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CAPITULO III

JERUSALEN, PASADO Y PRESENTE

En el presente capítulo, conoceremos descriptivamente el origen de Jerusalén capital de la nación de


Israel, su importancia para los judíos, cristianos y musulmanes. Al acercarnos a la historia de esta santa
ciudad, es de singular importancia diferenciar las raíces y motivaciones que tuvieron los hebreos para
fundar la ciudad de Jerusalén, muchos años después de su liberación de la esclavitud egipcia.

Jerusalén Capital de Israel: ayer, hoy, mañana y siempre

Jerusalén es la capital de Israel y su ciudad más grande y poblada, con 804,355 residentes en un área de
125,1 kilómetros cuadrados1.

Fundación : 3000 a. C.
Superficie : 125,1 km²
Clima : 14°C, viento del NO a 5 km/h, humedad del 96%
Población : 780.517 (2010) Organización de las Naciones Unidas

Jerusalén y el cristianismo:
Parece una amarga ironía que a esta ciudad se le llame "Princesa de la Paz".
Desde hace dos mil años no ha habido paz en Jerusalén, la ciudad en que
aconteció la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. En ningún lugar
santo del mundo han corrido tales ríos de sangre como aquí. En ningún
lugar se ha luchado con tal ardor, se ha odiado tan profundamente como
en la pequeña ciudad en las calvas, grises colinas rocosas de las montañas
de Judá. Tres religiones mundiales -judaísmo, cristianismo e islamismo-
hicieron de ella la manzana de la discordia de su creencia. Sin embargo,
tampoco en ningún lugar se han rezado tantas oraciones como en Jerusalén. Pues, según intenta
explicarlo el escritor Peter Bamm en su libro Lugares de la cristiandad primitiva:
El motivo de las rencillas acerca de Jerusalén fue siempre la exageración de una virtud, la
virtud de la piedad.
Desde los días de Jesucristo, la ciudad ha sido conquistada once veces y destruida totalmente cinco. Mas
sus ruinas siguen guardando los recuerdos del pasado, aunque, según opinión de los arqueólogos, la
Jerusalén bíblica descansa bajo una capa de cascotes de 20 m de altura. Por ello resulta tan
problemático querer reencontrar, como viajero de hoy, la Jerusalén de hace 2000 años. En el año 70
d.de J.C. ocurrió lo que Cristo había predicho: "Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que se
cumpla el tiempo de las naciones." Las legiones de Tito hicieron que la ciudad cayese pasto de las llamas.
Al mismo tiempo se roturaron completamente sus alrededores en un radio de 18 km, convirtiéndolos
con ello en un desierto calcáreo que aún subsiste hoy. Se derribó la triple muralla, se destruyó y se
mancilló el templo de los judíos. Más tarde, los romanos destruyeron totalmente sus pobres restos,
cuando los judíos intentaron desprenderse del yugo romano, bajo las órdenes de Ben Kochba (nombre
transmitido hasta nosotros por medio de los "rollos del Mar Muerto"). Adriano fundó, sobre las ruinas,
una nueva ciudad, Aelia Catolina. Doscientos años más tarde llegó desde Bizancio la piadosa emperatriz
Elena para buscar los lugares santos. Buscó y halló el Santo Sepulcro. Desde ese instante, Jerusalén se
convirtió en juguete de la historia. En el año 614 fue destruida por los persas, en 637 conquistada por el
califa Omar, en 1072 por los seljúcidas, en 1099 por cruzados cristianos. En el año 1187, el sultán
Saladino volvió a arrebatar la ciudad a los caballeros francos, en 1617 asaltaron sus muros turcos
osmanlíes. En 1917 entró en la ciudad el ejército inglés. Y desde 1948, Jordania e Israel luchan
denodadamente por la posesión de la "Ciudad Santa". Por mediación de las Naciones Unidas se concertó
un armisticio. Ambos contrincantes se quedaron con la parte de la ciudad que en aquel momento
ocupaban. Surgió una frontera tan casual como absurda. Una salvaje franja con barreras antitanques y
alambres de espinos dividió lo que durante milenios había sido una unidad. Un solo acceso unía ambas
partes de Jerusalén: la Puerta de Mandelbaum.

El Muro de las Lamentaciones:


Los jordanos prohibieron a los judíos rezar ante el máximo santuario del pueblo hebreo, el Muro de las
Lamentaciones. Este muro es el último resto del templo destruido por los romanos. Está compuesto de
gigantescos sillares de hasta 1,80 m de alto y 11 m de largo. Once hiladas están cubiertas por las ruinas,
catorce aún son visibles. Desde la "guerra relámpago" de Israel en la península de Sinaí en junio de
1967 y la conquista de la ciudad antigua de Jerusalén, los judíos piadosos pueden volver a cumplir sus
oraciones ante el Muro de las Lamentaciones. Los viernes y días de fiesta, hombres de largas barbas
grises besan las piedras, llorando la destrucción del templo. ¨Podrán arrodillarse también ante el Muro
de las Lamentaciones en el futuro? Nadie conoce aún la respuesta. Aún no ha llegado a su fin la tragedia
de la "Ciudad Santa".

Santuarios cristianos:
Los santuarios cristianos en Jerusalén han tenido que soportarlas
mismas desgracias que los hebreos. Para los cristianos es el monte
Calvario y el Santo Sepulcro, que en realidad son un solo lugar, el polo
alrededor del cual gira todo en Jerusalén. Se camina por un laberinto
de intrincadas callejas y de repente se llega ante la fachada románica
de la basílica del Santo Sepulcro. Hace una impresión sombría y
decadente. Están representados en ella todos los estilos arquitectónicos
de los últimos mil años. En la entrada se topa, para gran sorpresa, con
el islam: según un antiquísimo privilegio, el portal de la basílica es abierto por una familia musulmana.
En el centro del gigantesco recinto está la iglesia del Sepulcro dentro de un rosario de capillas, todas las
cuales hacen referencia a la historia de la salvación. Una de las capillas está construida sobre la roca del
Gólgota. Un hoyo enmarcado en plata indica el lugar donde en un tiempo debió de levantarse la cruz.
Bajo la cúpula de la iglesia hay una pequeña capilla de mármol con un atrio, la llamada capilla del
ángel. En ella se guarda la piedra que los ángeles apartaron del sepulcro de Jesucristo. Detrás del Santo
Sepulcro. Es un espacio muy reducido, en el que caben, como máximo cuatro personas. Llenan el aire
nubes de incienso. Lo iluminan 43 lámparas preciosas, cada una de las cuales pertenece a una de las
confesiones cristianas. Los muros están revestidos de mármol. Los peregrinos, sumidos en oraciones, se
arrodillan ante la piedra sobre la que debió haber reposado, en la tumba, el cadáver del Redentor. Cinco
confesiones, la ortodoxa griega, la católica romana, la siria, copta y los jacobitas, una pequeña
comunidad religiosa siria, se han repartido el señorío sobre la iglesia del Santo Sepulcro. Velan
celosamente las capillas, las lámparas y limosnas. Junto a la tumba misma se revelan según un plan
fijado hasta el minuto vigilando cuidadosamente de que nadie eche su óbolo en el platillo de la religión
equivocada. Fue una labor científica de tipo detestivesco el fijar los Santos Lugares, con exactitud, en la
Jerusalén varias veces destruida. También en lo que hace referencia a la iglesia del Santo Sepulcro, aún
no se está de acuerdo en si realmente se ha construido sobre la colina del Gólgota y la tumba de José de
Arimatea. Es demasiado grande el peso de los despojos del tiempo sobre los que sucedió. Se sabe que la
Vía Dolorosa, la calle a través de la cual Jesucristo llevó su cruz, que, en el transcurso del tiempo, ha
cambiado de lugar varias veces. La calle que hoy se llama así, una estrecha callejuela, sólo quiere ser un
lugar de piadoso recuerdo. Unas lápidas señalan las catorce estaciones del martirio. La primera está
junto al convento de las hermanas del Sion francesas. La decimocuarta y última es la capilla del
Sepulcro, en la iglesia del Santo Sepulcro. Es difícil descubrir bajo la actual Jerusalén la ciudad de
Jesucristo. El ajetreo, el comercio junto a los Santos Lugares toma no pocas veces formas repulsivas. Sólo
en el jardín de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos, hay tanta paz como hace dos mil años, cuando
Jesucristo estuvo allí con sus discípulos. Hoy el jardín pertenece a los franciscanos. El Papa confió a esta
orden la vigilancia de los Santos Lugares. Desde el jardín de Getsemaní se puede echar una amplia
mirada sobre la ciudad con sus volubles murallas. Jesucristo entró en Jerusalén, el domingo de ramos,
montado sobre una pollina, entre los gritos de Hosanna del pueblo, a través de la "Puerta Dorada". Hasta
el siglo VIII, el patriarca griego de Jerusalén entraba cada año en la ciudad por la "Puerta Dorada".
Entonces los árabes la tapiaron. Temían una antigua profecía, según la cual un conquistador cristiano
entraría una vez en Jerusalén por esta puerta.

Lugares Santos musulmanes:


Mas Jerusalén no es tan sólo un santuario de cristianos y judíos; los
musulmanes la veneran, después de La Meca y Medina, como Ciudad
Santa del islam, pues Mahoma parece ser que subió al paraíso sobre la
yegua alada Burak desde Jerusalén. Esto ocurrió en un venerado lugar,
también considerado santo por los israelitas, el Haram-ach-Charif, sobre
la colina de Moria. Ya David levantó sobre la gastada roca un ara.
Salomón construyó en el mismo lugar, alrededor del año 960 a.de.J.C., el
primer templo judío. Precesamente en este lugar levantaron los árabes,
bajo las protestas de los judíos, un imponente monumento a la ascensión
de Mahoma: la Mezquita de la Roca, símbolo de Jerusalén. La Mezquita de la Roca nunca sirvió como
mezquita, como dicen muchas guías de viajes. También es falsa la tan usada denominación de
"Mezquita de Omar". El edificio de la cúpula dorada se consideró siempre un cofre para guardar la
Santa Roca; nunca tuvieron lugar en él actos de culto. Pare este fin se construyó en el rincón sudoriental
la mezquita Al-Aqsa. Ocho gradas que mueren bajo unas arcadas conducen desde todos los lados a lo
alto de la Mezquita de la Roca. Los musulmanes llaman a estas arcadas "mavazin", las balanzas. Según
una leyenda islámica, el día del Juicio Final se tenderá una cerda de caballo desde las "balanzas" al
Monte de los Olivos. Todos los resucitados deberán pasar por sobre ella. Quien haya cometido injusticias
caerá a la perdición eterna. Un guía muestra, dentro de la Mezquita de la Roca, recuerdos de la
ascensión a caballo de Mahoma: el arcángel Gabriel grabó en la roca una huella digital; el caballo alado,
en el momento de saltar, dejó la huella de uno de sus cascos. Un hueco bajo la roca recuerda el turbante
del profeta, que, al levantarse después de orar se hubiera golpeado contra la piedra si ésta no se hubiese
reblandecido en ese instante. (Gööch)

Convivencia y mezcla actual:


Es difícil visitar Jerusalén incluso hoy día sin sentir la descarga espiritual, sobre todo si se ha visitado
antes de la guerra de 1967, cuando la ciudad vieja de Jordania no había sido conquistada por el ejército
de Israel. Esta es la ciudad de las mil caras y las mil interpretaciones. Para los musulmanes, la cúpula de
la Roca de Omar es el lugar donde Mahoma ascendió a los cielos en su Viaje Nocturno; para los judíos,
esa Roca es el sitio donde tuvo lugar el frustrado sacrificio de Isaac. Los judíos se dirigen hacia el Muro
de las Lamentaciones, que marca el antiguo emplazamiento del Templo de Salomón, mientras que los
cristianos se dirigen al Santo Sepulcro, apuntalado y siempre a punto de desplomarse. [...] Más de un
tercio de la humanidad tiene raíces espirituales en esta ciudad que contaba diecinueve siglos antes de
que naciera Cristo. Se la cita ya en la Biblia con el nombre de Salem y los egipcios la llamaban
Urusalimu, la ciudad de la paz. Una paz de la que nunca hasta el presente ha disfrutado. Fue la ciudad
de Abraham, de David, de Salomón, de Nabuconodosor, de Herodes el Grande; el escenario de la
condena de Cristo, del asesinato del Hijo de Dios y también de su resurrección. Como en las
excavaciones arqueológicas, los restos de las religiones aparecen superpuestos una a otra, entre sus
míticos valles y colinas. En el pasado fue la emperatriz Helena quien descubrió la Cruz y su hijo
Constantino quien erigió la iglesia del Santo Sepulcro. [...] La mezcolanza: la iglesia de Santa Ana, en la
que rezan los cristianos de origen judío convertida en escuela por Saladino y que años más tarde pasó a
manos de los Padres Blancos; la mezquita de Al-Aqsa, construida sobre el templo de Salomón, es hoy el
tercer lugar sagrado del Islam después de La Meca y Medina; las siete puertas, el cenáculo... Ninguna
ciudad del mundo, ni siquiera Roma, reúne tal densidad de edificios antiguos, de reverenciados
monumentos. (Manu Leguineche y M.Antonia Velasco)

Entendimiento para compartir la Ciudad Santa:


Después de las negociaciones de Camp David se avanzó mucho en el entendimiento sobre cómo podría
ser el futuro compartido de la ciudad. Tiene tanta importancia desde el punto de vista religioso para las
tres partes que nunca debería ser capital política de ningún estado. Una comisión dependiente de la
ONU y formada por igual número de delegados judíos, musulmanes y cristianos podría administrarla
sin objeciones. La desmilitarización de la ciudad podría ser un importante paso previo de una fase de
mayores dimensiones. En realidad ya comparten nada menos que la creencia en el mismo Dios que les
ordena vivir en paz con todos los pueblos de todos los lugares.
El-Hakim:
Califa egipcio de la dinastía Fatimita, desde 996 a 1021. Los edictos dados, su comportamiento
personal, su final misterioso, le hacen el personaje más extraño y difícil de la historia
musulmana. Sus extravagancias tenían, sin embargo por objeto la aplicación rigurosa de los
preceptos islámicos y la consolidación de la herejía escita. Espíritu atormentado por su propia
fe, enfurecido por el deseo de imponerla a los demás, sus caprichos y crueles edictos,
pretendían moralizar la vida del pueblo. Prohibió a los hombres las tabernas y el juego del
ajedrez; a las mujeres, salir de casa (los zapateros no podían confeccionar botas femeninas). A
partir de 1008, persiguió cruelmente a judíos y cristianos y ordenó la destrucción de millares
de sinagogas e iglesias, entre otras, la del Santo Sepulcro. En 1014, impuso la conversión del
Islam o del éxodo forzoso de Egipto. En los últimos años se declaró encarnación divina y
misioneros fidelísimos a él proclamaron la nueva doctrina. Surgió así la secta de los drusos, que
vener a El-Hakim. Salió para un paseo nocturno y ya no volvió más. Se dijo que se habían
hallado sus vestidos ensangrentados, pero muchos se negaron a creer en su muerte y esperaron
su vuelta. (G.P.)

La destrucción de Jerusalén relatada por Flavio Josefo (70 d.C.):


[Su obra más antigua, La guerra de los judíos , constituye un repaso de la historia judía desde la
conquista de Jerusalén por Antíoco Epífanes (siglo II a. de C.) hasta la revuelta del año 67 d.de C. A
continuación narra la guerra que culminó en el año 73]. Tan solo treinta y tres años después de que
Jesús la pronunció, comenzó a cumplirse la profecía acerca de Jerusalén y su templo. Las facciones
radicales judías de Jerusalén estaban totalmente decididas a sacudirse el yugo romano. En el año 66 E.C.,
los informes a este respecto llevaron a la movilización y envío de legiones romanas acaudilladas por
Cestio Galo, gobernador de Siria. Tenían la misión de sofocar la rebelión y castigar a los culpables. Tras
hacer estragos en los arrabales de Jerusalén, los soldados de Cestio acamparon en torno a la ciudad
amurallada. Para protegerse del enemigo, emplearon el método del testudo o tortuga: unieron los
escudos formando algo parecido al caparazón de una tortuga. Josefo atestigua su eficacia: "Se deslizaban
las flechas sin dañar, y [...] los soldados pudieron, sin riesgo, minar la muralla y prepararse para pegar
fuego a la puerta del Templo". "Cestio -prosigue Josefo- retiró repentinamente sus tropas [...] y sin
razones valederas abandonó la ciudad." Aunque seguramente Josefo no pretendía glorificar al Hijo de
Dios, hizo relación del mismo suceso que los cristianos de Jerusalén habían estado esperando: el
cumplimiento de la profecía de Jesucristo. Años antes, el Hijo de Dios había dado esta advertencia:
“Cuando vean a Jerusalén cercada de ejércitos acampados, entonces sepan que la desolación de
ella se ha acercado. Entonces los que estén en Judea echen a huir a las montañas, y los que
estén en medio de Jerusalén retírense, y los que estén en los lugares rurales no entren en ella;
porque estos son días para hacer justicia, para que se cumplan todas las cosas que están
escritas". (Lucas 21:20-22.)
En conformidad con las instrucciones de Jesús, sus fieles seguidores se apresuraron a huir de la ciudad,
permanecieron lejos de allí y se libraron del terrible sufrimiento que le sobrevino. Cuando los ejércitos
romanos regresaron en el año 70 E.C., Josefo escribió un relato detallado y realista de las consecuencias.
El general Tito, el hijo mayor de Vespasiano, marchó a conquistar Jerusalén y su grandioso templo. En la
ciudad luchaban varias facciones por el poder. Recurrían a medidas drásticas que resultaban en baños
de sangre. "En vista de los males internos, [algunos] deseaban la entrada de los romanos", con idea de
que la guerra "los libraría de tantas calamidades domésticas", explicó Josefo. Llamó a los insurgentes
"ladrones" que destruían las propiedades de los opulentos y asesinaban a las personalidades sospechosas
de colaborar con los romanos. La vida degeneró a un grado increíble durante la guerra civil, llegándose
a dejar insepultos a los difuntos. "Los sediciosos luchaban sobre montones de cadáveres, y los muertos
que pisoteaban avivaban su furor." Saqueaban y asesinaban para obtener comida y riquezas. Los
lamentos de los afligidos eran incesantes. Tito exhortó a los judíos a rendir la ciudad a fin de salvar la
vida. "Además encargó a Josefo que les hablara en su lengua materna, pensando que los judíos
atenderían mejor a un hombre de su misma nación." Estos, empero, reprocharon a Josefo su actitud. A
continuación, Tito cercó la ciudad con estacas puntiagudas. (Lucas 19:43.) Eliminada la posibilidad de
escapar o desplazarse, el hambre "devoraba familias y hogares". La lucha continua siguió engrosando el
recuento de víctimas. Sin saber que cumplía la profecía bíblica, Tito tomó Jerusalén. Más tarde, al
contemplar las sólidas murallas y las torres fortificadas, exclamó: "Dios ha sido el que expulsó a los
judíos de estas defensas". Perecieron más de un millón de judíos. (Lucas 21:5, 6, 23, 24.) (Galland 2003)

Flavio Josefo:
En el año 67 d.J.C., el emperador Nerón envió al general Tito Flavio Vespasiano a Palestina para sofocar
una rebelión de la población judaica, que ya hacía años que duraba. Vespasiano venció a los judíos en
Galilea y, en la conquista de la ciudad de Jotapata hizo prisionero a un joven muy inteligente llamado
José ben Matías, un sabio en escrituras de la escuela patriótico-ortodoxa de los fariseos, que era
considerado como caudillo y jefe espiritual de los rebeldes de Galilea. Este José ben Matías no fue
crucificado ni obligado a salir a la arena, como solía hacerse con los que se rebelaban contra el poder
romano; al contrario, aquel cabecilla supo ganarse el favor de Vespasiano y se convirtió en el
acompañante inseparable del general en todas sus campañas victoriosas por Palestina. Según la
tradición, eso fue debido a que José ben Matías profetizó a Vespasiano -algo orgulloso a pesar de su
probidad y fidelidad- que pronto sería emperador de Roma. No se necesitaban especiales dotes de
profeta para hacer semejante vaticinio, porque quien conociera las circunstancias del momento, podía
muy bien calcular que, a la caída de Nerón, subiría al trono el hombre que tuviera las legiones más
fuertes, y quien poseía las legiones más fuertes era Vespasiano. Cuando al cabo de dos años, Vespasiano
entró en Roma como emperador, llevó consigo a José ben Matías, le concedió la ciudadanía romana y lo
nombró historiador oficial del imperio. A partir de aquel momento, el antiguo fariseo vivió en la capital
del mundo y, entre otras cosas, escribió una historia del pueblo judío, de la cual algunos pasajes se
incorporaron al libro bíblico de los Macabeos. Ahora se llamaba Flavio Josefo y su libro, escrito con la
intención de dar a conocer al mundo grecorromano la historia de su pueblo hasta entonces casi
ignorada, es considerado hasta hoy, al lado del Antiguo Testamento, una de las fuentes esenciales para la
época primitiva de Palestina, de aquel país pequeño, pero aun así sumamente importante, situado en la
encrucijada de las grandes culturas. (Herbert Wendt. Empezó en Babel).

Relevancia de los escritos de Josefo sobre Jesús:


Josefo escribía más que nada para los paganos, no teniendo la misma sinceridad sus escritos
[comparados con los de Filón]. Escuetas y sin color son sus noticias sobre Jesús, Juan Bautista, Juda el
Gaulonita. Se nota que trata de presentar estos movimientos, tan judaicos de carácter y espíritu, de
forma que sean inteligibles a griegos y romanos. Creo auténtico, en conjunto, el pasaje sobre Jesús. Cae
dentro del gusto de Josefo y si este historiador menciona a Jesús sabe cómo hay que hablar de ello. Sólo
que se advierte que una mano cristiana ha retocado el fragmento, añadiendo algunas palabras sin las
cuales el texto habría resultado casi blasfemo, cortando quizás también o modificando algunas
expresiones. Hay que recordar que el éxito literario de Josefo se debió a los cristianos, quienes
adoptaron sus escritos como textos esenciales de su historia sacra. Se propagó una edición corregida
según criterio cristiano probablemente en el siglo II. Lo que interesa de verdad en los libros de Josefo en
este caso son los vivos colores con que se describen aquellos tiempos. Gracias a este historiador judío,
Herodes, Herodías, Antipas, Filipo, Anás, Caifás y Pilatos son personajes casi tangibles que nos hacen
vivir la realidad. (Renán)

Jerusalén en tiempos de Jesús:


El año de nacimiento de Jesucristo reinaba sobre toda Palestina Herodes el Grande, hijo de padre idumeo
y de madre árabe. Este Herodes, con el auxilio de Roma, se apoderó de Jerusalén el año 37 antes de
Jesucristo. Y reinó en Palestina hasta su muerte, acaecida durante el destierro en Egipto de la Sagrada
Familia. Con el fin de congraciarse con los judíos, restauró el templo de Jerusalén, agrandándolo y
embelleciéndolo magníficamente, de tal manera que aun sin estar terminadas del todo las obras en
tiempos de Jesucristo, era la admiración y el orgullo de sus contemporáneos. En su muerte, repartió
Herodes sus estados entre tres de sus hijos: el mayor, Arquelao, legaba Judea y Samaria con el título de
Rey; a Antipas, Galilea y Perea (este Herodes Antipas fue el que hizo degollar al Bautista y escarneció a
Jesucristo en su pasión); a Filipo, los distritos del noreste (Batanea, Traconite y Paneas). Arquelao, a
causa de sus crueldades, fue desterrado por Augusto a Viena de las Galias, donde murió el año 6 de
nuestra Era. Desde entonces Judea y Samaria, que constituían sus Estados, quedaron definitivamente
bajo el dominio directo de Roma, y gobernados por procuradores romanos. Hasta la muerte del
Emperador hubo tres de estos gobernadores; y después, durante el reinado de Tiberio, otros dos: Valerio
Grato (del 15 al 26 d. de Jesucristo) y Poncio Pilatos (del 26 al 36 d.C.).
Según San Lucas 3:1, el ministerio de Juan el Bautista comenzó en el año quince del imperio de Tiberio
César, o sea en 29 d.C. Durante su reinado nombró a Pilatos gobernador de Judea y diez años después lo
destituyó; más o menos a la mitad de ese decenio, Pilatos ordenó la crucifixión de Jesús. Algunas fuentes
cristianas refieren que Pilatos envió al emperador un informe sobre el juicio y la ejecución de Jesús,
pero no hay pruebas de que Tiberio haya tenido noticia del surgimiento de la nueva fe.

Situación religiosa:
Fue el mismo Dios el que, hallándose los hebreos acampados en la falda del Sinaí, después de su salida
de Egipto, y luego de comunicarles su santa ley y de establecer con ellos una nueva alianza, por medio
de Moisés, les dio una constitución religiosa, que fuese capaz de conservar en medio del mundo pagano
el tesoro de la divina revelación, que en la plenitud de los tiempos se había de comunicar a todas las
naciones.

El Templo de Jerusalén:
El centro del culto lo constituía principalmente el Templo de Jerusalén; el Templo primitivo fue
construido por Salomón y destruídos sin piedad por los soldados de Nabuconodosor en 588; pero fue
reconstruido por Zorobabel, a la vuelta del cautiverio de Babilonia, en el mismo sitio del anterior, en lo
alto del monte Moria; aunque sin el esplendor y magnificencia del antiguo templo. Este segundo templo
fue el que agrandó y embelleció Herodes el Grande. La parte más exterior del templo la formaban una
serie de atrios y vestíbulos de gran capacidad; lo más interior del templo estaba formado por dos
recintos llamados el Santo y Santo de los Santos. En el Santo se hallaba un pequeño altar de oro, sobre el
que mañana y tarde se quemaban unos granos de incienso, y el candelabro de siete brazos y la Mesa
para los panes de la Proposición, ambos también de oro. El Santo de los Santos era el lugar santísimo,
que se componía de una sala cuadrada de unos veinte codos por cada uno de sus lados. Aquí sólo podía
entrar el Sumo Sacerdote una vez al año, el día de la Expiación, donde hacía breve oración por su
pueblo. Un espeso velo cubría la entrada. En otro tiempo, en el primer templo, ocupó este lugar el Arca
de la Alianza. (P.Valentín Incio García, 1941)

Monumentos de Jerusalén:
La sequedad de la naturaleza en los alrededores de Jerusalén debía contribuir al desagrado de Jesús. Los
valles carecían de agua; el suelo, árido y pedregoso. Cuando se domina con la vista la depresión del Mar
Muerto, el espectáculo es abrumador, monótono. Solamente sostiene la mirada la colina de Mizpa, con
sus recuerdos de la más vieja historia de Israel. En tiempos de Jesús la ciudad presentaba poco más o
menos el mismo aspecto que hoy. No tenía muchos monumentos antiguos, ya que, hasta los asmoneos,
los judíos permanecían ajenos a todas las artes; Juan Hyrcano había comenzado a embellecerla y
Herodes el Grande había hecho de ella una ciudad magnífica. Las construcciones herodianas
rivalizaban con las más perfectas de la antigüedad por su carácter grandioso, por su perfecta ejecución
y la belleza de sus materiales. Multitud de tumbas, de gusto muy original, se levantaban cerca del
templo en los alrededores de Jerusalén. Estos monumentos eran de estilo griego, apropiado a las
prácticas de los judíos y modificados considerablemente según sus principios. Los ornamentos de
escultura viviente que los Herodes se permitían, con gran disgusto de los rigoristas, eran desterrados en
ellos, reemplazándolos por una decoración vegetal. El gusto de los antiguos habitantes de Fenicia y
Palestina por las construcciones monolíticas talladas en la roca viva parecía revivir en estas singulares
tumbas cortadas en los peñascos, y en las cuales los estilos griegos están magistralmente aplicados a una
arquitectura troglodita. Jesús, que miraba las obras de arte como un pomposo alarde de vanidad, veía
todos estos monumentos con malos ojos. Su espiritualismo absoluto y su opinión firme hacían que la
estampa del viejo mundo le pasara desapercibida.

Sacerdotes:
[...] Los hombres más célebres del Talmud no son sacerdotes; son sabios según las ideas del templo. Sin
embargo, el alto sacerdocio del templo tenía un rango muy elevado en la nación; pero no estaba
enteramente a la cabeza del movimiento religioso. El soberano pontífice, cuya dignidad tanto había
envilecido Herodes, se convertía cada vez más en un funcionario romano, que era revocado con
frecuencia para hacer posible que el cargo aprovechara a todos. En oposición a los fariseos, celadores
laicos muy exaltados, los sacerdotes eran casi todos saduceos, o sea, miembros de esa aristocracia
incrédula que, habiéndose formado en torno al templo y viviendo del altar, veía en él sólo la vanidad. La
casta sacerdotal estaba a tal punto separada del sentimiento nacional y de la verdadera dirección
religiosa, que el pueblo identificaba el nombre "saduceo" (sadoki), que en principio designaba
simplemente a un miembro de la familia sacerdotal de Sadok, con el de "materialista" y "epicúreo".
(Renán, Vida de Jesús)

Documentos sobre Jesús:


Las noticias que sobre Jesús nos proporcionan los historiadores antiguos son escasísimas, por no decir
nulas. El historiador judío Flavio Josefo sólo hace, en su celebrada obra, una breve referencia a Jesús (e
incluso se sospecha que ese pasaje fue añadido mucho después); y eso que su padre (el de Josefo) tuvo
que ser testigo de todos los milagros del Maestro. Mas en vano buscaremos en la crónica del historiador
judío la menor alusión al decreto de Herodes, a los magos o a la estrella que los guio; nada tampoco del
oscurecimiento del cielo el día de su muerte y ni una palabra sobre su resurrección. En los historiadores
romanos son nulas, asimismo, las referencias a tales acontecimientos, y eso que resulta fácil comprender
lo verdaderamente prodigiosos que habrían sido aquellos sucesos acaecidos durante el reinado de
Tiberio. Tácito, Suetonio o Plinio no dan sino algunas informaciones vagas y breves, y ello para decir
simplemente que era común la creencia de que Jesús había sido un personaje histórico. Tácito, por
ejemplo, habla de un Cristo ajusticiado en tiempos de Tiberio, y se refiere a las circunstancias que
rodearon su muerte como un conjunto de supercherías que acabaron por llegar a Roma. Los famosos
Rollos de Qumram no dicen ni una sola palabra de Jesús. Y el Talmud poca cosa: simplemente que era
de Nazaret. Tal parece, como escribiera Voltaire, que: «Dios no quiso que estos acontecimientos divinos
los escribieran manos profanas (que) Dios quiso envolver con una nube respetable y oscura su
nacimiento, su vida y su muerte». (A.Fdez.Tresguerres)
Jesús solo en Jerusalén:
[...] Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado
magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan
próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los
dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe
por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde
va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle,
preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces
que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los
muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de
peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las
mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el
primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron
entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en
la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez
le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la
pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no
pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso
testimonio, de desear la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su
buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de
error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como
antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los
mendigos y los vagabundos. (José Saramago, El Evangelio según Jesucristo)

Asentamiento:
Gracias a Flavio Josefo y a la rápida propagación del cristianismo primitivo las Sagradas Escrituras de
los judíos fueron conocidas por el mundo antiguo no judío. Historiadores y etnógrafos les dedicaron sus
estudios, y se demostró que eran unas fuentes extraordinarias como no las había tenido ningún otro
pueblo de la antigüedad. El lector vive en ellos en lenguaje poético y forma legendaria un proceso
histórico como el que se desarrolló en todas partes en los inicios de nuestra historia cultural. En ellos se
leen acontecimientos y otras evoluciones que son representativos de otros acontecimientos y otras
evoluciones parecidos en otros ámbitos de cultura. Hallamos descrita la conquista de una tierra por un
pequeño pueblo de pastores nómadas, su lucha con gentes establecidas en campos y ciudades
económicamente superiores, sus combates para el dominio de los pozos necesarios para la subsistencia,
el crecimiento de los rebaños y la división de las tribus por él motivada. Vemos cómo estos nómadas
pasan paulatinamente al estado de seminómadas y, finalmente, al de agricultores sedentarios, cómo, en
el valle del Jordán, las grandes familias forman tribus y, más tarde, se agrupan en clanes y en grupos de
tribus, cómo caen bajo el dominio feudal de otras potencias más fuertes, cómo recobran luego la
libertad, adoptan los distintos elementos de cultura y, bajo caudillos políticorreligiosos, los "jueces", se
convierten, poco a poco, en una nación. La ocupación del país por los israelitas, narrada en el primer
libro de Moisés, no es un caso único en la historia; era una etapa necesaria en la evolución humana, por
la que probablemente pasaron alguna vez todos los pueblos de cultura. En la misma época en que los
patriarcas judíos tomaban posesión de la tierra prometida, había en todo Oriente, entre el Cáucaso y el
desierto de Arabia, nómadas que buscaban tierras donde establecerse, pueblos procedentes de Arabia, de
Mesopotamia, del Irán, de Siria y del Asia Menor se establecieron en gran número y, según las
condiciones del terreno, fundaron estados más o menos sólidos. Una de estas migraciones de pueblos
que se produjo en el momento del paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro, es la designada por
los etnólogos con el nombre de migración aramea. Este concepto comprende el desplazamiento de los
distintos pueblos semitas de los desiertos sirioárabes hacia las fértiles tierras de cultivo junto al Eufrates,
el Tigris y el Jordán. En Babilonia, la migración aramea substituyó el dominio sumerio por un dominio
semita; en Asiria, los inmigrantes arameos dieron el impulso necesario para la fundación del último y
mayor imperio asirio. Las migraciones de los arameos dieron lugar a la formación de estados semitas en
Siria y en la costa oriental del Mediterráneo y llevaron también a los chabiri de los textos cuneiformes
babilónicos a Palestina, los aperu, como les llamaban los egipcios, los ibrim, como decían los árabes, es
decir, los hebreos. Sin embargo estos hebreos no eran idénticos al futuro pueblo judío. No se puede
hablar, en realidad, de judíos hasta el éxodo de Egipto de los hijos de Israel. El nombre de Israel aparece
por primera vez en una columna triunfal del faraón Menefta, que reinó hacia el año 1225 a.J.C. y que
hay que identificar probablemente con el rey de Egipto a quien abandonaron Moisés y los suyos. Para el
etnólogo moderno, los hebreos son pueblos semitas que aparecieron en Palestina y Siria en los siglos XV
y XIV y que algunos siglos más tarde fueron absorbidos por los israelitas. Originariamente, empero, la
palabra hebreo no servía para designar un pueblo, sino una determinada capa social. (Herbert Wendt)
Encontramos esta clase de hebreos en todo el mundo del antiguo Oriente, en el imperio babilónico, en
las tierras del este del Tigris, entre los hititas del Asia Menor, en Siria, en Palestina y el Egipto de las
dinastías XIX o XX. Se trata de una determinada designación aplicada a una situación políticosocial.
Aparecen como hebreos en los países de cultura del antiguo Oriente grupos de gente que disfrutan de
unos derechos limitados y de una situación económica también limitada, que prestan servicios cuando
se les contrata. No forman parte de la población aborigen, sino que representan elementos inestables
cuya principal característica es no ser propietarios de la tierra. (Martin North)
Si esta definición es la adecuada, resultará que la designación de hebreos habrá sufrido una evolución:
primero se llamó así a las capas inferiores de la sociedad, luego a las familias que no poseían tierras ni
dinero, llevadas por la migración aramea hasta Palestina y, finalmente, se dio este nombre a los israelitas
y a sus parientes más inmediatos, los amonitas, edomitas y moabitas. Y éste es el sentido que tiene
todavía para el mundo especializado. Los hebreos encontraron en Palestina a varios pueblos aborígenes,
con los que lucharon tenazmente.
[...] Los emigrantes acaudillados por Moisés encontraron en Palestina, o mejor dicho, al borde de los
territorios de cultura que era palestina, varias tribus y pueblos emparentados con ellos que habían
permanecido en aquel país. Les aportaron elementos de cultura egipcia, costumbres egipcias y, sobre
todo, las leyes y el concepto de Dios que les diera Moisés. Así nacieron, poco a poco, las doce tribus
israelitas. Tuvieron también contacto con otros pueblos hebraicoarameos, los amonitas, moabitas y
edomitas, con los cuales sostuvieron luchas por los pastos y campos de labranza y con los cuales
concluyeron pactos. [...] En cambio, los cananeos, aquellos hombres de cultura refinada que habitaban
en las regiones del Jordán, permanecieron alejados de los israelitas. Los cananeos vivían en ciudades
sólidas, poseían "carros de hierro", habían heredado muchas cosas de la cultura de Mesopotamia,
adoraban a Baal y a Astarté, rendían culto a los becerros, y las tribus israelitas los consideraban
extraños, viciosos y desvergonzados. [...] Sodoma y Gomorra, la fortificación de Jericó, cuyas murallas
cayeron al son de las trompetas de Josué, la orgullosa Sijem, las plazas de Hebrón y de Betel que, por fin,
fueron dominadas por los israelitas por las armas, eran ciudades cananeas. Pero generalmente, las
relaciones entre Canaán e Israel no eran belicosas, sino de carácter pacífico. Solían encontrar un modus
vivendi; algunas tribus israelitas eran siervas de ciudades cananeas y obtenían a cambio de ello derecho
de usufructo de sus tierras. (Herbert Wendt)
La conquista de Canaán (mediados s.VIII a.C.):
Los pueblos de canaán empezaron a oír el inquietante rumor de que
un grupo de tribus nómadas, los israelitas, avanzaban hacia el norte
desde el mar Muerto arrasando todo a su paso. Pronto ese grupo llegó
a la ciudad de Jericó, reclamando un territorio que consideraban suyo
pues Yavé se lo había prometido a sus antepasados. El libro bíblico de
Josué, nombre del jefe de los israelitas, narra los milagros que Dios
realizó para ayudar a su pueblo a conquistar Canaán: secar las aguas
del Jordán para que los israelitas cruzaran el río; derribar las murallas de Jericó, y hacer que el Sol se
detuviera sobre Gabaón. La campaña de invasión se describe en tres etapas. Primera, los israelitas
establecieron un bastión en Guilgal, donde efectuaron ritos de circuncisión y de Pascua como
preparativo para la guerra santa; ésta comenzó con la milagrosa conquista de Jericó, seguida por una
derrota en Hay y una victoria sobre una coalición de cinco ciudades en Gabaón. La segunda fase
empezó cuando los israelitas marcharon al sur a capturar las ciudades que se habían aliado contra ellos:
Libna, Laquis, Eglón, Hebrón y Dabir. Y en la tercera fase, los israelitas avanzaron hacia el norte para
enfrentar al ejército de Jasor, la mayor ciudad cananea. Aunque el enemigo contaba con carros de
guerra, la infantería israelita venció en un ataque por sorpresa en una zona fangosa. Los atacantes no
pudieron tomar muchas ciudades y aldeas de Canaán pero las tres campañas consolidaron su
hegemonía e inauguraron su historia como nación.

La Tierra Prometida. Por Manuel Komroff:


Entre lamentaciones, los hijos de Israel abandonaron Cades, como había ordenado Dios, y volvieron al
desierto de Sin y al desierto de Farán. Allí residieron hasta que casi todos los que habían pecado contra
Dios, murieron. Así se cumplieron los cuarenta años de castigo. Un día, Moisés los volvió a Cades
esperando que, con permiso de Dios, pudieran entrar en Canaan por la parte sur. Pero el acceso estaba
bloqueado por un pueblo guerrero que habitaba en el país. De este modo, durante muchos años más, los
israelitas se vieron obligados a andar errantes, primero hacia el oriente, después al norte, hasta que
llegaron a las llanuras de Moab, donde el río Jordán desemboca en el mar de la Sal. Durante estos
amargos y largos años sufrieron muchas penalidades. Se vieron obligados a comer maná por falta de
pan. Algunas veces murmuraban contra Moisés, por lo que Dios les envió castigos en forma de plagas y
venenosas serpientes que les mordían y les causaban la muerte. Pero Dios les perdonó de nuevo y los
tomó otra vez como suyos. Un día, después que los hijos de Israel habían acampado a los pies del monte
Nebo, en las llanuras de Moab, Moisés los reunió en torno suyo para decirles unas palabras de
despedida: «Tengo ya ciento veinte años. Viví cuarenta años como príncipe en el palacio del faraón,
serví cuarenta años como pastor en Madian, y durante cuarenta años os he guiado a través del desierto.
Ya no puedo continuar.» Luego, Moisés recordó a su pueblo todos los prodigios que Dios había hecho
por ellos. Les habló de sus antepasados Abrahán, Isaac e Israel. Les habló también de su servidumbre en
Egipto, de los días en el monte Sinaí y les repitió las leyes del Señor. Les entregó luego un libro en el que
estaban escritas estas leyes. Y les mandó aceptar las leyes divinas y enseñarlas fielmente a sus hijos, en
todas las generaciones futuras, siempre. Cantó luego un canto de despedida y, llaman do a Josué a su
lado, terminó diciendo: «El Señor me ha comunicado que yo no viviré para atravesar el río Jordán. Pero
vosotros sois ahora un pueblo poderoso, más de seiscientos mil hombres fuertes, pues, a pesar de las
penalidades que habéis sufrido durante estos últimos cuarenta años, os habéis multiplicado y crecido
mucho. Y Dios ha elegido a Josué para guiaros a Canaan, el país que el Señor os ha prometido. Sed
valientes. El Señor no os abandonará. Él estará con vosotros y os mostrará el camino.» Después, Moisés
dejó a los hijos de Israel y, solo, siguió su camino por las laderas del monte Nebo. Poco a poco llegó hasta
la cima. Y cuando estaba en ella, dirigió su mirada a más allá del río Jordán, hacia la Tierra Prometida,
que se extendía verde y fértil ante él. Aquí, Abrahán erigió e primer altar a Dios. Aquí, Jacob tuvo el
sueño de la escala que llegaba hasta el cielo. Aquí, José había sido vendido como esclavo. Aquí están
enterrados Sara, Rebeca, Lía y Raquel. Entonces oyó la voz del Señor que le decía: «Este es el país que yo
he prometido a Abrahán, a Isaac y a Jacob.» Después, Moisés murió. Y el mismo Señor le enterró en un
sepulcro que nadie conoce Los hijos de Israel lloraron e hicieron duelo por él durante treinta días y
treinta noches. Y le aclamaron como profeta, pues ningún hombre vivió tan cerca de Dios como Moisés.

Josué:
Después de la muerte de Moisés, habló Dios a Josué, diciendo: «Ahora que Moisés ya no existe, tú debes
dirigir al pueblo. Llévalo, sin demora, más allá del Jordán para conquistar el país que yo os he
prometido. Nadie resistirá contra ti, pues yo estaré contigo.» Josué se dirigi6 luego a los ancianos de las
Doce Tribus, y les dijo: «Dios me ha hablado... Reunid al pueblo y decidle que prepare comida para un
largo viaje, porque muy pronto voy a llevaros más allá del Jordán hacia la Tierra Prometida.» Luego,
Josué llamó a dos hombres aparte, y les dijo: «Id en secreto al país de Canaan y volved después a mí.
Fijaos cómo es esa gente, inspeccionad también la ciudad amurallada de Jericó que podemos ver a
distancia. Porque mientras no conquistemos este baluarte no podremos entrar más allá en el país.» Y los
dos espías se fueron a la ciudad pagana de Jericó y visitaron a una mujer llamada Rahab, cuya casa
estaba sobre el muro de la ciudad. Y sucedió que el rey de Jericó fue informado de la presencia de dos
extranjeros. Por lo que mandó ir a buscar a Rahab y le dijo: «Entrégame estos hombres porque han
venido a este país como espías.» Rahab, que había ocultado a los dos espías entre los tallos de lino que
tenía secando sobre el tejado, engañó a su rey, diciendo: «Es verdad que vinieron dos hombres hoy a mi
casa. Pero se marcharon antes de que se cerraran las puertas de la ciudad al oscurecer, y no sé adónde
se han ido... Vete pronto tras ellos, y seguramente les darás alcance.» El rey creyó a Rahab y, después de
enviar en su persecución, le permitió volver a su casa. Y, en la oscuridad de la noche, fue a los espías y
les dijo: «Nosotros, los de este país, estamos atemorizados ante vuestra gente, que han acampado al otro
lado del Jordán. Sabemos que vuestro Dios es poderoso. Hemos oído cómo os sacó de Egipto y secó el
mar Rojo para que pudiérais pasar. Por ello, estamos aterrorizados... Yo he engañado a mi rey, con lo
que habéis salvado vuestras vidas. Ahora, pues, os pido que me juréis que también os mostraréis
amables con migo y con mi familia. Jurad que cuando vosotros y vuestra gente invadan nuestro país
perdonaréis a mi padre, a mi madre, a mis hermanas y a mis hermanos. ¡Libradnos de la muerte! Y los
dos espías de Josué respondieron a Rahab: «Te juramos solemnemente que cuando conquistemos vuestra
ciudad te perdonaremos a ti y a tu familia. Procura reunir a tu familia en tu casa, y cuelga un cordón
escarlata de tu ventana, para que sepamos cuál es tu casa, y así podamos perdonarte.» Luego, en lo más
profundo de la noche, Rahab les ayudó a escapar. Sacó una larga soga y por ella los bajó sobre los muros
de la ciudad. «Id hacia las colinas», murmuró ella, y añadió: «Ocultaos ahí unos tres días, y después
volved con vuestra gente. Durante este tiempo, los hombres del rey habrán dejado de perseguiros, y así
estaréis a salvo.» Los dos espías se ocultaron, como les dijo Rahab, y escaparon a sus perseguidores. Cuan
do cruzaron el río Jordán y volvieron a Josué, le contaron todo lo que habían visto y oído. Y terminaron
diciendo: «La gente está atemorizada ante nosotros. No tienen fuerzas para resistir. Es cierto que el Señor
ha entregado ya el país en nuestras manos.»

La caída de Jericó:
Conforme a la voluntad de Dios, Josué ordenó a los hijos de Israel: «Cuando veáis a los sacerdotes
levantar el Arca sagrada de la Alianza y atravesar el río Jordán, debéis seguirlos.» Y el pueblo obedeció,
y Dios estuvo con ellos. Josué iba al frente de ellos, y todos sus ganados y rebaños pasaron con seguridad
el río hacia la llanura que rodeaba la ciudad pagana de Jericó. Allí acamparon. Recogieron el abundante
grano que crecía en los campos de alrededor y amasa ron pan. Aquella noche, por primera vez en
cuarenta años, no comieron maná. Aquella noche comieron del producto de la tierra de leche y miel, el
país de Canaán. Pero las puertas de Jericó estaban herméticamente cerradas contra los invasores
israelitas. Nadie podía salir ni entrar en ella. Y parecía que la ciudad podía aguantar un duro asedio.
Dios habló a Josué, diciendo: «No temáis, porque Jericó, su rey y toda su gente será vuestra.» Y el Señor
reveló a Josué el modo exacto de cómo debían conquistar la ciudad. Le dijo: «Una vez por día, durante
seis días, tus hombres deben marchar en torno a los muros de Jericó. Tus hombres armados irán los
primeros. Seguirán siete sacerdotes tocando trompetas de cuernos de carnero. Y a éstos les seguirán
unos sacerdotes que lleven el Arca Santa de la Alianza... Así, daréis vuelta a la ciudad una vez cada día,
durante seis días. Y al séptimo día, la misma procesión dará siete vueltas a la ciudad. Y cuando los
sacerdotes hagan resonar sus trompetas, tu pueblo avanzará con gran griterío.» Obedeciendo las
instrucciones de Dios, Josué se levantó a la mañana siguiente y organizó la procesión. Cuando todo
estuvo preparado, empezaron a dar vueltas en torno a Jericó, mientras siete sacerdotes hacían sonar sus
trompetas sin cesar. Al segundo día, y en los siguientes hicieron lo mismo. Al séptimo dieron siete veces
la vuelta a la ciudad, y, como Dios les había mandado; en este día, el pueblo de Israel avanzó, y cuando
la procesión dio la séptima y última vuelta, mientras los sacerdotes hacían sonar sus trompetas,
empezaron a lanzar grandes gritos. Y he aquí que los muros de Jericó se derrumbaron y cayeron a tierra
ante sus ojos. Entonces, los hombres armados de Israel entraron y conquistaron la ciudad. Se
apoderaron de toda clase de cosas preciosas, de oro, plata, bronce y hierro que pudieron encontrar para
el Tabernáculo de Yahvé. Luego prendieron fuego a la ciudad para destruirla. Josué no olvidó la
promesa que habían hecho los dos espías a la mujer llamada Rahab. Sus hombres buscaron la casa que
tenía el cordón escarlata colgando de la ventana. Y condujeron a Rahab a lugar seguro, con toda su
familia, que estaba reunida en ella. Les perdonaron la vida porque Rahab había ocultado a los dos espías
perseguidos por el rey de Jericó.

La ciudad de Ai:
Después de la caída de Jericó, Josué llevó a su pueblo hacia el oeste, avanzando hacia la ciudad de Ai. Y
el Señor estaba con ellos. Josué concibió un plan para conquistar la ciudad, donde la gente adoraba a
dioses falsos. Tomó cinco mil hombres armados y, en la oscuridad de la noche se acercó a la ciudad que
dormía. Y les dio orden de ocultarse, diciendo: «Echaos aquí y no os mováis hasta que yo os dé la señal.»
Luego los dejó y volvió al campamento de Israel. A la mañana siguiente, Josué completó su plan. Al
frente de una banda de hombres, se aproximó con valentía a la ciudad. Y cuando el rey de Ai le vio con
sus pocos hombres, él con toda su gente salió para ahuyentar a Josué. Y Josué y sus hombres fingieron
estar atemorizados, y huyeron al campo, obligando al rey y a su gente a alejarse de la ciudad. Entonces
llamó Dios a Josué y le dijo: «Levanta tu tanza y apunta hacia Ai.» Y Josué levantó su lanza apuntando
hacia la ciudad. Y esto sirvió de señal para sus hombres armados, que estaban echados y escondidos. Se
levantaron los cinco mil hombres fuertes e irrumpieron en la imprudente ciudad de Al. La tomaron y le
prendieron fuego. Cuando el rey de Ai y su gente miraron atrás y vieron el humo y las llamas que se
levantaban de su ciudad, dejaron de perseguir a Josué. Estaban confundidos, sin saber qué hacer. No tu
vieron tiempo de hacer un plan, porque, de repente, se vieron rodeados por todas partes. Josué y sus
hombres les atacaban de un lado, mientras que los israelitas que habían quedado en el campamento,
con los cinco mil que habían tomado Ai, les atacaban por los otros lados. De este modo cayó la segunda
ciudad de Canaán en manos de los hijos de Israel. (Manuel Komroff, 1970).

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