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Braslavsky, Cecilia

Re-haciendo escuelas

Santillana Buenos Aires


1999

E s t e m a t e r i a l s e u t i l i za c o n f in e s e x c l u s i v a m e n t e d i d á c t i c o s

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
1. RE-LECTURA DE LA AGENDA EDUCATIVA EN EL CAMBIO DE SIGLO: SENTIDOS,
CONCEPTOS Y CONTROVERSIAS
Las búsquedas de sentido para la educación latinoamericana
Los conceptos estelares de la agenda educativa en el cambio de siglo
Una mirada sobre las principales controversias de la agenda
educativa
2. CRITERIOS PARA UN NUEVO PARADIGMA EN LA ACCIÓN
De la escuela ejecutora a una escuela inteligente
Los protagonistas profesionales en las instituciones educativas
Del conglomerado al sistema articulado
3. LA CONSTRUCCIÓN DE UNA TRAMA PARA LA TOMA DE DECISIONES
Los nuevos marcos de referencia
Los sistemas de información
Las cajas de herramientas
La profesionalización docente
4. PROTAGONISMO Y REFORMA DEL ESTADO EN EL PROCESO DE CONSTRUCCIÓN DE
UN NUEVO PARADIGMA EDUCATIVO
La emergencia de un modelo híbrido de gestión
La cooperación como necesidad
Los cambios dentro de los "aparatos" burocráticos del sector educativo
La gestión de tensiones: una necesidad de la democratización
y una dimensión de la reforma del Estado
5. ALGUNAS EVIDENCIAS ACERCA DE LA EFICIENCIA Y DEL MEJORAMIENTO DE LA
CALIDAD Y DE LA EQUIDAD EDUCATIVAS EN EL CAMBIO DE SIGLO
Algunas tendencias regionales
Versiones del paradigma a través de dos casos: recuperación de
elementos para el debate
Primeras reflexiones comparativas
REFLEXIONES PARA CONTINUAR
BIBLIOGRAFÍA
1. RE-LECTURA DE LA AGENDA EDUCATIVA EN EL CAMBIO DE SIGLO:
SENTIDOS, CONCEPTOS Y CONTROVERSIAS
Hacia fines de la década del '80 la cuestión educativa se fue
posicionando nuevamente en la agenda pública de los países de América
latina. Este posicionamiento tuvo tres ejes estructuradores. El
primero fue la búsqueda de un nuevo sentido para la educación. El
segundo, la adopción de ciertos conceptos claves y el tercero, la
delimitación de un campo de controversias principales.
A lo largo de la historia la educación estuvo fuertemente
asociada con concepciones que la vinculaban al destino de las
sociedades. Las élites trataban de encontrar instrumentos para crear,
difundir y legitimar un orden que les permitiese construir sus
pretensiones económicas, políticas, ideológicas y sociales. Los
sectores subalternos procuraban, al mismo tiempo, hallar aquellos que
les permitiesen integrarse. La educación estuvo siempre cargada de
sentidos que le venían dados externamente. En la década del '90, en
cambio, pareciera que se buscase en la educación el sentido para la
sociedad, y no en la sociedad el sentido para la educación. Este
fenómeno es una moneda de dos caras. Por un lado se puede transformar
en la antesala de una nueva crisis educativa por generar expectativas
que serán difíciles de cumplir; es dudoso que la educación por sí sola
pueda solucionar todos los problemas a los que se enfrentan las
sociedades. Pero por otro lado, es una oportunidad. La mirada sobre la
educación puede convertirse en una mirada sobre las personas desde una
doble perspectiva: como constructoras de esa educación y como fin
último de la propia educación. En el primer apartado de este capítulo
se intentará avanzar desde una somera presentación de los sentidos que
tuvo la educación en la historia de América latina, hacia un
posicionamiento de un conjunto de personas que actúan en el sector,
que podría ser el eje de la construcción de un nuevo paradigma para la
educación latinoamericana desde una perspectiva humanista.
Ese posicionamiento constituye a su vez una determinada
ubicación para interpretar y para actuar en el marco de las reformas
educativas que se llevan a cabo en la región. Pero no es suficiente
como lugar desde donde orientar las miradas. Al mismo tiempo hay que
definir algunos términos que sus documentos repiten hasta el cansancio
y que corren el riesgo den transformarse en conceptos vaciados, en sí
mismos, de todo sentido. De hecho, esos conceptos forman también parte
de la agenda educativa de la región.
Por último, esta agenda incluye dos controversias centrales
estrechamente vinculadas entre sí. La primera se refiere a la unidad
de cambio de la educación y la segunda, a la palanca de ese cambio. Ya
desde 1980 se fue cobrando conciencia y generando consenso en torno a
que el lugar del cambio educativo no puede ser el aula. Numerosas
investigaciones ofrecieron evidencias acerca de que la unidad más
apropiada para la promoción de los cambios educativos tiene que ser la
escuela. Sin embargo, todavía no hay unanimidad acerca de la relación
que existe entre la aceptación del criterio de acuerdo con el cual la
escuela debe ser la unidad de los cambios educativos y las estrategias
que se derivan de allí con respecto al sistema como un todo. Por otra
parte, en ocasiones se tiende a identificar la idea de que la asunción
de ese criterio conlleva una toma de posición en el sentido de
promover la privatización y la prescindencia del Estado en materia
educativa, dejando la dinámica del cambio educativo librada a una
lógica de mercado, cuando en realidad la controversia es otra. Definir
que la unidad del cambio educativo es la escuela no es lo mismo que
definir que la palanca de ese cambio es la dinámica del mercado. Las
decisiones acerca de cuál debe ser la unidad de cambio de la educación
y cuál, su palanca dinamizadora son centrales a la hora de resolver el
más alto nivel de una agenda educativa, porque definen el marco en el
que buscar la construcción de los dispositivos que permitirán
construir los sentidos y las metodologías para mejorar la educación.

LAS BÚSQUEDAS DE SENTIDO PARA LA EDUCACIÓN LATINOAMERICANA

Desde mediados de la década del '80, América latina parece


buscar un nuevo eje que le dé sentido a la educación. En principio,
pareciera que el cambio de milenio encuentra a la región en una nueva
situación. La educación tiene ya sentido para muchos, pero ese sentido
es diferente para cada uno. Dicho en otros términos, hoy en día la
educación es depositaría de una multiplicidad de sentidos, en plural.
No es posible anticipar si esto es o no positivo. De hecho, esta
situación parece haber sido en la última década del siglo xx un
elemento dinamizador en la recuperación de un futuro para la educación
y en la búsqueda de un mejor aprovechamiento de los esfuerzos que se
le dedican. No hay duda de que esa multiplicidad de sentidos se va a
sostener a lo largo de las primeras décadas del siglo XXI; pero
seguramente cada una de las diferentes perspectivas paradigmáticas que
pugnan por incidir en los cambios educativos construirá sus posiciones
desde la asunción de uno o varios de ellos.
Pero no hay futuro sin raíces. No hay sentido hacia el futuro
sin el ejercicio permanente de la capacidad de revisión de los
sentidos del pasado. Por eso, en este apartado se replantearán algunos
aspectos referidos a los ejes que se fueron sucediendo como columnas
vertebradoras del proceso de desarrollo educativo latinoamericano
(Braslavsky, 1987), para presentar luego los posibles sentidos
predominantes en la actualidad y regresar a la búsqueda de este texto:
cómo potenciar la perspectiva humanista en la construcción de un nuevo
paradigma para la educación latinoamericana.

Los sentidos de la educación en la historia latinoamericana

Desde que las sociedades de América latina se propusieron


construir sus propios estados nacionales, independientes de las
metrópolis española y portuguesa, se fueron gestando modelos
educativos vinculados con las prioridades de cada período histórico.
El modelo educativo giró en cada caso alrededor de un eje fundamental
casi siempre sucesivo a otro, asociado con el sentido predominante de
la educación para sus principales promotores. Aun con riesgo de caer
en cierto esquematismo, se puede proponer que, más allá de las
diferencias nacionales, ese eje principal fue en un primer momento la
libertad; más adelante, la construcción y la consolidación del Estado;
después, el progreso de la Nación y finalmente, el crecimiento
(Braslavsky, op. cit).
Los líderes de la independencia latinoamericana propusieron
educar para la libertad. Promovieron un modelo educativo centrado en
la necesidad de conquistar y de consolidar la independencia de la
metrópoli como una forma de conquista de la libertad colectiva de los
pueblos, condición necesaria para la libertad individual de cada uno
de sus integrantes. Esta concepción se perpetuó a través de distintas
corrientes de pensamiento, en particular, del liberalismo político
latinoamericano y de los intelectuales románticos o revolucionarios
herederos del pensamiento jacobino.
La historia de América latina iría demostrando que la libertad
no podía ganarse por un acto de voluntad. Exigía un esfuerzo de
construcción. Ese esfuerzo debía tener un organizador poderoso, que
facilitara la elaboración de consensos y promoviera su traducción en
actos: el Estado nacional.
Los sistemas educativos pasaron a ser productos y
protagonistas privilegiados de la construcción de ese Estado. Las
instituciones educativas se crearon en parte para representarlo y
produjeron una porción significativa de su legitimidad. Esas funciones
les dieron sentido ante sí mismas y ante las élites. A su vez, al
existir, formaron capacidades y transmitieron parcelas de
conocimientos útiles para las personas. Eso les dio sentido para cada
una de esas personas y también para muchas maestras y maestros,
profesores e intelectuales.
Pero la mera existencia del Estado nacional y de las escuelas y
colegios no garantizaba la estabilidad política ni la satisfacción de
las necesidades materiales de la población. En realidad, parecía
difícil garantizar la primera sin avances en el segundo aspecto.
Gracias al desarrollo institucional era posible avanzar en el
desarrollo productivo y en la integración económica al escenario
internacional. Los desafíos del momento -con las asincronías y
peculiaridades de cada caso- se relacionaban con la idea de progreso
como poder (Nisbet, 1996). Poder para producir, poder para comerciar,
poder para gobernar, poder para luchar por mejores condiciones de
trabajo. Poder para integrarse, para participar. Para eso, educar y
educarse. Progreso y educación debían ir de la mano.
Cuando ya las naciones habían progresado en algunos aspectos o,
dicho de otro modo, habían avanzado en su proceso de modernización, se
trataba de que sus economías crecieran.
Debían tener más producción, más ciudades, más comunicaciones, más
salud. Para eso, también, más educación. La educación debía ser el
motor de todas las otras dimensiones del crecimiento, en particular,
del crecimiento económico. Era además un componente del desarrollo
social entendido como movilidad y redistribución de los beneficios del
crecimiento en permanente proceso de interacción con otros.
Las concepciones de educar para la libertad, para la estatidad y
la nacionalidad, para el progreso y para el crecimiento tuvieron un
común denominador. Ese común denominador fue la profunda convicción de
todos los involucrados -promotores, beneficiarios y marginados- de que
la educación debía y podía cumplir funciones muy valoradas, para las
cuales era irreemplazable; ese común denominador fue el optimismo
pedagógico como manifestación y como sustento de una intensa vida
educativa.

La pérdida de sentidos, o el suicidio pedagógico

Alrededor de 1970 el optimismo pedagógico entró en crisis. La


pérdida de confianza en la educación vino de la mano de la pérdida de
confianza en la economía y en la organización política. Fue el período
de las rebeliones y de las primeras hiperinflaciones. También de la
puesta en evidencia de las fisuras y de las debilidades de un modelo
de desarrollo asentado en un "Estado de Bienestar" sin un correlato en
una sociedad fuerte y dinámica que se hiciera cargo de controlar al
que debía ser su propio Estado y no un aparato autonomizado y
alternativamente funcional a una pequeña porción de sí. La educación
era parte de un todo cuestionado como conjunto. Si el todo no tenía
sentido, ¿por qué habría de tenerlo una de sus partes?
En efecto, a comienzos de la década del '70 se puso de
manifiesto que las sociedades contaban con márgenes no despreciables
de libertad y de crecimiento económico. Sin embargo, no habían logrado
satisfacer las necesidades de amplios sectores sociales. Más aun, se
comenzó a poner en duda la pertinencia de la búsqueda de satisfacción
de necesidades a través del crecimiento económico y de la libertad
pública. Se cuestionó la razón de ser de la educación, de los sistemas
educativos, de la escuela. Del optimismo pedagógico se pasó al
pesimismo y del pesimismo, a una suerte de suicidio pedagógico.
La esencia del suicidio pedagógico radica en la pérdida de
capacidad de las teorías acerca de la educación para dotarla de
sentido ante los ojos de los actores y para contribuir a que cada uno
de ellos pueda reflexionar sobre sus prácticas encontrándoles el
propio. Durante la larga vigencia del primer optimismo pedagógico se
justificó la inversión en educación. El gasto público y los esfuerzos
de las familias de sectores populares para enviar a los niños a las
escuelas primarias y a los jóvenes a los colegios secundarios y a las
universidades, así como la mística y la dedicación de los docentes,
tenían una razón de ser. Se educaba con un sentido pretendidamente
general que permitía, además, dotar de sentidos particulares a cada
palmo de recursos y de energía invertidos. La educación se integraba
en las utopías sociales y en las utopías individuales.
Perdido aquel sentido general, fue desapareciendo la razón de ser
de muchas instituciones y de muchas prácticas cotidianas.
Naturalmente, este proceso tuvo una profundidad, ritmos y
características muy distintos en cada país y en cada institución. Pero
pese a las enormes diferencias, es posible decir que en la década del
'80 se cristalizó en América latina la ausencia de un eje movilizador
de todo el quehacer educativo. La pérdida de sentido de la educación
se vivía diariamente, mientras que las críticas se multiplicaban y se
agudizaban.

La construcción de sentidos para la educación del siglo XXI

El salto cualitativo de la década del '90 fue la búsqueda de nuevos


sentidos para la educación. Las naciones latinoamericanas no podían ni
pueden permitirse el lujo de mantener una educación de cuyo sentido no
estén convencidas. La búsqueda de mayor competitividad internacional
de la economía, por un lado, y la profundización de los extendidos
bolsones de pobreza y de desocupación, por el otro, atentaban contra
la continuidad de la asignación de altos porcentajes de los
presupuestos nacionales -aunque en décadas anteriores hubieran
disminuido- y de fuertes inversiones monetarias, personales y
familiares a una práctica social sin sentido.
Una de las primeras señales de re-atribucion de sentido a la
educación latinoamericana fue el reconocimiento de la necesidad y de
su posibilidad de contribuir a una “Transformación productiva con
equidad" (CEPAL-UNESCO, 1992). En pleno auge del neoliberalismo
educativo en el mundo -cuando en Chile se acababan de municipalizar
los servicios sin ninguna previsión respecto del impacto de esa
municipalización sobre la calidad de la educación de los sectores
populares y sobre la productividad global de la economía nacional-,ese
mensaje se sumó a las voces que comenzaron a reivindicar la educación
en los contextos de reactualizacion de la perspectiva democrática y
contribuyó fuertemente a recolocar a la educación en la agenda de
prioridades de las sociedades y de los estados latinoamericanos.
El texto "Transformación productiva con equidad comparte con el
primer optimismo pedagógico la intención de buscar nuevos sentidos
para la educación en sus contribuciones al desarrollo social. La
búsqueda de profundización de la perspectiva humanista en los procesos
de transformación de la educación latinoamericana asume esta posición.
Pero en la versión que se intenta desarrollar surge una necesidad más:
atribuir sentido a la educación por su importancia
directa para las personas y no por su importancia indirecta,
través de sus contribuciones a la economía, a la política, y a la
integración y cohesión sociales.
La gran variedad de atribuciones de sentido para la educación de
los siglos XIX y XX estuvo ligada a la diversidad de imágenes de
futuro. Hoy esto ha cambiado para un sector muy importante de quienes
piensan la educación. En la mayoría de los casos, no hay imágenes de
futuro. Los sectores progresistas y humanistas adhieren a principios y
a valores. Desean una sociedad en la que todos lleven una vida de
calidad. Algunos rescatan el crecimiento y la productividad como
palancas privilegiadas para alcanzar esa vida de calidad; otros
continúan enfatizando el valor de la libertad. Hay una valoración más
generalizada de la democracia. Se toma nota de la globalización y de
la mundialización de la economía. Se asume con entusiasmo o a desgano
la necesidad de incrementar la competitividad para encontrar formas de
inserción en el amplio escenario mundial. Nadie se atreve a negar que
una de las consecuencias más riesgosas de las nuevas tendencias es la
creciente marginación social.
Esa falta de imagen de sociedad deseada con contornos precisos
puede ser decodificada en clave de desconcierto o en clave de
oportunidad. Quienes la decodifican en clave de desconcierto quedan
desarmados para reemplazar una educación unánimemente criticada.
Quienes, en cambio, la decodifican en clave de oportunidad pueden
ubicar en el centro de la búsqueda de sentido para la educación
latinoamericana del siglo XXI la formación de los sujetos de una
sociedad desconocida en la cual la calidad de vida de las personas sea
pivote y razón de ser.
La perspectiva humanista para construir un nuevo paradigma
educativo para la educación latinoamericana del siglo XXI concibe a la
historia como una construcción de los seres humanos que pugnan por ser
sujetos. El sujeto es, si se quiere, un actor que construye su propio
libreto y lo cambia durante su actuación. Es potencia en permanente
proceso de inacabada realización y define por sí la dirección de esa
realización. Asumir esta concepción implica una fuerte confianza
básica en los seres humanos y una inevitable desconfianza en la
preconcepción cerrada de escenarios por alcanzar, en la construcción
de aparatos de imposición y de coerción, y en la demanda de aplicación
de recetas elaboradas por líderes y vanguardias.
La perspectiva humanista no niega la existencia de intereses de
grupos y de clases, pero sí supone que existe la posibilidad de que
pese a ellos muchos sujetos distintos sean capaces de percibir los
riesgos de las luchas despiadadas y los beneficios de los acuerdos y
de la construcción de sociedades con mayores oportunidades de
integración y de cohesión. Propone analizar y juzgar todas las
políticas y estrategias en materia educativa por su contribución a
facilitar actuaciones de las personas y de los grupos humanos en tanto
sujetos, por un lado, y para la formación de sujetos, por otro.
La perspectiva humanista no niega tampoco la necesidad de que la
educación realice una serie de contribuciones al desarrollo económico,
político y social, pero sí enfatiza que esas contribuciones siempre
serán limitadas y deberán ser analizadas en términos de su
compatibilidad con la realización de la potencialidad de todas las
personas en tanto sujetos en permanente proceso de realización.

Los sujetos del siglo XXI

El paradigma humanista asume que los sujetos del siglo XXI


deberán ser capaces de protagonizar un proceso hacia lo desconocido,
de manejarse más con la incertidumbre que con certezas.
En la dimensión política, la incertidumbre está asociada con la
consolidación democrática. Las democracias latinoamericanas son
jóvenes. A veces son frágiles. No son suficientes las elecciones
periódicas. La continuidad institucional equilibrada con la
innovación, la alternancia en el poder, la independencia de los
poderes republicanos y la plena subordinación de las fuerzas armadas a
los poderes públicos y la paz derivada de la existencia de reglas de
juego claras y respetadas para la toma de decisiones colectivas son
aspectos en proceso de construcción, pero también, de desconstrucción
permanente.
Por otra parte, una de las pocas certezas del escenario
económico es que será inestable y cambiante. Se anticipa que en el
futuro cada persona tendrá que cambiar de ocupación y aun de profesión
varias veces en su vida (Lesourne, 1993). Se sabe también que habrá
que inventar trabajo (Rifkin, 1996) o abandonar la utopía del pleno
empleo reemplazándola por la utopía de la multiactividad y de la
disociación del ingreso para la satisfacción de las necesidades
básicas respecto de las oportunidades de desempeñar un trabajo
productivo (Gorz, 1998). Pero nadie sabe muy bien cómo.
Procesos tales como las migraciones, la coexistencia en espacios
reducidos de culturas muy diferentes y la aceleración en la
conformación de culturas generacionales (Beck, 1998) hacen más
evidentes las diversidades y también acrecientan la incertidumbre. Lo
que no se conoce y re-conoce produce angustia, resistencia,
agresividad. Se trata de que despierte curiosidad e interés.
En el contexto descripto parece relevante el intento de delinear
y poner en discusión ciertas características de estos sujetos
protagonistas de la incertidumbre. En la lectura y en el
posicionamiento que se propone hacia un paradigma educativo humanista
se enfatizan su competencia y su identidad al mismo tiempo múltiple.
No hay sujeto sin competencia. Hay -a lo sumo- actores rutinizados.
Tampoco hay sujeto sin identidad. Hay -cuando mucho- instrumentos de
decisiones ajenas.

Las competencias

El concepto de competencia reconoce diversos orígenes y -como


muchos otros- es objeto de fuertes controversias (véase, por ejemplo,
Ropé y Tanguy, 1994). Precisamente por eso es también objeto de
enriquecimiento y de revisión permanente.
La idea de formar personas competentes no es idéntica a la de
formar personas competitivas. Mientras que las personas competentes se
referencian en la capacidad de resolver situaciones problemáticas de
manera satisfactoria para los involucrados, las personas competitivas
se referencian en la capacidad de ser mejores que otros.
Su propuesta como dimensión constitutiva de los sujetos desde la
perspectiva de identificar el sentido de la educación con la formación
de esos sujetos se debe a la fertilidad que puede tener para
reemplazar la idea de que la educación tiene como función transmitir
información y conocimientos, reconociendo al mismo tiempo el
inestimable valor formativo que tienen la manipulación de la
información y la construcción de conocimientos en la formación de
personas competentes (Perrenaud, 1997). Los sujetos competentes no
necesariamente deben ser eruditos. No se requiere privilegiar la
posesión de información que de todos modos será rápidamente caduca.
Pero sí deben dominar las estrategias de búsqueda y de procesamiento
de la información -en permanente crecimiento y renovación- que
necesitarán para hacer frente a lo inesperado.
Deben estar equipados para lidiar con el mundo y ser capaces de
sentirse bien, y de integrarse como miembros de los sistemas sociales
en los que participan junto a sus familias, sus organizaciones, sus
sociedades y sus pares (Perkins,1997) sin someterse a sus
restricciones y pugnando por refundarlos permanentemente (Touraine,
op. cit). Deben, en síntesis, "saber hacer con saber y con conciencia
respecto de las consecuencias de ese hacer" (Braslavsky, 1993).
De hecho, todas las personas son competentes. Nadie es
absolutamente incompetente. Pero además, son las mismas personas
quienes desean y buscan ser más competentes. ¿Quién quiere sentirse
incompetente frente a un problema? ¿Quién prefiere a una enfermera o a
un médico no competente?
Una buena experiencia educativa es uno de los únicos caminos
posibles para elevar los niveles de competencia a través de una acción
planificada y sistemática. Si no la provee la escuela, entonces habrá
que inventar otra institución. Pero, ¿cómo inventar una institución
sin partir de las que ya existen? La escuela moderna, secular, hasta
por momentos anticlerical, fue inventada en los monasterios y en las
iglesias. Jan Amos Comenio y Juan Bautista de La Salle (ambos
clérigos) sentaron buena parte de sus bases metodológicas.
En la configuración de la competencia de cada persona y de cada
grupo humano intervienen diversas capacidades que se aplican a los
diferentes ámbitos de su quehacer. De esta manera, después de varias
elaboraciones (véase especialmente Braslavsky 1992 y 1993), se propone
que las competencias se pueden analizar desde dos entradas diferentes.
La primera es desde la persona que las desarrolla. La segunda es en
los ámbitos donde las aplica.
Desde la perspectiva de la persona que construye su competencia
se pueden distinguir diferentes dimensiones: 1) cognitiva, 2)
metacognitiva, 3) interactiva, 4) práctica, 5) ética, 6) estética,
7)emocional y 8) corporal.
La dimensión cognitiva de la competencia personal se refiere a
los procesos internos necesarios para operar con los símbolos, las
representaciones, las ideas, las imágenes, los conceptos u otras
abstracciones (Coll, 1992). En ella se pueden distinguir habilidades
analíticas y habilidades creativas (Duschatzky, 1993). Las primeras se
vinculan con la operación con los elementos que intervienen en la
conformación de una totalidad compleja. Las segundas consisten en la
capacidad de interpretar esos elementos y de utilizarlos en la acción.
La dimensión metacognitiva de la competencia personal se
relaciona con la toma de conciencia de los propios procesos del
aprendizaje a través de la reflexión sobre ellos; con la capacidad de
advertir los propios errores y de reaccionar ante ellos con la
preparación para corregirlos.
La dimensión interactiva de la competencia personal se refiere a
la capacidad de los sujetos de participar como miembros de grupos de
referencia próximos, tales como la familia y los grupos de pares.
Incluye la aceptación del disenso, el ejercicio del liderazgo y
también la aceptación del liderazgo de otros, la capacidad para
enseñar y para aprender con otros. Se vincula también con la capacidad
de interactuar en ámbitos más amplios, y de modo muy especial, en los
espacios públicos. Incluye la capacidad de confrontarse con proyectos
globales complejos, planteando posiciones propias y contrastándolas
con las de otros, para concertar caminos nuevos.
La dimensión práctica de la competencia personal hace referencia
a un saber hacer con recursos. Las propuestas mas elaboradas respecto
de qué habilidades prácticas deberían formarse en las escuelas
provienen del mundo del trabajo (Comisión SCANS para América 2000,
1992). Pero en el escenario descripto no es posible dudar de su
importancia también para un mejor manejo de la vida privada y un mejor
desempeño en los escenarios públicos. Si bien suponen procesos
coenitivos y metacognitivos, se manifiestan siempre en acción con
elementos materiales. Las habilidades organizativas son su columna
vertebral. El manejo de recursos tales como el dinero, el espacio y el
tiempo tiene gran importancia dentro de ellas.
La dimensión ética de la competencia personal se refiere a la
capacidad de distinguir lo bueno de lo malo en el complejo espacio que
se extiende desde la aceptación de algunos valores universales, tales
como el derecho a la vida y la capacidad de sostener en los actos y en
contextos hostiles las propias pautas culturales, como la creencia en
una u otra religión o en una u otras pautas de convivencia, amor y
crianza.
La dimensión estética de la competencia personal se relaciona
con la capacidad de distinguir lo que es bello para uno de lo que no
lo es, también en el complejo espacio que se extiende desde lo
temporal y culturalmente condicionado hasta lo que se abre paso como
más persistente a través de diversas culturas y de distintos tiempos.
El mercado está inundado de best-sellers dedicados a la
inteligencia emocional. Abandonados durante un largo periodo de la
historia educativa, los afectos recuperan un espacio entre las
preocupaciones de los adultos que fueron formados en las escuelas que
los olvidaron. Se reconoce la importancia que tiene para las personas
poder automotivarse, persistir en la prosecución de los propios
objetivos y distinguir y orientar sus sentimientos agradables o
perturbadores (Goleman, 1996). Se da por sentado que las emociones
también se forman.
La dimensión corporal de la competencia personal se refiere a
las capacidades para proyectar el dominio del cuerpo de manera
adecuada a las propias necesidades y pertinente a las relaciones con
los demás y con el ambiente.
Desde la perspectiva de los ámbitos de realización de estas
competencias, se pueden distinguir: 1) el ámbito de la naturaleza, 2)
el de la sociedad, 3) el de las creaciones simbólicas y 4) el de las
creaciones artificiales o tecnológicas.
Los sujetos del siglo XXI deberán orientarse en su hábitat, que
es a la vez local, regional, nacional y universal, equilibrando la
utilización y la preservación de los recursos naturales. Esto quiere
decir que deberán ser competentes para reemplazar las dos concepciones
predominantes de la vinculación entre el hombre, la técnica y la
naturaleza: la positivista y la apocalíptica (de Haam, 1987; Biagini,
1996). Desde Bacon hasta Adorno se pensó en la dominación de la
naturaleza a través de la técnica en beneficio de los hombres. Con la
aparición de las dificultades que estas concepciones acarrean para el
progreso de la humanidad, surgieron concepciones alternativas. La
primera visión predecía una humanidad con un futuro promisorio gracias
a los avances tecnológicos. La segunda auguraba una humanidad sin
futuro, consecuencia de esos mismos “avances”. Ninguna de las dos
alternativas "está escrita”. El desafío radica en formar a los sujetos
que avancen en la consolidación de un nuevo equilibrio entre los
hombres, las mujeres, las tecnologías y la naturaleza.
El ámbito de la sociedad se refiere al empleo y a la
transformación de las formas de organización e interacción que
caracterizan a los grupos humanos organizados. En este contexto, el
concepto de sociedad pretende dar cuenta de la totalidad de los
procesos y de las relaciones en los que intervienen los hombres y las
mujeres en un tiempo y en un lugar. Esa totalidad involucra las
relaciones económicas, las estructuras de poder y las mediaciones que
caracterizan al nivel político. Involucra también a las relaciones de
propiedad y a las pautas de distribución de la riqueza.
El ámbito de las creaciones simbólicas se relaciona con el
empleo y con la transformación de los distintos lenguajes que los
seres humanos utilizan para comunicarse entre sí. En este siglo que
comienza, todos los hombres y mujeres deberán tener un dominio acabado
de su lengua materna -originaria o nacional-, para poder utilizarla
oralmente y por escrito, pero si esa lengua no es la nacional,
requerirán esta última al igual que una lengua extranjera. Necesitarán
además manejar lenguajes artísticos muy variados, en particular el
lenguaje audiovisual, con sus códigos propios, poco reflexionados y
que la mayoría de los adultos conoce de manera tan elemental.
La delimitación de un ámbito tecnológico parece necesaria desde
otra de las pocas certezas del escenario actual, que acompañan a
tantas incertidumbres. Las nuevas tecnologías seguirán penetrando en
la estructura productiva de los países y en las vidas cotidianas de
las personas, coexistiendo con tecnologías viejas. Invadirán desde los
pequeños comercios de barrio hasta las grandes plantas industriales.
En consecuencia, la posibilidad de desempeño laboral y de realización
personal estará regida cada vez más por la capacidad que tengan los
sujetos de poner en juego las dimensiones cognitiva, metacognitiva,
práctica, interactiva, corporal, emocional, ética y también estética
de su ser competente al ámbito de las tecnologías. Esa capacidad
debería garantizarles la posibilidad de establecer un vínculo de
equilibrio con ellas sin rechazarlas ni mitificarlas, superando
visiones mesiánicas o de negación radical (Noller y Gerd, 1991).
La posibilidad de esa superación dependerá de la forma en que
las personas puedan desplegar su capacidad analítica de discriminar
cuándo y por qué es conveniente emplear una u otra oferta tecnológica,
hasta la capacidad metacognitiva de aprender de cada opción para
realizar posteriormente otras mejores. Dependerá también de que puedan
desarrollar la dimensión ética de su condición competente para evaluar
las consecuencias de esa opción, y de utilizar los resultados de esa
evaluación en la decisión. Se trata incluso de que puedan aplicar su
capacidad estética para seleccionar equipos en consonancia con gustos
propios o ajenos, por ejemplo, de hijos, colegas o clientes.
Tanto desde la perspectiva de los ámbitos de realización, como
desde el punto de vista de las personas que las desarrollan, es
evidente que los límites entre las diversas dimensiones de su ser
competente son difusos, que su distinción tiene un fuerte sesgo
analítico y que tal vez habría que representarlas más como conjuntos
que se intersectan que a través de cualquier forma lineal. Porque el
esfuerzo deberá estar siempre en la búsqueda de la competencia
múltiple del sujeto, puesto que sólo ella fortalecerá su posibilidad
de actuación multidimensionada.
Revisando la definición inicial, se puede ahora también proponer
que el sujeto competente es aquel que ha internalizado un conjunto de
procedimientos que involucran una serie de capacidades que pueden
organizarse en dimensiones de ese ser competente, y en quien tanto
esas dimensiones como los mismos procedimientos internalizados están
en permanente proceso de revisión y perfeccionamiento porque los
aplica a la resolución de un sinnúmero de problemas materiales o
espirituales, prácticos o simbólicos, haciéndose cargo de las
consecuencias.
Sin embargo, si se logra reorientar a la escuela y a los
sistemas educativos hacia la formación de personas competentes, el
futuro puede ser mejor que el presente, pero aun es posible que no sea
suyo. Puede ser un futuro donde muchos problemas estén resueltos,
donde la acción sea efectiva y eficaz, pero donde muchas personas no
se sientan realizadas, no puedan ser felices y se sientan extrañas.
Por eso es necesario fortalecer las identidades al mismo tiempo
que se forman las competencias.

Las identidades

Por identidad se entiende la elaboración subjetiva de la relación


entre la continuidad y la discontinuidad biográfica y de la
consistencia e inconsistencia de una persona y de un grupo en relación
con sus necesidades personales y con las agencias sociales. La
identidad es la elaboración compleja de la "percepción inmediata de la
propia igualdad y continuidad en el tiempo y [de] la percepción
asociada a ella, de que también los otros reconocen esa igualdad y
continuidad”. (Erikson 1980). La identidad es conciencia histórica
(Braslavsky, 1993), "sentido del yo" (Gardner, 1995), es el núcleo
sólido de las personas y de los grupos que les permite soportar la
incertidumbre. Todo es incierto, todo cambia; pero yo (persona, grupo,
sociedad) sigo -pese a los cambios externos y a mis propios cambios-
"idéntico/a" a mí mismo/a. El fortalecimiento de la identidad, y sobre
todo, el fortalecimiento de la identidad compartida por cada persona
con las otras es la trama en la cual las competencias de las
diferentes personas se pueden ir proyectando conjuntamente a través de
la construcción colectiva de ese futuro no preestablecido.
La posibilidad de vivir juntos depende intensamente de la
aceptación de que la identidad de cada persona y de cada grupo es
plural. Toda persona posee al mismo tiempo una entidad familiar y
varias identidades referidas a los distintos grupos con los cuales
comparte tradiciones, historia, valores o prácticas. Esos grupos
pueden ser de carácter religioso étnico, local, nacional,
supranacional constituidos en torno a intereses artísticos,
científicos, filosóficos o de cualquier otra naturaleza. Pueden,
además, estar estructurados en tomo a ideologías o prácticas políticas
o sociales. La multiplicidad de identidades le permite a cada uno
encontrarse con muchos otros. Su unilateralidad se lo impide.
Prácticamente desde los orígenes de los sistemas educativos
latinoamericanos se sostuvo que debían contribuir a formar la
identidad nacional. En el contexto de diversas posiciones, primero
predominó aquella que consideraba a la identidad nacional
fundamentalmente como el conocimiento de un panteón de próceres, el
cumplimiento de ciertos rituales, la creencia en una determinada
historia e incluso la participación en una única religión. Los
sistemas educativos debían contribuir a formar la dimensión nacional
de la identidad de los niños y de las niñas ofreciéndoles ciertos
contenidos para que los aprendieran y repitieran. Esos contenidos eran
de tipo táctico o conceptual (cuándo sucedieron las revoluciones de la
independencia, quiénes fueron los padres fundadores de la Patria y
otros afines) o de tipo actitudinal (izar la bandera, desfilar como
soldados).
La Nación era algo externo, creado por hombres que antecedieron
a cada una de las generaciones y de los niños y de las niñas en
proceso de construcción de su identidad. Esa construcción se podía
considerar lograda si esos alumnos se apropiaban de los datos más
importantes de la historia oficial, respetaban los símbolos y cumplían
los rituales. La mayor parte de los libros y de las prácticas
pedagógicas de cada país compartían esa concepción. Ofrecían una
historia que incluía a los blancos católicos, a los símbolos patrios,
a sus personajes en desfiles militares, yendo al ejército, volviendo
de la guerra. Cuando la fase guerrera del proceso de constitución
nacional concluyó, el ejército fue reemplazado por la escuela.
Con excepción de México y de algún otro país, las poblaciones
originarias y africanas casi no integraron esa narración o lo hicieron
en forma subordinada o negativa.
Las fuentes de las que se abrevaba para proponer experiencias
educativas eran parciales y en muchos casos, ajenas. Las escuelas
ofrecían a los contingentes de poblaciones originarias, de raíz
africana y de inmigración no hispánica, una selección de contenidos
que excluía a los que correspondían a sus orígenes, a una o varias de
las dimensiones más fuertes de las identidades de sus padres, tales
como la étnica y la religiosa. Desde las escuelas, se produjo lo que
Le Goff (1991) denominaría un proceso de expropiación de la memoria de
muchos de los grupos que sucesivamente se iban incorporando a ellas.
La imposición monopólica del español con exclusión de las lenguas
propias de los pueblos americanos originarios contribuyó de modo
significativo a esa expropiación. Pero también, paradójicamente, a la
propia posibilidad de construcción de una identidad nacional
integradora en cada país. El costo de lograr cuotas distintas -pero
siempre existentes- de integración fue obturar el despliegue creativo
y el enriquecimiento cultural asociados con la diversidad.
Actualmente se reconoce el valor de la diversidad. El nesgo es
que se pierda el valor de la cohesión y de la integración a través de
una identidad compartida. Los sujetos del siglo XXI ganarían en
oportunidades para realizar su potencialidad en la medida en que la
escuela se constituyera en un escenario de construcción simultánea de
identidades parciales y diversas, y de identidades compartidas. Esas
identidades compartidas pueden ser nacionales o supranacionales. Se
trata de que se asienten en la construcción y en el fortalecimiento de
un imaginario compartido que, con raíces en pasados diferentes
conocidos y tolerados, crezca como un sólido tronco contenedor de las
diferencias.
La perspectiva humanista hacia la construcción de un nuevo
paradigma educativo para América latina debería, según nuestro modo de
ver, enfatizar que el sentido de la educación es la formación de
sujetos en su doble dimensión: instrumental y de identidad. Las demás
reflexiones y propuestas acerca de las finalidades de la educación
pueden llegar a ser imprescindibles racionalizaciones, argumentos para
atraer recursos e involucrar -desde su lugar- a distintos actores,
incluso con intereses contrapuestos, y para realizar juntos parte de
los recorridos.
Por otra parte, las demás propuestas que se formulan acerca de los
sentidos para la educación del siglo XXI también son legítimas. Es
lícito plantear la necesidad de construir más y mejor educación para
consolidar la democracia y para fortalecer la competitividad
económica, porque las evidencias demuestran que no hay democracia
sustentable sin crecimiento económico, ni crecimiento económico
sustentable sin democracia, que no hay paz sin ambas y que el
crecimiento económico, la democracia y la paz no se sostienen
simultáneamente a través del tiempo si no se garantiza más y mejor
educación (Przeworski, 1998). Pero es riesgoso para los educadores y
para los políticos creer que alguna de esas finalidades es la
verdadera y última razón de ser de la educación. A partir de esa
creencia se le pueden atribuir falsas responsabilidades por procesos
de corto y mediano plazo que de ningún modo dependen sólo de ella.

LOS CONCEPTOS ESTELARES DE LA AGENDA EDUCATIVA EN EL CAMBIO DE SIGLO

La afirmación respecto de la necesidad de educación para la


formación de los sujetos del siglo XXI no significa en modo alguno la
aceptación de la necesidad de "la" escuela ni de "los" sistemas
educativos. Mucho menos la aceptación de la necesidad de "estas"
escuelas ni de "estos" sistemas educativos.
Se ha expresado en otro texto (Braslavsky, 1995) que si bien
siempre que existen personas y sociedades (que, por otra parte, sólo
existen en asociación) hay educación, eso no significa que siempre
tengan que existir escuelas y sistemas educativos tal como los
conocemos hoy en día. En efecto, las escuelas y los sistemas
educativos actuales se han desarrollado como las formas
institucionales o sistemas expertos (Giddens, 1993) más aptos para
garantizar cierta educación en las condiciones económicas, sociales,
tecnológicas y simbólicas del siglo XX. Pero esas condiciones se están
modificado de manera tan radical que es imposible pensar que esas
formas institucionales puedan permanecer sin cambios tan profundos que
las hagan prácticamente irreconocibles a los ojos de hoy.
Sin embargo, y como ya se anticipó, parece al mismo tiempo
difícil pensar en la invención de nuevas formas institucionales para
garantizar la educación del siglo XXI que no capitalicen las formas
institucionales existentes.
Las reflexiones en torno a la necesidad y a la posibilidad de
reinventar las ofertas institucionales para educar desde dentro mismo
de las ofertas actuales se originan en los márgenes del suicidio
pedagógico, cuando parte de la investigación educativa comenzó a
reconstruir una demanda para cambiar las escuelas y para democratizar
los sistemas educativos.
Esas reflexiones tuvieron lugar después de varios
descubrimientos que lograron mayor elaboración y visibilidad a partir
del cambio de mirada posibilitado por las transformaciones económicas,
políticas y sociales que se produjeron hacia fines de la década del
'80. Uno de ellos consistió en preguntarse por qué los sectores
populares insistían en sus esfuerzos por asistir a las escuelas si la
educación que recibían allí no les era útil (Tedesco, Braslavsky y
Carcioffi, 1982). Otro más tardío propuso que las peculiares
características de las formulaciones críticas a las escuelas y a los
sistemas educativos, en lugar de abrir las puertas para su
transformación ofrecían argumentos a los grupos y a los sectores
interesados en su desfinanciación (Filmus, 1991). Un tercer hallazgo
consistió en demostrar que, a pesa/de que contribuían a diversas
formas de discriminación, los sistemas educativos amortiguaban
procesos de deterioro y de marginalización social y económica (véase,
por ejemplo, M. De Ibarrola y Ma. A. Gallart, 1994).
La comunidad de contexto y la visibilidad de esas reflexiones
parecen ser algunas de las condiciones que llevaron a construir una
retórica común para aludir a las necesidades de cambio educativo.
Esa retórica común consiste en una serie de palabras o
"conceptos estelares" (Carrizales Retamoza, 1991) utilizados por la
gran mayoría de los productores de la agenda pública acerca de la
educación. Investigadores, políticos, empresarios, profesores
universitarios, funcionarios públicos y comunicadores aceptan un mismo
conjunto de palabras o conceptos estelares. Con ellos se cree poder
orientar los rumbos de la educación. Aparecen en forma reiterada en
distintas producciones académicas e institucionales,
intergubernamentales, gubernamentales y sindicales (SNTE, 1994). En
algunos casos su uso tiene lugar en asociación con las búsquedas de
nuevos sentidos para la educación (Demo, 1986; Rama, 1986; Saviani,
1986; Tedesco, 1987; García Huidobro, 1989; Muñoz Izquierdo, 1988),
pero otras veces estos términos se hacen autónomos y parece que su
formulación pudiese dotar por sí misma de sentido a la educación.
Constituyen lo que se podría considerar un núcleo transversal a varias
perspectivas paradigmáticas. Son términos suficientemente abstractos
para admitir diferentes interpretaciones y realizaciones, pero a la
vez lo bastante acotados para delimitar un espectro de alternativas
dentro de cierto campo de posibilidades.
Los tres conceptos estelares de diversas visiones que atraviesan
diferentes perspectivas paradigmáticas y que pugnan por orientar las
reformas y los cambios educativos son "calidad", "equidad" y
"eficiencia". Algunas perspectivas que difieren en aspectos
fundamentales coinciden sin embargo en agregar "participación".
Definir en exceso los conceptos estelares restaría posibilidades
a la concertación entre personas y grupos diferentes pero capaces de
construir juntos algunas tramas de una nueva educación si la amplitud
del camino es suficientemente inclusiva. No reflexionar sobre ellos
inhibiría su potencia. La alternativa es definirlos para cada uno sin
pretender necesariamente una definición compartida entre todos. Por
otra parte, cada uno de esos conceptos estelares interjuega con
conceptos estelares del pasado. En consecuencia, una buena estrategia
para acercarse a una definición más consistente para nosotros es
intentar agudizar ese interjuego potenciando así a cada concepto
estelar por su relación con otros de mayor tradición en las tendencias
de la educación latinoamericana.

Hacia la expansión con calidad

Hacia fines de la década del '50 del siglo XX, la escuela y los
sistemas educativos latinoamericanos participaban de una tendencia
universal. Habían dejado de ser instituciones de orden estrictamente
nacional y se habían inscripto en el proceso de internacionalización
de la educación (Adick, 1995; Schriewes, 1996; Martínez Boom y otros,
1995). Primero, la escuela se había convertido en una institución
conocida por todos. Segundo, las escuelas habían pasado a estar
contenidas en sistemas educativos estructuralmente similares de país a
país y compatibles entre sí. Tercero, las reformas y las políticas
educativas, tanto desde el punto de vista discursivo como desde el
punto de vista de la construcción de dispositivos normativos e
institucionales, habían empezado a definirse y a resolverse en una
suerte de escenario, cuanto menos, supranacional.
La elaboración de planes o de emprendimientos regionales que
llevaran a la escolarización total de la población de América latina
fue uno de los principales indicadores del proceso de
internacionalización de la educación. A través de ellos se trató de
sistemas educativos adquirieran una serie de características
universalmente identificadas como deseables.
En los hechos, la expansión educacional en América latina
registró índices extraordinariamente elevados, tanto si se los compara
con los de otras regiones del mundo, como si se los relaciona con
cualquier antecedente histórico conocido. La región experimentó en
pocas décadas un proceso que en muchos países desarrollados se
prolongó durante más de un siglo (Filgueira, 1980). Hacia 1980 la
mayoría de los países de la región había alcanzado altos índices de
escolarización y algunos de ellos habían logrado avanzar en
significativos procesos de reestructuración y de modernización.
En el contexto del suicidio pedagógico se produjo un fugaz
desconcierto frente al hecho de que, en la mayoría de los países, la
educación seguía expandiéndose aunque no se correlacionaba con ningún
indicador de desarrollo económico y social, ni de mejoramiento masivo
de la calidad de vida de las personas.
La obstinación de las poblaciones (Filmus y Frigerio, 1988), más
incluso que la existencia de políticas estatales adecuadas, fue
logrando que hacia 1980 más de ocho de cada diez alumnos de una misma
cohorte permanecieran por lo menos durante siete años en los
establecimientos que ofrecen educación primaria o general básica. Sólo
a la edad de trece años comenzaban a abandonar las escuelas
definitivamente (Tedesco y Schiefelbein, 1995). La pedagogía, la
sociología y las políticas educativas podrían haberse suicidado
paralelamente a la ausencia de demandas económicas, políticas y
sociales para la educación pero, desde su vocación de sujetos, las
personas persistían en sus esfuerzos para que sus hijos la tuvieran.
Sin embargo, pocos años después se demostró que el hecho de que los
niños y jóvenes asistieran durante muchos años a la escuela no
implicaba necesariamente que realizaran los aprendizajes deseados ni
mucho menos los necesarios para ser protagonistas en el siglo XXI
(Carnoy y De Moura Castro, 1997). Los niños y los jóvenes de la región
aprendían y siguen aprendiendo, pese a algunas modestas mejoras, menos
del 50 % de lo básicamente esperable de acuerdo con las expectativas
oficiales.
Esa realidad admitía al menos dos interpretaciones. La primera
era que la escuela no valía la pena. La segunda era la insuficiencia y
hasta la falta de conveniencia de seguir alentando procesos de
expansión escolar mientras no se acentuara la preocupación por la
calidad de la educación.
Como ya se anticipó, la reactivación del interés por la
educación en la agenda pública vino de la mano de la búsqueda de un
modelo de desarrollo que permitiese a los países de América latina
insertarse en los innegables procesos de globalización y de
modernización tecnológica, de la reactivación del interés y del
compromiso con la democracia, y fue facilitada por ciertos hallazgos
de la investigación. Esa constelación de factores permitió fallar a
favor de la segunda de las interpretaciones presentadas. El
pensamiento hegemónico optó por la concepción de acuerdo con la cual
no se trata de negara valor de la educación formal, sino de considerar
que la exclusiva permanencia de la población en las escuelas durante
un gran número de anos no es suficiente. Se puede permanecer en las
escuelas y seguir marginado de los procesos del conocimiento y de la
formación que posibilitan la construcción de competencia y de
identidad.
Por eso, un gran desafío para la primera década del 2000
consiste en lograr que la expansión educativa se consolide y complete
y que revierta en aprendizajes efectivos para el siglo XXI, es decir,
que se alcance otra calidad educativa.
Para las perspectivas humanistas, esa calidad pasa por la
formación de competencias y de identidad al mismo tiempo, tanto que
para las perspectivas tecnocráticas esta mas circunscripta a la
formación de competencias, y en particular, de algunas de ellas: las
cognitivas, las prácticas y, en sus versiones más modernas, las
interactivas. El sujeto se reduce a una persona que puede hacer con
otros pensando sobre ese hacer pero no necesariamente relacionándolo
con las consecuencias éticas sobre otros y en el mundo. Para ciertas
perspectivas conservadoras, la calidad de la educación parece
consistir en la preservación de las identidades de cada grupo, no en
la recuperación de las múltiples identidades de todos los grupos con
vocación de enriquecimiento y de proyección. En sus versiones más
fundamentalistas, priorizan incluso la imposición a todo el conjunto
social de esos valores que desean conservar. Para las perspectivas
liberales, en cambio, la cuestión de las identidades puede ser una
prioridad. Su preocupación por la libertad tiene sus raíces en la
lucha contra la imposición conservadora de valores tradicionales y en
la búsqueda de afirmación del sujeto. Por eso, en parte, el
neoliberalismo es en cierto modo una paradoja antiliberal. En su
opción por el mercado como palanca de cambio limita tanto la
posibilidad de realización de la libertad de algunos grupos y
personas, que habilita y fortalece las posibilidades de imposición
conservadora y de legitimación de un consistente orden
estamentalizado. De allí que, aun siendo diferentes, en la acción
práctica las perspectivas neoliberales y las neoconservadoras puedan
converger y fortalecerse mutuamente.

Hacia la igualdad con equidad

La presentación de un componente para revisitar la proclama


educativa del fin de siglo desde una perspectiva humanista que incluya
dos términos aparentemente diferentes, y que en algunos debates
políticos aparecen como opuestos o contradictorios, responde a la
necesidad de distinguir entre distintos tipos de igualdad. Por un
lado, la igualdad jurídico-política, o igualdad ante la ley, que hace
referencia a la formulación y garantía de los mismos derechos y
deberes para todos. Por otro, la igualdad de oportunidades, que hasta
comienzos de los '70 tendía a considerarse como garantía suficiente
para el cumplimiento de los derechos universales, sobre todo del
educativo.
El principio de igualdad de oportunidades puede tener a su vez
dos acepciones. En primer lugar significa igualdad de acceso, es
decir, igual reconocimiento a igual mérito. Esta acepción está en la
base de fuertes movimientos democratizadores de la educación de los
siglos XIX y XX, sintetizados en la conocida frase de una "carrera
abierta al talento" (Hobsbawm, 1982). La segunda acepción significa
"igualdad de puntos de partida", esto es, igualdad en las condiciones
iniciales para lograr la igualdad de acceso a los espacios a través de
los cuales se logra el cumplimiento de los derechos fundamentales.
Desde mediados del siglo XIX hasta la década del '70 de nuestro
siglo, la gran mayoría de los pedagogos y políticos humanistas
aceptaron las dos acepciones de igualdad de manera indiferenciada.
Desde la proclama política se demandaba la necesidad de garantizar la
igualdad jurídico-política y la igualdad de oportunidades, concebida
como el acceso a formas homogéneas de educación, a un modelo único de
educación básica para todos durante la mayor cantidad de años posible.
Por lo general, las voces alternativas que pugnaban por
diferenciar las trayectorias educativas de los niños desde edades
tempranas fueron marginadas del discurso oficial democrático-liberal y
de los otros movimientos educativos progresistas (Tedesco, 1986). Se
sostenía que toda diferenciación temprana perseguía una consolidación
de diferencias de clase a través de la escuela. Por eso se las
rechazaba.
Sin embargo, la victoria de la proclama por una educación común
no impidió que en los hechos se gestara una educación primaria
diferente según la etnia, la clase social, el lugar de residencia o el
sexo del alumnado. Las diferencias no tuvieron -a la inversa de lo que
ocurrió en el caso de la mayor parte de los países europeos- una
consagración en el currículo o en la construcción de caminos o vías
institucionales paralelas para la educación de los pobres, por un
lado, y de los ricos, por otro. Fueron más bien el resultado de una
forma de hacer política muy sesgada por las representaciones respecto
de las potencialidades educativas de los distintos grupos y sectores
sociales, y por el clientelismo, en cuyo marco muchas veces las
escuelas se creaban y se equipaban de acuerdo con la tensión entre los
intereses de las élites gobernantes, la presión que eran capaces de
ejercer los diputados o vecinos de una determinada zona y el proceso
de desarrollo económico que atravesaron las diferentes regiones.
En definitiva, mientras se planteaba que había que ofrecer la
misma educación para todos, en la realidad se ofrecía, sí, el mismo
tipo de educación, pero con condiciones materiales e institucionales
dispares y de peor calidad para los niños que vivían en el campo, para
las poblaciones originarias, negras y mestizas, y para las comunidades
rurales. De manera progresiva, se incorporaron a los grupos
desfavorecidos los habitantes de las zonas urbano-marginales en
proceso de expansión. Durante la extraordinaria expansión matricular
de las décadas del '60 y del '80 continuó consolidada la propuesta de
enseñar lo mismo a todos a partir de la atención de un su- puesto
alumno promedio. Quienes se desviaran de la media se caracterizarían
-en las representaciones colectivas- por la presencia o ausencia de
cualidades intelectuales personales. La estamentalización de la
sociedad se realizaría así en función de los méritos supuestos que las
poblaciones acumularían al transitar un mismo camino, igual para
todos.
En investigaciones empíricas llevadas a cabo durante la década
del '80 se descubrieron algunos de los problemas que presentaba ese
modelo (Bronfenmayer y Casanova, 1982; Braslavsky, 1984; Bracho, 1988;
Braslavsky y Filmus, 1988). La "igualdad de oportunidades" realizada a
través de los mismos contenidos y de los mismos métodos no garantiza,
aun en el supuesto de que fuese deseable y suficiente, la construcción
de una sociedad meritocrática. Primero, porque en realidad los
contenidos y los métodos son distintos en condiciones materiales y con
poblaciones diferentes, aun cuando sean iguales en los papeles, y
segundo, porque poblaciones disímiles pueden necesitar contenidos y
prácticas distintos para poder constituirse como sujetos plenos. La
"segmentación educativa" quedó descubierta como el gran problema de la
segunda mitad del siglo XX.
A la luz de esos resultados, Germán Rama (1989) sostuvo que la
igualdad es una noción utópica que traduce un anhelo permanente, pero
que no incorpora la evidencia empírica respecto de la existencia de
seres completamente diferentes. Las diferencias merecen ser
reconocidas, pero ese reconocimiento puede darse de distintas maneras
y tener diferentes consecuencias.
En la actualidad, las perspectivas paradigmáticas en pugna
plantean que ya no se trata de proclamar igual educación para todos
(Postman, 1997). La perspectiva humanista reclama respeto a las
diferencias culturales y atención a las inequidades socioeconómicas.
El reconocimiento y el respeto por las diferencias y la discriminación
entre diferencias que hay que conservar y diferencias que se deben
superar comenzaron a convertirse en nuevos desafíos para la
construcción de un paradigma humanista para la educación
latinoamericana. Por un lado existen diferencias que, lejos de
percibirse como "mejores o peores", comienzan a reconocerse como
oportunidades. Pero, por el otro lado, existen otras que inhiben la
educabilidad de algunas poblaciones.
La búsqueda de la equidad radica en comenzar por discriminar
entre unas diferencias y otras. Se trata de reconocer que cuando los
niños llegan a las escuelas, traen elementos de culturas diferentes y
tienen el derecho a que esos elementos sean recuperados y potenciados
porque son imprescindibles para la construcción de sus identidades,
pero están a la vez sumidos en diferencias socioeconómicas que deben
compensarse porque su permanencia limita sus posibilidades formativas.
La propuesta de potenciar la perspectiva humanista en la
construcción de un paradigma para la educación latinoamericana del
siglo XXI asume plenamente la igualdad jurídico-política, pero
proclama la necesidad de aceptar el principio de equidad para promover
la diversidad como condición imprescindible de la realización plena de
las múltiples identidades que constituyen la riqueza latinoamericana,
por un lado y para compensar las desigualdades de puntos de partida en
aspectos tales como la salud, la experiencia escolar familiar, la
alimentación y la vivienda, operando sobre variables manipulables
desde el sector educación para garantizar condiciones básicas de
educabilidad, por el otro. Reclama, al mismo tiempo, la construcción
de condiciones contextúales que con el tiempo reduzcan las exigencias
de que las escuelas se hagan cargo de construir esas condiciones
básicas de educabilidad. Por último, reivindica el anhelo utópico de
la igualdad entendida como la equivalencia en las posibilidades de
desplegar toda la potencialidad autofundante de los sujetos en la
mayor cantidad y diversidad de situaciones.

Con inversión eficiente, recuperar e incrementarlos recursos

Muchos pedagogos y cuadros medios de la gestión educativa


todavía se resisten a introducir la perspectiva económica y financiera
en la elaboración de sus propuestas. Sin embargo, la agenda de las
políticas educativas latinoamericanas del cambio de siglo la ha
incorporado casi en forma exagerada.
En efecto, las reformas “expansionistas” de las décadas del '50,
el '60 y el '70 se llevaron a cabo desde los supuestos de crecimiento
indefinido de la economía y de disponibilidad permanente de los
recursos para incrementar las oportunidades educativas de la
población. Esa posición conllevó la des-preocupación por el
seguimiento económico y financiero de las tendencias y de las
propuestas de reforma educativa.
Aquellas reformas se produjeron dando por sentado que más años
de educación habrían de tener un impacto de tal envergadura en el
crecimiento de la economía que todo el costo de la expansión se podría
absorber sin inconvenientes y que todos los grupos y sectores sociales
desearían invertir más en más expansión educativa.
En realidad, hacia 1980 tuvo lugar, además de la ya mencionada
parálisis del crecimiento económico, una tendencia a la reducción del
gasto público. En un comienzo esa tendencia se manifestó a través de
presiones para reducir los presupuestos de las administraciones
centrales con el propósito de destinar la mayor cantidad posible de
recursos al cumplimiento de compromisos externos cada vez más
onerosos. Esas presiones se originaron en la doble convicción, sobre
todo entre los economistas, de que todo el gasto público, y en
particular el destinado a educación, era ineficiente y descontrolado,
y de que acercar su ejecución a la gente permitiría corregir ambos
problemas (Cox, 1994). Concretamente, se trató al menos de detener el
impacto de la demanda por más educación sobre los presupuestos
nacionales para que las cuentas fiscales no se siguieran engrosando.
Si no se podía reducir el gasto público en educación, se intentaba que
desapareciera aunque más no fuese de los presupuestos nacionales. El
suicidio pedagógico y la ausencia de sentidos de la educación para la
sociedad y para las personas facilitaron las propuestas, las políticas
y las reformas fiscalistas de la década del 80 cuyos ejes fueron la
inacción o diversas formas de descentralización de la educación sin
construcción de procesos de potenciación de poder a los actores
educativos. El prototipo de reforma fiscalista, mucho más penetrada
por las visiones neoliberales que las de otros países del continente,
fue la de Chile durante el período de dictadura de Augusto Pinochet,
en la cual se volverá en el ultimo capítulo de este libro.
Una perspectiva humanista para ala construcción de un nuevo paradigma
educativo tiene que presuponer que la educación siempre implica
costos, aun cuando los servicios sean aparentemente gratuitos para los
usuarios. Esos mismos usuarios pagan impuestos, y con ellos se
financian los servicios. Pero, a diferencia de otras perspectivas,
plantea que siempre las inversiones en educación deben ser
bienvenidas. Sin embargo, y al mismo tiempo la eficiencia de las
inversiones es relevante y debe ser buscada. Nos siempre a igual
inversión en educación se produce igual beneficio en la formación. El
desafío consiste, precisamente, en encontrar la manera de identificar
y de incentivar aquellos aspectos que garanticen que casa centavo
invertido en educación redunde en el mayor impacto formativo posible,
sin asumir “pre” juicios respecto de las posibilidades de concebir
diversas alternativas de financiamiento de la educación.
Entre esas alternativas han cobrado auge las que proponen
modificar de raíz la modalidad de ejecución del financiamiento
educativo dejando de financiar la oferta para pasar a financiar la
demanda. Planteada en términos muy simples, la cuestión radicaría en
que el Estado dejase de entregar el dinero a los establecimientos
educativos y se lo entregase a las familias a través de un voucher o
cheque educativo para que ellas se lo entregaran a su vez a la escuela
que considerasen más apropiada para sus hijos (Perelman, 1993; Llach,
1997). El supuesto es que este mecanismo alentaría la competencia
entre las escuelas para recibir los cheques y que la competencia, a su
vez, las llevaría a mejorar la calidad de la educación que ofrecen.
Pero nada de esto está probado. Una perspectiva humanista no puede
aceptar esta ni otras alternativas sin suficiente aval empírico que
demuestre que un cambio en los mecanismos de asignación y de gestión
de los recursos producirá una mejora en la contribución de la
educación para la formación de sujetos competentes con identidades
fortalecidas y, al mismo tiempo, cohesionados en una identidad que los
integre. Por el contrario, existen experiencias en otros países que
demuestran que la adopción de políticas de financiamiento a la demanda
no garantizó esa contribución (Cosse, Morduchowitz y Raschia, 1997;
Cosse, 1999).
La perspectiva humanista para la construcción de un nuevo
paradigma educativo para la educación latinoamericana se hace cargo de
la necesidad de garantizar una creciente eficiencia en el uso de los
recursos para la educación, a través de mecanismos variados y
definidos de acuerdo con la situación de cada país. Da por sentado,
por otra parte, que las necesidades de inversión en educación serán
crecientes y que, en definitiva, las cubrirán las propias personas. No
habría que olvidar que la estructura impositiva de los países
latinoamericanos se apoya fuertemente en impuestos al consumo, pagados
por igual por los sectores más ricos y más pobres de la población. En
consecuencia, la primera discusión que hay que instalar es que no se
pueden circunscribir los debates sobre el financiamiento de la
educación a las formas de organizar la distribución de los recursos
disponibles ni se puede aceptar poner en marcha propuestas sobre cuyos
beneficios no hay evidencias empíricas. En primer lugar, se debe
partir progresiva de los beneficios del crecimiento de muchas
economías nacionales en la década del '90 y recomponer la tendencia
regresiva que ha llevado a que América latina sea e continente con
mayores disparidades sociales en todo el mundo.

En la estructura: los actores protagónicos

En los paradigmas educativos del siglo XX penetraban


concepciones acerca de las organizaciones procedentes de tres tipos de
análisis. Primero, de los análisis sistémicos, segundo, de los
weberianos y tercero, de los estructuralistas.
De acuerdo con los análisis sistémicos, el funcionamiento de las
organizaciones dependía fundamentalmente de sus objetivos explícitos y
de sus características, es decir, de sus normas, organigramas,
sistemas formales de circulación de información y expedientes,
mecanismos de control, etc. Las propuestas para mejorar el gobierno
del sistema educativo y de las escuelas derivadas de estos análisis
consistían sobre todo en modificar la normativa institucional a partir
de la convicción de que al existir normas diferentes, los afectados
obrarían también de otra manera.
Las corrientes weberianas (Weber, 1991) nutrieron durante mucho
tiempo la perspectiva de la administración publica, en particular por
su asunción y difusión desde los organismos internacionales y
regionales de investigación, análisis y reflexión sobre la realidad de
la región. Éstas aceptaban algunos de los puntos centrales planteados
por el autor que da origen a la corriente, sobre todo la existencia de
una correspondencia entre los procesos de modernización capitalista y
la emergencia y consolidación de una burocracia profesional,
organizada por reglas impersonales y poseedora de un saber específico.
Para esta corriente, los problemas de la administración de las
instituciones públicas eran -y son- producto del retraso técnico, y
resabios de sistemas políticos tradicionales y clientelares. En
consecuencia, la forma de lograr un mejor funcionamiento de las
instituciones públicas consiste en “profesionalizar” a las
burocracias: capacitar al personal, enseñándole métodos de gestión y
programación, manejo de información estadística, profesionalización
del nivel gerencial, construcción de mejores sistemas de archivo e
información. Por otra parte, la resolución de los problemas de la
administración de las instituciones públicas a través de esas
estrategias garantizaría -por sí misma- el impulso de los procesos de
modernización.
De acuerdo con las concepciones estructuralistas, ese funcionamiento
dependía fundamentalmente de las funciones que les correspondiese
asumir a las instituciones como parte de la superestructura de una
sociedad determinada por las relaciones de producción. En sus
variantes más difundidas, al sistema educativo y a las escuelas como
parte integrante de él se los concebía como un aparato burocrático del
Estado burgués al servicio de la reproducción del capitalismo y de la
concomitante dominación de los poseedores del capital.
Las dos primeras concepciones mencionadas alimentaron,
principalmente, las políticas y estrategias oficiales. La tercera,
sobre todo las críticas y alternativas, algunas de cuyas variantes
estuvieron asociadas con el mencionado "suicidio pedagógico". Pero, en
definitiva, las tres tienen al menos un elemento en común. Se trata de
ubicar en el lugar del "gran poder", del poder del Estado, de sus
gobiernos y de sus burocracias, prácticamente toda la capacidad de
decisión.
En esos tres contextos interpretativos, se veía a maestros y
maestras como ejecutores de decisiones externas a ellos. Los padres y
los alumnos las aceptaban por los réditos que signaban en materia de
integración sociocultural. Beatriz Sarlo (1998) recupera la historia
de vida de una docente argentina que ejemplifica esa situación. Se
trata de una maestra de una escuela primaria que, al mismo tiempo que
enseña los rudimentos de la modernidad, enseña el imaginario inventado
para ser compartido por toda la población y de cuya transmisión la
escuela era la principal responsable, en tanto agente de sus
inventores. Valorando a la maestra por su compromiso y por su trabajo
pedagógico y de socializa autora la define al mismo tiempo como un
“robot estatal” identificado de manera poco crítica con los objetivos
de la institución de la que formaba parte y que le había permitido a
ella misma recorrer un camino exitoso. En su discurso y en su práctica
está ausente toda alternativa que roce la medula del funcionamiento
institucional. En opinión de la autora esa maestra -desconfía de las
posibilidades de la sociedad de gestionarse a sí misma y de las
políticas educacionales que desborden el marco de la escuela" (Sarlo,
op. cit., p. 75). Es -valga reiteración- un -robot estatal". Esa
denominación refleja una de las dimensiones de lo que han asumido y
desempeñado algunas maestras y maestros en un largo período de la
historia de la educación en muchos países de América latina. Para
ellos, la escuela no era un espacio de toma de decisiones, sino de
ejecución de prácticas esperadas, en el contexto de un sistema
educativo manejado como una maquinaria burocrática.
Las teorías modernas de la burocracia, sobre todo las lideradas
por Crozier y sus colaboradores (Crozíer y Friedberg, 1990) plantearon
algunas ideas novedosas. La primera se refiere a la existencia de una
estructura informal de poder paralela a la estructura formal. Se basa
en estrategias de los acores -personas o segmentos institucionales-
para monopolizar información y controlar áreas de incertidumbre. La
segunda cuestión es que la cultura de las organizaciones, definida
como un universo simbólico compartido, desempeña un papel
fundamental en sus logros y en sus déficit, y la tercera es que
una de las fuentes principales del poder y de la legitimidad en una
organización es la posesión de saberes expertos, independientemente
del lugar que se ocupe en el organigrama de la organización. Estas
tres características permiten hacer visible la existencia de otro
poder, que se ejerce en la vida cotidiana de las organizaciones
burocráticas (Altrichter y Salzberger, 1995).
Por otra parte, hubo planteos teóricos preocupados por otras
temáticas e insistentemente recuperados por la investigación educativa
de la última década que también dieron cuenta de esta situación. Su
representante más leído en el contexto latinoamericano es Michel
Foucault.
Foucault (1977) sostiene que en la sociedad se pueden distinguir
dos tipos de poderes. El clásico y reconocido poder a nivel macro y el
poder de circulación cotidiana o "micropoder". Para este autor, el
poder de circulación cotidiana no es sólo un reflejo del "gran poder
soberano". Se ejercita en las instituciones y en la vida cotidiana.
Tiene otros tiempos y otras lógicas que aquellos propios de la
macropolítica, pero incide con igual energía en la configuración de
las tendencias y de los resultados de las prácticas sociales.
Estos enfoques, y la constatación de los límites de los logros
alcanzados a través de los paradigmas anteriores, impulsaron a
descubrir otras perspectivas y a inventar nuevas categorías para la
acción. En la década del '90 se elaboró y se difundió ampliamente el
concepto de "micropolítica educativa".
Desde una perspectiva humanista de promoción de un nuevo
paradigma para la educación del siglo XXI no sólo se espera formar
sujetos sino que los actores de la educación sean sujetos, es decir,
que tengan su propio libreto para su propia acción. Se espera que sean
algo más que participantes: qué sean protagonistas. Pero, además, para
lograrlo es necesario construir tramas que faciliten la toma de
decisiones y la articulación en cursos de acción compartidos. Se trata
de "inventar nuevas protecciones y solidaridades dentro de las cuales
pueda actuar positivamente la flexibilidad de la sociedad" (Fitoussi y
Rosanvallon, 1997), es decir, de crear condiciones para que el
protagonismo pueda producir calidad con equidad utilizando
eficientemente los recursos disponibles al mismo tiempo que
legitimando la permanente búsqueda de recursos nuevos.

UNA MIRADA SOBRE LAS PRINCIPALESCONTROVERSIAS DE LA AGENDA EDUCATIVA

Algunas de las principales controversias que se plantean en el


proceso de construcción paradigmática para la educación
latinoamericana del siglo XXI son reactualizaciones de los temas
clásicos de la política y de la sociología de la educación
enriquecidos por las evidencias empíricas y por las demandas y las
condiciones contextúales del cambio de siglo. Como ya se anticipó, las
dos más relevantes son -a nuestro juicio- cuál debe ser el locus o
lugar del cambio educativo y cuál, su palanca.

¿Escuela o sistema? Un falso dilema de fin de siglo

La diversidad de orígenes (étnicos, lingüísticos y religiosos


entre otros) de la población de la región implicó, desde fines del
siglo XX, la elaboración de estrategias políticas para alcanzar cierta
unidad mínima requerida por razones ligadas a las necesidades del
comercio internacional, pero también políticas y culturales. Es muy
conocida, aunque tal vez algo exagerada, la afirmación respecto de que
la historia de América latina está signada por la decisión política de
construir la Nación a partir de construir el Estado, utilizando
fundamentalmente la creación de los sistemas educativos como
instrumentos para lograr esto último.
En consecuencia, cuando las élites nacionales modernas de los
distintos países de América latina crearon desde el Estado -más
temprano o más tarde- un sistema educativo para lograr la legitimación
de su poder frente a los poderes regionales de los caudillos locales,
para la promoción económica y para alcanzar una cierta homogeneización
de las culturas, de los valores y de las conductas cotidianas crearon
desde el vamos una totalidad compleja y un principio ordenador para
que hubiera más escuelas, pero también para las escuelas existentes
-por pocas que fuesen- se subordinaran al cumplimiento de los sentidos
que esas élites le atribuían a la educación. Las necesidades de
subordinación y de eficacia y eficiencia en la subordinación llevaron
a adoptar los principios de simultaneidad sistémica y de simultaneidad
metódica (Narodowski, 1994).
Esto significa que crearon esa totalidad a través de
dispositivos con los cuales esperaban promover al mismo tiempo la
homogeneidad de sus partes y lograr que todos aprendieran lo que el
Estado nacional esperaba que aprendiesen mediante una misma forma
institucional y la aplicación de las mismas metodologías pedagógicas.
Por eso, cuando se creaban escuelas o se las incorporaba al sistema,
se las obligaba tener una configuración predeterminada; de este modo
se generaba lo que -parafraseando el uso que se le da en la ciencia
política al concepto de //impedimentos a la libertad"- puede
denominarse impedimentos a la creatividad pedagógica (véase Castañeda
y Parodi, 1992).
Esa lógica fundacional se extendió con el transcurso de tiempo y
se combinó con el ya mencionado suicidio pedagógico y en particular
con la progresiva enajenación de responsabilidades del Estado
(Braslavsky, 1988) y de la sociedad respecto de los contenidos de la
educación. La combinación entre esas tres lógicas generó lo que se
podría llamar un espejismo de generalizada sobredeterminación
sistémica de las escuelas.
El uso del término "sistema" reconoce ya más de trescientos años
de historia. Hace referencia a la existencia de una totalidad en la
cual se pueden discriminar al menos dos partes que se complementan
entre sí a partir de una forma elemental. Implica también que esa
totalidad pueda ser percibida como tal y que en ella se identifiquen
relaciones de interacción, integración, interpenetración e
interdependencia, por lo general en torno a ejes verticales y
horizontales.
En realidad, hace décadas que los sistemas educativos no cumplen
con las características inherentes a la definición de sistemas, en
particular con la complementariedad y con las interacciones y la
interpenetración de sus partes en ejes horizontales y verticales. Es
muy conocida la falta de articulación entre las instituciones de
distinto tipo y el desconocimiento generalizado de las instituciones
entre sí. Por otra parte las relaciones entre las instituciones de un
nivel del sistema educativo y las de los niveles que las anteceden y
suceden están fuertemente lesionadas. En casi todos los países de la
región se reconocía a principios de la década del `90 el aislamiento
de gran cantidad de establecimientos respecto de los órganos de
conducción, la escasa presencia de los funcionarios supuestamente
encargados de ejercer su supervisión y control como representantes de
los poderes públicos e incluso la ausencia de los recursos más
elementales para la comunicación.
Sin embargo, al mismo tiempo, en otros espacios y sobre todo en
muchas de las áreas urbanas densamente pobladas existe, en efecto, un
abuso de control burocrático sobre los procesos de trabajo dentro de
establecimientos educativos que consideran que tienen recursos para
crear sus propias prácticas de acuerdo con sus propios criterios y
necesidades. Algunas evidencias parecerían indicar que estas
situaciones podrían ser menos representativas que las anteriores desde
el punto de vista cuantitativo, pero que afectarían a las poblaciones
con mayor capacidad de respuesta y que creen que tienen más toma de
posición y una mayor capacidad de acción respecto de hacia donde
orientar la educación. A menudo, estos sectores son los que más
influyen en la formación de la opinión pública. Probablemente por eso
se formulado y difundido la interpretación de la existencia de una
sobredeterminación generalizada del sistema por sobre las escuelas.
Pero esa interpretación saría más el reflejo de lo que pudo haber
sucedido hace algunas décadas, o la generalización de un diagnóstico
parcial, que el resultado de un análisis de la variedad de situaciones
existentes.
La interpretación acerca del exceso de subordinación de las
escuelas a la lógica del sistema, según la cual cada una
tendría que ser idéntica a las otras, queda en evidencia cuando se
constata que parte de los sectores que suelen criticar los
impedimentos para su protagonismo en cada institución educativa
denuncian al mismo tiempo procesos de disgregación y de
desarticulación de los sistemas educativos. A su modo de ver, ciertas
tendencias a la diferenciación, por ejemplo, en la estructura de
ciclos y niveles de provincias o estados que integran un mismo país,
promoverían esa disgregación y esa desarticulación.
En definitiva, los actores parecen demandar la reinvención de un
sistema en cuyo seno no haya impedimentos para la creatividad
pedagógica en cada institución, pero que sea un sistema al fin. En él
debería ser posible que sus partes no sean homogéneas entre sí, pese a
contener poblaciones diferentes. Pero por otra parte, su existencia
debería impedir que existan unidades educativas aisladas que no
dispongan de suficientes elementos para construir un sentido para sí y
para garantizar una educación de calidad, pero que no puedan obtener-
los en interacción con otras instituciones, o que por su propio
aislamiento no puedan facilitar el tránsito de los alumnos más allá de
sus propias fronteras.
A lo largo de la historia de la educación latinoamericana muchas
voces alertaron sobre las limitaciones a la libertad en la educación.
Pero no siempre esas voces se referían a los impedimentos a la
creatividad pedagógica, como ocurrió con el extendido movimiento de la
Escuela Nueva, que se originó en la vivencia de que la configuración
sistémica de la educación latinoamericana no permitía atender los
intereses de alumnos que se descubrirían diferentes promoviendo el
protagonismo pleno de los maestros, las maestras y los profesores
(Gvirtz, 1997). Pero en algunos casos, por ejemplo en la Argentina de
comienzos del siglo XX, algunas reacciones se originaron en el
pensamiento anarquista y socialista, y reivindicaron más bien a la
escuela como lugar para tomar decisiones referidas al gobierno de la
educación (Puiggrós, 1990).
A mediados del siglo XX surgieron nuevas demandas de mayor
libertad en el pensamiento liberal y católico. En este caso se exigía,
por ejemplo en la Argentina, una educación "libre". Libre era en ese
contexto sinónimo de privada, y lo menos controlada posible por el
Estado en sus contenidos y en la forma de encarar los procesos de
enseñanza. Posteriormente, las voces que querían ampliar las
oportunidades de autorregulación de las escuelas quedaron subordinadas
a políticas de descentralización. En varios países esas políticas
condujeron a un modelo de organización y gobierno de los sistemas
educativos que simplemente trasladó los impedimentos estatales para la
creatividad pedagógica de uno a otro nivel del Estado, de la Nación a
las provincias, y de las provincias a las regiones o municipios.
A fines de la década del '80, en el marco de la elaboración de
diagnósticos muy poco alentadores sobre la calidad de la educación
escolar y sobre la pérdida del espacio de la escuela frente a otras
instituciones con mayor dinamismo (Ezpeleta y Furlan, 1992), se
produjo una revisión de las posiciones respecto de la capacidad de
decisión que debían tener las escuelas. Esta revisión recibió los ecos
-a veces algo parcializados- de una profunda y fundamentada discusión
en todos los países de desarrollo educativo avanzado respecto de la
autonomía o autogobierno escolar (Namo de Mello, 1991). Al alcanzar la
escolarización universal de prácticamente toda la población a lo largo
de 10 y más años, y al contar con una gran cantidad de recursos
materiales y técnicos en prácticamente todos los países centrales
desde 1970 en adelante, se comenzó a revisar cuál debía ser la
relación entre las escuelas y los sistemas educativos. ¿Debían ser
todas las escuelas partes idénticas de un sistema homogéneo o, por el
contrario, partes heterogéneas de un sistema diferenciado?
La mayor parte de las visiones paradigmáticas referidas a la
educación del siglo XXI en América latina tienden a coincidir hacia la
reinvención de un sistema diferenciado con unidades heterogéneas. Pero
esas posiciones se abren en un abanico que abarca desde las visiones
neoliberales, por un lado, hasta las neokeynesianas, por otro. Para
las primeras la búsqueda de mayor diferenciación es en sí misma
valiosa. Para las últimas -especialmente en sus versiones
neopopulistas-, es una suerte de tendencia que no hay más remedio que
aceptar como un imperativo de la hegemonía conceptual de la época.
Desde una perspectiva humanista parecería que la construcción de
un sistema diferenciado que pueda albergar instituciones heterogéneas
es apropiada para promover la formación de personas competentes y con
sólidas identidades, en tanto y en cuanto todas esas instituciones
sean efectivamente capaces de autogobernarse en dirección a la
construcción de una educación con calidad en un sistema que funcione
como tal y que facilite la aproximación a objetivos de equidad
creciente.
El análisis de los programas reales de construcción de la
autonomía escolar en diferentes países del mundo pone de manifiesto
riesgos para la calidad y para la equidad y, por ende, para la
formación de ciudadanos con competencias equivalentes (véase Ditton,
1997, y Elmore, Peterson y McCarthy, 1998). Por otra parte, el
análisis minucioso de la puesta en práctica de algunos de los
dispositivos que se utilizan en esos programas reales parece indicar
que no siempre garantizan el levantamiento de los impedimentos para la
creatividad pedagógica. En Australia, por ejemplo, la promoción de la
elaboración de proyectos educativos institucionales a partir de
determinados formatos preelaborados y dando prioridad a ciertos temas
para su financiamiento y apoyo, estaría llevando a una nueva
homogeneización de las escuelas primarias QUE no pueden, al mismo
tiempo, asumir esos formatos y temas prioritarios y hacerse cargo de
potenciar las identidades culturales en articulación con el
mejoramiento de los aprendizajes instrumentales de los estudiantes de
distintos grupos de inmigrantes (Townsend, 1996 y 1997). La mayor
parte de los proyectos se propondría objetivos y estrategias similares
para atender a distintos grupos de alumnos, que seguramente
necesitarían proyectos distintos para alcanzar logros educativos
equivalentes.
Algunos de los riesgos de enfatizar de manera exclusiva la
necesidad de fortalecer la autonomía de las escuelas, con
independencia de los procesos de reinvención de los sistemas
educativos, se plantearon desde el comienzo mismo de los intercambios
sobre esta cuestión (Paschen, 1996). La respuesta consistió en
complementar la propuesta de creación y fortalecimiento de redes de
escuelas (Tedesco, 1995). Pero puede no ser suficiente.
Si bien, el debate sobre el tema aún es incipiente (H. Munín,
1998), se puede anticipar que existirían al menos dos razones para
resistir el uso del término “autonomía de la escuela". En primer
lugar, un reflejo conservador que recuperaría una presencia
históricamente explicable de “miedo a la libertad”, pero en segundo
lugar, una intuición acerca de la eventual incompatibilidad de
escuelas autónomas con un proyecto de desarrollo con cohesión social.
En su acepción jurídica, el término autonomía hace referencia a
que un gobierno o una institución se rija por sus propias leyes y
disponga libremente de sí mismo. Si se da por sentada esta acepción,
las escuelas autónomas no estarían sujetas a ningún contrato social y
solo deberían responder por sus acciones a sus usuarios o “clientes”
directos. La realización plena de la autonomía de la escuela solo se
podría garantizar mediante la vigencia de un mercado libre de
educación Avenarius, 1994) en el cual, llevando la argumentación hasta
el absurdo, los niños tendrían pleno poder de decisión desde su más
corta edad. Los partidarios de esta forma de ver la autonomía dirían
que no serían los mismos niños, sino sus padres, quienes decidirían.
Sus opositores plantean diversos problemas, entre otros, cuáles son
los elementos con los que cuentan diferentes grupos de padres para
tomar las decisiones y si esos elementos son o no equivalentes. Se
preguntan también si todas las familias y grupos de personas lograrían
tomar decisiones compatibles entre sí desde la perspectiva del desafío
de vivir juntos. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si en una escuela
enseñasen a valorar sólo la cultura de un grupo particular?
Dada la acepción jurídica del concepto de autonomía y la
necesidad de que la educación contribuya a formar sujetos con voluntad
de cohesión, desde nuestro punto de vista sería conveniente recuperar
un concepto arraigado en tradiciones democráticas que van más allá
dej4iberalismo democrático. Se trata del concepto de autogobierno. Las
instituciones educativas deben tener la posibilidad de gobernarse a sí
mismas, especificando los sentidos generales para la educación en sus
condiciones contextúales y definiendo la mayor cantidad posible de
cuestiones instrumentales, pero respetando un contrato preexistente y
que justifica que a través de ellas se redistribuyan recursos hacia
los sectores más pobres. No pueden enseñar cualquier cosa ni formar en
cualquier sentido. Al mismo tiempo, deben garantizar cierta formación
y enseñar algunos componentes básicos de la cultura. Sin embargo, es
necesario reconocer que la introducción del concepto de autonomía en
el contexto de salida de regímenes populistas y autoritarios lo dota
de un fuerte atractivo estético, recuperando aquel concepto ya
introducido por Thomas Kuhn, y que en su acepción filosófica y
psicológica encuentra también anclajes en el pensamiento de destacados
representantes del humanismo. En consecuencia, parece razonable
proponer que, partiendo de una visión humanista, la posibilidad de
construir una educación de calidad con equidad y eficiencia pasa por
el fortalecimiento de escuelas autónomas, entendidas como capaces de
autogobernarse y no de definir en soledad su sentido, sea éste cual
fuere, en el marco de un sistema que les contenga y vincule.
Por lo tanto, el desafío para el siglo XXI consistiría en
reinventar al mismo tiempo la escuela y el sistema a través de
políticas y estrategias que involucren a ambas realidades
institucionales (Heid, 1998). En otras palabras, se trata de avanzar
hacia una alternativa de "más escuela y más sistema", pero diferentes.
Se intenta construir un sistema apto para atender demandas masivas de
formación de sujetos, mediante unidades de servicio con capacidad
operativa para responder de manera eficaz y eficiente a los
requerimientos locales y globales que se privilegian en una agenda de
políticas públicas construida con el protagonismo de todos los actores
que –al construirla- se realizan además ellos mismos.

El papel del Estado en la educación

La reinvención de la escuela y de los sistemas educativos


requiere también la reinvención de las formas de regulación,
configuración y monitoreo de ambos. De lo expuesto hasta aquí se
deduce que el modo de regulación, configuración y monitoreo de las
escuelas y de los sistemas educativos se centró en el aparato estatal.
Esta situación ya no resulta satisfactoria. Pero frente a ella hay más
de una alternativa. Las dos principales se pueden denominar de
"regulación y configuración mínima, pero máximo control" y de
"regulación, configuración y control necesarios".
La alternativa de "regulación y configuración mínima, pero
máximo control" pone el énfasis en la remoción de los impedimentos
estatales a la creatividad pedagógica. Algunos de ellos son la
vigencia de normas rígidas que obstaculizan la contratación de
profesores mediante procedimientos más ligados a las necesidades
específicas de cada institución y a compromisos con cada comunidad,
otras tantas que impiden la reorganización de los recursos disponibles
en cada institución educativa y estructuras de supervisión más
vinculadas al control que a la orientación y asistencia a los equipos
profesionales. Los partidarios de la regulación y configuración
mínima, pero máximo control, ubican el papel del Estado en la
organización de sistemas de información y de evaluación. Proponen que
esos sistemas de evaluación se ocupen al mismo tiempo de medir los
logros de aprendizaje de los alumnos y los aprendizajes y las
capacidades de las maestras, los maestros y los profesores. Desestiman
la intervención del Estado en la provisión de insumos (libros de
texto, equipamiento informático, otros materiales didácticos), la
capacitación docente y la promoción de cambios. Suponen que si existen
reglas de juego claras y transparentes, se introduce una cuota de
competencia entre escuelas, y si se ofrece mucha información, las
escuelas tienen que funcionar adecuadamente y deben ser premiadas o
castigadas por su funcionamiento. Proponen avanzar en los procesos de
descentralización de la educación hacia la municipalización y la
privatización de todos los servicios, en ocasiones sin resguardo de
mecanismos de construcción de pautas para el mantenimiento de la
capacidad del sistema educativo en cuanto a promover cuotas
indispensables de unidad simbólica y de cohesión social en las
naciones.
La alternativa de "regulación, configuración y control
necesarios” plantea que el Estado tiene que ocuparse de la definición
de las competencias básicas y fundamentales que deben formar los
diferentes establecimientos educativos, de la creación de sistemas de
información y de evaluación, pero no tiende a disminuir el papel que
podría caberle en la orientación e incluso en la prestación de la
oferta. No desestima las necesidades y las funciones de la
intervención del Estado, sino que las resignifica y en algunos casos,
las modifica. En lugar de promover indiscriminadamente la orientación
de la tendencia existente a la descentralización de la educación hacia
un proceso de municipalización de la oferta educativa, entiende que se
debe analizar cada situación en particular para determinar cuál es la
mejor manera de organizar las funciones de regulación, configuración y
monitoreo de la educación, por un lado, y las prestaciones eficaces,
por otro. Busca la alianza con grupos y sectores sociales y reconoce
que en cada país es diferente, definiendo los márgenes de intervención
estatal en medida importante en función de esa alianza. Parte de un
fuerte supuesto humanista, por el cual toda la educación debe ser
siempre pública en un doble sentido. En primer lugar, en el sentido de
visible, transparente y con reglas definidas colectivamente. En
segundo lugar, en el sentido de social y colectiva, porque por ella
circulan saberes que se han construido desde un patrimonio cultural
compartido. Acepta que este concepto de educación pública no es
sinónimo de gestión a cargo del aparato burocrático del Estado. Admite
que la gestión de las unidades escolares puede estar a cargo de
particulares y -sobre todo- de organizaciones sociales sin fines de
lucro.
De hecho, en la mayoría de los países de América latina, con la
posible excepción de Colombia, donde la sociedad civil tiene una
fuerte capacidad organizativa y una presencia solvente en el escenario
público, el mayor esfuerzo de regulación y de configuración de las
escuelas y de los sistemas educativos lo están haciendo los Estados,
aun en contextos de pérdida de su prestigio, de su eficacia y de
expectativas respecto de sus posibilidades. En cierto sentido esto
constituye una paradoja respecto de los discursos antiestatistas de la
decada del '80 y de los neoliberales emergentes.
Los discursos antiestatistas de esa década tenían una fuerte
presencia en el proselitismo político de la época. Operaron através de
la difusión en varios países de la región de lemas que como el
argentino, sostenían que “achicar el Estado [era] agrandar la Nación”.
Esas propuestas se debían tanto a la ya comentada orientación
fiscalista como a la falta de interés en fortalecer lo público y la
educación como cosa pública. Pero lo interesante es que aun desde ese
lugar hubo un fortalecimiento de la apelación al Estado como
protagonista privilegiado de los procesos de reforma y de
transformación educativa.
En realidad en los últimos años las formas de intervención del
Estado como protagonista privilegiado de los procesos de reforma y de
transformación educativa fueron tres: las de un Estado crecientemente
prescindente, las de un Estado totalitario y las de un Estado
promotor.
Quienes participan de la alternativa de regulación,
configuración y monitoreo mínimo convocan al protagonismo del Estado
para que autoconstruya su prescindencia creciente. Aquellos que sólo
pueden imaginar un Estado totalitario, buscan que recupere la
ejecución de la mayor cantidad de recursos, programas y proyectos
posibles. Los que participan de la alternativa de regulación,
configuración y monitoreo necesarios incitan a que actúe donde es
necesario, pero que al mismo tiempo facilite la acción de los demás.
El Estado prescindente debería imponer en el sistema educativo
una lógica análoga al supuesto funcionamiento de la economía de bienes
y servicios, creando un mercado libre de educación. Debería hacerse
cargo del diseño y de la puesta en práctica de los dispositivos
requeridos para elaborar y hacer cumplir reglas claras y transparentes
referidas sobre todo a los productos de los procesos educativos,
promover la competencia, construir y difundir información, otorgar
premios y castigos, municipalizar y privatizar sin considerar la
disponibilidad de recursos sociales, familiares y personales para
gestionar los servicios municipalizados y privatizados. En esta opción
se miran con simpatía los mecanismos de financiamiento a la demanda
como alternativa para obtener una mayor eficiencia del gasto.
El Estado promotor no desestima el diseño y la puesta en
práctica de algunos de los dispositivos mencionados, pero les da otras
características. Por de pronto no fija a priorí que sólo se deben
regular y monitorear los productos, no prioriza la competencia por
sobre la colaboración, no plantea que la desestatización de los
servicios deba ser sinónimo de su privatización. Tampoco plantea con
valor de dogma la necesidad de esa desestatización de la gestión de
los servicios, ni de la municipalización, aunque sí presupone que
-siendo parte de los poderes públicos- las municipalidades participen
de la provisión de esos servicios educativos. Acepta el dato de que en
los períodos de prescindencia estatal pocos actores sociales se
hicieron cargo de promover la creatividad pedagógica e institucional y
de que, en consecuencia, es muy riesgoso que el Estado abandone la
función de promoción Por último, acepta también el dato de que en
América latina la incorporación de nuevos sectores a los sistemas
educativos fue posible con un Estado que asumió intensamente la
prestación directa de servicios educativos.
No obstante, a diferencia del Estado totalitario, el Estado
promotor se hace cargo de generar una trama de decisiones con recursos
de todo tipo -materiales de capacitación, de asistencia técnica y de
orientación- para que otros protagonistas puedan también gestionar
ofertas y constituirse en promotores de la expansión y de la calidad
educativa. Pero sus partidarios son realistas, saben que es
extremadamente difícil que otros protagonistas generen la cantidad de
recursos de todo tipo que se requieren para avanzar hacia la igualdad
a través de la equidad. •
A modo de síntesis, vale la pena reiterar que pese a la variedad
de formas de intervención en la regulación y en la configuración, el
monitoreo y la organización de la oferta educativa, y a la mayor o
menor eficacia y eficiencia de esas formas de intervención, en todos
los países de América latina los Estados nacionales son los que están
propiciando, articulando, liderando y determinando en mayor medida los
procesos de cambio educativo. Los empresarios, los gremialistas, las
universidades y otros actores tienen a este respecto un comportamiento
más errático y discontinuado. Parecería que en ciertos momentos asumen
el desafío de intervenir en el sector y en otros delegan las
iniciativas en los poderes públicos. Esto parece corroborar una
hipótesis no tan reciente según la cual era inútil discutir si el
Estado tenía que intervenir o no en las transformaciones
latinoamericanas, porque de hecho lo haría (Gurrieri, 1987). El debate
debía desplazarse hacia otras cuestiones, más vinculadas a cómo debía
hacerlo y a cómo debía transformarse a sí mismo para poder cumplir
mejor con la sociedad.
La visión humanista para la construcción del nuevo paradigma
educativo para la educación latinoamericana del siglo XXI intenta
asumir esa posición. En principio, no se trata de discutir en
abstracto si el Estado debe o no hacerse cargo de la educación. Se
trata de concebir a la educación decididamente como un bien público y
de analizar cada situación para discernir cuál es la intervención
estatal necesaria para garantizar una educación de calidad, equidad y
eficiencia en el sentido que aquí se ha expuesto. Se trata al mismo
tiempo de reconocer que no es posible que un aparato -la burocracia
estatal o cualquier otro- pretenda monopolizar la promoción ni la
prestación educativa, pues si lo logra probablemente será a costa de
pérdidas, al menos, en la riqueza cultural de los pueblos y de
oportunidades para la construcción de identidad en los procesos
formativos. Por eso, haga el Estado lo que hiciere, se trata de que se
reconcilie con la sociedad, de que la acepte y la potencie. Para ello
la sociedad tiene que plantearle demandas, controlarlo y ponerle
límites. Para eso está el sistema político, nexo irreemplazable entre
el uno y la otra.
En los próximos capítulos se presentan una serie de criterios y
de reflexiones elaborados a partir de las experiencias de las escuelas
y de la intervención de los Estados en los sistemas educativos de la
región, que permitirán profundizar la mirada sobre la visión humanista
del paradigma en construcción.

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