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Desde que nació, en 1960, Freddie Roach estaba destinado a ser un campeón
del boxeo. Su padre había sido boxeador profesional y su madre jueza de ese
deporte. Su hermano mayor se había iniciado a temprana edad en esta
disciplina y cuando Freddie cumplió seis años fue llevado al instante al
gimnasio local, en el sur de Boston, para que emprendiera el riguroso
aprendizaje de ese deporte. Freddie practicaba con un entrenador varias horas
al día, seis veces a la semana.
En consecuencia, a los quince años estaba agotado. Cada vez ponía más
excusas para no ir al gimnasio. Un día su madre percibió esto y le dijo:
“¿Para qué peleas de todos modos? Siempre te apalean. No sabes boxear”. Él
estaba acostumbrado a las constantes críticas de su padre y hermanos, pero
oír este franco juicio de su madre tuvo un efecto tonificante. Era obvio que
ella creía que su hermano mayor era el que estaba destinado a la grandeza.
Freddie decidió entonces demostrar de alguna forma que ella estaba
equivocada. Reanudó con ahínco su régimen de entrenamiento. Descubrió en
él una pasión por la práctica y la disciplina. Le agradaba la sensación de
mejorar, los trofeos que comenzaban a acumularse y, más que nada, el hecho
de que ya fuera capaz de vencer a su hermano. Su amor por ese deporte se
reavivó.
Convertido así en el más promisorio de los hermanos, Roach fue llevado
a Las Vegas por su padre para promover su carrera. Ahí, a los dieciocho años
de edad, conoció al legendario mánager Eddie Futch, a quien tomó como
entrenador. Todo lucía espléndidamente: Roach fue elevado al equipo de
boxeo de Estados Unidos y empezó a subir. Sin embargo, pronto topó con
otra pared. Aunque aprendía las maniobras más eficaces de Futch y las
practicaba a la perfección, el combate efectivo era otra historia. En cuanto se
le golpeaba en el cuadrilátero, él regresaba a su estilo de pelear por instinto;
sus emociones le ganaban la partida. Sus peleas eran grescas de rounds
innumerables y a menudo perdía.
Años después Futch le dijo que había llegado la hora de retirarse. Pero el
box había sido su vida hasta entonces; ¿retirarse y hacer qué? Continuó
boxeando y perdiendo, hasta convencerse de que se debía marchar. Consiguió
entonces un empleo de ventas por teléfono y se dio a la bebida. Ya odiaba el
box; había dado mucho por él sin recibir nada a cambio de su esfuerzo. Pese
a ello, un día regresó al gimnasio de Futch, para ver practicar con otro
boxeador a su amigo Virgil Hill, con miras a una pelea por el título. Ambos
eran pupilos de Futch, pero nadie ayudaba a Hill en su esquina, de modo que
Roach le llevó agua y le dio consejos. Retornó al día siguiente para volver a
ayudarlo y pronto se convirtió en asiduo al gimnasio. Como no recibía sueldo
por esto, conservó su empleo, pero algo en él percibió la oportunidad y
desesperaba por aprovecharla. Roach llegaba temprano y era el último en
irse. Conociendo tan bien las técnicas de Futch, podía enseñarlas a todos. Sus
responsabilidades aumentaron.
En el fondo seguía sintiendo rencor por el boxeo y se preguntaba cuánto
tiempo duraría esto. Aquella carrera era despiadada y rara vez los
entrenadores duraban mucho. ¿Ésta sería una rutina más en la que él repetiría
sin ton ni son los ejercicios que había aprendido de Futch? Una parte de él
ansiaba volver al boxeo, que, después de todo, no era tan predecible.
Un día Hill le mostró una técnica que había observado en púgiles
cubanos: en vez de trabajar con un saco de arena, entrenaban principalmente
con el mánager, quien usaba grandes guantes acojinados. En el ring, los
boxeadores intercambiaban golpes leves con el entrenador y practicaban sus
puñetazos. Roach hizo la prueba con Hill y sus ojos se iluminaron. Esto lo
haría volver a los cuadriláteros, pero había algo más: pensaba que el box se
había estancado, junto con sus métodos de entrenamiento. Creía que era
posible adaptar la práctica con guantes a algo más que el mero ejercicio de
puñetazos. Éste podía ser un medio para que un mánager ideara en el ring
toda una estrategia, e hiciera una demostración en tiempo real ante su pupilo.
Por tanto, dicho método podía revolucionar y revitalizar ese deporte. Roach
comenzó a desarrollar este sistema con el grupo de púgiles a los que adoptó
como pupilos, a quienes instruía en maniobras mucho más fluidas y
estratégicas.
Pronto dejó a Futch para trabajar por su cuenta. En poco tiempo se hizo
fama de entrenador invencible y años después llegaría a ser el mánager más
exitoso de su generación.
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