueva socia pretende volver con Ricardo.

—Lo siento —dijo Leo realmente afligido.

—Tranquilo, Leo, y gracias por avisarnos.

—Antes de que te marches, ¿podría hablar un momento contigo, Miriam? —

preguntó Leo con evidente ansiedad y expectación.


—¿Otra vez? —dijo la pelirroja—. Te he dicho mil veces que tú y yo ya no

tenemos nada de qué hablar que no sea de trabajo, como acabamos de hacer.

Punto.
—Solo será un momento, por favor.

—Está bien, te doy dos minutos. Chicas —les dijo a sus amigas—, adelantaos
que enseguida os alcanzo. Solo serán dos minutos, ni uno más —recalcó sus

palabras mirando a Leo a sus brillantes ojos verdes.


—Te echo de menos, pelirroja —dijo emitiendo una sutil sonrisa. Miriam

sintió una creciente furia instalarse en su interior cuando se volvió a sentir


patéticamente atraída por aquel gesto de su boca que tantas veces había emitido
solo para ella.

—Yo no —dijo cruzándose de brazos mientras lo observaba encenderse otro

cigarrillo, cada vez más presa de un creciente anhelo, por abrazarle y rendirse a
lo que él quisiese ofrecerle, a punto de echarse en sus brazos y suplicarle que se

la llevara de allí en aquel instante, fuesen cuales fuesen las condiciones. Pero
elevó la barbilla y se recompuso a tiempo. No se dejaría abatir tan fácilmente. Se

acabó ser «la otra», se acabó ser únicamente un chochete joven para un madurito

sexualmente demasiado activo. Aparcaría las relaciones por un tiempo y se

centraría en ella misma. ¡A tomar por culo los hombres!

—No mientas, pelirroja —le dijo pasándole sensualmente la yema del dedo

por su suave mejilla, envolviéndola en su aroma familiar a tabaco y loción de

afeitar—. Sé que me añoras tanto como yo a ti.


—Lárgate de mi vista, Leo —le dijo indignada propinándole un empujón.

Sabía que había conseguido embaucarla muchas otras veces de esa forma y

estaba volviéndolo a intentar—. No me echas de menos a mí para nada, sino a


echar un polvo guarro conmigo, ¿no es cierto? —siguió aguijoneándole—.

Porque seguro que tu mujer lo hace bajo las mantas y con la luz apagada, pero
eso a mí me importa una gran mierda pinchada en un palo, Leo. Te dije que se

había acabado y se acabó. Si es necesario le haré compañía a Dani pidiendo la


cuenta y largándome de este puto pueblo para no volver a verte más, a la ciudad

o adonde sea. ¡Así que déjame en paz!


—No tendrías adónde ir, Miriam —dijo Leo algo pálido ante la idea de no
volverla a ver—, ni trabajo, ni casa, ni un medio para mantenerte…

—Ese ha sido siempre tu mayor error, Leo, creerme tan dependiente

emocionalmente de ti, creerme una inútil incapaz de hacer nada que no sea
pintarme las uñas. Pues voy a decirte una cosa, capullo. Tal vez las cosas han de

pasar por algo y un día no muy lejano agradezca al destino que te reconciliaras
con tu mujer para que yo pudiese volar por mí misma y largarme de aquí. Tal vez

algún día encuentre un hombre al que le guste mi compañía tanto como mi

cuerpo y quiera estar conmigo para algo más que para echarme un par de polvos

y compartirme con otra, que era lo único que tú has deseado siempre de mí.

Ahora puedo decir por fin: ¡vete a la mierda, Leo! —Y desapareció ante aquellos

estupefactos e inolvidables ojos verdes que seguirían acosándola en sus sueños,

quizá más tiempo del que ella misma querría, pero por fin, libre.
—¿Estás bien, cariño? —preguntaron sus amigas.

—Mejor que nunca, chicas.

****

Daniela entró en su casa claramente abatida. A pesar de que la empresa

llevaba años tambaleándose, sin poder ofrecer una mínima seguridad ni unos
sueldos decentes, era lo único que había tenido para vivir y salir adelante, y
aunque era cierto lo que había dicho el gerente sobre su lengua suelta, sus quejas

no fueron siempre más que para denunciar las injusticias que afectaban a los

trabajadores y que ella era incapaz de aceptar.


Ágata y Abril permanecían sentadas en el sofá, concentradas en la lectura de

una revista que tenían sobre el regazo. Sus semblantes tampoco parecían muy
alegres y parecieron callar de pronto cuando ella apareció.

—Vaya cara, mamá —dijo la niña—. ¿Un mal día?


—Hoy todavía no —contestó—. Tal vez mañana sea peor.

—¿Por qué dices eso? —preguntó la anciana.

—Porque me han dicho que van a despedirme.

—¿Cómo que despedirte? Ricardo dijo que…

—¿Qué, abuela? —exclamó Daniela furiosa—. Por mucho que sea tu rico

favorito, sigue siendo igual a todos ellos —se dejó caer en una de las sillas que

rodeaban la mesa y apoyó la frente en sus manos—. Me acusó, me insultó, me


despreció y ahora me despide. Debe de odiarme mucho.

—¿Y tú, Daniela? —preguntó la mujer—. ¿Le odias?


—Cada día más.

—Y dime una cosa —siguió la anciana—, ¿le odias por todo eso que dices que
te hizo o porque sigues amándolo a pesar de todo?
—Joder, abuela, no estoy de humor para acertijos. Tengo la cabeza embotada

porque te recuerdo que me van a echar.


—Abril —dijo Ágata—, muéstrale la revista a tu madre a ver si se le
desembota la cabeza de golpe. —La niña se levantó para colocar en la mesa

frente a su madre la revista abierta por una de sus páginas. A pesar de la mala

iluminación por la única bombilla que colgaba del techo para ahorrar
electricidad, Daniela fijó la vista desganada y sintió abrirse al máximo sus ojos

cuando observó varias fotografías a todo color de Ricardo acompañado de


Marisa para ilustrar el reportaje. Subió después la mirada y leyó el titular del

mismo: «Reconciliación y próximo compromiso del magnate inmobiliario y la

empresaria exmodelo».

La abuela estaba en lo cierto. Daniela se despejó de golpe, entendiéndolo todo

por fin con aquel artículo de prensa rosa. Como ya temía, ella había representado

un estorbo para los planes de esa mujer, decidiendo quitarla de en medio de la

forma más vil. Pero no por ello le parecía Ricardo más inocente. Él había creído

a aquella mujer con facciones y tetas operadas y no la había creído a ella,

después de confesarle su amor o sus fracasos amorosos y el secreto de su


nacimiento, después de compartir tantas cosas. Él había resultado aún más

despreciable que ella, demostrándole que, a pesar de su palabrería y su mirada


atormentada, ella no había resultado ser para él más que un par de polvos y unos

ratos de diversión.

—¿Y qué queréis que os diga? —dijo poniéndose en pie—. Ya te dije que te

equivocabas con él, abuela, que no era ese dechado de virtudes que tú creías ni el
hombre perfecto para mí, ya lo has visto. Y ahora —dijo marchándose del mal
iluminado salón— voy a darme una ducha y después a mi habitación. Cenad

vosotras cualquier cosa. Yo no tengo hambre.

—Abril —se dirigió la anciana a la niña una vez a solas—, ¿cómo lo tienes
para acompañarme una mañana a Barcelona y hacer una visita?

—Esta semana no tengo exámenes, abuela. Estoy a tu entera disposición —


dijo la niña satisfecha con una amplia sonrisa.

****

En unos días tendría lugar la fastuosa fiesta de compromiso que Marisa había
ordenado organizar en los exteriores de la mansión Rey. Ya eran demasiados los

días que llevaban los habitantes de aquella casa con sus hábitos alterados, viendo

en todo momento entrar y salir personas con los más variados cometidos. Una
enorme carpa ya se había dispuesto en el jardín, llenándola minuto a minuto con

más y más mesas, sillas, adornos, cables, luces, flores… Apenas existía un
minuto de tranquilidad y sosiego y Ricardo le estaría eternamente agradecido a

Elia y su amiga Raquel por ser ellas las que se dedicaran a organizar aquel
tráfico de personas y objetos después de que, prudentemente, Marisa decidiera

no aparecer por allí hasta el último día.


Ricardo, sin embargo, prefirió quitarse de en medio, dejando ese día a las
chicas ocuparse de todo. Incluso su hermano Arturo deambulaba por allí

mientras él permanecía encerrado en su elegante despacho, aislado y solitario

como la mayor parte de su vida. Se dejó caer sobre su cómodo sillón y se echó
un trago de la copa que se acababa de servir mientras se aflojaba la corbata y

estiraba los pies bajo la mesa. Suspiró y se apartó el pelo de la cara, más oscuro
desde que no le daba el sol y que ya le había crecido demasiado desde que

apenas reparaba en su propia imagen, invadido hacía tiempo por una especie de

desidia y desinterés por nada que no fuesen los negocios y sus propiedades.

Dejó la copa sobre el posavasos a un lado de la mesa, se incorporó y buscó las

teclas de su ordenador con la mirada. Volvía a necesitar expresarse tanto como

leer las palabras que casi cada día compartía con la mujer que siempre tenía la

frase perfecta, el comentario apropiado o la palabra justa para cambiar su ánimo.


Pero un pequeño alboroto al otro lado de la puerta y la cabeza de su hermano

asomando por un resquicio de la misma, interrumpieron su momento de evasión.

—¿Qué sucede, Arturo?

—Pues esperaba que tú me respondieras a eso, hermano. Una niña y una


anciana cascarrabias que no deja de soltar bastonazos acaban de irrumpir en la

mansión y exigen que las recibas.


—¡Por supuesto! —dijo Ricardo poniéndose en pie—. Hacedlas pasar aquí
mismo, Arturo, y no te preocupes, son de confianza.

—No sé, no sé —dudó Arturo—. Procura que no te alcance y no te deje tan


dolorido como a mí —dijo frotándose el pecho.
—Yo ya he probado el bastón de Ágata —dijo Ricardo emitiendo una

carcajada, provocando la mirada suspicaz de su hermano, que llevaba tanto

tiempo sin verle reír que pensó que esas dos curiosas mujeres debían ser muy
especiales para él.

—¡He dicho que puedo caminar todavía! —se oyó gritar a la abuela mientras
intentaba entrar en el despacho con la ayuda de Elia y Raquel. Se apoyaba en

Abril con un brazo mientras con el otro no dejaba de levantar su inseparable

bastón y utilizarlo como arma contra quien osara contradecirla.

—¡Ágata! ¡Abril! ¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Ricardo mientras

ayudaba a acomodarse a la abuela en uno de los cómodos sofás—. ¿Y cómo

habéis venido?

—En autobús y luego en taxi hasta aquí —contestó la niña—. Me alegro de


verte, Ricardo.

—Yo también, Abril —dijo Ricardo envolviendo a la niña entre sus brazos y

depositando un beso en su cabeza—. Me sorprende pero me alegra veros a las


dos. No sabes cuánto —susurró.

—Nos ha costado toda una Odisea llegar hasta aquí —refunfuñó la abuela—
para que luego no nos dejaran entrar. Puñeteros ricos de mierda…

—Hola a ti también, abuela. —Ricardo se agachó ante ella y le tomó la mano


para besar su dorso en un cortés gesto. Las chicas y su hermano, que todavía

permanecían en el vano de la puerta, observaban la escena alucinados—. Podéis


marcharos —les dijo Ricardo—. Pasaré un buen rato con mis invitadas. Ah, y
traedles algo de beber, que deben estar cansadas de tanto autobús. ¿Qué deseáis?

—Un refresco estaría bien —contestó Abril.

—Creo que me merezco una copa, después de todo —gruñó la mujer.


—De acuerdo —rio Ricardo—. Traed un refresco y algo de picar para la niña

más guapa y lista que conozco y ya me encargaré yo de servir a Ágata.


—Sí… claro —contestó Elia mientras aguantaba la risa y obligaba al resto a

abandonar la estancia.

—Decidme, pues, a qué debo esta agradable visita —dijo Ricardo mientras

servía una copa de licor para la abuela. De repente, esa compañía inesperada se

convertía en su mayor aliciente, en un motivo para sonreír.

—¡No es una visita cortés, desgraciado! —le gritó la mujer después de

propinarle un bastonazo en las piernas—. Alguien tenía que atreverse a decirte


cuatro cosas, ya que Daniela ha elegido ignorarte.

—Abuela —suspiró Ricardo sentándose frente a ella mientras se rascaba la

zona golpeada—, entiendo que defiendas a las personas que quieres, pero…
—¿De verdad crees que Daniela hizo aquello de lo que la acusaste? —le

interrumpió la mujer—. ¿De verdad lo crees, cretino millonario?


—Pues… —Ricardo miró alternativamente a aquellas mujeres a las que tanto

había llegado a apreciar. Faltaba un rostro junto a ellas, un rostro inocente y tan
cubierto de alegría que contagiaba unas enormes ganas de vivir a quien tuviera la

fortuna de encontrarse cerca de ella. ¿Lo creía realmente? Ahora, en frío,


reconocía que no, que nunca había llegado a creerla una espía o una ladrona,
solo que había utilizado aquellos hechos como excusa para alejarse de ella y de

los sentimientos que aumentaban cada día que pasaba en su compañía. Aquella

chica vivaz se le había metido tan adentro, que había sentido miedo y había
elegido la salida fácil: volver al principio, tal y como había dicho Elia, para tapar

la posibilidad de volver a amar con todo el corazón, la única forma que él


aceptaba, y así evitar cualquier riesgo de fracaso y de dolor. Si no arriesgaba, no

sufría… y tampoco amaría ni sería amado—. No, Ágata, no creo que ella lo

hiciese.

—¿Y por eso la has despedido?

—¿Despedirla? —dijo Ricardo frunciendo el ceño mientras dejaba que

alguien del servicio sirviese un refresco y patatas para Abril—. Yo no la he

despedido.
—¿Tu próxima prometida y nueva socia, quizá? —preguntó la mujer—. ¿No

tenías bastante con acusarla y humillarla que tenías también que dejarla en

manos de esa zorra rellena de silicona?


—Tienes razón, Ágata. Intentaré resarcir mi error de alguna manera, y no te

preocupes, no se quedará sin trabajo.


—Qué fácil arregláis las cosas los ricos —soltó la anciana con desdén—, o

con dinero o con influencias. Dais asco.


—¡Abuela! —exclamó Abril sorprendida por esa muestra de desprecio.

—La he decepcionado, ¿no es cierto? —dijo Ricardo sin molestarse por los
insultos o el tono despreciativo de la mujer, sino todo lo contrario, afligido por
no haber estado a la altura de aquella gran mujer y su familia.

—Completamente. Has resultado ser como ellos, como tu madre y tu abuelo.

—¿Por qué los menciona a ellos ahora? —dijo Ricardo frunciendo el ceño.

La mujer suspiró. De repente parecía mucho más anciana, con las arrugas más

marcadas y un delator brillo en sus vivaces ojos claros. Con dedos temblorosos,

abrió su bolso y sacó su desgastado monedero, de donde extrajo una descolorida

fotografía que le ofreció a Ricardo. En ella, un chico joven sonreía a la cámara


con una bonita y franca sonrisa. Posaba en una especie de granja e iba vestido

con pantalones de pana, camisa clara y alpargatas, y un broncíneo mechón de

cabello le caía rebelde por la frente.

—¿Quién es? —preguntó Ricardo.

—Es Jaime, mi hijo —contestó la mujer.

—No sabía que tuviese un hijo —dijo mirando a Abril, que asintió con la

cabeza corroborando aquella historia.


—Solo lo tuve a él, y para colmo, comete el error de enamorarse de la chica

más rica de la comarca, hija del dueño de cada palmo de tierra que pisaba.
—¿De… mi madre? —preguntó Ricardo con el corazón encogido.

—Sí, de Amelia, una chica muy guapa y de buen corazón, pero demasiado
regida por su padre y el orgullo de la familia. Tal vez si hubiese ocurrido en estos

días, ella hubiese elegido quedarse con mi hijo, aunque viéndote a ti, ya no sé
qué pensar.
—¿Qué ocurrió, Ágata? —preguntó Ricardo cada vez más expectante,

temeroso y a la vez deseoso de las respuestas que ya parecían flotar en el aire.

—Tras una relación furtiva, Jaime viajó a Barcelona en busca de su amada al


saberla prometida a otro. Ella pareció darle algunas esperanzas que luego se

diluyeron y eligió casarse con Jorge Rey, el prometido elegido para ella. Luego,
derrotado, mi hijo decidió alejarse todo lo posible, nada menos que viajando a

Ceuta, lo más lejos que podía permitirse. Se alistó en la Legión para poder

sobrevivir, haciendo guardias en la frontera. Conducía un jeep por aquellos

parajes y le sucedió lo que a tantos otros, que volcó en una de aquellas cunetas

con un coche que no disponía ni de un techo. Lo único que yo ya pude hacer fue

traerlo y enterrarlo.

—Lo siento muchísimo —dijo Ricardo apretando su mano—. Entonces, yo…


yo… —intentó preguntar.

—Supongo que ellos se acostaron, claro, y ella quedó embarazada, pero debió

tener tanto miedo de lo que pudiese hacerle su padre, que prefirió no decirle
nada a mi hijo y hacer creer que era hijo de su marido. Lo supe la primera vez

que te vi en una revista. Tienes el mismo tono de cabello, aunque el suyo


estuviera cubierto por una capa más pajiza por el continuo trabajo al sol. Y tienes

sus mismos ojos, tristes y del color del oro viejo. Los reconocí ya en las
fotografías de la prensa, y estuve completamente segura el día que apareciste en

el patio de mi casa —la mujer emitió un profundo suspiro—. Sé que eres mi


nieto.
—Oh, Dios, abuela —gimió Ricardo arrodillándose en el suelo junto a ella,

depositando sus manos en el regazo de la mujer—. Supe hace muy poco que no

era hijo de mi padre y llevo todo este tiempo intentando averiguar algo sobre mi
origen. ¿Por qué no me lo dijo cuando empecé a hacerle preguntas?

—No suelo ir contando esta historia por ahí al primero que se presenta en mi
casa. Primero debía averiguar qué clase de persona eras. Incluso le pedí a mis

compañeros de timba que cerraran el pico.

—Me destroza no haber podido conocer a mi padre, pero me alegro de haberte

conocido a ti. Eres mi familia —miró a Abril, que enjugaba sus lágrimas con un

pañuelo—. Sois mi familia.

—Cuando supe del problema de Daniela, aunque un hijo nunca se pueda

sustituir, pensé que se me daba una segunda oportunidad para no estar sola, para
tener mi propia familia a pesar de todo.

—Eres la mujer más fuerte y valiente que he conocido en mi vida —dijo

Ricardo orgulloso—, y trataré de hacerme digno de ser tu nieto.


—Pues comienza ahora mismo —dijo propinándole un nuevo bastonazo en el

hombro—, y haz algo por Daniela que no sea ofrecerle dinero. Limpia su
nombre de una maldita vez. Me duele ver cómo la gente cuchichea sobre ella y

solo calla cuando yo aparezco, porque me respetan. Pero ella merece ese mismo
respeto.

—Tienes razón —dijo poniéndose en pie, con renovadas fuerzas, cargado de


una nueva energía que corría por sus venas, potente y vivificante. Una nueva
puerta se abría en su alma, para dejar pasar un reconfortante calor que lo invadió

y que apenas reconoció: un rayo de esperanza.

—Y admite de una puñetera vez que la quieres, no cometas el mismo error que
tus padres. Lucha por lo que amas y no te rindas ante nada ni nadie.

—Joder, por supuesto que la quiero —dijo Ricardo caminando arriba y abajo
—. Tengo que hacer algo ahora mismo.

—Piensa, Ricardo, piensa —dijo la mujer contagiada por el ánimo de su nieto

—. Alguien debió acercarse a ella en la fábrica y ganarse su confianza,

descartando a sus amigas y conocidos de toda la vida.

—¡Claro! —dijo Ricardo, como si una enorme bombilla se hubiese iluminado

sobre su cabeza. Abrió la puerta para llamar a su hermano pero no hizo falta.

Una joven rubia y otra morena tropezaron hacia delante en cuanto la puerta
cedió ante ellas—. Por favor, Elia —le dijo sin importarle que escuchasen tras la

puerta—, ocúpate de mis invitadas. —Se colocó la chaqueta y se dispuso a salir

—. No sé cuándo volveré.
—Por supuesto —dijo Elia observando a su cuñado salir de la mansión. Ayudó

a la abuela junto con Abril a salir del despacho y la llevó hacia la parte trasera de
la casa, para poder conversar y disfrutar del sol en el jardín. Arturo se sumó a

ellas y acompañó a las mujeres, expectante por conocer más detalles de la bonita
y triste historia—. Vayamos al jardín un rato, señora Ágata, y en cuanto esté la

comida comerán las dos con nosotros.


—Vaya, así que tú eres el famoso Arturo Rey —dijo la mujer sonriente
mirando al atractivo joven—. Mi nieto es guapo pero tú estás tan bueno que

deberías llamarte Pecado de segundo nombre. Puedo imaginar lo bien que se lo

debe pasar la rubita contigo.

En unos cómodos sillones de jardín, bajo el sol del mediodía, un grupo de

jóvenes compartió mesa y risas con las nuevas integrantes de aquella familia.

****

—Señor, lo siento, pero la señora no puede atenderle en este momento, está

echando su siesta.

—A ella no le importará, César. Te recuerdo que soy su prometido.

A pesar de las trabas del mayordomo para dejarlo pasar, Ricardo atravesó con
diligencia la entrada de la gran mansión que era ahora la residencia de Marisa.

Sonrió burlonamente al mirar a su alrededor, contemplando lo que suponía una


gran victoria para la ambición desmesurada de esa mujer. Lo pudo ver en ese

instante con meridiana claridad: Marisa ya tenía el dinero, solo le faltaba el


prestigio. Y no se había conformado con algo grande. Para ella solo existía lo

máximo, una desorbitada fortuna y un matrimonio con un nombre y apellido


intachables.
Subió los escalones de dos en dos, y dejó al mayordomo al pie de la

escalinata, que no dejó de refunfuñar y de emitir hondos bufidos, como si

presagiara algún desastre inminente.


Ricardo reconoció el que sería el dormitorio de Marisa por su doble puerta al

final del pasillo. La abrió, cruzó una pequeña salita y quedó clavado bajo el
marco en forma de arco que daba acceso al lugar presidido por una enorme

cama. En ella dormía Marisa, pero no sola. Lo hacía acompañada, pero no de un

hombre, sino de dos. Tres cuerpos desnudos yacían entrelazados con Marisa en

el medio. Y Ricardo no pudo evitar soltar una estridente carcajada que obligó a

los tres amantes a abrir los ojos y a incorporarse de un salto al ver al hombre a

sus pies, riendo de forma descontrolada.

—Eres única, Marisa —dijo Ricardo—. Nunca te conformas con nada,

siempre quieres más.

—¿Cómo te atreves a irrumpir así en mi habitación? —gritó ella.


—No te confundas, Marisa —dijo Ricardo aún sonriente—. Me importa una

mierda a cuantos tíos te tires, pero necesitaba comprobar algo. —Su risa se
evaporó y su risueña mirada se transformó en otra despiadada cuando observó el

rostro de uno de sus amantes—. Lo que necesitaba saber era otra cosa. Hola,
Miguel —le dijo al joven—. Veo que has progresado después de dejar la fábrica.
¿O no? —dijo mordaz—. ¿O tal vez crees que has progresado cuando en

realidad has caído en lo más bajo trabajando para esta zorra a cambio de
tirártela? —Con la fuerza adicional de su ira, propinó una patada a Miguel en la
espalda y lo hizo caer desde la cama de bruces al suelo en medio de un ruido

sordo.

—¿Qué coño haces? —gritó Miguel parpadeando todavía, intentando


despejarse del sueño y la confusión.

—¿Sabes, Marisa? —preguntó Ricardo ignorando al joven ingeniero—. Lo


que más me jode de todo no es que me engañaras otra vez, ni que utilizaras a

este parásito para tus planes, o que hayas vuelto a obligarme a casarme contigo,

o incluso que me hicieras sentir que valgo menos que una mierda. Lo que más

me jode es que te lleves por delante a otras personas que no merecen ser

víctimas de tu puta avaricia.

—No he dejado rastro, cariño, así que dudo mucho que puedas acusarme de

nada. Tu amiguita siempre saldría perdiendo con las pruebas.


—Pero yo sí sé la verdad.

—¿Y qué vas a hacerme? ¿Volver a anular el compromiso? —preguntó Marisa

jactanciosa mientras, con solo una mirada, ordenaba al guardaespaldas


marcharse de la habitación. Trastabillando consigo mismo, Miguel se colocó

unos pantalones, pero no llegó a dar un par de pasos cuando Ricardo le propinó
de nuevo otra fuerte patada en las corvas que lo hizo caer de espaldas como un

saco de patatas.
—¡Joder! —gimió Miguel apenas sin fuerza por el impacto.

—Por supuesto que no lo voy a anular —contestó Ricardo volviendo a ignorar


al joven—. No será necesario.
—No creo que haga falta recordarte que en cuanto rompas el compromiso se

rescinde igualmente nuestro contrato, con lo que, adiós a la fábrica, adiós

trabajadores, adiós dinero. Hola paro, hola despidos, hola ruina total.
—Tú lo has dicho, Marisa, en cuanto yo rompa el compromiso. El trato no

tendrá validez si eres tú la que lo rompe.


—Lo llevas claro, guapo —le dijo con una sonrisa pérfida mientras se

colocaba una bata—. Eso jamás sucederá.

—Te lo montaste bien, Marisa. —Ricardo daba vueltas alrededor de su ex y su

joven amante, como un depredador que estudia a sus presas antes de atacarlas—.

Sabías que cedería porque me conocías, a mí y a mi patético pasado amoroso.

Pero no contaste con un detalle, tal vez por perder el contacto conmigo hace

tiempo, o tal vez porque no me conoces tanto como crees en realidad. Más bien
creo que no me has conocido nunca.

—¿Qué detalle? —dijo escéptica.

—Que existen personas que me quieren por lo que soy y no por lo que tengo.
Personas que seguirían queriéndome igual aunque me quedara sin nada. Y eso,

Marisa, me da la fuerza suficiente para enfrentarme a ti, porque ya no me da


miedo perder lo que tengo. Lo único que temo es perderlos a ellos.

—Muy romántico, cariño, pero se necesita algo más que amor para vivir. El
trato sigue en pie. El sábado por la noche celebraremos nuestro compromiso, me

regalarás el anillo de tu madre y haremos pública la fecha de la boda.


—Por supuesto, Marisa. Así se hará. Hasta el sábado. —Ricardo se dio la
vuelta para marcharse pero frenó en seco antes de llegar a la puerta—. Solo una

cosa más. —Sin que nadie lo esperara, dio un giro de ciento ochenta grados y

concentró todas sus fuerzas en su puño, que impactó en el rostro de Miguel y lo


volvió a hacer caer contra el suelo en medio del estrépito de la caída y el crujido

de varios huesos.
—¡Hijo de puta! —bramó el joven mientras la sangre manaba de su nariz y su

boca—. ¡No vuelvas a tocarme, cabrón!

—Aquí se ha hablado de no denunciar a Marisa. —Ricardo se acuclilló ante él

mientras se envolvía con un pañuelo su puño ensangrentado—. Pero nadie ha

dicho que no pueda denunciarte a ti.

—No te temo nada, señor Rey —le dijo envalentonado.

—Pues yo lo haría —contestó Ricardo—, porque si vuelves a acercarte a ella


no me conformaré con romperte la nariz. —Se levantó y se marchó de allí con

una mueca de desprecio en su rostro.

Horas más tarde, después de haber dejado a la abuela y a Abril en su casa y

vuelto de nuevo a Barcelona, Ricardo se dejó caer en el sillón de su despacho,


tomó el móvil y marcó el número de su abogado y amigo.

—Ricardo —gruñó el joven al otro lado—, dime que tienes una buena razón
para sacarme de la cama a estas horas.

—Necesito que investigues a Marisa y encuentres algo de lo que acusarla.


—Joder —suspiró Pablo—. Sabes que esa mujer ahora está blindada por todas
partes.

—Pero yo contraté al mejor abogado, así que demuestra de lo que eres capaz.

Lo que sea, Pablo, cualquier desfalco, evasión de impuestos o acumulación de


multas de tráfico. ¿Recuerdas cómo hicieron con Al Capone?

—Está bien. Trabajaré día y noche si hace falta, pero tendrás lo que me pides.
—Sabes que te resarciré, Pablo.

—Con una semana de vacaciones con Raquel en las Seychelles me

consideraré pagado.

—Hecho. —Ricardo colgó el teléfono y suspiró, dejando caer la cabeza sobre

las manos, enredando mechones de cabello entre sus dedos. Las teclas del

portátil lo llamaban como sirenas y, sin más demora, comenzó a teclear.

Rosa27: Hoy tus palabras transmiten algo muy distinto a estos últimos días.

Optimismo, pasión. Algo importante ha cambiado en ti.

Solitario: Sigues siendo la persona que más me conoce. Y sí, tienes razón, un
importante cambio ha tenido lugar en mi vida. En realidad dos. Por fin tengo

pasado y por fin creo en un futuro.


Rosa27: Me alegro por ti, mi niño.
CAPÍTULO 13

—Chicas —bramó Leo a las puertas del vestuario—, reunión en cinco

minutos.

—Joder —se quejó Miriam— la última semana con turno único y nos tienen

que volver a tocar los ovarios.

—Como no sea para anunciar los próximos despidos… —dijo Daniela


mientras sin mucho ánimo terminaba de abrocharse la bata.

—Ya podría anunciarlos tu Ricardo en persona —dijo Miriam— y dar la cara.

Seguro que en estos momentos está en su gran mansión tomando un desayuno

servido por tres criados mientras otros tres le abanican. Capullo… Menuda

decepción.

—No es mi Ricardo. Nunca lo ha sido.


—No, ahora tienes a tu Sergio —dijo Miriam sin poder aguantar la risa—, con

el que no hace falta que te laves los dientes. Él ya te proporciona un buen


enjuague bucal —y soltó una aguda carcajada que retumbó en las paredes del

vestuario.
—Mira que eres cerda, Miriam —se quejó Ana.
—Será mejor que vayamos a la puta reunión —dijo Daniela disimulando la
risa que igualmente le provocaba la gracia de su amiga.

El almacén de la fábrica volvía a servir de escenario para una reunión general,

aunque tal y como estaba ahora poco se parecía a aquel que utilizara Ricardo en
su primera aparición. Ahora, interminables estanterías ocupaban el espacio, hasta

lo más alto de los elevados techos, todas ellas repletas de embalajes dispuestos

para ser enviados a sus clientes. Los suelos ahora brillaban, y se respiraba una

incesante actividad a la que únicamente se le permitió cesar los pocos minutos

de la reunión.
Daniela y sus amigas volvieron a ocupar un lugar cercano a la mesa donde ya

se habían dispuesto el gerente y los encargados, además de los nuevos directivos

provenientes de la multinacional de la que ahora eran socios. Varios hombres

trajeados se cruzaban de brazos con sus ceños fruncidos, aparentemente sin saber

a qué venía aquello, hasta que, tan sorprendidos como el resto de personal,

vieron aparecer a Ricardo Rey en persona.

Daniela aguantó la respiración. Verlo allí, de nuevo, le dolía en el alma. Vestía


con uno de sus elegantes y habituales trajes, aunque un asomo de barba y el

cabello algo más largo le conferían un toque indómito aún más atractivo. ¿Por
qué estaba de nuevo allí? ¿No sabía el dolor que le provocaba simplemente

verlo?
Durante un instante, volvieron a cruzarse sus miradas, como en aquella
primera reunión, y les pareció que el tiempo no había pasado a pesar de que

había sido mucho lo acontecido durante los últimos meses. Daniela intentó
serenarse y hacerse a la idea de que él únicamente estaría allí por algún tema
laboral, incluso podría haber ido para aclarar que estaba despedida junto a otro

grupo de compañeros.

—Dani —susurró Ana a su lado—, ¿qué hace este aquí?

—Me importa una mierda, Ana —contestó—. Si es para echarme, me iré, pero

antes pienso decirle cuatro cosas a la cara delante de todo el mundo.

—Así se habla —dijo Miriam—. Para lo que te queda en el convento te cagas

dentro. Tal vez te eche una mano y tome esos vasos de café que les han
preparado y se los estampe en todos los morros, a él y a Leo. Estoy deseándolo,

Dani.

—A ti no te han echado, Miriam —dijo su amiga—, así que tranquilita y

déjame a mí.

Los trabajadores, igualmente extrañados, esperaron a que Ricardo tomara la

palabra, la mayoría con rostros de aburrimiento y desidia, esperando otro de

aquellos absurdos cambios que tan continuamente sucedían.

—Buenos días. Antes de que se sigan preguntando por qué estoy aquí de
nuevo —comenzó Ricardo—, les diré sin más rodeos que me he presentado hoy
aquí para pedir perdón públicamente a la señorita Daniela. —Todo un cúmulo de

sentimientos se apoderó de ella cuando docenas de pares de ojos se volvieron


para mirarla, mezcla de vergüenza, sorpresa, asombro y desconcierto. Sin

poderlo evitar, un dolorcillo agradable brotó en su corazón, tan víctima como


ella de los recuerdos—. Yo fui el primero en creer que ella habría podido vender
información confidencial para ganar una buena suma de dinero, así que no puedo

culparles a ustedes por desconfiar de ella. Pero ahora mismo, aquí, delante de

todos, declaro públicamente que fui un idiota y un auténtico cretino, que jamás
debería haber creído algo así, por muchas pruebas que la acusaran, porque ella es

la persona más sincera y leal que he conocido en mi vida, y no se merecía que un


imbécil como yo desconfiara de su palabra. —Los cuchicheos comenzaron, lo

mismo que las miradas avergonzadas de todos—. Así pues, espero que todos

sigan mi ejemplo y hagan lo mismo que voy a hacer yo. Daniela —dijo

mirándola directamente—, siento muchísimo lo que te hice pasar. He dado con

tan pocas personas nobles en mi vida que te condené sin apenas pensar lo que

hacía. Perdóname, por favor.

—Joder, tía, di que sí —susurraron sus amigas tan excitadas como ella. Cada
una le clavaba los dedos en un brazo sin que ella advirtiera las marcas blancas o

el dolor.

—Creo que voy a llorar —dijo Ana.


—¡Ha dicho que sí! —dijo Miriam, tras lo cual todo el mundo rompió a reír,

relajando de esa forma el tenso ambiente inicial.


—Gracias, Miriam —dijo Ricardo—, pero la gracia está en que sea ella quien

responda.

Daniela seguía sin decir palabra. No se esperaba en absoluto aquella

declaración de culpa, pero pasados los primeros minutos de aturdimiento y


vergüenza, se recompuso, levantó su barbilla y lo miró olvidándose del
cosquilleo que había comenzado en su pecho y que ya bullía a través de sus

venas hasta dejar su cuerpo con la sensación de estar flotando.

—¿No vas a contestarme? —dijo acercándose a ella mientras el resto de

trabajadores se dispersaba.

—Ha sido un bonito detalle, gracias.

—Tengo que hablar contigo, Daniela, en otro momento y lugar.

—Tu conmovedora declaración no cambia nada entre nosotros. Y ahora —dijo


apartándose de él—, he de irme a mi puesto. Tengo un trabajo que hacer. Hasta

que usted decida mi futuro.

****

Amparados en la oscuridad de la noche, una pareja se besaba en el interior de

un coche a pocos metros de la vivienda de la chica. Cuando las manos del


hombre parecieron cobrar vida propia sobre sus pechos, ella interrumpió y el

beso y lo apartó de sí.

—Es tarde —dijo Daniela abriendo la puerta del coche—. Tengo que irme.

Gracias por todo, Sergio, y hasta mañana.


—Hasta mañana, Daniela. —Puso de nuevo el coche en marcha y desapareció
en la oscuridad al final de la calle.

—A ver, primero —masculló Daniela rebuscando en su bolso—, necesito un

puñetero Kleenex. Me chorrea saliva hasta la barbilla. —Lo extrajo triunfal y se


lo pasó por la boca—. Y segundo —dijo sacándose un zapato y después el otro

—, necesito quitarme estos putos tacones o acabaré inválida. Me cago en mis


amigas y en sus ansias por mi cambio de look. Aguanto el vestido, el maquillaje

y el corte de pelo, pero odio los tacones, joder.

Caminó descalza por la acera, deleitándose en el frescor que traspasaba del

suelo a las plantas de sus pies, y en poder mover por fin sus dedos, aprisionados

durante horas en aquellos altísimos zapatos. La noche era cálida, la luna y las

estrellas iluminaban el cielo y los grillos cantaban, idílico acompañamiento para

disfrutar de un rato de soledad. Aunque solo fueron unos pocos pasos los que

disfrutó antes de que la puerta de un coche se abriera y surgiera un hombre de él.

No pudo reconocerle entre las sombras que lo envolvían y a punto estuvo de


ponerse a gritar cuando caminó hacia ella.

—¡Ricardo! Me has asustado. ¿Qué haces aquí? —Una vez pasado el susto,
Daniela parpadeó para cerciorarse de que era él, de que Ricardo volvía a estar

tan cerca que ya flotaba hasta ella su maravilloso perfume. Sin poderlo evitar,
solo con mirarle, su corazón comenzó a latir con fuerza, sus piernas temblaron y

su estómago se inundó de calor y de un sinfín de aleteos de mariposa,


sensaciones que, nunca, jamás, podrían proporcionarle los húmedos besos de
otro hombre. Qué injusta es a veces la vida cuando te ofrece algo que no puedes

tomar. Ese hombre le había hecho tanto daño que no podía ser posible que ella

solo desease en esos momentos echarse en sus brazos y abrazarle y besarle,


porque se había comportado como un miserable. La mente le pedía a gritos

alejarse sin molestarse en mirarle, mientras el corazón gritaba que nunca habría
otro como él, y deseó que, por un instante, no existiese la razón, solo el corazón.

—Hola, Daniela. —La ira bullía bajo la piel de Ricardo. Apenas dedicó un

segundo de su pensamiento a apreciar lo bonita que estaba, con un sexy vestido

ajustado, su cabello algo más corto y caminando descalza por la acera con los

zapatos en la mano. O a la emoción que le causaba verla de nuevo. No, él

únicamente parecía reaccionar a la visión que aún guardaban sus retinas, en la

que ella se besaba con otro hombre dentro de un coche—. Veo que no pierdes el
tiempo y ya sales con otro.

—Hola, Ricardo —contestó ella rígida por el comentario—. Pues yo veo que

tú lo has perdido aún menos y te vas a casar con otra.


—Aún no —dijo serio y estático—. Todavía no ha tenido lugar el compromiso

oficial.
—Oh, claro, perdona —apretó los puños por la rabia—. ¿Se puede saber a qué

coño has venido? ¿A restregarme tu próximo compromiso o a recriminarme que


salga con otro? ¿O tal vez vienes en persona a decirme que estoy despedida?

Para tu información, ya lo sé.


—Mierda —susurró Ricardo. El tema de los celos era algo nuevo para él y
podía estropearlo todo. Antes de conocer a Daniela nunca los sufrió. Otras

mujeres ni siquiera le dieron tiempo a ello cuando ya estaban liadas con otro—.

En realidad —se pasó la mano por el pelo y se acercó un poco más a ella—, he
venido a pedirte perdón de nuevo. El otro día en la fábrica no llegaste a

contestarme.
—Pues no.

—¿No? —preguntó él sorprendido.

—Eso, que no. No te perdono que no creyeras en mí; no te perdono que me

trataras como a una ladrona; no te perdono que tras aquello la gente no me

mirara igual que antes y desconfiara de mí —no pudo evitar que los ojos le

brillaran y la voz se le quebrara—. ¡No te perdono, joder!

—Daniela, por favor, necesito que me perdones —dijo afligido al verla así por
su culpa.

—¿Por qué? —gritó al tiempo que le estampaba un zapato en el pecho—.

¿Acaso has de limpiar tu conciencia antes de casarte o algo así? ¡Ya te redimiste
con tu emotiva declaración pública de perdón! —dijo mordaz. Volvió a

propinarle otro zapatazo, y otro y otro—. ¡Déjame, déjame! ¡Déjame en paz,


joder! ¿O es que sigues teniendo remordimientos?

—¡No, Daniela, basta! —dijo aferrándola de las muñecas mientras los zapatos
caían al suelo—. Necesito tu perdón porque —dijo con furia— siento dolor cada

vez que pienso en ello. Porque no puedo soportar pensar en lo que te hice pasar.
Porque fui un idiota inseguro que creyó en la maldad de la gente únicamente por
haber conocido en el pasado a mujeres que no merecían la pena. Porque estaba

harto de sufrir. —Bajó el tono de su voz—. Porque no llegué a creer que

pudieras ser real, que pudieras quererme únicamente por mí mismo.


—Ahora no importa —dijo Daniela con el rostro húmedo por las lágrimas—,

porque yo tengo novio y tú te vas a casar con otra.


—¿Le quieres? —preguntó Ricardo mirándola fijamente a los ojos.

—¿Cómo? —preguntó ella aturdida.

—Pregunto si le quieres, Daniela. Si sonríes nada más verle aparecer, si tus

ojos se iluminan cuando se acerca, si tu corazón retumba en tu pecho cuando te

toca, si te derrites cuando te besa… si te excitas con una simple mirada. Porque

todo eso —le dijo apretándola contra él— era lo que sentías conmigo. Lo que

sigues sintiendo.
—No conocía esa arrogancia —le dijo con desprecio—. ¿Te sientes mejor si te

digo que no? —dijo ella todavía furiosa—. ¡Pues no! Ni siquiera se acerca,

Ricardo, porque no siento nada de eso con él. Solo lo sentí contigo, y mil
hombres con los que vuelva a estar no podrán hacer que eso cambie.

—No estarás con mil hombres, ni con ningún otro, y vete olvidando de estar
con ese, porque tú eres para mí. Solo para mí. —Se abalanzó sobre ella y se

apoderó de su boca con fuerza, sin delicadeza, tirando de su pelo y acorralándola


contra la pared de la fachada. Mordía sus labios y lamía su lengua mientras sus

manos presionaban su nuca. Su miembro duro como una roca se acunó entre sus
piernas y Daniela ya no pudo pensar. Una bruma de delirante placer la envolvió
y ya solo pudo tocarle y saborearle, embriagada del placer y del anhelo de

volverlo a tener entre sus brazos. Ricardo bajó su cabeza para poder tener acceso

a su garganta y lamer su pulso y su escote, hasta que topó con un pezón que
chupó con ansia. Sus manos se introdujeron bajo el vestido, apartaron las bragas

y encontraron su sexo mojado, ansioso y preparado para él. Con los dedos
pellizcó los resbaladizos pliegues e introdujo uno de ellos en su apretada vagina.

—Dios, Ricardo, qué me haces…

—Ni yo mismo lo sé —contestó él desesperado, dolorido, con la sangre

palpitando en su miembro y sus testículos—. Solo sé que te deseo como no he

deseado nada en la vida, y que no soporto la idea de que hagas esto con ningún

otro.

—Yo también te deseo. —Daniela abrió sus pantalones e introdujo su mano


bajo la tela, buscando la suavidad de su duro miembro, que acarició emitiendo

un suspiro de alivio. Si continuaban así, los dos se acabarían corriendo en las

manos del otro, pero Ricardo quería más, necesitaba más. Cesando sus caricias,
la tomó del brazo y la arrastró al interior del coche. Una vez dentro, forcejaron

con sus ropas mientras trataban de amoldarse al reducido espacio, respondiendo


ambos con idéntica vehemencia a aquella súbita locura. Él rasgó sus bragas y

ella liberó su miembro y enterró las manos en su pelo para atraerlo hacia ella
mientras rodeaba su cintura con sus piernas. Ricardo la penetró con fuerza y

comenzó a embestirla de forma salvaje y primitiva, mientras ella levantaba al


máximo sus caderas para acogerle por entero en su cuerpo. Suspiros, gemidos,
choques de carne y, por último, gritos que anunciaron el estallido profundo de

placer que los alcanzó. Daniela se convulsionó entre sus brazos y Ricardo temió

que le estallara la cabeza, dejándose arrastrar por el orgasmo más potente e


intenso que hubiese experimentado en su vida.

Apenas sin fuerzas, jadeantes y cubiertos de sudor, siguieron entrelazados


durante largos minutos, deseando seguir en la misma postura durante tiempo

indefinido.

—No seré tu amante, Ricardo —habló Daniela la primera—. Nunca podría

hacer como Miriam. No te compartiré con otra. Esto que ha pasado…

—Ni yo te pediría algo así —la interrumpió apartándole el flequillo húmedo

de los ojos—. Esto que ha pasado va a seguir pasando, porque nada ni nadie

volverá a separarme de ti.

—¿Y tu compromiso? —dijo enderezándose en el asiento trasero del coche—.

¿Y tu boda?
—¿Confías en mí? —le preguntó mientras acariciaba su mejilla humedecida

por las lágrimas y el sudor.


—Estás de coña —dijo ella sorprendida—. Tú no confiaste en mí.

—Te recuerdo que antes de eso tú creíste que vendería la fábrica sin más, sin
importarme ninguno de vosotros. Y pensaste que estaba con otra cuando viste a
Elia en mi casa. Tampoco confiabas en mí.

—A ver, explícate —dijo Daniela recomponiendo sus ropas—. ¿Vas a anular


el compromiso?
—No, y además te pediré que asistas a él.

—Pues vete a la mierda. —Con celeridad, Daniela abrió la puerta del coche y

saltó a la acera buscando por el suelo—. ¡Dónde coño estarán mis zapatos!
—Creo que unos metros más allá —dijo Ricardo con una sonrisa.

—Adiós, Ricardo —dijo ella entrando en casa—. El polvo ha estado genial,


pero ha sido el último. Que seas muy feliz. —Y atravesó la pesada puerta de

madera con determinación. Para su consternación, Ricardo la seguía todavía con

aquella estúpida sonrisa en su cara—. ¡Que te largues te digo!

—Voy a saludar a la abuela. Un día me dijiste que siempre que salías te

esperaba despierta.

—La saludas y te largas —dijo ella cuando llegaron al salón. Efectivamente,

allí estaba Ágata, adormilada en su sillón con el televisor de fondo, con el


volumen casi al mínimo, con aquel ronroneo sutil que ayuda a quedarse dormido

al más insomne de los humanos.

—Por fin estáis aquí —dijo la anciana somnolienta—. Hace rato que escuché
el coche de Sergio, ¿qué habéis estado haciendo? —los miró pícara—. Dejadlo,

me lo puedo imaginar. Tienes el vestido torcido y los pelos como un nido de


pájaros. Por no hablar de tus pies descalzos.

—¿Sabías que él vendría? —preguntó sorprendida la joven a la anciana.


—En eso quedamos, porque los dos queríamos hablar contigo.

—¿Qué ocurre, abuela? Y no trates de convencerme de nada, porque sé que él


te tiene encandilada, pero es un cerdo y no pienso…
—Cállate un ratito, guapa —la interrumpió la mujer—, y siéntate. Bien —dijo

cuando la obedeció—, ¿recuerdas aquella triste historia que te conté una vez

sobre un chico pobre del pueblo y una chica rica que no pudo ser?
—Sí, más o menos —susurró Daniela expectante. Ricardo seguía mirándola

con aquella sonrisa de bobo pintada en la cara y le dieron ganas de atizarle un


buen puñetazo por si se le borraba de golpe. Algo estaba ocurriendo entre

aquellos dos.

—Nunca te dije que el chico del que te hablé era Jaime, mi hijo, y la jovencita

rica que se casó con otro era la madre de Ricardo.

—¿Cómo? —exclamó Daniela— ¿Tu hijo y su madre fueron novios?

—Algo más que eso. La dejó embarazada sin saberlo y ella nunca se lo dijo a

nadie. Se casó con su prometido y lo hizo pasar por hijo suyo, el primogénito de
la familia Rey.

—¿Tú? —dijo mirando a Ricardo, que seguía sonriendo—. Pero… —Daniela

no daba crédito, todavía en shock. Recordaba aquella historia que siempre le


pareció tan triste, pero nunca supo la identidad de sus protagonistas. Miró a la

abuela y miró a Ricardo y ahora muchas cosas le cuadraban. Aquella fascinación


por Ricardo que percibió en la abuela desde el principio, o ese interés en que

estuvieran juntos.
—¿No lo entiendes, Daniela? —dijo Ricardo tomándola de las manos—. En

este lugar encontré todo lo que necesito en la vida: el amor y una familia. Ágata
es mi abuela y por fin sé de dónde vengo.
—Me alegro por ti —dijo Daniela con menos alegría de la que él esperaba. De

pronto se puso en pie y lo miró con una extraña expresión—. Ahora sí que estoy

a tu merced, ¿no es cierto? —le soltó—. Soy una simple obrera de una fábrica de
tu propiedad, criada por caridad por tu abuela y estoy viviendo en una casa que

también es tuya. No podré dar un paso sin pedirte permiso o apelar a tu


generosidad. ¿También vas a echarme de aquí? —gritó mientras le asestaba

puñetazos en el pecho y en los hombros, y caían a raudales las lágrimas por sus

mejillas—. ¿De una manera o de otra seguiré dependiendo de ti? ¿Hasta mi vida

y todo lo que me rodea es tuyo también?

—¡Por Dios, Daniela, basta! —gritó Ricardo mientras trataba de calmarla

tomándola de los brazos y zarandeándola—. ¡Esta es tu casa, cariño! ¡Cálmate,

por favor! —Consiguió tranquilizarla envolviéndola entre sus brazos con todas
sus fuerzas para que no se soltara con sus bruscos movimientos. Frotó su espalda

y besó su pelo sin dejar de apretarla contra su cuerpo—. Basta, cariño, no llores.

Y no dependes de mí, nunca lo has hecho. No has necesitado de ningún hombre


para salir adelante y no lo vas a necesitar. Soy yo el que te necesita a ti, mi vida,

más de lo que he necesitado nada en toda mi vida. Te quiero —presionó con más
fuerza hasta que casi se fundieron en uno—. Te quiero, Daniela, y quiero

casarme contigo.
—¡No digas eso! —dijo intentando zafarse de él—. Antes dijiste que el

compromiso sigue adelante. ¿Piensas volverme loca?


—Mírame, Daniela, por favor. —Ella le obedeció y clavó sus claros ojos
enrojecidos por el llanto en aquellos estanques dorados que tanto amaba—. Y

ahora, dime, ¿confías en mí?

—¿Es cierto que me quieres? —preguntó ella.


—Cada día más. Temo que llegue el momento en que no quepa más amor

dentro de mí —le tomó el rostro entre sus manos—. ¿Y tú? ¿Me quieres?
—Sí, pero…

—¿Pero? —preguntó Ricardo invadido por el pánico.

—Pero solo a ti. Me importa un churro tu dinero, tu apellido y tu mansión, y

sé que te habría querido igual si tu madre hubiese elegido a Jaime y hubieses

sido un trabajador de este pueblo, alguien vulgar como yo. Así que sí, confío en

ti.

—Tú no eres vulgar —dijo Ricardo abrazándola y besándola por todas partes
—. Porque el dinero no da la clase, Daniela. Son las personas como tú, y como

tu hija y la abuela, las que hacen que los demás nos tengamos que inclinar ante

vosotras.
—Oh, callaos ya de una vez vosotros dos, joder —escucharon decir a la

abuela—. Parecéis los protagonistas de un puto culebrón.


—¿Estás llorando, abuela? —preguntó Daniela soltando una risotada,

mezclando risas con lágrimas.


—Un poco de respeto, niña. Y ahora, despedíos de una vez o con tanta dulzura

me acabará dando una subida de azúcar y me convertiré en diabética crónica.


—Sí, será mejor que me vaya —dijo Ricardo besando las manos de Daniela.
—¡Un momento! —le sujetó ella—. ¡No me has explicado por qué hemos de

asistir a tu compromiso!

—La abuela te lo explicará —se inclinó para besar la mejilla de la anciana—.


Hasta pronto, Daniela, nos veremos en mi casa, y recuerda, confía en mí. Por

cierto —dijo ya tomando la puerta para marcharse—. ¿Al final me has


perdonado? No me ha quedado muy claro.

—¡Ni hablar! —exclamó Daniela—. Que echemos un fantástico polvo en tu

coche y que nos declaremos amor eterno, no significa que olvide lo que me

hiciste pasar. Esa me la pagas.

—Entendido —dijo Ricardo con una mueca. Cuando quedaron solas, Daniela

y la abuela se abrazaron entre risas, alguna lágrima y palabras superpuestas que

las dos deseaban pronunciar.

****

—Aún no tengo muy claro qué hacemos aquí —dijo Ana mirando la

fastuosidad de cuanto la rodeaba.


—De momento —contestó Miriam—, disfrutar de comida y bebida de

categoría, y de la buena vista de todos esos tíos buenos. ¿Habéis visto a Arturo
Rey? —preguntó entusiasmada—. Lo he contemplado a unos tres metros de
distancia y se me han mojado las bragas. Como consiga que alguien me lo

presente y me toque me corro de gusto.

—Qué desagradable eres a veces, Miriam —intervino Javi, el marido de Ana


—. Más vale que te comportes. Esta es demasiada categoría para ti.

—Perdona, musculitos —le contestó la pelirroja con sorna—. ¿A ti nadie te ha


dicho que pareces hoy el muñeco Michelin con pajarita?

—La verdad —interrumpió Daniela las puyas de sus amigos—, yo tampoco

tengo muy claro qué hacemos aquí.

Demasiado glamour y sofisticación rodeaban a los cuatro amigos. La mansión

Rey se había convertido aquella noche en una especie de castillo de cuento,

donde hasta parecía flotar brillante polvo de hadas en el aire. Luces, música en

directo, camareros con bandejas repletas de copas, mesas llenas de exquisiteces,

mujeres con sus mejores galas y hombres con smoking, componían aquel

ambiente casi mágico. La abuela, dispuesta en un cómodo sillón junto a una de


las mesas y una copa en la mano, departía con Abril, con Elia, con su hermana y

con su amiga Raquel. Las tres se le habían presentado momentos antes y, a pesar
de que rara vez se sentía inferior a nadie, Daniela no pudo evitar admirarlas por

su belleza y simpatía. Elia, la cuñada de Ricardo, parecía un hada etérea, tan


rubia y tan pálida, pero muy sencilla en su trato, lo mismo que su amiga y
cuñada Raquel, la mujer del abogado, con la que contrastaba de forma evidente.

Raquel era morena, de piel y cabello oscuros, con unos ojos tan grandes y tan
negros que le conferían a su rostro una exótica belleza. La hermana de Elia,
Martina, era la más hermosa de todas, alta, rubia, ojos azules y un tipazo.

¿Qué era aquello, una exhibición de tías buenas?

—Tú debes ser Daniela —le había dicho Elia mientras le daba dos besos en

las mejillas—. Siento mucho que nos conozcamos en esta situación tan atípica,

pero confía en Ricardo, él sabe lo que hace. O eso espero —farfulló.

—Y yo espero que Pablo aparezca pronto —dijo Raquel mirando por encima

del tumulto de gente.


—Encantada —la saludó Martina—. Entiendo ese semblante tuyo de

desconcierto. Si te sirve de algo, estas dos todavía no me han aclarado casi nada

de todo esto y ando tan perdida como tú.

Momentos después, Ricardo volvía a estar rodeado por su familia y, para dolor

de Daniela, con su supuesta prometida enganchada a su brazo, tan elegante y

sofisticada que parecía haberse arreglado para exhibirse en una vitrina. No había

podido cruzar una sola palabra con él, ni siquiera habían estado a menos de diez
metros de distancia y ya no sabía qué pensar. Se suponía que esa noche él podría

deshacer el compromiso sin tener que dañar la fábrica y su futuro, con lo que
Daniela esperaba que todo saliese bien, aunque no le gustaba nada la expresión

adusta de Ricardo y la seria de su hermano.

—¿Cuándo coño se supone que viene Pablo con alguna noticia? —susurró

Arturo a su hermano sin apenas mover los labios.


—Espero que pronto —contestó igualmente Ricardo, mientras trataba de
sonreír a sus invitados. Le estaba costando un esfuerzo sobrehumano ignorar a

Daniela, ya que le había pedido expresamente que no se acercara para que

Marisa no sospechara. Pese a la distancia impuesta entre los dos, Ricardo


suspiraba en sus adentros por el anhelo de un simple roce de sus dedos o de una

simple mirada. Esa noche estaba preciosa, con un bonito vestido de color marfil
y el cabello recogido hacia un lado, aunque a él le siguiera gustando y excitando

contemplarla con sus desfasadas y desgastadas ropas. Sonrió al percibir el brillo

de su piercing en el labio, sin perder su esencia a pesar de estar rodeada de lujo.

Deseando estaba ya de chupárselo, y comenzaba a hacérsele interminable

aquella farsa.

Por fin, Pablo hacía acto de presencia. Con disimulo, al final del gran salón,

hizo un leve gesto con la cabeza a Ricardo y se encaminó hacia el interior de la

casa.

—¿No crees que ya va siendo hora de que hagamos el anuncio? —dijo Marisa
acercando sus labios a la oreja de Ricardo.

—Antes de nada —dijo Ricardo guiándola con su brazo hacia la casa—, he de


aclarar un par de cosas contigo. He preferido comprarte un anillo nuevo de

compromiso y no ofrecerte el de mi madre.


—¿Cómo que uno nuevo? —exclamó Marisa con discreción mientras seguía a

Ricardo—. De eso nada, quiero el de tu madre. Me importa un bledo que sea


anticuado. Nada me infundirá mayor respeto que llevar puesta la joya de la
familia.

—Podríamos llegar a un acuerdo —dijo Ricardo, satisfecho por haberla

distraído en su camino al despacho.


—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Marisa una vez se encontraron dentro de la

elegante estancia—. ¿Y qué hace Arturo aquí?


—¿Ahora te molesta mi presencia? —le preguntó Arturo acercándose

demasiado a ella, tan sensual y encantador que a Marisa le recordó a una

hermosa serpiente.

—Sí, me molesta —contestó—. Eres una mala influencia para tu hermano.

—La que fue a hablar —siseó él entre dientes.

—Hola, buenas noches. Ya estoy aquí —dijo Pablo tras cerrar la puerta. Sus

ropas aparecían arrugadas, su cabello desaliñado, con barba de varios días y unas
pronunciadas ojeras—. Siento mi aspecto tan poco apropiado para tan

distinguido evento, pero no he dejado de trabajar los últimos días con sus

correspondientes noches, por lo que espero recibir próximamente algo que se me


prometió —dijo mirando de reojo a sus dos jefes.

—Si has hecho bien tu trabajo, lo tendrás —dijo Arturo sin dejar de observar
el grueso tomo de papeles que Pablo extraía de un maletín y colocaba sobre la

mesa.
—Por supuesto —contestó—. Aquí traigo toda la documentación

correspondiente que prueba algunos movimientos sospechosos de la señorita


Parra en las cuentas de la empresa.
—¿Podéis explicarme qué coño está pasando aquí? —dijo Marisa con el rostro

púrpura.

—Que usted ha estado cometiendo el mayor desfalco del que tengo


conocimiento, apropiándose poco a poco y sin dejar apenas rastro de importantes

sumas de dinero, con ayuda de algún administrador de la empresa. A raíz de esa


apropiación, ha estado evadiendo dinero a paraísos fiscales operando a través de

empresas fantasma y con su administrador como testaferro. ¿Continúo?

—Dudo mucho que puedas probar ese montón de acusaciones —dijo Marisa,

con los puños cerrados y apretando con fuerza su mandíbula.

—Bueno —dijo Pablo mientras abría la puerta—, estos dos señores dicen ser

viejos conocidos tuyos de la fiscalía y tienen algo que decir al respecto. —En el

vano de la puerta, dos hombres sonrientes saludaron con un leve movimiento de


sus cabezas.

—Pero si es nuestra empresaria favorita —dijeron los hombres entrando en el

despacho—. Por fin, después de tanto tiempo investigándote, tenemos algo para
poder encerrarte una temporadita. De dos a seis años, para ser exactos.

—¿Qué coño has hecho, Ricardo? —gritó frente a él—. ¿Me has investigado?
—No me has dejado otra salida.

—¿Otra salida? —volvió a gritar—. ¡Te ibas a convertir en el hombre más rico
e influyente del país! ¡Y gracias a mí!

—No necesito tanta riqueza e influencia —contestó él tranquilo—. Yo solo


deseaba trabajo y prosperidad para la fábrica, ¿recuerdas? Fuiste tú quien lo
embrolló todo otra vez, quien me hizo chantaje otra vez, quien me menospreció

otra vez, y todo única y exclusivamente por ti, nada más que en tu propio

beneficio. Y ya estoy harto de que no te importe pisar y arrastrar a los demás.


—¡Pero esta vez no te has conformado con cualquier acusación! —dijo Marisa

enfrentándolo—. ¡Intentas nada menos que meterme en la cárcel!


—Mi hermano es demasiado benevolente —intervino Arturo—. Yo hace

tiempo que te habría estrangulado.

—Malditos hermanos Rey —dijo ella con desprecio—. Desde que os conocí

habéis sido mi perdición. Me provocáis fascinación y odio al mismo tiempo.

—No era mi deseo llegar tan lejos —dijo Ricardo—. Si llegamos a un acuerdo

razonable podríamos solucionarlo ahora mismo.

—¿Acuerdo razonable? —dijo despectiva—. Lo único a lo que estaría


dispuesta es a que destruyerais todo este material y olvidarnos del asunto.

—Ni lo sueñes, guapa —dijo uno de los inspectores.

—De acuerdo —dijo Ricardo—, a cambio de que siga el contrato en exclusiva


con la fábrica, rompamos el compromiso…

—¡No puede estar hablando en serio! —exclamó el otro inspector.


—… y de que renuncies a tu cargo en la multinacional y te vayas lo más lejos

de aquí —expuso Ricardo.


—Aquí le tengo ya preparados —intervino Pablo—, un billete de avión solo

de ida y dinero en efectivo. Cuando se instale dispondrá también de vivienda y


una cuenta bancaria. Por supuesto, ya no podrá tocar todo ese dinero que había
acumulado y firmará para que sea devuelto. Nos olvidaremos de la denuncia,

creo que es un acuerdo perfecto para usted.

—Qué bien planeado lo teníais todo —dijo furiosa mientras se acercaba a la


mesa, se sentaba tras ella y cogía un bolígrafo—. A ver, dónde narices he de

firmar.
—Hay que joderse —repitió uno de los inspectores.

—Pues ya está. ¿Puedo irme? —preguntó Marisa mirando iracunda a los dos

hermanos Rey. Se levantó, tomó su bolso de pedrería y aferró el pomo de la

puerta, sin ver el momento de largarse de allí.

—Sí —contestó Ricardo mientras Pablo repasaba todas aquellas firmas—,

puedes marcharte. Que te vaya bien, Marisa.

—No sé cómo lo haces, Ricardo —dijo cambiando su mirada furibunda por


otra más indulgente—, pero ni así soy capaz de odiarte. Señores —dijo

dirigiéndose a sus perseguidores sin perder más tiempo—, diría que ha sido un

placer, pero mentiría. —Y se marchó.


—No me lo puedo creer, hermano —dijo Arturo—. Esa mujer a miles de

kilómetros de aquí. ¡Por fin! ¿Cómo estabas tan seguro de sus tejemanejes?
—La conozco —dijo Ricardo— y sabía de su ambición sin límite. Solo tenía

que encontrar cualquier pequeño rastro de esa ambición desmedida, pues


mientras más fácil le resultaba hacerlo, menos meticulosa se volvía.

—En fin —dijo Arturo palmeando la espalda de su hermano—, ¿seguimos con


la fiesta o le decimos a todo el mundo que se largue?
—Yo anunciaré la nueva cancelación del compromiso —dijo Ricardo con una

mueca—, pero dejaremos que los invitados más allegados sigan disfrutando de la

fiesta. Por supuesto, quiero fuera a la prensa.


—Así se hará, hermanito —dijo Arturo antes de salir del despacho. Elevó los

hombros en señal de orgullo, del orgullo que sentía por su hermano por haberse
decidido a tomar su propio camino apartando aquello que le impedía seguir

adelante.

****

—¿No me vas a explicar qué ha pasado ahí dentro? —le dijo Daniela a

Ricardo mientras bailaban en el centro de la pista. Aunque más que bailar, se

abrazaban, ignorando por completo al poco público que había en la sala o el


ritmo que pudiese estar entonando la orquesta. Daniela se sentía completamente

envuelta por Ricardo, dentro de su cuerpo, con su cabeza apoyada en su pecho y


sus brazos alrededor de la cintura mientras él la cubría completamente con su

cuerpo hasta casi fundirla con él. No eran conscientes en absoluto de las sonrisas
de felicidad que en esos momentos iluminaban los rostros de la abuela, de Abril,

de sus amigos y de la familia de Ricardo.


—En otro momento —le susurró directamente en su oído antes de deslizar la
lengua por su lóbulo y bajarla después por la curva de su cuello hasta acabar

clavando los dientes en su hombro de forma sutil. Daniela sintió el

estremecimiento a lo largo de su columna hasta cosquillearle la punta de cada


uno de los dedos de sus pies.

—Dime al menos si todo ha salido como esperabas —dijo ella. Él levantó la


cabeza y la miró.

—Ha salido perfecto —le sonrió, con aquella sonrisa que ahora comenzaba a

ser tan habitual en él.

—Perdón —escucharon decir junto a ellos tras un leve carraspeo—. ¿Se me

concedería el honor de bailar con mi futura cuñada?

—Está bien —dijo Ricardo tras vacilar ante la sugerencia de su hermano—.

Aprovecharé para organizar el tema de las habitaciones para esta noche. —Y se


alejó de ellos algo contrariado.

—Así que tú eres la chica que parece haber devuelto a mi hermano la ilusión

—dijo Arturo para iniciar la conversación mientras la tomaba entre sus brazos.
Cuando la había observado por primera vez, Daniela le había parecido una chica

corriente, no demasiado llamativa, pero ahora que la observaba de cerca tenía


que reconocer que tenía algo especial, aparte de sus bonitos ojos claros, su suave

boca y el toque rebelde de sus piercings. Parecía irradiar una especie de luz que
hechizaba y te atraía hacia ella.

—Y tú debes ser el famoso Arturo Rey, el soltero más mujeriego y cotizado


del país hasta que una guapa rubia le hizo sentar la cabeza.
—Normalmente las mujeres en mi presencia se sienten atraídas por mí o

cohibidas, pero no creo que encajes en ninguno de esos grupos.

—No estoy ciega —dijo ella sonriente—. Existen pocos hombres tan
atractivos como tú.

Daniela no podía dejar de reconocer esa verdad. Arturo no solo poseía unos

preciosos ojos azules que destilaban masculinidad, o un cabello tan negro que

desprendía destellos azulados. Todo él, más alto y ancho que su hermano,
parecía exudar toneladas de seguridad, belleza, sensualidad y testosterona por

cada uno de los poros de su piel. Aun así, por muy cerca que estuviese de él, o

que rodeara su cuerpo con sus fuertes brazos como en aquel instante, Daniela no

se agitaba como cuando estaba con Ricardo. Aquellos sensuales ojos azules no le

provocaban el anhelo de otros dorados y tristes, y su perfecta sonrisa no le

producía aleteos en su corazón.

—Ya veo que lo de cohibida queda descartado —sonrió él también—, y eso


me gusta, pero no suelo dejarme engañar por sonrisas bonitas, algo que mi

hermano sí ha dejado que le ocurriera en más de una ocasión. Espero que este no
vuelva a ser el caso.

—Vaya —dijo Daniela—, detecto una sutil protección del hermano pequeño
hacia el mayor.

—Tengo a tres personas que son lo más importante de esta vida para mí, y mi
hermano es una de ellas —le dijo totalmente serio—, por lo que pelearé con
quien sea si así evito que vuelvan a hacerle daño.

—Eso está bien —sonrió Daniela—, pero en este caso tu instinto no se ha

equivocado conmigo. Seré tu aliada, Arturo —dijo igualmente seria sin dejar de
mirar aquellos penetrantes ojos azules—, porque Ricardo también es una de las

personas que más amo en el mundo y yo también lucharé contra quien se atreva
a hacerle daño.

—Pues entonces —dijo Arturo continuando con el baile—, bienvenida a la

familia Rey.

****

—Perdone, señor Rey, ¿tendría un momento, por favor?

—Claro, venga a mi despacho, por favor. ¿Es un asunto laboral?


—Sí y no —contestó la joven y pelirroja amiga de Daniela—. Podemos hablar

aquí mismo —dijo señalando una de las salitas de recibo de las que disponía la
mansión.

—Por supuesto, siéntese —dijo Ricardo señalando una de las butacas.


—No es necesario, gracias. Yo… —la joven titubeó unos instantes. No todos

los días se ponía delante del dueño de su trabajo para pedirle un favor de esa
índole—, quería decirle que necesito salir del pueblo y venirme a vivir a la
ciudad, pero es muy complicado hoy en día dejar un trabajo más o menos seguro

e intentar encontrar otro aceptable. Así que, como usted posee otras propiedades

y empresas, había pensado en solicitarle un puesto de trabajo aquí en la ciudad,


de lo que sea, cualquier cosa.

—Comprendo —dijo Ricardo sin dejar de observar a aquella llamativa mujer.


Reconocía que Miriam resultaba atrayente a los hombres, por su cuerpo

voluptuoso, su rostro agraciado y su forma descarada de enfrentar la vida, pero

esta no parecía haber sido demasiado benevolente con ella. Conocía más o

menos su caso y decidió que necesitaba que alguien la guiara y la ayudara, y él

contribuiría con lo que estuviera en su mano—. En unos días, pondré a personas

cualificadas al frente de la fábrica y yo volveré a mis negocios inmobiliarios —

le explicó—. Hace tiempo que no dispongo de ayuda en mi despacho de la


inmobiliaria y necesitaría una persona que me atendiera las llamadas y llevara mi

agenda. ¿Qué te parece?

—Pues… no pretendía aspirar a ser su secretaria, pero me parece genial —dijo


la chica controlando a malas penas las ganas de echarse sobre él y darle un beso

en la boca.
—Pues entonces, hecho —dijo Ricardo—. Pero, ¿dónde vas a vivir?

—En el pueblo dispongo del viejo piso de mis padres, pero seguro que tardo
una eternidad en venderlo y no saco ni para un sótano en Barcelona.

—Entrégamelo, Miriam, y yo me encargaré de sacarle el mejor precio posible.


A cambio podría ofrecerte un pequeño estudio en la ciudad. ¿Qué me dices?
—Pues… no sé qué decirle. Es un piso con más años que Matusalén y no creo

que…

—Miriam —la interrumpió—, me dedico a eso, ¿recuerdas? Y creo que no me


ha ido tan mal.

—Claro, señor Rey —sonrió—. Solo necesitaré unos días para organizarme.
—Por supuesto. Nos veremos en la inmobiliaria dentro de una semana —y le

ofreció la mano para estrechársela como final del acuerdo.

—Gracias por todo, señor Rey. No sabe lo que esto significa para mí y no sé

cómo podré agradecérselo.

—No es necesario, tranquila.

—En todo caso —dijo la joven dejando por un momento su trato formal

mirándolo con sus pícaros ojos marrones—, todo irá bien mientras cuide de
Dani.

—Eso está hecho —dijo él con una sonrisa.

****

Daniela acabó por levantarse de la cama cuando se cansó de dar vueltas en

ella. Se encontraba extraña en aquella bonita pero desconocida habitación,


aunque si tuviera que ser sincera consigo misma reconocería que se había
sentido algo decepcionada cuando Ricardo les había indicado a cada uno de ellos

dónde podrían pasar la noche y se había marchado. Únicamente la había

acompañado hasta la puerta y le había dado un beso, largo, profundo y


maravilloso, pero que la había dejado anhelante, con el cuerpo caliente y ansioso

y con ganas de más. Ahora, con solo una camiseta de tirantes y unas bragas
sobre su cuerpo, miraba a través de la ventana que daba a un estanque del

inmenso jardín, mientras reflexionaba sobre la contrariedad de que Ricardo

estuviese a solo unos pasos de aquella habitación y no pudiese estar con él.

—Joder, tía —escuchó decir a Miriam desde la otra cama de la habitación—,

deja de hacer ruido y de dar el coñazo y vete a buscarlo de una vez. Métete en su

cama, fóllatelo y así acabaremos todos contentos, vosotros por el polvo y yo

porque me habrás dejado dormir.

—No sé, Miriam —susurró Daniela—, no me ha dicho nada.

—Porque habrá pensado que estabas cansada, o que no querrías con tanta
gente en la casa, yo qué sé. No creo que ponga trabas si te presentas en bragas en

su dormitorio después del morreo que te ha soltado en la puerta.


—Tienes razón —susurró riendo—. Me voy, Miriam.

—Lárgate ya, Dani. —Y se metió bajo la colcha para seguir durmiendo.

Daniela cerró la puerta con sigilo y se lanzó a caminar a través del largo

pasillo, un corredor interminable y atestado de puertas y más puertas iluminado


con la tenue luz de los apliques de la pared.

—Mierda —farfulló entre dientes—. Muy lista yo, largándome en busca de

Ricardo cuando no tengo ni puñetera idea de cuál es su habitación. ¿Y ahora


qué? ¿Izquierda o derecha?

Se decidió por la izquierda, aunque le pareció una solemne estupidez


dedicarse a caminar descalza por aquella enorme casa con rumbo desconocido.

Lo mejor sería darse la vuelta y volver a su habitación. No era plan de seguir

deambulando sin saber qué puerta podría ser la de Ricardo.

—¡Joder! —exclamó en cuanto giró sobre sí misma y se topó con un cuerpo

alto y fuerte—. ¿Arturo?

—¿Daniela? —preguntó Arturo arqueando una ceja y con una pícara sonrisa

que lo hacía aún más irresistible. Por si fuera poco, solo llevaba puesto un

pantalón y mostraba su ancho pecho adornado con un impresionante tatuaje.


También iba descalzo y sujetaba entre sus manos una botella de cava y dos

copas.

—Yo… yo… buscaba el baño —titubeó Daniela.


—¿No has visto el que hay en el interior de tu cuarto? —dijo él disimulando
su diversión. Parecía pasárselo en grande con el desconcierto de Daniela.

—¡Qué tonta! —dijo ella como si acabase de caer en la cuenta—. Me vuelvo


para allá, gracias.

—De nada. Por cierto —dijo Arturo volviéndose de nuevo hacia ella mientras
le daba un repaso visual de arriba abajo. Le pareció que esa chica ganaba
bastante con su largo cabello suelto y con tan poca ropa sobre su cuerpo—, el

dormitorio de Ricardo está en el piso de arriba. Es la única puerta doble que hay

al fondo. —Le guiñó un ojo y continuó su camino por el largo corredor.


—Genial —susurró Daniela mientras subía las escaleras que conducían al piso

superior—. Soy la discreción personificada.

Encontró la doble puerta tal y como le había señalado Arturo. Con cuidado,

rodeó el pomo con sus dedos y la puerta cedió. Entró rápidamente y volvió a
cerrar. La habitación se encontraba prácticamente a oscuras, puesto que, a pesar

de que la gran cristalera permanecía abierta, era una noche sin luna y apenas

podía distinguir la silueta de la cama al fondo de la estancia. Caminó despacio

hasta que un dedo del pie topó con la pata de una mesa y tuvo que morderse con

fuerza el labio para no soltar un aullido allí en medio. Continuó aleteando con

sus manos intentando palpar cualquier cosa, pero fue una dura pared lo que

impactó de golpe contra su cuerpo dejándola sin respiración. Se vio de pronto


atrapada entre la dura superficie y un cuerpo a su espalda que la presionaba con

fuerza contra la pared.

—¿Daniela? ¿Eres tú? —preguntó Ricardo sin dejar de acorralarla.

—¿Tal vez esperabas que cualquier otra se colase en tu habitación? —


respondió ella sin apenas aliento para poder hablar. Él no dejaba de presionarla

contra la pared con su cuerpo pegado a su espalda. Notó que estaba


completamente desnudo y no pudo evitar sentir de pronto su cuerpo ingrávido y
su corazón acelerado.

—No sería la primera vez —contestó él mientras apartaba a un lado su larga

melena y deslizaba las manos por su cintura y sus suaves caderas.


—¿Quieres decir que alguna vez se te ha colado alguna invitada en tu

habitación? —Daniela intentaba continuar con la conversación a pesar de su


falta de oxígeno. Sus pechos se clavaban en la dura pared por la fuerza que él

ejercía sobre ella, y sentía su duro miembro sobre la base de su espalda. A pesar

de lo incómodo de la postura, el cuerpo desnudo de Ricardo, las caricias de sus

manos subiendo y bajando por sus caderas y su aliento en su oído, habían

conseguido excitarla de forma instantánea.

—Infinidad de veces —siguió él susurrando en la oscuridad—. Invitadas que

se hacían las despistadas —comenzó a besar su cuello mientras introducía sus


manos bajo las bragas para amasar sus glúteos—, chicas que no habían tenido

éxito con mi hermano —clavó los dientes en el hombro de Daniela y desvió una

de sus manos hacia delante para acariciar su sexo mojado—, o chicas que sí
habían follado con él pero pretendían probar conmigo y comparar.

—Malditas zorras —gimió Daniela. Cada vez se sentía más excitada, casi
lujuriosa, en aquella postura y sin poder ver nada. Abrió las palmas de las manos

para colocarlas en la pared al tiempo que apoyaba una de sus mejillas, mientras
Ricardo seguía deslizando una mano entre sus piernas y con la otra mano bajaba

el escote de su camiseta para poder pellizcar sus pezones con fuerza,


provocándole una insoportable mezcla de dolor y placer—. Y dime —volvió a
gemir—, ¿las recibías igual que a mí?

—Por supuesto —contestó él. Ricardo cada vez pellizcaba más fuerte sus

pezones y cada vez clavaba más sus dientes en la curva de su hombro. Su mano
abrió su sexo e introdujo dos dedos en el interior de su vagina.

—Y luego —jadeó ella sin dejar aquella conversación subida de tono. Debería
haberse sentido celosa pero no podía evitar excitarse con aquellas incitantes

palabras que complementaban el placer provocado por las manos de Ricardo en

sus pechos y su sexo—, ¿te aprovechabas de la situación y te las follabas?

—¿Tú qué crees? —siguió él con el excitante juego. Al igual que ella, Ricardo

se sentía al borde del precipicio del éxtasis. Entre fuertes jadeos, colocó su

miembro entre sus glúteos y comenzó a embestir con fuerza, friccionando arriba

y abajo contra la húmeda hendidura.


—Pues creo que sí —jadeó ella—, que te las follabas a todas. —Daniela

ahogó un grito cuando Ricardo profundizó las embestidas de sus dedos al tiempo

que aceleraba el movimiento de sus caderas y la embestía con su miembro aún


alojado entre sus nalgas. Clavó las uñas en la pared, aguantó la fuerza de los

envites y por fin gritó cuando el fuerte orgasmo la alcanzó, al mismo tiempo que
él liberaba un bronco gemido en su oído. Daniela sintió el chorro del semen,

denso y caliente, salpicar su espalda y derramarse sobre sus glúteos, mientras


Ricardo iba apaciguando sus movimientos y se dejaba caer sobre su hombro

entre inspiraciones aceleradas—. Desde luego —dijo ella calmando su


respiración—, si las recibías como a mí, las dejabas bien apañadas y con ganas
de volver.

—Pues la mayoría no volvían —dijo Ricardo mientras la tomaba en brazos y

la llevaba a su cama. Se tumbó junto a ella, la desnudó del todo y quedaron


frente a frente, aunque solo pudiesen distinguir las sombras de sus facciones.

—Ellas se lo perdían —dijo Daniela pasando sus dedos por los mechones de
cabello que caían por su frente.

—Creo que en la comparación yo salía perdiendo y acababan yendo de nuevo

en busca de mi hermano.

—¿Inseguridad, cariño? —le dijo ella pegándose a él, rodeándolo con sus

brazos—. No puede ser verdad. ¿Es que nunca ninguna mujer te dijo lo especial

que eres?

—Sí —dijo haciendo una mueca que ella apenas vislumbró—, Elia, cuando
creía estar enamorada de mí.

—¿Elia estuvo enamorada de ti? Qué bien —dijo con ironía con un gesto

torcido de su boca.
—He dicho que solo lo creyó. Fue otra de las que se dejó arrastrar por el

huracán Arturo. Suerte que esta vez mi hermano fue el cazador cazado.
—Si te conformas con una chica como yo —dijo Daniela suavizando su tono

—, te quiero, Ricardo, y espero que nunca llegues a dudar de mis sentimientos.


Te quiero por cómo eres y no por quién eres. Te quiero por ser el hombre más

honesto, más cariñoso y más leal que he conocido en mi vida, por no hablar —
dijo traviesa mientras rozaba su áspera mejilla con su nariz— de lo bueno que
estás y de lo rápido que me pones a cien. Me estremecí al verte la primera vez y

me sigue ocurriendo cada día que pasa.

—Gracias, cariño —dijo sonriente—, por esa dosis de cumplidos para mi


autoestima.

—¿Qué va a pasar ahora, Ricardo? —le preguntó algo más seria.


—Que te voy a volver a hacer el amor una y otra vez, durante toda la noche.

—Hablo en serio, tonto —le dijo golpeándole en el brazo.

—De momento —dijo él colocándose sobre ella—, por la mañana haré que os

lleven a vuestra casa. Necesito unos días para mí.

—¿Para ti? —preguntó ella frunciendo el ceño.

—Sí, necesito reorganizar algunos aspectos de mi vida que aún están por

cerrarse.
—Entiendo, supongo. ¿Y luego?

—Que estaremos juntos, Daniela.

—Pero habrá que hablar de…


—Chsst, tranquila —le dijo mientras la abrazaba y observaba su rostro entre

sombras—. Tendremos tiempo para todo. Y ahora —dijo separando ligeramente


su cuerpo de ella—, creo que si no nos damos una ducha acabaremos pegados el

uno al otro de forma permanente. Te recuerdo que me debes una ducha juntos.
—Lo recuerdo —dijo ella ondulando su cuerpo para frotarse contra él—, y me

viene de perlas pagar mi deuda ahora mismo.


CAPÍTULO 14

Solitario: ¿Qué tal, princesa?

Rosa27: Bien. Hablar contigo siempre me hace sentir bien.

Solitario: Lo mismo que tú a mí. Es ya mucho el tiempo que llevo caminando a

tu lado, que dejo que tomes mi mano, que me guíes, acostumbrándome a que

estés ahí.
Rosa27: Te noto hoy muy agradecido, mi niño.

Solitario: Sí, hoy quería agradecerte de corazón lo que has significado para

mí durante este último año y medio, que, aunque pueda parecer poco tiempo, me

ha parecido más intenso que muchos otros años anteriores de mi vida. No sé qué

habría sido de mí sin ti, sin tu apoyo, sin tu comprensión. Te debo cada minuto

en los que has llenado mi soledad.


Rosa27: Gracias, me siento halagada. Tú has significado lo mismo para mí.

Solitario: No deseo halagarte. En realidad, deseo que no sigamos hablando


más, acabar con esto para siempre.

Rosa27: Vaya. A pesar del dolor que me provoca pensarlo, creo que esperaba
hace tiempo que me dijeras algo así. Llevo tiempo percibiendo que ya no me
necesitas como antes.
Solitario: Te he necesitado, princesa, y mucho, pero tienes razón, ya no. Y
desde que me di cuenta de ello, yo también siento una honda presión muy

adentro, algo que se parece al dolor. ¿Esta vez no te he defraudado?

Rosa27: No. Es más, creo que es lo mejor. Todas las cosas tienen un final.
Aunque no puedo evitar sentir angustia al pensar en no volver a saber de ti. Al

tiempo que yo te ayudaba a ti, tú hacías mucho por mí. Evitaste que me sintiera
sola. Pero, afortunadamente, ya no lo estoy.

Solitario: Ha sido mucho lo vivido, y mucho lo que hemos sentido, por eso

creo que no podemos dejar de hablarnos así, sin más, diciéndonos adiós y

cerrando esta parte de nuestra vida, tan fácil como pulsar un interruptor.

Nosotros somos algo más que un teclado y unas letras.

Rosa27: Lo sé, y me vas a hacer llorar si sigues diciendo esas cosas, así que

creo que lo mejor sería acabar con esto ahora mismo. Si te soy sincera, por no
dejar de teclear no puedo enjugar las lágrimas que ahora mismo casi me ciegan.

Solitario: No llores, princesa. Conozcámonos en persona.

Rosa27: ¿Cómo dices?


Solitario: Has leído bien. Deseo conocerte, despedirme de ti viéndote por

primera y última vez.


Rosa27: No sé si será lo más sensato. Cada uno de nosotros tiene una vida

hecha que, por lo poco que nos hemos contado, apenas hemos comenzado a
apreciar. Conocernos puede representar un choque en esas vidas que recién

hemos encauzado.
Solitario: Por favor, princesa, necesito hacerlo. Necesito cerrar este capítulo
de mi vida, pero de una forma con la que no me pase el resto de mi vida

preguntándome quién eres. Si serás esa que está tras de mí en la cola del cine, o

la que está comparando dos tipos de yogur frente al refrigerador, o la que me


pregunta la hora en una concurrida acera. No puedo seguir dudando si hice mal

o bien, si debería haberte conocido o no. Lo único que sé con certeza es que ya
no podrás ocupar un lugar importante en mi vida, pero sí un gran hueco en mi

memoria.

Rosa27: Tienes razón, ninguno de los dos tiene ya cabida en la vida del otro,

pero encuentro razonable que nuestra despedida no se trate únicamente de una

palabra escrita en una pantalla. ¿Dónde quedamos esta vez?

Solitario: En el Parque de la Ciudadela. ¿Conoces el estanque de la antigua

Plaza de Armas?
Rosa27: Junto a la escultura «Desconsuelo». Muy apropiado.

Solitario: Lo siento de nuevo, y gracias por acceder a este deseo.

Rosa27: Nos veremos allí.


Solitario: Esta vez sí. Y no llores más, princesa.

****
Ricardo esperaba sentado en uno de los bancos de piedra que se ubican
alrededor del estanque de la antigua Plaza de Armas, en el Parque de la

Ciudadela. Esta vez no había dejado el tiempo correr, ni había dado infinitas

vueltas por la ciudad, porque esta vez no tenía dudas. Necesitaba conocer a su
desconocida.

Durante demasiado tiempo se había negado cualquier posibilidad de relación,


aislándose del mundo, rehuyendo a las personas, evitando aquel encuentro. Vivió

en un mundo paralelo por el simple hecho de evitar volver a sufrir, por la

comodidad y seguridad que le ofrecía su destierro de la realidad. Podría, al

menos, haber cedido a la opción de conocer a la persona que había demostrado

su afecto sin conocerle, pero, incluso esa posibilidad le había parecido

aterradora, imaginando a otra mujer aprovechada en cuanto hubiese tenido

conocimiento de su identidad.
Ahora las cosas habían cambiado. Había vuelto al mundo, se había

reconciliado con las personas y había aceptado de nuevo a la realidad. Y todo

gracias a una mujer que lo quería por él mismo, la misma mujer que lo había
rechazado en multitud de ocasiones sin importarle que él fuese una seguridad

económica, la que únicamente lo veía como un hombre y no un apellido o una


cuenta corriente. Y a la que él quería con todo su corazón.

Así que, había llegado el momento de desprenderse de todo su pasado, y


cuando decía todo, se refería a absolutamente todo, desde los malos recuerdos de

otras mujeres hasta el único recuerdo agradable con una mujer desconocida, sin
rostro y sin nombre. No era justo seguir alimentando esa fantasía, seguir
alentando a aquella persona, si ya tenía a alguien real con quien compartir su

vida. Y tampoco resultaba justo continuar desnudando su alma frente a las teclas

de un ordenador mientras decidía seguir adelante con su nueva vida y con


alguien que le quería.

Levantó la vista y dejó que el sol bañara su rostro. Se apeó de sus


pensamientos y decidió fijarse en las personas que a esas horas paseaban por el

parque, imaginando que su cita pudiese ser cualquiera de ellas. Apartó el puño

de su camisa y miró su reloj. Podría haberse presentado un poco antes de la hora

acordada, pero esta ya había pasado hacía rato y se removió incómodo en el

banco al pensar que ella podría haber decidido devolverle la jugada y no

presentarse.

Por fin, una mujer le miraba. Y le sonreía. Su corazón latió más aprisa e hizo
el amago de levantarse, pero la mujer se giró a hablar con alguien y desapareció

de su vista. Falsa alarma.

Cinco minutos más tarde, aparecía otra mujer que, incluso, caminaba resuelta
hacia él. Era más joven que la anterior y bastante bonita, aunque fueran detalles

que ya no importaban. Se acercó a él y le sonrió. De nuevo, su corazón volvió a


acelerarse y se puso en pie.

—Perdone, ¿tiene usted hora, por favor?


—¿Cómo? —titubeó—. Oh, sí, claro. Las doce y media.

—Gracias, guapo.
—De… nada —dijo viéndola marchar—. ¿Qué ocurre aquí? —se dijo con una
sonrisa—. A ver si va a resultar este el lugar más idóneo para ligar.

Volvió a sentarse y suspiró. Eran las doce y media y habían quedado a las
doce, con lo que sus sospechas sobre el arrepentimiento de la chica cada vez

aumentaban más. Tal vez fuese mejor así, cerrar ese capítulo de una vez por

todas, darlo por finalizado aunque hubiese quedado a medias. Esperaría solo un

poco más y se marcharía.

Solo unos minutos más tarde, una figura femenina apareció en la antigua
plaza, rodeada de gente, sin apenas poder distinguir su rostro mezclado entre la

multitud. Supo que era ella al divisar un gorro rojo sobre su cabeza y los giros

sobre sí misma intentando localizarle. Ricardo se puso en pie para facilitar su

ubicación. Intentó distinguirla entre aquella muchedumbre que parecía haber

aparecido toda de golpe en el mismo lugar, pero uno y otro se buscaban y solo

parecían intuirse. Por fin, ella pareció descubrirlo, y lo supo porque se quedó

quieta, parada en medio de la multitud que iba y venía. Caminó hacia él y su


imagen poco a poco fue haciéndose más clara y más patente. Bajo el gorro

sobresalían dos largas trenzas y vestía un sencillo vestido estampado y una fina
rebeca en color claro.

Mientras más se acercaba, más le temblaban las piernas a Ricardo y más fuerte
golpeaba su corazón contra su pecho. Cuando el tumulto de gente pareció
disolverse y desaparecer por completo, solo quedaron ellos dos, frente a frente, a

cinco metros de distancia, a cuatro, a tres, a dos, a uno solo. Muchas fueron las
emociones que inundaron la mente de Ricardo, sobre todo al ver descender dos
finas lágrimas sobre las mejillas de la chica. Ella no dejaba de mirarle, sin decir

nada, sin moverse más, aferrando entre sus manos un libro que Ricardo

reconoció: «El cartero de Neruda». No había duda.

—No… no puede ser… —dijo Ricardo desconcertado—. ¿Rosa?

—Sí —contestó ella con una sonrisa bañada en lágrimas—. ¿Solitario?

—Ya no —contestó él, todavía sobrecogido, sin poder desviar un solo instante

la mirada de aquel rostro tan querido. Enjugó sus lágrimas con la yema de su
pulgar—. No llores más, princesa.

—Es que… me parece tan… —dijo ella sin encontrar las palabras adecuadas.

—¿Tan inverosímil? ¿Improbable? ¿Ilógico? —Ricardo sonrió y siguió

deslizando la yema de sus dedos sobre sus suaves mejillas y sobre su apetecible

labio inferior, haciendo una parada en el aro de plata que lo atravesaba.

—¿Cómo puede ser esto? ¿Qué clase de jugada nos ha hecho el destino?

—Empiezo a creer que ha sido algo más que eso —le dijo Ricardo sin dejar de
rozar su piel, sin dejar de mirar sus ojos del color de la aguamarina, como si

intentase memorizar sus rasgos—, porque ahora y solo ahora soy consciente de
que aquel día te vi, caminando por la acera tras de ti hasta que llegaste al

autobús. Te giraste un diminuto instante antes de subir a él y miraste en mi


dirección, pero no quise verte, no quise saber cómo eras, y desvié esa imagen de
mi mente hasta el rincón más apartado de mi conciencia. Pero está claro que te vi

y, sin la menor duda, eras tú.


—Oh, Dios —dijo ella cerrando los ojos sin poder parar el nuevo torrente de
lágrimas que brotaba de ellos—, yo también te vi. Subí al autobús y me senté al

final del todo. Antes de que arrancara, me giré hacia atrás y miré por el

parabrisas. Y ahí estabas tú, parado en mitad de la acera, haciéndote cada vez
más pequeño mientras yo me alejaba. Tal vez tampoco quise verte, tan triste

como me marchaba porque no quisiste aparecer. Pero, sin la menor duda, eras tú.
—Sin poder soportar por más tiempo la falta de su calor, Daniela se lanzó en sus

brazos sin dejar de llorar sobre su hombro—. Eras tú, eras tú, eras tú… Mi

niño…

—Chsst, tranquila, cariño —la consoló él envolviéndola entre sus brazos,

aunque la misma emoción lo embargaba—. No pasa nada. Aquel no era nuestro

momento.

—Tal vez por eso —dijo ella mirándole sin salirse de su abrazo— conectamos
de aquella manera nada más vernos en la fábrica. Algo tiró de mí para que fuera

en tu ayuda, y algo pareció abrirse cuando pude verte bajo el barro.

—Tal vez —dijo él acariciando sus trenzas—, aunque nunca lo sabremos y


tampoco nos importa demasiado. —Todavía rozando su pelo, subió su mano y

retiró el gorro de su cabeza—. Hace demasiada calor —le dijo con una sonrisa.
—Deseaba que no dudaras de que yo era tu cita. Y espero que ahora tampoco

dudes de que te quiero, pues me enamoré de ti hace mucho tiempo, sin


reconocerte, sin saber de ti, sin importarme tu físico o tu dinero. Me enamoré de

tu personalidad, de tu sensibilidad, de tu maravillosa forma de ver las cosas.


—Oh, Dios, Daniela —gimió él abrazándola más fuerte—, yo también me
enamoré de tus palabras, pero estaba asustado, cansado, hastiado de la hipocresía

que me rodeaba. Afortunadamente —dijo volviendo a mirarla—, alguien se

encargó de que nos volviéramos a encontrar y me dio una segunda oportunidad


para enmendar mi error.

—¿Alguien? —preguntó ella levantando una de sus cejas.


—Ni lo sé ni me importa —sonrió él. De pronto, la presión del cuerpo de

Daniela le hizo notar la dureza de un objeto que llevaba en el bolsillo. Se trataba

de una caja, la caja que había guardado para ofrecerle su contenido a la mujer

que no esperaba haber visto hasta unas horas después—. Ven un momento —le

dijo tomándola de las manos— y siéntate aquí. —Divertida, ella le obedeció y se

sentó sobre el banco de piedra que él había ocupado durante largos minutos—. Y

ahora —dijo colocando una de sus rodillas en el suelo. Después, abrió la caja y
le mostró la joya que contenía—, sé que tal vez te parezca algo anticuado, pero

sigo siendo un hombre tradicional. Daniela —le dijo mirándola a los ojos—,

¿quieres casarte conmigo? —y deslizó el anillo por su dedo anular.


—Sí —contestó volviendo a llorar—, por supuesto que sí. Espero ser digna de

llevar el anillo de tu madre.


—Nunca encontró una mano lo suficiente digna hasta ahora —le dijo él sin

dejar de mirarla—. Ha estado dando tumbos todos estos años, guardado en esa
antigua caja, esperándote a ti.

—Bésame, Ricardo —le dijo ella lanzándose de nuevo a sus brazos—. ¿O los
besos van aparte todavía?
—No, nunca más, princesa.

Ricardo la estrechó contra sí con todas sus fuerzas y buscó su boca, ya abierta,
para besarla y sellar así la culminación de aquel encuentro perfecto. Intentó

hacerlo con dulzura, pero ella penetró su boca con desesperación, como si no

quedase tiempo, deseando aprovechar esa oportunidad que se les había

concedido. Y él le correspondió, bebiendo su boca mientras la gente seguía

caminando a su alrededor.

Porque no estaban solos, en ningún momento lo habían estado. Únicamente lo

habían creído así.

****

Para desplazarse desde el pequeño estudio que ahora era su vivienda, hasta las

oficinas de Inmobiliarias Rey y viceversa, Miriam debía coger el autobús y el


metro, pero se dice que sarna con gusto no pica y ella estaba encantada con su

nueva vida. Le encantaba el pequeño espacio que había habilitado para vivir,
acondicionándolo a su gusto aunque Ricardo Rey hubiese tenido el detalle de

ofrecérselo amueblado y a punto para entrar a vivir. Tal como le había


prometido, él se había encargado de vender su viejo piso del pueblo y no sabía
cómo habría podido ir aquella venta, pero ya no le importaba, porque aquello

había quedado atrás. Muchas cosas habían quedado atrás. Seguía manteniendo el

contacto con sus amigas de cuando en cuando, pero, a pesar de ser la única nota
triste en su nueva vida, ya solo podía continuar adelante. Ni un paso atrás.

Su trabajo también estaba resultando estupendo. En la inmobiliaria todos la


trataban con el máximo respeto y su jefe era un auténtico cielo, sobre todo, desde

que había afianzado su relación con Daniela, su amiga, con la que más contacto

mantenía y a la que el destino había ubicado de nuevo cerca de ella.

En cuanto a los hombres, de momento los había echado a un lado. Seguía

percibiendo la atracción que ejercía en ellos y no había dejado de recibir

propuestas para salir, tanto de compañeros de trabajo como de clientes de la

inmobiliaria, pero prefería pasar una temporada alejada de ellos, centrándose en


el trabajo y en los estudios de idiomas que Ricardo le había recomendado. Sabía

que llegaría el día en que volvería a salir y a distraerse, pero únicamente a eso, a

divertirse, nada de volver a caer, nada de volver a querer, nada de volver a sufrir.
Atravesó, por fin, las grandes puertas acristaladas de la inmobiliaria y salió a

la calle. Abrió con celeridad su bolso para coger sus gafas oscuras y colocárselas
antes de que el sol de la tarde la cegara por completo. Y fue justo al relajar sus

ojos cuando vio una conocida, alta e inolvidable figura apoyada junto a una de
las columnas de la entrada.

—Hola, pelirroja.
—Leo… —susurró ella sorprendida al máximo. Luego se recompuso, se
colocó el bolso al hombro y lo miró sin desprenderse de las gafas de sol—. ¿Qué

haces aquí?

—Quería verte —le dijo él con aparente tranquilidad. Despacio, sacó un


cigarrillo, se lo colocó en los labios y se lo encendió.

—Pues yo no —contestó ella antes de girarse para emprender de nuevo su


marcha.

—Espera, Miriam —dijo él posando su mano sobre su brazo—. ¿No vas a

concederme ni un minuto? Dime al menos cómo te va.

—Me va fenomenal —respondió ella retirando su brazo del tacto de sus

dedos. Jamás admitiría el anhelo que seguía sintiendo ante aquel leve contacto

—. Tengo un bonito apartamento y un buen trabajo de secretaria. Ahora mismo

iba a la academia de idiomas, pues el jefe me ha recomendado aprender un par


de ellos de momento, si quiero prosperar en la inmobiliaria.

—Eso es estupendo —dijo él con una tenue sonrisa. A pesar del velo de sus

gafas, Miriam pudo advertir la palidez de su rostro y su más acusada delgadez,


destacando de forma mucho más acentuada el negro de su cabello y el verde

esmeralda de sus ojos, ahora más apagados. Incluso le pareció vislumbrar


algunas canas diseminadas entre su bonita cabellera oscura, y su corazón se llenó

de pesar.
—¿Para qué has venido hasta aquí, Leo? —le preguntó ella, incómoda con la

situación, con el momento y con él.


—Me he divorciado de mi mujer.
—Pues me alegro por ti. O lo siento, no sé —dijo ella intentando no demostrar

su aturdimiento—. ¿Algo más?

—Que te echo de menos.


—Leo, por favor, no empieces…

—Que mi vida sin ti no es vida, que otras mujeres no me interesan, que el


sexo si no es contigo ya no me satisface…

—Basta, Leo —dijo ella tomándolo del brazo para alejarse de la entrada y

obtener algo de intimidad—. Pero, ¿qué pasa contigo? ¿Creías que por el hecho

de divorciarte yo iba a caer rendida en tus brazos? ¿Qué razón podría tener para

volver contigo?

—Dijiste que me querías —dijo él dando una última calada y dejando caer la

colilla al suelo—. Solo si has dejado de hacerlo me marcharé.


—Joder —dijo exasperada—. Mira, Leo, el amor a veces no es suficiente para

sustentar una relación. Hacen falta otras cosas que nunca encontré en ti, como

apoyo, compromiso, confianza o fidelidad. No puedo estar con una persona que
no se compromete a nada, que haga que me sienta sola y que no pueda contar

con ella para nada. Y sobre todo, en la que jamás pude confiar.
—Las cosas han cambiado, Miriam, yo he cambiado. He otorgado valor a

otras cosas a las que antes no se lo daba. No me he divorciado para demostrarte


nada, sino porque mi matrimonio ya no tenía razón de ser hacía mucho tiempo.

Déjame demostrarte que podemos estar juntos, que debemos estar juntos.
—No, Leo, por favor, márchate —dijo ella tratando de modular su voz, a
punto de quebrarse—. No deseo volver contigo, así que vete por dónde has

venido y no vuelvas más.

Ante la desgarradora tristeza de Miriam, Leo hundió sus hombros y se dio la

vuelta para marcharse. Ella esperó que se alejara para poder dar rienda suelta a

sus lágrimas, poder marcharse de allí y correr hasta su casa para lanzarse sobre

su cama y llorar hasta quedar agotada. Su falta de insistencia la había

destrozado.
Pero él no se iba. Permanecía parado en la acera, apretando los puños. De

pronto, irguió sus hombros, se giró hacia ella y se acercó hasta quedar a un

suspiro de su boca.

—No, Miriam —le dijo resuelto, más decidido que nunca—, no voy a

marcharme. Tal vez he sido un cabrón contigo y un cabronazo con mi familia, tal

vez empecé nuestra relación solo por el sexo y tal vez debería haber dado este

paso mucho antes, pero no voy a renunciar a ti tan fácilmente. Le he pedido a


Ricardo que me traslade a una nueva sede que han abierto aquí en la ciudad y

estoy viviendo en un pequeño piso de alquiler, porque quise vivir lo más cerca
posible de ti. Quiero que sepas —le dijo levantando su dedo índice— que me

plantaré en esa puerta de tu bonito trabajo cada puto día si hace falta, y te
perseguiré hasta tu casa sin dejar de decirte que me muero sin ti y que tú también

me sigues queriendo —inspiró aire para tomar aliento—. Puede que tú seas una
joven y preciosa mujer de veintiocho años, y yo solo un cuarentón soso y
gruñón, y que cuando pasen unos años será aún más evidente nuestra diferencia

de edad, pero te quiero, joder, y no pienso renunciar a ti…

—¿Puedes repetirme eso que has dicho? —dijo Miriam dibujando una amplia
sonrisa en su rostro, aunque ya no tratara de guardarse las lágrimas que ahora

rodaban por sus mejillas.


—Pues, que vendré cada día si es necesario y…

—Me refiero a lo otro, a lo último que has dicho.

—Que te quiero, Miriam —dijo él dulcificando su gesto.

—Jamás me lo habías dicho —dijo ella acercándose a él, intentando controlar

su emoción y su anhelo.

—Porque soy un imbécil, un insensible y un estúpido, pero créeme, preciosa

—le tomó el rostro entre las manos—, te quiero y quiero pasar el resto de mi
vida contigo.

—Oh, Leo, joder. —Miriam se lanzó en sus brazos y rodeó su cintura mientras

hundía el rostro en su pecho, rememorando su inconfundible aroma. Él la apretó


contra su cuerpo y no dejó de darle dulces besos en el pelo—. Ya podrías

habérmelo dicho antes.


—No soy hombre de bonitas palabras, Miriam, y no puedo asegurarte que

vaya a decírtelo muy a menudo, pero quiero que sepas que es lo que siento y que
te ofrezco todo lo que me has pedido: confianza, compromiso y fidelidad.

—Quiero casarme contigo —le espetó Miriam de sopetón inclinando hacia


atrás la cabeza para poder mirarle.
—Lo que tú quieras —dijo él ofreciéndole una de aquellas sonrisas a medias

que a ella le aceleraban el corazón.

—Y quiero tener hijos. Dos.


—Tal vez parezcan mis nietos —volvió a sonreír mientras le acariciaba el

cabello algo más crecido—, pero lo estoy deseando.


—¿Y dónde vamos a vivir?

—Donde tú quieras.

—Ya veremos —dijo ella tomándole de la mano y comenzando a caminar—.

¿Me acompañas a la academia? Tal vez a ti también te iría bien saber algún

idioma.

—De momento, vamos a aprender a vivir juntos —se inclinó para darle un

beso en los labios que, como siempre, se tornaba intenso y profundo nada más
unir sus bocas—. Te quiero, pelirroja.

—Yo también te quiero, mi viejo gruñón.


EPÍLOGO

Cuatro años después

—¿Qué tal, abuela? ¿Cómo se ha portado Jaime?


—Este niño es un auténtico demonio —gruñó la anciana en su cómoda butaca.

Lucía el sol en el jardín de la mansión Rey y, aun así, Ágata sostenía su

inseparable manta sobre las piernas—. La pobre chica que lo cuida hasta que

llegas del trabajo debe estar tomando pastillas para los nervios.

—Qué exagerada eres, abuela. —Daniela sonrió con dulzura y le abrió los

brazos a su hijo de tres años mientras este corría hacia ella y le contaba sus

andanzas del día como un volcán que no deja de arrojar lava.


—¡Mami, mami, mami, la yaya no me devuelve la pelota!

—Vamos, abuela —sonrió Daniela—, devuélvele la pelota al pequeño Jaime.

—Tú misma —refunfuñó la mujer sacando la pelota de debajo de su manta—,


pero no deja de corretear y de chutar y ya se ha cargado unas cuantas macetas y
un montón de flores, incluso una de esas estatuas que tenéis junto a la piscina.

—No pasa nada —le susurró acercándose a ella—. Su padre tiene dinero para
comprar más.

—Cuidado, que estás hablando de mi nieto —dijo la mujer ante la carcajada


de Daniela—. Aunque, creo que tienes razón. ¡Que disfrute el niño, joder!—Y
las dos continuaron riendo la broma. Ante aquel alboroto, Abril salió al jardín

con cara de pocos amigos.

—¿Qué ocurre aquí con tanta risa? —preguntó con los brazos en jarras.
Todavía llevaba puesto su uniforme del colegio—. La ventana de mi cuarto está

aquí mismo y así no hay forma de estudiar.


—Hola, cariño —saludó Daniela a su hija. Se puso de puntillas para poder

darle un beso a la alta adolescente de dieciséis años en la que se había convertido

—. Deja que te dé un poco el aire. Estudias demasiado.

—El bachillerato es serio, mamá. He de obtener buenas notas para conseguir

una buena media y poder estudiar lo que yo quiera. Y no te preocupes, tengo

amigas que piensan como yo y salimos de vez en cuando. Por cierto —dijo la

chica mirando hacia la entrada de gravilla—, ahí llega Ricardo, ¿no os


marchabais esta tarde?

—Parece que lo estés deseando —dijo Daniela frunciendo el ceño mientras se

daba la vuelta y contemplaba a su marido. Después de cuatro años de


matrimonio seguía estremeciéndose con su presencia, siempre elegante, con su

caminar pausado y su porte distinguido. Vestía uno de sus trajes a medida,


impecable, aunque su cabello un poco más largo le confería un toque informal

que a Daniela le parecía irresistible.


—Hola, familia —saludó Ricardo. El primero en corresponderle fue su hijo,

que se lanzó como un torbellino para que lo levantara en sus brazos. Llevaba las
suelas llenas de barro, las manos de tierra y lo cubría el sudor, pero su padre
nunca se quejaría por ello.

—Hola, papá. —Abril se acercó a Ricardo y le dio un beso en la mejilla—.

Este niño te va a poner perdido. En cuanto os marchéis lo pondré en remojo en la


bañera hasta que se le reblandezca toda esa mugre.

—Hola, mi preciosa jovencita —le correspondió él con otro beso.

Justo después de la boda, Ricardo había comenzado los trámites para la

adopción de Abril. La niña, en un principio, no tenía muy claro cómo llamarle, a


lo que Ricardo le había aconsejado que hiciera lo que a ella le surgiera más

fácil. Como resultado, lo mismo se refería a él como Ricardo que le llamaba

papá. Cuando no tenía ninguna duda era cuando debía mencionarlo ante otras

personas. En esas ocasiones, sin vacilación, ella se refería a él como su padre.

—¿Qué tal, abuela? —La siguiente en recibir su beso era su abuela, que

parecía ablandarse en cuanto su nieto estaba cerca de ella. Y, por fin, se dirigió a

su mujer.
—Yo siempre soy la última —le dijo con un mohín mientras le rodeaba con

sus brazos.
—Porque así puedo recrearme en ti —le susurró Ricardo antes de unir su boca

a la suya y besarla lenta y dulcemente. Cuando el beso terminó, él levantó la


vista y observó cuanto le rodeaba. No sabía si existía la posibilidad de que los

sueños se convirtieran en realidad, pero a la vista estaba que él sí había cumplido


el suyo. Un hogar, una familia, niños… Ya no pedía nada más.
—Será mejor que coja a mi hermano y comience ya con su baño —suspiró

Abril con los ojos en blanco ante la imagen romántica de la pareja—. Y tú,

abuela, te vienes conmigo.


—Sí, será mejor que te acompañe —dijo la anciana—. Con estos dos veo más

escenas de besos que en las novelas. No paran en todo el día.


—¿Cómo te ha ido el día, princesa? —preguntó Ricardo a Daniela sin dejar de

sonreír por las gracias de la abuela—. ¿Qué tal dirigir la nueva fábrica?

—Bien. Con la ayuda de Leo me resulta más fácil. Espero que el dueño no

tenga queja alguna de nuestra gestión —dijo divertida.

—El dueño confía plenamente en su personal —contestó igualmente—. Por

eso necesito que me acompañes a la reunión de mañana en Americ. Vuelvo a

estar demasiado involucrado con el tema de la inmobiliaria y tú podrás conducir


la reunión mejor que yo.

—Por supuesto —contestó ella tomándole de la mano para guiarlo al interior

de la casa—. Como quedamos en irnos esta tarde para poder estar en la fábrica a
primera hora de la mañana, he preparado una bolsa de viaje. Estoy deseando

volver a ver a Ana, después de meses comunicándonos por teléfono. ¿Nos


alojaremos en un hotel?

—No.
—¿No?

Daniela no daba crédito cuando, horas más tarde, entraba por la puerta de
aquel apartamento que tantos recuerdos le traía.

—¡Me has traído al apartamento que utilizabas para tus encuentros con

amantes!
—Con una amante, en singular —sonrió Ricardo.

—¡Qué fuerte! ¡Todavía está el dormitorio forrado de espejos! —exclamó

Daniela al abrir la puerta de la habitación—. ¡Y la misma cama!

—Hay otra habitación, Daniela, no te preocupes. Supongo que esta no te debe

traer muy buenos recuerdos.


—Pues malos, precisamente, no —dijo Daniela acercándose a su marido—.

Solo volver a ver todos esos espejos y esa gran cama, me ha hecho ponerme

muy, pero que muy caliente.

—Vaya —dijo Ricardo tomándola de la cintura—, y tú a mí con solo decirme

eso.

—Un momento —dijo ella interrumpiendo el abrazo de Ricardo. Se giró y se

acercó al cabezal de la cama—. ¿Dónde están las muñequeras de cuero?


—Pues —dijo Ricardo sorprendido—, supongo que deben andar por algún

cajón de la cómoda.
—Búscalas —dijo ella pícara.

—¿Estás segura? —preguntó él mientras abría varios cajones, rebuscaba en su


interior y acababa encontrándolas al fondo de uno de ellos.
—Mmm, sí, quiero que me hagas lo mismo que las primeras veces, durante

nuestros primeros encuentros. Quiero que me ates a esa cama y hagas conmigo
lo que quieras.
—Pensé que te había hecho sentir mal —dijo Ricardo mientras sujetaba las

correas en los barrotes metálicos.

—Fue tu actitud fría y comedida la que me hizo sentir mal. Lo que me hacías
me gustaba. No te imaginas cuánto.

—Entonces —dijo él volviendo a acercarse a ella. Sus manos aterrizaron sobre


el botón de su blusa y sus labios avanzaron hasta su boca—, podemos comenzar

ahora mismo.

—No, no —dijo ella apartándolo de sí con un empujón—, de eso nada. He

dicho que haremos lo mismo. Yo me desnudaré, tú me atarás y después me

follarás. Nada de caricias ni besos. Los besos volverán a ir aparte.

—No creo que ahora podamos hacerlo igual —dijo Ricardo confundido—.

Entonces tú no tenías experiencia y yo todavía creía que podía tocar a una mujer
con el cuerpo y mantener la mente en otra parte. Pero ya no somos los mismos.

Ahora nos tocamos y ya no somos capaces de detener la mecha.

—Vamos, Ricardo, no seas aguafiestas —refunfuñó Daniela—. Será divertido.


—Que conste que te he avisado —dijo Ricardo con una pícara sonrisa. Se

cruzó de brazos y se dejó caer en la cómoda como si esperase pacientemente la


derrota de su adversario—. Ya puedes comenzar a quitarte la ropa.

—Por supuesto que lo haré —dijo ella resuelta comenzando a desabrocharse


la blusa—, pero tú quédate ahí, quietecito.

Divertida, pero sabiéndose dueña de la situación, Daniela fue desprendiéndose


lentamente de cada una de sus prendas de ropa hasta quedarse totalmente
desnuda. Se encaramó a la cama y esperó que Ricardo la sujetara al cabezal

ajustando las correas a sus muñecas. Ya entonces comenzó a respirar deprisa,

pues desnuda ante los brillantes ojos dorados de su marido se sentía excitada,
caliente y con una tibia humedad brotando de entre sus piernas. Él percibía lo

que ocurría en su cuerpo perfectamente, así que, con tranquilidad, comenzó a


deshacerse de sus prendas de ropa, despacio, comenzando por la chaqueta, la

corbata, cada uno de los botones de la camisa… Mientras tanto, no apartaba sus

ojos de ella y le sonreía como un jugador de cartas que está seguro de tener la

mano ganadora.

—¿No puedes ir más aprisa? —exigió Daniela sin dejar de mirarle,

humedeciéndose los labios resecos por la ansiedad.

—¿Y esas prisas, cariño? —preguntó travieso. Muy lentamente, comenzó a

desabrocharse el pantalón y, dejando expuesto únicamente el vello de su sexo,

continuó por los zapatos y calcetines.


—Joder —dijo ella removiéndose sobre la cama. Solo el roce de las sábanas

de raso bajo su cuerpo le producía un desesperante anhelo—, ¡deja de darle


coba!

—Tranquila, cariño —continuó él con sus medias sonrisas al tiempo que se


despojaba de sus ropas—. Ya me tienes a tu disposición.
—Ya veo. —Daniela se arqueó sobre la cama, desesperada, nada más ver la

imagen de su marido totalmente desnudo. Todavía conservaba aquella gracia


felina que producían sus músculos tensos y su cuerpo delgado y fuerte—.
Empiezo a pensar que esto no ha sido tan buena idea —gimió.

—Yo solo cumplo órdenes —dijo él mientras se acercaba despacio. Como

hiciera aquella primera vez, comenzó a deslizar sus dedos sobre sus pies y sus
piernas—. ¿Así, cariño?

—Te lo estás pasando en grande, ¿no es cierto, capullo? —dijo Daniela


malhumorada.

—No lo sabes tú bien. —Ricardo fue subiendo las manos por el cuerpo de

Daniela, por sus caderas, su vientre, sus pechos. Al llegar a estos se recreó unos

instantes en sus pezones, rodándolos entre los dedos, mientras bajaba su cabeza

y acercaba su boca a la de su mujer y ella gemía abriendo sus labios—. De eso

nada, chica mala. Los besos no están incluidos, tú misma has puesto las normas.

—Ya veremos a ver quién ríe el último —dijo Daniela tirando con fuerza de
las correas mientras miraba a su marido chupando los dedos de sus pies.

—No pretendo hacerte reír. —Poco a poco, Ricardo fue subiendo por el

cuerpo de Daniela, besando y lamiendo cada centímetro de su piel. Paró de


nuevo, esta vez en su vientre y su ombligo, hasta que se apiadó de los gemidos

acelerados que emitía su mujer y decidió colocar sus piernas sobre los hombros
—. Dime, cariño, ¿qué deseas que te haga? —le dijo burlón.

—¿Y a ti qué coño te parece? —gritó volviendo a arquearse. Los fuertes


tirones de sus muñecas producían ruidosos traqueteos en la cama, y los barrotes

cromados amenazaban con salir disparados sobre sus cabezas.


—Pues… no sé —siguió él torturándola. Daniela ya no podía más. El aliento
de Ricardo calentaba su sexo palpitante, abierta como estaba completamente

ante él.

—¡Que me lo chupes de una vez! —gritó ella sin poder soportarlo más,
volviendo a dibujar un pronunciado arco con su cuerpo buscando encajar la

cabeza de su marido entre sus piernas.


—Vale —hizo él una mueca—, me ha quedado claro. —Daniela apenas pudo

disfrutar del excitante reflejo que los espejos proyectaban de su imagen. Se vio

obligada a cerrar los ojos cuando la húmeda lengua de Ricardo cubrió por entero

su duro clítoris, golpeándolo, chupándolo, absorbiéndolo. Clavó con fuerza sus

talones en la ancha espalda, tiró al máximo de las correas y emitió un sonoro

gemido cuando el esperado orgasmo la traspasó de arriba abajo. Con esfuerzo,

abrió por fin sus ojos para ver cómo Ricardo lamía los últimos temblores de su
placer.

—Por favor, Ricardo —jadeó Daniela—, desátame. Me duele todo el cuerpo

por las ganas de tocarte y reprimir tanto deseo.


—No —dijo él con la mirada ardiente y las pupilas dilatadas—. Acabaremos

lo que hemos empezado.


—Bésame al menos —gimió—. Ya no recordaba la falta que podían hacerme

tus besos mientras me haces el amor.


—Todavía no —susurró Ricardo acercando la boca a un centímetro de la suya

y retirándola después. A continuación, se puso de rodillas y, ante la excitada


mirada de Daniela, tomó su hinchado miembro entre sus manos y comenzó a
acariciárselo arriba y abajo, satisfecho por la sorpresa y la indefensión reflejadas

en los ojos de su mujer.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó ella incorporando la cabeza y tirando de nuevo


de las correas—. ¡Déjame a mí!

—No puedes —dijo él bajando su mano hasta sus testículos, recreándose, sin
dejar de mirarla con expresión dura e inflexible—. Estás atada a la cama.

—No solo te gusta tener tu polla entre mis manos —contestó ella victoriosa,

comenzando a tener la seguridad de que podría llevar a cabo su venganza—. Mi

boca está libre.

—Zorra tramposa —dijo él emitiendo una cínica carcajada. Observó a su

esposa, con expresión lasciva, ofreciéndole su boca abierta, pasando la lengua

sobre sus labios, dejando derramar la saliva por su barbilla—. Joder, Daniela —
gimió. Ayudándose con su mano, Ricardo colocó su húmedo glande entre los

labios de Daniela, antes de que ella lo envolviera con su lengua y lo lamiera

satisfecha. Más excitado que nunca, se agarró con fuerza a los barrotes de la
cama y embistió con sus caderas hasta alojar su miembro completo en el interior

de la boca de su mujer.

Daniela, cerrando sus dedos con fuerza alrededor de las cintas de cuero,
acogió con ansia el grueso miembro de su marido, notando los envites al fondo
de su garganta. Dispuesta a concederle el placer hasta el final, se sorprendió al

sentir deslizarlo hacia fuera por entre sus labios, hasta verse privada del placer
que le ocasionaba tenerlo en su boca.

—Joder, Daniela, no pienso correrme en tu boca. —Con rapidez, se arrodilló

de nuevo frente a ella, le abrió al máximo las piernas y la penetró de una


estocada.

Durante los siguientes minutos solo los acompañó el sonido de sus


respiraciones y el estruendo metálico de la cama. Ricardo empujaba con fuerza y

velocidad, excitado ante la imagen de Daniela con los brazos sujetos sobre su

cabeza y sus pechos subiendo y bajando. Ella, por su parte, se maravilló con la

estampa de su marido. Sus músculos se contraían por la fuerza con la que la

embestía, sus caderas se movían frenéticas y su rostro permanecía demudado por

el placer. Aun así, como la primera vez, le parecieron movimientos elegantes,


como una danza excitante en la que ambos participaban. Por fin, entre las

convulsiones de su orgasmo, sintió la descarga de semen caliente en el interior

de su vagina antes de que Ricardo se desplomara sobre ella. Unos instantes

después, él levantó los brazos para desatarle las muñequeras y se colocó a su


lado para no incomodarla con su peso. Quedaron frente a frente y lanzaron cada

uno su boca sobre la del otro, decididos a que sus besos nunca volvieran a tener
que permanecer aparte.

—Daniela —suspiró él cuando ya la tuvo sobre su pecho—, no sé si te habrás


dado cuenta, pero no he utilizado nada.

—¿Te importaría? —preguntó ella acariciando el suave vello de su tórax.


—Sabes que no, que siempre he deseado una casa llena de niños.
—Estaba pensando que nuestro hijo ya tiene al hijo de Miriam y Leo de la

misma edad que él. Ahora es Elia la que está embarazada, así que podríamos

ofrecerle un primo para sus juegos.


—Me parece bien. Habrá que repetir muy a menudo para asegurarnos del

éxito —sonrió.
—A veces me he preguntado —dijo Daniela apoyando la barbilla en su duro

pecho—, ¿qué habría pasado si el nombre de tu padre biológico no hubiese

coincidido con el nombre de un rey? ¿Qué hubieses decidido, honrar a Jorge Rey

y su tradición familiar de poner nombre de rey a los hijos varones, o hacer feliz a

la abuela poniéndole a su bisnieto el nombre de su hijo?

—Yo solo me lo pregunté una vez —contestó Ricardo mirando hacia el techo

cubierto de espejos—, pero pensé que durante mi vida ya había tenido


suficientes dudas e inseguridades y que, por una vez, se me concedía el

privilegio de ponérmelo algo más fácil, sin necesidad de pensar a quién debía

contentar.
—Me alegra que ahora todo te sea más fácil —dijo Daniela— y que hayas

encontrado por fin la estabilidad que tanto buscaste y que te merecías.


—Sabes que encontré todo lo que necesitaba cuando te conocí.

—Sí, pero —dijo ella frunciendo el ceño—, ¿te refieres a cuando me conociste
en persona o a cuando comenzaste a chatear con Rosa27?

—Oh, sí, tu segundo nombre —dijo bromista—. No empieces, Daniela. Sabes


que no he vuelto a utilizar el ordenador para eso. Además —dijo mirándola
ceñudo—, yo podría pensar lo mismo. Tú también contactaste conmigo en aquel

chat.

—Porque, a pesar de estar rodeada de gente, me sentía sola. Pero ya no he


vuelto a sentirme sola nunca más.

—Yo también me sentía solo, de ahí lo de Solitario —rio—. Pero, además,


creo que fue una manera de revelarme, de hacer lo que no se esperaba de mí,

como si al mantener ese tipo de relación pudiese demostrarle al mundo que yo

también podía ser feliz, que había alguien en alguna parte que me quería sin

saber o esperar nada de mí.

—Pero yo sí espero algo de ti —dijo Daniela sonriente encaramándose sobre

él—. De momento, otro hijo —gimió al introducirse ella misma su miembro en

el interior de su cuerpo—. Que me quieras siempre —comenzó a moverse arriba


y abajo—. Que pase lo que pase, recuerdes que nunca volverás a estar solo, que

puedes contar conmigo y, sobre todo —gimió sin dejar de clavar su mirada en

sus ojos dorados—, que nunca me falten tus besos.


—Tendrás ese hijo y los que desees —suspiró él tomándola de la cintura—. Te

querré siempre —gimió elevando sus caderas— y, por supuesto, siempre contaré
contigo. Te ofrezco todo lo que soy y lo que tengo, besos incluidos.
AGRADECIMIENTOS

Como siempre, en primer lugar, a mi familia. Mi marido y mis hijos, que cada

día sufren con mayor orgullo mis horas frente al ordenador. Sois lo mejor que

tengo.

Mis hermanos, dispuestos siempre para cualquier favor, para ayudarme y

echarme una mano. Mis padres, los mejores, que, ojalá, estén ahí muchos,
muchos años más. Tengo la mejor familia del mundo.

A amigos que todavía siguen ahí a pesar de los años y la distancia, como

Montse, mi amiga de la infancia, juntas desde primaria y para siempre.

A nuevos amigos que me ha traído esta nueva vida, a través del Facebook, que

me apoyan y alientan como si me conocieran desde siempre, cuyas palabras son

capaces de alegrarme el día. Sobre todo Coral, la escritora que sufre mis subidas
y mis bajadas, mis días en blanco o mis alegrías. Eres una de las mejores

personas que ha entrado en mi vida, así que, sigue en ella. Todo se me hace más
fácil cuando estás ahí.

Y cómo no, a los lectores, puesto que sin ellos nada de todo esto tendría
sentido. Gracias por animarme, gracias por alentarme a seguir adelante y poder
hacer lo que más me gusta, y así, poder seguir juntos en este apasionante mundo
de las novelas románticas.
Gracias.
SOBRE LA AUTORA

Lina Galán reside en Lliçà d’Amunt, una población cercana a Barcelona, en

una casita con jardín junto a su marido, sus dos hijos y sus gatos.

Educadora infantil por vocación, lectora empedernida desde la infancia,

siempre leyendo cualquier libro que caiga en sus manos, intenta tener un

pequeño hueco en el mundo de la escritura desde que hace casi dos años
autopublicara su primera novela.

Gracias al cariño y al apoyo de los lectores, puede continuar imaginando y

viajando a cualquier mundo a través de las palabras.

Facebook: Lina Galán García

https://www.facebook.com/lina.galangarcia

OTRAS OBRAS DE LA AUTORA

“NO ESTABA PREPARADA PARA TI” (Hermanos Rey nº1)


Los hermanos Rey son muy diferentes entre sí. Ricardo es serio y sensato, y Arturo es despreocupado y
mujeriego, pero entre los dos dirigen con éxito la inmobiliaria y la fortuna familiar. El negocio y las
mujeres rigen sus vidas: Marisa, la ambiciosa prometida de Ricardo; Elia, enamorada de Ricardo y
acosada por Arturo.
Pero, mientras la codicia de Marisa no conoce límites, Elia no está dispuesta a rendirse a los encantos
de ese hombre guapo y engreído. Su vida y su pasado están llenos de secretos que aún pretende olvidar, lo
mismo que sus hermanos, Martina y Pablo, que intentan seguir adelante aun a riesgo de no hacer lo
correcto.
Pero, ¿qué es lo correcto? ¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? ¿Dónde está el límite para
saber cuándo lo hemos rebasado?
Esta es la historia de los restos de una familia, unos hermanos que intentan olvidar el pasado para
poder construirse un futuro. Tal vez a cualquier precio. El precio que se impongan ellos mismos.

“DIME TU NOMBRE”
MUNDO REAL DE LUCÍA:
Un matrimonio de apariencia
Un marido infiel
Un hijo pequeño con problemas de hiperactividad
Un jefe que quiere algo más de ella
Una amiga que le propone algo descabellado
MUNDO DE FANTASÍA DE LUCÍA:
Un hotel de ensueño
Un desconocido
Una proposición, un juego
Solo sexo. ¿O no?
¿Podrán encontrarse los dos mundos de Lucía en uno solo?

«¿TODAVÍA SUEÑAS CONMIGO?» (Destino 1)


Mario, un atractivo, mujeriego y misterioso empresario.
Clara, una joven y humilde universitaria.
Dos mundos distintos.
Una atracción irresistible.
¿Crees en el destino?

«TODAVÍA SUEÑO CONTIGO» (Destino 2)


Álex, un chico sencillo y humilde, aún no ha conseguido olvidar a Clara, su gran amor, casada ahora
con un rico empresario.
Marta, estudiante en universidad privada, de familia rica y criada entre algodones.
Dos mundos distintos.
Una atracción irresistible.
Una relación condenada al fracaso… porque los secretos del pasado siempre acaban saliendo a la luz.
¿Sigues creyendo en el destino?

«VALENTINA»
No soporto a Ángel, el hermano de mi mejor amiga.
Y él no me soporta a mí.
Él es mi tormento y mi amargura.
Porque hace quince años que estoy perdidamente enamorada de él.
Es mi amor imposible y mi sueño de adolescente, pero ante su indiferencia, no tuve más remedio que
disfrazar mi amor por él por desprecio y hostilidad, para que no me siguiera destrozando el corazón.

«EN LA FRONTERA DEL TIEMPO»


Los Guardianes del Tiempo, encargados de supervisar el curso de la historia, piden ayuda a Bea, una
chica del siglo XXI, para que arregle un «pequeño desorden» del pasado. La joven tendrá que retroceder al
siglo XIII y ser la esposa de un caballero medieval, Guillem, implacable guerrero, señor feudal… y un
hombre capaz de ofrecer el amor más puro y sincero.

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