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Nuestro

secreto

Myrian González Britos


© 2021 Myrian González Britos
Todos los derechos reservados

Primera edición noviembre 2021

ISBN:123456789
Nota de la autora

El boca a boca es crucial para que cualquier autor


tenga éxito. Si os ha gustado el libro, por favor, dejad
una reseña en internet. Aunque solo sea de una frase
o dos. Es muy importante para mí y os lo agradecería
enormemente.
Agradecimientos

En primer lugar, a Dios y a mis ángeles.


Gracias a ti, por estar leyendo esto, por regalarme tu
tiempo, lo más preciado del mundo. Quiero que sepas
que por ti sigo creando estos mundos paralelos para
sacarte un momento del real y hacerte olvidar de tus
problemas. Hacerte soñar e incluso realizar tus
fantasías, como yo las realizo al escribir estas
historias.
¡Muchas gracias!
Si leíste los anteriores, tuviste curiosidad al ver la
portada o al leer la sinopsis, o seguiste la
recomendación de alguien, ¡muchas gracias!
Al amor de mi vida, Uwe, mi alemán, mi marido, mi
mejor amigo, mi compañero en esta aventura, mi
alma gemela, mi todo ¿podría vivir sin ti?

¡Muchas gracias!
A Jessica, por la hermosa portada, la ayuda, el apoyo
y el cariño incondicional de hermana. ¿Siempre
juntas?
¡Muchas gracias!
A Marcela, por los consejos, los banners, el aliento y
amistad sincera. ¿Vamos por más años?
¡Muchas gracias!
A mi madre, mi lectora número uno y mi mejor
amiga en todo el mundo, que incansable, cree en mí.

¡Muchas gracias!
A mis amigas del alma y lectoras: Paloma Samantha
Jaen, Claudia Brignoni, Maritza Gritvaz, Teresa
Mateo Arenas y Elle Arce.

A mis fieles y dulces lectoras: Lucía Cuenca, Norma


Alicia, Dulce Landa, Patricia Fernández Martínez,
Maribel Sevilla, Cristina Tovilla, Carolina Concha
Ibáñez y Mercedes Toledo.

¡Muchas gracias a todos!


Índice
Nota de la autora
Agradecimientos
Introducción

Primera Parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20

Segunda Parte
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38

Tercera parte
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56

Epilogo
Relatos
En el corazón del enemigo
Nunca te olvidaré

Dedicatoria
Y algo más
Introducción

Schwelm, Alemania, diciembre de 1935

V olker von Richthofen apretó los pasos cuando su hermano gemelo


gritó su nombre desde el jardín de su mansión. El viento gélido de
aquel cruento invierno azotó su rostro con violencia y desdibujó su
expresión. Debía huir, de él, de su destino y, ante todo, del dolor que sentía
en el pecho.
Viktor corrió por la nieve y gritó con desesperación el nombre de su
hermano. No tuvo siquiera tiempo de ponerse un abrigo, pero tal era la
adrenalina que experimentaba su cuerpo, que sudaba.
―¡Hermano!
Volker tenía solo veintitrés años cuando la vida le arrebató lo que más
amaba en el mundo. El dolor lo convirtió en un hombre incapaz de sonreír,
de esperar y soñar.
―¡Volker!
Viktor se abalanzó sobre él como un león hambriento sobre su presa y al
fin logró detenerlo. Rodaron por la nieve como una bola hasta quedar
inmóviles uno sobre el otro. Viktor jadeó sobre su hermano, cerca de su
rostro cubierto por una barba de un mes. Sus pechos, en ese instante eran
uno solo. Y, aunque había dos corazones, ninguno sabía cuál era el suyo.
―¿Qué estás haciendo, Volker? ―gimoteó en su cuello―. No puedes
hacer esto, hermano.
Los copos de nieve eran del tamaño de un pétalo de girasol y caían sin
cesar. El viento helado congeló los músculos de sus caras.
―Es lo mejor ―susurró Volker sin fuerza―, para todos.
Viktor negó con la cabeza mientras las lágrimas inundaban las cuencas
de sus ojos. Volker parecía un muñeco de trapo, sin vida, sin ilusión y sin
deseos de seguir respirando.
―Confío en ti, Viktor.
Viktor levantó la cabeza con el corazón en la garganta y lo miró a los
ojos, a aquellos ojos azules claros sin luz, tan fríos como la nieve que caía
sobre los dos.
―No puedes desistir.
Los párpados de Volker se cerraron con abatimiento.
―Ya lo hice.
Era tan joven para ello.
―Nadie nunca sabrá lo que pasó hoy, Viktor.
«Hay algo más detrás de tu decisión, Volker«.
No abrió los ojos, ni por un solo instante, al decir aquellas palabras tan
definitivas y cargadas de pesar. Viktor dejó caer una lágrima que, en menos
de un segundo, se había congelado a mitad de su mejilla.
―Volker…
Observó a su gemelo, a quien no conseguía reconocer bajo aquella barba
desprolija y ojeras grisáceas mortecinas. Nada quedó del hombre alegre,
divertido y socarrón que alguna vez fue.
Nada.
―Yo lo sabré.
Los ojos de Volker, vidriosos de sufrimiento, se clavaron en los de él
como dos dagas. Levantó las manos enguantadas y sujetó el rostro de su
hermano que temblaba sobre su cuerpo, pero no era por el frío que hacía,
precisamente.
―Entonces tendré que hacer algo al respecto.
Cuando le habló de la otra posibilidad, Viktor tembló aún más.
―No ―expuso con rotundidad―, no puedo dejar que lo hagas...
Aceptó su destino, el de su hermano y el de los demás implicados de
manera intrínseca en aquella respuesta. Viktor se levantó con el alma a los
pies y ayudó a su hermano a incorporarse.
―Será nuestro secreto, Viktor.
Se miraron durante varios instantes antes de fundirse en un abrazo que lo
decía todo. Volker se marcharía sin decir adónde iría o por cuánto tiempo lo
haría. Tal vez, jamás volverían a verse tras aquel día.
―Adiós, hermano.
Volker se apartó abruptamente y giró sobre los pies. Se marchó del lugar
sin mirar atrás. Viktor lo siguió con la mirada hasta que su sombra se perdió
en medio de la tormenta de nieve.
«Nuestro secreto» repitió antes de volver a casa.
Primera Parte

Nuestro infierno
Capítulo 1
Volker

Días actuales

Auschwitz-Birkenau, enero de 1944

L a muerte cambiaba la esencia de una persona, convirtiéndola en un ser


que ni en sus peores pesadillas imaginó ser algún día. La luz, aquella
que todos teníamos al nacer, se apagaba y solo quedaban las sombras, el frío
y el dolor.
Y esa luz jamás vuelve a encenderse.
Aunque fuera increíble, al menos para los que me conocieron tras lo
sucedido aquel duro invierno de 1935, alguna vez fui distinto.
Fui un joven alegre y divertido.
Lleno de vida y esperanza.
Con sueños y metas.
Hasta que descubrí la verdad.
Y todo cambió.
Huir de mi doloroso pasado fue mi única salida años atrás. Pero a cada
paso que daba, estaba allí, dentro de mí, consumiéndome vivo y dejándome
al borde del abismo.
Porque no hay otro camino que tomar.
Las decisiones que tomé cuando ella murió, me convirtieron en el
hombre que era hoy.
Un nazi sin alma.
Me alisté al ejército alemán a mis veintitrés años, en busca de la muerte,
pero al final, nunca la encontré.
Incluso ella huyó de mí.
La rabia, la ira, la desesperación y el dolor me transformaron en un
implacable soldado que, año tras año, ascendió con méritos y gloria.
Sobrino lejano del Barón Rojo, Comandante de las SS-
Totenkopfverbände, Volker von Richthofen.
Un hombre era capaz de soportar muchas cosas, menos la pérdida de un
ser querido. Podía seguir respirando, pero por dentro estaba tan muerto
como el que partió.
―Señor ―la voz de un suboficial me hizo volver al presente―. Aquí
tiene el último informe ―firmé tras echarle un vistazo―. Heil Hitler!
―Sieg Heil!
Un tren acababa de llegar al campo de concentración de Auschwitz-
Birkenau, a muy temprana hora de aquel frío y plomizo sábado. Estaba en
el andén con un cigarrillo en los labios mientras observaba a mis hombres
con atención. Exhalé el humo por las fosas nasales con la mirada clavada en
las personas que iban saliendo del tren. Mujeres, hombres, niños y ancianos
con los rostros marcados por la tristeza y la desesperación. Sonó un silbato
y unos oficiales de las SS, que estaban bajo mi mando, gritaron:
—Schnell!, schnell!
Uno de ellos cogió a una mujer con brusquedad y la tiró al adoquinado
como si fuera una bolsa de basura.
—Scheiße! —profirió, furioso.
En el andén había cuatro vagones para transportar ganado. Y, de cierta
manera, estas personas tenían el mismo destino que ellos en un matadero.
—Schnell!, schnell!
El ruido era ensordecedor: gritos, llantos, perros ladrando, soldados
dando alaridos, silbatos, el zumbido de la locomotora en espera y los latidos
apresurados de mi corazón.
—Schnell!, schnell!
Un oficial obligó a una anciana a avanzar entre la gente, dándole un
empujón cada vez que se detenía. ¿Trataría del mismo modo a esa mujer si
fuera su abuela?
—¡A la fila! —le gritó—. Jetzt!
Seguían entrando y avanzando rumbo a la muerte segura. Lloraban y se
aferraban, inútilmente, a la esperanza de seguir vivos.
—Por favor —imploró otra anciana—, ¿adónde nos llevan?
La gente gritaba, lloraba y, otras tantas, rezaban mientras esperaban a la
fría y cruel muerte a través de sus discípulos, nosotros, los nazis. Observé
por segunda vez a las mujeres, a los hombres, a los niños y a los ancianos
con una indiferencia glacial en los ojos, sin embargo, por dentro, sentía una
enorme pena por ellos, una pena que no valía nada ante mis compañeros.
Una pena que podría llevarme al paredón.
—Volker —me llamó de pronto alguien y me di la vuelta al reconocer
aquella voz—, hermano… —susurró Viktor, visiblemente conmocionado
con lo que estaba viendo.
―Viktor.
Mi gemelo nunca había estado en aquel sitio, en aquel abismo que me
tocó supervisar. Se detuvo a unos metros de mí para ayudar a una mujer que
se había caído. Uno de los soldados la cogió del brazo con violencia y él le
llamó la atención. El subalterno me miró y yo me limité a asentir. La mujer
escrutó a Viktor y después a mí con asombro. La maldad se duplicó,
imaginé que pensó.
—Viktor… —repetí con la voz débil—, hermano —nos estrechamos con
afecto―. Cuánto tiempo.
Me palmeó la espalda con cariño y con añoranza.
—Hace cuatro años.
Ninguno mencionó lo que pasó en aquel entonces, la razón por la que
decidí volver a su vida después de casi diez años.
―Sí ―musité apenado.
Él venía a verme antes de viajar a Italia, a por una delicada misión. Los
italianos ya no eran aliados nuestros como al inicio de la guerra. Algunos
colaboraban con el enemigo y debíamos estar atentos. Por esa razón, Hitler
ordenó la invasión del país el año pasado.
—Sígueme —le pedí y entramos en el campo—, ¿cuándo viajas?
Viktor me miró de reojo, seguía buscando al Volker que alguna vez
conoció, pero ese hombre murió aquel 1930.
―La semana que viene.
Caminamos lado a lado, con las manos enguantadas detrás de la espalda
y la mirada atenta en el lúgubre lugar que olía a moho, cuero viejo, a heces
y cuerpos en putrefacción.
―Dios santo.
Soltó un gemido apenas audible ante el hedor de aquel sitio, el hedor que
mis fosas nasales ya no distinguían.
—Preferiría ir al frente en Rusia —comentó en un hilo de voz—, pero
no puedo cambiar mi destino.
Los prisioneros nos miraban con terror mientras avanzábamos con
nuestras botas relucientes, guantes de cuero, gorros de plato y gabanes
impecables.
—Quizá allí encuentres tu verdadero destino.
Viktor contemplaba el lugar con una profunda pena en la mirada.
—A veces solo quisiera cerrar los ojos y volver al pasado —farfulló
entristecido—, no consigo conectarme con todo esto —lo miré por encima
del hombro—, con este uniforme y su ideología.
Nos detuvimos delante de una de las cámaras comunitarias, donde
usábamos gas Zyklon B para matar a centenares de personas y abaratar los
costos.
—Dios mío —masculló mi buen hermano, mientras oía los gritos de
mujeres, niños y ancianos en las cámaras—, Volker, esto es…
Levanté la vista y observé el oscuro y espeso humo negro que salía de
una de las chimeneas.
—La guerra, Viktor —le aclaré sin desviar la mirada de las almas que al
fin eran libres—. La verdadera guerra…
Los copos de nieve empezaron a caer lentamente sobre nuestros gabanes
negros, junto con las cenizas de aquellos que ya no gritarían, llorarían o
rezarían en esta vida. Viktor se puso delante de mí y me miró con ojos
lacrimosos.
—¿En qué nos hemos convertido, Volker?
Desvié la mirada de mi gemelo y presté atención en los gritos de las
cámaras con el estómago revuelto y el alma bajo los pies.
—En nazis, Viktor.
Capítulo 2
Dea

San Michelle, La Toscana, finales de mayo de 1944

E l aire olía a tilo, a rosas, a jazmines y a tristeza. Era un día especial


para mí, mi hijo, Giuliano, cumpliría un año más de vida. Los ojos se
me llenaron de lágrimas al recordarlo. Siempre lo hacían ante su triste
recuerdo.
Amor de mamá.
Mi abuela me dijo una vez: que el dolor nunca se marchaba de nuestros
corazones ante el adiós de aquellos que ya no estaban, que uno simplemente
se acostumbraba a él.
Y creo que era cierto.
Antes de su muerte, vivíamos en un pequeño pueblo en los Alpes
Apuanos llamado Santa Anna di Stazzema. Éramos una familia feliz en
aquel entonces, hasta que nuestro hijo falleció tras sufrir un grave accidente
mientras jugaba con sus amiguitos. Giuliano siempre trepaba los árboles, le
encantaba poder observar el pueblo desde lo alto, pero, aquel día, perdió el
equilibrio y se cayó sobre una piedra puntiaguda que le atravesó el cuello.
—¡Giuliano! —grité con todas mis fuerzas y cada paso que daba me
parecía interminable como si no consiguiera moverme de mi sitio—,
¡Giuliano!
Corrí hasta él cuando sus amiguitos gritaron su nombre. Estaba con mi
amiga Susanna cuando los escuché. Aparté a los niños para acercarme a
mi hijo.
—No, Giuliano —musité con el corazón en la garganta—. No… no…
no…
Solté un grito titánico de dolor al ver la cantidad de sangre que rodeaba
su cuerpecito.
—¡Giulianooo! —chillé con todas mis fuerzas cuando fui consciente de
que ya no respiraba—, ¡Amor de mamá, no me dejes! —las otras madres
cogieron a sus hijos, que lloraban desconsolados a mi alrededor—, ¿vida
de mamá? ¿Dime algo? ¡Ayudaaa! ¡Ayudaaa!
El médico del pueblo llegó minutos después y me dijo que ya no había
nada qué hacer. Le golpeé el pecho con los puños y le dije que no era
cierto. Que mi hijo estaba vivo.
—Lo siento, Dea.
—¡No! —le puse el dedo índice delante de la cara—. No está muerto —
me negaba, rotundamente a aceptarlo—. No.
Cogí a mi hijo en brazos y sentí cómo su cuello se separaba de su
cabecita. Todos me miraron con profundo dolor mientras caminaba rumbo
a la iglesia, bañada en sangre y anegada en lágrimas, donde de rodillas le
rogué a Dios por un milagro. Le grité. Lo desafié.
Pero él no me escuchó.
Me ignoró.
—¡Para ti nada es imposibleeee! ¡Nadaaa!
Estuve más de cinco horas de rodillas con el cuerpo de mi hijo en los
brazos. Rezando una y otra vez el Padre Nuestro.
—¡Giualianooo! —gritó Luigi, tiempo después—, hijo, amor de papá,
¡¿qué te hicieron?!
Cogió a nuestro hijo y lloró, lloró con toda el alma.
—¿Por qué dejaste que esto le pasara, Dea? ¿¡Por quééé!?
Aquel día, él, ante Dios y todos nuestros vecinos, me acusó de lo que le
había pasado a nuestro hijo. Y, de cierta manera, tenía razón.
―Luigi…
Se arrodilló a mi lado y sollozó con fuerza.
―Murió, Dea.
Temblé.
―Murió.
El dolor casi me enloqueció.
Todos los días, iba al cementerio y me tumbaba sobre el panteón de mi
hijo y lloraba, lloraba hasta perder las fuerzas.
―No me dejes, Giuliano.
Luigi salía del trabajo y me buscaba.
―Dea, cielo, no puedes seguir así.
Éramos felices, hasta que Giuliano murió.
―No puedo, Luigi.
Me hundí en lo más profundo del abismo y nunca volví de él. Parte de
mí se quedó allí para siempre. Aquel año, no solo perdí a mi hijo, sino
también mi alma.
Mi marido murió en el año 41, tres años después de nuestro hijo, en el
frente. Nunca olvidaré el último día que lo vi y lo que me dijo antes de
marcharse.
―Perdóname ―me rogó llorando―, por todo.
Las lágrimas caían sin cesar de mis ojos, consciente de lo que se
ocultaba detrás de aquella disculpa.
―Perdóname tú a mí, tesoro mío.
Estábamos a mitad del puente medieval, abrazados y enmarcados por
los rayos del sol.
―Fuiste mi primer y único amor, Dea.
¿Por qué no podía creerle? ¿Por qué mi corazón dudaba de sus
palabras?
«Mientes, Luigi».
Me dio un beso apasionado y se dio la vuelta sin darme tiempo a
replicarle.
―¡Luigi! ―grité y él se volvió hacia mí―. Te quiero.
No le dije te amo.
Nunca se lo dije.
Porque nunca lo sentí.
―Adiós, Dea.
Una lágrima rodó por su mejilla. Se dio la vuelta y jamás volvió a casa.
Miré de reojo el libro que estaba a mi lado, como todas las tardes:
Orgullo y prejuicio de Jane Austen. Desde que mi hermana me lo regaló,
cuando tenía unos quince años, pasó a ser mi novela favorita. No leí muchas
más, pero esta marcó mi alma como ninguna otra.
“En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no
pueden contenerse. Permítame usted que le manifieste cuan ardientemente
la admiro y la amo”.
Sentí cosquillas al recitar la famosa frase del señor Darcy, pero nunca lo
sentí en la vida real.
—¡Hola, Dea! —me saludó Fiama, desde el puente medieval—,
¿tomamos café?
Tomar café en estos tiempos tan difíciles era todo un privilegio o, mejor
dicho, un milagro.
―Calentaré el agua y la verteré sobre el polvo del café de ayer
―anuncié con una sonrisa taimada―. No queda mucho.
Fiama suspiró con tristeza antes de tocarse el estómago.
―Al menos tendrá olor a café.
Ambas habíamos adelgazado bastante, aunque, debía reconocer que, mis
caderas seguían muy anchas a pesar de la pérdida de peso.
―El doctor Mancini fue muy amable en regalarme un poco de café.
Ella asintió.
―¿Te gusta?
Su pregunta me heló la sangre.
―Es un hombre muy atento.
Su mirada se tiñó de un matiz que no sabía cómo definir. Siempre que lo
mencionaba, se ponía así, melancólica.
―Y decente.
Moví la cabeza en un gesto afirmativo.
―Y generoso.
Me levanté tras coger el libro y me enfilé hacia el puente. Giada, mi
vieja yegua, relinchó a mi alrededor con su peculiar alegría. Le acaricié la
cabeza con afecto y le dije que era hora de irnos a casa.
—He preparado pan con aquella extraña harina que consiguió… —
Fiama miró a los lados con atención—, mi cuñado en el mercado negro.
Suspiré con agobio.
―La mezclan con otras cosas y el sabor es algo acartonado.
Nos encaminamos a mi casa algo pensativas. Me detuve y cogí la carta
de mi hermana del bolsillo de mi viejo vestido remendado con pedazos de
otros vestidos.
―Diana me escribió ―le indiqué con una displicente sonrisa―. Las
cosas están terribles por Sicilia ―Fiama asintió apenada―. Le rogué que
viniera en mi última carta, pero ¡quién sabe si le llegará!
El correo ya no funcionaba como antes, en realidad, nada funcionaba
como antes.
―Oh, Dea, espero que venga ―me tocó el hombro―. Es tu único
pariente vivo.
Expulsé una gran bocanada de aire de mis pulmones.
―Diana es demasiado rebelde ―afirmé con pudor en la voz―. Me
temo que… ―negué con la cabeza―. Solo espero que esté bien.
Fiama movió la cabeza, pero no estaba segura si asentía o negaba. Diana
no le caía muy bien y el sentimiento era recíproco. Cuando mi hermana se
mudó con su novio, Fiama ni siquiera disimuló su alegría.
—Echo mucho de menos a mi marido, Dea ―confesó con lágrimas en
los ojos―. No he recibido noticias de él y tengo mucho miedo.
Asentí con la cabeza.
—Ten fe, Fiama.
Es lo único que nos queda en esta maldita guerra.
―Oh, Dea ―se le iluminaron los ojos―, todavía mis viejas mariposas
aletean cuando lo recuerdo.
Nunca sentí eso por alguien que no fuera una creación literaria.
―Fiama, él volverá.
Se estremeció.
―Luigi no lo hizo.
Mi corazón latió con fuerza.
―Lo siento, no quise… ―se sonrojó―. ¡Soy una estúpida! ―se
reprochó con la mirada ensombrecida―. Algunas personas, simplemente,
se van de nuestras vidas y no vuelven jamás.
De pronto, el recuerdo del pasado me cubrió como una sábana de seda y
me rozó el alma.
¿No volviste a saber nada de tu primer amor, Fiana? ¿Nunca volvió?
―¿Hablas de él?
Bajó la mirada y suspiró al mismo tiempo.
―No quiero hablar de eso, Dea.
Nunca lo haces, amiga. Ni siquiera sé quién fue o dónde lo conociste.
¿Acaso era casado? ¿Cómo pudo seducir a una niña de apenas catorce
años?
―Las mariposas no aletean ―susurró avergonzada―. Nunca lo hicieron
por mi marido ―me aclaró―. Murieron con…
―Lo sé, Fiama.
Le toqué el brazo con cariño.
―¿Tú sentiste esto por Luigi?
―Claro.
Me miró como si acabara de golpearle la cabeza con un pedazo de
madera.
―Algo parecido ―mentí, una vez más―. Era tan joven, Fiama.
Tenía tan solo quince años cuando me casé y pensé estar enamorada de
Luigi, que tenía veinte años. Pero nunca me sentí como Lizzy Bennet con
respecto al señor Darcy. La vida real era muy distinta. Claro estaba. Y mi
marido no era un hombre romántico, detallista o atento. Era sencillo, tímido
y callado.
Y distante.
―¿Echas de menos a Luigi? ―la pregunta, teñida de nostalgia, me sacó
de mi trance.
Asentí con un leve cabeceo.
―Mucho.
Pero no tanto como a Giuliano.
Fiama suspiró hondo e incluso se secó una lágrima con el dorso.
―Lo echo de menos, Dea.
Le toqué el hombro con afecto.
―A él ―aclaró y me fallaron las piernas―, no a mi marido.
Hablaba de él todo el tiempo.
Se sorbió por la nariz con fuerza y me miró de reojo con una sonrisa que
no le llegaba a los ojos.
―¿Está mal?
Negué con la cabeza.
―No, Fiama.
Sonrió satisfecha y algo picarona. Enarqué una ceja al imaginarme qué
pregunta me lanzaría a continuación. Y cuando lo hizo, no me equivoqué.
―¿El doctor Mancini te gusta, Dea?
La pregunta de mi amiga sonó seria, aunque también socarrona. A partes
iguales. Puse los ojos en blanco sin pretenderlo y le robé una risita aguda
que acarició mi alma.
―Es un buen hombre, Fiama.
El doctor Cesare Mancini era un hombre de unos treinta y ocho años,
viudo y con un hijo de casi veinte años, que estaba en el frente en estos
momentos. Solía venir a verme los jueves por la noche con un ramo de
amapolas, una botella de vino y pan recién horneado por su sirvienta. Era
un hombre muy amable y dulce, pero no despertaba nada en mí. A veces me
dejaba abrazar por él, por el simple hecho de sentirme viva y deseada. Pero
cuando lo besaba, era incapaz de sentir nada. Sentía más placer cuando
comía el pan.
―Y es muy guapo ―resaltó Fiama con picardía―. Y lleva cortejándote
hace casi un año.
Era un hombre muy atractivo, amable y culto, pero no despertaba nada
en mí más que una sincera amistad.
―Vendrá al pueblo este mes ―asentí sin mirarla―. Debes estar
preparada.
Cesare trabajaba en Roma los últimos meses y apenas había podido
venir al pueblo. Me envió un par de cartas y en la última me dejó claro que
vendría exclusivamente para verme.
―Es momento de vivir, Dea.
Suspiré hondo.
―Sí, lo sé.
Ojalá pudiera mandar en mi corazón, Fiama.
Fiama se golpeó la frente al acordarse de algo.
—Mi marido, en su última carta, me dijo que los americanos están cada
vez más cerca de liberar a Roma —soltó y me hizo volver al presente de
golpe—. Lo malo es que los alemanes invadirán todo el norte de Italia
―suspiró―, incluso podrían venir a nuestro pueblo.
Fruncí mucho el entrecejo.
―Pero ellos ya están aquí, Fiama ―contrargumenté―. Desde que el
Rey Víctor Manuel III ordenó la detención de Mussolini el año pasado,
somos… ―tamborileé el dedo sobre los labios―, ¿algo parecido a una
colonia alemana? ―ella asintió con una mueca de disgusto―. Somos el
títere de los alemanes, en simples palabras.
Cogí la hoja del suelo y empecé a juguetear con ella.
―El nuevo presidente nombrado por el rey, el Mariscal Pietro Badoglio,
mucho no puede hacer por el país ―reconoció con pesar―, y Mussolini fue
liberado por aquellos paracaidistas alemanes y ahora está al mando del
norte de Italia desde Saló ―frunció los labios―. Los alemanes no piensan
abandonar el país tan fácilmente y me temo que habrán muchas muertes
aún.
Entornó mucho los ojos.
―Para empeorar las cosas, asesinaron a un Comandante nazi meses
atrás en el pueblo San Romano, Fiama ―su rostro palideció―, y por eso La
Toscana fue tomada por los alemanes ―reiteré con tristeza―. Si ese tal
Gino Berretti no hubiera asesinado al hijo de ese Comandante, tal vez nunca
hubieran venido aquí.
Fiama se puso muy pensativa, últimamente, se descolgaba con mucha
facilidad, como si algo le pesara mucho.
―Mi primo murió la semana pasada durante el bombardeo en Roma
―jadeó―. Ni siquiera El Vaticano está a salvo.
¿Dios dónde está en estos momentos?
―Llevan meses luchando ―realzó afligida―. ¿Terminará algún día?
Temblé al acordarme de las cruentas batallas que se desataron desde el
año pasado hasta el momento.
―¿Crees que los americanos serán benévolos con nosotros?
Me encogí de hombros.
―No fuimos víctimas de los alemanes, sino cómplices, Fiama.
Ambas suspiramos hondo.
―Mi prima comentó el otro día lo que les pasaba a las mujeres que
mantuvieron relaciones con los nazis en Sicilia ―se frotó los brazos como
si tuviera mucho frío―. Las vejaciones que practicaron contra ellas fueron
aterradoras ―compuse un mohín―. Las desnudaron, les cortaron el pelo, le
lanzaron excrementos y muchas cosas más.
Aquello me hizo temblar de pies a cabeza. ¿Los alemanes pensaban
venir aquí?
—Espero que los alemanes no lleguen hasta aquí, Fiama —afirmé con el
corazón encogido—, eso sería terrible.
Todos temíamos a los alemanes, aunque fuéramos aliados suyos.
Mientras les servíamos para algo, no nos harían daño, pero quién sabe hasta
cuándo nos necesitarían.
—Yo también, Dea.
Rezamos un rosario después de tomar el café y pedimos a Dios amparo
contra los alemanes. Sin embargo, a pesar de nuestras peticiones
desesperadas, ellos llegaron al pueblo una semana después…

—Dios mío —susurré al verlos llegar, aquella mañana de domingo, en


plena misa en el pueblo vecino, en San Romano—. Están aquí.
Los alemanes avanzaron en fila de ocho; llevaban uniformes de campaña
y cascos de metal. Sus rostros tenían la expresión neutra e impenetrable.
Dura como el granito.
—Dios mío —se lamentó Fiama—, son muchísimos.
El ruido de las botas se entremezcló con los latidos apresurados de
nuestros corazones despavoridos.
—Son muy jóvenes —resaltó mi amiga—, y no parecen malos.
La apariencia engaña, amiga.
—Sí —musité temblando como una hoja—. Espero que Dios se apiade
de nosotros.
Apareció un oficial a caballo y me miró fijo por unos segundos. Nunca,
en toda mi vida, había visto un rostro más perfecto que aquel.
Un demonio disfrazado de ángel.
Era rubio como la mayoría y de piel muy clara. Sus ojos eran azules, de
un azul insondable y misterioso. La barbilla cuadrada tenía una sombra de
barba de una semana, que realzaba aún más sus armoniosos rasgos
germanos. Sus pestañas eran largas y espesas. Y cuando gritaba, claro y
alto, unos hoyuelos se hacían presentes en sus mejillas. Era muy alto, pero
ya no era tan joven como la mayoría de los soldados, tal vez tenía mi edad o
como mucho treinta años. Y por su porte elegante, estaba segura de que
procedía de una familia adinerada.
—Dea… —farfulló mi amiga a modo de confidencia—, ese oficial no
deja de mirarte.
Me estremecí cuando nuestras miradas se cruzaron. Él me dedicó una
leve reverencia antes de bajar del caballo con una elegancia innata.
—Teniente von Richthofen —le dijo un oficial italiano—. Puede dejar
allí su caballo.
Teniente von Richthofen.
Él le respondió en un italiano perfecto, pero con el típico acento
extranjero. Parecía cansado y algo distraído. Quizás el viaje fue muy largo.
Extenuante. Me miró de refilón y me sonrojé.
Tal vez no te mira a ti, Dea.
Fiama comentó que en Siena hubo una matanza y que probablemente
ellos fueron los encargados. Murieron niños y muchas mujeres. Aquello me
dejó sin aliento. Cuando el oficial volvió a mirarme, mi ceño se había
contraído un poco. Él frunció el suyo en un acto reflejo.
Son nuestros enemigos.
—Dios mío —masculló Fiama cerca de mi oreja—. ¿Y si vienen a
matarnos, Dea?
Todo era posible cuando se trataba de ellos. Tragué con fuerza y le
palmeé la espalda a modo de consuelo.
—No te agobies, Fiama.
De pronto, unos enormes carros de combate grises martillearon el
empedrado junto con los cañones sobre sus plataformas giratorias.
¿Qué estaba pasando?
—Tengo miedo, Dea.
Yo también.
Mi chal salió volando de mi cabeza cuando una ráfaga impetuosa me
rozó la cara. El oficial de la mirada penetrante lo cogió del suelo y me lo
trajo.
No le mires a los ojos.
—Señorita… —canturreó con su grave y ronca voz―. Creo que esto le
pertenece.
No le mires a los ojos.
Alargué la mano con cierta vacilación y cogí el chal de su mano.
Nuestros dedos se rozaron en una caricia involuntaria.
―Gracias, señor.
Parpadeé nerviosa, pero no desvié la mirada un solo instante de su cara.
De cerca era aún más atractivo y olía muy bien. Olía a colonia fresca y
varonil. También a menta y a tabaco.
—De nada.
Era muy alto. Yo le llegaba hasta la barbilla y eso que era alta. Se quedó
mirándome durante unos segundos. Su labio inferior era más carnoso que el
superior. La nariz era respingona y los pómulos bien marcados. Sus ojos
eran aún más claros de cerca. Y su pelo era de un dorado que me recordaba
mucho el color de la cebada.
Vete a tu casa, Dea.
—Permiso, señorita —me dijo y todo mi ser se estremeció cuando cogió
mi mano a modo de saludo.
Su mano era tibia, grande, suave, de dedos largos y uñas impecables.
—Por supuesto, señor.
Se comportaba de un modo más natural, más relajado. Como si estuviera
en su casa, en su país.
—Son dueños de Italia —refunfuñó una mujer.
Hablaban entre sí. Reían. Bromeaban. Fumaban. Parecían soldados
normales. Pero no, eran alemanes. Nazis. Máquinas de muerte. Servidores
del diablo.
―Debemos cuidarnos, Dea ―susurró mi amiga―, me han contado
cosas horribles sobre ellos.
Fiama tenía tres hermanos en el frente y los tres le contaron verdaderas
barbaridades hechas por los nazis en los países invadidos. En especial
contra los judíos. Cada vez que me acordaba de ello, mi corazón se encogía.
Y la ira se apoderaba de él. Lo carcomía.
—Dicen que éstos son los peores —farfulló Giuliana, mi vecina—. Los
de las SS.
Fiama la miró con terror.
—Dicen que han hecho barbaridades antes de venir aquí —acotó
Fiorella, prima de Fiama.
Un oficial bajó de un coche y gritó una orden. Era un hombre imponente
y aterrador. Tragué con fuerza el enorme nudo que se me formó en la
garganta.
Dios, protégenos de todo mal.
El pueblo se llenó de ruido de botas, sonido de palabras extranjeras,
tintineo de espuelas y entrechocar de armas.
—Cada soldado tiene una casa asignada —se aventuró Annabella—, a
ver quién me tocará —se mordió el labio inferior con lascivia—, ojalá me
toque ese —indicó al teniente.
Como si la hubiera escuchado, él giró el rostro hacia nosotras y nos miró
con atención. Nos hizo una leve reverencia con la cabeza y nos regaló una
sonrisa ladeada. Era una sonrisa franca, no picarona como la mayoría de las
sonrisas de sus demás camaradas. Pero, con un leve toque de misterio y
dolor, mucho dolor.
—Hasta luego ―me despedí de todas.
Fiama y yo nos dirigimos a nuestras casas, a unos pocos kilómetros de
allí. Solíamos ir con frecuencia al pueblo vecino, en especial los domingos
para la misa, ya que no teníamos una iglesia en el nuestro.
—Tengo miedo, Dea.
Giré el rostro para mirar al teniente por última vez y, para mi asombro,
él hacía lo mismo. Me estaba observando. ¿O era impresión mía? Con esa
duda, me di la vuelta y llevé la mano al pecho para calmar a mi pobre
corazón.
—Yo también, Fiama.
Por la noche, mientras preparaba un poco de pasta con salsa de tomates,
llamaron a la puerta. Un gemido de susto se me escapó de lo más hondo de
mi ser.
Dios mío.
Me quedé petrificada cerca del fogón, con la mano en el pecho y la
respiración entrecortada.
Tranquila, Dea.
Cuando volvieron a llamar, me acerqué con cautela y abrí la puerta tras
exhalar hondo. Abrí los ojos y también la boca al encontrarme con un
oficial alemán.
¿Qué hacía aquí?
Se quitó la gorra militar, se la puso debajo de la axila y sonrió. No
dijimos nada. Nos quedamos allí, enmudecidos. Tragué con fuerza cuando
él me regaló una cálida sonrisa.
Solo respira, Dea.
—Buenas noches —me saludó con amabilidad—, soy el teniente Viktor
von Richthofen, señorita —se presentó con una inclinación breve de
cabeza.
Lo miré de pies a cabeza con cierto recelo.
―Buenas noches, señor ―tartamudeé.
Era muy alto, muy fuerte, de hombros anchos y caderas estrechas.
―¿En qué le puedo ayudar, señor?
Su uniforme de campaña estaba planchado a la perfección y parecía
recién estrenado. Una cruz de hierro adornaba el cuello levantado de la
chaqueta y un abultado cinturón reglamentario de cuero.
―¿Es usted la señora Dea Fiore?
¿Por qué me preguntaba eso?
—Soy Dea Fiore, señor ―le confirmé.
Frunció el entrecejo al oír mi peculiar nombre. Era diosa en italiano.
Nunca entendí por qué elegiste ese nombre, mamá.
Alargó la mano y, tras unos segundos, tendí la mía. Cuando ellas se
conectaron, una corriente eléctrica me recorrió de arriba abajo y me robó un
suspiro muy profundo.
—Mucho gusto, señorita Fiore.
Por primera vez, en toda mi vida, sentí el aleteo de una mariposa gigante
en mi estómago.
Qué sensación más extraña.
Por primera vez en mi vida, toda la piel se me erizó y el corazón brincó
de un modo muy extraño en mi pecho.
Capítulo 3
Victor

L legamos al pueblo San Romano, en La Toscana, a días de terminar el


mes, para cumplir una misión bastante compleja: encontrar al asesino
del Comandante von Greim, lo antes posible. Sonaba simple, pero no lo era.
El sospechoso estaba desaparecido y, mientras tanto, personas inocentes
pagarían su deuda, como ayer en un pequeño pueblo de Siena, donde varias
personas fueron ejecutadas por formar parte de un supuesto clan de la
resistencia encabezada por él.
—Cojan los cuerpos —nos ordenó el Capitán Scheidemann.
Según los informes que leí, el Comandante von Greim fue encontrado
muerto en su despacho con un disparo en la cabeza. Todo indicaba que el
asesino era Gino Berretti, el fantasma de La Toscana: como le tildaron mis
compañeros.
—Hace meses que lo buscan —comentó mi superior en tono cansado—.
Ese hijo de puta cometió un grave error y, al parecer, no solo eso, sino
también tiene unos informes valiosos de los americanos.
—¿Informes? —repetí en un acto reflejo—. Pensé que eran solo
rumores, señor.
—Todo es posible, como no, teniente. No debemos tomar a la ligera
nada y mucho menos ahora… —no terminó la frase.
«Que estamos perdiendo la guerra» pensé.
Había algo en él que no conseguía definir con palabras. Era un hombre
frío y distante, pero muchas veces también humano y compasivo.
—Había niños —susurró Reiner, mi amigo, cuando nuestro superior se
alejó—, niños, Viktor.
Mi compañero estaba al borde de la locura.
—Lo sé.
—No, tú estuviste en otro sitio y no viste lo que yo vi ―me recriminó―.
¿Cómo viviremos con esto, Viktor?
No sabía qué decirle.
—Vi otras cosas, Reiner.
Miré los cuerpos de refilón.
—Rezaremos por ellos.
—¿Y quién rezará por nosotros?
Mis ojos se encontraron con los de mi superior. Desvié la mirada y
observé atento a mis compañeros, que juntaban aquellos cuerpos sin vida y
los amontonaban en la fosa común como si fueran animales callejeros.
—Nosotros mismos.
La voz de Reiner me rescató de mi oscuro recuerdo.
—Es un pueblo muy bonito, Viktor ―suspiró hondo―, espero que no
tenga el mismo destino que el de ayer.
Eso espero.
Era domingo. Día de misa, como diría mi nana. Pero para nosotros no
había días de descanso. Para nosotros todos los días eran iguales. Miré
hacia un lado y me encontré con la mirada huidiza de una joven.
―Necesito un cigarrillo ―anunció Reiner, ajeno a lo que hacía yo―.
¿Quieres uno?
Asentí con la cabeza, sin desviar la mirada de la joven un solo instante.
Qué mirada más dulce y triste.
―Sí, por favor.
Era alta y delgada. Tenía la piel muy clara, pelo negro, ojos claros y un
cuerpo muy delicado.
Y los ojos más expresivos del mundo.
La miré por más tiempo del que fui consciente y se sonrojó.
Era hermosa como el alba.
Pensé que no podía ser más bella, pero estaba equivocado. Reiner me
alargó el cigarrillo. Lo cogí con cierta impaciencia. La nicotina era mi
debilidad, como también el café y la música. Eran esenciales como el aire
para mí.
—Dankeschön, Reiner.
Cuando me di la vuelta, la mirada de la joven se endureció, como si
estuviera enfadada. Fruncí el entrecejo algo confundido. Una mujer le
susurró algo al oído y vi cómo la mandíbula se le tensaba.
¿Qué le dijo?
Increíblemente, a pesar del uniforme y la edad que tenía, también me
ruborizaba. No siempre, pero en aquella ocasión, fue inevitable. Calé hondo
el cigarrillo y solté el humo por las fosas nasales, atento a cada gesto de
ella. Sus ojos cambiaron de expresión y una punzada en el pecho me obligó
a cambiar la mía también.
¿Por qué estaba tan triste?
Pensé en mil posibilidades y suspiré con agobio.
Tal vez, como tú, ha perdido a alguien muy querido.
¿Qué edad tenía? ¿Veinticinco? No tenía más que eso, calculé por su
hermoso rostro. Yo estaba a punto de cumplir treinta y tres años. Era joven
aún, pero con el alma de un hombre de ochenta años, como solía decirme
Emma, mi esposa.
Mi difunta esposa.
—Esta será la casa donde te quedarás alojado —me comunicó Reiner y
me sacó de mi concentración—, está en el pueblo vecino. Distante,
silencioso y rodeado por un arroyo, como lo pediste.
Cogí el papel con la dirección y asentí tras ello.
—Genau.
Calé el cigarrillo antes de darme la vuelta y encontrarme, una vez más,
con la joven de la mirada triste. Le hice una reverencia con la cabeza, pero
ella no me devolvió el gesto.
Eso dolió.
Se marchó y, probablemente, jamás volveríamos a vernos.
Infelizmente.
Tras hablar con mi superior y concretar con él lo que haríamos al día
siguiente, me reuní con mis hombres y les puse al tanto de lo que haríamos
aquellos días en el pueblo.
―Jawohl! ―chillaron con firmeza.
Rompieron filas y se dirigieron a sus alojamientos en el pueblo. La
noche, poco a poco, se hizo presente.
―¿Vamos al burdel? ―propuso Reiner―. Follar relaja.
No es mi caso, amigo mío.
―Es momento de superar el duelo, Viktor.
Quería algo más que eso. El frenesí duraba unos minutos, pero las
sensaciones que podía provocarte el hecho de estar con alguien especial,
podían durar una vida entera.
—Debes continuar con tu vida, Viktor. A tu esposa no le hubiera gustado
verte así.
Miré a mi amigo por unos segundos.
—Ella ya no puede verme, Reiner.
Me tocó el hombro con afecto.
―La amaste mucho, Viktor.
No estaba enamorado de ella cuando nuestras familias acordaron nuestro
matrimonio, pero aprendí a quererla. La frecuenté unos meses y me gustó la
idea de tenerla como mi esposa.
Fue amor, o algo muy parecido.
―Sí, Reiner ―susurré más para mí mismo―. La quise.
Al calar el cigarrillo, un recuerdo se hizo presente y me perdí en él
completamente…
―Volker, la quiero.
Mi hermano salió del rio como había venido al mundo y se tumbó a mi
lado, que también estaba desnudo.
―¿Sientes cosquillas en el estómago cuando le tocas la mano?
Negué con la cabeza.
―¿El corazón te late con brutalidad en el pecho al verla?
Volví a negar con la cabeza.
―¿Piensas en ella durante todo el día y antes de dormir?
Fruncí el entrecejo.
―¿Suspiras cada vez que pronuncias su nombre?
Me senté de golpe y pegué las rodillas al pecho con la mirada clavada
en el río que cruzaba nuestra finca.
―¿Tú sientes todo eso, Volker?
Me copió el gesto y me miró de reojo con una sonrisa astuta en los
labios. Era como mirarme al espejo.
―Compongo canciones y escribo poemas pensando en ella ―levanté
las cejas ante la sorpresa―. Lo sé, no pensé que algún día me tocaría
vivirlo y con esta intensidad ―enarcó una ceja―. Ninguna mujer
consiguió tal hazaña en mí ―su mirada brilló con intensidad―. Me basta
con tocarle la mano para sentir que la tierra entera se estremece bajo mis
pies.
Mi hermano estaba muy enamorado y dejó todo lo que, antes de ella,
pensó amar con locura. Su posición social, su herencia y hasta su
ideología.
―Emma es muy buena, Volker.
Me miró con atención por unos segundos.
―No te pregunté eso, Viktor.
Volví del pasado con una sonrisa escueta en los labios.
―No, nunca sentí todo eso por ella, Volker.
Por fin, años después, le pude responder.
―¿Perdona?
Reiner me miró confundido.
—Necesito dormir ―asintió—, nos vemos.
Cogí una goma de mascar de menta y la metí en la boca algo
ensimismado.
—Nos vemos, Viktor.
En lugar de coger una moto u otro medio de transporte para llegar a la
casa que me asignaron, decidí ir a pie hasta allí. Con mi mochila a cuestas
me enfilé hacia la morada de la profesora Fiore, la viuda. Por el estado civil
y el apellido supuse que era una mujer mayor
—Gott —murmuré al llegar al puente medieval―. Qué bello.
El sitio era idílico. Con majestuosas montañas adornando el horizonte,
apenas manchado por la oscura y sombría noche. Me detuve en mitad del
puente y observé el crepúsculo con ojos soñadores.
—Benvenuto —me dije y sonreí.
Mi madre era hija de una condesa italiana. De ella heredé el amor por la
ópera, el idioma y la pasta. Aunque, lo más bonito que heredé de ella fue la
devoción por Dios. A pesar de todo, creía en él.
Mutti.
Retomé mi camino y me dirigí a la casa de la profesora viuda. Abrí
mucho los ojos al ver a un precioso caballo blanco a un costado de la casa.
—Hola… —lo saludé—, ¿eres macho o hembra?
Por sus facciones, supuse que era hembra. Miré hacia abajo y comprobé
mis sospechas.
—Mucho gusto, preciosa.
Llamé a la puerta de la humilde casita, de color blanco con ventanas
azules, con los nudillos. Estaba rodeada por un jardín repleto de girasoles,
rosas, margaritas, jazmines y amapolas. El tilo, a un lado de la casa,
exhalaba su peculiar aroma. Observé todo el lugar con más atención.
Parecía sacado de algún cuento de hadas.
¡Y olía tan bien!
Levanté la vista y oteé el árbol de tilo repleto de flores. Aquel aroma era
inconfundible. A pesar de que llevaba años sin venir a la tierra de mi
abuela, aquel olor no se me borró de la memoria.
—¿Por qué no me abre la puerta? —pregunté por lo bajo.
Volví a llamar y tras unos minutos, me encontré con ella, con la chica de
la mirada triste. ¿Ella era la profesora viuda? Asombrado, me quedé
mirándola por unos segundos.
Es aún más hermosa de cerca.
Tras recuperarme de la impresión, me quité el gorro en un gesto de
respeto.
—Buenas noches —la saludé con amabilidad—, soy el teniente primero
Viktor von Richthofen, señora —me presenté con las mejillas arreboladas.
Me miró de pies a cabeza con un deje difícil de definir con palabras.
Parecía asustada y también sorprendida. Carraspeé nervioso y logré mi
objetivo, que me mirara a los ojos.
—Soy Dea Fiore, señor.
¿Dea?
Era un nombre bastante inusual y exótico, como su belleza.
―Buenas noches, señora.
Le tendí la mano y, tras unos segundos, ella alargó la suya. Era una
mano suave, de dedos finos y delicados. Cuando la estreché entre la mía,
sentí una rara sensación, una que no había sentido jamás antes.
—Mucho gusto, señora Fiore.
Ella no dijo nada, solo apartó la mano.
No me tenga miedo.
Olisqueé el aire al percibir el aroma típico de la salsa de tomate. Aquel
olor me recordaba mucho a la comida de mi nana. Eso sin mencionar la
terrible hambre que tenía.
―Perdón ―me disculpé, azorado.
Le expliqué que me habían asignado su casa para alojarme el tiempo que
estaríamos por allí. Frunció el entrecejo con una expresión que rayaba entre
la confusión y el asombro. Miró hacia atrás sin abandonar su deje.
—Le prometo que no se dará cuenta de mi presencia, señora.
Era un hombre ordenado y bastante quisquilloso con mis cosas, como
todo buen soldado alemán. Entraría en la casa y saldría de ella sin que
notara mi presencia, le aseguré mientras deslizaba los ojos en ella con
discreción. Olía a polvos de talco y no llevaba maquillaje. No necesitaba.
Su belleza residía en ello, justamente, en su naturalidad.
—Mi casa es muy humilde para un oficial de su rango —opinó, cohibida
—. Solo tengo el sofá para ofrecerle como cama, señor.
El sofá era bastante pequeño para un hombre de metro noventa. Miré la
alfombra y supe al instante dónde podía dormir.
—Dormiré sobre la alfombra, señora.
Negó con la cabeza y soltó un jadeo de indignación, como si acabara de
ofender a sus padres. Una sonrisa, tímida e inoportuna, afloró en mis labios.
Ella se sonrojó y bajó la mirada.
—Tengo una cama en el sótano —expuso con aire pensativo—, ¿sabe
montar una?
Antes de alistarme a las Waffen-SS no sabía hacer muchas cosas, ya que
estaba acostumbrado a que lo hicieran por mí, en especial los trabajos
duros. Pero con los años aprendí muchas cosas.
—Sí, señora.
Además, era arquitecto de profesión y montar una cama no podía ser
muy difícil como llegar a terminar dicha carrera.
―Gracias.
Estaba muy cansado, hambriento y desaliñado. Necesitaba lavarme.
También necesitaba una taza de café, nicotina, buena comida y una buena
noche de sueño.
—Adelante, señor.
Cuando entré en su casa, sentí un cosquilleo distinto en el pecho. Esbocé
una sonrisa al ver la imagen de Santa Rita, la santa perfumada, como la
llamaba mi nana.
—Gracias, señora.
Miró hacia su cocina y tras ello, me oteó a mí.
—¿Tiene hambre, señor?
Me comería una vaca entera.
—Sí —le repliqué con timidez—. Mucha.
Cogí de mi mochila la cesta de alimentos que me dieron y se la ofrecí.
La miró como si fuera un gato con dos cabezas. Se puso muy seria.
Carraspeé nervioso, no era mi intención ofenderla.
—Mientras me quede aquí, quiero colaborar con algo.
Ella dudó unos segundos, pero cuando le dije que no aceptaba negativas,
la cogió de mis manos sin mirarme.
Mírame.
Sus dedos rozaron los míos con suavidad y un extraño cosquilleo se
disparó por cada una de mis terminaciones nerviosas, obligándome a
sacudir un poco la cabeza.
¿Sientes cosquillas en el estómago cuando le tocas la mano?
Nunca sentí eso, hasta ahora.
Capítulo 4
Volker

S alí del cuarto de baño desnudo y completamente mojado cuando fui


consciente del día que era. Me acerqué a la enorme ventana de la
habitación y observé la tormenta que caía con el corazón encogido al
recordar la fecha, motivo que me hizo salir de la bañera como una
exhalación. Alargué la mano y escribí su nombre en el cristal.
Alina.
Era el día de su cumpleaños.
El día que nos casamos a escondidas de todos en una sinagoga.
El día que nos juramos amor eterno.
―Hoy cumplirías treinta años.
No sentía nada, era como un muñeco de trapo, sin vida, sin alma.
Deslicé la mano por el cristal mientras un recuerdo se colaba en mi mente
sin que pudiera evitarlo.
―Volker, mi niño ―rogaba mi nana entre lágrimas―, tus manos están
sangrando… ―su llanto me encogió el corazón―. Es una locura, mi vida.
Con una pala oxidada, cabé un hoyo en el cementerio del pueblo
aquella fría tarde de noviembre. Nadie quiso hacerlo porque ella era judía,
a pesar de estar casada conmigo. Soborné al encargado y le prometí que
nadie lo sabría mientras viviera. Era un crimen, tal vez, pero ante todos,
ella había sido enterrada en otro lugar, lejos del sitio que tanto amó.
―Volker… ―la voz de mi hermano me obligó a dejar de cavar―. Lo
siento… ―en sus ojos vi mi propio dolor―. Lo siento tanto.
Una lágrima recorrió mi mejilla arrebolada por el esfuerzo.
―No estás solo en esto.
Entró en el hoyo de un metro con una pala que había traído consigo y
me ayudó en silencio mientras una tímida lluvia empezaba a caer sobre
ambos.
―Se murieron, Viktor.
Soltó un jadeo.
―Las mariposas.
Cuando estaba a su lado, sentía un cosquilleo en el centro del estómago.
Ella me dijo que eran unas mariposas, las mismas que aleteaban en su
interior cuando me veía.
―Murieron… ―caí de rodillas y enterré la cara entre las manos
ensangrentadas―. ¡Alina! ―mi alarido sonó por encima del trueno que
acababa de cruzar el cielo en ese preciso instante―. ¡No me dejes!
―temblé de pies a cabeza―. ¡Por favor!
Antes de cerrar el ataúd, le di un último beso en los labios, un beso que
ella no me devolvió. Apoyé la cabeza en su pecho frío y duro como siempre
lo hacía todas las noches tras amarnos. Cerré los ojos y sollocé sin
consuelo, consciente de que ella jamás volvería a abrir los ojos.
―Alina ―musité al volver al presente―. Lo siento… ―cerré los
ojos―, si hubiera llegado un día antes… ―apreté los puños y los
párpados―. Pero no lo hice…
Jamás volví a sonreír tras aquel día.
―Basta.
Me dirigí al cuarto de baño y me sequé.
―Nueve años ―murmuré pensativo―, y sigue doliendo.
Siempre dolerá, Alina.
Algunas verdades deberían morir sin ser desveladas.
Nunca lo esperé, nunca lo imaginé siquiera.
Me puse la camisa blanca con aire pensativo en la habitación. Después
los tirantes y la guerrera impecable-mente planchada. Calcé las botas
relucientes y cogí el cinturón al son de «Adagio» de Bach.
―Le falta pasión ―musité y bajé a la primera planta.
Miré a la joven que tocaba el piano. Era judía y tenía un talento innato,
pero no llegaba a tocarme el alma.
―Puedes retirarte ―la interrumpí en un tono carente de cualquier
sentimiento―. Debes alimentarte.
Ella no levantó una sola vez la cabeza.
―Mírame ―le ordené y ella obedeció sin rechistar―. Mientras estés
aquí, no te pasará nada.
Y era cierto.
En sus ojos vi dolor, vi angustia, temor y alivio. Nadie, nunca estaba
preparado para morir. No importaba las circunstancias, el instinto de
sobrevivencia era mayor que la propia razón.
―Sé que me entiendes, tal vez no muy bien, pero lo suficiente.
Era polaca y tenía unos dieciséis años como mucho. La escogí días atrás
entre el montón que había levantado el brazo cuando pregunté si tocaban el
piano.
―Aquí estás segura.
Irónicamente, al lado de un nazi.
―Vete a la cocina, Evelyn te dará de comer.
En sus ojos, en aquellos tristes ojos, vi esperanza e ilusión.
―Permiso, señor ―susurró en un alemán muy rudimentario.
Asentí antes de girar y coger mis guantes de cuero. Me los puse
ensimismado en mis pensamientos más secretos y oscuros. Unas horas
atrás, había llevado a cabo una ejecución de varios judíos, por culpa de uno
que había huido, diez pagaron con sus vidas. Meneé la cabeza antes de
coger mi arma, instante en que observé mi anillo, conocido como
«Totenkopfring», que me gané hace un tiempo de la mano del Reichführer,
Heinrich Himmler, líder de las SS. Aquella joya era símbolo de prestigio en
las SS.
No todos la tenían.
No todos la merecían.
Yo sí.
Levanté la vista de golpe y me miré al espejo con atención por unos
segundos.
—Comandante von Richthofen hijo del primo del Barón Rojo —
vocalicé casi con incredulidad―. ¿Quién eres de verdad?
No sabía quién era o qué hacía en el mundo. Me había alistado al
ejército con un solo propósito: morir. Sin embargo, a medida que la ira y el
dolor se adueñaban de mí, más fuerte me hacía en mi pelotón.
Me renombraron la bestia.
Era mi apodo entre mis compañeros tras mi lucha con un oso que
terminó muerto. Descargué toda mi furia en aquel enorme animal que,
estaba dispuesto a matarme con sus garras. Cuando me levanté, estaba
bañado en sangre y en lágrimas que nadie vio.
―¿Estarás orgullosa de mí, nana? —el corazón se me encogió al
nombrarla—. Te asesinaron el día que llegué aquí.
El día que al fin me dieron este puesto, cuyo objetivo era salvarte.
El dolor se filtró en mi voz mientras traía a la mente el día que la
encontré entre los cadáveres amontonados frente al crematorio…
―Nana ―susurré con un enorme nudo en el pecho, un nudo que debía
contener mis lágrimas ante los míos―. Llegué tarde… ―mis compañeros
reían mientras lanzaban los cuerpos al horno como si fueran trozos de
leña―. Muy tarde.
Ya no tenía su pelo largo y sedoso con canas. Tampoco sus kilos de más
y su sonrisa franca. Ahora era una bolsa de huesos de pelo corto y mirada
perdida. Me acerqué cuando nadie me miraba y le cerré los párpados
mientras de los míos se deslizaban un par de lágrimas invisibles.
«Adiós, nana».
Durante años la oculté en mi casa y por un maldito descuido suyo, la
cogieron unos hombres de la Gestapo. Yo estaba en una misión, a pocos
kilómetros de allí, cuando me enteré de su triste destino. Moví cielo y tierra
para encontrarla y hasta me alisté a la Totenkopf para lograrlo, pero no me
dieron mucho tiempo y la perdí para siempre.
«Gracias por todo».
Era judía.
La chica que mis padres contrataron para cuidarnos.
La chica de los ojos grises que siempre me cantaba antes de ir a la
cama.
La tía de Alina.
Cogí su cuerpo del montón y lo lancé al horno con mi corazón, o lo que
quedó de él.
Seré un niño bueno.
—Lo siento, nana —susurré al volver al presente—. Siempre te echaré
de menos.
Salí de mi actual morada en Auschwitz, y ordené a uno de mis tantos
hombres que me llevara al sitio de siempre, al sitio donde solía ir cada
noche por órdenes de mi superior.
―Buenas noches, Comandante ―me saludó un soldado raso.
Me acomodé en el asiento trasero con la mirada fría y distante.
―Buenas noches.
Al llegar al burdel del campo, observé a las prostitutas más novatas y
elegí a dedo a una de ellas. Era joven. Muy delgada, alta, pelo castaño claro
y ojos verdes.
Siempre tenía que tener ojos verdes.
―Tú, sígueme.
Sin titubeos, ella me siguió al ver la señal que le hice con la cabeza.
Mientras caminaba en el pasillo, apenas iluminado por unas luces color
naranja, la escaneé con los ojos. Tenía un cuerpo muy delgado. Era bastante
blanca y su pelo le llegaba hasta la cintura. Cualidades que siempre exigía
al encargado de elegir a las chicas en el campo de concentración.
—Buenas noches, Comandante —me saludó un cabo al cruzarse
conmigo.
No le devolví el saludo. En general, no saludaba a los de rango inferior
al mío. No por soberbia, pero si por falta de ganas o simpatía.
―Allí ―le indiqué con la mirada―. La tercera puerta.
Tenía casi treinta y tres años, pero seguía soltero. Por exigencia de las
SS, estuve a punto de casarme dos veces, pero mis prometidas murieron a
pocos meses de la boda. Una de pulmonía y otra en un bombardeo.
Nunca las besé.
Nunca las toqué.
Nunca sentí nada por ellas.
—¿Eres judía? —le pregunté tras abrir la puerta—. ¿O gitana?
Era judía. Yo las elegía por ello.
—Soy judía, señor.
Estaba temblando como una hoja. No sabía si tenía mucha hambre o
simplemente me tenía miedo.
Ambas cosas.
Entró en la habitación más lujosa del lugar, la reservada únicamente para
mí. Me quité la guerrera sin dejar de mirarla un solo segundo mientras me
quitaba el gorro de plato y los guantes.
―No tengas miedo.
Aquella joven no tenía ni veinte años.
—¿Tienes hambre?
Levantó a cámara lenta los ojos y después de tragar el enorme nudo que
tenía en la garganta, asintió con un leve cabeceo. Coloqué la guerrera en el
respaldo del sofá. Acorté la distancia entre los dos y levanté su barbilla con
la mano. Ni con delicadeza, ni con violencia.
—No pienso hacerte nada ―le aclaré y me miró con terror―. No pienso
tocarte en ningún sentido ―se estremeció―. Y menos en tu estado.
Bajé la mirada hacia su tripa. Era médico y sabía que estaba
embarazada.
―¿De cuántos meses estás? ¿Dos?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
―Me… ―sus labios temblaban mucho y las palabras sonaban raras―.
Mientras volví a mi casa… ―las lágrimas anegaron su rostro en pocos
minutos.
Suspiré hondo.
―Te violaron.
Todo su cuerpo se estremeció.
―¿Fue un alemán?
No me miró, no podía. No me replicó y deduje sólo la respuesta. Sus
rodillas huesudas chocaban entre sí al mismo compás que sus dientes
castañeaban sin parar. Estaba aterrada, a punto de desmayarse.
―Estaba muy oscuro y no lo vi.
Me alejé y cogí una cesta que se encontraba en la mesa. Le preparé pan
con embutido y mantequilla. Ella lo devoró con apetencia mientras yo me
servía un poco de vino.
—Gracias, señor.
Me senté en la silla y bebí un sorbo de la copa con aire pensativo.
Las salvo pensando en ti, Alina.
―La salvo a ella cada vez que salvo a uno de los suyos.
Me miró como si me acabara de salir otra cabeza.
―Nadie te tocará.
Supuse que se preguntaba por qué estaba allí, en un burdel donde todos
los nazis, en general, iban en busca de placer.
―Muchas matarían por estar en tu lugar ―bebí otro sorbo de la copa―.
Así que, disfruta de ese privilegio.
Una lágrima atravesó su mejilla cenicienta.
―Gracias ―susurró en hebreo.
La miré fijo por unos segundos.
―De nada ―le contesté en el mismo idioma.
Salí del burdel después de revisar unos documentos y tachar unos
nombres, de las mujeres que habían fallecido allí días atrás. Además, le
ordené a una de las prisioneras, encargadas de limpiar el lugar, que no
entraran en mi habitación. O, caso contrario, sería implacable con ella. La
mujer, prostituta de profesión, según me dijo en su tiempo, asintió sin
mirarme. Sabía quién era y no osaría desobedecerme.
―Envíe el informe mañana ―ordené al teniente encargado―. Los
cuerpos ya fueron incinerados.
El soldado, que era nuevo, me dedicó el saludo militar.
―Sieg Heil!
Encendí un cigarrillo mientras me acercaba al coche.
—Una más —susurré tras exhalar el humo por mis fosas nasales—. O
una menos...
Levanté la vista y observé con ojos ensombrecidos el espeso humo
negro que manchaba el cielo de Auschwitz.
―A veces te busco a ti en ellas ―confesé en hebreo―, pero nunca
siento nada especial ―bajé la mirada y suspiré hondo―. Tal vez nunca
volveré a sentir nada por nadie.
Lancé la colilla de mi cigarrillo a un lado y con él mis pensamientos
renegridos.
―A casa ―le ordené al chófer al subir al coche.
A casa.
Levanté la vista y observé impávido el cielo manchado de almas
inocentes.
Capítulo 5
Dea

U na semana había pasado desde la llegada del teniente von Richthofen


a mi casa y muchas cosas sucedieron desde entonces. El cuatro de
junio, el Ejército de Estados Unidos tomó Roma. Algunos dijeron que fue
por la influencia del Papa, otros que solo se trataba de un reagrupamiento
estratégico y unos pocos que fue por respeto a la considerable importancia
histórica y artística de Roma.
¿En cuál de las hipótesis debo creer?
Fuera cual fuera el motivo, los alemanes se retiraron cuando llegó el
momento.
¿Desistieron con tanta facilidad?
Me costaba creer, pero tampoco me animé a preguntárselo al teniente,
era un tema muy delicado. Cualquier pregunta mal formulada podría ser
tomada del modo equivocado.
Ni siquiera podíamos tener radio para escuchar las noticias y, mucho
menos, cuestionar sobre sus acciones.
No quería molestar al teniente con preguntas invasivas. Era un hombre
muy amable y bastante generoso. Los pocos niños que quedaron en el
pueblo siempre venían a verle y de paso, se ganaban unos caramelos. Él les
enseñaba algunas palabras en alemán y también un poco de música.
Siempre lo observaba desde mi ventana con curiosidad y admiración.
No es como los demás.
Fiama me había dicho tantas veces que los nazis eran mala gente, que
me costaba creer que él fuera uno de ellos. Pero cada vez que le planchaba
la guerrera, las insignias y la horrible calavera me recordaban quién era y a
qué bando pertenecía.
No olvides quién es.
La prima de Fiama nos contó miles de barbaridades que estaban pasando
en los campos de concentración, repartidos por varios países de Europa.
Algunas, incluso, me hicieron vomitar. No podía creer en tanta crueldad, en
tanta maldad.
No olvides nunca quién es y a quién sirve.
—Me cuesta creer —susurré mientras recordaba lo ocurrido por la
mañana.
El olor a café y a pan recién horneado asaltó mis fosas nasales a muy
temprana hora de aquel día. Abrí los ojos con mucha pereza y exhalé
hondo. Ni siquiera Giada se había despertado aún. Era mi despertador
personal desde que me la regalaron. Me senté en la cama y froté un ojo tras
bostezar. ¿Qué hora era? Encendí la luz y miré el reloj de pulsera. La vista
estaba empañada, pero pude divisar la hora tras abrir y cerrar los ojos varias
veces. ¿Las cinco? Solía levantarme a las ocho los fines de semana.
Café humeante y pan recién horneado.
¡Valía la pena levantarse antes! Me desperecé con exageración y tras
unos segundos, dije algo atónita:
—El teniente está aquí.
Mi cerebro acababa de despertarse.
Dios mío.
Me levanté a toda prisa de la cama y me puse mi vestido tras quitarme el
camisón. Me aseé lo más rápido que pude en la vieja jofaina. Me sentía
como un soldado ante su superior. No me recogí el pelo y tampoco me
maquillé. Salí de la habitación y me encontré con el teniente, que bebía café
en la mesa, concentrado en un libro bastante grueso.
«Mein Kampf» leí la portada con discreción. Mi lucha, dije bajito. Algo
había escuchado sobre el famoso libro que escribió Hitler.
La biblia de los nazis.
—Buen día —murmuré tan bajito que no me escuchó.
Me apoyé en el marco de la puerta y lo observé con atención. Tenía el
pelo mojado y bien peinado. Era aún más claro bajo los rayos del sol, que se
filtraban con timidez por la ventana, que se encontraba detrás de él. Cada
vez que llevaba la taza a su boca y rozaba sus labios en ella, mi corazón
latía fuerte en mi pecho, como si acabara de recibir una descarga eléctrica.
No lo mires.
Anoche me pasó algo similar cuando se quitó la camisa y dejó al
descubierto su torso musculoso. Mi marido tenía buen físico, ya que en el
ejército entrenaba duro, pero el teniente tenía un cuerpo muy similar a las
estatuas de Florencia. Músculo por músculo bien definido y duro como el
granito. Al menos eso me parecía a simple vista.
Anula ese recuerdo.
Desvié la mirada cuando un calor extraño se adueñó de mis entrañas.
—Buenos días, señor —repetí tras tragar con fuerza.
Giró el rostro hacia mí y me sonrió. Mi corazón golpeó mis costillas con
violencia. ¿Por qué reaccionaba de aquel modo cada vez que él me dedicaba
una sonrisa o una mirada? Se levantó a toda prisa y cerró el libro de golpe.
—Buenos días, señora —me contestó sonriendo—. ¿Ha dormido bien?
Era tan educado y atento.
—Muy bien, teniente.
Me miró fijo por unos instantes antes de retirar la silla e invitarme a
sentar en ella. No estaba acostumbrada a ese tipo de trato.
—¿Quiere un poco de café?
Y mucho menos servirme una taza de café recién hecho.
—Me serviré yo, señor.
Él negó con las manos y me pidió con mucha delicadeza que me sentara
a la mesa. Acaté a su orden más por respeto que por otra cosa. Quizá
también por miedo a desobedecerlo. Los alemanes eran bastante
intransigentes.
—Gracias, señor.
Miré estupefacta la vieja cafetera con molinillo de mi abuela.
¿Funcionaba? El teniente posó la taza con café frente a mí tras seguir mi
enfoque. Me dijo que anoche se la arregló tras encontrarla en el sótano.
Luego me explicó cómo lo hizo. Lo miré maravillada.
—El café recién hecho es una de mis grandes debilidades —me confesó
—. Señora… —su tono era muy ronco.
Clavé los ojos en su carnoso labio inferior.
—También la mía, señor —murmuré.
Me sirvió pan con un poco de mantequilla. Me relamí los labios en un
acto reflejo, como lo hizo él ayer cuando le serví la cena. Nos miramos por
unos segundos y luego nos reímos por lo bajo.
—Llevo tiempo sin probar mantequilla —le confesé, ruborizada—, ¿ha
dormido bien?
Me miraba con mucha magnitud, tanta que, apenas podía tragar la saliva.
Bajé la mirada y me concentré en el pan y el delicioso café recién hecho.
—Dormí bien ―repuso sin mucha firmeza—, aunque debo confesarle
que no estoy muy acostumbrado al calor de su país —lo miré de reojo—.
Incluso desnudo sentí calor… —casi solté la taza ante la impresión.
¿Durmió desnudo? ¿Sin nada? Me sonrojé aún más ante la sutil imagen
que apareció en mi mente: él, de bruces y con los brazos bajo la almohada
con las piernas estiradas y sin ropa.
Madonna santa.
Hacía mucho calor en Italia aquel verano.
―Sí, hace mucho calor ―no lo miré, ni una sola vez―. Mucho, señor.
Comentó que en Alemania las temperaturas no llegaban a tanto. Eso
explicaba el hielo en sus corazones, pensé con cierta tristeza. Levanté la
vista y lo miré fijo por unos segundos. No parecía mala persona. Parecía un
hombre bueno y honrado.
El uniforme no define su alma, Dea.
Metió un trozo de pan en la boca y lo masticó con mucha delicadeza.
Era un hombre fino.
Sofisticado.
Educado.
Y muy atractivo.
Mi último pensamiento me hizo desviar la mirada de manera súbita.
—¿Enseña aquí en el pueblo o en otro, señora?
Bajé la taza del café sobre la mesa y lo miré a los ojos, a aquellos ojos
tan azules y misteriosos. Me pregunté en ese lapso qué historia se escondía
detrás de ellos. Había dolor en ellos.
O culpa.
—Enseño en un pequeño pueblito llamado Santa Anna di Stazzema —
sonreí con dulzura al recordar a mis alumnos—, en una minúscula escuela
que montamos con otras profesoras tras el inicio de la guerra —mi voz se
apagó.
Tras el inicio del infierno.
Bebió un sorbo de su taza sin apartar la vista de mi cara un solo
segundo.
¿Por qué me mira con tanta concentración?
Apreté la mandíbula en un acto reflejo y suspiré hondo sin querer.
Aquellos ojos me desnudaban. Me intimidaban. Me aterrorizaban. Nunca
había sentido nada parecido antes.
Nunca.
—Pues yo haré guardia allí este mes —me comunicó con una sonrisa
franca en los labios—, puedo acompañarla cada día.
El simple hecho de decírmelo, aceleró mi pulso a niveles insospechados.
¿Ir con él a la escuela y luego volver a casa juntos todos los días? Las
manos empezaron a temblarme, al igual que las piernas y el corazón. No
podía controlarlo. Era como si estuviera desnuda en plena nieve.
―Si le parece bien, señora.
Me miró expectante y abrió la boca como para decirme algo más, pero la
volvió a cerrar cuando yo dije con voz firme y clara:
—Me encantaría, señor.
Esbozó una sonrisa complacida al escucharme. Después miró su reloj de
pulsera y se levantó tras ello. Bebió el resto del café que había en la taza y
me dijo que debía marcharse al pueblo San Romano, donde se encontraba
su pelotón. Cogió la guerrera y se la puso con suma elegancia. Todos sus
movimientos desprendían seguridad y poder.
Viene de una familia adinerada, su porte y su calce lo delatan.
Cogió el gorro de plato y el arma. Desvié la mirada de aquel objeto tan
peligroso y dañino.
—Nos vemos por la noche, señora.
Levanté la cabeza con timidez y observé unos instantes su mano
extendida en mi dirección. Alargué la mía y él la cogió con suavidad. Nos
quedamos mirándonos por un largo tiempo en silencio.
—Hasta luego, señor.
Su suave mano se deslizó de la mía casi a cámara lenta. Se puso el gorro
y metió el arma en su cinturón. Esbozó una sonrisa apenas perceptible en
sus labios antes de girar hacia la puerta. Cogió el pomo y la abrió, pero no
salió. Tras exhalar hondo me dijo con voz ronca:
—Me gusta su pelo, señora.
Su afirmación me hizo llevar las manos al pecho y lanzar un suspiro a la
vez. Parpadeé con nerviosismo.
—Hasta luego, señora.
El sol, poco a poco, se filtró por las ventanas y la puerta semiabierta.
Los pájaros trinaban, mi corazón latía con fuerza y Giada relinchaba cerca
del dormitorio. Los ruidos se entremezclaron en una rara sinfonía en mi
pecho tras escuchar su cumplido.
Nunca había sentido nada parecido antes.
—Hasta luego, señor.
Sin apartar las manos de mi pecho, lo vi partir.
—Buenos días, preciosa —saludó a mi yegua—. Nos vemos —ella le
relinchó como si lo conociera de toda la vida.
Me levanté y me acerqué a la puerta. Lo observé con disimulo a través
de la pequeña brecha que dejé. Se detuvo justo en el centro del puente
medieval y balanceó la mano con suavidad a modo de despedida.
―Bis bald, Frau Fiore ―su voz acarició mi alma.
Le hice una leve reverencia con la cabeza, ya que las manos estaban
petrificadas.
―Buen día, Dea.
Me sonrojé como un tomate al escuchar a mi vecina, Francesca.
―Buen día ―saludé.
Me miró con una expresión muy severa.
¿Por qué me miraba como si fuera su enemiga?
Ella odiaba a los alemanes, ya que sus tres hijos habían caído en Rusia
por culpa de ellos. Cerré la puerta tras saludarla y apoyé el cuerpo contra
ella con la respiración entrecortada.
¿Qué me pasa?
Me acerqué a la mesa y cogí su taza. Había un poco de café, pero no era
eso lo que quería, sino rescatar las huellas que dejaron sus labios en ella.
Hasta luego, Herr von Richthofen.

Aquel día no me recogí el pelo, lo tuve suelto todo el tiempo, como


cuando era adolescente. A Luigi no le gustaba que lo llevara así, ya que,
según él, llamaba mucho la atención de los hombres.
Luigi.
—¿Qué te pasa, Dea? —me pregunté con cierto reproche—, al teniente
le gusta mi pelo —susurré, ruborizada hasta la raíz del pelo—. Le gusta mi
pelo —repetí con expresión bobalicona—. ¡No tienes quince años!
Cada vez que pensaba en él, todo mi cuerpo reaccionaba. No sabía si era
respeto, temor o admiración lo que sentía por él. Eran sentimientos
confusos y bastante contradictorios.
—Aunque me siento como una cada vez que estoy al lado del teniente
—esbocé una sonrisa más interna que externa—, basta, Dea —me reproché
sin abandonar mi deje del todo.
Basta.
Después del almuerzo, salí a dar un paseo con Giada por el campo,
como todas las tardes de sábado. Me gustaba la soledad que me regalaba
aquel sitio alejado de todo y de todos.
―Llegamos, princesa.
Me bajé de mi yegua y miré maravillada el arroyo.
—¡Bellissimo!
Giré sobre los pies y observé embelesada las colinas a lo lejos mientras
rozaba los girasoles y las amapolas con las yemas de los dedos. Unas
mariposas volaban alrededor de las flores y los pájaros trinaban diferentes
melodías desde sus nidos. Giada relinchó y me robó la atención por
completo. Me volví hacia ella y sonreí.
—Come, princesa.
Cogí un girasol que se encontraba en el suelo y empecé a canturrear a
viva voz: Nessun Dorma, una de mis composiciones favoritas de Giacomo
Puccini.

Nessun dorma! Nessun dorma!


Tu pure, oh Principessa
Nella tua fredda stanza
Guardi le stelle che tremano
D'amore e di speranza
Ma il mio mistero è chiuso in me
Il nome mio nessun saprà
No, no, sulla tua bocca lo dirò
Quando la luce splenderà
Ed il mio bacio scioglierà
Il silenzio che ti fa mia…

Alguien me aplaudió con euforia a lo lejos y me robó un gemido de


susto. Me di la vuelta y me encontré de cara con el teniente von Richthofen.
—¡Bravo! —chilló, aplaudiendo―. Canta usted como los ángeles.
Dios mío, ¿me ha escuchado?
Me sonrojé como una grana al ver la expresión de embeleso de su rostro.
¿Qué hacía por aquellos lados? Visualicé mi reloj de pulsera en un acto
involuntario. Eran casi las cinco de la tarde. Levanté la vista y observé al
teniente con ojos curiosos. Él se acercaba a mí y a Giada a pasos firmes
entre los girasoles. Parecía mucho más alto y bello de día.
—¿Es usted soprano, señora Fiore? —me preguntó con una cálida
sonrisa.
Negué con la cabeza mientras lo veía acercarse a mí con su habitual
seriedad y elegancia militar.
―No, señor.
El uniforme estaba impecable. Miré con expresión huidiza la calavera
que tenía en el gorro. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza y terminé
frotándome los brazos en un acto reflejo.
—Pues tiene una voz digna de uno.
Me miró con mucha magnitud. Llevé las manos al pecho en un acto
involuntario. Cada vez que me miraba de aquel modo, sentía una inmensa
necesidad de calmar a mi corazón, que se aceleraba cada vez que lo tenía
cerca.
Tranquilo.
Se quitó el gorro de plato en un gesto de respeto.
—Gracias, señor.
Miró el arroyo con ojos soñadores. Hacía mucho calor aquel día y me
apetecía nadar un poco, pensé algo atribulada. Por fortuna, no llegó
mientras lo hacía.
—Es un sitio idílico, señora.
Su voz rezumaba tristeza. ¿Qué tenía? ¿Qué le pesaba tanto? Me hubiera
gustado preguntarle el motivo de su pesadumbre, pero no me parecía
apropiado. Al fin y al cabo, éramos dos extraños, a pesar de vivir en la
misma casa.
—Es mi sitio favorito.
Fijé los ojos en su rostro mientras él examinaba el horizonte con la
mirada ausente.
―Pues será el mío a partir de ahora, señora.
No digas esas cosas, teniente, mi corazón es débil.
―¿No le molesta?
Le sonreí.
―Por supuesto que no.
Me fijé en su barba de unas semanas, era de un color cobrizo claro al
igual que sus largas y espesas pestañas. La nariz era respingona y los labios
bastante carnosos. No tenía ninguna imperfección a la vista, ni pecas, ni
lunares o verrugas. Era simplemente perfecto.
Perfecto como este sitio.
—¿Le gusta la ópera, señora?
Su grave y ronca voz me arrancó de mi trance de golpe. Parpadeé con
nerviosismo y solté unas sílabas sin sentido. Él frunció el entrecejo y sonrió
al tiempo. Carraspeé antes de contestarle.
—Mucho, señor.
Amaba la ópera desde que era niña. Mi abuela siempre me cantaba
alguna que otra composición de Puccini, cuando pasaba las vacaciones con
ella. Tenía una voz portentosa.
—Mi hermano gemelo tiene una voz digna de un tenor —me comentó y
me robó la atención por completo.
¿Dios fue capaz de crear a dos como él?
—¿Tiene un hermano gemelo?
Los ojos le brillaron con intensidad y supe al instante que era también su
mejor amigo.
—Sí, se llama Volker.
Enarqué ambas cejas al escuchar aquel inusual nombre.
—Volker —repetí sin abandonar mi deje.
Se sentó en el césped y me instó a hacer lo mismo. Me senté a su lado
con mucha timidez.
—Siempre me fascinaron los hermanos gemelos —convine con
sinceridad―. Debe ser increíble tener uno.
Él sonrió.
—Volker no solo es mi hermano gemelo —me aclaró con ojos melosos
—, es mi alma gemela —se puso muy triste—, es un gran hombre.
Como usted.
—¿Lo echa de menos?
Miró el cielo con ojos melancólicos.
—Mucho ―suspiró hondo―. Echo de menos muchas cosas, señora —
había dolor en su tono—, a muchas personas, ante todo.
Lo entiendo, teniente.
Alargué la mano y posé sobre su rodilla en un acto totalmente
involuntario. Miré hacia los lados para asegurarme de que nadie estuviera
mirándonos. Mis vecinos no verían con buenos ojos que estuviera a solas
con un hombre y, mucho menos, con un alemán.
—Mientras los recuerde, los tendrá presente, teniente.
Aunque ya no estén.
Doblé las piernas a un lado de mi cuerpo y puse el girasol sobre el
regazo con aire pensativo.
—¿Y a usted, señor? —pregunté tras unos segundos—. ¿Le gusta la
ópera? —pasé a otro tema, menos penoso.
Puso el gorro a un lado y suspiró hondo.
—Mucho, señora —replicó y me miró de reojo—, alivia mi alma, de
cierta manera.
Cogió una flor de diente de león que se encontraba cerca de su pie y
sopló con fuerza. Sus pétalos volaron en el aire como pequeñas polillas.
—La guerra solo trajo tristezas, señor —defendí tras clavar los ojos en
los suyos—, hambre, dolor, desesperación y muertes.
Mi afirmación parecía más bien una acusación formal y directa contra
ellos. Él no desvió la mirada de mis ojos un solo segundo.
Parecía estudiarlos.
Evaluarlos.
Definirlos.
Como todo alemán, era meticuloso y observador. Su mirada se endureció
un poco y luego se suavizó de nuevo.
—Nosotros, los oficiales, también sufrimos en esta guerra, señora.
Aquello me dejó completamente enmudecida. Abrí la boca para
replicarle, pero cuando una mariposa posó sobre el girasol que tenía en mi
regazo, la volví a cerrar y me concentré en ella.
—En medio del caos también puede haber cosas hermosas, señora.
Giré el rostro hacia él y lo miré con embeleso. Él sonrió al ver mi
expresión de asombro.
Habla como un poeta, señor.
—Un soldado debe obedecer a sus superiores y no a su corazón —
repuso con melancolía.
Intrigada y algo desafiante, le pregunté casi en un susurro:
—Si usted obedeciera al suyo, ¿qué haría, señor?
Mi pregunta sonaba como un reproche. Era como si estuviera afirmando
que hizo algo malo en esta guerra. Todos los soldados lo hicieron, para bien
o para mal.
Era cuestión de sobrevivencia más que nada.
Acercó el rostro de manera deliberada al mío y me contestó con voz
serena:
—Si le confesara, huiría de mí, señora.
Su respuesta me dejó sin aire en los pulmones.
Capítulo 6
Viktor
Berlín, otoño de 1942

C orrí con desesperación por un largo y frío pasillo blanco mientras en el


cielo volaban los aviones de los enemigos. Los disparos y las bombas
se entremezclaron con los latidos desbocados de mi corazón. Volker me
llamó horas atrás y me rogó que viniera lo antes posible a la ciudad donde
vivíamos tras mi ascenso en las SS. Cogí un coche de mi unidad y salí
disparado de mi regimiento. Durante todo el viaje recé, rogué, supliqué a
Dios que protegiera a mi mujer y a mi hija.
No nos abandones, señor.
Las lágrimas caían a raudales por mis mejillas.
―Amor de papá ―susurré entre lágrimas―. No le pasó nada ―me
convencía durante todo el viaje―. Y Emma también.
Volví a casa, mi dulce angelito.
La noche anterior le prometí que volvería para pasar mi cumpleaños con
ella.
Hoy es mi cumpleaños.
Las personas gritaban despavoridas a mi alrededor. Algunos de miedo y
otros de dolor. Una mujer bañada en sangre se interpuso en mi camino y me
suplicó que le disparara, que terminara con su agonía. La miré horrorizado
y apenado al mismo tiempo. Ella no tenía un brazo y tampoco morfina para
calmar el gran dolor que experimentaba.
—Lo siento —me disculpé con la voz afónica—, lo siento.
Me aparté de ella y grité el nombre de mi hermano con desesperación.
Nada, él no se encontraba en aquella planta del hospital. Llevé las manos a
la cabeza mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas encendidas.
―¡Volker!
Pensé en Angelika, en mi pequeña y en Emma, mi esposa. Los gritos, el
bombardeo constante de los enemigos y mis propios latidos apresurados me
ensordecieron por unos segundos. Estaba exhausto, llevaba horas sin dormir
y apenas había comido aquellos días.
—¡Volker!
Subí al segundo piso y casi perdí el equilibrio cuando una bomba estalló,
quizá a pocos metros de allí. El impacto de la misma estremeció toda la
estructura del hospital. Las luces empezaron a fallar al igual que mis
rodillas. Me recliné contra la pared y esperé unos segundos.
Ella está bien, Volker la salvó.
Unas enfermeras y médicos bajaron las escaleras gritando con
desesperación.
―¡Al refugio!
Tragué con fuerza, subí las escaleras como alma que lleva el diablo y
grité el nombre de mi hermano a todo pulmón.
Nada.
Volker no estaba por ninguna parte, pensé al borde de un colapso, hasta
que, a unos metros de mí, lo encontré con mi hija entre sus brazos.
―Volker… ―afloró de mis labios justo cuando una bomba estalló en
alguna parte de la ciudad―. Oh, Dios mío… ―levantó la cabeza y me miró
con profundo dolor―. No… ―le dio un dulce beso en la frente―. No,
Volker.
Volker me miró con profundo dolor.
―Lo siento mucho, Viktor.
Se levantó y se acercó a mí con el cuerpecito de mi hija.
―No… ―repetía entre lágrimas―. Mi princesita, no está muerta.
Las bombas caían sin cesar alrededor del hospital. El edificio
tambaleaba y, probablemente, terminaría derrumbado en cualquier
momento.
—Luchó hasta el último momento ―su voz estaba tan apagada como
sus ojos―. No pude salvarla ―la culpa le nubló la mirada―, llegué muy
tarde.
Alargué la mano y toqué el rostro sin vida de mi hija, de mi pequeño
tesoro.
—Tres años te hemos esperado —le susurré antes de cogerla entre mis
brazos—. No entiendo a Dios, Volker.
Puso el peluche que él le había regalado cuando nació sobre su
cuerpecito y la miró con infinita tristeza.
―Porque Dios no existe, Viktor.
No existe.
Las bombas cesaron de un momento a otro tras llevarse miles de vidas a
su paso.
Así es la maldita guerra.
Volker y yo salimos del lugar con Angelika entre mis brazos. Un médico
nos dio su certificado de defunción sin siquiera mirarla bien. Había muchos
heridos y muertos en el hospital como para estar fijándose en esos detalles.
―Viktor ―mi hermano me miró a los ojos―. Ella… ―las lágrimas
rodaban por mis mejillas cenicientas sin parar―, me dijo antes de morir…
―estaba destrozado como yo, aunque no lloraba― eres el mejor padre del
mundo ―todo mi cuerpo vibró―, te quiero, papá ―la estreché entre mis
brazos―, fue lo último que dijo.
Y yo a ti, princesita.
―Fuiste el mejor padre ―me repitió con la voz rota―, lo siento, Viktor
―se dio la vuelta y se marchó.
Yo también, Volker.
El cuerpo de Emma apareció días después, estaba entre los escombros de
nuestra casa. Estaba irreconocible como sus padres y su hermana. Toda una
familia había perecido en un solo día.
—Adiós, Emma ―besé su cabeza a través de la sábana―. Lo siento
mucho.
Volker se encargó del sepelio y de todos los detalles que conllevaban el
mismo. No dijo nada y tampoco lloró. Mi hermano había muerto muchos
años antes que ellas.
—Adiós, amor de papá —le susurré a mi pequeña en su ataúd—, mi
ángel…
Le puse su peluche favorito a su lado.
―Siempre dormía con él ―miré a mi hermano de reojo―. Se llamaba
Volki.
Fue el primer y único regalo que le hizo Volker antes de huir de nuestras
vidas. Mi hermano se mantuvo quieto y en un silencio que me rasgó el
corazón en dos.
―Era tan dulce y alegre como su madre ―me estremecí―. ¿Sufrió?
Volker sostenía una piedra.
―Ya no sufre.
¿Por qué no me miras?
―Ya no ―repetí en un susurro.
Hacía mucho frío aquel octubre, las hojas marchitas caían como si
fueran gotas de lluvia sobre los ataúdes. Las decenas de ataúdes que se
encontraban en el cementerio. Llantos y gritos se entremezclaron en una
sola sinfonía de dolor y desesperación.
―Podía haber venido antes.
Volker se mantuvo en silencio.
―Ella no murió sola ―me consoló―, pensó que estaba en los brazos de
su padre.
Me estremecí.
―Protegida de todo mal.
Me tocó el hombro.
―Se fue cuando le dije te quiero.
Por dentro sangraba.
―Volker…
Puso la piedra sobre el ataúd.
―Al menos no murió sola.
Como Alina.
Cuando todos se marcharon, nos quedamos allí. Parados lado a lado con
nuestros gorros de plato, nuestro uniforme de gala, nuestras gabardinas
negras y guantes de cuero mientras una tímida lluvia nos arropaba. Dios
estaba allí, llorando con nosotros por aquellas almas inocentes, víctimas de
la guerra, de la maldad y ambición desmedida de los hombres.
Mientras viva, ellas nunca morirán.
Alargué la mano enguantada y rocé el ataúd de mi hija con lágrimas en
las mejillas.
—Adiós, princesita.
Puse una piedra en forma de corazón sobre el ataúd de mi mujer. Ella
solía tallar piedras y madera. Aquel corazón me lo había regalado la última
vez que la vi antes de viajar a Francia.
—Adiós, Emma, fuiste una gran esposa.
Me desperté de aquella pesadilla recurrente, empapado en sudor y con el
corazón latiéndome por todas partes. Llevé la mano a la cabeza y traté de
recuperar el control de mis emociones. Miré hacia abajo y me tapé. Era muy
temprano aún, pero la señora Fiore podía despertarse en cualquier momento
y no era educado estar desnudo en su casa. Me levanté de la cama tras
ponerme la ropa interior. Me metí en el pequeño cuarto de baño para
asearme. En ese lapso, pensé en el telegrama que Volker me envió ayer por
la mañana.
«Me enviarán a La Toscana a por una misión. Temo lo peor».
―¿Por qué convocaron a los de la Totenkopf? ¿Qué pretendían?

Días atrás, los miembros del Quinto Ejército de Estados Unidos tomaron
Roma mientras mi pelotón y yo buscábamos a los partisanos que ocultaron
a unos pilotos americanos que habían aterrizado en Siena.
¿Fue una trampa?
Lo más increíble, fue que los alemanes simplemente se marcharon de
Roma. Quitaron los estandartes rojos y las banderas nazis del cuartel de vía
Tasso, abandonaron las casas que habían requisado y soltaron a los
prisioneros políticos.
Se retiraron sin más.
―Debe ser una estrategia ―refutó Reiner―, ¿no?
Los aviones estadounidenses habían lanzado panfletos el día anterior,
instando a los civiles a que se quedaran en sus casas y se mantuvieran
alejados por si se complicaba el conflicto. Sin embargo, no hubo
enfrentamiento ni bombas.
―No lo sé, Reiner ―confesé alicaído―. Tal vez por eso hemos venido
hasta aquí, para encontrar la manera de impedir que sigan avanzando.
En realidad, era una situación muy extraña. Los italianos, que habían
luchado y muerto al lado de los alemanes, recibieron a los estadounidenses
en la capital con alegría.
―¿Y qué se supone que estamos buscando, Viktor?
Cuando los tanques y las tropas alemanas habían llegado a Roma hacía
apenas nueve meses, la gente, los partisanos, hicieron de todo para
alejarnos.
―Proteger el territorio que según nuestro Führer nos pertenece ―calé
mi cigarrillo con fuerza―. Y vengar la muerte de los nuestros.
Los italianos no querían luchar, fueron obligados por un dictador sin
corazón como el nuestro.
―Nos odian, Viktor.
El seis de junio, la BBC anunció que el Día D había llegado.
«Esta mañana, temprano, los aliados comenzaron el ataque en la cara
noroeste de la fortaleza europea de Hitler. Bajo las órdenes del general
Eisenhower, las fuerzas navales aliadas, respaldadas por las sólidas fuerzas
aéreas, empezaron a desembarcar a los ejércitos aliados en la costa norte de
Francia».
―Esto no pinta nada bien, Reiner.
Por la noche, tras un día muy ajetreado, la señora Fiore me sirvió la cena
con cierta timidez mientras yo abría la botella de vino que había conseguido
en el pueblo. No era el mejor, pero al menos serviría para sedar un poco mi
cordura.
—Gracias, señora.
—De nada, señor.
Serví las dos copas mientras ella colocaba los cubiertos al lado de los
platos. Nos miramos de soslayo, pero no emitimos una sola palabra. Ella
desvió la suya antes de sentarse a la mesa. Puse su copa al lado de su plato
y luego encendí la vela del candelabro. Ella levantó la vista y me miró con
cierta curiosidad.
La alegría y la tristeza no se pueden esconder.
Giada relinchó cerca de la ventana y me robó la atención por unos
segundos.
Incluso Giada se dio cuenta.
Me senté a la mesa con aire cansado.
—Me gusta comer a la luz de las velas, señora —empiné la copa a modo
de brindis—, salud.
Me dedicó una sonrisa escueta.
—Puede tutearme, señor.
Sonreí satisfecho.
—Tú también —le pedí con voz suave—, Dea.
Se sonrojó.
—Está bien, Viktor.
Se me erizó la piel de manera involuntaria al recordar su bellísima
interpretación de «Nessun Dorma», una de mis composiciones favoritas. La
ópera era una de mis grandes debilidades, me ayudaba a relajar y también a
soñar. Fijé los ojos en su angelical rostro.
—Prost —llevé la copa a los labios—, salute.
Levantó la suya y sonrió en lugar de replicarme. La miré como un
devoto miraría una cruz, con mucha veneración. Ella, una vez más, desvió
la mirada de mis ojos.
No me tengas miedo.
Bebimos en un silencio cómplice mientras recordaba lo que una mujer
me dijo horas atrás, antes de dirigirme al arroyo.
Fue al arroyo en busca de paz, señor. Esa mujer perdió a todos los que
amaba y la única manera de seguir respirando era recordándolos.
Le serví un poco más de vino. Ella bebió sin apartar la vista de mis ojos.
—El alcohol suele sedarme rápido la cordura —farfulló sonriendo―. No
te asustes, teniente.
Yo necesitaría unos diez litros para perder por completo la noción de mis
actos. Ella miró hacia mi cama de repente y abrió mucho los ojos. Seguí el
curso de su mirada y sonreí.
—¿Compraste un gramófono?
Lo había comprado en el pueblo. Necesitaba la música como mis
pulmones el aire. La miré con una sonrisa en los labios, una sonrisa carente
de cualquier emoción.
—Sí.
Me miró con timidez.
—La música me da paz —declaró con una voz muy baja—, me
transporta a otro sitio, a uno muy lejano de aquí.
A otro tiempo, en realidad.
En aquella habitación no era el único que necesitaba un refugio. La miré
con expresión de admiración mientras la vela se consumía entre los dos.
—Lejos del dolor.
Bebió un sorbo de su copa y luego otro.
—Muy lejos de él.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y una, osada como ninguna, atravesó su
rostro a cámara lenta hasta declinarse sobre su mano. Miré la foto del niño
que reposaba en una especie de nicho repleto de imágenes sagradas y
rosarios de diversos colores. Era un niño muy guapo, de pelo castaño claro
y ojos claros como los de ella.
Tu hijo.
No era necesario ser muy sagaz para saber lo que le pasó, porque en
aquella casa no estaba aquel niño, porque aquel niño ya no estaba en el
mundo.
—Es tut mir sehr leid —expresé con pesar—, lo siento mucho.
Deslicé la mano por la mesa hasta llegar a la suya.
—Fue mi culpa —afirmó mientras una lágrima recorría su mejilla
sonrojada—, mi culpa… ―repitió.
Sé lo que me quiere decir.
No me dio más detalles, no era necesario. Apretujé su mano con afecto y
le dije mil palabras de consuelo en silencio. Nunca sentí aquella rara
conexión con alguien que apenas conocía.
Lo siento mucho.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando ella apretujó mi mano.
—¿Crees en el cielo, teniente?
Asentí con un leve cabeceo.
Sí.
Si existía el infierno, las pesadumbres que vivíamos en la tierra, ¿por
qué no creería en el cielo? Apartó la mano de la mía y cogió una servilleta
de tela que se encontraba al lado de su copa. Se secó las lágrimas con cierta
impaciencia.
No te avergüences de tus lágrimas.
En lugar de alargar el tema, me levanté y me aproximé al gramófono. La
composición: Barcarolle de Jaques Offenbach empezó a sonar. Me
remangué la camisa y acto seguido me acerqué a ella. Le tendí la mano con
suma delicadeza, temeroso ante su rechazo.
―Volvamos a aquel tiempo ―unas lágrimas recorrieron su bello rostro
y estrujaron mi corazón―. Tenemos unos minutos para ello.
Ella, tras suspirar hondo, la cogió y se levantó con cierta vacilación.
―¿Cómo lo haremos?
La atraje hacia mí y entrelacé nuestros dedos.
―Pensando en ellos y en cómo nos sentíamos cuando estaban aquí.
Ladeó la cabeza y me miró con profundo dolor.
―Lo siento.
Mi corazón latía tan fuerte que creo que ella podía oírlo a través de mis
dedos.
―Yo también.
Posó la otra mano en mi hombro con nerviosismo mientras yo me
adueñaba con la otra de su fina cintura. Nos miramos con mucha intensidad
bajo la penumbra apenas iluminada por la vela.
―Estoy un poco mareada.
Sonreí.
―Confía en mí.
Giramos con gracia de un lado al otro en el pequeño espacio que
teníamos entre la mesa y mi cama.
―Teniente… ―su voz sonó débil.
Nos detuvimos.
―No me siento muy bien.
Dio un paso hacia atrás y casi perdió el equilibrio, pero la sujeté a
tiempo y evité que se estampara en el suelo.
—Creo que bebí de más…
Se enderezó y se apartó de mí sin dejar de mirarme un solo segundo. Sus
mejillas estaban muy enrojecidas. Llevó las manos al pecho y suspiró
hondo antes de despedirse de mí con un: hasta mañana, apenas audible.
Hasta mañana, Dea.
Me quedé mirándola hasta que cerró la puerta de su habitación. Giré el
rostro y observé la foto del niño con ojos entristecidos.
En esta guerra, todos, absolutamente todos, sufrimos.
Capítulo 7
Volker

M e convocaron para una misión bastante compleja en el pueblo donde


se encontraba mi hermano hacía unos días. Al principio me
sorprendí un poco, pero tras conocer mejor el objetivo principal de dicho
viaje, cazar a los aliados a través de los enemigos en Italia, comprendí
mejor la verdadera razón.
Estábamos perdiendo la guerra.
Si lo decía en voz alta, probablemente, me fusilarían.
Debo reunirme con Moritz lo antes posible.
―En Roma ―sonreí con malicia―. Aunque las cosas no pintan nada
bien para nosotros desde la llegada de los americanos.
El doce de junio, las cinco cabezas de playa de Normandía se unificaron
bajo el control de los aliados, lo que supuso el punto de apoyo que
necesitaban para echar a Alemania de Francia
―Debemos encontrar a los partisanos que ayudan a los aliados
―murmuré desanimado―.
Cada rincón de la habitación olía a opio. Solía fumarlo para poder
transportarme junto a ella. Antes de su efecto en mi cuerpo, era consciente
de la realidad y la mentira que creaba a través de él. Pero era incapaz de
abandonarlo.
De dejarla ir.
Me acerqué a la puerta acristalada como vine al mundo y salí al balcón
en busca de aire fresco. Sujeté la barandilla de piedra con las manos y hundí
la cabeza entre los hombros. Aquella noche los malos recuerdos se
mezclaron con las cosas horribles que tuve que hacer en el campo esta
tarde.
Me duele respirar.
Me costaba hacerlo sin sentir una fuerte opresión en el pecho. Cada vez
que firmaba la sentencia de muerte de las personas que llegaban aquí, me
sentía como me llamaban al inicio de mi carrera militar.
La bestia.
Levanté la cabeza y observé el cielo estrellado mientras un nudo en el
pecho me impedía respirar con normalidad. Me pregunté en ese instante si
me había convertido en él, en la verdadera bestia de mi historia.
—Nana… —gemí llorando—. ¿Por qué me odia tanto?
Ella besó mi cabeza y lloró conmigo.
—No lo sé, mi amor. No lo sé.
Me aferré a ella con todas mis fuerzas.
—Tengo miedo, nana.
Aquel día, mi padre me cogió de la mano y me llevó al sótano a rastras.
Estaba borracho, siempre lo estaba por aquellas horas. Me bajó los
pantalones y con su cinto de cuero empezó a golpearme con mucha furia.
―¡Te avisé, Volker!
Pero no sabía qué había hecho de malo aquel día, a veces ni él lo sabía
al cierto. Veinte latigazos y después llamaba a Viktor. Siempre salía
corriendo por la puerta y lo escondía antes de que nuestro padre lo
encontrara.
―No salgas de aquí, Viktor.
Él lloraba sin consuelo.
―Ven conmigo, Volker.
Sabía que, si no iba, nos golpearía aún más e incluso a nuestra madre.
―Solo dolerá un poco ―le prometí con lágrimas en los ojos―. Tápate
los oídos ―él asintió e hizo lo que le pedía―. No dolerá.
pero era mentira, cuando acabó, apenas podía caminar.
―Mi niño ―mi nana me cogió en brazos―. Dios mío…
Me puso unas cataplasmas de hierbas mientras lloraba. Tenía diez años
y el alma rota. Era pequeño para hacer muchas cosas y eso incluía olvidar.
―Solo quiero que Dios lo lleve, nana.
Y Dios lo llevó ese mismo año, pero de paso, también se llevó a mi
madre y a mi hermana pequeña.
―Nana, ¡es mi culpa! ¡Yo deseé que él se muriera! ―fue un accidente
de tráfico―. ¡Yo los maté!
Intentó abrazarme, pero salí corriendo al patio. Me senté cerca del
cerezo y lloré desconsolado.
―Volker ―susurró Alina, la sobrina de mi nana―. No llores.
Levanté la cabeza y la miré con rabia.
―Mis padres y mi hermana murieron ―le reproché―. ¡Por mi culpa!
Ella se sentó a mi lado con su muñeca de trenzas marrones y me miró
con mucha pena.
―Ahora están con Dios como mis padres.
Se entristeció.
―Eso me dijo mi tita.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano.
―Mi padre era muy malo.
Parpadeó.
―Entonces no estará con Dios.
Eso, en aquel entonces, me consoló.
―¿Lo prometes?
Tenía miedo de que mi padre continuara maltratando a mi madre en el
cielo.
―Te lo prometo, Volker.
Volver del pasado siempre dolía, porque muchas personas ya no estaban.
Ella ya no estaba.
Observé el cielo cubierto por el humo con atención y suspiré hondo
mientras traía a la mente lo que hice años atrás cuando Alina murió.
―¿Me perdonarás algún día, Alina?
Escuché con nitidez su voz en mi cabeza, aunque no sabía si era solo mi
consciencia oscura haciéndolo o el efecto del opio en mi cerebro.
Cuando tú puedas perdonarte, lo haré yo, Volker.
―Eso nunca pasará.
Me enfilé hacia la cama y me tumbé de golpe en ella. Apagué la luz de
la mesita de noche y flexioné una pierna. El opio empezaba a sedar mi
cordura lentamente. Deslicé la mano hasta mi miembro y empecé a
acariciarlo.
―Volker… ―escuché la voz de Alina―. Aquí estoy, mi amor.
Cerré los ojos y arqueé la espalda a medida que el éxtasis envolvía mi
cuerpo.
―Alina… ―jadeé sin dejar de tocarme―. ¿Estás aquí?
Desde su muerte, no había estado sobrio una sola vez con una mujer. No
quería estarlo y ser consciente de que ninguna era ella.
―Gott…
Aceleré las caricias a tal punto que arqueé la espalda del colchón y
enterré la cabeza en la almohada, incapaz de parar. La vi a ella, allí,
conmigo. Sobre mi cuerpo, moviéndose con sensualidad y sujetándome las
muñecas por encima de la cabeza.
―Alina… ―repetí una y otra vez su nombre―. Alina…
Las piernas empezaron a temblarme tanto o más que el corazón en mi
pecho cuando el orgasmo se apoderó de mí en oleadas interminables.
Enterré los talones en el colchón y la cabeza en la almohada sin dejar de
tocarme hasta las últimas pulsaciones de mi placer.
―¡Alina!
Abrí los ojos cuando el vacío ocupó el lugar del frenesí en mi interior.
Llevé la mano al pecho y traté de sentir los latidos de mi corazón. A veces
me daba la impresión de que no tenía uno, de que se había congelado aquel
invierno cuando ella murió en mis brazos.
Respiro, pero estaba muerto por dentro.

Dormí ocho horas seguidas, aunque no logré descansar. Me levanté más


cansado que cuando me acosté. Después del desayuno salí a dar un paseo a
caballo por el lugar con el telegrama de mi hermano en el bolsillo de la
guerrera. Llegué al bosque y bajé del animal absorto en mis pensamientos.
Me gustaba la soledad que me ofrecía aquel sitio. Me senté en la piedra que
llevaba inscrito el nombre de Alina y cogí el telegrama. Era corto y preciso.
Vaya.
Al leerlo, enarqué una ceja y esbocé algo parecido a una sonrisa.

Volker:
Por aquí todo bien, seguimos en lo mismo, aunque no puedo decir lo
propio de mis emociones. He conocido a una mujer, en realidad, estoy
alojado en su casa. Se llama Dea Fiore.
Al fin sé lo que significa sentir mariposas en el estómago.
Viktor.

Lancé el papel al lago tras arrugarlo.


Al fin comprendiste mis palabras.
Pensé en Alina y cerré los ojos durante unos instantes.
Dea Fiore.
Volví a la casa una hora después y me dirigí a mi despecho a pasos
firmes. Antes de entrar, la sirvienta se acercó y me obligó a girar el rostro
para mirarla por encima del hombro.
―Sus camaradas están a punto de llegar, Comandante ―me comunicó
Evelyn―. La judía ya está en el sótano.
¡Maldita sea! Me había olvidado por completo de ese detalle.
―Ordena mi despacho ―le exigí con poca delicadeza―. Y alimenta a
la chica.
Evelyn no era de fiar, era una Hitleriana fanática y odiaba a los judíos
con todas sus fuerzas.
―Si, Comandante.
A la joven que me atreví a traer a la casa, según todos, era mi esclava
musical. Tocaba para mí y otros, incluso, pensaban que me hacía favores
sexuales, rumores que no desmentí, ya que me servía de coartada.
―No menciones a la judía ―solté en tono muy tajante antes de cruzar la
puerta―. No querrás conocerme enfadado.
Tenía muy mala fama, una que yo mismo bordé ante los míos, una que
hacía temblar incluso al diablo. La miré por encima del hombro con el ceño
endurecido.
―No, señor.
Más tarde, en mi despacho, observé a mis camaradas con atención y en
un silencio sepulcral. Evelyn apareció con una bandeja entre las manos y
me sacó de mi trance.
—¡Es una vergüenza lo que está pasando! —chilló uno y llamó mi
atención—, ¡esas ratas deben ser eliminadas!
Todo comenzó el día que decidimos enviar a los judíos en los campos de
exterminio en Majdanek y Treblinka.
—¡Debemos quemarlos vivos! —declaró otro con la misma furia—.
¿No, Comandante?
Aquel gilipollas me tenía hambre hacía tiempo. Desde que salvé a un
niño de morir quemado en el horno. Tenía unos dos años y se salvó en la
cámara de gas porque su madre lo protegió entre sus brazos. Ese niño
desapareció misteriosamente y todos pensaron que había sido obra mía.
Y no estaban equivocados.
—Claro, Capitán.
La sala exhalaba el aroma peculiar del odio, el rencor y la ira. Encendí
un cigarrillo y lo calé hondo antes de emitir mi opinión. Les dije que aquel
«arrebato imperdonable» era un motivo factible para eliminar a los demás
judíos. Todos asintieron satisfechos mientras yo exponía mis ideas
macabras.
—Es la peor raza del mundo —defendió uno antes de escupir a un lado
—, me dan asco.
Pensé en Alina. Toda la sangre abandonó mi cara. Había cometido un
delito imperdonable ante los míos, ante mi Führer y ante mi promesa. Y
nadie debía saberlo.
Jamás.
—Totalmente —expuse con firmeza.
Después de la tediosa reunión, fui al burdel para ver a mi elegida. En el
pasillo me encontré con el Capitán Von Weiß, el destripador de Auschwitz.
Solía torturar a los judíos que intentaban huir arrancándoles las entrañas en
carne vida o dándoles a los perros para que los comieran, vivos.
—Tienes una puta nueva ―me miró con picardía.
Nunca le replicaba, solo me limitaba a calar mi cigarrillo mientras lo
miraba de reojo. Era un hombre de metro setenta, de mí misma edad y con
la tripa algo abultada. No todos los «arios» gozaban de la misma condición
física, pero ser el hijo de un empresario respetado tenía sus privilegios,
claro estaba.
—¿Me la prestarás, Volker?
Enarqué una ceja en un acto reflejo.
—No seas celoso.
Cerdo.
―Ya conoces mi fama.
―Sí, ya la conozco.
No me gustaba «compartir» con otros a la chica que elegía, para eso
estaban las demás, las más experimentadas y sin tantos escrúpulos en la
intimidad. Lo que nadie sabía era que yo jamás las tocaba.
―La anterior terminó en un centro de la Lebensborn.
Asentí con la mirada clavada en él. Aquel hombre no estaba allí por
casualidad, no, aquel hombre me estaba espiando. Era demasiado listo para
no darme cuenta.
―Un ario más para el Tercer Reich.
Caló su cigarrillo.
—Nos vemos, Lars —me despedí con sequedad y me dirigí a la
habitación.
Mi elegida estaba mejor alimentada y aseada que la primera vez.
―Hola ―le saludé.
Abrió la boca para replicarme, pero un grito agudo de dolor la obligó a
cerrarla.
—Verdammt… —maldije entre dientes.
Apreté con fuerza la mandíbula.
—¡Por favor! —aullaba con desesperación una mujer en la habitación
contigua—, ¡tened piedad de mí!
Las risas y los golpes se entremezclaron en una sola sintonía de horror.
La judía que había elegido, lloraba en silencio en un rincón de la habitación.
—Ya vuelvo.
Furioso, salí tras coger mi arma. Abrí la puerta de una patada y me
encontré con cinco soldados meando sobre una judía. El pis se mezclaba
con su sangre y sus lágrimas.
—Comandante ―se pusieron firmes al verme.
Ella se arrastró hasta mí y me imploró que la matara. Uno de ellos la
cogió del pelo con violencia y la zarandeó de un lado al otro, gritándole que
el juego apenas había empezado.
―Me molestan los gritos ―les comuniqué en tono tajante―. Salid de
aquí.
―Es una intérprete italiana ―señaló uno―, enviaba mensajes al
enemigo, Comandante.
La miré fijo durante un breve instante.
―A los británicos.
La mujer tenía varias heridas y mordeduras de perro en las piernas.
Había pasado por penurias inhumanas en las manos de aquellos sádicos y
ahora solo me pedía piedad a través de sus ojos sin luz, sin esperanza y sin
fe.
―Pero, Comandante…
Me acerqué al soldado raso que tenía unos veinticinco años y lo miré
desde mi altura aventajada con ojos interrogantes. Vi cómo sus ojos se
entornaban de miedo y su respiración se agitaba ante la mirada que le
dedicaba.
―Salid de aquí ahora ―repetí con voz pausada.
Se retiraron del lugar en silencio y tras cerrar la puerta disparé.
Capítulo 8
Dea

A las tres de la tarde, tras terminar las clases, me quité el guardapolvo,


sumida en mis pensamientos. Aún no podía creer que Fiama se
mudaría a final de mes. Su marido le exigió que fuera a la casa de sus
padres y ella, obediente, lo hará. No la culpaba, con todo este caos, era lo
mejor a hacer. Quizá yo también lo haría, pero no tenía adónde ir. No tenía
a nadie en el mundo.
—¡Ciao, profesora! —me gritó Gino.
Lo miré con profundo amor. Gino fue amigo de mi hijo, jugaban todos
los días en el parque del pueblo tras las clases. Esbocé una sonrisa que
apenas curvaba mis labios.
—Ciao, tesoro mío —le repliqué con un enorme nudo en la garganta.
Me hice una cola de caballo y me marché a mi casa tras coger mis cosas.
Caminé hasta la parada de autobús, absorta en mis pensamientos. Frené de
golpe los pasos cuando vi al teniente von Richthofen en la parada con unos
niños que, al parecer, le estaban preguntando cosas y él, la mar de contento,
les contestaba mientras les repartía algunos dulces.
Hacía dos semanas que había llegado al pueblo.
Hacía dos semanas que vivía en mi casa.
Y hacía dos semanas que venía todos los días para acompañarme tras las
clases.
¿Estoy presentable?
Cogí una goma de mascar de fresa y la metí en la boca. Luego busqué
dentro de mi bolso el pequeño frasco de perfume que solía llevar a todas
partes conmigo y me rocié un poco en la mano. Giré el rostro con
discreción y me pellizqué las mejillas para lograr un rubor natural. Me
sentía como una adolescente ante su primer amor.
¿Qué te está pasando, Dea?
Anoche salí de mi habitación para beber un poco de agua. Siempre tenía
una jarrita con agua en la mesita de noche, pero ante el calor que hacía por
mi tierra aquel verano, la terminé sin darme cuenta. Cuando salí, lo
encontré de espaldas en la cama, completamente desnudo y abrazado a la
almohada. Al principio me asusté mucho, jamás había visto a un hombre
desnudo, además de mi marido. Me quedé allí, cerca de la puerta,
hipnotizada y amedrentada, por varios segundos. Él se movió y sus largas
piernas cambiaron de posición.
Dios mío.
Sentí cómo, poco a poco, el calor se extendía por mis mejillas y por todo
mi cuerpo. Sus nalgas eran prietas y muy blancas. El sol jamás llegó hasta
ese sitio, pensé con el corazón en un puño.
Vuelve a tu habitación, Dea.
Con suma cautela, cogí un poco de agua del recipiente que estaba en la
mesa de la cocina y volví a mi habitación con el pulso muy acelerado. Bebí
un buen sorbo y me acosté sintiendo un calor muy extraño en el centro del
vientre que se iba extendiendo por todo mi cuerpo.
—Señor… —intenté rezar, pero no me concentraba.
No podía conciliar el sueño, no podía borrar la imagen del teniente de mi
cabeza un solo segundo. Incluso me puse a pensar en su hermano gemelo,
que según me dijo, era idéntico a él. ¿Dos hombres como él? ¡Era una obra
tan perfecta de Dios que merecía una copia fiel!
―Volker y yo somos idénticos ―se puso muy triste―, pero muchas
cosas pasaron y solo quedó el frasco ―se referían al cuerpo―, la esencia
cambió ―me miró fijo―, no es malo, pero diferente al Volker del pasado
―miró hacia el cielo―, no volvió a sonreír desde… ―terminó la frase en
alemán.
Me habló de su hermano y el parentesco que tenían con el Barón rojo,
un famoso piloto de la Primera Guerra Mundial y una popular condesa de
Nápoles, tras la cena, mientras fumaba cerca de la puerta. Nunca me
gustaron los hombres que fumaban, pero la manera en cómo él lo hacía, me
tenía algo embelesada. Quizá era envidia del cigarrillo que podía tener
contacto con sus labios, con aquellos rojizos y carnosos labios.
―Pertenecéis a una familia aristocrática ―comenté con timidez―. Y
ahora vives en la casa de una humilde plebeya ―murmuré entre dientes.
Me miró con expresión divertida.
―No es tan emocionante como suena, Dea.
Nunca había conocido a un hombre más atractivo, amable, dulce,
caballeroso e inteligente como el teniente. Su belleza y su dulzura
empezaban a causar colisiones en mi interior. No conseguía, aunque
intentara, sacarlo de la mente un solo segundo. Estaba allí, entre mis
pensamientos y metiéndose poco a poco en un sitio donde pensé que nadie
nunca llegaría. La puerta estaba trancada aún, pero él ya estaba delante de
ella. No faltaba mucho para que yo la abriera. Pero ¿qué pasaría si lo
hiciera? Él era alemán, estaba de paso por mi país.
No había futuro.
Y por ello, decidí no construir castillos en el aire, arrojando la llave de
la puerta de mi corazón lejos de él.
«Es alemán y sabrá cómo encontrarla» me dije con un temblor en la
voz.
—¡Gracias, señor! —chillaron los niños y me hicieron volver al presente
de golpe.
Él les tocó las cabecitas con afecto. No había maldad en aquel gesto,
tampoco segundas intenciones. No hacía para agradar o para ganarse alguna
medalla. Aquel gesto era genuino, espontáneo y sincero.
Y la base de mi castillo estaba lista otra vez.
Sentí un raro cosquilleo en el centro de mi estómago, últimamente, cada
vez que lo tenía cerca, sentía aquello, a lo que Fiama llamaba: mariposas.
Dios mío.
Cuando mis ojos se encontraron con los de él, se me iluminó el rostro.
Podía luchar contra esto que sentía, pero la batalla se hacía cada vez más
difícil. No tenía armas ni escudos para protegerme de él.
Respira hondo, Dea.
Me fallaron las rodillas y también la respiración cuando me dedicó una
amplia sonrisa.
—Buenas tardes, Dea.
Cada vez que pronunciaba mi nombre con su ronca y grave voz, todo mi
ser se estremecía.
—Buenas… —le repliqué, pero no completé la frase.
Unas jovencitas pasaron a su lado y lo miraron con deseo. Él, para mi
sorpresa, no las miró. No apartó los ojos de mi cara. Se mordió el labio
inferior y aquel gesto hizo brincar a mi pobre corazón. Un golpe más en la
puerta y ella se abriría para él.
—Buenas tardes, teniente ―esta vez conseguí terminar la frase―. ¿He
tardado mucho?
Negó con la cabeza.
―No, para nada.
Aparté la mano del pecho, me tragué lo que fuera que tenía en la
garganta y seguí caminando hacia él. Advertí que se había quitado la gorra
y la sostenía en la mano. La giraba con nerviosismo.
¿Estaba nervioso? ¿Un oficial de su estirpe?
Me ruboricé como una amapola. La presencia de tantas palabras en mi
cabeza me hizo incapaz de charlar, precisamente en el momento en que me
era más necesario.
Respira, Dea.
Las chicas que lo miraban con deseo, se alejaron tras murmurar algo.
Quizás hablaban de mí. Las miré con seriedad y logré que apartaran los ojos
de mí. El teniente siguió mi enfoque, pero no las miró con lujuria, como la
mayoría de los soldados alemanes hacían al ver un par de piernas femeninas
por las calles. Simplemente las observó, buscando la razón de mi mirada un
pelín severa.
—Hoy me tocaba guardia por las cercanías —repuso tras clavar sus
preciosos ojos azules en los míos—. ¿Lo recuerdas?
Quería decir algo, cualquier cosa para no dejar que sus palabras
permanecieran sin respuesta, así que dije:
—Oh, sí.
La verdad no lo recordaba. Pero no quería ser descortés siendo sincera,
algo inusual en mí, ya que solía ser bastante directa. A veces, incluso,
hiriente, según mi mejor amiga. Pero prefería ser así a fingir ser algo que no
era.
—Permíteme —cogió mis cosas—, ¿fue un día ajetreado en la escuela?
Quise decirle que matar la ignorancia era menos cruel que matar a seres
humanos, pero algunos comentarios, por fortuna, no salían de mi boca. Miré
su enorme fusil y su mochila.
—Teniente —mascullé apenada—, ya llevas tantas cosas como para
llevar también las mías.
Me hizo un gesto con la cabeza para restarle importancia a mi
comentario.
—No es nada, créeme.
Me explicó que solía cargar con muchas cosas y que las mías no pesaban
nada en comparación. Le sonreí tras colocar un mechón de mi pelo detrás
de la oreja al llegar a la parada.
—¿Y tu día?
Esperamos, rodeados de personas sombrías y curiosas, el autobús. Su
uniforme siempre causaba miedo y respeto. En ese orden.
—Menos exigente que ayer —sonrió—. El alma agradece.
Hmm…
¿Qué se escondía detrás de aquella afirmación? ¿Había menos muertes?
¿Menos condenas? Parecía tan cansado. Para animarle un poco, le dije con
voz cantarina:
—Hoy prepararé macarrones —me miró con ojos melosos—, gracias
por la harina, los huevos y la mantequilla.
Contemplé con ojos curiosos la cola de hombres y mujeres que
esperaban el autobús. Eran muchos para uno solo. Exhalé hondo y un par de
hombres giraron los rostros para mirarme. Desvié la mirada y me concentré
en mis pies al ver a un viejo vecino. Verme con un alemán era ofensivo, ya
que apenas llevaba tres meses desde que la carta de la Cruz Roja me
confirmó que mi marido había muerto. Aunque, según entendí, llevaba casi
dos años desaparecido por tierras africanas.
—Es lo mínimo que puedo hacer mientras me quede en tu casa —le voz
del teniente me sacó de mis pensamientos.
Le sonreí.
―Gracias.
El autobús llegó con lugar para dos docenas de pasajeros y subieron tres
docenas. No había lugar para nosotros y decidimos esperar el siguiente.
—Venga, caminaremos —anunció el teniente, cuando el siguiente
autobús apareció repleto―. No es tan lejos.
Me cogió del brazo y me apartó amablemente de la parada.
—Estamos a muchos kilómetros de mi casa.
Lo miré con una expresión de duda y luego me miré los pies con el
mismo deje. La duda se convirtió en una mueca de dolor.
—Mis zapatos son cómodos —repuse sin mucha convicción—. Para
caminar unos metros...
El teniente sonrió.
—Te diré lo que haremos. ¿Por qué no vamos caminando hasta la
siguiente parada de autobús? —parpadeó—, es bueno caminar un poco.
Levanté la vista y observé con el corazón en la mano el cielo plomizo.
Una tormenta se aproximaba. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo y un
mal presentimiento se apoderó de mi calma.
¿Qué sensación más rara?
—¿Dea?
Su potente voz me arrancó de mi trance.
—Lo siento.
Me observaba sin pestañear, atento a mis movimientos.
—Te noto preocupada —observó a nuestro alrededor—, ¿sucede algo?
¿Puedo ayudarte?
Carraspeó con cierta dificultad. ¿Había pillado un resfriado? Quise
tocarle la frente con la mano, pero no me animé. Aquel gesto podría ser mal
interpretado por las personas.
—¿Crees en los malos presentimientos?
Me miró con el ceño algo fruncido, pero luego suavizó su expresión y
me devolvió la calma.
—Sí...
Observé al teniente con mucha atención. Su alma era limpia, pero
atormentada. Cargaba un gran dolor en el pecho, un dolor que muchas veces
lo hizo desear la muerte.
Vio demasiadas barbaridades en esta guerra.
—Una tormenta se aproxima —afirmé tras desviar la mirada de él—,
debemos irnos.
Permaneció callado durante unos momentos, parecía estar
analizándome. Suspiró hondo y acto seguido, encendió un cigarrillo. Lo
caló con fuerza y me dijo, tras exhalar el humo por sus fosas nasales:
—Sí, es mejor irnos.
Caminamos en silencio, uno al lado del otro, por las calles cuesta abajo.
La luz menguaba, estaban quietas las hojas y sólo nosotros nos movíamos
lánguidamente. Nos demorábamos al final de cada manzana más de lo
normal mientras hablábamos de trivialidades.
—¿Te ha gustado el café?
Solté un gemido de placer en un acto involuntario y le robé una risita,
que hizo vibrar su labio inferior. Su carnoso labio inferior.
—Mucho, gracias.
Saludó a unos soldados italianos, los títeres de los alemanes como solía
decir Fiama. Los italianos no tenían el porte de los alemanes, que andaban
con paso firme y cierta arrogancia.
La seguridad que solía otorgar el poder.
—¿Te ha gustado el bocadillo de queso y tomate que te hice, teniente?
¡Dios! ¿Por qué no le pregunté algo más inteligente? Tipo: ¿cómo va la
guerra? ¿Crees que Hitler logrará sus macabros objetivos?
—Mucho. Fue el mejor bocadillo que jamás comí antes.
Esbozó una sonrisa antes de calar su cigarrillo. Miré en ese lapso mi
bolso repleto de cuadernos. Debía corregir los trabajos de mis niños para
mañana. Siguió el curso de mi mirada y sonrió.
—Dea… —pronunció mi nombre con suavidad—, hoy cocinaré yo —
anunció y no pude evitar mirarlo con estupor—, sé cocinar, ¡lo prometo! —
rio con ganas al ver mi mueca de asombro—, hoy te toca descansar.
Me ruboricé.
—Eres muy amable —declaré con la voz algo ronca—, gracias ―asintió
sin borrar su preciosa sonrisa―. ¿Podrías plancharme la ropa y lavar los
cacharros también? —Bromeé y le robé una carcajada cantarina—, es
broma —le aclaré—, aunque aceptaría tu ayuda —más risas.
Me lanzó una dulce mirada.
—Me encantaría poder ayudarte, Dea.
Estaba sensible. Mi regla se acercaba y me dejaba con las emociones a
flor de piel. Él, una vez más, me sorprendió con su gesto al alargarme un
pañuelo de seda de color granate que olía muy bien.
Huele a él.
—No llores o terminaré llorando contigo —me pidió con una sonrisa
triste—, y hablo muy en serio.
Me sequé las lágrimas y le expliqué la razón de mi tristeza: la repentina
partida de mi mejor amiga a tierras lejanas. Nunca nos separamos, éramos
amigas desde niñas.
—Te comprendo muy bien —me consoló—. Piensa que estará cerca, a
pesar de todo —hizo una pausa—, y viva. Los muertos, a su vez, cuando
parten, ya no regresan.
Nos detuvimos cerca de un sauce llorón, que barría el suelo con sus
largas ramas.
—Desde que empezó la guerra, dejé de ver a las personas que amo —
continuó con un brillo lúgubre en los ojos—, a algunos jamás volveré a ver
en esta vida.
Sus ojos, sus hermosos ojos, se nublaron. Giró el rostro para evitar que
lo viera y se sorbió con fuerza la nariz. Era un soldado alemán. Fuerte.
Estricto. Decidido. Tenaz. Pero humano. Ante todo.
Lo siento, teniente.
Sin emitir una sola palabra, caminamos hasta la parada más cercana, a
unos cinco kilómetros de allí.
Me duelen los pies.
Me miró con profundo dolor mientras las copas de los árboles se mecían
sobre nuestras cabezas y emitían un sonido muy tranquilizador. Parecía el
silbido de Dios, como solía decirme mi hijo. El teniente se arregló el fusil y
luego la mochila. Arrojó la colilla de su cigarrillo a un lado y suspiró
hondamente. No me miraba.
—Mi esposa y mi hija murieron en un bombardeo —me confesó y me
dejó sin aire en los pulmones—, mientras yo regresaba a casa ―sus ojos se
oscurecieron y los míos se nublaron―. En un día que debía ser especial.
Oh, teniente, ahora lo entiendo todo.
Sonrió con amargura y llevó la mano derecha a la nuca en un gesto de
incomodidad. Me dijo que no comprendía cómo, en tan poco tiempo, me
abría, de aquel modo, su caja de Pandora. Éramos extraños, pero, quizá,
nuestras almas ya se conocían de alguna vida pasada.
Tal vez.
Alargué la mano mientras unas tibias lágrimas rodaban por mis mejillas
arreboladas. Él no me miraba. No podía hacerlo.
—Lamento tu pérdida —farfullé con la voz ahogada—, yo… —titubeé
—, mejor que nadie, puedo comprenderte.
Cogió mi mano y la llevó al pecho sin mirarme.
—Lamento tu pérdida, Dea.
Me miró con ojos lastimeros.
―Gracias.
Aparté la mano de la suya y la llevé al pecho de manera instintiva.
Quería conservar el calor de su alma allí, en el frío y sombrío hueco que
dejó mi corazón cuando se marchó con mi hijo.
Giuliano…
Me secó las lágrimas con los pulgares.
—Lo siento, Dea.
El mayor dolor que una mujer podía vivir, era sin lugar a dudas, la
pérdida de un hijo.
—Yo… también…
Me atrajo contra sí y acomodé mi cabeza en su pecho donde encontré un
poco de consuelo.
Y la puerta de mi corazón al fin se abrió.
Capítulo 9
Volker

D ea había salido de la casa tras la cena para hablar con su mejor amiga
y de paso llevó un plato de comida a la anciana que vivía sola a dos
casas de ella. Era como si fuera su abuela. Por fortuna, podía ayudarla con
ciertos gastos. Pero ¿qué pasará cuando me marche? ¿Quién la ayudará?
Italia estaba hundida en la miseria y Alemania iba por el mismo camino,
según entendí ayer en la reunión que tuvimos en el Kommandatur. Mi
superior estaba empeñado en encontrar al asesino del Comandante von
Greim, pero el Capitán Neumann empezaba a desconfiar que Gino Berretti
era un fantasma creado por la resistencia para mantenernos ocupados
mientras ellos hacían de las suyas. No me sorprendería que fuera así.
Ya nada me sorprende en esta maldita guerra.
Me bañé y después me puse a planchar la ropa que Dea había dejado
sobre el sofá. Desde que me alisté al ejército solía hacerlo. Nosotros, los
alemanes, no éramos machistas en ese aspecto. Ante el calor, me quité la
camisa y dejé colgado mis tirantes a los lados mientras planchaba. Cogí un
vestido de Dea y lo olisqueé en un acto reflejo.
Gott…
Sentía envidia de la tela que podía tocar su piel. Abrí los ojos de golpe y
aparté la ropa de mi nariz.
¿Qué me está pasando contigo, Dea?
Cada día se me hacía más difícil estar a su lado sin poder tocarla. A
veces un simple apretón de manos despertaba sensaciones ignotas en mí.
Nunca había sentido aquello antes, ni siquiera por mi mujer.
¿Qué me está pasando?
Una sonrisa melosa apareció en mis labios al recordarla. Cada día, tras
las clases, iba a por ella, a pesar de que, muchas veces, debía caminar más
de quince kilómetros de donde me encontraba. Para no llamar la atención de
mi superior o la de los partisanos, optaba por ir a pie hasta ella. A pesar del
calor o el agotamiento. Era un dulce sacrificio.
¿Era de esto de lo que me hablabas, Volker?
Cada noche me levantaba y me metía en su habitación para cerciorarme
de que estuviera cubierta o, simplemente, respirando. Me acercaba a su
cama con sigilo y la miraba por unos segundos antes de volver a mi cama
con aquella sensación indefinida en el pecho. Todo se paralizó alrededor de
mí cuando fui consciente de lo que podía estar pasándome.
¿Me estoy enamorando?
—¿Qué haces? —me preguntó Dea al entrar en la casa—, ¡no hablaba
en serio cuando te pedí que plancharas!
La miré fijo por unos segundos. Cuando su voz llegó a mis oídos, mi
corazón dio un brinco. Tensé los dientes y posé la plancha de hierro con
carbón sobre el delicado vestido sin darme cuenta. El olor a tela quemada
asaltó mis fosas nasales y me hizo soltar un gemido de indignación.
—¡Teniente!
Levanté la plancha a toda prisa, pero el daño ya estaba hecho. Dea cogió
el vestido largo, acampanado, sin tirantes y de color rojo con una mueca
triste.
«Scheiße».
—Era mi vestido para el baile del fin de semana —masculló con la voz
apagada.
¿Baile? ¿De qué baile habla?
―Oh… ―se lamentó.
¡Qué torpe!
Miré apenado la mancha negra en forma triangular en el pecho del
vestido. Llevé la mano a la nuca y suspiré con aire derrotado.
—Lo siento —me disculpé con la pena estampada en la cara—, soy tan
torpe, Dea.
Me miró con una expresión muy dulce.
—Fue un accidente, teniente.
Asentí sin mucha convicción. Un trueno en el cielo la hizo brincar hacia
adelante y terminó chocando contra mí. Llevado por un impulso más fuerte
que mi propia voluntad, la estreché entre mis brazos.
No tengas miedo, aquí estoy.
Cuando enterró el rostro en mi cuello, una corriente eléctrica me recorrió
de arriba abajo.
—Tranquila, solo es un trueno.
Ella se apretó con fuerza contra mí. Temblaba como una hoja y decía
palabras ininteligibles por lo bajo. Apretujé su cabeza contra mí y
entrecerré los ojos al olisquear su delicioso aroma. Olía a vainilla y a
lavanda. Cerré los ojos y aspiré su aroma. Lo grabé a fuego.
—Las tormentas me dan mucho miedo —susurró con un temblor en la
voz—, me aterran, teniente.
Se apartó de mí y me miró algo compungida. Le puse un mechón de su
pelo detrás de la oreja y el simple contacto la hizo dar un brinco hacia atrás.
¿Le temes a la tormenta o a mí?
―Lo siento ―se disculpó―. Dios, ¡qué bochorno!
Miré hacia el vestido.
―¿Más que eso?
Intercambiamos una mirada divertida y después nos reímos.
―Un día bochornoso ―subrayó y asentí.
Menos el abrazo.
―Solo un poco.
Las cosas empeoraron en medio de la madrugada, cuando un fuerte
vendaval arrancó parte del techo de su habitación. Entré corriendo para
rescatarla. Dea estaba acurrucada en un rincón, calada hasta los huesos. Le
cogí en brazos y la llevé hasta mi cama antes de salir fuera a rescatar a
Giada, que estaba muy asustada en su precario establo. La metí en la casa
tras lograr apaciguarla.
—Tranquila, preciosa.
Dea estaba acurrucada en posición fetal en la cama. Lloraba con cierta
desesperación mientras trataba de rezar. Me quité los pantalones y los puse
en el respaldo de la silla. Después me cambié los calzoncillos con suma
discreción y cogí mi camisa. Me acerqué a la cama.
—Dea, debes cambiarte de ropa.
Ella me miró de reojo antes de asentir. Se sentó en la cama y mis ojos,
atrevidos, se deslizaron por su cuerpo. El camisón rosa se adhería a su
figura como si fuera una segunda piel y sus pezones, erectos, me robaron un
suspiro muy profundo.
Tranquilízate, Viktor.
—Ponte mi camisa.
Podía pillar un resfriado si no lo hacía. Le alargué mi camisa y luego me
di la vuelta para que se cambiara. Con sigilo giré el rostro y la miré por
encima del hombro. Giada relinchó cerca de la mesa y llamó mi atención
por completo.
—Aquí estoy, preciosa —me acerqué y le toqué la cabeza—, ya pasó.
Dea me dijo que ya se había cambiado de atuendo. Me volví para
mirarla y tras hacerlo, contuve el aliento. Verla con mi camisa, ser
consciente de que solo llevaba eso, encendió partes de mi cuerpo que ni
siquiera sabía que podían encenderse. Me acerqué a la cama y le dije que le
tocaba dormir conmigo.
―Está bien.
Una expresión de dolor se extendió por su cara.
—¿Cómo arreglaré el techo de mi habitación?
Alargué la mano y la puse sobre la de ella. La miré con profundo pesar.
—No te preocupes, yo me encargaré de ello. Ahora solo descansa.
Se tumbó en la cama y me dio la espalda. Aproveché para quitarme los
pantalones húmedos y la ropa interior. Acto seguido me acomodé a su lado
y cubrí nuestros cuerpos con la manta de algodón que me había dado el otro
día.
―Pronto dejará de llover ―la tranquilicé.
Aquella noche refrescaba, en comparación a las anteriores. Coloqué mi
brazo derecho debajo de mi cabeza y doblé una pierna. Tenerla tan cerca
agitaba mis latidos de un modo incontrolable. Era como caer en picada al
vacío desde la cima de una montaña.
¿Por qué siento que el corazón me estallará?
Dea se acurrucó como una niña pequeña e indefensa. Rezaba sin parar
mientras fuera la lluvia caía cada vez con más inclemencia.
Yo también necesito calma, Dea.
De un momento a otro, giró el cuerpo y buscó refugio entre mis brazos.
Al principio me sorprendí mucho, pero después la estreché contra mi
cuerpo. Ella colocó la mano en mi pecho.
¿Puedes sentir mis latidos apresurados?
Puse la mía sobre la suya y le susurré dulces palabras. Ella temblaba
mucho, estaba aterrada.
―Mi madrastra solía encerrarme en el sótano cuando llovía —se
estremeció al igual que yo—, tenía solo seis años —sus lágrimas
empaparon mi pecho.
Volker y yo pasamos algo similar, pero con nuestro propio padre, un
hombre tirano y cruel, que nunca nos quiso.
—Lo siento, Dea.
Yo, mejor que nadie, podía entender su dolor. Giré el cuerpo y la atrapé
entre mis brazos con fuerza.
—Lo siento —repetí con la voz muy enronquecida.
Si pudiera evitarte esta pena, lo haría, Dea.
Apretujé su cabeza contra mi pecho y le arrullé Nessun Dorma. Susurró
mi nombre y su cálido aliento recorrió mi garganta. Con la mano cerca de
su bello rostro, se quedó dormida entre mis brazos, a salvo de sus
tormentos.
―Buenas noches, principessa.

—¡Dea! —gritó alguien—. ¿Tú y él? ―la puerta chocó contra la pared y
emitió un fuerte estruendo―. Dios mío…
Abrí los ojos con pereza y observé con curiosidad a la amiga de Dea,
que estaba en la puerta con la boca y los ojos muy abiertos. Dea se sentó de
golpe en la cama y soltó un grito ahogado ante el susto. Me miró
horrorizada, como si estuviera completamente desnudo.
―Dea… ―la voz de su amiga se apagó.
―Fiama, esto no es lo que parece.
Me empujó con poca delicadeza de su lado y se puso de pie. Su amiga
me lanzó una mirada muy agria, como si acabara de darle una bofetada.
―¿Y el doctor Mancini?
¿Quién es ese?
―Fiama, por favor, escúchame.
Su amiga salió de la casa como una exhalación.
—Dios mío —refunfuñaba Dea sin parar—, ¿qué pensará de mí?
Doblé las piernas sin dejar de mirarla un solo segundo. Quería decirle
algo, pero no sabía qué o cómo hacerlo.
—Todos pensarán que soy una puta ―fruncí mucho el entrecejo―. La
puta de un nazi ―llevó la mano a la boca, pero fue tarde para tragar sus
palabras―. No quise… ―bajó la mirada.
¿Eso piensas de mí?
Me dijo que no estaba bien lo que habíamos hecho.
¿Dormir juntos como dos hermanos?
—Anoche no pasó nada —le recordé en tono débil—, no actúes como si
hubiera pasado algo ―me miró escandalizada―. Y, además, ¿qué tiene de
malo si hubiera pasado? ―Los ojos se le llenaron de lágrimas―. No
tenemos compromiso con nadie.
―No llevas pantalones ―me recriminó entre dientes―, ¿por qué? ¿Qué
pretendías, teniente? ―alzó un poco la voz.
―Estaban muy mojados ―me defendí―, y no pensé que tu amiga
entraría aquí tan temprano ―me fulminó con la mirada―. No pretendía
nada ―le aclaré―, jamás haría nada en contra de la voluntad de una mujer
―mi voz sonó muy dura.
Sus ojos se deslizaron por mi pecho y por mi abdomen de un modo
bastante incitante. Temía no poder controlarme y dejar a la vista mi
entusiasmo. Verla con mi camisa y ser consciente de que no llevaba nada
más debajo de ella, era una tortura. Nunca fui un hombre pasional, pero en
aquel momento, quise agarrarle y rasgar mi camisa. Tumbarla en la cama y
hacerle el amor hasta que gritara de placer.
No me mires como lo hacen todos, Dea, eso duele más que una bala en
el corazón.
Me di la vuelta y traté de serenar mis emociones, pero me estaba
costando mucho. Podía soportar las miradas acusativas y desdeñosas de los
demás, pero no la de ella.
―Tú no entiendes, teniente.
La verdad es que no, Dea.
―Tú estás de paso y debo cuidar mi honor ―gimoteó.
Tal vez, mi corazón se quedé aquí, contigo.
―Mi amiga estará pensando lo peor de mí ―la voz se le quebró un poco
más―. Estamos casi desnudos… ―se sorbió con fuerza la nariz―.
Cualquiera pensaría mal.
Sabes que no ha pasado nada, Dea.
―Dea…
No me dejó terminar la frase.
―Lo mejor es que te mantengas lejos de mí ―cerré los ojos con
fuerza―. Aunque vivamos en la misma casa mientras estés en el pueblo.
Lejos del nazi.
Me di la vuelta y la miré con una expresión muy severa. Llevó la mano
al pecho y dio un paso hacia atrás. Me tenía miedo, tal vez, siempre lo tuvo.
—¿Eso es lo que quieres?
Tú decides por los dos, Dea.
Me miró con lágrimas en los ojos.
Yo solo respetaré tu decisión.
―Sí, es lo mejor.
Le dirigí una mirada teñida de dolor y decepción.
―Está bien.
No era el mismo hombre amable y cortés que conoció semanas atrás,
ahora era otro, el teniente von Richthofen, el nazi desalmado como solían
llamarnos a todos los alemanes.
—No se preocupe, señora —afirmé con el corazón latiéndome por todas
partes—, la trataré con la misma frialdad con la que trato a una extraña —la
apretujé contra mi cuerpo con fuerza—, ya no le causaré ninguna molestia
durante mi estadía aquí.
Mi tono era muy duro y amenazador. Pero detrás de aquella entonación,
solo había tristeza.
—Permiso, señora.
Me dirigí al cuarto de baño para asearme. Golpeé la pared con el puño
con toda la furia que contenía dentro. No la culpaba, era normal estar
aterrada por lo que su amiga pudiera pensar o decir de ella, pero no fue
justa conmigo, en especial, al referirse a sí misma como la puta de un nazi.
¡La puta de un nazi!
Siempre fui un hombre de palabra y esta vez no sería la excepción.
Jamás volveré a molestarla, señora.
Y así lo hice…
Capítulo 10
Volker

Oświęcim, Polonia

Tenía solo unas horas para salvar el convento de María, de una


inspección que podría ser mortal para ella y los suyos. Lo supe a través del
Capitán Möller, que estaba enfadado por tales nimiedades, el día que me lo
contó, a horas de su marcha a Rusia. Cuando mencionó al Coronel
Schwartz de la Sicherheitsdienst, supe adónde debía ir.
―Volker, es muy peligroso.
María trató de convencerme de lo contrario.
―No tenemos otra alternativa ―objeté con la mirada clavada en la
joven embarazada que había traído días atrás allí―, debo robar ese
documento antes de que lo lea y lo firme.
María se estremeció.
―No se atreverían a entrar en el sótano de un convento, Volker.
Se meterían incluso en El Vaticano si desconfiaran de algo.
―El Capitán Möller fue enviado al frente y el Coronel no está aquí
―acuné su rostro entre las manos y la miré a los ojos―, y si ese documento
desaparece, nadie lo echará de menos.
Llevada por un sentimiento vedado por Dios, se puso de puntillas e
intentó besarme en los labios, pero la detuve con delicadeza y la estreché
contra mi pecho.
―Lo siento, Volker.
Sabía lo que sentía por mí y la verdadera razón por la que entró en el
convento años atrás, cuando me casé con Alina. Apretujé su cabeza contra
mi pecho con la mirada clavada en la cruz principal de la pequeña capilla.
―Si algo te pasa… ―susurró sin fuerza―, cuídate, por favor.
Me aparté y levanté su rostro para que me mirara.
―Tus oraciones me salvaron de mí mismo ―le recordé―. Es la única
explicación de que aún siga vivo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y, por unos instantes fugaces, vi a mi
amiga, la chica pelirroja que nunca ocultó de mí ni de nadie lo que sentía.
Un sentimiento que nunca pude corresponder.
―Sabes que por ti daría mi vida, Volker.
Me agaché y le di un beso casto en los labios, uno compasivo y de
consuelo.
―Volker… ―gimió y volvió a abrazarse a mí―. Tengo miedo.
No sentí nada, nunca sentía absolutamente nada cuando besaba a alguien
en los labios. Porque ninguna era Alina.
―Me cuidaré, María.
Salí del convento rumbo a mi misión. Encendí un cigarrillo y lo calé con
nerviosismo mientras pensaba en Viktor y en su último telegrama.

Volker:

En medio de la guerra, empecé una batalla y siento que la perderé antes


mismo de luchar.

Viktor.

―De esa batalla nadie sale vivo ―susurré tras calar mi cigarrillo―.
Nadie.
Pensé en la mujer que tenía a mi hermano así y a punto estuve de
sonreír.
Debe ser una mujer muy especial.
Aceleré el coche a toda potencia y crucé el valle con la cabeza en otro
sitio, bastante lejano de allí.
―Dea… ―musité algo ensimismado―. Eres afortunada, porque mi
hermano es un gran hombre.
Llegué a la mansión del Coronel con una carpeta entre las manos.
Saludé con frialdad a los soldados que custodiaban la vivienda, antes de
llamar a la puerta. Me quité el gorro de plato y me arreglé un poco el pelo
con los dedos. Tras llamar dos veces, el ama de llaves me dejó entrar y a los
pocos minutos, la mujer del Coronel vino a mi encuentro en el salón.
―Buenas noches, señora.
Puse mi gorro y la carpeta en la mesa que se encontraba al lado del sofá.
Gerda Schwartz me tiraba los tejos desde la fiesta que realizaron el año
pasado en esta casa. Su mirada y la manera en cómo se comportaba cuando
me veía la delataban.
―Comandante… ―susurró con las mejillas muy arreboladas―. Buenas
noches.
Era una mujer hermosa, pero bastante insegura y triste. Su marido la
engañaba y ella era consciente de ello. Me recordaba mucho a mi madre.
―He venido a despedirme, señora.
En sus ojos vi tristeza y también confusión.
―Oh… ―alcanzó a decir―, pero mi marido no se encuentra en la
ciudad, Comandante.
Me acerqué, acortando la distancia y sintiéndome un verdadero canalla
por lo que haría a continuación. Llevó la mano al pecho y abrió mucho los
ojos cuando recliné un poco la cabeza.
―No venía a despedirme de él, señora.
Vi cómo la saliva cruzaba su delicada garganta nívea ante mi desleal
cercanía.
―Oh.
Por el rabillo del ojo me cercioré de que nadie nos viera. Por fortuna, la
puerta del salón estaba cerrada y nadie podía vernos.
―La noche del baile… ―me humedecí los labios con la lengua con
sensualidad―, no… ―cogí sus delgadas manos temblorosas entre las mías
y la miré a los ojos con una expresión melosa que la derritió por dentro, el
suspiro que lanzó la traicionó ante mí―. No me atreví a invitarla a bailar
―miré hacia un lado―. Me preguntaba si, ¿bailaría una pieza conmigo
antes de mi partida?
La emoción la asfixió y solo pudo emitir un suave «sí», que huyó de
entre sus finos labios rosados en un acto puramente involuntario.
―Pondré… ―titubeó antes de apartarse de mí―, una canción
adecuada, Comandante.
Miré hacia un costado donde el Coronel solía tener bebidas para cada
ocasión. Conocía muy bien aquel lugar, ya que solíamos reunirnos allí a
menudo.
―Nos serviré un poco de coñac ―anuncié y ella asintió antes de
dirigirse al gramófono―. Este somnífero te hará dormir profundamente,
como hace tiempo no consigue hacerlo, señora.
Volvió y le ofrecí una copa que, encantada, aceptó.
―¿Adónde irá, Comandante?
Bebió un sorbito y soltó un gemido acto seguido.
―A Italia.
Frunció un poco los labios.
―¿Tiene una misión allí?
Bebí un buen trago de mi copa.
―No puedo hablar de ello, señora.
―Lo siento, no quise inmiscuirme… ―la detuve con un ademán suave.
―No se preocupe, señora.
Bebió un buen sorbo, suficiente para que el polvillo tuviera el efecto que
deseaba. Aquella bella y solitaria mujer bebía con asiduidad. Un rumor que
escuché durante la última reunión que tuvimos aquí.
Bebe para ahogar tus penas, señora.
―¿Me serviría un poco más, Comandante?
Cogí la copa de su mano con suma delicadeza y el simple roce de
nuestros dedos la hizo gemir de placer. Llevé la copa vacía a mis labios y
rocé la huella que dejaron los suyos en el cristal. Mi gesto la conmovió
profundamente.
―Es usted la mujer más hermosa que jamás conocí, señora ―mi
confesión era sincera―. Lástima que la conocí tarde ―algunas palabras
tenían un efecto sanador en nuestras almas―. ¿Puedo pedirle algo?
Una lágrima recorrió su pálida y suave mejilla de porcelana.
―Todo lo que quiera, Comandante.
Con el pulgar le sequé la lágrima que rodó de su ojo derecho, robándole
otra del ojo izquierdo. Nunca vi tanta angustia, dolor y desesperación en
una sola mirada.
―No olvide que es usted una gran mujer ―pestañeó dos veces y unas
lágrimas rebosaron las cuencas de sus ojos―. Aunque le digan lo contrario
―sabía muy bien a quién me refería―. Recuerde mis palabras cuando las
dudas la envenenen.
Rodeé mi cuello con sus delgados y blanquísimos brazos sin darle
tiempo a que reaccionara. Se tensó y luego se estremeció a partes iguales.
Su dulce y suave perfume a flores asaltó mis fosas nasales como supuse que
el mío lo hacía con los de ella.
No me mire así, señora, o tendré que hacerle el amor por compasión y
no quiero esa carga.
―Y no olvide esta noche ―le pedí en tono suplicante―. ¿me lo
promete?
La canción que eligió, una que no me decía nada, sonaba de fondo
mientras sus ojos verdes se clavaban en los míos de un modo casi
implorante.
―No lo haré, Comandante ―abrió y cerró los ojos con dificultad―. No
me siento muy bien.
Lo siento, señora.
Dos minutos después, se mareó y llamé al ama de llaves.
―La señora no se siente muy bien ―le comenté al verla―. Tal vez está
muy cansada.
La mujer se asustó y me rogó que la cogiera en brazos para llevarla a su
habitación.
Es mi oportunidad.
―¿Dónde está su dormitorio?
La mujer era sumisa y apenas me dirigió la mirada. No hablaría, no se
arriesgaría. Subimos las escaleras y me indicó la puerta. La abrió y entré.
―Prepárele un poco de té ―le ordené―, ha bebido de más.
Ella miró a Gerda con expresión ensombrecida, ya que no era la primera
vez que bebía más de la cuenta. Aunque, el somnífero que le puse en la
bebida aceleró el proceso.
―Sí, señor.
Hinqué la rodilla en el colchón con sumo cuidado y acomodé a Gerda en
él.
―Comandante… ―gimió adormilada―. Hágame el amor como nunca
lo hizo antes… ―me rogó sin abrir los ojos.
Alargó la mano y la cogí entre las mías.
―Nunca olvidará esta noche ―le prometí―. Nunca…
Le di un casto beso en la frente.
―Lo siento, pero no me quedó otra alternativa ―le susurré cerca de los
labios―. Fue una noche espectacular, señora.
Ante todo, era un caballero. Me incorporé y salí de la habitación rumbo
al despacho del Coronel. No tardé en hallar lo que buscaba. De paso, cogí
otros documentos que involucraban unas granjas y un orfanato. Eran los
únicos que no estaban firmados por el Coronel.
María, tus oraciones son milagrosas.
Bajé las escaleras como una exhalación y cogí la carpeta que había
traído del salón. Al salir, me encontré con el ama de llaves que sostenía una
taza humeante de té negro. Lo deduje por el olor.
―Buenas noches ―la saludé―. Dígale a la señora que fue una noche
muy especial.
Ella asintió sin apenas dedicarme una mirada.
―Sí, señor.
Me retiré de la casa con los documentos y con una rara sensación en el
pecho. Miré el cielo suspiré hondo, fue inevitable.
Lo he conseguido.
Me despedí de los soldados con la misma sequedad de horas atrás y subí
al coche. Dirigí una última mirada hacia la casa y suspiré.
―Espero que recuerde mis palabras, señora.

Pocos eran capaces de luchar por lo que creían y muchos menos contra
lo que la mayoría creía. Eso estaba pasando en esta guerra. La gente estaba
cegada por una ideología ajena a sus principios y valores. Pero eran
incapaces de ir contra ella, por fortuna, toda regla tenía una excepción.
Yo era un ejemplo.
Siempre fui rebelde, el dolor de cabeza de mis tíos, los que me criaron
tras la muerte de mis padres. Nunca seguí las reglas, ni siquiera las
impuestas por Dios. Clavé los ojos en la cruz de la capilla y toqué la visera
del gorro a modo de saludo.
Seguro que entiendes mi corazón, Dios.
Encendí un cigarrillo y lo calé hondo cerca del coche mientras esperaba
a María. Exhalé el humo por las fosas nasales y levanté la vista para
observar el cielo azul de aquel día. Era tan espléndido que me daban ganas
de vomitar. Si de verdad existía un Dios tan omnipotente y misericordioso
como decían, ¿por qué no evitó las muertes de aquellos niños inocentes esta
mañana?
¿Por qué no lo hiciste tú, Volker?
Era fácil acusar a Dios de todo, al fin y al cabo, nosotros elegíamos el
mejor camino. Y no siempre optábamos por el que creíamos el más
correcto, por temor más que nada.
Eres un maldito cobarde.
Era más fácil cuando buscaba la muerte y no tenía una razón para seguir
respirando. Ahora tenía una misión, una bastante peligrosa y arriesgada.
Salvarla.
Cada vez que salvaba a los suyos, la salvaba a ella.
Alina.
No levantarán monumentos en mi memoria o festejarán un día por mi
heroica acción, pero al menos me sentiré menos culpable el día que muera.
―Volker ―la voz de María me sacó de mis pensamientos―. ¡Has
vuelto!
Arrojé la colilla del cigarrillo y lo pisé antes de acercarme a ella. Ladeó
la cabeza con una sonrisa carente de emoción. No le devolví la sonrisa,
algunas cosas me costaban mucho.
―Lo conseguí, María.
Nos estrechamos con mucho afecto.
―El documento ya no existe.
Lo quemé en uno de los hornos, esta mañana.
―Eres nuestro salvador, Volker.
Al apartarme de ella, me miró con unos ojos teñidos de dulzura y
admiración. Le dediqué una sonrisa triste, la única que solía curvar mis
labios los últimos años.
―Sabía que algún día volverías, Volker.
No, María, eso nunca pasará.
―¿Cómo está? ―pasé a otro tema―. ¿Mejor?
Me cogió de la mano y me llevó hasta un banco de cemento, delante de
la pequeña capilla. Nos sentamos y clavamos la vista en la imagen de la
Virgen María.
―Físicamente está mejor ―asentí tras desviar la mirada de la imagen
sagrada―. Pero por dentro, está destruida.
Salvar a la intérprete fue una locura y sacarla del burdel sin que nadie se
diera cuenta, una gran hazaña, pero nunca se sabía cuándo necesitaría a una,
así que me arriesgué.
―No pude salvar su alma, María.
Me miró con expresión entristecida.
―Pero le diste la oportunidad de que no la perdiera del todo.
Cogí su mano delgada y pequeña con dulzura. Mi gesto llenó sus ojos de
lágrimas, gotas cristalinas que, poco a poco, se derramaron por sus mejillas
pecosas.
―¿Te vas, verdad?
Tenía nueva misión en tierras lejanas y las probabilidades de volver eran
muy escasas. Así que, prefería ser sincero con ella, como siempre lo fui
desde que éramos niños.
―Me convocaron para una misión ―me encogí de hombros―, en el
pueblo donde está Viktor.
Sus ojos brillaron con intensidad.
―Las cosas se están complicando, María ―su menudo cuerpo empezó a
tiritar como si tuviera mucho frío―. No sé cómo terminará todo esto.
Bajó la cabeza y sollozó en silencio.
―Pero si tengo la oportunidad de volver ―asintió sin mirarme―, lo
haré, te lo prometo.
Aparté mi mano de la suya y cogí una piedra que había encontrado en el
campo de concentración. Tenía la forma de un corazón, como la que ella me
regaló cuando éramos niños. Cogí de nuevo su mano y la giré.
―Lo prometo, María.
Le dije exactamente lo mismo cuando decidió entrar en el convento.
Deposité un beso en la piedra y la puse en su palma acto seguido.
―Volker… ―cogió algo del bolsillo de su hábito―. No te apartes
nunca de él ―era un pequeño rosario de diez bolitas de color negro hecho
por ella misma―. Te protegerá siempre.
Lo guardé en el bolsillo de la guerrera.
―Pero antes de viajar, tengo una misión ―ladeó la cabeza―, al fin
encontré al hijo de mi nana ―exhaló hondo ante la sorpresa―, el hijo que
tuvo de mi padre ―bajé la mirada―, producto de la violación.
María cogió mis manos y sintió el temblor que me provocaba la ira.
―Es vuestro hermano, Volker.
Levanté la vista y la miré.
―Un desertor ―sonrió con cierta malicia―, un rebelde como yo.
Capítulo 11
Dea

E l teniente no tocó la cena que le dejé en la mesa antes de ir a la casa de


Fiama, donde dormía los últimos días tras el malentendido. Por
fortuna, ella comprendió todo lo que pasó, me conocía demasiado bien y
sabía que jamás le mentiría, aunque, no le dije lo que el teniente despertaba
en mí desde la primera vez que lo vi, aquel domingo.
Siento mariposas en el estómago, Fiama, como nunca lo senti antes con
Luigi.
El teniente y yo llevábamos tres días sin vernos. Él se levantaba muy
temprano y llegaba muy tarde todos los días. Casi nunca coincidíamos.
Y lo echo mucho de menos.
Y no pensé que podía echar de menos a quien apenas conocía.
Pero estaba equivocada.
Él cumplió con su promesa al pie de la letra y se alejó de mí. No volví a
tomar su delicioso café o a escuchar sus canciones por la noche antes de ir a
dormir. Un enorme vacío se adueñó de mi pecho ante su indiferencia
abismal.
¿Y qué esperabas, Dea?
Fiama y yo hicimos las paces el mismo día. Tras explicarle, lo que en
realidad sucedió la noche anterior, me pidió disculpas y me dijo que el
impacto de verme con el teniente en la cama y con su camisa, la hizo
reaccionar de aquel modo tan irracional. No la culpaba, si yo estuviera en su
sitio, hubiera pensado lo mismo.
¿Será?
Fiama se acercó y se sentó sobre una piedra que estaba al lado de Giada.
Me miró con expresión compungida, aún se sentía mal por lo ocurrido días
atrás.
―¿Me has perdonado, Dea?
La miré con seriedad.
―Sí.
Ella suspiró hondo, como si mi afirmación no le convenciera del todo.
—Pensé que tú y él… ―titubeó ella con las mejillas muy sonrojadas―,
¡estaban casi desnudos!
La interrumpí con un ademán.
—Pensé que me conocías mejor que nadie, Fiama.
Ella se sonrojó todavía más. Me dijo que casi todas las mujeres del
pueblo, viudas, solteras e incluso casadas, estaban manteniendo relaciones
íntimas con los alemanes. Algunas por necesidad, otras por curiosidad y la
mayoría por placer. Los alemanes eran jóvenes, apasionados, alegres,
guapos y muy atentos, mucho más que los italianos. Las trataban con
delicadeza de día y con pasión mundana de noche.
—El teniente es muy atractivo —reconoció Fiama, un poco cohibida—,
comprendo que sientas atracción por él —hizo una pausa—, pero creo que
debes saber esto ―tragó con fuerza―, creo que mi prima Laura y él tienen
algo.
¿Laura y el teniente eran amantes?
Una punzada de dolor azotó mi corazón con saña.
―¿No lo sabías?
La prima de Fiama era una mujer muy atractiva y muy joven. Tenía
apenas veintidós años y tenía embobados a muchos hombres en el pueblo.
Y, por lo visto, también al teniente.
Oh…
―No.
Me miró apenada.
—El teniente le regaló manzanas ayer por la tarde —agregó y los celos
arañaron mi alma con crueldad—. Ella lo invitó a cenar y él aceptó.
Mis tripas se retorcieron de rabia y mis pupilas se dilataron ante su
afirmación. ¿Qué era aquello que sentía? ¿Celos?
Dios mío.
—Ah, ¿sí?
Ella asintió.
—Eso parece, ya conoces la fama de mi prima.
Laura era una mujer de reputación discutible en el pueblo. Engañó a su
novio con su mejor amigo y luego a este con su hermano. A pesar del
escándalo, ellos siguieron juntos, hasta que la guerra empezó y él tuvo que
marcharse a África.
—El teniente es viudo —mascullé en un hilo de voz—, y ella es soltera.
Fiama se levantó.
―Nos vemos más tarde, Dea.
Me dio dos besos.
―Hasta luego.
Di de comer a Giada mientras unos soldados arreglaban el tejado de mi
habitación, por órdenes del teniente. Eran jóvenes y bastante atrevidos. Me
hacían bellos cumplidos como a la mayoría de mis vecinas. Yo les ignoraba,
como el teniente lo hacía conmigo.
—Compórtate —le pedí a mi yegua.

Fui a la escuela como todos los días, pero ahora, volvía sola a casa, ya
que el teniente no iba más por aquellos lados. Cada vez que miraba la
parada de autobús, mi corazón se encogía al no verlo por allí. Muchas
veces, fantaseaba con que aparecería de sorpresa y nos olvidaríamos de lo
ocurrido. Pero él esperaba una disculpa y mi orgullo no me dejaba
pedírsela. ¡Dios! Era peor que Turandot, la princesa de hielo de la famosa
ópera de Puccini.
—Te lo mereces —me recriminé con lágrimas en los ojos.
Aquel día, a pesar del calor excesivo que hacía, decidí ir a pie hasta mi
casa. Durante todo el camino, me puse a canturrear: Nessun Dorma
mientras unas estúpidas lágrimas rodaban por mis mejillas. Necesitaba
desahogarme y nada mejor que aquella canción. Unos pasos me hicieron
girar el rostro de manera vertiginosa.
—¿Hola? ―expresé algo asustada―. ¿Hay alguien ahí?
Nada.
Contemplé los árboles y después la carretera. No había nadie, quizá era
solo un animal. Me encogí de hombros con una rara sensación en las
entrañas.
Es solo producto de tu imaginación.
Llegué a mi casa con los pies muy doloridos, llenos de ampollas y
callos. Me senté en la silla y solté un gemido de dolor. La puerta del cuarto
de baño se abrió y giré el rostro en un acto reflejo. Ay, Dios.
El teniente salió de allí envuelto en una toalla blanca que le llegaba hasta
las rodillas. Tenía la mano en la cabeza cuando me vio allí con uno de mis
pies en la mano. Deslicé los ojos por su cuerpo musculoso con un nudo
gigante en la garganta.
—Buenas tardes, señora —me saludó con sequedad.
Unas gotas de agua cristalina adornaban sus anchos hombros y se
repartían por todo su torso definido. Nunca había visto a un hombre tan
esbelto y perfecto como él. Miré con discreción las líneas bien marcadas de
su pelvis que formaban una V. Levanté la vista y lo miré a los ojos.
—Buenas tardes, señor.
No podía desviar la mirada de su rostro serio. Sus ojos me miraban, pero
no brillaban como antes. Mi ofensa apagó aquella luz que solía iluminar los
míos.
¿Irás a cenar con Laura como me dijo Fiama?
—Le dejaré la cena en la mesa —le comuniqué tras bajar la mirada y
concentrarme en sus preciosos pies—, espero que le gusten los ravioles —
no me dijo nada—, permiso —no pude levantarme de la silla―. Auch…
Caminó hasta la cama y mis ojos se clavaron en sus musculosas piernas.
La toalla terminó en el suelo y un gemido de susto se me escapó de lo más
hondo de mi ser. Me rogué, me exigí, no levantar la vista, pero,
desobediente como era, terminé haciendo exactamente lo contrario.
—No se preocupe por mí —me pidió en tono brusco—, no vendré a
cenar —alzó la voz, pensando que estaba lejos de él.
Mis ojos subieron a cámara lenta por sus largas y torneadas piernas,
hasta llegar a sus blanquísimas y firmes nalgas.
«Dios mío».
¿Acaso estaba loco? ¿Por qué se desnudaba delante de mí sin tapujos ni
vergüenza? Me levanté con brusquedad y alcé la barbilla en un gesto
desafiante.
—¿Cenará con Laura?
Se dio la vuelta y me miró estupefacto antes de coger la toalla del suelo
y cubrirse a toda prisa con ella. Supuse que pensaba que miraba otra cosa.
—¿Perdón?
Me sonrojé como un tomate ante su mirada elocuente. Pero ¿qué estaba
haciendo?
—Nada —susurré,— disfrute de la cena y la compañía, teniente.
Me levanté y solté un gemido de dolor.
—¿Le duelen los pies? No debería caminar tantos kilómetros con esos
zapatos —me reprendió—, siéntese —me ordenó.
Lo fulminé con la mirada. ¡No era una cría para que me hablara en aquel
tono tan autoritario!
—No sea terca —me reprendió con los dientes apretados—, le prepararé
una santa solución contra las ampollas.
Di exactamente dos pasos cuando me cogió del brazo con cierta
brusquedad.
—Es una orden, señora.
Su voz era firme y no admitía réplicas. Me senté tras tragar el enorme
nudo de emociones que se me había formado en la garganta. Se acercó al
fregadero de cubiertos envuelto únicamente por la toalla y cogió algo que
no logré ver desde mi sitio. Llenó un cubo de agua y desparramó sal en ella.
¡No!, grité para mis adentros ante el crimen que acababa de cometer. No se
podía desperdiciar de aquel modo la sal en estos tiempos tan difíciles.
—Esto aliviará las molestias de sus pies, señora.
Se acercó y colocó el cubo de agua salada cerca de mis pies. Se acuclilló
y temí que la toalla se desenganchara de su cuerpo y dejara al descubierto
todo su esplendor. Aunque, mi lado más perverso, quería exactamente lo
contrario.
Dea, ¿qué te pasa?
Las mejillas empezaron a arderme ante mis pensamientos un tanto
indecentes. Las cosas empeoraron cuando cogió mis pies y los revisó con
suma delicadeza. Sus manos eran frescas y suaves. No tenían callos como
las mías. Su cabeza estaba cerca de mis rodillas y unas gotas se deslizaron
de ella sobre mi piel. Un leve suspiro se me escapó cuando tocó mis
ampollas.
—Tiene muchas ampollas.
Alargué la mano y la puse en su hombro cuando apretujó una de las
ampollas. ¿Lo hizo a propósito? Me miró con una expresión bastante
discutible. ¿Le divertía aquello?
—¿Le duele?
¡Qué va! ¡Me lo estaba pasando genial! ¡Era como comer manzanas
acarameladas!
—No tanto —afirmé con retintín.
Me miró con expresión socarrona antes de deslizar sus blanquísimas
manos por todo mi pie, hasta llegar a mis talones. Toda la piel se me erizó
ante aquel simple contacto. Su olor a jabón de coco y su deliciosa colonia
llegaron a mis fosas nasales y me robaron un suspiro. Él levantó la vista
para mirarme con atención. Su rostro era tan armonioso. Su nariz
respingona, sus labios carnosos y sus hermosos ojos azules eran una
combinación perfecta.
Y peligrosa.
—Esto le aliviará la molestia.
Metió mis pies en el agua y un pequeño jadeo se me escapó. El alivio
fue inmediato. Se incorporó y mis ojos se clavaron en su tripa definida. Un
camino de vello dorado bajo su ombligo me indicaba con exactitud donde
se hallaba el pecado.
¡Deja de pensar cosas indecentes!
—Hoy llegaré tarde —me comunicó—, debo realizar guardia en el
pueblo de Santa Anna di Stazzema.
Mentira.
Asentí con un leve movimiento de cabeza. Él se puso la ropa con
extremo cuidado. No lo estaba mirando, esta vez no lo hice.
—Gracias, señor.
Levanté la vista.
―De nada, señora.
Se retiró de la casa tras despedirse de mí y Giada. Salí para observarlo,
como siempre lo hacía desde que se hospedó aquí. En el puente se encontró
con Laura, con quien se marchó.
Oh…
La tristeza se adueñó de mí cuando ella entrelazó su brazo con el de él.
Un enorme nudo se me formó en la garganta y apenas me dejó respirar.
Sentí algo que nunca, en toda mi vida, sentí antes por un hombre.
¡Celos!
Con aquel pensamiento, me dirigí a la casa de mi amiga tras bañarme.
No pude dormir, el sueño brillaba por su ausencia. Fiama, a su vez, dormía
a pierna suelta a mi lado. Me levanté y fui hasta la cocina para beber un
poco de agua. Hacía mucho calor. Tras beber, salí al jardín y observé el
cielo estrellado. La noche en mi pueblo era idílica. Alguien rio a lo lejos,
eran unos soldados alemanes. Los miré fijo por unos segundos. Reían a
carcajadas y bebían. Creo que estaban borrachos. Paralizada, me quedé allí,
rezando porque no me vieran. Giré sobre mis talones y di exactamente dos
pasos hacia la casa de mi mejor amiga cuando uno de ellos gritó:
—¡Bella donna!
Se acercaron a toda prisa y se interpusieron en mi camino. Eran tres.
Tragué con fuerza cuando intercambiaron una mirada muy maliciosa.
—Me gusta su ropa —declaró uno que medía unos dos metros como
mínimo—, es sensual.
Llevaba puesto un camisón estampado con un pronunciado escote en V.
Mi corazón latía con desenfreno ante la mirada lasciva que esos tres me
dedicaron.
—¿Es usted la viuda?
Su italiano sonaba muy raro, no como el del teniente, que según me dijo,
aprendió el idioma con una institutriz.
—Permiso… —me excusé en tono bajito.
Ellos, en lugar de darme el paso, me acorralaron.
—Es usted muy guapa y seguro que necesita un buen polvo.
Temblé de pies a cabeza cuando uno de ellos, de pelo más oscuro y piel
muy blanca, me tocó la mejilla encendida. Apenas podía respirar ante el
miedo que tenía. Mis rodillas me fallaron y el pulso se disparó.
—Sea buena y nosotros seremos buenos con usted.
No emití una sola palabra, si corría o gritaba, ellos me dispararían sin
piedad.
―No tenga miedo.
Uno de ellos se puso detrás de mí y me apretujó contra su fuerte cuerpo
mientras los otros dos se bajaban la cremallera de los pantalones con
premura.
—Por favor, no me hagan nada —les imploré.
El que me sostenía, me tocó los senos con poca delicadeza. Se echaron a
reír y dijeron algo en su lengua, algo que no comprendí. A ellos, poco o
nada, les importaban mis súplicas. Lo que querían era pasarlo bien con la
campesina, la viuda joven, como muchos me llamaban en el pueblo. Las
lágrimas surcaron mi rostro en pocos segundos, estaba aterrada y apenas fui
capaz de escuchar lo que decían. El miedo me ensordeció.
—Was machen Sie?! —preguntó alguien en un tono bastante severo—,
lassen Sie es! Jetzt!
Se apartaron de mí sin protestar o poner resistencia alguna.
—Jawohl! —chillaron y dieron un taconazo—, Sieg Heil!
Cuando el hombre se acercó a nosotros, pude reconocerlo, era el
Teniente von Richthofen, que acababa de quitarse la camisa para
ponérmela.
¿Y su guerrera?
Se acercó al que me sostuvo y le dio un brutal rodillazo que lo dobló por
la mitad. Le dijo algo en un tono bastante duro.
―¿Se encuentra bien, señora?
Me miró con pesadumbre.
―No, señor.
Seguía temblando.
―Pagarán caro esto ―me prometió.
Los tres le dedicaron el saludo de los nazis antes de marcharse del lugar
sin mirar atrás. El que recibió el rodillazo, sujetaba el estómago con las
manos.
—Lo lamento —me dijo ofuscado—, pero ¿qué hacía fuera de la casa a
estas horas?
Su tono riguroso me desarmó aún más por dentro.
—Buscaba aire fresco —le respondí tras tragar el nudo de emociones
que se me había formado en la garganta—, no lograba conciliar el sueño
―los labios me temblaron.
Alargó la mano y me arregló un mechón de pelo.
—Du bist wunderschön —susurró con una voz bastante aterciopelada.
Conocía aquella última palabra, significaba «hermosa» en alemán.
Supuse que me dijo que era hermosa o algo así. Me sonrojé como un
tomate.
—Ellos no volverán a molestarle —me aseguró—, pero no puedo
defenderla de los demás —me miró con ojos melosos—, mujeres hermosas
como usted son como miel para las moscas.
Abrí la boca como para replicarle, pero cuando Laura habló a lo lejos,
cerca de su casa, la volví a cerrar de manera automática. El teniente giró el
rostro.
―No tardaré ―le contestó él y me partió el corazón.
¿Habían pasado la noche juntos? La respuesta era más que evidente. Me
quité la camisa que me había puesto y se la devolví sin lograr ocultar la
pena de mis ojos.
—Gracias, señor —le agradecí con la camisa extendida hacia él—.
Buenas noches.
Cogió la camisa y el roce de nuestros dedos me estremeció.
―¿Está bien?
No, señor.
―Lamento lo ocurrido, señora.
Yo también.
―No volverá a pasar.
Aparté mi mano.
―Fue… ―la voz se me rompió―, si usted no llegaba a tiempo… ―él
me atrajo hacia sí y acomodé mi cabeza en su pecho alterado.
Puso la mano en mi cabeza y respiró hondo.
―Lo siento, Dea.
Cuando pronunció mi nombre con tanto dolor y nostalgia, me aparté de
él y salí corriendo hacia la casa de Fiama. Tras cerrar la puerta, me puse de
espalda contra ella y me deslicé por la madera hasta sentarme en el suelo.
Pegué las rodillas a mi pecho y apoyé la cabeza en ellas con el alma hecha
trizas. Lloré en silencio, por lo ocurrido y también por lo que sentía al saber
que estaba con otra. Yo también lo siento, Viktor.
Capítulo 12
Viktor

L a sobrina de Laura, Giulia, de apenas siete años, me buscó ayer por la


tarde para pedirme ayuda. Su perrita, Lulu, estaba muy enferma a
causa de un tumor. El sufrimiento del animal le dolía en el alma, palabras
que me conmovieron profundamente, además de recordarme a mi hija, de
cierta manera. Le prometí que la ayudaría, pero el veterinario de mi pelotón
me dijo que lo mejor era sacrificarla lo antes posible y así terminar con su
agonía.
―¿Se va a morir?
Giulia estaba acostada en el sofá con su muñeca de trapo, una que le
conseguí días atrás.
―Dios la necesita en el cielo.
Parpadeó y unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
―¿Allí ya no sufrirá?
Negué con la cabeza antes de sentarme en el sofá y tocarle la cabecita
repleta de piojos y costras. Su madre había muerto el año pasado de
tuberculosis y su padre estaba en el frente, según me comentó su fría tía, a
quien no le importaba ni ella, ni su perrita enferma.
―No, ya no, princesita.
Sus rizos oscuros cubrieron parte de su hermoso rostro mientras le
acariciaba la cabeza.
―Mañana te traeré un jabón para lavarte la cabecita ―le prometí―.
Para espantar a los piojos.
Ella sonrió y un hoyuelo apareció en su mejilla derecha.
―Gracias, señor alemán.
Le guiñé un ojo.
―Llámame Viktor.
Ladeó la cabecita.
―Señor Viktor.
Asentí condescendiente.
―¿Has comido bien hoy?
Asintió y bostezó al mismo tiempo.
―Descansa, pequeña.
Le di un beso en la frente y me puse de pie para fumar. Encendí el
cigarrillo y lo calé con impaciencia al pensar en lo que pasó horas atrás.
Dea…
Probablemente, Dea estará pensando lo peor de mí al verme con su
vecina, cuya reputación era bastante discutible. Sin embargo, no estaba en
su casa por las razones que ella suponía, en absoluto. Giré el rostro hacia la
perrita, que estaba agonizando en un rincón del pequeño salón de la casa, el
único ser que daba amor a Giulia, quien me confesó que, su tía maltrataba
al animal, como deduje que lo hacía con ella también.
Mi tía le da patadas cada vez que puede.
―Dea, no estoy aquí por las razones que supones.
No podía dejar de pensar en ella y en lo que aquellos soldados
pretendían hacerle la noche anterior. Si no salía a fumar fuera de la casa de
Laura, hubieran llevado a cabo sus malas intenciones. Cerré los ojos con
fuerza y traté de tragar el enorme nudo de rabia que se me había formado en
la garganta.
Scheiße!
¿Tenía que salir de la casa en aquellas horas y con aquel camisón
semitransparente? Llevé la mano a la cabeza y arrastré el pelo hacia atrás
con agobio. Apoyé la frente en la pared y suspiré hondo al traer a la mente
el abrazo que le di. Cómo su cuerpo se estremeció entre mis brazos, la
manera en cómo mi corazón palpitó dentro del pecho al sentirla tan cerca.
Cerré los ojos y recordé los momentos que compartimos días atrás antes de
la tormenta.
Echo de menos nuestras charlas.
Lulú lloriqueó y llamó mi atención por completo. Me acuclillé y le toqué
la cabecita con afecto. Ella levantó sus ojos color caramelo y me miró con
profundo dolor. Estaba sufriendo mucho. Tenía un tumor enorme en una de
sus tetillas, el veterinario de mi pelotón le había extirpado ayer por la
noche, pero era tarde para que pudiera salvarse.
—Tranquila... ―levanté la vista al oír un ruido en la habitación de
Laura―. Pronto dejarás de sufrir ―desvié la mirada hacia el animal.
Laura era una joven bastante atractiva y algo atrevida. En más de una
ocasión me tocó el brazo y me miró con expresión insinuante. No era un
jovencito, sabía muy bien lo que pretendía, pero yo no sentía esa misma
necesidad que ella.
Solo una mujer despertaba eso en mí y no era ella.
Lulú lloriqueó una vez más y me arrancó de mi trance de golpe. Giulia
se despertó y se frotó el ojo con su pequeña mano.
―¿Le duele mucho, señor Viktor?
Asentí con un leve cabeceo.
—Lo siento.
Estaba sufriendo mucho, así que, no tuve más remedio que sacrificarla.
Me levanté y cogí la jeringuilla que me dio el veterinario. Apreté con fuerza
la mandíbula antes de apagar el dolor en ella para siempre.
―Lulú… ―gimoteó Giulia, arrodillada cerca del animal―. Te quiero
―le besó la cabecita huesuda.
Lo siento mucho, Giulia.
Laura apareció completamente desnuda bajo el umbral de la puerta de su
habitación y me miró con expresión taimada. Desvié la mirada hacia Lulú y
Giulia.
—Es lo mejor —manifestó con una frialdad lacerante.
No te importa la mascota y, mucho menos, tu sobrina.
Le apliqué el antídoto al animal y ella cerró los ojos lentamente.
―Adiós ―susurré.
Su respiración se apagó.
―¿Volveré a verla? ―me preguntó Giulia, llorando―. ¿Encontrará a mi
mamá en el cielo?
Le toqué la cabecita con cariño.
―Sí, princesita.
Tapé el cuerpecito peludo tras tocarle la cabecita. Cogí a Giulia y la
llevé al sofá. Sus lágrimas empaparon mi cuello y encogieron mi corazón.
―Mañana vendré para enterrar a Lulu ―le susurré―. Ella ya está en el
cielo con tu madre.
Me quedé con ella hasta que el sueño la venció. La cubrí con una manta
vieja y que no olía muy bien.
―Teniente.
No levanté la vista.
―Debo irme ―anuncié.
Ella salió de la habitación y se acercó a mí.
―¿No prefiere quedarse a dormir?
Apreté con fuerza la mandíbula sin levantar la cabeza. No quería ser
descortés, sabía muy bien lo que quería, pero ella no me interesaba como
mujer.
―Mañana vendré para enterrar a Lulú ―repetí sin mirarla―. Buenas
noches.
Cogí mis cosas y salí de la casa sin mirarla. Encendí un cigarrillo y lo
calé hondo. Giré el rostro hacia la casa de la mejor amiga de Dea y exhalé
el humo por mis fosas nasales.
—Habrás pensado lo peor de mí —musité con una sonrisa torcida—,
creo que es lo mejor.
Era un soldado y debía centrarme solo en mi misión como tal, pero
también era humano y ciertas cosas se me escapaban de las manos.
La razón no entiende las cosas del corazón.
Me enfilé hacia la casa con ese pensamiento. Cuando entré y me
desnudé, pensé en ella como todas las noches. Me tumbé en la cama y doblé
un brazo debajo de mi cabeza con la mirada clavada en el techo. Una
sonrisa carente de alegría curvó mis labios.
—Buenas noches, Dea.
Aquella noche soñé con ella…

Giulia lloraba con desconsuelo mientras yo enterraba a Lulú en su


jardín. Coloqué el cuerpecito del animal envuelto en una sábana en el hoyo.
―¡Dea! ―lloriqueó Giulia y desvié la mirada―. ¡Lulú murió! ―se
abrazó a ella con todas sus fuerzas.
Nuestras miradas se encontraron de golpe y una corriente eléctrica me
recorrió de arriba abajo al ver cómo los ojos se le nublaban por la emoción.
―Lo siento mucho, mi pequeña ―la apretujó contra sí con mucho
afecto―. Ella está en un lugar mejor.
La niña levantó la cabecita y la miró a través de sus lágrimas con
ilusión.
―El señor Viktor me dijo que está en el cielo con mi mamá.
Ella asintió con la mirada clavada en la mía.
―Así es, mi amor.
Dea estrechó a Giulia sin desviar la mirada de mis ojos un solo segundo.
No me miraba con censura, sino con indulgencia.
―¿Sufrió?
Se sentó en un viejo tronco que solían usar como banco y acomodó a
Giulia en su regazo. Le dio el cariño que su tía nunca le dio. Bajé la mirada
y cubrí el cuerpecito con la tierra.
―Quisiera decirle que no, pero lamentablemente, ha sufrido mucho.
Miró a Giulia con ojos lacrimosos.
―Ella solo tenía a Lulú ―susurró con la voz rota―. Y ahora ella ya no
está.
Su tía salía temprano de la casa y venía muy tarde. Giulia se quedaba
sola con su perrita, vagando por el pueblo en busca de comida y algo con
qué distraerse.
―Laura no me permitió quedarme con ella ―me comentó sin dejar de
tocar la cabeza de la niña―. Y no sé por qué, ya que…
―No la quiere ―completé la frase que se atascó en su garganta.
Ella asintió.
―Tampoco la deja ir a la escuela ―suspiró como si estuviera muy
cansada―. Es injusto…
Tragué con fuerza.
―Veré qué puedo hacer al respecto ―le prometí―. Hablaré con ella y
le pediré que la deje ir con usted a la escuela.
Los ojos de Dea brillaron con intensidad.
―Gracias, teniente.
Visualicé mi reloj de pulsera.
―Debo irme ―anuncié sin mirarla―. ¿Puede darle algo de comer a la
niña?
Giulia estaba muy delgada y demacrada. Su tía apenas le daba de comer
y los piojos que tenía, la estaban debilitando mucho.
―No se preocupe, la cuidaré.
Cogí mi guerrera tras clavar la pala en la tierra.
―Creo que debe raparse la cabeza ―susurré con expresión
ensombrecida―. Para eliminar los piojos.
Dea miró el pelo de Giulia con tristeza infinita.
―¿Es la única manera de eliminarlos, teniente?
Suspiré muy hondo al recordar el día que fui al campo de Auschwitz
para ver a mi hermano. Allí presencié cómo las mujeres y las niñas eran
rapadas sin piedad.
―Sí, señora.
La besó en la cabecita.
―Gracias.
Ladeé la cabeza algo confundido.
―Por lo de ayer ―se sonrojó― y por lo que hizo por Giulia.
Le dediqué un leve encogimiento de hombros.
―Debo irme.
Dentro de una hora debía reunirme con mis superiores en el
ayuntamiento. El Comandante estaba furioso tras la fuga de dos partisanos
bajo nuestras narices, ambos eran cómplices de Gino Berretti, según
confesó uno de sus compañeros, torturado durante veinte horas seguidas.
―Adiós, teniente.
Me puse el gorro de plato y la miré fijo por unos segundos.
―Hasta luego, señora.
Fui a la casa y me lavé las manos antes de marcharme. Me miré al
espejo con curiosidad.
―La peor batalla de un hombre es la que libra el corazón ―musité las
palabras que me dedicó Volker en su último telegrama―. Creo que tienes
razón, hermano.
Cogí mis cosas y un girasol que había cogido del jardín, como todas las
tardes. Salí de la casa y me dirigí al puente.
―Adiós, señor Viktor ―me gritó Giulia desde el regazo de Dea.
A pesar de todo lo que pasó, aquella niña no perdió su dulzura y su
inocencia. De cierta manera, me recordaba mucho a Dea.
―Hasta luego, pequeña.
A mitad del puente, me detuve y giré el rostro, encontrándome con su
mirada lacrimosa. Nos quedamos allí unos instantes, observándonos en
silencio y con añoranza.
―Hasta luego, señora ―besé el girasol antes de dejarlo en la barandilla
de piedra―. Buen trabajo.
Me miró con expresión de asombro.
Sí, aquellos girasoles que encontró en el camino, no estaban allí por
casualidad, señora.
Todas las tardes, sin falta, iba al pueblo Santa Anna di Stazzema para
acompañarla tras las clases sin que ella lo supiera. Me escondía entre los
árboles y la seguía con sigilo tras dejar un girasol en mitad de la carretera.
Ella lo cogía y depositaba un beso por pura inercia, sin sospechar que, yo
siempre hacía lo mismo antes de dejarlo allí.
―Usted… ―vocalizó con la mano en el pecho―. Fue usted…
Toqué la visera del gorro a modo de saludo y giré el rostro antes de
marcharme del pueblo con un extraño peso en el corazón.
Capítulo 13
Volker

Schwelm, Alemania

C uando llegué a mi pueblo natal, aquel sábado lluvioso, fui


directamente a la mansión de mi familia, donde se encontraba el
desertor que mi superior buscaba hacía meses y quien resultó ser el hijo de
mi nana, el niño que mi padre le arrebató de los brazos y se lo entregó a su
hermana que no podía tener hijos. No mantuvimos contacto con ella tras la
muerte de mis padres, algo que nunca comprendí en aquel entonces, pero
ahora sí.
Ahora entiendo tantas cosas, padre.
Para evitar conocer a su hijo, a mi medio hermano, según me confesó mi
nana a pocas semanas de su captura.
Nana, por fin pude cumplir mi promesa.
Dejé el arma en la mesita del salón y me dirigí al sótano, donde se
encontraba mi prisionero. Cuando bajé las escaleras, el olor a moho y
humedad asaltó mis fosas nasales.
―Teniente Schumann ―me acerqué a la mesa y puse mi gorro en el
centro―. Tengo a tu novia ―la joven en cuestión estaba encerrada en una
habitación―. Sabes lo que pasa con personas como ella ¿no?
Era sordomuda.
―Por su expresión facial… ―encendí un cigarrillo y lo calé hondo―,
supongo que sí… ―intentó moverse, pero fue inútil―. Estuve a cargo de
un campo ―me acerqué un poco y lo observé con atención―. Vi las
atrocidades que cometen allí con personas con alguna discapacidad.
Sus ojos azules, idénticos a los míos, se oscurecieron ante el terror.
―Ni siquiera las mujeres embarazadas se salvan allí.
Su novia estaba de casi cinco meses de embarazo.
―La guerra está cada vez peor ―parpadeó y trató de moverse una vez
más―. Así que, la única manera de que ustedes sobrevivan es huyendo de
aquí, teniente.
En su mirada apareció la confusión más oscura y sombría que jamás
había presenciado antes en una sesión de tortura. Mis métodos nunca fueron
los golpes, maltratos o laceraciones. No, lo mío era la psicología.
―Y para ello necesitará de una nueva identidad ―ladeó la cabeza y
arqueó ambas cejas cobrizas―. Que yo le daré en nombre de su verdadera
madre.
Sus ojos brillaron con intensidad a través de la fina película de lágrimas
que los cubrió lentamente. Tal vez de emoción y miedo al mismo tiempo.
―Sé quién era ella.
Estaba amarrado a la silla de hierro y con una mordaza en la boca que le
impedía hablar. Necesitaba que me escuchara y aquella era la mejor manera.
Llevaba así unos dos días, aunque alguien le daba de comer y beber cada
tres horas.
―Sé todo sobre usted… ―me crucé de brazos y lo observé con atención
por unos instantes―. Conozco la razón de su rebeldía. ―Abrió mucho los
ojos ante mi afirmación―. Tus verdaderas razones ―le aclaré―. Sé que es
el hijo de una judía.
Tristán Schumann tenía veinticinco años y era uno de los mejores de su
pelotón, hasta que, su madre adoptiva le confesó la verdad y toda su
creencia se volcó contra él, transformándolo en un desertor que ayudaba a
la resistencia y a los suyos, los judíos.
―Y de mi padre ―le confesé sin tapujos―, basta con mirarlo para
saber que llevamos la misma sangre en las venas.
Le liberé la boca y un gemido ronco se le escapó, no estaba seguro si era
por la emoción o por la sorpresa. Bajó la cabeza y sollozó en silencio
mientras escuchaba la dura historia detrás de su verdadera madre, a quien
había visto un par de veces cuando nos visitó, las raras veces que lo hizo
con su madre.
―¿Ella…, vive? ―tartamudeó con la voz rota―. La he buscado todo
este tiempo, pero ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Le liberé las manos y los pies.
―Se llamaba María Goldstein ―le respondí con un enorme nudo en la
garganta―. Murió en el campo de concentración de Auschwitz.
Me miró con profundo dolor.
―Mi padre te arrebató de sus brazos sin que nadie pudiera evitarlo ―le
tuteé―. Durante muchos años ella te buscó ―le garanticé.
Una lágrima recorrió su mejilla sonrosada y barbuda.
―¿No sabía que era yo?
Negué con la cabeza.
―No, mi padre le dijo que te había entregado a un orfanato en Berlín
―me puse de pie tras liberarlo―. Un día, mientras ordenaba unas cosas en
el escritorio de nuestro padre… ―su barbilla tembló―, encontré unas
anotaciones en un cuaderno que parecía ser un diario ―cerró los ojos
mientras se masajeaba una muñeca―. Fechas, direcciones y hechos que me
llevaron a ti.
Abrió los párpados de par en par y me clavó la mirada azul enrojecida
por la pena.
―Tu madre nunca dejó de buscarte, Tristán.
En aquel momento, me di cuenta de que algunos sueños eran imposibles.
Y aunque lucharas por ellos, la vida se encargaba de hacerte entender que lo
mejor era desistir de ellos.
―Tenemos una tía de nuestro padre en Estados Unidos ―anuncié con la
voz firme tras calar el cigarrillo―. Se mudó al inicio de los años treinta
―me miró con desconfianza―. Si quieres salvar a tu familia ―miré hacia
la puerta―, te ayudaré a huir de este infierno.
Asintió con un leve cabeceo, impresionado por mi propuesta y también
ilusionado por comprender que, aunque algunos lleváramos el uniforme, no
éramos devotos de él.
―Allí podréis rehacer vuestras vidas ―apreté el pitillo en la mesa de
metal y volví a mirarlo a los ojos―. Debéis iros esta noche.
Me acerqué y sin decir nada más, lo estreché entre mis brazos con
fuerza. Al principio se tensó, pero al ser consciente de que no estaba
soñando o de que aquello no era una mera trampa, se relajó.
―Le prometí a tu madre que te daría este abrazo en su nombre
―escuché un gemido de dolor que intentó, en vano, ahogar en mi cuello―.
Ella por fin puede descansar.
Aquella misma noche, les entregué sus nuevos documentos a ambos y
los llevé hasta el lugar de donde partirían rumbo a su nuevo destino. Los
encargados no me hicieron ninguna pregunta, ya que, Tristán llevaba mi
apellido y aquello les bastaba para obedecer.
―Buen viaje ―les deseé―. Esto os ayudará mucho en vuestra nueva
vida ―les entregué una caja repleta de joyas valiosas―. Valen mucho
dinero ―susurré a modo de confidencia―. Tened cuidado.
Tristán asintió algo cohibido.
―Nadie sabe quién eres ―le aseguré―, el teniente Schumann murió
esta tarde ―se estremeció―. Ya nadie lo busca.
Asintió sin abandonar su deje.
―Algún día, tal vez, volveremos a vernos, Volker.
No tuvimos tiempo para conocernos o hablar sobre nuestras vidas. Cogí
una vieja fotografía de su madre conmigo y Viktor. Al medio hermano que
no llegó a conocer. Cuando le dije quién era ella, la mujer que estaba entre
los dos, sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
―Gracias.
Nos estrechamos con afecto como si nos conociéramos de toda la vida.
―Buen viaje.
Los vi partir rumbo a la libertad con un enorme nudo en la garganta.
Levanté la vista y sonreí.
―Protégelos de todo mal, nana.
Regresé a mi casa y cuando estuve a punto de entrar, alguien me llamó.
Al girar el rostro me encontré con una joven que me parecía muy familiar.
―Señor, soy la hija de Magdalena, la mujer que trabajaba para usted y
su esposa.
El corazón dejó de latirme por unos segundos.
―¿Heike?

Durante años perseguí la verdad oculta tras la muerte de mi esposa sin


éxito alguno. Nunca acepté el hecho de que hubiera muerto de aquella
manera tan estúpida. No era imposible, pero en su estado, solía tener mucho
cuidado cada vez que subía las escaleras.
Menos aquel día.
No podía respirar.
No podía pensar con claridad.
No podía ni siquiera parpadear sin sentir dolor.
Alina no cayó por accidente de la escalera.
El odio era un sentimiento corrosivo capaz de envenenarte el alma. No
se marchaba o moría como el amor, no, muchas veces era un sentimiento
mucho más poderoso que él y perduraba por el resto de tu existencia.
―¡Alinaaa! ―grité con todas mis fuerzas bajo la copiosa lluvia que caía
en mi pueblo natal aquella tarde―. ¡Nooo!
Caí de rodillas en el suelo enlodado y levanté los brazos en cruz,
completamente derrotado ante la verdad.
―¡¿Por quééé?!
La justicia, tarde o temprano, llegaba, pero nunca saciaba la sed de
venganza.
Nunca.
Eso lo aprendí con el tiempo y los golpes de la vida.
―¿Por qué ella te hizo eso?`―balbuceé sin aliento―. ¿Por qué?
El corazón me latía con tanta fuerza en el pecho que me ensordeció.
Tum…
Tum…
Tum…
Alguien me llamó por detrás, pero fui incapaz de comprender sus
palabras. Giré el rostro y lo miré a través de los ojos inyectados de sangre.
A pesar de la impresión que le causó verme allí, arrodillado y con los ojos
reventados por el dolor, mantuvo firme su expresión contrita.
―La hemos cogido, señor.
Desvié la mirada y observé la lápida de mi esposa a través de las
lágrimas que no decidían si quedarse en las cuencas de mis ojos o
declinarse de ellas.
―Lleven a cabo la sentencia ―proclamé con firmeza―. A ella, por
último.
Me dedicó el saludo hitleriano y dio un fuerte taconazo antes de
marcharse a la plaza del pueblo, donde llevarían a cabo la condena de la
mujer que empujó a mi esposa a dos semanas de que naciera nuestro hijo.
«Fue ella, Lucía, la hermana de Alina» resonó en mi cabeza la voz de la
hija de la sirvienta, que presenció todo cuando apenas tenía diez años.
―Su propia hermana… ―repetí con la voz quebrada―. Por celos…
―cerré los ojos y un par de lágrimas atravesaron mis mejillas―. Cuando tú
siempre le diste todo, Alina.
Su hermana tenía dos años menos que ella y vino a vivir con nosotros
cuando Alina quedó embarazada. Desde el inicio, me dio mala espina su
presencia y su afán por seducirme. En más de una ocasión, la rechacé con
caballerosidad, pero la última vez, dos días antes de la muerte de Alina, fui
mucho más firme y duro con ella, a tal punto que, la eché de nuestra casa, a
pesar de las súplicas de Alina.
―Volker, por favor, reconsidéralo ―me rogó Alina con las manos en su
abultada tripa―. Ella no tiene a dónde ir, ¡por Dios!
La miré con los dientes apretados. Alina no pasaba por un buen
momento en su estado, el embarazo era delicado y cualquier exabrupto
podría ser letal.
―¡Volker! ―me gritó con furia―. ¿Es por qué es judía?
Las leyes de Nuremberg habían puesto a prueba a más de un alemán
desde su promulgación. Alina estaba aterrada desde entonces y no era para
menos, nuestra relación, aunque firme, era ajena a la ley. La manteníamos
a escondidas de todos, por precaución, al menos hasta que naciera el bebé
y pudiéramos huir juntos a Estados Unidos.
―¡¿Es eso?!
Me puse de pie y golpeé la mesa del escritorio con el puño.
―¡Ha intentado seducirme!
La sangre abandonó su rostro y las lágrimas corrieron por sus mejillas
una tras otra cuando la verdad brotó de mis labios como una maldición.
―¿Qué?
Sus labios temblaron y se tambaleó de un lado al otro. Me acerqué a
ella y la sujeté con fuerza entre mis brazos.
―Cielo, tu hermana intentó seducirme en más de una ocasión.
Todo su cuerpo empezó a vibrar cuando los sollozos se adueñaron de
ella.
―¿Eso hizo?
Su pregunta era retórica, no había el mínimo rastro de duda o
desconfianza en su tono. Muy en el fondo, sabía cómo era su hermana y de
lo que podía ser capaz de hacer.
―Volker, ¿por qué me hizo esto?
Aquella noche, Lucía se marchó de la casa cuando Alina expuso lo que
le dije sin miramientos o contemplaciones alguna. Ella recogió sus cosas y
partió sin decir una sola palabra.
―Pero en sus ojos vi odio y rencor ―expresé al volver al presente―.
Debí intuir lo peor.
Aquel día nuestros sueños fueron soterrados para siempre. Minutos
después, alguien gritó mi nombre con desesperación.
―¡Volker! ―gritó el padre Frank―. ¡Volker!
Reconocí su voz sin la necesidad de mirarlo. Lo conocía de toda la vida.
Me di la vuelta, sin abandonar mi posición.
―Hijo, debes detener la sentencia.
Su voz llorosa me llegó como un lejano eco. La lluvia caía cada vez con
más inclemencia y camuflaba todos los sonidos, incluso los de mi corazón.
―Fue ella, padre.
Nuestras miradas se clavaron la una en la otra. Él sostenía un paraguas
negro con tal ahínco que, los nudillos de sus dedos eran casi blancos.
―La mujer que empujó a Alina… ―soltó un jadeo de asombro―. La
mujer que ella mencionó antes de morir en mis brazos.
Cerré los ojos y reviví aquel momento como si acabara de suceder.
Sentí, en cada una de mis terminaciones nerviosas, el mismo dolor de aquel
día.
―¿Crees que Alina te pediría esto, hijo?
Alina ya no está, padre.
―¿Crees que esos niños merecen tal destino?
¿Niños? ¿Lucía tenía hijos? Levanté la cabeza y lo miré con el ceño
desencajado. Lucía no tenía niños, al menos eso me dijeron sus vecinos.
Los escondía para protegerlos.
Me puse de pie de un salto y me acerqué a él.
―¿Niños?
Él asintió.
―Lucía tiene tres niños ―tragué con fuerza―. Uno de siete años, otro
de cinco y uno de apenas un año ―dejó caer el paraguas y me zarandeó por
los hombros―. ¿Crees que la muerte de esos niños es justo, Volker?
No debía importarme, aquellos niños nacieron de ella, la asesina de
Alina. Merecían la muerte, tanto o más que ella, sin embargo, algo dentro
de mí me impulsó a salir corriendo del lugar rumbo a la plaza, que se
encontraba a unos cinco kilómetros de allí. Cogí mi mejor caballo del
establo y salí disparado bajo la lluvia. A mitad de camino, reculé y detuve
al animal.
―Fue… un… accidente… ―declaró Alina con sus pocas fuerzas―,
ella… no… ―abrió mucho los ojos y la boca―. No quiso… no…
Su cuerpo se relajó entre mis brazos y supe que era tarde, que había
llegado muy tarde.
―Te… amo… ―jadeó antes de exhalar su último aliento.
Aquellas últimas palabras me impulsaron a seguir. Crucé el bosque que
me llevaría directamente a la plaza con una rara sensación en el pecho.
Pensé en Alina y en lo que pasó aquel día, todo lo que hice para salvarla y
salvarme al mismo tiempo, pero no pude.
El destino no me lo permitió.
―¿Por qué Dios permitió esto, Viktor?
Mi hermano no sabía cómo responderme, nada de lo que pudiera
decirme, me serviría de consuelo.
―Tal vez porque nunca existió.
Las almas abandonaban el cuerpo de una persona cuando morían, sin
embargo, en mi caso, lo hizo cuando aún vivía. Y esa oscuridad, ese vacío,
siempre me perseguiría, incluso más allá de la propia muerte.
―Ya te fallé una vez, Alina ―la voz se me enronqueció―. Por ti, debo
impedir esta injusticia.
Llegué a la plaza lo más rápido posible, pero no lo suficiente para
impedir que los niños pagaran una deuda ajena a ellos. Bajé del animal de
un salto y me acerqué a la plaza, donde ya no se encontraba nadie. La lluvia
los obligó a buscar refugio en sus hogares.
Llegaste tarde.
Observé con profundo pesar a los niños colgados, lado a lado, junto a
sus padres y su tía, en una horca levantada para los traidores de la
resistencia, a quienes a diario colgábamos delante de todos para que les
sirvieran de lección.
Los inocentes siempre pagan por los pecadores.
Lucía aún vivía y la última mirada que me lanzó, me despedazó por
dentro. En ella no había odio, ni rencor, solo había dolor y arrepentimiento.
Tu culpa ahora me pertenece, Lucía.
Capítulo 14
Dea

D espués de casi dos meses fuera del pueblo, el doctor Mancini volvió.
Y esa misma noche vino a mi casa a cenar. Me trajo una cesta de
mimbre repleta de alimentos y un tierno ramo de margaritas.
―Buenas noches ―lo saludé algo cohibida―. Gracias.
Pensé que no podría venir, ya que era un hombre muy ocupado y mucho
más en estos momentos tan delicados en nuestro país.
―Buenas noches, Dea.
Cuando me dio un casto beso en los labios, me sorprendí un poco y
también me asusté.
―Estás preciosa esta noche.
Me sonrojé, pero no como solía pasarme con el teniente, era distinto y
sin aquel cosquilleo peculiar en el centro de mi estómago.
―Gracias, Cesare ―raras veces lo llamaba por su nombre―. Adelante.
Se alisó la chaqueta con las manos y observó curioso la cama del
teniente en el salón.
―¿Es del oficial alemán?
Todos en el pueblo hablaban de ellos, de los alemanes y la misión que
les había traído por estos lados.
―Sí.
Volvió a mirar la cama, pero con aire más despectivo, algo que me
obligó a fruncir el ceño. Supuse que le tenía cierta antipatía a los alemanes.
―Anoche bombardearon Florencia y hubo muchas bajas ―me comentó
mientras se acercaba a la mesa―. En el hospital llegaron varios niños ―se
ensombreció―. Mutilados por las bombas ―recalcó aquella frase con un
tono muy frío―. Muchos murieron antes de ser atendidos ―lamentó.
Cogí la cesta y el ramo con manos temblorosas.
―¿El oficial alemán te trata bien?
No comprendí muy bien su pregunta.
―Es que conocí a unos de su misma División que no eran muy amables
―siseó con la mirada clavada en la mía―. Y si este hombre no te trata
con…
Le hice un ademán con la mano antes de que terminara su frase.
―Es un hombre decente ―le aseguré―. No te preocupes ―asintió―.
Además, estos días duermo con Fiama ―levantó las cejas ante la sorpresa y
le comenté lo ocurrido días atrás―. La tormenta se llevó parte del tejado de
mi habitación.
El simple hecho de nombrarlo estrujó mis entrañas.
―De todos modos, puedes quedarte en mi casa ―cogió mi mano y
depositó un beso en el dorso―. En la Villa que tengo a pocos kilómetros de
aquí.
Miró hacia la puerta de mi habitación.
—El fin de semana terminarán las reformas —comenté tras posar la
cesta sobre la mesa—. Gracias, de todos modos.
Coloqué el ramo en un jarrón con agua. Eran preciosas las margaritas,
aunque a mí me gustaban más los girasoles.
En especial los que el teniente suele dejar en mi camino por las tardes
tras las clases.
―Los alemanes se marcharán dentro de poco ―anunció Cesare y toda
la sangre abandonó mi cara―. Al menos eso se rumorea en Florencia.
¿El teniente se marcha dentro de poco?
Coloqué el jarrón en el centro de la mesa con un enorme nudo en la
garganta, instante en que el teniente von Richthofen cruzó la puerta
principal y todo mi ser reaccionó.
¿Por qué me dolía tanto su partida?
Apreté con fuerza los dientes y tragué el nudo que se me formó en la
garganta. Pero los ojos, llorosos, me delataban ante él. No volveré a beber
su café, ni escuchar su música o ver su hermosa sonrisa ladeada. Bajé la
cabeza y aspiré una gran bocanada de aire para recuperar el control de mis
emociones.
Se va y jamás volveremos a vernos.
Era la triste y dura realidad.
—Buenas noches —saludó con sequedad a Cesare—, buenas noches,
señora.
Le presenté con solemnidad a ambos.
―Buenas noches, teniente von Richthofen ―le saludó Cesase con
amabilidad fingida.
El teniente me miró de refilón.
―Buenas noches, doctor Mancini.
Cesare lo miró con curiosidad por unos segundos, parecía estar
analizándolo. El teniente parecía molesto.
¿O solo era impresión mía?
Me echó una mirada de soslayo y apretó con fuerza la mandíbula tras
ello. Le sonreí, pero él no me sonrió y eso me dolió.
―Buenas noches ―le replicó Cesare en un tono frío y distante.
Carraspeé nerviosa antes de hablar.
—¿Cenará con nosotros, teniente?
Me miró por un breve segundo.
―No, señora ―me respondió antes de quitarse la guerrera y ponerla en
su cama―. Me invitaron a cenar ―miró a Cesare―. Con una hermosa
dama.
Una mano invisible estrujó mis tripas con saña mientras una sonrisa de
satisfacción imperaba en el rostro curtido de Cesare. ¿Por qué sonreía?
—Espero que disfrute, teniente.
Cambié el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra con cierto
nerviosismo mientras él se quitaba los tirantes y remangaba la camisa acto
seguido, dejando al descubierto sus fuertes y níveos brazos cubiertos por un
fino vello dorado.
—Gracias, señora ―reclinó la cabeza—, permiso y buen apetito para
ambos.
Cogió algo de su mochila, era un peluche de conejo de color rosado y
una pequeña cesta con alimentos, la que solía dejar en la mesa cada mañana
antes de marcharse. Se puso de pie y me miró con mucha melosidad.
¿El peluche era para esa mujer misteriosa? ¡Qué cursi!
—Gracias, teniente ―repuse en un tono bastante seco.
Cesare se cruzó de brazos tras lanzarme una mirada inquisidora.
―Debo convencerla ―acotó el teniente en tono suave―, de que lo
mejor será que le rape el pelo.
¿La dama en cuestión era Giulia?
Mi corazón, desobediente como de costumbre, dio una pirueta peligrosa
en mi pecho cuando mencionó a Giulia de manera tácita. Su tono
aterciopelado y su dulce mirada me erizaron toda la piel. Antes de
marcharse, cogió una botella de vino que tenía cerca de la mesita de noche
y se la entregó a Cesare.
―Espero que os guste.
El doctor Mancini cogió la botella con una mirada de sorpresa mientras
el teniente me dedicaba una dulce mirada. Nos quedamos allí, mirándonos
unos segundos que me parecieron eternos.
―Gracias, teniente.
Cuando Cesare se dirigió a la mesa con la botella, el teniente cogió un
girasol del baúl que se encontraba delante de su cama y depositó un beso en
él antes de dejarlo sobre el gramófono.
―Hasta luego, señora.
Antes de cerrar la puerta, me dedicó una última mirada, una que me
erizó incluso el corazón. Llevé la mano al pecho y traté de consolar a mi
pobre músculo.
Se va y jamás volveré a verlo.

Cesare abrió la botella con el sacacorchos mientras yo ponía el


gramófono. Nessun dorma rellenó el lugar justo cuando mis ojos se
encontraron con una pequeña esquela del teniente. Con sigilo, la cogí y
observé maravillada su preciosa caligrafía.

Siempre que escuche esta canción, pensaré en usted, vaya donde vaya.

Viktor von Richthofen.

¿Por qué me decía aquello? ¿Acaso se marcharía del pueblo estos días?
Los ojos se me llenaron de lágrimas sin que pudiera evitarlo.

Nadie duerma, nadie duerma.


Tú tampoco, oh princesa,
en tu fría habitación,
mira las estrellas
que tiemblan de amor
y de esperanza.

Pero mi misterio está cerrado en mí.


Mi nombre nadie lo sabrá.
No, no, en tu boca lo diré,
cuando la luz brille.
Y mi beso derretirá el silencio,
que te hace mía.

Su nombre nadie lo sabrá.


Y deberemos, ¡ay! morir, morir.

Disípate, noche.
Ocúltense, estrellas.
Ocúltense, estrellas.
Al amanecer venceré.
¡Venceré! ¡Venceré!

—Me encanta esa composición —exclamó Cesare—, es sublime.


¿Qué me quería decir el teniente a través de esa obra?
―Lo es ―reconocí con un nudo enorme en el alma.
Una hora después, mientras bebíamos el vino, el teniente entró en la casa
como alma que lleva el diablo y se puso su guerrera a una velocidad que me
mareó.
—¿Sucedió algo, teniente?
Nos pusimos de pie y esperamos su respuesta con ansiedad. Parecía muy
nervioso y también enfadado. Llevé la mano al pecho para calmar a mi
pobre corazón.
―Unos partisanos atacaron a los nuestros en el pueblo vecino.
Le persigné mientras Cesare se dirigía al cuarto de baño.
—Vaya con Dios y vuelva con él —le rogué con un enorme nudo en el
pecho.
Alargó la mano y me tocó la cara con ternura.
—Le pediría otra cosa a él en este momento.
Se marchó de la casa rumbo a la muerte, porque era el destino de todos
los soldados en esta guerra. Cada vez que salían para enfrentarse a sus
enemigos, la muerte los acompañaba en silencio, dispuesta a tomar sus
almas en cualquier momento.
¿Y si no vuelve? ¿Y si algo le pasa? ¿Y si esta noche es la última de
nuestras vidas?
Salí de la casa con el pulso acelerado y grité su nombre como si la vida
misma se me fuera en ello.
―¡Viktor!
Se detuvo en el puente y me miró bajo la vieja farola que iluminaba su
hermoso rostro con delicadeza. Respiré hondo y tras recomponerme, corrí
hasta él.
―¿Sí? ―susurró tan bajito que apenas pude oírlo.
Me detuve delante de él y clavé mis ojos lacrimosos en los suyos.
Tragué con fuerza y le pregunté con el alma a mis pies:
―¿Qué le pedirías a Dios, teniente?
Me temblaron los labios, las rodillas y el corazón cuando reclinó la
cabeza a la altura de la mía. Me miró con una dulzura y una tristeza que
derritió mi ser por dentro.
―Dea…
Levantó la mano y acunó con ella mi rostro antes de capturar mis labios
en un profundo beso que hizo aletear a todas las mariposas de mi estómago,
las que nacieron el día que llegó a mi vida.
Capítulo 15
Viktor

S entí un fuerte dolor en la pierna al bajar del coche, pero lo ignoré,


porque el que sentía en el pecho era más fuerte. Aquella noche había
perdido a dos de mis hombres y la culpa taladraba con violencia en mi
corazón. La línea que separaba la vida de la muerte era tan fina que,
bastaría con un mal movimiento para cruzarla. Hoy fui testigo de eso,
infelizmente. Si hubiera muerto esta noche, al menos me llevaría el dulce
recuerdo del beso que nos dimos con Dea.
Un segundo basta para ser feliz.
Me detuve en mitad del puente y esbocé una sonrisa al traer a la mente
lo que pasó antes de mi partida a la misión.
Tal vez fue mi amuleto de la suerte esta noche.
Proseguí mi camino cojeando, impaciente por verla y volver a besarla, a
sentir aquello que nunca había experimentado antes con nadie más. Si solo
teníamos aquel instante de paz en medio de este infierno, haría que fuera
eterno mientras durara.
Dea…
Aquella noche dormía en su casa, en mi cama.
¡Volker tenía razón!
Él siempre me decía que temblaría con tan solo recordarla y hoy, por fin,
comprendía esas palabras. Una punzada de aflicción me atravesó el corazón
al recordar lo que le pasó a mi gemelo.
¿Cómo puedes seguir sin ella, Volker?
Llamé a la puerta casi a las tres de la mañana, con un dolor insoportable
en el muslo. Me apoyé contra el marco y cerré con fuerza los ojos.
—¿Teniente?
Respira hondo, Viktor.
—Sí —le contesté con la voz débil.
Abrió la puerta con cuidado y me miró a los ojos. Por unos segundos nos
quedamos allí, iluminados por la luz plateada de la luna, preguntándonos en
qué momento el universo decidió que debíamos conocernos en esta vida.
Alargué la mano y antes de que ella pudiera reaccionar, la besé con mucha
pasión, como si la vida misma se me fuera en ello y ella, a su vez, me
correspondió con la misma fuerza.
―Ahora… ―jadeé con la frente apoyada en la de ella―, vuelvo a la
vida, Dea.
Parpadeó dos veces.
—¿Te encuentras bien? ―susurró sobre mis labios al oír un gemido de
dolor que se me escapó sin que pudiera evitarlo―. ¿Te duele algo?
Solo el alma.
Negué con la cabeza y entré en la casa cuando abrió la puerta por
completo. Cojeé un poco, pero supuse que fue por el golpe que recibí de
uno de los partisanos, el que mató a uno de mis hombres y al que maté sin
piedad a modo de venganza. No me sentía orgulloso de ello, pero el instinto
de supervivencia era mayor que la propia lógica o la culpa.
—Dos de mis hombres murieron.
Llevó la mano al cuello y soltó un suspiro de dolor.
―Lo siento.
Me senté en la cama y volví a emitir un gemido de dolor al sentir cómo
la carne se me abría. Bajé la mirada y observé mi pierna, notando solo
entonces la mancha de sangre.
Mierda.
—Uno de ellos solo tenía veinte años —le confesé en tono
ensombrecido mientras tocaba el charco espeso de sangre de mi pantalón—,
¡solo veinte!
Encendió la luz y me dijo que me prepararía un té de tilo. Me levanté y
volví a gemir. Me toqué el muslo derecho con una mueca de dolor y tras
apartar la mano, miré atónito la sangre que había manchado mi palma. Dea
soltó un grito ahogado ante la impresión.
—¡Estás sangrando!
Me quité los pantalones y observé con atención la cantidad de sangre
que salía de mi muslo. Me quité los calzoncillos y Dea desvió la mirada
ante el susto.
Esto no pinta nada bien.
Me mareé, supuse que la cantidad de sangre que perdía era demasiado.
—¿Sabes coser?
Asintió algo confundida.
―¿Por qué?
—Estoy sangrando demasiado —le repliqué en tono conciliador—,
debes coserme la herida o moriré desangrado.
Abrió mucho los ojos y la boca.
―¿Qué? ¡No puedo hacerlo! ―negó con la cabeza―. ¡No soy
enfermera!
La miré con ojos implorantes.
—Iré junto al doctor Mancini —lanzó, nerviosa.
Negué con la cabeza.
—No hay tiempo.
La sangre salía a borbotones por la profusa herida que tenía en la cara
interna del muslo derecho. No me había percatado de ella en el momento en
que, tal vez, el partisano me atacó. Estaba tan cabreado, que la adrenalina
ofuscó el dolor por completo.
—Debes hacerlo, Dea —me mareé—, o mañana será mi sepelio —solté
un taco—, ¡muerto por un corte de cuchillo!
Tragué el nudo enorme de emociones que tenía en la garganta y volví a
mirarla con ojos implorantes.
―Las manos y los pies empiezan a entumecerse.
Palideció y tras ver cómo me sentaba, sin fuerza, en la cama, se movió
de un lado al otro, sin saber adónde ir o qué hacer. A pesar de mi estado,
sonreí, porque el hecho de verla tan preocupada por mí, me enterneció.
―Buscaré mi caja de costura ―su voz se enronqueció―. Y el vino.
Volvió con una caja de madera y la botella de vino.
―Bebe ―me pidió―. Porque esto te dolerá mucho.
Cogí la botella y le di un buen trago.
―Lo harás bien ―la animé―. Confío en ti, Dea.
Siento frío, el frío de la muerte.
Cogió una aguja de tamaño considerable y enhebró el hilo. Se acercó
tras persignarse y trató de no mirar mi entrepierna. La sangre había
manchado la cama y el suelo. Era muy espesa, aquello no era nada bueno.
Mis labios estaban helados y empezaba a temblar.
—Muerda esta toalla —me pidió—, va a doler.
Mordí la toalla como me pidió tras decirle que había pasado por cosas
peores antes. Asintió mientras se arrodillaba entre mis piernas en la cama.
―Lo siento, Viktor.
Tragó con fuerza y tras ello, metió la aguja en mi piel.
―Dios, ayúdame.
Mordí con fuerza la toalla cuando repitió el gesto. Mi cara se contrajo a
medida que cosía la herida. Por un momento pensé que perdería la
consciencia, pero no era por el dolor que sentía, sino por la gran pérdida de
sangre que había sufrido.
—Ya falta poco —me consoló sin dejar de coser—, es una herida muy
profunda.
Se mordió el labio inferior nerviosa mientras yo soltaba la toalla. Cortó
el hilo con la tijera y me dijo que me limpiaría la herida con agua. La falda
de su camisón se había manchado con mi sangre y también sus manos.
—Gracias, Dea —le agradecí con la voz muy débil y jadeante―. Fuiste
muy valiente.
Me sonrió.
―Por ti haría mucho más.
Aquello me obligó a echar la cabeza en la almohada.
Por ti haría mucho más.
Sus palabras se tatuaron en mi corazón.

Poco tiempo después, trajo una vasija con agua tibia y unos algodones.
También alcohol y yodo. Por fortuna, los tenía y así evitaría que la herida se
infectase. Me tocó la frente con la mano.
—¡Estás ardiendo en fiebre! ¡Iré a por el doctor!
Le cogí la mano y la miré con una expresión de debilidad. No podía salir
a esas horas, el toque de queda era muy estricto y cualquiera podría
confundirla con algún partisano.
—Es peligroso salir a esta hora, Dea.
La convencí, y, además, faltaba poco para que amaneciera. Me limpió la
sangre de la pierna con sumo cuidado tras taparme la entrepierna con la
toalla. Cuando terminó, se cambió de ropa y también la sábana de la cama.
―Te necesito, Dea ―musité con los labios temblorosos―. A mi lado…
―pensé en mi esposa en ese momento, en lo solitaria que estuvo mientras
agonizaba bajo los escombros―. No me dejes solo.
Tenía mucha fiebre y un miedo inhumano. ¿Acaso la muerte estaba
cerca? ¿Había perdido demasiada sangre y no lograría sobrevivir? Dea
empezó a llorar y el alma simplemente abandonó mi cuerpo.
―No llores, mi amor.
Me miró como si acabara de salirme otra cabeza.
―Me parte el alma verte así.
Estaba tan débil que apenas conseguía respirar. Tragué con fuerza y le
lancé una mirada de angustia. Tenía mucho frío y también sed.
―Tengo sed…
Empapó un poco de algodón y humedeció mis labios enfebrecidos con
él. El frescor del líquido calmó mi ansia, al menos un poco.
―Túmbate a mi lado, Dea ―le rogué―, tu calor me ayudará.
Nos cubrió con una manta y apoyó la cabeza en mi pecho. En silencio
empezó a rezar y a sollozar. Le rogó a Dios que me curara, porque su
corazón no soportaría otra pérdida.
¿No soportarías perderme?
Levantó la cabeza y acercó sus labios a los míos. Sus lágrimas
empaparon mi rostro enardecido por la fiebre y el contacto de su dolor con
mi piel me estremeció.
―Te salvaré, mi amor.
Me dio un apasionado beso como si en aquella caricia me entregara su
alma. Cuando apartó los labios, intenté hablar, pero el cansancio me venció
y me quedé profundamente dormido, sin saber si volvería a abrir los ojos
otra vez.

A muy temprana hora, alguien entró en la casa y me obligó a abrir los


ojos. Todo me daba vueltas y a ratos tenía unas enormes ganas de vomitar.
Enfoqué la vista en el hombre vestido de bata blanca y supe al instante
quién era.
El doctor Mancini.
Pese a mi resistencia, me revisó la herida mientras Dea preparaba agua
tibia como él se lo pidió. Se sentó y retiró la manta que cubría mi cuerpo
desnudo y giró el rostro hacia la cocina con una expresión que rayaba entre
la confusión y la sorpresa. Supuse que se preguntaba si ella me había visto
así o peor aún, si fue quién me desnudó.
Me agrada poder fastidiarle, doctor.
Dea se acercó con el recipiente de metal y con una expresión
desencajada. Fruncí el entrecejo en un acto reflejo. ¿Por qué estaba tan
nerviosa? Miré hacia abajo y supe al instante la respuesta. Estaba
totalmente desnudo en la cama. Quise cubrirme, pero apenas tenía fuerza
para respirar. Me dolía mucho la cabeza y también la pierna.
―Aquí tienes, Cesare.
Él la miró con ternura y quise arrancarle la cabeza.
―Gracias, tesoro mío.
¿Tesoro mío? ¡Qué descaro! Me removí incómodo y él me cubrió la
entrepierna con una toalla.
―No se mueva, teniente ―me ordenó en un tono poco amable.
Clavé los ojos vidriosos de dolor en los de ella, que atenta me miraba
con una expresión que me derritió por dentro.
―Es una herida de cuchillo de combate ―sentenció él al revisarla―.
Tuvo mucha suerte ―levantó la mirada―, un poco más y le hubiera
cortado la arteria femoral.
¿Se alegra o le molesta, doctor?
Me aplicó un poco de morfina para calmar el dolor y luego cosió de
nuevo la herida, pero esta vez no sentí nada, solo un ligero picor. Dea
estuvo allí todo el tiempo, rezando con los ojos lacrimosos. Dios, verla tan
preocupada me conmovía profundamente su reacción.
—Has hecho un buen trabajo, Dea —reconoció el doctor—, el teniente
pronto estará como antes.
No me gustaba como él la miraba. Había un brillo peculiar en su mirada,
el típico brillo de un hombre enamorado.
—Deberás tomar estas pastillas antinflamatorias cada seis horas —me
aconsejó con sequedad—, debe descansar.
Se levantó y cogió su maletín negro. Se puso su sombrero y se despidió
de Dea con un beso en la mejilla. Ella lo acompañó hasta la puerta. Se
dijeron algo que no comprendí desde mi sitio. Ella volvió y cerró la puerta
antes de clavar la mirada en la mía.
—¿Te encuentras bien?
Me dolía mucho la cabeza, pero asentí con una sonrisa apenas
perceptible en los labios. Ella me limpió la pierna a continuación con
mucho cuidado.
―Puedes descansar en mi cama ―miró las sábanas manchadas con el
ceño fruncido―. Necesito cambiarlas.
Asentí con un leve cabeceo.
―El tejado ya está reformado ―me sonrió―. Gracias.
Negué con la cabeza.
―No es nada, Dea.
Se acercó un poco más y aproveché para cogerle de la mano. La tiré
hacia mí con suavidad y sonrió al comprender lo que quería. Cubrió mis
labios con los suyos en un dulce beso que duró mucho más que la última
vez. Su lengua acarició la mía con timidez al inicio hasta que la pasión
estalló en nuestros cuerpos y se tornó mucho más vehemente y exigente.
Sujetó mi rostro con las manos y profundizó la caricia a tal punto que la
excitación se adueñó de mí por completo.
—Viktor… ―gimió sobre mis labios―. Debes descansar.
Solté un taco mental.
―Es peligroso ―rozó la punta de su nariz con la mía―. Debes
recuperarte bien.
Se sonrojó como una grana y no pude evitar emocionarme. Capturé sus
labios en un beso salvaje que la instó a gemir, en especial cuando bajé hasta
su delicado cuello y lo devoré.
―Viktor… ―gimió con las manos aferrándose a mi cabeza―. ¿Por qué
me haces esto?
Le bajé un tirante y luego el otro sin dejar de besar, lamer y mordisquear
su cuello un solo segundo. Mi boca fue implacable y su resistencia débil.
―No me tortures, Viktor.
A pesar del gran deseo que despertaba en mí, tuve que parar, ya que la
herida empezó a sangrar. Me la limpió despotricando un par de insultos que
me dibujaron una amplia sonrisa en la cara.
―Te avisé ―me regañó―. Dios mío, está sangrando.
Cogí su mano y dejé caer un beso en el dorso.
―Estoy bien.
Me miró con fingida severidad.
―¿Me lo prometes?
La observé con tanta fascinación que, una vez más, se sonrojó. Y no fue
la única, porque a mí también se me subieron los colores como si aún fuera
un adolescente.
―Lo prometo.
Me levanté de la cama con cierta dificultad y me dirigí a su habitación
con la sábana manchada envolviéndome desde la cintura para abajo. Me
tumbé en la cama con sumo cuidado y en pocos minutos, el sueño me
venció.
Capítulo 16
Volker

L legué a La Toscana a muy temprana hora de aquel tibio día de verano


sin avisarle a mi hermano, ya que pretendía estar un poco alejado de
todo y de todos unos días, al menos hasta trazar un plan estratégico de
ataque contra los partisanos que, según mi camarada, escondía a unos
soldados americanos que podrían ayudarnos a encontrar la ruta que nos
llevaría a sus camaradas.
―He vuelto.
Contemplé la villa estilo medieval de dos plantas, que alguna vez
compré, con un enorme nudo en la garganta. No había vuelto aquí desde la
última vez, cuando Alina y yo vinimos a pasar las vacaciones de verano
aquel 1932, cuando concebimos a nuestro hijo.
Aquí estoy, mi amor.
Levanté la vista y observé las colinas que se podían divisar detrás de la
casa con una sensación de vacío desgarrador en el pecho. No era consciente
de que un sitio podía traer tantos recuerdos y tanta añoranza.
―Doce años han pasado.
Abrí el pesado portón de metal con la única llave que existía y cogí mi
arma del cinturón por pura precaución. Dos de mis hombres entraron en la
vivienda y la examinaron de punta a punta mientras yo fumada un cigarrillo
en el olvidado jardín repleto de malezas e insectos. Ya no era la misma villa
que compré, ahora era solo un sitio triste y abandonado por sus dueños
hacía más de una década. Giré sobre los talones y escruté el arroyo que se
encontraba delante, donde en más de una ocasión, Alina y yo hicimos el
amor en el viejo muelle de madera que, en aquel entonces, le había
reformado.
―¿Alguien lo habrá usado alguna vez? ―me pregunté al percatarme de
que seguía en pie―. Quizás a alguien le servirá aún.
Era un sitio muy alejado del pueblo y difícilmente se atreverían a venir
en estos tiempos tan peligrosos.
―Está vacío, Comandante ―anunció uno de mis hombres―. Sieg Heil!
―me saludó con firmeza.
Le devolví el saludo con desgana mientras el otro se limpiaba las botas
con un pañuelo.
―Vuelvan dentro de tres días ―les ordené―. Por la tarde.
Necesitaba estar solo unos días conmigo mismo.
―Bajen las cosas y déjenlas en el salón.
Caminé un poco por el jardín, curioso y nostálgico. Me detuve en seco
cuando vi un par de rosas amarillas entre la maleza.
La belleza está en los sitios menos propicios, Volker.
Las palabras de Alina resonaron en mi cabeza y me dibujaron una
sonrisa, tan breve como un eclipse solar.
―Jawohl! ―exclamaron mis hombres antes de marcharse.
Aspiré y expiré hondo antes de entrar en la casa. El aroma a moho, a
humedad y madera vieja golpearon mis fosas nasales con saña. Metí las
manos en los bolsillos del pantalón bombacho y examiné el salón repleto de
telaraña y polvo con una profunda tristeza en el corazón.
―Está como mi alma ―susurré y me sorbí por la nariz―. Sin vida, sin
luz… ―las lágrimas empañaron mi vista―, sin ti.
Cerré los ojos y reviví aquellos días que estuve aquí con ella, aquel
maravilloso verano donde nuestra única ideología era el amor que nos
sentíamos desde siempre.

―¡Es precioso, mi amor!


Alina subió las escaleras chillando como una niña.
―¡La amo!
Subí tras ella y sin darle tiempo a escapar de mis pretensiones, la besé
contra la pared, donde terminamos haciendo el amor.
―Te amo, Alina ―le susurré mientras la embestía sin parar―. Nunca
pensé amar de este modo… ―ella arqueó la espalda con fuerza cuando
aumenté el ritmo de mis acometidas―. Nunca…
Me arañó la espalda cuando llegó al clímax.
―Te amo, Volker…
Siempre desconfiamos que aquel día, concebimos a nuestro hijo.
―No tienes por qué vestirte ―le insté mientras bebía un poco de
leche―. A este lugar no viene nadie.
Y durante semanas, apenas nos vestíamos, ya que casi siempre
estábamos haciendo el amor en cualquier rincón de la casa o fuera de ella.
―¿Me amarás para siempre, Volker?
Estábamos tumbados en el muelle, lado a lado, observando
maravillados el cielo repleto de estrellas.
―Hasta el infinito y más allá de él… ―le contesté antes de
precipitarme sobre ella―. Por toda la eternidad.

Un año después de aquel día, ella murió en mis brazos.


―Oh, Dios… ―gemí al volver al presente―. Te echo tanto de menos…
En todo este tiempo, nunca pensé en los días que pasamos aquí, porque
recordar era volver a vivir y nunca estuve preparado para ello, hasta ahora.
―El piano.
Me dirigí al salón de música y la realidad me abofeteó al cruzar la
puerta. Los muebles estaban cubiertos por sábanas y la chimenea tenía dos
maderas cruzadas delante. Me quité la guerrera, el gorro y el arma. Los
puse en el sofá tras destaparlo y me puse a limpiar aquel recinto de la casa,
el favorito de Alina. El piano estaba revestido por una capa blanca de polvo
que, en menos de cinco minutos despareció. Corrí las cortinas de terciopelo
de color vino y abrí la puerta del balcón para que el sol desparramara sus
rayos por el lugar, otorgándole un poco de luz y vida.
―A ti te encantaba el paisaje ―clavé los ojos en el arroyo rodeado por
árboles de almendro y tilo―. Si nos hubiéramos mudado como siempre
quisiste, hoy estarías viva.
Alina siempre quiso vivir allí, pero me opuse por culpa de la universidad
y los negocios de la familia. Necesitaba estar preparado, profesional y
económica-mente para el día de nuestra marcha de Europa.
―Pero eso no pasó.
Me acerqué al piano y levanté la tapa de las teclas tras remangar la
camisa hasta los codos. Toqué un par de teclas para cerciorarme de que
estuviera todo en orden y acto seguido empecé a tocar la melodía que le
escribí por nuestro primer aniversario de matrimonio, la que nunca llegó a
escuchar.
Felicidades, mi amor.
Aquel día cumpliríamos quince años de casados. Una lágrima recorrió
mi mejilla, una que se perdió en medio de las teclas.
―¡Giada! ―gritó alguien y me sacó de mis recuerdos―. ¿Alguien está
tocando el piano en la casa abandonada? ―apreté con fuerza la
mandíbula―. ¿O me lo he imaginado?
La voz procedía de una mujer, motivo por el cual no cogí mi arma. Me
puse de pie con el entrecejo algo desencajado y me acerqué a la puerta del
balcón para ver de quién se trataba.
―Qué melodía más hermosa ―exclamó―. ¿Hola? ―un caballo
relinchó―. Creo que lo he imaginado, Giada.
¿Qué hacía allí? ¿Acaso no sabía leer? ¡Aquella finca era propiedad
ajena y estaba prohibido entrar en ella sin permiso!
―Scheiße… ―maldije antes de buscarla con la vista.
Me oculté entre las cortinas y la observé con sigilo. Se puso de pie sobre
unas piedras y cubrió su frente con la mano a modo de visera. Ladeé la
cabeza cuando levantó la falda del vestido y dejó al descubierto sus níveas
piernas. Eran preciosas, por cierto. Levanté la vista y la escaneé con
atención. Era una mujer de belleza muy exótica: piel blanca, cabellos
negros como el ónix, cuerpo voluptuoso y al parecer, tenía ojos claros, no
estaba muy seguro desde mi sitio. Se encogió de hombros y miró a su yegua
de reojo.
―Creo que solo lo he imaginado, Giada ―comentó con una sonrisa―.
Aquí no vive nadie…
Se bajó de las piedras y cogió un bolso de la espalda del animal.
Después se acercó al arroyo y cogió un par de sábanas manchadas de
sangre. ¿Era suya? La volví a examinar y busqué alguna herida visible que
justificara tanta sangre, pero no vi ninguna, al menos a simple vista.
―¡Giada! ―chilló con alegría―. ¡Manzanas!
Se acercó al manzano y cogió unas cuantas que, acto seguido, guardó en
el bolso. Una le regaló al animal y otra se la llevó con ella junto al muelle
donde tomó asiento. Dobló la falda del vestido hasta sus rodillas y se puso a
lavar las sábanas canturreando la composición magistral de Puccini: Nessun
Dorma. Su maravillosa interpretación recorrió toda mi columna vertebral y
despertó cada una de mis terminaciones nerviosas. ¿Era soprano? Me quedé
allí, oculto y embelesado por aquella criatura que parecía más bien un
espejismo.
¿Lo es?
Lavaba las sábanas con mucha destreza sin perder el tono sublime de su
voz. Me crucé de brazos sin apartar la vista de ella un solo segundo,
preguntándome por qué no podía desviarla.
―Listo ―anunció y metió las sábanas en el bolso―. Las tenderé en
casa, Giada.
Con pasos gráciles se acercó al animal, quien le dio un par de empujones
con la cabeza como si la entendiera y puso el bolso en su espalda. Cogió un
tipo de capa de color gris y se la puso. Cubrió su cabeza con la capucha y
montó al animal con mucha agilidad. Antes de marcharse, dirigió una
última mirada a la casa y sonrió ampliamente. ¿A quién le dedicaba aquella
sonrisa? ¿Me vio?
No, es imposible.
Arreó con firmeza y partió del lugar a pasos ágiles. La observé hasta que
la perdí por completo de mi enfoque. Y para mi gran sorpresa, sin haberme
dado cuenta siquiera, estaba sonriendo.
―¿Quién era esa mujer? ¿Acaso era consciente de que estábamos en
plena guerra?
Salí al balcón y sujeté la barandilla de metal con las manos. Levanté la
cabeza y aprecié el cielo azul como llevaba años sin hacerlo. No sabía por
qué, pero aquella alma salvaje y sin miedo a nada, me inspiró.
―¿Volverá?
Carraspeé algo inquieto con mi propia pregunta. Negué con la cabeza y
entré en la casa a continuación. Me serví un poco de la botella de wiski que
había traído y ahogué la pena que llevaba en el corazón. No paré hasta
vaciarla y perder por completo la consciencia, terminando allí, en el suelo,
cerca del piano en posición fetal.

Al día siguiente, antes de que el sol emergiera por completo, oí una voz
femenina, la misma del día anterior o al menos eso me parecía, no estaba
del todo seguro, ya que la borrachera seguía muy latente en mí. Abrí los
ojos con pereza y solté un gemido de dolor. La resaca era cruel.
―¡Giada! ―chilló la mujer―. ¡Hoy pescaremos!
¿Pescar? ¿Sabía hacerlo? Me levanté del suelo algo mareado y traté de
enfocar la vista hacia el balcón. El sol apenas iluminaba el suelo con sus
débiles rayos dorados. ¿A qué hora se levantaba aquella criatura? Cerré los
ojos y traté de calmar la molestia que me provocó el exceso de alcohol.
Visualicé mi reloj con cierta dificultad.
―¿Son las seis y media?
Me levanté del suelo con el cuerpo adolorido. Llevé la mano a la nuca y
moví la cabeza de un lado al otro. Me dirigí al balcón y como la última vez,
me escondí detrás de las cortinas.
―Es ella ―musité algo sorprendido―. ¿Qué hace?
Nadie entraba aquí y menos al ver el cartel enorme escrito en alemán.
Aquella enorme palabra en negro, prohibido, hacía temblar a todos, menos
a ella, claro estaba.
―¡He pescado uno bien grande, Giada!
Levantó un tipo de lanza de madera con la punta bien afilada y con un
pescado de tamaño considerable en ella.
―Vaya, ¿de dónde salió esta gladiadora?
Puso el pescado en un recipiente y volvió sobre sus pasos para intentar
de nuevo pescar algo, pero esta vez, no lo logró. El resoplido de
indignación me lo dejó claro.
―Al menos uno ―clavó la lanza en el suelo―. Nada mal, ¿eh? ―besó
al animal―. Hoy comerás caldito de pescado con verduras.
El animal relinchó a modo de respuesta.
―¿Lo hizo en italiano? ―me burlé algo mareado―. Dios, ¡qué dolor de
cabeza! ―me masajeé las sienes con los dedos―. Necesito un poco de café
―pero a pesar de mi necesidad, no me moví de allí y, mucho menos, al ver
cómo ella se quitaba el vestido―. ¿Qué pretende hacer?
La enagua blanca que llevaba, dibujaba con sensualidad sus curvas. Miré
hacia los lados para cerciorarme de que nadie estuviera por las cercanías.
Entró en el agua con la lanza y con pasos lentos caminó sobre las piedras.
Atenta, observaba el agua que corría bajo sus piernas semiabiertas. Ladeé la
cabeza, concentrado en cada uno de sus movimientos.
―¡Sííí! ―gritó con euforia tras clavar a un pescado con la lanza―. ¡Lo
conseguí, Giada!
El animal relinchó y aquello me llamó mucho la atención. ¿Era capaz de
entenderla? La mujer salió del agua y el sol, atrevido, enmarcó su esbelto
cuerpo, dejando a la vista partes que despertaron algunas del mío.
―Joder…
Llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer, pero aquella reacción no
era normal en mí, al menos no después de la muerte de Alina.
―Además de la resaca, ahora tengo una molesta reacción ―farfullé
molesto tras mirar mi entrepierna―. Scheiße…
La tela quedó casi transparente bajo los rayos del sol y sus pezones,
rosados y erectos, quedaron al descubierto, incendiándome por dentro.
―Cúbrete ―ronroneé molesto―. Algunos de mis hombres podrían
llegar en cualquier momento…
Se puso el vestido con una lentitud martirizante y al ritmo de: La
Barcarolle de Offenbach con su encantadora voz. No pude moverme de mi
sitio y la resaca se hizo más amena ante el cántico que aquella criatura me
regalaba. Giró con gracia sobre sí misma después de ponerse los zapatos.
Cogió su lanza y la ocultó detrás de un árbol sin dejar de cantar.
―Magnífico ―me crucé de brazos sin desviar la mirada de ella un solo
instante―. Una dádiva del cielo… ―enarqué la ceja―. ¿Cómo se llamará?
Cogió un par de manzanas y tras mirar hacia la casa, montó el animal y
se marchó como la última vez.
―Adiós, bella dama.
Llevé la mano a la sien con la mirada clavada en el arroyo. Levanté una
ceja y esbocé una sonrisa ladeada antes de quitarme la camisa. Giré sobre
los pies y me dirigí al cuarto de baño para cepillarme los dientes con agua
oxigenada. Después, me enfilé al arroyo donde me bañé tal cual había
venido al mundo, preguntándome cómo reaccionaría la intrusa si me viera.
―Probablemente… ―nadé de espaldas―, me lanzaría una manzana a
la cabeza… ―sonreí, una vez más y en menos de veinticuatro horas―.
Vaya… ―enterré mi cabeza en el agua helada―. ¿Quién eres y cómo has
logrado que piense en ti?
Al salir del arroyo, me sequé con la toalla que había traído sin dejar de
pensar en ella, en la intrusa de la preciosa voz.
Los ángeles sentirían envidia del don que Dios te dio.
Me encaminé a la casa envuelto en la toalla y con una sonrisa petulante
en los labios. Era la tercera vez que sonreía y todo gracias a una
desconocida que, tal vez, jamás volvería a ver. Pero, estaba equivocado, al
día siguiente, a la misma hora, regresó con su animal y con un poco de ropa
sucia. Bebía café, absorto en mis pensamientos, en el balcón, entre las
cortinas, donde no podía verme. Ayer traté de hacerlo, pero no vi más que
una puerta cubierta por telas envejecidas.
―¿Y esto? ―expuso en tono alto y claro―. ¿De dónde salió esta rosa
amarilla?
Miró hacia los lados algo asustada.
―¿Hola? ―balbuceó―. ¿Hay alguien aquí?
Creo que fue una mala idea dejarle aquella rosa o, tal vez, no. Quizá no
volvería y así, se evitaría problemas.
―Puede que hoy sea el último día que la vea por estos lados…
―ronroneé abatido―. Y creo que sé cómo despedirme de ella.
Fruncí el entrecejo antes de girar sobre mis talones y acercarme al piano.
Puse la taza del café sobre la mesita a un lado antes de levantar la tapa de
las teclas y ponerme a tocar: Nessun Dorma. Cerré los ojos e imaginé la
expresión de su rostro al escuchar el piano, la composición que elegí
pensando en ella.
Pensando en ella.
Me levanté tras finalizarla y volví al balcón con una extraña ilusión en el
pecho. Para mi sorpresa, ella seguía allí, con la rosa entre las manos y una
sonrisa apenas perceptible en los labios. Balanceó la mano a modo de
saludo o, tal vez, de gratitud.
De nada.
Montó su yegua y se marchó del lugar lentamente. A mitad de camino,
se detuvo y giró el rostro para dedicarme una sonrisa que, dibujó otra en la
mía.
Capítulo 17
Dea

C uando Viktor me cubrió la boca con la suya me estremecí. Aquella


caricia suave y dulce, su aliento confundido con el mío, me
sumergieron en un mar de sensaciones embriagadoras. Este hombre de ojos
cerrados, con párpados bordeados de largas pestañas doradas, me besaba
con tanta devoción que me costaba respirar con normalidad.
Tardé unos segundos en cerrar mis ojos y perderme en el beso.
Su lengua jugueteó con la mía y mordisqueó juguetón mi labio inferior
con los dientes. Sentí que la voluntad me abandonaba para salir al encuentro
de la de él. Entreabrí un poco más los labios y él respondió de inmediato
con una profunda y ardiente succión. Las manos se deslizaron para ir a
cerrarse en torno a mí.
―Gott… ―gimió.
Sus besos me resultaban apasionados y cargados de electricidad. Abrí las
manos y las puse en su fuerte pecho. Me acarició los cabellos con las
palmas con mucha dulzura al tiempo que me besaba y se apretaba con
fuerza contra mí.
―Oh, meine Süße, te deseo tanto.
Fruncí el ceño.
―Meine Süße?
Él sonrió.
―Mi dulce.
Me enternecí.
―Dea, necesito sentirte ―gimió sobre mis labios―. No me tortures
más… ―me suplicó cuando empecé a bailar sobre su regazo y a besarle el
cuello al mismo tiempo―. Eres peor que el sargento Weiß.
Me explicó, entre jadeos, que ese sargento le hizo ver las estrellas
cuando decidió ser un soldado. Me reí al ver la mueca de puro dolor que
aparecía en su bello rostro rubicundo.
―Solo trato de estigmatizar tu alma ―le lamí los labios con
sensualidad―. Para que pienses en mí… ―en sus ojos vi lujuria, pero
también dulzura―. Solo en mí.
Con cautela me tumbó en la cama y se acomodó entre mis piernas,
levantando la falda de mi vestido hasta el inicio de mis muslos. Acuné su
hermoso rostro entre las manos y lo admiré por unos segundos más. Era el
ser más bello y perfecto que jamás vi en toda mi vida. Sus rasgos germanos
eran tan armoniosos que no había una sola alma femenina en todo el pueblo
que no suspirara por él.
―Los ángeles sentirían envidia de tu beldad ―susurré más para mí
misma―. ¿Eres consciente de ello?
Me regaló una sonrisa preciosa y seductora que me derritió por dentro.
―¿Tú eres consciente de lo que provocas en mí, meine Süße? ―pasó a
otro tema sutilmente―. No, no lo eres ―sonrió antes de enterrar la cara en
mi cuello y deleitarse con él―. Llega a dolerme el alma… ―eché atrás la
cabeza y hundí los dedos en su pelo dorado―. Estás en todas partes…
―rozó su entrepierna contra la mía y temí morir de placer con tan simple
contacto―. Y cada parte te pertenece.
Su mano recorrió mi pierna con suavidad y toda la piel se me erizó.
―Viktor…
Repetía su nombre una y otra vez, sin saber si debía detenerlo o
continuar hasta el fin. En la guerra cada minuto era impredecible y una
nunca sabía cuándo sería el último día de su vida. Ese último pensamiento
me llevó a decirle al oído:
―Hazme tuya, Viktor…
Levantó la cabeza y me dedicó una de sus sonrisas maravillosas, de las
que hacían erupcionar todo mi interior. Doblé las piernas con sensualidad
alrededor de las suyas y lo miré con mucha devoción.
―Quiero ser tuya.
Solo tuya.
Se quitó la camisa con suma delicadeza y dejó al descubierto su
musculoso torso revestido por un fino vello dorado que apenas se podía
percibir a simple vista. Deslicé las manos en su pecho y sentí el calor de su
piel nívea. Era tan suave, tersa y sedosa como el algodón.
―Eres como un dios mítico.
Él nunca replicaba cuando le dedicaba cumplidos, incluso me daba la
sensación que se sonrojaba, gesto que hacía brincar mi corazón con fuerza
en el pecho.
―Eres la salvación de mi alma, Dea ―me estremecí―. La luz que la
guerra apagó en mi corazón.
¿Soy todo esto para ti?
Los ojos se me llenaron de lágrimas, en especial cuando los suyos
brillaron bajo la intensa emoción que recorría sus venas al confesarme
aquello. Le bajé la cabeza y capturé sus labios para conservar en los míos
cada palabra que había salido de ellos. Era como un testamento, uno dictado
por su corazón y sellado por su alma.
―Te necesito… ―susurró con agonía―. Hoy más que nunca.
Las lágrimas recorrieron los lados de mi cara al comprender lo que se
ocultaba en cada una de sus palabras.
―No pude… ―vaciló con la voz llorosa―, impedir… ―sus ojos
brillaron con más ímpetu bajo la cortina de lágrimas―, ellos eran
inocentes…
Ellos eran niños.
Mujeres.
Y ancianos.
Un enorme nudo se me formó en la garganta e impidió que el aire
llegara con normalidad a mis pulmones. El ardor que provocaba su dolor en
mí, me obligó a cerrar los ojos.
―No tienes la culpa.
Quería creer en cada una de esas palabras, pero al igual que él, me
costaba mucho.
―Eres un soldado ―le recordé sin abrir los ojos―. Un buen soldado.
Pero eso no significaba que sus actos lo fueran. Su deber era obedecer y
al hacerlo anulaba por completo su humanidad. Abrió la boca como para
decirme algo más, pero alguien llamó a la puerta con tan violencia que
ambos dimos un brinco en la cama.
―¡Teniente von Richthofen! ―chilló alguien con cierta impaciencia y
rudeza―. ¡Han asesinado a dos soldados cerca del pueblo de Santa Anna di
Stazzema!
Viktor se puso de pie de golpe y un gemido de dolor se le escapó. Llevó
la mano a su muslo herido antes de coger su camisa y ponérsela a toda
prisa. Me arreglé el vestido y me senté en el borde de la cama con los
latidos muy apresurados. Viktor salió y habló con el soldado en un tono
cargado de reproche. Volvió sobre sus pasos y me lanzó una mirada
melancólica.
―Debo irme, Dea.
Se puso la guerrera, el gorro, los guantes y el cinturón a una velocidad
desorbitante. Me puse de pie con la angustia estampada en la cara.
Cuídalo.
Imploré a Dios que lo protegiera, pero también rogué por los inocentes
que solían pagar por culpa de los pecadores. Como si me hubiera leído la
mente, Viktor se acercó y me envolvió entre sus fuertes brazos.
―Esta noche puedo redimirme ante Dios ―me prometió con la tristeza
cincelada en la mirada―. Confía en mí.
Le persigné.
―Ve con Dios y vuelve con él.
Cada vez que salía, las probabilidades de que volviera sano y salvo eran
escasas. Pero Dios era su escudo y mi única esperanza de que volviera a mis
brazos.
―Él te protegerá ―le puse un rosario de madera en el cuello―.
Cuídate.
Mi amor.
Me dio un apasionado beso, uno que desvelaba los secretos más íntimos
de su corazón, los que decidí conservar en el mío por el resto de mi vida.
―Un segundo a tu lado y todo dolor se convierte en esperanza, Dea.
Me dio un beso dulce en los labios antes de girar sobre los talones y
marcharse al abismo. Me acerqué a la puerta y asomé medio cuerpo. Viktor
se detuvo en mitad del puente, bajo la vieja farola y levantó un girasol que,
quizá, cogió del jardín de la vecina. Depositó un beso en la flor y la puso en
la barandilla con sumo cuidado. Negué con la cabeza antes de salir
corriendo hacia él y darle un último beso, uno que le suplicaba que volviera
lo antes posible.

Viktor volvió al día siguiente, pero, infelizmente, debía viajar y estaría


ausente una semana. No tuvimos tiempo ni siquiera para desayunar juntos,
pero al menos pudimos estar juntos unos minutos que atesoraría para
siempre entre mis recuerdos. Esperar el coche que lo llevaría a la capital,
mientras el sol emergía en el horizonte, era una de las experiencias más
dulces que había vivido en toda mi vida.
―Volveré para la fiesta de las flores ―me prometió dentro del coche
convertible―. Hasta luego, amore mío.
¿Amore mío?
Aquella declaración quedó grabada a fuego en mi pecho.
―Vuelve pronto, mi amor ―le imploré―, no creo que haya fiesta
―susurré apenada―. No hay nada que festejar ―asintió―. Aunque el
hecho de estar vivos, es un gran motivo.
―Hasta luego.
―Hasta pronto.
Decidí ir hasta el arroyo a lavar la ropa sucia y a pensar en él, en Viktor.
Además, el dueño de la villa solía regalarme dulces melodías que solían
tranquilizarme un poco.
Nos une la melancolía.
Cogí mi bolso repleto de ropa sucia y monté a Giada mientras recordaba
la conversación que tuve con Fiama sobre el misterioso dueño de la villa.
―Según mi madre, el dueño es un hombre mayor, de unos cincuenta
años o más.
Observé las cinco rosas amarillas que me regaló el hombre sin rostro, el
fantasma del amor, como lo llamaban en el pueblo.
―Dicen que su mujer murió entre sus brazos ―acotó Fiama mientras
bebía el café que sabía a gloria―. Y que él nunca superó su muerte… ―se
encogió de hombros―. ¿Por qué ese repentino interés en el fantasma del
amor?
no podía confesarle mis verdaderos motivos, porque sentía que, de cierta
manera, lo estaría traicionando. Era una reverenda estupidez, pero así lo
sentía.
―Era alemán ―el comentario de mi amiga, revestida de desdén me
devolvió al presente―. Un asqueroso ario.
La repulsión que mi amiga sentía por los alemanes era cada vez más
corrosivo y desleal.
No todos son iguales, Fiama.
―¿De dónde sacaste esas rosas amarillas?
Seguí el curso de su mirada y sonreí con cierta tristeza.
―Del teniente ―sentenció y no fui capaz de contradecirla―. Te delatan
tus ojos…
No, son del fantasma del amor.
―Debo irme a la escuela ―anuncié y me puse el guardapolvo―. Ten
cuidado al hablar de los alemanes, Fiama ―le aconsejé algo preocupada.
―Claro.
Volví a la realidad cuando llegué a la villa, cuyo portón estaba abierto.
Tragué con fuerza al no saber si debía o no entrar en la finca, hasta que, mis
ojos se encontraron con una rosa amarilla sobre una piedra que se
encontraba a un lado del portón. Me bajé de Giada y la cogí con una sonrisa
ladeada.
―¿Es una invitación?
Aquel hombre misterioso y envuelto en una nube de pena y dolor,
despertaba mi lado más compasivo. Más humano. Clavé los ojos en el
balcón del segundo piso y levanté la rosa a modo de saludo.
―Gracias ―musité con una extraña nostalgia en el pecho.
Crucé el portón con Giada y a los pocos minutos, la dulce melodía, que
no sabía de quién era, rellenó el lugar. Era nuestra manera de conectarnos,
mucho más allá de las palabras o el contacto físico.
―¿Te gusta, princesa?
Relinchó y no pude evitar sonreír.
―A mí también.
Metí toda la ropa en el bolso tras lavarla y monté a Giada atenta a cada
nota que el fantasma del amor me dedicaba.
―Le duele ―susurré apenada―. Como a mí la ausencia de Viktor.
Cabalgué lentamente por el valle, dejando caer mi pena por mis mejillas.
No podía evitar pensar que, algún día Viktor volvería a su país o peor aún,
al frente.
―Lo extrañaré siempre ―giré el rostro hacia la villa y dejé que el dolor
se desparramara por mis mejillas―. Como usted a su amor perdido.
Yo mejor que nadie sabía lo que era perder a alguien para siempre.
Adiós.
Siempre me despedía de él, porque no sabía si volvería o si él se
marcharía.
―Dea, ¡te encariñas con todo!
Arreé y Giada aceleró sus pasos.
―Volveremos mañana.
Al día siguiente, para mi mayor sorpresa, el portón de la villa estaba
abierto nuevamente. Dudé unos segundos antes de cruzarla, llevada por la
gran curiosidad de conocerla por dentro.
―Vaya… ―contemplé embelesada el jardín―. Es precioso.
A pocos pasos de mí, detrás de la casa, se encontraba un bosque que,
desde fuera, no se podía ver. Antes solía nadar por el arroyo, pero solo hasta
donde la valla me permitía.
―¿Qué hago?
Llevé la mano al pecho y suspiré hondo antes de adentrarme en el
bucólico bosque, preguntándome si, él estaría allí. ¿Se enfadaría? ¿Me
expulsaría a patadas? Con ese temor y arriesgando mi pellejo, seguí
caminando, siguiendo el sonido de lo que me parecía ser un salto de agua.
¿Lo era? El bosque era tan espeso que, el sol apenas podía atravesar las
copas de los árboles. Incluso parecía de noche.
―Tilos ―susurré emocionada―. Y tomillo.
Frené en seco cuando llegué a una pletórica gruta, cuyo salto de agua me
impresionó mucho y la mueca que compuse me evidenciaba.
―Madre mía ―expuse maravillada―. Esto es precioso.
Me acerqué un poco más y escruté con el corazón en la garganta las
velas repartidas por el lugar. Eran decenas y todas metidas en una especie
de velero de barro. Al menos eso me parecía a simple vista. La impresión
me dejó boquiabierta. Gire sobre los pies con la mirada clavada en las copas
de los árboles y atenta al trinar de miles de pájaros, cuya melodía se perdía
con el sonido del agua. Volví a mirar las velas repartidas sobre las piedras.
―¿Era un santuario?
Tal vez el de su amada.
―Su alma la echa de menos.
Ralenticé los pasos al verlo acuclillado cerca de una piedra que tenía un
hueco, donde acababa de meter una vela encendida dentro del mismo velero
que las demás. Lo observé atenta, pero no podía ver su rostro, ya que
llevaba una capa con capucha que le cubría la cabeza. Además, llevaba
guantes de cuero. Junté las manos y las colgué algo nerviosa.
―Hola ―lo saludé con timidez―. Espero que no se enfade por haber
entrado sin su permiso.
No se movió y tampoco me replicó.
―Supongo que este sitio… ―tragué en seco―, es muy especial para
usted…
Y para ella.
Nada, ni una sola palabra.
―Gracias por las rosas ―le agradecí cada vez más cohibida―. Y por la
melodía.
¿Qué haces? ¿Por qué agradeces algo que ni siquiera sabes si va
dirigido a ti?
―Lo siento ―me disculpé azorada―, me marcho y jamás volveré a
entrar aquí.
Él no se movió de su sitio y tampoco me respondió. Lo miré fijo por
unos segundos y traté de adivinar cómo era su rostro. Tal vez tenía canas y
algunas arrugas. Era delgado y alto, muy alto, deduje por las piernas.
―Las personas nunca mueren mientras las recuerdes ―levanté la vista y
observé el cielo, pero no pude, las ramas lo cubrían por completo―.
Nunca… ―susurré más para mí misma―. Adiós… ―me despedí y giré
sobre mis talones.
Una voz, camuflada por el ruido del agua, llegó a mis oídos y detuvo
mis pasos en seco.
―Tiene razón.
No me di la vuelta.
―Por un abrazo daría un pedazo de mi corazón ―las lágrimas rodaron
por mis mejillas al recordar a mi hijo y a mi marido―. Tal vez algún día
volveremos a verlos.
La caída del agua amortiguaba su voz y me era imposible poder
distinguirla.
―Quisiera tener su fe, pero no la tengo.
Asentí con un leve cabeceo.
―Yo tampoco ―le confesé con tal sinceridad que me avergoncé―. Lo
siento… ―el dolor me invadió y fui incapaz de emitir una sola palabra
más.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y seguí mi camino sin
mirar atrás y con una determinación en mente: no volver allí jamás. Aquel
sitio era sagrado para él y nadie tenía derecho de irrumpir sin su permiso.
Capítulo 18
Viktor

L legué al pueblo San Romano completamente agotado. Necesitaba


dormir unas horas tras el extenuante viaje. Reiner encendió un
cigarrillo después de desnudarse y tumbarse en la cama. Le lancé un cojín
para tapar su parte íntima y él se carcajeó. Una joven muy tímida limpiaba
la habitación. No tenía más que quince años. Mi amigo dijo que era bueno
conocer el cuerpo de un hombre, ya que tarde o temprano caería en las
redes de uno. Meneé la cabeza en un gesto negativo y sonreí de lado.
―Me tengo que ir ―anuncié con una sonrisa bobalicona.
Reiner puso los ojos en blanco.
―Estás perdido, Viktor.
Sonreí con nostalgia.
―Enamorado ―le corregí.
Pensé en ella, en Dea. ¿Cómo estará? ¿Pensará en mí también? Suspiré
hondo al recordar las palabras de Fiama, la mejor amiga de Dea, el día que
marchamos a nuestra misión.
―Teniente ―me llamó en tono suave―. Necesito hablar con usted.
Me di la vuelta y la miré a los ojos.
―Buenas tardes, señora.
Tenía las mejillas muy arreboladas.
―Dea merece ser feliz.
Ladeé la cabeza algo confundido.
―El doctor Mancini la corteja hace dos años.
Tragué en seco el enorme nudo que se me formó en la garganta al oír su
afirmación.
―Lo siento, pero es mi deber de amiga velar por ella, en especial tras
lo que pasó en el pasado.
Me puse los guantes de cuero con el ceño bastante desencajado.
―Señora, valoro mucho su aprecio hacia ella, pero eso no le da derecho
de meterse donde no le incumbe.
Palideció ante mi entonación ruda y severa.
―Además, por su amiga sería capaz de enfrentarme al mismísimo
diablo ―declaré con firmeza―. No se preocupe, mis intenciones son
sinceras.
Le hice una leve reverencia con la cabeza.
―Por cierto, ¿le ha hablado a ella?
Aquella mujer de tez pálida, pelo oscuro y ojos marrones no estaba allí
por Dea, sino por la antipatía que sentía por los míos.
―Dea decidirá lo mejor para los dos ―le dediqué una sonrisa
ladeada―. Con su permiso, debo marcharme.
No desistió y ladró:
―Ella merece a alguien mejor.
La miré por encima del hombro.

—Piensas en la viuda, ¿verdad?


La pregunta de mi amigo me devolvió al presente de golpe. No me
gustaba que se refiriera a Dea de aquel modo. Sonaba despectivo, al menos
para mí.
—No es de tu incumbencia —le repliqué tajante.
Caló hondo su cigarrillo al tiempo que doblaba una pierna. Soltó una
risita bastante cínica antes de abrir la boca y escupir su habitual veneno:
—Te jodiste, Viktor —negó con la cabeza—, el amor es una putada.
No le repliqué. El silencio solía ser mi respuesta habitual a sus
estupideces.
—Teniente von Richthofen —expuso un cabo—, una mujer llamada
Fiama lo busca —hizo una pausa—, dijo que necesita su ayuda para
encontrar a Dea.
Dios mío…
Me apresuré a bajar las escaleras con el corazón en un puño. Al verla,
supe que algo grave le había pasado a Dea. La respiración se me cortó.
—¿Qué pasó?
Hice lo imposible para mantener una expresión serena. Fiama me contó
sobre el viaje que hizo Dea a Florencia para comprar unas telas. Apreté con
fuerza los dientes y cambié el peso de una pierna a la otra con mucho
nerviosismo.
—¿Cuándo se marchó?
Fiama estaba muy nerviosa y apenas era capaz de esconderlo.
—Ayer por la tarde —se sorbió la nariz con fuerza—, teniente, me
dijeron que en Lucca hubo un terrible bombardeo y que muchos murieron
—una mano helada me apretujó el corazón con saña—, Dea fue a la
estación de Lucca para coger un tren a Florencia.
Apenas podía respirar. ¿Y si algo le pasó? ¿Y si Dea…? ¡No! Eso era
inconcebible.
—Haré lo imposible para traerla de vuelta.
Fiama me cogió de la mano y me miró con ojos implorantes.
—Demuéstreme lo equivocada que he estado, teniente.
Vi dolor y arrepentimiento en su mirada.
―Volveré con ella ―le juré y aparté la mano―. Sana y salva.
Me tembló todo el cuerpo ante la posibilidad que nacía con fuerza en mi
corazón. Tenía esperanza y también miedo. Pero, algo dentro de mí, me
decía que Dea seguía viva o, caso contrario, mi alma se hubiera muerto.
—La encontraré ―me convencí con un enorme nudo en el pecho.
Me presenté en el despacho del Capitán Scheidemann y conseguí la
autorización para llevarme a quince voluntarios. Además de un vehículo
blindado con municiones hasta la ciudad de Lucca. Según Fiama, Dea tenía
que coger un tren en la estación principal de la ciudad, rumbo a Florencia,
donde había estado con mi pelotón ese mismo día.
—Regrese cuanto antes y traiga a los hombres sanos y salvos, teniente
—me ordenó con su peculiar seriedad—. Como siempre.
Le dediqué el saludo militar.
—Haré todo lo que pueda, señor.
Me dedicó una mirada elocuente.
―Esa área corresponde a otro pelotón ―me recordó―. Pero estarán
contentos de recibirlos ―enarcó una ceja―. Ayuda extra.
Era una zona muy peligrosa por aquellos días.
―Ha oído algo sobre los partisanos en ese lugar, ¿no, teniente?
Lo miré con fijeza al comprender lo que se ocultaba tras aquella
afirmación.
―Sí, señor.
Encendió un cigarrillo y lo caló hondo.
―Tiene mi autorización, teniente.
Ambos conocíamos la verdad, la que pretendíamos llevar a nuestras
tumbas.
―Sieg Heil!
Me encargué de conducir el camión blindado. Transportaba a los
soldados, cincuenta fusiles MP44, otros treinta y cinco fusiles automáticos
del nuevo modelo Gewehr43, cinco cajas de granadas de mano, siete con
minas, diez de balas, además de proyectiles de artillería y un barril de
pólvora para los morteros.
—Los americanos no cesan fuego —comentó el Sargento Herz―. Esto
no me gusta nada.
Escuché los estallidos de las bombas como un impresionante festival
pirotécnico de terror. Levanté la mirada y observé el cielo cenizo con un
dolor agudo en el pecho.
Señor, cuida a Dea.
—Los aliados están cada vez más cerca —musité bajito—, Volker tenía
razón, la ambición de nuestro Führer nos está llevando al abismo de la
derrota ―cavilé en secreto.
No quería pensar en lo que nos esperaba a los alemanes si perdíamos la
guerra. Los enemigos serían implacables con nosotros. Pensé en Dea y en
todo lo que pudo haber pasado durante el bombardeo. Las cosas que pudo
haber visto o escuchado.
—¿Qué ha dicho, teniente?
—Nada, sargento.
El tronar de la artillería ya no se oía distante cuando mis hombres y yo
llegamos a Lucca. El terreno era llano, y en el horizonte había humo y
ruido. No era un ruido sin significado. Era el tronar de la furia y la muerte.
—Han destrozado este pueblo, teniente.
A la izquierda se abrían los campos de cultivo, y a la derecha había un
bosque bastante frondoso.
—Sí, sargento.
¿Dónde estaba Dea? ¿Llegó a la estación? Por los ataques continuos de
los americanos, era imposible movernos con destreza por el lugar y sus
cercanías.
—Cavaremos trincheras para protegernos de los ataques —anuncié.
Ordené a mis soldados que descargaran los fusiles y las municiones, y
las repartieran.
—Dea tuvo que huir hacia el bosque —musité, pensativo.
Mis hombres comieron lo que habíamos traído y bebieron agua del río.
Aproveché el momento para preguntar por Dea. La describí tal cuál era a un
grupo de mujeres esqueléticas que me miraron con temor más que con
respeto. La escasez de comida se podía apreciar a simple vista.
—La estoy buscando por todos los alrededores —continué en tono
preocupado.
Una de las mujeres me explicó que la mayoría había buscado refugio en
el bosque tras el primer bombardeo.
—Creo que debe estar por allí. —Señaló otra hacia un lugar
indeterminado.
—La mayoría de las personas murieron —soltó otra y me desangró el
alma—. Muy pocas sobrevivieron.
La tristeza se estampó en mi cara.
—¿Murieron…?
Me interrumpí con el rostro pálido.
—Sí, señor.
Una anciana me cogió del brazo con timidez y me dijo en un susurro
apenas audible:
—Algunas personas buscaron refugio en el pueblo al otro lado del
bosque, señor.
Cogí un paquete de galletas de mi guerrera y le di a modo de
agradecimiento. Ella me sonrió con ternura.
―Gracias.
Fui a reunirme inmediatamente con mis hombres. Ordené a cinco
soldados que subieran al camión blindado, y emprendí el viaje en dirección
al pueblo indicado por la mujer.
—Gott… —gimoteé abatido al llegar.
El pueblo estaba casi desierto. Todas las casas habían sido
bombardeadas. El incendio había arrasado una media docena de casas.
Comencé a dar voces.
—¡Dea! ¡Dea!
Miré en el interior de cada una de las casas, incluidas las quemadas. Mis
hombres también dieron voces.
—¡Dea! ¡Dea!
Fuimos al pueblo vecino donde al menos había almas. Era mucho más
grande que el otro y tenían bastante pobladores aún. Era una de las zonas
más transitadas de Lucca, según entendí y por eso fueron brutalmente
atacados por los aliados. Primero los ingleses y luego los americanos.
Oh, por Dios.
Oí el lejano rumor de los aviones. Rogué para que fueran aviones
alemanes, pero no tuvimos esa suerte. Las siglas de la «US Air Force» se
veían claramente en las alas.
—Scheiße!
Los artilleros de los aviones dispararon las ametralladoras contra el
pueblo. Todo el mundo corrió a refugiarse en medio del ensordecedor
ataque.
—¡Allí! —grité a mis hombres—, ¡hacia el bosque!
Me puse el casco y salté tras un tronco de árbol caído. Las bombas de
fragmentación estallaban antes de tocar el suelo. Escuché los gritos en
medio del ruido infernal de las explosiones y me estremecí.
—Dios mío —musité con el corazón encogido—, ¿sobreviviría Dea a
esta calamidad?
Las nubes de humo negro, los incendios por doquier, los cadáveres
repartidos por todo el lugar y los heridos que agonizaban fue el resultado
final del ataque.
—Son demasiados heridos —acepté con un dolor insoportable en el
pecho.
—El hospital está abarrotado de enfermos y casi ya no hay
medicamentos —me comunicó un camarada italiano—. Es inútil llevarlos
allí, señor.
Esto es el infierno.
―Morirán en los pasillos, apilados en un rincón ―acotó otro.
Me quité el casco al ver a una niña de unos cinco años que pedía auxilio.
Había perdido una pierna y un brazo. Me acerqué a ella y le toqué la
cabeza. Al cabo de unos minutos, dejó de moverse.
Dejó de llorar.
Dejó de sufrir.
—Buen viaje, pequeña.
Mis ojos se llenaron de lágrimas al acordarme de lo que le pasó a mi
hija. Siempre que veía a una niña herida, el alma simplemente me
abandonada. Me sorbí por la nariz antes de coger su cuerpecito y colocarlo
con los demás muertos.
—No podemos hacer nada, señor —apuntó uno de mis hombres―. No
tenemos medios.
Se sujetaba el brazo izquierdo con una mano.
—Le han herido, cabo Weiß.
La sangre que emanaba abundante de la herida le manchaba la guerrera.
—No es nada, señor ―objetó con valentía—, es solo una herida
superficial.
Pasamos el resto de la tarde colaborando en el traslado de los heridos y
cavando una fosa común para los muertos. Sepultamos a las personas que
habían muerto durante el bombardeo. Mujeres y niños en su mayoría.
—¿Dónde estás, Dea?
Miré los rostros de cada una de las mujeres muertas, y agradecí a Dios
porque ninguna era ella.
Mi corazón sabe que estás viva.
Caminé entre las docenas de heridos, pero tampoco la encontré allí. La
desesperación empezaba a hacer estragos en mí.
—¡Deaaa! —chillé con todas mis fuerzas—. ¡Deaaa!
Volvimos a la estación de Lucca, donde solo había cadáveres, según mis
hombres. Antes de que oscureciera, el teniente Sonnenberg apareció.
—Teniente, ¿cuántos hombres tiene a su mando?
—Sólo quince, señor.
—Son suficientes.
—¿Suficientes para qué, señor?
—Necesitamos que usted y sus hombres se encarguen de retirar los
escombros para que los ingenieros puedan reparar las vías y reanudar el
servicio ferroviario —hizo una pausa—. Mañana por la mañana a más
tardar.
Necesitaba ir al pueblo San Michelle para hablar con Fiama. Ella sabía
exactamente dónde Dea cogería el tren. La esperanza seguía firme en mi
corazón. Dea no estaba muerta.
—Está oscureciendo, señor —musité, obnubilado.
—Lo sé, teniente, pero esto hay que hacerlo inmediatamente. Son
órdenes del Comandante.
El edificio no era más que un montón de escombros, y los raíles no eran
más que un amasijo de hierros. ¿Por qué necesitaban trenes con tanta
urgencia? Recordé el día que fui a ver a Volker en Auschwitz. Allí vi lo que
hacían con los trenes de ganado. A quiénes transportaban en lugar de ellos.
—Claro… —catapulté con un dolor sordo en el pecho—, los necesitan
para eso.
Me negaba a llevar a cabo las pretensiones de mis superiores y decidí
descansar un poco antes de empezar el trabajo. Mis hombres se sentaron en
el borde del andén y bebieron un poco de agua.
―La luna ilumina muy bien ―señaló el sargento―. Mejor que las
linternas.
Caló hondo su cigarrillo.
―Una noche romántica ―miró hacia los cuerpos― o terrorífica.
Me volví hacia el edificio destruido. Me pareció que había escuchado un
gemido.
―¿Escucharon eso?
Me miraron como si estuviera loco.
―No, señor.
Me puse de pie y me acerqué a la montaña de escombros. Presté
atención y al oír vagamente un gemido.
—¡Ayúdenme!
Comenzamos a apartar los escombros. Desvié cascotes, trozos de
ventanas, cristales, hierros y marcos de puertas. La luz era escasa y
resultaba difícil ver bien. Me detuve en seco cuando escuché algo muy
familiar. La piel se me puso de gallina.
—¿Esa melodía?
Era la melodía favorita de Dea: Nessun Dorma. El soldado que estaba a
mi lado me miró con atención y cierta preocupación.
—¿Lo escucha? —exclamé con el alma a mis pies—. Es Nessun dorma.
Era un gemido suave, casi un ronroneo. ¿O sería una alucinación
producto de mi desesperación?
—Sí, señor. ¡Lo escucho!
Por fin, debajo de los escombros y las vigas quemadas, en un pequeño
hueco, estaba ella, Dea, abrazada a un niño.
—Dea… —gemí emocionado—, mi amor… —ella canturreaba la
melodía mientras mecía el cuerpecito del niño como si aún estuviera vivo.
―Shhh, no haga ruido ―me pidió con la mirada aturdida―. Puede
despertarlo… ―el corazón se me encogió cuando vi que la cabeza del niño
estaba separada de su cuerpo―. Es Giuliano, mi hijo.
Una lágrima recorrió mi mejilla.
―No fue mi culpa… ―afirmó llorando con mucha amargura―. ¿Me
cree?
Me acerqué con el pulso acelerado y me arrodillé a su lado. La luna
iluminaba el hueco lo justo para ver el dolor en sus ojos. Alargué la mano y
rescaté un par de lágrimas que fueron dejando un camino en su mejilla
cenicienta.
―Giuliano amaba trepar los árboles… ―me confesó con la voz rota―,
aquel día… ―negó con la cabeza―, se cayó de espaldas con tanta fuerza
que… ―movió el cuerpo del niño de unos seis años como mucho―. Su
cuello no soportó la caída…
Como si hubiera estado allí, vi todo lo que pasó con su hijo, como
muchas veces, en medio de mi tormento, imaginé lo que le pasó a mi hija.
―No pude salvarlo… ―repitió entre sollozos―, y toda la vida cargaré
con esa culpa…
Acuné su rostro entre las manos y apoyé mi frente en la suya. La miré a
través de las lágrimas con amor infinito, con el más puro y genuino amor.
―No fue tu culpa.
Le di un beso cargado de dolor y consuelo, uno que ambos esperábamos
hacía años.

A pesar de la sangre y el polvo que le cubría gran parte del cuerpo a


Dea, supe que era ella. Mi corazón lo supo. Siempre supo que aún estaba
viva.
—Gracias —musité mirando el cielo—, gracias.
Mis hombres la miraron apenados y maravillados a la vez. Ella tenía los
ojos inundados de dolor. Era consciente de que aquel niño estaba muerto,
pero se negaba a aceptarlo.
—Lo siento, mi amor.
Ella asintió sin dejar de abrazar al niño con todas sus fuerzas.
—Lo siento…
Observé el sitio, el pequeño sitio que le sirvió de refugio. Parecía que
alguien la había acurrucado allí, justo en ese rincón donde las vigas del
techo la rodearon para protegerla de la muerte. A su lado había otros
muertos que no tuvieron la misma suerte.
—He venido a por ti, mi amor.
Retiré la última de las vigas y le aparté el pelo cubierto de polvo cenizo
de la cara mientras mis hombres retiraban los cadáveres y los escombros.
—Viktor…
El vestido, su abrigo de hilo, el pelo, los zapatos, el rostro, todo aparecía
cubierto de polvo y también de sangre.
—Aquí estoy mi amor.
Le toqué la mejilla con extrema ternura como si fuera el capullo de una
flor. Se estremeció con las cuencas repletas de lágrimas.
—Aquí estoy, Dea...
Le dio un último achuchón al niño antes de entregármelo.
—Adiós, angelito.
Tomé al niño de sus brazos y vi como el alma se le partía en dos. Era
como si estuviera entregándome a su hijo.
—No pude salvarlo, Viktor —me confesó llorando con mucho dolor—,
tampoco pude salvarlo ―las lágrimas dejaron unas líneas grisáceas en su
rostro―. No pude… ―rompió a llorar.
La vista se me empañó ante la fuerte emoción que recorría mi cuerpo y
mi alma. Ella se abrazó el cuerpo con la mirada clavada en mis ojos
acuosos.
—Necesitamos enterrarlo —le propuse con una pena lacerante en el
pecho—, ¿sí?
Ella asintió.
—Pero antes, necesito revisarte para… ―me interrumpió con un
ademán.
—Solo tengo unos rasguños —se adelantó—, no es nada grave —se tocó
el estómago—, esta sangre no es mía —se secó los ojos con las manos
polvorientas—, estoy bien.
Me emocionaba su valentía. Era una mujer increíble, una guerrera nata.
—¿No te duele nada?
Asintió con un leve cabeceo y clavó los ojos en el niño. Las lágrimas
volvieron a derramarse por sus mejillas.
—Solo el alma.
Entregué el cuerpo del niño a uno de mis hombres y le pedí que lo
enterrara junto con los demás.
—Sí, señor.
Besé la cabecita del niño de pelo oscuro como lo hubiera hecho su padre
en mi lugar.
—Dios, recíbelo en tu reino.
Después me incliné sobre Dea y la levanté con mucho cuidado. Ella
estaba exhausta, hambrienta, sedienta y muy triste.
—No hay más sobrevivientes, teniente —me informó el cabo Schwarz.
Todos los demás estaban muertos.
—Retiren los escombros —les ordené—. No hay apuro —acoté,
poniendo en riesgo mi rango e incluso mi propia vida.
Él me dedicó el saludo militar y dio un fuerte taconazo.
—Te ensuciaré —susurró Dea, compungida—, estoy sucia y maloliente.
Y aun así, seguía siendo la mujer más hermosa del mundo.
—Necesito un baño… ―masculló con timidez.
La miré como un hombre enamorado, completamente enamorado.
—Gracias por sobrevivir —le agradecí con un enorme nudo en el pecho
—, por darme una razón para luchar en esta guerra.
Alargó la mano y me tocó la cara, devolviéndome a la vida al fin. Y con
el corazón en la mirada me dijo algo que me dejó sin aire en los pulmones:
—Sobreviví por ti, Viktor.
Capítulo 19
Volker

Schwelm, 1935

L a nieve caía de manera desapacible sobre mi cuerpo desnudo. Alina


había muerto y la realidad me golpeó con tal saña que era incapaz de
pensar con claridad. Alguien gritó mi nombre, pero no sabía quién era
realmente. El cuerpo se me estaba congelando, poco a poco, y a medida
que el calor me abandonaba, sentía más cerca la presencia de mi esposa.
―¡Volker!
La tormenta de nieve no me permitía ver el rostro de la persona que me
cogía de la mano y me llevaba a la casa a trompicones. Estaba perdido en
alguna dimensión lejana a la realidad. Subimos las escaleras y segundos
después de cruzar la puerta, me encontraba en la bañera con agua caliente.
Mi cuerpo entumecido empezó a recobrar el calor, pero la mente seguía
obnubilada por la tristeza y la desesperación.
―¿Qué haces, mi amor? ―me preguntó mi nana―. ¿Qué pretendías?
No trataba de quitarme la vida congelándome, solo había despertado en
medio de la noche al escuchar los gritos de dolor de Alina al otro lado de
la calle.
―¿Dónde está Alina?
Con los ojos acuosos, me susurró:
―Alina ya no está entre nosotros.
El llanto de un bebé me devolvió a la realidad, a la que no quería volver
por nada del mundo. Taponé las orejas con las manos y chillé enfurecido,
pataleando y derramando el agua por el suelo. Mi nana me suplicó que
parara, pero fui incapaz de obedecerle como siempre. Grité tan alto como
me imploraba el corazón, liberando con él toda mi frustración y dolor.
―¡Alinaaa!
Alguien entró en el cuarto de baño y me zarandeó con violencia. Era
Viktor.
―¡Volker!
Mi nana salió y fue a consolar al bebé que tuvimos Alina y yo.
―Murió, Viktor… ―lloré como un niño pequeño y desorientado―.
Murió tras dar a luz… ―la culpa revistió cada palabra―. ¿Por qué?
Cuando Alina cayó de las escaleras, el parto se adelantó y mi nana la
socorrió como pudo, ayudándola a traer al mundo a nuestro hijo, pero no
pudo evitar que la muerte la abrazara como consecuencia de una
hemorragia interna, motivada por la brutal caída.
―No seas injusto, Volker ―me imploró al comprender lo que se
ocultaba tras mis palabras―. Nadie tuvo la culpa… ―doblé las rodillas y
apoyé los codos en ellas, enterrando los dedos en mi pelo―. Y menos…
El sollozo que se escapó de mi alma lo enmudeció.
―¡No volveré a verla! ―el llanto me dominó―. ¡Nunca más!
Puso la mano en mi hombro a modo de consuelo. Mi hermano no podía
comprender lo que sentía, porque nunca había amado a alguien con la
devoción y la entrega con la que yo amé a Alina.
―Volker, lo siento… ―su voz se quebró―. Lo siento mucho.
Aquella noche, como si aun fuéramos niños, dormimos en la cama,
frente a frente en posición fetal. No dijimos nada, solo nos miramos y
compartimos el silencio.
―¿Qué hice? ―susurré al volver al presente―. ¿Qué hice?
Me levanté al oír unas explosiones a lo lejos y me acerqué al balcón de
manera instintiva. Fijé los ojos en el arroyo en busca de la dulce y exótica
silueta de la mujer del pelo negro y la mirada verde. ¿Por qué no volvió?
¿Acaso la asusté el otro día? Apoyé el cuerpo contra el marco de la puerta y
me crucé de brazos a la altura del pecho sin lograr arrancarla del
pensamiento un solo instante.
―¿Qué me pasa?
La noche anterior, tras fumar un poco de opio, besé a Elsa, mi secretaria
personal. Fue la primera vez que besé a una mujer pensando en otra que no
fuera mi esposa.
Sino en ella, en la joven del pelo negro y ojos verdes.
Aquello me aturdió y me aparté de Elsa, como si sus labios me hubieran
quemado. Le exigí que me dejara solo y ella obedeció sin rechistar. Bebí un
sorbo de mi copa y di una calada al porro acto seguido. Necesitaba ordenar
mis pensamientos y, ante todo, mis sentimientos. Salí al balcón y me puse a
contemplar el atardecer, preguntándome qué fue de ella, por qué dejó de
acudir al arroyo. Temí lo peor al acordarme de los ataques de los enemigos
los últimos días. Enterré la cabeza entre los hombros y suspiré hondo.
¿Por qué pensé en ti cuando besé a Elsa? ¿Por qué estoy tan
preocupado por ti? ¿Por qué te busqué entre los rostros femeninos ayer en
Florencia? ¿Cómo pudiste meterte tan hondo en mí?
Cerré los ojos y traté de respirar con tranquilidad. Una segunda
explosión me obligó a abrir los ojos de par en par.
―Maldición ―refunfuñé molesto―. ¿Y si le pasó algo?
Desvié la mirada hacia mi escritorio y observé enfurruñado la cantidad
de papeles que debía revisar. Las condenas que debía firmar antes del
atardecer.
―Espero que estés bien… ―susurré tan bajito que apenas pude oír mi
propia voz―. Señora…
Tras leer y firmar los documentos, decidí ir al bosque encantado, como
lo llamaba Alina. Atravesé el lugar ensimismado en mis recuerdos más
sombríos…
―¿Cómo está?
Mi nana me miró con profundo dolor.
―Está feliz.
Vi dolor y decepción en sus ojos.
―Fue lo mejor, nana.
Una lágrima recorrió su mejilla sonrojada a cámara lenta. Alargué la
mano y la rescaté con el pulgar. Levantó la vista y me miró con tristeza
infinita.
―Yo no tuve elección, Volker ―me recordó con la voz estrangulada por
la emoción―. Y no sabes lo que hubiera dado por tener a mi hijo conmigo.
Las lágrimas que rodaron por sus mejillas una tras otra me dejó claro
cuánto le dolía lo que había hecho tres años atrás. Pero ya no podía
cambiar las cosas, solo podía adecuarme a ellas y aceptarlas.
―Te duele ―afirmó con severidad―. Puedo verlo en tus ojos ―se secó
las lágrimas y salió de la estancia sin agregar nada más.
«Me duele mucho, nana».
Cada año, en su cumpleaños, sin falta, iba a ver al fruto de nuestro
amor con su nueva familia. A escondidas de todos, como un miserable
cobarde.
―Te amo, aunque nadie lo crea ―bisbiseé detrás del árbol con un
enorme nudo en el pecho―. Amor de papá…
Volver al presente siempre dolía, porque en él me sentía solo y perdido.
Las heridas seguían sangrando, a pesar del tiempo.
―¿Cómo estarás?
Me desnudé al llegar a la gruta y me lancé al agua helada para tratar de
ahogar mis penas, las que siempre me acompañarían mientras viviera.
―Aggg… ―gemí con las manos en la cabeza y la mirada clavada en el
cielo revestido por las ramas―. ¿Algún día me perdonarás, Alina?
Floté bocarriba y me perdí en mis pensamientos.
Cuando tú te perdones, Volker.
Me imaginé que me diría con su melosa y tierna voz.
―Eso nunca pasará.
Unas voces y pisadas, a muy pocos metros de mí, me sobresaltó. Me
puse en alerta. Salí del agua a toda prisa y me vestí cerca del árbol. Cogí mi
arma y me oculté tras una piedra.
―El nazi vive en la casa ―murmuró un hombre―. Debemos
eliminarlo.
Levantó una ceja.
―Pero antes lo torturaremos como los suyos lo hicieron con Giuseppe
―apunté mi arma hacia la cabeza del hombre―. Mi hijo solo tenía diez
años… ―bajé el arma y me concentré en su perorata―. Lo torturaron hasta
matarlo.
Eran cinco, pero podía eliminarlos sin mucho esfuerzo desde mi sitio,
era el mejor francotirador de mi pelotón. Había recibido muchas medallas
durante mi entrenamiento, pero al ver que se marchaban del lugar, decidí
perdonarles la vida, en especial al ver a una mujer con una niña de unos dos
años en brazos.
No todos somos iguales.
Consciente de que volverían, decidí marcharme del lugar al día
siguiente, dispuesto a buscar a mi hermano y una nueva residencia, más
segura para alguien como yo. Un estallido a lo lejos me instó a levantar la
cabeza.
―No volveré a verla ―me lamenté con una extraña nostalgia en el
corazón―. Pero tal vez no la olvide nunca.
Nunca sonaba demasiado, pero algunas personas solían marcar a otras
sin la necesidad de estar mucho tiempo en sus vidas.
Adiós, bella dama...
Capítulo 20
Dea

L levé la mano a la frente a modo de visera para protegerme del sol.


¿Dónde estaba? Giré sobre los talones lentamente y observé curiosa el
lugar, repleto de colinas, árboles de toda clase y un bucólico arroyo de
aguas cristalinas. Fruncí el entrecejo al no reconocerlo. ¿Qué hacía allí?
Bajé la mano y me eché un vistazo en un acto reflejo. Llevaba un vestido
estampado de flores amarillas y rojas, de tirantes y de falda ancha, larga
hasta las rodillas.
Dios mío…
Los ojos empezaron a escocerme y el corazón se me aceleró cuando lo
reconocí. Era el vestido que llevaba el día que mi hijo murió.
Giuliano…
Cerré los párpados con fuerza, incapaz de oír mis propios
pensamientos, ante el estallido de emociones en mi interior. Las lágrimas
atravesaron mis mejillas y recorrieron mi barbilla hasta perderse en alguna
parte del centro de mi pecho.
―¡Mamá!
Las piernas empezaron a fallarme al oír la dulce voz de mi hijo a lo
lejos. Giré sobre los talones de manera vertiginosa y traté, en vano, de
controlar el llanto. Llevé las manos a la cabeza, embargada por
sentimientos encontrados que no cabían en mí en aquel maravilloso
instante regalado por Dios.
―¡Giuliano! ―chillé con la voz rota―. ¡Amor de mamá!
Levanté la falda del vestido y salí corriendo hacia él.
―¡Mamá!
Con cuidado, pisé las piedras del arroyo para cruzarlo y poder abrazar
a mi hijo tras tanto tiempo. Las lágrimas empañaban mi vista, pero no la
ilusión que florecía en mi alma. Mi hijo, que llevaba la misma ropa que
aquel fatídico día, se lanzó a mis brazos como lo hacía cada tarde al verme
tras sus clases.
―¡Giuliano! ―Le besé toda la cara―. ¡Amor de mi vida! ―enterró la
cabecita en mi cuello y lloró con desconsuelo―. No tengas miedo, mi
príncipe. ―La voz me sonaba muy nasal―. Aquí me tienes… ―Miré el
cielo azul a través de las copas de los árboles con un enorme nudo en la
garganta―. Gracias, Dios.
Cerré los ojos y atesoré aquel momento mientras le ronroneaba su
melodía favorita, la que le había inventado cuando era bebé. Sus bracitos
envolvieron mi cuello mientras sus lágrimas se deslizaban por mi espalda,
dejando un rastro cálido de su alegría en mi piel.
―Te echo tanto de menos ―le susurré cerca de su oído―. Tanto.
―Levanté la mirada y me encontré con el árbol que él trepó el día que
murió―. ¿Es el mismo?
Lo es.
Reconocí la piedra que se encontraba a sus pies. Era de una forma muy
caprichosa y de un amarillo que me recordaba mucho el color del pelo de
mi hijo.
¿Estamos en el pueblo?
Era una mezcla de todos los sitios que Giuliano amaba.
―Mamá… ―Ronroneó y me arrancó de mis pensamientos―. Mamá.
Ninguna palabra inventada por el hombre, sería capaz de describir el
vacío que un hijo dejaba en el corazón de su madre, tras su partida.
―Estoy bien, mamá. ―Apartó la cabecita de mi cuello y me miró con
ternura a través de sus ojos verdes―. Pero me duele saber que tú no estás
bien.
¿Cómo podía saberlo? Uní las cejas con exageración ante la gran duda
que arañaba mi ser por dentro.
―Fue un accidente. ―Una lágrima brillaba en la comisura de su ojo
derecho como un pequeño diamante―. No fue tu culpa.
Besé su mejilla pecosa con mimo y a cambio me gané una sonrisa de
oreja a oreja que dejó a la vista sus pequeños dientes. Acercó la nariz a la
mía y la rozó con cariño, como solía hacerlo antes de ir a la cama a dormir.
―Aquel día estaba triste ―me confesó y fue como recibir una bofetada
feroz―. Por eso trepé el árbol más alto ―se sonrojó y las pecas cobraron
vida al cambiar de tono―. Para hablar con Dios.
La tensión reptó por mis hombros como una serpiente y endureció cada
músculo a su paso mientras el cielo empezaba a encapotarse como mis
ojos. Abrí la boca para lanzar una pregunta, pero él se adelantó y la volví a
cerrar de manera mecánica.
―Los abuelos están aquí. ―Sonrió con alegría―. ¡Y también la tía
Beatrice! ―Las lágrimas rodaron incesantes por mis mejillas como una
pequeña cascada―. Pero… ―titubeó, casi al mismo tiempo que las
primeras gotas de la lluvia empezaban a caer sobre los dos―. Papá no.
Su afirmación paralizó todos los músculos de mi cara. ¿Luigi no estaba
allí con él? ¿Por qué no? Parpadeó con dulzura y me sacó de mis
pensamientos, elevando las comisuras de mis labios en una sonrisa llena de
amor.
―¿Papá no está aquí?
Tal vez por las cosas que hizo durante la guerra, pensé en secreto. Pero
Dios sabía por qué las hacía y su misericordia era infinita, quizá tardaría
un poco más en encontrar el camino correcto, el que lo llevaría a los
brazos de nuestro hijo.
―Te amo, mamá. ―Rozó la punta de su naricilla contra la mía―.
Mientras me recuerdes, estaré siempre contigo.
Secó mis lágrimas con sus deditos, como solía hacerlo cuando su padre
no venía a dormir por culpa del trabajo. Siempre temí que le pasara algo
grave y mi único refugio eran los bracitos de mi hijo.
―Yo también te amo, mi amor ―le besé la naricilla respingona―. Para
siempre… ―Cada palabra estaba revestida de dolor y añoranza.
Me dio un último abrazo.
―Estoy contigo, mamá ―su promesa me erizó toda la piel de la
nuca―. En tu corazón.
Nos quedamos allí, bajo el árbol, donde alguna vez murió, el mismo que
con mis propias manos derribé bajo aquella tormenta que azotó el pueblo
por varias semanas. El recuerdo desgarró mi alma como el hacha mis
manos en aquel entonces.
―¡¿Por quééé?! ―Grité enfurecida―. ¡¿Por qué me lo quitaste de este
modo?!
Era un árbol de tallo muy robusto y tardé unas horas en lograr matarlo.
No satisfecha, lo corté en pequeños trozos, pero el dolor que sentía no
desapareció. Y el vacío nunca se llenó.
―Hasta el infinito ―musitó mi hijo entre bostezos―. Y más allá de él…
Lo estreché con todas mis fuerzas.
―No quiero despertarme… ―Sollocé con desconsuelo―. No quiero…
―Clavé los ojos en el cielo tormentoso repleto de venas plateadas―. ¡No
quiero!
Giuliano alejó la cabecita de mi hombro y me sonrió antes de
desaparecer.
Abrí los ojos de golpe y exhalé una gran bocanada de aire, como si
acabara de emerger del agua tras haber estado bajo ella por varios minutos.
Me senté y llevé la mano al pecho en busca de sosiego. ¿Fue un sueño?
Miré a los lados en busca de algo que, inconscientemente, creía tener allí.
La respiración estaba tan acelerada como mis latidos, parecía que acababa
de correr varios kilómetros consecutivos bajo un tórrido sol de verano.
Giuliano.
Pero no, solo fue un sueño.
Amor de mamá.
Me cubrí con la manta para acobijarme del frío que sentía tras haberme
bañado en el arroyo con Viktor horas atrás. Un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo cuando el recuerdo se hizo presente…
―No tengas miedo ―me rogó mientras nos metíamos en el agua con
mucho cuidado―. Necesito asegurarme de que esta sangre no es tuya.
―Rodeó su cuello con mis brazos―. Confía en mí.
Soltamos un gemido al unísono cuando se sentó sobre una gran piedra y
las caricias salvajes del agua nos recibieron. Me sujeté a él con más fuerza
y rechiné los dientes sin que pudiera evitarlo. Viktor cogió el jabón que olía
a coco y frotó mi cuerpo de arriba abajo con él, despertando cada fibra de
él. Después me lavó el pelo y lo enjuagó con mucha delicadeza.
―No tardaré ―prometió con la frente apoyada en la mía y los brazos
alrededor de mi cintura―. Dea ―cerró los ojos―. Estás viva ―su aliento
cálido recorrió mis labios resecos y envió una descarga eléctrica por cada
terminación nerviosa de mi espina dorsal―. Viva.
Levanté la cabeza para observarlo mejor.
―Aquí estoy, Viktor ―susurré sobre sus labios apenas abiertos―.
Contigo.
Abrió los párpados y me dedicó una mirada revestida de dulzura. Le
bajé la cara con la mano y rocé la punta de mi nariz con la de él en un
gesto cariñoso. Jadeó cuando le envolví la cintura con más ferocidad, como
si la vida se me fuera en ello. Deslicé la palma por su nuca hasta llegar al
inicio y enterré los dedos en su sedoso pelo dorado a la vez que aspiraba el
aroma de su colonia mezclado con el del cigarrillo y el chocolate.
―¿Fue obra del destino, Viktor? ―Suspiramos hondo―. ¿Nuestro
encuentro?
Me pegó fuerte a su cuerpo y puso sus labios sobre los míos, pero sin la
intención de besarlos. Me estremecí cuando el deseo de hacerlo yo estalló
dentro de mí. Nunca había sentido aquella necesidad tan arrebatadora
antes. Incluso me costaba respirar o pensar con normalidad.
―Friedrich Schiller dijo: No existe la casualidad, y lo que se nos
presenta como azar, surge de las fuentes más profundas.
No me dio tiempo a asimilar su declaración, ya que capturó mis labios
en un beso que mi alma ansiaba tanto o más que mis pulmones el aire.
Nuestro encuentro no es obra de la casualidad, sino del destino.
Llevé la mano a los labios y cerré los ojos al volver al presente. La
furiosa corriente de agua casi nos arrastró y tuvimos que apresurarnos en
salir de ella, interrumpiendo el maravilloso beso que nos profesábamos con
tanta devoción. Viktor no solo me bañó, sino también seco y me prestó su
camisa, la que ahora cubre mi desnudez. Además, lavó mi ropa mientras yo
bebía un poco de café cerca de la pequeña hoguera que había encendido
antes de bañarnos.
Nunca nadie me cuidó así.
A pesar de haber dormido unas horas tras el baño, seguía muy cansada y
dolorida. Un aroma floral llegó a mis fosas nasales y me obligó a girar el
rostro a un lado, encontrándome con Viktor, que estaba montando una
tienda de campaña con el torso desnudo y los pies descalzos. El corazón
golpeó mis costillas con violencia ante la fuerte emoción que aquel hombre
despertaba en él.
Cruzó toda la ciudad con su pelotón para salvarme.
Las mariposas aletearon en mi estómago mientras las lágrimas surcaban
mis mejillas rasguñadas lentamente, conmovida por la manera en cómo él
me cuidó tras sacarme de entre los escombros con sus hombres. Además,
por mi petición, sepultó al niño cerca de un árbol de tilo, tras dedicarle unas
dulces palabras que me rompieron un poco más por dentro.
Pude haberte salvado, Giovanni.
Sentía culpa, no podía evitarlo.
Lo siento, pequeñín.
Sorbí la nariz y volví a clavar los ojos en Viktor, en el hombre que
caminó durante tres kilómetros, conmigo en brazos y una pesada mochila a
cuestas, para mantenerme a salvo de cualquier posible ataque del enemigo.
―Nessun Dorma… ―bisbisé al reconocer la melodía que silbaba con
tanta pasión, sin percibir que lo estaba mirando con especial embeleso y
cariño.
Estaba acuclillado cerca de la tienda, clavando las estacas a cada lado.
Se detuvo y soltó un largo suspiro al oír un trueno. Me abracé el cuerpo en
un acto puramente protector. ¿Era un trueno o una bomba? Una gota
aterrizó en mi mejilla y la calma me envolvió con sus tibios brazos.
―Creo que lloverá ―comentó Viktor, sobrecogido.
Se me ralentizaron los latidos y lo miré con adoración cuando se mordió
el labio inferior con cierta impaciencia. Algunos gestos suyos, por más
simples o normales que fueran, despertaban un lado mío que desconocía
hasta ese momento. Creo que me pasó desde la primera vez que lo vi. Su
belleza, su bondad y su valentía avivaban ese fuego que, poco a poco,
crecía en mi interior. Levanté la vista y sonreí por los dos regalos que Dios
me concedió aquel día.
Gracias.
Los ojos se me empañaron de manera inevitable al traer a la mente la
forma en cómo me dio de comer horas atrás, apoyada en su pecho y con la
delicadeza que lo haría a un niño pequeño.
Dios mío, ya no tengo dudas, estoy enamorada de él.
Tragué saliva para pasar la emoción que me acogió cuando recordé los
mimos con los que me trató.
¿Y si él no sentía lo mismo por mí?
Giró el rostro y me regaló una amplia sonrisa, dejando a la vista su
dentadura perfecta y sus encantadores hoyuelos. Lo observé. Poco a poco,
una sonrisa débil y apagada se instaló en mi rostro.
―¿Estás mejor? —me preguntó con cierta preocupación.
No lo sé.
―¿Te duele algo?
Se puso de pie y se limpió las manos por el pantalón bombacho, antes de
acercarse a pasos firmes, dándome tiempo para admirar su torso desnudo
que, la luz dorada de la fogata, alumbraba con osadía, dejando a la vista sus
fuertes músculos.
Dios mío, es tan perfecto.
Se arrodilló a mi lado y me tocó la mejilla con ternura, dejando un rastro
de su dulce fragancia en mi nariz. Era viril, fresca y un leve aroma
amaderado. Clavé los ojos en sus expresivos zafiros que irradiaban calor y
dulzura.
¿Eres un ángel?
―Soñé con mi hijo ―le susurré tan bajito, que mi afirmación se perdió
entre el ruido del arroyo y el crepitar de la leña perfumada―. Fue tan real…
―Me lanzó una mirada recubierta de compasión―. Incluso pude sentir su
aroma ―me secó un par de lágrimas con el pulgar, atento a cada palabra
que salía de mis labios agrietados―. ¿Por qué se lo llevó tan joven? ―Me
temblaron la voz, la mandíbula y las manos―. ¿Cuándo dejará de doler su
ausencia?
Acunó mi rostro entre las manos y me instó a mirarlo a los ojos tan
entristecidos como los míos. Me estremecí con esa nueva ráfaga de
sensaciones que sentí al tenerlo tan cerca de mi corazón.
―No lo sé ―replicó con la voz llorosa―. Es algo que también
atormenta mi alma. ―Su nuez de Adán se movió con dificultad al tragar la
saliva―. Mi hija tenía solo cinco años cuando murió en los brazos de mi
hermano, pensando que era yo. ―Volví a temblar―. Murió a pocos
minutos de mi llegada… ―Sus ojos brillaron con magnitud bajo la fina
cortina de lágrimas que los cubrió―. Era el día de mi cumpleaños… ―Una
lágrima cruzó su mejilla mientras otras hacían lo mismo en las mías.
Dios mío.
Me arrodillé entre sus piernas con un enorme nudo en la garganta y lo
miré a los ojos con la pena estampada en los míos.
―Lo siento… ―Una gota cristalina rodó por su mejilla derecha―. Oh,
Viktor.
Nos estrechamos con mucho afecto, compartiendo el dolor que ambos
sentíamos y que siempre nos acompañaría, hasta el último día de nuestras
vidas.
―Nunca soñé con ella… ―Se lamentó cerca de mi oído―. Me
encantaría poder decirle cuánto la echo de menos. ―Nos abrazamos con
más fuerza y rompí a llorar―. Oh, Dea ―se alejó y me miró con profundo
pesar―. Si pudiera arrancarte esa pena.
No le dejé terminar la frase, capturé sus labios en un beso y aspiré todas
sus palabras, sus gemidos e incluso su pena mientras él absorbía mis
sollozos con los suyos.
Somos dos almas rotas, Viktor.

Me pegó a su cuerpo con posesión y ahondó el beso hasta hacerme


perder por completo la cordura. Aferré las manos a sus fuertes hombros y le
devolví el beso con el mismo frenesí. Un relámpago embravecido nos
arrancó de aquel sublime ensueño de golpe. Levantamos las cabezas y
observamos el cielo plomizo.
―Caerá una fuerte tormenta ―le advertí con un peso enorme en el
pecho―. Tormenta de verano.
Me lamió los labios y se puso de pie acto seguido.
―Debo verificar que las estacas estén firmes ―anunció con la voz muy
ronca―. ¿Te encuentras mejor? ―Le tendí la manta para que la metiera en
la tienda antes de que lloviera―. ¿Dea?
Me puse de pie y alisé su camisa con las manos. La prenda me llegaba
hasta los muslos, pero de todos modos, me sentía muy expuesta ante él.
―Sí.
―¿Me lo prometes?
―Te lo prometo.
Me regaló una dulce sonrisa, una que estrujó mi corazón y me instó a
morder el labio inferior a la vez que los colores me subían por toda la cara.
¡Me sentía como una adolescente! Giré sobre mis pies y realicé gráciles
movimientos como si fuera una bailarina. Para mi mayor sorpresa, Viktor se
acercó silbando: «O mio babbino caro» de Puccini. Frené mi baile solitario
cuando lo tuve delante de mí, con una flor de tilo en la mano.
―Se acercó lentamente y puso detrás de mi oreja la flor y después se
reclinó con la mano tendida hacia mí.
Puse mi mano sobre la de él y mientras él se abrazaba con la otra a mi
cintura, comenzamos a bailar, sumidos en una burbuja mágica dibujada por
los dioses.
―Dea ―susurró tras detenerse.
Temblé de arriba abajo al ver el brillo que iluminaba sus ojos.
—¿Sí? —murmuré con el mismo tono.
—Necesito confesarte algo… ―vaciló.
Reprimí un gemido.
―¿Sí? ―Yo también titubeé.
No soportaba la pasión en sus ojos color cielo. Bajé la vista, temerosa.
—Mírame.
No pude hacerlo, las emociones que solo él despertaba en mí, me lo
impidieron. Cogió mi rostro con las manos y lo levantó con suavidad.
—Me enamoré de ti, Dea.
¿Qué?
Parpadeé varias veces, atónita ante su declaración.
¿Está enamorado de mí?
Me besó en los labios tan profundamente, con tanto amor y anhelo, que
sentí cómo se encendía una vez más la hoguera en mi interior, la que me
consumía por dentro cada vez que lo tenía a mi lado.
Yo también estoy enamorada de ti, Viktor.
Sus manos aterrizaron en mi cintura, a pocos milímetros de mis nalgas
mientras una tímida lluvia empezaba a caer sobre los dos.
―Necesitaba decírtelo ―jadeó sobre mis labios y con la mirada clavada
en la mía―. Y cuando pensé que… ―Lo abracé durante un momento—.
Tuve tanto miedo de perderte.
Nos mecimos bajo la lluvia sin importarnos con ella en lo más mínimo.
―Viktor… ―temblé de arriba abajo―. Yo también… ―su expresión se
iluminó―, me enamoré de ti.
Me sujetó la nuca con las manos y me miró con adoración, tal vez, con
la misma que yo a él.
―Oh, Dea, Dios te envió para curarme.
Los ojos se me nublaron.
―Para salvarme.
Mis ojos se cubrieron de lágrimas con sus palabras, el testamento de su
corazón y de su alma. Todo se oscureció cuando la fogata se apagó, pero
cada vez que un rayo cruzaba el cielo, podíamos vernos más allá de lo
visible.
―Para enseñarme lo que es el amor verdadero.
La lluvia se intensificó, pero ninguno se movió. Viktor cogió mis manos
y las sujetó con la mirada clavada en la mía, expectante e ilusionado. Un
trueno estalló en el cielo, casi al mismo compás que unas bombas a lo lejos.
―Eres el milagro que le pedí a Dios… ―su labio inferior tembló―, el
día que apunté mi propia arma a mi cabeza ―todo empezó a darme
vueltas―. Vi muchas cosas, Dea ―las rodillas entrechocaron entre sí al
comprender lo que se ocultaba tras sus palabras―. Y perdí a muchas
personas que debí proteger… ―posé mi dedo índice en sus labios y le
impedí que siguiera abriendo sus heridas.
¿Viktor intentó quitarse la vida?
―Demuéstrame lo que sientes por mí ―musité con los labios trémulos.
Sin emitir una sola palabra más, me llevó en brazos hasta la tienda, sin
darme tiempo a absorber todas las sensaciones que experimenté con su
confesión. Me acostó sobre la manta y después cerró los faldones. En el
interior reinaba la penumbra. Encendió una lámpara de queroseno que
apenas iluminó el lugar.
―Viktor…
Me miró con ternura antes de arrodillarse delante de mí. Deslicé el dedo
por su pecho desnudo y húmedo con mucha sensualidad hasta llegar a su
ombligo.
―Dea…
Levanté los brazos y con ese gesto, le dejé claro lo que quería. Me quitó
la camisa lentamente y después admiró mi cuerpo desnudo por unos
segundos. Lo acarició, lo mimó y lo deseó con los ojos antes de tocarlo, de
amarlo y adueñarse de él.
―Eres tan hermosa.
Me tumbó en la manta con suavidad, abrió mis piernas y se puso de
rodillas. Me besó el rostro y la garganta con los labios hambrientos mientras
llenaba de atenciones mis piernas con las manos.
―Viktor ―me animé tras tragar el nudo de emociones que me
atormentaba en la garganta―. ¿Puedes oír los latidos de mi corazón?
Apoyó una mejilla en mi pecho y prestó atención en mis latidos.
—Late así solo cuando estás cerca de él.
Me chupó los pezones y gemí.
―Como el mío late por ti, Dea.
Puse las manos en su pelo húmedo y le dediqué dulces caricias. Su boca,
su lengua, sus dientes, devoraron mis pechos mientras mi espalda y mis
caderas se arqueaban hacia él. Separó mis muslos y comenzó a acariciarme
muy suavemente la entrepierna mientras me pasaba un brazo alrededor del
cuello. Me acarició arriba y abajo y después en círculos.
¡Dios mío!
Apreté los puños cuando me acarició un poco más fuerte. Se inclinó
sobre mí y volvió a chuparme los pezones mientras continuaba con las
caricias.
No pares…
―Oh, Dea, te deseo tanto.
¡Y yo a ti!
Cuando los dos empezamos a gemir, apartó la mano de mí y se quitó los
pantalones con suma agilidad. Después los calzoncillos con la mirada azul
casi transparente fija en la mía, oscura y turbia por la llama que acababa de
encender en mí. Se puso encima de mí y se apoyó en los codos.
―Mírame.
Comenzó a penetrarme lentamente, muy poco a poco y con los ojos
atentos a los míos todo el tiempo. Me cogí a sus brazos para no caer al
precipicio que se abría debajo de mí, ante lo que sentía por él en aquel
momento mágico que nunca podría olvidar mientras viviera.
―Ahora somos un solo cuerpo, Dea.
Me besó en los labios. Respiró hondo cuando intentó moverse. Era un
hombre muy grande y fuerte. Y yo había estado con un solo hombre toda mi
vida. Ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez. Se retiró un
poco y muy despacio, después empujó.
―¿Estás bien?
Se movió lentamente y volvió a empujar para que me pudiera adaptar a
su tamaño. Doblé las piernas y clavé las uñas en los músculos tensos de sus
brazos. Bajé la mirada entre nuestros cuerpos y busqué el punto en que
estaban unidos. Viktor siguió el curso de mi mirada y soltó un gruñido
cuando encogí los músculos de mi entrepierna alrededor de la suya.
Levantó la mirada y me miró con adoración. Su pelo, del color de la arena
mojada, se pegaba a su frente perlada y el fino vello de su pecho brillaba
bajo la luz tenue de la lámpara a un lado.
Eres perfecto.
Fuera llovía cada vez con más inclemencia.
―Oh, Dea.
Salió casi en su totalidad y volvió a empujar hasta el fondo, enviando
una descarga de placer por todo mi cuerpo que, a modo de respuesta, se
arqueó.
No pares…
Me aferré a sus brazos, sin dejar de gemir y encoger los músculos
internos de mi parte íntima. Incitándolo a moverse más rápido y sin tantos
miramientos, con una entrega y una pasión que me dejó sin aliento.
No quiero que acabe nunca este día.
―Te amo, Dea.
Y entonces, antes de que pudiera asimilar su confesión, bruscamente,
comenzó a entrar y a salir de mí con tanta fuerza y con tanta rapidez que
creí que me desmayaría. Grité de placer y de pasión cuando el clímax me
envolvió por completo, provocando convulsiones y gemidos que Viktor
aspiró con su boca hambrienta sin dejar de moverse un solo instante.
Soy tuya para siempre.
―Oh, Dea… ―jadeó sobre mis labios, justo cuando un trueno feroz
retumbó en el cielo―. Dea… ―le envolví la cintura con las piernas y el
cuello con los brazos, pegándolo todavía más a mi cuerpo sudoroso―. Te
amo… ―soltó un gemido ronco y convulsionó contra mí―. Gott…
―enterró la cara en mi cuello y tensó todos los músculos de su espalda.
Se movió cada vez más despacio, hasta detenerse. Respiró con fuerza y
después permaneció encima de mí durante unos minutos. Lo abracé con
todas mis fuerzas y le susurré al oído:
―Te amo, Viktor.
Segunda Parte

Nuestro destino
Capítulo 21
Dea

Dos días después…

Las bombas.
El dolor.
Los gritos.
El odio.
La muerte.

C ada noche trataba de anular aquellos recuerdos que marcaron un antes


y un después en mí. Nunca, hasta aquel día, había vivido la guerra de
tan cerca.
Y era horrible.
La vida era tan corta y la dicha tan pasajera que, dependía de nosotros
disfrutarla o no.
Y yo decidí disfrutarla.
Viktor llegó a la casa tras el mediodía y me cogió tan pronto como entró.
Le rodeé la cintura con las piernas y el cuello con los brazos mientras me
perdía en sus apasionados besos. Me puso sobre la mesa sin dejar de
besarme un solo segundo. No llevábamos ni cinco horas desde la última vez
que nos amamos. Pero nuestros cuerpos necesitaban sentirse una vez más.
―Te eché de menos, Dea.
Descendió su boca por mi cuello y empezó a dibujarlo con la boca a la
vez que me quitaba la ropa.
―Y yo a ti, Viktor.
En menos de cinco minutos, estaba completamente desnuda debajo él.
—Oh, Viktor… —gemí.
Me soltó el pelo y después dibujó un largo camino de besos por mi torso,
hasta llegar a mi entrepierna, donde hundió su lengua. Enredé los dedos en
su pelo dorado y me arqueé con fuerza cuando aumentó el ritmo de sus
caricias. Su lengua era primitiva, salvaje e implacable y el gemido que
brotó de mi garganta lo dejaba claro.
—Eres deliciosa —susurró tras apartarse y clavar los ojos en los míos—,
me vuelves loco, Dea.
Nunca me habían hecho aquello antes. Luigi era un hombre bastante
anticuado en la intimidad, para él aquellas caricias eran pecado. No lo
culpaba, ya que su madre lo había criado a base de golpes y estricta
creencia religiosa.
Dios santo…
Su lengua barrió mi parte íntima de arriba abajo, de tal modo que un
grito fue mi única respuesta. La sensación de placer me recorrió de pies a
cabeza.
—Nunca me hicieron eso… —jadeé, con la mano en la cabeza―. Antes
de ti.
Viktor levantó la cabeza de mi entrepierna y me miró con ojos
soñadores. Esbocé una sonrisa al ver aquel brillo peculiar en sus ojos. Era
sorpresa, pero también júbilo.
―Me siento halagado.
Se enderezó y me atrajo hacia sí. Me senté en la mesa antes de rodearle
el cuello con los brazos y la cintura con las piernas.
—Yo tampoco lo hice antes —me confesó con cierta timidez—, mi
mujer no me lo permitió —reclinó la frente sobre la mía y suspiró hondo―.
Me fascina poder tener algo solo nuestro.
Nos miramos con intensidad mientras nuestros latidos se fusionaban en
uno solo. Había complicidad en nuestras miradas, había deseo y amor,
mucho amor.
—Tengo miedo, Viktor.
La guerra no tenía piedad de nadie y temía lo peor. No quería pensar
siquiera en la posibilidad de que algo le pasara. Me moriría de tristeza. No
lo soportaría.
—Lucharé por ti —proclamó con firmeza—, antes lo hacía por
obligación —reconoció algo cohibido—, pero ahora… —posé el dedo
índice en sus labios y no lo dejé terminar su frase.
Le quité los tirantes y luego la camisa en un mutismo sepulcral que
aullaba por encima de lo audible los secretos más misteriosos de nuestras
almas. Cuando los ojos hablaban, la boca simplemente callaba. Viktor me
cogió en brazos y me llevó a su cama.
―¿Por qué no en mi cama?
Enarcó una ceja.
―Porque allí estuviste con tu marido.
Una de mis cejas se arqueó.
―Y, aunque suene ridículo, siento celos de él ―rozó la punta de la nariz
contra la mía―. De haberte conocido antes que yo.
Le sujeté el rostro con las manos y realicé el mismo gesto que él, rocé la
punta de mi nariz contra la suya.
―Aunque no tenga lógica, yo también siento lo mismo por tu esposa.
Nos sonrojamos como dos granas.
―¿Eso es normal?
Nada de lo que sentimos en este momento lo es, mi amor.
―El amor es tan complejo como el destino.
Se acomodó entre mis piernas tras quitarse el resto de su ropa. El simple
roce de nuestras pieles me robó un largo suspiro. ¿Siempre reaccionaría de
aquel modo ante sus caricias?
Siempre.
—El destino suele ser misterioso —farfulló tras besarme los labios con
ternura—, como el amor.
Lo que alguna vez sentí por Luigi, no se podía comparar con esto que
sentía por Viktor.
Era mucho más fuerte.
Incontrolable.
Y abrumador.
Quise a mi marido, pero nunca de esta manera tan intensa que incluso
era incapaz de respirar con normalidad cuando lo tenía a mi lado.
―Mírame, Dea.
Me penetró lentamente mientras nuestras lenguas se fundían en una sola.
Al inicio siempre era dócil hasta que la pasión estallaba en nosotros y toda
delicadeza desaparecía.
—Oh, Viktor… —gemí mientras el sudor empapaba nuestros cuerpos.
Salió de mí de golpe y solté un gemido de indignación.
―¿Qué haces?
Deslicé los ojos en su escultural cuerpo calado en sudor. Se dirigió a mi
habitación y cogió algo. Me senté en la cama con el corazón latiéndome a
mil por hora. Volvió con el espejo de cuerpo entero y lo colocó a unos
metros de la cama.
—¿Qué pretendes hacer? —le pregunté algo descolocada.
Me cogió en brazos y se arrodilló delante del espejo sobre la alfombra.
Me ruboricé, fue inevitable. Aquello era demasiado para mí.
―Viktor, yo… ―me besó en los labios e impidió que terminara mi
frase.
Me estremecí cuando giró mi rostro y me instó a mirar hacia el espejo,
donde me encontré con una mujer de curvas voluptuosas, mejillas
sonrojadas y mirada temerosa. Ya no era la misma chica de años atrás, había
cambiado con el paso del tiempo y el embarazo. Y él se dio cuenta, ya que,
en más de una ocasión, intenté cubrirme el cuerpo tras el clímax.
—Quiero que veas con tus propios ojos cómo me entrego a ti, Dea.
El sudor hacía brillar nuestras pieles.
―Viktor ―vacilé― yo… ―sujetó mi cintura con las manos y recorrió
mi nuca con los labios, erizándome toda la piel―. ¿Qué pretendes? ―jadeé
cuando sus manos acariciaron mis senos con suavidad.
Rozó su erección contra mis nalgas.
―Amarte, solo eso, Dea.
Lo miré con ojos melosos, como si estuviera a punto de ser fusilada por
error. Y una vez más, me encontré con los suyos, llenos de amor, dulzura y
pasión. Viktor era, sin lugar a dudas, el ser más sublime que Dios creo.
―Demostrarte cuánto te deseo.
Y era mío, solo mío.
―Demuéstramelo.
Me pegó a su cuerpo sudoroso y deslizó la mano por mi entrepierna.
Cuando sus dedos se perdieron entre los pliegues, tuve que morderme los
labios para no gritar.
―Mírame ―me rogó―. A través del espejo.
Giré el rostro y observé atenta cada uno de sus gestos.
―Oh, Viktor… ―tensé las manos en sus brazos para no perderme, para
no caer al abismo―. No pares… ―la timidez se marchó y dio paso a la
entrega.
Con una agilidad increíble, antes de que tocara el cielo por segunda vez,
me penetró con mucho cuidado.
―Oh, Dea.
Solté un gemido de placer cuando empezó a moverse con mucha fuerza.
Me sujetó por la cintura y empezó un baile erótico que me hizo perder por
completo el control de mis emociones.
—Mira el espejo —me pidió.
Estábamos de rodillas, sumidos por el deseo que sentíamos el uno por el
otro. Viktor apretujó mis senos con las manos mientras yo me aferraba a sus
fuertes brazos para no perder el equilibrio. Se sentó sobre las piernas y me
acomodó sobre los muslos al tiempo que me acariciaba la parte íntima con
los dedos. Le clavé las uñas cuando la pasión me atravesó como un rayo.
—¡Oh, Dios santo! —grité cuando el orgasmo me bañó en oleadas―.
No… pares… ―estaba exhausta, pero mi cuerpo quería más.
Perdí el equilibrio cuando sus embestidas fueron más violentas y
salvajes. Sujeté la alfombra con las manos y levanté la vista hacia el espejo.
Verlo mientras me embestía, bañado en sudor y con la cara marcada por las
líneas de expresión, envió una oleada de calor a mi entrepierna y en menos
de dos segundos, volví a gritar, justo cuando él lo hizo.
—Te amo —susurré sin fuerzas.
Viktor dio una última sacudida contra mi cuerpo, una que lo derrumbó
sobre mí.
—Y yo a ti, Dea.

Me dolía todo el cuerpo cuando salí de la cama para ir al cuarto de baño.


Viktor era un hombre lleno de energía y el hecho de que llevaba muchos
años sin estar con una mujer, hacía que su libídine fuera implacable. No
sabía que un hombre podía tener tanta vitalidad.
¿Y tú qué, Dea?
Por primera vez en toda mi vida, había hecho cosas que nunca pensé que
haría con un hombre y menos con uno que no fuera mi marido.
Dios santo.
El recuerdo abrasó mis mejillas. Me las toqué con las palmas y sentí el
calor que emanaba de ellas. ¡Estaban ardiendo! Ahora cubrí mis ojos para
ocultar mi vergüenza al traer a la mente lo que le hice tras bañarnos,
arrodillada delante de él y con tanta avidez por sentirlo en mi boca.
Madre mía.
No me pareció justo que solo él lo hiciera y decidí ser más osada de lo
que jamás fui antes.
Y fue delicioso.
Verlo gemir y entregarse a la pasión, fue uno de los momentos más
sublimes de nuestra conexión.
Nuestra comunión.
Sonreí como una adolescente enamorada. Lo que teníamos los dos no
era solo una complicidad íntima, sino una verdadera comunión de almas.
¿De dónde nos conocíamos de verdad?
―De otra vida.
Estaba segura de ello, completamente. Observé a Viktor durmiendo
pacíficamente; la luz de la luna se reflejaba en su hermoso rostro y en su
espalda descubierta. Tenía la sábana hasta el inicio de sus nalgas, dejando a
la vista la tentadora curvatura que me obligó a morder la piel interna de las
mejillas. Me mordí el labio antes de acercarme. Llevaba únicamente la
enagua celeste que él me había regalado. Me senté a su lado y empecé a
recorrer su espalda del color del melocotón con el dedo. Me encantaba
cuando los músculos firmes se tensaban y la piel se le erizaba al mismo
tiempo.
―Cielo… ―susurró sin moverse.
Estaba abrazado a la almohada y con el rostro hacia el otro lado.
Observé con fascinación sus pecas y lunares, repartidos por todo el dorso
bajo el fino vello dorado.
―Shhh… ―musité y proseguí―. Descansa, mi amor.
Clavé los ojos en sus torneadas y firmes piernas, tan blancas como la
leche. Cuando le toqué el cuello, sentí lo tenso que estaba y le masajeé,
robándole un gemido de placer.
―Estoy en el paraíso ―farfulló soñoliento―. ¿No?
Empecé a depositar dulces besos y pequeños mordisquitos a lo largo de
su ancha espalda. Cada vez que sus músculos reaccionaban, le lamía.
―Oh, Dea ―se dio la vuelta lentamente y me regaló una de sus
encantadoras sonrisas derrite corazones―. ¿Qué me estás haciendo? ―me
puse a horcajadas sobre su regazo cubierto por la sábana y empecé a besarle
el pecho―. ¿No te basta con tenerme completamente rendido a tus pies?
Levanté la vista justo cuando lamía su tetilla. Lamí, besé, chupé y la
mordisqueé con mucha lascivia, tanta que, sus manos terminaron sujetando
mi cabeza.
―Creo que no… ―jadeó con los ojos cerrados―. Dios, nunca pensé
amar tanto a alguien ―su declaración me estremeció―. Nunca.
Me tumbó en la cama con cuidado y se precipitó sobre mí. Puso la frente
en la mía y suspiró hondo, como si algo le pesara mucho.
―No quiero que esto acabe nunca, Dea.
En sus ojos vi miedo y también dolor.
―Yo tampoco quiero que acabe nunca, Viktor.
Nos quedamos en silencio, mirándonos fijo y con la respiración agitada.
Le rodeé el cuello con los brazos y traté de descifrar lo que me quería decir
a través de sus ojos.
―Nunca tuve esto, Dea.
¿Qué me quería decir? ¿A qué se refería exactamente? No podía pensar
teniéndolo tan cerca y mirándome de aquel modo tan… tan… ¿único? No
encontraba palabras para definir su mirada en aquel preciso instante.
―Esta conexión tan profunda.
Su imagen se distorsionó un poco, ya que las lágrimas cubrieron mis
ojos, como la emoción mi corazón. deslicé las manos por su cuello hasta
envolverle las mejillas con ellas.
―Es la primera vez que me enamoro de verdad ―su afirmación me
enmudeció―. Que siento cosquilleos en el estómago y en partes de mi
cuerpo que ni siquiera sabía que podían sentir ese tipo de cosas.
¿Mariposas? ¿Hablaba de ellas? Oh, por Dios, yo tampoco las sentí
antes de conocerlo a él.
―Si solo tenemos este instante, quiero que sea eterno, Dea.
Y antes de que pudiera comprender sus palabras o lo que de verdad me
quería decir con ellas, atrapó mis labios en un beso tan intenso, tan
arrollador y apasionado que perdí por completo la sensatez.
Capítulo 22
Viktor

S in perder ni un segundo, cogí el cesto con la ropa sucia y emprendí la


marcha hacia el arroyo. Dea llevaba la tabla de lavar y el jabón. Le
conté un chiste verde, el favorito de Volker y me gané un golpe en el culo
con la tabla. Solté un quejido mientras ella se partía de la risa. ¡Era tan
hermosa cuando reía!
—¿Te cuento uno? ―propuso tras recomponerse―. También es verde.
La miré con una sonrisa bastante socarrona. ¿Conocía chistes verdes?
Enarqué una ceja ante la sorpresa. Me guiñó el ojo con la sonrisa aún más
ensanchada.
—Encantado, mi amor.
Tamborileó el dedo índice sobre los labios, sobre aquellos rojizos y
carnosos labios que me tenían embrujado desde el primer día que la vi.
—¿Te cuento un chiste verde rápido?
Fruncí el ceño.
―Vale.
La miré atento.
―Una lechuga en una moto —soltó risueña y aceleré los pasos sin
decirle nada—. ¡Viktor!
¡Era el peor chiste del mundo!
—Si no te ríes, no habrá mimitos nocturnos —me amenazó.
Me di la vuelta y la miré estupefacto. ¿Estaba amenazando a un oficial
de las SS? ¡Cuánta osadía! Al ver su expresión enfurruñada, no pude evitar
echarme a reír a carcajadas.
—¡Muy bien, teniente!
Dejé el cesto en el suelo y fui a por ella. La cogí en brazos y la giré en el
aire.
—¡Nooo! —gritó al mismo tiempo que cerraba los ojos—, ¡me mareo!
La bajé y la besé con mucha pasión.
—No empieces, Viktor —me rogó al ver mi expresión—, tengo mucha
ropa para lavar… —le besé el cuello con mucha fogosidad—, Viktor, no
podemos hacerlo —gimió—, lo hemos hecho antes de salir de casa…
La puse contra un árbol. Me bajé la cremallera sin rechistar y la penetré
tras levantar la falda de su vestido. Dea clavó las uñas en mis nalgas y me
robó un gemido de dolor.
—Eres tan salvaje —le susurré sobre los labios y empecé a moverme
con mucha rapidez.
No duramos mucho tiempo y cuando el clímax se adueñó de los dos,
ahogué sus gemidos con mi boca, besándola para calmarla. Sentir cómo
convulsionaba contra mi cuerpo era como mínimo un elixir.
—¿Estamos locos? —me preguntó mientras se arreglaba el vestido.
Le di un beso a modo de respuesta.
—Completamente.
Cogí el cesto de ropa y nos enfilamos al fin al arroyo, que por aquella
hora estaba desértico.
―Iba a otro arroyo ―comentó tras sacarse los zapatos―. Pero después
de los ataques… ―no pudo terminar la frase, no era necesario―. Espero
que el hombre que vivía allí… ―me miró algo vacilante―, esté bien.
¿De qué estaba hablando? Como si me hubiera leído la mente, me contó
la historia del viudo alemán de unos cincuenta años que vivía en la casa
cerca del arroyo y su trágica historia de amor.
―Qué triste ―repuse, pero no me adentré en el tema―. No quiero que
vuelvas allí… ―me miró apenada―. Los partisanos están por todas partes
―recalqué con la pena estampada en la mirada―. No olvides que un oficial
nazi vive contigo… ―aparté un mechón de su pelo de su rostro―. Y que
ese oficial… ―la estreché entre mis brazos―, está locamente enamorado
de ti.
Me rodeó el cuello con los brazos y me regaló una dulce sonrisa.
―¿Locamente?
Le besé la punta de la nariz con cariño.
―Como ella de él.
Enarcó una ceja y sonrió con malicia.
―¿Sí?
Le mordí el labio inferior con suavidad.
―Es que ese oficial es demasiado guapo y todas las mujeres lo desean
―me mofé―. Pero él solo la desea a ella… ―le besé los labios―. Solo a
ella.
El beso se profundizó, hasta que ella se alejó y me recordó lo que
teníamos que hacer allí.
Scheiße!
―Debo lavar ropa, teniente ―me dedicó el saludo militar.
Le di una palmadita en la nalga y se echó a reír.
―Muy bien, soldado Fiore.
Me quité la camisa y las botas. Dea cogió unas prendas, pero le dije que
no era necesario entrar en el agua. Sus ojos brillaron con intensidad.
—Tú sólo pásame las prendas, ¿de acuerdo?
Me miró con picardía desde su sitio.
—Un oficial de las SS metido en un arroyo, descamisado y haciendo el
trabajo de una mujer es tan excitante ―azuzó en un tono muy sensual.
La miré con el ceño fruncido.
—Dea, no podemos hacerlo cada cinco minutos —me mofé y ella abrió
mucho la boca—, ya sabes… —me reí al ver su mueca.
Me agaché para lavar unas braguitas suyas, tras olisquearlas. Se acercó
sigilosamente y me dio un empellón. Me caí de cabeza en el agua.
—¡Dea!
Cuando salí, Dea tenía tal ataque de risa que tardó unos segundos en
emprender la huida. Le di caza en tres zancadas y la llevé hasta el arroyo a
pasos firmes.
―¡Ni se te ocurra, Viktor! —me advirtió, pero la ignoré―. ¡Viktor!
Salté al agua con ella en brazos.
―¡Nooo!
Me eché a reír a carcajadas. Mi risa y sus gritos se entremezclaron en
una sola sinfonía.
—¡Viktor!
Comenzó a dar manotazos en el agua para salpicarme.
―Aquí estoy, mi amor.
La cogí en brazos, la levanté en el aire y comencé a besarla.
—No me beses —protestó y me empujó.
Se me echó encima dispuesta a hundirme, pero no pesaba lo suficiente
como para lograr su malévolo objetivo.
—¡Mis bragas! —gritó y me desconcentró―. ¡Son mis favoritas!
Su ropa íntima fue arrastrada por la corriente. Fui a recogerlas a toda
prisa. ¡No quería que algún pervertido la encontrara! Salí del agua en
cuanto acabé de recoger las prendas.
—¿Por qué me miras así? —cuestionó con la expresión desencajada—,
Viktor… ―dio un paso hacia atrás―. No me mires así, estoy enfadada.
Me mordí el labio inferior con voracidad.
—Mírate los pezones.
Se cubrió con los brazos.
―Viktor, acabamos de hacerlo ―me recordó con la voz entrecortada―.
No es normal hacerlo tantas veces.
Cuando empecé a besarle el cuello y a rozar mi cuerpo contra el suyo,
cambió de opinión o, al menos eso me pareció cuando empezó a gemir.
—Rodéame con las piernas ―le rogué con la voz entrecortada.
Me rodeó el cuello con los brazos y comenzó a besarme mientras
envolvía mi cintura con las piernas.
—Ábrelas y sujétame con ellas.
Le puse una mano en las nalgas para sostenerla, y con la otra le levanté
una pierna y se la apoyé en la cintura. Miré hacia los lados y al no ver a
nadie, me bajé la cremallera y la ensarté de un solo embate.
—No sé qué me hiciste, Dea.
Ella se abrazó a mí con fuerza mientras yo la embestía bajo el agua sin
parar, removiendo todo a nuestro alrededor. Dea me mordió el hombro
cuando aumenté el ritmo. Los músculos de su sexo se encogieron alrededor
de mi miembro cuando el orgasmo la partió en dos. La seguí poco tiempo
después.
—¡Jesucristo! —gritó—. ¡Padre nuestro!
Cuando abrí los ojos, aparecieron tres mujeres del pueblo en mi enfoque,
cargadas con los cestos de la ropa sucia.
―No estamos solos ―farfullé y Dea casi se atragantó―. Tranquila, no
se darán cuenta de nada ―me hundí en el agua para que pudiera arreglarse
la ropa―. No hemos hecho nada malo.
Las mujeres nos miraban con una expresión de reproche unánime.
―Dios mío, ¡qué vergüenza! ―chilló Dea al apartarse―. Pensarán lo
peor de mí.
Una de ellas carraspeó con fuerza y le robó por completo la atención a
Dea. Giró a cámara lenta su rostro hacia ellas.
—Hola, Dina ―saludó a una.
Aquellas mujeres la condenaron duramente con la mirada.
—Nos vamos —anuncié en tono severo—, al otro lado —le susurré y
ella asintió.
Salimos del agua a toda prisa y cogimos nuestro cesto.
—Mañana seré la comidilla de todo San Michelle —comentó Dea en
voz baja—, ¡qué mala suerte!
La atraje hacia mí.
Podrían haber aparecido tres minutos antes y hubiera sido peor.
Dea miró hacia atrás y resopló acto seguido.
—Están hablando de nosotros.
Le cogí de la mano.
―Dea.
Me miró a los ojos y se estremeció al ver el deje de mis ojos,
ensombrecidos y tristes. No quería estropear aquel idílico día, pero ante lo
sucedido, me vi obligado a hacerlo. Tal vez su azoramiento sea engullido
por la triste noticia que le daría a continuación.
―Mañana debo viajar con mi pelotón a Florencia.
Sus ojos se nublaron.
―Por dos días o más, dependerá de cómo vayan las cosas.
Cinco malditos días.
―Viktor ―gimió como si acabara de meterle una lanza en el corazón―.
¿Me prometes que te cuidarás? ―se acercó y acunó mi rostro entre las
manos, sin importarle en lo más mínimo lo que pudieran o no decir aquellas
mujeres de nosotros―. Por favor, prométemelo.
Le di un dulce beso en los labios.
―Lo prometo.
Se dio la vuelta y aceleró los pasos hacia el otro lado del arroyo. La miré
estupefacto. ¿Por qué huía de mí? ¿No deberíamos estar juntos antes de mi
partida?
—¿Por qué la prisa?
Miró hacia sus pechos con picardía.
—¿No es evidente?
Me detuve en seco al captar lo que se encontraba detrás de aquella
afirmación.
—Súbete a mis espaldas —le exigí y ella me miró con estupor—, pesas
menos que mi mochila de campaña.
Llegamos al otro lado del arroyo en menos de media hora y repetimos
nuestro incansable ritual de amor. Después lavamos la ropa entre bromas y
risas. No quería despertarme de aquel sueño, nunca.
¡La vida era hermosa a su lado!
Dea estaba desnuda encima de mí, con las manos apoyadas en mi pecho.
Yo doblé un brazo bajo la cabeza a modo de almohada a la vez que
flexionaba una pierna.
―¿Me enseñarás a disparar?
Le besé la frente sudorosa.
―Sí, al volver ―le prometí.
Acabábamos de hacer el amor, a horas de mi viaje a Florencia.
—¿Cómo funciona?
—¿Cómo funciona qué?
—Un mortero.
La miré con socarronería. ¿Pretendía alistarse al Ejército? Me miró
expectante a través de sus largas y espesas pestañas castañas. Le acaricié la
mejilla con ternura y ella sonrió.
—Un mortero tiene el cañón largo —le toqué su nariz—. Lo apuntas en
un ángulo de cuarenta y cinco grados.
—¿Y qué más?
—Metes una granada en el cañón. Cae hasta el fondo, golpea en el
percutor, estalla la carga impulsora y la granada sale disparada a una
velocidad de setecientos metros por segundo.
—Vaya —musitó impresionada—, eso suena peligroso.
Esbocé una sonrisa al mismo tiempo que asentía con la cabeza.
—Como el amor —repuso en un susurro—, cuando estalla en tu
corazón, no hay como huir de él.
La rodeé con los brazos cuando apoyó la cabeza en mi pecho.
—Contra él estoy completamente desarmado, Dea.
El silencio nos envolvió por unos segundos, rellenados por nuestra
respiración agitada, el canto de los grillos y el relinchar de Giada en su
establo. Dea levantó la cabeza y me miró curiosa.
―Lamento lo de tu hija.
Aquel día nos pusimos a hablar del pasado. Yo le conté cómo fue mi
relación con Emma y cuánto tardamos en concebir a nuestro primer hijo.
Dea, a su vez, me contó sobre los abortos que sufrió antes de su hijo.
Tres abortos.
Tres ilusiones rotas.
Muchas lágrimas.
―Yo también, Dea.
Le aparté un mechón de su precioso rostro arrebolado y la miré con
adoración. Nunca sentía aquello por mi esposa, mi hermano siempre me
decía que lo único que me impulsó a casarme con Emma fue lástima, por la
vida que tenía y el desprecio constante de sus padres, ya que era una mujer
enfermiza y débil.
―Luigi no volvió a tocarme ―me confesó de repente y me congeló la
respiración― después de la muerte de Giuliano, jamás volvió a tocarme.
Tragué con fuerza.
―Una vez… ―la voz se le quebró por completo―, llegué a
arrodillarme delante de él ―apreté con fuerza los dientes―, en la cama,
completamente desnuda y humillada ―sus ojos se nublaron y los míos se
oscurecieron por completo―. Se levantó sin decirme nada y se marchó para
jamás volver… ―una lágrima recorrió su mejilla lentamente, una que
rescaté con el pulgar―. Nunca me perdonó… ―se estremeció―, y durante
años sentí que estar sola era mi castigo por haber sido tan mala madre.
La atraje hacia mí y la estreché con fuerza. Dea rompió a llorar la cuota
que aún le faltaba. Los ojos se me llenaron de lágrimas ante el dolor que la
corroía por dentro y la impotencia que sentía al no saber cómo consolarla.
Una mano helada estrujó mi corazón con saña y sin saber por qué, le
confesé mi mayor secreto.
―Mi hijo murió al nacer… ―temblé como una hoja―. Y mi esposa
perdió el conocimiento durante el parto.
Dea levantó lentamente la cabeza de mi pecho empapado por sus
lágrimas.
―¿Cómo?
Una lágrima rodó por mi mejilla al mismo compás que otra en la suya.
―Desesperado, cambié a mi hijo muerto por una niña ―una daga
atravesó mi alma y la desgarró―.Emma… ―un gemido de dolor se me
escapó de lo más hondo de mi ser―, murió sin saber que aquella niña que
amábamos con toda el alma, no era nuestra…
Rompí a llorar como nunca lo hice en el funeral de mi hijo, a quien velé
y enterré solo. Dea llevó las manos a su boca y ahogó un sollozo
desconsolado.
―Oh, Viktor…
Se sentó a horcajadas en mi regazo y sujetó mi cabeza con la mano
contra su pecho. La estreché con tanta fuerza que, pensé que la partiría en
dos.
―Lo siento, mi amor ―repetía, llorando―. Lo siento.
Algunos secretos unían a dos almas para siempre, aquel nos uniría a los
dos más allá de la propia muerte.
Capítulo 23
Volker

E ntrelacé las manos en la espalda y caminé delante de los cadáveres, en


su mayoría, eran mujeres y niños. Apreté con fuerza la mandíbula al
ver a una mujer muy parecida a ella. La inspeccioné mejor y tras comprobar
que no lo era, solté una gran bocanada de aire de los pulmones. Me pasaba
cada vez que veía un cuerpo femenino sin vida. No podía evitarlo. Era
superior a mi propia voluntad.
¿En serio estás preocupado por alguien que apenas has visto, Volker?
También inconscientemente me encontraba observando a cada mujer que
veía a mi paso, inconscientemente, la buscaba a ella.
¿Te pasó algo? ¿Fuiste víctima de los últimos bombardeos? ¿Necesitas
ayuda? ¿Morfina?
No sabía por qué razón no podía olvidarla. No era solo por su
exuberante belleza, no. La atracción o curiosidad que despertaba en mí era
distinta. Aunque, en más de una ocasión, pensé en ella mientras trataba de
desconectarme del mundo a través del placer solitario. Últimamente, ya no
fumaba opio o bebía para alcanzar la cima.
Solo tengo que pensar en ti.
―¡Joder! ―refunfuñé molesto―. ¡Basta!
¡La guerra es lo único que debe importarte!
Llegué al mediodía al pueblo San Romano, con mi pelotón y una fiebre
de casi cuarenta grados. Pillé un resfriado durante el viaje de regreso.
Estornudaba cada dos segundos y sentía un dolor de cabeza horrible cada
vez que lo hacía.
Mi superior me ordenó que encontrara al asesino del Comandante von
Greim. Infelizmente, muchos inocentes pagarían aquella muerte con sus
vidas.
—¡Heinrich! —saludé a mi amigo―. ¡No esperaba verte aquí!
Nos estrechamos con afecto.
―Estás ardiendo en fiebre, Volker.
—Un maldito resfriado me tomó de rehén durante el viaje.
Temía haber cogido tifus en el campo, pero era solo un resfriado, tenía
sus ventajas ser médico.
—Debemos encontrar a los partisanos que esconden a Gino Berretti.
Los aliados estaban cada vez más cerca de invadir Italia y el tal Gino
Berretti podría estar implicado en ello. Quizá conocía alguna ruta secreta de
los mismos que podía ayudarnos a eliminarlos, según mi superior.
—Bienvenido —apostilló Heinrich y me invitó a una copa—, el general
está en Florencia —me comentó durante el camino hacia el bar—, vuelve
dentro de tres días.
Tres días era mucho tiempo para estar sin hacer nada, así que haría
algunas cosas por cuenta propia. Moría por ver a Viktor. Tenía su dirección
anotada en un papel metido en mi guerrera. Según me dijeron, estaba muy
cerca de aquí.
―Unas cervezas te harán bien, Volker.
Entramos en el local y Heinrich me presentó a una de las prostitutas. Era
muy guapa y demasiado joven. No tendría ni veinte años. Me miró con
deseo y ni siquiera lo disimuló. Clavé la vista en sus senos pronunciados,
pero no sentí nada por ella. Desvié la mirada hacia Heinrich.
—Se llama Verónica.
―Buenas noches ―la saludé como si no fuera una meretriz.
Mi camarada sonrió de lado.
―Buenas noches, señor ―me devolvió el saludo.
Me dolía mucho la cabeza, la garganta y la fiebre me debilitaba bastante,
así que le repliqué con un cabeceo que no sabía si era una afirmación o no.
―¿Cómo está Margot?
Mi amigo estaba casado y tenía tres hijos, pero la fidelidad no formaba
parte de su carácter, claro estaba.
―Está sana y salva en la casa de mis suegros. ―No me miró―. Soy un
hombre y tengo mis necesidades.
Sonreí de lado y le palmeé la espalda con afecto.
―Debo buscar a mi hermano.
Los ojos de Heinrich se oscurecieron.
―Está en un pueblo llamado: San Michelle ―repuse al mirar el papel
donde tenía anotado la dirección―. Llevamos tiempo sin vernos.
Bebí una copa antes de dirigirme a la casa donde estaba instalado mi
hermano. Durante el camino, contemplé con ojos melosos el lugar repleto
de colinas, tilos, girasoles y amapolas. Parecía un cuadro paisajístico
pintado por algún gran artista.
«Tilo» susurré emocionado al reconocer el aroma peculiar de aquel
árbol. Cuando éramos niños, solíamos venir a La Toscana en las vacaciones
de verano, en la villa de la familia, a donde nunca volvimos tras la muerte
de nuestros padres y nuestra hermana.
―Es aquí ―murmuré antes de aparcar el coche―. Qué pueblo tan
pequeño ―bajé y cerré la puerta tras estornudar―. Dios… ―me limpié
con el pañuelo―. Esto no pinta nada bien.
Me arreglé la guerrera, el cinto y la pistola. Llevaba los guantes y
también el gorro de plato. Pero no cogí mis cosas, probablemente, iría a
dormir a mi casa. Levanté la cabeza para escrudiñar el cielo plomizo.
―¿Lloverá?
Me enfilé hacia la casa de la mujer, que tenía embelesado a mi hermano,
a grandes zancadas. A pocos metros de mí, vi el puente medieval que Viktor
mencionó en sus cartas. Miré a los costados para cerciorarme de que no
hubiera otro. Al menos por las cercanías no había. Tenía que ser ese. A
mitad de camino, una mujer gritó a todo pulmón.
―¡Amore mio!
La busqué con la vista y palidecí al reconocerla.
¿Era ella?
―¡Llegaste mucho antes!
Corrió hacia mí y se lanzó a mis brazos antes de que pudiera replicarle.
Mi gorro cayó a un lado ante el fuerte impacto de nuestros cuerpos. Antes
de que me recuperara de la impresión, me rodeó la cintura con las piernas y
el cuello con los brazos. Capturó mis labios en un apasionado beso, que me
desarmó por completo. Su lengua, dócil y suave, acarició la mía mientras
una de mis manos la sujetaba por la nuca con suma delicadeza. Cuando fui
consciente de quién era ella, la pasión me dominó y la besé con ferocidad,
tragándome cada gemido o suspiro que se le escapaba. Sujetó mi nuca con
las manos y profundizó aún más su caricia y apretándose a mí con tan
ahínco que el aire apenas me llegaba a los pulmones. Me senté en la
barandilla de piedra del puente y le devoré la boca con ansia feroz.
¿Qué estoy haciendo?
No podía controlar mi cuerpo y, mucho menos, mis emociones. Aquella
mujer despertaba cosas en mí que llevaba años sin sentir. Cuando su lengua
empezó un baile con la mía, perdí por completo la noción de todo. No
quedaba nada más, solo este beso que derrumbaba el muro de cemento que
había construido alrededor de mi corazón.
—Te eché de menos, mi amor —declaró tras apartarse de mis labios
hinchados—, tienes mucha fiebre, Viktor.
¿Viktor?
Todo se paralizó dentro y fuera de mí. El pulso se me aceleró y las
pupilas se dilataron. La miré como si acabara de darme un puñetazo en el
estómago.
¿Dea?
―¿Por qué me miras así, mi amor?
Y solo entonces fui consciente de que aquel beso no me pertenecía, que
era ajeno, robado. Me sonrojé como solo a un adolescente le hubiera
pasado.
¿Por qué el destino permitió esta maldita casualidad?
La miré con atención y traté de disimular la fascinación que despertaba
de mí. Acarició mis mejillas enfebrecidas y me lamió los labios con cariño.
Puso la frente en la mía y rozó la punta de la nariz en la mía con tanta
delicadeza que me robó un jadeo. Llevaba días pensando en ella,
preguntándome cómo estaba o qué le había pasado. Apreté la mandíbula
con brío cuando me dio dulces besos en la cara, ignorando por completo
quién era. La debilidad me hizo flaquear y no reaccioné hasta que intentó
besarme otra vez.
―¿Tú eres Dea?
La sangre abandonó su rostro cuando lancé mi pregunta. Me miró como
si fuera un fantasma y se estremeció de arriba abajo.
―Dios mío ―jadeó al comprender quién era en realidad―. ¡Madonna
santa!
Un suspiro se me escapó de lo más hondo de mi ser, uno que estaba
cargado de agobio y culpa. ¡Dios mío! ¡Acababa de besar a la mujer que
Viktor amaba! A ella, a la mujer que no conseguía arrancar de la cabeza los
últimos días.
—No soy Viktor —le aclaré con la voz apagada y ella abrió mucho los
ojos—, soy su hermano gemelo, Volker.
Se apartó de mí como si acabara de recibir una potente descarga
eléctrica y casi perdió el equilibrio. Llevó las manos a su pequeña y carnosa
boca para ahogar un gemido. Me miró como si fuera un asesino y acabara
de apuñalarla.
—Lo siento ―gimoteó, asombrada―. Dios mío… ―me costaba
respirar tanto como a ella―. Sois idénticos.
Exclamó un par de palabras que no comprendí muy bien, la fiebre y el
dolor de cabeza taponaron un poco mis oídos. Me apoyé en la barandilla y
llevé la mano a la sien en busca de sosiego.
―¡Qué vergüenza!
Tenía las mejillas tan sonrojadas como las mías. Llevó las manos,
unidas, a sus labios una vez más. Los rayos del sol, que se filtraban por las
nubes grises, enmarcaron nuestros cuerpos y realzaron nuestro azoramiento
a niveles insospechados.
―Es mi culpa ―la consolé―. No tuve tiempo de avisarle a mi hermano
―mi acento era idéntico al de Viktor, lo deduje por la mirada que me lanzó
al escucharme―. Somos idénticos en todos los sentidos. ―Me refería a la
voz―. Lo siento ―me disculpé antes de coger su mano―. Soy el
Comandante Volker von Richthofen ―giré la mano y deposité un beso en el
dorso―. Mucho gusto, Dea.
Se estremeció como si tuviera mucho frío.
―Mucho gusto, Volker.
Mi nombre resonó en mi caja torácica.
―Bienvenido.
Me ruboricé aún más. ¡Por Dios! ¡No era un adolescente!
―Gracias.
Nos quedamos en silencio, rellenado por el ruido peculiar del arroyo, del
trinar de los pájaros y el relinchar de un caballo. Pero todos aquellos
sonidos, no podían competir con mis latidos.
―Lo siento ―repitió una vez más.
Negué con la cabeza.
―No te preocupes.
Apartó la mano de la mía muy lentamente.
―Sois dos gotas de agua.
Cogí mi gorro del suelo y lo limpié con la mirada clavada en ella todo el
tiempo. Juntó las manos y movió con intranquilidad el pie derecho. Me
apoyé de nuevo en la barandilla y la contemplé con un extraño nudo en la
garganta.
Eres mucho más hermosa de cerca.
La voz de alguien nos arrancó de aquel complejo momento, en que
pactábamos en silencio guardar lo ocurrido. Fue un accidente, un dulce
accidente.
―¡¿Volker?!
Me di la vuelta con una amplia sonrisa en la cara.
—¡Viktor!
Mi hermano me estrechó con mucho afecto entre sus brazos.
―¡Volker!
Acunó mi rostro entre las manos y me miró con una amplia sonrisa en
los labios. Después me dio dos besos y desvió la mirada de mi rostro hacia
Dea, que nos miraba con ojos melosos desde su sitio. Alargó la mano hacia
ella y la tiró hacia él con delicadeza. Rodeó su hombro con el brazo y le dio
un beso en los labios, borrando el rastro de los míos. Mordí la piel interna
de mi mejilla con nerviosismo y bajé la vista hacia mis botas relucientes.
―Volker, te presento a la mujer de mi vida.
La mujer de mi vida. La mujer de mi vida.
Resonó en mi cabeza como un eco feroz.
―Hola, Dea ―alargué la mano hacia ella.
Con timidez, cogió mi mano enguantada y el pulso se me disparó. ¿Por
qué reaccionaba así?
―Hola, Volker.
Giré su mano y le deposité un beso en el dorso.
―Mucho gusto, Dea.
Ninguno apartó la mano por unos segundos, hasta que Viktor habló y me
palmeó la espalda. La mano de Dea se deslizó de la mía lentamente, como
mi mirada de la suya.
―Bienvenido, hermano.

La mano de Viktor se entrelazó con la de Dea, a quien besó en los labios


tras saludarme con un fuerte abrazo de bienvenida. Le susurró algo al oído
y ella sonrió. Desvié la mirada de los dos algo cohibido con la situación. Un
trueno furioso estalló en el cielo y me instó a levantar la vista en un acto
reflejo.
Caerá una tormenta como el otro día.
Mi hermano me dio una palmada cariñosa y me sacó de mi trance.
―Hoy prepararé mi salsa especial ―anunció con una amplia sonrisa―.
Con mucha pimienta, como te gusta.
Dea me miró de reojo, por la expresión de sus ojos, seguía atrapada en lo
ocurrido. Le devolví el gesto a Viktor y desvié la mirada hacia su cara.
―Lo echaba de menos, Viktor.
Nunca fui un hombre muy abierto con respecto a mis emociones, solía
ser incluso distante y frío. Pero al lado de Dea las cosas eran distintas.
Incontrolables.
―¿Cuánto tiempo te quedarás por aquí, hermano?
Entramos en la pequeña casa que pertenecía a Dea. Era acogedora y olía
a café recién hecho. Giré el gorro entre las manos y observé cada rincón con
una rara sensación en el alma.
Tiene su esencia.
Estornudé y mi hermano me tocó la frente con el dorso.
―Tienes fiebre ―realzó con el ceño fruncido―. Mucha fiebre.
Moví la cabeza en un gesto desenfadado para restar importancia a su
preocupación.
―No es para tanto.
Viktor enarcó una ceja.
―¿Puedes comprobarlo, Dea? ―le pidió y apreté los dientes con
fuerza―. Creo que esta noche dormirás aquí, pronto caerá una fuerte
tormenta y no puedo permitir que pilles una pulmonía.
Joder, ¡no soy un crío!
―Dos de mis hombres murieron días atrás por culpa de una estúpida
gripe ―se cruzó de brazos―. Eres médico, sabes a lo que me refiero.
Era solo un resfriado, nada grave. Dea se acercó y se puso de puntillas
para tocarme la mejilla cubierta por una barba de tres días. El simple
contacto me estremeció y una expresión de alarma decoró su hermoso
rostro.
―Estás ardiendo ―declaró con la voz rota―. Te prepararé un té
especial para bajarte la fiebre ―se dio la vuelta y se dirigió a la cocina.
Viktor la siguió y la envolvió entre sus brazos. Le susurró algo al oído y
ella rio por lo bajo. No me moví de mi sitio, me quedé allí, observándolos
con atención mientras trataba de tragar aquel molesto nudo de emociones
que se había formado en la garganta. Carraspeé con fuerza y mi hermano
giró la cabeza para mirarme. Tosí con mucha dificultad. ¡Maldición! Odiaba
sentirme débil.
―Hoy duermes aquí ―manifestó en tono tajante―. Por cierto, ¿te
asignaron alguna casa?
Por mi rango y División sabía que no me enviarían a una casa como
esta. Tampoco a él, pero lo conocía muy bien y era consciente de que aquel
lugar lo eligió él, no su superior. Clavé los ojos en Dea que también había
girado el cuerpo hacia mí. La miré con sigilo y recordé los días que la vi
cerca de la villa que me pertenecía. Viktor nunca supo sobre ella, no tuve
tiempo de hablar del lugar en su momento.
―Me asignaron una mansión en Lucca.
Viktor negó con la cabeza repetidamente.
―¿Lucca? ―se acercó y me tocó el hombro―. Creo que es demasiado
peligroso que te quedes allí ―miró a Dea de reojo―. Los partisanos están
por todas partes y es una locura que alguien como tú, de tu rango y
División, esté allí, en la boca del lobo.
Dea vertió agua caliente en una taza y el aroma que exhaló la infusión
me mareó. ¿Qué le puso? ¿Por qué olía tan mal?
―La casa de al lado está vacía hace unos días ―comentó ella con
timidez―. La dueña murió en el bombardeo ―los ojos se le llenaron de
lágrimas y el corazón me latió con fuerza al verla tan triste―. No… pude…
―el labio inferior empezó a temblarle.
Viktor la estrechó entre sus brazos.
―No te tortures más, mi amor.
Apretujó la cabeza de Dea contra su pecho tras besarle la coronilla. Ella
cerró los ojos tras rodear la cintura de mi hermano con los brazos.
Lo ama.
Se apartó de ella y acunó su delicado rostro entre las manos. Le susurró
algo que la hizo suspirar hondo y después le dio un dulce beso en los labios.
Nunca vi de aquel modo a Viktor antes, tan atento y cariñoso.
Y enamorado.
―Lo siento ―se disculpó ella, azorada―. Hace unos días viví una
terrible experiencia.
Viktor me narró lo que pasó durante un bombardeo en una estación de
tren. En los ojos de ambos brillaron la tristeza y también la alegría al mismo
tiempo. Cogí mi pañuelo limpio de la guerrera y le ofrecí a ella con timidez.
―Gracias.
Cuando lo cogió, sus dedos rozaron los míos y una corriente eléctrica
me recorrió de arriba abajo, lo que me hizo apartar la mano como si acabara
de quemarme. Viktor le secó las lágrimas con sumo cuidado mientras le
dedicaba tiernas palabras de aliento. Sentí algo muy extraño en mi interior,
algo que no tenía lógica alguna. Me di la vuelta y me acerqué a la puerta
para coger un poco de aire fresco.
¿Qué demonios me pasa?
―Me toca preparar la salsa ―subrayó Viktor y se quitó la guerrera―.
Ponte cómodo, Volker.
Al girar el rostro me encontré con la mirada melosa de Dea.
―Vuelvo en unos minutos ―avisé―. Traeré mis cosas.
Caminé a grandes zancadas hasta el coche antes de que pudieran
replicarme. A mitad de camino, me volví y observé la casa por encima del
hombro con un nudo muy molesto en el pecho.
―¡Viktor! ―gritó una niña con un sombrerito rojo cerca del coche―.
¿Me trajiste caramelos?
Ladeé la cabeza y le regalé una sonrisa antes de acuclillarme delante de
ella. ¿Por qué le cortaron el pelo? Supuse que tenía piojos Me miró
expectante y risueña al mismo tiempo. Tenía más o menos la edad de
Angelika.
Mi sobrina.
―Hola, pequeña ―deslicé el dedo en su pequeña nariz de botón―. Esto
te parecerá muy raro, pero no soy Viktor.
Levantó mucho las cejas, abrió con exageración los ojos y la boquita.
Movió la manita en el aire y rechinó los dientes algo conmocionada.
―¿Eres su hermano gemelo?
Viktor le habló de mí.
―Sí.
Entrelazó las manos y dio un paso hacia atrás, un poco intimidada.
―Pero también tengo caramelos.
Sus ojitos brillaron con mucha intensidad cuando abrí la puerta del
coche y cogí mis cosas. Del bolso saqué unas chucherías y se las regalé. Las
miró y se relamió los labios con apetencia antes de dirigirme una mirada
llena de ilusión.
―¡¿Son todas para mí?!
Asentí.
―Todas para ti, pero no debes comértelas todas enseguida, puede darte
dolor de panza.
Cogió la bolsita de plástico repleta de golosinas.
―Gracias, hermano de Viktor.
Una carcajada se me escapó de lo más hondo.
―Me llamo Volker ―le aclaré, sonriente―. ¿Y tú cómo te llamas?
Un caramelo acababa de deslizarse por su lengua.
―Giulia, pero me llaman Giu.
Me acuclillé una vez más y le toqué la mejilla con ternura tras quitarme
el guante de cuero.
―Mucho gusto, Giu.
Me dio un beso en la mejilla y salió disparada hacia el puente. Se detuvo
a mitad de camino y me balanceó su manita a modo de saludo.
―Nos vemos, Volker ―me dirigí hacia el puente con mis cosas y le
dediqué una sonrisa melosa justo cuando mis ojos se encontraron con los de
Dea, que estaba en la puerta de su casa―. ¡Mira, Dea! ―chilló la niña entre
saltos―. ¡Volker me regaló muchos dulces!
Dea le tocó la cabecita con cariño.
―Me alegro mucho, Giu.
Giulia cogió un dulce y se lo ofreció a Dea, que encantada, aceptó.
―Muchas gracias, mi vida.
No me moví de mi sitio, me quedé allí, observándolas y grabando cada
uno de sus movimientos mientras la lluvia empezaba a caer con pereza
sobre el pueblo. Dea levantó la vista de la niña, que salió corriendo hacia lo
que supuse sería su casa.
―¿Era Giulia?
Mi hermano apareció detrás de Dea y envolvió su cintura con los brazos.
―Ya conoció a Volker ―le comentó con una sonrisa que arañó mi caja
torácica―. Y por el regalo que recibió ―me miró con una expresión muy
dócil― quedó encantada con él.
Me aproximé a los dos y los miré con una sonrisa que no me llegaba a
los ojos.
―Me confundió contigo ―le expliqué en un tono cargado de
pesadumbre―. Como solía pasarle a Angelika.
Los ojos de mi hermano se oscurecieron y los míos también. Dea
carraspeó con nerviosismo, imaginé que trajo a colación lo que pasó cuando
llegué. Una oleada de calor me recorrió de arriba abajo al recordar el sabor
de sus labios y la manera en cómo se aferró a mí mientras se perdía en el
beso.
―Mi sobrina siempre se confundía y me llamaba papá ―recalqué con
un dolor sordo en el pecho―. Eso siempre nos pasaba desde niños, ¿no,
Viktor?
Él asintió con un leve cabeceo.
―Tal vez su corazón no ―confesó en alemán y me arrancó un suspiro
de lo más hondo de mi ser―. Él nunca se equivoca, Volker.
Se dio la vuelta y continuó con su labor culinaria. Dea y yo nos miramos
por un instante, el suficiente para que las palabras de mi hermano fueran
absorbidas por mi alma.
No, él nunca se equivoca, Viktor.
Capítulo 24
Dea

L os labios de Viktor capturaron los míos en un beso apasionado, salvaje


y primitivo, tanto o más que sus manos que recorrían mi cuerpo con
ansia feroz. Cuando atacó mi cuello, giré el rostro hacia la puerta, temerosa
y un poco avergonzada. Temía que su hermano nos escuchara. Era
imposible que no lo hiciera. Puse las manos en los fuertes hombros de
Viktor y traté de llamar su atención, pero él estaba demasiado ocupado con
mis senos. Hundí los dedos en su pelo dorado, casi rojizo bajo la luz de la
tenue luz de la mesita de noche y arqueé la espalda para ofrecerle mis
pechos.
―Viktor… ―gemí y le tiré un poco el pelo―. Puede oírnos ―me
apretó la nalga con fuerza y levantó la cabeza para mirarme―. No estamos
solos ―susurré.
Días atrás hicimos el amor en cada rincón de la casa, incluso en el jardín
trasero, pero ahora no estábamos solos y debíamos ser más silenciosos.
―Volker no es un niño y sabe lo que dos enamorados hacen en la
intimidad ―me aclaró con la voz muy ronca―. Así que, no te preocupes
por eso ―volvió a dedicarme un apretón―. Y disfruta ―lamió mis erectos
pezones y fue bajando por mi abdomen hasta llegar a mi entrepierna, donde
se detuvo para enloquecerme―. Dios, eres deliciosa ―ronroneó antes de
soterrar la lengua en mi entrepierna.
Flexioné las piernas, arqueé la espalda y me aferré a su pelo antes de
soltar un gemido de puro placer. Viktor despertaba lo mejor y lo peor de mí.
En sus brazos, simplemente, olvidaba quién era por completo.
―Mi amor ―musité al despertarme―. Tengo mucha sed.
Aparté el brazo de Viktor que reposaba debajo de mis senos. Dormía a
pierna suelta tras nuestra fogosa noche de amor. Esbocé una sonrisa cuando
estuve sentada a horcajadas sobre él y me tapó la boca para ahogar mis
gemidos mientras lo montaba.
―Dios mío ―murmuré algo intimidada―. Soy una libertina.
Mis padres me hubieran repudiado, como Fiama estos últimos días. Mi
amiga ni siquiera disimulaba su animadversión en contra de Viktor, que en
más de una ocasión amenazó con llamar su atención. Sabía muy bien lo que
eso significaba y le imploré que no lo hiciera. Y por mí no lo haría.
―Tesoro mío ―le besé la cabeza antes de ponerme de pie y vestirme.
Salí de la habitación con mucho cuidado para no hacer ningún ruido que
pudiera despertar a Volker. Tragué con fuerza al recordar el beso que le di,
pensando que era Viktor. Giré la perilla de la puerta, pero no la abrí,
petrificada por el recuerdo y las dudas. ¿Por qué me besó de aquel modo?
¿Por qué no me detuvo? ¿Por qué me correspondió? Cerré los ojos y traté
de recuperar el control de mis emociones.
Anula esos pensamientos, Dea.
Abrí la puerta y salí de puntillas. La cerré con sumo cuidado y me
preparé para ir a la cocina, pero me detuve en seco cuando vi a Volker en la
puerta, fumando y con el torso desnudo, atento a la lluvia hasta que giró el
rostro hacia mí. Me miró con una expresión que no sabía cómo definirla.
Cerré aún más el albornoz y llevé la mano al cuello en un acto reflejo.
―Hola ―lo saludé con la respiración muy agitada―. ¿No puedes
dormir?
Lanzó su cigarrillo al patio y me miró con una sonrisa débil en los
labios.
―Me duele mucho la garganta ―repuso con la voz un pelín afónica―.
Y también la cabeza.
Se cruzó de brazos sobre el pecho y ladeó la cabeza. Impresionada, lo
observé con sigilo. Su parecido con Viktor era increíble. A simple vista no
había nada que pudiera diferenciarlos el uno del otro.
―¿Y tú? ―me inquirió y me sacó de mi trance―. ¿Tampoco puedes
dormir? ―se masajeó la nuez de Adán―. ¿Mi hermano ronca mucho?
Me reí por lo bajo antes de negar con un cabeceo.
―Tenía sed ―le contesté tras recomponerme.
Empezó a toser con mucha dificultad y fui a por un vaso de agua. Me
acerqué a él y se lo ofrecí. Bebió un sorbo y la tos se ahogó un poco.
―Gracias, Dea.
Alargué la mano en un acto involuntario para tocarle la mejilla y
comprobar su temperatura. ¡Estaba ardiendo! Cuando pensaba alejarla, puso
la suya sobre ella y me miró a los ojos. Me estremecí, incapaz de apartar la
mano de su mejilla enfebrecida y la vista de sus ojos enrojecidos. Deslizó la
mano por su piel hasta llegar a su frente. Cerró los párpados y suspiró
hondo.
―Dea… ―gimió en un tono apenas audible―, no me siento bien…
―se tambaleó y chocó contra la puerta.
Giré el rostro hacia la puerta de la habitación y grité:
―¡Viktor!
Viktor salió de la habitación como una exhalación tal cual había al
mundo. Cogió a Volker sin problemas y lo llevó a la cama. Lo tumbó con
cuidado y me lanzó una mirada por encima del hombro.
―Tiene mucha fiebre, debemos bajarla ―alegó con la ceja arqueada―.
¿Qué hacías aquí?
Su pregunta fue como recibir una bofetada.
―Tenía sed ―le repliqué en tono suave.
Su expresión se relajó y la mía también.
―¿Puedes traerme agua fresca y unos paños?
Asentí.
―Sí, claro.
Viktor no solo le puso paños fríos en la frente y bajo la axila, sino
también se abrazó a él bajo la manta de lana para bajarle la fiebre. Volker
estuvo a punto de convulsionar por la alta temperatura, pero por fortuna,
logramos bajarla un poco.
―Cielo ―me miró desde su sitio con ojos suplicantes―, ve a dormir.
Volker empezó a murmurar algo que ninguno comprendió.
―Está delirando ―espeté, preocupada―. ¿Tiene alguna infección?
Viktor me tendió el paño de su frente y lo cogí para volver a mojarlo en
el agua fresca.
―Lleva una gran tristeza, Dea.
Su afirmación oprimió mi corazón.
―La pena que carga es mucho más peligrosa que esta fiebre ―apartó la
manta de lana y pude apreciar la capa de sudor que cubría su cuerpo
desnudo―. Mucho más letal ―pasó el paño húmedo por todo su torso,
hasta llegar a la cinturilla de sus pantalones de dormir de seda negra―. Eso
sin mencionar la culpa que atosiga su alma ―Volker se arqueó cuando
Viktor metió el paño por debajo de su pantalón.
Observé cada uno de sus movimientos con atención, demasiada, diría
yo. Cogí el otro paño cuando fui consciente de lo que hacía, de lo que no
pude evitar hacer.
―¿La culpa?
Viktor era muy cerrado con respecto a sus cosas, el hecho de contarme
algo, me hacía sentir especial y también un poco asustada. Guardar secretos
propios ya era complicado y aún más cuando eran ajenos.
―Su gran amor murió ―reveló Viktor con la mirada clavada en su
hermano―. En sus brazos, sin que él pudiera evitarlo.
Los ojos se me llenaron de lágrimas y el corazón dejó de latir en mi
pecho por unos instantes. Llevé las manos, en actitud de oración a la boca,
para ahogar un sollozo.
―Estuvo abrazado al cuerpo de su mujer tres días ―una lágrima rodó
por mi mejilla lentamente―, el dolor lo obligó a dejar todo… ―me miró a
los ojos con profundo dolor―. Incluso al hijo que tuvieron juntos.
Otra lágrima recorrió mi mejilla ante lo que acababa de revelarme. No
necesitaba pedirme que le guardara el secreto, porque ciertas cosas se
sobreentendían. Viktor puso la mano en el centro del pecho de su gemelo y
bajó la cabeza como si le pesara mucho. Verlo desnudo, arrodillado y
vulnerable ante lo que sentía, me hacían ver un lado suyo que me
enamoraba aún más de él. Abrí la boca para preguntarle sobre su sobrino,
pero cuando rellenó el silencio, la volvía cerrar de manera automática.
―Creo que está bajando la fiebre.
Cubrió a Volker con la manta de lana y le puso un paño húmedo en la
frente antes de ponerse de pie. Apagó la luz de la mesita de noche y me
miró con una dulzura que me derritió por dentro.
―Ven, vamos a dormir, mi amor.
Antes de cerrar la puerta, le dirigí una mirada revestida de compasión a
Volker. El corazón se me encogió al recordar su triste historia. Yo también
perdí a seres queridos y sabía muy bien lo que se sentía. Clavé los ojos
lacrimosos en el nicho de mi hijo.
Algunas penas siempre nos acompañarán, Volker, por el resto de
nuestras vidas.

Al día siguiente, Viktor y yo salimos de la casa a muy temprana hora.


Para nuestra mayor sorpresa, Volker no estaba. Se había marchado con su
pelotón a un pueblo en Siena. La esquela que dejó en la mesa era corta y
precisa. Viktor la arrugó hasta convertirla en una pequeña bola que lanzó al
fuego a continuación. ¿Por qué se quedó tan serio? ¿Había algo más en la
esquela?
Nunca lo sabrás, Dea.
―Estaré por las cercanías ―musitó cerca de mis labios―. Espero poder
venir a verte al mediodía.
Me puse de puntillas para darle un beso en los labios.
―Te esperaré ansiosa.
Rodeó mi cintura con los brazos y me pegó a su cuerpo con cariño.
Levanté los brazos y le envolví el cuello con ellos.
―Te amo.
Cada vez que me lo decía, el corazón se me aceleraba como si aún fuera
una joven de quince años.
―Y yo a ti.
Su lengua separó mis labios y buscó la mía, que ansiosa, lo recibió con
una cálida caricia.
―Cuídate ―le rogué―. Prométemelo.
Todos los días le pedía lo mismo.
―Lo prometo.
Su mano se deslizó de la mía lentamente mientras los árboles que nos
rodeaban empezaban a emitir una dulce melodía.
―Cuídalo ―murmuré con la mano en la medalla de Santa Rita, que
colgaba de mi gargantilla―. Protégelo de todo mal.
Me di la vuelta y me dirigí a la escuela. Las clases llegaron a su fin
aquel año y para despedirnos de los niños, organizamos unos juegos con
Anna y Dora.
―¡A esconderse! ―chillé eufórica.
Mientras los niños se escondían de nosotras, Anna comentó sobre el
romance de Vittoria y un soldado alemán. Me tensé un poco, porque si
hablaba de ella así, ¿cómo lo hacía de mí?
—¿Sabías que son amantes?
Tanto Dora como yo la miramos con estupefacción.
—Su marido en el frente y ella manchando su buen nombre.
Dora rio por lo bajo.
―¿Buen nombre? ―Reprimí la risa―. ¡Le pegaba cada noche! ―Negó
con la cabeza―. Ese alemán la trata como a una princesa.
Dora resopló contrariada.
―Dea, ¿es verdad que el hermano gemelo de tu…? ―La miré atenta y
algo molesta―. Alemán… ―quería decir tu amante―. ¿Vive con vosotros?
Volker llevaba apenas un día en el pueblo y ya era la comidilla de todas
las mujeres.
—Solo pasó la noche porque estaba enfermo ―repuse sin mirarla―. Se
quedará en la casa de al lado ―me encogí de hombros―. Al menos eso le
propuso Viktor.
Frunció el entrecejo.
―Ellos deciden como si fueran los dueños ―murmuró entre dientes.
―Ten cuidado con lo que dices ―le advirtió Anna―. Ya sabes lo que
pasa con las personas que… ―me miró de refilón―, hablan mal de ellos.
Me estremecí.
―Sí.
Anna me rodeó el hombro y me sonrió con picardía.
―¿Tu cuñado es soltero?
Tu cuñado.
Sonaba tan bonito.
―Es viudo como Viktor ―resalté, por si ambas no estaban al tanto.
Anna suspiró hondo.
―Pues bendita la mujer que lo conquiste ―me guiñó un ojo
cómplice―. Bendita eres entre todas las mujeres ―musitó cerca de mi cara
y me reí.
―Listos o no, ¡allá vamos! ―bramé con las manos unidas a modo de
megáfono―. ¡Vamos a por vosotros!
Me adentré en el bosque como una ardilla. Lo conocía como la palma de
las manos. Eché a andar y no paré hasta llegar a unas piedras enormes que
se encontraban casi al final del mismo.
―¿Dónde se metieron?
Unos gritos me llamaron la atención y busqué con los ojos a sus dueños.
Levanté la cabeza por encima de una de las piedras y me encontré con tres
soldados alemanes que ordenaban a unos adolescentes que se arrodillaran.
―¡¿Robaron el pan?! —preguntó uno de los soldados con furia en la
voz—, si no habláis, toda vuestra familia pagará vuestra culpa —le advirtió
otro.
Los dos jóvenes lloraban con desconsuelo mientras la sangre, que
emanaba de alguna herida profusa de sus cabezas, rodaba por sus mejillas.
Dios mío. ¡No tienen más que quince años!
Llevé la mano a la boca para ahogar mis gemidos de dolor.
—No, señor —contestó uno de ellos y se ganó un puñetazo en la cara—,
no lo hice —se justificó y el oficial empezó a patearle.
Un grito se me escapó de lo más hondo del pecho en un acto
involuntario y los soldados giraron sus rostros hacia mí.
―¡¿Quién está ahí?!
Alguien vino a por mí a pasos firmes y las rodillas me flaquearon ante el
temor. No conseguí moverme de mi sitio, el miedo me paralizó por
completo.
―¡¿Qué hace aquí?! —me gritó cerca de la cabeza―. ¡Responda!
Cogió mi brazo con violencia y me arrastró con poca delicadeza hasta
los otros. Me zarandeó y luego me miró con un brillo distinto en los ojos.
―¡¿Sabe lo que pasa con los fisgones?!
Vi como sus ojos azules se oscurecían ante la sombría intención que
nacía en su pecho. Levantó la mano y me atizó una bofetada que me hizo
caer al suelo con brusquedad. Solté un grito de dolor al mismo tiempo que
llevaba los brazos sobre mi rostro para protegerme del siguiente golpe.
—¡Suéltela!
Reconocí aquella voz al instante.
Viktor.
Llevé la mano a la mejilla dolorida y dejé caer un par de lágrimas ante la
emoción. Los oídos me zumbaban un poco y camuflaban la voz de Viktor.
No sabía si era por el fuerte golpe que recibí o por el terror que sentía.
—¡¿Qué pretendía hacer, soldado?!
Su voz sonaba ronca y furiosa. El soldado se dio la vuelta para ver quién
osaba gritarle. Al verlo, se quitó el gorro y le dedicó el saludo militar.
—Estábamos cumpliendo órdenes, señor —le replicó con la misma
firmeza—, cuando la encontramos fisgoneándonos.
Estaba aterrada y apenas era capaz de controlar los temblores de mi
cuerpo. Viktor se acercó a pasos firmes y me ayudó a levantar.
―Dea, tranquila ―murmuró en tono suave.
Me abracé a él con todas mis fuerzas. Puso la mano en mi cabeza y les
dijo algo en alemán, algo que sonó severo y bastante duro. Su voz retumbó
en su pecho y zarandeó el mío de paso. Cuando gemí, se apartó de mí y me
miró con el ceño fruncido. Pasó el dedo enguantado por mi mejilla y apretó
con fuerza los dientes al ver la marca de la mano del soldado en mi piel.
―Scheiße.
Se alejó de mí de manera brusca y le dio un rodillazo certero en el
estómago a su camarada. El soldado cayó de rodillas y le dio un golpe en la
cara que lo tumbó con violencia hacia atrás, justo cuando los otros soldados
apuntaban sus armas hacia los adolescentes.
―Por favor —le rogué a Viktor y miré hacia los jóvenes con
indulgencia—, son solo niños…
Él me miró de reojo y luego clavó la mirada en los adolescentes. Sin
rechistar, se acercó a ellos y les preguntó qué habían hecho, al menos eso
supuse, ya que hablaba en alemán. Los soldados le contestaron con voz
firme. Tras pasear ante ellos, Viktor les ordenó en italiano que se marcharan
y que no volvieran a robar. Los chicos, con sus pocas fuerzas, se levantaron
y se fueron del lugar a pasos vacilantes.
―Sieg Heil! ―exclamaron los soldados antes de largarse del lugar.
Viktor volvió sobre sus pasos y me tocó la mejilla con ternura,
robándome un gemido de dolor. Me miró con tanta compasión y tanta
dulzura que me fallaron las rodillas una vez más.
—Lo siento.
Me abracé a él temblando como una hoja y él volvió a apretar mi cabeza
contra su pecho. Me agarré a su guerrera y rompí a llorar al recordar lo que
pasó. ¿Me hubiera matado a golpes? ¿Hubieran fusilado a esos jóvenes por
un poco de pan? Puso la mano en mi espalda y me pegó un poco más a él.
Tragué con fuerza, incapaz de contener las lágrimas.
―No sé qué hubiera pasado si no aparecías a tiempo, Viktor.
Con un gemido ronco, se apartó de mí y me miró con profundo dolor.
Secó un par de lágrimas con los pulgares enguantados y tras una exhalación
profunda, habló con la voz apagada:
―Soy Volker.
Capítulo 25
Viktor

O bservé atento la villa, que acabábamos de invadir para coger a un


grupo de personas inocentes, que, según unos chivatos formaban parte
del clan de Gino Berretti. Mi superior, el Comandante, personalmente
llevaría a cabo sus muertes por fusilamiento. Eran doce personas y cinco
eran niños. Uno incluso apenas tenía ocho meses.
Son solo niños.
El Capitán me ordenó que registrara la casa con mis hombres por
segunda vez. Su mirada era fría y dura, sin emociones o empatía alguna.
Escruté a los prisioneros de reojo antes de dedicarle el saludo militar a mi
superior. Me di la vuelta y a cada paso que daba, oía un disparo.
Uno.
Dos.
Tres.
Los gritos infantiles arañaron mi corazón con saña.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
El bebé lloraba en los brazos de su madre muerta y los niños gritaban
por piedad antes de recibir una bala en la cabeza que los silenciaba para
siempre.
Siete.
Ocho.
Nueve.
Los gritos de mi superior arrancaron mi corazón del pecho y lo
descuartizó. Subí los escalones con la mandíbula apretada y los puños a
punto de reventar mis guantes de cuero.
Diez.
Once.
Doce.
El bebé dejó de llorar, pero mi superior no usó una bala para acabar con
su vida. Solté de golpe todo el aire que había retenido en los pulmones al
entrar en la casa. Llevé el puño en la boca y ahogué un grito cargado de
dolor e impotencia.
¿Por qué, Dios?
Apoyé mi cuerpo contra la pared y cerré los ojos, grabando las órdenes
de mi superior a fuego en el alma mientras mis hombres registraban la
morada en busca de algo valioso.
¿Más valioso que la vida?
Subí las escaleras justo cuando un soldado arrastraba a una anciana con
poca delicadeza escaleras abajo. Vi miedo en sus ojos, pero también lástima
y dolor.
Trece.
En el segundo piso encontré, cerca de la ventana, un piano repleto de
portarretratos con las fotos de las personas que acababan de ser fusiladas.
Me senté en la butaca y empecé a tocar: Adagio de Albinoni, en honor a
ellos. Una lágrima recorrió mi mejilla y se perdió entre las teclas. Bajé la
tapa de golpe y contemplé los rostros de cada uno de los miembros de
aquella familia exterminada por culpa de un rumor malicioso que, tal vez,
ni siquiera era cierto.
Eres como ellos, Viktor.
Llegué a la casa de Dea con un enorme peso en el pecho. Ella sonreía
cuando me vio, pero al ver la pena y la culpa en mis ojos, su sonrisa
desapareció, dando lugar a la preocupación. Apoyé mi cuerpo contra la
puerta y lentamente me deslicé contra ella hasta caer al suelo sin fuerzas. El
gorro salió volando de mi cabeza y los guantes terminaron cerca de mis
botas.
―Viktor, ¿qué pasó?
Sus ojos se nublaron casi al mismo compás que los míos.
―No pude evitarlo, Dea ―susurré con la voz agónica―. No. Pude.
Hacer. Nada.
Tenía tanto miedo que me mirara como la anciana lo hizo en la escalera.
Tenía pavor que me condenara por lo que era y por lo que siempre sería tras
aquella guerra.
Un nazi.
―Era solo un bebé, Dea ―me costaba respirar―, y murió aplastada de
un pisotón.
Un grito de horror escapó de sus labios y retumbó en mi pecho vacío
como un golpe seco.
―¿Qué sentido tiene todo esto?
Negué con la cabeza.
―¿Por qué tanta maldad?
Dea se arrodilló entre mis piernas con las mejillas anegadas de lágrimas.
―Si piensas así, es porque eres distinto a ellos, Viktor.
¡Era un puto cobarde!
―No, Dea, soy como ellos.
Negó con la cabeza.
―No lo eres.
Muchas veces, durante todos estos años, pensé que, de alguna manera,
Dios nos había castigado a mí y a Volker por haberle deseado la muerte a
nuestro padre.
―Nos dolía ―me perdí en los recuerdos del pasado y empecé a hablar
como un demente―, los golpes, los insultos y los castigos ―abracé mis
piernas como si aún fuera un crío―. Él nos odiaba mucho ―Dea dejó
escapar un sollozo―. ¿Por qué?
Me tocó la mejilla con cariño.
―Oh, mi amor.
Puse la mano sobre la de ella y temblé como una hoja.
―Mi madre no lo amaba ―un jadeo se escapó de mis labios―, nunca lo
amó y él lo sabía ―ella se estremeció―, y por eso nos odiaba.
Me vi con seis años, gritando de dolor mientras mi padre me golpeaba
con un cinturón hasta el hartazgo. Vi a Volker en un rincón, abrazado a sus
piernecillas repletas de moratones y con los ojos bañados en lágrimas.
―En mi familia solo hubo penas, lágrimas y secretos, Dea ―no
conseguía conectarme con el presente―, muchos secretos.
Los ojos me escocían, la mandíbula me temblaba y los dientes
rechinaban ante la fuerza que ejercía sobre ellos. Como si fuera una
película, vi el día que cogí a mi hijo muerto y lo llevé de la habitación, lejos
de su madre inconsciente. Lloré con desconsuelo, era el tercer hijo que
perdía, aunque los otros tres ni siquiera llegaron a nacer. Y entonces, dos
días después, alguien llamó a la puerta y cambió mi destino, regalándome la
dicha de ser padre por primera vez. Era una locura, pero cuando la tuve en
mis brazos, pequeñita, indefensa y hermosa, le di mi corazón sin rechistar.
La amé desde ese momento como si fuera mía. Y de cierta manera, lo era.
―Ella murió en los brazos de su padre ―le revelé con la voz rota por la
tristeza―. De su verdadero padre.
Puso las manos en mis rodillas y me miró a través de las lágrimas, que
incesantes, rodaban una tras otra por sus encendidas mejillas.
―¿Quién? ―preguntó confundida.
Exhalé hondo, expulsando toda miseria que cargaba hacía años dentro de
mí. No sabía por qué le estaba confesando aquello, pero sentía que, si no lo
hiciera, me moriría.
―Mi hija… ―los labios de Dea empezaron a temblar al comprender lo
que acababa de revelarle―. Mi sobrina.

Después de confesarle mi mayor secreto a Dea, decidí regalarle un


recuerdo, uno que nos pertenecería solo a ella y a mí.
Un recuerdo inolvidable.
Volker, ajeno a todo, me apoyó e incluso me consiguió un coche
descapotable para llevar a cabo mi idea. Además, había conseguido un
precioso vestido rojo de falda ancha y larga hasta las rodillas para ese día.
Un sombrero y unos zapatos de tacón del mismo color. Era su color
favorito.
―La amo, Volker ―le confesé en el puente mientras bebíamos unas
cervezas heladas―. Me duele amarla tanto.
Me miró con intensidad desde su sitio, al otro lado del puente, sentado y
con las rodillas dobladas a la altura de su pecho. Bebió un buen sorbo
antes de hablarme.
―Y ella a ti, Viktor.
A veces teníamos un solo día para ser felices.
Hoy era ese día para mí y Dea.
Me puse una camisa blanca, unos pantalones negros y zapatos del
mismo color. Aquel día no llevaba uniforme, gorro, botas o cinturón.
―Iremos a tu sitio favorito ―anuncié antes de abrir la puerta del
coche―. A esa playa que me mencionaste el otro día.
Los ojos de Dea brillaron con intensidad.
―¿Hablas en serio?
La envolví entre los brazos y la pegué a mi cuerpo. Delante de ella no
estaba el oficial alemán, sino el hombre que la amaba con toda el alma.
―Quiero bordar un recuerdo contigo.
Rodeó mi cuello con los brazos y se puso de puntillas para besarme en
los labios. Un dulce y apasionado beso que hizo aletear a las mariposas que
vivían en mi interior desde que la conocí.
―Bordar un sueño conmigo ―repuso tras limpiarme los labios con los
dedos―. Uno solo nuestro.
Sin darnos cuenta, estábamos danzando bajo el tilo, una melodía que
solo los dos podíamos oír, la que nacía de nuestros pechos.
―Solo nuestro.
Observé de reojo a Dea mientras conducía a una velocidad considerable
rumbo a la playa más cercana, un área protegida por los alemanes y fuera de
peligro por el momento. Ella me indicaba el camino, conocía mejor que
nadie aquel sitio un tanto misterioso y aislado, según ella.
―Hace años que no voy allí ―giró el rostro y me miró con una sonrisa
radiante―. La última vez… ―los ojos se le llenaron de lágrimas―, fue en
el último cumpleaños de mi hijo ―le cogí la mano y dejé caer un beso en la
palma―. Vinimos con mi hermana y Fiama ―una lágrima rodó por su
mejilla―, Luigi no pudo por el trabajo ―su tono se apagó―. Fue un día
muy especial.
No le repliqué, porque la mirada que le dediqué decía mucho más que
cualquier palabra. Apretó mi mano e irguió un poco la espalda para soltar
un gritito de alegría que retumbó en mi corazón.
―¡Amo este día! ―se quitó el pañuelo que envolvía su cabeza―,
¡nuestro día!
Su pelo se ondeó en el aire como las emociones en mi interior. Cerró los
ojos al elevar los brazos al aire sin abandonar su preciosa sonrisa. Un
escalofrío recorrió mi columna y disparó cada una de las terminaciones
nerviosas que terminaron de curvar mis labios en una amplia sonrisa.
―Te amo, Dea ―susurré con el pulso acelerado―. Como nunca amé a
nadie en toda mi vida… ―aceleré el coche y el aroma de los árboles, las
flores y el mar, a pocos kilómetros de nosotros, asaltó mis fosas nasales―.
Como nunca pensé que se podría amar a alguien… ―su risa acarició mi
alma.
Cuando estás en plena guerra, el tiempo es distinto y cada instante es
único. Un día puedes estar vivo y al siguiente, no. Por eso uno vive con más
intensidad cada segundo.
―¡Viktor! ―gritó cuando llegamos al lugar completamente desértico―.
¿Todo este lugar es para nosotros dos?
Me quité las gafas de sol y la miré con expresión melosa.
―Sí, mi amor.
Bajó del coche con su precioso vestido rojo y se quitó los zapatos.
Corrió por la arena con los pies descalzos y el pelo suelto. Subió la falda
hasta los muslos gritando como una niña.
―¡Es nuestro paraíso!
Giró sobre sus pies como una bailarina de ballet y con los brazos
extendidos en cruz. Su grito, las olas y el graznido de las gaviotas
rellenaron el lugar con sus sonidos maravillosos.
Ella era lo que mi alma buscaba.
―¡Mira! ―bramó moviendo los brazos de arriba abajo―. ¡Soy una
gaviota! ―me reí―. ¡Una gaviota enamorada!
Dea le dio color a mi mundo gris.
―¡Mi gaviota! ―chillé entre risitas―. Solo mía.
Apoyé mi cuerpo contra el coche, con los brazos cruzados sobre el
pecho y los tobillos entrelazados. En silencio, grabé cada pedacito de ella a
fuego en mi alma.
Ella es mi alma.
―¡Es un día precioso, Viktor! ―corrió hacia el mar―. ¡Único! ―pateó
las ondas entre risas―. ¡¿Qué haces ahí?!
Esbocé una amplia sonrisa antes de salir corriendo hacia ella y cogerla
en brazos. Soltó un grito de sorpresa cuando la giré en el aire y bramé a
todo pulmón:
―¡Aquí estoy!
Rodeó mi cuello con los brazos y cubrió mis labios con los suyos,
besándome con tanta pasión que, el aire apenas logró atravesar mi garganta.
Me detuve y profundicé la caricia hasta convertir sus jadeos en gemidos de
puro placer.
―No quiero que este día acabe nunca ―gimoteó con la voz apagada―.
Nunca.
La bajé en la arena y la estreché entre mis brazos. Me miró con anhelo,
con dulzura y amor, el mismo que mis ojos le profesaban con tanta
devoción.
―Mientras lo recordemos, nunca acabará, Dea.
Acuné su hermoso rostro entre las manos y la miré con ternura.
―Solo debes cerrar los ojos y allí estará.
Apoyó la cabeza en mi pecho y dejé caer la mano en la parte posterior
de su cabeza.
―Para siempre.
Se apartó y me dio un beso en los labios antes de alejarse.
―¿Adónde vas, cariño?
Corrió hacia el coche y se quitó el vestido con cautela, dejando a la vista
su incitante bañador negro con detalles en rojo. Me sonrió mientras recogía
el pelo en un moño.
―¿Nos bañamos?
Asentí, pero no me moví enseguida, necesitaba observarla unos
segundos más.
Y era ella la mujer que cambiaría mi historia.
Me desabotoné la camisa a cámara lenta mientras me acercaba al coche.
Me quité el resto de la ropa y exhibí mi bañador negro.
―Eres tan hermoso, Viktor.
Deslizó el dedo por mi pecho lentamente, dejando un rastro de vello
erizado a su paso. Bajó hasta mi ombligo y suspiró hondo antes de
apartarlo.
―No como tú, Dea ―cogí su mano y la besé en la palma.
Me lanzó una mirada muy picarona antes de salir corriendo hacia el mar,
chillando como una niña traviesa.
―¡No me cogerás, soldado!
Salí disparado tras ella y en menos de tres zancadas la cogí en brazos.
Protestó y pataleó, alegando que era demasiado alto y tenía ventajas. Me
eché a reír al ver su puchero, el que lamí antes de meternos al agua.
―¡Está heladaaa! ―tronó entre risas frenéticas―. ¡Viktor!
El pelo se me pegó a la frente al salir del agua.
―¡Eres muy malo!
Me crucé de brazos y la miré ceñudo.
―¿Recuerdas la cena que me dejaste aquella noche?
Llevó la mano a su boca.
―¡Prometiste que no lo mencionarías jamás!
Dea estaba enfadada y celosa, aunque aún no era consciente de ello en
aquel entonces, cuando decidió ponerle pimienta extra a mi cena, la que no
pude comer más que un bocado.
―¡Estabas celosa de Laura! ―La desafié.
Esta vez, ella se cruzó de brazos.
―Como tú del doctor Mancini ―me reprochó con los labios apretados.
Me hundí en el agua tras resoplar.
―¡Muerto de celos! ―asumí y ella rio con ganas―. ¡Como tú de Laura!
Era tan orgullosa y terca, casi más que Giada. Sonreí al recordar la
manera en cómo gimió el día que me acerqué a ella mientras preparaba la
cena, días después del malentendido. Posé las manos en sus brazos
desnudos y apreté mi cuerpo contra el suyo. El cuchillo se resbaló de su
mano y un gemido gutural se le escapó de los labios cuando le susurré al
oído que la cena había estado muy picante. Aquel día, sin ser consciente de
ello, dejó al descubierto lo que sentía por mí.
―¡Sííí! ―reconoció enfurecida―. ¡Estaba muerta de celos!
Me puse de pie y sonreí complacido.
―Fanfarrón… ―gritó y se dio la vuelta.
Corrí detrás de ella y la cogí por la cintura, girándola en el aire a pesar
de sus chillidos de protesta. Una enorme ola nos derribó con torpeza.
―¡Viktor!
Me levanté y corrí hacia la arena.
―¡¿Adónde vas?!
Cogí un tallo y dibujé un enorme corazón. Dea ralentizó los pasos y su
expresión amenazadora dio lugar a una llena de amor. Buscó otro tallo y
dentro del corazón escribió:
Te amo.
Metió las manos en la arena, debajo de las palabras, como si fuera su
firma.
―Te amo ―vocalizó y me arrodillé a su lado.
Le di un beso antes de copiarle el gesto y enterrar las manos al lado de
las suyas. Tal vez era un poco infantil, pero ¿qué persona enamorada no lo
era?
―Te amo.
Aquel día, sin lugar a dudas, fue el más hermoso de mi vida. El que
siempre recordaría con una amplia sonrisa y un júbilo indescriptible en el
pecho, incluso con ochenta años, ninguno de los dos lo olvidaríamos.
Nunca…
―No usarás ese bañador en el arroyo ―rezongó con la voz muy
seria―. No quiero que ninguna mujer vea tu cuerpo.
Estábamos tumbados en la arena, lado a lado, con el pelo mojado y el
torso apoyado por los codos, apreciando el hermoso paisaje que nos
regalaba el lugar y el cálido sol que lamía nuestras pieles, dejando su rastro
en ellas.
―Tú tampoco ―le reproché―. Ni loco te dejaré usarlo en un sitio
público.
Y hablaba muy en serio.
Se sentó y con sensualidad se bajó la parte de arriba, dejando a la vista el
inicio de sus senos. Las olas acariciaban nuestros pies con su baile salvaje.
Sin meditarlo mucho, me precipité sobre ella y la cubrí con mi cuerpo.
―Eres una chica muy rebelde ―susurré sobre sus labios, curvados en
una preciosa sonrisa―. Y ahora tendré que castigarte.
Enarcó ambas cejas y decoró su hermoso rostro con una mueca inocente
que me derritió y excitó a partes iguales.
―Lo merezco, teniente.
La besé con fuerza y con una veneración que la hizo gemir en mis
brazos mucho antes de que le hiciera el amor entre las oleadas que nos
cubrió como un manto de seda.
―Dea… ―jadeé tras el clímax―. Eres mía.
Aún estaba dentro de ella, adueñándome de cada uno de sus gemidos y
suspiros.
―Solo tuya, Viktor…
El sol iluminó con fulgor su mirada y dejó al descubierto el portal
secreto que llevaba a su alma, donde la mía acababa de entrar con su
permiso tácito.
―Llegó el momento ―anunció y me apartó de ella―. Quiero enseñarte
algo.
Se arregló el bañador y se dirigió al coche a pasos firmes. Me puse de
pie e hice lo mismo. Sacudí la arena de las piernas y arrastré el pelo hacia
atrás con la mano. Dea cogió dos botellas vacías con corchos. Fruncí el
entrecejo en un gesto de confusión.
―Mi hijo… ―la voz se le quebró―, me dijo aquel día… ―miró hacia
el mar―, mami, el cielo está adonde termina el agua ―seguí el curso de su
mirada―, y podemos mandar un mensaje a los abuelos.
Me enseñó las botellas vacías.
―Y entonces, pensé en poner las cartas en unas botellas ―el corazón se
me encogió―, pero nunca imaginé que el primer mensaje sería para él…
―le sequé una lágrima con el pulgar―. Creo que estoy lista… ―me
ofreció la otra botella―. Para dejarlo ir.
Solo asentí antes de coger una de las botellas. Dea cogió del bolso una
carpeta con unos papeles y unas plumas que le había conseguido a través de
mis contactos en el ayuntamiento. En aquellos tiempos era muy difícil
conseguirlos.
―¿Eran para esto?
Ella asintió con una preciosa sonrisa.
―Sí.
Nos acercamos a los acantilados y escribimos una carta a nuestros hijos,
con la certeza infantil de que, algún día, llegaría a sus manitas. Cuando ella
acabó, metió el papel doblado como un pergamino y atado con un lazo
dentro de la botella. Puso el corcho con fuerza para que no saliera durante
su largo viaje a quién sabe dónde. Después de unos minutos, metí la mía e
hice lo mismo que ella.
―¿Listo?
Me tendió la mano y me llevó hasta la cima de uno de los acantilados, el
mismo sitio que su hijo había elegido en el pasado. Besó la botella con los
ojos anegados en lágrimas.
―Es hora de dejarlos ir, Viktor.
Las cuencas se me llenaron de lágrimas.
―A veces, aunque se nos caiga el mundo a los pies, debemos hacerlo
para que ellos por fin puedan encontrar el camino.
Temblaba como si tuviera mucho frío.
―Creo que Dios escribió nuestra historia, Dea ―susurré con la voz
débil―. Por eso nos conocimos y estamos hoy aquí.
Me miró con adoración.
―Yo también lo creo, Viktor.
Le di un beso en los labios, sellando con él nuestras palabras y las
promesas silenciosas que nos hicimos a través de los ojos. Se dio la vuelta y
besó la botella una vez más antes de lanzarla al mar.
―¡Te amo, Giuliano! ―exclamó con todas sus fuerzas―. ¡Para
siempre!
Se abrazó el cuerpo tembloroso con la vista clavada en el horizonte azul
infinito donde se encontraba la eternidad según su hijo. Contemplé la
lejanía con un enorme nudo en el pecho. ¿Existía de verdad un cielo? ¿Las
almas volvían a encontrarse? Pensé en el último día que vi a mi hija, a
nuestra hija, como le dije a Volker el primer día que visitamos su tumba, un
año después de su partida.
―Fuiste el mejor padre que la vida pudo darle, Viktor.
Volker la vio solo un par de veces y para ella era su tío favorito.
―Me regalaste esa dicha, Volker.
Nunca lo juzgué, porque si no hubiera aceptado criarla como mi hija,
habría terminado en un triste orfanato.
―La amé por los dos.
Puso una piedra en la tumba, una tallada en forma de corazón y con
una inscripción:
Amor de papá.
Volví al presente con una sensación de paz que no había sentido en
muchos años. Observé a Dea en silencio mientras ella rezaba en un tono
apenas audible.
―¡Te amo, Angelika! ―grité por encima del sonido del mar y el
graznido de las gaviotas―. Amor de papá… ―musité más para mí
mismo―. Nunca te olvidaré, hija.
Envolví a Dea con el brazo y observé con lágrimas en los ojos el viaje
de nuestras cartas rumbo a sus corazones, donde siempre viviríamos por
toda la eternidad.
Capítulo 26
Volker

M e levanté tal cual había venido al mundo y me enfilé hacia el cuarto


de baño entre bostezos. Anoche fui a un pueblo situado en Bagni di
Lucca en busca de unos partisanos que fueron torturados hasta la muerte.
Casi nunca conseguíamos nada y esta vez no fue distinto. Aquellos hombres
no sabían nada, eran simplemente mulas que llevaban información o
municiones a los que de verdad debíamos coger. De golpe, pensé en alguien
de manera inevitable y sentí un dolor sordo en el pecho.
Dea.
Me bañé con agua helada para espabilarme por completo.
¿Por qué no consigo arrancarte de la cabeza?
Deslicé la mano en el espejo del lavabo y me miré con curiosidad, como
si no me reconociera del todo.
Nunca sentí celos de ti, Viktor.
Hasta ahora.
Me di la vuelta y llevé las manos a la cabeza. La noche anterior, después
de la misión, decidí venir a la villa en busca de paz mental y emocional.
Pero de nada me sirvió, ya que, fuera donde fuera, ella me perseguía.
―¡Hola! ―gritó Dea―. ¿Está usted aquí?
Fruncí el ceño.
―Pero, ¿qué hace?
A mitad de camino, frené los pasos. ¿Qué pretendía hacer? ¿Salir
desnudo al balcón? Apreté con fuerza titánica los dientes y los puños. ¿Por
qué Viktor la dejaba venir hasta aquí? ¿Acaso no era consciente del peligro?
¡Por el amor de Dios!
―¡Espero que esté bien!
No lo estoy.
Me acerqué al balcón y la espié entre las cortinas. Estaba sentada en el
muelle, con el vestido levantado hasta sus muslos y un cesto de ropa sucia a
un lado. Su yegua comía césped a unos metros de ella.
―Dios… ―susurré con el pulso acelerado―. Debo asustarla para que
no vuelva.
Esbocé una sonrisa pueril al acordarme de lo que pasó la noche que
volvieron de la playa, cuando, una vez más, me confundió con mi hermano.
―¡Te pillé! ―chilló como una cría traviesa tras lanzarme agua a la
cara o al menos eso pensé hasta que vi el color del líquido―. Dios mío…
―llevó las manos a la boca al reconocerme―. No eres Viktor, ¿verdad?
El agua era de un color púrpura intenso.
―No, no soy Viktor.
La camisa se había manchado.
―Era el agua de la remolacha ―me indicó con la mirada a un lado―,
es que, tu hermano y yo solemos… ―negó con la cabeza―, quítate la
camisa, puedo salvarla.
La obedecí sin rechistar y cuando le entregué la prenda, noté cómo se le
subían los colores.
―Lo siento, Volker.
Negué con la cabeza.
―No te preocupes.
Me secó la cara con un paño con mucho cuidado y con el labio inferior
atrapado entre los dientes. Todo mi cuerpo reaccionó ante su simple
contacto. Pero lo que despertaba no era solo deseo banal. Me aparté de
ella como si me hubiera quemado la piel. Me miró con extrañeza y abrió la
boca como para decir algo, pero Viktor entró.
―He conseguido… ―se detuvo cerca de la mesa―. ¿Pasa algo?
Me di la vuelta y lo miré a los ojos, encontrándome con una expresión
que me estremeció.
―Le lancé agua de remolacha ―se adelantó Dea―. Espero poder
salvar su camisa ―compuso un mohín―. Pensé que eras tú y que podía
vengarme por lo… ―sonrieron con picardía―. Ya sabes a qué me refiero,
teniente ―pasó a mi lado y se enganchó al cuello de mi hermano―. Vuelvo
enseguida ―le dio un beso―. Te amo, pero me debes una ―él la pegó a su
cuerpo con posesión y le devolvió el beso―. No tardo.
Un enorme nudo se me formó en el pecho y me odié por ello.
―Es maravillosa ―repuso Viktor con una enorme sonrisa bobalicona
en los labios―. Única.
―Lo es, Viktor ―farfullé al volver al presente.
Me aparté del balcón y me dirigí a la habitación a por mi ropa. Me vestí
y volví a la sala de música, donde me puse a tocar una melodía que había
compuesto estos días. Con cada nota, traía a la mente los recuerdos del
pasado. Los momentos que viví al lado de Alina, los malos y los buenos,
mezclados en una sola emoción.
―¿Cuándo te diste cuenta que me amabas, Volker?
Teníamos solo diecisiete años.
―Cuando intenté dejar de pensar en ti, Alina.
Los truenos y la lluvia que caían camuflaban nuestras voces. Y apenas
podíamos oírnos. Levantó la cabeza y me lanzó una mirada significativa.
―Así que, ¿piensas en mí todo el tiempo?
Sus ojos brillaron con intensidad y una sonrisa apareció en los míos.
―Incluso cuando duermo.
Se puso seria.
―¿Y eso es amor?
No era experto en el tema, jamás había amado a otra antes de ella, así
que, imaginé que el hecho de no poder arrancarla de la cabeza y del
corazón, eran síntomas plausibles de que estaba enamorado.
―Sí ―le contesté con firmeza―, es amor, Alina.
Me besó en los labios con timidez.
―Entonces no eres el único, Volker.
Las últimas notas de la melodía no le pertenecían a Alina, sino a ella.
Dea.
Dejé de tocar de inmediato como si acabara de cometer un grave
asesinato. El chillido de Dea me devolvió al presente y espantó el recuerdo
de Alina de un plumazo.
―¡Gracias!
¿Gracias? ¿Por qué me agradecía? ¿La melodía? Me levanté de la butaca
y caminé hasta la puerta del balcón. Dea acababa de montar a Giada cuando
aparté un poco la cortina. El cielo, en comparación al día anterior, estaba
muy gris.
―Pronto lloverá.
Dea balanceó la mano antes de arrear y marcharse del lugar, dejando en
mí una sensación que no conseguía describir con palabras precisas.
―De nada, Dea.
Por la noche decidí ir a la casa que Viktor me consiguió, alegando que
era más seguro para un oficial de mi estirpe. Además, él estaría de guardia
en Lucca y me pidió que cuidara a Dea. Cuando me comentó lo que le pasó
con unos soldados tiempo atrás, me exalté un poco, pero él no se dio cuenta,
ya que estaba de espaldas a mí. Bajé del coche y abrí el paraguas negro
antes de enfilarme a la vivienda. Crucé el puente ensimismado en muchas
cosas cuando de pronto vi a Giada paseando fuera de su establo.
―¿Qué haces aquí? ―le pregunté con el ceño fruncido―. ¿Por qué no
estás en tu establo?
Con el pulso acelerado, entré en la casa de Dea y me encontré con la fría
oscuridad. Cerré el paraguas y lo lancé a un lado antes de dirigirme a su
habitación.
―¿Dea?
Nada. Ella no estaba en la casa. ¿Le habría pasado algo mientras volvía?
Llevé las manos a la cabeza y solté un jadeo exasperado. ¿Dónde estaba?
Una mujer entró en la casa y la llamó. Me di la vuelta y me encontré con su
mirada interrogante.
―¿Viktor?
Negué con la cabeza.
―No, soy su hermano.
Me miró con atención y cierta confusión. Todos en el pueblo
reaccionaban del mismo modo al verme. Tal vez no entendía qué hacía allí
o por qué siempre estaba con mi hermano y Dea. No podía leer sus mentes,
pero podía imaginarme sus malos pensamientos.
―Dea no vino a mi casa ―manifestó con nerviosismo―, los jueves
solemos rezar y… ―negó con la cabeza―, por eso vine a ver si estaba
bien.
Acorté la distancia entre los dos y la miré desde mi altura con el ceño
desencajado. Dio un paso atrás y entrelazó los dedos de la mano con
intranquilidad.
―¿Sabe qué camino suele tomar para ir al arroyo al otro lado del
pueblo?
Parpadeó varias veces.
―¿Cree que fue hasta ese sitio? ―enarqué una ceja, contrariado por su
estúpida pregunta―. Porque si lo hizo, solo pudo ser por el bosque
―suspiró hondo―, es el camino más complicado y solo se puede ir a
caballo o a pie ―me explicó el camino, el que no conocía―. Ella usa ese
sendero porque asegura que nadie lo usaría en este tiempo tan complicado.
Salí de la casa sin importarme la lluvia y sin rechistar monté a Giada. Ni
siquiera llevaba mi guerrera, no me dio tiempo de cogerla del coche.
―¡Vámonos, Giada! ―aullé por encima del sonido de la lluvia―- Jaaa!
Cruzamos como un rayo el puente y seguí las instrucciones de la amiga
de Dea. Cuando nos adentramos en el bosque, a unos cinco kilómetros de la
casa, comprendí mejor a qué se refería la mujer. El camino era muy
pedregoso y empinado. Guie a la yegua, pero en más de una ocasión, se
tambaleó al pisar.
―¡Deaaa! ―chillé justo cuando un relámpago atravesó el cielo―.
¡Deaaa!
Moví las piernas a ambos lados del animal y sujeté el bocado cuando se
removió incómoda al escuchar el embravecido trueno. Me costó domarla.
Dios mío.
―Tal vez Dea no pudo hacerlo y… ―antes de completar mi frase la vi a
lo lejos―. ¡Deaaa!
Bajé de un salto y me acerqué a ella, que estaba sentada sobre un tronco,
con la cara ensangrentada. Me miró como si no me reconociera. Parecía
aturdida.
―Dios mío, ¿te encuentras bien?
Me acuclillé delante de ella y la miré con la expresión compungida.
―¿Viktor?
Llevó la mano a la frente y miró horrorizada la sangre. Le revisé, por
suerte no era nada grave.
―Soy Volker ―le aclaré en un tono apenas audible―. ¿Te acuerdas qué
pasó?
Compuso una mueca de dolor y de duda al mismo tiempo. Llevó la
mano a la cabeza y soltó un jadeo de dolor. Giró el rostro hacia atrás como
si allí estuviera la causa de su accidente.
―Una explosión ―susurró, abrumada―. Volvía del arroyo… ―me
miró con los ojos achicados―, Giada se asustó y no tuve tiempo de
sujetarme ―cerró los párpados sin apartar la mano de la cabeza― para
evitar caerme ―volvió a girar la cabeza―, cuando oí unas explosiones, me
acurruqué detrás de este tronco.
¿Estuvo aquí más de diez horas? Le revisé los pies en un acto reflejo.
―¿Te duelen?
Negó con la cabeza.
―No, solo la espalda.
Me puse de pie y di la vuelta para examinar su dorso. Tenía unos
rasguños y moratones en los hombros. Le rocé el dedo índice con suavidad
y ella se estremeció.
―¿Te duelen?
Me miró por encima del hombro con el entrecejo fruncido.
―Un poco.
Aquello encendió una alarma en alguna parte de mi cerebro.
―Debo revisar tu espalda ―anuncié y ella solo se limitó a asentir―. Si
te duele, solo tienes que avisarme ―volvió a asentir.
Con un enorme nudo en la garganta, bajé la cremallera del vestido azul
hasta dejar a la vista su espalda nívea repleta de lunares y pecas. Deslicé la
mano con cuidado. El corazón me latía por todos lados, incluso en las
yemas de los dedos.
¿Podrías oírlo?
Se movió cuando le toqué las vértebras de la columna.
―¿Te duele?
Negó con la cabeza y volví a respirar con normalidad.
―Creo que es solo frío y hambre ―bromeó entre risitas―. Estoy bien,
Volker ―subí la cremallera a pasos muy lentos―. Creo que es mejor que
nos vayamos, antes de que anochezca.
Se puso de pie y se tambaleó. Salté con agilidad sobre el tronco y la
sujeté a tiempo, antes de que se desplomara. Abrí la boca para exteriorizar
mi preocupación, pero ella se adelantó y la volví a cerrar.
―Estoy un poco mareada.
Un trueno iluminó nuestros rostros por un breve instante.
―Sujétate a mi cuello ―le pedí y ella frunció el ceño―. Es muy
peligroso montar a Giada ―recalqué al mirar a su yegua―, si se asusta,
podría derribarnos.
Ella asintió algo vacilante. La cogí en brazos con cuidado y le pedí que
acomodara su cabeza en mi hombro.
―Estamos muy lejos de casa.
Sonreí y ella frunció el entrecejo. No era un hombre de sonrisas, casi
nunca lo hacía los últimos años. Acerqué el rostro al suyo y la miré a los
ojos.
―No te preocupes.
Se sonrojó, pero ¿por qué? Bajó la mirada, huyendo de la mía y de lo
que quizá le revelaba sin que pudiera evitarlo. Apreté con fuerza los
dientes.
¿Qué haces, Volker?
―Descansa.
Apoyó la cabeza en mi hombro y la mano en mi pecho, enviando una
descarga de emociones en el músculo que palpitaba allí. Giada nos siguió
sin la necesidad de tener que llamarla. Era fiel a su ama y, tal vez, por ello
había regresado a la casa, a pedir auxilio.
―Dios, hay mucho lodo ―refunfuñé cuando me resbalé―. ¿Dea?
Ella se quedó dormida tan pronto como le pedí que descansara. Me
detuve para mirarla unos segundos con el mismo deje de mi hermano
cuando lo hacía.
Dios mío.
―No ―susurré y desvié la mirada de ella―. No ―repetí con el corazón
en la garganta―. No es posible.
Apoyé la barbilla en su cabeza y suspiré derrotado. Giada me empujó
con el hocico y la miré asombrado. Me miró con sus grandes ojos y soltó un
tipo de resoplido. ¿Acaso había leído mi mente? Desvié la mirada y tragué
con fuerza. Mi nana solía decir que los animales percibían muchas cosas
que los humanos no.
Ella conoce mi secreto.
―Vámonos, Giada ―la insté y proseguimos―. ¿Me guardarás el
secreto? ―relinchó a modo de respuesta―-. Lo tomaré como un sí.
Hicimos un pequeño descanso a pocos metros de salir del bosque. Me
senté sobre un árbol cortado y traté de recuperar el control de mis
emociones antes de continuar. La lluvia paró, pero ambos estábamos
calados hasta los huesos.
―Ven, Giada.
A pesar de mi agilidad, tardé más de la cuenta en bajar el empinado
trayecto, ya que no era lo mismo hacerlo con alguien en brazos. Giada me
siguió, sin la necesidad de llamarla una sola vez.
―¿Viktor?
La voz de Dea me impulsó a frenar los pasos.
―Estanos llegando a tu casa.
Alargó la mano y me tocó la mejilla. Me estremecí ante el simple
contacto. El alma abandonó mi cuerpo cuando me sonrió con dulzura,
segura de que era mi hermano.
No soy él.
―Gracias, mi amor.
Bajó mi cara para besarme, pero una voz severa en mi cabeza me
advirtió:
No eres él.
―Dea, yo… ―su aliento rozó mis labios entreabiertos y aceleró mi
respiración―. No… ―las palabras se atoraron en mi garganta―. No puedo
arrancarte de mi cabeza ―le confesé en alemán con la culpa
estrangulándome por dentro―. Y eso… ―alejé mi rostro del suyo―, es…
―alguien gritó su nombre a lo lejos y no me dejó terminar mi frase―.
Viktor.
La luz de la linterna me obligó a cerrar los ojos.
―¡Santo cielo! ―corrió hacia nosotros y me preguntó―: ¿Está bien?
Asentí con un leve cabeceo mientras él la cogía de mis brazos. Dea
parpadeó algo confundida. El cansancio, el frío, el hambre y el susto que se
llevó influenciaban un poco en su estado de aturdimiento, le expliqué a mi
hermano. Me miró con terror, pero le aclaré que no era nada grave y sus
facciones recuperaron la calma.
―Mi amor, ¿estás bien?
Le tocó la mejilla como lo había hecho conmigo minutos atrás. Metí las
manos en los bolsillos de los pantalones para ocultar el nerviosismo que me
provocaba aquellas extrañas y desleales emociones.
―Sí, estoy bien.
Viktor me miró con infinita gratitud tras besarla en los labios con mucho
cariño.
―Gracias, hermano.
Se dio la vuelta y dio grandes zancadas hacia la casa de Dea, en el
preciso instante que empezó a llover de nuevo. Me quedé allí,
observándolos mientras se alejaban, sintiendo a cada paso que daba un
martilleo profundo en mi corazón.
―Si uno de los dos muere ―comenzó a decir Alina con aire
pensativo―. Es solo una suposición.
La miré con dureza por encima del libro de Historia que leía en el
escritorio de mi tío. Ella siempre hablaba de la muerte, algo que molestaba
mucho. ¡Teníamos solo dieciocho años! Éramos demasiado jóvenes para
pensar en ella.
―¿Crees que uno se puede enamorar más de una vez en su vida,
Volker?
Su pregunta retumbó en mi pecho como una explosión de granada.
Cerré el libro de golpe y la miré con reproche, algo que ella, como de
costumbre, ignoró. ¡Era tan petulante y tozuda!
―No ―le repliqué con firmeza―. El amor solo se vive una vez, Alina
―la atraje hacia mí―. En mi caso es, simplemente, imposible.
Un relámpago estalló en el cielo y me trajo de vuelta al presente de un
tirón muy brusco, tanto que, caí de rodillas en el lodo. Levanté la vista hacia
el cielo y susurré tan bajito que apenas pude oír mi voz:
―Estaba equivocado, Alina.
Capítulo 27
Dea

L a suave mano de Viktor acariciaba mi espalda con ternura mientras sus


labios rozaban mi frente. Observaba el amanecer con un enorme nudo
en el corazón. Mi regla se presentó después de cinco días de retraso e
ilusión. No podía evitarlo y, mucho menos, tras lo que Fiama me dijo el otro
día cerca del puente, donde solíamos conversar por las tardes, aunque, los
últimos días apenas habíamos podido hacerlo. Cerré los ojos con fuerza y
tragué mi pena para que él no la viera mientras mi mente recreaba con
crueldad y rudeza las palabras de mi amiga…
―La guerra lo trajo ―su voz era tan gélida como la nieve en
invierno―. Y ella se lo llevará de nuevo.
Fiama no estaba de acuerdo con mi relación libertina, no lo decía
abiertamente, pero sus comentarios la delataban.
―¿Y si no vuelve?
Una mano helada estrujó mi corazón con saña.
―Volverá.
Lanzó una piedra en el arroyo sin dedicarme una mirada.
―Espero que no quedes embarazada, Dea.
¿A qué venía eso? Giré el rostro y la miré con ojos interrogantes.
―Eso ensuciaría tu reputación ―la ira estranguló mi alma―. Aún más.
Se despidió con frialdad y se marchó a su casa tras destilar su maldito
veneno. ¿Quién era esta mujer que desconocía por completo? ¿Tanto odiaba
a los alemanes como para no verme con los mismos ojos que antes? Llevé
la mano a mi vientre y suspiré hondo, pero no de temor, sino de esperanza.
―Debo prepararme, meine Süße ―refunfuñó Viktor a regañadientes y
me devolvió al presente―. Quería quedarme aquí… ―me pegó a su cuerpo
con cariño―. Cuidarte y mimarte ―me besó la cabeza.
Me acurruqué contra él como una gatita mimosa y aspiré su aroma
fresco con los ojos cerrados. Su piel era tan suave y su perfume tan varonil.
―Aquí estoy, mi amor ―apartó el pelo de mi rostro sonrojado por las
emociones que él desconocía―. ¿Estás bien?
Moví la cabeza en una afirmación tímida y quejumbrosa. No quería que
viera mis ojos llenos de desesperanza y dolor. ¿Y si Fiama tenía razón? ¿Y
si la cruel guerra lo llevara de mi lado para siempre?
―Tengo miedo, Viktor.
Levantó mi barbilla con el dedo y me miró con su dulce mirada, la que
endulzaría incluso a la bestia más dura. Me estremecí, siempre lo hacía
cuando me perdía en el portal de su alma.
―No dejes que el miedo ofusque nuestra felicidad.
La vista se me empañó lentamente.
―Deja que la alegría usurpe su lugar en tu corazón.
Me estrechó como si la vida misma se le fuera en ella tras darme un
tierno beso en los labios. Puse la mano cerca de mi rostro y cerré los ojos
para atesorar las sensaciones que solo él despertaba en mí.
―Te prepararé café ―anunció sin apartarse de mí un solo milímetro―.
Pero dame unos instantes más.
Presté atención en sus latidos, la dulce melodía que me dedicaba su
corazón cada mañana entretanto el sol, impetuoso, bañaba toda la
habitación con sus rayos dorados. Abrí los ojos y me encontré con los de él,
que atentos me observaban en un silencio cómplice. Sonrió y sus hoyuelos,
aquellos encantadores rasgos suyos, se hicieron presentes y pellizcaron mi
corazón.
―Buenos días, mi amor.
Me dio un beso apasionado, uno que por fin me devolvió a la realidad.
―Buenos días, mi amor.
Después del desayuno, como todos los días, lo acompañé hasta el puente
iluminado por completo por el radiante sol de aquel día y bajo el viejo tilo
que exhalaba su aroma penetrante, bañándonos con él.
―Hoy tengo que viajar a Roma ―me recordó con melancolía―.
Volveré un poco tarde ―acarició mi barbilla con el pulgar―. No me
esperes despierta.
En sus ojos vi tristeza, nostalgia y súplica. Cogí sus manos entre las
mías y las puse a la altura de mis labios.
―Vuelve sano y salvo, Viktor.
Reclinó la cabeza y pegó la frente en la mía. Sus ojos, aquellas
maravillosas lagunas transparentes que me dejaban sin aliento cada vez que
se encontraban con los míos.
―Solo si me prometes que harás lo mismo por mí.
Achiqué los ojos a modo de protesta y se carcajeó.
―No volveré al arroyo ―le prometí con los labios fruncidos―. Te lo
prometí delante de Giuliano ―su expresión se suavizó―. Tienes mi
palabra.
Rozó la punta de su nariz contra la mía y me estremecí. Aquel gesto,
involuntario, era el mismo que mi hijo me dedicaba antes de ir a dormir.
¿Cómo eso era posible? Jamás se lo comenté, ni antes, ni después de
haberlo hecho.
―Te amo tanto ―me confesó y cogió mis manos entre las suyas―.Cada
día me cuesta más y más alejarme de ti.
La falda larga de mi vestido se meció de un lado al otro al mismo
compás que mi larga melena suelta y los latidos de mi corazón.
―Y yo a ti, Viktor.
Me dio un largo, ardiente y eterno beso, con las manos cubriendo las
mías con aire protector. Suspiró profundo cuando apartó los labios de los
míos y con su cándida sonrisa me recitó mi frase favorita de mi novela:
“En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no
pueden contenerse. Permítame usted que le manifieste cuan ardientemente
la admiro y la amo”.
Las mariposas aletearon en mi interior.
―La amo.
Viktor, cada noche, me leía un capítulo antes de dormir o después de
hacer el amor, acurrucada en su fuerte y musculoso pecho. Dejándome a la
deriva de unos sentimientos que me mantenían tan viva, como hacía tiempo
no me sentía.
―Y para siempre.
Se marchó después de darme un último beso, uno que intenté rescatar
con los dedos. Mordí mi labio inferior y tatué su sabor antes de cruzar el
puente. Como todos los días, Viktor giró el rostro y me balanceó la mano
con una amplia sonrisa en los labios.
―Te amo ―vocalizó y me llevé la mano al pecho para conservar allí su
declaración.
Le lancé un beso que el viento perfumado arrastró hasta sus labios.
Llevó la mano al pecho y me regaló una última sonrisa antes de partir a su
destino.
―Te amo ―solfeé conmovida hasta los tuétanos―. Para siempre,
Viktor.
Leia mi novela favorita cerca de los girasoles, sentada en el césped y con
una sonrisa bobalicona en los labios. Siempre la leía con la misma
expresión, desde mis quince años. Un suspiro se me escapó del pecho al
leer la frase del señor Darcy en un papel, escrita por Viktor con su puño y
letra. Una caligrafía elegante y sofisticada como él. Rocé el dedo por cada
palabra y las grabé en el alma.
―Ahora entiendo a Lizzy ―mascullé con el corazón disparado―. En
vano he luchado, Viktor.
El grito agudo de Dora, mi compañera de trabajo, me impulsó a cerrar el
libro de golpe y a ponerme de pie de un salto. ¿Qué pasó? Cruzó el puente
como una exhalación y se acercó a mí anegada en lágrimas.
―¡Deaaa!
Abracé el libro y la miré estupefacta. ¿Por qué gritaba de aquel modo?
Tragué con fuerza al ver cómo las lágrimas atravesaban su rostro
arrebolado.
―Dea ―sujetó mis hombros y me zarandeó levemente―. Fusilarán a
mi hijo Donatello ―la sangre abandonó mi cara―. ¡Solo tiene doce años!
¿Cómo? ¿Por qué? ¡Era solo un niño! La miré estupefacta cuando se
arrodilló delante de mí con las manos en actitud de súplica. Intenté
levantarla, pero ella no me lo permitió.
―Dea, tu nazi puede salvarlo.
Tu nazi. Tu nazi. Tu nazi.
Sus palabras resonaron como un eco espectral en mi cabeza. ¿Así se
referían a mí en el pueblo? ¿Incluso ella, que se suponía que era mi amiga?
La escrudiñé como si acabara de darme una bofetada.
―Viktor está en Roma ―le comuniqué con la mirada fría―. Dora…
―se puso de pie y me miró como si nunca me hubiera visto―. Dea, es solo
un niño ―una lágrima recorrió su mejilla pecosa―. Era el amigo de
Giuliano ―me puse en sus zapatos―. Por favor, te lo suplico, intercede por
él ―estaba desesperada―. ¿No tenía un hermano tu…?
Nazi.
Asentí con un raro sabor amargo en la lengua, pero a pesar de ello,
tragué saliva y pensé en el niño. Los alemanes eran estrictos, pero esto,
rozaba la crueldad.
―Hablaré con el hermano de Viktor, y trataré de ayudar a Donatello.
Dora llevó las manos a la cabeza.
―Gracias.
Asentí antes de ir a mi casa a por mi capa y las riendas del freno de
Giada. Bajé mi libro en la mesa y me acerqué al nicho donde tenía las
imágenes de mis santos. Le rogué a Santa Rita que guiara mis pasos y que
pudiera llegar al corazón de Volker, que era inconmovible, según
rumoreaban por el pueblo.
―Espero llegar a tiempo.
El pelotón de Viktor no estaba y nadie me conocía, además de sus
hombres y sus superiores, nadie sabía quién era.
¿Y quién eres, Dea? ¿La amante de un oficial nazi?
―Dea ―la voz de Dora me estrujó las entrañas―. Solo son niños
hambrientos.
¿Son? ¿De cuántos niños estábamos hablando exactamente? Me paralicé
al oírla y lo que hicieron. ¿Sus vidas valían menos que unos gramos de pan?
―Matan por menos, Dea.
La voz de Fiama atravesó la neblina de terror que me envolvía.
―Son crueles y despiadados.
Su afirmación estaba cargada de ira y frustración. Me dirigió una mirada
revestida de severidad y decepción. Para ella era uno de ellos, era una nazi.
Viktor es un soldado, no tiene otra opción.
¿Era solo una excusa? ¿Un consuelo? ¿Un escape? Aquellas mujeres,
que me conocían de toda la vida, me miraban como si fuera su enemiga.
¿Querían que eligiera entre él y ellas?
Dora cogió mi mano.
―La ejecución será dentro de tres horas en la plaza.
Aparté la mano como si su contacto me hiciera daño.
―Debo irme o no llegaré a tiempo.
Monté a Giada y salí del pueblo como alma que lleva el diablo rumbo a
San Romano, donde se encontraba Volker. Necesitaba hablar con él con
urgencia y tratar de impedir que unos inocentes pagaran con sus vidas una
deuda ajena a ellos.
Los fusilarán por robar un poco de comida.
¿Tan poco valía la vida? Mientras cruzaba el valle bucólico, pensé en los
jóvenes que casi fueron fusilados en el bosque días atrás, cuando confundí,
una vez más, a Volker con Viktor.
―Señor, ayúdame a impedir esta barbarie.
¿Y si no lo conseguía? ¿Sería la culpable? ¿Sería una más de ellos?
Cerré los ojos con abatimiento. ¿Eso pensaba de Viktor?
No, él no era como ellos.
¿Y Volker? ¿Lo era? Arreé con más ahínco y Giada aceleró sus pasos.
Cuando llegué al pueblo, fui directo al ayuntamiento y pregunté por Volker,
pero nadie me dirigió la mirada siquiera. Enfurecida ante la fría indiferencia
de los soldados que custodiaban el lugar, empecé a gritar:
―¡Volker! ―Ahuequé las manos y bramé entre ellas―: ¡Volker!
Uno de los soldados me cogió con rudeza del brazo y me arrastró del
lugar con poca delicadeza mientras refunfuñaba un par de palabras en su
idioma y que, supuse, eran insultos.
―¡Volker! ―chillé con más fuerza―. ¡Volker!
El soldado me sacudió de un lado al otro y me llamó puta en mi idioma.
Me removí con violencia y logré liberar el brazo de su garra afilada.
―¡Puta será tu madre!
Le escupí en la cara con rabia.
―¡Maldita zorra!
Cogió una fusta que colgaba de su pantalón y la levantó con aire
amenazador. Me protegí la cabeza con los brazos y cerré los ojos por pura
inercia, justo cuando una ronca y grave voz llegó a mis oídos.
―¡Ni se le ocurra, soldado!
Volker.
Giré el rostro hacia él y suspiré aliviada. Levanté la falda de mi vestido
celeste claro y me acerqué con el pulso a mil por hora. El soldado se cuadró
y exclamó en voz firme:
―Sieg Heil!
Volker lo fulminó con la mirada antes de sujetarle el brazo con mucha
fuerza, a pesar del estoicismo del joven soldado, pude ver el dolor en su
mirada. Las palabras que le dedicó Volker sonaron duras y frías.
―Jawohl! ―replicó el soldado y se marchó a pasos firmes hasta su
puesto.
Volker no llevaba su guerrera, ni su gorro de plato y tampoco sus
guantes de cuero tradicionales. El pelo estaba algo desordenado y un
mechón rebelde le caía en la frente, otorgándole un aire más cansado e
informal, como solía llegar Viktor a casa tras una misión difícil.
―Dea, ¿te hizo daño?
Su voz sonaba cálida, dulce y preocupada. Aquello me desarmó un poco,
ya que, incluso Viktor, lo calificaba como duro e impertérrito, pero en aquel
instante, vi un lado suyo muy similar a su hermano gemelo. Aunque, debía
reconocer, que su halo serio y misterioso, me hacía verlo de manera distinta.
―No, estoy bien.
Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones bombachos y me
miró con fijeza. Su perfume, más amaderado que el de Viktor, llegó a mis
fosas nasales mezclado con un poco de tabaco y algo dulce que no sabía
con precisión qué era.
―¿Por qué gritabas mi nombre?
Su pregunta me abofeteó. ¡Pensará que estoy loca de remate! Me
sonrojé, fue inevitable.
―Estaba en una reunión muy… ―apretó los dientes y realzó su barbilla
cuadrada envuelta en una incipiente barba de tres días―. Complicada.
¿Qué significaba eso? ¿Hablaban de la ejecución de trece niños por
robo? ¿A eso se refería? Me tensé y bajé la mirada para ocultar mis
emociones. No quería mirarlo con censura o, peor aún, con terror.
―¿Dea?
Su dulce y ronca voz me atrapó de sorpresa. Levanté la cabeza y lo miré
con ojos implorantes antes de acortar todavía más la distancia entre los dos.
Sus ojos se oscurecieron y su respiración se agitó. ¿Acaso podía leer mi
mente? Tal vez, mi mirada me delataba y sabía que venía a pedirle algo,
que, podría ser, simplemente, imposible.
―Esta tarde, fusilarán a unos niños en la plaza ―comencé a decir con
nerviosismo―, son solo niños que tenían hambre, Volker.
Desvió la mirada de mis ojos a sus botas relucientes. Cuando exhaló, su
dulce aliento llegó a mi nariz.
Chocolate.
―Dea… ―susurró sin mirarme―. No puedo hacer nada por ellos, la
sentencia ya fue firmada ―el corazón se me volcó―. Y es irrevocable.
Cogí su mano del bolsillo y la sujeté entre las mías. Me miró a los ojos y
vio en ellos la más sincera desesperación. No podía dejar de pensar en mi
hijo, en que él podía ser uno de esos niños, si estuviera vivo.
―Por favor, Volker ―le rogué con la voz rota―, te lo suplico ―una
lágrima rodó por mi mejilla―. Son solo niños.
Cuando vi la respuesta en sus ojos, aparté la mano como si acabara de
darme una descarga eléctrica. Di un paso hacia atrás y dejé caer una lágrima
del otro ojo, impotente ante la situación.
―No sé por qué pensé que podías hacer algo por esos inocentes
―afirmé con frialdad―. Pensé que tenías un corazón distinto a ellos
―miré hacia el ayuntamiento―. Pero estaba equivocada.
Comprimió tanto la mandíbula que un hueso del pómulo sobresalió en
brusco relieve. Me di la vuelta y me puse la capucha de mi capa para
ocultar mi gran dolor. Antes de girar, me di la vuelta en un acto involuntario
y me encontré con su mirada teñida de aflicción.
Eres como ellos.
Giré el rostro y continué mi camino. Monté a Giada y en lugar de irme al
pueblo, decidí visitar a mi hijo. Necesitaba hablar con él, pero mucho antes
de llegar, me quebré en mil pedazos, pensando en el destino de aquellos
niños, en el de mi hijo y en el mío.
―Hola, tesoro mío ―me arrodillé delante de su lápida y observé su
retrato con un nudo indescriptible en el pecho―. No pude hacer nada por
Donatello.
Aparté las hojas marchitas con la mano y recorrí su nombre con el dedo
mientras las lágrimas surcaban mi rostro.
―Seis años han pasado ―gimoteé―, y el dolor sigue aquí, mi amor.
Por unos días, pensé que volvería a sentir el latido de un ser humano
dentro de mí, pero tal vez, ya no en esta vida. Me recosté sobre la lápida y
cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, no sabía qué hora era.
―Todo terminó ―susurré con un dolor sordo en el pecho―. Ellos ya
están contigo, mi amor.
Besé su rostro angelical y me puse de pie.
―Te amo, mi amor.
Volver a casa nunca fue tan doloroso. Crucé el puente y llevé a Giada a
su establo arrastrando los pies y el corazón. Le acaricié el hocico con cariño
y le besé antes de dirigirme a la casa.
―¡Deaaa!
Me estremecí al oír el grito de Dora.
Dios mío, lo siento.
―¡Dea! ―Se abalanzó sobre mí y me estrechó con fuerza―. ¡Gracias,
Dea! ―me besó toda la cara―. ¡Has salvado a mi hijo! ―los ojos se me
empañaron―. ¡A todos ellos! ―no conseguía reaccionar―. Gracias…
―lloró con desconsuelo―. ¡Muchas gracias!
Me quedé allí, parada y atónita. ¿No lo fusiló? ¿Salvó a todos? El pulso
se me ralentizó y me mareé un poco por la fuerte emoción que recorría mi
torrente sanguíneo.
―Volker ―musité con un enorme nudo en la garganta―. ¿Cómo lo
hizo?
Fui a su casa, pero aún no había vuelto. Me fui a la mía y me bañé antes
de preparar la cena. Cuando Giada relinchó, dos horas después, supe que
Volker ya estaba en su casa.
―¿Estará enfadado por lo que le dije?
A pesar del temor, decidí ir a verlo, necesitaba agradecerle y pedirle
disculpas a la vez. Me alisé el vestido amarillo estampado con flores
moradas con las manos antes de llamar a la puerta. Nerviosa, me arreglé la
trenza.
―Dea ―musitó al abrir la puerta―. Hola.
Llevaba su camisa blanca remangada hasta los codos, los tirantes
colgados a los costados de sus piernas y el pelo un poco más revoltoso que
horas atrás. Se veía un poco cansado, pero no enfadado. Me sonrojé ante la
vergüenza que sentía y el movimiento de mi pie derecho me delataba.
―Quería agradecerte por… ―vacilé―. ¿Interviniste tú? ―Asintió con
la mirada revestida de modestia―. Oh, Volker, yo…
Negó con la cabeza antes de que pudiera terminar mi oración.
―No fue nada, Dea.
Era muy modesto, noble y generoso como lo era su hermano. Entrelacé
las manos con intranquilidad y jugueteé con ellas de un lado al otro sin
saber qué decir o hacer.
―Volker, yo no quise decir aquello ―farfullé sin mirarlo―. Estaba
fuera de mí.
Un suspiro se le escapó de lo más hondo, como si algo le pesara mucho
y no pude evitar levantar la cabeza para mirarlo. Sus ojos estaban tristes y
apagados.
Conozco tu pena, Volker.
―No te preocupes, Dea.
Moví la cabeza afirmativamente.
―¿Puedo hacer algo a modo de disculpa? ¿Cocinarte algún plato
favorito o lavarte la ropa?
Enarcó una ceja, tal cual como lo hubiera hecho Viktor en su lugar. Giró
la cabeza hacia atrás y miró algo con atención. Dios mío, ¿estaba con
alguien? Di un paso hacia atrás en un acto reflejo cuando volvió a mirarme.
―¿Cenarías conmigo esta noche? ―me preguntó con una sonrisa que
apenas curvaba sus labios―. Viktor llegará tarde, al menos eso me dijo
antes de viajar.
Asentí con un leve cabeceo antes de entrar en su casa.
―Prepararé la cena ―anuncié, ilusionada.
Él negó con la cabeza.
―Esta noche cocino yo.
¿Sabía cocinar? Me crucé de brazos y achiqué los ojos con desconfianza.
―¿Pondrás mucha pimienta a modo de venganza?
Por primera vez, desde que lo conocí, lo vi sonreír con toda el alma,
como si la vida volviera a tener color para él, como si volviera a tener
esperanza.
―No, solo quiero cenar con alguien.
Parpadeé dos veces.
―La soledad, a veces, duele.
El corazón se me encogió.
―Oh, Volker ―le toqué el brazo con afecto―. Nos tienes a nosotros
―le recordé―. Ya no estás solo.
Pero sé a qué tipo de soledad te refieres, antes de Viktor, ella era mi
única compañía.
―Hay días que duele más.
Puso la mano sobre la mía y sentí una extraña sensación en la base de la
columna vertebral. No sabía si era por la expresión de sus ojos o por lo que
acababa de decirme. A pesar de estar rodeado de personas todo el tiempo, al
parecer, se sentía solo y perdido en este mundo sin aquellos que amaba.
―Gracias, Dea.
Lo vi, por primera vez, lo vi a él.
Capítulo 28
Viktor

M e encontraba en la orilla norte del río Arno, al oeste del Ponte


Vecchio, donde, supuestamente, estaban los cómplices de Gino
Berretti, el fantasma de La Toscana, como lo llamábamos algunos en la
unidad. A veces me daba la sensación de que nos estaban tomando el pelo,
pero en la guerra todo era posible, como no. Un paso en falso y todo podía
cambiar para bien o para mal.
Encendí un cigarrillo con aire pensativo y observé las estrellas más
brillantes del cielo, perdiéndome en la neblina de mis recuerdos con ella,
con Dea.
―Oh, Viktor, ¿qué me estás haciendo?
Estaba sentado sobre mis tobillos, con ella sentada en mi regazo y muy
dentro de su cuerpo.
―Amarte.
Le acaricié los senos y le mordisqueé el lóbulo de la oreja al mismo
tiempo, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera.
―Ámame siempre.
Empezamos a movernos casi al mismo compás que nuestros latidos. Al
inicio con delicadeza y después con tal urgencia que la cama se tambaleó
bajo nosotros.
―Siempre.
Giró su hermoso rostro, enmarcado por su larga y oscura melena.
Rodeó mi cuello con los brazos y me instó a agacharme para besarla como
si aquel día fuera el último de nuestras vidas.
―Te amo ―jadeamos al mismo tiempo y con la respiración muy
agitada―. Te amo.
Las voces de mis hombres me devolvieron al presente.
―¡Salve, Capitán! ―chilló Reiner―. Debemos festejar tu ascenso.
Le sonreí algo intimidado.
―Y ante todo, ¡el hecho de que estemos vivos hoy!
Cogimos un par de partisanos y americanos antes de que nos atacaran,
como calculé días atrás con el Capitán. Al inicio tuvo sus dudas, pero
cuando vio el resultado final, quedó tan orgulloso que, de manera
inmediata, me ascendieron a Capitán.
―Tal vez encontremos a Gino.
Tal vez.
Se acercó con una botella de vodka entre las manos y me ofreció un
sorbo que acepté encantado. Necesitaba relajarme un poco.
―Gracias, Reiner.
Bebió un sorbo y soltó un gemido acto seguido.
―¿Pensabas en la mujer que amas?
Enarqué una ceja a modo de advertencia y puso las manos en señal de
rendición. Le desordené el pelo castaño claro y le robé un par de tacos.
―Soy tu superior ―volví a desordenarle el pelo―. Más respeto.
Se arregló el cabello con los dedos tras resoplar con hastío.
―Espera un momento… ―giré el rostro hacia las tiendas de
campaña―. ¿Qué haces aquí? ―ladeó la cabeza―. ¿Por qué no fuiste al
bar con los demás chicos?
Carraspeó con fuerza, como si acabara de pillarlo haciendo algo
indebido. Levanté ambas cejas cuando la respuesta iluminó mi mente
obnubilada aún por la sorpresa.
―La chica de la limpieza ―repuse en un hilo de voz apenas audible―.
Dios mío… ―sus mejillas eran del color de la amapola―. ¿Estás bien?
―le toqué la frente y apartó mi mano de un empellón nada delicado―.
¿Estás condenado? ―cerró los ojos―. ¡Te ha flechado el corazón!
Se persignó.
―¿Cómo me pudo pasar eso a mí?
Me carcajeé sin tapujos.
―Joder, ¿por qué no me dijiste que era contagioso?
Le palmeé la espalda sin apenas poder controlar las carcajadas. Reiner
bebió un buen sorbo de su botella y gimió, pero no sabía si por el efecto de
la bebida o el hecho de haber reconocido que estaba prendado.
―Nunca me pasó ―refunfuñó molesto―, y entonces, un día, no vino y
la pena me carcomió por dentro ―me sequé las lágrimas con el dorso―. Ni
hablemos del día que la vi con Günter y casi me atraganté con la lengua.
Me doblé en una carcajada cantarina que llamó la atención de todo mi
pelotón.
―Estoy jodido. ¡Tengo solo veintiocho años!
Negué con la cabeza tras recomponerme de la carcajada.
―Yo conocí el amor a los treinta y tres ―asumí con una sonrisa
paternal en los labios―. Y fue lo mejor que me pasó en toda mi vida.
Compuso una mueca que no sabía si era de alegría o de pura tristeza.
―Ya.
Le palmeé de nuevo la espalda.
―Solo disfruta, Reiner.
Nos sentamos en un banco que daba hacia el río y fumamos algo
ensimismados por unos instantes.
―La vida es solo un pasaje.
Mi unidad de artillería cubría el flanco más alejado del cruce del río y el
más peligroso.
―¿Y qué significa eso?
Le sonreí.
―La desposaré ―anuncié con ilusión y respondiendo a su pregunta al
mismo tiempo―. Ante los hombres y ante Dios.
Arqueó ambas cejas y se rascó la barbilla tras suspirar. Desvió la mirada
hacia el río y volvió a suspirar.
―Cásate con ella, amigo ―susurró como si tuviera miedo de que
alguien pudiera escucharlo―. Conviértela en tu esposa, Viktor.
¿Reiner me estaba dando consejos amorosos? ¿A mí? ¡Toma ya! Cogí la
botella de su mano y le di un buen trago.
―Tengo miedo, Viktor.
Lo miré de reojo.
―¿De qué?
Bajó la cabeza.
―No quiero marcharme de aquí y dejarla desamparada ―musitó sin
mirarme―. ¿Eso es normal?
Tragué con fuerza al pensar en Dea. Ese temor me atormentaba día y
noche desde que la conocí.
―Solo cuando te enamoras.
Soltó un quejido de lamento.
―Estoy jodido.
Me reí.
―No, estás enamorado.
Llevó el puño a la boca y simuló que lo mordía con rabia.
―Joder.
Le apreté la rodilla.
―¿Las desposamos el mismo día? ―le propuse y puso los ojos como
platos―. ¿Buena idea eh?
Tragó con fuerza.
―Así no podré huir ¿verdad?
Le guiñé un ojo en señal de complicidad.
―No.
Miró hacia atrás y observó por un breve segundo a los otros.
―Es una noche muy tranquila ―repuse aliviado―. Una en medio de
tanto caos.
Ese día tenía encomendada la vigilancia aérea. El cabo Müller se
encargaría de lanzar los cohetes de combustible sólido en caso de algún
ataque inesperado por parte de los partisanos, antifascistas o los aliados que,
según entendimos, estaban cada vez más cerca.
―Viktor.
Faltaban un par de minutos para las nueve de la noche, y apenas si se
veía una débil pincelada de luz en el horizonte.
―¿Sí?
Apagó el cigarrillo contra una piedra.
—Si muero en alguna misión ―comenzó a decir con voz débil―, envía
la carta que le escribí a mi madre ―no lo miré―. Está en el libro de Los
tres mosqueteros ―entrelacé las manos después de lanzar la colilla de mi
cigarrillo al río―. Y mi medalla… ―la voz se le apagó un poco―. A
Lucía.
Le sonreí.
―No te preocupes, eso no pasará, Reiner.
Me devolvió la sonrisa.
—También el dinero que tengo en la contraportada del libro ―bisbiseó a
modo de confidencia―. Mi madre tiene dinero ―levanté una ceja―. No lo
necesita como Lucía.
Encendió otro cigarrillo.
―¿Lo harás?
Le dio una larga calada al cigarrillo.
—No pasará nada, Reiner ―le reiteré con los dientes apretados―. No
ahora que estás enamorado.
Entornó mucho los ojos.
―Es lo mejor que le puede pasar a un hombre en medio del abismo.
Resopló.
―¿Justo ahora? ¡En plena guerra!
―El tiempo de Dios es perfecto y por eso Lucía llegó a tu vida justo
ahora.
―Es demasiado buena para mí, Viktor.
Reiner expulsó una gran bocanada de aire de los pulmones.
—Todas las cosas buenas acaban por llegar si se sabe esperar.
Le di unas palmaditas en la rodilla.
―Hablo de Lucía.
Me puse de pie sin abandonar mi sonrisa fraternal.
―Vengan, soldados —grité con firmeza—. A dormir ―ocuparon sus
tiendas―. Menos los que deben hacer guardia.
Las protestas me causaron gracia. Miré hacia mi amigo y carraspeé para
llamar su atención. Él se dio la vuelta y me miró por encima del hombro.
―Reiner, a tu puesto.
Resopló, ¡cómo no!
―Soy demasiado guapo y viril para trasnochar.
Si no resaltaba su belleza y su virilidad, no era él.
―Scheiße! ―protestaron todos al unísono.
Él silbó con indignación.
―Envidiosos.
Ordené abrir fuego a los cabos al mando de los morteros y los artilleros
dispararon tres bombas de humo que estallaron al otro lado del río.
―Ya saben que estamos cerca ―murmuré con una rara sensación en el
pecho―. El silencio es mucho más aterrador y peligroso.

Una granada estalló cerca de nosotros y nos puso en alerta de manera


inmediata en plena madrugada. Cogí la linterna y me puse el casco de
hierro en un santiamén.
―¡Hijos de puta! ―gritó alguien en el bosque―. ¡Viva la libertad!
Mis hombres cargaron y dispararon sus armas hacia el bosque tan pronto
como les di la orden. El elemento sorpresa actuaría a mi favor, siempre que
pudiéramos cruzar el bosque rápidamente. Le indiqué a Reiner que
avanzara con los otros.
—¡Adelante! —grité—. ¡Cabo Schmitz! —Se volvió—. Llévese esas
armas ―le indiqué con la mirada.
Me saludó y recogió la ametralladora pesada. Aquellos hombres eran
como sombras, nunca sabíamos dónde o cómo atacarían. Durante todas
estas semanas, los había estudiado y entendido que, no actuarían como
soldados, sino como fantasmas.
―¡Gino Berretti nunca morirá!
Llamé a mis hombres, y todos corrieron hacia las trincheras que
habíamos hecho por la tarde. Tres cabos llevaron los morteros de 8 cm
Granatwerfer 34 y las municiones. Me puse el casco y observé el lugar a
través de los prismáticos.
―Todo en silencio.
Aquello era una trampa.
―¿Nunca morirá dijo?
Asentí con la respiración entrecortada.
―También lo oí.
¿Qué quería decir con ello? Reiner frunció el ceño al mismo tiempo que
yo lo hacía. ¿Acaso Gino murió? ¿Era eso?
―¡Cuidado! —gritó Schmitz.
Disparé y acerté a un partisano en la cabeza, justo cuando pensaba
disparar hacia nosotros. Maldije para mis adentros al ser consciente de que
perdía una posible fuente de información, pero en aquellas circunstancias,
era vital actuar como soldado.
―Gracias, cabo ―presté atención en el lugar y traté de anular los ruidos
externos―. Están repartidos por todas partes ―señalé hacia adelante―, la
granada era una distracción, pero estoy seguro de que no usarán armas ―les
mostré mi cuchillo de combate―, sino este tipo de arma ―asintieron―.
Vámonos ―salí de la trinchera de un salto.
Reiner y los cabos se dirigieron a la derecha mientras los otros soldados
me seguían con los morteros, la ametralladora pesada, y las granadas
preparadas para ser lanzadas.
―Tienen armas alemanas ―recalqué asombrado―. ¿Dónde las
consiguieron? ¿Acaso…?
Antes de que pudiera completar mi pensamiento, el grito de Reiner me
hizo girar el cuerpo hacia él con la ametralladora en posición de ataque.
―¡Reiner!
El cuchillo que tenía el partisano en la mano, desapareció dentro de mi
amigo. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Disparé de manera incesante,
pero el hombre logró huir en ese breve segundo que el terror y la
impotencia me paralizaron.
―¡Reiner!
Mis hombres dispararon a todos los lados tras oír mi orden. Tenía la
sensación de que me estaba quedando sordo y eso que el ruido de las
explosiones a mi alrededor sólo me llegaba a rachas a través del casco de
metal.
―Dios mío…
Mi amigo estaba tendido boca arriba sobre las ramas y hojas marchitas.
Corrí como alma que lleva el diablo y me arrodillé a su lado con la cabeza
repleta de zumbidos.
―Reiner… ―jadeé―. ¿Me escuchas?
Tenía una herida en el costado, pero no sangraba.
―Vik… tor…
El casco se le había caído.
―No hables, Reiner.
Miré con desesperación a uno y otro lado para ver si encontraba a
nuestro enfermero para que pudiera revisarle la herida o darle una inyección
de morfina.
―¡Cabo Löschel! ―Grité con todas mis fuerzas―. ¡Cabo Löschel!
Los labios de Reiner eran casi azules cuando le toqué la frente perlada
por el sudor frío. El aire apenas llegaba a mis pulmones y la saliva quedó
estancada en mi garganta.
―Dile… que… la… ―escupió sangre con mucha dificultad―, quiero
―empezó a temblar―, que fui un cobarde al… ―cogí sus heladas manos
entre las mías―, no decirl… ―soltó un grito mudo.
Cerré los ojos cuando dejó escapar su último aliento de vida.
―Reiner, ¡háblame! ―Grité enfurecido―. ¿Me escuchas?, ¡no puedes
hacerme esto, maldito cabrón! ―rugí como un león herido―. ¡Reiner!
―Sus pupilas se dilataron―. Lo siento, amigo mío ―se me quebró el alma.
Agaché la cabeza en su pecho duro y silencioso.
―Lo siento… ―gimoteé derrotado.
Como si fuera una película, reviví todos los momentos a su lado estos
últimos años mientras a mi alrededor los ruidos de los disparos retumbaban
en medio de mi martirio.
―Adiós, amigo mío ―la voz me tembló―. Adiós, mi hermano.
Tracé la señal de la cruz sobre su cuerpo y tatué su última imagen en mi
retina. Cerré los ojos y traje a la mente la imagen del partisano que lo atacó
por detrás. Aquellos ojos verdes clarísimos, llenos de odio y rencor, me
perseguirían para siempre.
―Lo encontraré, Reiner ―juré con la mandíbula apretada―. No
descansaré hasta lograrlo.
El cabo Schneider se acercó a pasos lentos al igual que otros soldados
que, ante la muerte de su compañero, se quitaron los cascos y se cuadraron.
―Capitán, hemos cogido a dos.
No lo miré.
―¿Cómo están los otros soldados?
Suspiró con pesar.
―Ningún herido, señor ―vaciló―. Cinco muertos y tres vivos por parte
de ellos.
Miré a Reiner antes de cerrarle los ojos.
―Llévenselos ―les ordené―, ya saben adónde.
Estuve de rodillas al lado de Reiner más de una hora, velando por su
sueño eterno mientras repasaba palabra por palabra, lo que me pidió horas
antes.
―Lo haré ―le prometí con la voz quebrada―, descansa en paz, amigo
mío.
Cargué a mi espalda su cuerpo y después recogí la mochila, el arma y las
municiones. Oí el rugir de un avión en vuelo y me pregunté por qué
Schwarz no lo abatió de una vez por todas.
Debemos ser tan impiedosos como ellos.
Durante el camino, pensé en lo que le comenté a Reiner y en lo que él
me confesó. Era tan joven y estaba tan ilusionado ante lo que sentía. Pero,
algunas historias, simplemente, no podían ser.
Lo siento, amigo.
Aquella noche, cerca de un árbol de tilo, enterré a mi amigo tras coger
su placa de identificación y la medalla que le había otorgado nuestro
superior no hacía ni una semana. Al girarla, vi el nombre que grabó en ella,
tal vez con su cuchillo de combate.
Lucía.
Pensé en lo último que me dijo antes de morir.
―Ella lo sabía, Reiner ―miré con infinita tristeza la medalla―. Su
corazón lo sabía.
Cuando el sol, poco a poco, empezaba a emerger en el horizonte, cogí su
mochila y me dirigí hacia los míos, decidido a hacerle justicia a mi amigo.
―Capitán von Richthofen ―me llamó el Comandante―. Lamento lo
sucedido ―asentí con un nudo enorme en la garganta―. Espero que él no
haya muerto en vano.
Sabía muy bien lo que significaban aquellas palabras.
―No lo hizo, señor.
Asintió.
―Deben pagar por ello y usted será el encargado.
Apreté con fuerza los dientes.
―Sí, señor.
Dos días después de la muerte de Reiner, y tras coger a la familia de los
partisanos, los llevamos hasta la plaza del pueblo de donde procedían bajo
una desapacible tormenta.
La venganza no te dará consuelo.
Las palabras de Volker retumbaron en mi cabeza como un eco lejano.
Y tampoco te devolverá a la persona.
Nunca sentí tanto odio y tantas ganas de hacer justicia en toda mi vida
como en aquel momento. La ira nubló totalmente mi juicio y me llevó a
cometer una de las peores sesiones de tortura y ejecución de mi historia
como oficial.
―Ninguno me dio el nombre del asesino ―reconocí enfurecido―. Por
eso pagarán con creces.
Ellos no lo sabían y, a pesar de ser consciente de ello, me ensañé más de
lo normal, descargando mi frustración en cada golpe que ordené que les
dieran.
―No sabemos nada ―repuso uno de los prisioneros―. Por favor, mis
hijos son inocentes ―lo miré con indiferencia―. Máteme a mí, pero a ellos
no ―suplicó de rodillas.
Delante de él no estaba Viktor von Richthofen, sino el oficial nazi sin
corazón que se suponía que era desde que decidí llevar aquel uniforme gris
verdoso.
―Nombre y dirección del hombre que busco―reiteré en tono severo―.
¿Dónde lo puedo encontrar?
Sollozó con ferocidad.
―No… ―tenía la cara ensangrentada y muy hinchada― lo… sé… ―se
estremeció.
Antes de firmar la condena de todos ellos, les dirigí una mirada fugaz.
Sus llantos estrujaron mi corazón, pero el rencor me dominó y firmé el
documento antes de girar sobre los pies. A cada paso que daba, el nudo en
mi pecho crecía un centímetro y me ahogaba.
Uno.
Dos.
Tres.
A cada disparo, el hombre gritaba y pedía perdón a sus seres queridos.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
Cada bala quemaba mi alma.
Siete.
Ocho.
Nueve.
La culpa me revolvió el estómago y paralizó mis piernas a pocos metros
del coche. Levanté la cabeza y observé el cielo plomizo a través de la
furiosa tormenta.
Diez.
Once.
Doce.
Nosotros también sufríamos en esta guerra. Nosotros también perdíamos
a nuestros seres queridos. Nosotros también amábamos.
Trece.
Catorce.
Quince.
Caí de rodillas y hundí las manos en la tierra enlodada. Con una cólera
inhumana, enterré los dedos y grité como una bestia herida.
―¡Nooo!
De repente, en medio de mi tormento, las palabras de Dea asaltaron mi
mente y estrujaron mi corazón con saña.
―Tengo miedo de lo que somos, Dea.
Nunca pensé que reconocería ante ella lo que era o lo que significaba
llevar aquel uniforme.
―De ser como ellos.
Muchos simplemente actuaban de manera autómata porque era más
fácil sobrellevar la guerra y sus efectos en nuestras esencias.
―Llevas el uniforme, pero no el alma de uno, Viktor.
La besé con ternura.
―Eres bueno, dulce y compasivo ―Dea me besó los ojos―. El ser
humano más maravilloso que jamás pensé conocer y del que estoy
profundamente enamorada.
Cerré los ojos y vi los rostros de las personas que acababa de condenar,
incapaz de ir contra las reglas o contra mi propia ira.
―¿Qué hice?
La tormenta y los truenos silenciaron el profundo sollozo que se adueñó
de mí.
Estabas equivocada, Dea.
Capítulo 29
Volker

A rqueé las caderas a medida que el placer crecía en mí con cada caricia
que le dedicaba a mi duro miembro. Sujeté el barrote de hierro de la
vieja cama y aceleré el vaivén de mi mano. Por las mañanas, casi siempre,
me despertaba con una dolorosa erección que exigía mi atención. En
especial cuando la mente me traicionaba y reproducía una y otra vez la
mañana que vi a Dea con mi hermano haciendo el amor. Entré en la casa de
Dea, a muy temprana hora de aquel día, pensaba dejar mis raciones en la
mesa, ya que no estaban pasando por un buen momento y las de Viktor eran
pocas para solventar a los dos. Por mi rango y División tenía ciertos
privilegios, tanto en mi unidad como en el mercado negro. No obstante, al
oír los gemidos de Dea, me acerqué a la puerta y la observé a través de la
pequeña brecha de la puerta. Solo la vi a ella, entregándose a mi hermano
con tanta pasión y abandono, que el efecto en mi cuerpo fue inmediato.
¡Maldición! Tuve que desfogarme antes de marcharme al pueblo vecino
donde se encontraban mis hombres y la Kommandantur.
―Gott… ―jadeé con ferocidad al llegar al clímax.
Cada vez que el orgasmo se adueñaba de mí, por varios segundos,
convulsionaba con tanta fuerza que la cama incluso chirriaba debajo de mí.
―Dios ―gemí, moviendo con cortos espasmos las caderas―. Deberías
buscarte una mujer ―me reproché al ver cómo mi explosión se deslizaba
por mis dedos―. Llevas mucho tiempo sin estar con una.
No quiero estar con nadie.
Cerré los ojos al pensar en ella y en el abrumador deseo que despertaba
en mí cada vez que estaba cerca o por el simple hecho de escuchar su voz.
Es la mujer de tu hermano, el amor de su vida.
Aspiré y espiré hondo, en busca de calmar la angustia que, a diario,
crecía más y más en mi corazón.
Tienes que marcharte lo antes posible de aquí.
―Es lo mejor.
Me levanté y me di un baño helado para despejar mejor la mente. Me
vestí y preparé un poco de té negro mientras recordaba nuestra discusión de
días atrás.
―Sopa de nabo y zanahorias ―musitó a mi lado―, con un poco de
carne de cerdo ―alargó el cuello hacia la olla y observó con atención lo
que trataba de preparar para la cena―. ¡Todo un lujo!
La miré con expresión divertida.
―Tienes sus ventajas ser un oficial nazi.
Mi sonrisa desapareció, dando paso a una de pura indignación. No fue
la palabra «nazi» lo que me molestó, sino el tono que usó para recalcarlo.
―Los fascistas gozan del mismo privilegio ―ataqué con la mirada
clavada en la sopa que olía maravillosamente bien―. ¿No?
La furia iluminó sus ojos como la farola lejana de un tren que venía a
toda velocidad por el túnel.
―Solo somos vuestros títeres.
Resoplé con hastío.
―¿Estás segura? ―la desafié―. Cuando el rey está en lo alto, todos
los admiran, pero cuando cae… ―se cruzó de brazos y me fulminó con la
mirada―. No me mires así, sabes que es cierto.
Miré con embeleso las arrugas que se formaban en el puente de su
pequeña nariz respingona. ¡Era tan hermosa cuando se enfadaba! Desvié
la mirada y me concentré en la sopa, temeroso porque descubriera mi
desleal fascinación o mi ligera erección.
Eres un maldito cabrón, Volker.
Todo hombre tenía ciertos límites cuando sentía atracción por una
mujer y ella estaba al borde del mío.
―Los italianos solo obedecen ―objetó una vez más―. Ahora que
Mussolini ya no está en el poder absoluto, la mayoría puede pensar por sí
solo.
Enarqué una ceja al comprender adónde apuntaba su flecha.
―Como vosotros a Hitler.
¿Éramos títeres del Führer? ¿Lo entendí bien? Resopló con fuerza y
murmuró un par de palabras ininteligibles. La miré de reojo con cierta
aprehensión.
―No todos somos iguales, Dea.
Se sonrojó como un tomate.
―No todos pensamos como Hitler ―le aclaré con la voz marcada por
la seriedad―. A veces no tenemos otra opción más que obedecer ―retiré
la olla del fuego con cuidado―. O lo hacemos o terminamos fusilados.
Los ojos le brillaban con intensidad.
―Lo que hiciste hoy ―farfulló avergonzada―, demuestra que siempre
estuve equivocada con respecto a todos los… ―atrapó el labio inferior
entre los dientes para no continuar con su oración despectiva.
―Nazis ―completé con un nudo extraño en la garganta―. No duele
―remangué la camisa hasta el inicio de los codos―. Somos nazis
―apunté―, Viktor y yo.
No emitió una sola palabra.
―Los niños que salvaste ―realcé la última palabra―, realizarán
algunas tareas por el pueblo ―su mano posó en mi brazo y una ráfaga de
calor me recorrió todo el cuerpo―. Los salvaste tú, Dea.
Negó con la cabeza.
―No, fuiste tú, Volker.
Nos quedamos allí en un absurdo silencio compartido por más tiempo
del que fuimos consciente. Cuando oímos un relámpago, ambos nos
alejamos el uno del otro.
―Serviré la cena ―anuncié y una sonrisa genuina curvó sus labios
carnosos―. Y como postre comeremos chocolate ―se mordió el labio
inferior con nerviosismo―. Lo confiscamos en la mansión de Mussolini.
Me dio un golpecito afectuoso en el abdomen.
―Ya sabes, ladrón que roba ladrón…
Una carcajada limpia, auténtica y maravillosa estremeció todo su
cuerpo. Al final terminé riéndome con ella como llevaba años sin hacerlo.
―Dea ―susurré antes de que se marchara a su casa tras la cena―.
Tengo algo para ti.
Se arregló el pelo con cuidado mientras yo me acercaba a la mesita de
noche y cogía un libro que había conseguido en el mercado negro a cambio
de unos tabacos.
―Es de Jane Austen.
Abrió mucho los ojos y la boca.
―Como vi que te gustaba ―me miró como si fuera Dios―, pensé que…
―se lanzó a mis brazos con efusión y me dio un beso en la mejilla, que me
dejó sin aliento―. Se llama «Persuasión».
Cogió el libro y empezó a saltar como una niña.
―¡Nunca la leí!
Entretanto revisaba el libro con entusiasmo pueril, comprendí que el
placer que me causaban los tabacos no podía compararse con el que su
alegría provocaba en mí.
―Oh, Dea ―musité al volver al presente―. ¿Cómo pudiste entrar aquí?
―puse la mano en mi pecho―. ¿Cómo?

Un trueno en el cielo me instó a girar la cabeza hacia la ventana


semiabierta de la habitación. Hacía tres días que llovía de manera
inclemente, tres largos días en que, Viktor no dio señal de vida.
―Giada ―la voz de Dea me impulsó a desencajar el rostro―. Tenemos
que ir hasta el pueblo San Romano.
¿Qué hacía fuera de su casa? ¡Y con esta tormenta! Me puse mi
gabardina de lluvia y el gorro en un santiamén antes de salir de la casa
como alma que lleva el diablo.
―¡Deaaa!
Estaba cruzando el puente con su yegua, protegida por su capa gris
oscura que en otros tiempos quizá fue negra. Di grandes zancadas hacia
ella, que obstinada y con el ceño adusto me miraba.
―Iré a buscar información de Viktor ―refunfuñó antes de girar sobre
sus talones―. ¡No ha vuelto a casa! ―me recriminó encolerizada―. ¡Pudo
haberle pasado algo!
Sujeté su codo con brío y la detuve.
―¡La tormenta es peligrosa!
Intentó liberarse de mi agarre, pero fue inútil. Como una niña pequeña,
protestó y se removió cuando la llevé a su casa. A pesar de su estoica
resistencia, no pudo contra mi fuerza.
―¡Necesito saber qué le pasó!
Abrí la puerta y la metí dentro con poca gentileza.
―¡Iré yo! ―chillé con autoridad―. Viktor debe estar en una misión
peligrosa.
La sangre abandonó su rostro y se tambaleó un poco.
―¿Lo hirieron verdad?
Llevé las manos a la cadera en un gesto de incertidumbre.
―No lo sé.
Como una leona furiosa se abalanzó sobre mí y me golpeó el pecho con
los puños con toda su rabia. Me quedé inmóvil mientras recibía sus golpes.
―¡¿Dime la verdad, Volker?!
No la conozco.
―¡Dime algo! ―exclamó con más impetuosidad―. ¡Ayer me dijiste
que estaba bien! ―me reprochó fuera de sí―. ¡Me mentiste!
Se alejó de golpe y se dirigió a la puerta, gritándome que iría a buscarlo
incluso en el infierno. La sujeté por el brazo y la atraje hacia mí de un tirón.
Puso los brazos entre nuestros cuerpos y trató, en vano, apartarme de ella.
La puse contra la puerta y la envolví con mis brazos.
―Es demasiado arriesgado ―susurré cerca de su cabeza―, ¿no te das
cuenta de que estamos en plena guerra dentro de otra?
Hablaba de los partisanos y sus ataques constantes las últimas semanas.
Dea empezó a temblar entre mis brazos, a derramar su dolor sin consuelo
por su rostro, arrancándome el alma con ello.
―¡Lo necesito!
Empezó a llorar con mucho desconsuelo y a empujarme de su lado, pero
no la dejé, no podía. Temía por su vida y por eso necesitaba protegerla de
todo mal, incluso de ella misma si fuera preciso.
―¡Viktor es mi vi-vida!
Lo sé, Dea.
―No puedo permitir que algo te pase ―jadeé cerca de su arrebolada
mejilla―. Me dolería menos que me arrancaran un brazo o una pierna
―mascullé en alemán.
Dea dejó de moverse, de luchar y oponerse. Me aparté de la puerta y
sujeté la parte posterior de su cabeza. La apreté contra mi pecho. ¿Podía oír
mis latidos apresurados? ¿Descifrar lo que le gritaban? Se aferró a mi
gabardina como si la vida misma se le fuera en ello y sollozó.
―Tengo… miedo… ―gimoteó, enronquecida―. ¿Y si le pasó algo?
Cerré los ojos.
―Lo sabría.
Mi afirmación la hizo levantar la cabeza para mirarme a los ojos. Los
labios le empezaron a temblar tanto o más que las rodillas. Aparté un
mechón de su pelo y la miré con la misma adoración que Viktor, no pude
evitarlo.
―¿Puedes sentirlo?
En su tono había ilusión, esperanza y fe.
―Desde niños tenemos una especial conexión ―expuse con total
franqueza―. Incluso cuando estábamos lejos, podíamos sentir lo que el otro
sentía ―le sequé las lágrimas con el pulgar―. Sé que está vivo ―tragó con
fuerza―. Y lo encontraré ―su cercanía era dolorosa―. Por eso necesito
que estés aquí, a salvo.
Dea me miró de una manera muy extraña e intimidadora. Tragué en seco
casi al mismo tiempo que ella. ¿Por qué me mirada de aquel modo? ¿Acaso
me tenía miedo?
―No me moveré de aquí.
Se alejó de mí a cámara lenta sin abandonar su deje. Una ráfaga helada
me recorrió de pies a cabeza y me estremecí.
―¿Lo prometes?
Con un leve cabeceo asintió.
―Sí, lo prometo.
Después de llevar a Giada a su establo, decidí buscar a mi hermano
como le prometí a Dea. Tardé solo una hora en hallarlo en la torre que se
encontraba en el pueblo de San Romano. Subí los escalones de dos en dos y
al llegar a la cima, bajo la tormenta, estaba él, sentado contra la pared. Con
los codos en las rodillas y la mirada clavada en el cielo grisáceo lleno de
venas plateadas.
―Viktor.
Giró el rostro hacia mí y lo que vi, me partió en dos.
―Eran solo niños, Volker.
Me acuclillé a su lado, la última vez que lo vi así, fue cuando murió
Angelika.
―Al inicio quería vengarme ―le toqué el brazo cubierto por su guerrera
empapada―. Pero cuando fui consciente de que el precio era demasiado
alto… ―sus ojos estaban muy hinchados―. Ya no podía retroceder.
Sentí lo mismo con Lucía, mi cuñada.
―¿Cómo miraré a Dea después de eso?
Los dos habíamos hecho muchas cosas en nombre del Tercer Reich, por
obligación más que por convicción. Era fácil juzgarnos, sin embargo, nadie
sabía lo que pasaba dentro de nosotros en cada misión, en cada captura o
sentencia.
―Te mirará con el mismo orgullo que yo ahora mismo ―le aseguré con
el corazón en la mirada―. Solo un buen hombre es capaz de sufrir como tú
ante lo que tuviste que hacer.
Cerró los ojos con fuerza.
―Merezco un castigo, Volker ―repuso sin abrir los ojos―, no merezco
el amor de Dea.
Le palmeé la rodilla con cariño.
―¿Crees que la culpa no es suficiente? ―declaré en tono suave―. Te
perseguirá toda la vida, ¿existe un castigo peor que eso?
Cuando abrió los párpados y me miró a los ojos, se encontró con el
fantasma que me perseguía desde el día que, cobardemente, abandoné a mi
hija.
―Ella te necesita ―un relámpago iluminó nuestros rostros― y tú a ella.
Le tendí la mano.
―¿Está bien?
Le ayudé a incorporarse.
―Es más terca que una mula ―resalté y logré robarle una risita baja―.
Eres un hombre muy afortunado.
Las ojeras grisáceas medio moradas le daban un aire bastante
descorazonador.
―¿Me merezco tanto, Volker?
Bajamos las escaleras lado a lado.
―No conozco a nadie que lo merezca más que tú, hermano.
A pesar del dolor, la derrota y la culpa, Viktor sonrió cuando llegamos al
pueblo y ella gritó su nombre antes de correr a su encuentro, a pesar de la
lluvia que caía. Se lanzó a sus brazos como lo hizo aquel día cuando me
confundió con él.
―¡Mi amor! ―chilló sin dejar de besarle la cara―. Dios mío, no sabes
cuánto te eché de menos ―lloró―, casi me morí de angustia.
Se abrazaron con mucha fuerza, como si llevaran una eternidad sin
verse. Sin decir una sola palabra, me dirigí al coche y subí en silencio.
Antes de arrancarlo, me quedé allí unos instantes, observándolos con un
dolor sordo en el pecho al recordar las palabras de Dea, horas atrás.
―¡Viktor es mi vi-vida!
Los miré por unos segundos más antes de arrancar y partir del lugar. Una
sonrisa llena de amargura brotó en mis labios mientras me alejaba rumbo a
mi destino. Frené de sopetón y golpeé el volante con tanta rabia que me
dolieron las manos. Levanté la vista y escruté el cielo tormentoso con la
respiración muy entrecortada. Me apoyé contra el asiento y llevé las manos
a la cabeza. Era inútil seguir mintiéndome a mí mismo.
Y tú eres la mía, Dea.
Capítulo 30
Dea

C uando el dolor ha pasado, muchas veces su recuerdo produce placer.


Uno no ama menos un lugar por haber sufrido en él, a menos que
todo allí no fuera más que sufrimiento, puro sufrimiento.

Cerré el libro que Volker me regaló con una sensación indescriptible en


el corazón. Deslicé la mano por la portada de lino algo desvencijada y
sonreí con melancolía. Jane Austen tenía razón, pero el dolor que me
causaba el recuerdo de lo que pasó con mi hijo en mi pueblo natal, era aún
demasiado fuerte como para volver a vivir allí.
Todo a su tiempo.
Me levanté de la silla y me dirigí al jardín para regar mis flores. Miré
hacia la casa de Giulia, quien llevaba días en la cama por culpa de un
resfriado. Volker me aseguró que no era nada grave y que pronto estaría
mejor. Mis ojos se encontraron con los de Fiama de golpe, mi mejor amiga
desde que tenía uso de razón y que ahora, apenas me dedicaba un escueto y
frío saludo cuando me veía, me dirigió una mirada desapasionada.
Oh, Fiama, ¿por qué me tratas con tanta indiferencia?
En realidad, no era la única, todos en el pueblo me trataban con la
misma frialdad y desdén.
―Hola ―vocalicé con timidez.
Movió la cabeza.
―Hola.
Con una brusquedad descorazonadora, corrió las cortinas de la ventana
de su cocina, como si el simple hecho de verme, le molestara.
―Hola, princesa ―saludé a Giada en su establo―. ¿Damos un paseo?
El corazón se me encogió a medida que las lágrimas empañaban mis
ojos. Giada rozó su hocico contra mi mejilla y me mojó un poco. Me reí
entre dientes antes de limpiarme con el dorso de la mano.
―Yo también te quiero ―relinchó―. No, yo más.
Viktor y Volker tenían el día libre, después de mucho tiempo. Y
decidieron ir al arroyo a lavar la ropa. Dos oficiales de alto rango lavando la
ropa era un espectáculo que no quería perderme.
―¿Vamos al arroyo?
Giada relinchó a modo de respuesta. Le di un beso a la vez que le
acariciaba la cabeza. Ahora era mi única amiga, además de Anna, que aún
me hablaba.
―¿Lista?
La monté y salimos corriendo del pueblo. Durante el corto viaje, observé
con embeleso el camino rodeado por girasoles, tilos y amapolas.
―Me recuerda a la película: El mago de Oz,
Por cierto, la vi por quinta vez en el cine con Viktor, el otro día. Volker
nos regaló las entradas y un par de chocolatinas. Estar acurrucada entre los
fuertes brazos de Viktor era tan reconfortante que el mundo entero dejaba
de moverse en ese instante a mi alrededor.
―¿Te gustó, mi amor?
Salimos del cine cogidos de la mano.
―Mucho.
En lugar de pedir que nos llevara un cabo de su pelotón que nos
esperaba fuera, decidimos ir caminando hasta casa.
―Ahora, cada vez que veas un arcoíris, recordarás esta noche.
Suspiré hondo.
―Incluso sin él, lo haré.
Viktor se detuvo en mitad de camino y me atrajo hacia sí.
―¿Qué haces?
No había nadie en la calle por aquellas horas, solo los oficiales podían
salir tras el toque de queda, pero, de todos modos, sentía un poco de
vergüenza de que alguien pudiera vernos.
―Bordar recuerdos, meine Süße.
Empezamos a bailar como si aquel lugar fuera un salón de baile. Viktor
me cantó la canción de la película en un fluido inglés y con una voz tan
bonita que me dieron ganas de llorar.
―Haces que mi mundo gire del revés, Viktor.
Giramos de un lado al otro con mucha gracia.
―Mi mundo entero gira a tu alrededor, meine Süße.
Ronroneé la canción con una sonrisa que apenas cabía en mi cara y en
mi corazón. Por un breve segundo, cerré los ojos y suspiré al mismo
tiempo, liberando un puñado de emociones de lo más hondo de mi ser.
―Fue tan romántico, Giada.
De pronto, pensé en la última carta de Diana y la sonrisa desapareció de
manera automática de mi rostro. Espero que pueda llegar hasta aquí
¿Logrará tal hazaña? Me estremecí al imaginármela entre los partisanos y
los alemanes en pleno combate.
―¡Ja! ―arreé y Giada aceleró sus pasos―. Que Dios te acompañe,
hermana.
Desde joven, Diana siempre fue un alma rebelde capaz de las peores
locuras por sus ideales. ¿Cuál será la actual?
―¡No seas cabrón, Volker!
El grito eufórico de Viktor me instó a frenar los pasos de Giada a varios
metros del arroyo, que desde mi sitio no se podía ver. Bajé de un salto de la
espalda de mi animal y la até por un árbol cerca del césped. Le acaricié a lo
largo de la nariz y le besé con ternura.
―Disfruta, mi vida.
Me quité los zapatos que Viktor me compró en el mercado negro días
atrás y los puse en el bolso que colgaba del lomo de Giada. Nadie se
atrevería a robarlos, ¡ella los atacaría!
―¡Debes obedecer, Capitán! ―chilló Volker entre risas cantarinas―.
¡Soy tu superior! ―Viktor resopló―. ¡Soy tu hermano mayor!
Llevé la mano al pecho al oír su risa, límpida, ronca y genuina, algo muy
inusual en él. Sonreí con un júbilo indescriptible en el pecho cuando Viktor
también se carcajeó.
―¡Solo porque naciste diez minutos antes!
Con pasos lentos y suaves me acerqué, pero me detuve, con el pulso
acelerado, al verlos completamente desnudos en el arroyo.
Oh…
No sabía quién estaba en el hombro de quién. Fruncí mucho el entrecejo
al no reconocer a Viktor. Sus pieles níveas y sus cuerpos musculosos eran
idénticos desde aquí.
―¡Soy más fuerte, Viktor! ―exclamó Volker antes de arrastrar su pelo
dorado y mojado hacia atrás―. ¡Admítelo!
Ahora sabía quién era quién. Mis ojos, sin querer, se clavaron en la parte
íntima de Volker cuando se puso de pie. Viktor flotaba a su lado con la boca
repleta de risas estruendosas que, probablemente, llegaron hasta los oídos
del Papa Pío XII.
―No eres el más fuerte ―se burló Viktor a su lado―. Y tampoco el
más inteligente ―lo salpicó con agua.
Una risita se me escapó al escuchar la protesta de Volker, que se dio la
vuelta y dejó a la vista su espalda ancha. Era increíble el parecido con
Viktor.
Solo Dios es capaz de hacer algo así.
―¡Soy médico! ―contrarrestó Volker antes de saltar sobre su
hermano―. ¡Fui el mejor de mi clase! ―Viktor carraspeó al emerger del
agua―. ¡El mejor de la Universidad Charité! ―levantó los brazos a lo
alto―. ¡El profesor Robert Koch me felicitó en varias ocasiones!
Viktor resopló antes de montarlo por la espalda.
―¡Eres más petulante que el Führer!
Cayeron con torpeza en el agua, muertos de la risa como dos niños
inocentes y felices.
―¡Y más guapo! ―bramó Volker.
Rodeó el cuello de Viktor por detrás de él y lo volvió a tumbar en el
arroyo, pero su hermano lo llevó con él.
―Natürlich!
Por unos segundos, me los imaginé con siete u ocho años, cuando
vinieron aquí por primera vez con su familia. Escapando de su nana
alrededor del arroyo tal cual como vinieron al mundo.
Como ahora.
Cuando eran felices y no sabían la verdad oculta tras sus almas. Los dos
flotaron lado a lado, mientras conversaban en alemán. Algunos rayos del
sol, atrevidos, se filtraron entre las ramas de los árboles que rodeaban el
lugar y lamió sus pieles blancas. Una sensación de paz y felicidad me
invadió al verlos juntos.
Son almas gemelas.
Me di la vuelta y me dirigí hacia Giada, con una sonrisa que nacía de lo
más hondo de mi ser. ¿Era pecado sentir tanta plenitud en medio de tanta
desgracia? ¿Era una traición sonreír cuando millones de personas lloraban
en todo el continente? La sonrisa desapareció de mi cara, pero no de mi
alma.
–Necesito unas amapolas ―recité con alegría antes de girar hacia la
derecha―. Y unos jazmines para perfumar la casa.
Viktor y Volker dejaron de gritar, al menos ya no los escuchaba desde mi
sitio. Esbocé una sonrisa al mismo tiempo que el rubor se esparcía por mi
cara al recordar lo que vi. Aunque eran gemelos, ver a Volker tal cual había
venido al mundo, me inquietó bastante. Me toqué la cara con las manos
para aliviar el calor.
―Dea es una puta ―logré escuchar a alguien entre los girasoles―.
Dora desconfía que duerme con los dos al mismo tiempo.
¿Dora? ¿Después de lo que hice por ella y su hijo? Me escabullí detrás
de un árbol y las espié, temiendo que fueran hasta el arroyo. ¿Cómo
reaccionarían al ver a Viktor y Volker desnudos?
―No la culpo ―se mofó Mónica, la vecina de Dora―. ¡Son muy
guapos!
Giannina resopló.
―¡No digas sandeces! ―la empelló―. ¡Es puro libertinaje!
Se santiguó.
―Es solo una broma ―se disculpó Mónica, azorada―. No lo haría
―repuso con las manos en alto―. No soy como Dea.
¿No era como yo? Claro que no, yo no soy tan cínica y mentirosa como
tú.
Negaron con la cabeza al mismo tiempo mientras la rabia se adueñaba
de mí con sus ponzoñosas garras.
―Esos nazis solo la usan ―el veneno reverberó en cada letra que salía
de la boca de Mónica―. Ninguno piensa comprometerse con ella de
verdad, solo están de paso. ¡Será la puta de los nazis!
Una lanza atravesó mi pecho y descuartizó todo a su paso.
―Fiama se alejó a tiempo de ella ―conminó Marina―. ¿Quién sabe
cómo terminaría si seguía a su lado? ¡Tan zorra como Dea!
Se carcajearon y gruñeron al mismo tiempo.
―¡La putilla de los nazis gemelos!
Se detuvieron en seco cuando vieron a Viktor y a Volker. Ambos tenían
el torso desnudo y mojados. Podía ver la furia en sus ojos y el terror en los
de ellas.
―¿Tan zorra como Dea? ¿La putilla de los nazis gemelos? ―rugió
Viktor antes de dar un paso hacia ellas―. ¿A quién se refieren de ese
modo?
Volker encendió un cigarrillo y lo caló con indiferencia antes de ponerse
la camisa que colgaba de su hombro. La tela blanca se pegó a su fuerte
pecho como la ira en su mirada.
―¡Respondan!
Mónica dejó caer su cesto de ropa ante el susto y las otras empezaron a
temblar como hojas en pleno vendaval. Nunca había visto de aquel modo a
Viktor.
―Les sugiero que respondan ―acotó un Volker calmado y sin prisa―.
Porque mi hermano podría tomar ciertas medidas muy drásticas. ¿No es lo
que hacemos todos los nazis?
Eran pequeñas ante ellos y ahora con el terror rasgándoles por dentro,
mucho más. Volker reclinó el cuerpo contra un árbol mientras Viktor
esperaba por una respuesta que nunca llegó.
―¿Sabían que hablar mal de la novia de un oficial nazi es un delito?
¿Novia? ¿Ha dicho novia? Mis rodillas empezaron a chocar entre sí ante
la emoción.
―No, señor ―tartamudeó Giannina―. No hablábamos de su novia.
¿Ah no? ¿Existe otra Dea en el pueblo? ¿En toda Italia? Negué con la
cabeza. ¡Cuánto cinismo! Viktor miró a su hermano por encima del hombro
y le dijo algo en alemán. Volker negó con la cabeza antes de resoplar.
―¿Cree que soy estúpido?
Giannina estaba a punto de desmayarse, su cara era tan blanca como las
camisas de ambos y sus labios de un azul que me recordaba el color de las
venas.
―No…, señor.
Cuando vi el líquido que se deslizaba por sus delgadas piernas morenas,
decidí intervenir. Tanto Viktor como Volker, me miraron atónitos, como si
acabaran de ver un fantasma. Ellas, a su vez, me imploraron misericordia a
través de sus miradas.
―Viktor, no vale la pena.
Él se acercó y me rodeó el hombro con el brazo.
―No voy a permitir que hablen de ti de esa manera.
Las miré de reojo con profundo desprecio.
―No volverá a pasar ―retruqué con firmeza―. Me sorprende que
Mónica hable de mí cuando es ella quien engaña a su marido ―todas la
miraron con asombro―. Y tú Giannina, ¿tu marido no era seminarista antes
de casarse contigo? ―La ironía tiñó cada palabra que salía de mi boca―.
¿No quedaste embarazada a meses de convertirse en cura?
Viktor enarcó una ceja al oírme tan burlona y sarcástica.
―Marina, todos saben que tú y tu cuñado… ―silbé y Volker rio por lo
bajo―. En fin, soy la única mujer aquí que puede tener la frente en alto
―levanté la barbilla con osadía―. La única que puede ser tildada de
decente ―suspiré hondo―. Si vuelvo a escuchar algún rumor
malintencionado y desprovisto de veracidad en mi contra ―miré a
ambos―, hablaré con ellos.
Ninguna replicó, ni siquiera me miraron, temerosa porque ellos tomaran
represalias en su contra. Viktor me besó la cabeza con afecto y con la
mirada matizada de puro orgullo.
―Os espero en casa ―farfullé a modo de confidencia―. No tardéis.
Giré sobre mis talones con el pecho henchido y la mirada brillante.
La venganza es dulce, sin lugar a dudas.

Después de la cena, no tuve la suficiente valentía para afrontar lo que


Viktor proclamó horas atrás delante de mis vecinas. Me picaba la lengua,
pero no me atreví a exteriorizarlo. Volker no vino a cenar, tenía una reunión
importante en la Kommandantur.
―Eres tan hermosa, mi amor.
Trazó dulces círculos alrededor de mi pezón, erecto y sensible. Con
lujuria quemándole por dentro, se precipitó sobre mí y me besó con mucha
pasión.
―Cada vez que pienso en ti y en cómo actuaste con esas mujeres ―su
lengua era tan dulce y tan ágil― el calor me abrasa de una forma que no
puedes imaginarte.
Me reí.
―¿Te gusta que me defienda? ―le pellizqué las nalgas―. ¿Te gusta,
Capitán?
Giramos sobre el colchón de un lado al otro en busca de sosiego. La
necesidad era tan urgente que, apenas habíamos durado unos minutos.
―Te amo, Dea.
Una fina película de sudor cubría nuestros cuerpos tras nuestra candente
entrega.
―Y yo a ti, Viktor.
Al día siguiente, después de su marcha, recibí una visita inesperada de
Anna, mi amiga y compañera de trabajo. Entró en mi casa anegada en
lágrimas. Tenía los ojos muy hinchados y la nariz enrojecida, señales de que
había llorado mucho. ¿Qué pasó? =Su hijo enfermó? ¿Su madre? ¿Recibió
noticias de su marido?
―Dea… ―se estremeció―. Pasó algo terrible.
Cuando vi la palidez de su cara, temí lo peor.
―¿Qué ha sucedido, Anna?
Se lanzó a mis brazos temblando.
―Dea, me deportarán ―me aparté de ella y la miré confundida―. Soy
judía.
¿Era judía? ¿Cómo nunca lo mencionó en todos estos años?
―No soy practicante e incluso estoy casada con un católico ―temblaba
cada vez más―. Mi cuñada me denunció.
Suspiré hondo.
―Pero ¿por qué?
Anna se sonrojó.
―Me acosté con un alemán ―repuso sin mirarme―. Y al saberlo…
―sollozó.
La estreché entre mis brazos sin saber qué decirle o qué hacer para
consolarla.
―Él se marchó a Sicilia ―se refería al alemán―, sabía que era judía y
me dijo que no le importaba ―me aparté de ella y la miré―. Pero no está
aquí para defenderme, Dea.
Intenté tragar la saliva, pero cuando giré el rostro hacia la puerta
semiabierta, mis ojos se encontraron con los de Volker, que atento nos
observaba, y me fue imposible mi objetivo.
Dios mío.
Palidecí. ¿Escuchó algo? ¿Tomaría alguna medida contra ella y su hijo
pequeño? Su mirada era dura y fría. Mi amiga no se dio cuenta de nada y
seguía hablando, revelando su secreto ante un oficial nazi.
Dios, ayúdame.
―Dea, no quiero ir a un campo de trabajo ―su llanto me destrozó―.
Nos matarán, a Mateo y a mí.
¿Qué debo hacer?
―Tranquila, Anna ―le toqué la espalda―. Algo se nos ocurrirá.
Pensé en algo en ese preciso instante en que Volker fruncía el ceño,
incapaz de moverse de su sitio. Me aparté de Anna y le pedí que se sentara
y me esperara dentro. Agobiada, se sentó en la silla y continuó llorando.
Salí de la casa y cerré la puerta con el corazón en la garganta.
―Volker ―susurré sin aliento.
Ladeó la cabeza.
―Escuché lo que dijo.
El alma abandonó mi cuerpo y me tambaleé un poco. ¿Qué pensaba
hacer? ¿La llevaría? ¿La deportaría? Cuando apretó con fuerza la
mandíbula y endureció todavía más la mirada, una ráfaga de pánico me
recorrió toda la espina dorsal. Entrelacé los dedos de las manos y encogí los
de los pies al mismo tiempo.
―Por favor… ―me interrumpió con un ademán brusco―. Volker…
―me miró con el ceño fruncido.
Miró hacia mi casa sin desprenderse de su mueca severa casi adusta.
¿Estaba enfadado? ¿Molesto? Mis manos empezaron a transpirar y gotas
heladas de sudor recorrieron mi espalda.
―No pienso hacer nada al respecto, pero debes tener cuidado, Dea
―sus ojos se dulcificaron un poco, pero solo un poco―. Si alguien se
entera… ―acorté la distancia y le cogí de las manos―. Dea, ¿qué
pretendes hacer? ―la suavidad de su piel rozó la mía, más callosa y seca―.
Esto es demasiado peligroso y arriesgado ―no se apartó de mí un solo
milímetro, pero estaba distante, a pesar de ello―. Las cosas van de mal en
peor ―reconoció en un estrangulado susurro lleno de terror―. ¿Eres
consciente de lo que esto acarreara para ti o para mi hermano?
A pesar del tono que usó, en su timbre de voz prevaleció la compostura
y la calma.
―Tendré mucho cuidado ―apreté sus manos―. ¿Quién la buscaría en
este pueblo olvidado incluso por Dios? ―sus pupilas se dilataron―. En
Santa Anna di Stazzema ya saben que es judía, pero aquí no ―giré el rostro
hacia las colinas y él siguió el curso de mi mirada―. Hay un sitio donde
nadie la buscaría ―apartó las manos y las llevó a la cintura―. Ese sitio
apenas es visitado ―jadeó como si aquello que le decía le pesara una
tonelada―. Tal vez solo el dueño y yo.
Mírame, Volker, por favor.
No le di ningún detalle sobre la Villa o el alemán viudo que vivía en ella
hacía unas semanas. Había tantos rumores sobre él, pero no sabía cuáles
eran ciertos y cuáles no.
Dicen que no es a favor de los nazis.
Resonó la voz de Fiama en mi cabeza.
Espero que ese rumor sea verdadero.
No obstante, la única vez que lo vi, compartimos algo mucho más íntimo
de lo que jamás compartí con un extraño antes y eso era invalorable, eterno.
―Es una locura ―bisbiseó cerca de mi rostro y su aliento a café excitó
mis neuronas―. Si te cogen, ¡te fusilarán! ―Levantó un poco la voz―.
¿Por qué eres tan terca? ―Sonreí, fue inevitable―. Aunque te ruegue de
rodillas, lo harás de todos modos, ¿verdad?
No podía pedirle ayuda a Viktor y tampoco a él, no podía involucrarlos
en algo considerado tan grave para los suyos. Me puse de puntillas y lo miré
con ojos implorantes.
―Vete ―me ordenó sin mirarme―. Y ten mucho cuidado.
¿No se opondría? ¿No me delataría? Una vez más, me demostró que no
todos eran iguales, a pesar del uniforme o el líder que adoraban en común.
―Veré si puedo conseguir comida y mantas ―me prometió y la
emoción se disparó en cada vena de mi cuerpo―. Y velas.
Me abracé a él sin pensarlo, llevada por la gratitud y el éxtasis que me
provocaba su generosidad.
―Gracias, Volker. ―La voz se me quebró―. Muchas gracias.
Me rodeó con los brazos y aparcó la cabeza sobre la mía después de
inspirar hondo.
―Sé cuidadosa y no le cuentes esto a nadie ―me pidió con la voz
ahogada―. Ni a Viktor ―dudó―. Cuanto menos lo sepan, mejor.
Me dio un beso en la frente y una corriente eléctrica me recorrió de
arriba abajo. Me aparté de él cuando la realidad me abofeteó. Él, al igual
que yo, parecía intimidado con lo que pasó sin que ninguno se diera cuenta.
―Mantendré alejados a los míos ―prometió con leve carraspeo al
terminar la oración―, tienes tres horas, Dea, antes de que hagan su
recorrido por aquí.
Lo miré con adoración y para mi sorpresa, se ruborizó. La impresión me
hizo levantar una ceja sin querer mientras él carraspeaba con cierta
inquietud.
―Gracias, Volker.
Asintió y el color natural de sus mejillas regresó al igual que la dureza
de su mirada. Era un oficial nazi y ciertas demostraciones de debilidad eran
un pecado imperdonable.
Tu secreto está a salvo conmigo, Volker.
―Me marcho.
Moví la cabeza en señal de afirmación.
―No le digas nada a ella.
Volví a mover la cabeza.
―Será nuestro secreto, Volker.
Enarcó una ceja.
―O nuestra condena, Dea.
Se marchó del lugar en su lujoso coche convertible tras balancearme la
mano. Le devolví el saludo y sonreí con el pulso latiéndome en el cuello a
toda velocidad.
¡Gracias, Dios!
Sin perder el tiempo, cogí a Anna y montamos a Giada. Nos dirigimos a
la casa de una amiga en la cercanía en busca de su hijo. Antes del mediodía,
llegamos a la Villa del hombre misterioso, pero sin la certeza de que estaría
allí. Anna y Mateo bajaron de Giada temblando como una hoja. El niño
lloraba, tenía hambre. Le había dado un poco de pan y una manzana
pequeña que Viktor me dejó para el almuerzo, pero el hambre era tan feroz
que parecía ser infinita.
Espero que Volker consiga algo.
Incluso los alemanes tenían restringido las provisiones, pero, según me
comentó Viktor, su hermano estaba en una División más privilegiada que él.
Por eso, muchas veces, compartía su comida con nosotros e incluso con
Giulia. Aunque debía resaltar que ambos habían adelgazado un poco desde
que las cosas se pusieron más delicadas.
―Tranquilo, mi amor ―le rogó Anna―. Al final, si no nos matan en un
campo de concentración, nos matarán de hambre de todos modos.
Preferí no replicar, ya que, infelizmente, no estaba del todo equivocada.
Anna observó el lugar con curiosidad y resquemor. Estábamos lejos del
pueblo, en una zona boscosa y apartada de todo. Por allí, raras veces iba
alguien. Al menos nunca vi a nadie las veces que vine.
―El portón está abierto ―mascullé con alegría―. No tardaré ―miré
hacia un matorral―. Esperadme allí.
Ellos obedecieron sin rechistar. A pesar del miedo que les corría las
entrañas, aquel sitio seguía siendo mucho mejor que un campo de
concentración. Las murmuraciones acerca de esos lugares eran terribles y
aterradoras. Nunca me animé a preguntarle ni a Viktor, ni a Volker si eran
ciertas, temía conocer la verdad y que ella cambiara mi percepción de todos
los que estaban involucrados, directa o indirectamente.
―Dios, ayúdame.
Mientras cruzaba el majestuoso y triste jardín abandonado, pensé en las
historias que escuché sobre el lugar, sobre él. Me detuve y observé con
melancolía la estatua de un ángel que tenía las alas dobladas a su alrededor.
―¿Quién la esculpió? ¿Sería ella? ―mencioné con tristeza―. ¿Era una
escultora como muchos alegaron? ―rocé su rostro aniñado y
enmohecido―. Una parte de sus almas siempre vivirá en este lugar.
¿Por qué me entristecía tanto este sitio? ¿Por qué me daban tantas ganas
de llorar cada vez que estaba aquí? Antes, a pesar de jamás haber entrado,
sentía lo mismo mientras espiaba la morada desde los barrotes del portón o
montada en el muro tras treparlo. Giré sobre los talones y escaneé el lugar.
¿Adónde lo encontraré? ¿Dentro de la casa? ¿En el bosque? ¿Cómo lo
llamaré? ¡No tenía ni idea de cómo se llamaba! La desesperación me arrolló
hasta que la respuesta apareció delante de mis ojos, literalmente.
Dios santo, ¡está aquí!
A lo lejos, vi al dueño de la Villa y temí desmayarme de la emoción. Me
acerqué a él justo cuando pretendía ir al bosque detrás de la casa o eso me
imaginé que pensaba hacer.
―Buenas tardes, señor ―gemí como si me doliera respirar―. Necesito
hablar con usted.
Se detuvo cerca del portón de hierro tallado artísticamente, pero apagado
por el paso cruel del tiempo. No se movió y tampoco me respondió. En ese
instante, pensé con más claridad y temblé ante las dudas que me asaltaron.
¿Y si los rumores de que no era partidario del nazismo eran falsas?
Ya inventarás algo, Dea.
―Sé que no me conoce.
Cogí su mano enguantada y con la voz quebrada le rogué sin rodeos:
―Pero necesito su ayuda.
Llevaba su capa oscura larga hasta los talones y unos pantalones de
montar gris combinados con botas de color negro. Nadie nunca vio su rostro
en todo el pueblo. Algunos decían que había sufrido un accidente, donde
perdió a su esposa y a su hijo. Y que, en él, parte de su cara quedó
completamente desfigurada. Debía reconocer que, los míos, sabían
inventarse buenas historias con pocas informaciones.
―Por favor ―le supliqué al no ver ninguna reacción por su parte―. No
tengo a nadie más a quién recurrir.
Sin decirme una sola palabra, apretó mi mano y asintió, devolviéndome
con ese simple gesto la esperanza y la fe que había perdido hacía tiempo.
Capítulo 31
Viktor

E l dedo de Dea dibujaba círculos alrededor de mi tetilla mientras yo


fumaba ensimismado en sus preguntas y sus tantas dudas acerca de las
leyes aprobadas contra los judíos desde 1935. Avergonzada, me confesó que
nunca se puso a analizarlas bien, ya que, por el pueblo, casi no había judíos,
al menos ella no conocía ninguno. Pero en su momento, sintió mucha
impotencia y rabia. No comprendía la ideología de los arios, casi nunca
usaba la palabra nazi, para no ofenderme.
―¿Han aprobado más leyes raciales después de la de Nuremberg?
El humo del cigarrillo atravesó mi garganta y quemó todo a su paso, no
solo mis pulmones. Cuando Dea levantó la cabeza en busca de respuestas,
antes de que pudiera abrir la boca, supo cuál era la respuesta.
―Muchas otras ―declaré, pero no quería adentrarme en ello, era
demasiado peligroso―. Infelizmente.
La peor ley fue promulgada en enero de 1942, Endlösung der
Judenfrage, la solución final. El nombre del plan del Tercer Reich para
llevar a cabo el genocidio de la población judía europea.
―Recuerdo que en su momento escuché muchas cosas
―contraargumentó ella en tono bajito―. Pero siempre me pareció un
absurdo y tuve mis dudas.
Los judíos no podían hacer negocios con los no judíos; ni con doctores,
ni con abogados, ni con periodistas, ni con ningún profesional formado. Les
negaron la ciudadanía alemana y les prohibieron casarse o tener relaciones
sexuales con personas de "sangre alemana o afín". Se les prohibió ir a
centros turísticos y a lugares vacacionales.
―Incluso los compararon con las ratas ―bisbiseó Dea,
ensombrecida―. No entiendo tanto odio, Viktor.
La pegué a mi cuerpo y acaricié su brazo desnudo tras doblar una pierna
sin emitir una sola palabra. Tratar de justificar o comprender todo aquello,
no solo era difícil para ella, sino también para nosotros que, aunque
luchábamos en nombre de la ideología, no todos creíamos en ella.
Un secreto que debe morir con nosotros.
―¿Cómo fueron las cosas en Alemania?
La miré con una sonrisa que no llegaba a mis ojos. Dea estaba obstinada
a saber todo, no hablaba de otra cosa toda esta semana. ¿Por qué ese interés
tan repentino? ¿Acaso había escuchado algo sobre la deportación de los
judíos de Italia? La miré con curiosidad y también con confusión.
―Fue terrible, meine Süße.
Trazó un camino por mi abdomen con el dedo hasta llegar al inicio de mi
parte íntima. Jugueteó con el vello dorado sin mirarme y concentrada en lo
que hacía.
―¿Qué pasó? ―Calé el cigarrillo con nerviosismo―. Escuché tantas
barbaridades a lo largo de la guerra, pero no sé hasta qué punto eran ciertas.
Eran peores, créeme.
―No vas a desistir ¿eh?
Tiró de un puñado de pelo y me obligó a gemir de dolor.
―No.
Le sonreí algo desencajado con su gesto sádico.
―Está bien ―me rendí y empecé a contarle lo que pasó―. Ocho meses
después, y a escasos días de que las leyes raciales se aprobaran en Italia…
―Abrió con exageración los ojos―. Las tropas de asalto nazis y las
Juventudes Hitlerianas ya se habían organizado…
Y llevaron a cabo violentas matanzas contra los judíos. En ciudades de
Austria y Alemania, los alborotadores saquearon y destrozaron negocios y
casas de judíos. Quemaron novecientas sinagogas y provocaron daños o
destrozos a setecientas empresas judías. Los instigadores atacaron,
escupieron y arrojaron a hombres y mujeres judíos a la calle. Mataron a
noventa y uno de ellos sin compasión. La policía acorraló y mandó a treinta
mil hombres judíos a campos de concentración. Y, cuando todo acabó, los
nazis se presentaron ante la comunidad judía con una factura por los daños
que, según ellos, causaron aquella noche.
―Kristallnacht ―evoqué con pesar―. La Noche de los Cristales Rotos.
Dea apartó la mano y se la llevó a la boca para ahogar un gemido.
―¿Por qué nadie los defendió, Viktor?
Nadie se imaginó nada parecido y cuando las cosas empeoraron, nadie
tuvo la valentía de oponerse, al menos, no abiertamente.
―Quieren que desaparezcan, ¿verdad?
Solo asentí.
―Dios mío, ¿qué viene después? ¿También eliminarán a las demás
religiones? ―sus ojos estaban empañados por el dolor―. Nadie está a
salvo, Viktor ―la rodeé con los brazos.
Nadie, Dea.
El año 1938 había sido un mal año para los judíos, pero 1939 sería
incluso peor.
―¿Por qué me haces esas preguntas?
Le toqué la mejilla enrojecida con ternura y la miré con ojos
implorantes. Puso la mano sobre la mía y me dedicó la misma mirada, que
me instó a fruncir el ceño en un gesto más bien de dureza.
―Quiero la verdad, meine Süße.
Apartó la mano y el rostro.
―¿Necesito decírtelo?
No, no es necesario.
―Debes confiar en mí, Viktor.
Ciegamente, pero también tengo miedo, Dea.
―Dea, ¿es lo que imagino?
Sus labios empezaron a temblar.
―Gott.
Me levanté de la cama y me aproximé a la ventana, dándole la espalda.
Sujeté mi cuello con las manos y hundí la cabeza entre los hombros. Dea
me rodeó con los brazos y suspiró entre mis omóplatos.
―No puedo involucrarte en esto, es peligroso.
¡Era un acto suicida! ¡Por el amor de Dios!
―Además, no iré al lugar por un tiempo ―volví a respirar―, y menos
tras las muertes de aquellas tres mujeres.
Me di la vuelta a cámara lenta y la estreché entre mis brazos. Apoyó la
cabeza en mi pecho después de besar el centro. Llevaba días sin poder
conciliar bien el sueño, temía que algo le hicieran por estar conmigo, con un
alemán, un nazi como aquellas tres mujeres colgadas y destripadas con un
cartel que rezaba: Putas nazis. Palabras escritas con la sangre de cada una.
Destripadas.
El año pasado habían muerto varias jóvenes de la misma manera y
creíamos fehacientemente que, eran los mismos asesinos, los seguidores de
Gino Berretti.
―Dos soldados te vigilan día y noche ―le recordé con los dientes
apretados―. Los partisanos quieren venganza ―se aferró a mí con todas
sus fuerzas.
Me moriría si algo te pasara, mi amor.
―Estás triste por el doctor Mancini, ¿verdad?
Ella asintió.
―Los partisanos lo quemaron vivo junto con sus ayudantes
―rememoró con la voz quebrada―. ¿Por ayudar a los heridos? ¿Por hacer
el bien?
Por estar al lado del enemigo, quise decirle, pero decidí guardarme mis
palabras para no aumentar su agobio. La ambulancia, donde iba el doctor
Mancini y unas enfermeras fue atacado por los partisanos días atrás
mientras volvían al pueblo para atender a unos soldados heridos en un
bombardeo.
Soldados alemanes e italianos.
―Lo siento, Dea.
El doctor era un buen hombre, incluso, por muchos meses, ayudó a Dea
y a muchos del pueblo, dando consultas y medicamentos gratis. El día que
supo que Dea y yo estábamos juntos, simplemente se alejó como lo haría
cualquier caballero.
―Muchas personas lo necesitarán, Viktor.
Infelizmente, era cierto.
―Las buenas personas no merecen morir de este modo.
Nadie estaba a salvo en esta guerra, ni las buenas personas, ni las malas.
―Él está en un lugar mejor, Dea.

El Comandante bebió un buen sorbo de café antes de empezar la reunión


en la Kommandantur. En el pueblo no se hablaba de otra cosa que no fuera
de las jóvenes violadas, asesinadas y colgadas que tenían algo en común:
eran amantes de alemanes. Encendí un cigarrillo y lo calé hondo mientras
pensaba en lo que hicimos con Dea antes del almuerzo, contra la puerta y
con un salvajismo que nos dejó sin aliento. Hacía mucho calor, pero no nos
importó, el hecho de estar con la ropa a mitad del cuerpo y de sudar como
locos, incluso nos excitó todavía más.
Me vuelves loco, Dea.
Era mi escape, pensar en ella y en los momentos que compartíamos a
diario. Las cosas iban de mal en peor y, aunque ninguno se atrevía a
pensarlo, estábamos perdiendo terreno, fuerza y poder. No quería pensar de
lo que serían capaces de hacernos los aliados en venganza a todo lo que
hicimos nosotros contra ellos.
―Anoche encontraron a la séptima chica ―proclamó el Comandante y
me arrancó de mi trance de un manotazo―. Por supuesto, fue amante de un
alemán.
Cuando vi la foto de Lucía, la amiga de Reiner, me estremecí.
―El médico del pelotón confirmó nuestras sospechas ―todos
murmuraban palabras ininteligibles en la sala de reunión―, efectivamente,
fueron violadas por más de uno y colgadas vivas.
Scheiße!
Cerré los ojos al pensar en Dea.
―Lamento informarles que, además de estos asesinatos, tenemos otro
problema.
Todos clavamos los ojos en él, expectantes y algo temerosos.
―El general tiene serias sospechas de que hay un espía en esta zona
―más murmullos―, pero no sabemos para quién trabaja.
El sargento Schreiber soltó una pregunta:
―¿Un espía de los suyos?
Por la expresión del Comandante, supe que era uno de los nuestros.
―Es alemán.
La confirmación estalló como una granada en nuestros corazones. ¿Un
espía? ¿Quién podía ser? La zona era enorme, ¿cómo sabríamos quién era?
¿Y las muertes de esas mujeres? ¿Tenían algo que ver con él? ¿Trabajaba
para la resistencia italiana? Cuando el Comandante volvió a hablar, temblé
como una hoja.
―Hay sospechas de que está o estuvo casado con una judía.
Dios mío.
―¿Trabaja para las ratas? ―se burló un oficial, pero nadie se rio.
La cabeza del Comandante se irguió, pero, a pesar de ello, seguía
encorvada por la tensión y la preocupación que cargaban sus hombros.
―¡Señor! ―gritó un cabo al entrar en la habitación―. Encontraron a
otra mujer.
Todos nos pusimos de pie en un acto reflejo.
―Esta vez ha dejado un mensaje diferente, señor.
El cartel que colgaba del cuello de la víctima, una joven de apenas
quince años, que salía con un soldado raso alemán de veinte años,
expresaba en letras sangrientas:
GINO BERRETTI NUNCA MORIRÁ.

Aquello comprobaba nuestras sospechas, el clan de Gino Berretti


buscaba venganza. Salimos del edificio y nos dirigimos al lugar de los
hechos.
―Estaba embarazada ―anunció el médico con pesar―. Y alguien lo
sabía ―indicó el abdomen abierto de la joven―. Todo indica que lo
hicieron mientras seguía viva.
El Comandante jadeó.
―¿El espía podría estar tras estos crímenes?
La bilis subió a mi garganta y dejó su sabor acre en mi boca. ¿El espía
formaba parte o era el asesino? Los labios se me entumecieron tanto como
las manos y los pies.
―Todo es posible, sargento ―encendió un cigarrillo con manos
temblorosas y lo caló hondo―. Alguien con mucho odio es capaz de hacer
barbaridades ―intercambiamos una mirada―, inimaginables.
El Comandante se refería a nuestro Führer, lo supe por la manera en
cómo me miró. No era a favor de la ideología, pero al obedecer, era
consciente de que formaba parte de ella de manera indiscutible.
―Pero ¿por qué hacerles daño a estas mujeres?
El pulso se me aceleró.
―Porque odia a los nazis ―retrucó él con firmeza―, ¿se dieron cuenta
de que las víctimas eran amantes de soldados de las SS? ―tragué con
fuerza―. ¿Casualidad? ―negó con la cabeza―. No lo creo.
Los ojos del sargento se oscurecieron.
―Por venganza ―repuso pensativo el sargento―. Tal vez su puta judía
era italiana.
Las cejas del Comandante se elevaron al mismo tiempo que las mías.
―Tal vez.
Un espía.
Alemán.
Entre nosotros.
Disfrazado.
Y con sed de venganza.
Las piezas de aquel, rompecabezas, empezaban a encajarse una con las
otras. Observé a la joven destripada con los ojos teñidos de horror e
incredulidad. Solo un ser humano lleno de dolor y odio sería capaz de hacer
algo así tan atroz.
El rencor cega a las personas y las convierte en bestias.
Pensé en alguien, inevitablemente.
Volker.
Capítulo 32
Volker

E l humo del cigarrillo subía en línea vertical delante de mi rostro


mientras observaba la luna llena desde la ventana de la habitación al
son de Je Crois Entendre Encore del compositor Georges Bizet. La piel se
me puso de gallina cuando la letra del estribillo ultrapasó las fibras más
sensibles de mi cuerpo.
Entre mis pies descalzos se encontraba la copa de coñac que me serví
mientras pensaba en los últimos días al lado de Dea, a escondidas del
mundo entero, incluso de Viktor.
―Es la señal ―murmuró Dea al llegar al resto de un árbol talado―.
¡Ha cogido las provisiones! ―Cogió la rosa amarilla con una amplia
sonrisa en los labios―. ¡Lo hizo!
«Lo cogí, Dea».
Mientras ella se secaba la frente perlada con un pañuelo, dejé caer una
esquela mecanografiada por mí mismo esta tarde cerca del árbol talado.
―Gracias ―musitó con la voz ronca.
Olisqueó la rosa amarilla con los ojos cerrados, sin percibir la mirada
llena de amor que le dedicaba en contra de mi voluntad. Encendí un
cigarrillo y lo calé con nerviosismo al girar hacia el otro lado del bosque.
―¡Volker! ―chilló y me di la vuelta―. Me ha dejado un mensaje
―cogió el papel y lo leyó con la emoción estampada en el rostro―. No
vuelvas al bosque, es peligroso. Puedo alimentarlos por mis propios
medios. Debes cuidarte, los enemigos no siempre llevan el uniforme que
suponemos.
Levantó la mirada.
―¿Qué me quiere decir, Volker?
Me encogí de hombros y fingí no saber qué quería decir la carta,
aunque el mensaje era corto y preciso.
―¿Se refiere a los partisanos? ¿Verdad?
Me acerqué y clavé los ojos en los de ella.
―Supongo que se refiere a los asesinatos, Dea.
Volvió a leer la esquela y acto seguido la olisqueó. Apreté la mandíbula,
temeroso de que las notas de mi colonia o el tabaco que solía fumar
hubieran quedado en el papel.
―Además, no puedes poner en peligro a ese hombre ―le aconsejé―.
Es peligroso, Dea.
Asintió antes de guardar el papel en el bolsillo de su vestido morado
algo desteñido y ajustado.
―Mejor nos vamos, Dea.
Giró el rostro hacia atrás y suspiró hondo.
―Es la rosa del adiós, Volker ―farfulló al volverse y enseñarme la
flor―. No pude darle las gracias ―los ojos se le nublaron―. Ha hecho
tanto por Anna, su hijo, su prima y su tío ―una lágrima rodó por su
mejilla―. ¿Quién hace algo así en estos días? ―se secó la lágrima con
rabia―. Si todos hubieran hecho algo así por… ―bajó la cabeza para no
mirarme con rabia―. Lo siento, no quise ofenderte.
La tristeza, intensa y devastadora, que la poseyó, me instó a acercarme.
Sin emitir una sola palabra, la envolví entre mis brazos. Puse la mano en su
cabeza cuando se aferró a mí con todas sus fuerzas. Apoyé la barbilla en la
coronilla y acaricié su espalda con la otra mano.
―Tienes razón, Dea.
Cerré los ojos al aspirar el aroma de su pelo, al sentir su abrazo y su
dulce respiración cerca del cuello. Nunca pensé que, con tan poco, uno
podía ser feliz. Apretujé su cabeza un poco más y traté de atesorar aquel
instante para lo inevitable en el futuro.
«Me marcho tras cumplir mi misión y, tal vez, jamás volvamos a vernos,
Dea».
Nada era definitivo en esta guerra, pero lo mejor para ellos y para mí,
era que me mantuviera al margen.
―Gracias, Volker.
Se apartó y levantó la cabeza para buscar mis ojos. Cuando los
encontró, temí que pudiera descubrir el secreto que escondían. Por primera
vez comprendía a mi amiga María, por primera vez, podía sentir su dolor.
―Tú y Viktor sois distintos a ellos.
«No te equivoques, Dea, mi hermano lo es, yo no».
―Mejor nos vamos, creo que pronto caerá un chubasco.
Actuar de aquella manera fría, seria y distante era mi única arma
contra lo que sentía, contra lo que no debía sentir por ella. En silencio,
bajamos el camino empinado, pero antes de llegar a nuestra mera, la lluvia
empezó a caer y de manera muy desapacible.
―¡Allí hay una choza! ―chilló entre risas―. ¡Ven!
Me cogió de la mano y me arrastró sin que pudiera evitarlo. A mitad de
camino, perdimos el equilibrio y rodamos unos metros hacia abajo. Dea se
echó a reír con toda el alma cuando aterricé sobre ella con torpeza.
―¿Estás bien?
En lugar de responderme, deslizó la mano enlodada por mi cara,
cubriéndola de barro desde la frente hasta mi barbilla. La mueca que
compuse rayaba entre la confusión y la sorpresa, lo que hizo que su
carcajada aumentara de decibeles.
―Oops, ¡fue sin querer!
La miré estupefacto y en lugar de pedirme disculpas, rio aún más.
―¿Sabes reírte, Volker?
Me empujó con tal fuerza que terminé tumbado de espaldas en el suelo
sobre unas ramas y hojas marchitas. Sin darme tiempo a pensar o a
reaccionar, se abalanzó sobre mí con unas claras intenciones. ¡Hacerme
reír por las buenas o por las malas!
―¡Incluso vuestro Führer suele reírse!
Sus hábiles dedos se metieron entre mis costillas y lo inevitable,
sucedió: me reí a carcajadas. Pero, en menos de cinco minutos, aprisioné
sus muñecas y la tumbé sin mucha dificultad.
―¿Eres consciente de lo que acabas de hacer? ―Le advertí en tono
socarrón―. ¡Has faltado al respeto a un oficial de las SS! ―levanté sus
muñecas por encima de su cabeza y las sujeté con brío―. ¡Eso es un delito
imperdonable!
Aquello, en lugar de intimidarla, le arrancó otra carcajada, una que me
recorrió de pies a cabeza, erizándome incluso las fibras del alma y ni
siquiera sabía que eso era posible. Su risa, de pronto, se apagó como la
llama de una vela bajo la lluvia.
Dios mío, ¿por qué me miraba de este modo?
El consuelo que sentí al ver la tímida sonrisa que afloró en sus labios,
me devolvió la paz, aunque no borró la culpa que llevaba semanas
cargando dentro de mi corazón.
«¿Cómo pude traicionar tu recuerdo, Alina?».
―Volker… ―sus manos sujetaron mi rostro―, a veces es bueno sonreír
―la lluvia caía cada vez con más inclemencia sobre los dos―. No
traicionas el recuerdo de los que ya no están al hacerlo.
Me puse de pie de golpe y le tendí la mano sin replicarle.
―Mejor nos vamos, Dea.
Me di la vuelta y antes de que pudiera dar un paso, ella cogió mi mano.
Con cada roce, un latido de mi corazón era suyo. Su silencio me impulsó a
mirarla por encima del hombro con extrañeza.
―Sé lo que sientes, Volker.
«No, no lo sabes».
Una lágrima brotó de su ojo derecho y recorrió su mejilla a cámara
lenta. Cuando comprendí lo que de verdad se escondía en su afirmación,
me estremecí. Una fina película de lágrima cubrió mis pupilas al mismo
tiempo que apartaba la mano de la de ella como si acabara de sentir una
descarga eléctrica. Todo mi cuerpo se puso rígido.
«¿Conoce nuestro secreto? ¿Viktor se lo confesó?» me pregunté,
dubitativo.
―Lo siento.
Volver al pasado siempre dolía, era como abrir las heridas apenas
cicatrizadas de un solo golpe y con la saña que solo el arrepentimiento era
capaz de usar.
―Si pudiera volver atrás, Dea ―decidí compartir mis sentimientos con
ella―, no la hubiera… ―negué con la cabeza―. Pero algunos sueños…
―una tímida lágrima rodó por mi mejilla y se perdió entre las gotas de la
lluvia― son imposibles.
Cogió mi mano entre las suyas y me sonrió con ternura.
―Eres muy joven y puedes reconstruir tu vida, Volker.
Moví la cabeza en un gesto negativo y desvié la mirada hacia mis botas.
Dea apretujó mis manos en busca de atención, la que le negué con mi
indiferencia.
―Puedes enamorarte de una buena mujer y ser feliz.
Levanté de golpe la mirada y dio un leve brinco al clavar la suya en
ella.
―Estoy enamorado de alguien ―le confesé en hebreo―, y nunca pensé
que volvería a sentir algo así en esta vida ―me miró como si acabara de
salirme otra cabeza―. Y menos por la mujer que mi hermano ama.
Un trueno furioso atravesó el cielo e iluminó nuestros rostros por unos
segundos, los suficientes para dejar al desnudo nuestras almas.
―No sé lo que dijiste ―la voz se le quebró―, pero pude sentir el dolor
en cada palabra.
Alargué la mano y le acaricié la mejilla.
―Duele mucho, Dea ―le confirmé en tono ronco―, como una lanza en
el corazón.
Un suspiro afligido escapó de mis labios al volver al presente, a la triste
realidad. Cogí la cajita de cartón de color rojo intenso que se encontraba en
la mesa a mi lado y la abrí. Esbocé una sonrisa que no me llegaba a los ojos
al ver su contenido.
―El amor es un ardiente olvido de todo ―recité las palabras de Victor
Hugo―. Uno se olvida incluso de su dolor ―agregué con la mirada clavada
en el cielo―, por amor.

A muy temprana hora, salí del hotel donde me hospedaba aquellos días
en un pueblo en Siena, y me dirigí, montado en un caballo, a mi destino.
Recorrí los valles pletóricos ensimismado en mil cosas que debía resolver
antes del anochecer. A cada paso que daba, el corazón se me aceleraba.
Retazos de los momentos que viví al lado de Dea, estos últimos días,
empezaron a sucederse en mi cabeza como parte de una película que nos
pertenecía solo a los dos. Sus risas, sus miradas, sus horribles chistes, su
esperanza, su terquedad, su sinceridad, su fe y su amor sincero se grabaron
a fuego en mi pecho.
―Jaaa! ―arreé y el animal aceleró sus pasos―. Jaaa!
Fuiste el rayito de sol en medio de mi tormentosa existencia, Dea.
No era capaz de saber cuándo o cómo sucedió. No me di cuenta hasta
que, un día, simplemente, la eché de menos y nunca más logré dejar de
pensar en ella.
―Jaaa!
Sonreí al recordar nuestro primer y accidentado encuentro. El beso que
me dio pensando en otro mientras yo pensaba solo en ella. Relamí los labios
experimentando en ellos aquella descarga furiosa y salvaje que solo ella fue
capaz de hacerme sentir tras Alina.
―Heil von Richthofen! ―exclamó Moritz al verme―. Puntual como
siempre, amigo mío.
Bajé del caballo al llegar a mi destino, lejano de los nuestros.
―Heil Schumann!
Nos estrechamos con mucho afecto después de muchos meses.
―¿Cómo te trata Italia?
El tono sarcástico, tan característico en él, me hizo sonreír.
―Mejor de lo que pude imaginar.
Enarcó una ceja antes de encender un cigarrillo y calarlo bien hondo. Se
sentó sobre una pierna y me indicó la otra, que imaginé que puso allí antes
de mi llegada. Observé el lugar desértico y situado en la cima de una colina
lejana donde podías ver las maravillas de Dios en todo su esplendor.
―Sin bombas.
Sin hambre.
Sin dolor.
Sin muertes.
―Sublime.
Asintió antes de entregarme un sobre de color marrón. Lo cogí y sin
rechistar revisé su contenido. Un par de fotos de unos jóvenes que no
tendrían más que quince años. Levanté la vista y lo miré con expresión
interrogante. Moritz exhaló antes de rellenar la laguna que dejó aquellas
fotos en mi mente obnubilada por las dudas.
―Antes que nada ―comenzó a decir en un tono paciente―, no tengo
noticias de Paul y tampoco de Sebastián ―apreté los dientes al
escucharlo―, llevan meses desaparecidos ―el pulso se me aceleró―,
espero que ambos estén bien.
Tanto Bachmann como Ackermann eran nuestros aliados en esta lucha
contra los nuestros bajo sus narices y con una desfachatez que incluso el
diablo aplaudiría.
―Eso espero, Moritz.
Moritz era médico como yo y en sus horas libres robaba comida,
medicinas e incluso municiones para los perseguidos por los nazis que
habíamos ayudado los últimos años.
―Debes tener cuidado, Volker ―me aconsejó con el ceño
desencajado―, las cosas van de mal en peor para nosotros.
Ningún alemán, en su sano juicio, admitiría que la derrota estaba cerca y,
mucho menos, llevando el uniforme puesto. Encendí un cigarrillo y lo calé
hondo.
―Nadie puede saber quién eres de verdad ―me advirtió en tono
desafiante―, ni para quién trabajas con tanta devoción.
Desvié la mirada hacia un lado.
―Nadie lo sabrá.
Pensé en Viktor y en Dea.
―Jamás pondría en peligro a nadie.
Moritz asintió antes de expulsar el humo por la boca y coger las fotos de
mis manos. Señaló al chico de pelo rubio y después al chico de pelo oscuro.
―Este es el padre de Gino Berretti ―golpeó al chico moreno―,
Gianmarco Berretti ―presté toda mi atención en la foto―. Todo indica que
Gino está muerto ―aspiré hondo―. Y que el asesino fue nada más y nada
menos que el hijo del Comandante von Greim.
Las piezas del puzle empezaban a unirse poco a poco.
―Los camaradas de Gino le hicieron justicia ―continuó con la mirada
clavada en mí―, y asesinaron al hijo del Comandante de la forma más cruel
que puedas imaginarte ―bajé la mirada―, pero la sed de justicia se
extendió a límites inimaginables cuando descubrieron que la hermana de
Gino fue asesinada por los nazis ―me enseñó una foto espantosa de la
joven―, la colgaron y…
―La destriparon ―terminé su oración con el pulso acelerado―, tal cual
como hicieron con las chicas en el pueblo los últimos días.
Moritz asintió sin abandonar su deje serio y severo.
―Creemos que el padre de Gino está detrás de todo esto, Volker ―anclé
los ojos en la foto en blanco y negro―, pero ¿quién es el padre de Gino?
La confusión se extendió por toda mi cara.
―Nadie sabe quién es ―contrargumentó―, es como si se hubiera
esfumado del mapa ―se encogió de hombros―. No existe rastro de su
existencia, como si alguien se hubiera se hubiera encargado de borrar sus
huellas en el mundo.
Una idea iluminó mi cabeza.
―Tal vez se cambió de identidad ―me arriesgué.
Moritz asintió satisfecho.
―Pero ¿quién es ahora? ¿Quién es Gianmarco Berretti? ―Analizó la
foto―, tendría unos treinta y ocho años en la actualidad.
Lancé la colilla del cigarrillo al vacío junto con mi paz mental y
emocional. Moritz cogió una libretita negra de su guerrera impecable y la
hojeó concentrado hasta que encontró lo que buscaba.
―Hay un dato muy curioso y espeluznante de su vida ―remarcó las
últimas palabras con énfasis― según muchos de sus amigos ―sonrió con
malicia―, era homosexual ―levanté la mirada de golpe―, y su último
amante fue un soldado italiano que murió en Varsovia en 1941 ―chasqueó
la lengua con cierta petulancia―, tal vez a través de él podamos llegar a
Gianmarco Berretti ―negó con la cabeza―, o mejor dicho, por medio de
su esposa.
Fruncí el entrecejo, contrariado.
―Ella podría darnos datos que podrían llevarnos a él.
Parpadeé expectante y cada vez más ansioso. Me puse de pie, incapaz de
contener las emociones que zumbaban en mi oído y me ensordecían cada
vez más.
―¿Cómo se llama la mujer?
Moritz leyó el nombre anotado en su agenda y todo se tambaleó a mi
alrededor.
―Dea Fiore.
Capítulo 33
Dea

Truenos.
Vendaval.
Llantos.
Miedo.
Terror.
Muertes.

L a fría e impiadosa muerte caminaba entre nosotros con su afilada


espada, llevándose almas inocentes a cada paso que daba. Giré el
rostro y observé a Fiama, mientras enterraban a Marina, tras su brutal
asesinato cerca del arroyo, donde días atrás, nos habíamos visto por última
vez.
Pic.
Pic.
Pic.
La lluvia, serena por momentos, se deslizaba por el paraguas y caía en el
pequeño charco que se encontraba delante de mis pies.
¿Por qué me miras así, Fiama? ¿Qué te hice?
Ella se alejó de mí como si me odiara. ¿Acaso era eso? ¿Me odiaba?
Desvié la mirada hacia mis pies y traje a la mente los mejores momentos
que vivimos juntas cuando éramos solo unas niñas pecosas y traviesas.
―Nunca nos separaremos, Dea.
Teníamos solo siete años y jugábamos con unos muñecos de trapos que
nos habían regalado por navidad. Metíamos las manitas en la parte de
atrás de sus vestidos y las movíamos como si fueran unos ventrílocuos.
―Jamás, Fiama.
Y con la inocencia, también murió aquella pueril promesa. Algunas
personas cambiaban con el paso del tiempo o las circunstancias.
Claro está.
―Dea ―susurró mi nombre como si le doliera hacerlo―, debes tener
cuidado.
¿Me advertía o me amenazaba?
Un escalofrío recorrió mi cuerpo desde la coronilla hasta mis pies
cuando nuestras miradas se encontraron de golpe. Había frialdad, temor y
también compasión en ellas. Abrí la boca para decirle algo, pero ella se
adelantó y la volví a cerrar de manera automática.
―Tienes a dos oficiales nazis ―argumentó en un tono bastante
sombrío―, si a estas mujeres las mataron por estar con alemanes… ―la
detuve con un ademán brusco al comprender adónde apuntaba su flecha.
Negué con la cabeza y el movimiento hizo que el paraguas se moviera,
entrechocando con el suyo.
―No te preocupes por mí ―contrargumenté en un tonillo bastante
austero― o, mejor dicho, no finjas hacerlo.
Me analizó como si fuera la primera vez que me veía en toda su vida.
Apartó la mano de mi brazo y suspiró hondo antes de bajar la mirada.
―Nunca olvidaré todo lo que vivimos juntas, Dea.
Hablaba en pasado y me dejaba claro ciertas dudas.
Ya no formo parte de tu historia, Fiama.
El dolor vibró en cada una de sus palabras y se clavó en lo más hondo de
mi corazón. Apreté el puño libre con todas mis fuerzas para no caer en la
mísera tentación de tocarla. No era orgullo, sino cansancio. Fiama se alejó
de mí como si tuviera lepra y eso no se olvidaba de la noche a la mañana, al
menos yo no podía.
¿Qué te hice? ¿Por qué odias tanto a los alemanes? No todos son
iguales, Fiama.
―Hemos vivido muchas cosas juntas, Fiama ―reconocí con el alma a
los pies―. Quedémonos con los recuerdos ―propuse con la voz rota―.
Con los buenos y también con los malos.
Levantó la vista de golpe y me dejó ver la penuria que llevaba dentro.
Apreté los dientes con fuerza y sentí una punzada de dolor en la mandíbula.
―Sí, Dea.
Un triste recuerdo se coló en mi mente y agitó aún más mis latidos…
―¡Dea, se llevaron a mi bebé!
Fiama lloraba con mucho desconsuelo entre mis brazos.
―¡Era mi hijo! ¡Yo lo quería!
Tenía apenas catorce años cuando Fiama tuvo un hijo de alguien que
nunca supe quién era. Algunos dijeron que fue su vecino y otros, incluso,
alegaron que era del cura del pueblo en aquel entonces. Fiama nunca me
confesó ese secreto y creo que nunca lo hará.
―Piensa que estará bien con la pareja que los llevó, Fiama.
Se puso de pie y me miró con odio.
―Espero que nunca te pase nada parecido, Dea ―contraatacó
enfurecida―, porque solo el día que pierdas a un hijo, podrás comprender
lo que hoy siento.
Me levanté y la encaré.
―¡Eso nunca pasará!
El día que mi hijo murió, en medio del sepelio, en sus ojos, por unos
instantes, vi el reproche del pasado. Solo entonces pude comprender sus
palabras, sus sentimientos y su martirio.
―Lo siento ―la miré a los ojos al volver al presente―, por no haber
comprendido tu dolor en aquel momento, Fiama.
Se sorbió con fuerza la nariz.
―Dios me castigó ―musitó sin mirarme―, por eso nunca pude
concebir otro hijo.
Como a mí.
―Si su padre hubiera sabido de su exist… ―no terminó la frase―. Es
inútil pensar en lo que pudo o no pasar. ¿No?
Le toqué el brazo helado.
―¿Él nunca lo supo?
Me miró con indulgencia.
―Sí y durante años lo buscó.
Dios mío, ¿por qué nunca me lo contó?
―Pero ya era muy tarde.
Aspiró una gran bocanada de aire y acto seguido, me dio un beso en la
mejilla, uno que me heló la sangre.
―Lo perdí dos veces, Dea ―acotó con la voz quebrada―. A los dos.
Siempre supe que el padre de su hijo, fue su gran amor y no su marido
como me quiso convencer todos estos años.
―Fiama, ¿volverás al pueblo?
Me dirigió una mirada que no supe cómo interpretar.
―Estoy en la casa de mi hermana en nuestro pueblo natal ―me
respondió con profundo dolor―. Me mudaré a Lucca la semana que viene y
no pretendo volver.
Se dio la vuelta y se marchó del lugar sin darme tiempo a asimilar sus
palabras. Una alarma se disparó en alguna parte de mi cerebro cuando al fin
la información llegó a él.
¿Lo perdió dos veces? ¿Fiama sabía quién era su hijo?
Llevé la mano al pecho mientras la veía marcharse del lugar con la
cabeza gacha y los hombros hundidos. Antes de cruzar el portón, me dedicó
una última mirada por encima del hombro, una llena de impotencia y
aflicción. En aquel momento comprendí que no acabábamos de enterrar
solo a Marina, sino también el lazo que nos unió toda la vida. Una lágrima
rodó por mi mejilla mientras otra la hacía por la suya, al mismo tiempo.
Adiós, amiga.
Me enfilé a mi casa, a pocas manzanas del cementerio y al entrar,
encontré a Viktor, que cocinaba algo que olía muy rico, descamisado y
descalzo. Se dio la vuelta y me sonrió con tristeza en la mirada.
¿Pasaba algo? Aquellos días solo hubo malas noticias y, temía, que no
habría buenas por mucho tiempo. ¿Quiénes estaban detrás de aquellas
muertes brutales? ¿De verdad los partisanos estaban asesinando a los suyos
con tanta crueldad? ¿No éramos aliados de los alemanes? ¿Por qué nos
convertimos en enemigos? Cerré el paraguas y lo puse cerca de la puerta.
―Hola, mi amor ―saludé, desanimada―. ¿Es sopa de patatas y nabos?
No había mucha variedad de verduras, así que la pregunta sobraba. Me
sonrió y se encogió de hombros al mismo tiempo. Antes de cerrar la puerta,
escrudiñé a los soldados que me seguían a todas partes. Nunca hablaban, así
que, les dediqué un leve asentimiento.
―¿Estás bien, meine Süße?
Me gustaba cuando me llamaba «mi dulce».
Se limpió las manos con el paño de cocina antes de acercarse y me
envolvió con sus fuertes brazos. Enterré la cara en su musculoso pecho y
aspiré su aroma fresco. El fino vello dorado me acarició con suavidad como
su mano lo hacía con mi cabeza.
―Te eché mucho de menos, mi amor ―ronroneé como una gatita
mimosa―. Pensé que no te vería hasta mañana.
Me apartó para darme un largo y profundo beso que, por unos instantes,
me hizo olvidar mis penas.
―Por fortuna tuvimos que volver, meine Süße ―lamió mi labio
superior y después el inferior, dejando su aliento dulce en ellos―. Los
asesinatos empiezan a preocuparnos ―asentí sin abandonar mi penosa
mueca―. Pero…
Ladeé la cabeza y lo miré intrigada.
―Sé que no debo decirte esto, pero necesito que estés al tanto para
cuidarte aún más ―susurró bajito, pero por suerte, la lluvia se marchó y
podía oírlo con nitidez―. Creemos que pronto encontraremos a los
responsables.
Tragué con dificultad el nudo amargo que se había formado en mi
garganta horas atrás en el cementerio.
―Ah ¿sí?
Me arregló un mechón de pelo con cuidado antes de llevarme hasta la
mesa. Retiró la silla y me instó a sentarme en ella. Me quité la gabardina
gris y la colgué en el respaldo antes de tomar asiento.
―La supuesta madre de Gino Berretti se suicidó ayer, meine Süße ―di
un leve brinco ante el susto―, con cianuro.
Fruncí mucho el entrecejo. ¿Supuesta madre? ¿Qué significaba eso? Lo
miré expectante y ansiosa al mismo tiempo. Viktor cogió mis manos sin
mirarme a los ojos. Algo le pesaba mucho, aunque me daba la sensación de
que no era por este tema en concreto, sino otro mucho más delicado,
peligroso y confidencial.
¿Qué está pasando, mi amor?
Le di un leve apretón y logré mi objetivo, que me mirara a los ojos.
Suspiró cansado antes de proseguir.
―¿Supuesta madre? ―hice hincapié.
Viktor asintió sin mucha convicción.
―Al parecer era adoptado y él lo descubrió a través de unos papeles a
pocas semanas de su muerte ―remarcó con más firmeza―, y vino al
pueblo de su verdadera madre a conocerla ―hizo una pausa dramática―,
en Santa Anna di Stazzema.
Una corriente eléctrica me recorrió todo el cuerpo al oír el nombre del
pueblo y la historia del joven que llevaban buscando hacía meses.
Dios mío.
―La Gestapo ya está en Santa Anna di Stazzema ―tragué con mucha
fuerza―, buscan a la verdadera madre de Gino Berreti para interrogarla
―me estremecí―. Uno de los partisanos que cogieron el otro día, aseguró
que ella y el verdadero padre de Gino están detrás de los asesinatos ―todo
empezó a darme vueltas―, claro, con la ayuda de otros partisanos.
Viktor se acercó a la cocina y removió la sopa que preparaba, dándome
la espalda y aproveché para sujetarme por el borde de la mesa. La bilis
subió hasta mi garganta y a punto estuve de vomitar.
―Gino Berretti es pura pantomima, creada por ellos ―mis rodillas
entrechocaron entre sí―, ¡tenía tan solo quince años! ―Negó con la
cabeza―. Un fantasma que les sirvió como escudo o, tal vez, como un
motivo para luchar ―suspiró hondo―, sus padres buscan venganza
―apagó la cocina―, los adoptivos y también los biológicos.
Es él, ¡santo cielo!
Una lágrima recorrió mi mejilla derecha al comprender quién era Gino
Berretti, el partisano más buscado de La Toscana por los nazis y fascistas.
Es el hijo de Fiama.
Alguien llamó a la puerta con impaciencia y temí lo peor. Viktor cogió
su arma y me hizo una seña para que no me moviera. Llamó a los soldados
y les preguntó algo en alemán.
¿Están vivos? ¿O fueron atacados por los partisanos?
Tardaron en contestar y eso nos alarmó.
Dios santo.
Ellos le contestaron al unísono minutos después. Viktor bajó el arma y
me miró fijo.
―Dea, es tu hermana.

Diana llegó al pueblo desnutrida, cansada y asustada. Cuando le dimos


de comer, por muy poco no se comió el plato y la cuchara de metal. Me
partía el alma verla en aquellas condiciones.
―Gracias ―tartamudeó, cohibida―. Llevaba tres días sin comer nada
más que corteza de árboles y un par de setas que, por suerte, no eran
venenosas.
Viktor y yo intercambiamos una mirada de soslayo.
―Ay, Diana, lo siento mucho.
Ella miró de reojo a Viktor con una expresión de suspicacia y temor.
―Las cosas en Sicilia van de mal en peor ―musitó con timidez―, la
gente está pasando muchas necesidades ―había rabia y también resquemor
en su voz―, en el pueblo donde vivía, ya no quedan ni gatos, ni caballos, ni
perros ―suspiró hondo―, ¡es un verdadero infierno!
Viktor encendió un cigarrillo y lo caló hondo.
―¿Me das uno? ―le pidió mi hermana en tono suplicante―, por favor.
Él le cedió el suyo.
―Gracias.
Lo caló hondo y acto seguido gimió de placer.
―Te calentaré agua para que te bañes ―anuncié con el corazón
encogido―, y te daré ropa limpia.
Diana me sonrió.
―Gracias, Dea.
La guerra la cambió mucho, en especial, en su manera de ser, al menos
eso pensé al inicio, ya que, tres días después, las cosas cambiaron y ella
volvía a ser como antes: atrevida, socarrona y audaz.
―Folláis todos los días ―comentó mientras desayunábamos―. He
follado con varios alemanes a lo largo de esta guerra ―su manera de
expresarse me trastocó―. Por una mamada me dieron cigarrillos y un poco
de pan.
El cuchillo que usaba para cortar el pan, cayó sobre la mesa junto con mi
mandíbula.
―¿Te prosti…?
Ella se arregló el escote del vestido con sensualidad y parte de sus senos
quedó a la vista.
―Sobreviví, Dea ―repuso con una sonrisa―, no tenía otra alternativa
―los ojos se me nublaron―, metía sus pollas arias en mi boca o en mi
coño para sobrevivir a esta puta guerra.
Mi hermana siempre fue muy directa cuando hablaba, pero nunca tan
ordinaria como ahora. Sentí vergüenza ajena. Diana no solo hablaba como
una fulana, sino que se comportaba como una.
―Dea ―recitó mi nombre con cierta picardía―, ¿y si conquisto a tu
cuñado? ―tragué con fuerza―, ¿no sería genial? ―levantó y bajó las
cejas―. ¡Me tiene embobada!
No le repliqué, porque no sabía qué decirle. Volker era un hombre
complicado y bastante reservado. Aunque, podría sentir atracción por mi
hermana, que era una mujer muy atractiva y joven.
―¡Debe follar como una bestia!
Golpeé la mesa con el puño y los cubiertos temblaron.
―¡Modera tu lenguaje! ―Le exigí con poca delicadeza―. Por favor
―le pedí en un tono más conciliador―. No estás en la calle, Diana.
Me miró como si acabara de darle una bofetada. Se puso de pie y me
encaró con la barbilla altiva. Cerré los ojos y refunfuñé un par de palabras
por lo bajo.
―¡Solo eres una profesora, Dea! ―me recriminó con dureza―. ¡No una
baronesa!
Me dirigí al fregadero y empecé a lavar los cubiertos con impaciencia.
―¡No todas tenemos oficiales guapos y finos a nuestros pies!
―Exclamó con rabia―. A-algunas… ―se le quebró la voz―, tuvimos que
vendernos por un par de monedas… ―me di la vuelta y la miré con
profundo dolor―, mamar pollas asquerosas y recibir palizas a cambio…
―me acerqué y la abracé―. Dea, ¡fue horrible!
Diana rompió a llorar con toda el alma entre mis brazos.
―Lo siento, pequeña ―musité entre sollozos―, lo siento mucho.
La puerta se abrió lentamente y mis ojos llorosos se encontraron con los
de Viktor, sombríos y fríos como una noche de invierno.
Dios mío.
Me aparté de Diana, que se dio la vuelta para seguir el curso de mi
mirada acuosa. Llevé la mano a la boca para ahogar un sollozo que, de
todos modos, se filtró entre los dedos.
―Hemos encontrado a Giulia.
Giulia llevaba desaparecida dos días, nadie sabía nada de ella y de su tía.
Muchos pobladores empezaban a huir hacia el sur, ya que, según ellos, los
americanos serían más benévolos que los alemanes.
―¿Está bien?
Negó con la cabeza mientras las lágrimas empañaban sus ojos de
tristeza. Rompí a llorar al comprender lo que se ocultaba detrás de su gran
pena.
―La asesinaron, Dea.
Un grito agudo salió de mis labios. Diana llevó las manos a la cabeza en
un gesto de derrota e incredulidad. ¿Cómo pudieron hacerle eso a un
pequeño ángel inocente?
―¡No! ―chillé, iracunda―. ¡Era solo una niña!
Me aproximé a él con el rostro anegado en lágrimas y lo encaré con el
corazón en la mano. Jadeé como si las palabras que pensaba emitir me
pesaran una tonelada.
―¿Fueron ellos? ―Titubeé―. ¿Fue una víctima más de ellos?
Viktor bajó la cabeza y sollozó.
Capítulo 34
Viktor

A preté la cabeza de Dea contra el pecho mientras dos soldados cavaban


un hoyo en el cementerio para sepultar el cuerpecito de Giulia
envuelto en unas sábanas raídas. No permití que ella lo viera, no quería que
sufriera como yo cuando lo hice aquel terrible día que nunca lograría borrar
de mi mente mientras viviera.
―Giulia ―gemí al reconocerla―. Dios mío ―los ojos se me llenaron
de lágrimas.
Al igual que las otras víctimas, Giulia sufrió las mismas vejaciones que
las demás. ¿Cómo pudieron hacerle daño a un ser tan indefenso como ella?
La ira se adueñó de mí por completo y golpeé un árbol con el puño. Mis
hombres se sobresaltaron ante mi arrebato.
―¿La conocías, Capitán?
El sargento Schmitz se santiguó.
―Sí.
Una lágrima rodó por mi mejilla mientras cogía del bolsillo de la
guerrera un documento que me dieron en el Ayuntamiento el día que fui a
averiguar cómo podía hacer para adoptar a Giulia.
―Es Giulia.
Cerré los ojos y evoqué el último día que la vi con vida, el día que me
pidió ser su padre.
―Viktor, ¿te puedo hacer una pregunta?
Giulia se recuperaba muy bien del resfriado y estaba más parlanchina
que de costumbre aquel día, el último que la vería viva. Sorbió la sopa de
la cuchara de metal con los ojitos clavados en los míos.
―Dime, princesa.
Le limpié la boquita con una servilleta.
―¿Quieres ser mi papá?
Un enorme nudo en la base de la garganta me impidió tragar la saliva.
―¿Te gustaría ser mi hija?
Ella conocía la historia de mi hija, le había contado el día que pensé
que la fiebre la llevaría de nuestro lado. Lloré con ella en mis brazos y le
pedí que no desistiera.
―Sí… ―balbuceó con lágrimas en los ojos―. Seré muy buena,
obediente, prometo quererte siempre ―le sequé las mejillas con los
dedos―. Y muy estudiosa.
Puse el plato en la mesita junto con la cuchara y la servilleta.
―Serás la mejor hija del mundo, princesita.
Con su peculiar alegría pueril se lanzó a mis brazos.
―Te quiero, Viktor.
Le acaricié la cabecita con ternura tras dejar caer un beso en la
coronilla.
―Y yo a ti, princesita.
El llanto de Dea me devolvió al presente, al duro y triste presente.
―Lo siento mucho ―susurró de pronto alguien a mi espalda―. Vine lo
más rápido que pude, hermano.
Apreté con fuerza los dientes al oír la voz de Volker.
―Necesitamos hablar ―le respondí en alemán―. Urgentemente.
Le lancé una mirada elocuente por encima del hombro.
―Yo también necesito hablar contigo, Viktor.
Los ojos de Diana se clavaron en mi hermano, que distante y frío, ni
siquiera la miró. Se habían visto una sola vez desde que ella se instaló en la
casa de Dea. Mi hermano era bastante expresivo cuando se proponía y ella,
definitivamente, le caía mal. Tanto o más que a mí. Me recordaba mucho a
la prima de mi esposa, Eva, una mujer sin escrúpulos que, en más de una
ocasión, intentó seducirme, sin importarle una mierda mi estado civil. Y
Diana era como ella, coqueteaba conmigo de una manera sutil para que su
hermana no se diera cuenta de nada, pero lo suficientemente claro como
para que yo fuera consciente de ello. No obstante, al ver que de mí solo
obtendría indiferencia, desvió su flecha hacia Volker.
―Dea, lo siento mucho ―murmuró Volker y ella asintió―. Hablamos
más tarde ―bisbiseó en mi oído―. No confío en su hermana ―asentí―.
Lamento mucho lo sucedido con Giulia ―me tocó el hombro.
―Yo también, Volker.
No le dirigió una sola palabra a Diana, dejando claro su animadversión
hacia ella, que fingió no darse cuenta de nada y lo saludó de todos modos.
―Hola ―le saludó él en tono seco.
Dea se apartó de mí y se arrodilló cerca del cuerpo de Giulia. Intenté
impedirle que apartara la sábana, pero Volker me sujetó por el hombro y
negó con la cabeza. Tal vez tenía razón, Dea necesitaba verla por última
vez.
―Hola, Giu ―le tocó la carita grisácea con los dedos―. Es-espero que
no… ―sollozó―, hayas sufrido tanto ―apreté con fuerza los dientes y los
puños―, que no haya durado mucho tu martirio ―le arregló el sombrerito
rojo que le había regalado―. Si ves a Giuliano ―todo su cuerpo empezó a
temblar―, dile que algún día volveremos a vernos ―le dio un beso en la
frente―. Descansa en paz…
Apoyó la cabeza en el pecho de Giulia y soltó un llanto lleno de dolor
que vibró en cada una de las terminaciones nerviosas de mi columna
vertebral.
―¡¿Por quééé?! ―chilló como una leona herida―. ¡¿Por qué lo
hicieron?! ―clavó los ojos hacia ambos lados del bosque―. ¡¿Acaso no
tenéis hijos?!
Solo entonces, comprendimos que se dirigía a los asesinos de Giulia y
las demás víctimas de esta guerra particular dentro de otra guerra.
―¡Malditos asesinos! ―gruñó zaherida―. ¡Malditos enfermos!
Su grito se perdió entre los sonidos de las ramas de los árboles y el trinar
de los pájaros. Me arrodillé a su lado y le prometí con el corazón sangrando
entre las manos:
―Vengaré su muerte, meine Süße.
Mi promesa la hizo girar el rostro hacia mí.
―Encontraré a todos ellos y les haré pagar todo el daño que hicieron.
Besé le frente de Giulia con un enorme nudo en el alma mientras una
sucesión de recuerdos me transportaba a los días que pasamos juntos desde
que la conocí.
Hubieras sido una hija maravillosa.
Giulia solo quería una familia que la quisiera, no pedía más. Y justo
cuando la encontró, la muerte decidió llevarla de la manera más cruel e
inhumana.
―Adiós, mi pequeña traviesa.
Besé sus ojos y su naricilla antes de cubrirla con la sábana. Dea cogió un
muñeco de trapo y lo puso sobre su corazón.
―Adiós, mi amor.
Unas hojas y flores empezaron a caer sobre nosotros como si fueran
unas gotas de lluvia. Volker y yo cogimos el cuerpecito de aquella inocente
niña y la metimos en su última morada.
―Hasta luego ―susurró Volker―. Algún día volveremos a vernos.
En ese preciso instante, me pregunté si de verdad existía algo más
después de la muerte. ¿Las almas de verdad volvían a encontrarse? ¿O solo
teníamos este instante?
La muerte es solo un viaje.

Dea se quedó dormida y aproveché para marcharme de la casa.


Necesitaba hablar con Volker lo antes posible. Al retirarme de la habitación,
me encontré con Diana, que acababa de salir del cuarto de baño envuelta en
una toalla bastante raída que dejaba parte de su cuerpo a la vista.
―Lo siento, pensé que habías salido.
Mientes muy mal, Diana.
―Dile a Dea que no tardaré ―le ordené con poca delicadeza―. Los
soldados estarán delante de la casa ―le advertí tras ponerme el gorro de
plato.
No esperé su réplica, salí de la casa y me encontré de cara con Volker,
que acababa de encender un cigarrillo. Me miró con una expresión muy
seria antes de hacerme una seña con la cabeza. Lo seguí hasta el coche.
―Necesitamos estar lejos de aquí, Viktor.
Solo asentí antes de sentarme en el asiento del copiloto. Encendí un
cigarrillo mientras él conducía el vehículo hacia un sitio que desconocía.
No hablamos, nos limitamos a ordenar nuestros pensamientos durante todo
el viaje en silencio sepulcral.
―Llegamos ―anunció a varios kilómetros del pueblo, donde podíamos
apreciar unas vistas majestuosas de las colinas―. Aquí podremos hablar sin
que nadie nos escuche.
Me quité el gorro antes de bajar del coche y desabroché los primeros
botones de la guerrera en busca de sosiego. Volker hizo lo mismo antes de
cerrar la puerta. Encendí un cigarrillo y lo calé hondo antes de hablar sin
rodeos o tapujos.
―Hay un espía entre nosotros, Volker.
Su expresión no se inmutó y tampoco su respiración como si aquello que
acababa de decirle no le afectara en lo más mínimo. ¿O era pura fachada?
Aspiré el humo con nerviosismo y dejé que la nicotina relajara mis
músculos más tensos.
―Mi superior desconfía que trabaja para los partisanos y los americanos
―continué en un tono menos paciente―. Y que podría estar detrás de los
asesinatos ―me miró como si acabara de darle una bofetada―. ¿Qué
opinas al respecto?
Volker metió las manos en los bolsillos de sus pantalones bombachos y
observó el maravilloso paisaje que nos regalaba aquel lugar un poco más
tenso y pensativo.
¿Eres tú como desconfío, Volker?
―No trabaja para ellos ―aclaró sin mirarme―. Sino para los nuestros
―cuando giré el rostro hacia él, me encontré con su fría mirada azul―. No
todos estamos a favor del Führer, Viktor.
Mis sospechas eran ciertas. El aire apenas llegaba a mis pulmones y la
sangre empezó a bombear por todo mi cuerpo. Mis oídos me zumbaban y
las sienes latían con desenfreno como si estuviera huyendo de un león
hambriento. Volker me miró de refilón y en sus ojos dejó la respuesta que
buscaba con desesperación.
Eres tú.
―Volker ―gimoteé después de expulsar el aire que retuve en los
pulmones desde que salimos del pueblo―. ¡Dios!
Su mirada se oscureció.
―Somos un grupo de oficiales, unidos contra esta gran barbarie, Viktor
―argumentó fehaciente―. No todos estamos a favor de lo que está pasando
realmente en esta guerra.
La tensión endureció cada músculo de mi cuerpo y apenas era capaz de
moverme sin sentir dolor. Volker encendió un cigarrillo y con pausadas
caladas, absorbió la nicotina. Liberando solo una efímera nube ceniza de
sus fosas nasales. Parecía tan tranquilo, pero estaba al borde del precipicio
como yo.
Ahora todo tiene sentido. Su llegada al pueblo, sus comentarios
misteriosos, sus salidas nocturnas, las informaciones secretas que solía
comentarme a modo de confidencia y sus llegadas matutinas.
―Pensé en el atentado del 20 de julio contra Hitler.
―Siempre fuiste un enigma para mí, Volker.
Me lanzó una mirada llena de confusión.
―Desde niño.
Negó con la cabeza tras regalarme una sonrisa condescendiente.
―No puedo implicarte en esto, Viktor.
Enarqué una ceja y abrí la boca para objetar, pero él se adelantó y lo que
me dijo me enmudeció por unos segundos. No sabía si era la manera en
cómo se expresó o el tono que usó lo que provocó un tsunami en mi
corazón.
―Y menos ahora que estás con Dea.
¿Qué quería decirme con ello? ¿Por qué me molestó tanto el tono que
usó al pronunciar el nombre de Dea? Llevé la mano a la sien y la masajeé
sin lograr aliviar la molestia que rasgaba mi cerebro con bestialidad. Me
pasó lo mismo el día que Dea me enseñó el libro que él le había regalado
sin habérmelo mencionado.
¿Qué mierda te pasa, Viktor? ¿Has perdido el juicio? ¡Es Volker! ¡Por
el amor de Dios!
Aspiré.
Expiré.
Necesitaba relajarme y pensar con tranquilidad. Acomodar mis
emociones y limpiar mis oscuros pensamientos. Moví la cabeza en busca de
relajación. En vano.
―¿Tú estás involucrado en lo que le pasó al Führer días atrás? ―escupí.
Me miró con el ceño algo compungido y temí lo peor. ¿Estaba metido en
ese atentado?
―No, infelizmente ―alardeó con una sonrisa cínica que me congeló las
entrañas―. Tal vez el plan hubiera funcionado ―suspiró hondo antes de
sentarse sobre una roca―. El Coronel del Estado Mayor, von Stauffenberg,
pudo haber salvado a millones de personas, pero el plan falló.
No lo logró y al día siguiente del atentado, fue ejecutado. Y muchas
personas más lo serían durante las investigaciones, culpables o no. Así
funcionaban las cosas en el Tercer Reich.
―¿Cómo lo supieron? ―espetó Volker, ceñudo―. Pocos están al tanto
de lo ocurrido.
Ladeé la cabeza. ¿Acaso estaba insinuando algo?
―El Comandante me lo dijo a modo de confidencia ―le confesé―. Y
ahora sé por qué ―cerré los ojos y maldije para mis adentros―. Piensa que
el espía está detrás de ese atentado ―Volker jadeó―. ¡Maldición!
―No te preocupes, no somos los únicos que luchamos contra la
ideología, Viktor.
Aquello no me tranquilizaba, en absoluto. Me senté en la piedra que se
encontraba delante de la suya y posé la mano en su rodilla. Me miró con
fijeza.
―Lo que te confesaré es un secreto, Volker ―musité bajito como si
alguien pudiera escucharnos―. Gino Berretti está muerto.
Enarcó una ceja y sonrió con incredulidad al mismo tiempo que
golpeaba mi mano. ¿Acaso ya lo sabía? ¡La respuesta era obvia!
―Gino Berretti no ha muerto ―contraargumentó―, está vivo.
Su mandíbula se endureció, como si acabara de acordarse de algo muy
delicado y peligroso.
―No murió ―repitió y esta vez con más firmeza―. Aunque no se sabe
muchas cosas de él y su pasado ―respiró con fuerza―. Sus padres se
encargaron de… ―hizo unas comillas en el aire―, ocultar sus datos muy
bien tras el escándalo que protagonizó cuando era joven.
Una mano helada estrujó mis tripas con tal saña que gemí. Fui incapaz
de hablar, de emitir una sola pregunta. Volker exhaló hondo antes de
proseguir:
―Era homosexual y tuvo un romance con un chico más joven que él
―su voz se fue apagando―. Los padres del mismo lo acusaron de
violación ―suspiró cansado―, lo que les obligó a mudarse lejos del pueblo
tras pagar al encargado del caso una cantidad considerable para borrar las
huellas de Gino.
Lo miré con ojos interrogantes.
―¿Quieres decir que Gino cambió de nombre? ¿Es eso?
Volker asintió.
―Y nadie sabe dónde fue y cómo se llamaba tras lo sucedido ―resopló
con hastío―. Simplemente se esfumó del mapa.
Pensé en el amante.
―¿Y el otro chico?
Una arruga apareció en la frente de mi hermano y mis entrañas se
retorcieron cuando un suspiro huyó de sus labios cuando me miró a los ojos
como lo hacía en el pasado cuando me decía algo que me involucraba a mí
de cierta manera.
―Su amante fue el marido de Dea.
El cielo cayó sobre mí y la tierra tembló bajo mis pies al escucharlo. ¿El
marido de Dea fue amante de Gino Berretti? ¿Lo entendí bien? Me mareé y
casi vomité ante la impresión.
―¿Qué? ¿El marido de Dea y Gino fueron amantes?
Sus ojos se oscurecieron como la noche y sus labios perdieron el color
natural, tornándose casi blancos. Tanto él como yo estábamos totalmente
conmocionados.
―El marido de Dea era homosexual ―reivindicó después de lanzar la
colilla del cigarrillo al vacío―, por eso se casó con ella, para ocultarlo de
todos ―su voz sonaba hueca―. Y al igual que Gino, se mudó de su pueblo
para huir de las habladurías ―parpadeó dos veces―. Para rehacer su vida
―sonrió con amargura― quería ser cura, pero sus padres no se lo
permitieron y lo obligaron a casarse ―su expresión se ensombreció―, con
Dea.
Aparté la mano de su rodilla como si acabara de quemarme la palma con
brasa ardiente. Con la boca abierta, de un salto, me puse de pie y lo miré
con expresión de asombro.
―También quedé impactado cuando lo supe ―me palmeó la espalda al
ponerse de pie―, y por eso decidí eliminar todo tipo de pruebas que puedan
involucrar a Dea con Gino ―el asombro se convirtió en terror y derribó
todas las defensas de mi alma―. La Gestapo sería implacable con ella y
hasta podrían acusarla de alta traición.
Llevé las manos a la cabeza y pateé la piedra con rabia.
―¡Dea es inocente!
Volker encendió otro cigarrillo y lo caló hondo.
―Eso lo sabemos tú y yo ―afirmó con devoción―, pero ellos no y tú
mejor que nadie sabes de lo que son capaces de hacer si la asociaran a Gino
―resopló con hastío―. ¡Podrían pensar que incluso se casó con su marido
para ayudarlo a ocultar su verdadera condición sexual! ―su efusión me
abofeteó―. ¡Dios!
Negué con la cabeza y tiré de mi pelo con cierta violencia. ¡Aquello era
una verdadera locura! Solté un gemido de indignación.
Ahora muchas cosas tienen sentido, ahora sé por qué el marido de Dea
era tan frío con ella. ¡Nunca la amó! ¡Solo la utilizó! ¡Maldito cabrón!
―¡Me dijeron que Gino estaba muerto! ―exclamé, exasperado―. ¡Era
solo un crío de quince años!
La cabeza de mi hermano se movió en un gesto negativo algo burlesco.
―El hijo bastardo de su hermano menor, sí ―objetó, encolerizado―, él
no.
Lo escruté como si me hubiera escupido a la cara.
―Su sobrino y su amor perdido ―enfatizó la última palabra con cierta
sorna―, lo llevaron a formar este clan de vengadores ―respiré con
fuerza―, en contra de los nazis ―asentí―, los asesinos de ambos.
Compuse una mueca de confusión y miedo a la vez.
―El marido de Dea murió en el frente defendiendo la ideología nazi
―aseveró con la mirada clavada en la mía―, y el hijo bastardo de su
hermano murió asesinado por alemanes por haber estado deambulando de
noche después del toque de queda ―su voz era fría―. Era solo un niño y
no hacía nada malo, pero aquellos soldados no le perdonaron la vida.
Dios mío. ¿En qué nos hemos convertido?
El corazón me latía con fuerza en el pecho, parecía una bestia enfurecida
y salvaje enjaulada en contra de su voluntad. Las sienes me palpitaban al
mismo compás que la sangre en las venas mientras Volker me contaba la
historia del supuesto Gino Berretti, la misma que le narré a Dea ayer.
―Debemos encontrar a la madre biológica del sobrino de Gino, Viktor.
Arrastré las manos, entrelazadas, por el pelo hasta aparcarlas en la nuca.
Expulsé el aire de los pulmones de un solo golpe y el ardor que sentí en el
pecho me instó a cerrar los ojos por un instante.
―Ella es la espía de los partisanos ―contraatacó― la que le da
nombres y direcciones de las víctimas ―las entrañas se me congelaron―, y
según el mapa que tracé estos días ―caló su cigarrillo con fuerza―, la
próxima podría ser Dea.
Todo empezó a darme la vuelta.
―¿Dea? ¡Estás loco! ―protesté―. ¡Nadie le hará daño a ella!
Negó con la cabeza.
―¡Nadie! ―bramé y mi eco recorrió todo el lugar―. ¡Nadieee!
Me cogió por la guerrera con tal violencia que casi perdí el equilibrio.
―¿No escuchaste lo que acabo de decirte? ―sus ojos estaban
inyectados de sangre―. ¡Dea corre peligro! ―me sacudió con fuerza―.
¡No puedo permitir que eso pase! ―su pecho agitado chocó contra el
mío―. Giulia… ―vaciló― murió sin que pudiéramos evitarlo ―yo
también respiraba con dificultad―. ¿Lo entiendes? ―apartó las manos
lentamente de mi guerrera.
Ahora entiendo muchas cosas, Volker.
Una expresión llena de angustia, miedo y desesperación decoró su
rostro. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando vi algo más en su
mirada, algo que llevaba años sin ver en ella.
―Debes llevarla de aquí, Viktor ―su petición era casi un ruego―.
Despósala ―no me miró, ni una sola vez―, yo os ayudaré.
El corazón dejó de latirme por unos segundos.
¿Cómo no me di cuenta antes? ¿Cómo pude estar tan ciego?
Trastabillé hacia atrás mientras unos retazos de imágenes se iban
uniendo uno tras otro en mi mente. Estaba allí, todo el tiempo, pero no fui
capaz de verlo. Hasta ahora.
Dios mío. ¿Es eso o es solo producto de mi imaginación?
―También eliminé documentos que llevaban tu firma, Viktor ―espetó
pensativo y con la voz estrangulada―. Estás limpio como el alma de un
recién nacido ―sonrió, pero en sus ojos solo vi dolor y tristeza―. Podéis
huir de todo esto a tiempo.
¿Cómo pasó, Volker? ¿Cuándo o cómo?
―Debemos irnos ―anunció tras revisar su reloj―. Tengo una reunión
con unos camaradas ―se refería a su clan―. Ah, antes de olvidarme
―cogió una cajita roja de su guerrera y me la alargó―. Creo que llegó el
momento, Viktor.
Le sostuve la mirada, incapaz de emitir una sola palabra. La conmoción
me enmudeció por completo. Aparté la mano como si me la hubiera
atravesado con su cuchillo de combate. Me di la vuelta y clavé los ojos en
las colinas, en busca de serenidad, pero lo que acababa de descubrir,
aniquiló la poca paz que me quedaba. Puso la mano en mi hombro y lo
apretujó con afecto, como siempre lo hacía cuando me entristecía. ¿Se dio
cuenta de algo? ¿Era consciente de que conocía su secreto? No sentía rabia,
ni celos, ni decepción, sino lástima. Una profunda y dolorosa sensación de
vacío.
―Merecéis ser felices, Viktor ―me deseó y sonó muy sincero―. Y
para eso, debéis iros lejos de este continente maldito.
La ama tanto como yo a ella.
―Toda novia sueña con un anillo ―expresó con la voz débil y la mirada
apagada―. No todos tenemos la dicha de tener a la mujer que amamos,
Viktor.
Y…, por primera vez en su vida, no hablaba de Alina.
Capítulo 35
Volker

A los judíos que cogieron a lo largo del día durante la redada de


Florencia y sus cercanías los llevaron a los campos de concentración
esta misma tarde. Hitler no pensaba desistir de su gran meta: eliminar a
todos los judíos de Europa.
Esto es peor que El infierno de Dante.
Los metieron a todos en trenes y los retuvieron allí, vigilados por
guardias armados: sin comida y sin agua.
Schnell! Schnell! Schnell!
Con los ojos atentos y algo rezagado, contemplé el dolor de cada una de
aquellas personas condenadas a un solo destino: la muerte.
¿Dios? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no escuchaba sus ruegos y oraciones?
Porque no existía.
Pensé en Alina y en la vida que compartimos juntos a escondidas de
todos. ¿Cómo reaccionarían los míos si supieran que me había convertido al
judaísmo por amor?
Me fusilarían sin rechistar.
Sostuve la mano de un oficial antes de que su fusta aterrizara en la
cabeza de una anciana que cansada, hambrienta y sedienta apenas podía
moverse. Aparté la mano del soldado que estupefacto, me miró.
―Por aquí, señora ―le cedí el paso a la mujer.
Nunca olvidaré la mirada que me lanzó, llena de dolor, amargura y
desilusión. Respiraba, pero por dentro estaba muerta.
Pero no era la única.
Aquel día, tras llevar a la amiga de Dea y sus parientes hasta Roma,
donde estarían protegidos por los americanos, comprendí que yo tampoco
tenía una meta en esta vida. Respiraba, pero por dentro estaba muerto.
Schnell! Schnell! Schnell!
Dea asaltó mi mente, últimamente, siempre estaba allí. O, enganchada a
los pedazos de mi corazón, a los fragmentos que unió desde que se adueñó
de él.
¿Cómo pudo pasar? ¿Cuándo pasó?
Y entonces, la brutal realidad me zarandeó con violencia cuando traje a
la mente lo que pasó esta tarde con mi hermano. Lo vi en sus ojos y en sus
gestos cuando fue consciente del motivo de mi arrebato febril cuando perdí
los estribos ante la posibilidad de que algo le sucediera a Dea.
Él conoce mi secreto.
―¡Rápido! ―bramó un soldado italiano y me arrancó de un plumazo de
mi trance―. ¡Más rápido!
Los transeúntes miraban boquiabiertos y horrorizados cómo eran
tratadas aquellas personas. Ni a los animales trataban con tanta crueldad.
Schnell! Schnell! Schnell!
Las SS las empujaban con gritos e indicaciones que casi ninguno
entendía. La mayoría de ellos eran mujeres y niños, muchos de ellos en
pijama.
―¡Mamá! ―chillaban los más pequeños―. ¡Mamá!
Todo se ralentizó de repente y la triste melodía que había compuesto
para Alina y mi hija empezaba a sonar en mi cabeza mientras viejas
imágenes en blanco y negro de ambas se sucedían al compás de cada nota,
transportándome a una vida paralela muy lejana a la que vivía en la
actualidad.
Oh, Dios… ¡cómo duele la añoranza!
Y entre ellas, apareció Dea, bailando en el muelle con una rosa amarilla
entre las manos y el pelo suelto al viento. Descalza, sonriente y ajena al
caos que la rodeaba.
Hermosa.
Única.
Y prohibida.
Llevé la mano al pecho cuando la punzada de dolor fue insoportable,
incluso la vista se me nubló y la respiración se alteró como si estuviera a
punto de caer al vacío.
Quien ama sin ser correspondido puede a veces dominar su pasión,
porque no es sólo criatura, sino también creador, de su aflicción; si un
amante no sabe dominar su pasión, por lo menos sufre por su propia culpa.
En cambio, está completamente indefenso y desvalido el que es amado sin
corresponder, pues la medida y los límites de esta pasión ya no están en sus
manos, sino más allá de sus fuerzas, y si otro lo quiere su voluntad se
anula.
Ahora las palabras del escritor Stefan Zweig, de su novela: La
impaciencia del corazón, cobraba otro sentido para mí.
―Una daga en el corazón me dolería menos ―susurré con la tristeza
más atroz y devastadora que jamás imaginé volver a sentir―. He
traicionado tu amor, Alina ―me costaba respirar―. Y a ti, hermano ―el
tórax me ardía―, por no lograr evitar amarla.
Cuando el tren se marchó rumbo al infierno, decidí ir al club de los
oficiales para beber un poco. Al entrar, me encaminé a la barra y pedí wiski
al encargado del lugar.
―Buenas noches, señor ―me saludó con solemnidad―. Esta noche
tenemos carne fresca.
Se refería a nuevas meretrices. Levanté la vista y le dirigí una mirada
nada amistosa. Su expresión cambió y carraspeó algo nervioso antes de
servirme.
―Tiene tan solo veinte años ―murmuró entristecido―, y es muda.
Cogí la copa de la barra y bebí de un trago su contenido. Unos soldados
entraron en el establecimiento y el hombre que acababa de servirme se
estremeció. Seguí el curso de su mirada y observé a los jóvenes soldados de
las SS.
―¿Hola? ―saludó uno de ellos a la joven que se encontraba en un
rincón―. ¿Por qué no me respondes? ―la sacudió con violencia por la
barbilla―. ¡Responde, maldita puta!
La joven temblaba como una hoja.
―La violarán ―comentó el encargado―. Está sola en el mundo ―lo
miré con el ceño fruncido―. Su tío la dejó aquí ―apreté los dientes con
rabia―. No podían mantenerla.
Giré la cabeza hacia ella y los soldados. En silencio, la observé sin
abandonar la dura expresión que se había adueñado de mi rostro. Aquella
joven aparentaba tener mucho menos años por la desnutrición, la tristeza y
el miedo.
―¡Déjenla! ―troné al levantarme de la butaca―. Ella me pertenece
―los soldados se cuadraron―. Y espero que no vuelvan a tocarla ―me
dedicaron el saludo militar antes de apartarse de ella.
Los ojos verdes de la joven se clavaron en los míos. Asustados,
melancólicos y desesperados. Miré al encargado del lugar y le puse unos
billetes en la barra. Me miró con asombro y también con admiración.
―Es mía.
Él asintió con un leve cabeceo.
―Nadie puede tocarla.
Me acerqué a ella y la cogí del brazo con suavidad. Su estado era
lamentable, pero solo necesitaba un buen baño y un vestido limpio. La llevé
a una de las habitaciones del lugar y cerré la puerta.
―No tengas miedo ―la tranquilicé―, no pretendo hacer nada contigo
―frunció mucho el entrecejo―. ¿Tienes hambre?
Asintió sin mirarme.
―Creo que tengo algo aquí ―anuncié mientras cogía algo del bolsillo
de la guerrera―. Toma, son galletas ―le ofrecí.
Me escrudiñó como si tuviera dos cabezas.
―¿No las quieres?
Mi mirada cayó sobre sus mugrosos pies descalzos. ¿De dónde salió
aquella criatura? El vestido estaba sucio, remendado y manchado con quién
sabe qué cosas.
―¿Por qué estás tan desaliñada?
Cogió el paquete de galletas que pensaba dárselo a Dea con manos
temblorosas. Tragué con fuerza al ver el estado de la misma. ¡Estaban
inmundas!
―¿De dónde viniste? ―mascullé en alemán―. Santo cielo.
Salí de la habitación y le pedí al encargado agua tibia, toallas y jabón. Le
pagué una cantidad generosa cuando me trajo mis pedidos. Además, me
ofreció unos zapatos, viejos y desgastados, un vestido todavía más
deslucido que los calzados y unas bragas, que opté por no preguntar de
quién era. Al menos estaban limpios.
―Desnúdate ―le ordené y todo su cuerpo tembló―. Debes limpiarte
―me quité la guerrera―. Soy médico ―empezó a castañearle los
dientes―. Te revisaré para asegurarme de que no tengas nada contagioso.
El encargado mencionó su nombre antes de retirarse de la habitación:
Verónica. Me acerqué a ella y le quité el vestido asqueroso con cuidado.
―Debes confiar en mí ―le susurré cerca de la cabeza―, no tienes
mejores opciones.
La examiné y, por fortuna, solo estaba sucia. No tenía piojos, ni sarna o
alguna enfermedad más que el hambre y el miedo. Después de bañarla,
secarla y vestirla, comió las galletas mientras yo fumaba cerca de la
ventana, donde se podía apreciar la luna entre las colinas.
―¿Echas de menos a alguien, Verónica?
No me di la vuelta para mirarla, pero me imaginé la mueca que hizo al
escucharme: como si mi segunda cabeza ahora tuviera cuernos y un tercer
ojo.
―Eres demasiado joven para comprender ciertas urgencias del corazón
―exhalé el humo por mis fosas nasales, absorto en mi propia confesión―.
La añoranza es el cáncer del alma.
Duele tanto como un amor no correspondido.
―Nunca pensé que volvería a sentir esto por una mujer ―declaré en
tono bajito―. Pero entonces… ―los latidos se me aceleraron―, ella llegó
de un momento a otro, sin previo aviso y…, ―suspiré cansado― se
convirtió en mi todo.
Dios santo, ¡eres patético, Volker!
Me di la vuelta y la miré fijo.
―Todo hombre enamorado lo es ―reconocí en un murmullo apenas
audible―. Incluso el hombre más fuerte e inhumano se convierte en un ser
frágil cuando ama.
Los ojos de aquella joven no tenían brillo, estaban apagados como los de
un muerto. En aquella habitación estaban dos personas que no tenían nada
que perder en esta vida.
Sin destino, sin fe y sin una razón para seguir.

Me quedé en el coche unos minutos, analizando mis siguientes pasos a


tomar. Cogí el arma y el gorro del asiento del copiloto con un nudo
desgarrador en el pecho. Bajé tras soltar una exhalación cargada de pesar y
me dirigí a la casa. A mitad del puente medieval me detuve y acaricié la
barandilla donde Dea solía sentarse a leer mientras el sol se despedía del
día, ocultándose entre las misteriosas colinas a lo lejos e ignorando mi
presencia a pocos metros de ella.
A veces me basta con verte, Dea.
Cerré el puño cuando una sensación de culpa me invadió y alteró mis
latidos.
Debo irme de aquí lo antes posible.
Llevé la mano a la sien derecha y la masajeé. El dolor de cabeza me
estaba partiendo el cerebro en dos.
―Necesito analgésicos.
Entré en la casa y encendí la vela tras posar el arma y el gorro en la
mesa. Me quité los tirantes y la camisa. Me senté en la silla y me despojé de
las botas y los calcetines ensimismado en la última charla que tuve con
Viktor, horas atrás.
Conoce mi secreto, aunque no lo manifiesta abiertamente. ¿Tiene miedo
también? ¿Tanto como yo?
Pude verlo en sus ojos, en cada centímetro de su rostro asustado y
perplejo. Mi arrebato pasional del otro día me delató ante él, ante su
corazón.
Joder, Volker.
Me metí en el cuarto de baño con un cubo de agua helada y me bañé. No
sentí frío, sino miedo. ¿Cómo pude dejar escapar de aquel modo mis
sentimientos ante él?
Porque el amor es indomable.
―Amor ―susurré con escepticismo―. Ya basta ―me levanté de la
bañera―. Necesito un trago.
No me sequé, me dirigí a la pequeña cocina y cogí la botella de vodka
que tenía en un rincón junto con unas latas de atún. La abrí y bebí un buen
trago. Ni siquiera me di el trabajo de usar un vaso. La puse en la encimera
de golpe y solté un gemido cuando el líquido quemó mi garganta.
―Comandante ―susurró alguien a mis espaldas y di un leve brinco―.
Soy yo ―me di la vuelta y la miré como si acabara de darme una
bofetada―. Lo esperaba.
La observé por unos segundos como si se tratara de una pesadilla.
Desnuda, bajo el umbral de la puerta de la habitación, me miraba con deseo
y curiosidad. A pesar de su enorme parecido con Dea, mi cuerpo no sentía
absolutamente nada por ella.
―¿Qué hace aquí? ―solté en un tonillo seco y austero―. No debe
sorprender nunca a un oficial ―miré hacia mi arma―. ¿Cómo entró?
Mi tono era rudo y seco.
―Te traje la cena ―replicó con la mirada en la mesa―. Mi hermana me
envió ―resaltó con fastidio y una alarma se disparó en alguna parte de mi
ebrio cerebro―. Pero pensé que… ―se acercó y deslizó el dedo índice por
mi pecho húmedo―. Querría algo más apetitoso ―su voz era muy
aterciopelada―. Más apasionado.
Esbocé una sonrisa burlona.
―¿Una puta barata como usted?
Como me lo imaginé, se puso como una fiera herida y ladró enfurecida
cerca de mi cara:
―¡Es usted un imbécil!
Sujeté su mano, la que pretendía atizar contra mi cara y la puse de golpe
contra la puerta antes de que pudiera parpadear. Me metí entre sus piernas.
―¿Le duele la verdad? ―Proferí, iracundo―. ¿O acaso no era
consciente de ello? ―se removió molesta―. En mi país las llamamos así a
las mujeres que no tienen dignidad.
Con osadía, acarició mi flácida entrepierna con el muslo y la impresión
de encontrarla en aquel estado, la sorprendió a tal punto que palideció.
―Ahora entiendo ―rozó con sensualidad el muslo contra mi miembro
dormido―. ¿Usted tiene problemas de erección?
Sujeté su barbilla con poca delicadeza y la miré con profundo desdén.
―No, simplemente que usted no despierta nada en mí ―sus pechos
rozaron el mío, pero no causó mayor efecto en mí―. Nunca me gustaron las
putas baratas.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me conmovió.
―Váyase de aquí y no vuelva ―le advertí con los dientes apretados―.
Jamás.
Parpadeó y una lágrima rodó por su mejilla sonrojada.
―Pero pensé que… ―negó con la cabeza―. Usted me miró…
―expuso, perpleja.
Ahora entiendo todo.
―El otro día, en el puente… ―suspiró hondo―. Idiota.
No era a ti a quien miraba.
Me aparté de ella de golpe y me dirigí hasta la encimera de la cocina
mientras le otorgaba espacio para vestirse. En silencio, como una víbora
venenosa, salió de la casa tras lanzarme una mirada llena de odio y rencor.
―Solo una mujer es capaz de despertar algo en mí ―susurré para mí
mismo―. Y no eres tú, Diana.
Al día siguiente, a muy temprana hora, fui a la casa de Dea para revisar
a Giada, que no estaba muy bien. No era veterinario, pero por los síntomas
del animal, temía lo peor.
―Volker, ¿crees que se pondrá bien?
Las pupilas de Giada estaban muy dilatadas y su respiración bastante
agitada.
―Dea… ―fui incapaz de mentirle―. Lo siento mucho.
Sus lágrimas atravesaron como un diluvio su hermoso rostro.
―¿Está sufriendo mucho?
Observé al animal con tristeza. En sus ojos vi dolor y angustia. Aquel
animal tenía más de veinte años, la vejez empezó a pasarle factura,
infelizmente.
―Dedícale todo tu tiempo ―le aconsejé en tono suave―. Eso
disminuirá su sufrimiento.
Dea rompió a llorar y llevado por la compasión, la envolví entre mis
brazos. Puse la mano en su cabeza y le ronroneé palabras de consuelo.
―Es mi mejor amiga en todo el mundo, Volker ―gimoteó como una
niña aterrada―. Fue la única que no me abandonó en todo este tiempo.
Sus lágrimas mojaron mi pecho y traspasaron la gruesa tela de la
guerrera.
―No quiero que se muera ―suplicó con desesperación―. Por favor, no
la dejes morir, Volker.
El corazón se me partió en dos.
―Dea, si pudiera evitarte esta pena ―la voz se me quebró―, lo haría
sin rechistar, pero… ―besé su cabeza―, no puedo, mi amor ―completé en
alemán.
Alguien aplaudió y silbó al mismo tiempo, llamando nuestra atención.
Tanto Dea como yo giramos las cabezas hacia Diana, que nos miraba como
si estuviéramos desnudos.
―¡Ahora entiendo todo!
Dea se apartó de mí con cierta brusquedad y se secó las lágrimas con el
dorso de la mano con la mirada clavada en la de su hermana.
―¡Estás enamorado de Dea! ―chilló, furiosa―. ¡Era a ella a quién
mirabas con tanta devoción! ―llevó las manos a la cabeza mientras Dea me
lanzaba una mirada que rayaba entre la sorpresa y el terror―. ¡Te dijo “mi
amor”! ―¿Habla alemán?―. ¿O vas a negar, Comandante?
Dea se apartó un poco más de mí, como si me tuviera miedo. El pulso
me latía a un ritmo desenfrenado y las manos me sudaban por debajo de los
guantes.
―Te ama tanto como su hermano ―gritó como si acabara de descubrir
la cura del cáncer―. ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!
Alargué la mano para tocar la de Dea, pero ella la apartó con
mezquindad y con ese gesto, clavó una daga en mi pecho, que me desangró
por dentro. Alejé la mano convertida en un puño y la miré con profundo
dolor.
―No sabía que eras la novia de mi hermano ―le confesé en alemán en
un susurro apenas audible para mí―. Cuando lo supe, mi corazón ya te
pertenecía.
Diana soltó un par de exclamaciones más y llevado por la furia, cogí mi
arma. La apunté hacia ella dispuesto a silenciarla, pero el grito de Dea me
lo impidió.
―¡No lo hagas, Volker!
Su hermana palideció y tembló como una hoja al ver el odio en mis ojos.
Sabía muy bien de lo que era capaz un alemán cabreado y lo poco que su
vida valía ante él. Desbloqueé el gatillo y sus dientes empezaron a
castañearle.
―Por favor… ―me rogó al mismo tiempo que posaba la mano en mi
brazo―. Hazlo por mí ―la miré por encima del hombro―. Por favor
―apretujó mi brazo.
Bajé el arma y su hermana salió corriendo hacia la casa como lo que era,
una rata. Dea, que llevaba el pelo medio recogido, me miró con timidez y
recelo. La miré del mismo modo, preguntándome en qué pensaba en aquel
preciso instante.
―Diana está confundida ―recalcó cada palabra―. Ella no piensa antes
de… ―hice un ademán con la cabeza.
―Dea…
Me di la vuelta y me puse delante de ella con el alma desnuda. Sus
labios empezaron a temblar como si tuviera mucho frío o miedo. Se abrazó
el cuerpo mientras las lágrimas seguían rodando por sus mejillas sonrojadas
y tersas como el capullo de una rosa.
―Nunca te mentiría, Dea.
Le sequé un par de lágrimas que se habían deslizado hasta sus labios y
las llevé a los míos, gesto que la estremeció.
―Todo lo que dijo… ―el esternón me ardía―, es verdad.
Grabé su rostro a fuego, porque, probablemente, no volvería a verla tras
ese día. Después de pensarlo mucho, decidí volver a Alemania donde me
esperaban.
―Volker… ―mi nombre sonó tan doloroso como una bala en el
corazón―. Yo… ―la miré expectante.
¿Lo siento mucho? ¿Quiero que te largues? ¿Nunca podré amarte de la
misma manera?
―No me pidas que te olvide ―le supliqué con la voz estrangulada―.
Podría olvidarme de mí mismo, pero nunca de ti.
Me miró con infinita compasión mientras a través de sus interminables
lágrimas. Cogí mi pañuelo del bolsillo y las sequé con un enorme nudo en
la garganta.
―Las llevaré conmigo… ―puso la mano sobre la mía y me miró como
si estuviera a punto de morir―. Como el dulce recuerdo de aquellos besos
que no eran míos.
Me recliné un poco y le besé la frente con respeto. Ella se estremeció
tanto como yo. Anclé la mirada, teñida de sentimientos rotos, en la de ella,
lacrimosa y entristecida.
No sabes lo que daría porque me miraras, un solo segundo, como miras
a Viktor, pero algunos sueños son imposibles.
―No me condenes por lo que fui incapaz de evitar ―le imploré―. La
culpa me perseguirá como la añoranza que siempre sentiré al recordarte.
Me di la vuelta y me dirigí a la casa a por mis cosas, sin darle tiempo de
que emitiera algo. Tampoco fui capaz de girar el rostro para mirarla.
¡Qué cobarde soy!
Cuando salí, me dirigí al coche a pasos firmes y arranqué con los latidos
desbocados. Cuando levanté la vista y miré hacia el espejo retrovisor, la vi.
Parada en medio de la calle con la mano en el pecho y anegada en lágrimas.
Adiós, mi amor.
Capítulo 36
Dea

Días después…

A rqueé la espalda con fuerza cuando Viktor aumentó el ritmo de sus


embestidas, aquella tibia mañana de verano. Le rodeé la cintura con
las piernas y me aferré a sus brazos mientras lo miraba con la misma
intensidad que él a mí. Las lágrimas se deslizaron por el costado de mi cara
cuando el recuerdo de Giada asomó a mi mente y derribó mi paz emocional
por completo.
―Mi amor ―susurró, apenado―, ¿quieres que pare?
Negué con la cabeza.
―No, por favor, no lo hagas.
Él asintió.
―Estoy aquí, Dea.
Besó mis ojos llorosos.
―No pares ―le rogué.
Giada había muerto.
Horas después de que Volker me confesara sus sentimientos.
Antes de marcharse.
―¿Giada?
Tenía la cabeza en su cuello cuando dejó de respirar con agonía. Sabía
que moriría, pero no estaba preparada para dejarla ir y, mucho menos, de
aquel modo tan repentino y brusco.
―¿Princesa?
No pude levantar la cabeza, no quise. Cerré los ojos con fuerza y
sollocé con desconsuelo hasta que una mano aterrizó en mi brazo, minutos
u horas después. Abrí los párpados hinchados y me encontré con los ojos
entristecidos de Viktor.
―Se fue, Viktor.
Rompí a llorar cuando la realidad me golpeó. Mi amiga de toda la vida
había muerto.
―Lo siento ―musitó acuclillado a mi lado―. Lo siento mucho.
Me levanté con un dolor insoportable en el pecho y la miré, por primera
vez desde que dejó de respirar, a pocos minutos de dedicarme su último
relinchar. Fue como si me hubiera dicho adiós en su idioma.
―Mi princesa ―besé su cabeza inmóvil―. ¿Con quién me pelearé
todas las mañanas? ―Giada siempre relinchaba antes del amanecer
cuando estaba de mal humor o me tiraba de la falda del vestido cuando
tenía hambre―. ¿Con quién conversaré mientras lavo la ropa? ―le besé
su larga cara―. Gia… da…, no me dejes ―le rodeé el cuello y lloré con
tanta agonía que todo el cuerpo empezó a temblarme―. Por favor…
―Viktor se arrodilló a mi lado y me tocó la cabeza―. Siempre me dejan
―lo miré con profundo dolor―, todos los que amo, siempre se van…
Cerré los ojos y traje a la memoria aquellos días que paseábamos con
Giuliano por el valle montados en Giada. Como ella solía empujarlo con el
hocico cuando lo tenía a su lado. Era su manera de decir: te quiero.
―Giada lloró conmigo ―le comenté a Viktor entre hipos―, el día que
mi hijo murió… ―los labios me temblaron de manera descontrolada―.
Gimoteó al lado de su lápida. ―Los ojos de Viktor se nublaron―. Y estuvo
allí conmigo durante tres días consecutivos, como nadie lo hizo ―el
recuerdo estrujó mi corazón―. ¿Por qué ellos se tienen que ir tan
temprano?
Recosté mi cabeza en ella y sollocé hasta quedarme dormida. Al día
siguiente, la enterramos en el jardín entre sus amados girasoles y
amapolas.
―Hasta algún día, princesa.
Durante tres días, fui incapaz de levantarme de la cama, pero no estaba
triste solo por Giada y lo supe cuando cogí el libro que Volker me regaló.
Sin darme cuenta, lo llevé al pecho tras olisquear la contraportada que
exhalaba su perfume mezclado con el tabaco.
Y lloré en secreto.

―Dea… ―gimió Viktor y me sacó de mis tristes recuerdos―, me parte


el alma verte así ―el sol iluminó sus ojos con fulgor―. ¿Qué puedo hacer
para arrancarte esa pena?
Todos los días, tras llegar a casa, aunque exhausto y con mil cosas en la
cabeza, Viktor se quitaba las botas, el gorro, los guantes y se acostaba
detrás de mí en posición fetal. No me decía nada, solo se pegaba a mi
cuerpo en la oscuridad y besaba mi cabeza. No necesitaba nada más, me
bastaba con tenerlo cerca, oler su perfume y sentir su calor, su amor y su
eterna dulzura. Después de un rato, me cogía en brazos y me llevaba al
cuarto de baño. Me desnudaba y me bañaba con agua tibia, perfumada con
flores que solía encontrar en el camino. Aquellos detalles, aunque efímeros,
acariciaban mi alma, la alimentaban y la consolaban.
―Amarme ―susurré con la voz afónica―. Como solo tú eres capaz de
hacerlo.
Y entonces, en una milésima de segundo, sin que pudiera evitarlo, vi a
Volker en sus ojos.
―Como nunca lo hice antes con nadie más ―me susurró con tanta
melancolía, que toda la piel se me puso de gallina―. Solo a ti, Dea.
―No me pidas que te olvide ―me suplicó con la voz estrangulada―.
Podría olvidarme de mí mismo, pero nunca de ti.

Las palabras de Volker resonaron en mi cabeza y agitaron mis latidos.


¿Por qué me habían trastocado tanto? ¿Por qué no conseguía anularlas?
Clavé la mirada en la de Viktor, dulce, límpida e inocente como la de un
niño pequeño. En ella solo había bondad, compasión y amor.
―Te necesito, Viktor ―le supliqué entre sollozos―. No me dejes tú
también… ―fui incapaz de controlar el llanto―. Por… favor…
Aceleró el ritmo de sus acometidas.
―Nunca ―me prometió con la voz ronca―. Nunca lo haré, Dea.
Acuné su hermoso rostro entre las manos y lo contemplé con devoción a
través de las lágrimas interminables mientras él me amaba con abandono y
desesperación.
Nunca lo haré. Nunca lo haré. Nunca lo haré.
Y una vez más, las palabras de Volker se hicieron presentes.
―No me condenes por lo que fui incapaz de evitar ―me imploró―. La
culpa me perseguirá como la añoranza que siempre sentiré al recordarte.
El clímax me envolvió justo cuando pensé en él, en Volker, en el dolor
que vi en sus ojos y en el abismo que me consumió cuando se marchó.
Dios mío.
Viktor enterró el rostro en mi cuello sudoroso y no pudo notar lo que
acababa de desatarse en mi interior al recordar a su hermano en aquel
momento tan íntimo.
¿Por qué pensé en él? ¿Por qué lo vi en los ojos de su hermano?
Después de bañarnos juntos, nos vestimos y desayunamos lo que Volker
nos envió, según me comentó él. Observé las cosas con una rara sensación
en el pecho.
¿Era añoranza?
―¿Y tu hermana?
Me estremecí. ¿Y si Diana le contara a Viktor todo lo que pasó a modo
de venganza? ¿Cómo reaccionaría él? ¿Se enfadaría? ¿Se decepcionaría?
Bajé la mirada para ocultar mi preocupación.
―Se fue a trabajar en el ayuntamiento.
Enarcó una ceja en un gesto de desconfianza.
―La contrataron para limpiar.
Al menos eso fue lo que dijo.
Viktor solo asintió antes de sentarse a la mesa. Me sirvió un poco de
café con pan y mantequilla. No tenía mucha hambre, así que guardé el pan
para el almuerzo.
―Volker volverá a Alemania ―anunció tras beber su café―. Se
despidió de mí antes de viajar a Florencia, donde estará unos días.
No volveré a verlo. Tal vez, era lo mejor. Para ambos. Para todos.
Levanté la cabeza y lo miré con profundo dolor al notar la pesadumbre
en su mirada, la misma que él veía en la mía.
―Nunca lo vi tan derrotado, Dea.
¿Qué me quería decir?
―Tan resignado.
¿Volker desistió de luchar? ¿Era eso?
―Es como si, simplemente, hubiera aceptado su destino.
Le cogí la mano y él la apretujó con afecto. Aunque no me lo dijo, temía
que aquel día fuera el último de sus vidas.
Algún día, él también se irá.
―Las cosas se están complicando por todos lados para nosotros.
Su voz se apagó.
―Oh, Viktor, lo siento.
¿De verdad lo sentía? Meses atrás solo quería que la guerra terminara,
pero ahora, no comprendía mis emociones.
―Yo también, Dea.
En el puente, como todos los días, nos despedimos con un beso
apasionado y un abrazo que no parecía tener fin.
Vuelve a casa, Viktor.
¿Qué pasará si pierden la guerra? ¿No era lo mejor para todos? ¿Acaso
no se salvarían millones de personas? Me aferré aún más su abrazo,
temerosa de que fuera el último. Él apretujó mi cabeza contra su pecho y
susurró un «te amo» cargado de angustia. ¿Qué le pesaba tanto? ¿Por qué
no me lo decía? Cerré los ojos por un instante y pensé en todos los
momentos que pasamos juntos desde que nos conocimos. Era un ritual que
hacía cada vez que se marchaba de mi lado. No quería perderlo, no podía
perder a nadie más.
No me dejes, Viktor.

Cuando se marchó, prometiéndome que volvería a la noche para darme


una sorpresa, salí corriendo por el patio trasero de mi casa, donde los
soldados que me custodiaban no podían verme. Durante mi carrera, los
recuerdos se agolparon en mi cabeza con brutalidad, instantes que había
pasado al lado de él, y que nos pertenecían solo a los dos…
―Gracias, Volker ―le agradecí con lágrimas en los ojos―. Estas
medicinas salvarán a los niños del orfanato.
Estaba tendiendo la ropa en el jardín cuando se acercó con una caja de
cartón entre las manos y una mirada que no supe cómo interpretar en aquel
momento.
―Conseguí un poco de jamón y azúcar ―bisbiseó bajito a modo de
confidencia―. Y un libro para ti.
Me tendió la novela Emma de Jane Austen y casi dejé caer la sábana al
suelo. La cogí y sus dedos, largos, finos y suaves, rozaron los míos con
timidez.
―¿De dónde la sacaste?
Se rascó la nuca y se sonrojó un poco.
―No puedo revelártelo.
Le di un golpecito cariñoso en el brazo.
―¿Te acostaste con la esposa de algún noble?
Abrió mucho los ojos al ver mi expresión y los míos se achicaron ante la
sorpresa.
―Volker, ¿fue eso…?
Negó con la cabeza varias veces consecutivas.
―¡No! ―retrucó con firmeza―. Solo… ―dudó un instante―, acepté
comer con ella.
Esta vez, la que se ruborizó como una amapola, fui yo.
―¿A cambio del libro?
Levanté las cejas con suspicacia y relamí los labios con cierta malicia.
Unos puntos rojos aparecieron en sus marcados pómulos níveos y no pude
evitar sonreír por lo bajo.
―También.
¿También? Entonces miré la caja con los medicamentos y los alimentos
con el corazón encogido. ¿Lo hizo por los niños?
―Oh, Volker ―la voz se me apagó ante la emoción que sobresalía por
cada terminación nerviosa de mi cuerpo―. Eso es… ―negó con la cabeza
y me rogó con la mirada que no terminara mi oración.
―El problema es que debo volver a por algo más ―se lamentó y me reí
con toda el alma al ver la mueca que le siguió a sus palabras―. ¡Habla
como una cotorra!
Pocas veces lo vi sonreír y mucho menos, carcajearse. Dejé de hacerlo
solo para mirarlo, admirarlo, en realidad. Era como Viktor, aún más
hermoso cuando reía.
―No insistiré en averiguar qué conseguirás con el siguiente encuentro.
Movió la cabeza en un gesto afirmativo.
―Es una sorpresa.
Cogió la sábana del cesto y la tendió con habilidad mientras yo
revisaba la caja mágica. Lo observé curiosa, no siempre se veían a oficiales
nazis haciendo tareas domésticas.
―Gracias, Volker.
Me miró por encima del hombro y farfulló un par de palabras en alemán
que no comprendí. Compuse una mueca de fastidio que dibujó una sonrisa
socarrona en su rostro.
―De nada, Dea.
Resoplé y puse los ojos en blanco.
―¡No dijiste eso!
Me guiñó un ojo.
―No.
Cogí la caja y el cesto de ropa vacía de mala gana.
―Eres malo.
Ladeó la cabeza y me miró con confusión.
―Bueno, no tanto ―expuse tras mirar la caja―. ¿No me insultaste
verdad?
Se acercó y me miró con magnitud desde su altura, protegiéndome del
brillante sol de aquel caluroso día.
―No ―repuso sin apartar la mirada de mis ojos un solo instante―. A
ti solo podría dedicar dulces palabras, jamás insultos.
Corrí descalza por el bosque, sintiendo a cada paso cómo las piedras me
lastimaban la planta de los pies, como unos cristales invisibles lo hacían con
mi corazón.
―¿Qué haces aquí, Dea?
Llovía a cántaros, pero fui incapaz de entrar en la casa y protegerme de
ella.
―Recordar.
A veces me invadía la melancolía y me sumergía en un mundo paralelo
donde mi hijo vivía.
―Lo imagino cómo sería si estuviera vivo.
Volker no llevaba su guerrera, ni su gorro, ni sus botas. Cuando me di la
vuelta, me encontré con una mirada que nunca había presenciado antes.
Era como si me comprendiera, como si pudiera sentir en carne propia mis
emociones.
―Imagino cómo sería su rostro, su voz y su risa ―continué tras girar y
clavar la vista en las ramas que cubrían el cielo―. He tejido abrigos para
él todos estos años ―las cuencas de los ojos se me llenaron de lágrimas―.
Y en cada cumpleaños, le preparo una tarta y le canto ―los dientes me
castañeaban―. A veces creo que es solo una pesadilla y que me voy a
despertar ―me abracé el cuerpo―, por eso siempre leo en el puente por
las tardes ―Volker estaba detrás de mí, podía sentir su calor―,
imaginándome que, entre los niños que regresan de algún partido de fútbol,
estará él.
Sus manos se resbalaron por mis brazos.
―Cuando volví a casa ―me confesó con la voz enronquecida―
dispuesto a recuperar a mi hija ―me estremecí―, supe que era tarde.
Cerré los ojos cuando sus dedos se hundieron en mi carne.
―Ella era feliz con mi hermano y mi cuñada ―las lágrimas rebosaron
las cuencas de mis ojos y se mezclaron con la lluvia―. Yo no tenía derecho
de hacerles sufrir y por eso decidí cargar solo mi cruz, la que yo, con mis
propias manos, tallé.
Me di la vuelta y lo miré con infinita tristeza.
―Y al igual que tú, por años, me imaginé cómo hubiera sido si…
―cerró los ojos por un instante―, no la abandonaba ―completó sin
mirarme―. Viktor incluso pensó que seguiría viva, ya que en nuestro
pueblo no hubo tales ataques ―le cogí las manos―. Pero el destino es tan
incierto, Dea.
Había tanto dolor y arrepentimiento en su voz que apenas fui capaz de
tragar la saliva.
―Ella fue feliz, Volker.
Nos miramos bajo la inclemente tormenta que caía sobre los dos con
una complicidad dolorosa. Aquel día, habíamos compartido mucho más
que nuestras penas, aquel día compartimos un pedacito de nuestras almas,
el que nunca nadie vio. Y el que nunca nadie más lo verá.
―Y él también, Dea.
Aceleré los pasos y zigzagueé entre los árboles con la falda del vestido
levantada hasta mis rodillas. El pelo, suelto, ondeaba con furia en el aire
como mi respiración en mi pecho ardoroso y los recuerdos espinosos en mi
cerebro.
―¡Volker!
Él se detuvo en el puente, pero no giró el rostro hacia mí.
―Por favor, esa gente solo necesita media hora ―le susurré al llegar
hasta él―. La mayoría son solo niños y mujeres indefensas ―estaba
detrás, a pocos centímetros de él―. Sé que te pido demasiado, como a
Viktor el otro día ―le confesé en un susurro que solo él y yo podíamos
oír―. Pero… ―le cogí la mano enguantada― el corazón es incapaz de
perder la fe.
Bajó la cabeza y suspiró hondo sin emitir una sola palabra.
―Volker… ―rogué con la voz quebrada, pero él no me miró―. Sé lo
que significa… ―apretujó mi mano y se alejó de mí a pasos firmes―.
Escucha a tu corazón ―gemí entre sollozos.
Por la tarde, lo vi entrar en la casa con la expresión muy seria y fría. Su
uniforme estaba impecable, pero su mirada, no. Bajó la cabeza y temí lo
peor.
―Mi pelotón tardó cuarenta y cinco minutos ―masculló sin levantar la
mirada―. Tuve una larga charla con un par de oficiales ―rompí a llorar
en silencio―. Tardamos un poco en llegar a un acuerdo en común.
Me acerqué, pero antes de que pudiera tocarla, se dio la vuelta y se
dirigió a la puerta, dándome la espalda y con la mano en la perilla
declaró:
―Los salvaste tú, Dea.
Un gemido ahogado huyó entre mis dedos.
―No, fuiste tú, Volker.
Abrió la puerta y antes de asomar fuera agregó:
―Eres la luz que ilumina mi oscuridad.
Aceleré mi carrera, a pesar del dolor que me causaban las piedrecitas, las
ramas secas y el dolor en el pecho.
Tum.
Tum.
Tum.
Los latidos retumbaban como cañones en mis oídos y apenas era capaz
de oír mis pensamientos. Las ramas azotaban mi cara y gran parte de mi
cuerpo, como aquellas emociones confusas a mi alma. Frené los pasos
cuando llegué a la vieja capilla abandonada y entré en ella a través de la
ventana del costado tras apartar la madera que yo misma puse para evitar
que animales entraran allí.
Tum.
Tum.
Tum.
Observé el lugar abandonado y olvidado con un enorme nudo en la
garganta. El olor a moho, a madera húmeda y hojas marchitas golpeó mis
fosas nasales con ferocidad. Me di la vuelta y me acerqué al altar iluminado
por los rayos del sol que se filtraban por los cristales rotos. Me arrodillé en
el suelo manchado y cubierto por moho anegada en lágrimas.
―¡¿Por quééé mi corazón siente estooo?! ―bramé como una fiera
herida―. ¡¿Por qué lo permitisteee?!
Mi eco retumbó por cada recoveco del lugar como una súplica llena de
desesperación y culpa. Como si alguien me hubiera tirado el pelo, levanté la
cabeza y anclé la vista en la cruz, incapaz de controlar el llanto.
―¡¿Dónde estááás?! ―le grité al hijo de Dios con todas mis fuerzas―.
¡¿Por qué ignoras nuestras plegarias?! ―golpeé el suelo con los puños―.
¡¿Dónde estááás?!
Bajé la cabeza, exhausta.
―¿Cuándo entró en mi corazón? ―jadeé entre sollozos.
Levanté la cabeza y escruté la cruz con un enorme nudo en la garganta
mientras retazos de aquellos recuerdos vividos al lado de Volker se
clavaban en mi alma como las espinas alguna vez en la cabeza del hijo de
Dios.
―¿Te duele aquí, Volker?
Tumbado en su cama, con el torso desnudo y los pies descalzos, bajo la
gélida penumbra de la estancia, asintió cuando le toqué el estómago.
―¿Comiste algo en mal estado?
Deslicé las palmas por su tersa y fresca piel. Levanté la mirada y lo
observé en silencio. Con el brazo, cubría los ojos y mantenía una pierna
flexionada. Repté la mano por los músculos de su abdomen y apreté un
poco en la zona donde mi madre solía hacerlo cuando me dolía la tripa.
―¿Aquí?
Puso la mano sobre la mía y me estremecí sin querer. La arrastró sin
alejar el brazo de sus ojos y la dejó en su pecho izquierdo.
―Aquí.
Volví a estremecerme.
―Oh, Volker, ¿la echas de menos?
Nunca me atreví a mencionarla, hasta ese momento. Su enorme mano de
finos y largos dedos me dedicó un leve apretón, que interpreté como un
«sí».
―Tú, que sufres porque amas, ama más aún. Morir de amor es vivir de
amor ―recitó sin apartar el brazo de la cabeza―. Al fin comprendo las
palabras de Victor Hugo en su novela: Los miserables.
Su mano seguía sobre la mía.
―Estoy sufriendo, Dea.
Levantó el brazo y me miró. Jamás vi unos ojos más tristes y
melancólicos en mi vida. Era como si, simplemente, le hubieran rebanado
el corazón en mil pedazos.
―No pensé que me dolería tanto.
Ahora comprendía mejor sus palabras y aquella pena tan lacerante que
cargaba dentro.
―¡Nooo!
Un alarido agudo brotó de lo más hondo de mi ser, uno cargado de
desesperación, suplicio y culpabilidad. Me desplomé en el suelo, sin fuerza
y con la respiración muy entrecortada. Abracé mis piernas en posición fetal
y lloré con desfallecimiento hasta que el sueño se adueñó de mí por
completo.
Capítulo 37
Viktor

C oloqué el vestido rojo sin tirantes y de amplia falda acampanada en la


cama, junto con el pergamino envuelto por una cinta, igualmente roja,
que contenía un fragmento de: La Vita nuova (Vida nueva), la primera obra
conocida de Dante Alighieri, escrita entre 1292 y 1293, poco después de la
muerte de su amada Beatriz. Cuando leí, me llegó a lo más hondo del
corazón y decidí usarlo para inmortalizar este día.
La nueva vida que pensaba construir con ella, con Dea.
Esbocé una sonrisa torcida, con toda el alma, traté de escribir un poema
para Dea, pero las palabras brillaron por su ausencia. No sabía si era por el
nerviosismo o, si simplemente, no era lo mío.
―No es lo tuyo ―reconocí, azorado.
Cogí el pergamino, cuya hoja amarillenta, le daba el toque poético que
anhelaba. La mujer, que transcribió cada palabra, lo hizo con la maestría de
un poeta antaño.

Muchas veces me vienen a la cabeza,


la oscura cualidad que me da el amor,
y me tengo lástima y así me digo:

¡Ay de mí!, ¿les pasa esto a otros?;


porque tan hábilmente me asalta el amor
que la vida casi me abandona:
sólo un hilo de espíritu deja medio vivo,
uno que sólo por ti vive y razona.

Luego me esfuerzo, yo deseo salvarme,


y casi muerto, sin ningún valor,
vengo a verte, creyendo así curarme:

y cuando alzo los ojos para observarte,


en mi corazón se inicia un terremoto
que suspende en mi alma todos los latidos.

―Todos mis latidos te pertenecen solo a ti, Dea, incluso los más
dolorosos y tristes ―susurré con melancolía―. Acógelos dentro de tu
corazón, donde espero que vivan para siempre.
La amaba.
Con toda el alma.
Y siempre sería así.
Me acordé de Volker de repente y mi esternón ardió.
¿La amas del mismo modo, hermano?
Algunas preguntas nacían y morían con uno mismo. Fuera por temor o
por cobardía. Enrollé el pergamino y lo até con la cinta antes de ponerme de
pie. Me acerqué a la ventana y aspiré una gran bocanada de aire, en busca
de sosiego.
―¿La amas, Viktor?
Su pregunta me hizo girar el rostro hacia él, que atento al cielo, seguía
flotando en el agua a mi lado.
―Nunca pensé que amaría a alguien de este modo, Volker ―la sonrisa
que apareció en mis labios acentuaba mis palabras―. La amo más que a
mi propia vida ―suspiré hondo―. Ella es mi vida, en realidad.
Giré un poco el rostro y lo vi suspirar con tristeza. En aquel momento,
pensé que estaba preocupado por nosotros y con lo que podría pasarnos
durante la guerra.
―Pero ahora sé cuál era el verdadero motivo ―maticé al volver a la
realidad―. Será nuestro secreto ―musité abatido―. Uno que morirá con
nosotros.
¿De verdad era un secreto? Al fin y al cabo, ninguno habló de él y,
probablemente, nunca lo haríamos, al menos no en esta vida. Cogí la cajita
de joyas que él me había entregado aquel día cerca de las colinas. La abrí y
la observé por unos segundos.
―Debes desposarla y llevarla de aquí, Viktor ―me aconsejó durante el
retorno―. Eliminé documentos que puedan asociarla al amante de su
marido, pero ¿y si Gino la menciona de alguna manera a modo de
venganza contra nosotros dos?
¿Contra nosotros dos? Lo miré por el rabillo del ojo, incapaz de evitar
aquella terrible oleada de celos y decepción. No le repliqué, solo me limité
a mirar la ruta interminable y a apretar las manos hasta dejar blancos los
nudillos.
―¿Y si su marido no murió, Viktor?
Tal posibilidad estrujó mi corazón con saña.
―¿Crees que fingió su muerte?
Volker aceleró el coche y apretó tanto el volante que los nudillos
palidecieron.
―Fingir se le da muy bien.
Me miró de reojo por un breve segundo.
―Al fin y al cabo, Dea era su esposa y ahora está con un nazi ―afirmó
con rotundidad―. Y los partisanos odian a los nazis.
Clavé los ojos en el cielo de colores vivos con un nudo enorme en el
pecho. ¿Y si Volker tenía razón?
―Llévatela lejos de aquí, Viktor ―expresó al llegar al pueblo―. Lo
más lejos que puedas de todo esto.
Puso la mano en mi hombro y me miró fijo a los ojos, donde dejó al
descubierto su secreto, el que, de cierta manera, compartía conmigo en
silencio.
―Yo os ayudaré.
Ladeé la cabeza.
―¿Qué me estás sugiriendo, Volker?
Apartó la mano y cogió una cajetilla de plata de su guerrera, de donde
tomó un cigarrillo. Lo encendió en silencio y lo caló con fuerza antes de
emitir sus siguientes palabras:
―Iros de Europa.
Pensé en tal posibilidad y, aunque me tentaba, el hecho de marcharnos
en plena guerra, podría acarrear mil problemas para él e incluso para
nosotros. ¿O acaso era lo que buscaba?
―Os ayudaré ―me prometió.
Cerré los ojos con fuerza.
―¿Aunque eso te costará la vida, Volker?
Negué con la cabeza antes de salir de la casa rumbo al arroyo, donde
esperaría a Dea, que seguía en la iglesia del pueblo San Romano. Por
fortuna, muy bien custodiada.
―Tendré tiempo de sobra.
Durante el camino, pensé en las últimas víctimas de los partisanos y la
bilis me subió a la garganta. Cada vez que el recuerdo de Giulia se hacía
presente, la sed de venganza me carcomía por dentro. Necesitaba encontrar
a sus asesinos y hacerle justicia para que al fin pudiera descansar.
―¿Quién es la madre del sobrino de Gino? ¿Estaba viva? ¿Trabajaba
para ellos?
Los enemigos son aquellos que uno menos los imagina.
Aceleré los pasos y al llegar al lugar, empecé mi labor. Bajé la mochila
que cargaba a cuestas y cogí las velas que compré en el mercado negro días
atrás. Levanté los ojos y sonreí al ver a la reina de la noche que,
tímidamente hacía su aparición.
Perfecto.
Cuando terminé de ordenar las velas y los girasoles a cada lado del
pequeño sendero que construí con ellos, me quité la guerrera. Aquella
noche mágica quería ser solo Viktor, no el oficial. Me puse un poco de
perfume y me peiné con las manos temblorosas. ¡Estaba muerto de miedo!
Pero también muy esperanzado. Tendí el mantel rojo sobre la caja de
madera que pretendía usar para la cena. Puse la botella de vino y las copas
de cristal lado a lado tras encender la vela con el mechero.
―¡Oh, Dios mío! ―exclamó Dea, una hora y media después―. ¡Viktor!
―me di la vuelta y le sonreí ampliamente―. Esto… ―le temblaba todo el
cuerpo―. Es hermoso…
Hice una seña con la cabeza a los dos soldados, que se alejaron de ella a
pasos firmes, dejándonos a solas.
―Estás hermosa, mi amor.
Encendí las últimas velas antes de acercarme a ella y rodearla con los
brazos. Con una sonrisa brillante, capaz de causar envidia en la luna, la
estreché y le di un beso en los labios.
―¡Ay de mí!, ¿les pasa esto a otros?; porque tan hábilmente me asalta el
amor, que la vida casi me abandona ―le recité con el corazón en la
garganta―. Cuando llegué aquí tenía una misión ―le sequé las lágrimas
con los pulgares―, pero nunca imaginé que sería esto.
Llevaba el vestido rojo y sostenía el pergamino en una mano. Las
lágrimas rodaban por sus encendidas mejillas coloradas una tras otra. Por el
color de sus ojos, calculé que lo hizo desde que encontró mi pequeña
sorpresa en la cama y que siguió mientras leía el testamento de mi alma.
―Encontrar mi alma perdida.
Dea temblaba cada vez más.
―Mi salvación.
Apoyé una mano en la espalda de Dea, mientras añadía:
—A ti.
Le besé toda la cara.
―Viktor ―gimió entre sollozos.
Le acaricié el pelo.
―¿Lloras de felicidad? ―titubeé y logré dibujar una sonrisa en sus
labios―. ¿No?
Ella asintió sin dejar de llorar.
―Sí…
La miraba de una manera que ella se ruborizó. Estaba tan enamorado
que era incapaz de esconderlo. Se me notaba incluso bajo la penumbra.
—La felicidad son pequeños instantes ―le besé los ojos llorosos con
ternura―. Que vamos bordando a lo largo de nuestras vidas ―le besé las
mejillas humedecidas por las lágrimas―. Y que recreamos con los años…
―besé su nariz―, y volvemos a vivirlos ―le di un largo y apasionado beso
de amor―. A sentirlos…
Me puse en cuclillas delante de ella y cogí el anillo de la cajita con los
latidos apresurados, le dije:
—Dea Fiore, amor de mi vida, ¿quieres casarte conmigo?
Llevó las manos a la boca y ahogó un grito de sorpresa.
—Viktor —susurró enronquecida y vaciló unos instantes—: yo…, yo…
―dio un paso hacia atrás―. Yo…
Se puso pensativa unos segundos y temí lo peor. Tragué con dificultad la
saliva y la miré con ojos implorantes mientras el terror recorría cada
terminación nerviosa de mi cuerpo.
—Acepto ―musitó un tono por encima del susurro―. Acepto casarme
contigo, mi amor ―rompió a llorar―. ¡Acepto!
La sangre me latía por todas partes.
―Oh, Dea… ―jadeé al recuperar el aliento―. ¡Mi amor!
Le deslicé el anillo en el dedo anular y tras ello me levanté. Acuné su
rostro entre las manos y le di el primer beso como su novio, como su futuro
esposo.
—Te amo —gimoteé con la emoción a flor de piel—, con toda el alma.
Envolvió mi cuello con los brazos y capturó mis labios en un profundo
beso, lleno de pasión, desesperación e ilusión. Se apartó un poco y me miró
con devoción por unos instantes. Apoyé la frente en la de ella y traté de
recuperar el control de mis emociones, inútilmente.
—Te amo ―acunó mi rostro entre sus manos―. Y quiero una vida
nueva contigo.
La cogí en brazos y la giré en el aire, robándole un grito que,
posiblemente, recorrió todo el lugar. ¿Era pecado ser tan feliz en medio a
tantas desgracias? A veces la felicidad era un poco egoísta y nos hacía
olvidar de los demás.
―¡Te amooo!
Siempre te amaré.

Florencia, 12 de agosto
Llegamos antes de que el sol emergiera en el horizonte a la ciudad de
Dante Alighieri y su amada Beatrice para interrogar a la madre del sobrino
de Gino Berretti, capturada la noche anterior con otros partisanos y un par
de judíos que ayudaban a huir hacia Roma. Observé el cielo oscuro con una
sensación extraña, una mezcla inmoral de felicidad y martirio al mismo
tiempo. Cerré los ojos y traje a la mente lo vivido junto a Dea tras mi
petición de matrimonio. La entrega y la vehemencia con la que nos amamos
bajo el cielo estrellado.
Oh, Dea, mi amor.
Y ahora, por fin, cogeríamos a Gino Berretti.
Pronto te desposaré y te llevaré lejos de aquí.
Bostecé, estaba muy cansado y apenas había podido dormir antes de que
el soldado enviado por mi superior me diera su mensaje. Me froté el ojo con
pereza antes de coger un cigarrillo y encenderlo. Clavé la mirada en el
fuego del mechero cuando un recuerdo se adueñó de mí por completo.
―El jefe de la policía alemana y servicios de seguridad en Roma, el
Obersturmbannführer Kappler, es el encargado de cazar a los partisanos,
judíos y antifascistas ―comentó Volker, nervioso horas antes de mi
encuentro con Dea―. Es un hombre sin escrúpulos y capaz de atrocidades
innombrables.
Me miró de reojo.
―Si alguien nombra a la esposa del amante de Gino ―desvió la mirada
hacia la pared―, la perseguirán y la ejecutarán sin rechistar.
Me mareé y tuve que sentarme.
―¿Fue responsable de la Masacre de las Fosas Ardeatinas, Volker?
Volker asintió.
―Realizó redadas para detener a judíos y transportarlos a Auschwitz
―sus ojos se oscurecieron―, donde fueron enviados directamente a la
cámara de gas.
Empecé a sudar frío al acordarme del Obersturmbannführer en el
Sicherheitsdienst.
―Si descubre que Dea tiene algún lazo con Gino ―la voz se le
endureció―, directa o indirectamente, no dudará en enviarla al campo
junto con los demás.
No sabía con quién trabajaba Volker, pero sabía que aquella información
era verdadera.
―¿Una iglesia? ―musité al llegar al lugar donde se encontraba la mujer
y los demás prisioneros―. ¿Cómo fueron cogidos? ―me dije a mí
mismo―. ¿Quién los delató?
Muchos curas trabajaron en la clandestinidad y habían sido detenidos,
torturados y, algunos, ejecutados. Y a otros los habían enviado a campos de
prisioneros de guerra en Alemania.
―Por aquí, Capitán von Richthofen ―expuso un agente de la Gestapo.
A cada paso que daba, la ansiedad y el temor crecía en mi interior. Era
como si estuviera en la piel de Poncio Pilato, a punto de cometer el crimen
que condenaría mi alma. Cuando abrió la puerta de una pequeña habitación,
me dio un vuelco el corazón ante lo que veían mis ojos.
―Buenos días, Capitán ―me saludó un policía de la
Sicherheitsdienst―. El padre Francesco está exhausto, pero al fin nos dio
un poco de información, muy interesante sobre Gino y su grupo.
No era más que un humilde cura de unos sesenta años, bañado en sangre
y con el rostro irreconocible. Lo observé con indiferencia y disfracé mi
verdadero estado anímico.
―Resulta que Gino Berretti es homosexual ―el estómago se me
revolvió―. Y su amante, un soldado italiano que luchó para nosotros
―miró con asco al servidor de Dios―, vivía en Santa Anna di Stazzema
―chasqueó la lengua―, donde vive su esposa.
Apreté con fuerza los puños por detrás de la espalda.
―Pero falta un pequeño detalle, Capitán ―agregó después de dar un
fuerte puñetazo al cura, que soltó un gemido apenas audible―. ¡El amante
era judío!
Los huesos de mis dedos crujieron ante la presión que ejercía en ellos.
¿El marido de Dea era judío? ¿Por qué nunca me lo comentó? ¿O acaso no
lo sabía?
―Luigi era muy reservado ―afirmó mientras lavaba los cubiertos―. A
pesar de estar casada con él, siempre sentí que nunca lo conocí de verdad.
Sequé el plato que me tendió con el paño de cocina, atento a cada
palabra que emitía.
―¿Sabes? A veces sentía que me escondía algo, pero no sabía qué era
―se encogió de hombros―. Tal vez solo era producto de mi imaginación.
Me quedé completamente inmóvil, sin permitirme ni un atisbo de
reacción en mi cara, aunque por dentro me estaba muriendo de angustia.
―¿Y si la esposa del amante judío está detrás de todo esto, Capitán?
―me preguntó como si me estuviera poniendo a prueba―. La judía
―acotó en tono burlón―. Porque al casarse, se convirtió en una rata, ¿no?
Se echó a reír. Era una risa carente de humor o felicidad; reflejaba
provocación y rechazo.
—Lo irónico de toda esta historia es que nadie sabe quién es la puta
esposa ―volvió a golpear al cura y un par de dientes salieron volando de su
hinchada boca―. ¡Nadie sabe cómo se llama o dónde está!
Respira hondo, Viktor.
―¡¿Quién es la esposa de Guido Rossi?!
El nombre retumbó en toda la estancia antes de chocar contra mi pecho
con violencia como las palabras de mi hermano el otro día.
―Falsifiqué unos documentos ―anunció Volker, antes de que me
marchara de su despacho―. Cambié nombres y rangos de ciertos soldados
―me sonrió con malicia―. Como el supuesto amante de Gino Berretti, el
soldado de la División que partió al frente en el 41.
Con la mano en el pomo de la puerta, lo miré por encima del hombro.
―Luigi Fiore murió en otro lugar y tenía otro rango ―encendió un
cigarrillo―. Era un simple cocinero de su División.
En aquel momento sentí unos celos irrefrenables, pero ahora me
inundaba la calma que solo la gratitud es capaz de dar a un ser humano. Si
Volker no hubiera hecho aquello, Dea estaría en peligro.
Dios santo.
No sabía de qué sería capaz por ella, por protegerla y defenderla de todo
mal.
Como él, mi hermano.
Mi cabeza iba a mil por hora, como mi pulso y mi respiración.
―Ya no tenemos tanta paciencia ―afirmó el policía y me sacó de mis
pensamientos―. Así que, tomaremos medidas drásticas, padre ―cogió su
pistola y sin rechistar, disparó―. Descansa en paz.
Se me tensaron las manos.
―Lo mejor será eliminar el mal desde la raíz ―anunció con una sonrisa
diabólica que envió una punzada de dolor en el centro de mi pecho―. Si no
dicen el nombre de la puta esposa del amante de Berretti ―negó con la
cabeza―, eliminaremos a todos las posibles sospechosas en su lugar
―asintió mientras se limpiaba las manos con una toalla―. Y a todas las
familias, claro.
¿Qué quería decir con ello? ¿Pensaban eliminar a un pueblo entero por
una suposición sin fundamento? Y de repente, la realidad me golpeó con
brutalidad y casi perdí el conocimiento.
El pueblo natal de Dea.
Tenía que conseguir un teléfono y llamar a mi hermano con urgencia,
pero sin levantar sospechas. El policía me echó un vistazo antes de cederme
el paso.
―La madre del sobrino bastardo de Gino está a punto de hablar
―comunicó con una sonrisa ladina―. Era muy guapa antes de…
―compuso una mueca que no supe cómo interpretarla―. En fin, Capitán
―me abrió la puerta―, lo llamé porque la mujer en cuestión vivía en el
mismo pueblo que usted.
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando oí su fehaciente
afirmación. Giré el rostro hacia la mujer y, a pesar del estado en que se
encontraba, la reconocí al instante.
Fiama.
Capítulo 38
Volker

M e observé con atención y cierto resquemor a través del enorme


espejo del lavabo mientras me secaba la cara con la toalla blanca.
Durante años ignoré mi imagen: triste, solitaria y apagada. Eran las secuelas
que dejaban la muerte, la culpa y el desamor en una persona. Desvié la
mirada antes de girar mi cuerpo y bajar la cabeza como un reo condenado a
la horca. Y de cierta manera, me sentía así a horas de mi partida del país,
donde el dolor del pasado quedó olvidado por unos instantes. Y esa dicha
pasajera tenía un nombre:
Dea.
―Te echaré de menos ―confesé a la nada― toda mi vida.
Salí de la habitación y me dirigí a la estancia donde estaba el piano. Me
senté en la butaca y levanté la tapa de las teclas con un nudo desgarrador en
el alma.
La melodía que mi corazón escribió para el tuyo.
El día que le confesé mis sentimientos, llegué aquí con la esperanza de
encontrar consuelo, pero lo único que hallé fue una fría y triste desolación.
Bebí unas copas y me senté en el escritorio con una sola misión:
inmortalizar mi amor por ella, de la única manera que sabía hacerlo: a
través de la música.
Cada nota era un beso.
Una caricia.
Un te quiero silencioso.
―Dea ―susurré el nombre de la canción con un dolor sordo en el
pecho.
Necesito verte por última vez.
Cuando finalicé la composición, cerré los ojos y traté de recuperar el
control de mis emociones.
Llegó el momento.
Me puse de pie de un salto y me enfilé a la habitación. Cogí la guerrera
y me la puse, ensimismado en mis pensamientos.
―Comandante, ¿tanto la ama?
La duquesa me miró con compasión y también con empatía.
―No pensé que volvería a sentir esto por alguien tras la muerte de mi
mujer ―confesé con un nudo, lleno de remordimiento, en la garganta―. La
verdad es que sigo sin entender cómo pasó.
Una sonrisa débil iluminó su rostro.
―Los grandes amores son un misterio, Comandante.
Movió la cabeza en un gesto negativo muy sutil.
―Lo entiendo muy bien ―los ojos le brillaban con intensidad bajo las
lágrimas―. Solo alguien que ha vivido algo similar, es capaz de entender
el sentimiento, el verdadero.
Su mirada era el espejo de la mía.
―El que, incluso, ocultamos de nosotros mismos.
No necesité preguntarle nada para saber cuán dolorosa fue su historia
de amor imposible. Ninguno de los dos, en realidad. Bebimos el té en
silencio bajo los tilos y los sauces llorones, que emitían el sonido peculiar
del llanto, ¿o eran nuestras almas rotas?
―“Cuando el amor desenfrenado entra en el corazón, va royendo todos
los demás sentimientos; vive a expensas del honor, de la fe y de la palabra
dada” ―recitó en francés una de las célebres frases de Alejandro Dumas.
Bajé la taza del té y la miré con una media sonrisa, carente totalmente
de emoción.
―Se adueña de todo, de cada uno de tus pensamientos, suspiros y
sueños ―repliqué en el mismo idioma―. Y llegas a entender que su
felicidad es la tuya, aunque no formes parte de ella.
Bajó la mirada.
―Duele amar tanto.
También bajé la mirada.
―Más que una lanza en el corazón.
Con mucha cautela, izó la mirada y la clavó en la mía, más sombría y
pesarosa.
―Sé que le pido mucho, Comandante ―siseó unos segundos―, pero
¿me tocaría la composición que escribió para ella? ―una lágrima recorrió
su pálida y surcada mejilla―. Y a cambio le daré algo que conservo hace
más de cincuenta años y que nunca… ―le temblaron los labios―, nadie lo
vio ―su mirada se perdió en sus viejos y secretos recuerdos―. Ni siquiera
él.
Cuando me lo enseñó, el pulso se me aceleró como si estuviera a punto
de caer al precipicio. Alargué la mano y la deslicé por él con el corazón
encogido.
―Es perfecto.
La duquesa posó la mano sobre la mía y pude sentir los temblores que le
provocaba abrir su caja de Pandora tras tantos años oculta de todos,
incluso, de ella misma.
―Como tu amor por ella, Comandante.
El teléfono sonó mientras me vestía para ir al Kommandantur antes de
mi partida a Alemania y me sacó de mis recuerdos de un plumazo. Pocas
personas tenían mi número y eso me puso en alerta al instante. Atravesé la
estancia a pasos firmes y descolgué el aparato con la mandíbula apretada.
Antes de poder emitir una sola palabra, Viktor rellenó la línea con su voz
atropellada y llena de preocupación.
―¿La amas?
La pregunta chocó contra mi pecho como si fuera un puño lleno de odio
y rabia. Me tomó tan de sorpresa, que apenas fui capaz de respirar. Unas
voces feroces invadieron la línea y solo entonces comprendí por qué Viktor
me llamaba. ¿Hubo un ataque? ¿Dónde estaba? ¿Qué pasó?
―Necesito saberlo ―su tono era firme, aunque también vacilante―, es
vital, Volker ―me estremecí―. ¿La amas?
Era como un código secreto, por si la línea estaba interceptada.
¡Maldición! ¡Dea estaba en peligro!
―No tengo información que darle ―expuso a alguien―. Me temo que
no puedo ayudarle —contestó con frialdad―. Todo pasó muy rápido, en un
abrir y cerrar de ojos ―la tensión se agarró a cada músculo de mi cuerpo―.
Salí un minuto ―repuso sin titubeos―, necesitábamos unas herramientas
para que la prisionera hablara ―el aliento me abandonó―. Perdone, intento
hablar con mi superior ―se disculpó―, no tardaré mucho.
Los pasos me advirtieron que el hombre en cuestión se había alejado de
mi hermano. Viktor no habló, solo esperó. Cerré los ojos y con un nudo
lleno de culpa, le respondí:
―Con toda el alma.
Me dolía tragar la saliva. Nunca pensé que se lo confesaría, que le
revelaría mi secreto de aquel modo. Viktor respiraba como si tuviera un
trozo de hierro incrustado en el pecho.
―Vete adonde siempre estará su corazón ―susurró con la voz débil―,
porque puede perderlo si no lo haces.
Dea estaba en peligro como lo sospechaba. Viktor no esperó mi
respuesta, colgó y me desangró por dentro como imaginé que mi respuesta
lo hizo con él. Bajé el auricular con un enorme peso en el pecho.
No fue mi intención, Viktor.

Cogí el coche y me dirigí al pueblo natal de Dea, como una exhalación


endemoniada. Ella siempre iba al cementerio los sábados a encender una
vela y rezar por su hijo. Me comentó el día que la encontré en el jardín
trasero de su casa, bajo la terrible tormenta que caía. ¿Por qué Viktor quería
que fuera? ¿Qué estaba pasando? ¿Los americanos estaban en el pueblo?
¿Habría algún ataque? Aceleré el coche a toda prisa rumbo a la estación de
autobuses.
―Hoy será el último día que la veré ―mascullé con un dolor
desgarrador en el pecho―. ¿Y ese ruido?
A pocos metros del lugar, escuché el rugido de unos aviones a lo lejos.
Levanté la cabeza para comprobar mis sospechas y una maldición brotó de
mis labios.
Scheiße!
Los americanos empezaron a bombardear y temí lo peor. Con el corazón
y todos los demás órganos vitales en un puño, continué mi camino a pesar
del peligro.
Dios, protégela.
Las bombas estallaban con mucha violencia a los lados,
ensordeciéndome por completo. El pavimento de la carretera se estremeció
bajo el coche y casi perdí la dirección del vehículo. Las personas se partían
en dos frente a mis ojos, gritaban con agonía y desesperación. Era como
estar en el infierno.
¡Maldita sea!
Aparqué como pude y bajé del coche con la respiración muy agitada.
Observé el lugar con la sombra del terror estampada en el rostro.
―¡Mierda! ―troné al ver cómo muchos de los soldados alemanes, que
se encontraban en el lugar, recibieron disparos mortales delante de mis
ojos―. ¡Busquen refugios!
Cogí un casco de metal de uno de ellos y me lo puse al mismo tiempo
que cogía su fusil.
―Descansa en paz, soldado.
Le quité la chapa de identificación y la metí en la guerrera antes de
apartar el cuerpo a un costado. Oí el lejano rumor de los aviones.
―¡Más aviones!
Los aparatos, en dos formaciones, dieron una pasada y vi algo que caía
de ellos, pero no se trataba de bombas. Al cabo de unos momentos, una
lluvia de papeles cayó del cielo como paracaídas diminutos.
―¿Y esto?
Uno cayó delante de mí. Lo recogí.
«¡Atención, fascistas! —decía la octavilla—. ¡Éste es el fin! ¡Uníos a los
vencedores y viviréis! ¡Rendíos y viviréis!».
Meneé la cabeza, arrojé la octavilla a un lado y me dirigí a la parada de
autobuses como alma que lleva el diablo. En ese instante, aparecieron más
aviones, pero estos volaban muy bajo y había una sola razón para ello.
—Scheiße! —grité al ver unas ametralladoras―. ¿Tienen trincheras?
Un soldado asintió y le hice señas a los demás con la mano.
―Jawohl!
Los artilleros de los aviones dispararon contra nosotros sin piedad. La
mayoría de los presentes eran soldados alemanes que hacían guardia en el
lugar y un puñado de italianos que esperaban el autobús a primera hora de
aquel día.
—¡Al suelooo! —grité con todas mis fuerzas y moví los brazos en el
aire—. ¡Al suelooo!
Todo el mundo corrió a refugiarse en los pocos sitios que encontraron.
Ninguno era seguro
―¡Deaaa!
Necesitaba encontrarla y no me importaba morir en el intento. Crucé el
lugar zigzagueando entre los cuerpos y los disparos. Me detuve y apunté el
fusil hacia uno de los artilleros, que cayó al suelo tras recibir el impacto de
bala en el centro de su pecho. Acerté a otros más mientras corría hacia el
pequeño edificio donde vendían los billetes. ¿Estaría allí Dea? ¿O ya había
cogido el autobús? Por el horario, supuse que no.
—¡A la trinchera! ―bramó un soldado italiano―. ¡Vámonos!
Las bombas de fragmentación estallaron antes de tocar el suelo y el
estrago que hicieron era brutal. Aquello era la imagen viva del apocalipsis.
¿¡Dónde estás, Dea!?
Escuché los gritos en medio del ruido infernal de las explosiones. El
bombardeo duró casi treinta minutos y los aviones se marcharon no sin
antes lanzar más octavillas.
«¡Rendición o muerte!».
Las nubes de humo negro, los incendios por doquier, los heridos y los
cadáveres repartidos por todo el sitio fueron el resultado final del
inesperado ataque americano por aquellas horas de la mañana.
—Gott —farfullé a la vez que sentía un extraño ardor en la oreja derecha
y un zumbido latente que apenas me permitía oír—. ¡Deaaa!
La sangre, que manaba abundante de la herida en mi oreja, manchaba mi
mejilla y mi ropa poco a poco. Me toqué la cara y observé abrumado la
palma manchada de sangre.
―Señor ―un soldado se acercó y me miró expectante―. Nuestro
superior ha muerto ―aquel joven no tenía más que veinte años―. Y no
sabemos qué hacer.
Necesitaban un líder.
―Trasladen a los heridos a las tiendas de campaña más cercana ―les
ordené algo vacilante―. Y caven una fosa común para los muertos ―eché
un breve vistazo a los lados―. Pueden volver en cualquier momento y
debemos estar preparados.
Un hombre con las tripas en las manos, me rogó que terminara con su
agonía y, ante su súplica, cedí. Le disparé en el cabeza llevado por la
compasión. No tenía sentido alargar su agonía.
—Han muerto más de cincuenta personas, señor —me comunicó otro de
los soldados—. Varios son niños, mujeres y ancianos.
Asentí mientras me limpiaba la mejilla con un pañuelo.
―No olviden coger las placas de sus compañeros.
―Sí, señor.
Examiné cada cuerpo con el pulso zumbando mis oídos. Por fortuna,
ninguna era Dea. Con agilidad, me moví entre los cuerpos y observé el cielo
azul con resquemor. Por el momento, no había señales de aviones
enemigos.
—¡Viktor! —gritó de repente alguien a mis espaldas—, ¡Viktor!
Giré sobre los pies y volví a la vida al verla a ella. Estaba a varios
metros de mí, cerca de la pequeña oficina de la parada de autobuses,
cubierta de polvo y hollín.
—¡Dea!
Diana apareció detrás de Dea, manchada de polvo, hollín y sangre.
Parecía aturdida y también confusa. Dea le habló y ella asintió sin mucha
convicción. Llevó la mano a la sien y compuso una mueca de dolor.
―¡Viktor!
Dea corrió hacia mí, momento en que unos aviones enemigos cruzaron
el cielo. Todo se ralentizó a mi alrededor, menos el corazón, que me latía
con tanta fuerza que pensé que reventaría mi esternón.
―¡Deaaa!
Salté sobre los escombros y los cuerpos al volver a la realidad. Dea se
detuvo y levantó la vista al escuchar el motor de los aviones. Volvió a
mirarme y vocalizó con la mirada perdida:
—Viktor.
Me precipité sobre ella para protegerla de los disparos.
―¡Deaaa! ―chilló su hermana.
Diana fue alcanzada inmediatamente por los disparos enemigos, sin que
pudiera huir de ellos. Uno, dos, tres y un sinfín de balas atravesaron su
cuerpo delante de mis ojos.
—¡Dianaaa! —gritó Dea, completamente enloquecida—, ¡Dianaaa!
Rodé hacia un lado con ella y busqué protección en un rincón del
edificio derrumbado. Nos arrinconé y la envolví con los brazos antes de
ponerle el casco. Dea se aferró a mí con todas sus fuerzas.
—Mi hermana… ―gimió en mi pecho.
Le puse la mano en la parte posterior de la cabeza y la apretujé contra mí
en un gesto de consuelo. Dea rompió a llorar y, a pesar del ruido infernal de
los disparos, su llanto reventó mis tímpanos.
—Lo siento ―gimoteé―. Lo siento.
A cámara lenta, como si estuviera bajo agua, oí los gritos, las bombas,
las órdenes mezcladas con los latidos y el dolor de Dea, que cada vez se
aferraba más y más a mí.
―Moriremos todos.
Las balas se incrustaban en los cuerpos, con y sin vida, a nuestro
alrededor. El sonido que emitían quedaría grabado en mi memoria para
siempre. Aquello era la guerra, la verdadera guerra.
—No, Dea —le corregí con la voz enronquecida—, tú vivirás —le
prometí—, no dejaré que nada te pase —la miré con devoción―. Aunque
tenga que darte la mía a cambio.
Le puse bien el casco y la estreché con fuerza. Confiaba en que
amortiguaría el ruido de la muerte y mi abrazo el terror que sentía ante ella.
Cerré los ojos a la vez que apretujaba su cabeza contra mi pecho.
―Tengo miedo, Viktor ―se puso a horcajadas en mi regazo―. Tengo
mucho miedo, mi amor.
Los aviones americanos no se marcharían hasta eliminar a todos. La
muerte estaba tan cerca de nosotros que incluso podíamos sentir su aliento
en nuestras nucas.
—Te amo ―levantó la cabeza y me miró con devoción―. Eres el amor
de mi vida, Viktor ―cuchicheó a modo de confidencia.
Aquellas palabras dolían mucho más que las balas.
―Te amo, Dea.
Me miró con extrañeza, como si, de pronto, me hubiera reconocido. El
polvo, el humo y el aturdimiento formaron una nube alrededor de los dos.
Era como si allí estuviéramos solos y nada de aquello estuviera pasando de
verdad. Acarició mi mejilla cubierta por una barba de varios días con una
ternura que me conmovió profundamente. Si sobrevivíamos, aquellas
caricias, ajenas, serían mi eterno consuelo mientras viviera lejos de ella.
Soy Volker, Dea.
Abrí la boca para sacarla de su error, pero cuando sus labios cubrieron
los míos en un apasionado y desesperado beso, tragué la verdad,
convirtiéndola en un secreto.
―Dea ―me aparté cuando la culpa fue insoportable―. No soy Viktor.
De sus ojos brotaron lágrimas que dejaron un rastro ceniciento en toda
su mejilla.
―¿Volker?
Un incómodo escozor en los ojos me advirtió que las emociones habían
traspasado la barrera que construí alrededor de mi corazón cuando mi mujer
y mi hija murieron.
―Sí… ―musité con el alma a los pies―. Soy Volker.
Con las manos en mi rostro ensangrentado, me miró un poco aturdida y
confundida como si no comprendiera lo que acababa de decirle. Cuando
traté de quitarle el casco, me sorprendió con un fuerte y vehemente beso
que me dejó sin aliento y con la mente totalmente nublada, porque, por
primera vez, Dea me besaba a mí y no a mi hermano.
Tercera parte

Nuestro secreto
Capítulo 39
Volker

M e detuve en mitad del puente y observé a Dea con el corazón en un


puño. Caminé sin descanso casi cinco kilómetros con ella en brazos.
Huimos del bombardeo a través del bosque que se encontraba detrás de la
parada de autobuses cuando fuimos conscientes de que aquello no cesaría
hasta desaparecer el lugar. Me levanté con Dea encima y la insté a correr, a
pesar de su frágil estado. Tal vez, muy en el fondo, huía de lo que sentía, de
lo que no podía controlar. Dea se detuvo para recuperar el aliento.
―No podré enterrar el cuerpo de mi hermana.
Las lágrimas anegaron su rostro ceniciento.
―Lo siento, Dea.
Llevó las manos al vientre y compuso una mueca de dolor.
―¿Te duele?
Asintió con un leve cabeceo.
―Hace días que siento unas punzadas en esta zona ―indicó sin
abandonar la mueca a la vez que se apoyaba contra un árbol―. No es
nada.
Alargué las manos y las puse sobre las de ella, que se estremeció ante el
simple contacto. Levantó la cabeza y me miró con una expresión que no
sabía cómo interpretar.
―Debe ser el miedo.
Puse la frente en la de ella y la miré a los ojos. Lo que vi en ellos me
desgarró el corazón. Dea sentía culpa por lo que había
pasado entre nosotros horas atrás. No la culpaba, ni mucho menos la
juzgaba, pero no podía evitar sentir esta gran pena en el pecho.
―No tengas miedo ―le rogué―, no estás sola.
Cuando salimos del bosque, se desmayó al ver la cantidad de cuerpos
mutilados y quemados esparcidos por todas partes. La sujeté antes de que
se estampara contra el suelo ensangrentado, tan abrumado como ella ante
lo que veía. No quedó una sola alma, además de nosotros dos.
Muchos eran solo niños.
Volví al presente con la misma sensación de vacío e impotencia que en
aquel momento. Besé la frente de Dea con cariño antes de proseguir.
Nunca podré borrar de tu mente lo que hoy presenciaste.
Entré en su casa y la llevé a su habitación. La puse en la cama con
mucha delicadeza y fui a la cocina a por un poco de agua caliente. Cogí un
paño limpio tras lavarme la cara y las manos. La sangre, el polvo y el hollín
mancharon parte del fregadero.
―Hoy todos conocerán la verdad ―musité tras verter el agua tibia en
una vasija de metal―. Al menos una parte de ella.
Me dirigí a la habitación con la vasija y el paño. Me senté en el borde de
la cama y empapé el paño en el agua.
―No, por favor ―bisbiseó Dea entre sueños―. Por ahí no, Diana…
―gemía con la voz llorosa―. No, por ahí no…
Le limpié la cara con el paño con extremo cuidado.
―Solo tienes moretones ―susurré, en parte aliviado y también
acongojado―. Ninguna herida que lamentar.
Cada vez que le pasaba el paño por su rostro, cuello y brazos, parte de
mí vibraba por dentro como si estuviera en pleno terremoto.
Te metiste en lo más hondo de mi ser y vaya donde vaya, siempre estarás
ahí.
Levanté la mirada y grabé su rostro a fuego en mi retina antes de mi
partida a Alemania. Mi misión había acabado, infelizmente, no de la
manera que esperaba.
El disfraz de una mentira perfecta.
De los labios de Dea brotaron palabras ininteligibles cuando le limpié
los dedos de la mano derecha. ¿Le dolían? Bajé la vista e inspeccioné cada
dedo, pero por suerte, todos estaban bien. Acaricié el anillo de compromiso
que le había dado Viktor. Posé su mano con suavidad sobre su estómago y
busqué algo del bolsillo de mi guerrera.
―La medalla de oro que le entregué al joyero ―comenté como si ella
pudiera oírme―, la primera que gané como soldado ―contemplé la palma
con devoción―, se transformó en tres anillos ―sonreí algo desencajado―.
Y hasta ahora no sabía qué hacer con él.
Cogí la mano de Dea con un enorme nudo en la garganta y una
quemazón dolorosa en el pecho mientras evocaba cada momento vivido a
su lado en este corto lapso regalado por el destino.
—Hoy… —susurré con la voz afónica—, ante ti y ante Dios —ella
respiró con fuerza—, te entrego mi alma, Dea Fiore —deslicé el anillo por
mi dedo anular—, y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso ―los
ojos me escocían cada vez más―. Y amarte y respetarte todos los días de
mi vida ―le di un beso en los labios.
El último beso.
Con la frente apoyada en la de ella, aspiré su aliento como si mi vida
dependiera de ello. Dea estaba tan cansada, tan agotada y conmocionada
que, fue incapaz de despertarse. La contemplé como solo un hombre
profundamente enamorado era capaz de hacerlo.
―Te amo.
Me levanté y hui antes de perder el control de mis emociones.
Siempre te amaré, Dea.

El automóvil negro identificado con el banderín de la cruz gamada se


detuvo casi al mismo tiempo que mi corazón. Cuando se abrió la puerta,
Viktor se apeó y nuestras miradas sombrías y apagadas se encontraron de
golpe. Tenía un apósito cerca de la ceja derecha y los botones de la guerrera
totalmente abiertos. La camisa estaba manchada de sangre, polvo y hollín
como la mía. Me alejé de la barandilla del puente y lo miré con la misma
expresión. Cerró la puerta con poca delicadeza y se acercó a mí cojeando.
¿Le habían herido? Aunque no podía correr con agilidad, trató de llegar lo
más rápido que pudo hasta donde me encontraba.
Lo sabe todo.
―¿Cómo está Dea?
El pueblo estaba solitario y oscuro. Todos se habían marchado, excepto
Dea y su hermana. Viktor me sostuvo la mirada por más tiempo del que fui
capaz de encarar sin sentirme culpable por lo que había pasado en la parada
de autobuses.
―Ha sido un día muy duro para ella ―recité con la voz fragmentada
por la fuerte emoción―-. Diana ha muerto durante el bombardeo.
―Dios mío.
―Era una espía.
Clavó los ojos en los míos, expectante e intrigado, tal vez por el tono
que usé. Metí las manos en los bolsillos de mis manchados pantalones.
―¿Cómo?
La respuesta estaba congelada, como una vieja fotografía y vacía de
vida, en mis ojos.
―Moritz me entregó ayer un sobre con la foto de la mujer que debía
encontrar para llegar al asesino del Comandante von Greim y todas aquellas
mujeres.
―Y era Diana.
―Sí.
Traje a la mente el día que vi a Diana en el club de oficiales, dos días
después de llevar a la joven muda a un convento en Roma, en compañía de
alguien que no esperaba.
―Ella tenía una misión.
―¿Cuál?
―Inculparte a ti.
Viktor palideció.
―¿Trabajaba para Gino Berretti?
―No, sino para el verdadero asesino.
―¿El verdadero?
Asentí con un leve cabeceo.
―El asesino no fue Gino, sino un nazi.
Las cuerdas vocales se me tensaron.
―Y ese nazi necesitaba por inculpar a otro y el elegido eras tú
―indiqué―. El espía que buscan.
―Dos pájaros de un solo tiro.
―Pero el verdadero espía siempre va un paso por delante ―me jacté.
El aire que expulsó Viktor de sus pulmones estaba lleno de ira y
frustración. Le enseñé una Luger.
―La encontré en la mesita de noche de Diana.
Ni siquiera se dio el trabajo de esconderla, la idea era encontrarla
justamente a la vista cuando algún oficial o el mismísimo asesino se
presentará aquí.
―Era del Comandante von Greim y el asesino la llevó la noche que la
usó.
Viktor la inspeccionó con atención. Aquella arma era la única prueba
que demostraba quién había asesinado al Comandante von Greim. Nunca se
supo si la llevó como si fuera su trofeo o si pretendía usarla como lo hizo
ahora.
―Tiene grabado su nombre en ella ―le enseñé―. El asesino le disparó
a la cabeza al Comandante con su propia arma ―la puse en la barandilla―.
Luego alegó haberle encontrado muerto a todos.
La sangre abandonó el rostro de Viktor.
―¿Fue él?
Las cuerdas de la garganta se me tensaron aún más al ver la agonía en el
rostro de mi gemelo al comprender quién era el asesino, el verdadero
verdugo de esta historia.
―El Capitán Scheidemann ―confirmé sin rechistar―. Tu superior
hasta hace poco.
Viktor suspiró con tristeza. Aunque estaba anocheciendo y había poca
luz, podía ver con nitidez el semblante pálido de mi hermano.
―Nadie desconfiaría de él.
Negó con la cabeza antes de sentarse en la barandilla y desabrocharse el
cierre de la cinta que sujetaba la Cruz de Hierro a su cuello.
―Fingió todo este tiempo ―contraargumentó―. ¡Qué imbécil fui!
Refunfuñó un par de maldiciones.
―Diana trabajaba para él en el ayuntamiento ―le recordé―.
Supuestamente contratada por él cuando fue a por un empleo, pero ya se
conocían de otro lugar.
―Por eso iba mucho a Florencia.
Diana quería castigarme a mí y sabía que si algo le pasaba a Viktor o a
Dea me haría mucho daño. Ni siquiera pensó en su hermana.
―El Capitán me eligió a mí.
―Por ser el más noble y honrado de su pelotón.
―Nadie desconfía de soldados como yo.
―Gran sorpresa se llevó Diana al conocerte.
―Ahora entiendo mejor su antipatía.
No me miró, la verdad le pesaba tanto que apenas era capaz de respirar
con normalidad.
―Pensé que era un hombre decente, lo admiraba tanto, Volker
―jadeó―. ¡Maldito enfermo!
Encendí un cigarrillo y lo calé hondo.
―Von Greim descubrió quién era el verdadero asesino de su hijo
―añadí en un murmullo tan oscuro como el alma del diablo―. El mismo
que lo eliminó a él.
Viktor me lanzó una mirada de sorpresa por el rabillo del ojo.
―El hijo de von Greim era un buen chico y vio cosas terribles durante
su pasaje por aquí ―contuve el aliento―. Su error fue amenazar que lo
delataría.
―¿Por qué la culpa cayó sobre Gino Berretti?
―El sobrino de Gino presenció todo sin querer mientras pasaba por el
lugar en busca de su verdadera familia ―respondí con un nudo en la
garganta―. Luego de torturarlo, él habló y el Capitán decidió eliminar a
todos sus familiares.
―Pero ¿por qué?
―Él no estaba solo, según uno de los soldados, había alguien más.
―¿Lo había?
Enarqué una ceja.
―El Capitán estaba tan paranoico como nuestro Führer en estos
momentos, así que era mejor prevenir…
―Que remediar.
―Sí.
Tomé asiento en la barandilla contigua tras lanzar el pitillo en el agua
que cruzaba bajo el puente. Crucé los tobillos y los brazos al mismo tiempo.
Encendí otro cigarrillo y le ofrecí otro a él, que cogió en silencio. Tras calar
hondo y sin dar más vueltas al asunto, solté:
―Viktor, ¿qué has hecho esta mañana?
El humo que emanaba de nuestras fosas nasales se fusionó en una nube
cenicienta frente a nuestras caras descompuestas por las fuertes y amargas
emociones que experimentábamos.
―El agente que capturó y torturó a Fiama ―declamó Viktor, cada vez
más afligido―, soltó una información que encendió la alarma en mi
cerebro.
Lo miré de reojo.
―Capturar al espía nazi y mejor amigo de Gino Berretti ―tragué con
fuerza―. Al principio pensé que hablaba de uno de tus colaboradores, pero
cuando pronunció el nombre completo de Regino Berretti alias Gino y su
lazo con el nazi, supe quién era el espía que buscaban ―su pecho subía y
bajaba con desenfreno―. A ti.
Bajé la cabeza.
―Aquel nombre me sonaba de algo, pero no sabía de dónde ―soltó el
humo por la boca con nerviosismo―. Y entonces, el agente afirmó que
Gino era cuñado de ese espía.
La garganta me ardió.
―Era el medio hermano de Alina, ¿verdad? El hijo que su padre tuvo
antes de su matrimonio.
―Sí, es él.
―Por eso sabías tantas cosas que nadie más lo sabía ―declaró entre
suspiros―. ¿Cómo llegaste a él tras tantos años sin mantener contacto?
Le palmeé la pierna.
―En Auschwitz.
Ancló sus ojos en mi cara.
―Lo ayudé a huir en 1941 y me uní a su grupo, de cierta manera
―manifesté, orgulloso―. Ellos jamás harían semejante barbaridad contra
esas mujeres ―apreté los dedos de las manos―. Pero Gino desconfiaba de
algunos, sin embargo, nunca confirmó nada ―la tristeza decoró mi
rostro―. Murió sin comprobarlo.
―¿Ha muerto?
―Sí, en un atentado, tras salvar a un par de niños judíos en un
monasterio.
Nos quedamos en silencio por un largo instante, cada quien, absorbiendo
las informaciones y reorganizando sus ideas a partir de ellos.
―¿Fiama trabajaba para él?
Asentí.
―Pero nunca supo quién era. ¿Por qué lo preguntas? ¿La has visto?
―Esta mañana.
Cerró los ojos.
―¿Le pasó algo?
―Fiama aguantó todo lo que un ser humano es capaz de soportar
―expuso en un susurro y me devolvió al presente―. Pero cuando
empezaron a arrancarle las uñas, los dientes y los dedos, perdió el control
de su voluntad.
―¿Dijo algo?
―Supongo.
―¿Supones?
―El agente le disparó en la cabeza sin que pudiera evitarlo, alegando
que ya sabía lo suficiente.
―Tenían lo que querían.
―Era el plan del Capitán.
La saliva cruzó mi garganta a cámara lenta. Viktor estaba vulnerable, no
solo por lo ocurrido o lo que acababa de descubrir, sino también por el
hecho de saber lo que sentía por Dea.
―Cuando el agente mencionó a la mejor amiga de Fiama, cómplice de
ella, según él ―su comentario me obligó a mirarlo―. Lo estrangulé sin
remordimiento alguno.
Exhaló un suspiro profundo y prolongado entretanto me ponía de pie.
―Solo en imaginarme que le harían algo a Dea ―no pudo terminar la
frase―. Para ellos era suficiente que fueran amigas para sentenciarla como
cómplice de ella y Gino.
Me dolía partes del alma que no sabía que me podían doler.
―El fantasma.
Mantuve mi postura, con las manos tras la nuca y la mirada perdida en
algún punto del horizonte sombrío.
―Tú lo conociste, Viktor.
Ladeó la cabeza, perplejo.
―Gran sorpresa se llevó él al verte por el pueblo ―señalé carente de
humor y con una nostalgia punzante en el pecho― con la mujer de su…
―giré el rostro―, amado.
Conocía su secreto y lo respetaba.
―¿Regino me vio con Dea? ―soltó Viktor, asombrado―. ¿Quién era,
Volker?
Me sentía considerablemente más cansado que después de un año y
medio de combate en primera línea de fuego.
―Lo conociste con su nombre falso ―añadí―. Te suturó la herida de la
pierna.
Todo aquello me absorbía la energía, me dejaba apagado e inútil como
un arma sin munición en pleno combate.
―El doctor Mancini ―resumió, aturdido―. Dios mío.
―Sí.
―Ni en un millón de años lo habría adivinado.
No tuve miedo de ser sincero, de emplear las palabras adecuadas y
revelarle por fin quién era Gino Berretti. La sorpresa lo impulsó a ponerse
de pie y llevar las manos a la cabeza casi al mismo tiempo que yo apartaba
las mías de la nuca. Lo observé en silencio y con los ojos interrogantes.
―¿Alguien más estaba contigo, Viktor? ¿Pudo haberte visto?
Negó con la cabeza, pero no con mucha convicción.
―Cogí una granada de la mesa donde estábamos y le quité la espoleta
en mitad de la iglesia. Al salir, la explosión me impactó tanto como a los
demás soldados presentes, en su mayoría, cansados y ausentes ―imaginé
toda la escena―. Les hice creer a todos que fue obra de algún partisano
oculto en algún rincón de la iglesia y así los mantuve ocupados mientras
buscaba la manera de comunicarme contigo.
Lo observé en silencio.
―Scheidemann recibió un telegrama ―repliqué―, donde le informaban
que Gino Berretti y su grupo habían sido eliminados cerca de Florencia, era
el último de la familia que faltaba eliminar ―apostillé.
Como un sediento que acababa de beber un poco de agua, el semblante
de Viktor recobró color y vitalidad.
―Acabó, Viktor.
Me escrutó con incertidumbre.
―Tu misión aquí ha terminado.
El pecho me ardía.
―Antes de mi partida, iré al pueblo de Dea ―anuncié con un terrible
mal presentimiento―. Por alguna razón, ese agente lo mencionó.
Viktor se puso de pie.
―Scheidemann sabe que Dea es…
Le interrumpí con un ademán.
―Lo sabía, Viktor.
Dio un brinco hacia atrás, como si acabara de ver al mismísimo diablo
en persona. No necesité aclararle nada y él tampoco pidió más
explicaciones. Llevó las manos a la cintura, dejó caer la cabeza y un suspiro
de mil emociones escapó de sus labios.
―Antes del amanecer, la verdad llegará a ti, hermano ―le prometí al
posar la mano en su hombro―. Ahora debes casarte con Dea y volver a
Alemania con ella.
No me miró, temía ver algo que, probablemente, le partiría el alma.
Apretujé su hombro a modo de comprensión.
―Yo prepararé su partida a Estados Unidos.
Aquello lo instó a levantar la cabeza y dirigirme una mirada elocuente.
―Luego irás tú ―acoté antes de que pudiera hablar―. Esto no pinta
nada bien y menos para la esposa de un nazi ―no di rodeos―. Y futura
madre de su hijo.
Los ojos de mi hermano se empañaron lentamente.
―¿Qué?
Tembló bajo mi mano, como yo lo hice de manera involuntaria. La
oscuridad protegía mis lágrimas invisibles de sus ojos anegados.
―Dea está embarazada.
Llevó el puño a la boca y ahogó un jadeo.
―¿Está embarazada?
Aparté la mano.
―Sí.
Rompió a llorar.
―¿Seré padre?
Lo estreché con mucho afecto.
―Por eso debes protegerlos de esta maldita guerra.
Se aferró a mí como si la vida se le fuera en ello. Cerré los ojos y traté
de recuperar el control de mis emociones.
―Felicidades, papá.
Cuando Viktor cruzó el puente, tras despedirse de mí, después de unos
segundos, me di la vuelta y cogí el coche que me cedió. Noté en las cuerdas
vocales la tensión del llanto, y en los ojos, el ardor de las lágrimas.
Adiós, Dea.
Tuve que luchar para no llorar a causa de la compasión que por mí
mismo sentía en aquel momento, en que, tal vez, Viktor la estuviera
besando. Arranqué y antes de que el coche se moviera, una lágrima rodó
por mi mejilla.
Adiós, mi dulce y eterna melodía de amor, mi paz y mi fe perdida, espero
que tengas una vida plena al lado de Viktor, el mejor hombre que jamás
conocí en toda mi vida. Y el único que podría amarte como yo lo hubiera
hecho.
Capítulo 40
Dea

V iktor se marchó cuando unos soldados le comunicaron que su


camarada, su antiguo superior, fue encontrado muerto en su despacho.
Al parecer, se suicidó con una cápsula de cianuro, posiblemente, después de
enterarse que su mujer y sus hijos murieron en un bombardeo en Berlín. Me
pidió que no saliera del pueblo, bueno, de la cama, en realidad, pero
necesitaba un poco de aire fresco para recuperar el control de mis
emociones. Intenté no revivir lo que ocurrió aquel día en la parada de
autobuses. Pero en vano, mi cerebro reproducía una y otra vez cada uno de
los acontecimientos. Y siempre terminaba en el beso que nos dimos él y yo
en medio de las explosiones. Me ruboricé.
¿Por qué lo hice?
Algunas preguntas no tenían respuestas coherentes.
Volker…
Me senté en la barandilla del puente y observé el precioso cielo azul,
aquel cielo que jamás volvería a ver tras mi partida definitiva de aquí y
según me dijo Viktor, del continente. Aspiré hondo y conservé dentro de mí
el aroma peculiar de este sitio que jamás olvidaré mientras viva. Giré el
rostro, anegado en lágrimas, hacia el pueblo vacío.
Todos se habían ido o muerto.
No quedaba nadie, solo yo y mis tristes recuerdos. Una vez más, debía
huir, debía buscar un sitio mejor, donde el dolor no me encontrara.
Diana.
Ahora entendía mejor su repentina nostalgia y su apuro en ir a nuestro
pueblo natal aquella mañana. Prefería no pensar en sus motivos, porque me
dolían demasiado.
Yo jamás lo hubiera hecho.
Pero como decía mi madre: ni los dedos son iguales, Dea. Y tenía razón.
Cerré los ojos y pensé en mi mejor amiga. Viktor me comentó que muchos
huyeron hacia Roma en busca de refugio, tal vez, ella estaba allí.
Sana y salva.
Quise ir al pueblo y dejarle una carta con María, su prima. Pero Viktor
me lo prohibió, ya que, en mi estado, no era bueno hacer grandes esfuerzos.
Mi estado.
Llevé las manos a mi vientre y esbocé una sonrisa bobalicona. Aun no
podía creer que estaba embarazada. ¡Era un milagro!
―Un dulce milagro.
Pensé en Giada y el dolor estrujó con saña mi corazón. Cuando quedé
embarazada de Giuliano, lo supe a través de ella, de su cambio y de su
ternura extrema. De alguna manera ella lo supo antes que cualquiera que
estaba embarazada.
Seré mamá, princesa.
La imaginé relinchar y empujándome con su nariz. Una lágrima recorrió
mi mejilla casi al mismo tiempo que los labios empezaban a temblarme sin
control. Pensé en todos los que ya no estaban.
Mis padres.
Mi hijo.
Mi marido.
Giada.
Todos se fueron de mi lado.
―Os echaré de menos.
Puse los pies en el suelo dispuesta a ir a casa a comer algo, pero al ver, a
pocos metros de allí, un coche negro muy lujoso, me detuve. Supuse que
eran los soldados que venían a custodiarme, pero cuando vi a una mujer
elegante y de unos setenta años bajar de él, me congelé por completo al
reconocerla.
La duquesa De Ferrara.
―¿Es usted Dea Fiore?
Le dediqué una leve reverencia.
―Sí, señora.
Se acercó a pasos lentos con la ayuda su bastón y acompañada de una
doncella que cargaba una preciosa caja blanca envuelta por un lazo amarillo
muy delicado.
―He venido a entregarle un regalo de boda por parte del Comandante
von Richthofen.
El corazón se me encogió al escucharla. ¿Un regalo de Volker? ¿Lo
había entendido bien? Las rodillas me temblaron tanto o más que las manos.
―Para usted.
La doncella me alargó la caja tras realizar una reverencia. No sabía
cómo corresponder al gesto, así que, agaché un poco la cabeza antes de
coger el presente.
―Gracias, duquesa.
Me regaló una dulce sonrisa, aunque en sus ojos solo vi dolor y tristeza.
¿Qué le pasaba? ¿Qué le dolía tanto? El sol enmarcó su pálido rostro
surcado de arrugas y melancolía con cierta timidez.
―Ahora comprendo muchas cosas.
¿A qué se refería? Aquella mujer era tan misteriosa y fascinante que era
incapaz de desviar la mirada de ella un solo instante. Me estremecí cuando
alargó la mano y me rozó la mejilla con el dorso del dedo.
―Cuando habló de usted, supe que este sería el regalo adecuado.
¿Volker habló de mí? ¿Y qué le dijo? Toda la sangre se instaló en mis
mejillas al recordar lo que pasó entre nosotros el otro día. Las cuerdas
vocales se me tensaron y apenas fui capaz de tragar la saliva.
―Muchas felicidades a ti y a tu futuro esposo ―me deseó, pero en su
tono sentí que había tragado otras palabras que jamás llegaré a conocer―.
Adiós, Dea.
La vi marchar lentamente con su doncella hasta el coche que, segundos
después, desapareció de mi enfoque visual. Miré la caja y luego el largo
camino solitario, aún conmocionada con la visita de la duquesa.
―¿Qué es esto?
Me dirigí a la casa a pasos lánguidos y con un nudo enorme en el pecho
al recordar lo que Volker me comentó cierta vez. ¿Se trataba de lo mismo?
Cuando abrí la caja y aparté el papel de seda, me encontré con un precioso
vestido blanco de tirantes y con unas flores de encaje en el pecho, bordadas
a mano y con detalles en perlas. Era simplemente sublime.
―Dios mío… ―gimoteé con lágrimas en los ojos―. ¿Es un vestido de
novia?
La retiré de la caja y la observé con más atención. Era el vestido de
novia más precioso y romántico que jamás había visto en toda mi vida. Las
lágrimas rodaron por mis mejillas una tras otra.
―¿Es tu vestido de novia?
Volker frunció el ceño al ver la única fotografía que tenía de mi boda.
―No teníamos mucho dinero.
Se quedó observando con ojos hipnóticos el portarretrato. Un rubor casi
morado se extendió por mis mejillas al notar su disgusto. Me puse a su lado
y también contemplé la foto en blanco y negro.
―Mi madre me lo hizo ―comenté en tono bajito―. La tela no era muy
buena.
Me miró de reojo con tal intensidad que, el corazón se me volcó y me
instó a desviar la mirada.
―No siempre se puede realizar todos los sueños, Volker.
Mis palabras le robaron un suspiro profundo, como si le hubiera dicho
algo doloroso.
―No siempre ―repitió con tanta tristeza que me quedé sin aliento―.
Algunos son imposibles ―me miró de reojo―. Otros solo tardan un poco
más en realizarse…

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano.


―Oh, Volker.
¿Por qué me dolía tanto el corazón cada vez que pensaba en él? De
repente, mis ojos se encontraron con un delicado velo y un sobre dorado
sellado con cera roja con la inicial del apellido de la duquesa.
―Tal vez encuentre en ella la respuesta que busco ―mascullé con
ilusión―. La razón que la llevó a regalarme el vestido o el motivo de su
gran tristeza.
Puse el vestido en la caja junto al velo y cogí el sobre con manos
temblorosas. Lo abrí con la misma delicadeza con la que imaginé que fue
sellada. Cogí la carta y la desdoblé como si fuera a deshacerse.

Mi querida Dea:

Estuve perdido entre libros toda la noche, buscando en las palabras


ajenas de otros poetas lo que quería decirte, lo que necesitaba decirte. Y
tras leer cientos de poemas, sonetos y frases, encontré el ideal, el
testamento perfecto que mi alma dejaba a la tuya. Cada palabra cobrará
vida a medida que vayas leyendo y descubriendo los secretos más íntimos
de ellas. Cuando termines de leer esta carta, quémala y lanza las cenizas al
aire con el secreto que siempre nos unirá.

Soneto 18 de William Shakespeare

¿A un día de verano compararte?


Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.

A veces demasiado brilla el ojo


solar, y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.

Pero eterno será el verano tuyo.


No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.

Vivirás mientras alguien vea y sienta


y esto pueda vivir y te dé vida.

Volker.

Era una carta de despedida, donde exponía su alma delante de la mía


antes de partir de mi vida para siempre. Besé el papel llorando con
desconsuelo y después la llevé al pecho donde pretendía guardarla junto con
mi mayor secreto, el que morirá conmigo.
Adiós, Volker.

El día de la boda llegó y la tristeza se apoderó de mí sin que pudiera


evitarlo. En unos días partiríamos a Alemania y jamás volveríamos. Me
sequé una lágrima con el dorso de la mano mientras observaba la última
foto de mi hijo, el día de su cumpleaños, a meses de su muerte. Llevé el
portarretrato al pecho y cerré los ojos con fuerza.
―No puedes ir al pueblo, meine Süße.
Me di la vuelta y dejé a la vista mi dolor.
―¡Quiero despedirme de mi hijo!
Viktor llevó las manos a su cintura, momento en que noté que estaba
más delgado y cansado. Volker estaba igual, el último día que vi. Los
alemanes, en general, estaban así a esta altura de la guerra y a puertas de
la derrota que no se animaban a admitir en voz alta.
―Meine Süße, los americanos bombardearon el pueblo.
Llevé la mano a la boca y ahogué un gemido a la vez que abría los ojos
como platos. ¿Bombardearon? ¿Todos murieron? ¿No sobrevivió nadie?
―¿Qué?
No me miró.
―¿Murieron todos?
Temblé como una hoja.
―Sí.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas mientras él levantaba la cabeza y
me miraba con profundo dolor. Acorté la distancia entre los dos y me
abracé a él con todas mis fuerzas. Dejó caer la mano en mi cabeza y la
apretujó contra sí con ternura.
―Lo siento mucho, Dea.
Lloré hasta que el sueño me venció.
Lloré por las víctimas.
Lloré por mi hijo.
Lloré por mí.
Me miré al espejo con un nudo de emociones, buenas y malas, antes de
colocarme el delicado velo de encaje que me llegaba hasta los hombros. El
pelo lo llevaba recogido en un peinado romano muy angelical en
combinación con el suave maquillaje. Cogí los pendientes de perla que
alguna vez pertenecieron a mi abuela y me los puse ensimismada en viejos
recuerdos que, se adueñaron de mí por completo.
El ruido de las bombas, los gritos y mis latidos me ensordecieron por
completo. Volker apretujó mi cabeza contra su pecho, tenso y cuyo ritmo
cardíaco me sobresaltó aún más. Cerré los ojos y recé.
—Debemos irnos, Dea ―jadeó Volker.
Bajó la vista para observarme y yo le devolví la mirada. Un halo de luz
naranja rodeaba su rostro y su piel parecía de terciopelo envuelto por una
barba tan dorada como un rayo de sol.
―¿Lograremos huir, Volker?
Acarició con el dorso de la mano mi mentón.
―Debes confiar en mí.
Dibujó el óvalo de mi cara. Cerré los ojos y él me acarició los
párpados. Entreabrí la boca y rozó mis labios con los dedos. Gemí al traer
a la mente el beso que me dio horas atrás durante el bombardeo. ¿No fue
un sueño? Tan asustada estaba, que no sabía hasta qué punto aquello fue
real.
―No tengas miedo, Dea.
Se inclinó y me besó en el cuello. Gemí una vez más, pero no era de
miedo.
―Confía en mí…
Me besó en el borde de la mandíbula, en la barbilla, en las comisuras de
los labios.
No lo beses, Dea.
Pero entonces, por mis labios entreabiertos asomó la punta de mi
lengua y rocé su boca.
No lo hagas, Dea.
Me rodeó con los brazos y volvió a besarme.
No podía soportar la presión en el pecho, el cosquilleo en el estómago,
la sensación de vértigo y la falta de riego sanguíneo en la cabeza al volver a
la realidad. Llevé la mano al pecho y jadeé como si hubiera corrido varios
kilómetros.
―Debes enterrar ese recuerdo ―me ordené―. Olvidarlo.
Alguien abrió la puerta de la habitación, era Viktor. Me di la vuelta para
mirarlo a los ojos y encontrarme en ellos. Con el gorro entre las manos, la
mirada brillante y una sonrisa que apenas cabía en su rostro, me observó
por unos instantes.
―Estás hermosa, meine Süße.
Se acercó con un delicado y tierno ramo de margaritas blancas,
envueltas por un tul. Lo cogí con el corazón en la garganta y las piernas
temblorosas. Me acarició la mejilla con ternura sin abandonar su cálida
expresión.
―No puedo decir menos de ti, mi amor.
Besó mi frente en señal de respeto y me estremecí.
―Solo Dios sabe cuánto te amo, meine Süße.
Puso la frente en la mía y me miró con infinito amor a través de sus
celestiales ojos. Su aliento mentolado, su colonia fresca y el tabaco
asaltaron mis fosas nasales combinados con el perfume de las margaritas.
―Cuando vine aquí, no sabía que me encontraría a mí mismo.
Las cuencas de los ojos se me llenaron de lágrimas.
―Las almas gemelas siempre se encuentran ―farfullé con un temblor
en la voz―. Siempre.
Me dio un casto beso en los labios antes de ofrecerme el brazo y
llevarme hasta el coche. Durante todo el viaje, besó mi mano y sonrió en un
silencio cómplice que decía más que mil palabras.
Adiós.
Aquel era mi último día en el pueblo donde había vivido los últimos
años. Giré el rostro y lo observé con nostalgia mientras recordaba mi vida
aquí, montada, casi siempre, en Giada. Una lágrima recorrió mi mejilla al
verme a lo lejos al lado de todos aquellos que ya no estaban. De aquellos
que jamás volvería a ver.
Adiós.
―¿Te encuentras bien, meine Süße?
Me volví hacia él tras secarme la lágrima con el dedo.
―No me dejes nunca, Viktor ―le rogué en tono ronco―. No nos dejes
nunca ―posé las manos en mi vientre―. Me moriría de pena.
Había soportado muchas pérdidas a lo largo de mi vida, pedazos de mi
alma que nunca recuperaré. Estaba muy cansada y tenía miedo que aquel
cuento terminara como todos los demás. Viktor besó mi mano y temblé.
―Nunca os dejaré, meine Süße ―me prometió con su dulce voz―.
Nunca ―le besé la mano―. No quiero verte así ―me suplicó―. Al menos
por unos días olvidemos esta maldita guerra.
Moví la cabeza.
―Sí, mi amor.
Después de que el funcionario del Registro Civil firmara nuestros
pasaportes, nos dirigimos a la pequeña iglesia de un pueblo apenas habitado
a unos kilómetros del ayuntamiento. Para mi sorpresa, unas mujeres y unos
niños vinieron a asistir la ceremonia. Miré a Viktor con expresión
interrogante.
―¡Capitán von Richthofen! ―chilló una monja de unos sesenta años―.
¡Dios bendiga vuestra unión!
Nos persignó con una amplia sonrisa cuando Viktor le comentó sobre la
boda civil. Ante la ley ya éramos marido y mujer.
―Su esposo es la excepción, señora von Richthofen.
Tragué con fuerza al comprender lo que se escondía tras sus palabras.
Viktor se sonrojó un poco y se rascó la barbilla con nerviosismo al mismo
tiempo.
―No fue nada, hermana ―conminó, cohibido.
Ella le sonrió con lágrimas en los ojos.
―Si no fuera por su intervención, esos niños estarían muertos, Capitán
―le recordó y me estremecí―. El mundo necesita más hombres como
usted ―le cogió la mano y depositó un beso en el dorso que aumentó el
rubor en sus mejillas.
Un escalofrío me recorrió toda la columna vertebral y despertó cada una
de sus terminaciones nerviosas. Lo miré con tanta adoración, que un suspiro
se le escapó del pecho como si acabara de recibir un golpe seco de un puño.
―Oh, mi amor ―susurré con la voz enronquecida― ¿te merezco?
Se puso delante de mí y me protegió del instigador sol.
―Tu corazón le enseñó al mío a ser mejor, meine Süße.
Me besó en la frente y cerré los ojos tras aspirar su aroma, aquel que
embalsamaba mi alma.
―Sé que no son familiares nuestros ―musitó tras clavar los ojos en los
míos―, pero brindarán por nuestro amor como si lo fueran.
Ya no podía contener las lágrimas y las dejé libres. Viktor las secó con
los dedos enguantados sin desviar la mirada un solo instante de la mía.
―¿Son lágrimas de felicidad?
Solo pude asentir con un cabeceo y él besó mis ojos llorosos.
―Si sigues llorando así, terminaré acompañándote, meine Süße
―gimoteó con la voz débil―. Y hablo muy en serio.
Una risita afloró de mis labios casi al mismo tiempo que una sonrisa se
adueñaba de los suyos. Una sonrisa que iluminó y reconforto mi corazón.
―¿Lista?
Me puse de puntillas y le di un beso en los labios.
―Siempre.
Entramos en la pequeña y antigua iglesia de piedras, repleta de personas
que no conocía de nada, pero que sentía como si los conociera de toda la
vida. El cura ocupó su puesto delante de nosotros con una sonrisa amistosa.
—A pesar de la ausencia de Dios en las vidas de los hombres en esta
guerra —comenzó el padre con tristeza—. Pero hoy es un día muy especial,
Él está presente en vosotros.
Nos miramos con amor infinito.
―Vuestra unión la dispone Dios para vuestra mutua alegría, para que os
ayudéis y consoléis el uno al otro en la prosperidad y la adversidad.
Tragué con mucha dificultad.
―¿Estáis preparados para comprometeros el uno con el otro?
Nos miramos una vez más.
—Lo estamos, padre.
En el lugar reinaba una paz que llevaba meses sin experimentar.
—El vínculo del matrimonio fue establecido por Dios en la creación.
Giré un poco el rostro y observé a las personas que estaban allí, tan
emocionadas como nosotros dos. No sabía lo que Viktor hizo por ellos, pero
estaba segura de que ninguno lo olvidaría jamás.
―¿Comprendéis que aquello que ha unido Dios ningún hombre lo puede
separar?
La pregunta del padre me devolvió al presente.
—Lo comprendemos.
Se secó la frente perlada con un pañuelo.
—¿Tenéis los anillos?
Viktor los cogió de la guerrera.
—Los tenemos.
El padre asintió satisfecho.
—Dios Todopoderoso —continuó, sosteniendo la cruz por encima de
nuestras cabezas—, bendice a este hombre y a esta mujer, haz que su vida
juntos sea una señal de tu amor en este mundo de pecado y destrucción.
Defiéndelos de cualquier enemigo, guíalos a la paz y deja que el amor que
sienten el uno por el otro sea un sello en sus corazones.
Me temblaban los labios cada vez más.
―Bendícelos en sus alegrías y en sus pesares, en la vida y en la muerte.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Viktor se volvió y me cogió las
manos, emocionado al ver la felicidad en mi rostro. Sus ojos también se
nublaron, fue inevitable cuando recitamos nuestros votos maritales.
—Yo, Dea Fiore, tomo a este hombre como mi esposo. Para vivir juntos
en la alianza del matrimonio. Lo amaré, consolaré, honraré, cuidaré y le
seré fiel hasta que la muerte nos separe.
Me enjugué las lágrimas como pude mientras el padre declamaba y
Viktor repetía sus palabras con la voz quebrada:
—Yo, Viktor Heinrich von Richthofen, tomo a esta mujer como mi
esposa. Para vivir juntos en la alianza del matrimonio. La amaré, consolaré,
honraré, cuidaré y le seré fiel hasta que la muerte nos separe.
Noté un peso en el corazón mientras él deslizaba el anillo por mi dedo
anular. Recordé a mi hijo, horas antes de su muerte. Las últimas palabras de
Luigi antes de su partida al frente. La risa de Diana mientras me hacía
trenzas cuando éramos niñas o cuando jugábamos a las escondidas con
Fiama en nuestro pueblo que ya no existía. A mis padres y a mis abuelos
aquellas navidades tan lejanas…
Y en ese momento me acordé de Volker, sin poder evitarlo.
―Os declaro marido y mujer ―exclamó el cura y me rescató de mi
trance sombrío―. Puede besar a la novia, Capitán.
Me dio un casto beso en los labios.
―Te amo, esposa mía.
Le devolví el beso.
―Y yo a ti, esposo mío.
En cuanto salimos de la iglesia, él me cogió en brazos y comenzó a dar
vueltas mientras nos besábamos. Todos aplaudieron con entusiasmo desde
la acera a la vez que lanzaban pétalos de girasoles sobre los dos.
―¡Auguri!
Un soldado alemán, que no había visto hasta ahora, levantó una
voluminosa cámara de fotos para inmortalizar aquel momento. Algún día, le
enseñaremos a nuestro hijo y este a los suyos.
―¿Has pensado en todo, esposo mío?
Disparó la cámara una vez. Dos. Tres.
—En todo lo que estaba a mi alcance, esposa mía.
Me besó con mucha pasión bajo la lluvia de pétalos.
—Ahora estoy seguro, Dios quiso que tú y yo nos conociéramos.
—Por eso nos trajo hasta Él —admití con una sonrisa.
Él seguía sin bajarme y con el rostro pegado al mío. Lo miré con
adoración, como una mujer locamente enamorada y feliz. Rocé mi nariz
contra la suya con afecto.
―Y solo Él será el dueño de nuestros destinos a partir de ahora.
Selló aquellas palabras con un profundo beso de amor.
―¡Hora del brindis! ―chilló la monja.
Viktor consiguió harina, huevos, mantequilla y levadura para que la
monja preparara pan. Además, consiguió mermelada y vino para brindar.
¡Fue maravilloso compartir aquel día con ellos!
―¿Me concederías el honor de esta pieza, señora von Richthofen?
Le hice una leve reverencia.
―Me encantaría.
Una joven se acercó con un violín y empezó a tocar un vals nupcial con
maestría. Cogí la mano de Viktor y empezamos a bailarla, sumidos en aquel
mágico instante de nuestras vidas como marido y mujer.
―Estás hermosa, meine Süße.
Giramos de un lado al otro como si allí estuviéramos completamente
solos bajo el manto dorado de Dios, que con cada brisa nos regalaba una
caricia.
―¡Viva los novios!
El vitoreo nos arrancó de nuestro ensueño.
―¡Viva!
Después de despedirnos de todos, Viktor nos llevó a la casa de Volker
antes de que el sol desapareciera por completo aquel día. Antes de
marcharnos, dejé mi ramo de margaritas a los pies de Santa Rita en la
iglesia y le rogué que protegiera nuestra unión.
―Tengo una buena noticia, meine Süße.
Me volví hacia él expectante.
―Me concedieron unos días más.
Solté un grito de alegría y le robé una risotada que agitó todo su cuerpo.
―¡Es el mejor regalo de bodas que podían darnos!
Y de pronto, el camino que tomó, desdibujó mi sonrisa.
―Pasaremos unos días inolvidables ―me besó la mano―. Quería
llevarte a la playa, pero no es nada seguro y no quiero ponernos en peligro.
Los latidos de mi corazón se repartieron por todo mi cuerpo, era como si
estuviera por todas partes, usurpando el lugar de los demás órganos cuando
aparcó delante de la villa del viudo.
¿Volker era el viudo?
―Bienvenida, mi amor.
Tum.
Tum.
Tum.
―Es… ―susurré al coger la mano de mi esposo―. Preciosa.
Nos enfilamos a la casa cogidos de la mano.
―No la conocía ―aclaró mientras introducía la llave en el portón―. La
compró hace muchos años ―su rostro se ensombreció―. Pensaba venir a
vivir aquí con… ―tragó con dificultad―. Su esposa.
Al abrir el pesado portón de metal, me llevé una segunda gran sorpresa
al ver el lugar sin malezas, sin ramas secas o marchitas. Era como si un
hada hubiera lanzado una poción mágica y transformado el jardín
abandonado, sucio y triste en uno de cuento de hadas.
―Me dijo que era el lugar perfecto para una pareja recién casada.
Incluso la fuente de agua funcionaba y las estatuas ya no estaban
cubiertas de musgos.
―Es sublime, mi amor.
Mis ojos buscaron instintivamente las rosas amarillas, pero ellas ya no
estaban. En su lugar, había un banco de madera. ¿Por qué las arrancó? Giré
sobre mis pies para abarcar todo el recinto y grabarlo en mi retina a fuego.
―También me enseñó un arroyo precioso que se encuentra detrás
―indicó Viktor, tan embelesado como yo por lo que apreciaban sus ojos―.
Supongo que trajo unos soldados para limpiarlos.
Una lágrima recorrió mi mejilla.
No, él lo hizo solo.
―Supongo.
Viktor me sonrió.
―Espérame unos minutos, meine Süße.
Asentí.
―No tardaré.
Me acerqué a la estatua de la fuente y le toqué la mano mientras
imaginaba a Volker limpiando todo este lugar hasta perder el aliento.
―Ahora entiendo muchas cosas ―musité con la voz rota―. Tú ya me
conocías cuando llegaste a mi vida.
Unas imágenes suyas, encapuchado, con capa y guantes, asaltaron mi
mente y agitaron aún más mi corazón.
―Meine Süße ―declamó Viktor al salir―. Ven conmigo.
Me cogió en brazos con suma delicadeza y en lugar de emitir un gemido
de sorpresa, solo me limité a apoyar mi cabeza en su hombro, sin fuerza y
cansada tras tantas emociones. Cuando entramos, nos recibió el dulce
aroma del tilo, los jazmines y las rosas.
―¿Te encuentras bien, meine Süße?
Viktor se detuvo a mitad de escaleras y buscó mis ojos.
―Contigo siempre, mi amor.
Y era la verdad, pero tantas emociones de golpe, me dejaron sin energía.
Eso sin mencionar el embarazo. Viktor siguió hasta la habitación donde me
bajó en el suelo alfombrado.
―Oh, Viktor ―gemí al ver las velas repartidas por la estancia―. Es
precioso.
Me rodeó con los brazos y me regaló una de sus sonrisas maravillosas.
―Meine Süße, te prometo que siempre haré todo lo que esté a mi
alcance para hacerte feliz ―me besó los labios y después se arrodilló y besó
mi vientre―. Para haceros felices.
Se puso de pie después de depositar un segundo beso en mi vientre y se
acercó a la puerta del balcón para abrirla, momento en que mis ojos se
encontraron con un ramo de rosas amarillas en la cama.
―Traeré un poco de agua ―anunció con una sonrisa―. Para brindar
―me guiñó un ojo―. Esta vez solo agua beberé contigo, meine Süße.
Me besó en los labios y salió de la estancia. Giré hacia la cama y me
acerqué tras suspirar hondo. Con manos trémulas, cogí el ramo de rosas
amarillas envueltas por un fino lazo de seda de color amarillo. Eran las
últimas que brotarían en este lugar.
Las últimas que me regalaría.
Las olisqueé y cerré los ojos al percibir entre sus aromas el de él,
impregnado en cada rosa que tocó mientras la cortaba y dejaba en ellas
parte de sí mismo. Me acerqué al balcón a pasos lentos con el ramo entre
las manos y contemplé el muelle a lo lejos como alguna vez él lo hizo. Bajé
la cabeza y le susurré a las flores a modos de confidencia:
Siempre que vea rosas amarillas, me acordaré de ti.
Capítulo 41
Viktor

D ea estaba sentada en la manta delante del arroyo acunando mi cabeza


entre las manos, alumbrados por la luz del sol en pleno mediodía.
Habíamos hecho el amor en el agua como si la vida misma se nos fuera en
ello. Fue una entrega de amor y adoración. Siempre nos amábamos de aquel
modo tan desenfrenado, aunque debía reconocer que en las últimas semanas
el deseo había aumentado bastante. Según ella, tenía que ver con su estado.
También debía destacar que a mí me afectaba un poco, tenía raros antojos,
como comer mermelada con sal o café con trozos de manzana. Algo que
jamás me pasó antes.
—Cariño mío, ¿quieres ir a nadar?
Tenía la cabeza apoyada en su vientre, cerquita de su ombligo, donde
imaginaba que estaría nuestro hijo. Era un absurdo, pero sentía que él o ella
me podía oír a través de aquel agujerito.
—Lo haría encantado —contesté soñoliento—, si pudiera moverme.
Dea me acariciaba el pelo con los dedos.
―¿Quieres dormir una siesta?
Agaché mi cabeza y le di un beso en su pubis.
―Viktor…
No pude detenerme y terminamos haciendo el amor una vez más vez.
Después de dormir unas horas y de nadar un poco, nos vestimos y nos
encaminamos hacia la casa. Dea preparó unos bocadillos mientras yo me
sentaba en la butaca del piano y le tocaba la melodía que Volker compuso
para los dos como regalo de bodas. Dea colocó la bandeja en la mesita de
café y se acercó al balcón donde se apoyó en el marco de la puerta con la
mirada clavada hacia el muelle y con las manos en el vientre mientras yo
volvía a la noche anterior cuando Dea me confesó su secreto, uno que me
dejó sin aire en los pulmones…
―Vaya, debió de ser muy duro para ti enterarte de esa verdad.
Asintió sin mirarme.
―Lo fue.
Le besé la coronilla de la cabeza.
―Después de eso, comprendí muchas cosas.
Acariciaba la espalda desnuda de Dea, completamente ensimismado en
lo que me había confesado. Enredé su pelo con el dedo y lo llevé a la nariz
para deleitarme con su aroma a rosas. Ella, a su vez, tumbada sobre mí,
dibujaba círculos en mi brazo, tan callada como yo. La sorpresa, la
conmoción y perplejidad se mezclaron en una sola emoción en mi pecho.
Aquello, simplemente, no me lo esperaba.
Esto no me lo esperaba ni en sueños, Dea.
Fue lo único que pude decirle y la expresión que me regaló me desarmó.
No fue mi intención reaccionar así.
―¿Cambiaría algo si lo hubieras sabido antes?
Su voz, temblorosa y dubitativa, me instó a bajar la mirada para buscar
la suya. Esbocé una sonrisa al percibir su nerviosismo. ¿De verdad tenía
dudas al respecto?
―No ―repliqué con firmeza―. En absoluto, meine Süße ―le acaricié
la mejilla con ternura―. A mí no me importan esas cosas.
Estudió mi rostro con tanta atención que terminé apretando los dientes
con nerviosismo. Me mordió la barbilla con cariño y después desplegó una
sonrisa preciosa que me conmovió en lo más hondo de mi ser.
―Tu Führer no estaría de acuerdo contigo.
Sujeté su hermoso rostro entre las manos y la miré con adoración. Ella
parpadeó y con cada movimiento que realizó, mi corazón le regaló un
latido a cambio.
―Tengo mis propias ideologías, meine Süße ―reiteré antes de tumbarla
con delicadeza en la cama y acomodarme entre sus piernas dispuesto a
hacerle el amor una vez más―. ¿Alguien más lo sabe?
Negó con la cabeza.
―Solo mi madre.
Fruncí mi entrecejo.
―¿Nadie más?
Negó con la cabeza.
―Ni siquiera mi padre lo sabía.
De cierta manera, aquello me daba un poco de tranquilidad. Aquel
secreto podría implicar muchos obstáculos, en especial ante lo que se
avecinaba. Me puse muy triste, fue inevitable.
―No te preocupes, tesoro mío.
Su almibarada voz me salvó de la enorme nube negra que crecía sobre
mi cabeza.
―Mejor disfrutemos de este momento ―propuse con una sonrisa―.
Tengo mucha hambre, meine Süße.
Sonrió con picardía.
―No hablas de comida ¿verdad?
Negué con la cabeza.
―No.
Soltó un grito cuando le hice cosquillas con mi barba rozándole el
cuello. Aquel ataque, nada sensual, la hizo retorcerse bajo mi cuerpo, pero
no de placer como esperaba.
―¡Viktor!
Cuando dejé de tocar el piano, me levanté de la butaca y me acerqué a
ella para envolverla entre mis brazos. Levantó los suyos y rodeó mi cuello
con ellos. El sol, atrevido, nos cubrió con su manto dorado y envió olas de
calor a nuestros cuerpos mientras el amor lo hacía por dentro.
―¿En qué pensabas?
Empezamos a mecernos al ritmo del sonido del viento, del trinar de los
pájaros y el arroyo a un costado de la villa.
―En cómo el destino pintó con sus pinceles nuestro encuentro.
Le solté el pelo y lo dejé caer en cascadas oscuras por su espalda.
―Un cuadro perfecto.
Se puso de puntillas y la levanté por las nalgas, instándola a rodearme la
cintura con sus largas piernas. Apoyó la frente en la mía y me besó los
labios.
―Como el corazón de un ángel.
Pasé la punta de la lengua entre sus labios carnosos y rojizos.
―Como tu corazón, meine Süße.
Sus ojos se nublaron lentamente como cuando hicimos el amor por
primera vez como marido y mujer. Se me encogió el corazón.
―Dea… ―me besó para silenciarme.
Sus lágrimas llegaron hasta nuestros labios y se perdieron en ellos, como
aquellos oscuros pensamientos que nos atormentaban día y noche.
Ahora tengo una verdadera razón para luchar en esta guerra, por
nuestra familia, por ti y nuestro hijo, Dea.
Al día siguiente, incluso sin mi reloj, respetaba el horario militar, y me
levantaba con el alba. Me bañé con agua helada mientras Dea dormía
profundamente en la cama tal cual había venido al mundo. Esbocé una
sonrisa ladina al recordar la manera en cómo me tocó en plena madrugada y
exigió sus derechos sobre mí. ¡Era más mandona que el Capitán
Scheidemann!
Scheiße.
Recordarlo dolía como una lanza en el corazón.
―Suicidio ―murmuré al evocar lo que alegó el Comandante―. ¿Qué
pasó de verdad con él, Volker?
Algunos secretos jamás eran desvelados, morían con uno mismo. Bajé
las escaleras absorto en mis pensamientos y preparé el desayuno, huevos
revueltos con salchichas, un poco de pan y dos manzanas, todas provisiones
que Volker nos dejó como regalo. Los puse en la bandeja y subí. Dea ya se
había levantado y aseado. Me sonrió al verme mientras se hacía una trenza
con suma habilidad.
―Buenos días, meine Süße.
Puse la bandeja en la mesa cerca de la puerta del balcón y acto seguido
me acerqué para besarle la nuca. Se estremeció cuando recorrí su hombro
desnudo.
―Buenos días, mi amor.
―¿Dormiste bien?
Se dio la vuelta y me miró con una expresión muy divertida.
―Muy bien.
Deslizó las manos por mi torso desnudo hasta llegar a la cinturilla de
mis pantalones de seda de color negro. Bajó un poco y trazó un camino
desde mi ombligo hasta el vello púbico.
―Eres tan rubio ―gimió con el labio inferior atrapado entre los dientes
y tirando con suavidad el vello―. Me encanta el color de tu piel ―mi
respiración se aceleró cuando subió el dedo por mi estómago con mucha
sensualidad―. La firmeza de tus músculos…
Terminamos en la cama, desnudos en dos segundos y con una urgencia
irracional.
―Tengo hambre.
Estaba sobre mí, con mi sexo dentro de ella y jadeando.
―¿Hablas del desayuno?
Me mordió la barbilla sudorosa.
―Esta vez sí.
Más que comer, devoré lo que había en mi plato. Ella me miraba como si
fuera lo más increíble que sus ojos hubieran visto jamás. Me sonrojé un
poco.
—Lo siento, estaba hambriento.
Hizo un aspaviento con la mano, restándole importancia a mi
comentario. Sonrió antes de limpiarse los labios con la servilleta. Me
miraba con tal fascinación, que me fue imposible no ruborizarme aún más.
―Eres aún más hermoso con los mofletes del color de la grana.
¡No tenía quince años! Pero me era imposible evitar que me subieran los
colores cuando me miraba con veneración o me dedicaba bellos cumplidos.
―Gracias, meine Süße.
Después de comer, bajamos y lavé los cubiertos completamente
desnudos. Dea me ordenó que no me vistiera, quería apreciar mejor mi
cuerpo. Según ella, era lo más sensual que jamás imaginó ver.
―Si fuera pintora… ―se lamentó tras pellizcarme una nalga―.
Inmortalizaría este momento ―ahora le tocó a la otra nalga―. ¡Eres tan
bello, marido mío!
La miré por encima del hombro con una sonrisa lasciva.
―Viktor… ―me advirtió, pero era tarde para huir de lo que
pretendía―. ¡Viktor! ―chilló al llegar al clímax sobre la mesa―. Oh, por
Dios… ―me mordió el hombro.
Di una última sacudida contra ella.
―Ay… ―me quejé y ella se carcajeó―. Me encanta.
Me pegó a su cuerpo empapado en sudor y me mordió la barbilla, un
gesto que me enloquecía.
―¿Qué te muerda?
Negué con la cabeza.
―Verte reír.
Volvió a clavar los dientes en mi mentón.
—Ven, marido, te afeitaré.
Mientras me afeitaba, comentó:
—¿Qué haremos hoy?
Acabó de afeitarme la mejilla.
―¿Podríamos ir más tarde a buscar fresas en el bosque?
Limpió la navaja y empezó a afeitarme la otra mejilla.
—Me encantaría, meine Süße.
Faltaba poco para el mediodía cuando nos dirigimos al bosque con un
cubo para las fresas. Dea me obligó a ponerme una camisa, ya que me
advirtió que allí había muchos insectos.
―Un mosquito enorme me chupó el cuello anoche ―bisbiseé en tono
preocupado―. Encontré su marca en mi cuello al mirarme al espejo.
Me dio un golpecito en el abdomen.
―Solo ese «mosquito» puede hacerlo ―me besó el brazo―. Otros no.
Le rodeé el hombro con el brazo y la pegué a mi cuerpo mientras
paseábamos por el tupido bosque. Me gustaba el efecto del sol entre las
ramas y los aromas exquisitos que exhalaban los árboles.
―¡Setas!
Dea me sujetó por el brazo.
―No son comestibles.
La miré intrigado.
―¿Cómo lo sabes?
Se cruzó de brazos mientras yo me acuclillaba para observarlas mejor.
Me explicó que los puntos que tenía las convertían en venenosas. Elevé las
cejas.
―Puedes comerlas ―argumentó y elevé la cabeza para mirarla con ojos
interrogantes―. Pero solo una vez ―conminó y me eché a reír.
Me puse de pie y la rodeé con los brazos.
―Vale, entendí.
Por la noche, mientras Dea preparaba la cena, cogí el tubo de Pervitin
que tenía oculto entre mis cosas. Lo destapé y saqué una pastilla. Llevaba
años sin tomar metanfetaminas. Las había dejado al causar baja en el
servicio activo al inicio del año pasado, al tiempo que había dejado también
la morfina y el Eukodal.
―Toda esta situación me está matando ―murmuré a modo de excusa―.
La guerra, el viaje de Dea a tierras lejanas y el avance de los aliados. ¿Qué
pasará si perdemos la guerra? ¿Qué les harán a nuestras familias?
Lo mismo que nosotros a ellos.
Había empezado a tomar Pervitin al entrar en las SS, durante la campaña
de Polonia. Todo el mundo lo hacía, eran parte de la dotación:
metanfetaminas que mantenían a la tropa despierta, eufórica y crecida ante
la dureza del combate. Nadie decía que fuera malo tomarlas, pero ahora era
consciente de que cuantas más tomaba, más necesitaba, y eso no podía ser
bueno.
―¿Qué hago?
Mis nervios destrozados y el cansancio me rogaban un escape.
Contemplé la pastilla en la palma de la mano. Me sentía agotado, física,
mental y emocionalmente. Trataba de desconectarme de todo, pero no
podía, pronto Dea partiría lejos con nuestro hijo en camino y a un país
distante que no sabía realmente cómo los recibiría.
―Dios…
La tristeza me estaba consumiendo. Observé la pastilla en la palma
como si fuera una granada sin anilla. La voz cantarina de Dea me arrancó
de mi concentración.
―Solo una más, la necesito para no defraudarla.
Están eliminando pruebas y a todos los judíos.
Las palabras de Volker estrujaron mi corazón. Los estaban matando, ¡a
todos! De forma sistemática, organizada y precisa, el objetivo era hacer
desaparecer a los judíos de la faz de la tierra: hombres, mujeres y niños
serían exterminados sin criterio.
―¿Y esperamos indulgencia de los aliados?
Y lo peor era que estaban absolutamente convencidos de estar
haciéndolo en nombre de una causa justa y suprema. ¡Maldita ideología!
―Solo por unos días, no pienses en esto ―me aconsejé con las manos
sujetando el lavabo de mármol―. Solo tienes unos días para estar con ella y
tu hijo.
Con un rápido movimiento, metí la pastilla de golpe en la boca. Abrí el
grifo del lavabo y bebí agua directamente de él para tragarla. Bajé las
escaleras canturreando una melodía. El Pervitin empezaba a hacer efecto y
me sentía lleno de energía, capaz de hacer cualquier cosa.
―¡Las truchas que pescaste ya están casi listas! ―anunció Dea al verme
cruzar la puerta de la cocina―. ¡Con los tomates que encontramos al otro
lado del bosque!
Me quedé allí unos minutos, observándola mientras se movía de un lado
para el otro con gráciles movimientos. Me imaginé una vida entera a su
lado, feliz como nunca lo imaginé ser.
―¿Te pasa algo, mi amor?
Negué con la cabeza.
―No, solo estoy feliz, meine Süße.
Me incliné y comencé a besarla. No me detuve hasta que ella gimió en
mi boca.
―Viktor.
Sonreí.
―Está bien.
Me mordió el labio inferior.
―Eres terrible, Capitán.
Le guiñé un ojo.
―Por tu culpa.
Soltó una carcajada.
―Ya…
Después de la cena, la llevé hasta el bosque y encendí una fogata
mientras ella encendía una vela en una especie de nicho. No lo había visto
hasta ese momento. Me acerqué y curioseé.
―Son ángeles ―expresó con tristeza―. Estaban aquí.
No sabía si fue Volker u otra persona que solía venir allí, aunque por lo
que vimos, la finca estaba alejada de todo y de todos. Mi hermano incluso
me aseguró que, por el momento, nadie vendría por estos lados.
―Son muy bonitos.
Dea encendió unas velas que se encontraban en el lugar en veleros de
barro que parecían unas casitas. El lugar quedó iluminado por las velas, la
fogata y la luna llena.
―¿Te gusta?
Era perfecto, como ella, como nuestro amor.
―Mucho.
El aire olía a agua fresca, a madera, a cera, a tilo y a noche fresca.
―No… ―Dea gimoteó―, quiero que termine estos días.
La miré con profundo dolor.
―No quiero irme y dejarte solo.
Aquellos días, de la mañana a la noche, estábamos juntos, bromeando
entre risas y amándonos sin control, como si no estuviéramos en plena
guerra. Y desde el plácido sol de la mañana hasta la pálida luna azul en el
claro solo queríamos una cosa: estar juntos para siempre.
―Oh, meine Süße ―la abracé―. Yo también sueño con eso.
Solo tenía un deseo: una sencilla y larga vida de casados donde pudiera
olerla, saborearla, escucharla y amarla. Estar con ella y mi hijo, todos los
días.
Sin miedo.
Sin bombas.
Sin hambre.
Sin muertes.
Daba gracias a Dios porque cuando la estrechaba entre mis brazos, ella
no podía ver mi rostro crispado y lleno de dolor.
―Estaremos separados solo un tiempo ―le prometí ilusionado―. Solo
un tiempo, meine Süße.
Levantó la cabeza y me miró con timidez.
―¿Y Volker? ¿Qué pasará con él?
Sentí unos celos tremendos que yo mismo estaba sorprendido.
Experimenté un dolor físico en el pecho al recordarme de la composición
que él nos regaló, seguro de que había escrito para ella, pensando en ella y
suspirando por ella.
―No lo sé ―repliqué con sequedad―. Pero, no te preocupes, él sabe
cuidarse ―desvié la mirada al sentirme un imbécil.
Volker hizo de todo por vernos juntos, felices, olvidándose de él por
completo. ¿Cuál era el precio que debía pagar por ayudarnos? ¿Cuánto le
dolía amarla sin la mínima esperanza? Me alejé de Dea y encendí un
cigarrillo al darle la espalda y traer a la memoria lo que Volker me confesó
el día que se marchó de aquí, algo que no me lo esperaba ni en mis peores
pesadillas.
―Volker, ¿por qué la abandonaste?
Mi hermano me miró como si acabara de darle un puñetazo en el
estómago. Siempre desconfié que había algo detrás de aquella extraña
decisión de abandonar a su hija.
―No sabía si era mía.
Palidecí al escucharlo.
―¿Cómo dices?
Volker se dio la vuelta y llevó ambas manos, entrelazadas, a su nuca.
―Las semanas de embarazo no me cuadraban, Viktor.
No necesitaba más explicaciones, era médico y viajaba mucho por sus
estudios.
―Pero estaba equivocado, al menos con el embarazo.
―¿Era tuyo?
Suspiró con aire derrotado.
―Sí.
Moví la cabeza como si me hubiera zarandeado con violencia para
despertarme de un pesado letargo. ¿Lo entendí bien? ¿Alina lo engañó con
su cuñado?
―Encontré una carta de Lucía, la hermana de Alina, días después de su
ejecución, entre las correspondencias que tenía apiladas en mi despacho
hacía años.
―Pero…, ¿decía la verdad?
Me miró fijo.
―Lucía era una buena mujer, si empujó a Alina, fue por accidente
―argumentó, zaherido―. Por la misma razón que yo te entregué a mi hija
aquel invierno.
―¿Estás seguro?
Asintió.
―En el sobre había una carta de Alina para Jacob, donde le declaraba
su amor y lo triste que estaba por el embarazo, por no poder huir con él
como habían planeado.
Se rascó la punta de la nariz con nerviosismo.
―Scheiße.
―Jacob era el novio de su hermana, el elegido para ser su marido.
Alina solo era una niña de trece años, en aquel entonces, pero creció y se
convirtió en una hermosa mujer.
Ahora comprendía mejor todo el dolor y la ira que lo consumió, que lo
alejó de Angelika. Me apoyé contra el escritorio para no perder el
equilibrio.
―Dios mío, Volker.
Se volvió hacia mí y me escrutó con el ceño desencajado.
―Alina nunca olvidó a Jacob y nunca me amó, solo fingió lo último,
porque necesitaba un escape, una guarida. Intentó amarme, según lo que le
escribió a él, pero nunca lo consiguió.
Se puso a mi lado y encendió un cigarrillo.
―Y aquel día, comprendí muchas cosas ―exhaló el humo por sus fosas
nasales―, que me negaba a aceptar.
Volker suspiró tan hondo como yo.
―Angelika no tenía la culpa, pero el dolor, la rabia y la decepción, me
cegaron completamente.
No sabía cómo consolarlo.
―Me pasé años y años preguntándome la misma cosa: ¿cómo pudo
fingir tan bien? ¿Cómo no me di cuenta de nada?
«Por eso te enamoraste de Dea, porque ella es auténtica, incapaz de
mentir o esconder lo que siente».
―Nadie nunca me amó de verdad ―resumió palmeándome la pierna―.
Ya no quiero lamerme las heridas.
Le sujeté el codo y evité que se levantara.
―¿La amaste tú a ella?
Apartó mi codo de su mano con delicadeza.
―Ya no.
La voz cantarina de Dea me arrancó de mis recuerdos.
―¡Mira las estrellas!
Alargué el brazo y acaricié con el dorso de la mano su mentón.
―Solo veo una, meine Süße.
Dibujé el óvalo de su cara y ella cerró los ojos. Le acaricié los párpados
y entreabrió la boca.
―Tú.
Le rocé los labios con los dedos.
―Solo tú.
Me incliné sobre ella y la besé en el cuello. Dea gimió como la primera
vez que osé explorar aquella zona tan sensible. Le besé en el borde de la
mandíbula, en la barbilla, en las comisuras de los labios.
―Viktor ―jadeó como aquella vez que la besé en el puente bajo las
estrellas―. Te amo tanto.
Su lengua rozó mi boca, mis labios, mis dientes, mi lengua. La rodeé
con los brazos y la besé con mucha vehemencia, la que solo el amor es
capaz de inspirar a un ser humano.
―Te amo tanto, Dea.
Me abrazó con fuerza, como si tuviera frío, como si tuviera miedo.
Y tal vez lo tenía.
Como yo.
Se descalzó y acompañó mis manos hasta el primer botón del vestido.
Lo desabroché y después el segundo, recreando nuestra primera vez.
Sintiendo todo lo que habíamos experimentado aquella vez.
Temblamos.
Suspiramos.
Jadeamos.
Sus pechos quedaron al descubierto. Los besé primero, los acaricié con
la punta de la lengua después y los mordisqueó finalmente, al encontrar los
pezones.
―Oh, Viktor… ―ronroneó con voz llorosa―. Hazle el amor a mi alma
esta noche...
Gimió de nuevo, se deshizo del vestido y del sujetador mientras yo me
quitaba mi ropa, hechizado por cada uno de sus movimientos.
―Entrégame la tuya.
Su piel se erizó al contacto con el aire frío de la noche soplada por las
aguas de aquel arroyo tan misterioso. Volví a abrazarla, a abarcarla entera
con las manos, a frotarle la piel, a apretarme contra ella. Y regresé a su
boca: a sus labios, a sus dientes, a su lengua, a cada rincón de ella mientras
la recostaba sobre la manta que habíamos tendido cerca de la fogata.
―Sé mía para siempre, Dea.
Permanecí unos instantes contemplando su cuerpo desnudo sobre la
manta, arrodillado entre sus piernas y con la mirada fulgurosa. Me acomodé
entre sus piernas y la penetré lentamente, como si fuera nuestra primera
vez, como si nunca nadie hubiera mancillado nuestros cuerpos antes.
―Para siempre, Viktor.
Capítulo 42
Volker

C uando la muerte estaba cerca, el alma de alguna manera, lo sabía y


buscaba consuelo en los recuerdos. Buenos y malos. Como si fueran
una guarida o un escape y la mía estaba cerca, a la vuelta de la esquina: fría,
sombría y cruel. Podía sentirla, sigilosa y ansiosa, a mis espaldas. Pero no le
temía, la esperaba como un moribundo en su lecho.
―¡Estás loco, Volker!
Moritz estalló al enterarse de mi plan.
―No puedes firmar esos documentos, ¡es un suicidio!
Ya no tenía medios para conseguirlo de otra manera. El costo era
demasiado alto y las cosas de valores apenas se podían vender en el
mercado negro. Un par de pendientes de esmeraldas valían solo dos huevos
o dos cucharadas de mantequilla.
―Puedo huir cuando ellos lo hagan.
Los ojos de mi amigo, inyectados de furia, se clavaron en los míos,
vacíos y perdidos.
―Esos documentos no te condenan solo ante los aliados, sino también
ante los nuestros. ¡Su hijo mató al hijo de un general de las SS!
―vociferó―. ¡¿Quién coño te ayudará?! ¡Nadie!
Encendí un cigarro y di suaves caladas que lo enardecieron aún más.
―Te fusilarán o colgarán como a un animal ―su tono estrujó mi
corazón―. ¡Por culpa de un hijo de puta asesino!
Me condenarían de todos modos por ser quién era.
―El fin justifica los medios, Moritz.
Cogí una pluma y la llené de tinta, completamente ensimismado en mis
emociones oscuras. Me di cuenta de que no tenía una que valiera la pena
recordar, las que creí reales y verdaderas, eran pura fantasía, mentiras
disfrazadas y maquilladas.
No fue cariño.
No fue amor.
No fue entrega.
Todo fue un teatro.
En el pasado muchas chicas suspiraron por mí, me desearon, me amaron,
pero yo solo tenía ojos para Alina y nadie más. Tan grande era mi orgullo,
que no me di cuenta de que ella nunca sintió lo mismo.
―Jacob y Lucía tendrán otro bebé, Alina.
María, nuestra mejor amiga, me miró con profundo dolor. Me había
escrito una carta de amor antes de entrar al convento, una que nunca
contesté.
―Lo sé.
La apatía de Alina en aquel entonces no me llamó tanto la atención, ya
que siempre se peleaba con la hermana, pero al analizarlo en la actualidad,
comprendía mejor sus comentarios, suspiros y reacciones.
―Nosotros nunca tendremos uno.
Estábamos casados hacía dos años y no habíamos concebido un hijo.
―Dios es misericordioso ―manifestaba siempre María, en ese
momento, novicia―. Su tiempo es perfecto.
¡Oh, María! ¿Te serviría de consuelo saber que me tocó sentir en la piel
tu gran dolor? Cuando nos mudamos con mi tía, la conocí y nos hicimos
amigos inseparables. Pero cuando cumplimos catorce años, algo cambió en
ella y con el tiempo, cansada de ocultarlo, me lo confesó.
―¡Te amo, Volker!
Me besó en los labios sin que pudiera evitarlo.
―María, por favor ―le imploré tras apartarme y estrecharla entre mis
brazos―. Tú sabes que amo a Alina.
Sus lágrimas empaparon mi camisa y quemaron mi piel como si fuera
ácido.
―¿Qué hago con este amor, Volker? ―gimió entre sollozos―. Me duele
mucho… ―la apretujé contra mí―. Arráncalo de mi pecho, por favor.
Tenía solo dieciséis años y una devoción que me petrificó.
―Lo siento, María.
Salió corriendo y no volví a saber de ella hasta que se volvió al pueblo
como novicia. Nunca vi unos ojos más tristes y apagados en toda mi vida.
―¿Eres feliz, Volker?
Era el día de mi boda. Me acerqué y la miré con profundo dolor. Alargó
la mano y me tocó la mejilla con ternura y con una tristeza que me quemó
por dentro. No quería hacerle daño, no quería que sufriera, pero todo
aquello se me escapaba de las manos.
―María...
Negó con la cabeza.
―Me dolerá más si me dices que no lo eres.
Le besé la frente con respeto.
―Lo soy.
Esbocé una sonrisa carente de sentimientos.
―Mientras desconocía la verdad ―repuse con pesar―, lo fui…
Tal vez hubiera preferido no conocer la verdad. Haber muerto en la
oscura ignorancia.
―Pero la mentira tiene patas cortas.
Cogí el papel con aspecto envejecido, mi nana me enseñó la técnica
cuando era adolescente y me gustaba escribir poemas de amor. Pero en
estos tiempos, era un crimen empapar polvo de café y pasarlo por la hoja
para darle ese toque antaño. De todos modos, lo hice y decidí escribir la
carta de mi alma para la de ella.
―Es bueno escribir, Volker.
Nos dirigíamos al bosque para dejar la cesta de alimentos al viudo de la
villa. Me pesaba una tonelada el corazón cada vez que le hablaba del
hombre misterioso que había perdido a su mujer y a su hijo en
circunstancias terribles. Pero me dolía más ver en su rostro la lástima que
sentía por él, por mí.
―Duele menos.
Dea, además de ser hermosa y dulce, era el ser más noble e inteligente
que jamás había conocido. Cada minuto a su lado era una dádiva que,
difícilmente, olvidaría mientras viviera.
―Algún día lo haré.
Me tocó el brazo y temblé de emoción. Era como si una corriente
eléctrica me recorriera de arriba abajo cada vez que me tocaba.
―Algunos seres humanos no nacimos para ser amados.
Cuando las palabras salieron de mi boca, era tarde para borrarlas.
Ralentizamos los pasos y el crepitar de las ramas secas también disminuyó.
―Ni siquiera por sus padres.
Un gemido se le escapó al escucharme.
―Algunos no merecen esa dicha, Volker.
La miré por el rabillo del ojo y vi cómo la pena se apoderaba de ella.
―Mi padre era un hombre muy tirano ―continué, cabizbajo―. Y mi
madre le tenía mucho miedo, tanto que, fue incapaz de defendernos de sus
garras.
Nos sentamos sobre unos troncos talados y levantamos la cabeza para
observar el cielo a través de las ramas. El aroma, los sonidos y los colores
de aquel sitio eran bucólicos.
―Viktor me contó vuestra historia.
Volvió a tocarme el brazo y el efecto fue el mismo: temblores,
palpitaciones y respiración agitada.
―Nunca entendimos tanto odio, al menos no en aquel entonces.
Cogí una ramita y jugueteé con ella, distraído y abrumado por la
cercanía de Dea. Era un oficial respetable, mano dura y severo, pero
cuando estaba a su lado, perdía el control de mis emociones.
―El amor y el odio son sentimientos profundos… ―argumentó,
convencida―. Difíciles de comprender ―me miró con seriedad―. Aunque
el odio es más fácil de detectar el motivo que lo causó.
Lancé la ramita sin replicarle.
―El amor, a su vez, nace sin darte cuenta y se adueña de ti sin que
puedas evitarlo.
«Sin que puedas huir de él» rematé para mí mismo.
Las primeras páginas de mi historia eran difíciles de escribir. Era como
si al plasmarla sobre el papel, me arrancaran la piel del alma.
Esta es la historia sin final feliz…
Las palabras parecían vacías y carentes de sentido.
―Nadie te recordará, Volker ―escupí con amargura―. Al menos no
como hubiera querido.
Sentirán pena.
Compasión.
Tristeza.
Por un tiempo, hasta que mi propio recuerdo se convertirá en ceniza.
En olvido.
―Solo eso.
Escribí el Soneto 22 de Shakespeare en el primer papel y experimenté tal
dolor que una lágrima rodó por mi mejilla y manchó las palabras.

No veré mi vejez en el espejo,


mientras en ti la juventud perdure,
más si veo en ti los surcos de los años,
sabré que pronto expiaré mis días.
Pues toda la belleza que te encubre
no es más que el ropaje de mi pecho,
que en ti cual el tuyo en mí palpita:
¿cómo ser más viejo que tú mismo?
Por lo tanto, amor, cuida de ti.
Como yo lo hago conmigo por tu causa,
protegiendo solícito tu pecho
cual la tierna nodriza cuida al niño.
Si mi pecho muriera no presumas,
pues el tuyo me diste y lo retengo.

Salí de la mansión con una caja de cartón de tamaño considerable tras


ocultar aquella triste carta dentro del diario que mi nana me regaló cuando
tenía quince años. Y en lugar de escribir mis memorias, copié los sonetos de
Shakespeare, como si en sus palabras encontrara las mías.
―¿Qué estás quemando?
Dea observaba el fuego que había encendido detrás de su casa
completamente hipnotizada.
―El dolor.
Calé mi cigarrillo con fuerza.
―¿El dolor?
Dea lanzó unas fotos y unas cartas. No sabía quiénes eran aquellas
personas que, poco a poco, iban desapareciendo de mi vista, de la vida de
Dea.
―Todo lo que te causa dolor.
Se refería a los recuerdos.
―El tiempo hará el resto.
Aquellos instantes, tan pasajeros a su lado, dejaron profundas huellas en
mí. Retazos que solía unir y transformar en una maravillosa pintura sin
colores definidos o imágenes concretas. Solo ahora, lejos de ella, como
breves fogonazos, invadían mi mente y llenaban de júbilo mi corazón
magullado.
―Yo amaba a tu padre ―me confesó nana a pocas semanas de su
deportación―. Él lo sabía.
Era una mujer preciosa, a pesar de los años y la dolencia de su alma,
seguía siendo una mujer hermosa.
―Y por eso abusó de mí de todas las maneras que un hombre es capaz
de hacerlo.
Él no la amaba, no amó a nadie.
―Nana, lo siento.
La abracé como ella cuando buscaba consuelo en sus brazos.
―El amor solitario es el más doloroso y el más perverso, porque nos
conduce directamente al abismo.
Ahora entendía esas palabras.
―Solo cuando amas a una bestia, nana ―expresé al retomar el camino
del presente―. Porque son incapaces de amar de verdad.
Lancé unas cartas a la fogata que había encendido en el jardín de la
mansión de mi familia, seguidas de fotos, postales y el certificado de
matrimonio que ya no valía nada. Me acuclillé y cogí el Kipá que Alina me
había regalado el día que me convertí al judaísmo y lo lancé al fuego. No
quería nada que me pudiera recordar a ella y el lazo que nos unió mientras
vivió.
―Adiós, Alina.
Si pudiera cambiar el pasado, lo haría.
A continuación, lancé los portarretratos con las fotos de mi padre, el
hombre más cruel y despiadado que conocí en mi vida. Eché una fugaz
mirada a su imagen: atractiva, firme y elegante. Éramos copia fiel de él,
pero solo por dentro.
―Adiós, papá.
Infelizmente, las heridas que dejó en mí y en mi hermano, no podía
lanzarlas al fuego. No podía borrarlas, olvidarlas. Siempre me perseguirían.
―¿Viktor?
Entré a hurtadillas en el desván, donde estaba mi hermano, asustado y
anegado en lágrimas tras los veinticinco latigazos que recibió por mí.
―¿Por qué hiciste eso?
Estaba sentado en un rincón, cerca de la ventana, donde solíamos
observar el cielo estrellado en verano. Salíamos por ella y nos tumbábamos
en el tejado hasta que el frío nos calaba los huesos.
―Ayer te golpeó a ti ―me recordó con la voz llorosa―. Dos veces.
Me senté a su lado con cierta dificultad.
―Una por mí ―repuso mientras las lágrimas caían cada vez más por
sus sonrojadas mejillas―. Si te golpeaba hoy, las heridas de tus piernas
sangrarían y no podrías caminar por unos días.
A veces, ninguno de los dos podía huir de él y de su gran odio contra
nosotros. Nos llevaba al cuarto de baño y nos obligaba a meternos en la
bañera con agua helada y nos dejaba allí dos horas tras abrir la ventanilla
en pleno invierno. Nos abrazábamos para soportar el frío que nos
entumecía hasta la médula.
―Te traje un poco de chocolate, Viktor.
Cuando vi la sangre que se resbalaba por sus piernas, rompí a llorar
con desesperación. Teníamos solo seis años y la sangre siempre la
asociábamos a la muerte.
―¡Estás sangrando!
Los labios de Viktor eran casi azules y sus temblores me alarmaron
todavía más. Me levanté y compuse una mueca de dolor al dar los primeros
pasos hacia la puerta. Busqué a nana y le conté lo que le pasaba a mi
hermano.
―Mi niño, ¿te duele mucho?
Con algodón y agua tibia, nana le limpió las heridas mientras yo rezaba
al hijo de Dios que solíamos usar en el pesebre en la navidad. Le pedía,
como todos los días, que llevara a nuestro padre.
―Shhh ―ronroneó nana cuando Viktor gimoteó―. Estas cataplasmas
te ayudarán, mi querubín.
Ella durmió con nosotros aquella noche, en la vieja cama de hierro y
cobijados por una manta de lana, uno a cada lado de ella. Mi madre, como
siempre, no vino a vernos, temía que nuestro padre le hiciera daño a
nuestra hermanita.
―¿Viktor? ―susurré al mismo tiempo que alargaba mi brazo por
encima del estómago de nana―. No me dejes, por favor ―le rogué con la
voz muy nasal.
Solo cuando cogió mi manita, pude respirar con normalidad.
―No lo haré, Volker, nunca.
―Nunca ―repetí con un nudo enorme en la garganta― aunque nos
separé la muerte, siempre estaremos unidos, Viktor.
Cogí el viejo colgante rojo en forma de corazón de mi madre y lo abrí.
Dentro había nuestra foto cuando teníamos tres años. Estaba en la caja
fuerte del despacho de mi padre junto con otras joyas que ya vendí con
algunos cuadros.
―Rubíes ―declaré hipnotizado por la joya que bailoteaba delante de
mis ojos―. Se lo entregaré a Viktor ―compuse una mueca de alegría―.
De los dos, es el único que sobrevivirá en esta guerra tras mi pacto con el
diablo este viernes.
Necesitaba la ayuda de mis camaradas para lograr la gran huida de Dea y
Viktor. Y para ello, debía hablar con alguien que seguro pedirá mi cabeza a
cambio.
Pero vale la pena.
A la mañana siguiente, delante de la tumba de Alina, con una piedra
entre las manos y una tristeza lacerante en el pecho, recité el Soneto 117 de
Shakespeare, el que le dediqué el día que le pedí en matrimonio delante del
cerezo donde habíamos hecho el amor por primera vez, bajo las estrellas
más brillantes y la luna más deslumbrante de aquel verano.

Acúsame de esto: que he descuidado


el pago que merecen tus encantos,
y que hay tiempo tu amor no he procurado.
Amor que día a día me ata tanto.
Que he estado en compañía de otras gentes,
compartiendo con ellos tiempo tuyo.
Que he izado las velas al viento urgente,
pareciendo que de tu mirada huyo.
Anota las faltas que he acumulado,
pruebas válidas de mi terquedad.
Ponme bajo la mira de tu enfado,
pero no dispares con tu maldad.
En mi defensa, he querido probar
que me amas, y no me dejas de amar.

Me sentía culpable en aquel entonces, ya que la carrera absorbía casi


todo mi tiempo y no había encontrado mejor soneto para pedirle disculpas.
―Y entregarte mi corazón como un imbécil.
Alina nunca me amó.
Como María me lo repitió tantas veces.
El amor era ciego y también sordo.
―La inocencia te cegó.
Fue mi primer amor, el más dulce e inocente, el que cala hondo, el que
deja huellas, pero que no siempre era el verdadero. Puse la última piedra
que pensaba dejar en su tumba, porque había llegado el momento de decir
adiós de manera definitiva.
―¿Te pasa algo, cariño?
Acabábamos de hacer el amor de una manera casi salvaje tras mi
regreso a casa después de unas semanas.
―Tengo un retraso.
Tal fue mi alegría, que me senté de golpe en la cama y la miré con una
amplia sonrisa.
―¿Estás segura?
Manteníamos relaciones desde hacía años sin cuidarnos y con cierta
ilusión de concebir un hijo, pero no había pasado, hasta ese día. Los ojos
de Alina se llenaron de lágrimas y los míos también.
―Sí, lo estoy.
Cerré los ojos con abatimiento al volver al presente y recordé las
palabras de mi profesor meses atrás cuando lo visité, después de encontrar
la carta de mi cuñada.
―He tenido muchos pacientes con la misma secuela y ninguno lo logró.
Cuando era pequeño, tuve paperas y casi perdí la vida por no respetar el
reposo debidamente. El médico, en aquel entonces, declaró que nunca
podría tener descendencia. Durante años, Alina y yo tuvimos relaciones
íntimas, pero sin consecuencias. Aquello, tras el matrimonio, desencadenó
terribles discusiones y acusaciones hirientes que dejaron secuelas en mi
ego.
―Angelika no era mi hija.
Afirmarlo fuera de mi cabeza dolía mucho más de lo que suponía, ni
siquiera fui capaz de hacerlo cuando Viktor me lo preguntó. Le mentí con
descaro, pero por compasión. Mi hermano ya no necesitaba más cargas,
tenía demasiadas y unas que incluso a mí pensaban.
Dea.
Cada vez que pensaba en ella, perdía el control de mis emociones y me
perdía en una espiral de tristeza infinita. Quería evitarlo, pero no podía.
Observé el anillo que llevaba en el dedo como un fiel hombre casado,
enamorado y feliz.
―Nunca romperé mi promesa ―juré con la mirada clavada en el
cielo―. Hasta que la muerte venga a por mí.
Y en breve, al firmar mi sentencia, no faltará mucho para ese día.
Cogí el pañuelo que Dea me dio a cambio del mío, que lo había lavado.
Jamás se lo devolví, lo llevaba a todas partes como si fuera un amuleto. Lo
olisqueé con los ojos cerrados y aspiré su aroma, que no se disipaba de la
tela.
―Conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que te puedo
olvidar ―recité una frase de Shakespeare―. Y aún muerto, sería imposible
―agregué mis propias palabras―. Porque si existe el alma, ella siempre te
recordará.
Me enamoré de su manera de ser, de su pureza, de su bondad, de su
lengua afilada, de sus horribles chistes, de su belleza, de su dolor y de su
amor.
―¿Te cuento un chiste, Volker?
La miré con una sonrisa ladeada.
―Lo contarás de todos modos ¿no?
Me guiñó un ojo.
―¿Cuál es el colmo más pequeño?
Fruncí el entrecejo antes de encogerme de hombros.
―¡El colmillo!
Rio con tantas ganas, que terminé riéndome de ella, no del chiste, del
malísimo chiste.
Dea fue la única persona auténtica que conocí en mi vida después de mi
nana, María y mi hermano.

Había estado trabajando a destajo las últimas cuarenta y ocho horas en el


campo de trabajo en Wuppertal, a unos pocos kilómetros de Schwelm.
Debíamos enviar a los prisioneros a distintos campos de concentración.
Todos serían eliminados.
Moritz se fue a verme en casa por la tarde y me dio el nombre del
encargado de llevar a cabo la masacre en el pueblo natal de Dea, aquel 12
de agosto.
―El Batallón 35 del 16º SS Panzergrenadier: Division Reichsführer-SS,
dirigido por el Hauptsturmführer Anton Galler.
Cerré los ojos al acordarme cómo había encontrado el pueblo aquel día,
a horas de lo sucedido.
―Asesinaron a más de 500 residentes y refugiados, Volker.
Aspiré una gran bocanada de aire.
―En su mayoría mujeres y niños ―expuse en un tono muy débil.
Moritz también suspiró.
―Los fusilaron en la plaza y quemaron sus cuerpos.
Intercambiamos una mirada teñida de culpa.
―En represalia a los partisanos de la Resistencia italiana
―contraataqué―. Pagaron una deuda ajena a ellos.
Mi amigo giraba su gorro entre las manos con mucho nerviosismo.
―Me lo contó uno de los soldados que estuvo presente.
Clavé los ojos en los suyos.
―Estaba muy afectado.
A veces me preguntaba si la guerra algún día acabaría para los que la
vivimos. Y la respuesta se hizo eco en mi cabeza y terminó alojándose en
mi pecho.
No, nunca.
―El mariscal me espera, Moritz.
Me sujetó del codo con brusquedad.
―Te salvaré, cabrón.
Negué con la cabeza.
―La muerte es un alivio, créeme.
Me miró cabreado.
―¿Qué me ocultas, von Richthofen?
Me llamaba por el apellido solo cuando las cosas se le escapaban de las
manos.
―Todo en la vida tiene su precio, pero este es muy alto, Volker. ¡Te
fusilarán por crímenes que no cometiste a cambio de su ayuda! ―reiteró
una vez más.
―¡No me importa!
―Scheiße!
Debía firmar unos documentos, asumiendo la culpa del hijo del
Mariscal, un teniente que había asesinado a muchas personas por puro
placer. Delitos que, según los documentos, bajo mis órdenes.
―Me condenarán de todos modos ―le recordé al apartar el codo de su
mano―. Fui Comandante de la Totenkopf.
Soltó una palabrota.
―¡Huye!
Negué con la cabeza.
―No arriesgaré la huida de mi hermano y su mujer.
Como si una lámpara se hubiera encendido en su cerebro y le hubiera
dado la respuesta que buscaba, me miró con atención y después con
compasión.
―Es ella.
Apreté los dientes en un acto reflejo.
―La mujer que te hizo cometer tantas locuras en Italia.
Abrió la boca en una enorme «O» silenciosa.
―¡Es la esposa de tu hermano!
Le palmeé el hombro.
―Tengo que irme, Moritz.
Me miró como si fuera la primera vez que me veía en su vida.
―Siento orgullo de ser tu amigo, Volker.
Habíamos pasado tantas cosas juntos los últimos años al lado de Paul,
Sebastián y otros tantos, cosas que salvaron vidas inocentes, pero que nadie
nunca conocería. Los alemanes siempre seríamos los malos de esta historia.
―Yo también de ti, Moritz.
Salí de la mansión y me dirigí al club de oficiales en Hagen. Tras la
ostentosa cena: ostras, caviar, langosta, foie y chuletones de buey, todo ello
regado con los mejores vinos y champañas, nos reunimos en una habitación.
No hubo charla previa, solo el cierre final de un acuerdo suicida.
―La mujer partirá en un mes con la otra ―anunció con los documentos
firmados en las manos―. Y su hermano irá un mes después.
Dea y Giorgia, la intérprete que salvé meses atrás, serían transportadas
por la Cruz Roja hasta España, de donde partirían a Estados Unidos. Tristán
y mi tía ya estaban al tanto, les había escrito hacía más de un mes.
―Aquí tiene los papeles de ambas ―me alargó y los revisé con
detenimiento―. Este es el documento que deberán entregar al oficial que
las buscará en España, en el puerto ―chasqueó la lengua―. Si incumple su
parte, serán fusiladas al instante ―me recordó y temblé.
―Siempre cumplo mi palabra, señor.
Asintió con una ceja arqueada.
―Ya sabe lo que debe hacer cuando su hermano se marche, ¿no?
Asentí.
―Entregarme a las SS como autor intelectual del asesinato del oficial
que su hijo asesinó en un ataque de locura ―no quise sonar irónico, pero
fue inevitable―. En caso de ser cogido por los aliados, asumir el incendio
de la sinagoga repleta de judíos en el sur de Alemania.
Apretó con fuerza los dientes.
―Si no cumple, los míos se encargarán de los suyos, Comandante.
Aquel cabrón estaba seguro de que Alemania llegaría a un acuerdo con
los aliados o al menos con los altos cargos como él. ¡Cuánta petulancia!
―Si, señor.
Tan pronto como Viktor llegue a tierras americanas, se encargará de
llevar a todos a otro lugar, donde nadie pueda encontrarlos jamás.
Por eso no le hablé de los pormenores a Moritz, temeroso de que metiera
la pata y pusiera en riesgo la vida de ambos.
―Eres un ario de palabra, Comandante.
Aquello sonaba más a amenaza.
―No se preocupe, Comandante ―me tranquilizó―. Si todo sale bien,
no tendré que usar estos documentos ―sonrió con malicia―. ¿Qué le
parece si festejamos el acuerdo?
«No rechaces su invitación, el mariscal podría tomarlo mal» me
aconsejó Moritz, antes de subir al coche.
―Claro, señor.
La guinda de la jornada la ponían «las mejores putas del club».
―Por aquí, señores ―nos indicó la madame del lugar―. Tengo chicas
nuevas, señor ―sonrió de oreja a oreja―. Ya me entienden.
Vírgenes.
Dos policías militares se apostaban en la puerta, el burdel detrás del club
se convertía en una feria al servicio de los deseos sexuales del mariscal y su
séquito. Me quedé impresionado con el despliegue de suntuosidad del lugar
lujurioso en aquellos tiempos tan difíciles.
―¿Le gustaría probar a una de las jóvenes, Comandante?
Mordí la piel interna de mis mejillas.
―Por supuesto.
La decoración era un alarde de fantasía y fetichismo, exagerado y
degenerado.
―¡Maravilloso! ―exclamó el mariscal de casi sesenta años y barriga
prominente―. Si pudiera tener su edad ―susurró tras golpearme el
brazo―. ¡Aproveche su juventud, Comandante!
Las habitaciones de los pisos superiores eran todavía más alucinantes,
me comentó el mariscal a modo de confidencia y su aliento alcoholizado
me mareó.
―Tenemos salas con auténticos instrumentos de tortura para prácticas
sadomasoquistas ―manifestó la madame tras echarme una mirada
lasciva―. ¿Le gustaría conocer?
Negué con la cabeza.
―No soy adepto a tales prácticas, señora.
―Una lástima ―se lamentó después de comerme con los ojos―. Pero si
cambia de parecer, solo debe llamarme.
Solo quiero ir a mi casa y dormir un poco.
Nos condujo a un reservado iluminado tenuemente.
―Beberé un poco ―anuncié con una sonrisa―. Para relajarme...
La mujer me acarició el brazo con sensualidad.
―Invita la casa ―susurró con una sonrisa malévola―. Todas las que
quiera, señor.
―Gracias.
Para amenizar la velada, unos músicos interpretaban piezas de Mozart.
Allí, el wiski, coñac y la cerveza corrieron sin moderación, al igual que el
opio y las mujeres.
―Hola, señor ―me saludó una joven de pelo oscuro y piel blanca―.
Me llamo Elsie.
Tenía un cuerpo precioso, curvas peligrosas y una inocencia fingida en
los ojos. No tenía más que dieciocho años, pero su mirada era la de una
mujer vivida de muchos años más.
―Lástima que no tenga ojos claros y cuente chistes horribles.
―¿Perdón?
―Nada.
Tras una hora de beber desaforadamente y aspirar los vapores del opio,
me dejé caer en un sofá cuando por fin el mariscal subió a una de las
habitaciones con una de las vírgenes.
―Necesito aliviar mi pena.
―Puedo ayudarlo.
―No, nadie puede.
Me sentía terriblemente mareado y era casi incapaz de entender las
palabras que me susurraba al oído la chica, cuyos pechos estaban desnudos.
No lo había notado hasta que cogió mi mano y la puso encima de uno de
ellos.
―No eres ella ―expresé y retiré la mano de su seno―. Estoy casado
―le enseñé el anillo―. Y le prometí fidelidad.
Estaba borracho y deprimido.
―Ella no lo sabrá ―insistió y posó la mano en mi entrepierna, flácida y
sin ánimos―. Jamás.
Todo aquel lujo y desenfreno, en lugar de subirme la moral, había
conseguido provocarme una tristeza espantosa.
―Pero yo sí ―aparté su mano con suavidad―. Le pertenezco solo a
ella.
Frunció el ceño al no comprender mis palabras.
―¿Tanto la ama, señor?
Bebí un trago más.
―Antes muerto que traicionar este amor que siento por ella.
Intentó besarme en los labios, pero me di la vuelta a tiempo.
―No me robes lo poco que ella me dio.
Ladeó la cabeza.
―No lo entiendo, señor.
Cubrí sus encantos con delicadeza.
―Algún día, cuando ame a alguien de verdad, tal vez comprenda mis
palabras.
Aquel sitio me parecía una pantomima y una inmoralidad si pensaba en
las mujeres y niños de Alemania que cada día perecían bajo las bombas
británicas, en los civiles que pasaban hambre y penurias, o en mis
camaradas de armas que se jugaban la vida en el frente por una ideología
que ni siquiera comprendían.
―Nadie se dará cuenta que me fui ―susurré para mí mismo al ver el
estado de todos―. Este sitio me da asco.
Miré a mi alrededor y comprobé que todos los oficiales que estaban allí
habían subido a los reservados con las putas que contrataron.
―Fue un placer, señorita.
Odiaba todo aquello, pero necesitaba cerrar el acuerdo con el mariscal lo
antes posible y asegurarme la salvación de los míos.
—No se vaya… —susurró mientras me acariciaba el mentón y se
frotaba los pechos contra mi torso―. Haré que se olvide de todos sus
problemas.
Me chupó y mordisqueó la barbilla con una sensualidad que hubiera sido
irresistible si no la hubiera conocido a ella, a Dea.
—Suba conmigo ―me imploró―. No quiero estar con nadie más.
En su desesperación encontró mi compasión. Con dificultad me
incorporé, saqué la cartera y enganché unos cuantos billetes en la liga de
encaje rojo de la mujer.
—Ve a descansar —balbuceé con el hablar pastoso de los borrachos―.
Como hace tiempo no lo hace.
Me miró maravillada.
―Es una mujer muy especial.
Me abroché los botones de la guerrera.
―Única.
Y haciendo aquello, me marché del lugar tras firmar mi condena. Al
llegar a casa, me quité el anillo del dedo y leí lo que había inscrito en él:
«Nur Dein».
―Solo tuyo.
Retiré del cajón el colgante en forma de corazón y lo metí dentro
envuelto con un pedacito de seda de color rojo para proteger el testamento
de mi alma por si algún día Dea lo abre. Y con mucho cuidado, con un
fuerte pegamento, uní las dos partes, ocultando dentro mi secreto para
siempre.
Capítulo 43
Dea

V iktor echó un vistazo al reloj despertador sobre la mesilla de noche y


suspiró con tristeza al ver la hora. Lo miré con un puchero infantil que
le robó una risita. Exhalé hondo, como si estuviera agotada. Últimamente,
el cansancio era mi fiel compañero, junto con los antojos y las náuseas. Esta
última me tenía de los nervios, pero cada vez que me acordaba que llevaba
un bebé suyo dentro, la alegría vencía a la apatía.
―¿Ya es la hora? ―refunfuñé―. ¿No puedes quedarte media hora más?
Negó con la cabeza.
―No, meine Süße.
Una sonrisa bobalicona decoró su rostro, aquel día debía hacer guardia
en la ciudad de Hagen, donde trabajaba desde que llegamos a su país.
—Tengo que levantarme o llegaré tarde. —No movió un músculo y no
pude evitar reírme―. Meine Süße, no quiero ir.
Le pasé un brazo por encima del pecho.
―No te vayas.
Una luz clara entraba por la ventana y pintaba la habitación con unos
tonos naranjas muy vivos. Las últimas tintas del día eran las más vivas.
—No quiero que vayas a trabajar.
Le mordí la barbilla.
―Quédate conmigo… —Intenté persuadirlo a base de besos y caricias
bajo las sábanas.
Suspiró como si algo le pesara mucho en el pecho.
—No te imaginas cuánto me gustaría.
Le besé mientras enredaba los dedos en su cabello despeinado y del
color de la arena. Me encantaba mirarlo cuando despertaba de la siesta.
—Podríamos dar un paseo por el pueblo, ir a la cafetería o visitar la
plaza como ayer.
Me plantó un beso en la boca, largo y áspero, de barba sin afeitar hacía
una semana. Se lo devolví, suave y jugoso, sin prisas.
—No pienso parar —gimió entre mis labios—. Aún me quedan quince
minutos… ―su mano cubrió una de mis nalgas―. Oh, meine Süße.
Me bajé apresuradamente los tirantes del vestido y terminamos haciendo
el amor como si la vida misma se nos fuera en ello.
―Come bien y duerme temprano ―me aconsejó tras vestirse―. ¿Me lo
prometes?
Crucé los brazos sobre el pecho en el recibidor de la casa, estaba fresco,
pues debido a los recortes no podíamos poner la calefacción durante la
noche.
―Lo prometo.
Desde la cocina llegaba el olor de la leche caliente que compró en el
mercado negro a precio de oro y del pan recién tostado.
—Pensaré en vosotros todo el tiempo ―me prometió antes de
arrodillarse y besar mi vientre aún plano―. Cuida a mamá ―volvió a
besarlo―. Amor de papá.
Se puso de pie y abotonó la guerrera frente al espejo del recibidor. Le
ayudé con el pasador de la cinta rojiblanca con la Cruz de Hierro y le
arreglé el pelo como una madre cariñosa lo haría con su hijo pequeño antes
de llevarlo a la escuela.
—Te amo, Capitán.
Introdujo la pistola en la cartuchera, cogió la gorra y el portafolios. Se
volvió y me abrazó con mucho afecto.
—Hasta mañana, meine Süße.
Me puse de puntillas y enterré la cara en su cuello perfumado.
—Te amo.
Nos soltamos a regañadientes, cada minuto lejos el uno del otro era
demasiado doloroso sabiendo que pronto estaríamos separados por un
enorme océano. Abrió la puerta y salió.
―Cuídalo, Dios.
Abrí la puerta y grité.
—¡Viktor!
Él se detuvo en el segundo escalón y miró por encima de su hombro.
—¿Qué sucede, meine Süße?
Sonreí como una quinceañera mientras lo contemplaba de arriba abajo,
erguido y altivo con su uniforme. ¡Totalmente cautivada por su belleza y
porte!
—Te amo.
Me lanzó un beso.
―Y yo a ti.
Cerré la puerta y me dirigí a la habitación, atenta al ruido del motor del
coche, pero no lo escuché durante todo el camino. Curiosa, me acerqué al
balcón y aparté las cortinas para observar el jardín con cautela felina.
―¿Qué pasó?
Viktor conversaba con alguien, a quien no podía ver desde allí, pero
podía oírlo con nitidez.
Volker.
Por el tono y la seriedad del tono de sus cuerdas vocales, sabía que
hablaban de cosas delicadas. Llevé la mano al vientre en un acto reflejo.
Cada vez que me ponía nerviosa, sentía esa enorme necesidad. Aspiré y
espiré hondo al recordar las palabras de Viktor antes de la siesta…
―Estaremos separados solo un mes, meine Süße.
¡Un mes! Era mucho tiempo, pero no teníamos otra salida. Era la única
y la más dolorosa tras abandonar para siempre mi tierra. El día del viaje
fue duro, las lágrimas me acompañaron todo el camino, no solo dejaba mi
vida atrás, sino también a mi hijo.
―Todo saldrá bien.
Me abracé a él con todas mis fuerzas.
―Tengo mucho miedo, Viktor.
En Alemania la guerra parecía mucho más atroz que en mi país.
―Lo sé, yo también lo tengo.
La primera noche en aquella casa, en aquella cama y en aquella tierra,
fue horrible. No podía dormir, a pesar del cansancio, el sueño brillaba por
su ausencia.
―Meine Süße?
Estábamos desnudos en la cama, yo acurrucada a él, como una gatita
asustada. Su mano me acariciaba la cabeza con afecto mientras yo me
perdía en la melodía de su corazón.
―¿Sí?
El viento nocturno jugueteaba con la cortina y se deslizaba por nuestros
cuerpos.
―Todo va a salir bien.
Cerré los ojos y traté de recuperar el control de mis emociones. Quería
creerle, necesitaba hacerlo, pero toda esta situación me lo impedía.
―Será eterna la espera, mi amor.
Mis ojos se clavaron en la espalda de Volker cuando volví al presente.
Se dirigió al enorme portón de hierro cabizbajo y algo encorvado. Tosió con
dificultad antes de abrirlo. Estaba muy delgado, como Viktor. Podía notarlo
por sus holgados pantalones bombachos y su escuálida espalda. La guerra
empezaba a dejar rastros en ellos, en todos, incluso en los que algún día
presumían de estar más fuerte.
―¿Señora?
La voz de Giorgia me arrancó de mi trance de un plumazo. Me dirigí
hacia la puerta y antes de poder abrirla, lo hizo ella con mucho cuidado.
―Le he traído su cena.
Pasó a la habitación y colocó la bandeja sobre la mesa.
―Dea ―le corregí―. Llámame solo Dea.
Me sonrió.
―Dea.
El coche de Viktor arrancó y poco a poco se alejó de la mansión. Giorgia
me miró con una expresión que no supe cómo interpretar, parecía nerviosa y
también expectante.
―Gracias, Giorgia.
Asintió con un cabeceo y se mantuvo en su sitio, con los labios
apretados. Parecía inquieta y ansiosa. La miré fijamente, pero no me dijo
nada.
―¿Me quieres decir algo?
Cogió una caja roja del bolsillo de su abrigo y me la alargó. Ladeé la
cabeza confundida.
―El señor Volker me pidió que te entregara esto.
Por instinto, apreté los puños, los dientes y encogí un poco los dedos de
los pies.
―Me lo dio antes de que su marido bajara.
¿Había venido por ese motivo a la casa? ¿Por qué no me lo entregó
personalmente?
―Se marcha a Berlín esta noche ―me comunicó en un tono bastante
débil―. Y no volverá.
Un nudo gigantesco se me formó en la garganta al oírla.
―Ah.
Cogí la caja cuadrada con un temblor en la mano y el aroma de su
colonia ultrapasó mis fosas nasales. Giorgia se retiró sin dirigirme una sola
palabra más. Cerró la puerta y me dejó a solas.
―No volveremos a vernos ―musité con un dolor sordo en el pecho―.
Nunca más.
El chillido de las sirenas antiaéreas rellenó el silencio mientras abría la
caja y me encontraba con un colgante en forma de corazón incrustada de
muchas piedrecitas rojas. Cogí la gargantilla y la levanté de la caja para
observarla con más atención.
―¿Era un guardapelo? ―susurré e intenté abrirlo, pero sin éxito―. No
se abre ―refunfuñé, decepcionada―. Pensé que encontraría una foto dentro
―medité con los labios fruncidos.
Busqué dentro de la caja alguna nota, pero no encontré nada hasta que
revisé la tapa de la caja y hallé un mensaje corto y preciso escrito a puño y
letra por él:
―Solo tuyo ―expuse con los ojos lacrimosos―. ¿Qué significaba?
Sabes lo que significa, Dea.
Se escuchaban las baterías antiaéreas y el ruido de los motores como si
hubiera cientos de aviones en el cielo.
―Necesito aire fresco.
Me puse la gargantilla antes de dirigirme al balcón de la habitación. Al
salir, mis ojos se encontraron con los de él, con los de Volker, que se
encontraba cerca de la fuente en el jardín con una rosa amarilla entre las
manos.
Oh…
Nos quedamos allí, paralizados bajo las luces naranjas de las bombas a
lo lejos, mirándonos en silencio.
Después de los silbidos vinieron las explosiones como un festival de
fuegos artificiales con crujidos de hormigón. El suelo se estremeció bajo
mis pies y el corazón en mi pecho. Una lágrima recorrió su mejilla derecha
a cámara lenta mientras otra la hacía en la mía.
―Te amo… ―solfeó antes de dejar caer un beso en la flor.
Quería bajar y despedirme de él con un abrazo, pero fui incapaz de
moverme de mi sitio.
―Adiós ―vocalicé y deposité un beso en el colgante―. Volker…
Posó la rosa en la fuente con mucho cuidado y me lanzó una última
mirada antes de girar sobre los pies y marcharse como había venido. No se
volvió, ni una sola vez. Llevé la mano al colgante al comprender lo que
simbolizaba.
Era su corazón.
El chillido de las sirenas antiaéreas a medianoche nos sorprendió
abrazados entre las sábanas. Dormitaba mientras Viktor me acariciaba la
espalda y me besaba detrás de la oreja. Era su día libre y habíamos estado
juntos de la mañana a la noche. Entre besos y abrazos. Risas y lágrimas.
Bromas y poemas. Suspiros y melodías. Cada vez que tocaba el piano, la
composición que Volker me dedicó cada mañana en la villa, el corazón se
me encogía sin que pudiera evitarlo.
―¿Dónde estabas? ―le pregunté entre bostezos―. Es tardísimo.
La última semana, hacía guardia por las mañanas, pero siempre se
acostaba muy tarde. Me sonrió, pero en sus ojos solo vi tristeza y dolor.
Faltaba cada vez menos para el viaje.
—Tenemos que bajar al refugio, meine Süße.
Me di la vuelta y me acurruqué aún más en él.
—No… —repliqué como una cría mimada―. No quiero alejarme de ti.
La habitación se sacudió, los muebles temblaron, la lámpara de la mesita
de noche se hizo añicos contra el suelo y una lluvia de polvo brotó del
techo. Viktor rodó sobre mí para protegerme.
― No tengas miedo, meine Süße.
Rompí a llorar, últimamente lloraba por todo, no sabía si era por el
embarazo o por la gran pena que cargaba en el corazón. Me aferré a sus
hombros con todas mis fuerzas y noté lo delgado que estaba, como Volker.
―No quiero dejarte, Viktor.
Suspiró hondo, como si el mundo entero acabara de caerse sobre su
cabeza. Temía que hiciera alguna locura, que no me marchara y que pusiera
en peligro a nuestro hijo.
―Me lo prometiste, Dea.
Ahora, cada vez que me llamaba por mi nombre, sabía que estaba
enfadado o decepcionado. Me aparté de él y busqué sus ojos con
desesperación. Al encontrarlos, vi reflejado en ellos mi propia penuria.
―Arráncame un brazo ―le supliqué entre sollozos―, me dolerá menos.
Besó mis ojos acuosos y me estremecí como la primera vez que lo hizo,
meses atrás, en el puente medieval del pueblo.
―Eres mi corazón ―susurró después de apoyar la frente en la mía―, y
si algo te llegara a pasar, ¿para qué seguir viviendo?
La habitación volvió a temblar y un par de objetos de porcelana cayeron
al piso mientras nuestros cuerpos se entrelazaban en uno solo.
―Lucha por nosotros.
Sus ojos brillaron bajo la cortina de lágrimas.
―Sois la razón de mi lucha.
Sólo llevábamos unas semanas casados y ya teníamos que separarnos.
No era justo. Nada en esta guerra lo era. A pesar del bombardeo, nos
quedamos allí, en la habitación, mirándonos con devoción mientras el
clímax se apoderaba de nuestros cuerpos.
―Te amo ―gemí con las uñas clavadas a sus brazos.
No dejó de moverse un solo segundo hasta que derramó su placer dentro
de mí. Se sacudió contra mi cuerpo casi al mismo tiempo que yo cuando
todavía disfrutaba del orgasmo.
―Y yo a ti…
Nos abrazamos bajo la oscura sombra de la noche, salpicada por las
ráfagas de luces mortecinas de las bombas que estallaban a tan pocos
metros de nosotros. La mirada de Viktor reflejaba la misma melancolía que
Volker días atrás cuando lo vi por última vez.
―¿En qué piensas?
Y el ruido de los motores aéreos cesó media hora después. Tal vez ellos
tampoco tenían demasiadas municiones o simplemente, ya no había mucho
que destruir.
―En nosotros.
Mentirle me dolía, pero no podía decirle que pensaba en Volker y en lo
que probablemente había sacrificado para conseguir nuestra libertad. ¿Cuál
fue el precio? ¿Tan alto era que ni siquiera a su gemelo podía confiárselo?
―Un mes pasa volando, meine Süße.
Un mes, en plena guerra, era una eternidad para dos enamorados.
Alargué la mano y dibujé su hermoso rostro con los dedos. Garabateé cada
rasgo de él en la tela de mi alma.
―Si es niña la llamaré Viktoria.
Una sonrisa iluminó toda su cara y ofuscó por completo la pena.
―Y si es niño se llamará Heinrich como tú.
Rozó la punta de su nariz contra la mía.
―Me encantan esos nombres.
Los días siguientes no hablábamos de mi marcha, pero de todas maneras
estábamos consciente de ello todo el tiempo.
Faltan solo doce días.
Tampoco hablábamos del futuro. Por alguna razón, no lo hacíamos. Tal
vez solo cuando volviéramos a estar juntos lo haríamos.
Faltan solo once días.
Mientras comíamos, hablábamos de nuestro pasado, secretos que no
habíamos confesado a nadie. Travesuras o aventuras que solo los dos
conocíamos.
Lloré al conocer el suyo.
Rio al conocer el mío.
Faltan solo diez días.
Le contaba chistes, pescábamos por el pueblo. Caminábamos por el
bosque que se encontraba detrás de la mansión y mejoraba mi conocimiento
del inglés.
―Aprendiste mucho, meine Süße.
Me sonrojé.
―Mi madre me enseñó lo básico en el pasado.
Me dio un beso en la sien derecha.
―Gracias a Dios.
Hablamos del secreto que solo mi madre y yo conocíamos tras aquella
noche que le confesé. Viktor reaccionó de la misma manera, aunque con
menos asombro que aquella vez.
―Enigmas del destino.
Faltan solo nueve días.
Viktor me hacía el amor varias veces al día, sin cansarse nunca. Ambos
comprendimos que estábamos viviendo los días más felices de nuestras
vidas.
Faltan solo ocho días.
Nos acostábamos en el jardín y observábamos el cielo como lo hacíamos
en mi país. Recordábamos San Michelle y todo lo que vivimos allí.
Faltan siete días.
Los dos anhelábamos una sencilla y larga vida de casados. Estar juntos.
Todos los días de nuestras vidas. Sin miedo, sin bombas, sin muertes, sin
dolor y sin adiós.
Faltan solo seis días.
Sentí como si me hubiesen arrancado el corazón en carne viva al ser
consciente de que tenía solo unos días más antes de la partida. Ordenar la
ropa en las maletas era tan doloroso que cada prenda iba empapada de
lágrimas.
Faltan solo cinco días.
Metí debajo de mis vestidos una camisa blanca envuelta en papel de
seda. Era de Viktor. El papel conservaría el aroma. Su aroma. Rompí a
llorar. No sabía si era por las hormonas o toda esta situación. La
incertidumbre que ocasionaba la guerra. La muerte que siempre rondaba
hambrienta a nuestro alrededor.
Faltan solo cuatro días.
Llegó un momento en que ninguno podía alcanzar el climax, porque la
pena era mayor que la excitación y rompíamos a llorar en silencio mientras
las velas se consumían en los candelabros.
Faltan solo tres días.
Viktor preparó una cena en el jardín con girasoles, velas y música. Me
recordó que en el pueblo nunca fue llevado a cabo el baile de flores por
culpa de los asesinatos realizados en nombre de Gino Berretti.
―Por eso esta noche tendremos nuestro baile, meine Süße.
Nuestro último baile antes de mi partida.
―No llores ―me rogó―. Quiero que tengas recuerdos que te
mantengan fuerte mientras estemos lejos.
No podía evitarlo, me dolía demasiado la separación.
―Oh, Viktor.
Me besó y sentí que se me partía el alma.
―Ven conmigo.
Intenté hablar, pero no pude; no encontraba las palabras.
―Esta noche no quiero pensar en nada más, solo en nosotros dos.
Aquella noche no hubo bombas, solo estrellas y la enorme luna llena.
―Solo este instante.
Bailamos como si fuera nuestra noche de nupcias.
―No quiero que esta noche acabe nunca, Viktor.
Sujetó mi rostro entre las manos y me miró con una sonrisa preciosa.
―Mientras lo recordemos, nunca terminará.
Me besó como si la vida se le fuera en ello.
Faltan solo dos días.
Me sacudí en la cama, incapaz de contener las lágrimas. Yacía en
posición fetal, de espaldas a Viktor. Apartó la sábana y se abrazó a mí. Me
separó un poco las piernas, y me penetró con la boca apretada primero en la
nuca y después en la cabeza.
―Meine Süße ―gimoteó y lloré aún más―. Me parte el corazón verte
así.
Deslizó la mano por debajo de mi cuerpo para tocarme los pechos
mientras que con la otra me sujetaba la cadera.
―Vik-tor ―balbuceé, llorando―. Me duele demasiado.
Me acunó contra su cuerpo.
―A mí también me duele mucho.
Me besó la cabeza, el pelo y los hombros.
―Piensa en nuestro hijo, no olvides que él siente todo lo que tú sientes.
Solté un gemido y le cogí la mano con fuerza cuando aumentó el ritmo
de sus embestidas. Tenía unas terribles náuseas aquella última mañana
juntos, pero no era solo por el embarazo, sino por la tristeza.
—Dea...
Me apretó el estómago con cariño.
―Mírame, por favor.
Me apretó contra sí.
―Por favor…
decía en serio.
Frotó el rostro contra mi pelo.
―Mírame.

Me volví, tenía los ojos hinchados, la nariz congestionada y el corazón


hecho trizas.
—Oh, cariño…
Me abrazó.
―Eres mi aliento, Dea.
Lo besé con dulzura.
―Y tú el mío, Viktor.
Pasó sus labios por mis cejas, mi nariz, mis mejillas húmedas y mis
labios hinchados. Quería hablar. Pero, sencillamente. no podía.
—Mírame ―le imploré yo esta vez.
Hundió el rostro en mi pelo. Después de una pausa bastante larga,
susurró con un tono cargado de dolor:
―No puedo.
Era como si solo en ese momento fuera consciente de que en menos de
veinticuatro horas partiría del país con nuestro hijo. Era un viaje largo,
peligroso y lleno de incertidumbres. Podíamos llegar al país, o morir
durante el viaje. Todo era posible.
—Viktor… —susurré con la voz quebrada, con el corazón roto―.
Mírame como aquel día que me dijiste por primera vez. te amo.
Me miró a los ojos como lo hizo aquel día.
―Siempre te miraré así.
Le mordí la barbilla.
―¿Incluso cuando tenga ochenta años y tenga toda la piel arrugada?
Besó la punta de mi nariz.
―Siempre, meine Süße.
Pasaron las horas y en mitad de la noche, me amó otra vez.
Llegó el día de la marcha.
Viktor se vistió con el uniforme que le había lavado y planchado por la
mañana. Se peinó y se puso la gorra. Comprobó que llevaba el casco bien
sujeto y la tienda a la espalda; que no se dejaba la pistola, las municiones, el
pasaporte, las granadas y el fusil.
―Estás hermoso ―susurré con la garganta inflamada―. Prométeme
que te cuidarás en Berlín.
Nadie mencionó a Volker todos esos días, pero ambos lo recordamos en
silencio.
―Lo haré, meine Süße.
Bajó a sus cosas en el suelo y cogió las mías. Giorgia ya nos esperaba en
el salón con sus maletas. Bajamos las escaleras como si estuviéramos en
una marcha fúnebre.
―El coche ya está aquí ―anunció Giorgia.
—Tienes todos los papeles ¿verdad? —comentó, volviéndose hacia
mí―. ¿Llevaste las fotografías de la boda? ―sus ojos estaban teñidos de
dolor.
Rompí a llorar.
―Sí.
De pronto, cogió un fajo de sobres envueltos por una cinta de seda roja.
Eran muchos y de tamaños más bien pequeños. ¿Qué eran? Con un pañuelo,
me secó las lágrimas.
―Durante todos estos días ―expresó con la voz apagada― te escribí
cartas ―todo el cuerpo me vibraba―. Calculé más o menos los días que
durará el viaje ―una lágrima rodó por su mejilla―. Para que leas una cada
día y así… ―la voz le tembló―, me tengas contigo.
Me abracé a él con todas mis fuerzas y lloré con desconsuelo.
―No quiero dejarte ―le rogué―, no puedo hacerlo, amor mío.
Su mano posó en mi cabeza.
―Me lo prometiste anoche, Dea.
Su voz era firme y seria.
―Si no cumples tu palabra, ¿cómo esperas que cumpla la mía?
Negué con la cabeza.
―No me hagas esto, Viktor.
Besó mi cabeza con ternura.
―Todo saldrá bien, meine Süße.
No puedes flaquear, él no merece sufrir.
Me aparté de él y cogí las cartas de su mano. Las metí en el bolso de
mano y también el pañuelo. Los puse cerca de la caja donde guardaba mis
pequeños tesoros. Algunos solo míos.
―Vámonos.
Caminamos hasta el coche que nos llevaría a nuestro primer destino. Un
oficial de unos veinte años salió y metió las maletas en el maletero mientras
Giorgia se acomodaba en el asiento tras despedirse de Viktor con un apretón
de manos.
―Llegó el momento.
Levanté la mano y le acaricié suavemente el pecho, como si quisiera
tocarle el corazón. Él cubrió la mía con la suya y me miró con amor
infinito. El sol, poco a poco, se despedía del día y la noche, sombría,
manchaba el cielo con sus primeras tintas oscuras.
—Te quiero vivo, Viktor.
Lloraba a lágrima viva.
―Me lo prometiste.
Me cogió la mano y la acercó a sus labios.
―Y lo cumpliré, meine Süße.
Se quitó el anillo del dedo y lo besó con los ojos entrecerrados.
―Me iré contigo.
Cogí el anillo con mano temblorosa.
―El día que volvamos a vernos, me lo pondrás de nuevo en el dedo.
Me quité el mío y lo besé antes de meterlos en un lugar seguro en el
bolso. Juntos, como estarían nuestros corazones, a pesar de la distancia.
―Ese día volveremos a unirnos en santa comunión.
Apoyé la mano en su rostro.
—Todo irá bien, amor mío —susurró con lágrimas en los ojos—. Todo
irá bien.
Lo miré con el rostro bañado en lágrimas.
¿Entonces por qué siento que me muero por dentro?
―¿Lo prometes?
Asintió tras besar la palma de mi mano.
―Sí.
Nos miramos durante una eternidad.
―A veces la última persona en el mundo con la que quieres estar es la
única persona sin la que no puedes estar ―recitó una frase de Orgullo y
prejuicio.
Se llevó la mano temblorosa a mi sien, a mis labios, a mi corazón. no
podía hablar, el llanto no me lo permitió. Viktor besó toda mi cara.
―Buen viaje, amor mío ―me deseó antes de arrodillarse y besar mi
vientre―. Cuida a mamá, mi amor.
Se puso de pie de nuevo a me abrazó con mucha fuerza. Un relámpago
en el cielo plomizo nos advertía que pronto llovería. Era como si el cielo
estuviera tan triste como nosotros dos.
―Llegó la hora, meine Süße.
Me aparté y nos dimos un largo beso, lleno de dolor, amor y esperanza.
Al alejarme de él, sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies y mi cuerpo se
sacudía por la conmoción. Lloré como si aquel fuera el adiós definitivo.
Como si no hubiera un mañana.
—No me hagas esto, Dea.
Una tímida lluvia empezó a caer.
—Sé fuerte por los tres.
Me pasé las manos por la cara para apartar el agua y las lágrimas que se
mezclaban en mis mejillas.
—¿Cómo?
Tomó una bocanada de aire e inclinó la cabeza hacia mí.
—Teniendo fe de que esto será solo un corto lapso y que después la
felicidad será nuestro premio.
Su rostro se contrajo con una mueca de sufrimiento y desesperación. No
podía hacerle esto, él también se estaba muriendo por dentro.
—Lo seré.
Un dolor lacerante recorrió todo mi cuerpo y no pude reprimir un
sollozo. Le bajé la cara y le di un apasionado beso bajo la tímida lluvia que
caía. Viktor se quebró, ya no podía más con su propia carga. Su pena se
mezcló con la mía y ambos sentimos su sabor amargo en los labios.
―Te amo ―gemí sobre sus labios―. Para siempre.
Di media vuelta y me encaminé al coche rota por dentro. Viktor susurró
llorando:
—Te amo, meine Süße.
Subí al coche y me acomodé al lado de Giorgia como si estuviera en
estado de shock. Me quedé inmóvil, con la vista clavada en el camino,
incapaz de girar el rostro.
—Ya podemos irnos —susurré.
La imagen de Viktor se empequeñecía ante mis ojos a través del espejo
retrovisor. Al final solo quedó un puntito borroso, que también desapareció.
Capítulo 44
Viktor

Semanas después…

C on el ejército alemán expulsado del Norte de África e Italia fuera de la


guerra, los Aliados llevaron a cabo operaciones que nos alejaban cada
vez más de la Viktoria. Aunque nuestro Führer jamás lo aceptaría y todos
estábamos obligados a luchar por una causa perdida. Llegué a Berlín días
después del viaje de Dea con una rara sensación en el pecho. Volker me
consiguió un puesto administrativo en la capital hasta el día de mi huida.
Cojeaba un poco para afianzar mi gran interpretación como soldado herido.
Aunque, los últimos días, la fiebre causada por un resfriado me tenía
bastante abatido.
―Necesito un poco de Pervertin ―mascullé alicaído―. No debí dejarlo
de un día para el otro.
Estaba cansadísimo, como si llevara días sin dormir bien.
―Buenas tardes, Capitán von Richthofen ―me saludó una mujer
regordeta de pelo oscuro y gafas enormes―. Esta es su oficina.
Asentí antes de seguirla. Durante el corto trayecto, se presentó como
Martha Lenz, mi secretaria personal. Levanté las cejas algo sorprendido. La
habilidad de mi hermano para obtener privilegios a través de nuestro
apellido era como mínimo: impresionante.
―Gracias, señorita.
Fingí que me dolía la rodilla antes de tomar asiento.
―¿Desea un poco de té negro, señor?
Té con sabor a agua sucia, pensé con ironía antes de coger un par de
documentos que se encontraban en mi escritorio. Como arquitecto,
esperaban que pudiera hacer algo con respecto a ciertos edificios en ruinas
que servirían como trincheras en el futuro para muchos. Pero los constantes
bombardeos en la ciudad la convirtieron en una montaña de escombros
inservibles. El Tercer Reich era eso en la actualidad, solo escombros.
―Gracias.
Al retirarse, cogí la carta que Dea me dejó sobre la almohada el día que
partió. La llevaba a todas partes como si fuera mi amuleto y la leía todas las
noches antes de ir a dormir.

Mi dulce amor:

Esta es la quinta carta que escribo, las otras cuatro terminaron en el cubo
de basura. No sabía cómo expresarme o lo que de verdad quería decirte mi
corazón. La tinta se corrió un poco cuando mis lágrimas cayeron sobre el
papel. No pude controlarlas durante toda la semana. He tratado, lo juro.
Pero la tristeza comandó el timón de mis otros sentimientos. Todos
terminaron rehenes de ella.
En la alegría y en la tristeza. Ahora entiendo mejor esa promesa, pero, ¡qué
difícil es cumplirla!
Amor mío, sé que nada de lo que te estoy diciendo tiene mucho sentido,
pero cuando la pena se adueña de ti, la sensatez queda ofuscada. Por eso
decidí trazar estas palabras como si estuviéramos frente a frente, como en
la villa o en el puente del pueblo. ¿Lo recuerdas? Solíamos ver el atardecer
abrazados mientras hablábamos de cosas triviales, de sueños lejanos o
anhelos pasados que nunca cumplimos. También recordamos a aquellos
que ya no estaban como si nunca se hubieran ido.
Mi hijo.
Tu hija.
Y todos aquellos que formaron parte de nuestras vidas, nuestras historias.
Y aún ausentes, nunca podremos olvidarlos.
Nunca.
¿Sabes? Lo único seguro y real que tenemos es nuestra historia. Lo más
valioso y sagrado, nuestro amor. Pienso en ti desde que abro los ojos e
incluso cuando los cierro, allí estás tú. Mi ángel protector, mi guardián, mi
todo.
Y así será durante este tiempo que estaremos separados. Día y noche,
siempre conmigo en mi corazón.
¿Te cuento lo que he soñado todo este tiempo mientras esperaba el viaje?
¡Tranquilo, es un sueño, no un chiste! (Puedo ver tu sonrisa y alivio a la
vez). Pues bien, en mi sueño, planeo mil maneras de irme hasta ti y salvarte
de la guerra, de los aliados e incluso de los tuyos. Me imagino en un tanque
con una ametralladora o una granada en mano. Arrasando todo solo para
rescatarte y no perderte.
Pero es solo un sueño sin sentido.
¿Qué puedo hacer desde aquí para mantenerte vivo? ¿Quién te curará si
caes? Espero que no sea una enfermera guapa y seductora. ¿Apuesto que te
reirás al leer esto? Ten en mente que te estoy lanzando una mirada
fulminante. No es una amenaza, solo una advertencia. ¡Dios! No me he
marchado aún y ya te echo de menos. Siento que siempre lo haré, incluso
teniéndote a mi lado. ¿Cómo eso es posible?
Mientras viaje, pensaré en cada momento que pasamos juntos estos últimos
meses, detalle a detalle. Incluso pienso en escribirlo en un diario para
inmortalizarlo. Recordar es volver a vivir.
Tu llegada al pueblo.
Nuestra primera mirada.
El día que llamaste a la puerta.
La primera vez que bailamos.
El primer beso.
¡Dios! ¡Tantas emociones en tan poco tiempo! ¿Cosa de almas gemelas?
Creo que sí. Porque solo ellas son capaces de encajar tan bien como lo
hicieron las nuestras. Y por eso, volveremos a encontrarnos entre amapolas
y girasoles.
Ten fe, como yo la tengo cada vez que te recuerdo.
“En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no pueden
contenerse. Permítame usted que le manifieste cuan ardientemente la
admiro y la amo”.
P.D.: Cuídate como yo te prometí que me cuidaría. Y no te enfermes, ni
resfríes, ni mires a ninguna mujer guapa, ya sabes, tengo un tercer ojo
sobre ti y, ante todo, no dejes que te hagan daño.

Te amo más de lo que puedas imaginarte.

Solo tuya:

Dea.
Martha entró y me sirvió el té que olía a cualquier cosa menos a té
negro. Le agradecí con una sonrisa antes de ponerme a firmar unos
documentos. Aquello iba para largo. Martha llamó a la puerta con
discreción.
―Adelante.
Levanté la vista y nuestras miradas se cruzaron.
―Señor, un oficial desea hablar con usted ―anunció al entrar.
Puse la pluma estilográfica sobre los documentos y me arreglé los
botones de la guerrera.
―Dígale que pase.
El oficial que entró me era familiar, pero no estaba del todo seguro. Me
puse de pie con dificultad fingida y le tendí la mano, que sujetó con
firmeza.
―Soy Moritz, el amigo de Volker ―anunció con cautela―.
Necesitamos salvarlo antes de que lo fusilen por alta traición.
El corazón me golpeó las costillas con tal sana que tuve que llevar la
mano al pecho para calmarme. Moritz estaba muy nervioso y a punto de
sufrir un colapso nervioso.
―Seré breve ―comentó con el gorro de plato entre las manos―. El
mariscal fue quien lo ayudó a conseguir los documentos y el pasaje para ti y
tu esposa ―suspiró hondo―. Han asesinado al mariscal.
¡Maldición!
―La Gestapo encontró los documentos que Volker firmó a cambio del
favor.
Él continuó relatándome todo lo que mi hermano hizo para salvarnos a
Dea y a mí, sabía que el precio era alto, pero no tenía idea de cuánto. ¡Había
condenado su alma por las nuestras!
―Volker está en la estación de tren de Wannsee con su pelotón
―farfulló a modo de confidencia―. La Gestapo está en camino.
Abrí mucho los ojos.
―Tengo contactos allí ―aclaró al ver mi deje―. Podemos llegar antes
que ellos. ¡Vámonos!
Salimos del edificio como alma que lleva el diablo. Durante todo el
camino, pensé en Dea. ¿Y si aquello la afectaba? ¿Y si no consiguieron
huir? ¿Quién asesinó al mariscal?
―Me temo que un espía de los aliados está detrás del asesinato del
mariscal ―comentó Moritz como si me hubiera leído la mente―. Un
trabajo limpio y sin rastro.
Él, mejor que nadie, sabía lo que decía. Llevé la mano a la sien derecha
al sentir una fuerte punzada de dolor. ¿Y si no llegábamos a tiempo?
―¿Qué encontraron en esos documentos?
Moritz aceleró el coche un poco más.
―Para ellos, en simples palabras, tu hermano es cómplice del mariscal,
con respecto a la huida de varios oficiales ―espetó sin desviar la mirada de
la carretera―. Todos desertores.
Traidores.
―Además de ser autor intelectual del asesinato de un oficial de las SS
―carraspeó nervioso―. Hijo de un agente de alto cargo en la Gestapo.
Scheiße!
―Volker está condenado en ambos bandos, Viktor ―declaró con la voz
apagada―. ¡Después de salvar a tantos! ―golpeó el volante con los puños
enguantados―. Ni los nuestros o los aliados le perdonarían la vida.
Dios mío, Volker sacrificó su vida por nosotros.
La estación estaba abarrotada de viajeros que subían y bajaban a
empujones las escaleras sin mirar a los lados. Huían hacia cualquier parte
de Alemania donde la RAF no atacara con sus bombas.
―Volker y su pelotón se dirigen a Auschwitz ―indicó Moritz que
empujaba a las personas con poca delicadeza―. A su antiguo puesto como
Comandante de campo.
Las personas se encaramaban a los trenes como si la vida se le fuera en
ello. Para muchos era la única esperanza de seguir viviendo.
―Volker sigue tosiendo mucho ―soltó Moritz, preocupado―. Me temo
que es algo más que un simple resfriado.
Llevaba días sin hablar con él y ahora sabía por qué. Me cubría la
espalda de esto, para no terminar siendo cómplice y no poder huir como lo
habíamos planeado.
Tum.
Tum.
Tum.
Los latidos del corazón me estaban ensordeciendo.
¿Dónde estás, hermano?
Hacía un calor sofocante, de vapores de máquinas y multitudes. Y la
maldita fiebre que tenía solo empeoraba el bochorno. El aire resultaba
pesado, casi irrespirable.
―Por allí, Viktor ―ordenó Moritz―. Iré por este lado.
El tren ya silbaba en el andén.
―Revisa los vagones de primera clase ―grité por encima de las
personas―. Iré por el otro lado.
Mis ojos se movían rápidamente mientras la mente vagaba entre
pensamientos inconexos con aquel momento.
―Volker, ¿viajarás a Estados Unidos tras la guerra?
Acababa de salir del jardín de mi antigua casa en Schwelm, donde viví
con mi familia antes de mudarnos a Berlín. Una tos compulsiva se apoderó
de él cerca del coche al mismo tiempo que la preocupación de mi sosiego.
―No pienses en eso, Viktor ―rogó tosiendo―. Vosotros estaréis bien
lejos de aquí ―le toqué el hombro, pero no logré que me mirara―. Lo que
pase conmigo es cosa mía.
El corazón se me encogió.
―¿Qué significa eso, Volker?
Se limpió la boca con un pañuelo blanco sin volverse hacia mí.
―Cuídala ―me pidió en tono débil como si algo acabara de partirse
dentro de él―. A los dos.
Nunca le pregunté directamente lo que sentía por ella, no era necesario.
―Lo haré ―le juré.
Volker giró y me miró a los ojos antes de estrecharme entre los brazos.
Me abracé a él con el mismo afecto, consciente de que sería el último
abrazo que nos daríamos en esta vida.
―Adiós, Viktor.
Se apartó y subió al coche como una exhalación. Una lágrima rodó por
mi mejilla con timidez, una que sequé con el dorso de la mano en un acto
reflejo.
―Adiós, Volker.
El silbido del tren me arrancó de mi ensoñación. Miré hacia atrás al oír
unos gritos. ¡Maldición! ¡La Gestapo estaba aquí! Empujé a las personas
con poca gentileza y aceleré los pasos. Buscaba desesperadamente el rostro
de mi hermano entre miles de rostros.
―Volker, ¿dónde estás?
Me dolía el cuello de tanto estirarlo, los puños y los dientes de tanto
apretarlos. Los ojos me escocían, secos, por no parpadear. Y los latidos se
esparcieron por todo mi cuerpo ante la desesperación, que apenas me dejaba
tragar la saliva por no poder gritar y salvar a mi hermano de la muerte.
―¡La Gestapo! ―chilló alguien a mis espaldas―. ¿Buscan a alguien?
Me abrí paso a codazos entre la multitud y busqué ansiosamente el
rostro de mi hermano entre miles de ellos. La muerte me pisaba los talones.
Levanté la cabeza y miré el cielo plomizo con ojos implorantes.
Angelika, ayúdame.
Los trenes pitaban y bufaban vapor a mi costado. El corazón me latía
desbocado en el pecho cuando por fin lo vi a unos pocos metros de mí.
Volker…
Pero antes de que pudiera correr hacia él, vi a dos agentes de la Gestapo
delante de él. Uno le apuntaba una pistola con discreción y el otro le decía
algo. El semblante de Volker era neutro, como si estuviera esperando aquel
momento hacía tiempo. A pocos pasos de ellos vi a alguien.
Moritz.
Me hizo una señal con la mano y dos segundos exactos después hubo un
disparo. Las personas gritaron y corrieron sin rumbo fijo, empujándose las
una a las otras. Aceleré los pasos y corrí contra el tiempo hacia mi hermano.
Moritz hizo lo mismo.
―¡Volker!
Me lancé hacia el hombre que le apuntaba la pistola mientras Moritz se
encargaba del otro. Todo pasó en una milésima de segundo. El choque de
nuestros cuerpos, la caída y el impacto contra el suelo camuflado por el
alarido del agente.
Oí un disparo.
Gritos.
Y las ruedas del tren chirriando cerca de mi cabeza.
―¡Viktor!
Capítulo 45
Dea

E l viaje duró mucho más de lo que normalmente duraría, ya que


cogíamos caminos más largos y desérticos. No podíamos viajar más de
cien kilómetros por día, ya que podríamos llamar la atención. Tampoco lo
hicimos durante los horarios de bombardeo. Optábamos por buscar refugio
en iglesias, granjas abandonadas o casas en ruina.
―Me duele mucho la cintura ―protesté al salir del coche el tercer día
de viaje―. Debo ir al baño.
Al bosque, en otras palabras. Estar embarazada no ayudaba mucho y
debíamos parar más de lo normal durante el viaje.
―Vamos bien ―declaró Giorgia mientras fumaba cerca del coche con
Niklaus, el chófer que sustituyó al anterior, que, dicho sea de paso, me daba
mucho miedo―. Solo no debemos llamar la atención.
Sentí una fuerte opresión en el pecho el cuarto día, como si algo muy
malo hubiera pasado o pasaría.
Viktor…
Las cosas en Alemania iban de mal en peor cada día.
―¿Te encuentras bien, Dea?
Me desmayé en los brazos de Giorgia en pleno viaje, pero volví en mí
media hora después, con el mismo nudo en la garganta.
―Todo saldrá bien ―me animó el chico de mirada muy azul―. Debe
estar tranquila por el bebé.
Pensar en Viktor me ocupó gran parte del largo y extenuante viaje hasta
España. Giorgia tejía escarpines para mi bebé y me hablaba de su familia.
Todos habían muerto en el 43, repartidos en distintos campos de
concentración. No tenía a nadie en el mundo, estaba sola. El chófer, Niklaus
tampoco tenía parientes, todos habían sido exterminados de la manera más
cruel e inhumana. Lloré durante todo el relato de ambos. Me sentía afligida
y mareada ante las emociones que despertaron sus historias en mí. ¿Cómo
pudimos llegar a esta barbarie? ¿Cómo fuimos capaces de aceptar en
silencio tanta maldad?
―Allí está el coche de la Cruz Roja ―anunció Niklaus―. Si supieran
que están ayudando a unos judíos se darían un tiro ―murmuró y Giorgia
sonrió―. Tranquilas.
Aquellos hombres solo revisaron los documentos y nos entregaron el
coche de la Cruz Roja que, según entendí, le costó la vida a Volker.
Volker.
Me senté en el asiento con cuidado y apoyé la cabeza contra la
ventanilla mientras recordaba las palabras de Giorgia horas atrás, antes de
cambiarnos de coche en mitad de camino.
―Nunca pensé que un nazi pudiera amar tanto a alguien.
La miré con una sonrisa débil en los labios. Le toqué la mano con
cariño a abrí la boca para decirle algo, pero ella se adelantó y la volví a
cerrar.
―A alguien que nunca podrá tener.
No hablaba de Viktor como pensé, sino de Volker.
―¿Sabías que a cambio de tu salvación, vendió la suya?
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
―¿Cómo dices?
Puso la mano sobre la mía.
―Todo en esta vida tiene un precio y para él fue su vida por la vuestra
―la voz se le quebró―. Y de paso, salva la mía y de este chico ―miró
hacia Niklaus―. No todos los nazis son iguales.
¿Volker sacrificó su vida por nosotros?
Él lleva el uniforme, pero no el alma de un nazi.

―Faltan solo quinientos kilómetros hasta Barcelona, nuestra meta final.


Después me quedé dormida. No me enteré de la duración del viaje.
Durante las horas finales del trayecto pasaron por pequeños pueblos de
España antes de llegar al puerto donde cogeríamos un barco rumbo a
nuestro destino final.
―Gracias ―expuso Giorgia a un joven español―. Es por allí.
Caminé con mucho cuidado para no caerme, subí unos cuantos
escalones y salí al paseo marítimo.
«Estamos en España, a punto de partir del continente, de abandonarlo a
él».
Caminamos lentamente por las calles casi desiertas. Era de madrugada,
las tiendas todavía estaban cerradas.
―Debemos esperar unas horas ―comentó Giorgia―. Compraré pan allí
―indicó con la mano.
Me sentía mucho más perdida que el día que pisé por primera vez
Alemania, tal vez porque estaba lejos de él.
Viktor…
Encontramos una panadería abierta, en cuyas estanterías había pan
blanco, pastas y algunas tartas. Mi estómago rugió con ferocidad. Los tres
nos echamos a reír, por un instante, ninguno pensó en la guerra. Ninguno se
sintió fugitivo o delincuente como te hacía sentir el hecho de huir de la
manera en cómo lo hicimos.
―¡Pan y café! ―chilló Niklaus―. ¡Estamos en el paraíso!
Giorgia y él se miraron con complicidad. Y no pude evitar sonreír. Dos
almas rotas podrían reconstruir sus vidas, a pesar de todo.
―Gracias, Giorgia.
Nos sentamos en un banco del muelle que daba al mar y comimos toda
la barra de pan y el café humeante. ¡Era café de verdad!
―El viaje es muy largo ―murmuró Niklaus, desanimado―. Nunca
pensé que… ―negó con la cabeza―. Prefiero no pensar.
Contemplé cómo amanecía con un enorme nudo en la garganta y
sujetando con brío el rosario que mi madre me había regalado el día de mi
boda.
―¿Un rosario?
Me arregló el pelo debajo del delicado y amarillento velo.
―Lo necesitarás, mi amor.
Mi madre nunca fue feliz con mi padre, nunca lo amó y solo cuando
murió, supe la razón.
―Reza para que el amor brote en tu corazón, algunas veces, debes
casarte primero y enamorarte después.
Quise a mi marido, pero nunca lo amé de esta manera tan fuerte que
llegaba a ser dolorosa. Me puse a rezar en silencio mientras Giorgia y
Niklaus intercambiaban y sonrisas llenas de melosidad.
―Cuídalos, señor ―le rogué con la voz rota―. Cuídalos a ambos.
En algún lugar del sur se encontraba San Michelle y en algún lugar al
este estaba Alemania.
Y los dos estaban hundidos en la Segunda Guerra Mundial.
A las cinco de la tarde, una compañía americana se preparaba para
navegar rumbo a Nueva York. El corazón se me encogió y una sensación de
vacío se apoderó de mí como si estuviera a punto de caerme de un
precipicio.
―Es nuestro barco ―musitó Niklaus―. Llegó el momento.
Necesitábamos un visado para subir a bordo. Lo teníamos, pero las
dudas nos asaltaron cuando llegó el momento de embarcar.
―Vámonos.
Cogimos nuestros billetes de segunda clase y nos presentamos en la
pasarela junto a los otros pasajeros. Cuando el encargado me pidió los
documentos, le enseñé los que Viktor me entregó días antes de mi marcha.
Los inspeccionó con meticulosidad por unos instantes que aumentaron mi
deseo de vomitar. ¿Qué pasaría si no aceptaba? ¿Qué haríamos?
¿Quedarnos allí? ¿Y cómo le avisaríamos a Viktor o Volker? Tragué con
fuerza y empecé a sudar frío. Cuando me echó una segunda mirada y curvó
los labios en una sonrisa amable, volví a respirar.
―Adelante ―señaló tras firmar y sellar mi pasaporte―. Buen viaje,
señora von Richthofen.
Lo conseguimos.

Esperé a Giorgia y Niklaus con la misma ansiedad de minutos atrás. Un


joven nos acompañó hasta un pequeño camarote para tres personas.
―¿Lo hemos conseguido? ―inquirió Giorgia con lágrimas en los
ojos―. ¿estoy soñando?
La abracé mientras Niklaus metía nuestras cosas con la ayuda del joven.
Me aparté y cogí mi bolso de mano como si la vida dependiera de ello.
―Lo hemos conseguido.
Me tumbé en la litera de abajo. No me sentía bien.
―¿Te encuentras bien?
Asentí con un leve cabeceo antes de perderme en mis recuerdos, los que
me mantendrían viva durante el largo viaje junto con las cartas de Viktor,
que aún no había leído.
―Solo estoy cansada.
Mientras ordenaban las cosas entre risitas de pura felicidad, recordé la
última vez que Viktor y yo habíamos hecho el amor en la villa.
―Dea… ―gemía sobre mis labios y con la mirada clavada en mis
ojos―. Me duele verte así.
Le había mirado el rostro todo el tiempo, abrazada a su cuello, mientras
lloraba. Marcharnos a Alemania implicaba dejar todo lo que conocía desde
niña. Dejar a mi hijo. Mis recuerdos. Mi vida entera.
―Lo siento, meine Süße.
Viktor era tan amable, tan dulce y compasivo que incluso cuando no
tenía la culpa, pedía perdón. Le acuné la cara entre las manos y lo miré
con adoración.
―Te amo tanto que sería capaz de sacrificar mi salvación, Viktor.
Él sonrió y sus hermosos hoyuelos aparecieron.
―Como yo por ti, meine Süße.
Esa noche leí su primera carta, de las tantas que me escribió, calculando
los días que estaríamos separados.

Meine Süße:

¿Recuerdas el primer día que nos vimos? ¿Recuerdas la mirada agria que
me lanzaste antes de marcharte a tu casa con tu amiga? ¿Recuerdas
cuando abriste la puerta horas después y me encontraste allí parado con mi
mochila? Cada vez que cierro los ojos y vuelvo a ese día, el corazón me da
un vuelco, porque nunca en mi vida me sentí de aquel modo, como si
estuviera flotando en una nube perfumada. Jamás me había sentido de
aquel modo, fue extraño y pensé que era el efecto de la gran atracción que
sentía por ti. Pero con los días, me di cuenta de que no era eso, sino algo
más que no sabía cómo interpretar.
Y entonces, te escuché cantar cerca del arroyo con un girasol en la mano.
Tu voz me cautivó por completo y a punto estuve de perder el aliento. Aún
recuerdo ese día y el gran hormigueo que me recorrió las venas. Luego en
el estómago y también en el corazón.
Me detuve.
Te admiré.
Grabé cada instante.
Y la reviví una y otra vez, despierto o no.
Nunca creí en los flechazos, hasta ese día…

Siempre tuyo,
Viktor.

―Solo mío ―susurré, llorando―. Solo tuya.


El viaje a Nueva York duró diez días y en cada uno, leí una carta,
memoricé una frase o algún comentario inesperado y divertido de Viktor.

»Cada noche, antes de acostarme, me acercaba a tu puerta y la abría


con cautela para observarte unos minutos. Me gustaba el sonido que
emitías y la manera en cómo abrías tu boca.
»A veces me bastaba con verte sonreír para sentir un poco de alegría en
medio de tanto dolor.
»El señor Darcy era prejuicioso como todo británico, no sé qué te
enamoró de él. Al final, el alemán amable, culto, inteligente, valiente y
sensual (yo, por si no fui muy claro al describirme) se robó tu corazón y tu
orgullo.
» Conoces todos mis secretos y, aun así, sigues mirándome como si no
existieran.
»¿Recuerdas la noche que hicimos el amor entre los girasoles?
»Conocí el amor en tus brazos, donde algún día moriré.
Cuando llegamos a tierras americanas era finales de octubre. Había
cumplido los veintinueve años a bordo de un buque yanki en mitad del
océano Atlántico. En la carta de Viktor no solo encontré una dulce
felicitación, sino también un regalo que había ocultado en el bolsillo de mi
bolso.
»Feliz cumpleaños, mi amor. No sabía qué regalarte, pero al encontrar
estos escarpines, míos y de Volker, los primeros que usamos, pensé que
serían adecuados. Serán los primeros de nuestro hijo, el fruto de nuestro
amor.
―Mi amor ―gemí con los escarpines blancos y bordados
delicadamente en la mano―. Serán los primeros de nuestro hijo o hija ―los
besé mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas―. Te echo tanto de
menos.
El pecho me dolía tanto que tenía la sensación de que me arrancaban el
corazón a carne viva al traer a la memoria el horrible sueño que había
tenido días atrás. En él, Viktor y Volker habían muerto. Estaban abrazados,
debajo de unos escombros, ensangrentados y con los ojos abiertos.
Fue solo una pesadilla.
―Bienvenida, Dea.
No podía levantarme cuando la nave atracó en el puerto de Nueva York.
No es que no quisiera. Sencillamente no podía.
―¿Te sientes bien, Dea?
Sentí como si algo goteara entre mis piernas. Intenté levantarme, pero no
pude, no tuve suficiente fuerza para ello. Giorgia apartó la manta con
cuidado y al mirar hacia mis piernas, gritó con desesperación:
―¡Estás sangrando!
Todo empezó a darme vueltas cuando vi la sangre. Llevé la mano a mi
entrepierna y manché las yemas de los dedos mientras el corazón se me
volcaba ante el dolor que sentía en el alma.
―¡Está teniendo un aborto!
Capítulo 46
Volker

L a estación de tren estaba abarrotada de viajeros que subían y bajaban a


empujones las escaleras como si estuvieran huyendo. Tal vez lo
estaban. Mis hombres se acomodaron en sus vagones mientras yo fumaba
en el andén ensimismado en mis pensamientos y a la espera de unos
informes que debía llevar conmigo. No necesitaba leerlos para saber de qué
iban: matar a más judíos y en el menor tiempo posible para ocultar las
pruebas. Cuando decidí formar parte de esta división, solo tenía en mente
salvar a mi nana y no convertirme en uno de ellos.
Eres uno de ellos.
Moritz me lo había advertido tantas veces, pero la desesperación me
cegó por completo. Necesitaba salvar a la única mujer que me dio cariño de
madre. La única persona que puso en riesgo incluso su vida por mí. Levanté
la cabeza y observé el cielo con nostalgia.
Nana, ¿existe el cielo? ¿Existe algo tras la muerte?
La muerte era mi destino. Moriría antes de cumplir los treinta y tres
años, pero en el fondo, no tenía miedo de ella. Ya no. Era como si,
simplemente, hubiera cumplido mi misión en la tierra.
—Dios mío, ¿qué has hecho, Volker? ―me preguntó María el día que
fui a verla para despedirme de ella―. ¿No puedes huir con ellos?
Puso la mano sobre la mía y la acarició con delicadeza. Le expliqué la
situación y las consecuencias si llegara a incumplir mi parte, No podía
arriesgar la vida de ellos, no podría vivir con algo así.
—Dios mío… Dios mío…, Volker.
María rompió a llorar.
―Moriré feliz sabiendo que pude salvarlos, María.
Se arrodilló entre mis piernas y buscó mis ojos con desesperación. Me
sentí avergonzado, porque lo que yo sentía por Dea, ella lo sentía por mí.
―Te entiendo muy bien, Volker ―gimoteó con la voz ronca―. Y lo que
me estás confesando, me está matando por dentro ―los labios empezaron a
temblarme sin control―. Yo también daría mi vida por ti…
El corazón se me encogió.
―Lo siento, María ―gemí como un niño indefenso―. No pensé que me
dolería tanto ―tragué con fuerza―. Perdóname por hacerte tanto daño…
―negó con la cabeza―. Por causarte tanto dolor.
Erguí, inspiré y dejé el aire encerrado en los pulmones. Lo solté en
forma de sollozo. Puso la mano en mi espalda. Cuando me volví, tenía los
ojos llenos de lágrimas.
―Te arrancaría el tuyo y lo llevaría con el mío para evitarte esa pena,
Volker.
Me abrazó con fuerza y exploté en un llanto furioso. Estaba
avergonzado, quería parar de llorar, pero no podía.
―Debes dejarla ir, Volker.
Lloré desesperadamente y sin contención. En silencio, María me
estrechó, me acarició. Me dejó llorar y ocultar las lágrimas en su hombro
mientras mi corazón se iba resquebrajando.
Metí la mano en el bolsillo de la guerrera al volver al presente y cogí la
piedrecita rosa que Dea me regaló mientras volvíamos del bosque tras dejar
la comida para el viudo alemán.
―Gracias, Volker.
Se puso de puntillas y me dio un beso en la mejilla, uno que envió una
descarga eléctrica por cada una de mis terminaciones nerviosas y se
extendió a mis mejillas que se ruborizaron.
―De nada.
Ella no era consciente de lo que me provocaba su cercanía.
―Para ti.
Me alargó una piedrecita rosa que cogió del bolsillo de su vestido. La
miré confundido.
―Cada vez que la veas ―manifestó con una mirada muy picarona―, te
acordarás de mí.
Asintió varias veces y cuando pensaba decirle algo, se adelantó:
―¿Por qué una piedra te preguntarás? ―apostilló dando unos
saltitos―. ¡Porque soy como una piedra en el zapato! ¡Te obligué a hacer
tantas cosas estos últimos días! ―rio a carcajadas―. No lo dices, pero sé
que lo piensas.
Cuando se dio la vuelta, besé la piedra antes de meterla en el bolsillo de
la guerrera, al lado del corazón.
―Aunque es mejor que ser un grano en el culo ¿eh?
Su ocurrencia me robó una carcajada que la instó a frenar los pasos y a
mirarme como si acabara de salirme alas. Me sonrojé como un tomate,
¡como si fuera un adolescente!
―Gracias, Dea ―apunté sintiendo un calor abrasador en las
mejillas―. Por resucitar mi corazón ―añadí en alemán.
Achicó los ojos, frunció los labios y puso los brazos en jarra.
―¿Me acabas de insultar en alemán?
Moví las manos en actitud de rendición.
―¡No! ―me defendí―. Solo te agradecí por la piedra.
Me miró con mucha desconfianza.
―¿Cómo voy a saber que no acabas de llamarme: grano en el culo»?
Me eché a reír y ella terminó riéndose también.
Besé la piedra con tanta nostalgia que los ojos se me empañaron un
poco. La metí en la guerrera, en el mismo lugar donde siempre la llevaba
desde aquel día y volví a levantar la cabeza para contemplar el cielo.
―Si existe el cielo, protégela, nana ―supliqué con un nudo enorme en
la garganta―. Protégelos y que lleguen sanos y salvos a su nuevo hogar.
—Comandante von Richthofen…
Dos hombres se dirigieron a mí, pero no eran de mi unidad, ni siquiera
de pertenecían a las SS. Apreté los dientes con fuerza al reconocer sus
uniformes.
—Gestapo.
Bajé la vista y vi la placa ovalada en la palma de la mano de uno de
ellos. Por la mirada que me dedicaron, sabía que algo malo estaba a punto
de pasar.
―Debe acompañarnos.
Mantuve la calma a raya.
―Tengo que viajar A Auschwitz por órdenes del Reichsführer Himmler.
Uno de ellos me apuntó con una pistola con discreción para no llamar la
atención de nadie más que no fuera yo. Ladeé la cabeza, necesitaría mucho
más que eso para asustarme.
—No queremos que la gente se asuste y organice un tumulto,
Comandante.
El silbido del tren, el último tren de aquel día me instó a mirar a un
costado mientras encendía un cigarrillo con toda indiferencia, instante en
que vi a Moritz entre los cientos de rostros arrebolados que trataban de huir
para salvar sus vidas. Al girar el rostro, vi a alguien que no esperaba ver
hasta fin de mes.
Viktor.
—Sturmbannführer Volker von Richthofen, está usted detenido.
―Acompáñenos, por favor.
Viktor saltó sobre uno de ellos como un león hambriento sobre su presa.
No pensé.
Solo actué.
Me abalancé sobre el otro para evitar que le disparara a mi hermano.
Fue instintivo.
Alguien disparó.
Y temí lo peor.
Viktor…
Intenté ponerme en pie, pero el agente luchaba conmigo por el arma que
trataba de apuntar a mi cabeza. Entonces, oí un segundo disparo y el agente
se desplomó sobre mí pesadamente tras soltar un gorjeo que se perdió entre
los gritos. Viktor agarró mi brazo con fuerza y me ayudó a levantarme. El
tren pasó a nuestro lado a velocidad lenta y de un fuerte tirón me arrastró
con él.
―Debemos huir, Volker.
El corazón se me encogió al ver a los agentes de la Gestapo rodeados
por un espeso charco de sangre. Moritz nos empujó con brusquedad.
―¡Saltad!
Saltamos al último vagón del tren, dejando atrás un grupo de personas
que seguían gritando en el andén y dos cuerpos junto a las vías. Moritz se
perdió entre la multitud, ¿lograría huir? ¿Alguien lo vio? Hizo una señal
con la mano, una que solo yo podría comprender.
―Nos esperará en la casa de su abuela ―jadeé―. Me buscan a mí, no a
él o a ti ―negué con la cabeza―. Aunque a ti, obviamente, lo harían con el
tiempo ―miré hacia los lados―. Dios, ¿qué pasó?
Viktor me puso al tanto de todo.
―Scheiße! ―proferí, iracundo―. ¿Estáis seguros?
Asintió.
―¡Maldición!
Le toqué el hombro huesudo, nunca lo había visto tan demacrado y
delgado, ni siquiera cuando murió Angelika y Emma. Me miró a través de
sus pálidos ojos inyectados en sangre.
―La Gestapo dará aviso para detener el tren en la próxima estación para
cogernos allí.
La policía de todas las estaciones estaría alerta para capturarnos en
cuanto nos identificaran.
―Mucha gente nos vio y solo les bastará con saber que somos dos
―declaré con la voz rota―. Hermanos gemelos de uniformes.
Abrí la ventanilla del vagón con poca delicadeza.
―Saltaremos antes.
Así que no tuvimos más remedio que saltar del tren en marcha y
adentrarnos por caminos poco transitados para llegar, a pie, hasta Potsdam
donde vivía la abuela de Moritz. Unos treinta kilómetros. Conté hasta tres y
me lancé tras Viktor.
―¿Estás bien?
La caída fue brutal, rodamos varios metros abajo sobre piedras que
dejaron marcas punzantes en nuestros cuerpos. Me sangraba la nariz y él
cojeaba un poco. Lo miré con atención mientras recuperábamos el aliento.
―Nada grave.
Llegamos a la casa de la abuela de Moritz en medio de un bombardeo
británico. Corrimos y golpeamos la puerta de la casa de dos plantas con los
puños. No tardaron ni un minuto en abrir.
―¡Joder! ―chilló Moritz al vernos―. ¡Estáis vivos!
―Un poco lastimados ―le comuniqué con sorna―. Pero vivos.
La casa se estremeció cuando una bomba estalló a pocos kilómetros de
allí. Dimos un brinco de susto y nos taponamos las orejas para proteger los
tímpanos.
―¡Al refugio!
Nos dirigimos al sótano donde estaba la abuela de Moritz, según él, con
tazas de café humeante y pan con mermelada, a modo de festejo por nuestra
feliz huida. Era amable y risueña.
―Seré la única mujer que aún bebe café ―se burló con un guiño de
ojo―. Nadie me creyó cuando les advertí que el loco de Hitler nos llevaría
a la ruina ―golpeó el brazo de su nieto con cariño―. Desde 1933 comencé
a guardar alimentos: enlatados, harina, aceite, té negro, sal, azúcar, café y
petróleo ―me sonrió―. Lamento que, tras esta guerra, viviremos otra por
no haber frenado a ese loco y su séquito de lunáticos.
El corazón me dio un vuelco cuando Dea atrapó mi atención. ¿Y si no
pudo huir? ¿Y si el mariscal no cumplió su palabra? La casa se tambaleó y
el polvo cenizo de las paredes se esparció en el lugar iluminado por una
lámpara de petróleo.
―Pronto acabará ―anunció la abuela de Moritz―. Churchill es menos
sádico que nuestro adorable Führer.
Se levantó y cogió una caja blanca con una cruz roja. Era su botiquín de
primeros auxilios. En silencio y con sumo cuidado, le limpié la herida que
tenía debajo del ojo derecho a mi hermano.
―El coche cruzó la frontera ―le consolé sin dejar de limpiarle la
herida―. Los seguí.
Abrió mucho los ojos y la boca. Moritz bebió un buen sorbo de una
botella que le entregó su abuela y después me la ofreció. Bebí un trago
generoso y solté un gemido cuando la bebida quemó mi garganta. Viktor
seguía observándome como si tuviera dos cabezas.
―¿Preferís coñac?
Negamos con la cabeza.
―El chófer era el espía del mariscal ―susurré cerca de su cara―. Lo
eliminé cuando bajó para hacer pis en un bosque.
El corazón me latió con fuerza en el pecho al recordar el día que
descubrí que aquel joven era sobrino del mariscal y encargado de vigilar a
Dea en tierras lejanas. Cuando lo conocí, no me gustó la expresión que puso
al ver la foto de Dea. La lujuria que brilló en sus pupilas me alertó y supe
que no era de fiar. Así que, lo eliminé antes del viaje.
―Dios mío ―murmuró Viktor.
Compuso una mueca de dolor cuando le limpié la herida con alcohol,
aunque no estaba seguro si era por ello o por lo que le conté.
―Lo sustituí por un judío alemán de mi confianza ―respiré como si
acabara de correr varios kilómetros―. Lo salvé el año pasado y como toda
su familia murió, aceptó viajar con ellas a Estados Unidos.
Niklaus estaba a punto de morir entre centenas de cadáveres qze serían
cremados aquel día. Aún respiraba cuando me acerqué y lo llevé a mi casa
sin que nadie se diera cuenta. Había sido enterrado hasta el cuello con otros
cinco prisioneros tras la fuga de otros dos. Y por formar parte de la misma
litera, fue castigado de aquel modo tan cruel. Viktor sujetó mi muñeca con
brío y me miró con una dura expresión en la mirada.
―¿Confías en él? ¿Cómo sabes que no le hará daño?
Sus palabras aterrizaban en mí como brasas ardientes, ampollándome la
piel. Lo miré suplicante, pero con firmeza al mismo tiempo.
―Completamente.
No soltó mi muñeca.
―No delató a sus compañeros, ¿existe prueba mayor de lealtad?
Me soltó.
―Supongo que no.
Lo miré con profundo dolor.
―A pesar de todo lo que le hicimos los nazis a él y a toda su familia, me
perdonó cuando le pedí disculpas.
Tragó con fuerza.
―¿Lo hubiéramos hecho nosotros?
Suspiró hondo.
―Además, habla italiano perfectamente.
Moritz se acercó y exhaló el humo de su cigarrillo a un lado antes de
hablarnos.
―Debéis huir.
Si el mariscal estaba muerto y la Gestapo estaba detrás de los dos,
¿cómo haríamos para huir? Mil dudas atravesaron mi mente como pequeños
pedacitos de cristal.
―¿Cómo lo haremos, Volker?
Su pregunta quedó suspendida en el aire por unos segundos.
―Huiremos juntos de todo esto, Viktor.

Y al día siguiente, vestidos como civiles, emprendimos un largo viaje


hasta nuestra ciudad natal montados en unas bicicletas para asegurarnos de
no llamar la atención de nadie. Moritz se quedó con su abuela, oculto en el
sótano hasta que volvamos a por él y así huir hacia las montañas los tres.
―Su abuela se quedará.
Cruzamos un bosque con cautela.
―Es demasiado mayor para una aventura como esta.
La ropa de su difunto hijo, padre de Moritz, nos quedó como hecho a
medida, aunque un poco holgadas ya que ambos estábamos mucho más
delgados. Éramos apenas la sombra de lo que fuimos al inicio de toda esta
locura.
―Incluso para nosotros mismos, Volker.
Podía sentir que los músculos en los muslos comenzaban a dolerme
mientras empujaba los pedales con más fuerza. El estado oxidado de la
vieja bicicleta no ayudaba mucho. Me quemaban los pulmones mientras me
abría paso por el camino más discreto del pueblo que cruzábamos.
―Dea debe haber llegado a Estados Unidos ―jadeó Viktor a mi lado―.
Al menos según tus cálculos.
Me dolía el corazón, más que los pulmones.
―Estoy seguro de ello.
Pedaleé con más ahínco, necesitaba alejarme de él, de aquellas
emociones tan desgarradoras que me oprimían el pecho cada vez que los
traía a la mente.
―Por allí ―anuncié y giré.
El sol brillaba con toda su fuerza.
―Me duele respirar, Volker.
Detenernos no era una opción.
―No podemos parar, Viktor.
Cuando lleguemos a Estados Unidos, me alejaré de ti, de vosotros.
La adrenalina aumentó mi dolor y la certeza de lo que haría si
lográbamos escapar.
Es lo mejor.
Aceleré por la calle mientras pasábamos delante de pequeñas cabañas.
Más allá de ellas, solo podía ver campos abiertos. Al llegar a una
bifurcación, vi un camión que iba por delante.
―¡Viktor!
Frenó y me esperó detrás de un árbol. Miré en todas direcciones para
asegurarme de que no habíamos sido detectados y al comprobar que ya no
podían vernos, insté en tono cansado:
―Vámonos.
Reunimos lo último de nuestra energía para pedalear por el camino de
asfalto y hacia el sendero de tierra rústica. Nos ocultábamos en el bosque
para descansar un poco. La abuela de Moritz nos dio bastante comida y la
racionábamos lo mejor posible.
―Hace frío ―comentó mientras observábamos el fuego que habíamos
encendido, a unos doscientos kilómetros de casa―. No dejo de pensar en
ella.
Sujetaba una taza de hojalata con café humeante. No me dirigió la
mirada y tampoco dijo nada más.
―Extraño sus horribles chistes.
Los ojos de mi hermano se iluminaron.
―Eran malísimos ―comenté con una sonrisa que apenas curvó mis
labios―. Uno peor que el otro.
Rio entre dientes, pero no acotó nada más. Yo tampoco.
También la echo de menos.
Al día siguiente seguimos el viaje, atentos a cada paso que dábamos y
ocultándonos de los nuestros como podíamos. Necesitábamos llegar lo
antes posible a nuestra casa, coger el dinero que tenía y largarnos a España,
donde tomaríamos un barco rumbo a Estados Unidos. En teoría parecía tan
simple, pero en la práctica era otro tema.
―Tienes mucha fiebre, Volker.
El día que llegamos a casa, estábamos exhaustos.
―Tú también, Viktor.
Ambos ardíamos en fiebre. ¿Habíamos cogido alguna enfermedad
contagiosa durante el viaje? Tal vez fueron las noches frescas y lluviosas.
―Es solo un resfriado ―declaré con una sonrisa escueta―. En unos
días estaremos mejor.
Pero no teníamos tres días, ya que, en cualquier momento, podría
aparecer alguien de la Gestapo y detenernos.
―Debemos irnos.
Moritz tendría los papeles listos en tres días, por eso volveríamos a la
casa de su abuela de la misma manera como habíamos venido hasta aquí.
No podíamos arriesgarnos.
―¿Te sientes mejor?
Observamos con melancolía la casa que nunca más volveríamos a ver
mientras viviéramos.
―Sí.
Nos preparamos para el viaje de regreso al infierno. Durante el trayecto,
pensé en Dea y en mi sobrino. Miré de reojo a mi hermano y sentí como un
nudo enorme se me formaba en la garganta.
Ellos lo necesitan.
Recordar los momentos que habíamos vivido juntos me henchía de
fuerza para seguir cuando los pies me aullaban por descanso. Viktor estaba
cada día más nervioso y ansioso. La fiebre no bajaba y el cansancio solo
aumentaba a medida que avanzábamos.
―Antes del atardecer estaremos en la casa de la abuela de Moritz
―declaré animado.
Pero a pocos kilómetros de nuestra casa, me di cuenta de que un coche
nos seguía. Maldije por lo bajo al reconocer la insignia: Gestapo.
―Alguien nos sigue ―murmuró a mitad de un pueblo donde paramos a
beber un poco de agua―. Creo que son… ―achicó los ojos―. Mierda. son
de la Gestapo.
Desmontamos las bicicletas y las lanzamos con violencia a un lado.
Corrimos hacia las casas, en su mayoría, abandonadas.
―Son agentes de la Gestapo ―reconocí su uniforme―. Tel vez nos
siguieron desde casa.
Nos separamos con cautela.
―No me pierdas de vista ―ordené y desaparecí tras un muro.
Tomé posición en la esquina de una casa semiderruida, muy cerca de
ellos. Alcé una mano e hice una señal para que no se moviera de su sitio y
llamara la atención de los dos.
―¡Comandante y Capitán von Richthofen! ―chilló uno de ellos al bajar
del coche con lo que me pareció ser una granada―. ¡Es mejor que se
entreguen! ¡Seremos indulgentes con ambos si colaboran!
Disparé sin miramientos al que sostenía la granada en la cabeza y Viktor
se encargó del otro sin rechistar. Nos miramos con complicidad desde
nuestros sitios.
―Cogeremos sus armas y el coche ―anuncié con una enorme
sonrisa―. Llegaremos antes de lo previsto, Viktor.
Dos aviones de la RAF cruzaron el cielo a muy baja altura y temí lo
peor. Corrimos hacia un edificio abandonado y empujamos la puerta, pero
estaba cerrada. Era de metal y bastante pesada. Una patada no sería
suficiente. Abrí mi mochila con rapidez.
―Debemos volar la puerta.
Preparé una carga y la coloqué en la puerta mientras las bombas de los
británicos estallaban a pocos kilómetros de nosotros. Lo encendí y nos
apartamos. Agachamos la cabeza para protegernos los ojos y los oídos.
―Tres, dos, uno… ―musité con los dientes apretados.
La carga estalló y la puerta voló por los aires, arrancada de los goznes
con violencia. El estrepitoso estallido llamaría la atención de los artilleros
británicos, que no dudarían en empezar un tiroteo.
―Vámonos.
Entramos en el edificio con las armas apuntando para todos lados.
Encontramos una sala llena de muebles ocultos bajo sábanas.
―Esto huele… ―olisqueé el aire―. A muerte.
Abrimos una puerta y encontramos una escalera que llevaba a la
segunda planta.
―Allí ―indicó Viktor con una mueca de asco―. Esa mujer lleva días
muerta.
La anciana sujetaba un rosario y tenía los ojos muy abiertos. Sentí una
fuerte opresión en el pecho al ver el dolor y la angustia en el rostro surcado
de la mujer, que, probablemente, había sido abandonada por su familia por
ser mayor. La guerra solía sacar lo peor de uno. Cerré la puerta con
violencia.
―Su casa ahora es su tumba.
En ese instante, el silbido de un avión que parecía estar muy cerca
encendió una alarma en nuestros cerebros. El corazón me iba a mil por hora
y la respiración me silbaba en la garganta por lo que estaba a punto de
suceder.
—Corre —gritó Viktor―. ¡Al sótano!
Oí el estallido de una bomba a muy pocos metros de nosotros, como si
fuera al lado, en el patio o en la planta superior. Me di la vuelta a cámara
lenta y clavé los ojos en mi hermano que también me miraba con la misma
expresión de agobio.
―¡Volker!
La voz de mi hermano me llegó como un silbido lejano. Me di la vuelta
y lo miré confundido, como si todo aquello no fuera real, como un sueño
del que no sabía si volvería a despertar.
―¡Volker!
Su alarido se perdió en medio de la onda expansiva que generó el
estallido de la bomba en alguna parte de la casa. El polvo nos atrapó en una
burbuja de color marrón ceniciento que empañó nuestras vistas.
Viktor…
Un segundo estallido, me ensordeció y fui incapaz de moverme de mi
sitio como si aquel fuera el último instante de mi existir. Mil imágenes se
sucedieron en mi cabeza, mezclándose entre ellas y perdiéndose en algún
rincón de mi ser.
Dea…
Todo el edificio se vino abajo y la oscuridad se adueñó de mí.
Capítulo 47
Dea

Meses después…

E l fin de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar entre finales de abril y


principios de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana,
en Berlín, entre los mariscales Keitel y Zhúkov. No se hablaba de otra cosa
en todo el pueblo de Smithville, Texas, donde vivíamos hacía meses en una
finca alejada de todo y rodeada por un hermoso lago donde solía ir a pensar.
La tía de Viktor, Margot, escuchaba todos los días la radio en busca de
noticias de Alemania. La desesperanza nos estaba matando a diario.
―Ellos están bien ―me repetía cada día―. Tu corazón lo sabría, Dea.
Era tan bondadosa y dulce como Viktor me la había descrito.
―Oh, Dea ―susurró mientras me tocaba la cabeza con afecto―. Me
parte verte así, Liebling.
Lloraba todos los días en su regazo como una niña pequeña e indefensa.
No sabía cómo expresar todo lo que sentía, ni cómo acallar tanta pena, tanto
sufrimiento y pérdida.
―Debo subir, tía.
Me sonrió.
―Prepararé una tarta de manzana para la merienda.
Me arreglé el pelo con desgana y con un nudo en la garganta que apenas
me dejaba tragar la saliva.
―Gracias por todo, tía.
Se acercó y me dio un beso en la mejilla.
―Descansa, Liebling.
Subí a la habitación y observé la ventana con ojos empañados. Me
acerqué con pasos vacilantes.
―Falta un muelle ―repuse al contemplar el lago que estaba a un lado
de la casa―. Sería perfecto.
Deslicé la mano por el cristal empañado a causa de la lluvia primaveral
que caía aquel 8 de junio de 1945, un mes después del final de la Segunda
Guerra Mundial. Ocho meses desde mi llegada a esta tierra ajena y lejana.
Viktor…
Escribí su nombre en el vaho mientras las lágrimas rodaban por las
mejillas. Viktor nunca llegó como me lo prometió. Y lo necesitaba tanto
que me dolía seguir respirando sin él.
―¿Por qué pasó todo esto? ―gimoteé con la otra mano en el vientre―.
¿Qué voy a hacer ahora?
El día que llegamos en el puerto de Nueva York, sentí una fuerte
punzada en la parte baja del abdomen. Recé durante todo el viaje para que
no fuera nada. Pero, poco a poco, comenzaron a sucederse con más
frecuencia y mayor intensidad, dejándome sin respiración. Empecé a
preocuparme a medida que la molestia crecía.
―Dios… ―sollocé al recordarlo―. Nunca olvidaré aquel día.
Decidí permanecer tumbada, confiando en que con el reposo los dolores
remitirían.
Pero eso no pasó.
Al contrario, aumentaron hasta volverse insoportables, hasta que grité de
desesperación pensando que me partiría por la mitad.
Siempre dolerá…
Cerré los ojos y las lágrimas rodaron por mis mejillas mientras el
recuerdo se adueñaba de mí lentamente…
Aquel lugar era como una celda de aislamiento, estrecha y sofocante.
No sabía cuánto tiempo había permanecido en aquella sala, lo único que
sabía era que un hombre con una bata blanca se acercó a mí con el
semblante ensombrecido.
—Soy el doctor Holmes, señora von Richthofen.
El médico era un hombre joven, cuyo aspecto relajado y afable me
transmitió un poco de tranquilidad. Solo un poco.
―Lo que tengo que decirle es bastante delicado.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al ver la expresión de sus ojos
negros, tristes y desolados. Intenté contener las lágrimas, pero no pude.
―Señora, usted padece una infección puerperal, localizada en el
endometrio.
—¿Eso es grave?
Trataba de mostrarme sereno, pero no podía disimular mi gran tristeza
mientras me explicaba lo que implicaba aquella complicación que había
sufrido en el endometrio.
—¿Es grave?
—La infección está considerablemente avanzada ―explicó mientras
clavaba los ojos en los míos―. Le hemos hecho una transfusión de sangre y
aplicado la primera dosis de antibióticos ―añadió y después me clavó una
daga en el corazón―. Lamento decirlo, pero las posibilidades de que
vuelva a embarazarse son casi nulas.
No podré volver a embarazarme.
Nunca.
―Lo siento.
Solo parpadeé.
―Pronto estará mejor y podrá ir a casa.
Transcurridos dos días, la fiebre comenzó a remitir hasta desaparecer,
pero como las hemorragias continuaban y padecía anemia me vi obligada a
permanecer en el hospital, acurrucada en la cama y anegada de lágrimas.
―Viktor… ―clamaba entre sollozos cada día―. ¿Dónde estás?
Aquella sala era grande y estaba bien ventilada, tenía amplios
ventanales que dejaban entrar a chorros la luz del sol. Una estufa de
carbón en medio que mantenía la temperatura siempre caliente. A los pies
de cada cama había una cunita y, por lo general, un bebé dentro de ella.
Salvo la mía, que estaba vacía.
¿Por qué, Dios? ¿Por qué permitiste todo esto?
Giré contra la pared y me escondí en el sueño.
—Dea… —susurraron mi nombre al oído―. Cariño, despierta.
Abrí los ojos sin saber dónde estaba o qué día era exactamente.
Parpadeé. La realidad se mostraba borrosa y tardé un tiempo en
aclararme.
―Dea ―insistió la voz femenina―. ¡Despierta!
Si no hubiera estado tan cansada, el grito de alegría que lancé se
hubiera oído en todo el hospital.
—¡Dios mío!
Giorgia y Margot mecían a mis hijos con dulzura contra sus
cuerpecillos.
―Son enormes ―resaltó Giorgia con una sonrisa―. Por eso tuviste las
complicaciones.
Asentí sin apenas contener las lágrimas.
―Pero Dios hizo otro milagro en tu vida, Dea.
Sonreí emocionada hasta los tuétanos.
―Tienen hambre ―anunció Tristán con una sonrisa―. Y puedes darles
de mamar ―rodeó a su mujer con el brazo y ella sonrió―. ¿Te sientes
mejor?
Llené las cabecitas suaves de mis bebés de besos y lágrimas.
―Sí, estoy bien.
Cerré los ojos y aspiré sus aromas únicos, el aroma de bebé, de mis
bebés.
―Amores de mamá ―gimoteé, incapaz de contener las lágrimas―. Por
fin puedo tenerlos conmigo.
Les di de mamar sin dejar de llorar.
―La tradición de la familia continúa ―comentó tía Margot―. El
abuelo y el tío abuelo ―asintió―. El padre y el tío.
Me sentía tan feliz, segura en aquel mundo blanco que olía a
desinfectante y harina lacteada.
―Nunca pensé que Dios me daría dos Viktor ―gemí entre sollozos―.
Mis amores… ―suspiré hondo―. Heinrich y Horst ―los miré con
devoción―. Sois igualitos a papá.
El llanto de ambos me sacó de mi ensoñación. Esbocé una amplia
sonrisa al escucharlos en sus cunitas. Me acerqué a ellos y los miré con
amor infinito. Casi perdí la vida al llegar aquí, pero solo fue un susto. La tía
de Viktor me cuidó con mucho amor durante toda mi gestación, pero
durante el parto, descubrimos que eran dos y no un solo bebé. El tamaño de
ambos me provocó una hemorragia y no pudimos ir al hospital ya que llovía
mucho. Dos días después, con mucha fiebre y súper agotada, me llevaron.
Y por un verdadero milagro, me salvé, aunque nunca podría concebir otro
bebé.
―Sois mi gran milagro ―mascullé en tono débil―. El fruto de nuestro
amor.
Miré hacia la mesilla y observé la foto de mi boda con lágrimas en los
ojos mientras recordaba aquel día tan hermoso en que unimos nuestras
almas para siempre.
―Hasta que la muerte nos separé ―musité con un enorme nudo en la
garganta―. ¿Dónde estás, Viktor?
Desvié la mirada hacia la cuna y contemplé a mis hijos donde la
respuesta brillaba con intensidad.
En ellos.

Los procesos de Nuremberg, febrero de 1946

O cho meses pasaron y Viktor seguía sin dar señal de vida. Nuestros
hijos cumplían nueve meses aquel día mientras Kurt, el hijo de Tristán
y Michaela cumplía un mes más de vida. Giorgia cumplía dos meses de
embarazo y pronto se casaría con Niklaus. La tía Margot estaba encantada
con los niños y la llegada de otro solo aumentaba su alegría. Sin embargo,
la mía solo se apagaba más y más.
—¡Vamos a algún sitio! —ordenó la tía con efusión—. Salgamos al cine,
a una cafetería o a dar un paseo…
Tenía la oreja pegada al aparato de radio, que retransmitía la
transcripción de las actas del proceso de Nuremberg. Subí el volumen y
aumenté el agobio de mi corazón.
―Los van a ahorcar… ―gemí con un dolor sordo en el pecho―. A
todos los culpables… ―la vista se me nubló.
La tía Margot se sentó en la silla contigua a la mía y me tocó el brazo a
modo de consuelo. La miré de reojo con atención y con un temor terrible
que me instó a gemir.
―¿Y si Viktor fue detenido antes de que pudiera huir?
Tristán mecía a su hijo mientras su esposa daba de comer a Horst.
―Es la única explicación plausible.
Lo que vi en los ojos de su tía me rompió el corazón un poco más.
―No ha muerto ―objeté con rotundidad―. ¡No lo está!
Apretó mi brazo.
―Los alemanes hicieron mucho daño ―me recordó con paciencia―.
Mataron a millones de personas ―desvió la mirada hacia Giorgia y
Niklaus―. El precio que deben pagar…
―¡No! ―chillé antes de que pudiera terminar su frase―. ¡Ellos fueron
la excepción al igual que muchos otros alemanes que no estaban de
acuerdo, pero no tenían otra opción más que obedecer!
Los alemanes bombardearon metódicamente, de día y de noche,
tranvías, calles, viviendas, teatros, museos, hospitales, guarderías, escuelas,
institutos, hospitales militares, además de reducir a ruinas los monumentos
artísticos y culturales más importantes de grandes ciudades en toda Europa,
eso sin mencionar las muertes, los asesinatos a sangre fría de razas enteras
que pretendían exterminar de la faz de la tierra para siempre.
―Pero ellos no lo saben ―expresó Tristán con tristeza―. Y, aunque lo
supieran, ¿los indultarían?
¿Qué pretendía con aquel argumento? ¿Quería que me resignara? ¿Era
eso? Negué con la cabeza y dejé caer un par de lágrimas llenas de rabia.
Desvié la mirada hacia la radio y presté atención en el juicio que se llevaba
a cabo.
General Harold Adam: Señoría, para terminar con la presentación de
las pruebas relacionadas con el objeto de mi intervención, solicito su
permiso para interrogar al testigo…
La taza de té resbaló de entre mis manos al escuchar el testimonio de
aquella víctima del Holocausto.
―Dios mío.
Me puse de rodillas y comencé a recoger los trocitos de cerámica.
Sollozaba con tal desconsuelo, que todos enmudecieron.
—Oh, Dea ―soltó Tristán, apenado―. No quise…
Agité la mano en un gesto displicente.
―Necesito escuchar la radio ―rogué entre sollozos―. Por favor.
Emití un gemido de dolor al escuchar el testimonio de otro sobreviviente
del campo de concentración de Auschwitz, donde Volker trabajaba. Ningún
Comandante sobreviviría al juicio. Todos serían condenados a muerte.
Todos.
A no ser que alguien interceda por ellos.
Las palabras de Viktor, la última noche que estuvimos juntos, resonaron
en mi cabeza como el choque de las aguas contra un acantilado en plena
tormenta.
―Tendrás que ser fuerte y cuidar a nuestro hijo.
Las lágrimas se resbalaban por mis mejillas sin parar.
―Y si algo me llegara a pasar…
Me aparté de él y le di la espalda. Se aproximó y me tocó los hombros
con afecto tras besar mi cabeza.
―Tendrás que aprender a sobrevivir sin mí.
Negué con la cabeza, incapaz de decir una sola palabra.
―Y con el tiempo, volverás a sonreír de nuevo, a sentir, a soñar y a
amar.
Me alejé de él enfurecida.
―Nunca volveré a amar a nadie más, Viktor.
Suspiró hondo.
―Nunca.
Me puse de pie y cogí a Heinrich de su cochecito mientras ordenaba mis
pensamientos.
―¿Dea? ¿Estás bien?
Hacía unos tres meses que Michaela me enseñaba todo lo que había
aprendido cuando trabajaba como enfermera en Alemania, antes de la
guerra. Y había aprendido muchas cosas que me podrían servir como
voluntaria en la Cruz Roja. También había aprendido alemán e inglés, al
menos lo suficiente para comunicarme con ellos. También aprendí a
disparar con la Luger que Viktor me dio antes del viaje. Además, tenía unas
joyas que podría vender para viajar, eso sin mencionar en el secreto que le
había desvelado a Viktor, durante nuestra luna de miel en la villa de Volker.
Aquello podía ser la llave de su salvación.
—Averiguaré qué le pasó a Viktor.
La tía Margot me dio una palmadita en la mano.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
La miré a los ojos con tal decisión, que un gemido de asombro se le
escapó de los labios. No necesitaba decirle lo que pretendía, pero, de todos
modos, lo hice:
—Iré en busca de Viktor.
Un grito ahogado huyó de la boca de Giorgia y de Niklaus al mismo
tiempo. Solo ellos dos sabían todo lo que había pasado para llegar hasta
aquí y todo lo que tendría que pasar para regresar al infierno.
—¿Ir a buscarlo adónde? —preguntó con perplejidad tía Margot.
Viktor podría estar en su país o en otro como prisionero. Pero no me
importaba, iría a todos ellos a pie si fuera necesario. Nadie me lo impediría.
—Empezaré por Alemania y si no está allí, iré a Polonia o a la Unión
Soviética.
Giorgia gimió.
—Escúchenme…
La tía Margot apoyó los brazos en la mesa y me miró con profunda
admiración y también con desconcierto, como si acabara de salirme unos
cuernos en la cabeza.
―Nadie viaja a Alemania ―me recordó Tristán.
Asentí mientras daba de comer a Heinrich.
—La Cruz Roja Internacional sí y me presentaré como voluntaria.
Miré a Tristán fijamente.
—Tú me conseguirás los documentos ―le exigí―. Les debes a ambos
la vida ―desvié la vista hacia su mujer―. Les deben.
Me miraron como si acabara de enloquecer y tal vez lo estaba, pero no
podía seguir allí sin hacer nada.
—No quiero que vengáis conmigo. Quiero que mis hijos sigan aquí,
sanos y salvos.
Giorgia me miró boquiabierta.
—Quiero que se queden con vosotros.
—Es una locura, Dea.
Una lágrima rodó por mi mejilla al ser consciente de lo que pasaría si me
fuera. Mis hijos eran muy pequeños aún y no podía llevarlos conmigo.
Jamás los pondría en peligro. Por eso tenía que viajar sola en busca de la
verdad. Volví a mirarlos.
—Mi marido me necesita.
Y también Volker.
Pero aquello no lo mencioné en voz alta. Sin embargo, mi meta era
salvar a ambos de la muerte y solo yo podría hacerlo. Nadie mencionó la
posibilidad de que estuvieran muertos ni una sola vez todos aquellos meses,
por piedad más que nada. Era consciente de ello, pero mientras no tuviera
pruebas fehacientes, no estaría tranquila y no podría seguir viviendo como
Viktor me lo pidió aquella noche.
―Ellos hicieron mucho por nosotros ―les recordé con la voz rota―,
ahora nos toca a nosotros hacer algo por ellos.
Esta vez hablé de los dos.
―Además, tengo una manera de salvarlos de la muerte ante los aliados
―sentencié con rotundidad y todos posaron sus ojos en mí―. Mi verdadero
origen los salvará.
Capítulo 48
Dea

L a esperanza me llevó hasta Alemania dos meses después de conseguir


los documentos como ayudante de enfermería de la Cruz Roja
Internacional. Los rumores acerca de la falta de personal sanitario en
Europa eran ciertos, por eso me dieron el puesto sin rechistar y sin tantos
obstáculos. Formaba equipo con una enfermera llamada Jennifer y con un
médico llamado Henry Cooper.
―Hola ―me saludó Jennifer―. ¿Dea Fiore no?
Era una chica alegre y divertida.
―Hola ―le estreché la mano―. Soy Dea, sí.
―Soy Jennifer Hamilton, pero puedes llamarme Jenni.
―Mucho gusto, Jenni.
―Igualmente, Dea.
Usé mi nombre de soltera para no llamar demasiado la atención de las
autoridades en Alemania. Una mujer casada con un nazi no era muy bien
vista por los vencedores.
―Hay muchos heridos por atender ―mencionó el doctor Cooper con el
ceño fruncido―. Tendremos mucho trabajo, señoritas.
Era un hombre de unos cuarenta años, alto y muy serio. Era delgado,
pero con una tripa abultada en la zona de la hebilla del cinturón. De
atractivo no tenía nada, pero Jennifer lo miraba como si fuera un dios
mitológico.
―¿Qué edad tienes, Dea?
La miré a los ojos mientras me ponía la cofia.
―Treinta años.
Soltó un bufido de admiración.
―¡Pensé que tenías como mucho veintidós!
Le sonreí, una sonrisa carente de cualquier tipo de humor o diversión.
Me miró con atención y cierta socarronería.
―¿Estás casada?
Pensé en Viktor, en mi amado esposo, el hombre más inteligente,
divertido, dulce, tierno, amable y guapo que jamás conocí en toda mi vida.
Un nudo se me formó en la garganta y estranguló un poco mi voz.
―Sí, felizmente casada.
Era muy curiosa y parlanchina. Durante todo el viaje me habló de un tal
Jerry, un marino, que la dejó al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Me
contó, con lujos de detalles, su tórrido romance por las bahías. Yo me
limitaba a leer las cartas de Viktor, las sabía de memoria, pero siempre
sentía lo mismo cuando las releía.
¿Me echas de menos? ¿Piensas en mí de la mañana a la noche como yo
en ti? Falta cada vez menos para nuestro encuentro y el fin definitivo de
esta maldita guerra.
Ten fe, amor mío, ¡pronto estaremos juntos!
―Ten fe ―repetí las últimas palabras de su última carta, la que debía
leer a pocos días de su llegada a Estados Unidos―. Ten fe, amor mío
―rogué al cielo con el corazón en un puño―. Porque pronto volveremos a
vernos.
El doctor riñó a Jennifer por poner demasiados rollos de gasa en los
botiquines y me sacó de mi trance.
—Está bien, doctor ―refunfuñó y no pude evitar sonreír―. Como si
hiciera diferencia uno o dos más en el mismo botiquín ―repuso a modo de
confidencia.
Durante la travesía, guardé unas cosas en mi bolso, por si las necesitara
en el futuro. Temía necesitarlas.
―Los pantalones son cómodos ―comentó Jennifer―, pero prefiero el
uniforme tradicional ―me guiño un ojo―. Me gusta cómo se ven mis
caderas en él.
Yo llevaba unos pantalones anchos de color blanco, una blusa ancha del
mismo color y una toquilla blanca con el emblema de la Cruz Roja.
―Nunca se sabe si tendremos que montar un caballo ―solté y la dejé
boquiabierta―. Hay zonas muy difíciles y solo se pueden atravesar con
animales.
Me miró como si acabara de insultar a su madre.
―¿Sabes montar a caballo, Dea?
Cogí la carta amarillenta que mi madre me entregó antes de morir con
un cosquilleo en el centro del vientre.
―Mi madre me enseñó ―repliqué mientras abría el sobre y cogía la
foto―. Aprendió con mi padre en el verano de 1914...
Mi verdadero padre.
―¿Fue un romance épico?
Deslicé el dedo por el rostro de mi madre primero y después por el de mi
padre, a quien nunca conocí y de quien no sabía casi nada, pero tenía fe de
que su origen salvaría a Viktor y también a Volker.
―Triste y trágico, Jenni.
Chilló de alegría y también pateó la cama.
―¡Cuéntamelo!
Suspiré hondo, el único que conocía la historia además de mí, era Viktor.
―Ella era una humilde campesina que solía bailar entre los girasoles
―la voz se me apagó―. Un día, lo conoció mientras nadaba desnudo en el
arroyo ―sonreí al imaginármelo―. Fue amor a primer grito.
Jenni ahogó una risita y un suspiro.
―Después de aquel encuentro, vinieron otros tantos y no fueron menos
bochornosos. Por cosas de la vida, ella fue contratada por la madre de él
para el servicio doméstico en la villa donde solían pasar los veranos. Allí
tuvieron mil peleas y mil besos, casi todos robados ―sonreí con malicia―.
Hasta que un día solo quedaron los besos entre los girasoles, los abrazos
mientras el sol desaparecía entre las colinas y las clases de equitación por
las praderas.
Mi compañera suspiró emocionada.
―El amor nació en sus corazones y ya nadie pudo arrancarlo de allí,
pero eran de mundos diferentes.
Un bufido se escapó de los labios de Jennifer.
―Las diferencias sociales ―refunfuñó―. Odio eso.
Escruté con melancolía la foto, la única que mi madre tenía de él.
―Se iban a casar a escondidas, pero el padre de él se enfermó y tuvo
que viajar. Ella lo esperó durante tres meses, pero no volvió a saber de él y
su familia la obligó a casarse con otro por el bebé que esperaba.
―Dios mío, Dea.
Una lágrima recorrió mi mejilla lentamente.
―Se mudaron de pueblo y nunca volvió a saber de su amor ―farfullé
con la voz rota―. Murió una hora después de confesarme la verdad.
Jenni sollozaba en silencio.
―¿Y si fue a la guerra, Dea? ¿Y si quedó deformado o mutilado?
Enjugué las lágrimas con un pañuelo.
―¿Y si murió?
Volví a meter la foto en el sobre junto con la carta que mi madre escribió
a sus dieciséis años en aquel verano, a dos días de su boda con el hombre
que llamé papá durante años. Sabía de memoria cada palabra, pero siempre
volvía a emocionarme cuando las leía.
―Todo es posible, Jenni.
Jenni se quedó dormida antes de las nueve de la noche. Las palabras de
Tristán antes de mi viaje, resonaron en mi cabeza mucho más alto que el
sonido del mar fuera.
―Solo tienes que aplicarle en el pecho toda la morfina de la jeringuilla
―me adiestró―. Un ataque fulminante al corazón es un crimen perfecto.
Lo miré curiosa y algo asustada.
―En la guerra aprendemos a defendernos, Dea.
Asentí.
―No lo dudes, ellos no lo harán si tienen la oportunidad.
Al día siguiente, antes de que Jenni se despertara, puse en un pequeño
maletín negro que, me dio la tía Margot, rollos de esparadrapo y gasas,
jeringuillas previamente cargadas de penicilina y minidosis de morfina.
―¿Crees que lo encontraré, Dea? ―habló Jenni, justo cuando cerraba el
maletín―. ¿O es imposible?
Metí la Luger que me dio Viktor en un compartimento secreto del bolso
junto con las municiones y un cuchillo de combate que me dio Tristán.
―Ten fe, Jenni.
El buque tardó doce días en llegar a Hamburgo. Tiempo que aproveché
para repasar mis clases de inglés y alemán, en especial algunos artículos
que podrían servirme para defender a mi marido y a mi cuñado ante las
autoridades.
Aquí estoy, amor mío.
Cogí de mi bolsillo los escarpines que me dio Viktor y los besé.
―Buscaré a papá ―prometí con la mirada acuosa―. Y no descansaré
hasta encontrarlo.
El doctor nos habló de la labor que haríamos durante nuestra estancia en
Alemania. Los ocupantes de los campos de concentración sufrían todos los
males conocidos por la humanidad: hongos, infecciones oculares, eccemas,
garrapatas, piojos y ladillas, cortes, quemaduras, abrasiones, heridas
abiertas, hambre, diarrea y deshidratación.
―Hay prisioneros de toda clase y nacionalidad ―comentó el doctor
Cooper con el ceño fruncido―. Muchos son oficiales de alto rango que
esperan sus sentencias de muerte.
―¡Merecido! ―chilló y aplaudió Jenni―. No deberían ser juzgados,
sino ahorcados directamente.
Empieza mi martirio.
―¿No, Dea?
La miré.
―Siempre hay excepciones, Jenni.
Subimos a un jeep blanco y comenzamos a recorrer los campos
instalados en el norte de Alemania. En todos ellos escaseaba la comida, y
los lotes que repartía la Cruz Roja resultaban insuficientes.
―Esto es terrible, Dea.
El alma se me caía a los pies en cada campo que visitábamos.
―El infierno existe, Jenni.
Asintió con el semblante desencajado.
―Y estamos en él.
En cada uno de los campos que pisábamos, buscaba a Viktor y a Volker
con el corazón en vilo.
―Sí, Jenni.
En los países de la Europa occidental había miles de personas sin hogar,
sin comida y sin esperanza alguna. A veces nos deteníamos para atender a
personas que, llenas de heridas y hambrientas, deambulaban por las
carreteras.
―Dios mío ―musité al ver la pierna de un hombre, completa de
heridas―. ¿Tendrá que amputarla, doctor?
Asintió con pesadumbre.
―Si quiere vivir, sí.
Después de inspeccionar más de diez campos y observar miles y miles
de rostros, no había encontrado a ningún oficial alemán de las SS.
―¿Buscas a alguien, Dea?
Jennifer era muy observadora. Había miles de seres humanos sucios,
enfermos y hambrientos por todas partes.
―A Dios ―le repliqué con la mirada entristecida―. Pero no sé si estará
por estos lados.
Dos meses pasaron.
Había repartido lotes, vendado heridas, administrado curas y atendido a
miles de refugiados, muchos de ellos murieron mientras les canturreaba la
melodía que Volker compuso o rezaba por sus almas.
«¡Señor, haz que Viktor o Volker estén aquí!».
La esperanza no se había apagado por completo.
«Dame fuerza, señor».
Todas las mañanas me despertaba con la fe renovada y reanudaba la
búsqueda.
―Dea, esto me está matando.
Jenni no estaba acostumbrada a la guerra como yo.
―Reza y pídele a Dios que te ampare.
Cuando un niño murió en mis brazos, lloré como si fuera mío. Jennifer y
el doctor me observaron con perplejidad. Tal vez no lloraba solo por el niño
o porque me recordaba a los míos, sino también por ellos, por Viktor y
Volker. ¿Dónde estaban? ¿Seguían vivos?
―Adiós, pequeñín.
Lo enterramos en un bosque donde nadie lo visitaría jamás. Donde nadie
le llevaría flores o encendería una vela. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.
―Tenía solo seis años.
Como mi hijo, Giuliano.
―Vámonos, debemos seguir.
Cuando entraba en un nuevo campo, me alejaba de Jenni y caminaba
sola hasta el campo siguiente, porque no quería compañía ni charla, sólo
llegar a algún lugar donde pudiera encontrar por fin a mi marido y a su
hermano.
―Madre mía ―solté al ver a un soldado alemán colgado de un árbol―.
¿Es él?
Me aproximé con las rodillas temblorosas y observé el cuerpo sin vida
de aquel hombre. Ni siquiera el hedor nauseabundo que expedía logró
alejarme de él.
―No es él.
No es él.
El corazón se me hundió dentro del pecho.
No es él.
Una voz ronca y grave por detrás me sobresaltó y solté un grito de susto.
Llevé la mano al pecho y traté de calmar a mi corazón exaltado.
―¿Se siente bien, señorita?
Me di la vuelta y me encontré con un hombre muy alto, rubio, atlético,
de ojos claros y vestido con un impecable uniforme inglés. Me miró con
mucha atención y curiosidad al mismo tiempo.
―¿A esto llamáis piedad?
Mi acusación lo molestó y me miró como si acabara de escupirle a la
cara.
―Como ellos lo tuvieron, señorita.
No podía rebatir su argumento. Bajé la cabeza y traté de recuperar la
compostura. Él permaneció allí, a mi lado y en un silencio muy incómodo.
―¿Puedo hacer algo por usted, señorita?
Levanté la cabeza y lo miré fijo por unos instantes. No podía seguir
buscando a Viktor y a Volker disfrazada de enfermera. Antes de que el
doctor Cooper y Jenni me buscaran, decidí tomar la palabra de aquel oficial
inglés que seguía mirándome como si tuviera una segunda cabeza. Cuando
le lancé una pregunta, frunció mucho el ceño.
―¿Cómo puedo llegar hasta esa persona, señor?
Me miró extrañado como si acabara de hablarle en ruso.
―¿Por qué busca a mi superior, señorita?
Me mareé al escucharlo. ¿Era su superior? ¿Lo había comprendido bien?
Necesitaba hablar con él y contarle mi historia. Toda ella y también la de
Viktor y Volker. Si me escuchaba, si me creía, tendría una oportunidad de
poder hacer algo por ellos dos.
―Es el único que puede ayudarme, señor.
A pesar de mi estoicismo, la desesperación empezaba a adueñarse de mi
cordura por completo. Ver a miles de hombres con las frentes febriles,
sucios, hambrientos, enfermos y a punto de enloquecer, me llevaba a tomar
aquella salida bastante arriesgada y peligrosa. Podía terminar en la cárcel
por ser quién era, pero ya no podía perder el tiempo. Debía cruzar el límite
antes de perder el control de mi sensatez.
―No entiendo, señorita.
Tragué con fuerza.
―Él es mi padre.
El Capitán palideció.
―¿El General Harold Adam es su padre?
Mis ojos se empañaron por la fuerte emoción.
―Sí, señor.
Capítulo 49
Dea

L a Cruz Roja Internacional nos había proporcionado la lista de todas las


instalaciones norteamericanas existentes en Europa, le expliqué al
Capitán James mientras nos desplazábamos hasta la residencia del General
Adam, mi verdadero padre. Durante todo el viaje me sudaron las manos y
me temblaron las piernas por la enorme ansiedad que sentía en mi interior.
Temía al rechazo del General. ¿Qué haría a partir de entonces? Era mi única
esperanza para poder encontrar a mi marido y a su hermano. Sin él y ahora
sin la Cruz Roja, que abandoné, a pesar de las amenazas del doctor Cooper,
estaría totalmente desamparada en un país que odiaban a los nazis y a todos
aquellos que tuvieran lazos con ellos.
―¿Su marido pertenecía a la Waffen-SS y su cuñado a la SS-División
Totenkopf?
La manera despectiva en cómo pronunció aquellas palabras me congeló
las entrañas. Su animadversión en contra de los oficiales de las SS era
evidente, casi abrumador.
—Sí, señor.
Mi voz sonaba cautelosa, pero firme al mismo tiempo. No tenía
vergüenza de ser la esposa de un oficial nazi, ya que conocía a mi marido y
su noble corazón. ¿Qué podía hacer él o Volker contra los suyos? Ante todo,
y sobre todo, eran soldados. Y el deber de todo buen soldado era obedecer.
—Yo diría que ambos están en Berlín, pero no le recomiendo que vaya
allí.
El alma abandonó mi cuerpo.
—¿Por qué no?
Aceleró el coche y apretó tanto el volante que los nudillos perdieron el
color. Aquel arrebato me alarmó.
—Los soviéticos mantienen confinados a los militares alemanes
―explicó con la mirada clavada en la carretera desértica—. Comparados
con las condiciones de los campos de Berlín, los que ha visto hasta ahora
son hoteles de lujo.
¿Hoteles de lujo aquellas pocilgas inhumanas? Llevé la mano al corazón
y traté de calmarlo, pero fue inútil. Me moví con incomodidad en el asiento
y el Capitán me tocó el brazo al darse cuenta de mi estado. Lo aparté como
si me quemara su contacto.
―Los soviéticos han prohibido la entrada de la Cruz Roja en sus
campos ―resumió en tono más fraternal―. Son muy estrictos y tiranos.
Me temblaba todo el cuerpo como si estuviera enferma. Lo miré de reojo
con el ceño desencajado.
—¿Dónde tienen confinados a los alemanes?
Me miró de refilón antes de volver a prestar atención en la carretera.
—En los mismos campos de concentración que ellos construyeron.
A continuación, me explicó que en Berlín faltaba comida para tres
millones de personas y que eso, tarde o temprano, podría causar grandes
tumultos. Sabía de qué estaba hablando, lo había vivido en carne propia.
Antes de la llegada de Viktor al pueblo, pasé mucha hambre. A veces,
comía una sola vez al día. Un trozo de pan que sabía a aserrín o una sopa de
patata que no tenía sabor alguno. Los ojos se me empañaron al acordarme
de la generosidad de Viktor y Volker no solo conmigo. Y por eso valía la
pena luchar por ellos dos. Todos necesitaban saber lo que hicieron.
—Se necesita tres mil quinientas toneladas de alimentos al día, y Berlín
sólo produce el dos por ciento de esa cantidad.
Las canalizaciones no funcionaban, los depósitos de agua estaban
vacíos, los hospitales estaban colapsados y apenas había médicos. La
población sufría disentería, tuberculosis y tifus, enfermedades mucho más
graves que en esta parte del país.
―Se necesitan medicinas, agua, trigo, manteca, azúcar, patatas…
―enumeró meneando la cabeza―. Muchas cosas que no tendrán por
mucho tiempo, señorita.
Muchos militares alemanes, en especial de las SS, están en Alemania del
Este.
Las palabras del Capitán me golpeaban una y otra vez, hasta provocar un
intenso dolor de cabeza. Para acceder a los campos de concentración del
este, había que entrar en el sector soviético, cosa que era muy difícil. Los
soviéticos estaban muy dolidos y harían justicia a sangre fría.
―Mi marido y mi cuñado eran nobles ―argumenté con la mirada
acuosa―. Hicieron cosas que otros como ellos no fueron capaces de hacer.
El Capitán me lanzó una mirada circunspecta y desconfiada que,
despertó a la fiera que llevaba dentro. Lo miré con mucho desprecio, con el
mismo que le dedicó a mis palabras minutos atrás.
―No estoy mintiendo ―objeté con firmeza―. Y lo demostraré.
La tenacidad de mi voz lo instó a mirarme con atención, como si fuera
algo realmente valioso e interesante.
―La excepción confirma la regla… ―me tembló la voz― y, aunque
estén muertos… ―el pecho me ardió―, demostraré que ellos eran la
excepción.
Giré el rostro para recuperar el control de mis emociones mientras
recordaba lo que había vivido los últimos meses desde que llegué aquí, en
la tierra de Viktor y Volker.
Eran la excepción.

Una ciudad completamente destruida se extendía hasta donde alcanzaba


mi vista. La montaña de cascotes alcanzaba el primer piso de los edificios
que todavía se mantenían en pie. Miles de personas, en su mayoría mujeres,
jóvenes y niños, recogían los trozos del lugar que algún día fue su hogar. El
corazón se me encogió, a pesar de saber todo lo que habían hecho, sentía
lástima por ellos.
No quedaba nada en el país.
Ni la sombra del Imperio del Tercer Reich.
Solo escombros.
Dolor.
Hambre.
Y muerte.
―Ya falta poco para llegar a la residencia… ―el Capitán claudicó―,
del General.
Me limité a observar el lugar a través de la ventanilla.
―Esto es un paraíso en comparación a Berlín.
Los bloques de pisos tenían las fachadas destrozadas y se podía ver el
interior, donde las personas aún vivían.
Porque no tenían adónde ir.
Mis ojos se encontraron con los de un niño de pelo muy rubio que,
curioso, me observaba como yo a él. Pensé en mis hijos y el dolor se
adueñó de mi corazón. Heinrich y Horst tenían un poco más de un año. Tal
vez regresaría justo cuando dieran sus primeros pasitos o dijeran sus
primeras palabras. Me enjugué una lágrima con el dorso.
―Es como un cementerio abandonado ―comenté sin mirar al
Capitán―. En mi pueblo había uno y nadie visitaba las tumbas, casi todas,
destruidas y olvidadas.
En la carretera se veían mujeres y niños alrededor de montículos de
escombros, buscando algo que comer o algo que tuviera valor para vender.
―Dios mío ―gemí al ver a una mujer con su hija pequeña a la cadera y
a otra cogida de la mano en medio de las ruinas―. Esto es terrible.
Unas cruces negras señalaban los lugares donde había cadáveres
esperando a ser enterrados. Mujeres y hombres buscaban a sus familiares.
―Es verdad, parece un cementerio ―declaró el Capitán en tono
ensombrecido―. ¿Se encuentra bien?
Lo miré de reojo por un breve segundo y después concentré toda mi
atención en los niños que caminaban por las calles destruidas por miles de
bombas. Algunos jugaban, otros reían y muchos solo lloraban.
―No, Capitán ―repliqué con un enorme nudo en el pecho―. No estoy
bien.
No hablamos durante el resto del trayecto. El coche no tardó en llegar al
linde de la ciudad donde vivía el General. Eran los hogares de los
banqueros y los comerciantes. Aquellas residencias eran un completo lujo.
Me recordaba a la mansión de Viktor y Volker.
―Llegamos, señora.
La Villa donde vivía el General era suntuosa, moderna, pero con aire
victoriano, con enormes pórticos y un amplio balcón con columnas blancas.
―¿Vive con su familia aquí? ―inquirí con nerviosismo―. Me había
olvidado preguntarle ese detalle durante el viaje.
Las dimensiones de la casa me hicieron pensar en ello. Tal vez vivía allí
con su esposa y sus hijos. ¿Tenía hermanos? ¿Hermanas? ¿Tías? ¿Abuelos?
De repente, de no tener más que a mis hijos y marido como parientes, la
vida me regalaba la oportunidad de tener más familiares.
―El General no tiene esposa y tampoco hijos ―respondió el Capitán
con cautela―. Por lo que entendí, nunca se casó.
El corazón brincó con fuerza en mi pecho al escucharlo. Bajó del coche
y abrió la puerta con amabilidad para que bajara. Me temblaron las manos y
los pies cuando el Capitán me ofreció la mano. Era como si por fin fuera
consciente de dónde estaba y a quién estaba a punto de conocer.
A mi verdadero padre.
―Bienvenida, señora.
Al entrar en la mansión me saludó un delicioso aroma a café recién
hecho y pan horneado. Me quité la cofia y la metí en el bolso antes de
arreglarme un poco el pelo que lo llevaba atado en una trenza de costado.
―Por aquí ―indicó el Capitán con amabilidad.
Antes de dar un paso, una voz grave y ronca, pronunció el nombre de mi
madre como si le doliera hacerlo.
―Stella.
Levanté la vista y me encontré con un apuesto hombre de cincuenta
años, alto, fuerte, de piel muy clara y ojos muy azules que atento me
observaba desde el tercer escalón de la suntuosa escalinata de mármol
cubierta por una alfombra persa.
―Soy su hija ―le corregí con la voz entrecortada―. Ella… ―negó con
la cabeza y no me permitió seguir.
En sus ojos vi la misma pena que había en los míos, la que generaba el
dolor de la ausencia del ser amado. Bajó la mirada para ocultarla de mí. Era
un militar de alto rango y debía mostrar fortaleza.
Nunca la olvidó.
Al levantar la cabeza, me inspeccionó con mucha atención y cierta
confusión. Cogí la carta de mi madre del bolso y me acerqué a él con pasos
vacilantes.
―Aquí encontrará la respuesta que busca.
Cogió el sobre sin apartar la vista de mis ojos un solo instante. El color
de mis ojos era una mezcla perfecta entre azul añil de los suyos y verde
oliva de mi madre.
―¿Fue feliz?
Su pregunta rompió mi corazón y las lágrimas empezaron a rodar por
mis mejillas sin control. Me alargó un pañuelo de seda que olía a una
colonia masculina muy fresca, muy parecida a la de Viktor.
―Quisiera decirle que sí, pero nunca vi en sus ojos nada que me
indicara eso.
Las imágenes de ambos corriendo por el campo, discutiendo o riéndose
de alguna ocurrencia de mi madre, asaltaron mi mente y estrujó un poco
más mi corazón.
―Tenía el mismo brillo de melancolía que sus ojos, señor.
Una fina película de lágrima cubrió sus pupilas azules, tal vez él también
rememoró el pasado que vivió con ella. Se sorbió la nariz y esbozó la
sonrisa más triste que jamás había visto en toda mi vida.
―Solo quedaron los recuerdos ―murmuró con la mirada clavada en el
sobre―. ¿Cómo está Giada?
Su pregunta me sorprendió mucho y la expresión de mi rostro me delató.
―¿Usted conoció a Giada?
Mi madre me había dicho que Giada fue un regalo de mi padre cuando
tenía unos tres o cuatro años. Nunca fue muy precisa en la fecha.
Oh, Dios mío, hablaba de él, no del hombre que me crio.
Por primera vez, sonrió sin aquel deje tan sombrío en la mirada.
―Giada nació en aquel verano ―declaró sin abandonar su sonrisa―.
Stella y yo la vimos nacer ―bajó la vista―. Estudiaba Veterinaria y quería
impresionarla, pero la que me terminó impresionando fue ella. Aquel
verano decidí dejar la carrera, porque no era lo mío.
Llevé la mano al pecho para calmar mis apresurados latidos.
―El nombre lo elegí yo ―apostilló, orgulloso―. Era el nombre que
hubiera elegido para ella, no le gustaba Stella.
―¿Y lo dejó sin más?
Una carcajada brotó de su pecho sin que pudiera evitarlo. Una muy
sonora, bonita y nostálgica.
―No me habló por tres días, pero al final, terminó aceptándola
―confesó sin dejar de sonreír―. Perdóneme, ¿puedo invitarle a un café?
―titubeó―. ¿Señora…?
No podía realizar el simple movimiento de afirmación con la cabeza.
―Me llamo Dea, señor.
Se puso serio y me examinó por unos instantes que, me parecieron
eternos. Cuando frunció el ceño, el corazón chocó contra mis costillas con
violencia, a la vez que una lágrima atravesaba mi mejilla.
―¿Dea?
Sí, el nombre que usted eligió para su hija, sin saber que, en aquel
momento, ya existía.
Capítulo 50
Dea

Dos semanas después…

L levábamos varios días recorriendo los campos por Alemania, en busca


de pistas de Viktor y Volker, pero sin éxito alguno. Cada vez que veía a
las personas rescatando cadáveres entre las ruinas, pensaba en ellos de
manera inevitable. El Capitán James me acompañaba en todos los sitios por
órdenes del General, mi padre. Cerré los ojos al traer a la mente el día que,
él solito, descubrió el lazo que nos unía.
Mi nombre.
Cuando me abrazó y besó mi cabeza, pegada a su fornido pecho, me
contó que mi madre llamaría así a la hija que tuvieran juntos. Y que jamás
usaría en uno que no fuera de ambos.
―La he buscado tan pronto como la guerra terminó ―expuso al
apartarse de mí―. Mi padre murió y antes de que pudiera enterrarlo, me
llamaron para ir al frente en 1915. No tuve otra opción, pero tenía fe de
que, al volver, por fin, estaríamos juntos.
En su voz se filtró la gran pesadumbre que cargaba hacía años.
―¿No volvió a verla?
Elevó la comisura de sus labios en una sonrisa llena de amargura.
―Fui todos los veranos después de la guerra a la villa con esa
esperanza, pero no volví a verla ―se me encogió el corazón―. incluso
pensé que había muerto.
No sabía cómo consolarlo.
―Ella quedó embarazada y su familia la obligó a casarse con otro
―contesté a una pregunta que nunca afloró de sus labios―. No tuvo otra
opción.
El hombre que creí, hasta mis veinte años, fuera mi padre, siempre la
quiso y no dudó en desposarla. Sin embargo, cuando descubrió que estaba
embarazada de otro, cambió con ella y mostró un lado más agresivo y
cruel.
―En esa carta explica todo.
Cuando pasamos a su despacho y la leyó, una lágrima rebosó su ojo
derecho. Mi madre nunca lo olvidó y siempre tuvo la seguridad de que algo
le había pasado. Nunca dudó de su palabra, ni de su promesa, ni de su
amor.
―Mi madre nunca me entregó sus cartas ―confesó con la mirada
clavada en el papel―. Murió cinco años después de mi padre y se llevó ese
secreto con ella.
Con manos temblorosas, cogí de mi bolso un sobre que contenía una
fotografía, se la tendí tras besarla. Cuando la cogió, abrió mucho los ojos y
un poco la boca en un gesto de sorpresa.
―Son mis hijos, sus nietos.
Cuando volví al presente, me encontré con más edificios en ruinas que
se extendían en todas las direcciones, a lo largo de varios kilómetros.
―Está muy cansada ―repuso el Capitán en tono afable―. Por hoy es
suficiente.
El sol ya se despedía de aquel día, habíamos recorrido varios campos
por las cercanías y en ninguno encontramos nada. El General me aseguró
que los encontraríamos, vivos o muertos.
―Faltan muchos campos ―aseguré, desanimada―. He recorrido varios
estos últimos meses con la esperanza de encontrarlos.
Un jadeo escapó del pecho del Capitán, uno lleno de frustración, pero
también, aunque sonaba imposible, de admiración. Le costaba creer que una
mujer, cuya apariencia frágil, según él, hubiera cruzado el mar para buscar a
su marido entre los enemigos de este.
―Mi mujer me dejó en el 43 ―declaró con una sonrisa burlona―. Nos
casamos en el 38 y casi nunca estaba en casa ―hizo un encogimiento de
hombros―. Ni siquiera para darle hijos, algo que nunca me perdonó.
Parecía un hombre decente y honesto, pero, a veces, no era suficiente
para mantener los lazos de familia firme. No opiné sobre lo que me dijo, no
era nadie para ello.
―Debe amarlo mucho, señora.
La forma en cómo lo dijo, erizó toda mi piel. Era como si tal cosa fuera
una verdadera locura o algo realmente utópico, posible solo en los libros.
Sin embargo, al conocer a mi padre, su gran devoción por mi madre,
comprendía mejor la fidelidad de mi corazón.
―Espero que su marido no esté en tierras soviéticas, señora.
Aquello me impulsó a sujetar con brío el asa de mi bolso.
―Muchos oficiales terminaron allí ―fomentó su primera declaración
con otra aún peor―. Los rusos odian a muerte a los alemanes y si hacen
con ellos lo que hacen en Berlín, no quiero ni imaginarme lo que…
Le hice un ademán con la mano.
―Ahórrese los detalles, señor ―rogué en tono severo―. Usted también
los odia, no lo culpo, pero mi marido era distinto ―amonesté―. Y también
su hermano gemelo, si me cree o no, es problema suyo. Y prefiero que no
me dirija la palabra durante las búsquedas.
Su rostro rubicundo se contrajo tanto como los músculos de sus brazos y
de su cuello. No sabía si estaba molesto conmigo o consigo mismo. Desvié
la mirada y me concentré en la carretera el resto del viaje.
―No quise ofenderla, señora ―explicó cuando aparcó el coche delante
de la residencia del General―. Y tampoco pongo en duda su palabra
―mantuve la cabeza gacha―. Lo siento.
Giré el rostro hacia él y pude ver el arrepentimiento sincero en sus ojos.
―No lo culpo, Capitán ―parafraseé en un tonillo carente de sutileza―.
Y tampoco lo juzgo ―bajé la mirada en su guerrera―. El deber muchas
veces obliga a un soldado a hacer cosas que no se imaginó jamás capaz de
hacer.
Esbozó una sonrisilla de medio lado y dejó a la vista un hoyuelo, que me
recordó a Viktor, de manera ineludible. Giró el gorro entre las manos con
nerviosismo.
―Si una mujer tan íntegra y sincera como usted se dejó conquistar por
ese hombre, supongo que merece todo mi respeto.
Retazos del pasado se unieron en mi cabeza: la primera vez que vi a
Viktor, el primer beso, nuestra primera entrega y todos los momentos,
buenos y malos, que vivimos en tan poco tiempo. El nudo que llevaba
dentro del pecho, hacía tiempo, oprimió mi corazón con saña.
―Buenas noches, Capitán.
Al darme la vuelta, un par de lágrimas atravesó mi rostro. El tiempo
pasaba y la esperanza de encontrarlo se hacía cada vez más lejana. El
General incluso me aconsejó que volviera junto a mis hijos y que él se
encargaría de buscarlo a él y a su hermano, pero no le había dicho nada. La
sorpresa me enmudeció. Al ver el asombro en mi rostro, casi convertido en
enojo, me explicó que los niños eran muy pequeños aún y que me
necesitaban tanto como el padre. Aquello me desarmó entera y no pude
replicarle.
¿Dónde estás, amor mío?

Pasaron otras dos semanas y ninguna noticia de Viktor o Volker. Decidí


viajar a Berlín, pero caí enferma y me obligaron a permanecer en la cama,
al menos hasta recuperarme por completo. Era un resfriado sin importancia,
pero según el General, podría transformarse en algo más grave, en especial,
por mi terquedad en ir a los campos con el Capitán, de quien no me
confiaba del todo.
―No confías en él.
El General me puso un paño frío en la frente y me estremecí de frío.
Busqué sus ojos y me encontré con una mirada socarrona que no me la
esperaba. Incluso me tentó a sonreír también.
―¿Tanto se me nota?
Verlo con ropa informal, barba de tres días y el pelo castaño, con canas
en algunas partes, me enternecieron. Parecía tan preocupado y cansado
como yo. Aunque no lo decía, muy en el fondo, temía lo peor.
―Eres mi hija y fingir nunca se nos dio bien a los dos ¿o me equivoco?
El tono paternal que usó y la mirada teñida de dulzura que me dedicó me
derritieron el corazón.
―No tenía muchas amigas en la escuela ―me jacté y él rio por lo
bajo―. Y con Viktor tuvimos muchos momentos de… ―no terminé la
frase―. Me está costando no desmoronarme y perder la razón.
Retiró el paño y lo metió en la vasija de porcelana antes de volver a
ponerlo en mi frente. Tenía la suya fruncida y tres arrugas hicieron su
aparición, otorgándole un aire más serio e incluso más atractivo.
―No estás sola, hija ―susurró con timidez y llenó mis ojos de
lágrimas―. Me tienes a mí.
Todo debía ser a escondidas, ya que, al fin y al cabo, Viktor y Volker
eran alemanes, eran los enemigos. Por eso me rogó que nadie más supiera
que era mi padre, ya que podrían poner muchas trabas e impedir que
podamos llegar a ellos.
―Ellos no solo me salvaron a mí ―señalé con la voz rota―. Salvaron a
muchos… ―hice una pausa para recobrar la compostura―. Papá.
En sus ojos vi la misma dulzura que, creo, él vio en los míos cuando me
llamó hija. Cogió mis manos y besó los nudillos con afecto.
―Ahora descansa, hija.
Por primera vez no vi melancolía en sus pupilas, sino paz, la que buscó
durante años. Me sonrojé cuando me besó la frente y me cubrió con la
manta como si fuera una niña pequeña.
―Buenas noches ―repliqué en inglés.
Al día siguiente envié un telegrama a la tía Margot y a mis hijos que
cumplían un mes más de vida.
«Sana y salva. Os echo de menos. Os quiero. Sigo buscando».
Recibí un telegrama antes de salir de la casa. El General, elegante y
serio, me entregó el mensaje de mi familia desde tierras lejanas con una
sonrisa de satisfacción. Aquello me tranquilizó.
«Están enormes. Ya empezaron a caminar y a balbucear: Mutti».
Se me cayó el alma a los pies al leer aquello. ¿Mis bebés ya decían
mamá? ¿Ya dieron sus primeros pasos? El corazón se me desbocó y las
rodillas me temblaron como si tuviera mucho frío.
―Hija…
Me miró apenado.
―Pronto estarás con ellos.
Me prometió que iría a verlos en la primera ocasión que tuviera para
viajar, según me informó, sería cuando menos lo esperara. Una de las
doncellas entró y anunció la llegada del Capitán James. Me sobresaltó un
poco al verlo entrar como un rayo detrás de la mujer. ¿Por qué estaba tan
impaciente?
―Señora, tengo noticias de su marido.
Dejé caer el bolso sobre los pies ante la conmoción que me generó
aquella afirmación tan rotunda. Mi padre me sujetó entre los brazos para
que no perdiera el equilibrio.
―Uno de ellos ha escapado hace unos días de un campo de
concentración de Berlín ―declaró con cautela y una mirada matizada de
angustia―. Al parecer, huyó con otros compañeros, pero fue el único que
sobrevivió.
Los latidos alocados de mi corazón me ensordecieron por completo y
apenas era capaz de sostenerme en pie. Me temblaba todo el cuerpo.
―Capitán… ―espetó mi padre en tono de advertencia―. Creo que no
es… ―lo interrumpí.
―Necesito saberlo.
El General desvió la mirada hacia el Capitán y tras unos eternos
segundos, asintió con un leve cabeceo.
―Estaba muy herido, delgado y maltratado ―continuó el Capitán y me
desgarró el alma―. Los rusos lo estarán buscando.
Los más odiados por ellos. Había escuchado cosas horribles los primeros
meses que estuve aquí. Las torturas por la que pasaban los alemanes bajo
las manos de los enemigos, en especial, de los soviéticos, eran inhumanas.
―¿Sabes el nombre, Capitán?
Él negó con la cabeza.
―Solo ha escrito su apellido y una C. delante de él, podría ser Capitán o
Comandante ―dudó―. Lo escribió en un papel cuando le preguntaron
quién era, antes de someterlo a una cirugía de amígdalas ―argumentó sin
mirarme a los ojos―. Las tenía muy inflamadas y… ―la pena lo envolvió,
sabía que aquello me estaba matando por dentro―. A pesar de la
intervención, no saben si volverá a hablar.
Me mareé, pero le supliqué con la mirada que continuara.
―Se está recuperando… ―vaciló y cambió el peso de una pierna a la
otra, dejando a la vista su intranquilidad―. Aunque las condiciones en las
que se encuentra el hospital, son bastante precarias ―jadeé―. No tienen
medicamentos y apenas dan de comer a los enfermos.
Me aparté de mi padre y traté de calmarme, pero me estaba costando
mucho. Inhalé y exhalé hondo varias veces antes de girar el rostro hacia el
Capitán.
―¿Y hay noticias sobre su hermano?
No necesité que me respondiera, la mueca de abatimiento lo hizo por él.
Negué con la cabeza mientras las lágrimas anegaban mi rostro y el corazón
se me partía en dos al comprender lo que le había sucedido.
―Dios mío… ―gemí al sentir un dolor insoportable en el centro del
pecho―. No… ―negué con la cabeza―, no puede ser…
Las imágenes de ambos se sucedieron una tras otra en mi mente. Los vi
con nitidez, jugando, bromeando y riéndose en el arroyo. Intercambiando
miradas cómplices, sonrisas llenas de secretos y afecto. Ellos no eran solo
hermanos gemelos, eran almas gemelas.
―¡Dea!
Todo se oscureció cuando por fin comprendí lo que pasó.
Ha muerto…
Capítulo 51
Dea

V i a lo lejos la Puerta de Brandeburgo y temí deshacerme por dentro.


Llevaba tres días llorando por la muerte de uno de ellos, temiendo
averiguar quién fue. Enjugué las lágrimas con el pañuelo que me ofrecía mi
padre. Su mano envolvió la mía cuando mi cuerpo empezó a temblar. Lo
miré a través de mi angustia. Había experimentado mucho dolor a lo largo
de mi vida, pero el que generaba la muerte era lo más insoportable. Era
como si alguien abriera en canal tu pecho y te arrancara el corazón en carne
viva. Desvié la mirada hacia la carretera en ruinas de la capital del Tercer
Reich y me sumergí en los recuerdos para no morir de tristeza.
―¿Crees en Dios, Dea?
Viktor tenía la cabeza reclinada hacia atrás, atento a la bóveda
revestida con su mejor traje negro lleno de pequeños diamantes brillantes.
Estábamos en el puente medieval, nos gustaba estar allí tras la cena y
beber un poco de café o vino.
―Un tiempo tuve mis dudas.
No llevaba camisa, solo sus pantalones bombachos, tirantes colgados a
los costados de sus piernas e iba descalzo. Yo estaba sentada entre sus
piernas flexionadas y apoyaba la cabeza en su fuerte pecho.
―Yo también ―me susurró cerca del oído y me erizó todo el vello de la
nuca―. Pero luego llegaste tú a mi vida y la fe renació.
Giré el rostro hacia él y lo miré con amor infinito.
―Me pasó lo mismo, Viktor.
Reclinó la cabeza y capturó mis labios en un profundo beso que hizo
aletear a las mariposas que nacieron en mi interior el día que llegó a mi
vida.
El movimiento violento del coche me arrancó de mi trance.
―No hay indicios de obras de reconstrucción y pasaron ya más de un
año desde el final de la guerra ―comentó el Capitán en tono huraño―. Es
una opinión, no una crítica, señor.
Mi padre asintió.
―Berlín seguirá en ruinas, paralizada y triste ―manifestó mi padre,
pensativo―. Es el castigo que merecen por todo lo que hicieron.
La URSS se negaba a aportar dinero para las obras de reconstrucción de
la ciudad, alegaban que la financiación debería ir a cargo de los alemanes.
—Y los soviéticos prefieren empezar reconstruyendo la URSS
―sentenció el Capitán tras calar su cigarrillo.
Los rusos odiaban a los americanos, ingleses y franceses tanto como a
los alemanes. Y no descansarán hasta sacarlos de Berlín. No quieren
ninguna ayuda de ninguna clase. Ni siquiera a la Cruz Roja permitían la
entrada en los campos de concentración. Ni siquiera por razones
humanitarias cederían.
—No quieren que se sepa cómo están tratando a los alemanes —observó
el Capitán y el corazón se me encogió―. Lo siento ―se disculpó.
A veces me daba la sensación de que lo hacía a propósito. Me limité a
contemplar la ciudad a través de la ventanilla mientras me refugiaba en mis
recuerdos…
―Me encantan las mariposas, Volker ―grité y perseguí a una que tenía
varios colores―. ¡Son preciosas!
Estábamos en el bosque, a pocos metros del árbol talado donde
solíamos dejar las cestas con alimentos para el viudo. Él me seguía en
silencio.
―Aunque, si fuera un insecto, sería una avispa y de las malas ―imité el
zumbido de una―. ¡Muy mala!
Volker me miró con expresión divertida.
―¿Qué tan mala?
Compuse una mueca de pura maldad.
―De las que te picarían en la punta de la nariz.
Se echó a reír a mandíbula batiente. Fue una de las pocas veces que lo
vi reírse de aquel modo tan despreocupado y sincero. Era como si no
estuviéramos en plena guerra, como si solo fuéramos dos amigos en medio
de un bosque sin miedo a nada.
―Hemos llegado ―anunció el Capitán con una media sonrisa en los
labios―. Más que hospital…
La escalinata del edificio tenía los peldaños mellados y el olor que
inundó nuestras fosas nasales era una mezcla de alcohol, sulfamida y yodo.
Me mareé un poco a mitad de camino.
―¿Estás bien?
Aspiré una gran bocanada de aire y traté de recuperar el control de mis
emociones. Pero tenía mucho miedo de lo que estaba a punto de descubrir.
―No ―contesté con sinceridad y con la voz marcada por la agonía―.
Estoy aterrada.
Los labios, las manos y las piernas me temblaban sin control. Mi padre
me rodeó con los brazos y pegó mi cabeza a su pecho con delicadeza, como
si aún tuviera cinco años. Me aferré a él como si la vida se me fuera en ello.
―Tranquila.
El Capitán habló con una enfermera y ella asintió con un leve cabeceo.
Tenía el mismo uniforme que usé cuando llegué aquí. Era americana.
—Me temo que las condiciones de los campos no fueron muy buenas
con este oficial ―comentó en tono compasivo―. Por las heridas que tenía
su cuerpo, creo poder aseguraros que pasó por un terrible martirio.
Sus palabras se clavaron en mi corazón como pedazos de metal.
―¿Cómo se encuentra? ―inquirió el Capitán.
Como si a usted eso le importara.
Con mucho tacto, la enfermera nos contó que el programa de
indemnizaciones de guerra estipulaba que los prisioneros alemanes debían
contribuir a la reconstrucción de la Rusia Soviética, pero la mayoría de ellos
no tenían fuerzas para trabajar. Y como castigo: eran colgados por los
brazos por días, recibían azotes de bastón, eran encerrados en celdas frías y
húmedas hasta que cogían alguna enfermedad.
―Este oficial pertenecía a las SS y los rusos son especialmente
implacables con todos ellos ―amonestó la enfermera que no podía tener
más que treinta años―. Llegó aquí en plena tormenta y con una grave
infección en la garganta.
Las lágrimas caían como un diluvio por mis mejillas mientras las manos
se cerraban con fuerza alrededor de la guerrera de mi padre, como si
estuviera a punto de caerme a un precipicio.
―Por aquí.
Pasamos por unos barracones donde la situación no era tan buena. Una
enfermera cubrió a dos de los prisioneros con sábanas manchadas de sangre
y dijo a un soldado americano que los sacaran al exterior para enterrarlos.
―Esto es terrible ―susurró mi padre, impresionado―. Escuché
rumores, pero comprobarlos es otra cosa.
A cada paso que daba, el corazón se me partía más y más ante la
catastrófica realidad. La enfermera que nos precedía nos explicó la
situación en los campos de concentración, donde los propios alemanes
dieron el mismo trato a los judíos durante años. Apreté con fuerza los
dientes mientras ella continuaba con su relato del horror. Nos aseguró que
los prisioneros de la mayoría de los campos, no se lavaban, comían poco y
las literas donde dormían estaban apiñadas. Los barracones eran un pozo de
infecciones…
―Aquí se hace, aquí se paga ―subrayó el Capitán en tono débil.
No podía replicarle, simplemente no tenía argumento para ello.
―Además, hay piojos y garrapatas ―agregó la enfermera con una
mueca de asco―. Y los presos no se afeitan ni se rasuran la cabeza.
Me empezaron a temblar las rodillas cuando se detuvo delante de una
puerta desvencijada. La enfermera la abrió tan lentamente que el chirrido
oxidado del metal de las bisagras arañó mi corazón como uñas afiladas.
Dios mío…
Delante de mí, a unos tres metros, debajo de un ventanuco por el que
entraba una tenue luz, tumbado sobre una camilla desteñida y maloliente,
estaba él.
―Dea, cariño ―habló mi padre―. ¿Es él?
El silencio invadió la estancia por unos instantes eternos. Era como si el
tiempo se hubiera detenido y todo se moviera a cámara lenta. Las voces
sonaban lejanas como cuando tenías la cabeza debajo del agua.
Dea…
Dea…
Dea...
Las voces seguían lejanas.
Dea…
Dea…
Dea…
Sin aliento, con el corazón en vilo y la frente perlada, miré al hombre
delgado, maltratado, ojeroso, vendado, barbudo y esposado, vestido con
unos pantalones oscuros y una camisa blanca manchada de sangre.
―¿Dea?
Llevé la mano a la cara para ahogar un gemido.
—Sí… ―articulé en un susurro lleno de dolor―. Es él.
Estaba durmiendo. Llevaba dos días sin comer por la cirugía que le
habían realizado. Nadie lo cuidó, estaban demasiado ocupados para darle un
poco de sopa caliente o limpiarle en condiciones.
―Solo sabemos que su apellido es von Richthofen ―resaltó la
enfermera―. Puso una «C» delante del apellido ―encogió los hombros sin
abandonar su mueca de indiferencia―. Por la marca de su brazo sabemos
que es de las SS.
―Puedo reconocerlo ―remarqué con la voz rota―. Viktor tiene una
cicatriz en la pierna ―mi padre me miró con suma atención―, una que yo
suturé.
Él asintió y con pasos temblorosos me acerqué a la camilla, que,
efectivamente, olía a orina. Giré el rostro hacia atrás y me encontré con las
miradas serias de los tres. Me detuve y aspiré hondo antes de proseguir.
Cuando por fin estuve a su lado, alargué la mano y le toqué la frente
enfebrecida.
―Hola.
Él dormía profundamente. Deslicé los ojos por su rostro magullado y
demacrado con un intenso dolor en el pecho. Su pelo y su barba habían
crecido mucho. Estaba sucio y olía mal. En aquel lugar, nadie se dignó en
cuidarlo, incluso me daba la sensación de que su muerte sería la mejor
solución y tendrían una camilla vacante para algún soldado americano.
―Dios mío, ¿qué te hicieron? ―susurré cerca de su rostro amoratado y
casi cadavérico―. Me salvaste muchas veces ―no sabía quién era él con
seguridad, pero les debía la vida a ambos―. Ahora me toca a mí.
Con manos temblorosas desabotoné el pantalón sucio y con cuidado lo
bajé, temerosa por lo que descubriría. Los huesos marcados de su pelvis me
hicieron gemir. Había adelgazado tanto que podía ver sus huesos a simple
vista.
Dios… mío…
Llevé la mano a la boca cuando abrió los ojos y se encontraron con los
míos.
Es él…

La guadaña de la tristeza golpeó nuestros rostros y nos quedamos


mirándonos en silencio. Y en nuestra mirada estaba la añoranza y el
inmenso dolor que nos partía el alma por dentro.
Es él…
Extendí una mano y lo acaricié como si aún no pudiera creer que fuera
él. Sujeto con grilletes y con el pelo y la cara sucios de sangre reseca, me
miró como si estuviera delante de un ángel con grandes alas. Parecía tan
embelesado que en sus ojos vi un brillo tan intenso que casi me cegó.
―Soy yo, Dea.
Ahogó un gemido y trató de hablar, pero solo pudo balbucear un sonido
gutural que me recorrió toda la espina dorsal como un escalofrío.
―No debe hablar ―indicó la enfermera en tono paciente―. Todavía se
está recuperando.
Acerqué mi rostro al de él y le susurré con una voz casi inaudible:
―No tengas miedo.
Emitió otro gemido a la vez que sus ojos se le llenaban de lágrimas. Le
acaricié el brazo, me acerqué un poco más y le coloqué las dos manos sobre
el rostro magullado. Cerró los ojos.
―¿Sabes quién es él? —preguntó el Capitán con impaciencia—. ¿Es su
marido?
Tenía ahora las manos en el torso de él y noté los latidos de su corazón
apresurado. Con las lágrimas resbalándome por las mejillas, miré hacia el
Capitán, que asombrado me miraba. ¿Por qué me miraba de aquel modo tan
censurador? Mi padre, a su vez, me observaba con curiosidad y la
enfermera con confusión. Giré de nuevo el rostro y capturé los labios
agrietados de mi marido. Aquel gesto respondía la pregunta del Capitán.
Es él, Viktor…
Él correspondió al beso con la misma urgencia y devoción.
―Es mi marido ―afirmé tras apartarme, solo un poco, de los labios de
él―. Es el Capitán Viktor Heinrich von Richthofen.
Sus hermosos, tristes y cansados ojos azules me miraron como si fuera
un sueño. Sonreí y en ellos apareció un brillo que iluminó la inmensa
oscuridad que reinaba en mi vida desde mi marcha de su lado.
―Aquí estoy, mein Süße.
Le besé toda la cara, que, a pesar de todas las heridas, moratones y
rasguños, seguía siendo la más preciosa que jamás había visto en toda mi
vida.
―Debemos curarle la herida de la cabeza.
Por fortuna había traído mi maletín. Me dispuse a apartarme de él, pero
gimoteó como un niño asustado y después me cogió el brazo con fuerza,
instante en que vi su mano maltratada. El alma abandonó mi cuerpo al notar
que no tenía uñas en ninguno de los dedos.
―Dios mío… ―murmuré entre lágrimas―. ¿Qué te hicieron, mi amor?
De sus ojos brotaron unas tímidas lágrimas que lentamente rodaron por
sus mejillas. No podía hablar, pero en sus ojos encontré la cruel respuesta
que buscaba. Acerqué su cabeza a mi pecho y apoyé la mía en la de él.
―Lo siento ―gemí mientras las lágrimas caían de mis ojos sin parar―.
Lo siento mucho… ―levantó el brazo y se agarró al mío―. No te dejaré
solo ―prometí en tono bajito―. Nunca más.
Mi padre, que giraba el gorro entre las manos con nerviosismo, me lanzó
una mirada de compasión. Incluso él, enemigo de los nazis, sintió lástima
por Viktor.
―Traeré tu maletín, hija ―anunció y Viktor se removió incómodo―.
Enfermera, necesito hablar con usted ―la mujer asintió―. Capitán, sígame.
Necesitaba agua, jabón y una navaja de afeitar para limpiarlo y vendarlo,
pensé aturdida. Viktor me miraba con ojos melindrosos y llenos de
curiosidad.
―Es mi padre ―contesté con una sonrisa―. ¿Recuerdas lo que te conté
en la villa?
Movió la cabeza en un gesto afirmativo, justo cuando una enfermera
entró en la habitación con mi maletín. Aproveché y le pedí lo que
necesitaría para asearlo. Ella solo asintió.
―Sin su ayuda no hubiera llegado hasta ti.
Viktor seguía sin apartar los ojos de mí, que apenas era capaz de mirarlo.
Me dolía demasiado verle en aquellas condiciones tan inhumanas.
―Tienes mucha fiebre.
Le acerqué el vaso con agua que estaba en la mesilla a los labios. Echó
la cabeza hacia atrás y bebió.
―Debes beber mucho líquido, mi amor.
La enfermera me trajo un cubo de agua caliente para limpiarle las
heridas, y también jabón.
―Gracias, enfermera.
Apoyé la frente contra la mejilla de Viktor. Lo sentí estremecerse.
―No intentes hablar ―rogué―. No te esfuerces.
Apoyé la frente en la de él y solté todo el aire que había contenido hacía
años. Lloré en silencio mientras pensaba en su hermano, en su triste destino.
¿Cómo le diré que Volker murió?
Mantuvimos la misma postura durante un momento, sin mirarnos y sin
movernos. No pude contener un gemido. Era incapaz de pronunciar ni una
sola palabra.
Ha muerto…
Lo único que podía hacer era apoyar la frente en la de él, incapaz de
pronunciar una sola palabra para celebrar el reencuentro. Gemí y sollocé.
¿Cómo murió? ¿Estuvo solo? ¿Lo enterraron?
—Viktor… —pronuncié sin apenas mover los labios―. ¿Qué te
hicieron?
Vi angustia, sufrimiento y dolor en sus ojos. No necesitaba averiguar lo
que le habían hecho, me bastaba con mirarlo para sentir en el alma su
horrible martirio.
―¿Te dolió mucho?
Bajó la cabeza y una lágrima, cristalina, atravesó su rostro. Ver a un
hombre llorar era desgarrador.
―Me duele demasiado.
Se movió en la cama para llamar mi atención. Me aferré a sus manos
encadenadas, y sus dedos oprimieron los míos con desesperación. El olor
que llegó a mi nariz era nauseabundo. ¿Cuántos días llevaba así?
¿Semanas? ¿Meses? ¿Años?
―Tengo algo que contarte… ―susurré entre sollozos―. Tuvimos dos
bebés.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Me sequé las mías con el dorso y
cogí la foto de nuestros hijos del bolso. Cuando la vio, las lágrimas
recorrieron sus mejillas sin tapujos.
―Se llaman Heinrich y Horst ―expuse con un enorme nudo en la
garganta―. Son idénticos a ti y a… ―la voz se me apagó y no pude
terminar la frase.
Las lágrimas surcaban sus mejillas.
―Pronto los conocerás.
Guardamos silencio por unos instantes, en los que una idea cruzó mi
mente. No lo había considerado hasta ese momento. El pulso se me aceleró
ante la posibilidad.
Dios mío.
―Volker pudo haber huido ―lancé entusiasmada, pero al ver la mueca
de dolor de Viktor, dejé de sonreír de manera automática―. ¿No logró huir?
Me flaquearon las piernas cuando un par de lágrimas rebosaron las
cuencas de sus ojos y respondieron a mi pregunta de manera tácita. Su
cuerpo empezó a temblar cuando el llanto, que, tal vez, había contenido
hasta ese momento, se adueñó de él por completo.
―¿Estuviste con él?
Me miró como si acabaran de hundirle un pedazo de metal en el pecho y
lo hubiera girado dentro hasta destrozarle el corazón. Me mordí el labio
inferior con fuerza para no echarme a llorar.
―¿Sufrió mucho?
Se secó las lágrimas con los dedos ensangrentados y sucios. Miró hacia
la ventana y observó el jardín arruinado mientras se perdía en sus recuerdos.
Me acerqué y le cogí la mano, pero no me miró.
―Lo siento mucho.
Se volvió hacia mí y clavó sus ojos enrojecidos en los míos. Recliné la
cabeza y le di un beso antes de pegarla a mi pecho. Allí, seguro y sin
contemplaciones, sollozó aferrado a mí como si la vida se le fuera en ello.
Cerré los ojos y la última imagen de su hermano, el último día que lo vi en
el jardín de la mansión, se coló en mi mente y estrujó mi corazón con saña.
Dejé caer unas lágrimas que se mezclaron con las de Viktor, mientras veía
cómo Volker se marchaba sin saber que había dejado una huella en mí, un
secreto que moriría conmigo.
Adiós, Volker.
Capítulo 52
Capitán von Richthofen
Un año después…

Verano de 1947, Alabama

D ea podaba las rosas en el jardín de nuestra nueva casa, construida por


mí y algunos ayudantes, el verano pasado. Tenía de todos los colores,
menos amarillas. Le pregunté por qué no le gustaban y me dijo que le traían
tristes recuerdos, pero no se ahondó en el tema. Tampoco insistí, porque lo
que vi en sus ojos al mencionarlas, me hizo comprender que le dolía mucho.
La observaba embelesado desde mi sitio mientras Heinrich y Horst
perseguían unos insectos a mi lado como todos los días por aquellas horas.
Me costaba prestar atención en otra cosa que no fuera en ella. Aunque,
últimamente, ella apenas me prestaba atención. No la culpaba, tras la
sentencia del Tribunal de Nuremberg, que me declaró inocente, viajamos a
Estados Unidos con la ayuda de su padre, el General Adam. Un mes
después, nos mudamos a un pueblo pequeñito cerca del mar en Alabama.
La única que no vino con nosotros fue mi tía. Decidió quedarse hasta
conseguir un buen comprador para su casa.
La vida aquí era bastante tranquila, habíamos comprado varias casas que
necesitaban reformas y con nuestras propias manos lo hicimos. Jamás había
hecho nada parecido, pero era cuestión de práctica. Trabajar duro me
mantuvo alejado de mis demonios, los que a punto estuvieron de volverme
loco los últimos meses.
Secuelas de la guerra.
Del dolor.
Y la pérdida.
Había visto muchas cosas, presenciado muchas atrocidades y enterrado a
demasiadas personas. Una de ellas, a mi hermano gemelo, que murió en mis
brazos el mismo día que nacieron Heinrich y Horst.
―¿Hermano?
Hacía mucho frío, a pesar de que ya era mayo. En la mansión de
Moritz, donde nos habíamos instalado tras la explosión, del cual ambos
salimos bastante heridos, ya no tenía calefacción en el sótano. Mi hermano,
semanas después, presentó todos los síntomas de la Leucemia. Moritz me
había conseguido medicamentos, aludidos con que podría ser solo un
resfriado o tuberculosis. Pero con el paso del tiempo, confirmamos las
sospechas de que tenía algo mucho más serio y mortal.
―Ha muerto ―susurró Moritz en tono apagado―. Ha muerto.
―Murió… ―repetí como un demente a punto de lanzarse del
precipicio―. Y no pude evitarlo.
Moritz, que estaba tan delgado y demacrado como los dos, cerró los
ojos de mi gemelo. Abracé el cuerpo frío y esquelético de mi hermano como
si la vida se me fuera en ello.
―Lo siento mucho.
No me despegué de él durante toda la noche, velando por él antes de
llevarlo hasta el hospital, donde me pidió que dejara su cuerpo, porque
muchas personas necesitaban saber que había muerto y no huido o, caso
contrario, podrían perseguir a su familia, a mí, a Dea y a su hijo.
―¡Papá! ―chilló Heinrich―. ¡Una mariquita negra!
Tenían dos años y poco, pero hablaban con claridad.
―No, es un escarabajo ―le corregí al coger al insecto y posarlo sobre
una piedra―. Nunca debes hacerle daño.
Me miró con sus grandes y expresivos ojos azules como si acabara de
sacarle la lengua. Horst se acuclilló y observó al insecto con atención. Sus
rizos dorados cayeron sobre su rostro ruborizado.
―Hora de comer ―anuncié y ambos chillaron de alegría―. A lavaros
las manitas.
Dea levantó el rostro y nos observó. Cogí a ambos y nos encaminamos a
la casa. Aquel día hacía mucho calor, así que, no llevaba camisa y los
pantalones estaban doblados hasta las rodillas. Había recuperado un poco de
mi antigua figura, aunque todavía me faltaba subir un par de kilos más para
eso.
―Hoy comeremos macarrones con salsa de tomate ―exclamó ella sin
mirarme―. ¡Y helado de chocolate como postre!
Los dos levantaron sus bracitos blanquísimos a lo alto y vitorearon.
―Prepararé ensalada de tomate, lechuga y pepinillos ―comentó con la
mirada clavada en mí―. Con aceite de oliva y limón.
Soplaba una brisa suave, y su pelo acarició ligeramente su cara
sonrojada. Se le habían soltado unos cuantos mechones de la gruesa y larga
trenza que llevaba echada sobre el hombro.
―Gracias.
Dirigió la mirada a los niños, como si estuviera huyendo de mí. La
guerra me convirtió en un extraño, en un desconocido y en una sombra del
pasado. La última vez que intentó seducirme para hacer el amor, desnuda
detrás de mí en la cama y con caricias muy excitantes que despertarían
incluso a un muerto, me gritó aquellas palabras. Herida por mi rechazo. No
le dije nada, solo me levanté y salí de la habitación como un fantasma.
―No sé quién eres, Viktor ―gimoteó, irascible―. ¡Ya no!
Apoyé el cuerpo contra la puerta y suspiré muy hondo.
―Lo siento, Dea.
No podía controlar mi cuerpo, él, simplemente, no reaccionaba a ningún
estímulo externo o lascivo, en este caso. Estaba muerto desde el día que mis
propios compañeros de las SS me entregaron a los rusos a cambio de una
bala en sus cabezas. Tan desesperados estaban, que preferían la muerte a
pasar años en las manos de nuestros enemigos, pasando por el mismo
martirio que pasaron ellos en nuestras manos.
―¿Dónde está tu superior, Capitán von Richthofen?
Me habían golpeado durante horas, atado de pies y manos, colgado
bocabajo, desnudo y sin dormir.
―Muerto… ―contesté por milésima vez―. Muerto, hijo de puta
―acoté en ruso.
Me azotaron con un pedazo de madera, metal, cuero. Me pincharon con
pinzas, me electrocutaron, me derramaron agua helada, asfixiaron con una
bolsa de plástico y mearon en mis heridas entre risas.
―Usted decide, Capitán ―me advirtió el sargento Stepanov en tono
suave, amistoso, casi paternal―. Esto es solo el comienzo de su martirio.
Las cosas que pasé, vi y sentí, nadie borraría de mi mente jamás.
―Ha muerto… ―repetí sin fuerza, quién sabe qué día desde mi captura
en Berlín, a pocos kilómetros de cruzar la ciudad y poder huir hacia
Suiza―. Ha… muerto…
Tenía los ojos tan hinchados que apenas podía ver su cara. Ya no estaba
colgado, sino atado a una silla de hierro, bañado en mi propio pis y heces.
―¡Mátame! ―chilló Moritz, en la otra celda―. ¡Por favor!
Sus gritos de desesperación abrieron una herida profunda en mi
corazón. El dolor era tan insoportable que, solo deseábamos morir con
urgencia.
―¡¿Dónde está el Comandante von Richthofen?! ―le gritó uno antes
de golpearlo con algo tan duro que el sonido reverberó por todo el
edificio―. ¡Diga dónde cojones está su amigo!
Aquella noche, Moritz murió, según me dijeron, alguien le partió el
cráneo con un pedazo de metal mientras otro le quemaba los pies hasta
dejarle en carne viva.
Los recuerdos siempre volvían y me atormentaban, impulsándome a
huir, a correr de la realidad. Generando en mí un terror irracional que me
alejaba cada día más de Dea.
―¿Quieres un poco de vino?
La voz de Dea me devolvió al presente. La miré con timidez, como un
crío temeroso ante un extraño. Ella me sonrió, a pesar de todo, me sonrió.
Pero su sonrisa ya no iluminaba sus ojos como aquel día que volvimos a
vernos tras tanto tiempo en el hospital. Ni cuando me cuidaba en la mansión
de su padre durante mi recuperación y el juicio.
Ya no.
―Gracias.
Había recuperado la voz, pero apenas la usaba. Sin embargo, mis ojos,
demostraban mucho más que mis otros sentidos. Me gustaba observar,
grabar cada detalle de Dea y de los niños. A veces, después del trabajo, los
contemplaba a pocos metros de ellos que, sumidos en risas y juegos, corrían
por la playa. Imitaban a las gaviotas o buscaban conchas.
―La casa de la señora Smith quedó preciosa ―comentó Dea mientras le
daba de comer a los gemelos―. Me gusta mucho el columpio blanco de su
porche.
En el pasado fui un gran arquitecto, el mejor de mi universidad y uno de
los más prestigiosos de mi país, ahora era un simple albañil que había
aprendido con Niklaus el arte de la construcción. Mi actual trabajo en el
pueblo.
―Y el jardín quedó precioso.
Solo moví la cabeza en un gesto afirmativo. Dea desvió la mirada hacia
Heinrich, que tenía la barbilla manchada de salsa de tomate. Le limpió con
la servilleta y le besó la punta de la nariz mientras Horst enterraba la cara en
el plato.
―¡Amore! ―chilló, riendo―. ¡Eres terrible, piccolino mío!
Bebí un sorbo de la copa, concentrado en ellos y con una sonrisa oculta
bajo mi espesa barba dorada. Hacía meses que no me la cortaba, al igual
que el pelo, que me llegaba hasta los hombros y me daba un aire más
primitivo. Muchas mujeres en el pueblo me llamaban: La bestia alemana.
Por mi pasado y mi aspecto. Dea intentó cortármelos, pero no lo consiguió
y terminó desistiendo.
―Deberías ponerte una camisa ―aconsejó sin mirarme―. El sol está
muy fuerte.
A veces me daba la sensación de que sentía vergüenza de mis cicatrices
y tatuajes, las que me gané en el campo de concentración. Aunque, las
primeras noches que dormimos juntos aquí, la pillaba mirándome mientras
se peinaba en el tocador. Y no lo hacía con lástima, sino con deseo.
―Claro ―contesté, cabizbajo―. Me pondré la camisa para trabajar.
Me lanzó una mirada por encima del hombro.
―La señora Welling me llamó la atención esta mañana ―espetó en tono
enfurruñado―. Sus hijas y sobrinas pecan por tu culpa.
Levanté la mirada y la clavé en la de ella, oscura y rabiosa. ¿A qué se
refería con aquello? Esperé más detalles, que gustosa, me las dio con cierto
sarcasmo en el tono.
―Van a verte mientras trabajas en la granja de los Taylor ―resaltó sin
abandonar su deje acusativo―. Al parecer, despiertas cosas en ellas ―se
humedeció los labios con la lengua―. Atraes sus atenciones.
Enarqué una ceja y la miré con curiosidad, como si acabara de decirme
que teníamos un perro con cabeza de gato.
―Sienten atracción por la bestia alemana… ―me burlé casi sonriendo.
Horst empezó a chupar los macarrones de su plato y ambos desviamos la
mirada hacia él. Me levanté y cogí la servilleta para limpiarle la carita, antes
de que Dea lo hiciera.
―La Bella y la Bestia es un cuento muy popular ―matizó y no supe si
en tono irónico o no―. Por cierto, hablando de otra cosa, este fin de semana
es el cumpleaños de Mariza Clarkson ―me recordó―. Los niños se
quedarán con Kelly, la canguro.
Tragué con fuerza y abrí la boca para replicarle, pero la volví a cerrar
cuando ella habló:
―Puedes tener una noche libre para ti.
No me invitó, esta vez no. Horst levantó los bracitos y me pidió que lo
cogiera en brazos. Lo hice en un silencio sepulcral, mientras Dea daba de
comer a Heinrich con mano temblorosa.
―Podrías ir con el Capitán James ―sugerí en tono duro―. Desde que
vino, siempre pasa a verte con alguna que otra excusa.
Dejó caer la cuchara y cerró los ojos con fuerza. Me imaginé que
contaba hasta diez antes de soltarme una reprimenda de los mil demonios.
―Me trajo los regalos que mi padre nos envió y los documentos de tu
sentencia ―azuzó en tono severo, casi agresivo―. Y el dinero de las ventas
de tu propiedad y los cuadros ―me fulminó con la mirada―. No confundas
su amabilidad con otra cosa.
Heinrich empezó a llorar cuando Dea golpeó la mesa con el puño
cerrado y soltó una palabrota en italiano. Lo cogió en brazos y le dio
palmaditas para consolarlo.
―No lo confundo, lo veo ―rebatí en un tonillo muy suave, casi
huidizo―. Tal vez sería mejor esposo que yo.
Los ojos de Dea se llenaron de lágrimas al oír mi afirmación. Quise
borrar aquellas palabras, pero ya era tarde para eso. Me miró como la
primera vez que la rechacé en la intimidad, incapaz de tener una simple
erección, a pesar de sus caricias y palabras de amor.
―Llegué tarde para salvarte ―musitó entre lágrimas―. Eres libre, no
tienes por qué quedarte aquí con nosotros, Viktor.
Cada una de sus palabras se clavaron en mi corazón como pequeños
cristales rotos. La garganta se me cerró ante la fuerte emoción que trataba
de tragar. Bajé a Horst en su sillita de comer y le besé la cabeza. Después
besé a Heinrich y me dirigí a la habitación. Me puse una camisa blanca, el
sombrero y salí de la casa sintiéndome el hombre más miserable de la faz
de la tierra. Cerré la puerta y bajé la cabeza mientras sus sollozos profundos
perforaban mi alma.
Lo siento, Dea.

Caminé bajo la tormenta por varios kilómetros hasta llegar a la pequeña


parroquia del padre John, donde solía ir en busca de paz y consuelo
espiritual. Al entrar, clavé los ojos en la cruz del altar, iluminado en ese
preciso instante por un furioso rayo, desvelando el sufrimiento del hijo de
Dios ante mí. Alguien entró, era el padre John. Cerró su viejo paraguas
negro y sonrió al verme. Me reconfortaba cuando lo hacía, me sacaba un
peso del corazón con ese simple y amistoso gesto.
―¡Capitán!
Tendió su huesuda mano bronceada.
―Padre.
Nos estrechamos con fuerza. Me miró de pies a cabeza con una mueca
de preocupación. Estaba calado hasta los huesos, pero no era ese el motivo
de su expresión lúgubre, sino la gran tristeza que veía en mis ojos.
―Sígueme, te invito a un café, hijo.
Siempre me invitaba a un café cuando venía por las tardes. A veces
incluso le traía un pedazo de pastel que Dea le enviaba, que gustoso
aceptaba tras soltar una reprimenda para sí mismo por la gula. Su tripa
abultada delataba su pecado mortal.
―¿Ha pasado algo, Viktor?
Me senté en la silla que le había regalado semanas atrás, sin querer,
mientras reformábamos la parroquia como una ofrenda al pueblo, vi el
estado de sus muebles y decidí cambiarlos por unos nuevos hechos por mis
propias manos. Poco a poco iba dominando el arte de la carpintería.
―Me siento perdido, padre.
Preparaba el café con hábiles movimientos, por su pequeña cocina, al
lado de su habitación en penumbras. Me echó una mirada por encima del
hombro y asintió a modo de comprensión.
―La guerra dejó secuelas en ti, hijo.
Aspiré hondo y exhalé con fuerza, como si expulsara una tonelada de
dolor de mi interior.
―Estás vivo, hijo ―me recordó con su dulce paciencia―. Tienes a tu
mujer y a tus hijos ―se sentó tras servir dos tazas de café, una con dos
cucharaditas de azúcar y otra sin―. Has sobrevivido por ellos ―removió la
cuchara de hojalata en su taza mientras yo bebía un sorbo de la mía―. Me
lo dijiste aquella tarde.
Bajé la taza en el platito de porcelana y me perdí en el líquido oscuro
que formaba unos círculos de distintos tamaños. El sonido de la lluvia, el
silbido del viento enfurecido y mis latidos me ensordecieron por completo
mientras un recuerdo me absorbía por completo…
―Padre, ¿cómo hago para superar este dolor?
―Hijo, debes dejarlo ir o nunca podrás volver a vivir.
Cubrí la cara empapada por la lluvia con las manos y oculté mi dolor.
Su mano aterrizó en mi cabeza con delicadeza.
―No fue tu culpa ―susurró con la voz quebrantada―. Fue su destino,
hijo.
El rostro sin vida de Moritz, colgado bocabajo en mi celda, desnudo,
herido, con partes de sus huesos a la vista y bañado en sangre, asaltaba mi
mente todas las noches. Como un sueño recurrente que atormentaba mi ser
cada día.
―Tu amigo murió por una causa noble y tu hermano por disposición de
Dios.
La culpa, el remordimiento y el dolor me estaban matando. Debía
perdonarme para poder seguir. Incluso Dea sufría como consecuencia.
―Dios te ha dado una segunda oportunidad, pero dependerá de ti saber
vivirla o no, hijo mío.
Su cálida mano posó sobre la mía y me arrastró al presente. Levanté la
mirada acuosa y me encontré con la suya, sincera y piadosa. Una sonrisa
curvó sus labios ocultos bajo la barba canosa de meses.
―Después de la tormenta, siempre sale el sol, hijo.
Y por increíble que fuera, el sol se impuso y la terrible tormenta de
horas atrás, se calmó. Giré el rostro hacia la puerta y observé el cielo con
una extraña paz en el pecho.
―Descubrí el secreto de Dea ―confesé sin dirigirle la mirada―. Fue
sin querer mientras buscaba un balón de Heinrich que se metió debajo del
armario.
La mano del padre se apartó lentamente, instante que me volví hacia él y
lo miré con expresión sombría. Me temblaban las manos y también el
corazón cuando le conté lo que había encontrado en una caja de madera
oculta en un sitio que solo ella conocía.
―Sabía que Volker sentía algo por ella ―admití con un temblor en la
voz―. Pero no sabía…
Volvió a posar la mano sobre la mía para impedir que terminara la frase.
―El amor es como una plantita y si dejas de regarla, muere
―parafraseó con una sonrisa indulgente―. No dejes que esta plantita
muera.
Salí de la parroquia y me dirigí al muelle que había construido cerca del
mar para Dea. El chillido de las gaviotas y el cántico del mar me recibieron.
Caminé por el pavimento de madera con las manos en los bolsillos. Cerré
los ojos y traje a la mente la carta de Dea, una que pretendía lanzar al mar
dentro de una botella de cristal, pero que no estaba aún preparada para
hacerlo, al menos eso lo deduje al verla entre las cosas que tenía en la caja
misteriosa.
Volker…

Soneto XXIX de William Shakespeare

Cuando en desgracia ante la fortuna.


y los ojos de otros, solitario mi exilio lloro,
y turbo al sordo cielo con mis inútiles gritos.
Y me miro a mí mismo y maldigo mi sino,

deseo para mí, ser uno en esperanza rico,


con la presencia de aquel, como este, con amigos.
Deseando de un hombre su talento, de otro el rango,
con lo que más disfruto, me contento menos.

Mientras con estos pensamientos me desgasto,


felizmente pienso en ti y entonces mi estado,
como la alondra al romper el día vuela de la morosa
tierra, canta himnos a las puertas del cielo.

Pues tal riqueza me trae tu dulce amor así recordado


que, entonces, declino cambiar con reyes mi estado.

Dea.

Abrí los ojos de golpe, pero aún sumido en los recuerdos.


―¿Tú y él no os peleáis? ―preguntó Giorgia mientras mecía a su hijo.
Dea bebió un sorbo de café, sin percibir mi presencia en la habitación,
sigiloso y atento al pergamino donde había escrito el soneto que eligió para
Volker.
―¿Pelearnos? ¡Ojalá! ―chilló con demasiado entusiasmo―, pero
apenas hemos hablado estos últimos meses.
Cuando hablaba con ella, no le levantaba la voz, ni siquiera un poco.
Cuando hablaba con ella, en las raras ocasiones en las que le dirigía la
palabra, siempre utilizaba un moderado timbre de voz.
―Ni siquiera hemos… ―musitó Dea con timidez―. Mantenido
relaciones íntimas.
Giorgia soltó un jadeo ahogado.
―Llevamos años sin tener relaciones ―apuntó con un ápice de
rabia―. Es triste estar con alguien y sentirse tan sola, Giorgia.
Cogí la medalla que me dio mi hermano, a pocos días de su muerte, del
bolsillo del pantalón. La miré con añoranza y mucha tristeza. Era como si
su alma estuviera presa en ella.
―Debes seguir… ―me rogó con la respiración agitada tras vomitar lo
poco que había comido aquel día―. Ellos te necesitarán… ―sus ojos
vidriosos me oteaban con profundo dolor―. La guerra nunca terminará
para nosotros.
Ambos temíamos que los aliados, al descubrir quién era ella y el lazo
que la unía a un nazi, tomaran represalias en su contra como pasó con las
mujeres en Francia, Holanda, Bélgica y todos los países ocupados por los
alemanes durante la guerra. Todas humilladas, sin derecho a trabajar y
seguir adelante. Marcadas de por vida por haber estado con un nazi.
―Debes sobrevivir por ellos, prométemelo, hermano ―rogó con los
ojos llorosos―. Por favor… ―una lágrima recorrió su mejilla pálida
mientras otra atravesaba la mía―. Es mi último deseo.
A pocas semanas de la explosión, en la mansión de la abuela de Moritz,
descubrimos que la fiebre, la debilidad, los mareos, el cansancio extremo y
los moretones que tenía en casi todo su cuerpo, eran provocados por un
cáncer en la sangre.
«Todo indica que padece de Leucemia» afirmó el médico con el que
hablé de su estado.
Levantó el brazo con las pocas fuerzas que aún le quedaban y buscó mi
mano. Al cogerla, me encontré con una medalla que reconocí al instante.
Era la que ganó cuando tenía quince años en un campeonato de esgrima.
El año que casi perdí la vida tras caerme del caballo mientras recorríamos
el bosque que estaba detrás de la finca de nuestros abuelos.
―La gané para ti aquel verano ―me recordó y rompí a llorar―. Me
prometiste que no te morirías si ganara el campeonato.
Y no me morí por puro milagro. Aquella medalla era símbolo de
nuestras almas.
―Siempre creímos que Dios separó un alma para los dos y que algún
día, después de la muerte, volverían a unirse en una sola.
La cogí al mismo tiempo que me enjugaba las lágrimas con la otra.
―Te lo prometo ―bisbiseé con la mirada clavada en la suya―.
Sobreviviré por ellos.
Su cadavérica cara esbozó una sonrisa. Estaba tan delgado que se
podían ver todos los huesos a simple vista. Era una bolsa de huesos que no
pesaba más que cincuenta kilos como mucho. Cogí su mano huesuda y con
la medalla entre ambas, sellamos la promesa.
―Eres el mejor hermano del mundo ―musitó con voz débil, pero
firme―. Nunca lo olvides.
Llevé la medalla al pecho al volver al presente.
―Tú fuiste el mejor hermano del mundo.
Giré sobre los pies tras meter la medalla en el bolsillo y me dirigí a la
casa. Me detuve al ver a Dea con el Capitán James, despidiéndose de los
niños, que balanceaban las manitas entre risitas mientras la canguro los
alejaba a pasos lentos. Dea giró el rostro y se marchó a la fiesta de
cumpleaños de nuestra vecina que, vivía a unas seis casas de la nuestra, en
compañía del Capitán. Llevaba un precioso vestido sin tirantes y falda
ancha de color rojo. El pelo estaba recogido en un rodete adornado con
horquillas con piedras del color del rubí. Estaba preciosa, aunque la tristeza
ofuscaba un poco su belleza. El Capitán, que estaba babeando por ella, se
veía elegante con su camisa color celeste y sus pantalones negros. No era
tonto, sabía que no pasábamos por una buena etapa y que la fragilidad de
nuestro matrimonio podría terminar en un divorcio de manera inevitable.
Esbocé una sonrisa un pelín soberbia antes de entrar en la casa.
―Esta guerra no me la pienso perder, Capitán James.
Me bañé con jabón de coco y me enjuagué con agua helada. Me sequé y
cogí la navaja tras mucho tiempo. Me miré al espejo con curiosidad. La
barba y el pelo largo hasta los hombros me daban un aspecto muy salvaje.
―Es hora de volver del abismo.
Me rasuré la barba y después corté el pelo con una tijera.
―Bienvenido ―insté con una sonrisa ladeada que dejaba al descubierto
mi dentadura y mis hoyuelos―. Von Richthofen.
Me rocié perfume antes de salir del cuarto de baño. Cogí una camisa
blanca del armario y unos pantalones negros elegantes que Dea me regaló
en mi último cumpleaños. Me puse el cinturón y los zapatos impecables tras
ponerme los calcetines negros.
―Falta algo… ―musité al salir de la casa con la apariencia totalmente
renovada―. Ya sé…
Bajé los escalones de la galería y cogí un girasol del jardín.
―Es perfecto…
Cuando llegué a la fiesta que se llevaba a cabo en el suntuoso jardín que,
había restaurado con mis amigos, no hubo un solo invitado que no se
volviera para mirarme como si fuera un fantasma. Parecían sorprendidos y
también confundidos.
―¿Quién es? ―murmuraron.
Hasta ese momento no había sido consciente de que, era muy distinto al
hombre que estaba allí en el portón con un girasol entre las manos.
―¿Es familiar de la anfitriona?
Y entonces mis ojos se encontraron con los de Dea, acuosos y llenos de
melancolía.
―Viktor… ―vocalizó como si le costara creer en lo que estaba viendo.
El tiempo se detuvo, los murmullos se apagaron y solo quedamos los
dos, suspendidos por un hilo invisible que nunca se soltó mientras
estuvimos separados.
―Meine Süße.
Los minutos, las horas, los días, los meses y los años que estuvimos
separados pasaron delante de nuestros ojos como fogonazos de una historia
que, a pesar de pertenecernos, parecía ajena a los dos.
Con pasos lentos, nos acercamos el uno al otro. Nos detuvimos a unos
pocos centímetros. Le tendí el girasol y al cogerlo nuestros dedos se rozaron
en una caricia que despertó nuestros corazones adormilados.
―Sobreviví por ti ―musité con la garganta inflamada y los ojos
empañados por la emoción.
Una lágrima rodó por su mejilla izquierda, una que rescaté con el dedo
pulgar.
―¿Por qué lo hiciste?
Recliné la cabeza sobre la de ella y la miré con adoración.
―Porque te amo, Dea, más que a mi propia vida.
Y antes de que pudiera replicarme, capturé sus labios en un desgarrador
beso que sellaba mi declaración.
Capítulo 53
Dea

H uimos de la fiesta.
Una hora después.
Y ahora nos dirigíamos a algún sitio que desconocía.
A cada paso que daba sentía que el corazón dejaría de latirme en el
pecho. Estaba temblando como una hoja mientras Viktor me llevaba a un
lugar hacia la playa, hacia el mar, hacia la luna. Un estremecimiento me
recorrió todo el cuerpo cuando su mano apretujó la mía y me dedicó una
sonrisa llena de ternura. Le devolví el gesto y también la sonrisa, aunque
algo más nerviosa y torcida que la suya. La brisa que olía a sal, a algas y
arena mojada rozó mi cara y solo entonces fui consciente de que no se
trataba de un sueño.
―¿Adónde me llevas, amor mío?
No aminoró los pasos, parecía impaciente por llegar al lugar prometido.
―Prefiero que lo veas, meine Süße.
Meine Süße.
No me llamaba así desde la última vez que nos vimos, el día de mi
partida a tierras lejanas. Exhalé hondo al acordarme de su figura mientras
nos alejábamos del lugar. Su mirada melancólica y las lágrimas que nunca
rebosaron de sus cuencas.
Nunca pensé que volvería a verte.
Lo encontré, pero de cierta manera, lo había perdido. La guerra me lo
arrebató. Giré el rostro hacia él y lo observé por unos segundos.
Hasta ahora…
―Es una noche maravillosa ―farfullé para mí misma―. Una muy
especial.
La arena acariciaba la planta de mis pies como el sonido embravecido
del mar a mis oídos. Era una noche de ensueño, bañada por la luna y las
estrellas más brillantes del cielo.
Es perfecta.
Jamás le pregunté por lo que pasó durante su cautiverio. A veces, en
silencio, por las noches mientras dormía, lloraba al mirar sus cicatrices y los
tatuajes. Me imaginaba todo el suplicio que pasó y la aflicción,
simplemente, se apoderaba de mí.
―Oh, Dios mío… ―solté conmocionada y frené los pasos de golpe―.
¿Cuándo? ¿Cómo?
Se puso delante de mí y cogió mis manos entre las suyas. Las elevó
hasta sus labios y las besó con dulzura mientras los ojos se me llenaban de
lágrimas.
―Me dijiste en la playa… ―comenzó a decir con la voz enronquecida y
los labios temblorosos―: que te encantaría haber tenido una casita cerca del
mar ―yo también temblaba―. Con barandilla, estilo muelle...
―Fue solo un… ―puso el dedo sobre mis labios.
―Ya no.
Miró hacia la pequeña casita de madera construida como si fuera un
muelle. Tenía unas ventanas abiertas de par en par y el techo también era de
madera, pero tenía paja seca arriba, que le daba un aire más campestre, más
romántico. Como lo describí aquel día tras hacer el amor sobre la arena
mientras el sol se despedía lentamente.
―Me gustaría tener una casita cerca del mar, estilo muelle.
Viktor acariciaba mi cabeza que reposaba sobre su pecho.
―¿Sí?
Asentí mientras jugueteaba con su tetilla erecta por la caricia insistente
que le dedicaba.
―Mi madre tenía una postal muy bonita ―susurré con una sonrisa
nostálgica―. En ella aparecía una casita pequeña con techo de paja seca y
ventanillas ―describí con un nudo enorme en la garganta―. por debajo
pasaba el agua, era una casita muelle.
Miré hacia él.
―Y tenía una barandilla alrededor de lo que parecía una terraza
―compuse una mueca misteriosa que lo hizo sonreír―. Una mujer y un
hombre bailaban bajo la luna.
Viktor se precipitó sobre mí sin abandonar su sonrisa.
―Algún día dibujaré una casita muelle para ti ―prometió tras lamerme
los labios―. Y la construiré con mis propias manos.
Nunca le confesé que, aquella postal, era de mi verdadero padre. Una
que le regaló a mi madre antes de su partida.
―Todos los detalles… ―bisbiseé atónita―. No olvidaste ningún
detalle.
Me secó las lágrimas con los pulgares y movió la cabeza en un gesto
negativo.
―Lo recordaste.
Besó mis ojos llorosos con cariño.
―Cuando estuve preso ―replicó con la mirada empañada― para no
perder la razón durante… ―se interrumpió―, pensaba en todo lo que
vivimos.
Sobreviví por ti, Dea.
Sus palabras, de horas atrás, resonaron en mi cabeza como un eco.
―Por eso llegaba tarde los últimos días… ―expuso con una sonrisa
lánguida―. Quería darte una sorpresa por el aniversario de nuestra boda.
Rompí a llorar.
―Pensé… que… ―cubrió mis labios con los suyos.
Su beso era tan dulce, tan suave y tan ardiente a la vez. Me puse de
puntillas al dejar caer mis zapatos sobre la arena, junto a los suyos y
profundicé el beso que me devolvía a la vida tras mucho tiempo. Sus fuertes
brazos dorados envolvieron mi cintura y me pegaron a su cuerpo con
posesión. Me mordisqueó el labio inferior con los dientes e hizo brotar en
mí un torrente de deseo que solo él sería capaz de apagar.
―Jamás olvidaría el día más feliz de mi vida ―gimió sobre mis
hinchados labios―. Meine Süße.
Sentí que la voluntad me abandonaba para salir al encuentro de la de él.
―Oh, Viktor.
Entreabrí los labios y él respondió con un beso profundo y ardiente.
Ha vuelto…
Sus besos me resultaron dolorosos y cargados de añoranza, como el que
me dio antes de mi partida. Abrí de forma desesperada las manos, tratando
de palparlo para no caer en una espiral de ensoñación.
Oh, Viktor…
Se apartó con suavidad y me cogió en brazos en silencio. Con
delicadeza, me llevó a la casita. Al bajarme en el suelo alfombrado, cogió
mi mano y me llevó hacia el precioso muelle rodeado por la barandilla. El
paisaje desde allí era idílico. Me di la vuelta para mirarlo con la boca
abierta y los ojos inundados.
―Es precioso.
Acunó mi rostro entre sus encallecidas manos y me miró a los ojos con
el mismo fervor que el día de nuestra boda. Me dio un dulce beso en los
labios.
―Feliz aniversario de bodas, meine Süße.
Rodeó su cuello con mis brazos y después envolvió mi cintura con los
suyos. Bajo la esplendorosa luna llena y el altivo mar a un costado,
empezamos a bailar la melodía que Volker nos regaló, ronroneada por él.
―Feliz aniversario de bodas, mi amor.
Agachó la cabeza y besó mis labios, con dulzura, con calma y con
mucha pasión. Se apartó para mirarme, como si no pudiera creer en lo que
estaba pasando. Le besé con suavidad, un labio y después el otro. Una
caricia llena de ternura, deseo y morriña. Su lengua rozó la mía con timidez,
como si temiera hacerlo. La mía la recibió con ansia feroz y terminó
enredándose con la de él con una vehemente urgencia. Sus dedos se
hundieron en mi cintura y los míos en sus fuertes brazos.
―Te amo, Dea ―gimió sobre mis labios como si decirlo le abriera una
herida en el alma―. Te amo.
Nos mecimos con las frentes pegadas la una a la otra.
―Y yo a ti, mi amor.
Me cogió en brazos y me besó como si no hubiera un mañana…

Nos metimos en la casita y encendió una vela. Había una manta gruesa
en un rincón y una mochila. Tendió una sábana de color vino sobre la manta
mientras yo trataba de calmar mis nervios.
―Giorgia cuidará a los niños ―anunció con una sonrisa picarona en los
labios―. Esta noche apenas ha comenzado.
Me mordí el labio inferior cuando se puso de pie otra vez y se acercó a
pasos lentos. La vela iluminaba nuestros rostros y desvelaba los más
íntimos secretos de nuestras almas. Sin decir una sola palabra, me quitó las
horquillas del pelo y lo liberó con los dedos mientras yo le desabotonaba la
camisa blanca con manos temblorosas.
―He soñado con esto tantas veces.
Él también temblaba.
―Todos los días desde que… ―le flaquearon las fuerzas―, te fuiste de
mi lado.
Deslicé la camisa por sus fuertes y bronceados brazos a la vez que él
bajaba el cierre de mi vestido. Mis ojos se encontraron con tatuajes y
cicatrices de diferentes tamaños. Acerqué los labios y besé cada uno de
ellos, sintiendo el dolor que alguna vez sintió él.
―¿Te duele? ―gemí al levantar la vista y encontrarme con su mirada
teñida de agonía―. ¿Te dolieron mucho?
Los músculos de su pecho se tensaron cuando dibujé con los dedos cada
marca que llevaba allí. Posó la suya sobre una y me instó a mirarlo a los
ojos llenos de melancolía.
―No tanto como tu ausencia.
Una lágrima atravesó mi mejilla y él la rescató con el dedo.
―Nada me dolió más en toda mi vida que no tenerte, meine Süße.
La camisa cayó al suelo casi al mismo tiempo que mi vestido. Bajó la
mirada con mucha cautela, como si tuviera miedo.
―Eres perfecta...
El calor que sentía por todas partes se hizo más intenso e insoportable.
Alcé las manos y las pasé por su pecho hasta alcanzar el cuello.
―Te eché tanto de menos.
Me miraba con tanta adoración que me ruboricé como una adolescente.
―Yo también.
Sin aliento, apoyó la frente en la mía.
―Quiero ser tuyo, Dea… ―susurró con la voz ronca sobre mis labios
hinchados― solo tuyo ―el dolor de sus ojos me desgarró el corazón―.
Para siempre…
Su voz, sus palabras, su mirada, habían desatado un deseo que no sabía
que podía sentir.
―Y yo quiero ser solo tuya, para siempre.
Fundió su boca con la mía en un beso cargado de pasión, dolor y
desesperación. Deslicé la lengua por su labio inferior mientras me tumbaba
sobre la cama improvisada. Al apartarse, recorrió mi cara con la mirada,
como si estuviera grabando cada uno de mis rasgos, a la vez que deslizaba
las yemas de los dedos por mis mejillas, barbilla y cuello.
―Dios, eres preciosa.
El corazón me golpeó con fuerza el pecho cuando mis ojos se
encontraron con los suyos. Había tanta ilusión y tanto amor en ellos que me
derretí por dentro. Se inclinó y me dio un beso suave, tierno y dulce.
Te amo tanto que me duele respirar…
Muy despacio, comenzó a bajar mis bragas, sin dejar de acariciar y besar
mi piel. Deslizó los dedos por la suave curva de mis pechos como si le
costara creer que aquello no era un sueño.
―Ámame… ―le rogué con la voz llorosa.
Apartó mi pelo del cuello y apretó su boca caliente contra mi piel.
Levantó la cabeza y me miró con intensidad. Su mirada oscura y ardiente
me recorrió de arriba abajo, antes de detenerse en mis ojos.
―Nunca amé a nadie como te amo a ti, Dea.
Se desnudó lentamente con la mirada clavada en la mía y se reunió
conmigo en la cama. Respiré de forma entrecortada cuando se puso sobre
mí, aguantando el peso del cuerpo con los brazos, ilusionada por tenerlo tan
cerca de mí.
―¿Estás bien?
Recorrí su hermoso rostro con los dedos antes de responderle con una
sonrisa de pura felicidad.
―Ahora sí.
Me besó. Primero de una forma dulce y tierna; después, fuerte, fogoso e
impenitente. Cerré los ojos al sentir la firmeza de su cuerpo y la deliciosa
presión con la que empujaba para hundirse en mi interior como si temiera
hacerme daño. Lo noté detenerse un instante y estremecerse al tiempo que
exhalaba todo el aire de sus pulmones.
―Oh, Dea… ―gimió como si le causara dolor pronunciar mi
nombre―. ¿Esto no es un sueño?
Me besó en los párpados cerrados, en la nariz y finalmente llegó a mi
boca.
―Si es un sueño, entonces, estamos soñando los dos.
Entrelazó nuestras manos y las situó, unidas, a ambos lados de mi
cabeza y nos dejamos llevar por la pasión, el deseo y la añoranza.
―Dea… ―repetía mi nombre como una letanía―. Dea…
Nunca había hecho el amor con tanta intensidad, tanta entrega y tanta
devoción.
―Te amo… ―gimió mirándome a los ojos.
Liberó nuestras manos y sujetó mis hombros sin dejar de mirarme un
solo instante. Le rodeé la cintura con las piernas y clavé las uñas en sus
duros bíceps cuando el orgasmo me bañó de arriba abajo, unos pocos
segundos antes que él.
Unió su frente sudorosa con la mía y temblamos juntos las últimas
pulsaciones del intenso frenesí.
―Te amo ―susurré con labios temblorosos.
La guerra, por fin, terminó para los dos.
Capítulo 54
Capitán von Richthofen

Meses después…

E ra feliz.
Estos últimos meses al lado de Dea y mis hijos fui el hombre más
dichoso del mundo. Incluso las discusiones, que siempre acababan en besos
interminables y en una entrega llena de pasión y amor, hacían que todo
fuera perfecto.
Todo.
Excepto cuando la noche se cernía sobre mí y las sombras del pasado
volvían para atormentarme. La mente era cruel, solía transportarnos, sin
permiso, al abismo más terrible que alguna vez hubiéramos vivido.
Corrí por la playa absorto en mi última pesadilla, la que me instó a gritar
como un poseso en mitad de la noche, despertando abruptamente a Dea y a
los niños. Intentó consolarme con dulces palabras y caricias maternales,
pero estaba asustado y temblaba como una hoja, como cada noche en
aquella fría, oscura y húmeda celda donde estuve gran parte durante mi
cautiverio. Los ojos empezaron a escocerme cuando fui incapaz de domar
mi mente y perderme en los recuerdos. Caí de rodillas y llevé las manos a la
cabeza en un gesto de desesperación y aturdimiento. Siempre fui un hombre
fuerte, valiente y capaz de todo por alcanzar mis objetivos, pero aquello me
sobrepasaba.
―¡Déjenme en paz! ―chillé como una bestia herida―. ¡Déjenme en
paz! ―hundí las manos en la arena y traté de recuperar el control de mis
emociones―. Por… favor…
Fogonazos irrumpieron mi mente.

Golpes.
Gritos.
Asfixia bajo el agua helada.
Camisa de fuerza.
Latigazos hasta perder la consciencia.
―Por favor… ―rogué sin aliento a quién sabe quién―, Por favor…
Me vi con nitidez, en un rincón de la celda de castigo, rodeado de ratas,
arañas y un montón de insectos que paseaban sobre el cuerpo de un
soldado que había muerto hacía días por falta de cuidados. Olía tan mal
como yo, que estaba bañado en mis propias necesidades. Temblaba de frío,
de miedo y de hambre.
―No… no… no… ―repetía como un demente mientras volvía al
infierno nazi.
El fin de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar entre finales de abril y
principios de mayo de 1945. El 8 de mayo de aquel año, tras la firma de la
capitulación alemana, en Berlín, entre los mariscales Keitel y Zhúkov, la
guerra terminó.
Y el martirio de los alemanes empezó, aunque el mío se inició con la
muerte de mi hermano gemelo. Los ojos se me nublaron al evocar el día
más triste de mi vida, el día que lo cogí en brazos y lo llevé a un hospital en
Berlín para que alguien pudiera registrar su fallecimiento ante los aliados.
―Cumpliré la promesa ―repetía durante todo el camino―. Lo haré…
Las bombas caían casi a mi lado, pero eso no me detuvo en mi afán.
«Iré a por los documentos ―anunció Moritz aquella mañana―.
Debemos marcharnos lo antes posible».
Cuando mi hermano murió entre mis brazos aquella fría noche mientras
las bombas caían sin cesar del cielo, me quedé en silencio. No lloré, no
reaccioné, no me moví. Simplemente recosté mi cabeza en su pecho para
escuchar su corazón. Y durante horas estuve allí, con la cabeza apoyada en
su pecho, en su duro y frío pecho.
Ha muerto.
He muerto.
Ha muerto.
Caminé exactamente doce kilómetros con él en brazos. No pesaba casi
nada. Era una bolsa de huesos. Nada había restado de él.
Nada.
Le había puesto el uniforme, sus medallas, su gorro, su Luger y sus
botas. Durante el camino, me fallaron las piernas y también el corazón.
Podía darme un tiro y acabar con mi agonía, pero no podía, le había
prometido que no desistiría.
—Cumpliré mi promesa —susurré antes de depositarlo en el suelo del
hospital.
Me arrodillé a su lado y recliné la cabeza.
—Fuiste el mejor hermano del mundo.
Miré su rostro azulado con un dolor que no podía describir con
palabras. Había experimentado distintas clases de dolor, pero ninguno
como aquel.
—Adiós —musité antes de darle un beso en la cabeza―. Enfermera
―llamé al ver a una―. Por favor, necesito su ayuda ―le di un beso en la
frente y me marché tras entregarle a la mujer sus documentos―. Gracias.
Días después, Moritz y yo fuimos detenidos por unos soldados rusos a
pocos kilómetros de llegar a la frontera.
―¡Tenemos mascota nueva! ―chilló un soviético el primer día que
entré en el campo de concentración, después de haber sido torturado día y
noche―. ¡Bienvenido, Ricitos de oro!
El Comandante del campo era un hombre muy estricto y sanguinario.
―¿Quieres un poco de pan?
Solía lanzarlo a mis pies y me obligaba a cogerlo con la boca como si
fuera un animal.
―Si no lo haces, todos tus compañeros de barracón serán castigados.
Algunos estaban tan heridos y famélicos, que no tenía otra opción que
obedecer por ellos.
―Muy bien, eres obediente como buen pastor alemán.
La humillación era más dolorosa que las palizas nocturnas. Veinticinco
latigazos por el simple hecho de ser alemán, de las SS.
―Uno… dos… tres… cuatro…
Desnudo, delante de una mesa de metal, recibía mi cuota de látigos
todas las noches.
―Cinco… seis… siete…
A veces me quemaban con cigarrillo, me escupían o meaban sobre mis
pies.
―Ocho… nueve… diez…
Otras veces me colgaban bocabajo por horas.
―Once… doce… trece…
Si uno del barracón caía en medio del trabajo, nos dejaban sin comer
por dos días.
―Catorce… quince… dieciséis…
A veces escuchaba los gritos de una mujer mientras trataba de dormir.
En general, al día siguiente, solíamos enterrar el cuerpo vejado de la
misma.
―Diecisiete… dieciocho… diecinueve…
En invierno nos obligaban a bañarnos con agua fría, mucho morían de
pulmonía, en especial los que eran castigados por alguna infracción que
muchas veces ni siquiera sabíamos si eran ciertas o no.
―Veinte… veintiuno… veintidós…
Nos obligaban a comer coles que recogíamos de entre los cadáveres. Ya
no podía comerlos sin pensar en aquellos cuerpos putrefactos. Otras veces
cuando teníamos mucha hambre, solíamos cazar conejos y los comíamos
casi crudos. El hambre era tan feroz, que no nos importaba.
―Veintitrés… veinticuatro… veinticinco…
Estaba en Sachsenhausen. El recinto se había construido en la misma
época que Buchenwald, y fue usado como campo de trabajo y de
exterminio. Habíamos albergado a homosexuales condenados a trabajar en
la fábrica de ladrillos situada fuera de la verja, a militares soviéticos y a
algunos prisioneros judíos. Prácticamente todos los soviéticos que habían
ingresado en Sachsenhausen terminaron enterrados allí tras duras sesiones
de tortura.
—Me dan ganas de patearle el culo —masculló Frank, uno de mis
compañeros de celda.
Cuando el campo pasó a estar controlado por la URSS, Sachsenhausen
fue rebautizado como «campo especial número 7».
―Ten cuidado ―le aconsejé―. No digas las cosas que piensas.
La mayoría de los prisioneros éramos alemanes, pero también había
prisioneros rusos y algunos británicos que fueron a parar al anexo especial
para alojar a los militares aliados.
—Siempre hay un alacrán —agregó Rudi.
El lugar se llamaba «zona 2» y constaba de veinte bloques de ladrillo.
Estaba situada en la esquina más alejada del portón de entrada y contenía
cuarenta barracones.
Yo estaba en la «zona 1» que se empleaba para la «prisión preventiva»
de civiles y soldados alemanes, mientras que el anexo se reservaba para
alojar a los oficiales nazis juzgados por delitos contra la Unión Soviética.
—¿Cómo están tus manos? —me preguntó Hans.
El primer trabajo que nos encomendaron fue vallar un terreno situado a
la derecha de los barracones y destinado a sepultar a los futuros muertos
del campo especial número 7.
—Mejor.
Observaba a mis compañeros con atención, a pesar de la situación,
seguíamos siendo tan pulcros, ordenados y con buenos modales, en
comparación a ciertos prisioneros y oficiales rusos que comían como unos
perros callejeros.
—El hijo de Stalin murió aquí —cuchicheó Johann—. A su padre le
importó una mierda su destino en aquel entonces.
En general los comentarios, chistes o preguntas fuera de lugar valían un
golpe con la culata del fusil y un día de calabozo como mínimo.
―No mencionéis a Stalin ―nos advirtió Hans―. Estos bastardos no
necesitan mucho para castigarnos.
Tiempo después tuve la estúpida idea de pedir un puesto en uno de los
talleres. Hacía frío y prefería estar dentro del campo y no en los bosques.
—¿Me está pidiendo algo, maldito nazi?
Me limité a mirarlo con ojos revestidos de indignación. No le estaba
pidiendo mi libertad, sino un trabajo más humano en aquella fecha tan fría.
—Sí, señor.
Terminé en el calabozo sin ropa y sin comida. Me acurruqué en un
rincón de la celda de piedra y abracé mis delgadas piernas mientras
planeaba cómo huir de aquel infierno lo antes posible. Los rusos buscarían
la manera de eliminarme antes de cumplir mi sentencia como lo hicieron
con tantos otros a pocos meses de su libertad.
―Nunca me dejarán libre aquí.
El cementerio empezó a llenarse con la llegada del frío. Los alemanes
no lo estábamos pasando bien en los campos dirigidos por los soviéticos.
Habíamos resistido seis años de una guerra atroz, pero en el campo de
concentración comenzábamos a debilitarnos en masa. Temía terminar entre
los tantos muertos. Cada vez había más gente, y cada vez había menos
espacio libre. Los barracones ya estaban atestados y las literas estaban
cada vez más juntas.
—Esto se está convirtiendo en un Gulag —dijo Friedrich.
Aquello no era bueno, porque todos sabíamos que quién entraba en un
Gulag, no volvía a salir jamás.
—No soporto más esto.
Jürgen soltó el hacha, se puso en pie y echó a andar. Lo capturaron en
el bosque, lo devolvieron al campo y lo metieron en el calabozo.
—Von Richthofen —anunció un oficial—, al calabozo.
Lo miré estupefacto, el muy infeliz me acusó de haber ayudado a Jürgen
a huir, de haberlo «motivado». Traté de defenderme y me gané varias
palizas a cambio e incluso me pusieron unos grilletes en los pies.
Me dejaron veinticuatro horas colgado de los pies, cabeza abajo.
—¿Por qué no asume su culpa?
Podía oír los gritos desesperados de Jürgen en la celda contigua.
—Su compañero nos dijo que usted lo animó a huir.
No me dieron de comer y tampoco de beber. Al final, por unas gotas de
vodka confesé una culpa que no era mía.
—Muy bien, ario.
Me llevaron a la celda semimuerto y me dejaron tirado sobre la paja,
con los brazos encadenados por encima de la cabeza.
—No sé si podré cumplir mi promesa…
La razón empezaba a abandonarme. Estaba muy sucio y me dolía todo
el cuerpo. No podía moverme.
―Debes hacerlo ―escuché la voz de mi hermano con nitidez―. Eres
mucho más fuerte de lo que crees…
Dos días después, degollé al guardia que se ensañó conmigo desde que
llegué aquí y hui con otros compañeros. Ninguno sobrevivió y yo sigo saber
cómo lo hice.
El día que vi a Dea, supe por qué lo logré.
―¡Mi amor! ―chilló Dea a lo lejos con los niños a cada lado y me
devolvió al presente―. ¡He preparado huevos con tocino como te gustan!
Me puse de pie y sonreí antes de acercarme a ellos, la razón por la que
soporté todo aquello.
―No llevas camisa.
Le di un dulce beso a los niños en sus cabecitas rubicundas y después
uno en los labios de mi mujer, que con la barbilla levantada me miraba con
ojos interrogantes.
―Hace calor.
Enarcó una ceja.
―Hace frío.
Cogí a Horst en brazos y ella a Heinrich.
―¿Sí?
Me lanzó una mirada asesina.
―Sí.
Me reí al comprender su enfado.
―A veces creo que no eres consciente de lo que provocas en las
mujeres.
Le di un beso en la cabeza.
―No, porque nunca las miro, para mí solo existe una.
Parpadeó emocionada.
―Tú, solo tú.
Frenó los pasos y bajó mi cara para darme un apasionado beso que hizo
chillar a nuestros hijos de alegría.
―Por eso te amo tanto, mi amor.
―Y yo a ti.
El día fue perfecto, hasta que las pesadillas volvieron a adueñarse de mí.
Dea apoyó mi cabeza empapada en sudor sobre sus pechos desnudos y me
ronroneó dulces palabras. Llevado por la desesperación, le conté todo lo
que padecí en el campo y ella rompió a llorar.
―Lo siento… ―repetía como si fuera la culpable―. Lo siento…
Tras aquel día, las pesadillas no volvieron, tal vez, el hecho de haber
confesado a Dea, me liberó de ellas.

Verano de 1950

C inco años han pasado tras el final de la guerra. Cinco largos años en
que, con mi familia, reconstruí, pedazo a pedazo, mi alma. Tanta era la
dicha, que incluso las pesadillas desaparecieron. Cogí un portarretrato y
contemplé la foto donde aparecíamos los cuatro en la casita muelle que
ahora era amarilla con detalles en blanco. La tomamos en el verano de
1948, cuando a Dea se le ocurrió renovar los votos maritales ante el padre
John. Según ella, debíamos bendecir nuestra «reunión espiritual
postguerra». Palabras textuales suyas, por cierto.
―Me encanta esa foto ―comentó Dea, con una sonrisa―. Es perfecta.
Lo puse en su sitio, en la repisa de la chimenea de piedra que construí en
el invierno pasado.
―Fue un día indeleble.
A veces, sin querer, la melancolía se adueñaba de mí.
―Nuestros nuevos recuerdos.
Me mordió la barbilla.
―La barba de tres días es peligrosa.
Le besé los labios.
―Atrae demasiado la atención ―resaltó después de darme un golpecito
cariñoso en el estómago―. La femenina, ante todo.
Me toqué la barbilla con aire divertido antes de darle un azote en la
nalga.
―Hablo en serio.
Su lado más protector y celoso me causaba mucha gracia. Aunque a ella
la enfurecía y soltaba una especie de gañido que me volvía loco. Me
acerqué y la envolví entre mis brazos. Recliné la frente en la suya y suspiré
hondo.
―Meine Süße, yo solo tengo ojos para ti.
Me lanzó una mirada de pura desconfianza.
―No tengo dudas al respecto, pero me molesta que todas las mujeres
del pueblo te deseen cada vez que te ven.
Empezamos a mecernos al son de una canción de moda que sonaba en la
pequeña radio.
―Dios te hizo demasiado guapo ―refunfuñó con los brazos alrededor
de mi cuello―. Simpático y amable.
La miré con asombro.
―Tengo cicatrices por todo mi cuerpo ―le recordé―. Y tatuajes
repartidos por mi abdomen.
Deslizó las palmas por mi pecho.
―¿Y crees que eso ofusca tu belleza? ―me pellizcó la tripa con
cariño―. Incluso atrae más… ―metí mi lengua entre sus labios y la besé
con un abandono que la hizo gemir en mi boca―. No me hagas esto,
Capitán…
Como los niños estaban muy ocupados jugando en el salón, fuimos a la
habitación y sin la necesidad de quitarnos la ropa, apagamos el fuego contra
la puerta. Dea clavó sus uñas en mis nalgas cuando acabamos y me mordió
el labio inferior con poca delicadeza.
―Te amo.
Nos quedamos allí unos minutos, disfrutando aquel instante de
conexión.
―Y yo a ti.
Cuando oímos los gritos de nuestros hijos, volvimos a la realidad.
―Me toca bañarlos ―anuncié con una sonrisa.
Ella me mordió la barbilla.
―Y a mí la cena.
Después de bañar a mis hijos, fregar el suelo y ordenar el cuarto de
baño, los vestí. Nos dirigimos a la cocina.
―Mutti, ¿tenemos postre?
Ella asintió con una amplia sonrisa.
―Hoy tenemos helado de chocolate.
Los dos levantaron sus bracitos y gritaron de alegría.
―La señora Miller nos da helado todas las tardes ―comentó Horst y
Dea lo miró con una ceja levantada―. Es muy amable y siempre nos dice
que somos los niños más hermosos del mundo.
Levanté la mirada del plato de macarrones y la clavé en la de Dea, que
estaba seria y ceñuda.
―Como papá ―agregó Heinrich y carraspeé nervioso.
―Mutti, ella siempre le prepara limonada a papá y nos regala helado a
nosotros ―apostilló Heinrich.
Mmm.
―¿Es guapa la señora Miller? ―inquirió Dea con la mirada clavada en
la mía.
Heinrich y Horst asintieron.
―Ah, ¿más que vuestra Mutti?
La miré como si acabara de escupirme a la cara.
―Nein… ―contestaron los dos y negaron con la cabeza al mismo
tiempo―. Tú eres mucho más bella ―coincidieron los dos.
Dea bebió un sorbo de zumo de naranja de su vaso.
―¿Y papá es amable con ella?
El tenedor se me cayó en el plato ante la sorpresa, pero mi desliz no
llamó la atención de Dea. ¡Increíble! Heinrich y Horst me miraron antes de
contestar y mandarme directo al calabozo.
―Sí…
La cabeza de mi mujer se dio la vuelta a cámara lenta.
―Ah.
―Como soy con cualquiera ―me defendí―. Además, trabajo para ella
este verano.
Clavó el tenedor en su cena con los dientes apretados y la mirada teñida
de malévolos pensamientos. Enarqué una ceja, desconcertado y un poco
intimidado.
―Claro…
Al día siguiente fue a recogernos con su mejor vestido, el pelo suelto y
los zapatos de tacón que le había regalado por su cumpleaños.
Estaba hermosa.
―Mutti!
Yo hablaba con la señora Miller cuando la vi llegar. Una sonrisa
bobalicona afloró en mis labios. Su andar grácil y firme me recordaron, de
cierta manera, a una gata rabiosa.
―Buenas tardes ―saludó con una amplia sonrisa en sus deliciosos
labios carmesí―. Te traje un poco de limonada, mi amor.
Limonada, ¿eh?
Saludó a la señora Miller con amabilidad tras llamarla zorra en italiano.
La sorpresa me hizo fruncir el ceño y sonreír a la vez. Me dio un beso en
los labios, uno muy apasionado.
―Hola, meine Süße ―susurré con una sonrisa.
Me abotonó la camisa de trabajo que estaba remangada hasta los codos.
Era casi un mormón. La señora Miller la invitó a tomar a un café.
―Me encantaría.
Su tono era tan falso que me obligó a ladear la cabeza. Me miró de reojo
y apreté los labios para no echarme a reír. Besó a nuestros hijos en la cabeza
y entró en la casa tras echarme una última mirada.
―Es guapa y joven ―refunfuñó por la noche en la cama―. Y rica.
Puse el libro que leía en la mesilla de noche y me precipité sobre ella.
Lamí su puchero y después le quité el camisón de seda con lentitud
martirizante. Puso las manos en mis hombros y me miró con expresión
inocente.
―Para mí solo existe una mujer en este mundo, por la que crucé el
infierno y sobreviví a él ―acarició mi mejilla con ternura―. No existe
nadie más, no me atrae nadie más y no sueño con nadie más.
Sonrió con timidez.
―¿La conozco?
Le di un beso en los labios.
―Sí, es la mujer más hermosa, cariñosa, tierna, dulce, cabezota y celosa
del mundo.
Su sonrisa se ensanchó.
―Una mujer maravillosa.
Me acomodé entre sus piernas tras apartar la sábana de mi cuerpo
desnudo. Gimió y clavó los dedos en mis brazos cuando la penetré hasta lo
más hondo.
―Única en su especie.
No me moví, solo me quedé mirándola bajo la luz plateada de la luna
que bañaba a raudales la habitación aquella noche veraniega mientras la
melodía del mar sonaba de fondo, mezclándose con el cántico de los grillos,
las ranas y los búhos.
―No eres consciente de cuánto te amo, Dea.
En mi tono apareció la tristeza, la nostalgia y la melancolía. Acunó mi
rostro entre las manos y me miró con adoración antes de besarme como si la
vida dependiera de ello.
―¿Volverías a cruzar el infierno por mí?
La miré con intensidad.
―Siempre…
Capítulo 55
Dea

E stábamos tumbados en la hamaca aquel caluroso domingo, junto a la


orilla del mar, bajo unos enormes cocoteros, bronceados, con el cuerpo
lleno de pecas y de cicatrices. Viktor estaba tendido con las piernas
separadas a cada lado, y yo encima de él, disfrutando de la brisa perfumada
y cálida mientras nuestros hijos jugaban al lado entre risitas cómplices.
―Me recuerdan mucho a nosotros ―musitó Viktor con tristeza―.
Éramos inseparables.
Le besé el pecho del color de la canela.
―Lo echo mucho de menos.
Yo también.
―Me gusta tu bañador ―resalté y pasé rápidamente a otro tema―.
Realza tu color canela y tus preciosos ojos azules.
Él llevaba un bañador blanco, y yo un maillot rojo.
―Me gustan las pequitas de tu naricilla ―farfulló cerca de mis
labios―. Y como te queda ese bañador.
Yo también estaba bronceada, pero parecía blanca como la leche en sus
brazos dorados.
―Eres la mujer más hermosa del mundo.
Rozó mi melena con la mano y la ascendió hasta mi mejilla arrebolada.
Me miró con tanta dulzura que me estremecí.
―¿Aunque haya subido un poco de peso?
La comida americana tenía efectos en mi cuerpo.
―Aunque subas cincuenta kilos.
Abrí mucho los ojos y la boca.
―Te aplastaría.
Olía a sal, a aceite bronceador de coco, a colonia fresca y espuma de
babear. Parpadeé con una sonrisa que no sabía cómo definirla. Enarcó una
ceja con gesto divertido.
―No subestimes a un soldado, meine Süße.
Le mordí una tetilla y se rio.
―Mmm.
Hablamos de la tía Margot y su decisión de quedarse en su casa. Tenía
un motivo muy fuerte: un granjero llamado Jonathan Grant.
―Nunca es tarde para amar.
Viktor sonrió lánguidamente.
―Nunca.
La vida a su lado era una aventura constante. A veces discutíamos por
nimiedades y luego hacíamos el amor. Otras veces apostábamos y el
perdedor debía satisfacer al ganador: haciendo el amor en lugares menos
convencionales. Siempre terminábamos haciendo el amor, no importaba los
motivos.
―Si no estuvieran los niños, te haría el amor aquí mismo.
Le mordí la barbilla con cariño.
―Lo hicimos ayer por la noche en esta hamaca y casi terminamos en el
suelo ―me mofé con un guiño cómplice―. Tuvimos suerte que el coco no
se cayó sobre nuestras cabezas ―nos reímos―. Inconscientes, pero
felices…
―Sigues cabalgando bien ―espetó entre risas y me dio un azote―.
Muy bien… ―la mano apretujó mi nalga.
Abrí mucho los ojos y la boca.
―Mmm.
Besó la punta de mi nariz.
―No me lo recuerdes…
Me guiñó un ojo.
―Lo repetiremos por la noche.
Apoyé mi cabeza en su pecho y oí sus latidos acompasados casi al
mismo ritmo perezoso del mar a un lado. Heinrich y Horst se acercaron con
unos caparazones de caracol pegados a sus orejas.
―¡Es el sonido del mar!
Mis príncipes habían crecido mucho y cada vez se parecían más y más a
su padre y a su tío.
―Mañana llegaremos más tarde ―anunció Viktor en tono
quejumbroso―. La valla de la granja de los Clark nos llevará todo el mes.
A veces le preguntaba si aquel trabajo tan simple y ordinario le gustaba.
Era un arquitecto y merecía trabajar en su profesión, pero él se negaba,
alegando que nadie le daría trabajo a un nazi.
―Te esperaré desnuda en la cama.
Me miró con expresión lobuna.
―Como premio.
Lamió mis labios y después se hizo camino entre los míos con la lengua
que se encontró con la mía en una caricia muy apasionada. Gemí cuando
sus manos empezaron un camino de caricias lascivas por mi espalda
desnuda.
―Tengo que preparar el té y el café ―anuncié con una sonrisa carente
de humor―. Las chicas están a punto de llegar… ―puse los ojos en
blanco―. No pude negarme esta vez.
Se rio y su labio inferior vibró.
―Voy a arreglar la valla del jardín con los niños ―comentó tras
recomponerse―. Estaremos muy ocupados.
Un gemido de placer huyó de mis labios y dibujó una socarrona sonrisa
en los suyos al deducir por qué había reaccionado así.
―¿Llevarás tu ropa de trabajo?
Asintió sin abandonar su expresión divertida.
―Ajá…
Solté un maullido de puro celo y se partió de la risa.
―Dios ―ronroneé y me levanté―. Ponte la camisa.
Enarcó una ceja.
―Y no entres en la casa con o sin ella.
Llevó la mano a la frente a modo de saludo militar.
―Sí, señor.
Le lancé un beso.
―Descansa, soldado.
La reunión con las chicas se realizó a las cinco de la tarde. La semana
pasada fue en la casa de Caroline. Solíamos hacerlo cada domingo para
hablar de trivialidades femeninas y compartir una que otra receta. Una
costumbre muy americana.
―Estáis muy elegantes ―señalé con una sonrisa.
Me sonrieron con afabilidad.
―Tu casa es preciosa ―comentó Amanda, con los ojos clavados en la
repisa de la chimenea―. Tienes una hermosa familia.
Amanda tenía casi treinta años y seguía soltera. Era muy guapa, pero
también muy mojigata, según me comentaron.
―Gracias.
Éramos un total de diez mujeres en la reunión. En pocos minutos el
salón se llenó de murmullos y risas. Giorgia posó el platillo de la tarta sobre
su abultado vientre de seis meses. Era el tercer hijo y esta vez tenían la
esperanza de que sería una niña. Tristán y Michaela iban por el cuarto.
―¿Y tus hermosos hijos, Dea? ―preguntó Tania.
Bajé la taza en el platillo.
―Están con el padre en el jardín.
Todas se habían puesto especialmente guapas para la reunión. Llevaban
faldas de vuelo combinadas con blusas muy ajustadas y de colores
llamativos, la última moda por aquellos años. Yo era la única que apenas iba
maquillada. Llevaba el vestido que tanto le gustaba a Viktor, con estampado
de flores y sin tirantes. Y el pelo recogido en un moño simple.
―La tarta está deliciosa, Dea.
―Y el té.
―Gracias.
Las chicas estaban hablando de unas revistas de moda y unos chismes
sobre actores famosos cuando la puerta se abrió de golpe y los gemelos
entraron por ella completamente desnudos. Viktor corría detrás de ellos que,
muertos de la risa, se dirigieron hacia el cuarto de baño. Los miré perpleja.
―Lo siento ―se disculpó Viktor, azorado―. Los niños se cayeron al
lodo y necesitan un baño urgente ―nos explicó.
Llevaba los vaqueros muy gastados y unas botas de trabajo marrones
con cordones, con las que medía más de metro noventa. Sudoroso, sucio y
demoniacamente atractivo.
Dios…
―Buenas tardes ―saludó a las chicas, que lo miraban con verdadera
fascinación―. Perdonen la intromisión.
Las marcas de las cicatrices y los tatuajes eran claramente visibles en su
dorado torso desnudo. El sudor hacía brillar su piel y realzaba aún más sus
músculos duros y firmes. Eso sin mencionar las líneas bien marcadas de la
pelvis que formaban una deliciosa «V».
—Buenas tardes —lo saludaron a coro y con un tono muy sospechoso.
Él les dedicó una sonrisa que dejaba a la vista sus dientes blancos y
perfectos. Se rascó la barbilla rodeada por una barba dorada de unos días
con nerviosismo. Me mordí los labios para no reírme de su azoramiento. A
muchas de ellas no las había visto nunca.
―Permiso, señoras.
Le dediqué una mirada taimada que le causó gracia, sus ojos clarísimos
lo delataron ante los míos.
Te están comiendo con los ojos.
Negó con la cabeza, un movimiento casi imperceptible para las demás.
Me imaginé que me decía:
Me siento como un trozo de carne delante de unos perros hambrientos.
—¿No lo presentarás? —preguntó Mary con mirada lasciva.
Me levanté y me puse al lado de él que olía a sudor, a madera y a colonia
varonil mezclada con tabaco.
—Perdón. Es mi marido, Viktor.
―Un placer ―soltaron a coro.
Él les dedicó una sonrisa, dejando a la vista sus hoyuelos y unas
arruguitas cerca de los ojos que me volvían loca.
—Viktor, ¿por qué no te sientas y te tomas algo con nosotras? —sugirió
Melissa con osadía.
Le apreté el brazo a él con cariño.
—Además, hace tanto calor ahí fuera... ―completó Vanessa con los ojos
clavados en el abdomen de mi marido―. Es domingo y es pecado trabajar.
Viktor me miró desde su altura con expresión socarrona. Nos miramos
con complicidad por unos segundos y nos dijimos un montón de cosas sin la
necesidad de hablar.
—Tiene mucho que hacer, ¿verdad, mi amor?
Soltó un suspiro de puro alivio, por un instante, pensó que le pediría que
se quedara, cosa que no quería por nada del mundo. No le gustaba estar con
mucha gente y, mucho menos, entre tantas mujeres curiosas.
—Sí, tengo mucho trabajo.
Sonrió de lado y me derretí por dentro.
—Encantado de conocerlas, señoras.
Me guiñó un ojo y se marchó tras gritarle a los niños en alemán, que
entre risas, le contestaron también en el mismo idioma. ¿Qué hicieron esos
dos?
Ya lo averiguaré.
―Traeré más tarta y té ―anuncié y me alejé hacia la cocina.
Cuando volví, todas estaban mirando hacia la ventana. Curiosa, seguí el
curso de sus miradas y me encontré con Viktor, que bebía agua de una jarra
con tal sensualidad que incluso yo me quedé boquiabierta. El agua se le
deslizaba por la barbilla cuadrada y recorría todo su abdomen. Todas
giraron las cabezas hacia mí y me acribillaron con preguntas sobre él. ¿Y
qué pasa con las revistas y los famosos?
—¿Es albañil?
―¿Dónde lo conociste?
―¿Tiene un hermano soltero?
Qué Dios me ampare.
Querían saber en qué trabajaba, cuántas horas y dónde. De repente, todas
tenían cosas que arreglar en sus casas. Michaela sonrió, ahora entendía por
qué nunca nos reuníamos en su casa. ¡Ella también tenía a un von
Richthofen que proteger de aquellos buitres!
―¿Por qué tiene tantas cicatrices?
―¿Y esos tatuajes?
―¿Era soldado?
―¿De qué rango?
Me bombardearon con preguntas muy delicadas para nosotros. Las
cuales, en su mayoría, no contesté. Giorgia y Michaela me miraron con
compasión.
Vosotras no vivieron la guerra como nosotros.
―Hasta el próximo domingo ―me despedí de todas, media hora
después―. Adiós.
Las seguí con la mirada.
―Adiós, Viktor ―lo saludaron todas.
Me dirigí hasta el alborotador de bragas alemán, que sonriente, me
miraba desde su sitio.
―Ni siquiera Laurence Olivier pudo contra ti ―me burlé antes de darle
un beso en los labios―. ¿Por qué perseguías a esos dos pequeños
demonios?
El sol enmarcaba su cuerpo y realzaba aún más su dorada piel.
—Heinrich y Horst perseguían a una araña ―me contestó con calma―.
Les dije que tuvieran cuidado con el charco que dejó la lluvia ―me crucé
de brazos―. Pero son unos cabezotas y terminaron dentro del charco
―apreté los labios para no reírme―. Les dije que no entrarían en la casa
con la ropa enlodada y entonces se desnudaron. ¡Son terribles! ―nos
echamos a reír―. O unos genios.
Meneó la cabeza con gesto resignado.
―Les perseguí para que no entraran en la casa, pero no pude
alcanzarles.
Me miró con expresión ladina.
—Mmm… ―le advertí―. No te me acerques.
Puse las manos en su pecho.
―¿Por qué no?
Me mordí el labio inferior.
―Sabes por qué.
―Los niños están dentro de la casa.
―Sí.
―Jugando.
―Sí.
―No se darán cuenta de nada…
Sus brazos musculosos, su torso desnudo y reluciente de sudor me
desarmaron entera. ¡Y él lo sabía!
―Pero pueden escucharnos.
Negó con la cabeza.
―No en la habitación de trastos.
―No hay espacio.
Me levantó en volandas antes de que pudiera poner una nueva excusa y
me llevó en brazos hasta la habitación de las herramientas en la parte trasera
de la casa. Cerró la puerta a sus espaldas de una patada y me puso contra
ella.
―Eres un libertino ―le recriminé―. Un Clark Gable versión alemán.
La estancia olía a aserrín, madera, metal y herramientas eléctricas.
―¿Sí?
Me bajó el vestido y empezó a lamer mis senos de arriba abajo como me
gustaba. Se detuvo sobre un pezón y lo chupó con voracidad.
―Sí… ―gemí con las manos en su pelo―. Aunque mucho más guapo
que él… ―admití entre jadeos―. Dios…
Tenía el pulso muy acelerado, las piernas temblorosas y los pezones
endurecidos por el placer que me provocaba con sus lametones, succiones y
mordiscos continuos.
—Eres tan deliciosa, Dea.
El vestido terminó en el suelo, arremolinado alrededor de mis pies. Se
agachó y sin quitarme las bragas de encaje rojo, empezó a saborearme sobre
la tela con la lengua realizando movimientos que me aturdieron.
―Oh, Dios ―jadeé, tirándole del pelo cada vez con más fuerza―. ¡No
pares!
Pero hizo exactamente lo contrario.
―¡No!
Frotó el pecho sudoroso contra mis pezones erectos cuando me levantó y
me puso sobre una mesa que usaba para cortar madera. Me abracé a su
cuello y él a mi espalda.
―¿Te molesta que me miren con deseo?
Me mordió el labio inferior con erotismo mundano sin dejar de
acariciarme la espalda con las manos. La manera en cómo me hablaba,
tocaba y miraba me enmudecieron por completo. No era capaz de emitir
una sola sílaba, solo gemidos de puro deseo.
―¿Temes a que sueñen conmigo?
Besó mi cuello con tanta vehemencia que casi grité.
―¿Qué me imaginen desnudo?
Mordisqueó el lóbulo de mi oreja a la vez que frotaba su miembro duro
contra mi entrada con mucha insistencia. Clavé las uñas en su espalda ancha
y bronceada en un acto desesperado por sostenerme a algo y no caer al
olvido antes mismo de que me posea.
―¿Les hablaste de cómo te hago el amor? ―preguntó sin dejar de rozar
mi entrepierna―. ¿De lo salvaje que puedo ser? ―otro roce, todavía más
erótico.
Quería gruñir, pero en lugar de ello, le mordí el hombro y, a cambio,
rasgó mis bragas a cada costado, robándome un gritito de susto. A modo de
castigo, friccionó su bragueta contra mi sexo, instándome a rodearle la
cintura con las piernas y a jadear desesperada.
―No me tortures más ―le rogué.
Desabrochó el cinturón y bajó la cremallera a cámara lenta. De un solo
embate entró en mí y le bastaron dos movimientos para hacerme perder por
completo la cordura.

Corrí con los pies descalzos y el pelo suelto por el valle verde que se
extendía delante de mí. Llevaba puesto el vestido rojo sin tirantes y el
colgante que Volker me regaló en el cuello. Era un precioso día, lleno de
color y vida. Frené los pasos al reconocerlo. Giré sobre los talones y
observé el lugar con lágrimas en los ojos.
―Es mi pueblo...
No estaba en Alabama, sino en La Toscana, en San Michelle. Caminé
sintiendo en la planta de los pies el suave contacto del césped mientras los
aromas florales atravesaban mis fosas nasales y despertaban todos los
recuerdos.
―¿Cuándo he vuelto?
Rocé los girasoles con los dedos atenta a la dulce melodía que venía de
las colinas. Me detuve al reconocerla.
―Dea ―expresó alguien por detrás de mí.
Al reconocer la voz, el corazón empezó a chocar con fuerza contra mis
costillas y la respiración se me agitó como si acabara de correr varios
kilómetros seguidos. Giré en redondo y un par de lágrimas rodaron por mis
mejillas al verlo.
―Tú… ―musité emocionada―. ¿Eres tú?
Con pasos elegantes se acercó a mí y me enjugó las lágrimas con los
pulgares. Me miró con ternura y sonrió, dejando a la vista sus preciosos
hoyuelos.
―Soy yo.
Alargué la mano para tocar su precioso rostro enmarcado por la luz
dorada del sol. Cogió mis manos y depositó un beso en cada dedo,
erizándome toda la piel. Puso una en su pecho, sobre la camisa blanca
impoluta combinada con unos pantalones negros y unos tirantes del mismo
color.
―Nunca pudimos despedirnos ―murmuró cerca de mi rostro―. Por
eso estoy aquí.
Las lágrimas empezaron a caer de mis ojos a borbotones, de manera
incontrolable y dolorosa. No hubo palabras de amor, nunca los hubo de mi
parte, pero mis ojos hablaron por mí y revelaron el mayor secreto de mi
corazón, el que moriría conmigo.
―Es momento de que me dejes ir.
Apartó la mano y me rodeó con los brazos. Apoyó la frente en la mía y
sonrió. Era tan hermoso, tan sublime y etéreo como un ángel.
―Nunca pude agradecerte todo lo que hiciste por mí.
Negó con la cabeza y su dulce aroma arropó mis fosas nasales. Era un
olor almizcleño, suave y fresco como lo recordaba.
―Me salvaste tantas veces sin pedir nada a cambio.
Levantó una mano y acarició mi mejilla. Parpadeé, no podía cerrar los
ojos, no quería perderme un solo instante de aquella pletórica ensoñación.
―Tú me salvaste a mí, Dea, no yo a ti.
Empezamos a bailar la melodía que resonaba por todo el lugar:
interpretado por los pájaros, el silbido del viento y los latidos apresurados
de nuestros corazones.
―Sé feliz… ―me rogó con lágrimas en los ojos―. Y yo lo seré también.
Puse la cabeza en el centro de su pecho y él posó la mano sobre ella
para consolarme. Me aferré a su camisa con los puños cerrados, incapaz
de controlar el llanto.
―Siempre estaré contigo, Dea.
Me aparté de él y lo miré a través de las interminables lágrimas que él,
con mucho cuidado, intentó enjugarlas con los pulgares. Reclinó la cabeza
y cubrió mis labios con los suyos en una caricia suave, cálida y
desgarradora. Levanté la mano izquierda y envolví la parte de atrás de su
cabeza para profundizar el beso. Me rodeó la cintura con los brazos y me
pegó a su cuerpo con vehemencia.
―Siempre estaré contigo ―gimió sobre mis labios―. Siempre.
La calidez de su mirada abrasó mi alma.
―Fuiste lo mejor que me ha pasado en la vida.
Miró mi colgante en forma de corazón y sonrió con ternura.
―Nunca te olvidaré.
Aquel colgante era su corazón y siempre lo cuidaría.
―¡Mamááá!
Giré el rostro hacia un lado y me encontré con Giuliano, montado sobre
Giada. Volví a mirarlo a él con tanta alegría que, las lágrimas rodaron por
mis mejillas como si tuvieran vida propia. Besó mis manos y asintió sin
abandonar su hermosa sonrisa.
―Siempre estaremos contigo.
Giré sobre mis pies y me eché a correr hacia mi hijo.
―¡Amore di mamma!
Bajó de Giada de un salto. Corrió hacia mí con los bracitos extendidos
de par en par y gritando con todas sus fuerzas.
―¡Mamma!
Giada también corría hacia mí.
―¡Giulianooo!
Lo cogí en brazos y lo giré en el aire entre risas llorosas. Lo estreché sin
dejar de besarle la cabecita rubicunda. Se aferró a mí con todas sus
fuerzas.
―Los que te amamos siempre estaremos contigo ―declaró él al llegar
a nuestro lado―. Solo tienes que recordarnos, mamá ―apostilló Giuliano
tras arreglarse su boina, la misma que llevaba el día que murió―.
Mientras los recuerdes, las personas nunca mueren, Dea.
Alargué la mano y rocé el hocico de Giada, incapaz de contener las
lágrimas. Todo mi cuerpo temblaba.
―¿Volveremos a vernos algún día?
Una mano femenina aterrizó sobre la mía y me estremecí al reconocer el
anillo con la perla.
―Sí, hija.
Me di la vuelta y rompí a llorar un poco más mientras mi hijo bajaba al
suelo.
―Mamá…
Me envolvió entre sus brazos y besó mi cabeza como lo hacía cuando
era pequeña. Me quedé allí unos segundos y saboreé su dulce aroma a
flores de tilo.
―Encontré a papá.
Me apretujó contra sí al escuchar mi afirmación.
―Dile que lo sigo esperando entre nuestros girasoles.
―Se lo diré.
―Te quiero, pequeña mía.
Una luz blanca, muy potente y brillante, iluminó todo el lugar de
repente. Mi madre besó mi frente con cariño y cogió la mano de Giuliano
acto seguido. Me dedicaron una última sonrisa antes de girar sobre sus
pies y alejarse de mí.
―¡Os quierooo!
Levanté la falda del vestido y corrí hacia ellos, pero la distancia se hizo
mayor a medida que aceleraba los pasos.
―¡Os quierooo!
El último que me balanceó la mano antes de ser engullido por la luz, fue
él. Su misteriosa sonrisa quedó grabada en mi alma para siempre.
―¡Os quierooo! ―chillé al despertarme abruptamente―. Os…
quiero… ―Viktor encendió la luz de la mesilla―. Os… quiero… ―repetí,
llorando con toda el alma―. Siempre… y… para… siempre…
―Meine Süße, ¿qué tienes?
Acomodé mi cabeza en su pecho y lloré aún más.
―Solo abrázame ―rogué con la voz afónica―. Solo abrázame.
Al día siguiente, a pesar de que lloviznaba, me puse mi chubasquero rojo
y me dirigí al mar con una botella entre las manos. Había escrito aquel
soneto de Shakespeare el día que supe que había muerto, pero nunca me
animé a enviárselo.
―Hiciste tantas cosas por mí y tu hermano ―mascullé al llegar a la
playa, totalmente desértica aquel frío octubre en que, todos se preparaban
para la fiesta de Halloween del pueblo―. Tal vez las personas no lo sepan
nunca, pero fuiste un héroe disfrazado de villano ―las lágrimas caían sin
parar―. Un héroe de verdad…
Besé la botella antes de meter el corcho para cerrarla. Dentro estaba el
soneto que elegí pensando en él y los pétalos de la primera rosa que me
regaló, la que me había dejado en el muelle.
―El viudo de noble corazón que salvó a mis amigos sin pedir nada a
cambio… ―recordé, llorando―. Ellos siempre te recordarán… ―observé
los pétalos dentro de la botella―. La había metido dentro de mi vieja
novela de Jane Austen, envuelta en papel de seda ―comenté entre hipos.
Siempre que veo una rosa amarilla, pienso en ti.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas lentamente mientras me acercaba
al mar embravecido. Elevé la vista al cielo plomizo y esbocé la sonrisa más
triste del mundo.
―¡Sabes sonreír!
La sonrisa se congelo en su rostro cuando escuchó mi afirmación.
―Ya no recordaba la sensación.
También sonreí, pero con menos efusión, ya que su intensa mirada me
intimidaba mucho.
―No tenía motivos los últimos años.
Parpadeé.
―¿Y ahora los tienes?
Nunca me contestó, no fue necesario.
Unas imágenes empezaron a sucederse en mi cabeza, una tras otra,
secuencias de los pocos, pero indelebles momentos que compartimos
juntos: miradas, sonrisas y lágrimas secretas.
―Adiós, Volker.
Lancé la botella lo más lejos que pude y con ella nuestro secreto.
Ahora conoces mi secreto.
Alguien cogió mi mano de repente y al girar el rostro con brusquedad,
me encontré con Viktor.
―Aquí estoy, a tu lado, siempre.
Me abracé a él mientras en silencio observábamos el viaje de la botella
como alguna vez lo hicimos en Italia en aquella playa tan lejana de nosotros
hoy.
―Vámonos a casa, mi amor ―mascullé tras unos minutos―. Los niños
están ansiosos por probar sus disfraces de pirata.
Me dio un beso dulce y apasionado al mismo tiempo.
―Te amo.
Deslicé los dedos por su hermoso rostro con una sonrisa débil en los
labios.
―Y yo a ti.
Nos cogimos de la mano y nos dirigimos a nuestra casa sin hablar de lo
que había hecho, simplemente, me pegó a su cuerpo con un gesto muy
protector.
Algunos secretos morían con uno mismo.
Capítulo 56
Capititán von Richthofen

Muchos años después…

Otoño de 1990, Alabama

U na tímida llovizna caía aquel sábado a inicios de noviembre. Las gotas


se deslizaban por el cristal de las ventanas como las lágrimas por mi
surcado rostro mientras nuestros hijos le dedicaban unas últimas palabras a
su madre. Alguien posó la mano en mi hombro, pero no sabía quién era, no
podía desviar la mirada, no tenía fuerza para hacer algo tan simple como
aquel gesto. El cura del pueblo entró y le dio la última unción. Giorgia y
Michaela lloraban en un rincón mientras nuestras nueras servían un poco de
café.
―¿La abuela está bien? ―quiso saber Viktoria, la hija de Heinrich de
siete años―. ¿Puedo darle un besito para que le pase el dolor de cabeza?
La estreché entre mis brazos, pero fui incapaz de responderle. La voz se
me había apagado desde el momento que el médico me dijo que ya no había
nada que pudieran hacer para salvar a Dea.
―¿Mi amor?
Me aparté de nuestra nieta con suavidad y me puse en pie. Entré en
nuestra habitación y la miré con amor infinito. Me senté en el borde de la
cama y cogí su huesuda mano.
―¿Cómo lo has hecho?
Ladeé la cabeza al no comprender su pregunta. Abrí la boca para
replicarle, pero ella se adelantó y la volví a cerrar.
―A pesar de los años, del pelo canoso y las arrugas, sigues siendo el
hombre más atractivo del mundo.
Su voz era casi un susurro. Cerró los ojos y una mueca de dolor se
adueñó de su rostro.
―Me duele mucho la cabeza.
Le masajeé la frente con suaves movimientos que le aminoraban un
poco las molestias que le provocaba su enfermedad.
―No quiero morir aquí.
Me enjugué las lágrimas con el dorso y me puse de pie para cogerla en
brazos. Nuestros hijos intentaron impedírselo, pero todavía me quedaban
fuerzas para ello. Además, pesaba tan poco.
―Papá, ¿quieres que la llevemos nosotros?
Negué con la cabeza y crucé la puerta con ella en brazos, rumbo a su
sitio favorito, a nuestra casita muelle. Como un cortejo fúnebre, nuestros
hijos, nueras, amigos y nuestros diez nietos nos siguieron en silencio.
―Me prometiste que no llorarías ―me recordó con una dulce sonrisa―.
Aunque también me prometiste que no te reirías el día que… ―su pecho
subía y bajaba con dificultad― me puse mayonesa en el pelo por
recomendación de aquella revista de moda.
Rompí a llorar.
―No llores ―suplicó con la voz apagada―. Me duele más que este
maldito tumor en el cerebro.
Tenía setenta años cuando le detectaron un tumor en el cerebro. Después
de una larga batalla contra él, los médicos le dieron de alta y le sugirieron
que disfrutara de sus últimos días al lado de su familia. Dea no quería morir
en un frío hospital, sino en nuestra casa, rodeada por los que tanto amaba.
―¿Recuerdas el viaje que hicimos a La Toscana en aquel lejano verano?
En 1970 viajamos con nuestros hijos a La Toscana para esparcir las
cenizas del General Adam en la villa donde conoció a la madre de Dea,
entre los girasoles.
―¿Cómo olvidarlo?
Habíamos recorrido todos los lugares que marcaron nuestras vidas. No
había cambiado mucho, todavía conservaba aquel airecillo tan singular y
único en todo el mundo.
―Los lugares que elegimos como hogar, siempre tendrán un pedacito de
nosotros.
―Como las personas que conocemos a lo largo de nuestras vidas.
―Para bien…
―O para mal.
Llegamos a la casita muelle y me dirigí a su pequeña terraza. Con
cuidado, me senté en el sillón de madera con almohadones bajo el techo que
habíamos construido con el tiempo.
―Nuestro pequeño mundo ―susurré con la voz afónica.
Cada noche, cuando caía rendida y se dormía, lloraba a escondidas en un
rincón de la habitación para que ella no pudiera verme.
―Fuimos muy felices ―ronroneó con la voz quebrada―. Nuestro amor
sobrevivió a tantas pruebas.
Al hambre.
Al odio.
A las bombas.
A la separación.
A las torturas.
A la muerte.
―Somos unos sobrevivientes ―resalté con un enorme peso en el
corazón―. Unos mártires.
Le arreglé el chal de seda de varios colores que nuestra nieta, Heike, le
había regalado en su último cumpleaños. A pesar de su estado, Dea seguía
siendo la mujer más hermosa y fuerte del mundo.
―Acercaos, mis amores ―pidió.
Heinrich se puso cerca de la barandilla y empezó a tocar la guitarra. La
melodía de Nessun Dorma rellenó todo el lugar entretanto, Horst, lloraba
desconsolado sobre la cabecita de su hijo: Volker.
―Quiero… que… sepáis… ―la voz de Dea se fue apagando cada vez
más― que… fui la mujer… más feliz del… mundo a… vuestro lado.
Heinrich dejó de tocar, el llanto lo venció.
―Os… amo…
Me miró con amor infinito.
―Oh, mi amor ―gimió al clavar sus ojos en mí y agaché la cabeza para
oírla mejor―. Fuiste mi señor Darcy.
Rompí a llorar sin recelo, ni vergüenza. Mis sollozos se unieron a los de
mis hijos en uno solo.
―Deberían…. escribir… una… historia… sobre… ti… ―las lágrimas
caían sobre su rostro como un diluvio―. Mi héroe, mi amor, mi todo ―me
tocó la mejilla con suavidad y puse la mano en la de ella para dejarla allí
para siempre―. Solo tú y yo conocemos nuestra historia, todo lo que
pasamos para estar aquí, juntos.
Esbozó una sonrisa cargada de ternura y dolor.
―Te amo, Dea ―musité entre sollozos profundos―. Siempre te amaré.
―Te… amo… ―articuló―. Solo Dios sabe cuánto…
Sus pupilas se dilataron y un leve quejido afloró de sus labios. Cerró los
ojos y movió un poco la boca.
―Siempre ―farfulló en un susurro apenas audible para mí.
Le di un beso en los labios anegados de lágrimas, de mis lágrimas
interminables. Cuando me aparté de ella para mirarla, supe que ya no estaba
entre nosotros.
―Mutti… ―gimotearon nuestros hijos al ver cómo estrechaba su
cuerpo contra el mío con desesperación―. Mutti… ―se arrodillaron y
sollozaron como si aún tuvieran cinco años.
Besé sus labios temblando por cada sollozo que se me escapaba. Le
acaricié la mejilla con ternura mientras revivía mentalmente cada uno de los
momentos que habíamos vivido los últimos años...
―No aceleres, meine Süße.
Aceleró y frenó varias veces, impulsándonos a movernos dentro del
coche como dos muñecos de trapo.
―No pises el acelerador… ―repetía con mucha paciencia―. No pises
el freno.
Tocó el claxon con rabia, menos mal estábamos solos en aquella calle
desértica. Apreté los labios para no echarme a reír cuando de sus labios
brotaron cientos de tacos en italiano, inglés y alemán.
―¡Soy un desastre!
Aprendió a conducir meses después, pero era el terror del pueblo. A ella
poco o nada le importaba lo que pensaban o decían de ella. Era feliz cada
vez que salía en su descapotable con su chal rojo y sus gafas de moda.
Y cómo amaba las sorpresas…
―¡Papá! ―chillaron los niños―. ¡Tenemos dos caballos!
El General les regaló en sus cumpleaños número diez.
―¡A montarlas! ―chilló Dea―. Son dos yeguas.
Heinrich la montó conmigo y Horst con ella.
―¡Sííí! ―chillaron los dos durante todo el paseo por la playa―. ¡Sííí!
Dea y yo nos miramos con una amplia sonrisa en los labios.
―Te amo.
Me lanzó un beso.
―Y yo a ti…
Amaba cuando le leía un libro, antes de dormir o después de hacer el
amor.
―¿Crees que la matará?
Tenía la cabeza apoyada en mi pecho y la mano me acariciaba la tetilla
hasta dejarla erecta.
―Si la ama, no.
Levantó la cabeza y buscó mis ojos.
―¿Tanto la ama?
Asentí.
―Más que a su propia vida.
Se estremeció.
―Ella era su vida.
Y entre sus grandes alegrías…
―¿Te cuento un chiste, Capitán?
Solía torturarme con sus chistes mientras trabajaba en el taller que
había montado detrás de la casa para hacer muebles. Levantaba la vista y
la miraba con expresión divertida.
―Encantado.
Se sentaba en la butaca alta y movía las piernas como si fuera una niña
pequeña.
―Había un hombre que era tan gordo, pero tan gordo que su ángel de
la gurda tenía que dormir en otra cama ―se desternilló―. ¡Muy gordo!
―más risas.
La miré atónito y dejó de reírse al instante. Ladeó la cabeza y alargó los
labios.
―¿Es peor que el chiste de la lechuga en la moto?
Sonreí con malicia antes de bajar el serrucho y acercarme a ella. Se
sujetó a la butaca con las manos y soltó un jadeo cuando vio las lascivas
intenciones en mis ojos.
―No sabría cuál es peor, meine Süße.
Levanté su vestido y la castigué con incitantes embestidas por el
horrible chiste del día.
Tiempo después…
―Se casará.
A sus veinte años, Heinrich se casó con su primera y única novia.
―¡Seremos abuelos! ―me miró con picardía―. A mis cuarenta años.
La miré confundido. Algo en sus cálculos no estaba bien.
―¿Cuarenta años?
Sonreí.
―Ajá.
Me dio un ligero golpecito en el brazo.
―No se contradice jamás a la esposa, señor von Richthofen.
La envolví entre mis brazos y la puse contra la pared.
―Jamás, señora mía.
Pero también hubo momentos de discusión sin sentido…
―¿Por qué la reina blanca no monta el caballo negro y cruza todo el
tablero rumbo a la victoria?
Levanté la vista y la escrudiñé con los ojos entrecerrados.
―¿Hablas en serio, verdad?
Odiaba el ajedrez, nunca logré que le gustara.
―Muy en serio.
Cogió a la reina blanca y la montó al caballo negro como sugirió. Me
partí de la risa. ¡Era única!
―¡Vamos caballito!
Y hubo otros momentos muy tristes…
Como cuando su padre murió o el primer hijo de Tristán enfermó y
falleció.
―Pobre, Michaela ―lloró con desconsuelo entre mis brazos―. Perder
a un hijo es lo más cruel que puede pasarle a una madre.
Su padre, a su vez, murió mientras dormía en su nueva casa, al lado de
la nuestra, donde vivía hacía unos diez años. Tenía la mano sobre la
cabeza, como si le cogiera la mano a alguien. Según Dea, la de su madre.
―Shh, mi amor… ―gimoteé sobre su cabeza en su velorio―. Él ya está
con ella en el cielo.
El año que fuimos a La Toscana para cumplir el último deseo de su
padre, dibujamos nuevos recuerdos en aquel lugar, donde algún día,
nuestras almas se reunirán tras la muerte, según Dea.
―La villa fue destruida ―comentó entristecida―. Como el panteón de
mi hijo.
En el pueblo de Santa Anna di Stazzema fue sola, ya que allí no
permitían la entrada de un alemán tras lo sucedido.
―Sí.
Observamos los escombros con tristeza infinita. Tal vez los pobladores
la destruyeron al saber que pertenecía a un nazi. Dea se acercó al portón y
lo empujó. Para nuestra sorpresa, estaba abierto.
―Pero no los recuerdos, meine Süße.
Entramos y recorrimos el lugar en ruinas cogidos de la mano.
―Si cierras los ojos, puedes volver al pasado.
La cogí en brazos y la llevé al otro lado, donde se encontraba el arroyo.
Envolvió mi cuello con sus brazos con una sonrisa.
―Podemos trazar nuevos recuerdos.
Rodeados por la salvaje naturaleza, bajo la mirada atenta y
misericordiosa de Dios, nos amamos en aquellas frías aguas que, de cierto
modo, lavó más allá de nuestras pieles.
Y como último lugar, el puente medieval de su pueblo, cuyos pobladores
ya dormían por aquellas horas y nos otorgaban la intimidad que
deseábamos.
―Va a llover.
Rodeé mi cuello con sus brazos y empezamos a bailar en el puente de su
pueblo bajo la tímida lluvia que caía aquella mágica noche en que el
pasado se unía con el presente.
―¿Y eso te molestaría?
Negó con la cabeza al mismo tiempo que me regalaba una amplia
sonrisa.
―Es perfecto...
Y entonces, nos dimos un beso bajo la lluvia.
―Como nuestro amor.
Apoyé la frente en la de ella y sonreí.
―Como nuestro amor.
Salí de la casita muelle con ella en brazos y recorrí el camino que tantas
veces habíamos hecho juntos los últimos años, reviviendo con cada paso las
risas, las bromas, los suspiros, los gemidos y las promesas que nos
hacíamos.
―Dea… ―susurré, llorando con desfallecimiento―. Algún día
volveremos a vernos… ―una tímida lluvia caía sobre nosotros―. Adiós,
meine Süße…
Seis meses después…
Duele.
Cada paso.
Una lágrima.
Cada suspiro.
Un recuerdo.

M e acerqué al panteón de Dea a pasos lentos y con un enorme nudo en


la garganta que apenas me permitía respirar. El pecho me ardía tanto
o más que el primer día. Me senté en el pequeño banco de mármol que se
encontraba delante. Cogí el ramo de flores marchitas del jarrón, incrustado
en la lápida de mármol negro, al lado de su foto en un marco en forma de
corazón de color dorado. En ella aparecía sonriendo de oreja a oreja y con
un girasol en la mano, cerca de su hermoso rostro. Aparté las flores de los
árboles y limpié el cristal manchado por el polen.
―Hola, mi amor ―saludé―. Pasaron seis meses ―tosí con
dificultad―. Estuve enfermo estas semanas y por eso no pude venir a verte.
Había estado casi dos semanas internado por culpa de una neumonía,
que según mi hijo, Heinrich, que era médico, fue consecuencia de haber
estado bajo la lluvia, en este mismo lugar, por mucho tiempo, el día que
enterramos a su madre.
―No me moví de aquí hasta que vinieron a buscarme.
Me imaginé la mueca de aprehensión que me dedicaba y sonreí con
lágrimas en los ojos. Las pocas veces que me enfermé, ella me cuidó y
regañó a partes iguales. Mi lado alemán solía aflorar en aquellos momentos
y su lado italiano lo afrontaba. Ganaba ella, siempre.
―Nunca pensé que te irías antes que yo ―mascullé con la voz rota―,
pero el destino tenía otros planes ―me enjugué los ojos con un pañuelo que
ella me regaló en 1944―. Te echo tanto de menos, amor mío.
Tragué con fuerza antes de arrodillarme en el césped y apartar las hojas
secas. Alargué la mano y rocé su foto con el dorso del dedo. Un escalofrío
me recorrió de arriba abajo por culpa de la fiebre que seguía atosigándome.
Con el puño ahogué una tos.
―Nunca encontré la caja de madera ―farfullé con timidez―. La
busqué todos estos meses, pero ha desaparecido.
La guardó tan bien que ni siquiera ella la encontró. Unos días antes de su
muerte, habló de ella y me la pidió. Pero nunca la encontré.
―Tal vez la enterraste y no lo recordabas.
Exhalé hondo y busqué la manera de controlar mis emociones. El
corazón me latía muy de prisa y el pulso estaba muy acelerado.
―Pensé que moriría sin contarte esto.
Deposité las rosas amarillas que le había traído en el jarrón.
―La última vez que te regalé una rosa amarilla fue el día que me
despedí de ti en 1944 ―declaré con la voz estrangulada―. ¿Lo recuerdas?
―temblé―. Ahora ya conoces la verdad.
Cogí un papel de la americana. La desdoblé y empecé a leer lo que le
había escrito en 1944, antes de su viaje a esta tierra…

Soneto 18 de William Shakespeare

¿A un día de verano compararte?


Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.

A veces demasiado brilla el ojo


solar, y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.

Pero eterno será el verano tuyo.


No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.

Vivirás mientras alguien vea y sienta


y esto pueda vivir y te dé vida.
―Volker ―revelé mi verdadero nombre después de muchos años―. Sí,
soy yo, Dea.
Las lágrimas caían sin cesar de mis ojos.
―Todo lo que hice… ―acaricié el cristal de su foto con el dorso del
dedo―, lo hice por amor… ―me estremecí―. Por ti, amor mío.

Alemania, 1945
—No puedo hacerlo, Viktor.
Había escuchado una y otra vez, detalle a detalle, todo lo que había
vivido al lado de Dea, desde que la conoció. Desde la primera mirada
hasta el último beso.
―Tienes… que… hacerlo…, Volker.
Incluso me había hecho un corte en la pierna, en el mismo lugar donde
él tenía el suyo, la que Dea suturó para salvarle de morir desangrado el
año pasado.
―Si descubren que eres tú, te fusilarán y a ella también.
Viktor estaba muy enfermo y nadie podía salvarlo. Era leucemia y
estaba muy avanzada. No había cura, ni siquiera de que tuviera una muerte
menos dolorosa.
—No puedo ocupar tu lugar, Viktor ―siseé—, aunque me hayas relatado
detalle a detalle todo lo que viviste a su lado —él me miró con una dulce
sonrisa—, ella lo sabría y sería peor.
Debía usurpar su lugar o, caso contrario, los rusos me fusilarían sin
piedad. Tenía demasiados cargos en mi contra como para que me
perdonaran la vida. Y si no fueran ellos, serían los nuestros por alta
traición.
—Dea estará sola con mi hijo —me recordó—, podrían hacerles daño —
me miró con ojos suplicantes—, ¿quieres eso?
Habló de Angelika y me estremecí.
―Lo querrás como si fuera tuyo, como yo quise a mi sobrina.
Durante semanas, me relató su historia. A veces nos reíamos y otras
veces llorábamos en silencio. Habíamos pasado por tantas cosas.
—Fui muy feliz mientras viví, Volker.
Apretujó mi mano.
—Ningún hombre sería capaz de hacerla feliz como tú, ninguno la
amaría tanto como tú. Ninguno la protegería como tú.
―Viktor…
―La amas tanto como yo, vi todo lo que hiciste por ella.
Me sonrojé.
―No te culpo, es imposible no amarla.
Sonrió.
―Aunque cuente los peores chistes del mundo.
Nos reímos entre dientes.
―No los dejes solos en este mundo que ahora nos odia tanto.
Solo asentí.
―Gracias.
Aquella noche hicimos un pacto de sangre, como alguna vez lo hicimos
en el pasado cuando teníamos unos quince años. Con el cuchillo de
combate abrí unas pequeñas heridas en el dedo índice y después los
unimos.
―Sé que te pido mucho al fingir ser yo, pero es la única manera de que
puedas salvarte y salvarlos.
Me miró con infinita gratitud.
―Hazla feliz.
Temblé.
―Lo intentaré.
Apretujamos nuestros dedos.
―Será nuestro secreto.
Una lágrima rodó por mi mejilla.
―Nuestro secreto.
Viktor sabía que Dea lo buscaría, la conocía tan bien y no estaba
equivocado. Cuando la vi por primera vez en aquel hospital inmundo,
herido, hambriento, sediento y desesperanzado, supe que todo lo que me
dijo de ella era cierto.
―Dea siente algo por ti, Volker.
Negué con la cabeza mientras le cambiaba el paño mojado de la frente
en el refugio de la mansión de la abuela de Moritz.
―Lo vi en sus ojos cuando fingí ser tú.
Lo miré estupefacto.
―Ella estaba en el patio trasero de la casa, bajo la lluvia. Cuando giró,
me miró con extrañeza y supe que no sabía que era yo.
«Dios mío».
―No llevaba el uniforme y la expresión era demasiada seria como para
pensar que era yo. Me acerqué y le toqué la mejilla con ternura y después
la besé.
Las entrañas se me encogieron.
―Ella no rechazó el beso ―clavó los ojos en mí―. Ella no te rechazó...
Tragué con tanta fuerza que el ruido que hizo mi nuez de Adán se perdió
entre los estallidos de las bombas que caían sobre nosotros sin cesar
aquella noche.
―Sobrevive por ella, por ellos.
Años después, comprobé sus palabras al encontrar la caja de madera con
sus recuerdos, entre ellos, incluso la carta que le envié un día antes de su
boda. Alargué la mano, anegado en lágrimas y rocé una de las rosas
amarillas mientras me perdía en un viejo recuerdo, el último día que vi al
padre John con vida, hacía más de quince años atrás…
―Por amor me olvidé quién soy, padre ―le confesé en su lecho de
muerte―. Fingí ser otro para protegerla ―suspiré hondo―. A los tres.
En 1958 un exsoldado nazi de las SS llegó a nuestras vidas, enviado por
miembros de la ODESSA, que empecinados, seguían buscándome, al
Comandante Volker von Richthofen. Aquel día, supe que nunca estaría libre
de mi pasado.
―Solo te defendiste, hijo.
No tenía otra opción.
―Y Dios lo sabe.
Nadie volvería a ver a ese exsoldado.
―Dios lo sabe, padre.
Cuando acepté ser mi hermano, sabía que muchas veces flaquearía y
pensaría en revelar todo, pero cada vez que me acordaba de la carta que
Dea había escrito para mí, la calma volvía y desistía de todo.
―La amaste a ella más que a tu propia vida ―sentenció el padre John.
Cogí sus manos y las besé en actitud de respeto.
―Ella es mi vida, padre.
Me miró con compasión.
―Y tú la suya, Volker.
Volker.
Volker.
Volker.
Resonó en mi cabeza como un eco lejano y sombrío. Solo entonces, años
después, aquel detalle brilló con fulgor en mi cerebro, uno que el padre
nunca lo supo por mí…
Volker.
Volker.
Volker.
Una fuerte punzada en el pecho me arrancó de mi ensoñación de golpe.
Caí sobre la tumba, derribando el jarrón cerca de mi cara y esparciendo los
pétalos amarillos por todas partes como los recuerdos vividos al lado de ella
los últimos años.
Todos ellos…
Me temblaban los labios, las manos y las piernas ante la fuerte emoción
que abrasaba mi corazón.
―Gracias por todo.
Estábamos tumbados en la arena, lado a lado y con las manos
entrelazadas, observando el cielo azul de aquel lejano verano. Giré el
rostro hacia ella y la miré con una sonrisa melosa en los labios.
―¿Por qué?
Sus ojos se llenaron de lágrimas y el corazón se me encogió.
―Por todo lo que hiciste por mí y tus hijos.
La atraje hacia mí y la estreché entre mis brazos. Puso la cabeza en mi
pecho y suspiró como si algo le pesara una tonelada.
―Todo lo que hice fue por amor.
Se aferró a mí con todas sus fuerzas.
―Te amo…
Dibujó una «V» en mi pecho y levantó la mirada para clavarla en la
mía. De sus ojos brotaron unas lágrimas que dejaron su rastro en su mejilla
bronceado.
―Y… yo… ―replicó con el labio inferior tembloroso― a ti…
Una lágrima recorrió mi mejilla lentamente y se perdió entre mi barba
blanca. Poco a poco, los temblores abandonaron mi cuerpo y de mis labios
brotó su nombre como una dulce letanía...
Dea…
Epilogo

Nuestro secreto

Verano del 2021, Alabama, treinta años después…

L a bisnieta de Dea y Viktor llegó a Alabama aquel caluroso verano tras


un largo viaje. Su abuelo, Heinrich, le pidió ayuda para remodelar la
antigua habitación de sus padres. Deseaba convertirla en un lugar especial.
―Un rincón de los recuerdos, abuelo ―resaltó ella con una sonrisa―.
Me encanta la idea.
Él asintió con un cabeceo. A pesar de su edad, seguía siendo un hombre
muy atractivo y elegante. Idéntico a su padre y tío.
―¿Es una mala idea, Dea?
Ella llevaba el nombre de su bisabuela y también un enorme parecido
físico. Sin mencionar el fuerte carácter y su pasión por la ópera.
―No, abuelo.
Heinrich le enseñó la misteriosa estancia, donde nadie podía entrar sin
permiso expreso de él o de su tío abuelo, Horst.
―Es nuestra casa de verano ―acotó con una tristeza evidente en la
mirada―. El legado que nos dejaron ellos.
Cada vez que Dea recordaba la historia de amor de sus bisabuelos, el
corazón se le encogía. Pocas parejas pasaron por las cosas que ellos dos
pasaron para estar juntos.
―¿Son los anillos de boda, abuelo?
Heinrich asintió con una leve sonrisa.
―Mutti le regaló a Horst su alianza y papá, a dos semanas de su muerte,
me lo dio en el hospital donde estaba internado.
Negó con la cabeza. Su padre huyó del hospital el día que murió, sobre
la tumba de su madre con la mano extendida hacia la foto de ella, seis
meses después de su muerte.
―Ella vino a buscarlo.
Dea suspiró.
―Pero la fecha de boda es distinta ―resaltó al examinar las alianzas―.
¿No se casaron en 1944?
Movió la cabeza en un gesto afirmativo.
―Mutti vendió las alianzas para poder viajar a Alemania y salvarlo
―miró las alianzas con nostalgia―. Años después, aquí, renovaron sus
votos con esas nuevas.
Una exclamación de admiración brotó de los labios de Dea.
―Fue una gran mujer, abuelo.
Suspiró muy hondo, como si aquello le pesara mucho. Los echaba de
menos. Dea le tocó el brazo con cariño.
―Y él fue un gran hombre, mi amor.
Se apartó de su abuelo y cogió unos sobres del viejo escritorio de su
bisabuelo. Abrió uno de ellos y leyó las palabras que le había dedicado a su
bisabuela por su cumpleaños número cuarenta y cinco.
―Qué hermosa caligrafía.
Heinrich sonrió y asintió al mismo tiempo.
―Acepto el desafío, abuelo ―anunció con una amplia sonrisa―.
Empiezo esta semana.
Dea mandó retirar los muebles más grandes para poder cambiar el color
de las paredes y la alfombra raída. Retiró todos los objetos con la ayuda de
sus primos y hermanos.
―Esto huele a ellos ―masculló con una extraña emoción en el pecho―.
El aroma de sus almas.
Cuando se quedó sola en la enorme estancia, la recorrió con las manos
en la cintura y visualizó los cambios que pensaba hacer. De repente, se
tropezó con algo.
―¿Y esto?
Se arrodilló y frunció mucho el ceño al ver unas letras pintadas en un
pedazo de madera que era de color distinto al resto. Aquella letra le
recordaba mucho al cartel de bienvenida de la casa, pintada por su
bisabuela.
―NS ―susurró cada vez más intrigada―. ¿Qué significaban aquellas
iniciales?
Alargó la mano y tocó la madera de color distinto y se percató de que
estaba floja. La movió de un lado a otro y la retiró al darse cuenta de que
había algo debajo.
―Madre mía ―musitó al coger la caja de madera que se encontraba
dentro de un plástico transparente bastante grueso―. ¿Y esto?
No era muy grande, pero tampoco pequeña. Le recordaba a la caja de
música de madera que le había regalado su madre cuando cumplió quince
años.
―¿Un tesoro oculto?
Le quitó el plástico a la caja de madera de cerezo tallada delicadamente
y la analizó con minuciosa curiosidad. Deslizó la mano en cada detalle de la
tapa. Era antigua, tal vez, tenía más de cien años.
―Esta casa era de una sola planta cuando mis bisabuelos la compraron
―se cuestionó―. Esta habitación la construyó mi bisabuelo dos años
después de comprarla.
Esta caja pertenecía a uno de los dos.
―¿Quién la metió allí? ¿Y por qué?
Se sentó en el suelo y la puso sobre el regazo sin abandonar su mueca de
asombro. Respiró profundamente antes de abrirla, antes de descubrir lo que
tenía en su interior.
―1944 ―deletreó los números escritos con una estilográfica en la parte
inferior de la tapa, sobre la tela de terciopelo rojo con mucho énfasis―.
Schwelm―Alemania ―decía debajo de la fecha.
La tapa emitió un chirrido oxidado al abrirse por completo.
―Tilo… ―susurró al reconocer el aroma que expedía el interior de la
caja―. Y rosas…
Dentro había varias cosas y seguían en muy buen estado, ya que las
protegía una tela de seda de color vino, un pañuelo. La apartó con suma
delicadeza.
―Es la bisabuela Dea ―musitó emocionada hasta las lágrimas al ver
una vieja fotografía de ella―. Dios, era tan hermosa.
Entre las varias fotografías, había una con su hijo Giuliano y su famosa
yegua Giada, lo supo al leer el dorso de la imagen. La puso a un lado y
cogió la siguiente.
―¡El bisabuelo! ―chilló al reconocerlo con su impecable uniforme de
las SS―. Y su hermano gemelo, Volker.
Ella siempre tuvo mucha fascinación por la historia que envolvía a su
familia y el país de donde procedían.
―Eran guapísimos.
Viktor y Volker aparecían en una foto en blanco y negro con unos veinte
años, sonriendo de oreja a oreja. Parecían tan felices en ella.
―Son idénticos.
Recorrió sus rostros con el dedo.
Como dos gotas de agua.
―Mi abuelo y el tío abuelo son muy parecidos a ellos dos ―declaró―.
Excepto por la forma de la boca y la barbilla un poco más puntiaguda,
herencia de la bisabuela.
Cogió las medallas de honor del ejército alemán con la cruz gamada y el
águila incrustadas en ellas. Tragó con fuerza y como si le quemaran las
manos, las puso en su sitio. A continuación, cogió el libro de Jane Austen y
lo abrió justo donde estaban unas rosas marchitas con un delicado
pergamino algo amarillento.
―Qué caligrafía más elegante y sofisticada tenía el bisabuelo.
Abrió mucho los ojos y la boca al leer quién firmaba aquella carta.
―¿Volker? ―pronunció como si le ardieran los pulmones―. ¿El
hermano del bisabuelo estaba enamorado de la bisabuela? ―tembló de
arriba abajo―. Oh, por Dios.
La sorpresa la enmudeció por completo. Volvió a leer el pergamino y la
emoción se enganchó como pinzas a su corazón al terminarlo. No había
dudas, el hermano de su bisabuelo amaba a su esposa. Llevó la mano a la
boca y ahogó un gemido.
―Tenían la misma caligrafía ―declaró en un hilo de voz apenas audible
cuando se dio cuenta de ese detalle―. ¿Incluso la letra eran idénticas?
Con el entrecejo fruncido, ladeó la cabeza al encontrar un bolsito de tela
roja atado con un lazo dorado muy delicado. No necesitaba abrirlo para
saber que eran cartas.
―Oh… ―las esparció en el suelo―. Son cartas del bisabuelo
―murmuró al leer la primera―. Pequeñas cartas.
Leyó cada una de ellas y sin darse cuenta, estaba llorando a lágrima
viva. ¡Cuánto amor y dolor! Se enjugó las lágrimas con el dorso y se sorbió
la nariz al mismo tiempo.
―Dios… ―cerró los ojos e intentó recuperar el control de sus
emociones―. ¿Conoceré algún día este tipo de amor? ―olisqueó la hoja―.
Aún conserva el aroma de su perfume.
Alguien la llamó desde el primer piso.
―Me quedaré un poco más ―contestó con la voz llorosa―. ¡Podéis iros
sin mí!
―Nos vemos mañana, Dea.
―¡Sí!
Apartó las fotos con cuidado y las puso sobre las cartas como si fueran a
romperse. Inhaló y exhaló varias veces. Abrió y cerró los ojos en busca de
sosiego.
―Oh, bisabuela ―siseó entre lágrimas―. ¿Esto es obra tuya? ¿Tú
hiciste posible que encontrara tus tesoros? ―se secó las lágrimas con el
bordillo de la camiseta roja que llevaba puesta―. ¿Por qué los escondiste
aquí?
Pensó en su enfermedad. ¿Lo habría olvidado? ¿O simplemente la ocultó
para que nadie nunca la encontrara?
―Tantas preguntas y solo tú podrías respondérmelas… ―se lamentó.
Miró las cartas de Viktor y también el libro de Jane Austen que contenía
la carta de Volker.
―Tus secretos ―repuso con el corazón en un puño―. Tus más
preciados secretos.
Encontró tres canicas, imaginó que fueran de Giuliano, dos pares de
escarpines manchados por el tiempo, el envoltorio de una chocolatina que,
probablemente, ya no se fabricaba, unas postales del año 1914, una foto de
un hombre alto, de pelo oscuro y porte elegante, el padre de su bisabuela,
había visto una foto suya. Una boina pequeña y unas pulseras de cinta roja
que, desconfiaba, pertenecieron a su abuelo y a su tío abuelo. De pronto, al
sacar todo el contenido de la caja, se dio cuenta de que había un pequeño
bulto en un rincón.
―El forro no es tan viejo como la caja ―expuso con el entrecejo
fruncido―. ¿Qué es esto?
Palpó el objeto que se encontraba debajo de la tela de terciopelo. Al
examinarlo mejor y con más minuciosidad, comprobó que aquella tela no
podía tener más que treinta años y no cien como la caja.
―Tal vez ella renovó el forro ―pensó en voz alta―. ¡Cuánto misterio!
Cogió una horquilla en forma de rosa de entre las cosas de su bisabuela
y rasgó la tela de la caja con cuidado para no estropearla del todo.
―Oh… ―musitó al encontrar un medallón en forma de corazón,
cubierto por piedrecitas rojas―. ¿Son rubíes?
Al moverlo escuchó un ruido metálico que provenía de dentro. La
estudió con cautela y volvió a moverla cerca de la oreja derecha.
―¿Es un guardapelo?
No se abría, era como si estuviera sellado.
―¿Lo soldaron?
Al tocar los bordes se dio cuenta de que habían utilizado un tipo de
pegamento para metal.
―Lo pegaron… ―comprobó al ver el resto del pegamento en una
esquina del guardapelo―. Se puede abrir...
Cogió algo puntiagudo que pudiera ayudarla a abrir el colgante
misterioso. Tras varios intentos, lo logró y descubrió lo que se encontraba
dentro.
―¿Tres alianzas?
Detrás había una foto de dos niños idénticos, su bisabuelo y su hermano,
lo supo por la ropa que llevaban y el extremo parecido a su abuelo y a su tío
abuelo.
Madre mía, ¿qué significa todo esto?
Cerró los ojos y respiró hondo varias veces, hasta recomponerse de la
impresión. Examinó las alianzas de oro y frunció el ceño al ver las fechas y
las palabras grabadas en ellas.
―Dea y Viktor ―repuso con los dos anillos en la palma―. Agosto de
1944.
¡Eran las alianzas de boda de sus bisabuelos! Pero, ¿por qué estaban
allí? Si su bisabuela las tenía, ¿por qué llevaron otras? ¿Por qué alegó
haberlas vendido? Las puso en la tapa de la caja con cuidado y cogió el
tercer anillo.
―Für immer Dein ―leyó perpleja―. ¿Para siempre tuyo?
Agachó la cabeza y puso presión en la nuca con las manos.
―Tres anillos… ―repitió una y otra vez―. Tres corazones…
Como si fuera una película, vio a su bisabuela con su bisabuelo en La
Toscana, con la yegua en el puente, en el valle, cogidos de la mano,
observados por él, por el hermano.
Dos hermanos.
Enamorados de una misma mujer.
Un secreto.
―¿Por qué escondió la caja aquí? ¿Por qué ocultó los anillos? ―soltó al
abrir los ojos de golpe―. No… ―se negó a creer en la posibilidad que
cruzó su cabeza―. Las cartas del bisabuelo…
Con el corazón en la garganta, cogió una de las cartas de su bisabuelo y
después la de su hermano. Las comparó durante varios minutos hasta que
notó algo que la instó a levantar las cejas con exageración.
―No puede ser.
Puso las cartas lado a lado y se puso de pie para ir a por las cartas que su
bisabuelo escribió tras llegar allí. Cogió una al azar de la caja que se
encontraba en el salón junto con los demás objetos de la habitación y volvió
con ella entre las manos. Temblorosa, se arrodilló en el suelo y la puso al
lado de las otras dos. Comparó las caligrafías con el pulso aceleradísimo.

―¡Jesús!
Las caligrafías eran muy parecidas, pero las firmas eran distintas,
aunque a simple vista no parecía grande la diferencia, pero al analizarlas
detenidamente, allí estaban, en los nombres...
―Dios mío ―gimió con lágrimas en los ojos―. Mi bisabuelo era su
hermano gemelo ―revisó todas las cartas de su bisabuelo―. La «V y la K»
eran distintas.
Cogió el guardapelo y lo examinó una vez más.
―Madre mía.
El grabado en la tapa la dejó sin aliento. Deslizó el dedo por las dos
únicas palabras que revelaban todo, incluso lo que significaban las iniciales
de la madera.
Ella lo sabía.
Miró las alianzas con tanta intensidad que temió que se desintegraran en
su palma, consciente de que sus conjeturas nunca tendrían respuestas,
porque los únicos que podrían responderlas, ya no estaban. Cogió las fotos
de su bisabuelo y su hermano gemelo temblando cada vez más. Exhaló
hondo al mismo tiempo que colocaba la foto de su bisabuela entre las dos
fotografías. Sujetó el guardapelo por la gargantilla y lo miró como si fuera
una granada a punto de explotar. Abierto, lo puso sobre la foto de ella y
leyó mentalmente lo inscripto en él:
Relatos
En el corazón del enemigo

C orrí al ver a unos soldados nazis cerca de mi edificio. Ellos me


persiguieron entre risas y gritos. El otro día, encontraron a una judía
que había sido brutalmente violada y todo indicaba que fueron los nazis. El
producto que me dio mi tío para desobturar las cañerías del baño.
—¡Quieta! —me gritaron.
Me metí en un callejón sin salida con el corazón latiéndome a mil por
hora. Lloré con desesperación y empecé a rezar.
—¿Qué haces aquí? —me dijo alguien tras mí.
Me di la vuelta y me encontré con un nazi. Un líquido caliente empezó a
empaparme las piernas.
—No te haré daño.
Era judía y su deber era hacerme daño.
Me alargó un pañuelo blanco y lo cogí por temor más que por otra cosa.
Me miró con profunda pena a través de sus ojos azules casi transparentes.
Era un hombre muy atractivo y seductor.
—Ven conmigo —me ordenó.
Lo seguí empapada en mi propia orina. Cuando llegamos a un edificio,
él arrancó mi estrella del abrigo y la lanzó a un lado.
—Aquí estás segura.
Subimos unas escaleras de metal cubiertas por la nieve. Abrió la puerta
y me cedió el paso.
—No te haré daño —me dijo por segunda vez.
Mis lágrimas caían una tras otra.
—¿Tienes hambre?
El hambre era tan tirana en aquella época. Asentí tras dar el primer paso
hacia su habitación. Probablemente sería mi condena, pero al menos,
moriría tras comer un trozo de pan.
—¿Qué hacías en la calle por estas horas? —me preguntó tras quitarse el
gorro y los guantes de cuero negro—, son casi la medianoche.
Le dije que no tenía agua hacía unos días porque las cañerías estaban
congeladas y necesitaba un líquido que mi tío tenía.
—Puedes bañarte en mi bañera —me dijo—, yo prepararé algo para
comer.
¿Estaba muerta y esto era un sueño? Me dirigí al baño con las piernas
temblorosas. Me limpié como pude, en especial las bragas que olían a pis.
Cuando salí, me encontré con él de cara.
—¿Por qué me salvas? —le pregunté.
Alargó la mano y me miró con ternura. No sabía que un nazi podía mirar
de ese modo a alguien.
—Soy Stefan —me dijo—, el chico que se sentaba a tu lado en el
colegio.
Lo miré sorprendida.
—El chico que soñaba contigo.
Su afirmación me dejó anonadada a la vez que recordaba al chico que
apenas me saludaba. Pensé que era un engreído.
—Pensé que te caía mal —le dije con la voz ronca.
Él negó antes de reclinar la cabeza a mi altura.
—No —me dijo a pocos centímetros de mis labios—, ni siquiera ahora
me caes mal —afirmó y capturó mis labios en un profundo beso.
Un beso revestido de amor y no de odio.
Nunca te olvidaré

Imágenes.
Roces.
Murmullos.
Sonrisas.
Besos.
Caricias…

L a canción de Ingrid Michaelson «Old days» sonaba en el ordenador.


Agnes no conseguía concentrarse en nada más que no fueran aquellos
retazos de una historia que desconocía, pero que la sentía muy suya a la
vez. Clavó los ojos en el rostro del oficial nazi que la tenía embelesada
desde la primera vez que lo vio. Detrás había un nombre: Kurt Weber.
¿Quién era? ¿Por qué tenía su foto entre sus cosas?
―No debe tener más que treinta años ―musitó, pensativa―. ¿Sigue
vivo?
Era imposible que estuviera vivo.
Nada tenía sentido y menos en pleno siglo XXI. Y peor aún, las
emociones que la asaltaban cada vez que miraba la imagen de él.
―¿Por qué mi corazón late de este modo cada vez que te veo?
Cinco años atrás, cuando apenas tenía veinte años, había sufrido un raro
accidente inexplicable en la carretera. Cuando se despertó, no recordaba
nada, excepto a él, al hombre de pelo dorado, ojos muy azules, barbilla
cuadrada y nariz perfecta. Pero no sabía quién era o cómo se llamaba, hasta
ahora.
Kurt.
Su cabeza era un hervidero de recuerdos sin sentido. Buscó ayuda
profesional sin obtener respuestas coherentes.
¿Por qué no lo recuerdo?
Intentó comunicarse con su mejor amiga en aquel entonces, con quien
apenas mantenía contacto en la actualidad tras su boda y su partida a
Estados Unidos.
―La señora y su familia viajaron a Australia ―le informó una mujer―.
No sé cuándo vuelven.
¿En qué momento se alejaron tanto?
―Gracias.
Decidió averiguar por sus propios medios lo que pudo haber pasado
aquella noche tormentosa en que su vida se cruzó con la de él.

Estaba en aquel libro.


Por alguna razón.
Pero no sabía cuál.
Encendió velas e inciensos aromáticos. Repartió cristales, piedras y sal
por todo el recinto. Por último, se puso un vestido blanco estilo medieval, el
mismo que llevaba aquella noche. Se miró al espejo.
―Lista.
Pero sentía que algo le faltaba y no sabía qué era. Un rayo estalló en el
cielo justo cuando la respuesta acudía a su memoria.
―No fue aquí.
Fue en cementerio…
Recogió todas las cosas y las llevó al cementerio en memoria de los
soldados caídos de la ciudad. Caminó entre los panteones con una vela
encendida en la mano. Al girar hacia un lado, como si algo le hubiera
cogido del tobillo, se tropezó y perdió el equilibrio. La vela salió volando
de su mano y la rodilla chocó contra una piedra.
―¡Maldición! ―chilló de dolor―. Madre mía… ―gimió al leer el
nombre de la lápida que se encontraba delante de sus narices―. Kurt
Weber…
Un escalofrío recorrió toda su columna vertebral y despertó cada una de
las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Tragó con fuerza antes de ponerse
de pie. No emitió ni una sola palabra, se limitó a masajear la rodilla y
después realizó el mismo ritual de horas atrás. Cogió el libro de su bolso
con manos temblorosas y miró a los lados para cerciorarse de que estaba
sola.
Nadie.
Pronto llovería y se apresuró a leer el conjuro que había recitado cinco
años atrás en el mismo lugar. A medida que pronunciaba aquellas palabras
extrañas, el corazón se le aceleraba y la sangre abandonaba las arterias para
instalarse en sitios extraños de su cuerpo.
Se mareó.
La vista se le empañó.
Las manos le sudaban.
Y las rodillas chocaban entre sí.
¿Qué estaba haciendo? ¡Era una locura! Los furiosos truenos, el viento
feroz y las primeras gotas se adueñaron del lugar como el miedo, la duda y
perplejidad de ella.
―¡Tonterías!
Lanzó el libro en su bolso y recogió las cosas del suelo para tirarlas al
primer cubo de basura que se cruzara en su camino. Refunfuñó un par de
maldiciones y pateó una piedra que rebotó contra otra lápida. Pidió
disculpas y volvió a despotricar palabras ininteligibles hasta que una voz
ronca y grave llegó a sus oídos.
―¿Agnes?
El corazón dejó de latirle por un segundo y cuando volvió a hacerlo,
temió quedarse sorda ante el impacto contra sus costillas.
―Oh, Dios mío… ―jadeó.
Los ojos del oficial, vestido impecablemente con su uniforme de la
Wehrmacht, su gorro de plato, sus botas relucientes y sus insignias de honor
repartidas en el pecho de su guerrera, se clavaron en los de ella.
―Eres tú… ―susurró él con lágrimas en los ojos―. Pensé que no
volvería a verte.
Agnes dejó caer las velas y los cristales de las manos. Después el bolso
y el alma.
―No eres real… ―repuso para sí misma―. No… eres… real…
Kurt ladeó la cabeza y la miró confundido. ¿Por qué lo miraba como si
fuera un fantasma? Y entonces vio algo que lo dejó sin aire en los
pulmones.
Kurt Weber 1914 ― 1944.
―Puedo explicarte ―expresó Agnes en un susurro―, o eso espero.
Él negó con la cabeza.
―¿Estamos en el futuro?
Ella parpadeó varias veces.
―2021.
Los párpados del hombre se entornaron mucho.
―Pasó mucho tiempo desde aquel día que nos vimos en Stalingrado en
1944.
Agnes palideció un poco más y no sabía que podía ser posible.
―Más de ochenta años.
¿Él sabía quién era ella? ¿La recordaba?

Agnes le sirvió una taza de café mientras trataba de recuperar la


sensatez, porque aquello era, sin lugar a dudas, una verdadera locura.
Él era un fantasma.
Pero de carne y hueso.
―Tú me dijiste que llegaste a la cabaña por obra de un conjuro
―expresó con total naturalidad―. Al inicio pensé que estabas loca, pero
cuando desapareciste sin dejar rastro ―negó con la cabeza―, y la piedra de
cuarzo rosa también se esfumó, comprendí que, aunque era muy extraño, no
mentiste.
Eres un fantasma.
No eres real.
Eres un muerto viviente.
Los pensamientos de Agnes tenían vida propia.
―No lo recuerdo, pero llevo años soñando contigo.
Cuando él le narró la historia de los dos en una cabaña perdida en algún
lugar de Stalingrado, la mente de Agnes ató cabos sueltos, unió puzles y
comprendió el significado de las imágenes que la atormentaban hacía cinco
años.
―Pero pasaron más años ―reconoció él―. En aquel entonces me
dijiste que era 2016.
Ella asintió con la expresión desencajada. A él parecía no asustarle
aquella rara situación. ¡Estaba muerto! Esa era la única explicación que se
le ocurría.
―Encontré un libro de magia ―reconoció ella, azorada―. Dentro
estaba tu foto.
Él puso la taza en la mesa y la miró fijamente.
―¿Tiene mi nombre detrás?
Ella se estremeció.
―Sí.
Él se puso de pie y ella volvió a temblar. Su altura, el uniforme. La
manera en cómo la miraba, su porte y elegancia la intimidaban mucho.
Cuando puso las manos en sus delgados hombros, pensó que perdería la
consciencia.
―Te la di la noche que nos despedimos en la cabaña ―recalcó cada
palabra―. ¿No lo recuerdas?
Ella negó con la cabeza.
―Te salvé de unos rusos que pretendían… ―la voz se le apagó―. Eran
cinco y yo iba de espía entre ellos hacía dos semanas.
Agnes abrió mucho los ojos al escuchar su relato. ¿La había salvado de
la muerte? ¿De morir vejada por aquellos oficiales rusos?
―En aquel entonces, pensé que eras rusa ―reconoció él―. Pero me
hablaste en alemán cuando corríamos por el bosque, huyendo de la muerte.
Se habían refugiado en una cabaña alejada de todo y de todos. Pero
¿cómo Agnes llegó allí? ¿Por qué no lo recordaba? Kurt, que no llevaba la
guerrera y tampoco el gorro, la miraba con embeleso.
―No sé cómo o por qué llegaste a mi vida ―declaró en tono ronco―,
pero le diste sentido a todo.
Los ojos de Agnes se anegaron de lágrimas. No comprendía casi nada de
todo aquello, pero si de algo estaba segura era de que Kurt hacía latir
diferente su corazón.
―Tenemos el presente, Agnes.
Ella asintió.
―Solo un instante.
Y decidieron vivirla intensamente.

―¿Por qué las mujeres llevan tan poco ropa? ―la miró―. ¿Falta tela?
¿Hay escasez?
Kurt hacía muchas preguntas, algunas robaban verdaderas carcajadas a
Agnes, y otras más bien suspiros involuntarios. Recorrieron la ciudad, tan
distinta, moderna y ajena para él, que todo lo observaba con fascinación.
Como las mujeres a él.
―Hola.
Las miraba con una sonrisa amable y les dedicaba una leve reverencia
antes de saludarlas.
―Son muy amables.
―Sí, demasiado.
Agnes suspiró.
No debí elegir pantalones tan ajustados.
―Ganaron los aliados ―repuso un poco decepcionado cuando hablaron
del tema―. ¿Hitler se suicidó? ¡Qué cobarde!
Vieron un par de películas bélicas que resumían la historia, la macabra y
dura verdad tras la ideología que defendió como soldado durante años.
―Su imperio no duró mil años, pero el recuerdo de lo que hizo, durará
muchos milenios más.
Se detuvo y observó con anhelo un viejo edificio. Agnes siguió el curso
de su mirada.
―Era la casa de mis padres ―reconoció Kurt con un nudo en la voz―.
La última vez que estuve aquí ―suspiró hondo―. Traje conmigo dos
certificados de defunción.
Los ojos de Agnes se enrojecieron.
―Mis dos hermanos murieron en el 43.
La voz de Kurt se apagó.
―No volví a verlos tras mi partida.
Con mucha timidez, cogió la mano del hombre y lo instó a mirarla. Él
clavó sus ojos azules en los de ella, verdes como la esmeralda.
―Ellos nunca te olvidaron.
Kurt reclinó la cabeza y le dio un apasionado beso que, despertó cada
fibra del cuerpo de Agnes. Y de pronto, recordaba…
Su beso.
Su sabor.
Su dulzura.
Se puso de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos para entregarse a
la caricia de cuerpo y alma. Sus labios se entrelazaron en un beso que
parecía no tener fin. Y fue entonces, en medio de esa unión, entrega y
comunión, cuando los recuerdos se hicieron presentes en la mente de ella…
―¿Vienes del futuro?
Agnes no comprendía nada.
―Estaba en el cementerio en honor a los soldados caídos ―explicó,
nerviosa―. Mi amiga y yo encontramos un libro de magia ―la nieve la
estaba congelando lentamente―. Y elegimos una tumba al azar, nos gustó
el nombre y recitamos el conjuro, pero no pasó nada.
Kurt se estremeció.
―Ella se marchó en su coche y yo en el mío, cuando de repente, perdí el
conocimiento y aparecí aquí.
Él la miró como si estuviera loca.
―¿Cómo te llamas?
La nieve caía sobre ambos cada vez con más inclemencia.
―Kurt… ―apostilló él.
Temblaron.
―Weber… ―agregó ella.
―Lo recuerdo todo… ―susurró sobre los labios de él―. El conjuro, el
viaje en el tiempo y nuestro encuentro.
Él sonrió satisfecho mientras los fogonazos asaltaban la mente de
Agnes. Los días a su lado en la cabaña, compartiendo lo poco que tenían y
usando sus cuerpos como fuente de calor.
―Saliste de la cabaña aquella noche tormentosa ―emitió ella con la
mirada clavada en algún punto lejano―. No volviste.
Él le acarició la mejilla con ternura.
―Volví ―repuso Kurt―, dos días después, pero ya no estabas.
Se abrazaron con añoranza.
―Tal vez por eso volvimos a encontrarnos, Agnes.
Se aferró a él con más brío, urgencia y desesperación.
―No quiero que te vayas, Kurt.
Sabía que su deseo era imposible.
―Yo tampoco quiero irme…
Aquella noche, en la casa de ella, en su habitación, decidieron
inmortalizar el regalo del destino, entregándose el uno al otro como si no
hubiera un mañana como lo habían hecho en la cabaña.
―Nunca te olvidaré, Agnes.
Lloraron en silencio mientras sus cuerpos se fundían en uno solo. Nunca
hablaron de amor, ninguno lo hizo ni ahora ni en la primera vez que se
vieron. Porque simplemente no era necesario.
―Nunca…
Fuera llovía de manera desapacible, como aquella última noche que
estuvieron juntos en la cabaña. Kurt la miraba con adoración, como ella a
él. Nunca sintieron aquello por alguien y sabían que nunca volverían a
sentirlo por nadie más.
―Nunca…

―¿Kurt?
Agnes abrió los ojos y lo buscó en la cama. Pero él ya no estaba.
No… no… no…
Se levantó con lágrimas en los ojos y recorrió el apartamento con el
corazón en la garganta. Cuando la realidad la golpeó con ferocidad, sin
fuerza, deslizó su cuerpo por la pared hasta caerse al suelo y abrazar sus
piernas contra su pecho.
―Se fue… ―gimoteó―. Para siempre… ―las lágrimas rodaban por
sus mejillas como un diluvio―. Para siempre…
La ropa que le había comprado días atrás, seguía en la bolsa de compra
con etiquetas y dentro de sus envoltorios. Nadie nunca la tocó, ni la usó.
―Fue un sueño.
Sabía que no lo fue y tuvo la esperanza de que, las fotos que le hizo con
el móvil, fueran la prueba. Pero no, ninguna imagen quedó capturada por el
raro aparato, como lo llamaba él.
―Adiós.
Cerró los ojos con fuerza.
Nunca te olvidaré, Kurt…
Días después, tras recuperarse del dolor que le provocaba la realidad,
decidió ir al cementerio con un vestido estampado muy al estilo de aquellos
años.
―Me gustaría verte con un vestido de mi época.
Ella sonrió.
―Tal vez, algún día.
No había nadie en el lugar, como de costumbre. Cruzó el camposanto
con un enorme deseo de llorar. ¿Lo superaría algún día? ¿Lograría seguir
adelante sin pensar en él?
―Dios mío… ―gimió al llegar a la tumba de Kurt.
Agnes, te amo.
Las lágrimas atravesaron su rostro mientras trazaba la declaración de él
desde el más allá. ¿Cómo lo hizo? ¡No tenía idea!
Yo también te amo, Kurt.
Nunca sabría si aquello que vivió fue real o solo un espejismo, pero lo
que sintió, lo que siempre sentiría, nunca lo podría borrar de su alma.
―Tal vez, algún día, volveremos a vernos.
Kurt y ella acababan de hacer el amor por primera vez en la cabaña.
Ella acariciaba el centro de su pecho con el dedo índice.
―Tal vez…
Se miraron como si se conocieran de otras vidas, lejanas y ajenas a
ellos en aquel momento.
―Tal vez…
Se arrodilló y encendió una vela. Acarició cada una de las letras,
consciente de que, pronto desaparecerían.
Algún día, volveremos a vernos, Kurt.
Una brisa perfumada rozó su mejilla como un dulce beso de amor. La
vela se apagó y volvió a encenderla. Cuando levantó la vista, la declaración
de Kurt desapareció de la piedra, pero no de su corazón. Se puso de pie y se
marchó tras hacerle una única promesa a él
Nunca te olvidaré.
Dedicatoria

Mi querida Patricia Aguilera:

Un día, sin querer, me escribiste en una


publicación y preguntaste por mi novela: Dudas del
alma. Nunca pensé que, tras aquel día, nos
convertiríamos en las mejores amigas del mundo.
¿Cosas del destino?
Se pasaron casi dos años, pero, siento que te
conozco de toda la vida, como si, mi alma, siempre
hubiera estado en contacto con la tuya.
¿Cosas de almas gemelas?
Las almas gemelas no son solo las de pareja, no,
también son aquellas que encajan con la tuya de tal
manera que terminan siendo una sola.
¿Regalo de Dios?
Probablemente sí.
Y así, llegaste a mi vida, cambiaste mi mundo y
rellenaste esas lagunas que dejaron otras, que ni de
cerca llegaron a ser como tú en mi vida.
Mi amiga.
Mi compañera.
Mi ángel literario.
Mi hermana del alma.
Algún día, no muy lejano, nos conoceremos y
reiremos de todo lo que hemos pasado a lo largo de
los años, porque, estoy segura, de que nuestra
amistad será para siempre.
Pero mientras tanto, a través de lo que amamos, la
lectura, quiero inmortalizar nuestra promesa de
amistad eterna con esta novela que me ayudaste a
escribir. No lo hubiera conseguido sin ti, sin tu
paciencia, sin tus súplicas, chantajes y tirones de
oreja, que bien sabes son el motor para que siga
creando historias como esta…
¡Lo hemos conseguido!
Gracias por no haber desistido de ella, gracias por
animarme, gracias por tu tiempo, gracias por tus
ideas, gracias por leerla y gracias por haberlo vivido
conmigo. Nuestro secreto no hubiera existido sin ti.
Y algo más

El disfraz de una mentira (1)


El disfraz de una mentira (2)
Dos almas y un secreto
Dudas del alma
Un príncipe a mis 30
Un príncipe a mis 35
No me olvides
Siempre te extrañare
Secretos de sangre
Alguien como tu
Dulce destino
Esclava de un nazi
Mi cenicienta XL
Mi cenicienta XL – Diez años más tarde
En el corazón del águila
Esta luz nunca se apagará
Marcas del destino
Bajo el cielo de Varsovia
Ángeles y Demonios
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