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Reverentia, rusticitas:
de Cesáreo de Arles a Gregorio de Tours
dominio de los reyes de Hispania juntaban sus escasos recursos para poder co-
bijar un altar y sufragar los servicios de un cura. El campo, sin embargo, siguió
siendo la cenicienta de un orden cristiano claramente «romano», que todavía
consideraba al obispo y a su ciudad los centros del catolicismo «de alta
densidad».
Aunque las zonas rurales hubieran estado menos aisladas, el problema ha-
bría seguido siendo el mismo: una vez expulsados los demonios de los templos
que poseían en las ciudades y en sus alrededores, los cristianos de finales del
siglo v y principios del vi tuvieron que hacer frente a los problemas planteados
por la difusa sacralidad que toda persona de la Edad Antigua, tanto el habi-
tante de las ciudades como el rústico, solía percibir en el mundo natural que
lo rodeaba. El mundo de la naturaleza absorbía las energías de más del 90 por
100 de los habitantes de cualquier región cristiana, dedicados a la agricultura
o al pastoreo, cuya fortuna dependía anualmente de la veleidosa conducta del
tiempo y las cosechas. Se creía que, lejos de constituir un espacio neutro, el
mundo de la naturaleza estaba plagado de energías sobrenaturales. No bastaba
con colocar a un Dios, único y exclusivo, a la cabeza del mundus, ni tampoco
con rebajar a dicho Dios hasta el nivel más bajo de ese mundo, obligándolo
a desenvolverse entre los seres humanos en la persona de Jesucristo. El cristia-
nismo tenía que resultar razonable a una población que siempre se había visto
a sí misma inmersa en el mundo de la naturaleza y que se había considerado
capaz de influir en él, de provocar su generosidad y de mantener a raya sus
peligros, mediante ritos que se remontaban en casi toda Europa a épocas pre-
históricas.
No deberíamos despreciar la envergadura y la complejidad del paisaje sa-
cro previo en el marco del cual se inscribirían las iglesias cristianas de la Euro-
pa occidental. De la Britania romana al sur de Italia, seguían en pie templos
abandonados en los que aún palpitaba la enigmática y ominosa presencia de
los ídolos gastados por el tiempo: «más fuertes que nunca ... sus rasgos aún
horribles y sus rostros siempre severos».3 Además, aquellos santuarios no per-
manecían inactivos del todo. Todavía hacia finales del siglo vn quedaban en
Hispania lugares en los que hubo que trasladar solemnemente a las iglesias lo-
cales las ofrendas votivas realizadas a los ídolos. Allí fueron expuestas para per-
suadir a la población de que por fin se había acabado con la idolatría (¡tres
siglos después de la promulgación de las leyes de Teodosio I!) y de que sólo
los altares de las iglesias cristianas, y no los árboles, las fuentes, las encrucija-
das o las cimas de las colinas, merecían ser señalados con montones de
exvotos.4
En la Galia lo sacro seguía emanando de la tierra, a través de las seis mil
fuentes sagradas que había en ella. En Egipto, el espectacular progreso de la
Iglesia cristiana a expensas de los viejos templos lo único que hizo fue impedir
que se viera con claridad la humilde relación cotidiana que en el valle del Nilo
mantenía el hombre con lo sagrado. En cierta ocasión, al posarse un cuervo
sobre una tapia situada al lado de un cristiano seglar que había acudido a Atri-
pe a consultar a Shenoute, el hombre se volvió instintivamente a saludar al pá-
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jaro, cuyo profético graznido se creía que revelaba los secretos del mundo invi-
sible con tanta claridad como las palabras del gran abad.5 A Shenoute le
aguardaba una labor interminable:
Aunque quitara todos los ídolos de tu casa, ¿iba a poder ocultar el sol? ¿Iba
a levantar una muralla por toda la parte de Occidente [el Amente egipcio, el país
de los dioses y los muertos], para que tú no oraras volviendo el rostro hacia el
ocaso? ¿Me iba a poner a vigilar las riberas del Nilo y todos los lagos para que
tú no hicieras libaciones en sus aguas?6
del llano, en las que se afirmaba, oficialmente al menos, que la nueva religión
había triunfado.
Pese a los eventuales exabruptos de personajes como Shenoute, los jerarcas
de las iglesias orientales no mostraron una preocupación tan constante como
sus colegas de Occidente por el peso que pudiera tener el pasado pagano sobre
sus congregaciones. El hecho de que siguieran viviendo en el seno de un Impe-
rio romano todavía triunfante y eminentemente cristiano bastaba para conven-
cerles de que vivían en un mundo fundamentalmente cristiano. Por el contra-
rio, desde san Agustín en adelante, aparecería en el Occidente latino una serie
de legisladores y oradores sagrados que tenderían a subrayar el hecho de que
los ídolos, aunque hubieran sido destruidos en público, seguían alojándose obs-
tinadamente en el corazón de muchos cristianos. El paganismo no era mera-
mente una superstitio, una religión en bancarrota al margen de la Iglesia: el
paganismo estaba demasiado enraizado en el corazón de todos los cristianos
bautizados, siempre dispuesto a reaparecer en forma de «reminiscencias paga-
nas». El mensaje fundamental de la cristianización, tal como sería propuesto
explícitamente en numerosos círculos del Occidente latino, no hablaba de triunfo
absoluto. Hablaba antes bien de un pasado aún no superado que ensombrecía
perennemente el avance del presente cristiano.
Cesáreo, obispo de Arles de 502 a 542, fue el orador cristiano que suminis-
tró a las generaciones futuras la formulación clásica de esta peculiar actitud.
Devoto de san Agustín —llegó incluso a morir, para mayor tranquilidad suya,
el mismo día del año en que lo hiciera el gran obispo norteafricano—, Cesáreo
adaptó los sermones predicados un siglo antes por aquél en Cartago e Hipona
a su propia audiencia, formada por ciudadanos de Arles y campesinos de Pro-
venza. Cuando lo que estaba en juego era algo tan intemporal como el largo
y sigiloso asedio a que sometía el diablo a las almas de los cristianos, el Medi-
terráneo era un pequeño lago y los cien años que habían transcurrido desde
la caída del Imperio de Occidente, el tiempo de un simple parpadeo. Lejos de
parecer sermones de segunda mano, las palabras de san Cesáreo hicieron mella
en sus contemporáneos por cuanto hablaban directamente a sus oyentes dicién-
doles cuál era la condición de cada uno. San Cesáreo sería recordado por su
«voz incesante». En una ocasión, llegó incluso a cerrar las puertas de su basíli-
ca, para que ningún miembro de su congregación saliera antes de que él pro-
nunciara su sermón: cuando tuvieran que presentarse al Juicio Final —les
recordaba—, ninguno de ellos iba a tener posibilidad de abandonar la sala.8
Lo que con aquellos sermones realizó Cesáreo fue una especie de tour de
force pastoral. Domesticó la tremenda inmensidad del paisaje espiritual pre-
cristiano de Provenza. Del mismo modo que encerró en su basílica a su congre-
gación para que lo escuchara, aunque fuera a la fuerza, encerró al paganismo
dentro de la comunidad cristiana. El paganismo no era, según él, una serie de
prácticas independientes, en las que llamaban la atención los atrayentes deste-
llos de un mundo físico plagado de misteriosos poderes precristianos. Antes
bien, se presentaba al paganismo como un mero conjunto fragmentario de «re-
miniscencias» —de «hábitos sacrilegos», «costumbres» inertes, o «inmundicia
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ce, luna! y animaban a la brillante compañera del género humano para que se
liberara de las voraces garras de la oscuridad. Según Cesáreo, la luna surcaba
el cielo de Provenza sin hacer caso de aquellos «gritos sacrilegos». Siguió tan
distante, tan inaccesible a las esperanzas y a los ritos de los hombres como pu-
diera estarlo ahora. Sólo su faz oscurecida en ocasiones como aquella por las
tinieblas podía interpretarse como un «signo» concedido para recordar a la hu-
manidad qué era lo que realmente le importaba y lo que tenía posibilidad de
cambiar, esto es, los pecados que habían hecho caer sobre ella la cólera de un
Dios malhumorado.12
Pasaría mucho tiempo —quizá hasta la desaparición de la Europa campesi-
na durante el siglo xix— antes de que cambiara en una medida apreciable la
mentalidad denunciada por san Cesáreo. Bastante más reveladores para la even-
tual difusión del cristianismo resultan ciertos rastros diseminados aquí y allá
en las fuentes cristianas que ponen de manifiesto la existencia de un proceso
de ajuste o compromiso. No cabría hablar de «reminiscencias paganas» incons-
cientes, como pretendían considerarlas Cesáreo y otros obispos, sino más bien
de intentos cuidadosamente planeados por los cristianos del siglo vi con el fin
de encontrar un «nexo» entre sus actuales conocimientos religiosos y los mode-
los propios de épocas anteriores. En ese proceso de acoplamiento, a menudo
fue el cristianismo el que llevó la iniciativa: las comunidades paganas tomaron
prestados los signos y ritos cristianos. En los banquetes sacrificiales se hacía
la señal de la cruz y los nombres de los ángeles y santos cristianos eran pronun-
ciados en los brindis solemnes que se hacían en torno a la mesa. Por su parte,
monjes y clérigos cristianos, muchos de los cuales pertenecían a familias cul-
tas, incluso a antiguas estirpes sacerdotales, y no los adivinos paganos, se con-
vertirían en los principales suministradores de amuletos y remedios milagrosos*
El cristianismo daría su peculiar sabor a muchos ritos agrarios fundamentales.
La aspersión con agua bendita que había servido para dar mayor fuerza a la
cosecha en zonas amenazadas por la sequía como el Norte de África o Proven-
za, no tuvo más que ser retrasada unas semanas para que coincidiera con el
día de san Juan Bautista. Con ese pequeño cambio, los antiguos poderes del
agua se vieron incrementados por el nuevo potencial atribuido al bautismo cris-
tiano. A finales del siglo vi, en Hispania, el entusiasta clero urbano se limitó
a añadir el «¡Aleluya!» cristiano a la euforia generalizada de la fiesta de las
Calendas de enero.13
Hacía falta una buena dosis de poesía, de la que carecía el prosaico Cesá-
reo, para alcanzar la cristianización mental del mundus. A la larga, sería el cul-
to cristiano de los santos el que lo lograra, y no la «voz incesante» de ningún
orador sagrado. Pues lo que ese culto pretendía era crear unos hábitos religio-
sos perpetuos, asociados a la reverenda católica, la atención reverencial a los
santos, centrada en primer lugar en los grandes santuarios, convertidos con el
paso del tiempo en lugares de peregrinación, pero aplicable también a numero-
sos otros lugares y situaciones. La reverentia era la única respuesta segura a
la rusticitas. Pues si uno se acercaba a ellos con reverentia, los santos cristianos
podían en realidad prevalecer sobre Dios y afectar al mundus a cualquier nivel.
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Los ciento diez obispos de la Galia habían cambiado mucho a lo largo de las
generaciones. De valedores de la moral de la asediada población romana, durante
el peligroso siglo v, habían pasado a ser fundamentalmente personajes «repre-
sentativos» dentro del nuevo reino franco. Cada uno a su modo, eran la encar-
nación de la ley y el orden en su región. Una vez consagrado, el obispo podía ser
llevado a su ciudad en la silla gestatoria reservada en otro tiempo a los cónsules
de Roma. Podía actuar como magistrado y juez de paz. Podía presidir ceremo-
nias solemnes en las basílicas y baptisterios que a todas horas se mantenían bri-
llantemente iluminados y envueltos en una pesada nube de perfumes exóticos.
Tknto si procedían de familias de rancio abolengo como si eran servidores
del rey, muchos de esos obispos eran fabulosamente ricos. Por poner un ejem-
plo, el obispo Beltrán de Le Mans, que llevaba un nombre franco típico de gue-
rrero, «cuervo glorioso», en alusión al pájaro que picoteaba los cadáveres de
los caídos en el campo de batalla, poseía una fortuna particular de más de
300.000 hectáreas de terreno, diseminadas por todo el oeste de la Galia. Ricos
ya de por sí, los obispos presidían además el sistema distributivo relacionado
con el reparto de limosnas y las donaciones piadosas. Hacían visible la alqui-
mia en virtud de la cual el oro —el refulgente y deslumbrante metal que, según
la imaginación de los hombres de la época, representaba lo más cruel, lo más
lábil y, en último término, lo más rígido y «muerto» de este mundo— era vivi-
ficado al ser puesto en manos de un hombre consagrado. Los grandes relicarios
revestidos de oro y piedras preciosas que en la Galia se usaban para cubrir los
cuerpos de los santos ponían de manifiesto la mutación mágica que era capaz
de realizar el obispo. Al gastar en los santos las inmensas riquezas de la Iglesia,
el obispo las elevaba al cielo. El cielo permitía descender a la tierra una parte
representativa de esas riquezas en forma de santuarios que parecían chispas de
esplendor sobrenatural. El fulgor del sepulcro era una garantía del futuro «es-
plendor» de poder milagroso que cabía suponer que desde su tumba irradiara
un santo, sobre todo si ese santo era un obispo famoso. La tumba de san Eloy,
obispo de Noyon entre 641 y 660, refulgía con tai esplendor que tenía que ser
cubierta con un lienzo de lino durante la Cuaresma; y durante todo ese período
irradiaba un velado poder milagroso. No es de extrañar que los pobres se agol-
paran alrededor de esos santuarios, símbolos congelados de las riquezas ecle-
siásticas de las que se alimentaban.
A lo largo del siglo vi las ciudades de la Galia perdieron gran parte de su
apariencia y de su exuberancia típicamente romanas. Se convirtieron entonces
en centros ceremoniales, en oasis de santidad cuidadosamente mantenidos. En
el Le Mans de Beltrán había dieciocho iglesias y en París treinta y cinco. Las
ciudades habían dejado de ser espacios cerrados, organizados conforme a unas
reglas, como lo fueran las romanas. La ciudad se confundía ahora con el cam-
po. Tbdas ellas se hallaban rodeadas por una multitud de santuarios, tras los
cuales venían infinidad de villas administrativas y pabellones de caza de una
aristocracia fundamentalmente rural. A pesar de todo, seguían dominadas por
las murallas romanas, a modo de castillo, del sector que se había convertido
en buena parte en «ciudad interior» del obispo.
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Como «amante de los pobres», el obispo no sólo prestaba apoyo a los indi-
gentes, sino que invertía muchas riquezas y energías en el mantenimiento de
toda una comunidad. Formada a lo largo del siglo vi, la imagen del buen obis-
po católico como padre de su ciudad se convirtió probablemente en el ideal
institucional más duradero de la Europa occidental. De hecho cambió muy poco
hasta que acabó el Antiguo Régimen:
I. San Gildas, La ruina de Britania, 3.2; trad. ingl. de M. Winterbottom, On the Ruin o f Bri-
tain, Londres, 1978, p. 16.
8. The Exeter Book: The Ruin, 21; trad. ingl. de S. A. J. Bradley, Anglo-Saxon Poetry, Lon-
dres, 1982, p. 402.
9. Aneurin, Y Gododdin, 85; trad. ingl. de A. O. H. Jarman, Llandysal, 1990, p. 56.
10. San Patricio, Confesiones, 16; trad. ingl. de A. B. E. Hood, Londres, 1978, p. 44.
II. San Patricio, Carta aCorotico, 2-3, p. 55.
12. San Patricio, Confesiones, 12,34 y 38, pp. 43, 48 y 49.
13. Actas del I Sínodo desan Patricio, canon 6; trad. ingl. de L. Bieler, The Irish Penitentials,
Dublin, 1975, p. 55.
14. Cf. C. Donahue, «Beowulf, Ireland and the Natural Good», Traditio, 7 (1949/1951),
pp. 263-277, y M. McNeill, The Lughnasa, Dublin, 1982.
15. Gregorio de Tburs, Historia, 2.27; trad. ingl. de L. Thorpe, pp. 139-140.
16. Según trad. ingl. de K. F. Drew, The Laws o f the Salian Franks, Filadelfia, 1991.
17. Gregorio de Tours, Historia, 2.42, pp. 157-158.
18. Actas del concilio de Agde, Concilia Galliae, ed. C. Munier, Corpus Christianorum, CXLVIII,
Tbrnhout, 1963, p. 192.
19. Gregorio de Tours, Historias, 2.31, p. 144.
20. Ibid., 2.37, p. 152.
21. Ibid., 2.38, p. 154.
22. G. Camps, «Rex Gentium Maurorum et Romanorum. Recherches sur les royaumes de Mau-
retanie des vième et viième siècles», Antiquités Africaines, 20 (1984), pp. 183-218,
23. Inscripción de Kaleb; trad. ingl. de S. C. Munro-Hay, Aksum. An African Civilization
o f Late Antiquity, Edimburgo, 1991, p. 230.
24. I. Shahid, «The Kebra Nagast in the Light of Recent Research», Le Mouséon, 89 (1976),
pp. 133-178.
25. San Gildas, La ruina de Britania, 15 y 18, pp. 21 y 22-23.
1. G. Pomarès, Gélase I: Lettre contre les Lupercales, Sources Chrétiennes, 65, Paris, 1959.
2. San León Magno, Sermones, 27.4; trad. ingl. de C. L. Feltoe, p. 140.
3. San Gildas, La ruina de Britania, 4.2, p. 17.
4. Actas del X VI Concilio de Toledo (693), Canon 2, ed. J. Vives, Madrid, 1963, pp. 498-500.
5. Besa, Vida de Shenoute, 151-152; trad. ingl. de D. N. Bell, Kalamazoo, Michigan, 1983, p. 84.
6. Shenoute, Cartas, XXIV, Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium, XCVI: Scripto-
res Coptici, VIH, Lovaina, 1953, p. 45.
7. Corpus Inscriptionum Graecarum, IV, n.° 8.627, Berlín, 1877, p. 295.
8. Vida de san Cesáreo, 1.27; trad. ingl. de W. E. Klingshim, p. 22.
9. San Cesáreo de Arles, Sermones, 13.4 y 54.6; trad. ingl. de M. Mueller, Fathers o f the Church,
XXXI, Nueva York, 1956, pp. 78 y 270. Cf. D. Harmening, Superstitio, Munich, 1979.
10. Ibid., 44.7, p. 225.
11. Ibid., 193.4; trad. ingl. de M. Mueller, Fathers o f the Church, 66, Washington, D.C., 1972,
p. 34.
12. Ibid., 52.3, Fathers o f the Church, 31, p. 260.
13. Ibid., 33.4, p. 167; Actas del IV Concilio de Toledo (633), Canon 11, Vives, p. 195.
14. Además de la Historia, también han sido traducidas (al inglés) las siguientes obras de Gre-
gorio de Tours: Gloria de ¡os mártires y Gloria de los confesores, trad. ingl. de R. Van Dam, Liver-
pool, 1988; Vidas de los Santos Padres, trad. ingl. de E. James, Liverpool, 1985; Milagros desan
Martin y Milagros de san Julián, en Van Dam, Saints and Their Miracles.
15. Cf. Venancio Fortunato, Poemas de carácter personal y político’, trad. ingl. de J. George,
Liverpool, 1995.
16. Memorias históricas del Duque de Saint-Simon, 2; trad. ingl. de J. Norton, Londres, 1967,
p. 155.
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