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secreto
ISBN:123456789
Nota de la autora
¡Muchas gracias!
A Jessica, por la hermosa portada, la ayuda, el apoyo
y el cariño incondicional de hermana. ¿Siempre
juntas?
¡Muchas gracias!
A Marcela, por los consejos, los banners, el aliento y
amistad sincera. ¿Vamos por más años?
¡Muchas gracias!
A mi madre, mi lectora número uno y mi mejor
amiga en todo el mundo, que incansable, cree en mí.
¡Muchas gracias!
A mis amigas del alma y lectoras: Paloma Samantha
Jaen, Claudia Brignoni, Maritza Gritvaz, Teresa
Mateo Arenas y Elle Arce.
Primera Parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Segunda Parte
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Tercera parte
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Epilogo
Relatos
En el corazón del enemigo
Nunca te olvidaré
Dedicatoria
Y algo más
Introducción
Nuestro infierno
Capítulo 1
Volker
Días actuales
Días atrás, los miembros del Quinto Ejército de Estados Unidos tomaron
Roma mientras mi pelotón y yo buscábamos a los partisanos que ocultaron
a unos pilotos americanos que habían aterrizado en Siena.
¿Fue una trampa?
Lo más increíble, fue que los alemanes simplemente se marcharon de
Roma. Quitaron los estandartes rojos y las banderas nazis del cuartel de vía
Tasso, abandonaron las casas que habían requisado y soltaron a los
prisioneros políticos.
Se retiraron sin más.
―Debe ser una estrategia ―refutó Reiner―, ¿no?
Los aviones estadounidenses habían lanzado panfletos el día anterior,
instando a los civiles a que se quedaran en sus casas y se mantuvieran
alejados por si se complicaba el conflicto. Sin embargo, no hubo
enfrentamiento ni bombas.
―No lo sé, Reiner ―confesé alicaído―. Tal vez por eso hemos venido
hasta aquí, para encontrar la manera de impedir que sigan avanzando.
En realidad, era una situación muy extraña. Los italianos, que habían
luchado y muerto al lado de los alemanes, recibieron a los estadounidenses
en la capital con alegría.
―¿Y qué se supone que estamos buscando, Viktor?
Cuando los tanques y las tropas alemanas habían llegado a Roma hacía
apenas nueve meses, la gente, los partisanos, hicieron de todo para
alejarnos.
―Proteger el territorio que según nuestro Führer nos pertenece ―calé
mi cigarrillo con fuerza―. Y vengar la muerte de los nuestros.
Los italianos no querían luchar, fueron obligados por un dictador sin
corazón como el nuestro.
―Nos odian, Viktor.
El seis de junio, la BBC anunció que el Día D había llegado.
«Esta mañana, temprano, los aliados comenzaron el ataque en la cara
noroeste de la fortaleza europea de Hitler. Bajo las órdenes del general
Eisenhower, las fuerzas navales aliadas, respaldadas por las sólidas fuerzas
aéreas, empezaron a desembarcar a los ejércitos aliados en la costa norte de
Francia».
―Esto no pinta nada bien, Reiner.
Por la noche, tras un día muy ajetreado, la señora Fiore me sirvió la cena
con cierta timidez mientras yo abría la botella de vino que había conseguido
en el pueblo. No era el mejor, pero al menos serviría para sedar un poco mi
cordura.
—Gracias, señora.
—De nada, señor.
Serví las dos copas mientras ella colocaba los cubiertos al lado de los
platos. Nos miramos de soslayo, pero no emitimos una sola palabra. Ella
desvió la suya antes de sentarse a la mesa. Puse su copa al lado de su plato
y luego encendí la vela del candelabro. Ella levantó la vista y me miró con
cierta curiosidad.
La alegría y la tristeza no se pueden esconder.
Giada relinchó cerca de la ventana y me robó la atención por unos
segundos.
Incluso Giada se dio cuenta.
Me senté a la mesa con aire cansado.
—Me gusta comer a la luz de las velas, señora —empiné la copa a modo
de brindis—, salud.
Me dedicó una sonrisa escueta.
—Puede tutearme, señor.
Sonreí satisfecho.
—Tú también —le pedí con voz suave—, Dea.
Se sonrojó.
—Está bien, Viktor.
Se me erizó la piel de manera involuntaria al recordar su bellísima
interpretación de «Nessun Dorma», una de mis composiciones favoritas. La
ópera era una de mis grandes debilidades, me ayudaba a relajar y también a
soñar. Fijé los ojos en su angelical rostro.
—Prost —llevé la copa a los labios—, salute.
Levantó la suya y sonrió en lugar de replicarme. La miré como un
devoto miraría una cruz, con mucha veneración. Ella, una vez más, desvió
la mirada de mis ojos.
No me tengas miedo.
Bebimos en un silencio cómplice mientras recordaba lo que una mujer
me dijo horas atrás, antes de dirigirme al arroyo.
Fue al arroyo en busca de paz, señor. Esa mujer perdió a todos los que
amaba y la única manera de seguir respirando era recordándolos.
Le serví un poco más de vino. Ella bebió sin apartar la vista de mis ojos.
—El alcohol suele sedarme rápido la cordura —farfulló sonriendo―. No
te asustes, teniente.
Yo necesitaría unos diez litros para perder por completo la noción de mis
actos. Ella miró hacia mi cama de repente y abrió mucho los ojos. Seguí el
curso de su mirada y sonreí.
—¿Compraste un gramófono?
Lo había comprado en el pueblo. Necesitaba la música como mis
pulmones el aire. La miré con una sonrisa en los labios, una sonrisa carente
de cualquier emoción.
—Sí.
Me miró con timidez.
—La música me da paz —declaró con una voz muy baja—, me
transporta a otro sitio, a uno muy lejano de aquí.
A otro tiempo, en realidad.
En aquella habitación no era el único que necesitaba un refugio. La miré
con expresión de admiración mientras la vela se consumía entre los dos.
—Lejos del dolor.
Bebió un sorbo de su copa y luego otro.
—Muy lejos de él.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y una, osada como ninguna, atravesó su
rostro a cámara lenta hasta declinarse sobre su mano. Miré la foto del niño
que reposaba en una especie de nicho repleto de imágenes sagradas y
rosarios de diversos colores. Era un niño muy guapo, de pelo castaño claro
y ojos claros como los de ella.
Tu hijo.
No era necesario ser muy sagaz para saber lo que le pasó, porque en
aquella casa no estaba aquel niño, porque aquel niño ya no estaba en el
mundo.
—Es tut mir sehr leid —expresé con pesar—, lo siento mucho.
Deslicé la mano por la mesa hasta llegar a la suya.
—Fue mi culpa —afirmó mientras una lágrima recorría su mejilla
sonrojada—, mi culpa… ―repitió.
Sé lo que me quiere decir.
No me dio más detalles, no era necesario. Apretujé su mano con afecto y
le dije mil palabras de consuelo en silencio. Nunca sentí aquella rara
conexión con alguien que apenas conocía.
Lo siento mucho.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando ella apretujó mi mano.
—¿Crees en el cielo, teniente?
Asentí con un leve cabeceo.
Sí.
Si existía el infierno, las pesadumbres que vivíamos en la tierra, ¿por
qué no creería en el cielo? Apartó la mano de la mía y cogió una servilleta
de tela que se encontraba al lado de su copa. Se secó las lágrimas con cierta
impaciencia.
No te avergüences de tus lágrimas.
En lugar de alargar el tema, me levanté y me aproximé al gramófono. La
composición: Barcarolle de Jaques Offenbach empezó a sonar. Me
remangué la camisa y acto seguido me acerqué a ella. Le tendí la mano con
suma delicadeza, temeroso ante su rechazo.
―Volvamos a aquel tiempo ―unas lágrimas recorrieron su bello rostro
y estrujaron mi corazón―. Tenemos unos minutos para ello.
Ella, tras suspirar hondo, la cogió y se levantó con cierta vacilación.
―¿Cómo lo haremos?
La atraje hacia mí y entrelacé nuestros dedos.
―Pensando en ellos y en cómo nos sentíamos cuando estaban aquí.
Ladeó la cabeza y me miró con profundo dolor.
―Lo siento.
Mi corazón latía tan fuerte que creo que ella podía oírlo a través de mis
dedos.
―Yo también.
Posó la otra mano en mi hombro con nerviosismo mientras yo me
adueñaba con la otra de su fina cintura. Nos miramos con mucha intensidad
bajo la penumbra apenas iluminada por la vela.
―Estoy un poco mareada.
Sonreí.
―Confía en mí.
Giramos con gracia de un lado al otro en el pequeño espacio que
teníamos entre la mesa y mi cama.
―Teniente… ―su voz sonó débil.
Nos detuvimos.
―No me siento muy bien.
Dio un paso hacia atrás y casi perdió el equilibrio, pero la sujeté a
tiempo y evité que se estampara en el suelo.
—Creo que bebí de más…
Se enderezó y se apartó de mí sin dejar de mirarme un solo segundo. Sus
mejillas estaban muy enrojecidas. Llevó las manos al pecho y suspiró
hondo antes de despedirse de mí con un: hasta mañana, apenas audible.
Hasta mañana, Dea.
Me quedé mirándola hasta que cerró la puerta de su habitación. Giré el
rostro y observé la foto del niño con ojos entristecidos.
En esta guerra, todos, absolutamente todos, sufrimos.
Capítulo 7
Volker
Volker:
Por aquí todo bien, seguimos en lo mismo, aunque no puedo decir lo
propio de mis emociones. He conocido a una mujer, en realidad, estoy
alojado en su casa. Se llama Dea Fiore.
Al fin sé lo que significa sentir mariposas en el estómago.
Viktor.
D ea había salido de la casa tras la cena para hablar con su mejor amiga
y de paso llevó un plato de comida a la anciana que vivía sola a dos
casas de ella. Era como si fuera su abuela. Por fortuna, podía ayudarla con
ciertos gastos. Pero ¿qué pasará cuando me marche? ¿Quién la ayudará?
Italia estaba hundida en la miseria y Alemania iba por el mismo camino,
según entendí ayer en la reunión que tuvimos en el Kommandatur. Mi
superior estaba empeñado en encontrar al asesino del Comandante von
Greim, pero el Capitán Neumann empezaba a desconfiar que Gino Berretti
era un fantasma creado por la resistencia para mantenernos ocupados
mientras ellos hacían de las suyas. No me sorprendería que fuera así.
Ya nada me sorprende en esta maldita guerra.
Me bañé y después me puse a planchar la ropa que Dea había dejado
sobre el sofá. Desde que me alisté al ejército solía hacerlo. Nosotros, los
alemanes, no éramos machistas en ese aspecto. Ante el calor, me quité la
camisa y dejé colgado mis tirantes a los lados mientras planchaba. Cogí un
vestido de Dea y lo olisqueé en un acto reflejo.
Gott…
Sentía envidia de la tela que podía tocar su piel. Abrí los ojos de golpe y
aparté la ropa de mi nariz.
¿Qué me está pasando contigo, Dea?
Cada día se me hacía más difícil estar a su lado sin poder tocarla. A
veces un simple apretón de manos despertaba sensaciones ignotas en mí.
Nunca había sentido aquello antes, ni siquiera por mi mujer.
¿Qué me está pasando?
Una sonrisa melosa apareció en mis labios al recordarla. Cada día, tras
las clases, iba a por ella, a pesar de que, muchas veces, debía caminar más
de quince kilómetros de donde me encontraba. Para no llamar la atención de
mi superior o la de los partisanos, optaba por ir a pie hasta ella. A pesar del
calor o el agotamiento. Era un dulce sacrificio.
¿Era de esto de lo que me hablabas, Volker?
Cada noche me levantaba y me metía en su habitación para cerciorarme
de que estuviera cubierta o, simplemente, respirando. Me acercaba a su
cama con sigilo y la miraba por unos segundos antes de volver a mi cama
con aquella sensación indefinida en el pecho. Todo se paralizó alrededor de
mí cuando fui consciente de lo que podía estar pasándome.
¿Me estoy enamorando?
—¿Qué haces? —me preguntó Dea al entrar en la casa—, ¡no hablaba
en serio cuando te pedí que plancharas!
La miré fijo por unos segundos. Cuando su voz llegó a mis oídos, mi
corazón dio un brinco. Tensé los dientes y posé la plancha de hierro con
carbón sobre el delicado vestido sin darme cuenta. El olor a tela quemada
asaltó mis fosas nasales y me hizo soltar un gemido de indignación.
—¡Teniente!
Levanté la plancha a toda prisa, pero el daño ya estaba hecho. Dea cogió
el vestido largo, acampanado, sin tirantes y de color rojo con una mueca
triste.
«Scheiße».
—Era mi vestido para el baile del fin de semana —masculló con la voz
apagada.
¿Baile? ¿De qué baile habla?
―Oh… ―se lamentó.
¡Qué torpe!
Miré apenado la mancha negra en forma triangular en el pecho del
vestido. Llevé la mano a la nuca y suspiré con aire derrotado.
—Lo siento —me disculpé con la pena estampada en la cara—, soy tan
torpe, Dea.
Me miró con una expresión muy dulce.
—Fue un accidente, teniente.
Asentí sin mucha convicción. Un trueno en el cielo la hizo brincar hacia
adelante y terminó chocando contra mí. Llevado por un impulso más fuerte
que mi propia voluntad, la estreché entre mis brazos.
No tengas miedo, aquí estoy.
Cuando enterró el rostro en mi cuello, una corriente eléctrica me recorrió
de arriba abajo.
—Tranquila, solo es un trueno.
Ella se apretó con fuerza contra mí. Temblaba como una hoja y decía
palabras ininteligibles por lo bajo. Apretujé su cabeza contra mí y
entrecerré los ojos al olisquear su delicioso aroma. Olía a vainilla y a
lavanda. Cerré los ojos y aspiré su aroma. Lo grabé a fuego.
—Las tormentas me dan mucho miedo —susurró con un temblor en la
voz—, me aterran, teniente.
Se apartó de mí y me miró algo compungida. Le puse un mechón de su
pelo detrás de la oreja y el simple contacto la hizo dar un brinco hacia atrás.
¿Le temes a la tormenta o a mí?
―Lo siento ―se disculpó―. Dios, ¡qué bochorno!
Miré hacia el vestido.
―¿Más que eso?
Intercambiamos una mirada divertida y después nos reímos.
―Un día bochornoso ―subrayó y asentí.
Menos el abrazo.
―Solo un poco.
Las cosas empeoraron en medio de la madrugada, cuando un fuerte
vendaval arrancó parte del techo de su habitación. Entré corriendo para
rescatarla. Dea estaba acurrucada en un rincón, calada hasta los huesos. Le
cogí en brazos y la llevé hasta mi cama antes de salir fuera a rescatar a
Giada, que estaba muy asustada en su precario establo. La metí en la casa
tras lograr apaciguarla.
—Tranquila, preciosa.
Dea estaba acurrucada en posición fetal en la cama. Lloraba con cierta
desesperación mientras trataba de rezar. Me quité los pantalones y los puse
en el respaldo de la silla. Después me cambié los calzoncillos con suma
discreción y cogí mi camisa. Me acerqué a la cama.
—Dea, debes cambiarte de ropa.
Ella me miró de reojo antes de asentir. Se sentó en la cama y mis ojos,
atrevidos, se deslizaron por su cuerpo. El camisón rosa se adhería a su
figura como si fuera una segunda piel y sus pezones, erectos, me robaron un
suspiro muy profundo.
Tranquilízate, Viktor.
—Ponte mi camisa.
Podía pillar un resfriado si no lo hacía. Le alargué mi camisa y luego me
di la vuelta para que se cambiara. Con sigilo giré el rostro y la miré por
encima del hombro. Giada relinchó cerca de la mesa y llamó mi atención
por completo.
—Aquí estoy, preciosa —me acerqué y le toqué la cabeza—, ya pasó.
Dea me dijo que ya se había cambiado de atuendo. Me volví para
mirarla y tras hacerlo, contuve el aliento. Verla con mi camisa, ser
consciente de que solo llevaba eso, encendió partes de mi cuerpo que ni
siquiera sabía que podían encenderse. Me acerqué a la cama y le dije que le
tocaba dormir conmigo.
―Está bien.
Una expresión de dolor se extendió por su cara.
—¿Cómo arreglaré el techo de mi habitación?
Alargué la mano y la puse sobre la de ella. La miré con profundo pesar.
—No te preocupes, yo me encargaré de ello. Ahora solo descansa.
Se tumbó en la cama y me dio la espalda. Aproveché para quitarme los
pantalones húmedos y la ropa interior. Acto seguido me acomodé a su lado
y cubrí nuestros cuerpos con la manta de algodón que me había dado el otro
día.
―Pronto dejará de llover ―la tranquilicé.
Aquella noche refrescaba, en comparación a las anteriores. Coloqué mi
brazo derecho debajo de mi cabeza y doblé una pierna. Tenerla tan cerca
agitaba mis latidos de un modo incontrolable. Era como caer en picada al
vacío desde la cima de una montaña.
¿Por qué siento que el corazón me estallará?
Dea se acurrucó como una niña pequeña e indefensa. Rezaba sin parar
mientras fuera la lluvia caía cada vez con más inclemencia.
Yo también necesito calma, Dea.
De un momento a otro, giró el cuerpo y buscó refugio entre mis brazos.
Al principio me sorprendí mucho, pero después la estreché contra mi
cuerpo. Ella colocó la mano en mi pecho.
¿Puedes sentir mis latidos apresurados?
Puse la mía sobre la suya y le susurré dulces palabras. Ella temblaba
mucho, estaba aterrada.
―Mi madrastra solía encerrarme en el sótano cuando llovía —se
estremeció al igual que yo—, tenía solo seis años —sus lágrimas
empaparon mi pecho.
Volker y yo pasamos algo similar, pero con nuestro propio padre, un
hombre tirano y cruel, que nunca nos quiso.
—Lo siento, Dea.
Yo, mejor que nadie, podía entender su dolor. Giré el cuerpo y la atrapé
entre mis brazos con fuerza.
—Lo siento —repetí con la voz muy enronquecida.
Si pudiera evitarte esta pena, lo haría, Dea.
Apretujé su cabeza contra mi pecho y le arrullé Nessun Dorma. Susurró
mi nombre y su cálido aliento recorrió mi garganta. Con la mano cerca de
su bello rostro, se quedó dormida entre mis brazos, a salvo de sus
tormentos.
―Buenas noches, principessa.
—¡Dea! —gritó alguien—. ¿Tú y él? ―la puerta chocó contra la pared y
emitió un fuerte estruendo―. Dios mío…
Abrí los ojos con pereza y observé con curiosidad a la amiga de Dea,
que estaba en la puerta con la boca y los ojos muy abiertos. Dea se sentó de
golpe en la cama y soltó un grito ahogado ante el susto. Me miró
horrorizada, como si estuviera completamente desnudo.
―Dea… ―la voz de su amiga se apagó.
―Fiama, esto no es lo que parece.
Me empujó con poca delicadeza de su lado y se puso de pie. Su amiga
me lanzó una mirada muy agria, como si acabara de darle una bofetada.
―¿Y el doctor Mancini?
¿Quién es ese?
―Fiama, por favor, escúchame.
Su amiga salió de la casa como una exhalación.
—Dios mío —refunfuñaba Dea sin parar—, ¿qué pensará de mí?
Doblé las piernas sin dejar de mirarla un solo segundo. Quería decirle
algo, pero no sabía qué o cómo hacerlo.
—Todos pensarán que soy una puta ―fruncí mucho el entrecejo―. La
puta de un nazi ―llevó la mano a la boca, pero fue tarde para tragar sus
palabras―. No quise… ―bajó la mirada.
¿Eso piensas de mí?
Me dijo que no estaba bien lo que habíamos hecho.
¿Dormir juntos como dos hermanos?
—Anoche no pasó nada —le recordé en tono débil—, no actúes como si
hubiera pasado algo ―me miró escandalizada―. Y, además, ¿qué tiene de
malo si hubiera pasado? ―Los ojos se le llenaron de lágrimas―. No
tenemos compromiso con nadie.
―No llevas pantalones ―me recriminó entre dientes―, ¿por qué? ¿Qué
pretendías, teniente? ―alzó un poco la voz.
―Estaban muy mojados ―me defendí―, y no pensé que tu amiga
entraría aquí tan temprano ―me fulminó con la mirada―. No pretendía
nada ―le aclaré―, jamás haría nada en contra de la voluntad de una mujer
―mi voz sonó muy dura.
Sus ojos se deslizaron por mi pecho y por mi abdomen de un modo
bastante incitante. Temía no poder controlarme y dejar a la vista mi
entusiasmo. Verla con mi camisa y ser consciente de que no llevaba nada
más debajo de ella, era una tortura. Nunca fui un hombre pasional, pero en
aquel momento, quise agarrarle y rasgar mi camisa. Tumbarla en la cama y
hacerle el amor hasta que gritara de placer.
No me mires como lo hacen todos, Dea, eso duele más que una bala en
el corazón.
Me di la vuelta y traté de serenar mis emociones, pero me estaba
costando mucho. Podía soportar las miradas acusativas y desdeñosas de los
demás, pero no la de ella.
―Tú no entiendes, teniente.
La verdad es que no, Dea.
―Tú estás de paso y debo cuidar mi honor ―gimoteó.
Tal vez, mi corazón se quedé aquí, contigo.
―Mi amiga estará pensando lo peor de mí ―la voz se le quebró un poco
más―. Estamos casi desnudos… ―se sorbió con fuerza la nariz―.
Cualquiera pensaría mal.
Sabes que no ha pasado nada, Dea.
―Dea…
No me dejó terminar la frase.
―Lo mejor es que te mantengas lejos de mí ―cerré los ojos con
fuerza―. Aunque vivamos en la misma casa mientras estés en el pueblo.
Lejos del nazi.
Me di la vuelta y la miré con una expresión muy severa. Llevó la mano
al pecho y dio un paso hacia atrás. Me tenía miedo, tal vez, siempre lo tuvo.
—¿Eso es lo que quieres?
Tú decides por los dos, Dea.
Me miró con lágrimas en los ojos.
Yo solo respetaré tu decisión.
―Sí, es lo mejor.
Le dirigí una mirada teñida de dolor y decepción.
―Está bien.
No era el mismo hombre amable y cortés que conoció semanas atrás,
ahora era otro, el teniente von Richthofen, el nazi desalmado como solían
llamarnos a todos los alemanes.
—No se preocupe, señora —afirmé con el corazón latiéndome por todas
partes—, la trataré con la misma frialdad con la que trato a una extraña —la
apretujé contra mi cuerpo con fuerza—, ya no le causaré ninguna molestia
durante mi estadía aquí.
Mi tono era muy duro y amenazador. Pero detrás de aquella entonación,
solo había tristeza.
—Permiso, señora.
Me dirigí al cuarto de baño para asearme. Golpeé la pared con el puño
con toda la furia que contenía dentro. No la culpaba, era normal estar
aterrada por lo que su amiga pudiera pensar o decir de ella, pero no fue
justa conmigo, en especial, al referirse a sí misma como la puta de un nazi.
¡La puta de un nazi!
Siempre fui un hombre de palabra y esta vez no sería la excepción.
Jamás volveré a molestarla, señora.
Y así lo hice…
Capítulo 10
Volker
Oświęcim, Polonia
Volker:
Viktor.
―De esa batalla nadie sale vivo ―susurré tras calar mi cigarrillo―.
Nadie.
Pensé en la mujer que tenía a mi hermano así y a punto estuve de
sonreír.
Debe ser una mujer muy especial.
Aceleré el coche a toda potencia y crucé el valle con la cabeza en otro
sitio, bastante lejano de allí.
―Dea… ―musité algo ensimismado―. Eres afortunada, porque mi
hermano es un gran hombre.
Llegué a la mansión del Coronel con una carpeta entre las manos.
Saludé con frialdad a los soldados que custodiaban la vivienda, antes de
llamar a la puerta. Me quité el gorro de plato y me arreglé un poco el pelo
con los dedos. Tras llamar dos veces, el ama de llaves me dejó entrar y a los
pocos minutos, la mujer del Coronel vino a mi encuentro en el salón.
―Buenas noches, señora.
Puse mi gorro y la carpeta en la mesa que se encontraba al lado del sofá.
Gerda Schwartz me tiraba los tejos desde la fiesta que realizaron el año
pasado en esta casa. Su mirada y la manera en cómo se comportaba cuando
me veía la delataban.
―Comandante… ―susurró con las mejillas muy arreboladas―. Buenas
noches.
Era una mujer hermosa, pero bastante insegura y triste. Su marido la
engañaba y ella era consciente de ello. Me recordaba mucho a mi madre.
―He venido a despedirme, señora.
En sus ojos vi tristeza y también confusión.
―Oh… ―alcanzó a decir―, pero mi marido no se encuentra en la
ciudad, Comandante.
Me acerqué, acortando la distancia y sintiéndome un verdadero canalla
por lo que haría a continuación. Llevó la mano al pecho y abrió mucho los
ojos cuando recliné un poco la cabeza.
―No venía a despedirme de él, señora.
Vi cómo la saliva cruzaba su delicada garganta nívea ante mi desleal
cercanía.
―Oh.
Por el rabillo del ojo me cercioré de que nadie nos viera. Por fortuna, la
puerta del salón estaba cerrada y nadie podía vernos.
―La noche del baile… ―me humedecí los labios con la lengua con
sensualidad―, no… ―cogí sus delgadas manos temblorosas entre las mías
y la miré a los ojos con una expresión melosa que la derritió por dentro, el
suspiro que lanzó la traicionó ante mí―. No me atreví a invitarla a bailar
―miré hacia un lado―. Me preguntaba si, ¿bailaría una pieza conmigo
antes de mi partida?
La emoción la asfixió y solo pudo emitir un suave «sí», que huyó de
entre sus finos labios rosados en un acto puramente involuntario.
―Pondré… ―titubeó antes de apartarse de mí―, una canción
adecuada, Comandante.
Miré hacia un costado donde el Coronel solía tener bebidas para cada
ocasión. Conocía muy bien aquel lugar, ya que solíamos reunirnos allí a
menudo.
―Nos serviré un poco de coñac ―anuncié y ella asintió antes de
dirigirse al gramófono―. Este somnífero te hará dormir profundamente,
como hace tiempo no consigue hacerlo, señora.
Volvió y le ofrecí una copa que, encantada, aceptó.
―¿Adónde irá, Comandante?
Bebió un sorbito y soltó un gemido acto seguido.
―A Italia.
Frunció un poco los labios.
―¿Tiene una misión allí?
Bebí un buen trago de mi copa.
―No puedo hablar de ello, señora.
―Lo siento, no quise inmiscuirme… ―la detuve con un ademán suave.
―No se preocupe, señora.
Bebió un buen sorbo, suficiente para que el polvillo tuviera el efecto que
deseaba. Aquella bella y solitaria mujer bebía con asiduidad. Un rumor que
escuché durante la última reunión que tuvimos aquí.
Bebe para ahogar tus penas, señora.
―¿Me serviría un poco más, Comandante?
Cogí la copa de su mano con suma delicadeza y el simple roce de
nuestros dedos la hizo gemir de placer. Llevé la copa vacía a mis labios y
rocé la huella que dejaron los suyos en el cristal. Mi gesto la conmovió
profundamente.
―Es usted la mujer más hermosa que jamás conocí, señora ―mi
confesión era sincera―. Lástima que la conocí tarde ―algunas palabras
tenían un efecto sanador en nuestras almas―. ¿Puedo pedirle algo?
Una lágrima recorrió su pálida y suave mejilla de porcelana.
―Todo lo que quiera, Comandante.
Con el pulgar le sequé la lágrima que rodó de su ojo derecho, robándole
otra del ojo izquierdo. Nunca vi tanta angustia, dolor y desesperación en
una sola mirada.
―No olvide que es usted una gran mujer ―pestañeó dos veces y unas
lágrimas rebosaron las cuencas de sus ojos―. Aunque le digan lo contrario
―sabía muy bien a quién me refería―. Recuerde mis palabras cuando las
dudas la envenenen.
Rodeé mi cuello con sus delgados y blanquísimos brazos sin darle
tiempo a que reaccionara. Se tensó y luego se estremeció a partes iguales.
Su dulce y suave perfume a flores asaltó mis fosas nasales como supuse que
el mío lo hacía con los de ella.
No me mire así, señora, o tendré que hacerle el amor por compasión y
no quiero esa carga.
―Y no olvide esta noche ―le pedí en tono suplicante―. ¿me lo
promete?
La canción que eligió, una que no me decía nada, sonaba de fondo
mientras sus ojos verdes se clavaban en los míos de un modo casi
implorante.
―No lo haré, Comandante ―abrió y cerró los ojos con dificultad―. No
me siento muy bien.
Lo siento, señora.
Dos minutos después, se mareó y llamé al ama de llaves.
―La señora no se siente muy bien ―le comenté al verla―. Tal vez está
muy cansada.
La mujer se asustó y me rogó que la cogiera en brazos para llevarla a su
habitación.
Es mi oportunidad.
―¿Dónde está su dormitorio?
La mujer era sumisa y apenas me dirigió la mirada. No hablaría, no se
arriesgaría. Subimos las escaleras y me indicó la puerta. La abrió y entré.
―Prepárele un poco de té ―le ordené―, ha bebido de más.
Ella miró a Gerda con expresión ensombrecida, ya que no era la primera
vez que bebía más de la cuenta. Aunque, el somnífero que le puse en la
bebida aceleró el proceso.
―Sí, señor.
Hinqué la rodilla en el colchón con sumo cuidado y acomodé a Gerda en
él.
―Comandante… ―gimió adormilada―. Hágame el amor como nunca
lo hizo antes… ―me rogó sin abrir los ojos.
Alargó la mano y la cogí entre las mías.
―Nunca olvidará esta noche ―le prometí―. Nunca…
Le di un casto beso en la frente.
―Lo siento, pero no me quedó otra alternativa ―le susurré cerca de los
labios―. Fue una noche espectacular, señora.
Ante todo, era un caballero. Me incorporé y salí de la habitación rumbo
al despacho del Coronel. No tardé en hallar lo que buscaba. De paso, cogí
otros documentos que involucraban unas granjas y un orfanato. Eran los
únicos que no estaban firmados por el Coronel.
María, tus oraciones son milagrosas.
Bajé las escaleras como una exhalación y cogí la carpeta que había
traído del salón. Al salir, me encontré con el ama de llaves que sostenía una
taza humeante de té negro. Lo deduje por el olor.
―Buenas noches ―la saludé―. Dígale a la señora que fue una noche
muy especial.
Ella asintió sin apenas dedicarme una mirada.
―Sí, señor.
Me retiré de la casa con los documentos y con una rara sensación en el
pecho. Miré el cielo suspiré hondo, fue inevitable.
Lo he conseguido.
Me despedí de los soldados con la misma sequedad de horas atrás y subí
al coche. Dirigí una última mirada hacia la casa y suspiré.
―Espero que recuerde mis palabras, señora.
Pocos eran capaces de luchar por lo que creían y muchos menos contra
lo que la mayoría creía. Eso estaba pasando en esta guerra. La gente estaba
cegada por una ideología ajena a sus principios y valores. Pero eran
incapaces de ir contra ella, por fortuna, toda regla tenía una excepción.
Yo era un ejemplo.
Siempre fui rebelde, el dolor de cabeza de mis tíos, los que me criaron
tras la muerte de mis padres. Nunca seguí las reglas, ni siquiera las
impuestas por Dios. Clavé los ojos en la cruz de la capilla y toqué la visera
del gorro a modo de saludo.
Seguro que entiendes mi corazón, Dios.
Encendí un cigarrillo y lo calé hondo cerca del coche mientras esperaba
a María. Exhalé el humo por las fosas nasales y levanté la vista para
observar el cielo azul de aquel día. Era tan espléndido que me daban ganas
de vomitar. Si de verdad existía un Dios tan omnipotente y misericordioso
como decían, ¿por qué no evitó las muertes de aquellos niños inocentes esta
mañana?
¿Por qué no lo hiciste tú, Volker?
Era fácil acusar a Dios de todo, al fin y al cabo, nosotros elegíamos el
mejor camino. Y no siempre optábamos por el que creíamos el más
correcto, por temor más que nada.
Eres un maldito cobarde.
Era más fácil cuando buscaba la muerte y no tenía una razón para seguir
respirando. Ahora tenía una misión, una bastante peligrosa y arriesgada.
Salvarla.
Cada vez que salvaba a los suyos, la salvaba a ella.
Alina.
No levantarán monumentos en mi memoria o festejarán un día por mi
heroica acción, pero al menos me sentiré menos culpable el día que muera.
―Volker ―la voz de María me sacó de mis pensamientos―. ¡Has
vuelto!
Arrojé la colilla del cigarrillo y lo pisé antes de acercarme a ella. Ladeó
la cabeza con una sonrisa carente de emoción. No le devolví la sonrisa,
algunas cosas me costaban mucho.
―Lo conseguí, María.
Nos estrechamos con mucho afecto.
―El documento ya no existe.
Lo quemé en uno de los hornos, esta mañana.
―Eres nuestro salvador, Volker.
Al apartarme de ella, me miró con unos ojos teñidos de dulzura y
admiración. Le dediqué una sonrisa triste, la única que solía curvar mis
labios los últimos años.
―Sabía que algún día volverías, Volker.
No, María, eso nunca pasará.
―¿Cómo está? ―pasé a otro tema―. ¿Mejor?
Me cogió de la mano y me llevó hasta un banco de cemento, delante de
la pequeña capilla. Nos sentamos y clavamos la vista en la imagen de la
Virgen María.
―Físicamente está mejor ―asentí tras desviar la mirada de la imagen
sagrada―. Pero por dentro, está destruida.
Salvar a la intérprete fue una locura y sacarla del burdel sin que nadie se
diera cuenta, una gran hazaña, pero nunca se sabía cuándo necesitaría a una,
así que me arriesgué.
―No pude salvar su alma, María.
Me miró con expresión entristecida.
―Pero le diste la oportunidad de que no la perdiera del todo.
Cogí su mano delgada y pequeña con dulzura. Mi gesto llenó sus ojos de
lágrimas, gotas cristalinas que, poco a poco, se derramaron por sus mejillas
pecosas.
―¿Te vas, verdad?
Tenía nueva misión en tierras lejanas y las probabilidades de volver eran
muy escasas. Así que, prefería ser sincero con ella, como siempre lo fui
desde que éramos niños.
―Me convocaron para una misión ―me encogí de hombros―, en el
pueblo donde está Viktor.
Sus ojos brillaron con intensidad.
―Las cosas se están complicando, María ―su menudo cuerpo empezó a
tiritar como si tuviera mucho frío―. No sé cómo terminará todo esto.
Bajó la cabeza y sollozó en silencio.
―Pero si tengo la oportunidad de volver ―asintió sin mirarme―, lo
haré, te lo prometo.
Aparté mi mano de la suya y cogí una piedra que había encontrado en el
campo de concentración. Tenía la forma de un corazón, como la que ella me
regaló cuando éramos niños. Cogí de nuevo su mano y la giré.
―Lo prometo, María.
Le dije exactamente lo mismo cuando decidió entrar en el convento.
Deposité un beso en la piedra y la puse en su palma acto seguido.
―Volker… ―cogió algo del bolsillo de su hábito―. No te apartes
nunca de él ―era un pequeño rosario de diez bolitas de color negro hecho
por ella misma―. Te protegerá siempre.
Lo guardé en el bolsillo de la guerrera.
―Pero antes de viajar, tengo una misión ―ladeó la cabeza―, al fin
encontré al hijo de mi nana ―exhaló hondo ante la sorpresa―, el hijo que
tuvo de mi padre ―bajé la mirada―, producto de la violación.
María cogió mis manos y sintió el temblor que me provocaba la ira.
―Es vuestro hermano, Volker.
Levanté la vista y la miré.
―Un desertor ―sonrió con cierta malicia―, un rebelde como yo.
Capítulo 11
Dea
Fui a la escuela como todos los días, pero ahora, volvía sola a casa, ya
que el teniente no iba más por aquellos lados. Cada vez que miraba la
parada de autobús, mi corazón se encogía al no verlo por allí. Muchas
veces, fantaseaba con que aparecería de sorpresa y nos olvidaríamos de lo
ocurrido. Pero él esperaba una disculpa y mi orgullo no me dejaba
pedírsela. ¡Dios! Era peor que Turandot, la princesa de hielo de la famosa
ópera de Puccini.
—Te lo mereces —me recriminé con lágrimas en los ojos.
Aquel día, a pesar del calor excesivo que hacía, decidí ir a pie hasta mi
casa. Durante todo el camino, me puse a canturrear: Nessun Dorma
mientras unas estúpidas lágrimas rodaban por mis mejillas. Necesitaba
desahogarme y nada mejor que aquella canción. Unos pasos me hicieron
girar el rostro de manera vertiginosa.
—¿Hola? ―expresé algo asustada―. ¿Hay alguien ahí?
Nada.
Contemplé los árboles y después la carretera. No había nadie, quizá era
solo un animal. Me encogí de hombros con una rara sensación en las
entrañas.
Es solo producto de tu imaginación.
Llegué a mi casa con los pies muy doloridos, llenos de ampollas y
callos. Me senté en la silla y solté un gemido de dolor. La puerta del cuarto
de baño se abrió y giré el rostro en un acto reflejo. Ay, Dios.
El teniente salió de allí envuelto en una toalla blanca que le llegaba hasta
las rodillas. Tenía la mano en la cabeza cuando me vio allí con uno de mis
pies en la mano. Deslicé los ojos por su cuerpo musculoso con un nudo
gigante en la garganta.
—Buenas tardes, señora —me saludó con sequedad.
Unas gotas de agua cristalina adornaban sus anchos hombros y se
repartían por todo su torso definido. Nunca había visto a un hombre tan
esbelto y perfecto como él. Miré con discreción las líneas bien marcadas de
su pelvis que formaban una V. Levanté la vista y lo miré a los ojos.
—Buenas tardes, señor.
No podía desviar la mirada de su rostro serio. Sus ojos me miraban, pero
no brillaban como antes. Mi ofensa apagó aquella luz que solía iluminar los
míos.
¿Irás a cenar con Laura como me dijo Fiama?
—Le dejaré la cena en la mesa —le comuniqué tras bajar la mirada y
concentrarme en sus preciosos pies—, espero que le gusten los ravioles —
no me dijo nada—, permiso —no pude levantarme de la silla―. Auch…
Caminó hasta la cama y mis ojos se clavaron en sus musculosas piernas.
La toalla terminó en el suelo y un gemido de susto se me escapó de lo más
hondo de mi ser. Me rogué, me exigí, no levantar la vista, pero,
desobediente como era, terminé haciendo exactamente lo contrario.
—No se preocupe por mí —me pidió en tono brusco—, no vendré a
cenar —alzó la voz, pensando que estaba lejos de él.
Mis ojos subieron a cámara lenta por sus largas y torneadas piernas,
hasta llegar a sus blanquísimas y firmes nalgas.
«Dios mío».
¿Acaso estaba loco? ¿Por qué se desnudaba delante de mí sin tapujos ni
vergüenza? Me levanté con brusquedad y alcé la barbilla en un gesto
desafiante.
—¿Cenará con Laura?
Se dio la vuelta y me miró estupefacto antes de coger la toalla del suelo
y cubrirse a toda prisa con ella. Supuse que pensaba que miraba otra cosa.
—¿Perdón?
Me sonrojé como un tomate ante su mirada elocuente. Pero ¿qué estaba
haciendo?
—Nada —susurré,— disfrute de la cena y la compañía, teniente.
Me levanté y solté un gemido de dolor.
—¿Le duelen los pies? No debería caminar tantos kilómetros con esos
zapatos —me reprendió—, siéntese —me ordenó.
Lo fulminé con la mirada. ¡No era una cría para que me hablara en aquel
tono tan autoritario!
—No sea terca —me reprendió con los dientes apretados—, le prepararé
una santa solución contra las ampollas.
Di exactamente dos pasos cuando me cogió del brazo con cierta
brusquedad.
—Es una orden, señora.
Su voz era firme y no admitía réplicas. Me senté tras tragar el enorme
nudo de emociones que se me había formado en la garganta. Se acercó al
fregadero de cubiertos envuelto únicamente por la toalla y cogió algo que
no logré ver desde mi sitio. Llenó un cubo de agua y desparramó sal en ella.
¡No!, grité para mis adentros ante el crimen que acababa de cometer. No se
podía desperdiciar de aquel modo la sal en estos tiempos tan difíciles.
—Esto aliviará las molestias de sus pies, señora.
Se acercó y colocó el cubo de agua salada cerca de mis pies. Se acuclilló
y temí que la toalla se desenganchara de su cuerpo y dejara al descubierto
todo su esplendor. Aunque, mi lado más perverso, quería exactamente lo
contrario.
Dea, ¿qué te pasa?
Las mejillas empezaron a arderme ante mis pensamientos un tanto
indecentes. Las cosas empeoraron cuando cogió mis pies y los revisó con
suma delicadeza. Sus manos eran frescas y suaves. No tenían callos como
las mías. Su cabeza estaba cerca de mis rodillas y unas gotas se deslizaron
de ella sobre mi piel. Un leve suspiro se me escapó cuando tocó mis
ampollas.
—Tiene muchas ampollas.
Alargué la mano y la puse en su hombro cuando apretujó una de las
ampollas. ¿Lo hizo a propósito? Me miró con una expresión bastante
discutible. ¿Le divertía aquello?
—¿Le duele?
¡Qué va! ¡Me lo estaba pasando genial! ¡Era como comer manzanas
acarameladas!
—No tanto —afirmé con retintín.
Me miró con expresión socarrona antes de deslizar sus blanquísimas
manos por todo mi pie, hasta llegar a mis talones. Toda la piel se me erizó
ante aquel simple contacto. Su olor a jabón de coco y su deliciosa colonia
llegaron a mis fosas nasales y me robaron un suspiro. Él levantó la vista
para mirarme con atención. Su rostro era tan armonioso. Su nariz
respingona, sus labios carnosos y sus hermosos ojos azules eran una
combinación perfecta.
Y peligrosa.
—Esto le aliviará la molestia.
Metió mis pies en el agua y un pequeño jadeo se me escapó. El alivio
fue inmediato. Se incorporó y mis ojos se clavaron en su tripa definida. Un
camino de vello dorado bajo su ombligo me indicaba con exactitud donde
se hallaba el pecado.
¡Deja de pensar cosas indecentes!
—Hoy llegaré tarde —me comunicó—, debo realizar guardia en el
pueblo de Santa Anna di Stazzema.
Mentira.
Asentí con un leve movimiento de cabeza. Él se puso la ropa con
extremo cuidado. No lo estaba mirando, esta vez no lo hice.
—Gracias, señor.
Levanté la vista.
―De nada, señora.
Se retiró de la casa tras despedirse de mí y Giada. Salí para observarlo,
como siempre lo hacía desde que se hospedó aquí. En el puente se encontró
con Laura, con quien se marchó.
Oh…
La tristeza se adueñó de mí cuando ella entrelazó su brazo con el de él.
Un enorme nudo se me formó en la garganta y apenas me dejó respirar.
Sentí algo que nunca, en toda mi vida, sentí antes por un hombre.
¡Celos!
Con aquel pensamiento, me dirigí a la casa de mi amiga tras bañarme.
No pude dormir, el sueño brillaba por su ausencia. Fiama, a su vez, dormía
a pierna suelta a mi lado. Me levanté y fui hasta la cocina para beber un
poco de agua. Hacía mucho calor. Tras beber, salí al jardín y observé el
cielo estrellado. La noche en mi pueblo era idílica. Alguien rio a lo lejos,
eran unos soldados alemanes. Los miré fijo por unos segundos. Reían a
carcajadas y bebían. Creo que estaban borrachos. Paralizada, me quedé allí,
rezando porque no me vieran. Giré sobre mis talones y di exactamente dos
pasos hacia la casa de mi mejor amiga cuando uno de ellos gritó:
—¡Bella donna!
Se acercaron a toda prisa y se interpusieron en mi camino. Eran tres.
Tragué con fuerza cuando intercambiaron una mirada muy maliciosa.
—Me gusta su ropa —declaró uno que medía unos dos metros como
mínimo—, es sensual.
Llevaba puesto un camisón estampado con un pronunciado escote en V.
Mi corazón latía con desenfreno ante la mirada lasciva que esos tres me
dedicaron.
—¿Es usted la viuda?
Su italiano sonaba muy raro, no como el del teniente, que según me dijo,
aprendió el idioma con una institutriz.
—Permiso… —me excusé en tono bajito.
Ellos, en lugar de darme el paso, me acorralaron.
—Es usted muy guapa y seguro que necesita un buen polvo.
Temblé de pies a cabeza cuando uno de ellos, de pelo más oscuro y piel
muy blanca, me tocó la mejilla encendida. Apenas podía respirar ante el
miedo que tenía. Mis rodillas me fallaron y el pulso se disparó.
—Sea buena y nosotros seremos buenos con usted.
No emití una sola palabra, si corría o gritaba, ellos me dispararían sin
piedad.
―No tenga miedo.
Uno de ellos se puso detrás de mí y me apretujó contra su fuerte cuerpo
mientras los otros dos se bajaban la cremallera de los pantalones con
premura.
—Por favor, no me hagan nada —les imploré.
El que me sostenía, me tocó los senos con poca delicadeza. Se echaron a
reír y dijeron algo en su lengua, algo que no comprendí. A ellos, poco o
nada, les importaban mis súplicas. Lo que querían era pasarlo bien con la
campesina, la viuda joven, como muchos me llamaban en el pueblo. Las
lágrimas surcaron mi rostro en pocos segundos, estaba aterrada y apenas fui
capaz de escuchar lo que decían. El miedo me ensordeció.
—Was machen Sie?! —preguntó alguien en un tono bastante severo—,
lassen Sie es! Jetzt!
Se apartaron de mí sin protestar o poner resistencia alguna.
—Jawohl! —chillaron y dieron un taconazo—, Sieg Heil!
Cuando el hombre se acercó a nosotros, pude reconocerlo, era el
Teniente von Richthofen, que acababa de quitarse la camisa para
ponérmela.
¿Y su guerrera?
Se acercó al que me sostuvo y le dio un brutal rodillazo que lo dobló por
la mitad. Le dijo algo en un tono bastante duro.
―¿Se encuentra bien, señora?
Me miró con pesadumbre.
―No, señor.
Seguía temblando.
―Pagarán caro esto ―me prometió.
Los tres le dedicaron el saludo de los nazis antes de marcharse del lugar
sin mirar atrás. El que recibió el rodillazo, sujetaba el estómago con las
manos.
—Lo lamento —me dijo ofuscado—, pero ¿qué hacía fuera de la casa a
estas horas?
Su tono riguroso me desarmó aún más por dentro.
—Buscaba aire fresco —le respondí tras tragar el nudo de emociones
que se me había formado en la garganta—, no lograba conciliar el sueño
―los labios me temblaron.
Alargó la mano y me arregló un mechón de pelo.
—Du bist wunderschön —susurró con una voz bastante aterciopelada.
Conocía aquella última palabra, significaba «hermosa» en alemán.
Supuse que me dijo que era hermosa o algo así. Me sonrojé como un
tomate.
—Ellos no volverán a molestarle —me aseguró—, pero no puedo
defenderla de los demás —me miró con ojos melosos—, mujeres hermosas
como usted son como miel para las moscas.
Abrí la boca como para replicarle, pero cuando Laura habló a lo lejos,
cerca de su casa, la volví a cerrar de manera automática. El teniente giró el
rostro.
―No tardaré ―le contestó él y me partió el corazón.
¿Habían pasado la noche juntos? La respuesta era más que evidente. Me
quité la camisa que me había puesto y se la devolví sin lograr ocultar la
pena de mis ojos.
—Gracias, señor —le agradecí con la camisa extendida hacia él—.
Buenas noches.
Cogió la camisa y el roce de nuestros dedos me estremeció.
―¿Está bien?
No, señor.
―Lamento lo ocurrido, señora.
Yo también.
―No volverá a pasar.
Aparté mi mano.
―Fue… ―la voz se me rompió―, si usted no llegaba a tiempo… ―él
me atrajo hacia sí y acomodé mi cabeza en su pecho alterado.
Puso la mano en mi cabeza y respiró hondo.
―Lo siento, Dea.
Cuando pronunció mi nombre con tanto dolor y nostalgia, me aparté de
él y salí corriendo hacia la casa de Fiama. Tras cerrar la puerta, me puse de
espalda contra ella y me deslicé por la madera hasta sentarme en el suelo.
Pegué las rodillas a mi pecho y apoyé la cabeza en ellas con el alma hecha
trizas. Lloré en silencio, por lo ocurrido y también por lo que sentía al saber
que estaba con otra. Yo también lo siento, Viktor.
Capítulo 12
Viktor
Schwelm, Alemania
D espués de casi dos meses fuera del pueblo, el doctor Mancini volvió.
Y esa misma noche vino a mi casa a cenar. Me trajo una cesta de
mimbre repleta de alimentos y un tierno ramo de margaritas.
―Buenas noches ―lo saludé algo cohibida―. Gracias.
Pensé que no podría venir, ya que era un hombre muy ocupado y mucho
más en estos momentos tan delicados en nuestro país.
―Buenas noches, Dea.
Cuando me dio un casto beso en los labios, me sorprendí un poco y
también me asusté.
―Estás preciosa esta noche.
Me sonrojé, pero no como solía pasarme con el teniente, era distinto y
sin aquel cosquilleo peculiar en el centro de mi estómago.
―Gracias, Cesare ―raras veces lo llamaba por su nombre―. Adelante.
Se alisó la chaqueta con las manos y observó curioso la cama del
teniente en el salón.
―¿Es del oficial alemán?
Todos en el pueblo hablaban de ellos, de los alemanes y la misión que
les había traído por estos lados.
―Sí.
Volvió a mirar la cama, pero con aire más despectivo, algo que me
obligó a fruncir el ceño. Supuse que le tenía cierta antipatía a los alemanes.
―Anoche bombardearon Florencia y hubo muchas bajas ―me comentó
mientras se acercaba a la mesa―. En el hospital llegaron varios niños ―se
ensombreció―. Mutilados por las bombas ―recalcó aquella frase con un
tono muy frío―. Muchos murieron antes de ser atendidos ―lamentó.
Cogí la cesta y el ramo con manos temblorosas.
―¿El oficial alemán te trata bien?
No comprendí muy bien su pregunta.
―Es que conocí a unos de su misma División que no eran muy amables
―siseó con la mirada clavada en la mía―. Y si este hombre no te trata
con…
Le hice un ademán con la mano antes de que terminara su frase.
―Es un hombre decente ―le aseguré―. No te preocupes ―asintió―.
Además, estos días duermo con Fiama ―levantó las cejas ante la sorpresa y
le comenté lo ocurrido días atrás―. La tormenta se llevó parte del tejado de
mi habitación.
El simple hecho de nombrarlo estrujó mis entrañas.
―De todos modos, puedes quedarte en mi casa ―cogió mi mano y
depositó un beso en el dorso―. En la Villa que tengo a pocos kilómetros de
aquí.
Miró hacia la puerta de mi habitación.
—El fin de semana terminarán las reformas —comenté tras posar la
cesta sobre la mesa—. Gracias, de todos modos.
Coloqué el ramo en un jarrón con agua. Eran preciosas las margaritas,
aunque a mí me gustaban más los girasoles.
En especial los que el teniente suele dejar en mi camino por las tardes
tras las clases.
―Los alemanes se marcharán dentro de poco ―anunció Cesare y toda
la sangre abandonó mi cara―. Al menos eso se rumorea en Florencia.
¿El teniente se marcha dentro de poco?
Coloqué el jarrón en el centro de la mesa con un enorme nudo en la
garganta, instante en que el teniente von Richthofen cruzó la puerta
principal y todo mi ser reaccionó.
¿Por qué me dolía tanto su partida?
Apreté con fuerza los dientes y tragué el nudo que se me formó en la
garganta. Pero los ojos, llorosos, me delataban ante él. No volveré a beber
su café, ni escuchar su música o ver su hermosa sonrisa ladeada. Bajé la
cabeza y aspiré una gran bocanada de aire para recuperar el control de mis
emociones.
Se va y jamás volveremos a vernos.
Era la triste y dura realidad.
—Buenas noches —saludó con sequedad a Cesare—, buenas noches,
señora.
Le presenté con solemnidad a ambos.
―Buenas noches, teniente von Richthofen ―le saludó Cesase con
amabilidad fingida.
El teniente me miró de refilón.
―Buenas noches, doctor Mancini.
Cesare lo miró con curiosidad por unos segundos, parecía estar
analizándolo. El teniente parecía molesto.
¿O solo era impresión mía?
Me echó una mirada de soslayo y apretó con fuerza la mandíbula tras
ello. Le sonreí, pero él no me sonrió y eso me dolió.
―Buenas noches ―le replicó Cesare en un tono frío y distante.
Carraspeé nerviosa antes de hablar.
—¿Cenará con nosotros, teniente?
Me miró por un breve segundo.
―No, señora ―me respondió antes de quitarse la guerrera y ponerla en
su cama―. Me invitaron a cenar ―miró a Cesare―. Con una hermosa
dama.
Una mano invisible estrujó mis tripas con saña mientras una sonrisa de
satisfacción imperaba en el rostro curtido de Cesare. ¿Por qué sonreía?
—Espero que disfrute, teniente.
Cambié el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra con cierto
nerviosismo mientras él se quitaba los tirantes y remangaba la camisa acto
seguido, dejando al descubierto sus fuertes y níveos brazos cubiertos por un
fino vello dorado.
—Gracias, señora ―reclinó la cabeza—, permiso y buen apetito para
ambos.
Cogió algo de su mochila, era un peluche de conejo de color rosado y
una pequeña cesta con alimentos, la que solía dejar en la mesa cada mañana
antes de marcharse. Se puso de pie y me miró con mucha melosidad.
¿El peluche era para esa mujer misteriosa? ¡Qué cursi!
—Gracias, teniente ―repuse en un tono bastante seco.
Cesare se cruzó de brazos tras lanzarme una mirada inquisidora.
―Debo convencerla ―acotó el teniente en tono suave―, de que lo
mejor será que le rape el pelo.
¿La dama en cuestión era Giulia?
Mi corazón, desobediente como de costumbre, dio una pirueta peligrosa
en mi pecho cuando mencionó a Giulia de manera tácita. Su tono
aterciopelado y su dulce mirada me erizaron toda la piel. Antes de
marcharse, cogió una botella de vino que tenía cerca de la mesita de noche
y se la entregó a Cesare.
―Espero que os guste.
El doctor Mancini cogió la botella con una mirada de sorpresa mientras
el teniente me dedicaba una dulce mirada. Nos quedamos allí, mirándonos
unos segundos que me parecieron eternos.
―Gracias, teniente.
Cuando Cesare se dirigió a la mesa con la botella, el teniente cogió un
girasol del baúl que se encontraba delante de su cama y depositó un beso en
él antes de dejarlo sobre el gramófono.
―Hasta luego, señora.
Antes de cerrar la puerta, me dedicó una última mirada, una que me
erizó incluso el corazón. Llevé la mano al pecho y traté de consolar a mi
pobre músculo.
Se va y jamás volveré a verlo.
Siempre que escuche esta canción, pensaré en usted, vaya donde vaya.
¿Por qué me decía aquello? ¿Acaso se marcharía del pueblo estos días?
Los ojos se me llenaron de lágrimas sin que pudiera evitarlo.
Disípate, noche.
Ocúltense, estrellas.
Ocúltense, estrellas.
Al amanecer venceré.
¡Venceré! ¡Venceré!
Poco tiempo después, trajo una vasija con agua tibia y unos algodones.
También alcohol y yodo. Por fortuna, los tenía y así evitaría que la herida se
infectase. Me tocó la frente con la mano.
—¡Estás ardiendo en fiebre! ¡Iré a por el doctor!
Le cogí la mano y la miré con una expresión de debilidad. No podía salir
a esas horas, el toque de queda era muy estricto y cualquiera podría
confundirla con algún partisano.
—Es peligroso salir a esta hora, Dea.
La convencí, y, además, faltaba poco para que amaneciera. Me limpió la
sangre de la pierna con sumo cuidado tras taparme la entrepierna con la
toalla. Cuando terminó, se cambió de ropa y también la sábana de la cama.
―Te necesito, Dea ―musité con los labios temblorosos―. A mi lado…
―pensé en mi esposa en ese momento, en lo solitaria que estuvo mientras
agonizaba bajo los escombros―. No me dejes solo.
Tenía mucha fiebre y un miedo inhumano. ¿Acaso la muerte estaba
cerca? ¿Había perdido demasiada sangre y no lograría sobrevivir? Dea
empezó a llorar y el alma simplemente abandonó mi cuerpo.
―No llores, mi amor.
Me miró como si acabara de salirme otra cabeza.
―Me parte el alma verte así.
Estaba tan débil que apenas conseguía respirar. Tragué con fuerza y le
lancé una mirada de angustia. Tenía mucho frío y también sed.
―Tengo sed…
Empapó un poco de algodón y humedeció mis labios enfebrecidos con
él. El frescor del líquido calmó mi ansia, al menos un poco.
―Túmbate a mi lado, Dea ―le rogué―, tu calor me ayudará.
Nos cubrió con una manta y apoyó la cabeza en mi pecho. En silencio
empezó a rezar y a sollozar. Le rogó a Dios que me curara, porque su
corazón no soportaría otra pérdida.
¿No soportarías perderme?
Levantó la cabeza y acercó sus labios a los míos. Sus lágrimas
empaparon mi rostro enardecido por la fiebre y el contacto de su dolor con
mi piel me estremeció.
―Te salvaré, mi amor.
Me dio un apasionado beso como si en aquella caricia me entregara su
alma. Cuando apartó los labios, intenté hablar, pero el cansancio me venció
y me quedé profundamente dormido, sin saber si volvería a abrir los ojos
otra vez.
Al día siguiente, antes de que el sol emergiera por completo, oí una voz
femenina, la misma del día anterior o al menos eso me parecía, no estaba
del todo seguro, ya que la borrachera seguía muy latente en mí. Abrí los
ojos con pereza y solté un gemido de dolor. La resaca era cruel.
―¡Giada! ―chilló la mujer―. ¡Hoy pescaremos!
¿Pescar? ¿Sabía hacerlo? Me levanté del suelo algo mareado y traté de
enfocar la vista hacia el balcón. El sol apenas iluminaba el suelo con sus
débiles rayos dorados. ¿A qué hora se levantaba aquella criatura? Cerré los
ojos y traté de calmar la molestia que me provocó el exceso de alcohol.
Visualicé mi reloj con cierta dificultad.
―¿Son las seis y media?
Me levanté del suelo con el cuerpo adolorido. Llevé la mano a la nuca y
moví la cabeza de un lado al otro. Me dirigí al balcón y como la última vez,
me escondí detrás de las cortinas.
―Es ella ―musité algo sorprendido―. ¿Qué hace?
Nadie entraba aquí y menos al ver el cartel enorme escrito en alemán.
Aquella enorme palabra en negro, prohibido, hacía temblar a todos, menos
a ella, claro estaba.
―¡He pescado uno bien grande, Giada!
Levantó un tipo de lanza de madera con la punta bien afilada y con un
pescado de tamaño considerable en ella.
―Vaya, ¿de dónde salió esta gladiadora?
Puso el pescado en un recipiente y volvió sobre sus pasos para intentar
de nuevo pescar algo, pero esta vez, no lo logró. El resoplido de
indignación me lo dejó claro.
―Al menos uno ―clavó la lanza en el suelo―. Nada mal, ¿eh? ―besó
al animal―. Hoy comerás caldito de pescado con verduras.
El animal relinchó a modo de respuesta.
―¿Lo hizo en italiano? ―me burlé algo mareado―. Dios, ¡qué dolor de
cabeza! ―me masajeé las sienes con los dedos―. Necesito un poco de café
―pero a pesar de mi necesidad, no me moví de allí y, mucho menos, al ver
cómo ella se quitaba el vestido―. ¿Qué pretende hacer?
La enagua blanca que llevaba, dibujaba con sensualidad sus curvas. Miré
hacia los lados para cerciorarme de que nadie estuviera por las cercanías.
Entró en el agua con la lanza y con pasos lentos caminó sobre las piedras.
Atenta, observaba el agua que corría bajo sus piernas semiabiertas. Ladeé la
cabeza, concentrado en cada uno de sus movimientos.
―¡Sííí! ―gritó con euforia tras clavar a un pescado con la lanza―. ¡Lo
conseguí, Giada!
El animal relinchó y aquello me llamó mucho la atención. ¿Era capaz de
entenderla? La mujer salió del agua y el sol, atrevido, enmarcó su esbelto
cuerpo, dejando a la vista partes que despertaron algunas del mío.
―Joder…
Llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer, pero aquella reacción no
era normal en mí, al menos no después de la muerte de Alina.
―Además de la resaca, ahora tengo una molesta reacción ―farfullé
molesto tras mirar mi entrepierna―. Scheiße…
La tela quedó casi transparente bajo los rayos del sol y sus pezones,
rosados y erectos, quedaron al descubierto, incendiándome por dentro.
―Cúbrete ―ronroneé molesto―. Algunos de mis hombres podrían
llegar en cualquier momento…
Se puso el vestido con una lentitud martirizante y al ritmo de: La
Barcarolle de Offenbach con su encantadora voz. No pude moverme de mi
sitio y la resaca se hizo más amena ante el cántico que aquella criatura me
regalaba. Giró con gracia sobre sí misma después de ponerse los zapatos.
Cogió su lanza y la ocultó detrás de un árbol sin dejar de cantar.
―Magnífico ―me crucé de brazos sin desviar la mirada de ella un solo
instante―. Una dádiva del cielo… ―enarqué la ceja―. ¿Cómo se llamará?
Cogió un par de manzanas y tras mirar hacia la casa, montó el animal y
se marchó como la última vez.
―Adiós, bella dama.
Llevé la mano a la sien con la mirada clavada en el arroyo. Levanté una
ceja y esbocé una sonrisa ladeada antes de quitarme la camisa. Giré sobre
los pies y me dirigí al cuarto de baño para cepillarme los dientes con agua
oxigenada. Después, me enfilé al arroyo donde me bañé tal cual había
venido al mundo, preguntándome cómo reaccionaría la intrusa si me viera.
―Probablemente… ―nadé de espaldas―, me lanzaría una manzana a
la cabeza… ―sonreí, una vez más y en menos de veinticuatro horas―.
Vaya… ―enterré mi cabeza en el agua helada―. ¿Quién eres y cómo has
logrado que piense en ti?
Al salir del arroyo, me sequé con la toalla que había traído sin dejar de
pensar en ella, en la intrusa de la preciosa voz.
Los ángeles sentirían envidia del don que Dios te dio.
Me encaminé a la casa envuelto en la toalla y con una sonrisa petulante
en los labios. Era la tercera vez que sonreía y todo gracias a una
desconocida que, tal vez, jamás volvería a ver. Pero, estaba equivocado, al
día siguiente, a la misma hora, regresó con su animal y con un poco de ropa
sucia. Bebía café, absorto en mis pensamientos, en el balcón, entre las
cortinas, donde no podía verme. Ayer traté de hacerlo, pero no vi más que
una puerta cubierta por telas envejecidas.
―¿Y esto? ―expuso en tono alto y claro―. ¿De dónde salió esta rosa
amarilla?
Miró hacia los lados algo asustada.
―¿Hola? ―balbuceó―. ¿Hay alguien aquí?
Creo que fue una mala idea dejarle aquella rosa o, tal vez, no. Quizá no
volvería y así, se evitaría problemas.
―Puede que hoy sea el último día que la vea por estos lados…
―ronroneé abatido―. Y creo que sé cómo despedirme de ella.
Fruncí el entrecejo antes de girar sobre mis talones y acercarme al piano.
Puse la taza del café sobre la mesita a un lado antes de levantar la tapa de
las teclas y ponerme a tocar: Nessun Dorma. Cerré los ojos e imaginé la
expresión de su rostro al escuchar el piano, la composición que elegí
pensando en ella.
Pensando en ella.
Me levanté tras finalizarla y volví al balcón con una extraña ilusión en el
pecho. Para mi sorpresa, ella seguía allí, con la rosa entre las manos y una
sonrisa apenas perceptible en los labios. Balanceó la mano a modo de
saludo o, tal vez, de gratitud.
De nada.
Montó su yegua y se marchó del lugar lentamente. A mitad de camino,
se detuvo y giró el rostro para dedicarme una sonrisa que, dibujó otra en la
mía.
Capítulo 17
Dea
Schwelm, 1935
Nuestro destino
Capítulo 21
Dea
Las bombas.
El dolor.
Los gritos.
El odio.
La muerte.
A rqueé las caderas a medida que el placer crecía en mí con cada caricia
que le dedicaba a mi duro miembro. Sujeté el barrote de hierro de la
vieja cama y aceleré el vaivén de mi mano. Por las mañanas, casi siempre,
me despertaba con una dolorosa erección que exigía mi atención. En
especial cuando la mente me traicionaba y reproducía una y otra vez la
mañana que vi a Dea con mi hermano haciendo el amor. Entré en la casa de
Dea, a muy temprana hora de aquel día, pensaba dejar mis raciones en la
mesa, ya que no estaban pasando por un buen momento y las de Viktor eran
pocas para solventar a los dos. Por mi rango y División tenía ciertos
privilegios, tanto en mi unidad como en el mercado negro. No obstante, al
oír los gemidos de Dea, me acerqué a la puerta y la observé a través de la
pequeña brecha de la puerta. Solo la vi a ella, entregándose a mi hermano
con tanta pasión y abandono, que el efecto en mi cuerpo fue inmediato.
¡Maldición! Tuve que desfogarme antes de marcharme al pueblo vecino
donde se encontraban mis hombres y la Kommandantur.
―Gott… ―jadeé con ferocidad al llegar al clímax.
Cada vez que el orgasmo se adueñaba de mí, por varios segundos,
convulsionaba con tanta fuerza que la cama incluso chirriaba debajo de mí.
―Dios ―gemí, moviendo con cortos espasmos las caderas―. Deberías
buscarte una mujer ―me reproché al ver cómo mi explosión se deslizaba
por mis dedos―. Llevas mucho tiempo sin estar con una.
No quiero estar con nadie.
Cerré los ojos al pensar en ella y en el abrumador deseo que despertaba
en mí cada vez que estaba cerca o por el simple hecho de escuchar su voz.
Es la mujer de tu hermano, el amor de su vida.
Aspiré y espiré hondo, en busca de calmar la angustia que, a diario,
crecía más y más en mi corazón.
Tienes que marcharte lo antes posible de aquí.
―Es lo mejor.
Me levanté y me di un baño helado para despejar mejor la mente. Me
vestí y preparé un poco de té negro mientras recordaba nuestra discusión de
días atrás.
―Sopa de nabo y zanahorias ―musitó a mi lado―, con un poco de
carne de cerdo ―alargó el cuello hacia la olla y observó con atención lo
que trataba de preparar para la cena―. ¡Todo un lujo!
La miré con expresión divertida.
―Tienes sus ventajas ser un oficial nazi.
Mi sonrisa desapareció, dando paso a una de pura indignación. No fue
la palabra «nazi» lo que me molestó, sino el tono que usó para recalcarlo.
―Los fascistas gozan del mismo privilegio ―ataqué con la mirada
clavada en la sopa que olía maravillosamente bien―. ¿No?
La furia iluminó sus ojos como la farola lejana de un tren que venía a
toda velocidad por el túnel.
―Solo somos vuestros títeres.
Resoplé con hastío.
―¿Estás segura? ―la desafié―. Cuando el rey está en lo alto, todos
los admiran, pero cuando cae… ―se cruzó de brazos y me fulminó con la
mirada―. No me mires así, sabes que es cierto.
Miré con embeleso las arrugas que se formaban en el puente de su
pequeña nariz respingona. ¡Era tan hermosa cuando se enfadaba! Desvié
la mirada y me concentré en la sopa, temeroso porque descubriera mi
desleal fascinación o mi ligera erección.
Eres un maldito cabrón, Volker.
Todo hombre tenía ciertos límites cuando sentía atracción por una
mujer y ella estaba al borde del mío.
―Los italianos solo obedecen ―objetó una vez más―. Ahora que
Mussolini ya no está en el poder absoluto, la mayoría puede pensar por sí
solo.
Enarqué una ceja al comprender adónde apuntaba su flecha.
―Como vosotros a Hitler.
¿Éramos títeres del Führer? ¿Lo entendí bien? Resopló con fuerza y
murmuró un par de palabras ininteligibles. La miré de reojo con cierta
aprehensión.
―No todos somos iguales, Dea.
Se sonrojó como un tomate.
―No todos pensamos como Hitler ―le aclaré con la voz marcada por
la seriedad―. A veces no tenemos otra opción más que obedecer ―retiré
la olla del fuego con cuidado―. O lo hacemos o terminamos fusilados.
Los ojos le brillaban con intensidad.
―Lo que hiciste hoy ―farfulló avergonzada―, demuestra que siempre
estuve equivocada con respecto a todos los… ―atrapó el labio inferior
entre los dientes para no continuar con su oración despectiva.
―Nazis ―completé con un nudo extraño en la garganta―. No duele
―remangué la camisa hasta el inicio de los codos―. Somos nazis
―apunté―, Viktor y yo.
No emitió una sola palabra.
―Los niños que salvaste ―realcé la última palabra―, realizarán
algunas tareas por el pueblo ―su mano posó en mi brazo y una ráfaga de
calor me recorrió todo el cuerpo―. Los salvaste tú, Dea.
Negó con la cabeza.
―No, fuiste tú, Volker.
Nos quedamos allí en un absurdo silencio compartido por más tiempo
del que fuimos consciente. Cuando oímos un relámpago, ambos nos
alejamos el uno del otro.
―Serviré la cena ―anuncié y una sonrisa genuina curvó sus labios
carnosos―. Y como postre comeremos chocolate ―se mordió el labio
inferior con nerviosismo―. Lo confiscamos en la mansión de Mussolini.
Me dio un golpecito afectuoso en el abdomen.
―Ya sabes, ladrón que roba ladrón…
Una carcajada limpia, auténtica y maravillosa estremeció todo su
cuerpo. Al final terminé riéndome con ella como llevaba años sin hacerlo.
―Dea ―susurré antes de que se marchara a su casa tras la cena―.
Tengo algo para ti.
Se arregló el pelo con cuidado mientras yo me acercaba a la mesita de
noche y cogía un libro que había conseguido en el mercado negro a cambio
de unos tabacos.
―Es de Jane Austen.
Abrió mucho los ojos y la boca.
―Como vi que te gustaba ―me miró como si fuera Dios―, pensé que…
―se lanzó a mis brazos con efusión y me dio un beso en la mejilla, que me
dejó sin aliento―. Se llama «Persuasión».
Cogió el libro y empezó a saltar como una niña.
―¡Nunca la leí!
Entretanto revisaba el libro con entusiasmo pueril, comprendí que el
placer que me causaban los tabacos no podía compararse con el que su
alegría provocaba en mí.
―Oh, Dea ―musité al volver al presente―. ¿Cómo pudiste entrar aquí?
―puse la mano en mi pecho―. ¿Cómo?
A muy temprana hora, salí del hotel donde me hospedaba aquellos días
en un pueblo en Siena, y me dirigí, montado en un caballo, a mi destino.
Recorrí los valles pletóricos ensimismado en mil cosas que debía resolver
antes del anochecer. A cada paso que daba, el corazón se me aceleraba.
Retazos de los momentos que viví al lado de Dea, estos últimos días,
empezaron a sucederse en mi cabeza como parte de una película que nos
pertenecía solo a los dos. Sus risas, sus miradas, sus horribles chistes, su
esperanza, su terquedad, su sinceridad, su fe y su amor sincero se grabaron
a fuego en mi pecho.
―Jaaa! ―arreé y el animal aceleró sus pasos―. Jaaa!
Fuiste el rayito de sol en medio de mi tormentosa existencia, Dea.
No era capaz de saber cuándo o cómo sucedió. No me di cuenta hasta
que, un día, simplemente, la eché de menos y nunca más logré dejar de
pensar en ella.
―Jaaa!
Sonreí al recordar nuestro primer y accidentado encuentro. El beso que
me dio pensando en otro mientras yo pensaba solo en ella. Relamí los labios
experimentando en ellos aquella descarga furiosa y salvaje que solo ella fue
capaz de hacerme sentir tras Alina.
―Heil von Richthofen! ―exclamó Moritz al verme―. Puntual como
siempre, amigo mío.
Bajé del caballo al llegar a mi destino, lejano de los nuestros.
―Heil Schumann!
Nos estrechamos con mucho afecto después de muchos meses.
―¿Cómo te trata Italia?
El tono sarcástico, tan característico en él, me hizo sonreír.
―Mejor de lo que pude imaginar.
Enarcó una ceja antes de encender un cigarrillo y calarlo bien hondo. Se
sentó sobre una pierna y me indicó la otra, que imaginé que puso allí antes
de mi llegada. Observé el lugar desértico y situado en la cima de una colina
lejana donde podías ver las maravillas de Dios en todo su esplendor.
―Sin bombas.
Sin hambre.
Sin dolor.
Sin muertes.
―Sublime.
Asintió antes de entregarme un sobre de color marrón. Lo cogí y sin
rechistar revisé su contenido. Un par de fotos de unos jóvenes que no
tendrían más que quince años. Levanté la vista y lo miré con expresión
interrogante. Moritz exhaló antes de rellenar la laguna que dejó aquellas
fotos en mi mente obnubilada por las dudas.
―Antes que nada ―comenzó a decir en un tono paciente―, no tengo
noticias de Paul y tampoco de Sebastián ―apreté los dientes al
escucharlo―, llevan meses desaparecidos ―el pulso se me aceleró―,
espero que ambos estén bien.
Tanto Bachmann como Ackermann eran nuestros aliados en esta lucha
contra los nuestros bajo sus narices y con una desfachatez que incluso el
diablo aplaudiría.
―Eso espero, Moritz.
Moritz era médico como yo y en sus horas libres robaba comida,
medicinas e incluso municiones para los perseguidos por los nazis que
habíamos ayudado los últimos años.
―Debes tener cuidado, Volker ―me aconsejó con el ceño
desencajado―, las cosas van de mal en peor para nosotros.
Ningún alemán, en su sano juicio, admitiría que la derrota estaba cerca y,
mucho menos, llevando el uniforme puesto. Encendí un cigarrillo y lo calé
hondo.
―Nadie puede saber quién eres de verdad ―me advirtió en tono
desafiante―, ni para quién trabajas con tanta devoción.
Desvié la mirada hacia un lado.
―Nadie lo sabrá.
Pensé en Viktor y en Dea.
―Jamás pondría en peligro a nadie.
Moritz asintió antes de expulsar el humo por la boca y coger las fotos de
mis manos. Señaló al chico de pelo rubio y después al chico de pelo oscuro.
―Este es el padre de Gino Berretti ―golpeó al chico moreno―,
Gianmarco Berretti ―presté toda mi atención en la foto―. Todo indica que
Gino está muerto ―aspiré hondo―. Y que el asesino fue nada más y nada
menos que el hijo del Comandante von Greim.
Las piezas del puzle empezaban a unirse poco a poco.
―Los camaradas de Gino le hicieron justicia ―continuó con la mirada
clavada en mí―, y asesinaron al hijo del Comandante de la forma más cruel
que puedas imaginarte ―bajé la mirada―, pero la sed de justicia se
extendió a límites inimaginables cuando descubrieron que la hermana de
Gino fue asesinada por los nazis ―me enseñó una foto espantosa de la
joven―, la colgaron y…
―La destriparon ―terminé su oración con el pulso acelerado―, tal cual
como hicieron con las chicas en el pueblo los últimos días.
Moritz asintió sin abandonar su deje serio y severo.
―Creemos que el padre de Gino está detrás de todo esto, Volker ―anclé
los ojos en la foto en blanco y negro―, pero ¿quién es el padre de Gino?
La confusión se extendió por toda mi cara.
―Nadie sabe quién es ―contrargumentó―, es como si se hubiera
esfumado del mapa ―se encogió de hombros―. No existe rastro de su
existencia, como si alguien se hubiera se hubiera encargado de borrar sus
huellas en el mundo.
Una idea iluminó mi cabeza.
―Tal vez se cambió de identidad ―me arriesgué.
Moritz asintió satisfecho.
―Pero ¿quién es ahora? ¿Quién es Gianmarco Berretti? ―Analizó la
foto―, tendría unos treinta y ocho años en la actualidad.
Lancé la colilla del cigarrillo al vacío junto con mi paz mental y
emocional. Moritz cogió una libretita negra de su guerrera impecable y la
hojeó concentrado hasta que encontró lo que buscaba.
―Hay un dato muy curioso y espeluznante de su vida ―remarcó las
últimas palabras con énfasis― según muchos de sus amigos ―sonrió con
malicia―, era homosexual ―levanté la mirada de golpe―, y su último
amante fue un soldado italiano que murió en Varsovia en 1941 ―chasqueó
la lengua con cierta petulancia―, tal vez a través de él podamos llegar a
Gianmarco Berretti ―negó con la cabeza―, o mejor dicho, por medio de
su esposa.
Fruncí el entrecejo, contrariado.
―Ella podría darnos datos que podrían llevarnos a él.
Parpadeé expectante y cada vez más ansioso. Me puse de pie, incapaz de
contener las emociones que zumbaban en mi oído y me ensordecían cada
vez más.
―¿Cómo se llama la mujer?
Moritz leyó el nombre anotado en su agenda y todo se tambaleó a mi
alrededor.
―Dea Fiore.
Capítulo 33
Dea
Truenos.
Vendaval.
Llantos.
Miedo.
Terror.
Muertes.
Días después…
―Todos mis latidos te pertenecen solo a ti, Dea, incluso los más
dolorosos y tristes ―susurré con melancolía―. Acógelos dentro de tu
corazón, donde espero que vivan para siempre.
La amaba.
Con toda el alma.
Y siempre sería así.
Me acordé de Volker de repente y mi esternón ardió.
¿La amas del mismo modo, hermano?
Algunas preguntas nacían y morían con uno mismo. Fuera por temor o
por cobardía. Enrollé el pergamino y lo até con la cinta antes de ponerme de
pie. Me acerqué a la ventana y aspiré una gran bocanada de aire, en busca
de sosiego.
―¿La amas, Viktor?
Su pregunta me hizo girar el rostro hacia él, que atento al cielo, seguía
flotando en el agua a mi lado.
―Nunca pensé que amaría a alguien de este modo, Volker ―la sonrisa
que apareció en mis labios acentuaba mis palabras―. La amo más que a
mi propia vida ―suspiré hondo―. Ella es mi vida, en realidad.
Giré un poco el rostro y lo vi suspirar con tristeza. En aquel momento,
pensé que estaba preocupado por nosotros y con lo que podría pasarnos
durante la guerra.
―Pero ahora sé cuál era el verdadero motivo ―maticé al volver a la
realidad―. Será nuestro secreto ―musité abatido―. Uno que morirá con
nosotros.
¿De verdad era un secreto? Al fin y al cabo, ninguno habló de él y,
probablemente, nunca lo haríamos, al menos no en esta vida. Cogí la cajita
de joyas que él me había entregado aquel día cerca de las colinas. La abrí y
la observé por unos segundos.
―Debes desposarla y llevarla de aquí, Viktor ―me aconsejó durante el
retorno―. Eliminé documentos que puedan asociarla al amante de su
marido, pero ¿y si Gino la menciona de alguna manera a modo de
venganza contra nosotros dos?
¿Contra nosotros dos? Lo miré por el rabillo del ojo, incapaz de evitar
aquella terrible oleada de celos y decepción. No le repliqué, solo me limité
a mirar la ruta interminable y a apretar las manos hasta dejar blancos los
nudillos.
―¿Y si su marido no murió, Viktor?
Tal posibilidad estrujó mi corazón con saña.
―¿Crees que fingió su muerte?
Volker aceleró el coche y apretó tanto el volante que los nudillos
palidecieron.
―Fingir se le da muy bien.
Me miró de reojo por un breve segundo.
―Al fin y al cabo, Dea era su esposa y ahora está con un nazi ―afirmó
con rotundidad―. Y los partisanos odian a los nazis.
Clavé los ojos en el cielo de colores vivos con un nudo enorme en el
pecho. ¿Y si Volker tenía razón?
―Llévatela lejos de aquí, Viktor ―expresó al llegar al pueblo―. Lo
más lejos que puedas de todo esto.
Puso la mano en mi hombro y me miró fijo a los ojos, donde dejó al
descubierto su secreto, el que, de cierta manera, compartía conmigo en
silencio.
―Yo os ayudaré.
Ladeé la cabeza.
―¿Qué me estás sugiriendo, Volker?
Apartó la mano y cogió una cajetilla de plata de su guerrera, de donde
tomó un cigarrillo. Lo encendió en silencio y lo caló con fuerza antes de
emitir sus siguientes palabras:
―Iros de Europa.
Pensé en tal posibilidad y, aunque me tentaba, el hecho de marcharnos
en plena guerra, podría acarrear mil problemas para él e incluso para
nosotros. ¿O acaso era lo que buscaba?
―Os ayudaré ―me prometió.
Cerré los ojos con fuerza.
―¿Aunque eso te costará la vida, Volker?
Negué con la cabeza antes de salir de la casa rumbo al arroyo, donde
esperaría a Dea, que seguía en la iglesia del pueblo San Romano. Por
fortuna, muy bien custodiada.
―Tendré tiempo de sobra.
Durante el camino, pensé en las últimas víctimas de los partisanos y la
bilis me subió a la garganta. Cada vez que el recuerdo de Giulia se hacía
presente, la sed de venganza me carcomía por dentro. Necesitaba encontrar
a sus asesinos y hacerle justicia para que al fin pudiera descansar.
―¿Quién es la madre del sobrino de Gino? ¿Estaba viva? ¿Trabajaba
para ellos?
Los enemigos son aquellos que uno menos los imagina.
Aceleré los pasos y al llegar al lugar, empecé mi labor. Bajé la mochila
que cargaba a cuestas y cogí las velas que compré en el mercado negro días
atrás. Levanté los ojos y sonreí al ver a la reina de la noche que,
tímidamente hacía su aparición.
Perfecto.
Cuando terminé de ordenar las velas y los girasoles a cada lado del
pequeño sendero que construí con ellos, me quité la guerrera. Aquella
noche mágica quería ser solo Viktor, no el oficial. Me puse un poco de
perfume y me peiné con las manos temblorosas. ¡Estaba muerto de miedo!
Pero también muy esperanzado. Tendí el mantel rojo sobre la caja de
madera que pretendía usar para la cena. Puse la botella de vino y las copas
de cristal lado a lado tras encender la vela con el mechero.
―¡Oh, Dios mío! ―exclamó Dea, una hora y media después―. ¡Viktor!
―me di la vuelta y le sonreí ampliamente―. Esto… ―le temblaba todo el
cuerpo―. Es hermoso…
Hice una seña con la cabeza a los dos soldados, que se alejaron de ella a
pasos firmes, dejándonos a solas.
―Estás hermosa, mi amor.
Encendí las últimas velas antes de acercarme a ella y rodearla con los
brazos. Con una sonrisa brillante, capaz de causar envidia en la luna, la
estreché y le di un beso en los labios.
―¡Ay de mí!, ¿les pasa esto a otros?; porque tan hábilmente me asalta el
amor, que la vida casi me abandona ―le recité con el corazón en la
garganta―. Cuando llegué aquí tenía una misión ―le sequé las lágrimas
con los pulgares―, pero nunca imaginé que sería esto.
Llevaba el vestido rojo y sostenía el pergamino en una mano. Las
lágrimas rodaban por sus encendidas mejillas coloradas una tras otra. Por el
color de sus ojos, calculé que lo hizo desde que encontró mi pequeña
sorpresa en la cama y que siguió mientras leía el testamento de mi alma.
―Encontrar mi alma perdida.
Dea temblaba cada vez más.
―Mi salvación.
Apoyé una mano en la espalda de Dea, mientras añadía:
—A ti.
Le besé toda la cara.
―Viktor ―gimió entre sollozos.
Le acaricié el pelo.
―¿Lloras de felicidad? ―titubeé y logré dibujar una sonrisa en sus
labios―. ¿No?
Ella asintió sin dejar de llorar.
―Sí…
La miraba de una manera que ella se ruborizó. Estaba tan enamorado
que era incapaz de esconderlo. Se me notaba incluso bajo la penumbra.
—La felicidad son pequeños instantes ―le besé los ojos llorosos con
ternura―. Que vamos bordando a lo largo de nuestras vidas ―le besé las
mejillas humedecidas por las lágrimas―. Y que recreamos con los años…
―besé su nariz―, y volvemos a vivirlos ―le di un largo y apasionado beso
de amor―. A sentirlos…
Me puse en cuclillas delante de ella y cogí el anillo de la cajita con los
latidos apresurados, le dije:
—Dea Fiore, amor de mi vida, ¿quieres casarte conmigo?
Llevó las manos a la boca y ahogó un grito de sorpresa.
—Viktor —susurró enronquecida y vaciló unos instantes—: yo…, yo…
―dio un paso hacia atrás―. Yo…
Se puso pensativa unos segundos y temí lo peor. Tragué con dificultad la
saliva y la miré con ojos implorantes mientras el terror recorría cada
terminación nerviosa de mi cuerpo.
—Acepto ―musitó un tono por encima del susurro―. Acepto casarme
contigo, mi amor ―rompió a llorar―. ¡Acepto!
La sangre me latía por todas partes.
―Oh, Dea… ―jadeé al recuperar el aliento―. ¡Mi amor!
Le deslicé el anillo en el dedo anular y tras ello me levanté. Acuné su
rostro entre las manos y le di el primer beso como su novio, como su futuro
esposo.
—Te amo —gimoteé con la emoción a flor de piel—, con toda el alma.
Envolvió mi cuello con los brazos y capturó mis labios en un profundo
beso, lleno de pasión, desesperación e ilusión. Se apartó un poco y me miró
con devoción por unos instantes. Apoyé la frente en la de ella y traté de
recuperar el control de mis emociones, inútilmente.
—Te amo ―acunó mi rostro entre sus manos―. Y quiero una vida
nueva contigo.
La cogí en brazos y la giré en el aire, robándole un grito que,
posiblemente, recorrió todo el lugar. ¿Era pecado ser tan feliz en medio a
tantas desgracias? A veces la felicidad era un poco egoísta y nos hacía
olvidar de los demás.
―¡Te amooo!
Siempre te amaré.
Florencia, 12 de agosto
Llegamos antes de que el sol emergiera en el horizonte a la ciudad de
Dante Alighieri y su amada Beatrice para interrogar a la madre del sobrino
de Gino Berretti, capturada la noche anterior con otros partisanos y un par
de judíos que ayudaban a huir hacia Roma. Observé el cielo oscuro con una
sensación extraña, una mezcla inmoral de felicidad y martirio al mismo
tiempo. Cerré los ojos y traje a la mente lo vivido junto a Dea tras mi
petición de matrimonio. La entrega y la vehemencia con la que nos amamos
bajo el cielo estrellado.
Oh, Dea, mi amor.
Y ahora, por fin, cogeríamos a Gino Berretti.
Pronto te desposaré y te llevaré lejos de aquí.
Bostecé, estaba muy cansado y apenas había podido dormir antes de que
el soldado enviado por mi superior me diera su mensaje. Me froté el ojo con
pereza antes de coger un cigarrillo y encenderlo. Clavé la mirada en el
fuego del mechero cuando un recuerdo se adueñó de mí por completo.
―El jefe de la policía alemana y servicios de seguridad en Roma, el
Obersturmbannführer Kappler, es el encargado de cazar a los partisanos,
judíos y antifascistas ―comentó Volker, nervioso horas antes de mi
encuentro con Dea―. Es un hombre sin escrúpulos y capaz de atrocidades
innombrables.
Me miró de reojo.
―Si alguien nombra a la esposa del amante de Gino ―desvió la mirada
hacia la pared―, la perseguirán y la ejecutarán sin rechistar.
Me mareé y tuve que sentarme.
―¿Fue responsable de la Masacre de las Fosas Ardeatinas, Volker?
Volker asintió.
―Realizó redadas para detener a judíos y transportarlos a Auschwitz
―sus ojos se oscurecieron―, donde fueron enviados directamente a la
cámara de gas.
Empecé a sudar frío al acordarme del Obersturmbannführer en el
Sicherheitsdienst.
―Si descubre que Dea tiene algún lazo con Gino ―la voz se le
endureció―, directa o indirectamente, no dudará en enviarla al campo
junto con los demás.
No sabía con quién trabajaba Volker, pero sabía que aquella información
era verdadera.
―¿Una iglesia? ―musité al llegar al lugar donde se encontraba la mujer
y los demás prisioneros―. ¿Cómo fueron cogidos? ―me dije a mí
mismo―. ¿Quién los delató?
Muchos curas trabajaron en la clandestinidad y habían sido detenidos,
torturados y, algunos, ejecutados. Y a otros los habían enviado a campos de
prisioneros de guerra en Alemania.
―Por aquí, Capitán von Richthofen ―expuso un agente de la Gestapo.
A cada paso que daba, la ansiedad y el temor crecía en mi interior. Era
como si estuviera en la piel de Poncio Pilato, a punto de cometer el crimen
que condenaría mi alma. Cuando abrió la puerta de una pequeña habitación,
me dio un vuelco el corazón ante lo que veían mis ojos.
―Buenos días, Capitán ―me saludó un policía de la
Sicherheitsdienst―. El padre Francesco está exhausto, pero al fin nos dio
un poco de información, muy interesante sobre Gino y su grupo.
No era más que un humilde cura de unos sesenta años, bañado en sangre
y con el rostro irreconocible. Lo observé con indiferencia y disfracé mi
verdadero estado anímico.
―Resulta que Gino Berretti es homosexual ―el estómago se me
revolvió―. Y su amante, un soldado italiano que luchó para nosotros
―miró con asco al servidor de Dios―, vivía en Santa Anna di Stazzema
―chasqueó la lengua―, donde vive su esposa.
Apreté con fuerza los puños por detrás de la espalda.
―Pero falta un pequeño detalle, Capitán ―agregó después de dar un
fuerte puñetazo al cura, que soltó un gemido apenas audible―. ¡El amante
era judío!
Los huesos de mis dedos crujieron ante la presión que ejercía en ellos.
¿El marido de Dea era judío? ¿Por qué nunca me lo comentó? ¿O acaso no
lo sabía?
―Luigi era muy reservado ―afirmó mientras lavaba los cubiertos―. A
pesar de estar casada con él, siempre sentí que nunca lo conocí de verdad.
Sequé el plato que me tendió con el paño de cocina, atento a cada
palabra que emitía.
―¿Sabes? A veces sentía que me escondía algo, pero no sabía qué era
―se encogió de hombros―. Tal vez solo era producto de mi imaginación.
Me quedé completamente inmóvil, sin permitirme ni un atisbo de
reacción en mi cara, aunque por dentro me estaba muriendo de angustia.
―¿Y si la esposa del amante judío está detrás de todo esto, Capitán?
―me preguntó como si me estuviera poniendo a prueba―. La judía
―acotó en tono burlón―. Porque al casarse, se convirtió en una rata, ¿no?
Se echó a reír. Era una risa carente de humor o felicidad; reflejaba
provocación y rechazo.
—Lo irónico de toda esta historia es que nadie sabe quién es la puta
esposa ―volvió a golpear al cura y un par de dientes salieron volando de su
hinchada boca―. ¡Nadie sabe cómo se llama o dónde está!
Respira hondo, Viktor.
―¡¿Quién es la esposa de Guido Rossi?!
El nombre retumbó en toda la estancia antes de chocar contra mi pecho
con violencia como las palabras de mi hermano el otro día.
―Falsifiqué unos documentos ―anunció Volker, antes de que me
marchara de su despacho―. Cambié nombres y rangos de ciertos soldados
―me sonrió con malicia―. Como el supuesto amante de Gino Berretti, el
soldado de la División que partió al frente en el 41.
Con la mano en el pomo de la puerta, lo miré por encima del hombro.
―Luigi Fiore murió en otro lugar y tenía otro rango ―encendió un
cigarrillo―. Era un simple cocinero de su División.
En aquel momento sentí unos celos irrefrenables, pero ahora me
inundaba la calma que solo la gratitud es capaz de dar a un ser humano. Si
Volker no hubiera hecho aquello, Dea estaría en peligro.
Dios santo.
No sabía de qué sería capaz por ella, por protegerla y defenderla de todo
mal.
Como él, mi hermano.
Mi cabeza iba a mil por hora, como mi pulso y mi respiración.
―Ya no tenemos tanta paciencia ―afirmó el policía y me sacó de mis
pensamientos―. Así que, tomaremos medidas drásticas, padre ―cogió su
pistola y sin rechistar, disparó―. Descansa en paz.
Se me tensaron las manos.
―Lo mejor será eliminar el mal desde la raíz ―anunció con una sonrisa
diabólica que envió una punzada de dolor en el centro de mi pecho―. Si no
dicen el nombre de la puta esposa del amante de Berretti ―negó con la
cabeza―, eliminaremos a todos las posibles sospechosas en su lugar
―asintió mientras se limpiaba las manos con una toalla―. Y a todas las
familias, claro.
¿Qué quería decir con ello? ¿Pensaban eliminar a un pueblo entero por
una suposición sin fundamento? Y de repente, la realidad me golpeó con
brutalidad y casi perdí el conocimiento.
El pueblo natal de Dea.
Tenía que conseguir un teléfono y llamar a mi hermano con urgencia,
pero sin levantar sospechas. El policía me echó un vistazo antes de cederme
el paso.
―La madre del sobrino bastardo de Gino está a punto de hablar
―comunicó con una sonrisa ladina―. Era muy guapa antes de…
―compuso una mueca que no supe cómo interpretarla―. En fin, Capitán
―me abrió la puerta―, lo llamé porque la mujer en cuestión vivía en el
mismo pueblo que usted.
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando oí su fehaciente
afirmación. Giré el rostro hacia la mujer y, a pesar del estado en que se
encontraba, la reconocí al instante.
Fiama.
Capítulo 38
Volker
Nuestro secreto
Capítulo 39
Volker
Mi querida Dea:
Volker.
Semanas después…
Mi dulce amor:
Esta es la quinta carta que escribo, las otras cuatro terminaron en el cubo
de basura. No sabía cómo expresarme o lo que de verdad quería decirte mi
corazón. La tinta se corrió un poco cuando mis lágrimas cayeron sobre el
papel. No pude controlarlas durante toda la semana. He tratado, lo juro.
Pero la tristeza comandó el timón de mis otros sentimientos. Todos
terminaron rehenes de ella.
En la alegría y en la tristeza. Ahora entiendo mejor esa promesa, pero, ¡qué
difícil es cumplirla!
Amor mío, sé que nada de lo que te estoy diciendo tiene mucho sentido,
pero cuando la pena se adueña de ti, la sensatez queda ofuscada. Por eso
decidí trazar estas palabras como si estuviéramos frente a frente, como en
la villa o en el puente del pueblo. ¿Lo recuerdas? Solíamos ver el atardecer
abrazados mientras hablábamos de cosas triviales, de sueños lejanos o
anhelos pasados que nunca cumplimos. También recordamos a aquellos
que ya no estaban como si nunca se hubieran ido.
Mi hijo.
Tu hija.
Y todos aquellos que formaron parte de nuestras vidas, nuestras historias.
Y aún ausentes, nunca podremos olvidarlos.
Nunca.
¿Sabes? Lo único seguro y real que tenemos es nuestra historia. Lo más
valioso y sagrado, nuestro amor. Pienso en ti desde que abro los ojos e
incluso cuando los cierro, allí estás tú. Mi ángel protector, mi guardián, mi
todo.
Y así será durante este tiempo que estaremos separados. Día y noche,
siempre conmigo en mi corazón.
¿Te cuento lo que he soñado todo este tiempo mientras esperaba el viaje?
¡Tranquilo, es un sueño, no un chiste! (Puedo ver tu sonrisa y alivio a la
vez). Pues bien, en mi sueño, planeo mil maneras de irme hasta ti y salvarte
de la guerra, de los aliados e incluso de los tuyos. Me imagino en un tanque
con una ametralladora o una granada en mano. Arrasando todo solo para
rescatarte y no perderte.
Pero es solo un sueño sin sentido.
¿Qué puedo hacer desde aquí para mantenerte vivo? ¿Quién te curará si
caes? Espero que no sea una enfermera guapa y seductora. ¿Apuesto que te
reirás al leer esto? Ten en mente que te estoy lanzando una mirada
fulminante. No es una amenaza, solo una advertencia. ¡Dios! No me he
marchado aún y ya te echo de menos. Siento que siempre lo haré, incluso
teniéndote a mi lado. ¿Cómo eso es posible?
Mientras viaje, pensaré en cada momento que pasamos juntos estos últimos
meses, detalle a detalle. Incluso pienso en escribirlo en un diario para
inmortalizarlo. Recordar es volver a vivir.
Tu llegada al pueblo.
Nuestra primera mirada.
El día que llamaste a la puerta.
La primera vez que bailamos.
El primer beso.
¡Dios! ¡Tantas emociones en tan poco tiempo! ¿Cosa de almas gemelas?
Creo que sí. Porque solo ellas son capaces de encajar tan bien como lo
hicieron las nuestras. Y por eso, volveremos a encontrarnos entre amapolas
y girasoles.
Ten fe, como yo la tengo cada vez que te recuerdo.
“En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no pueden
contenerse. Permítame usted que le manifieste cuan ardientemente la
admiro y la amo”.
P.D.: Cuídate como yo te prometí que me cuidaría. Y no te enfermes, ni
resfríes, ni mires a ninguna mujer guapa, ya sabes, tengo un tercer ojo
sobre ti y, ante todo, no dejes que te hagan daño.
Solo tuya:
Dea.
Martha entró y me sirvió el té que olía a cualquier cosa menos a té
negro. Le agradecí con una sonrisa antes de ponerme a firmar unos
documentos. Aquello iba para largo. Martha llamó a la puerta con
discreción.
―Adelante.
Levanté la vista y nuestras miradas se cruzaron.
―Señor, un oficial desea hablar con usted ―anunció al entrar.
Puse la pluma estilográfica sobre los documentos y me arreglé los
botones de la guerrera.
―Dígale que pase.
El oficial que entró me era familiar, pero no estaba del todo seguro. Me
puse de pie con dificultad fingida y le tendí la mano, que sujetó con
firmeza.
―Soy Moritz, el amigo de Volker ―anunció con cautela―.
Necesitamos salvarlo antes de que lo fusilen por alta traición.
El corazón me golpeó las costillas con tal sana que tuve que llevar la
mano al pecho para calmarme. Moritz estaba muy nervioso y a punto de
sufrir un colapso nervioso.
―Seré breve ―comentó con el gorro de plato entre las manos―. El
mariscal fue quien lo ayudó a conseguir los documentos y el pasaje para ti y
tu esposa ―suspiró hondo―. Han asesinado al mariscal.
¡Maldición!
―La Gestapo encontró los documentos que Volker firmó a cambio del
favor.
Él continuó relatándome todo lo que mi hermano hizo para salvarnos a
Dea y a mí, sabía que el precio era alto, pero no tenía idea de cuánto. ¡Había
condenado su alma por las nuestras!
―Volker está en la estación de tren de Wannsee con su pelotón
―farfulló a modo de confidencia―. La Gestapo está en camino.
Abrí mucho los ojos.
―Tengo contactos allí ―aclaró al ver mi deje―. Podemos llegar antes
que ellos. ¡Vámonos!
Salimos del edificio como alma que lleva el diablo. Durante todo el
camino, pensé en Dea. ¿Y si aquello la afectaba? ¿Y si no consiguieron
huir? ¿Quién asesinó al mariscal?
―Me temo que un espía de los aliados está detrás del asesinato del
mariscal ―comentó Moritz como si me hubiera leído la mente―. Un
trabajo limpio y sin rastro.
Él, mejor que nadie, sabía lo que decía. Llevé la mano a la sien derecha
al sentir una fuerte punzada de dolor. ¿Y si no llegábamos a tiempo?
―¿Qué encontraron en esos documentos?
Moritz aceleró el coche un poco más.
―Para ellos, en simples palabras, tu hermano es cómplice del mariscal,
con respecto a la huida de varios oficiales ―espetó sin desviar la mirada de
la carretera―. Todos desertores.
Traidores.
―Además de ser autor intelectual del asesinato de un oficial de las SS
―carraspeó nervioso―. Hijo de un agente de alto cargo en la Gestapo.
Scheiße!
―Volker está condenado en ambos bandos, Viktor ―declaró con la voz
apagada―. ¡Después de salvar a tantos! ―golpeó el volante con los puños
enguantados―. Ni los nuestros o los aliados le perdonarían la vida.
Dios mío, Volker sacrificó su vida por nosotros.
La estación estaba abarrotada de viajeros que subían y bajaban a
empujones las escaleras sin mirar a los lados. Huían hacia cualquier parte
de Alemania donde la RAF no atacara con sus bombas.
―Volker y su pelotón se dirigen a Auschwitz ―indicó Moritz que
empujaba a las personas con poca delicadeza―. A su antiguo puesto como
Comandante de campo.
Las personas se encaramaban a los trenes como si la vida se le fuera en
ello. Para muchos era la única esperanza de seguir viviendo.
―Volker sigue tosiendo mucho ―soltó Moritz, preocupado―. Me temo
que es algo más que un simple resfriado.
Llevaba días sin hablar con él y ahora sabía por qué. Me cubría la
espalda de esto, para no terminar siendo cómplice y no poder huir como lo
habíamos planeado.
Tum.
Tum.
Tum.
Los latidos del corazón me estaban ensordeciendo.
¿Dónde estás, hermano?
Hacía un calor sofocante, de vapores de máquinas y multitudes. Y la
maldita fiebre que tenía solo empeoraba el bochorno. El aire resultaba
pesado, casi irrespirable.
―Por allí, Viktor ―ordenó Moritz―. Iré por este lado.
El tren ya silbaba en el andén.
―Revisa los vagones de primera clase ―grité por encima de las
personas―. Iré por el otro lado.
Mis ojos se movían rápidamente mientras la mente vagaba entre
pensamientos inconexos con aquel momento.
―Volker, ¿viajarás a Estados Unidos tras la guerra?
Acababa de salir del jardín de mi antigua casa en Schwelm, donde viví
con mi familia antes de mudarnos a Berlín. Una tos compulsiva se apoderó
de él cerca del coche al mismo tiempo que la preocupación de mi sosiego.
―No pienses en eso, Viktor ―rogó tosiendo―. Vosotros estaréis bien
lejos de aquí ―le toqué el hombro, pero no logré que me mirara―. Lo que
pase conmigo es cosa mía.
El corazón se me encogió.
―¿Qué significa eso, Volker?
Se limpió la boca con un pañuelo blanco sin volverse hacia mí.
―Cuídala ―me pidió en tono débil como si algo acabara de partirse
dentro de él―. A los dos.
Nunca le pregunté directamente lo que sentía por ella, no era necesario.
―Lo haré ―le juré.
Volker giró y me miró a los ojos antes de estrecharme entre los brazos.
Me abracé a él con el mismo afecto, consciente de que sería el último
abrazo que nos daríamos en esta vida.
―Adiós, Viktor.
Se apartó y subió al coche como una exhalación. Una lágrima rodó por
mi mejilla con timidez, una que sequé con el dorso de la mano en un acto
reflejo.
―Adiós, Volker.
El silbido del tren me arrancó de mi ensoñación. Miré hacia atrás al oír
unos gritos. ¡Maldición! ¡La Gestapo estaba aquí! Empujé a las personas
con poca gentileza y aceleré los pasos. Buscaba desesperadamente el rostro
de mi hermano entre miles de rostros.
―Volker, ¿dónde estás?
Me dolía el cuello de tanto estirarlo, los puños y los dientes de tanto
apretarlos. Los ojos me escocían, secos, por no parpadear. Y los latidos se
esparcieron por todo mi cuerpo ante la desesperación, que apenas me dejaba
tragar la saliva por no poder gritar y salvar a mi hermano de la muerte.
―¡La Gestapo! ―chilló alguien a mis espaldas―. ¿Buscan a alguien?
Me abrí paso a codazos entre la multitud y busqué ansiosamente el
rostro de mi hermano entre miles de ellos. La muerte me pisaba los talones.
Levanté la cabeza y miré el cielo plomizo con ojos implorantes.
Angelika, ayúdame.
Los trenes pitaban y bufaban vapor a mi costado. El corazón me latía
desbocado en el pecho cuando por fin lo vi a unos pocos metros de mí.
Volker…
Pero antes de que pudiera correr hacia él, vi a dos agentes de la Gestapo
delante de él. Uno le apuntaba una pistola con discreción y el otro le decía
algo. El semblante de Volker era neutro, como si estuviera esperando aquel
momento hacía tiempo. A pocos pasos de ellos vi a alguien.
Moritz.
Me hizo una señal con la mano y dos segundos exactos después hubo un
disparo. Las personas gritaron y corrieron sin rumbo fijo, empujándose las
una a las otras. Aceleré los pasos y corrí contra el tiempo hacia mi hermano.
Moritz hizo lo mismo.
―¡Volker!
Me lancé hacia el hombre que le apuntaba la pistola mientras Moritz se
encargaba del otro. Todo pasó en una milésima de segundo. El choque de
nuestros cuerpos, la caída y el impacto contra el suelo camuflado por el
alarido del agente.
Oí un disparo.
Gritos.
Y las ruedas del tren chirriando cerca de mi cabeza.
―¡Viktor!
Capítulo 45
Dea
Meine Süße:
¿Recuerdas el primer día que nos vimos? ¿Recuerdas la mirada agria que
me lanzaste antes de marcharte a tu casa con tu amiga? ¿Recuerdas
cuando abriste la puerta horas después y me encontraste allí parado con mi
mochila? Cada vez que cierro los ojos y vuelvo a ese día, el corazón me da
un vuelco, porque nunca en mi vida me sentí de aquel modo, como si
estuviera flotando en una nube perfumada. Jamás me había sentido de
aquel modo, fue extraño y pensé que era el efecto de la gran atracción que
sentía por ti. Pero con los días, me di cuenta de que no era eso, sino algo
más que no sabía cómo interpretar.
Y entonces, te escuché cantar cerca del arroyo con un girasol en la mano.
Tu voz me cautivó por completo y a punto estuve de perder el aliento. Aún
recuerdo ese día y el gran hormigueo que me recorrió las venas. Luego en
el estómago y también en el corazón.
Me detuve.
Te admiré.
Grabé cada instante.
Y la reviví una y otra vez, despierto o no.
Nunca creí en los flechazos, hasta ese día…
Siempre tuyo,
Viktor.
Meses después…
O cho meses pasaron y Viktor seguía sin dar señal de vida. Nuestros
hijos cumplían nueve meses aquel día mientras Kurt, el hijo de Tristán
y Michaela cumplía un mes más de vida. Giorgia cumplía dos meses de
embarazo y pronto se casaría con Niklaus. La tía Margot estaba encantada
con los niños y la llegada de otro solo aumentaba su alegría. Sin embargo,
la mía solo se apagaba más y más.
—¡Vamos a algún sitio! —ordenó la tía con efusión—. Salgamos al cine,
a una cafetería o a dar un paseo…
Tenía la oreja pegada al aparato de radio, que retransmitía la
transcripción de las actas del proceso de Nuremberg. Subí el volumen y
aumenté el agobio de mi corazón.
―Los van a ahorcar… ―gemí con un dolor sordo en el pecho―. A
todos los culpables… ―la vista se me nubló.
La tía Margot se sentó en la silla contigua a la mía y me tocó el brazo a
modo de consuelo. La miré de reojo con atención y con un temor terrible
que me instó a gemir.
―¿Y si Viktor fue detenido antes de que pudiera huir?
Tristán mecía a su hijo mientras su esposa daba de comer a Horst.
―Es la única explicación plausible.
Lo que vi en los ojos de su tía me rompió el corazón un poco más.
―No ha muerto ―objeté con rotundidad―. ¡No lo está!
Apretó mi brazo.
―Los alemanes hicieron mucho daño ―me recordó con paciencia―.
Mataron a millones de personas ―desvió la mirada hacia Giorgia y
Niklaus―. El precio que deben pagar…
―¡No! ―chillé antes de que pudiera terminar su frase―. ¡Ellos fueron
la excepción al igual que muchos otros alemanes que no estaban de
acuerdo, pero no tenían otra opción más que obedecer!
Los alemanes bombardearon metódicamente, de día y de noche,
tranvías, calles, viviendas, teatros, museos, hospitales, guarderías, escuelas,
institutos, hospitales militares, además de reducir a ruinas los monumentos
artísticos y culturales más importantes de grandes ciudades en toda Europa,
eso sin mencionar las muertes, los asesinatos a sangre fría de razas enteras
que pretendían exterminar de la faz de la tierra para siempre.
―Pero ellos no lo saben ―expresó Tristán con tristeza―. Y, aunque lo
supieran, ¿los indultarían?
¿Qué pretendía con aquel argumento? ¿Quería que me resignara? ¿Era
eso? Negué con la cabeza y dejé caer un par de lágrimas llenas de rabia.
Desvié la mirada hacia la radio y presté atención en el juicio que se llevaba
a cabo.
General Harold Adam: Señoría, para terminar con la presentación de
las pruebas relacionadas con el objeto de mi intervención, solicito su
permiso para interrogar al testigo…
La taza de té resbaló de entre mis manos al escuchar el testimonio de
aquella víctima del Holocausto.
―Dios mío.
Me puse de rodillas y comencé a recoger los trocitos de cerámica.
Sollozaba con tal desconsuelo, que todos enmudecieron.
—Oh, Dea ―soltó Tristán, apenado―. No quise…
Agité la mano en un gesto displicente.
―Necesito escuchar la radio ―rogué entre sollozos―. Por favor.
Emití un gemido de dolor al escuchar el testimonio de otro sobreviviente
del campo de concentración de Auschwitz, donde Volker trabajaba. Ningún
Comandante sobreviviría al juicio. Todos serían condenados a muerte.
Todos.
A no ser que alguien interceda por ellos.
Las palabras de Viktor, la última noche que estuvimos juntos, resonaron
en mi cabeza como el choque de las aguas contra un acantilado en plena
tormenta.
―Tendrás que ser fuerte y cuidar a nuestro hijo.
Las lágrimas se resbalaban por mis mejillas sin parar.
―Y si algo me llegara a pasar…
Me aparté de él y le di la espalda. Se aproximó y me tocó los hombros
con afecto tras besar mi cabeza.
―Tendrás que aprender a sobrevivir sin mí.
Negué con la cabeza, incapaz de decir una sola palabra.
―Y con el tiempo, volverás a sonreír de nuevo, a sentir, a soñar y a
amar.
Me alejé de él enfurecida.
―Nunca volveré a amar a nadie más, Viktor.
Suspiró hondo.
―Nunca.
Me puse de pie y cogí a Heinrich de su cochecito mientras ordenaba mis
pensamientos.
―¿Dea? ¿Estás bien?
Hacía unos tres meses que Michaela me enseñaba todo lo que había
aprendido cuando trabajaba como enfermera en Alemania, antes de la
guerra. Y había aprendido muchas cosas que me podrían servir como
voluntaria en la Cruz Roja. También había aprendido alemán e inglés, al
menos lo suficiente para comunicarme con ellos. También aprendí a
disparar con la Luger que Viktor me dio antes del viaje. Además, tenía unas
joyas que podría vender para viajar, eso sin mencionar en el secreto que le
había desvelado a Viktor, durante nuestra luna de miel en la villa de Volker.
Aquello podía ser la llave de su salvación.
—Averiguaré qué le pasó a Viktor.
La tía Margot me dio una palmadita en la mano.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
La miré a los ojos con tal decisión, que un gemido de asombro se le
escapó de los labios. No necesitaba decirle lo que pretendía, pero, de todos
modos, lo hice:
—Iré en busca de Viktor.
Un grito ahogado huyó de la boca de Giorgia y de Niklaus al mismo
tiempo. Solo ellos dos sabían todo lo que había pasado para llegar hasta
aquí y todo lo que tendría que pasar para regresar al infierno.
—¿Ir a buscarlo adónde? —preguntó con perplejidad tía Margot.
Viktor podría estar en su país o en otro como prisionero. Pero no me
importaba, iría a todos ellos a pie si fuera necesario. Nadie me lo impediría.
—Empezaré por Alemania y si no está allí, iré a Polonia o a la Unión
Soviética.
Giorgia gimió.
—Escúchenme…
La tía Margot apoyó los brazos en la mesa y me miró con profunda
admiración y también con desconcierto, como si acabara de salirme unos
cuernos en la cabeza.
―Nadie viaja a Alemania ―me recordó Tristán.
Asentí mientras daba de comer a Heinrich.
—La Cruz Roja Internacional sí y me presentaré como voluntaria.
Miré a Tristán fijamente.
—Tú me conseguirás los documentos ―le exigí―. Les debes a ambos
la vida ―desvié la vista hacia su mujer―. Les deben.
Me miraron como si acabara de enloquecer y tal vez lo estaba, pero no
podía seguir allí sin hacer nada.
—No quiero que vengáis conmigo. Quiero que mis hijos sigan aquí,
sanos y salvos.
Giorgia me miró boquiabierta.
—Quiero que se queden con vosotros.
—Es una locura, Dea.
Una lágrima rodó por mi mejilla al ser consciente de lo que pasaría si me
fuera. Mis hijos eran muy pequeños aún y no podía llevarlos conmigo.
Jamás los pondría en peligro. Por eso tenía que viajar sola en busca de la
verdad. Volví a mirarlos.
—Mi marido me necesita.
Y también Volker.
Pero aquello no lo mencioné en voz alta. Sin embargo, mi meta era
salvar a ambos de la muerte y solo yo podría hacerlo. Nadie mencionó la
posibilidad de que estuvieran muertos ni una sola vez todos aquellos meses,
por piedad más que nada. Era consciente de ello, pero mientras no tuviera
pruebas fehacientes, no estaría tranquila y no podría seguir viviendo como
Viktor me lo pidió aquella noche.
―Ellos hicieron mucho por nosotros ―les recordé con la voz rota―,
ahora nos toca a nosotros hacer algo por ellos.
Esta vez hablé de los dos.
―Además, tengo una manera de salvarlos de la muerte ante los aliados
―sentencié con rotundidad y todos posaron sus ojos en mí―. Mi verdadero
origen los salvará.
Capítulo 48
Dea
Dea.
H uimos de la fiesta.
Una hora después.
Y ahora nos dirigíamos a algún sitio que desconocía.
A cada paso que daba sentía que el corazón dejaría de latirme en el
pecho. Estaba temblando como una hoja mientras Viktor me llevaba a un
lugar hacia la playa, hacia el mar, hacia la luna. Un estremecimiento me
recorrió todo el cuerpo cuando su mano apretujó la mía y me dedicó una
sonrisa llena de ternura. Le devolví el gesto y también la sonrisa, aunque
algo más nerviosa y torcida que la suya. La brisa que olía a sal, a algas y
arena mojada rozó mi cara y solo entonces fui consciente de que no se
trataba de un sueño.
―¿Adónde me llevas, amor mío?
No aminoró los pasos, parecía impaciente por llegar al lugar prometido.
―Prefiero que lo veas, meine Süße.
Meine Süße.
No me llamaba así desde la última vez que nos vimos, el día de mi
partida a tierras lejanas. Exhalé hondo al acordarme de su figura mientras
nos alejábamos del lugar. Su mirada melancólica y las lágrimas que nunca
rebosaron de sus cuencas.
Nunca pensé que volvería a verte.
Lo encontré, pero de cierta manera, lo había perdido. La guerra me lo
arrebató. Giré el rostro hacia él y lo observé por unos segundos.
Hasta ahora…
―Es una noche maravillosa ―farfullé para mí misma―. Una muy
especial.
La arena acariciaba la planta de mis pies como el sonido embravecido
del mar a mis oídos. Era una noche de ensueño, bañada por la luna y las
estrellas más brillantes del cielo.
Es perfecta.
Jamás le pregunté por lo que pasó durante su cautiverio. A veces, en
silencio, por las noches mientras dormía, lloraba al mirar sus cicatrices y los
tatuajes. Me imaginaba todo el suplicio que pasó y la aflicción,
simplemente, se apoderaba de mí.
―Oh, Dios mío… ―solté conmocionada y frené los pasos de golpe―.
¿Cuándo? ¿Cómo?
Se puso delante de mí y cogió mis manos entre las suyas. Las elevó
hasta sus labios y las besó con dulzura mientras los ojos se me llenaban de
lágrimas.
―Me dijiste en la playa… ―comenzó a decir con la voz enronquecida y
los labios temblorosos―: que te encantaría haber tenido una casita cerca del
mar ―yo también temblaba―. Con barandilla, estilo muelle...
―Fue solo un… ―puso el dedo sobre mis labios.
―Ya no.
Miró hacia la pequeña casita de madera construida como si fuera un
muelle. Tenía unas ventanas abiertas de par en par y el techo también era de
madera, pero tenía paja seca arriba, que le daba un aire más campestre, más
romántico. Como lo describí aquel día tras hacer el amor sobre la arena
mientras el sol se despedía lentamente.
―Me gustaría tener una casita cerca del mar, estilo muelle.
Viktor acariciaba mi cabeza que reposaba sobre su pecho.
―¿Sí?
Asentí mientras jugueteaba con su tetilla erecta por la caricia insistente
que le dedicaba.
―Mi madre tenía una postal muy bonita ―susurré con una sonrisa
nostálgica―. En ella aparecía una casita pequeña con techo de paja seca y
ventanillas ―describí con un nudo enorme en la garganta―. por debajo
pasaba el agua, era una casita muelle.
Miré hacia él.
―Y tenía una barandilla alrededor de lo que parecía una terraza
―compuse una mueca misteriosa que lo hizo sonreír―. Una mujer y un
hombre bailaban bajo la luna.
Viktor se precipitó sobre mí sin abandonar su sonrisa.
―Algún día dibujaré una casita muelle para ti ―prometió tras lamerme
los labios―. Y la construiré con mis propias manos.
Nunca le confesé que, aquella postal, era de mi verdadero padre. Una
que le regaló a mi madre antes de su partida.
―Todos los detalles… ―bisbiseé atónita―. No olvidaste ningún
detalle.
Me secó las lágrimas con los pulgares y movió la cabeza en un gesto
negativo.
―Lo recordaste.
Besó mis ojos llorosos con cariño.
―Cuando estuve preso ―replicó con la mirada empañada― para no
perder la razón durante… ―se interrumpió―, pensaba en todo lo que
vivimos.
Sobreviví por ti, Dea.
Sus palabras, de horas atrás, resonaron en mi cabeza como un eco.
―Por eso llegaba tarde los últimos días… ―expuso con una sonrisa
lánguida―. Quería darte una sorpresa por el aniversario de nuestra boda.
Rompí a llorar.
―Pensé… que… ―cubrió mis labios con los suyos.
Su beso era tan dulce, tan suave y tan ardiente a la vez. Me puse de
puntillas al dejar caer mis zapatos sobre la arena, junto a los suyos y
profundicé el beso que me devolvía a la vida tras mucho tiempo. Sus fuertes
brazos dorados envolvieron mi cintura y me pegaron a su cuerpo con
posesión. Me mordisqueó el labio inferior con los dientes e hizo brotar en
mí un torrente de deseo que solo él sería capaz de apagar.
―Jamás olvidaría el día más feliz de mi vida ―gimió sobre mis
hinchados labios―. Meine Süße.
Sentí que la voluntad me abandonaba para salir al encuentro de la de él.
―Oh, Viktor.
Entreabrí los labios y él respondió con un beso profundo y ardiente.
Ha vuelto…
Sus besos me resultaron dolorosos y cargados de añoranza, como el que
me dio antes de mi partida. Abrí de forma desesperada las manos, tratando
de palparlo para no caer en una espiral de ensoñación.
Oh, Viktor…
Se apartó con suavidad y me cogió en brazos en silencio. Con
delicadeza, me llevó a la casita. Al bajarme en el suelo alfombrado, cogió
mi mano y me llevó hacia el precioso muelle rodeado por la barandilla. El
paisaje desde allí era idílico. Me di la vuelta para mirarlo con la boca
abierta y los ojos inundados.
―Es precioso.
Acunó mi rostro entre sus encallecidas manos y me miró a los ojos con
el mismo fervor que el día de nuestra boda. Me dio un dulce beso en los
labios.
―Feliz aniversario de bodas, meine Süße.
Rodeó su cuello con mis brazos y después envolvió mi cintura con los
suyos. Bajo la esplendorosa luna llena y el altivo mar a un costado,
empezamos a bailar la melodía que Volker nos regaló, ronroneada por él.
―Feliz aniversario de bodas, mi amor.
Agachó la cabeza y besó mis labios, con dulzura, con calma y con
mucha pasión. Se apartó para mirarme, como si no pudiera creer en lo que
estaba pasando. Le besé con suavidad, un labio y después el otro. Una
caricia llena de ternura, deseo y morriña. Su lengua rozó la mía con timidez,
como si temiera hacerlo. La mía la recibió con ansia feroz y terminó
enredándose con la de él con una vehemente urgencia. Sus dedos se
hundieron en mi cintura y los míos en sus fuertes brazos.
―Te amo, Dea ―gimió sobre mis labios como si decirlo le abriera una
herida en el alma―. Te amo.
Nos mecimos con las frentes pegadas la una a la otra.
―Y yo a ti, mi amor.
Me cogió en brazos y me besó como si no hubiera un mañana…
Nos metimos en la casita y encendió una vela. Había una manta gruesa
en un rincón y una mochila. Tendió una sábana de color vino sobre la manta
mientras yo trataba de calmar mis nervios.
―Giorgia cuidará a los niños ―anunció con una sonrisa picarona en los
labios―. Esta noche apenas ha comenzado.
Me mordí el labio inferior cuando se puso de pie otra vez y se acercó a
pasos lentos. La vela iluminaba nuestros rostros y desvelaba los más
íntimos secretos de nuestras almas. Sin decir una sola palabra, me quitó las
horquillas del pelo y lo liberó con los dedos mientras yo le desabotonaba la
camisa blanca con manos temblorosas.
―He soñado con esto tantas veces.
Él también temblaba.
―Todos los días desde que… ―le flaquearon las fuerzas―, te fuiste de
mi lado.
Deslicé la camisa por sus fuertes y bronceados brazos a la vez que él
bajaba el cierre de mi vestido. Mis ojos se encontraron con tatuajes y
cicatrices de diferentes tamaños. Acerqué los labios y besé cada uno de
ellos, sintiendo el dolor que alguna vez sintió él.
―¿Te duele? ―gemí al levantar la vista y encontrarme con su mirada
teñida de agonía―. ¿Te dolieron mucho?
Los músculos de su pecho se tensaron cuando dibujé con los dedos cada
marca que llevaba allí. Posó la suya sobre una y me instó a mirarlo a los
ojos llenos de melancolía.
―No tanto como tu ausencia.
Una lágrima atravesó mi mejilla y él la rescató con el dedo.
―Nada me dolió más en toda mi vida que no tenerte, meine Süße.
La camisa cayó al suelo casi al mismo tiempo que mi vestido. Bajó la
mirada con mucha cautela, como si tuviera miedo.
―Eres perfecta...
El calor que sentía por todas partes se hizo más intenso e insoportable.
Alcé las manos y las pasé por su pecho hasta alcanzar el cuello.
―Te eché tanto de menos.
Me miraba con tanta adoración que me ruboricé como una adolescente.
―Yo también.
Sin aliento, apoyó la frente en la mía.
―Quiero ser tuyo, Dea… ―susurró con la voz ronca sobre mis labios
hinchados― solo tuyo ―el dolor de sus ojos me desgarró el corazón―.
Para siempre…
Su voz, sus palabras, su mirada, habían desatado un deseo que no sabía
que podía sentir.
―Y yo quiero ser solo tuya, para siempre.
Fundió su boca con la mía en un beso cargado de pasión, dolor y
desesperación. Deslicé la lengua por su labio inferior mientras me tumbaba
sobre la cama improvisada. Al apartarse, recorrió mi cara con la mirada,
como si estuviera grabando cada uno de mis rasgos, a la vez que deslizaba
las yemas de los dedos por mis mejillas, barbilla y cuello.
―Dios, eres preciosa.
El corazón me golpeó con fuerza el pecho cuando mis ojos se
encontraron con los suyos. Había tanta ilusión y tanto amor en ellos que me
derretí por dentro. Se inclinó y me dio un beso suave, tierno y dulce.
Te amo tanto que me duele respirar…
Muy despacio, comenzó a bajar mis bragas, sin dejar de acariciar y besar
mi piel. Deslizó los dedos por la suave curva de mis pechos como si le
costara creer que aquello no era un sueño.
―Ámame… ―le rogué con la voz llorosa.
Apartó mi pelo del cuello y apretó su boca caliente contra mi piel.
Levantó la cabeza y me miró con intensidad. Su mirada oscura y ardiente
me recorrió de arriba abajo, antes de detenerse en mis ojos.
―Nunca amé a nadie como te amo a ti, Dea.
Se desnudó lentamente con la mirada clavada en la mía y se reunió
conmigo en la cama. Respiré de forma entrecortada cuando se puso sobre
mí, aguantando el peso del cuerpo con los brazos, ilusionada por tenerlo tan
cerca de mí.
―¿Estás bien?
Recorrí su hermoso rostro con los dedos antes de responderle con una
sonrisa de pura felicidad.
―Ahora sí.
Me besó. Primero de una forma dulce y tierna; después, fuerte, fogoso e
impenitente. Cerré los ojos al sentir la firmeza de su cuerpo y la deliciosa
presión con la que empujaba para hundirse en mi interior como si temiera
hacerme daño. Lo noté detenerse un instante y estremecerse al tiempo que
exhalaba todo el aire de sus pulmones.
―Oh, Dea… ―gimió como si le causara dolor pronunciar mi
nombre―. ¿Esto no es un sueño?
Me besó en los párpados cerrados, en la nariz y finalmente llegó a mi
boca.
―Si es un sueño, entonces, estamos soñando los dos.
Entrelazó nuestras manos y las situó, unidas, a ambos lados de mi
cabeza y nos dejamos llevar por la pasión, el deseo y la añoranza.
―Dea… ―repetía mi nombre como una letanía―. Dea…
Nunca había hecho el amor con tanta intensidad, tanta entrega y tanta
devoción.
―Te amo… ―gimió mirándome a los ojos.
Liberó nuestras manos y sujetó mis hombros sin dejar de mirarme un
solo instante. Le rodeé la cintura con las piernas y clavé las uñas en sus
duros bíceps cuando el orgasmo me bañó de arriba abajo, unos pocos
segundos antes que él.
Unió su frente sudorosa con la mía y temblamos juntos las últimas
pulsaciones del intenso frenesí.
―Te amo ―susurré con labios temblorosos.
La guerra, por fin, terminó para los dos.
Capítulo 54
Capitán von Richthofen
Meses después…
E ra feliz.
Estos últimos meses al lado de Dea y mis hijos fui el hombre más
dichoso del mundo. Incluso las discusiones, que siempre acababan en besos
interminables y en una entrega llena de pasión y amor, hacían que todo
fuera perfecto.
Todo.
Excepto cuando la noche se cernía sobre mí y las sombras del pasado
volvían para atormentarme. La mente era cruel, solía transportarnos, sin
permiso, al abismo más terrible que alguna vez hubiéramos vivido.
Corrí por la playa absorto en mi última pesadilla, la que me instó a gritar
como un poseso en mitad de la noche, despertando abruptamente a Dea y a
los niños. Intentó consolarme con dulces palabras y caricias maternales,
pero estaba asustado y temblaba como una hoja, como cada noche en
aquella fría, oscura y húmeda celda donde estuve gran parte durante mi
cautiverio. Los ojos empezaron a escocerme cuando fui incapaz de domar
mi mente y perderme en los recuerdos. Caí de rodillas y llevé las manos a la
cabeza en un gesto de desesperación y aturdimiento. Siempre fui un hombre
fuerte, valiente y capaz de todo por alcanzar mis objetivos, pero aquello me
sobrepasaba.
―¡Déjenme en paz! ―chillé como una bestia herida―. ¡Déjenme en
paz! ―hundí las manos en la arena y traté de recuperar el control de mis
emociones―. Por… favor…
Fogonazos irrumpieron mi mente.
Golpes.
Gritos.
Asfixia bajo el agua helada.
Camisa de fuerza.
Latigazos hasta perder la consciencia.
―Por favor… ―rogué sin aliento a quién sabe quién―, Por favor…
Me vi con nitidez, en un rincón de la celda de castigo, rodeado de ratas,
arañas y un montón de insectos que paseaban sobre el cuerpo de un
soldado que había muerto hacía días por falta de cuidados. Olía tan mal
como yo, que estaba bañado en mis propias necesidades. Temblaba de frío,
de miedo y de hambre.
―No… no… no… ―repetía como un demente mientras volvía al
infierno nazi.
El fin de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar entre finales de abril y
principios de mayo de 1945. El 8 de mayo de aquel año, tras la firma de la
capitulación alemana, en Berlín, entre los mariscales Keitel y Zhúkov, la
guerra terminó.
Y el martirio de los alemanes empezó, aunque el mío se inició con la
muerte de mi hermano gemelo. Los ojos se me nublaron al evocar el día
más triste de mi vida, el día que lo cogí en brazos y lo llevé a un hospital en
Berlín para que alguien pudiera registrar su fallecimiento ante los aliados.
―Cumpliré la promesa ―repetía durante todo el camino―. Lo haré…
Las bombas caían casi a mi lado, pero eso no me detuvo en mi afán.
«Iré a por los documentos ―anunció Moritz aquella mañana―.
Debemos marcharnos lo antes posible».
Cuando mi hermano murió entre mis brazos aquella fría noche mientras
las bombas caían sin cesar del cielo, me quedé en silencio. No lloré, no
reaccioné, no me moví. Simplemente recosté mi cabeza en su pecho para
escuchar su corazón. Y durante horas estuve allí, con la cabeza apoyada en
su pecho, en su duro y frío pecho.
Ha muerto.
He muerto.
Ha muerto.
Caminé exactamente doce kilómetros con él en brazos. No pesaba casi
nada. Era una bolsa de huesos. Nada había restado de él.
Nada.
Le había puesto el uniforme, sus medallas, su gorro, su Luger y sus
botas. Durante el camino, me fallaron las piernas y también el corazón.
Podía darme un tiro y acabar con mi agonía, pero no podía, le había
prometido que no desistiría.
—Cumpliré mi promesa —susurré antes de depositarlo en el suelo del
hospital.
Me arrodillé a su lado y recliné la cabeza.
—Fuiste el mejor hermano del mundo.
Miré su rostro azulado con un dolor que no podía describir con
palabras. Había experimentado distintas clases de dolor, pero ninguno
como aquel.
—Adiós —musité antes de darle un beso en la cabeza―. Enfermera
―llamé al ver a una―. Por favor, necesito su ayuda ―le di un beso en la
frente y me marché tras entregarle a la mujer sus documentos―. Gracias.
Días después, Moritz y yo fuimos detenidos por unos soldados rusos a
pocos kilómetros de llegar a la frontera.
―¡Tenemos mascota nueva! ―chilló un soviético el primer día que
entré en el campo de concentración, después de haber sido torturado día y
noche―. ¡Bienvenido, Ricitos de oro!
El Comandante del campo era un hombre muy estricto y sanguinario.
―¿Quieres un poco de pan?
Solía lanzarlo a mis pies y me obligaba a cogerlo con la boca como si
fuera un animal.
―Si no lo haces, todos tus compañeros de barracón serán castigados.
Algunos estaban tan heridos y famélicos, que no tenía otra opción que
obedecer por ellos.
―Muy bien, eres obediente como buen pastor alemán.
La humillación era más dolorosa que las palizas nocturnas. Veinticinco
latigazos por el simple hecho de ser alemán, de las SS.
―Uno… dos… tres… cuatro…
Desnudo, delante de una mesa de metal, recibía mi cuota de látigos
todas las noches.
―Cinco… seis… siete…
A veces me quemaban con cigarrillo, me escupían o meaban sobre mis
pies.
―Ocho… nueve… diez…
Otras veces me colgaban bocabajo por horas.
―Once… doce… trece…
Si uno del barracón caía en medio del trabajo, nos dejaban sin comer
por dos días.
―Catorce… quince… dieciséis…
A veces escuchaba los gritos de una mujer mientras trataba de dormir.
En general, al día siguiente, solíamos enterrar el cuerpo vejado de la
misma.
―Diecisiete… dieciocho… diecinueve…
En invierno nos obligaban a bañarnos con agua fría, mucho morían de
pulmonía, en especial los que eran castigados por alguna infracción que
muchas veces ni siquiera sabíamos si eran ciertas o no.
―Veinte… veintiuno… veintidós…
Nos obligaban a comer coles que recogíamos de entre los cadáveres. Ya
no podía comerlos sin pensar en aquellos cuerpos putrefactos. Otras veces
cuando teníamos mucha hambre, solíamos cazar conejos y los comíamos
casi crudos. El hambre era tan feroz, que no nos importaba.
―Veintitrés… veinticuatro… veinticinco…
Estaba en Sachsenhausen. El recinto se había construido en la misma
época que Buchenwald, y fue usado como campo de trabajo y de
exterminio. Habíamos albergado a homosexuales condenados a trabajar en
la fábrica de ladrillos situada fuera de la verja, a militares soviéticos y a
algunos prisioneros judíos. Prácticamente todos los soviéticos que habían
ingresado en Sachsenhausen terminaron enterrados allí tras duras sesiones
de tortura.
—Me dan ganas de patearle el culo —masculló Frank, uno de mis
compañeros de celda.
Cuando el campo pasó a estar controlado por la URSS, Sachsenhausen
fue rebautizado como «campo especial número 7».
―Ten cuidado ―le aconsejé―. No digas las cosas que piensas.
La mayoría de los prisioneros éramos alemanes, pero también había
prisioneros rusos y algunos británicos que fueron a parar al anexo especial
para alojar a los militares aliados.
—Siempre hay un alacrán —agregó Rudi.
El lugar se llamaba «zona 2» y constaba de veinte bloques de ladrillo.
Estaba situada en la esquina más alejada del portón de entrada y contenía
cuarenta barracones.
Yo estaba en la «zona 1» que se empleaba para la «prisión preventiva»
de civiles y soldados alemanes, mientras que el anexo se reservaba para
alojar a los oficiales nazis juzgados por delitos contra la Unión Soviética.
—¿Cómo están tus manos? —me preguntó Hans.
El primer trabajo que nos encomendaron fue vallar un terreno situado a
la derecha de los barracones y destinado a sepultar a los futuros muertos
del campo especial número 7.
—Mejor.
Observaba a mis compañeros con atención, a pesar de la situación,
seguíamos siendo tan pulcros, ordenados y con buenos modales, en
comparación a ciertos prisioneros y oficiales rusos que comían como unos
perros callejeros.
—El hijo de Stalin murió aquí —cuchicheó Johann—. A su padre le
importó una mierda su destino en aquel entonces.
En general los comentarios, chistes o preguntas fuera de lugar valían un
golpe con la culata del fusil y un día de calabozo como mínimo.
―No mencionéis a Stalin ―nos advirtió Hans―. Estos bastardos no
necesitan mucho para castigarnos.
Tiempo después tuve la estúpida idea de pedir un puesto en uno de los
talleres. Hacía frío y prefería estar dentro del campo y no en los bosques.
—¿Me está pidiendo algo, maldito nazi?
Me limité a mirarlo con ojos revestidos de indignación. No le estaba
pidiendo mi libertad, sino un trabajo más humano en aquella fecha tan fría.
—Sí, señor.
Terminé en el calabozo sin ropa y sin comida. Me acurruqué en un
rincón de la celda de piedra y abracé mis delgadas piernas mientras
planeaba cómo huir de aquel infierno lo antes posible. Los rusos buscarían
la manera de eliminarme antes de cumplir mi sentencia como lo hicieron
con tantos otros a pocos meses de su libertad.
―Nunca me dejarán libre aquí.
El cementerio empezó a llenarse con la llegada del frío. Los alemanes
no lo estábamos pasando bien en los campos dirigidos por los soviéticos.
Habíamos resistido seis años de una guerra atroz, pero en el campo de
concentración comenzábamos a debilitarnos en masa. Temía terminar entre
los tantos muertos. Cada vez había más gente, y cada vez había menos
espacio libre. Los barracones ya estaban atestados y las literas estaban
cada vez más juntas.
—Esto se está convirtiendo en un Gulag —dijo Friedrich.
Aquello no era bueno, porque todos sabíamos que quién entraba en un
Gulag, no volvía a salir jamás.
—No soporto más esto.
Jürgen soltó el hacha, se puso en pie y echó a andar. Lo capturaron en
el bosque, lo devolvieron al campo y lo metieron en el calabozo.
—Von Richthofen —anunció un oficial—, al calabozo.
Lo miré estupefacto, el muy infeliz me acusó de haber ayudado a Jürgen
a huir, de haberlo «motivado». Traté de defenderme y me gané varias
palizas a cambio e incluso me pusieron unos grilletes en los pies.
Me dejaron veinticuatro horas colgado de los pies, cabeza abajo.
—¿Por qué no asume su culpa?
Podía oír los gritos desesperados de Jürgen en la celda contigua.
—Su compañero nos dijo que usted lo animó a huir.
No me dieron de comer y tampoco de beber. Al final, por unas gotas de
vodka confesé una culpa que no era mía.
—Muy bien, ario.
Me llevaron a la celda semimuerto y me dejaron tirado sobre la paja,
con los brazos encadenados por encima de la cabeza.
—No sé si podré cumplir mi promesa…
La razón empezaba a abandonarme. Estaba muy sucio y me dolía todo
el cuerpo. No podía moverme.
―Debes hacerlo ―escuché la voz de mi hermano con nitidez―. Eres
mucho más fuerte de lo que crees…
Dos días después, degollé al guardia que se ensañó conmigo desde que
llegué aquí y hui con otros compañeros. Ninguno sobrevivió y yo sigo saber
cómo lo hice.
El día que vi a Dea, supe por qué lo logré.
―¡Mi amor! ―chilló Dea a lo lejos con los niños a cada lado y me
devolvió al presente―. ¡He preparado huevos con tocino como te gustan!
Me puse de pie y sonreí antes de acercarme a ellos, la razón por la que
soporté todo aquello.
―No llevas camisa.
Le di un dulce beso a los niños en sus cabecitas rubicundas y después
uno en los labios de mi mujer, que con la barbilla levantada me miraba con
ojos interrogantes.
―Hace calor.
Enarcó una ceja.
―Hace frío.
Cogí a Horst en brazos y ella a Heinrich.
―¿Sí?
Me lanzó una mirada asesina.
―Sí.
Me reí al comprender su enfado.
―A veces creo que no eres consciente de lo que provocas en las
mujeres.
Le di un beso en la cabeza.
―No, porque nunca las miro, para mí solo existe una.
Parpadeó emocionada.
―Tú, solo tú.
Frenó los pasos y bajó mi cara para darme un apasionado beso que hizo
chillar a nuestros hijos de alegría.
―Por eso te amo tanto, mi amor.
―Y yo a ti.
El día fue perfecto, hasta que las pesadillas volvieron a adueñarse de mí.
Dea apoyó mi cabeza empapada en sudor sobre sus pechos desnudos y me
ronroneó dulces palabras. Llevado por la desesperación, le conté todo lo
que padecí en el campo y ella rompió a llorar.
―Lo siento… ―repetía como si fuera la culpable―. Lo siento…
Tras aquel día, las pesadillas no volvieron, tal vez, el hecho de haber
confesado a Dea, me liberó de ellas.
Verano de 1950
C inco años han pasado tras el final de la guerra. Cinco largos años en
que, con mi familia, reconstruí, pedazo a pedazo, mi alma. Tanta era la
dicha, que incluso las pesadillas desaparecieron. Cogí un portarretrato y
contemplé la foto donde aparecíamos los cuatro en la casita muelle que
ahora era amarilla con detalles en blanco. La tomamos en el verano de
1948, cuando a Dea se le ocurrió renovar los votos maritales ante el padre
John. Según ella, debíamos bendecir nuestra «reunión espiritual
postguerra». Palabras textuales suyas, por cierto.
―Me encanta esa foto ―comentó Dea, con una sonrisa―. Es perfecta.
Lo puse en su sitio, en la repisa de la chimenea de piedra que construí en
el invierno pasado.
―Fue un día indeleble.
A veces, sin querer, la melancolía se adueñaba de mí.
―Nuestros nuevos recuerdos.
Me mordió la barbilla.
―La barba de tres días es peligrosa.
Le besé los labios.
―Atrae demasiado la atención ―resaltó después de darme un golpecito
cariñoso en el estómago―. La femenina, ante todo.
Me toqué la barbilla con aire divertido antes de darle un azote en la
nalga.
―Hablo en serio.
Su lado más protector y celoso me causaba mucha gracia. Aunque a ella
la enfurecía y soltaba una especie de gañido que me volvía loco. Me
acerqué y la envolví entre mis brazos. Recliné la frente en la suya y suspiré
hondo.
―Meine Süße, yo solo tengo ojos para ti.
Me lanzó una mirada de pura desconfianza.
―No tengo dudas al respecto, pero me molesta que todas las mujeres
del pueblo te deseen cada vez que te ven.
Empezamos a mecernos al son de una canción de moda que sonaba en la
pequeña radio.
―Dios te hizo demasiado guapo ―refunfuñó con los brazos alrededor
de mi cuello―. Simpático y amable.
La miré con asombro.
―Tengo cicatrices por todo mi cuerpo ―le recordé―. Y tatuajes
repartidos por mi abdomen.
Deslizó las palmas por mi pecho.
―¿Y crees que eso ofusca tu belleza? ―me pellizcó la tripa con
cariño―. Incluso atrae más… ―metí mi lengua entre sus labios y la besé
con un abandono que la hizo gemir en mi boca―. No me hagas esto,
Capitán…
Como los niños estaban muy ocupados jugando en el salón, fuimos a la
habitación y sin la necesidad de quitarnos la ropa, apagamos el fuego contra
la puerta. Dea clavó sus uñas en mis nalgas cuando acabamos y me mordió
el labio inferior con poca delicadeza.
―Te amo.
Nos quedamos allí unos minutos, disfrutando aquel instante de
conexión.
―Y yo a ti.
Cuando oímos los gritos de nuestros hijos, volvimos a la realidad.
―Me toca bañarlos ―anuncié con una sonrisa.
Ella me mordió la barbilla.
―Y a mí la cena.
Después de bañar a mis hijos, fregar el suelo y ordenar el cuarto de
baño, los vestí. Nos dirigimos a la cocina.
―Mutti, ¿tenemos postre?
Ella asintió con una amplia sonrisa.
―Hoy tenemos helado de chocolate.
Los dos levantaron sus bracitos y gritaron de alegría.
―La señora Miller nos da helado todas las tardes ―comentó Horst y
Dea lo miró con una ceja levantada―. Es muy amable y siempre nos dice
que somos los niños más hermosos del mundo.
Levanté la mirada del plato de macarrones y la clavé en la de Dea, que
estaba seria y ceñuda.
―Como papá ―agregó Heinrich y carraspeé nervioso.
―Mutti, ella siempre le prepara limonada a papá y nos regala helado a
nosotros ―apostilló Heinrich.
Mmm.
―¿Es guapa la señora Miller? ―inquirió Dea con la mirada clavada en
la mía.
Heinrich y Horst asintieron.
―Ah, ¿más que vuestra Mutti?
La miré como si acabara de escupirme a la cara.
―Nein… ―contestaron los dos y negaron con la cabeza al mismo
tiempo―. Tú eres mucho más bella ―coincidieron los dos.
Dea bebió un sorbo de zumo de naranja de su vaso.
―¿Y papá es amable con ella?
El tenedor se me cayó en el plato ante la sorpresa, pero mi desliz no
llamó la atención de Dea. ¡Increíble! Heinrich y Horst me miraron antes de
contestar y mandarme directo al calabozo.
―Sí…
La cabeza de mi mujer se dio la vuelta a cámara lenta.
―Ah.
―Como soy con cualquiera ―me defendí―. Además, trabajo para ella
este verano.
Clavó el tenedor en su cena con los dientes apretados y la mirada teñida
de malévolos pensamientos. Enarqué una ceja, desconcertado y un poco
intimidado.
―Claro…
Al día siguiente fue a recogernos con su mejor vestido, el pelo suelto y
los zapatos de tacón que le había regalado por su cumpleaños.
Estaba hermosa.
―Mutti!
Yo hablaba con la señora Miller cuando la vi llegar. Una sonrisa
bobalicona afloró en mis labios. Su andar grácil y firme me recordaron, de
cierta manera, a una gata rabiosa.
―Buenas tardes ―saludó con una amplia sonrisa en sus deliciosos
labios carmesí―. Te traje un poco de limonada, mi amor.
Limonada, ¿eh?
Saludó a la señora Miller con amabilidad tras llamarla zorra en italiano.
La sorpresa me hizo fruncir el ceño y sonreír a la vez. Me dio un beso en
los labios, uno muy apasionado.
―Hola, meine Süße ―susurré con una sonrisa.
Me abotonó la camisa de trabajo que estaba remangada hasta los codos.
Era casi un mormón. La señora Miller la invitó a tomar a un café.
―Me encantaría.
Su tono era tan falso que me obligó a ladear la cabeza. Me miró de reojo
y apreté los labios para no echarme a reír. Besó a nuestros hijos en la cabeza
y entró en la casa tras echarme una última mirada.
―Es guapa y joven ―refunfuñó por la noche en la cama―. Y rica.
Puse el libro que leía en la mesilla de noche y me precipité sobre ella.
Lamí su puchero y después le quité el camisón de seda con lentitud
martirizante. Puso las manos en mis hombros y me miró con expresión
inocente.
―Para mí solo existe una mujer en este mundo, por la que crucé el
infierno y sobreviví a él ―acarició mi mejilla con ternura―. No existe
nadie más, no me atrae nadie más y no sueño con nadie más.
Sonrió con timidez.
―¿La conozco?
Le di un beso en los labios.
―Sí, es la mujer más hermosa, cariñosa, tierna, dulce, cabezota y celosa
del mundo.
Su sonrisa se ensanchó.
―Una mujer maravillosa.
Me acomodé entre sus piernas tras apartar la sábana de mi cuerpo
desnudo. Gimió y clavó los dedos en mis brazos cuando la penetré hasta lo
más hondo.
―Única en su especie.
No me moví, solo me quedé mirándola bajo la luz plateada de la luna
que bañaba a raudales la habitación aquella noche veraniega mientras la
melodía del mar sonaba de fondo, mezclándose con el cántico de los grillos,
las ranas y los búhos.
―No eres consciente de cuánto te amo, Dea.
En mi tono apareció la tristeza, la nostalgia y la melancolía. Acunó mi
rostro entre las manos y me miró con adoración antes de besarme como si la
vida dependiera de ello.
―¿Volverías a cruzar el infierno por mí?
La miré con intensidad.
―Siempre…
Capítulo 55
Dea
Corrí con los pies descalzos y el pelo suelto por el valle verde que se
extendía delante de mí. Llevaba puesto el vestido rojo sin tirantes y el
colgante que Volker me regaló en el cuello. Era un precioso día, lleno de
color y vida. Frené los pasos al reconocerlo. Giré sobre los talones y
observé el lugar con lágrimas en los ojos.
―Es mi pueblo...
No estaba en Alabama, sino en La Toscana, en San Michelle. Caminé
sintiendo en la planta de los pies el suave contacto del césped mientras los
aromas florales atravesaban mis fosas nasales y despertaban todos los
recuerdos.
―¿Cuándo he vuelto?
Rocé los girasoles con los dedos atenta a la dulce melodía que venía de
las colinas. Me detuve al reconocerla.
―Dea ―expresó alguien por detrás de mí.
Al reconocer la voz, el corazón empezó a chocar con fuerza contra mis
costillas y la respiración se me agitó como si acabara de correr varios
kilómetros seguidos. Giré en redondo y un par de lágrimas rodaron por mis
mejillas al verlo.
―Tú… ―musité emocionada―. ¿Eres tú?
Con pasos elegantes se acercó a mí y me enjugó las lágrimas con los
pulgares. Me miró con ternura y sonrió, dejando a la vista sus preciosos
hoyuelos.
―Soy yo.
Alargué la mano para tocar su precioso rostro enmarcado por la luz
dorada del sol. Cogió mis manos y depositó un beso en cada dedo,
erizándome toda la piel. Puso una en su pecho, sobre la camisa blanca
impoluta combinada con unos pantalones negros y unos tirantes del mismo
color.
―Nunca pudimos despedirnos ―murmuró cerca de mi rostro―. Por
eso estoy aquí.
Las lágrimas empezaron a caer de mis ojos a borbotones, de manera
incontrolable y dolorosa. No hubo palabras de amor, nunca los hubo de mi
parte, pero mis ojos hablaron por mí y revelaron el mayor secreto de mi
corazón, el que moriría conmigo.
―Es momento de que me dejes ir.
Apartó la mano y me rodeó con los brazos. Apoyó la frente en la mía y
sonrió. Era tan hermoso, tan sublime y etéreo como un ángel.
―Nunca pude agradecerte todo lo que hiciste por mí.
Negó con la cabeza y su dulce aroma arropó mis fosas nasales. Era un
olor almizcleño, suave y fresco como lo recordaba.
―Me salvaste tantas veces sin pedir nada a cambio.
Levantó una mano y acarició mi mejilla. Parpadeé, no podía cerrar los
ojos, no quería perderme un solo instante de aquella pletórica ensoñación.
―Tú me salvaste a mí, Dea, no yo a ti.
Empezamos a bailar la melodía que resonaba por todo el lugar:
interpretado por los pájaros, el silbido del viento y los latidos apresurados
de nuestros corazones.
―Sé feliz… ―me rogó con lágrimas en los ojos―. Y yo lo seré también.
Puse la cabeza en el centro de su pecho y él posó la mano sobre ella
para consolarme. Me aferré a su camisa con los puños cerrados, incapaz
de controlar el llanto.
―Siempre estaré contigo, Dea.
Me aparté de él y lo miré a través de las interminables lágrimas que él,
con mucho cuidado, intentó enjugarlas con los pulgares. Reclinó la cabeza
y cubrió mis labios con los suyos en una caricia suave, cálida y
desgarradora. Levanté la mano izquierda y envolví la parte de atrás de su
cabeza para profundizar el beso. Me rodeó la cintura con los brazos y me
pegó a su cuerpo con vehemencia.
―Siempre estaré contigo ―gimió sobre mis labios―. Siempre.
La calidez de su mirada abrasó mi alma.
―Fuiste lo mejor que me ha pasado en la vida.
Miró mi colgante en forma de corazón y sonrió con ternura.
―Nunca te olvidaré.
Aquel colgante era su corazón y siempre lo cuidaría.
―¡Mamááá!
Giré el rostro hacia un lado y me encontré con Giuliano, montado sobre
Giada. Volví a mirarlo a él con tanta alegría que, las lágrimas rodaron por
mis mejillas como si tuvieran vida propia. Besó mis manos y asintió sin
abandonar su hermosa sonrisa.
―Siempre estaremos contigo.
Giré sobre mis pies y me eché a correr hacia mi hijo.
―¡Amore di mamma!
Bajó de Giada de un salto. Corrió hacia mí con los bracitos extendidos
de par en par y gritando con todas sus fuerzas.
―¡Mamma!
Giada también corría hacia mí.
―¡Giulianooo!
Lo cogí en brazos y lo giré en el aire entre risas llorosas. Lo estreché sin
dejar de besarle la cabecita rubicunda. Se aferró a mí con todas sus
fuerzas.
―Los que te amamos siempre estaremos contigo ―declaró él al llegar
a nuestro lado―. Solo tienes que recordarnos, mamá ―apostilló Giuliano
tras arreglarse su boina, la misma que llevaba el día que murió―.
Mientras los recuerdes, las personas nunca mueren, Dea.
Alargué la mano y rocé el hocico de Giada, incapaz de contener las
lágrimas. Todo mi cuerpo temblaba.
―¿Volveremos a vernos algún día?
Una mano femenina aterrizó sobre la mía y me estremecí al reconocer el
anillo con la perla.
―Sí, hija.
Me di la vuelta y rompí a llorar un poco más mientras mi hijo bajaba al
suelo.
―Mamá…
Me envolvió entre sus brazos y besó mi cabeza como lo hacía cuando
era pequeña. Me quedé allí unos segundos y saboreé su dulce aroma a
flores de tilo.
―Encontré a papá.
Me apretujó contra sí al escuchar mi afirmación.
―Dile que lo sigo esperando entre nuestros girasoles.
―Se lo diré.
―Te quiero, pequeña mía.
Una luz blanca, muy potente y brillante, iluminó todo el lugar de
repente. Mi madre besó mi frente con cariño y cogió la mano de Giuliano
acto seguido. Me dedicaron una última sonrisa antes de girar sobre sus
pies y alejarse de mí.
―¡Os quierooo!
Levanté la falda del vestido y corrí hacia ellos, pero la distancia se hizo
mayor a medida que aceleraba los pasos.
―¡Os quierooo!
El último que me balanceó la mano antes de ser engullido por la luz, fue
él. Su misteriosa sonrisa quedó grabada en mi alma para siempre.
―¡Os quierooo! ―chillé al despertarme abruptamente―. Os…
quiero… ―Viktor encendió la luz de la mesilla―. Os… quiero… ―repetí,
llorando con toda el alma―. Siempre… y… para… siempre…
―Meine Süße, ¿qué tienes?
Acomodé mi cabeza en su pecho y lloré aún más.
―Solo abrázame ―rogué con la voz afónica―. Solo abrázame.
Al día siguiente, a pesar de que lloviznaba, me puse mi chubasquero rojo
y me dirigí al mar con una botella entre las manos. Había escrito aquel
soneto de Shakespeare el día que supe que había muerto, pero nunca me
animé a enviárselo.
―Hiciste tantas cosas por mí y tu hermano ―mascullé al llegar a la
playa, totalmente desértica aquel frío octubre en que, todos se preparaban
para la fiesta de Halloween del pueblo―. Tal vez las personas no lo sepan
nunca, pero fuiste un héroe disfrazado de villano ―las lágrimas caían sin
parar―. Un héroe de verdad…
Besé la botella antes de meter el corcho para cerrarla. Dentro estaba el
soneto que elegí pensando en él y los pétalos de la primera rosa que me
regaló, la que me había dejado en el muelle.
―El viudo de noble corazón que salvó a mis amigos sin pedir nada a
cambio… ―recordé, llorando―. Ellos siempre te recordarán… ―observé
los pétalos dentro de la botella―. La había metido dentro de mi vieja
novela de Jane Austen, envuelta en papel de seda ―comenté entre hipos.
Siempre que veo una rosa amarilla, pienso en ti.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas lentamente mientras me acercaba
al mar embravecido. Elevé la vista al cielo plomizo y esbocé la sonrisa más
triste del mundo.
―¡Sabes sonreír!
La sonrisa se congelo en su rostro cuando escuchó mi afirmación.
―Ya no recordaba la sensación.
También sonreí, pero con menos efusión, ya que su intensa mirada me
intimidaba mucho.
―No tenía motivos los últimos años.
Parpadeé.
―¿Y ahora los tienes?
Nunca me contestó, no fue necesario.
Unas imágenes empezaron a sucederse en mi cabeza, una tras otra,
secuencias de los pocos, pero indelebles momentos que compartimos
juntos: miradas, sonrisas y lágrimas secretas.
―Adiós, Volker.
Lancé la botella lo más lejos que pude y con ella nuestro secreto.
Ahora conoces mi secreto.
Alguien cogió mi mano de repente y al girar el rostro con brusquedad,
me encontré con Viktor.
―Aquí estoy, a tu lado, siempre.
Me abracé a él mientras en silencio observábamos el viaje de la botella
como alguna vez lo hicimos en Italia en aquella playa tan lejana de nosotros
hoy.
―Vámonos a casa, mi amor ―mascullé tras unos minutos―. Los niños
están ansiosos por probar sus disfraces de pirata.
Me dio un beso dulce y apasionado al mismo tiempo.
―Te amo.
Deslicé los dedos por su hermoso rostro con una sonrisa débil en los
labios.
―Y yo a ti.
Nos cogimos de la mano y nos dirigimos a nuestra casa sin hablar de lo
que había hecho, simplemente, me pegó a su cuerpo con un gesto muy
protector.
Algunos secretos morían con uno mismo.
Capítulo 56
Capititán von Richthofen
Alemania, 1945
—No puedo hacerlo, Viktor.
Había escuchado una y otra vez, detalle a detalle, todo lo que había
vivido al lado de Dea, desde que la conoció. Desde la primera mirada
hasta el último beso.
―Tienes… que… hacerlo…, Volker.
Incluso me había hecho un corte en la pierna, en el mismo lugar donde
él tenía el suyo, la que Dea suturó para salvarle de morir desangrado el
año pasado.
―Si descubren que eres tú, te fusilarán y a ella también.
Viktor estaba muy enfermo y nadie podía salvarlo. Era leucemia y
estaba muy avanzada. No había cura, ni siquiera de que tuviera una muerte
menos dolorosa.
—No puedo ocupar tu lugar, Viktor ―siseé—, aunque me hayas relatado
detalle a detalle todo lo que viviste a su lado —él me miró con una dulce
sonrisa—, ella lo sabría y sería peor.
Debía usurpar su lugar o, caso contrario, los rusos me fusilarían sin
piedad. Tenía demasiados cargos en mi contra como para que me
perdonaran la vida. Y si no fueran ellos, serían los nuestros por alta
traición.
—Dea estará sola con mi hijo —me recordó—, podrían hacerles daño —
me miró con ojos suplicantes—, ¿quieres eso?
Habló de Angelika y me estremecí.
―Lo querrás como si fuera tuyo, como yo quise a mi sobrina.
Durante semanas, me relató su historia. A veces nos reíamos y otras
veces llorábamos en silencio. Habíamos pasado por tantas cosas.
—Fui muy feliz mientras viví, Volker.
Apretujó mi mano.
—Ningún hombre sería capaz de hacerla feliz como tú, ninguno la
amaría tanto como tú. Ninguno la protegería como tú.
―Viktor…
―La amas tanto como yo, vi todo lo que hiciste por ella.
Me sonrojé.
―No te culpo, es imposible no amarla.
Sonrió.
―Aunque cuente los peores chistes del mundo.
Nos reímos entre dientes.
―No los dejes solos en este mundo que ahora nos odia tanto.
Solo asentí.
―Gracias.
Aquella noche hicimos un pacto de sangre, como alguna vez lo hicimos
en el pasado cuando teníamos unos quince años. Con el cuchillo de
combate abrí unas pequeñas heridas en el dedo índice y después los
unimos.
―Sé que te pido mucho al fingir ser yo, pero es la única manera de que
puedas salvarte y salvarlos.
Me miró con infinita gratitud.
―Hazla feliz.
Temblé.
―Lo intentaré.
Apretujamos nuestros dedos.
―Será nuestro secreto.
Una lágrima rodó por mi mejilla.
―Nuestro secreto.
Viktor sabía que Dea lo buscaría, la conocía tan bien y no estaba
equivocado. Cuando la vi por primera vez en aquel hospital inmundo,
herido, hambriento, sediento y desesperanzado, supe que todo lo que me
dijo de ella era cierto.
―Dea siente algo por ti, Volker.
Negué con la cabeza mientras le cambiaba el paño mojado de la frente
en el refugio de la mansión de la abuela de Moritz.
―Lo vi en sus ojos cuando fingí ser tú.
Lo miré estupefacto.
―Ella estaba en el patio trasero de la casa, bajo la lluvia. Cuando giró,
me miró con extrañeza y supe que no sabía que era yo.
«Dios mío».
―No llevaba el uniforme y la expresión era demasiada seria como para
pensar que era yo. Me acerqué y le toqué la mejilla con ternura y después
la besé.
Las entrañas se me encogieron.
―Ella no rechazó el beso ―clavó los ojos en mí―. Ella no te rechazó...
Tragué con tanta fuerza que el ruido que hizo mi nuez de Adán se perdió
entre los estallidos de las bombas que caían sobre nosotros sin cesar
aquella noche.
―Sobrevive por ella, por ellos.
Años después, comprobé sus palabras al encontrar la caja de madera con
sus recuerdos, entre ellos, incluso la carta que le envié un día antes de su
boda. Alargué la mano, anegado en lágrimas y rocé una de las rosas
amarillas mientras me perdía en un viejo recuerdo, el último día que vi al
padre John con vida, hacía más de quince años atrás…
―Por amor me olvidé quién soy, padre ―le confesé en su lecho de
muerte―. Fingí ser otro para protegerla ―suspiré hondo―. A los tres.
En 1958 un exsoldado nazi de las SS llegó a nuestras vidas, enviado por
miembros de la ODESSA, que empecinados, seguían buscándome, al
Comandante Volker von Richthofen. Aquel día, supe que nunca estaría libre
de mi pasado.
―Solo te defendiste, hijo.
No tenía otra opción.
―Y Dios lo sabe.
Nadie volvería a ver a ese exsoldado.
―Dios lo sabe, padre.
Cuando acepté ser mi hermano, sabía que muchas veces flaquearía y
pensaría en revelar todo, pero cada vez que me acordaba de la carta que
Dea había escrito para mí, la calma volvía y desistía de todo.
―La amaste a ella más que a tu propia vida ―sentenció el padre John.
Cogí sus manos y las besé en actitud de respeto.
―Ella es mi vida, padre.
Me miró con compasión.
―Y tú la suya, Volker.
Volker.
Volker.
Volker.
Resonó en mi cabeza como un eco lejano y sombrío. Solo entonces, años
después, aquel detalle brilló con fulgor en mi cerebro, uno que el padre
nunca lo supo por mí…
Volker.
Volker.
Volker.
Una fuerte punzada en el pecho me arrancó de mi ensoñación de golpe.
Caí sobre la tumba, derribando el jarrón cerca de mi cara y esparciendo los
pétalos amarillos por todas partes como los recuerdos vividos al lado de ella
los últimos años.
Todos ellos…
Me temblaban los labios, las manos y las piernas ante la fuerte emoción
que abrasaba mi corazón.
―Gracias por todo.
Estábamos tumbados en la arena, lado a lado y con las manos
entrelazadas, observando el cielo azul de aquel lejano verano. Giré el
rostro hacia ella y la miré con una sonrisa melosa en los labios.
―¿Por qué?
Sus ojos se llenaron de lágrimas y el corazón se me encogió.
―Por todo lo que hiciste por mí y tus hijos.
La atraje hacia mí y la estreché entre mis brazos. Puso la cabeza en mi
pecho y suspiró como si algo le pesara una tonelada.
―Todo lo que hice fue por amor.
Se aferró a mí con todas sus fuerzas.
―Te amo…
Dibujó una «V» en mi pecho y levantó la mirada para clavarla en la
mía. De sus ojos brotaron unas lágrimas que dejaron su rastro en su mejilla
bronceado.
―Y… yo… ―replicó con el labio inferior tembloroso― a ti…
Una lágrima recorrió mi mejilla lentamente y se perdió entre mi barba
blanca. Poco a poco, los temblores abandonaron mi cuerpo y de mis labios
brotó su nombre como una dulce letanía...
Dea…
Epilogo
Nuestro secreto
―¡Jesús!
Las caligrafías eran muy parecidas, pero las firmas eran distintas,
aunque a simple vista no parecía grande la diferencia, pero al analizarlas
detenidamente, allí estaban, en los nombres...
―Dios mío ―gimió con lágrimas en los ojos―. Mi bisabuelo era su
hermano gemelo ―revisó todas las cartas de su bisabuelo―. La «V y la K»
eran distintas.
Cogió el guardapelo y lo examinó una vez más.
―Madre mía.
El grabado en la tapa la dejó sin aliento. Deslizó el dedo por las dos
únicas palabras que revelaban todo, incluso lo que significaban las iniciales
de la madera.
Ella lo sabía.
Miró las alianzas con tanta intensidad que temió que se desintegraran en
su palma, consciente de que sus conjeturas nunca tendrían respuestas,
porque los únicos que podrían responderlas, ya no estaban. Cogió las fotos
de su bisabuelo y su hermano gemelo temblando cada vez más. Exhaló
hondo al mismo tiempo que colocaba la foto de su bisabuela entre las dos
fotografías. Sujetó el guardapelo por la gargantilla y lo miró como si fuera
una granada a punto de explotar. Abierto, lo puso sobre la foto de ella y
leyó mentalmente lo inscripto en él:
Relatos
En el corazón del enemigo
Imágenes.
Roces.
Murmullos.
Sonrisas.
Besos.
Caricias…
―¿Por qué las mujeres llevan tan poco ropa? ―la miró―. ¿Falta tela?
¿Hay escasez?
Kurt hacía muchas preguntas, algunas robaban verdaderas carcajadas a
Agnes, y otras más bien suspiros involuntarios. Recorrieron la ciudad, tan
distinta, moderna y ajena para él, que todo lo observaba con fascinación.
Como las mujeres a él.
―Hola.
Las miraba con una sonrisa amable y les dedicaba una leve reverencia
antes de saludarlas.
―Son muy amables.
―Sí, demasiado.
Agnes suspiró.
No debí elegir pantalones tan ajustados.
―Ganaron los aliados ―repuso un poco decepcionado cuando hablaron
del tema―. ¿Hitler se suicidó? ¡Qué cobarde!
Vieron un par de películas bélicas que resumían la historia, la macabra y
dura verdad tras la ideología que defendió como soldado durante años.
―Su imperio no duró mil años, pero el recuerdo de lo que hizo, durará
muchos milenios más.
Se detuvo y observó con anhelo un viejo edificio. Agnes siguió el curso
de su mirada.
―Era la casa de mis padres ―reconoció Kurt con un nudo en la voz―.
La última vez que estuve aquí ―suspiró hondo―. Traje conmigo dos
certificados de defunción.
Los ojos de Agnes se enrojecieron.
―Mis dos hermanos murieron en el 43.
La voz de Kurt se apagó.
―No volví a verlos tras mi partida.
Con mucha timidez, cogió la mano del hombre y lo instó a mirarla. Él
clavó sus ojos azules en los de ella, verdes como la esmeralda.
―Ellos nunca te olvidaron.
Kurt reclinó la cabeza y le dio un apasionado beso que, despertó cada
fibra del cuerpo de Agnes. Y de pronto, recordaba…
Su beso.
Su sabor.
Su dulzura.
Se puso de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos para entregarse a
la caricia de cuerpo y alma. Sus labios se entrelazaron en un beso que
parecía no tener fin. Y fue entonces, en medio de esa unión, entrega y
comunión, cuando los recuerdos se hicieron presentes en la mente de ella…
―¿Vienes del futuro?
Agnes no comprendía nada.
―Estaba en el cementerio en honor a los soldados caídos ―explicó,
nerviosa―. Mi amiga y yo encontramos un libro de magia ―la nieve la
estaba congelando lentamente―. Y elegimos una tumba al azar, nos gustó
el nombre y recitamos el conjuro, pero no pasó nada.
Kurt se estremeció.
―Ella se marchó en su coche y yo en el mío, cuando de repente, perdí el
conocimiento y aparecí aquí.
Él la miró como si estuviera loca.
―¿Cómo te llamas?
La nieve caía sobre ambos cada vez con más inclemencia.
―Kurt… ―apostilló él.
Temblaron.
―Weber… ―agregó ella.
―Lo recuerdo todo… ―susurró sobre los labios de él―. El conjuro, el
viaje en el tiempo y nuestro encuentro.
Él sonrió satisfecho mientras los fogonazos asaltaban la mente de
Agnes. Los días a su lado en la cabaña, compartiendo lo poco que tenían y
usando sus cuerpos como fuente de calor.
―Saliste de la cabaña aquella noche tormentosa ―emitió ella con la
mirada clavada en algún punto lejano―. No volviste.
Él le acarició la mejilla con ternura.
―Volví ―repuso Kurt―, dos días después, pero ya no estabas.
Se abrazaron con añoranza.
―Tal vez por eso volvimos a encontrarnos, Agnes.
Se aferró a él con más brío, urgencia y desesperación.
―No quiero que te vayas, Kurt.
Sabía que su deseo era imposible.
―Yo tampoco quiero irme…
Aquella noche, en la casa de ella, en su habitación, decidieron
inmortalizar el regalo del destino, entregándose el uno al otro como si no
hubiera un mañana como lo habían hecho en la cabaña.
―Nunca te olvidaré, Agnes.
Lloraron en silencio mientras sus cuerpos se fundían en uno solo. Nunca
hablaron de amor, ninguno lo hizo ni ahora ni en la primera vez que se
vieron. Porque simplemente no era necesario.
―Nunca…
Fuera llovía de manera desapacible, como aquella última noche que
estuvieron juntos en la cabaña. Kurt la miraba con adoración, como ella a
él. Nunca sintieron aquello por alguien y sabían que nunca volverían a
sentirlo por nadie más.
―Nunca…
―¿Kurt?
Agnes abrió los ojos y lo buscó en la cama. Pero él ya no estaba.
No… no… no…
Se levantó con lágrimas en los ojos y recorrió el apartamento con el
corazón en la garganta. Cuando la realidad la golpeó con ferocidad, sin
fuerza, deslizó su cuerpo por la pared hasta caerse al suelo y abrazar sus
piernas contra su pecho.
―Se fue… ―gimoteó―. Para siempre… ―las lágrimas rodaban por
sus mejillas como un diluvio―. Para siempre…
La ropa que le había comprado días atrás, seguía en la bolsa de compra
con etiquetas y dentro de sus envoltorios. Nadie nunca la tocó, ni la usó.
―Fue un sueño.
Sabía que no lo fue y tuvo la esperanza de que, las fotos que le hizo con
el móvil, fueran la prueba. Pero no, ninguna imagen quedó capturada por el
raro aparato, como lo llamaba él.
―Adiós.
Cerró los ojos con fuerza.
Nunca te olvidaré, Kurt…
Días después, tras recuperarse del dolor que le provocaba la realidad,
decidió ir al cementerio con un vestido estampado muy al estilo de aquellos
años.
―Me gustaría verte con un vestido de mi época.
Ella sonrió.
―Tal vez, algún día.
No había nadie en el lugar, como de costumbre. Cruzó el camposanto
con un enorme deseo de llorar. ¿Lo superaría algún día? ¿Lograría seguir
adelante sin pensar en él?
―Dios mío… ―gimió al llegar a la tumba de Kurt.
Agnes, te amo.
Las lágrimas atravesaron su rostro mientras trazaba la declaración de él
desde el más allá. ¿Cómo lo hizo? ¡No tenía idea!
Yo también te amo, Kurt.
Nunca sabría si aquello que vivió fue real o solo un espejismo, pero lo
que sintió, lo que siempre sentiría, nunca lo podría borrar de su alma.
―Tal vez, algún día, volveremos a vernos.
Kurt y ella acababan de hacer el amor por primera vez en la cabaña.
Ella acariciaba el centro de su pecho con el dedo índice.
―Tal vez…
Se miraron como si se conocieran de otras vidas, lejanas y ajenas a
ellos en aquel momento.
―Tal vez…
Se arrodilló y encendió una vela. Acarició cada una de las letras,
consciente de que, pronto desaparecerían.
Algún día, volveremos a vernos, Kurt.
Una brisa perfumada rozó su mejilla como un dulce beso de amor. La
vela se apagó y volvió a encenderla. Cuando levantó la vista, la declaración
de Kurt desapareció de la piedra, pero no de su corazón. Se puso de pie y se
marchó tras hacerle una única promesa a él
Nunca te olvidaré.
Dedicatoria