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CLASE 2

LA PREDESTINACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN


MARÍA.

En el gran misterio de la maternidad divina de María, madre de toda la humanidad


doliente y corredentora[1] de nuestro Señor Jesucristo, existe un presupuesto
teológico inimaginable para la mente humana. A pesar de ello, la teología católica ha
reflexionado sobre este desde sus inicios y ha logrado esbozar algunas conclusiones
razonables acerca de él. Nos referimos a la Elección de María como Madre de nuestro
Salvador.

La Elección de María por parte de nuestro Padre Celestial ha sido interpretada por los
teólogos como predestinación en el marco del proceso de salvación. Esto significa
que Dios, en su divina omnisciencia, determinó mediante un acto voluntario el
destino de la Virgen María como parte de su plan de salvación.

De esta manera, Dios Padre elige a María, desde antes de los tiempos, a ser la madre
del Verbo encarnado, es decir, predetermina o predestina la vida de María para esta
función específica. Ella es creada por Dios para realizar esta magna finalidad.[2] Por
tal razón, la Epístola Apostólica Ineffabilis Deus[3], dedicada al dogma de la
Inmaculada Concepción, del 8 de diciembre de 1854 pronunciada por el Papa Pío IX
sostiene sin ambages que el inefable Dios: “(..) Eligió y señaló, desde el principio y
antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho de carne de ella,
naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima
de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima
benevolencia”.[4]
Esta predestinación y elección que Dios Padre realiza sobre la persona de María es la
causa directa de que ella haya sido producto de la Inmaculada Concepción y de que, a
partir de esta condición, esté Llena de Gracia (κεχαριτωμένη/ kejaritoméne).

Así, pues, desde la teología inmanente, María es elegida para ser la Madre de Dios;
mientras que, desde la teología económica, esa elección se actualiza, en primer
término, en su Inmaculada Concepción. Ambos aspectos de la condición mariana se
acoplan como el acto y la potencia, de suerte que la predestinación de María para ser
Madre de Dios ya existe en acto en la omnisciencia divina desde toda la eternidad.
Paralelamente, en el plano histórico, la Maternidad Divina de María se trasforma en
un proceso que actualiza su divina condición mediante su Inmaculada Concepción.
Esto significa que María no solo ha sido creada para ser la Madre de Dios, sino que,
para serlo efectivamente, es decir, para serlo bajo la condición material de la historia
humana, actualiza un conjunto de cualidades propias a su función materna.

Como se sabe, el Dogma de la Inmaculada Concepción sostiene que el alma de


María fue creada en gracia, es decir, “exenta del pecado contraído por cada ser
humano al nacer hijo de Adán.”[5] Así, como sostiene el mismo documento
pontificio:[6] “Atestiguaron que la carne de la Virgen tomada de Adán no recibió las
manchas de Adán, y, de consiguiente, que la Virgen Santísima es el tabernáculo
creado por el mismo Dios, formado por el Espíritu Santo, y que es verdaderamente
de púrpura, que el nuevo Beseleel elaboró con variadas labores de oro, y que Ella es,
y con razón se la celebra, como la primera y exclusiva obra de Dios, y como la que
salió ilesa de los igníferos dardos del maligno, y como la que hermosa por
naturaleza y totalmente inocente, apareció al mundo como aurora brillantísima en
su Concepción Inmaculada”.[7]
El Concilio Vaticano II nos enseña que : “La Bienaventurada Virgen, predestinada
desde toda la eternidad como Madre Dios junto con la encarnación del Verbo por
designio de la divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del divino
Redentor y en forma singular la generosa colaboradora (socia) entre todas las
criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo,
alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo (compatiens) con su
Hijo mientras El moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular, por la
obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida
sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra madre en el orden de la
gracia”[8].

La maternidad divina de María está íntimamente relacionada con la decisión de la


Encarnación del Verbo. La maternidad de María es auténticamente humana pues se da
en un plano biológico pero que abarca muchos más aspectos, esto se nota
claramente a lo largo de su vida en una participación silenciosa pero activa como
colaboradora del Redentor.[9]

La Santísima Virgen María y Jesús están unidos de manera indisoluble desde el plan
divino de Dios. Juan Pablo II explica: “En el misterio de Cristo, María está presente
ya 'antes de la creación del mundo' como aquella que el Padre 'ha elegido' como
Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo,
confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un
modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este 'Amado'
eternamente, en este Hijo consustancial al Padre, en el que se concentra toda 'la
gloria de la gracia'”[10].

Nos explica Santo Tomas que “La predestinación en sentido propio es la pre
ordinación divina y eterna de las cosas que, por la gracia de Dios, han de ser hechas
en el tiempo”, es decir ordenar o disponer algo con el propósito de que sea hecho en
tiempo futuro. Entonces puede entenderse como la preordinación divina de las cosas,
que han de hacerse mediante la gracia.

“La predestinación se dirige, por su propia naturaleza, a la unión sobrenatural


del alma con Dios”[11], por tanto se entiende que todos los hombres
estamos “predestinados a la bienaventuranza o vida eterna que por la gracia y los
méritos ha de alcanzarse en Cristo”, por lo tanto según lo propone Santo Tomás, así
como la Encarnación es la “predestinación de Cristo a ser hijo natural de
Dios”[12] la maternidad divina es “raíz y fundamento de las demás gracias que a la
Santísima Virgen le fueron dadas”[13].

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