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MONTESQUIEU Y LA NATURALEZA DE LOS TRES DIFERENTES GOBIERNOS

(Hernán Andrés Kruse)

“Del Espíritu de las Leyes” de Montesquieu es, según Paul Janet, el libro más grande del siglo
XVIII.

Montesquieu comienza por definir la expresión “espíritu de las leyes”: “La ley, en general, es la
razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los pueblos de la tierra; y las leyes
políticas y civiles de cada nación no deben ser otra cosa sino casos particulares en que se aplica
la misma razón humana. Deben ser estas últimas tan ajustadas a las condiciones del pueblo para
el cual se hacen, que sería una rarísima casualidad si las hechas para una nación sirvieran para
otra. Es preciso que esas leyes se amolden a la naturaleza del gobierno establecido o que se
quiera establecer, bien sea que ellas lo formen, como lo hacen las leyes políticas, bien sea que
lo mantengan, como las leyes civiles. Deben estar en relación con la naturaleza física del país,
cuyo clima puede ser glacial, templado o tórrido; ser proporcionadas a su situación, a su
extensión, al género de vida de sus habitantes, labradores, cazadores o pastores; amoldadas
igualmente al grado de libertad posible en cada pueblo, a su religión, a sus inclinaciones, a su
riqueza, al número de habitantes, a su comercio y a la índole de sus costumbres. Por último, han
de armonizarse unas con otras, con su origen, y con el objeto del legislador. Todas estas miras
han de ser consideradas. Es lo que intento hacer en esta obra. Examinaré todas estas relaciones,
que forman en conjunto lo que yo llamo Espíritu de las Leyes”. Las leyes deben estar en relación
con la naturaleza física, social, económica, política, histórica y cultural del país para tener plena
vigencia. La Constitución de los Estados Unidos, por ejemplo, se adecuó perfectamente con la
forma de ser del pueblo norteamericano, su cultura, sus costumbres, su política, su mundo de
representaciones colectivas. La Constitución argentina de 1853, fiel adaptación del texto
norteamericano, ha tenido desde su promulgación serias dificultades para tener vigencia
precisamente por su colisión con la ideología, la cultura y forma de ser de importantes sectores
del pueblo, reacios a legitimar una Constitución que consideran foránea.

A continuación, Montesquieu analiza la naturaleza del gobierno. Dice: “Hay tres especies de
gobiernos: el republicano, el monárquico y el despótico. Para distinguirlos, basta la idea que de
ellos tienen las personas menos instruidas. Supongamos tres definiciones, mejor dicho, tres
hechos: uno, que “el gobierno republicano es aquel en que el pueblo, o una parte del pueblo,
tiene el poder soberano; otro, que el gobierno monárquico es aquel en que uno solo gobierna,
pero con sujeción a leyes fijas y preestablecidas; y por último, que en el gobierno despótico, el
poder también está en uno solo, pero sin ley ni regla, pues gobierna el soberano según su
voluntad y sus caprichos”. He ahí lo que yo llamo naturaleza de cada gobierno”. Aparece
claramente la distinción de Montesquieu entre gobiernos legítimos y gobierno ilegítimos. En los
gobiernos legítimos el soberano ejerce el poder sometido al imperio de la ley. Si el soberano es
el pueblo o una parte de él, se está en presencia del gobierno republicano. Si el soberano es uno
solo, se está en presencia de una monarquía. El despotismo es una forma de gobierno cuya
naturaleza es diferente a la de la república y la monarquía. En esta forma de gobierno el
gobernante ejerce el poder sin sujetarse a Constitución alguna. Está por encima del mundo
jurídico y del mundo político. Él es la ley y su voluntad es todopoderosa.

Para Montesquieu no existe una sola clase de república. En efecto, si el poder soberano reside
en el pueblo en su conjunto, la república es democrática. Si, en cambio, el poder soberano reside
en un sector del pueblo, la república es aristocrática. En la democracia el pueblo es algunas veces
el soberano y en otras, el súbdito. La voluntad del soberano, es decir, del pueblo, es soberana.
De ahí la importancia que revisten las leyes que establecen el derecho de sufragio. En efecto, en
una democracia “es tan importante determinar cómo, por quién y a quién se han de dar los
votos, como lo es en una monarquía saber quién es el monarca y de qué manera debe gobernar”.
Para Montesquieu es fundamental fijar la cantidad de ciudadanos que deben ser parte de las
asambleas, única manera de saber a ciencia cierta si el que habló fue el pueblo o una parte de
él. El pueblo que detenta el poder soberano debe realizar por sus propios medios todo lo que
puede hacer; y aquello que no puede hacer por sí mismo debe delegarlo en sus ministros. Los
ministros no son del pueblo si no son nombrados por éste. Es por ello que uno de los principios
fundamentales de la democracia es que los ministros, es decir, los magistrados, sean nombrados
por el pueblo soberano. En la democracia el pueblo necesita contar con un Senado que lo
oriente. Como ha de confiar en los senadores, es esencial que él los elija, bien de manera directa,
como en Atenas, bien de manera indirecta, como en Roma. Montesquieu estaba convencido de
que el pueblo estaba plenamente capacitado para elegir a quienes les confiaba parte de su
autoridad. En efecto, el pueblo está en perfectas condiciones para evaluar los antecedentes de
los potenciales dirigentes: “sabe muy bien que un hombre se ha distinguido en la guerras, los
éxitos que ha logrado, los reveses que ha tenido: es por consiguiente muy capaz de elegir un
caudillo. Sabe que un juez se distingue o no por su asiduidad, que las gentes se retiran de su
tribunal contentas o descontentas; está pues muy capacitado para elegir un pretor. Le han
llamado la atención las riquezas y magnificencias de un ciudadano; ya puede escoger un buen
edil”. El pueblo es, pues, experto en el arte de elegir a sus representantes. Ahora bien, ¿también
lo es para ejercer el poder? Montesquieu es terminante: no, el pueblo es incapaz de gobernar.
Dice: “¿Pero sabría dirigir una gestión, conocer las cuestiones de gobierno, las negociaciones,
las oportunidades para aprovechar las ocasiones? No, no sabría” (…) “Así como la mayor parte
de los ciudadanos tienen suficiencia para elegir y no la tienen para ser elegidos, lo mismo el
pueblo posee bastante capacidad para hacerse dar cuenta de la gestión de los otros y no para
ser gerente. Es preciso que los negocios marchen, que marchen con cierto movimiento que no
sea demasiado lento ni muy precipitado. El pueblo es siempre, o demasiado activo o demasiado
lento. Unas veces con sus cien mil brazos lo derriba todo; otras veces con sus cien mil pies anda
como los insectos”.

En el Estado popular la sociedad se halla dividida en diversas clases. Según la manera en que los
legisladores efectuaron tal división dependió la duración y prosperidad de la democracia. Servio
Tulio se valió del criterio aristocrático para dividir al pueblo de Roma mientras que Solón se valió
del criterio democrático para dividir al pueblo ateniense. Servio Tulio dividió al pueblo de Roma
en seis clases (196 centurias). Situó a los ricos en las primeras centurias, a los menos ricos en las
siguientes y a los pobres en la última. Cada centuria tenía un solo voto con lo cual predominaba
el voto de los ricos y no el de los pobres, pese a ser más numerosos. Solón, en cambio, era
partidario de reconocer a todo ciudadano el derecho de elector. En consecuencia, su objetivo
era que cada una de las cuatro clases pudiera elegir a los jueces. Lamentablemente, como no
estaba dispuesto a reconocer a todo ciudadano el derecho de ser elegido, dispuso que sólo los
miembros de las tres primeras clases, los más sólidos económicamente, pudieran ser elegidos.

La ley que consagra la distinción entre quienes están habilitados para votar y quienes no, es,
pues, esencial para la república. También lo es la ley que consagra la manera de emitir el
sufragio. El sufragio por sorteo es propio de la democracia mientras que el sufragio por elección
lo es de la aristocracia. El sorteo permite que todos los ciudadanos tengan la posibilidad de ser
elegidos en algún momento de su vida. Por eso, exclama Montesquieu, no ofende a nadie. Sin
embargo, la manera en que ha sido implementado ha sido por demás defectuosa lo que ha
obligado a los legisladores a regularla y mejorarla. Otra ley fundamental de la democracia es la
que fija la manera de entregar el boletín de voto. Es relevante saber si el voto es secreto o
público. Al respecto, Cicerón escribió que las normas que consagraron el voto secreto ayudaron
a socavar la estabilidad de la república romana. En este sentido, Montesquieu dice: “Es
indudable que cuando el pueblo da sus votos, éstos deben ser públicos; otra ley fundamental de
la democracia. Conviene que el pueblo vea cómo votan los personajes ilustrados y se inspire en
su ejemplo” (…) “Pero nunca los sufragios serán bastante secretos en una aristocracia, en la que
votan únicamente los nobles, ni en una democracia cuando se elige el Senado, porque lo
importante es evitar la corrupción del voto”. Las reflexiones de Montesquieu sobre la corrupción
gozan de una vigencia notable. “Se corrompe el sufragio por la intriga y el soborno, vicios de las
clases elevadas; la ambición de cargos es más frecuente en los nobles que en el pueblo, ya que
éste se deja llevar por la pasión. En los Estados en que el pueblo no tiene voto ni parte en el
poder, se apasiona por un comediante, como lo hubiera hecho por los intereses públicos. Lo
peor en las democracias es que se acabe el apasionamiento, lo cual sucede cuando se ha
corrompido al pueblo por medio del oro; se hace calculador, pero egoísta; piensa en sí mismo,
no en la cosa pública; le tienen sin cuidado los negocios públicos, no acordándose más que del
dinero; sin preocuparse de las cosas del gobierno, aguarda tranquilamente su salario”. Por
último, que el pueblo se preocupe sólo en dictar leyes constituye otra ley esencial de la
democracia. Sin embargo, a veces es aconsejable que el Senado esté facultado para estatuir y
en ciertas ocasiones hasta puede resultar conveniente que antes de establecer una ley de
manera definitiva, se la ponga a prueba.

En la aristocracia el poder es detentado por una élite que se encarga de hacer y ejecutar las
leyes. En esta forma de gobierno la élite política considera que el pueblo está compuesto por
súbditos. La elección por sorteo no tiene cabida en su seno. En efecto, dada la naturaleza elitista
de esta forma de gobierno, el magistrado elegido por la suerte no sería menos rechazado que
antes. “No se odia al magistrado, sino al noble”, enfatiza Montesquieu. Si la nobleza es
numerosa, es conveniente que haya un senado encargado de proponerle todo lo que aquélla no
está en condiciones de resolver sin consultar. En la aristocracia el senado propone y en algunas
oportunidades toma decisiones. En este régimen el Senado es la aristocracia, la nobleza es la
democracia y el pueblo no existe. Es muy importante que los senadores no estén facultados para
sustituir a los que faltan, pues ello podría perpetuar los abusos. En Roma los nuevos senadores
eran nombrados por los censores. Montesquieu sentía un profundo y sincero temor por la
autoridad desbordada, carente de control: “una autoridad exorbitante dada de pronto a un
ciudadano, convierte la república en monarquía; peor que monarquía, porque en ésta el
monarca está sometido a una Constitución; pero si en la república se le da un poder exorbitante
a un ciudadano, es mayor el abuso de poder, puesto que las leyes no lo han previsto”. Otra
cuestión relevante en la aristocracia es la duración de los mandatos. Para Montesquieu es vital
compensar la responsabilidad política con la brevedad de la duración. Al respecto, los
legisladores fijaron un año como el tiempo óptimo para ejercer las magistraturas. Más tiempo
sería peligroso y menos tiempo sería por demás ineficiente. Más adelante, Montesquieu define
la mejor aristocracia de la siguiente manera: “la mejor de las aristocracias es aquella en que la
parte del pueblo excluida del poder es tan pequeña y tan pobre que la parte dominante no tiene
interés en dominarla”. Finalmente, considera que cuanto más se acerca a la democracia, más
perfecta es; y más imperfecta es cuanto más se parece a una monarquía.

La monarquía legítima se apoya en los poderes intermedios, subordinados y dependientes del


monarca que ejerce el poder dentro de la ley. En la monarquía el poder político y civil deriva de
la autoridad del príncipe. La existencia de leyes fundamentales que suponen necesariamente la
existencia de poderes intermedios a través de los cuales fluye el poder del príncipe, impide que
la monarquía pase a ser un gobierno despótico. De haber en el Estado sólo la voluntad
momentánea y caprichosa del príncipe no habría nada estable y fijo, no existiría ninguna ley
fundamental. El poder intermedio por excelencia de la monarquía es la nobleza. Su rol es tan
relevante que si abolieran sus privilegios la monarquía sería sustituida por un gobierno popular
o por un despotismo. Según Montesquieu, el poder del clero es conveniente para la monarquía.
Sin su activa presencia desaparecería una barrera formidable capaz de contener la arbitrariedad
gubernamental. Y todo aquello que contenga al despotismo es bienvenido. Para que la
monarquía esté vigente no basta con que existan poderes intermedios, es fundamental que esté
vigente el imperio de la ley. “No basta que haya en una monarquía rangos intermedios; se
necesita además un depósito de leyes. Este depósito no puede estar más que en los cuerpos
políticos, en esas corporaciones que anuncian las leyes cuando se las hace y las recuerdan
cuando se las olvida. La ignorancia natural en la nobleza, la falta de atención que la distingue, su
menosprecio de la autoridad civil, exigen que haya un cuerpo encargado de sacar las leyes del
polvo que las cubre”.

A diferencia de la república democrática, la república aristocrática y la monarquía, el Estado


despótico es ilegítimo. El déspota lo es todo. Su voluntad es omnímoda y los súbditos son
esclavos. El déspota está por encima de las leyes, las libertades y la vida de los demás. “Resulta
de la naturaleza misma del poder despótico, y se comprende bien, que estando en uno solo se
encargue a uno solo de ejercerlo. Un hombre a quien sus cinco sentidos le dicen continuamente
que él lo es todo y los otros no son nada, es naturalmente perezoso, ignorante, libertino.
Abandona, pues, o descuida las obligaciones. Pero si el déspota se confía, no a un hombre, sino
a varios, surgirán disputas entre ellos; intrigará cada uno por ser el primer esclavo y acabará el
príncipe por encargarse él mismo de la administración”.

Hernán Andrés Kruse

Rosario-hkruse@fibertel.com.ar

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