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Filosofía y Derecho
DEMOCRACIA
PARTICIPATIVA EPISTÉMICA
Prólogo de
José Luis Martí
Marcial Pons
MADRID | BARCELONA | BUENOS AIRES | SÃO PAULO
2017
La colección Filosofía y Derecho publica aquellos trabajos que han superado una evaluación
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© Sebastián Linares
© MARCIAL PONS
EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A.
San Sotero, 6 - 28037 MADRID
% (91) 304 33 03
www.marcialpons.es
ISBN: 978-84-9123-255-1
Depósito legal: M. -2017
Diseño de la cubierta: Manuel Estrada. Diseño Gráfico
Fotocomposición: JOSUR TRATAMIENTO DE TEXTOS, S. L.
Impresión: ARTES GRÁFICAS HUERTAS, S. A.
C/ Antonio Gaudí, 15
Polígono Industrial El Palomo - 28946 Fuenlabrada (Madrid)
MADRID, 2017
ÍNDICE
Pág.
1. INTRODUCCIÓN ............................................................................... 33
2. EL IDEAL ESTÁNDAR DE DEMOCRACIA Y EL DISEÑO INSTI-
TUCIONAL ESTÁNDAR.................................................................... 36
3. IGUALDAD POLÍTICA Y EPISTEMOLOGÍA ................................. 38
3.1. Democracia agonista .................................................................. 40
3.2. Democracia agregativa............................................................... 41
3.3. Objeciones ................................................................................. 41
3.4. Democracia y libertad de elección ............................................. 43
4. PREFERENCIAS EGOÍSTAS Y PROSOCIALES ............................. 46
4.1. Preferencias egoístas y justicia de resultados ............................ 48
5. TRES VALORES FUNDAMENTALES DE LA LEGITIMIDAD
DEMOCRÁTICA ................................................................................. 52
6. EL PROBLEMA DEL DISEÑO INSTITUCIONAL .......................... 55
7. CONCLUSIONES ............................................................................... 58
8 ÍNDICE
Pág.
1. INTRODUCCIÓN ............................................................................... 61
2. DOS VERSIONES MODERNAS DE LA EPISTOCRACIA.............. 62
3. RECHAZANDO LA EPISTOCRACIA: CUATRO OBJECIONES.... 66
3.1. Epistocracia y razonabilidad ...................................................... 68
4. INCOMPETENCIA INDIVIDUAL Y COMPETENCIA COLEC-
TIVA ..................................................................................................... 70
5. CONCLUSIONES ............................................................................... 73
Pág.
Pág.
Pág.
Pág.
BIBLIOGRAFÍA.............................................................................................. 355
PRÓLOGO
LO QUE VERDADERAMENTE IMPORTA
Este va a ser un prólogo muy breve, porque lo que importa viene después.
Así que lo diré directamente: el libro que el lector tiene entre manos es uno de
los más importantes dentro de la teoría democrática en español publicada en
los últimos años. Muy pronto se convertirá en un libro de referencia, impres-
cindible, en nuestro pequeño gran mundo académico hispanoamericano. El
libro realiza contribuciones destacables al más alto nivel internacional en di-
versos ámbitos de la teoría de la democracia. Y Sebastián LINARES se va a con-
solidar a ojos de todos como los que le conocíamos ya sabíamos que era: uno
de nuestros mejores teóricos políticos. El lector puede pensar que mi juicio es
exagerado. Pero si quiere rebatirlo no tendrá más remedio que leer el libro...
* * *
Permítanme tan solo cuatro párrafos con contenido personal, que comien-
zo con una anécdota. Hace ahora unos diez años la editorial Marcial Pons
me pidió que evaluara un borrador de un libro que se había presentado para
publicar en la colección de Filosofía y Derecho, dirigida por Jordi FERRER y
José Juan MORESO. La evaluación era ciega, así que yo no sabía quién podía
ser el autor. Pero debo reconocer que comencé a leer el manuscrito con la peor
de las predisposiciones. El libro abordaba la cuestión de la legitimidad demo-
crática del control judicial de la legislación, y yo en aquel momento pensaba
que difícilmente podía añadirse nada nuevo a ese debate. Me disponía, enton-
14 PRÓLOGO
él. Y, como ocurre con los buenos amigos, nuestra relación no depende en
ningún sentido de los aspectos cuantitativos. Así que en realidad no importa
si nos hemos visto muchas o pocas veces. Lo que verdaderamente importa es
otra cosa.
* * *
Este libro aborda algunas de las cuestiones más importantes de la teoría
democrática contemporánea: desde la cuestión siempre central y permanente-
mente abierta de en qué consiste la legitimidad democrática o la autoridad de
las decisiones democráticas, hasta una crítica feroz a la exclusión de algunos
colectivos desfavorecidos de los derechos políticos, como los presos o los in-
migrantes, pasando por el debate entre tecnocracia y democracia, la discusión
entre representación electiva o por sorteo, o el control de la agenda.
El libro transita admirablemente entre los niveles más abstractos y com-
plejos de argumentación normativa y epistemológica, como en su análisis de
diferentes versiones de teoría ideal de la democracia deliberativa, o en su dis-
cusión sobre la modestia epistémica, y el análisis de algunas de las propuestas
más específicas y actuales de diseño institucional democrático, como el análi-
sis de las distintas variedades de sorteo democrático que han sido propuestas
recientemente, el también mencionado derecho de voto de los presos y extran-
jeros, su discusión sobre la publicidad del voto, o su propuesta casi revolu-
cionaria de la promesa pública del votante. En este sentido, el libro entronca
con una tradición venerable del pensamiento democrático, que sin renunciar a
los ideales filosóficos y a la precisión científica se ha mostrado habitualmente
apegada a la realidad de cada época y a un cierto pragmatismo bien entendido:
la mejor tradición de ROUSSEAU, JEFFERSON, DEWEY o ARENDT, y también la
que hoy representa nuestra comúnmente admirada Jenny MANSBRIDGE. Con-
sigue así un equilibrio tremendamente complicado pero exitoso entre la más
alta filosofía política y social y la ciencia política más aplicada. Y por ello
revela dos virtudes destacables de su autor: su amor por la verdad (digamos,
científica, a falta de una palabra mejor) y su compromiso firme con la mejora
del mundo y de las condiciones de vida de las personas. Así entiendo yo, y
no de otro modo, la que tal vez sea la frase más importante de todo el texto,
incluida en el conmovedor inicio del prefacio: «Importa vivir con dignidad».
El libro no trata todos los temas relevantes para la teoría de la democra-
cia. El propio LINARES lo reconoce en el prefacio, e incluso hace un elenco
de cuestiones que han quedado fuera, admitiendo que «el libro no aspira a
desarrollar una teoría completa de la democracia». Pero sí encontramos en él
buena parte de las cuestiones más importantes, así como de las más actuales.
LINARES conoce bien la mejor literatura internacional sobre la democracia.
Está al día de las últimas propuestas y discusiones, y eso que vivimos en una
época de efervescencia o eclosión de ideas y experimentalismo democrático
que puede calificarse de revolucionaria. Y casi siempre posee una opinión fun-
16 PRÓLOGO
este libro, pero el libro es necesario para combatirlas a todas. Permítanme, sin
tomar demasiado tiempo o espacio, mencionarlas aquí.
En primer lugar, debemos admitir que contra todo pronóstico, y cuando
el inexorable movimiento del que hablaba TOCQUEVILLE debía precisamente
hallarse en su apogeo, el porcentaje de ciudadanos y también de expertos que
comienzan a considerar la democracia como un lujo prescindible, o incluso
como un mal sistema de gobierno, inferior al de ciertas formas de autoritaris-
mo, no hace sino aumentar. Entre los ciudadanos, el fenómeno es global, está
ocurriendo en todas las democracias —aunque con diferencias significativas
de grado—, y la situación es peor entre los más jóvenes, y al menos para Es-
tados Unidos también entre los más ricos (véase, por ejemplo, el recientísimo
pero explosivo estudio de FOA y MOUNK, 2016) 1. La situación no es mucho
mejor entre técnicos y expertos. Llevamos años escuchando a economistas
neoclásicos advertir que, durante décadas, habían pensado que la democracia
era condición necesaria para el desarrollo de una economía de mercado y el
crecimiento económico subsiguiente, pero que ahora el despegue de la China
capitalista demostraba que habían estado equivocados, y que tal vez la de-
mocracia pueda resultar hasta menos competitiva desde este punto de vista.
Ahora comenzamos a escuchar a algunos juristas decir lo mismo respecto al
Estado de derecho. Durante mucho tiempo se pensó que o bien la democracia
formaba parte del propio ideal de Estado de derecho, o cuanto menos esta-
ba íntimamente conectada con él. Ahora algunos dicen que el caso de Hong
Kong demuestra que puede alcanzarse un grado satisfactorio de generalidad
y predictibilidad del derecho, y a la vez unas mínimas garantías procesales y
respeto por los derechos humanos básicos, sin estar necesariamente acom-
pañado de un sistema democrático de gobierno. Entre algunos teóricos de la
justicia marxistas o socialistas, durante décadas fue habitual oírles defender
el régimen cubano de Castro, como si la democracia fuera, en el mejor de los
casos, un lujo de segundo orden que debía estar subordinado a la consecución
de la igualdad socio-económica, y en el peor uno de tantos mitos inventados
por el imperialismo capitalista estadounidense. Esto, como digo, no es nue-
vo. Pero me asusta ver reforzada esta opinión hoy en día en algunos jóvenes
investigadores inteligentes e informados, que son (teóricamente) plenamente
conscientes de todo lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX, en Cuba y
en el resto del mundo.
La segunda gran amenaza para la democracia es la globalización (econó-
mica, cultural, social y también política). Como proceso histórico, la globali-
zación me parece inexorable. Así que no creo que debamos tanto lamentarnos
de que ocurra, como observar detenidamente cuáles son sus efectos pernicio-
sos para tratar de corregirlos o, en la medida de lo posible, evitarlos. El más
1
R. S. FOA y Y. MOUNK, 2016: «The Danger of Desconsolidation. The Democratic Disconnect»,
Journal of Democracy, 27 (3): 5-17.
18 PRÓLOGO
* * *
Muy pocas cosas importan verdaderamente. La escala de importancia es
por supuesto gradual. Pero si nos fijamos en la parte alta de dicha escala vere-
mos que realmente son pocas las cosas que deberían realmente importarnos.
LINARES intenta sintetizar la mayoría de ellas en una máxima que ya he men-
cionado: «Vivir con dignidad». Dicen que KANT, EL teórico de la dignidad
humana, confesó haber aprendido el valor de la igual dignidad de todos los
seres humanos de su admirado ROUSSEAU. No es de extrañar que para él, como
PRÓLOGO 21
equitativas para que la gente pueda formarse con autonomía juicios infor-
mados y orientados al bien común antes de votar, ostenta un serio déficit de
legitimidad.
Quinto, que la legitimidad de cada una de las leyes depende no solo de
que ellas sean fruto de un procedimiento democrático participativo epistémi-
co, sino también de que estas tengan asidero en argumentos y principios que
cualquier persona razonable podría aceptar tras un juicio reflexivo. Descono-
cer parámetros sustantivos implicados en la noción de legitimidad obligaría a
reconocer que cualquier decisión sería legítima si se respetaran solo los valo-
res procedimentales, y no existe ninguna garantía en la práctica de que el solo
cumplimiento de los valores procedimentales evitará la toma de decisiones
completamente absurdas o absolutamente abyectas desde cualquier perspec-
tiva razonable.
Y, finalmente, sexto, que el desacuerdo razonable, profundo y persistente
sobre un abanico amplio de cuestiones de justicia distributiva es una razón
convincente para distinguir entre la idea de la legitimidad democrática y la
idea de la justicia.
El primer compromiso supone apartarse de las versiones políticas más
escépticas, que consideran que el bien común es una entelequia desprovista de
contenido, y de las visiones liberales más radicales, que consideran que en la
regulación de la vida en comunidad deben primar las reglas del mercado en el
que los que participan lo hacen persiguiendo su propio interés egoísta.
El segundo compromiso supone apartarse de las visiones de la democracia
no epistémicas, que o bien consideran que la democracia carece de cualquier
valor epistémico, o bien consideran que la dimensión epistémica no es rele-
vante para su justificación.
El tercer compromiso supone rechazar las visiones monistas de la legiti-
midad democrática, que consideran que basta un solo valor (dependiendo de la
teoría, puede ser la igualdad de respeto, o la libertad de elección, o el cometido
epistémico de alcanzar decisiones justas) para fundar el deber de obediencia
a las leyes.
El cuarto compromiso supone rechazar las versiones elitistas que consi-
deran que la toma de decisiones colectivas debe dejarse exclusivamente en
manos de expertos, pero también las visiones populistas, que no tienen ningún
compromiso estructural con la generación autónoma de preferencias informa-
das y orientadas al bien común.
El quinto compromiso supone rechazar las visiones agonistas, las visiones
puramente agregativas y procedimentalistas y las visiones pluralistas de la
democracia, que no tienen ningún compromiso con la idea de razón pública
para evaluar la legitimidad de las leyes en cada caso.
26 PREFACIO
rías cíclicas. En segundo lugar, suscribo su visión normativa de que las prefe-
rencias que se agregan en proceso de votación deben ser predominantemente
prosociales, esto es, deben estar sustentadas en perspectivas orientadas al bien
común (aunque también deben ser predominantemente autónomas y suficien-
temente informadas). Cuando el enfoque que predomina en los participantes
es egoísta, las decisiones mayoritarias no pueden ser concebidas como repre-
sentativas de la voluntad de una comunidad en ningún sentido. En tercer lugar,
comparto con ROUSSEAU su idea de que la participación ciudadana en pie de
igualdad tiene un valor primordial, aunque entiendo que el desafío práctico
es el de cómo desplegar al máximo dicho principio de igualdad en la parti-
cipación persiguiendo al mismo tiempo el cometido epistémico modesto de
alcanzar decisiones suficientemente buenas. Finalmente, comparto con ROUS-
SEAU (aunque también con HUME y con MAQUIAVELO) su defensa del control
democrático de la agenda política, esto es, su predilección por los mecanismos
de democracia directa iniciados desde abajo.
Los detractores de su pensamiento quieren ver en El contrato social un
alegato a favor del colectivismo y la sumisión del individuo a la tiranía de las
mayorías, o incluso un elogio del populismo de masas y de la demagogia. A
mí esa lectura exegética me parece equivocada, pero no voy a gastar tinta en
explicar por qué. En cualquier caso, si la lectura colectivista o populista de
ROUSSEAU fuera acertada desde un punto de vista hermenéutico, quiero dejar
bien claro que no estoy de acuerdo con esa singular manera de ver la política.
Por eso intento formular una teoría de la democracia epistémica, no populista,
en la que el compromiso estructural por asegurar el derecho a participar en pie
de igualdad sea complementado con: a) la deliberación entre iguales; b) con
unas oportunidades equitativas para poder informarse adecuadamente antes
de tomar una decisión, y c) con incentivos apropiados para que, aquellos que
no están seguros de sus opiniones, o no han podido informarse adecuadamen-
te, suspendan el juicio y puedan abstenerse de participar. Según creo, debemos
dar paso a un sistema en el que las suspensiones de juicio cuenten de una ma-
nera estructural y existan oportunidades equitativas para informarse en cada
decisión sobre los aspectos de las políticas orientados al bien común. La deli-
beración entre iguales es por supuesto un ingrediente necesario, pero se equi-
vocan quienes exigen que todos los que participan deliberen. La deliberación
no es el único camino para adquirir creencias epistémicamente justificadas.
En este libro reivindico abiertamente una dimensión pragmática de la
política, y rindo homenaje a la misma proponiendo «soluciones» prácticas
novedosas a los problemas de crisis de representación que enfrenta la demo-
cracia contemporánea. Abrazar una dimensión pragmática supone adoptar,
además de un enfoque realista que presta atención a los problemas, también
un enfoque imaginativo: pensar en posibles alternativas (que no han sido aún
diseñadas ni practicadas) de solución a los problemas sociales. La ciencia po-
28 PREFACIO
del capítulo VI, en el que abordo el lugar del sorteo en la teoría democrática,
fueron presentados en el Taller sobre Derecho y Justicia del Departamento de
Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III, organizado por Ricardo
CUEVA y Edgardo MARTÍNEZ, a principios del año 2014. Tanto el capítulo VIII
como el X fueron ampliamente discutidos con José Luis MARTÍ en diversas
ocasiones, y he incorporado muchos de sus comentarios en el texto final. El
capítulo XII, que habla del control judicial de las leyes, es una versión revi-
sada de un capítulo publicado en la Enciclopedia de Filosofía del Derecho y
Teoría Jurídica (UNAM-Rubinzal Culzoni), coordinada por Ezequiel SPEC-
TOR y Jorge FABRA. Los capítulos I, V y XI eran borradores que empecé a
esbozar en Salamanca y culminé en Bahía Blanca, y el resto (II, III, VII y X),
finalmente, fueron escritos en ejercicio de mi actividad investigadora en el
Instituto de Estudios Económicos y Sociales (IIES-Conicet) de Bahía Blanca.
Quiero agradecer los comentarios de José Luis MARTÍ, Javier GALLARDO, Ma-
nuel ALCÁNTARA, Salvador MARTÍ, Íñigo GONZÁLEZ RICOY, Octavio AMORIM
NETO, Yanina WELP, Asbel BOHIGUES, Elena MARTÍNEZ BARAHONA, Roberto
GARGARELLA, José LEJARRAGA, Francisco Javier GIL, Fernando THOMÉ y Es-
teban FREIDIN. En una mesa de trabajo dedicada a la democracia y los movi-
mientos sociales, organizada por José Luis MARTÍ, tuve la suerte de conocer
a Jane MANSBRIDGE, con quien pude dialogar extensamente sobre algunos
temas fundamentales incluidos en este texto, pero en particular sobre las mo-
tivaciones egoístas y prosociales. Fue una experiencia inolvidable escucharla
discutir con los ojos punzantes y llenos de luz sus ideas sobre cómo mejorar la
democracia. No estoy seguro de que comparta mis propuestas prácticas sobre
cómo incentivar las motivaciones prosociales a gran escala, pero sus ideas pio-
neras sobre el tema iluminaron algunos capítulos de este libro (en particular
los capítulos VIII, IX y X).
Tres amigos merecen un lugar especial: José Luis MARTÍ, Javier GALLAR-
DO y Salvador MARTÍ. Las discusiones con ellos, sobre todo las informales o
las mantenidas fuera de los pasillos académicos, fueron la fuente intelectual
de inspiración más importante que tuvo este libro.
Quiero agradecer a todas las personas que me han acompañado durante
todo este proceso. A Poroto Rentería, el amigo de la infancia con quien com-
partimos barrio, colegio, vida, deportes y literatura a raudales. A la familia de
Ana (Emilia, Carlos, Antonio padre, Sergio, Antonio, Cuca y Emmita) con
quienes tengo una deuda de gratitud infinita. A mi madre, quien tras la muerte
de Ana dejó todo para venir a mi lado y ayudarme a cuidar de Rocío. Sin su
ayuda este libro no hubiese sido posible, y más importante que eso, Rocío no
sería la niña que es. A mis hermanos, Lula, Hernán y Manu, porque siento
que somos un gran equipo que se crece ante la adversidad. A todos los amigos
de la Universidad de Salamanca que me brindaron cariño y amistad incondi-
cional, pero en especial a Manuel Alcántara, Elena Martínez Barahona, Mer-
32 PREFACIO
1. INTRODUCCIÓN
1
Véase Douglas RAE (1975), que fue el primero en mostrar que, en caso de desacuerdos, cual-
quier procedimiento de toma de decisiones será coercitivo (no consensual), porque siempre habrá per-
sonas que se verán obligadas a cumplir con una decisión en cuya justicia no creen. Y esto es así aun
cuando, tras la discusión, prevalezca el statu quo. Esto muestra que en política no es posible no tomar
decisiones.
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 35
2
Véase KELSEN (1920).
36 SEBASTIÁN LINARES
nes colectivas. Según Robert DAHL, «en cualquier conjunto de personas que
desean establecer o mantener una asociación con un gobierno capaz de tomar
decisiones colectivas obligatorias, necesariamente debe prevalecer el Principio
Categórico de la Igualdad» (1989: 154). Dicho principio supone otorgar a to-
dos los ciudadanos adultos derechos categóricos de participación en pie de
igualdad en la toma de decisiones, aún cuando la idoneidad de estos esté pues-
ta en duda. DAHL pasa a preguntarse qué criterios deben ser satisfechos por el
proceso de gobierno de una asociación para cumplir con la exigencia de que
sus miembros adultos tengan el mismo derecho a participar en las decisiones
políticas de la asociación. Según DAHL, existen al menos cinco de esos crite-
rios ideales (1998):
1. Participación efectiva: antes de que se adopte una política por la aso-
ciación, todos los miembros adultos deben tener oportunidades iguales y efec-
tivas para hacer que sus puntos de vista sobre cómo haya de ser la política sean
conocidos por los otros miembros.
2. Igualdad de voto: cuando llegue el momento en el que sea adoptada
finalmente la decisión, todo miembro adulto debe tener una igual y efectiva
oportunidad de votar, y todos los votos deben contar como iguales.
3. Comprensión ilustrada: dentro de los límites razonables en lo relativo
al tiempo, todo miembro adulto debe tener oportunidades iguales y efectivas
para instruirse sobre las políticas alternativas relevantes y sus consecuencias
posibles
4. Control de la agenda: los miembros adultos deben tener la oportuni-
dad exclusiva de decidir cómo y, si así lo eligen, qué asuntos deben ser incor-
porados a la agenda.
5. Inclusión de los adultos: todos o, al menos, la mayoría de los adultos
que son residentes permanentes, deben tener los plenos derechos de ciudada-
nía que están implícitos en los cuatro criterios anteriores.
¿Por qué estos criterios? Porque cada uno de ellos es necesario si los miem-
bros de una comunidad han de ser iguales políticamente a la hora de determi-
nar las políticas de la asociación (DAHL, 1998: 49). Aquí vemos cómo DAHL
afinca la noción de legitimidad política en el principio de igualdad política,
según el cual todos los miembros adultos de una comunidad tienen un igual
derecho a tomar parte de las decisiones colectivas. Llamaremos al principio
de igualdad política el valor o principio rector del ideal normativo estándar.
Es interesante advertir que algunas de las condiciones ideales refieren a
estados de cosas que no admiten grados de realización relativa. También vale
la pena hacer notar que las condiciones ideales no son, moralmente hablando,
demasiado exigentes. Por ejemplo, a los participantes no se les pide que sus-
criban motivaciones prosociales a la hora de votar o justificar las decisiones
por las que votan, pudiendo por tanto suscribir preferencias egoístas (inte-
resadas en su propio bienestar o el de los más cercanos). A los participantes
38 SEBASTIÁN LINARES
Según los demócratas agonistas, «lo político» (una idea por la que en-
tienden el «conflicto» entre pasiones, voluntades y deseos) tiene carácter fun-
dacional, y la tarea de la política democrática es establecer cierto orden y
organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflicti-
vas. Cualquier intento por fundar la política sobre la base de que es posible
encontrar respuestas correctas al conflicto, está condenada al fracaso. Los de-
mócratas agonistas niegan que se pueda dar una solución racional, intersubje-
tivamente válida, al conflicto de poder, y que lo mejor que podemos hacer es
canalizar el conflicto de una manera pacífica.
Se trataría, en palabras de sus defensores, de convertir la política «entre
enemigos» en una política «entre adversarios». Como el conflicto y las ambi-
ciones de poder hegemónicas no pueden ser erradicados de la sociedad, la de-
mocracia debe «proveer canales a través de los cuales las pasiones colectivas
puedan expresarse sobre distintos asuntos», canales que permitan «identificar
al adversario» sin transformarlo en enemigo (LACLAU, 2005; LACLAU y MOU-
FFE, 2001; MOUFFE, 2000, 2005). El propósito de la democracia, entonces,
debe ser el de permitir la movilización de pasiones de una manera ordenada
y pacífica, de manera que ningún grupo de la sociedad termine por imponer
sus pretensiones hegemónicas de una manera permanente. La lealtad al ideal
democrático, en esta visión, no es una cuestión de justificación racional, sino
de disponibilidad de formas democráticas de individualidad y subjetividad
(MOUFFE, 2000: 95).
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 41
3.3. Objeciones
3
El teorema de la imposibilidad de ARROW (1951) sostiene, en su versión resumida, que no existe
ningún método de agregación de preferencias individuales en un orden colectivo que cumpla al mis-
mo tiempo con las siguientes condiciones básicas de racionalidad: dominio universal (cualquier orden
individual puede ser introducido, no importa cómo se coloquen las alternativas), ausencia de mayorías
cíclicas, e independencia respecto de las alternativas irrelevantes. Explico algunas de estas condiciones
en el capítulo VIII de este libro.
42 SEBASTIÁN LINARES
4
No pretendo negar que los conflictos de intereses son consustanciales a las democracias liberales
capitalistas. Dichos conflictos casi siempre de naturaleza redistributiva y ocupan el centro de los enfo-
ques positivos de economía política que intentan analizar la democracia como un equilibrio (es decir,
como un conjunto de reglas que ninguna de las partes tiene incentivos para romper). Este es un enfoque
valioso que ha tenido gran predicamento en los últimos quince años en la economía política (PRZEWORS-
KI, 2005; BOIX, 2003; ACEMOGLU y ROBINSON, 2012; ANSELL y SAMUELS, 2010). En cualquier caso, es
importante no perder de vista que se trata de enfoques positivos o empíricos, y solo de manera indirecta
uno podría suponer que abrazan parámetros normativos. Por ejemplo, tal vez cabría alegar que si lo
que importa es lograr el equilibrio entre intereses en conflicto, de tal manera que ninguno tenga in-
centivos para quebrar las reglas, entonces la estabilidad y la reconducción de los intereses en conflicto
funcionaría en estas teorías como el parámetro de bien común relevante, aunque ese no sea el enfoque
buscado por los autores. Visto así, ni siquiera estas teorías pueden quitarse de en medio la perspectiva
orientada al bien común. No desconozco el valor de estos enfoques para entender el funcionamiento
y la estabilidad de un régimen democrático, pero niego que eso sea suficiente para entender por qué
valoramos la democracia y no otro régimen político. Y niego que los conflictos distributivos carezcan
de una dimensión epistémica relevante.
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 43
5
El sorteo puro asegura una misma probabilidad de todas y cada una de las alternativas del menú
sean escogidas, con independencia de lo que prefieran las personas. O dicho de otro modo: ninguna
preferencia tiene un impacto instrumental en el resultado, y por tanto, a todas las preferencias se las
trata con igualdad. Si queremos que el procedimiento sea, además de equitativo, sensible a las preferen-
cias, entonces el sorteo puro no estaría justificado.
44 SEBASTIÁN LINARES
6
Véase también URBINATI (2014).
7
PRZEWORSKI plantea, no obstante, casos difíciles en los que la concepción atlética de la libertad
de elegir entra en tensión con la concepción opuesta, que él llama «del logro» (achievement conception,
que prefiere una situación en la que x —la opción preferida— es asignada, a una situación en la que la
persona puede optar entre x e y). Por ejemplo, un caso en el que una persona quiere x, pero debe escoger
entre una situación en la que x es asignado, y una situación en la que puede escoger solo entre un menú
de opciones que no incluyen x. Supongamos que mi punto ideal es xi y debo elegir entre dos situacio-
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 45
nes: optar entre dos opciones {xi – k, xi + k}, o lograr mi opción preferida: {xi}. Según PRZEWORSKI,
nos resultan indiferentes ambas opciones si el valor añadido de la libertad de elegir es k (medido por la
métrica del logro).
8
En su estudio, IYENGAR, HUBERMAN y JIANG (2004) demostraron que la participación caía un 2
por 100 por cada diez opciones más ofrecidas, con el resultado de que los empleados que no partici-
paron recibían el dinero no asignado a ningún fondo (descuidando de ese modo su jubilación). Incluso
entre aquellos que optaron por escoger un fondo, sucedió que a medida que aumentaba el número de
opciones, aumentaban los empleados que escogían fondos riesgosos, orientados a conseguir rentas en
el mercado. En definitiva, a medida que aumentan las opciones, menos personas eligen (y más se abs-
tienen de participar), y más personas se equivocan.
9
Dicho sea de paso, la relación entre el número de opciones y el ejercicio efectivo de la libertad
de elección no es lineal, sino en forma de U invertida (es decir, introduciendo algunas pocas opciones
46 SEBASTIÁN LINARES
Según DAHL, el procedimiento debe permitir que cada adulto, cuyos inte-
reses están involucrados en el resultado, cuente con el derecho de especificar
cuáles son esos intereses, en virtud de que cada persona es el mejor juez de
sus propios intereses (1989: 12). De acuerdo con esto, lo único que se exige
al proceso democrático es que dé cabida a la expresión de los «propios inte-
reses» de cada persona, unos intereses que no tienen por qué ser egoístas. Es
importante señalar, en ese sentido, que la noción de «interés propio» es un
más personas optan por elegir alguna opción, pero pasado un cierto umbral ésta cae abruptamente y más
se paralizan).
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 47
concepto abarcador que puede incluir tanto una preocupación por mejorar el
bienestar de uno mismo (o de su grupo), como una preocupación por mejorar
el bienestar de otros.
De ello se sigue que el ideal estándar de ningún modo exige o reclama
que las personas «procuren el bien común». En primer lugar, porque —se
dice— lo que es el bien común es algo sumamente controvertido que des-
pierta encendidos desacuerdos epistemológicos y filosóficos. En segundo lu-
gar, porque ello implicaría incorporar un ingrediente que convertiría al ideal
en impracticable. Según DAHL, «todo ideal político factible debe partir del
supuesto de que el conflicto respecto de lo que es el bien común forma parte
ineludible de la vida política normal» (1989: 340). Incorporar, dentro del ideal
regulativo, la obligación de que las preferencias de las personas procuren el
bien común, terminaría por contaminar de polémica todo la propuesta, porque
seríamos incapaces de discernir de manera incontrovertible si las personas
han votado o no procurando el bien común (DAHL, 1989: 343-344). Por tanto,
procurar el bien común no es una exigencia que repercuta sobre la legitimidad
del proceso. Pero esto tampoco significa que la introducción de preferencias
prosociales u orientadas al bien común este prohibida.
Ahora bien, afirmar que el ideal suscribe la noción abarcadora de «interés
propio», no solo significa sostener que no rechaza ni excluye la posibilidad de
que las personas introduzcan motivaciones orientadas al bien común, como
sea que estas lo conciban. También significa sostener que el ideal no rechaza
ni excluye la introducción exclusiva de preferencias puramente egoístas. Las
preferencias basadas en motivaciones egoístas tienen la siguiente forma: «Esta
política debe ser escogida (o rechazada) porque es buena (o mala) para mí (o
mi grupo)» 10.
Introducir preferencias egoístas en el proceso tiene un valor innegable. Si
no pudiéramos conocer qué desea conseguir cada uno para sí, probablemente
tampoco podríamos llegar a una solución justa para todos, o al menos para la
mayoría (véase MANSBRIDGE et al., 2010). Sin embargo, otra cosa muy dis-
tinta es decir que el ideal permite que se introduzcan, de manera exclusiva,
preferencias puramente egoístas. Porque entonces sí que nos enfrentamos a un
problema grave, que pone en tela de juicio la estructura conceptual del ideal
estándar. El problema al que me voy a referir puede ser formulado del modo
siguiente:
10
Brian BARRY anota que una política es en el interés egoísta de una persona si incrementa sus
oportunidades de alcanzar aquello que quiere «para sí o para su grupo» (1990: 176). Así, si una per-
sona dice que debemos escoger una política porque ella la quiere, esto no es suficiente para llamar esa
pretensión de egoísta. Porque bien puede querer esa política por ser en el interés equitativo de todos,
o incluso por ser en el interés de todos excepto el de ella. La idea de intereses egoístas pierde todo
su sentido si incluye también pretensiones altruistas o pretensiones sobre aquello que uno considera
justo.
48 SEBASTIÁN LINARES
En lo que sigue voy a dar argumentos a favor de esta tesis, lo que nos ayu-
dará a mostrar que el ideal democrático al que debemos aspirar debe tener una
preocupación estructural con el cometido de incentivar el carácter prosocial
de las preferencias que se introducen en el debate y que se agregan en la toma
de decisiones colectivas.
Resulta claro que el ideal democrático estándar permite (esto es, no exige
ni censura) que la elección de políticas públicas vaya respaldada con motiva-
ciones egoístas. Supongamos que esto es lo que efectivamente sucede en la
realidad: las personas votan por aquellas políticas que mejoran el bienestar
material de cada uno. Imaginemos, para introducir un poco de complejidad,
que se trata de una democracia representativa. En este escenario, los votan-
tes egoístas votan por aquellos candidatos que prometen mejorar el bienestar
material de cada uno, y luego los representantes ganadores votan por aquellas
políticas públicas que promueven el bienestar de sí mismos y de sus electores.
Supongamos ahora que una noción de justicia verdadera es de naturaleza
solidaria o igualitaria, y tiene como cometido mejorar las condiciones mate-
riales de los más desventajados, un cometido no obstante sujeto a ciertos lí-
mites, como el de respetar las libertades fundamentales de todas las personas.
Esta definición de justicia solidaria es, qué duda cabe, muy general y se en-
cuentra, por tanto, infraespecificada, pero servirá a los propósitos analíticos 11.
Por razones de simplicidad vamos a suponer aquí que el ingreso monetario
neto es un indicador adecuado de estas condiciones materiales. Según esta es-
pecificación de la justicia solidaria, entonces, el criterio de justicia verdadero
es el maximin, y su cometido es el de maximizar el mínimo de ingresos netos
en una sociedad.
El interés egoísta de cada individuo es el de aumentar el nivel de sus ingre-
sos netos. Supongamos que cada votante está perfectamente informado de los
programas electorales de los partidos de gobierno (aquí supondremos que hay
solo dos), y en consecuencia votará por aquel partido cuyo programa maximi-
ce su ingreso neto. Por razones de simplicidad analítica, diremos que la única
11
Dicha noción no se pronuncia sobre si, en el mejoramiento de las condiciones materiales de
los más desventajados, conviene sentar un umbral absoluto de suficiencia (sufficientarian justice) o un
principio de prioridad entre distribuciones alternativas disponibles (prioritarian justice).
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 49
arroje un ingreso neto promedio inferior al del ingreso neto mínimo que cabría
obtener con una tasa inferior.
Cuando tomamos en cuenta los efectos dinámicos de los impuestos so-
bre la productividad 12, deja de ser sensato imponer una tasa del 100 por 100,
incluso si suscribimos una noción de justicia solidaria que busca maximizar
el ingreso neto mínimo. Aquí es importante resaltar, en cualquier caso, que
un proceso democrático en el que solo se introducen preferencias egoístas
tiende a arrojar como resultado la maximización del ingreso neto del votante
mediano, y no la maximización del ingreso neto mínimo. Aún cuando ambos
cometidos concuerden en que una tasa del 100 por 100 no resulta deseable, es
probable que discrepen en el nivel de tasa impositiva que habría de maximizar
cometidos tan distintos. Es perfectamente lógico, por ejemplo, imaginar que el
cometido de maximizar el ingreso neto del votante mediano proponga una tasa
del 25 por 100, mientras que el cometido de maximizar el ingreso neto míni-
mo proponga una tasa del 75 por 100. Aun cuando esta segunda tasa, en virtud
de los efectos dinámicos de los impuestos sobre la productividad, produzca
una disminución de los ingresos totales, el ingreso neto mínimo podría seguir
siendo superior al que obtendríamos bajo una tasa del 25 por 100, y por tanto
resultaría preferible para una noción de justicia solidaria (VAN PARIJS, 1996).
La conclusión no se deja esperar: el ideal democrático estándar, en el supuesto
de que los votantes solo persigan sus intereses egoístas, no desemboca —no
puede desembocar— en resultados que puedan ser considerados justos para
una noción de justicia solidaria, que busca maximizar la posición de los más
desventajados.
Una manera de resistirse a esta conclusión podría ser la de sostener que el
modelo está basado en premisas muy poco realistas, como la plena informa-
12
En esto se sigue el influyente trabajo teórico de MELTZER y RICHARDS (1981), el cual supo-
ne unas consecuencias negativas de los impuestos sobre la productividad y asume que los votantes
poseen información perfecta. De acuerdo con este modelo, si el votante mediano gana menos que el
votante promedio, el votante mediano fijará el nivel de impuestos en el punto de bienestar que resulta
de la combinación entre la maximización de sus ingresos netos (en una situación donde tendrá menos
incentivos para trabajar debido al mayor nivel de impuestos) y el incremento de las prestaciones que
recibe (directas o en uso y disfrute de bienes públicos) gracias a las políticas redistributivas. Dos im-
portantes conclusiones —de resonancias tocquevillianas— se desprenden de este enfoque: a) la presión
por una mayor redistribución se incrementa a medida que aumenta la desigualdad económica, esto es,
una mayor distancia entre el ingreso mediano y el ingreso promedio, y b) las políticas redistributivas
reducen la productividad del sistema (véase en la misma línea ROBERTS, 1977, y ALESINA y RODICK,
1994) . Resulta extremadamente complejo proveer de sustento empírico a esta teoría, debido en parte a
que los indicadores que se utilizan son indirectos (proxies) y no siempre son comparables entre países.
Con todo, PEROTTI (1994), LINDERT (1996) y SANT PAUL (1996) encuentran que una mayor desigualdad
económica en los ingresos brutos va asociada con un menor gasto social, y no produce una merma
en el crecimiento económico, un resultado que contradice las predicciones del modelo de MELTZER y
RICHARDS. En cualquier caso, cabe advertir que estos hallazgos solo ponen en duda la hipótesis de que
la desigualdad económica provoca un desplazamiento hacia una mayor redistribución, no la premisa
de que las políticas redistributivas afectan negativamente la productividad. De más está decir que estos
resultados en vez de reducir agravan la brecha entre los resultados de la democracia electoral y una no-
ción de justicia solidaria. Agradezco al evaluador anónimo sus comentarios ilustrados sobre este tema.
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 51
13
Entre ellos los frutos del ejercicio de los talentos naturales y los ingresos desproporcionados
que se obtienen por tener la suerte de que la gente valore lo que hacemos en el mercado (G. COHEN,
2008).
52 SEBASTIÁN LINARES
14
Agradezco al evaluador anónimo el señalarme la importancia de reforzar la justificación de esta
tesis normativa que es central para el resto del libro.
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 53
Conocimiento
(Dimensión epistémica)
15
La distinción entre justificaciones intrínsecas e instrumentales no es, técnicamente hablando,
correcta. En filosofía se suele plantear en cambio la distinción entre valor intrínseco y extrínseco, y en-
tre valor instrumental y no instrumental. Decimos que los objetos, actividades, o estados de cosas tienen
un valor instrumental si son valorados en virtud de algo más, distinto a esos objetos —por ejemplo,
dinero, felicidad, justicia, conocimiento—. En contraposición, decimos que las cosas tienen un valor
intrínseco cuando ellas son fuente de valor. Surgen entonces dos distinciones: una primera distinción,
entre valor instrumental —cosas que valoramos como medios— y valor no instrumental —cosas que
valoramos como fines—; y una segunda distinción, entre valor intrínseco —cosas que son fuente de va-
lor— y valor extrínseco —cosas que reciben su valor de otras (véase KOORSGARD, 1983)—. A la luz de
estas disquisiciones, podemos ver que los tres valores que fundamentan la legitimidad política son, in-
dividualmente considerados, de naturaleza intrínseca, en el sentido que cada uno de ellos son fuente de
valor de la idea democracia. La idea de democracia, en cambio, tiene un valor extrínseco, en el sentido
de que recibe su valor de la igualdad, la libertad de elección y el conocimiento. Pero la democracia tiene
un valor (en parte) instrumental, en el sentido de que la valoramos también porque permite alcanzar
decisiones correctas. La literatura contemporánea cuando habla de la justificación intrínseca de la legi-
timidad democrática normalmente se refiere a que la igualdad es suficiente (a veces en combinación con
la libertad de elegir) para fundamentar la obediencia a las leyes. Técnicamente no deberíamos hablar de
la justificación intrínseca de la democracia, sino de la justificación no instrumental de la democracia.
El debate debería plantearse, entonces, entre valores procedimentales, o internos al proceso de toma de
decisiones, y no procedimentales, o externos al proceso.
56 SEBASTIÁN LINARES
16
Para una propuesta en este sentido, véase el trabajo temprano de BUDGE (1996).
17
Michael SAWARD (2000) apunta que el requisito de «control de la agenda» del ideal estándar
recibe dos formulaciones distintas en la obra de DAHL. Así, en La democracia y sus críticos (1989: 113),
DAHL estipula que «el demos debe tener oportunidades exclusivas para decidir cómo las cuestiones son
planteadas en la agenda de asuntos sobre los que habrá que tomarse una decisión democrática» [cursi-
vas mías]. En cambio, en su libro On Democracy (1998: 38), DAHL sostiene una versión más robusta del
control de la agenda: «Los miembros del demos deben tener la oportunidad exclusiva de decidir cómo,
y si así lo deciden, qué asuntos deben ser planteados en la agenda». Según SAWARD, para implementar
la primera versión parecería ser suficiente con la institución de la revocatoria de leyes. En la segunda
versión, en cambio, el demos sería competente para decidir qué asuntos deben plantearse a la agenda
UNA CRÍTICA AL IDEAL CONTEMPORÁNEO DE DEMOCRACIA 57
política, además del modo en que se plantean. Para ello sería necesario, además del referendo revocato-
rio de leyes, de la iniciativa popular y la revocatoria de mandato (véase SAWARD, 2000).
58 SEBASTIÁN LINARES
7. CONCLUSIONES
1. INTRODUCCIÓN
1
PLATÓN (380 a. C.), República, libro VIII.
62 SEBASTIÁN LINARES
siones «mejores» que otras, y creemos que es posible discernir con parámetros
externos cuáles son esas decisiones, entonces también cabe pensar que hay per-
sonas que saben mejor que otras cuáles son esos parámetros. Luego, ¿por qué no
delegar en ellos, los sabios o expertos, la toma de decisiones políticas, a fin de
maximizar la probabilidad de tomar las mejores decisiones? En otras palabras:
¿por qué no el gobierno de los expertos o la epistocracia? (ESTLUND, 2008).
En este capítulo quiero criticar la fundamentación del gobierno de los ex-
pertos y mostrar por qué no podemos confiar de manera permanente en un
grupo reducido de presuntos expertos la toma de decisiones colectivas. Según
diré, existen dos razones para rechazar la epistocracia, una fundamental y otra
complementaria. La primera razón fundamental reside en que es una afrenta
a la igual dignidad y autonomía de las personas establecer discriminaciones
a priori entre los competentes y los no competentes, dado que hay razones
para pensar que la inclusión de los incompetentes no afectará tan gravemente
el desempeño epistémico del procedimiento en el nivel colectivo, y estable-
cer discriminaciones a priori entre los más y los menos competentes puede
terminar por lesionar la igual dignidad. La otra razón, complementaria, reside
en que el conocimiento político relevante está ampliamente distribuido en la
sociedad. Eso significa que, aun cuando existan expertos en áreas y dimensio-
nes específicas de la política, no existen expertos «políticos» en general en los
cuales delegar el poder político de manera permanente y estable.
El capítulo está dividido en cuatro partes. En la primera, describo dos
propuestas modernas de gobierno de los expertos que aspiran a restringir la
atribución igualitaria de derechos de voto. En la segunda parte, analizo el ar-
gumento central sobre el que están sustentadas estas propuestas epistocráti-
cas, y desarrollo las objeciones al mismo. En la tercera parte, explico cómo
es que la democracia puede prescindir, hasta cierto punto, del «principio de
competencia» en el nivel individual y sin embargo predicarlo en el nivel co-
lectivo o agregado, una explicación que es crucial para defender la atribución
igualitaria de derechos de voto y al mismo tiempo mantener un compromiso
con el cometido epistémico de alcanzar decisiones suficientemente buenas.
Finalmente, expongo las conclusiones.
2
En la propuesta de MILL también los directores de empresas y aquellos que ejercieran alguna
profesión liberal contarían con doble voto, pero aquí voy a poner a un lado estas categorías por ser más
difíciles de sostener en términos meritocráticos.
¿DEBEN GOBERNAR LOS EXPERTOS? 65
3
Por ejemplo, alguien puede ser un votante competente pero ser incapaz de explicar por qué en
un examen. Tal vez Juan no sabe nada sobre los candidatos y sus propuestas, pero sabe que su hermana
Juana está muy informada y votará a un buen candidato. Si Juan sabe que su hermana es competente,
entonces esto es suficiente para creer que el candidato que apoyará es bueno. O puede suceder que una
persona racista mienta sobre sus verdaderas preferencias al responder a las preguntas, a fin de aprobar
el examen. También puede suceder que el examen sea adulterado por el gobierno de turno para perpe-
tuarse en el poder y descalificar la oposición.
66 SEBASTIÁN LINARES
4
Esta es la estrategia que suscriben las corrientes escépticas de la democracia, en particular, la
—así denominada— democracia agonista (véase LACLAU y MOUFFE, 2001) y algunas de las versiones
puramente agregativas de la democracia (ARROW, 1951; RIKER, 1982).
5
Esta es, en particular, la tesis de David COADY (2012) y Josiah OBER (2013), aunque la misma
puede encontrarse en el pensamiento de David HUME y John DEWEY.
6
La noción de «conocimiento político distribuido» es una aplicación a la política de la idea más
general del «conocimiento disperso», desarrollada por Fiedrich HAYEK (1948) y Karl POPPER (1957).
HAYEK (1948) argumentó que la mayoría del conocimiento humano es práctico y no puede ser comple-
tamente articulado y registrado, ya que una parte importante es de naturaleza «tácita». Este conocimien-
to, sin embargo, es crucial para la asignación de recursos y bienes en la sociedad. Si queremos asignar
de una manera eficiente los bienes y servicios, necesitamos entonces de un mecanismo que canalice de
algún modo todo este conocimiento disperso, informal y fragmentario. Ningún mecanismo de dirección
centralizada ni de planificación oligopólica de la economía sería capaz de hacerlo apropiadamente,
porque sería incapaz de registrar, mucho menos de articular, todo el conocimiento tácito de la sociedad
y los cambios contingentes que experimenta ese tipo de conocimiento. La virtud del mercado, según
HAYEK, radica en que el sistema descentralizado de precios permite resumir, en un índice muy simple,
todo ese conocimiento, además de captar de una manera eficiente los cambios específicos en el mismo.
¿DEBEN GOBERNAR LOS EXPERTOS? 67
el resto de las personas en todas las dimensiones. Los llamados expertos «polí-
ticos» (candidatos, servidores públicos, politólogos, analistas, filósofos políti-
cos, entre otros) no son expertos en el sentido relevante del término «experto»,
sencillamente porque la política no es una disciplina autónoma. La actividad
política está implicada en casi cualquier área del pensamiento y la actividad
humana, y depende de los conocimientos y la información que en estas áreas
esté disponible. Nadie puede arrogarse razonablemente credenciales de ex-
perto en «política» (ni, por caso, en «moralidad», ni siquiera en «ciencia»),
porque la toma de decisiones colectivas inteligentes requiere de los aportes de
múltiples perspectivas diversas, cada una aportando su cuota de competencia
específica. La conclusión que se sigue de esta línea argumental es que, aún
cuando reconozcamos que existen verdades políticas, y que existen expertos
en particular, no existen expertos en política en general. Esto desmorona el
argumento epistocrático, o al menos lo devalúa significativamente.
La tercera manera de resistirse al argumento epistocrático consiste en
aceptar las dos primeras premisas o tesis, pero rechazar la conclusión. Esta
línea argumental acepta que existan expertos sobre la verdad de lo que debe
hacerse políticamente, pero niega que los conocedores de la «verdad política»
tengan derecho a gobernar 7. Según esta objeción, el argumento epistocrático
es falso porque conocer la verdad no da derecho a gobernar sobre otros. Es
posible, por ejemplo, que el cristianismo sea verdadero, pero el amor a la ver-
dad también nos obliga a suscribir un criterio de legitimidad verdadero. Ese
criterio de legitimidad verdadero reclama que todas las propuestas de sistemas
políticos (que establecen relaciones de coerción de unas personas sobre otras)
sean aceptables para todas las visiones razonables. Las perspectivas verda-
deras sobre la justicia, pero irrazonables, resultan por tanto incapaces de dar
fundamento a la legitimidad. Según este argumento, cabe la posibilidad de que
algunos sistemas epistocráticos se desempeñen mejor que la democracia en
términos epistémicos. Sin embargo, no es suficiente con que el procedimiento
tenga credenciales epistémicas para ser legítimo; es necesario, además, que
sea aceptable para todas las visiones razonables.
Una cuarta manera de rechazar el argumento epistocrático, finalmente,
consiste en suscribir una versión «pluralista» o «mixta» de la legitimidad po-
lítica, según la cual la dimensión epistémica debe acomodarse con el respeto
a la libertad y a la igualdad de los participantes, aun cuando respetar la igual
No necesitamos conocer con profundidad las circunstancias específicas que permitieron al granjero
productor de tomates venderme sus productos, para decidir si comprarlos o no. A su vez, el granjero no
necesita conocer cómo se produce un fertilizante, o para qué otros usos sirve el mismo, para decidir si
comprarlo o no: solo necesita saber su precio. En consecuencia, el mercado libre de producción y venta
de bienes canaliza, a través de los precios, un conocimiento tácito y disperso en la sociedad, permitien-
do de esta manera la producción y la asignación eficiente de bienes y servicios.
7
Esta es la línea argumental avanzada por David ESTLUND en su libro La autoridad democrática
(2008).
68 SEBASTIÁN LINARES
bles que terminarán por truncar la propuesta en el plano práctico, lo que dará
paso, por defecto, a un sistema plenamente inclusivo.
Sin embargo, ninguna de estas dos respuestas es satisfactoria. Sostener
que el sistema de voto plural y la prueba de razonabilidad enfrentan objecio-
nes razonables no demostraría, sin más, que la atribución igualitaria de dere-
chos de voto es aceptable para las perspectivas razonables. Solo mostraría, en
cambio, que estas perspectivas razonables tendrán enormes dificultades a la
hora de escoger entre un sistema que otorga derechos de participación en pie
de igualdad incluso a las personas irrazonables, y un sistema que define unos
criterios de demarcación (entre las personas razonables e irrazonables) pasi-
bles de objeciones razonables. Por supuesto que siempre podemos argumentar
que el perjuicio epistémico de establecer en la práctica filtros destinados a
excluir a los irrazonables será más oneroso que el que aparejaría un sistema
plenamente inclusivo. Pero estos argumentos pueden ser difíciles de sostener
con evidencias.
Según creo, el argumento epistocrático no fracasa por el hecho de que no
sea posible identificar a los expertos más allá de cualquier objeción razona-
ble, porque las visiones razonables pueden teóricamente llegar a un acuerdo
tendiente a excluir las visiones irrazonables, verdaderas o no (como presunta-
mente sucede con los menores, o los dementes). Para evitar la deriva hacia la
epistocracia necesitamos, por tanto, de una objeción más fuerte. Necesitamos
demostrar, por ejemplo, que las personas razonables serían capaces de aceptar
la atribución de derechos iguales de voto a los incompetentes si resulta que,
en el nivel colectivo, el proceso seguirá tendiendo a tomar decisiones justas o
al menos suficientemente buenas. Para entender cómo esa aceptación puede
ser teóricamente posible, será útil explicar cómo la incompetencia individual
puede no necesariamente traducirse en la incompetencia colectiva.
8
Véase capítulo IX de este libro.
72 SEBASTIÁN LINARES
en las puertas del bar hay muchas personas fumando y conversando, y ninguna
se molesta en ayudar a liberar la ambulancia, pese a que todos advierten (por
los avisos del conductor) que está en peligro la vida del enfermo. Con todo,
ninguna persona sería capaz de levantar la ambulancia por sí sola; para liberar
la ambulancia, se necesitaría de la ayuda de varias personas.
Este ejemplo plantea una paradoja moral clásica en la filosofía moral. La
pregunta es: cada una de las personas, individualmente consideradas, ¿violan
algún deber moral absteniéndose de contribuir a levantar la ambulancia, en
vista de que ninguna otra persona contribuye? ¿Se puede atribuir responsabi-
lidad moral a los individuos cuando ninguna persona podría haber levantado
la ambulancia por sí sola?
El ejemplo normalmente se plantea en términos de un fracaso colectivo:
nadie coopera y por tanto la ambulancia no es liberada y el enfermo termi-
na muriéndose. Se plantea entonces un problema filosófico: ninguna persona
individual es completamente responsable del resultado colectivo, y en filoso-
fía moral aun resulta dudoso que los individuos sean responsables en algún
sentido, dado que el deber individual de contribuir solo aparece si los demás
contribuyen. Supongamos que las personas del bar, al menos, tienen el deber
individual de «mostrarse dispuestos» a contribuir, de manera de dar una se-
ñal a los demás para que también ayuden. Supongamos, entonces, que todas
las personas tienen, al menos, el deber individual de mostrarse dispuestos a
contribuir, y el deber moral de contribuir cuando otras también se muestran
dispuestas a hacerlo. Suponiendo que la ambulancia es tan pesada que re-
quiere necesariamente de la ayuda de «todos» los que están en la puerta del
bar, puede suceder que algunas personas cumplan con sus deberes y terminen
esforzándose inútilmente en levantar la ambulancia, mientras el resto mira.
Este ejemplo sería equivalente, en términos morales, a la concepción de BREN-
NAN de los deberes epistémicos de los votantes. Muestra, de manera intuitiva,
cómo «todas y cada una» de las personas deben contribuir, cada una de ellas,
con su cuota parte de disposición y esfuerzo, para conseguir un resultado mo-
ralmente aceptable. Primero, mostrándose dispuestos, y segundo, esforzándo-
se a levantar la ambulancia. Y si una sola persona incumple con estos deberes,
la ambulancia no es desatascada.
Ahora bien, plantear el ejemplo en estos términos, aunque puede ser útil
para reflexionar sobre la atribución de responsabilidad moral a los individuos
en contextos de situaciones que generan deberes colectivos, no es la manera
más adecuada de establecer un símil con los deberes epistémicos involucrados
en el procedimiento democrático. La manera más apropiada de plantear el
ejemplo, en cambio, es el de una ambulancia que, varada en frente de un bar,
requiere de la ayuda de un número determinado de personas (pero no de todas)
para ser levantada. Todos tienen el deber de mostrarse dispuestos a contribuir
y a echar una mano, pero con que solo algunos lo hagan, la ambulancia aca-
¿DEBEN GOBERNAR LOS EXPERTOS? 73
5. CONCLUSIONES
Respecto al juicio que de las cosas forma cuando oye a dos oradores de
igual elocuencia defender opiniones encontradas, rarísima vez ocurre que
[la multitud] no se decida por la opinión más acertada y que no sea capaz
de discernir la verdad, en lo que oye.
MAQUIAVELO, 1531, Discursos sobre la primera década de Tito Livio,
capítulo LVIII.
1
La presunción es prima facie porque algunas razones (las razones no públicas, o las razones
exclusivamente religiosas) vuelven ilegítima una norma de autoridad. Me detengo en la cuestión de las
razones públicas en el capítulo IV.
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 77
antes que tratando de descubrir esas razones, o de actuar conforme a ellas, por
sí mismos. De lo que se desprende que las autoridades tienen un dominio de
legitimidad mucho más limitado que el que se suele atribuir a ellas: ellas están
para dar un servicio, el de ayudar a las personas a conformarse a la razón, y
carecen de legitimidad cuando emiten órdenes en aquellos ámbitos en los cua-
les los sujetos implicados tienen la posibilidad de descubrir el mejor balance
de razones por sí mismos, o cuando los sujetos sometidos a las normas son
mejores expertos respecto de la materia sobre la que recae la norma dictada.
Si se cumplen estas dos condiciones generales, el mandato autoritativo
reemplaza las razones con las que el sujeto sometido a la norma debería haber
contado:
El hecho de que una autoridad ordene la realización de una acción es
una razón para su realización que no ha de añadirse a todas las otras razones
relevantes para valorar qué hacer, pero que debería reemplazar a algunas de
ellas (RAZ, 2001: 198).
2
En la terminología de RAZ, una razón para actuar es una razón de primer orden, mientras que una
razón para actuar por una razón es una razón de segundo orden. Y una razón para no actuar por una
razón es una clase especial de razones de segundo orden, llamadas razones excluyentes, porque excluyen
al menos algunas razones de primer orden. Las razones protegidas son aquellas razones que son de pri-
mer orden y al mismo tiempo excluyentes. Las normas de autoridad configuran una especie de razones
protegidas: la razón para la acción constituida por una prescripción autoritativa es tanto una razón de
primer orden para la acción como una razón excluyente para no dejar de actuar como está prescrito por
una cierta serie o categoría de razones potencialmente conflictivas (véase BAYÓN, 1991).
78 SEBASTIÁN LINARES
la opción que sigan los otros. En tales casos, antes de adoptar una opción con-
creta, los agentes implicados tendrían una razón incompleta para la acción, es
decir, una razón para hacer p o q, dependiendo de la opción que otros tomen.
El problema es que antes de que los demás escojan, no existe una razón clara
para elegir p o q, por eso es que los agentes tienen razones incompletas. Una
vez que alguien ha elegido entre p y q, la razón para la acción queda comple-
tada. Por tanto, si alguien (en este caso, la autoridad) está en la posición de
obligar a una determinada conducta a las partes concernidas, los agentes im-
plicados tendrían ahora una razón completa para hacer p o q. En este contexto,
la autoridad viene a ayudar a los agentes implicados a actuar conforme a la
razón, haciendo autoritativo un determinado curso de acción correcta que, a
falta de autoridad, no habría razones para hacer.
El segundo caso es el de un agente experto. Consideremos, por ejemplo, el
caso de un experto en finanzas que aconseja a un cliente cómo invertir su dine-
ro. Puede que el cliente tenga razones independientes para invertir el dinero de
otra forma, pero si de verdad quiere ganar dinero en el largo plazo, sería erró-
neo seguir su propio juicio. Desde el momento en que su objetivo es ganar di-
nero, debería seguir la directiva del experto porque haciéndolo tiene mayores
probabilidades de conseguir ese objetivo. Pongamos otro ejemplo: el caso de
una persona que sufre alguna enfermedad leve. La persona en cuestión tiene el
deseo de curarse y esa es su razón para actuar a los efectos de mejorar su es-
tado de salud. El enfermo enfrenta tres opciones: a) automedicarse; b) seguir
los consejos de su madre, que le sugiere tomar un remedio casero tradicional,
y c) seguir los consejos de su médico, que le indica unos antibióticos de última
generación. Está claro que en este escenario —al menos si quiere mejorar su
salud— debe seguir los consejos del médico, y la razón para hacerlo reside en
el hecho de que siguiendo sus instrucciones tiene mayores probabilidades de
actuar exitosamente a partir de las razones de curarse, que siguiendo el conse-
jo de su madre o auto-medicándose. Pues bien, con la autoridad pasaría algo
parecido. Las personas tienen el deber de obedecer los mandatos de autoridad
cuando, dado el carácter de agente experto, sería racional deferir a los manda-
tos de este que intentando descubrir por sí mismo el mejor balance de razones.
Fíjense que en ningún caso la legitimidad de la autoridad, en esta concep-
ción, depende de los valores no instrumentales (igualdad política, libertad de
elección) del proceso de toma de decisiones (HERSHOVITZ, 2001), ni de las
propiedades estructurales epistémicas del proceso en el largo plazo (MARMOR,
2010: 159), sino de las condiciones objetivas para deferir racionalmente a la
autoridad en cada caso, en cada decisión. Se ha dicho, en ese sentido, que
la concepción de RAZ establece una concepción de legitimidad contingente
y «a la carta», que depende del acceso independiente a las razones y evi-
dencias que los agentes implicados tengan en cada caso (RÓDENAS, 2006). Si
existen condiciones para la deferencia epistémica, entonces los sujetos están
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 79
3
Es decir, RAZ no defiende un deber universal de obedecer el derecho, porque la tesis de la justi-
ficación normal no se aplica siempre para cualquier persona, sino que varía desde el momento en que el
carácter y el grado de experto en alguna materia puede variar de persona a persona. Si, por ejemplo, la
Legislatura aprueba una ley que regula ciertos medicamentos farmacéuticos, para la mayoría de la gente
dicha ley será autoritativa, y la ley será una razón protegida que se ajusta con el concepto de autoridad
como servicio. Sin embargo, «si yo fuera el mejor científico farmacéutico, entonces la ley no tendría
autoridad sobre mí» (RAZ, 2001: 348).
80 SEBASTIÁN LINARES
4
El término «cascadas informativas» proviene del trabajo de BANERJEE (1992), y el concepto fue
desarrollado casi al mismo tiempo por BIKHCHANDANI, HIRSHLEIFER y WELCH (1992).
82 SEBASTIÁN LINARES
Ahora veamos lo que sucede con el cuarto estudiante, que ha oído los
anuncios públicos de los tres estudiantes anteriores, los tres en el mismo senti-
do (AZUL). Este cuarto estudiante sabe que las dos primeras conjeturas arras-
tran información perfecta respecto de lo que los estudiantes efectivamente
vieron. También sabe que el tercer estudiante racionalmente debe seguir la
opinión de los dos primeros con independencia de lo que ha visto. Como re-
sultado, el cuarto estudiante está en la misma situación que el tercero: para
él resulta sensato seguir la opinión de los dos primeros estudiantes con inde-
pendencia de cuál sea el color de la bola que extraiga. Y la situación se repro-
duce exactamente para el resto de los subsiguientes estudiantes: a todos les
conviene racionalmente seguir la opinión de los dos primeros estudiantes con
independencia del color de la bola que extraigan.
Demostración formal
Si queremos brindar una demostración matemática de por qué es racional para una
persona seguir las opiniones de otro sobre un asunto en el que contamos con infor-
mación propia, debemos hacernos preguntas como ¿cuál es la probabilidad de que
su conducta sea correcta dadas las opiniones o conductas de los demás? O, aplica-
do al caso del experimento: ¿cuál es la probabilidad de que la urna sea mayorita-
riamente ROJA, teniendo en cuenta mi extracción y las conjeturas que he oído de
los demás? Esto nos conduce directamente al cálculo de probabilidad condicional.
Para cada agente, lo racional es preguntarse qué probabilidad hay de que la urna
sea ROJA o AZUL dado que hemos sacado una bola ROJA o AZUL y teniendo en
cuenta las opiniones de los demás. Esto matemáticamente se traduce como un cál-
culo de probabilidad condicional: la probabilidad de que un evento A suceda dado
que otro evento B ha ocurrido. Que se traduce en Pr [A B] .
La probabilidad a priori de que la urna sea mayoritariamente ROJA o AZUL es por
1
definición de 2 .
1
Pr [AZUL] = Pr [ROJA] = 2
También, sabiendo la composición a priori de las dos clases de urnas, sabemos que
la probabilidad de sacar una bola roja de una urna mayoritariamente ROJA es de
2
3 y lo mismo de sacar una bola azul de una urna mayoritariamente AZUL.
2
Pr [azul AZUL] = Pr [roja ROJA] = 3
Ahora, siguiendo el experimento, supongamos que el primer estudiante extrae una
bola azul. Él quiere saber la probabilidad de que la urna sea mayoritariamente
AZUL dado que extrajo una bola azul, es decir Pr [AZUL azul] . El teorema de
Bayes nos indica la manera más racional de proceder para calcular la probabilidad:
x
Pr [AZUL] # Pr [azul x AZUL]
Pr [AZUL azul] =
Pr [azul]
84 SEBASTIÁN LINARES
1 2 1
El numerador es 2 # 3 = 3 .
Para extraer el denominador, es importante darse cuenta de que existen dos cami-
nos para extraer una bola azul: si la urna es mayoritariamente AZUL o si es mayo-
ritariamente ROJA. La suma de ambas probabilidades nos da la probabilidad total
de extraer una bola azul:
Pr [azul] = Pr [AZUL] # Pr [azul AZUL] + Pr [ROJA] # Pr [azul ROJA] =
1 2 1 1 1
= 2#3+2#3 = 2
Para determinar Pr[azul, azul, roja], consideramos como siempre las dos diferentes
maneras en que esta secuencia pudo haber ocurrido, es decir, en el caso de que la
urna sea AZUL o bien en el caso de que sea ROJA.
Pr [azul, azul, roja] = Pr [AZUL] # Pr [azul, azul, roja AZUL] + Pr [ROJA] #
1 2 2 1 1 1 1 2 6 1
# Pr [azul, azul, roja ROJA] = 2 # 3 # 3 # 3 + 2 # 3 # 3 # 3 = =
54 9
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 85
1.2. Implicaciones
5
En una serie de experimentos ya clásicos se demostró de manera general este efecto aunque
con algunas variaciones. En una primera versión del experimento (ANDERSON y HOLT, 1997), a los
participantes se les pagaba un premio individual por «acertar» el color de las urnas. Cuando el primer
participante extraía una bola de color distinto al de la urna, y el segundo seguía el juicio del primero o
extraía también una bola de color distinto, entonces el 77 por 100 de las veces se producía una «casca-
da informativa»: con independencia de cuál sea la información privada que tuviesen los participantes
subsiguientes, estos prefirieron seguir el juicio de sus compañeros antecedentes a intentar adivinar con
base en la información privada que disponían.
En una segunda versión del experimento (HUG y PLOTT, 2001) se premiaba a las personas que
acertaban con un pequeño premio, pero también se recompensaba, y en mayor grado que por acertar,
el hecho de que el juicio de cada participante terminara formando parte de la mayoría (si las personas
adivinaban mal, perdían 0,25 dólares, si en cambio su juicio no se conformaba con el de la mayoría, per-
dían 0,75 dólares). En este experimento, donde se premiaba seguir la mayoría, las cascadas aparecieron
casi siempre, el 96,7 por 100 de las veces.
En una tercera versión del experimento (HUG y PLOTT, 2001), se premiaba a los participantes solo
si la mayoría del grupo acertaba. Es decir, no se premiaba a los individuos por acertar, ni por seguir
la mayoría, sino que se premiaba a todos siempre que la mayoría escogiera la opción correcta. En este
formato, las cascadas aparecieron solo un 39 por 100 de las veces, y los participantes exhibieron una
mayor deferencia epistémica a la información privada disponible que a los pronunciamientos públicos
de los participantes antecedentes (atribuyéndole en promedio siete veces más peso a la información
privada que a la pública).
86 SEBASTIÁN LINARES
6
La probabilidad de que los dos primeros extraigan una bola azul cuando la urna es mayoritaria-
1 1 1
mente ROJA es de 3 # 3 = 9 .
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 87
7
Un experto en una determinada materia tiene más creencias (o un nivel más elevado de creen-
cias) en proposiciones verdaderas y/o menos creencias en proposiciones falsas que la vasta mayoría de
las personas. De acuerdo con esto, parecería que la condición de experto es un asunto puramente de
comparación. Sin embargo, no es totalmente comparativo. Si la gran mayoría de personas suscriben
una enorme cantidad de creencias falsas sobre una determinada materia y una persona difiere de esa
vasta mayoría en que cree en las mismas proposiciones falsas salvo una, esa persona no es un experto
en la materia. Para calificar como experto, debe superar un cierto umbral de creencias verdaderas en la
materia, si bien resulta imposible a priori definir dónde reside ese umbral (GOLDMAN, 2001).
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 89
que ameritaría un juicio más cuidadoso. Y es que una faceta que caracteriza
a los verdaderos expertos también es la de considerar con cuidado y tiempo
suficiente las evidencias y objeciones que se plantean. Un punto similar puede
hacerse con el número de objeciones o respuestas. El hecho de que un experto
objete siempre, o responda siempre a las objeciones, puede indicar pericia,
pero también puede ser un indicador de rigidez, terquedad, fijación o falta de
consideración de las intervenciones del otro. De todo ello se desprende que
la superioridad dialéctica no puede ser un indicador universal del grado en el
que una persona es experta, sino que es una cualidad dependiente del contexto
y de la materia en cuestión (COADY, 2012: 49), con lo cual volvemos al punto
de partida, y es el de cómo determinar quién es experto cuando las cuestiones
son complejas o esotéricas.
P (h) # P (x h) # P (y h)
2) P (h x, y) =
8P (h) # P (x h) + P (no h) # P (x no h)B +
+ 8P (h) # P (y h) + P (no h) # P (y no h)B
92 SEBASTIÁN LINARES
8
David COADY (2012: 43) objeta esta conclusión argumentando que y puede ser un metaexperto,
es decir, puede saber si H está en el dominio de competencia experta de X. Aun cuando y siga las opi-
niones de X con una misma probabilidad cuando H es verdadera o falsa, un ciudadano común tiene ra-
zones para aumentar su grado de confiabilidad en H si resulta que y es un juez confiable respecto de las
credenciales expertas de X. Pongamos, por ejemplo, que X es un meteorólogo avezado. Todos creen en
lo que X dice porque en general sus predicciones son certeras. COADY sostiene que está justificado au-
mentar el grado de confiabilidad cuanto más grande sea el número que siga al meteorólogo, aun cuando
las creencias de los seguidores sean totalmente dependientes de sus pronósticos. Y la razón para COADY
es que los seguidores pueden ser buenos jueces de meteorólogos. Ahora bien, en esta concepción no es
el número de seguidores sin más, sino el número de seguidores metaexpertos lo que eventualmente po-
dría aumentar la confianza en una creencia H. El problema, nuevamente, es que el identificar a alguien
como un metaexperto no es un recurso que esté disponible automáticamente para un ciudadano común,
y que por lo demás tampoco descarta la importancia o el peso de otras consideraciones, como el grado
de confiabilidad o la independencia de sus creencias acerca de la verdad de H. Si, por ejemplo, tres
metaexpertos igualmente confiables y competentes creen a X y otros dos creen a Y, pero estos últimos
poseen, además, creencias parcialmente independientes, entonces estos últimos ofrecen la visión más
confiable. En definitiva, «seguir el número» no es, por regla general, la mejor estrategia para decidir a
quién deferir el juicio y solo procedería en condiciones muy extraordinarias: igualdad de credenciales
como metaexpertos, igualdad de confiabilidad e igualdad de independencia entre los expertos conten-
dientes de uno y otro lado.
94 SEBASTIÁN LINARES
3. ¿EXPERTOS MORALES?
9
Las predicciones sobre el mercado de un economista, o las predicciones de un meteorólogo,
pueden verificarse en el futuro, así como los teoremas de un matemático pueden demostrarse. No existe
nada parecido en materia de moralidad.
96 SEBASTIÁN LINARES
la superficie, y que los todos los elementos morales básicos están disponibles
para que todos los puedan ver» (RAZ, 1988: 771).
Esto plantea un desafío para la concepción de RAZ. Y es que, si resulta
que todos estamos, prima facie, en condiciones de juzgar con competencia
los elementos y las dimensiones morales de un asunto o decisión, entonces
la misma idea de autoridad resulta problemática, pues prácticamente todas
las decisiones despiertan dilemas o tensiones entre fines y valores morales en
juego. No habría, pues, situaciones en las cuales cabría deferir el juicio a la
autoridad, pues todos tenemos, prima facie, una competencia razonable para
evaluar los atributos o implicaciones morales de las alternativas en cuestión.
Una manera de resistirse a esta conclusión es cuestionar la misma idea
de que no existen expertos morales. Si hubiera expertos morales, entonces
sería razonable deferir al juicio de estos allí cuando pudiéramos identificarlos.
Según Peter SINGER, tiene sentido decir que hay expertos morales cuando se
dan tres condiciones: a) primero, el experto es diestro (o al menos tiene una
competencia superior al promedio) en la construcción de argumentos válidos
y la detección de inferencias incorrectas; b) segundo, tiene un entendimiento
especializado sobre conceptos morales y lógica de la argumentación moral, y
c) tiene mucho más tiempo que el común de la gente para dedicarse a pensar
sobre cuestiones morales (SINGER, 1972: 117).
El problema de la visión de SINGER radica en que implícitamente presupo-
ne que la adquisición de conocimiento moral es una cuestión a priori, es decir,
que basta con tener un conocimiento o adiestramiento especial en lógica, en
argumentación moral, y tener dedicación completa en filosofía moral y políti-
ca, para ser un experto moral. Pero esto no resiste el análisis. Por más tiempo
que un filósofo se haya dedicado a estudiar, por poner un caso, los dilemas
morales que plantea el suicidio asistido, o la eutanasia, es razonable pensar
que dicho filósofo no tendrá la misma competencia para juzgar los riesgos y
dilemas morales que plantea la energía nuclear, o los dilemas de autorizar un
supermercado en una pequeña localidad, por poner solo dos ejemplos de miles
posibles.
Saber de lógica, de argumentación y tener tiempo para pensar no bastan
para ser un experto moral, porque la moralidad es una materia demasiado
amplia y amorfa como para poder ser experto en ella. No cabe duda de que la
distinción entre el conocimiento técnico (en posesión de expertos) y conoci-
miento político y moral (en posesión de cualquiera) tiene fronteras borrosas.
Y es que, por regla general, las decisiones políticas siempre involucran una
mezcla de conocimiento empírico, técnico y moral, y distinguir los límites
entre los mismos no es tarea fácil (HOLST, 2014). Aun reconociendo que el
conocimiento sobre cómo deben hacerse las cosas no es suficiente para actuar
bien o tomar buenas decisiones, sí puede ser necesario.
¿LEGITIMIDAD A LA CARTA? 97
es una materia sobre la que todos tenemos derecho a opinar en virtud de que
sus elementos básicos están, por así decirlo, en la superficie. El conocimiento
técnico no derrota al conocimiento moral desde el momento en que la igual
preocupación por los fines y valores da un derecho a reclamar acceso al co-
nocimiento técnico y sobre los riesgos en cada decisión. Yo tengo derecho a
conocer, por ejemplo, cuáles son los riesgos que enfrenta la operación de mi
hijo, y los detalles técnicos más elementales y comprensibles de la misma,
precisamente porque me importa la salud de mi hijo, y no al revés. Por la
misma razón, los ciudadanos tienen derecho a tener oportunidades para co-
nocer los detalles técnicos fundamentales y los riesgos si desean participar en
una decisión porque tienen una misma agencia moral, y no al revés (es decir,
no tienen un derecho a participar solo porque conocen esos detalles técnicos
y riesgos). Si bien es posible identificar expertos en cuestiones específicas,
las credenciales de expertos en esas cuestiones se consiguen con tiempo y
rigor de análisis, y esos recursos deberían estar también disponibles para el
común de los ciudadanos si así lo desearan, en cada decisión. La legitimidad
de las decisiones no depende, pues, de lo que sería racional para el ciudada-
no hacer con el cometido de conformarse a la razón, sino del hecho de que
sean fruto de un procedimiento que garantice, de una manera estructural, unas
mismas oportunidades para que todos puedan conocer los elementos de juicio
necesarios cuando deciden participar en la toma de decisiones políticas.
Esto nos lleva directamente a la cuestión de cómo garantizar, de una ma-
nera estructural, el valor epistémico del procedimiento, sin vernos obligados
—como hace la concepción de RAZ— a anclar la legitimidad en la justifica-
ción epistémica de cada decisión para cada ciudadano. Según veremos, exis-
ten varios dispositivos a mano para garantizar de una manera estructural el de-
recho a participar en pie de igualdad y el derecho a contar, antes de tomar una
decisión, con unas iguales oportunidades para conocer los elementos de juicio
necesarios. Un camino consiste en propiciar el intercambio de razones en con-
diciones de igualdad antes de tomar parte en las decisiones, algo sobre lo que
me ocuparé en el próximo capítulo, donde abordo las teorías deliberativas de
la democracia. Otro camino consiste en reconocer, de una manera estructural,
la suspensión del juicio, y dotarla de efectos políticos, un tema sobre el que me
ocuparé en el capítulo IX. Un tercer camino consiste en hacer un uso adecuado
de las asambleas de ciudadanos sorteados para mejorar la competencia episté-
mica de los votantes en referéndum, un tema al que dedicaré el capítulo VII.
4. CONCLUSIONES
Joseph RAZ (1982, 1986, 2001 y 2006) ha articulado una teoría epistémi-
ca de la legitimidad política según la cual las decisiones o normas deben ser
obedecidas (y el Estado tiene derecho a usar la fuerza) en condiciones en las
100 SEBASTIÁN LINARES
1. INTRODUCCIÓN
1
Para la noción de ideal regulativo, puede verse MARTÍ (2005). Para la distinción entre teoría
ideal y no ideal y sus implicaciones puede verse PHILLIPS (1985), GOODIN (1995), G. COHEN (2003), FA-
RRELY (2005), ESTLUND (2008), MURPHY (2000), ROBEYNS (2007), SIMMONS (2010). Uno de los grandes
parteaguas en esta literatura reside en considerar que: a) si fallan algunas condiciones ideales (por ser
imposibles de realizar o simplemente porque no logran ser alcanzadas) no siempre uno está obligado a
promover el resto de condiciones (perspectiva «refractaria»), o b) en cambio uno siempre está obligado
a aproximarse tanto como se pueda a las condiciones ideales en la realidad (en lo que se denomina la
perspectiva «reflectora»). No voy a pronunciarme sobre este debate, aunque tiendo a pensar que si uno
abraza una perspectiva estructural la perspectiva reflectora es la única que ofrece lineamientos claros
sobre cómo aproximarnos al ideal en la realidad. A la perspectiva «refractaria», que abraza una teoría
del segundo mejor, la aqueja siempre la sospecha de ser una teorización arbitraria a posteriori o ad hoc,
formulada solo con la intención de justificar resultados que se conocen de antemano.
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 103
2.1. Habermas
2.2. Nino
2.3. Martí
2
NINO designó el ideal democrático como un modelo de «justicia procesal pura imperfecta», que
es equivalente al concepto aquí utilizado de «ideal regulativo constitutivo menos idealizado». Carlos
NINO pensaba que la clasificación rawlsiana tripartita entre justicia procesal pura, justicia procesal per-
fecta y justicia procesal imperfecta era incompleta, porque ignoraba la posibilidad de que las democra-
cias pudieran cumplir de manera imperfecta un modelo de justicia procesal puro.
3
MARTÍ sostiene que en condiciones ideales de deliberación se alcanzaría el consenso y se alcan-
zaría en torno a la opción moralmente correcta: esto es, se disuelven los desacuerdos y no cabe el error
(MARTÍ, 2006: 28-29). Por consiguiente, en condiciones ideales no entra en juego el voto como regla de
decisión: la toma de decisiones se basaría en la argumentación (MARTÍ, 2006: 39) y no habría más regla
de decisión que el consenso razonado (MARTÍ, 2006: 50).
4
Según MARTÍ, el consenso se presume a menos que «alguno de los participantes disienta explí-
citamente de lo que se quiere dar por decidido» (MARTÍ, 2006: 26; nota 70), de lo que se sigue que el
consenso «razonado» es aquel en el que no hay objeciones basadas en razones imparciales.
106 SEBASTIÁN LINARES
2.4. Estlund
Finalmente, tenemos la versión menos idealizada del ideal deliberativo
epistémico. Un ejemplo de esa versión podemos encontrarlo en el pensamien-
to de David ESTLUND, expuesto en su libro La autoridad democrática (2008),
donde estipula un ideal epistémico en el que los participantes intercambian
evidencias y argumentos sinceros con el cometido de discernir la mejor deci-
sión, evaluada a la luz de criterios externos. Pero es un modelo menos ideali-
zado porque sienta unas condiciones menos exigentes y, diría, todas ellas de
cumplimiento posible (aunque algunas puedan ser de cumplimiento improba-
ble). A diferencia del modelo más idealizado, aquí existe el statu quo, la regla
de decisión no es la unanimidad 6, los agentes deliberativos ideales sufren las
cargas del juicio (y por tanto las capacidades cognitivas que exhiben son las
de cualquier persona real), y no es necesario que participen todos, pudiendo
hacerlo a través de un portavoz o representante.
(1) (2)
Ideal regulativo Ideal regulativo
deliberativo constitutivo deliberativo epistémico
(1)
Procedimiento
con mayor grado HABERMAS (1996) MARTÍ (2006a)
de idealización
Según el grado
de idealización
del procedimiento (2)
Procedimiento
con menor grado NINO (1984) ESTLUND (2008)
de idealización
5
En realidad, MARTÍ traza una distinción entre unanimidad y consenso (MARTÍ, 2006: 26;
nota 70), que considero desacertada. Él parte de la idea de que la argumentación es un método de toma
de decisiones distinto a la votación, y por ello necesita mostrar que la unanimidad en el voto es con-
ceptualmente distinta al consenso razonado. Como yo entiendo que la argumentación no es, en sí, un
proceso de toma de decisiones, sino un proceso de comunicación que aspira a justificar la verdad, jus-
ticia, o aceptabilidad de una decisión, no necesito mostrar que el consenso razonado es analíticamente
distinto a la unanimidad.
6
En sus palabras: «Ni la situación deliberativa hipotética ni el escenario deliberativo real
necesitan de la regla de la unanimidad, dado que ninguno aspira a captar la estructura profunda del
razonamiento moral con la supuesta inviolabilidad del individuo que dicha estructura requiere como
condición» (ESTLUND, 2008: 173).
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 107
7
Las razones imparciales son aquellas que no están sostenidas por los valores que cada uno consi-
dera válidos para sí mismo, sino que son defendidas desde un punto de vista que toma en cuenta valores
o criterios que pretenden ser válidos para cualquiera (ESTLUND, 2008: cap. 13).
8
HABERMAS (1995) sostiene que es posible distinguir tres puntos de vista morales: el punto de
vista del participante individual, el punto de vista del observador externo imparcial, y el punto de vista
del «nosotros» (moral we perspective). Según HABERMAS, las perspectivas de los participantes de la
situación ideal es la del «nosotros». Pero a la hora de definir lo que significa el punto de vista moral
«nuestro», dice que ello ocurre cuando los participantes se «desligan de su vinculación a la perspectiva
de la primera persona», y apelan a criterios evaluativos «intersubjetivamente compartidos», de tal ma-
nera que sobreviven «solo aquellos principios regulativos aceptables para todos los participantes en
general» (véase HABERMAS, 1998: 161-165). Ahora bien, si la perspectiva «nuestra» aspira a ser cohe-
rente con la idea de que no existen parámetros externos más allá del proceso de comunicación, entonces
esos «criterios intersubjetivamente compartidos» no deberían referirse a un orden moral independiente
formado por razones imparciales. Es decir, la perspectiva «nuestra» no podría dejar de ser autorreferen-
cial, y aparecería, por ejemplo, cuando todos los participantes estuviesen de acuerdo con la propuesta
por las mismas razones personales o autorreferenciales. Esto significa que el punto de vista moral del
«nosotros» descartaría la posibilidad de que, en la situación ideal, los participantes puedan llegar a una
suerte de acuerdo incompletamente teorizado: esto es, descartaría la posibilidad de aceptar una misma
propuesta por razones personales diferentes. Para el concepto de acuerdos incompletamente teorizados,
véase SUNSTEIN (1999).
108 SEBASTIÁN LINARES
9
Esto muestra que el ideal habermasiano solo puede tener la función de oficiar como «contra-
fáctico» para evaluar las decisiones políticas: ¿habrían sido las decisiones políticas reales aceptadas en
una situación ideal de comunicación? Pero esto, además de no servir de guía adecuada para evaluar los
procedimientos reales, significa que los resultados de las democracias reales son juzgados con arreglo
a parámetros que son en parte «externos» a ellos, y esto supone reconocer que las democracias reales
son procedimientos instrumentales y epistémicos.
10
ESTLUND (2008: cap. 12) ofrece un ejemplo gráfico que muestra de manera estilizada y elegante
estas consecuencias moralmente contraintuitivas.
11
En efecto, NINO, en la segunda edición de Ética y Derechos Humanos (1989a) pasó a defender
dos ideas: que el ideal democrático carece de valor ontológico (y por tanto no es un caso de ideal consti-
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 109
tutivo) y posee además un valor epistemológico, esto es, que es un ideal regulativo epistémico. Con ello,
pasó a suscribir la idea de que los participantes del ideal democrático deliberan introduciendo razones
imparciales o criterios intersubjetivos de justicia, pero en el marco de un tiempo limitado que obliga a
apelar a la regla de la mayoría para la toma de decisiones (NINO, 1990: 215).
12
Dado que algunos participantes reales pueden violar la obligación y otros no, cabe preguntarse
cómo es que podemos predicar la legitimidad de las leyes cuando algunas de las obligaciones delibera-
tivas que le dan sentido (según la teoría deliberativa de la democracia) son realizadas parcialmente. Un
símil puede ser útil para entrever una respuesta a este interrogante: así como se necesita del esfuerzo de
algunos para desatascar un coche (pero no alcanza el de uno solo ni es necesario el de todos), del mismo
modo se necesita del esfuerzo epistémico de algunos (pero no de todos) para proveer de legitimidad a
las leyes.
13
Que exista un statu quo y no despierte desacuerdos en alguna dimensión de la realidad es
imposible por las cargas del juicio y el limitado altruismo de las personas (RAWLS, 1971). Pero es que,
además, si pudiera existir un statu quo sin desacuerdos, ya no tendría sentido deliberar para buscar una
solución, con lo cual todo el esfuerzo teórico por delimitar unas condiciones ideales procesales dejaría
de tener sentido.
110 SEBASTIÁN LINARES
tonces, ¿por qué no postulamos directamente una regla menos exigente que la
regla de la unanimidad, que sí sirva de guía para la práctica?
Lo mismo sucede con otros elementos inalcanzables en un ideal episté-
mico altamente idealizado, como la ausencia de las cargas del juicio, o el
derecho de todos los participantes a hacerse oír y responder a las críticas.
Los sesgos cognitivos son un elemento ineludible en el ejercicio de la razón
práctica (como lo demuestra la psicología cognitiva) y el tiempo finito y la ur-
gencia de los problemas vuelven imposible la realización, en pie de igualdad,
del derecho a voz.
Estos problemas se resuelven, en parte, con la estipulación de un ideal
epistémico menos idealizado, que contemple condiciones todas alcanzables.
Así, ahora el ideal reconocería que el juicio de los participantes es de racio-
nalidad limitada, que el tiempo es finito y los problemas urgentes, que es ne-
cesario acudir a una regla distinta a la de la unanimidad, y que no es posible
hacer efectivo el derecho de voz en pie de igualdad, razón por la cual se hace
necesario que todos los participantes sean representados por un conjunto más
limitado de personas (los representantes políticos).
Sin embargo, este ideal epistémico más realista tampoco resuelve todas
las dificultades para pensar en cómo asegurar de manera estructural un com-
promiso con la deliberación «y» la igualdad política en circunstancias reales.
Me voy a detener concretamente en dos grandes desafíos para un ideal delibe-
rativo epistémico no idealizado: el problema de la escala y el problema de las
«razones no públicas».
3. EL PROBLEMA DE LA ESCALA
14
Así, en un pasaje de La democracia en América, después de sostener que los gobiernos de-
mocráticos tienden a equivocarse con más frecuencia que un rey o un cuerpo de nobles, TOCQUEVILLE
afirma: «El gran privilegio de los norteamericanos [...] es el de tener la facultad de cometer faltas
reparables» (TOCQUEVILLE, DA, Libro I, Segunda Parte, CV: 212).
15
«El gobierno de uno solo, suponiendo igualdad de dotes intelectuales en ambas posibilidades,
muestra más continuidad en sus empresas que la multitud, más perseverancia, más idea de conjunto,
más perfección en el detalle y superior discernimiento en la elección de los hombres» (TOCQUEVILLE,
La democracia en América, Libro I, cap. V: 230).
16
Dice TOCQUEVILLE: «Muchas personas creen [...] que una de las grandes ventajas del sufragio
universal es la de llevar a la dirección del Estado a hombres dignos de la confianza pública. El pueblo
mismo no puede gobernar [por razones pragmáticas], se dice, pero siempre quiere sinceramente el
bien del Estado, y su instinto no deja de señalarle a aquellos a quienes anima un mismo deseo, que
son los más capacitados para empuñar el mando. Por lo que a mí respecta, debo decir que lo que he
visto en América no me autoriza a creer que esto sea así» (TOCQUEVILLE, La democracia en América,
Libro I, Segunda parte, cap. V: 85). Y seguidamente sostiene: «A mi llegada a los Estados Unidos, me
sorprendió descubrir hasta qué punto era [...] escaso el mérito entre los gobernantes». Y añade que esta
incapacidad para escoger a los mejores no es algo característico de los Estados Unidos, sino inherente a
cualquier mecanismo de elección directa de representantes. Y señala como ejemplo el hecho de que en
la Cámara de Diputados, cuyos miembros son elegidos directamente por el pueblo, lo que uno encuentra
son en su mayoría personajes oscuros, abogados de pueblo pertenecientes a las clases bajas, que ni si-
quiera saben leer y escribir correctamente (TOCQUEVILLE, La democracia en América, Libro I, Segunda
Parte, cap. V). Los corchetes son míos.
114 SEBASTIÁN LINARES
enseñanza y a la cultura, pero para que las personas logren una cultura apro-
piada, sostiene TOCQUEVILLE, deberían dejar de trabajar y dejar de ocuparse de
los menesteres necesarios para su propia supervivencia 17. TOCQUEVILLE cree,
pues, que existe un límite insalvable, situado más lejos de lo que lo es posible
alcanzar, para que las decisiones de las multitudes a través del voto reúnan las
condiciones para ser acertadas, y ese límite es un umbral cultural determinado,
que no está al alcance de las multitudes, ni puede estarlo. Admite, no obstan-
te, que la masa tiende a querer sinceramente el bien del país, y que en ese
deseo mezclan menos maquinaciones de interés personal que las clases más
elevadas, pero «lo que siempre les falta en mayor o menor grado es el arte de
juzgar los medios, aún queriendo sinceramente el fin» (TOCQUEVILLE, Libro I,
Segunda Parte, cap. V: 186).
Otro autor clásico que suscribió la misma idea fue José ORTEGA Y GAS-
SET. En su libro La rebelión de las masas (1930), podemos encontrar argu-
mentos complementarios a los de TOCQUEVILLE. Para ORTEGA, la deliberación
reflexiva y el intercambio de razones y evidencias es el camino adecuado para
discernir o aproximarse a la verdad 18, pero solo la deliberación entre perso-
nas virtuosas y competentes puede alcanzar ese objetivo. Según ORTEGA, las
masas o multitudes —la persona «mediocre o promedio»— se encuentran
estructuralmente incapacitadas para contribuir con inteligencia a la toma de
decisiones colectivas. ORTEGA destaca que la cultura del ciudadano promedio
es pobre, y señala que esa pobreza cultural de la multitud es uno de los hechos
más notorios que acompaña a la civilización moderna y los avances de la téc-
nica y la especialización. Sin embargo, ORTEGA Y GASSET apunta a un factor
fundamental en esa pobreza cultural: la falta de autonomía en la generación
y adquisición del conocimiento: el hombre-medio «se encuentra con ideas
dentro de sí, pero carece de la función de idear» autónomamente (ORTEGA Y
GASSET, 1930: 190). A diferencia de TOCQUEVILLE, ORTEGA elogia el sufragio
universal en la selección de representantes, pero no porque este haga que de-
cidan las masas, sino porque «el papel de la masa en un sistema representativo
consiste en adherir a la decisión de una u otra minoría» (ORTEGA Y GASSET,
1930: 171) y se lamenta que el hombre-medio vaya perdiendo esa actitud me-
17
La crítica de TOCQUEVILLE a la cultura del americano promedio son furibundas. En la pri-
mera parte del Libro I, dice lo siguiente: «Los americanos no pueden dedicar al cultivo general de la
inteligencia más que los primeros años de su vida. A los quince, ya inician una profesión [...]. Así,
cuando se podría sentir el amor al estudio no hay tiempo para dedicarse a él, y cuando se dispone de
tiempo ya no se tiene ese afán. No existe, pues, en América, clase alguna en la que la inclinación por los
placeres intelectuales se transmita por herencia juntamente con el bienestar y el ocio y tenga a honor el
trabajo de la inteligencia [...]. Se encuentra, pues, una inmensa multitud de individuos, que poseen poco
más o menos las mismas nociones en materia de religión, historia, de ciencias, de economía y política,
de legislación, y de gobierno» (TOCQUEVILLE, La democracia en América, Libro I, Parte I, cap. III).
18
Su compromiso con el carácter epistémico de la deliberación lo lleva sostener que: «La forma
superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas». Aunque dice
que la verdad no está completamente a nuestro alcance, sí cree que la discusión razonada es el mecanis-
mo más adecuado para acercarse a ella (véase ORTEGA Y GASSET, 1930: 189).
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 115
19
Bertrand DE JOUVENEL analizó mediante un experimento mental el tiempo que demandaría una
deliberación conjunta entre un número creciente de participantes, antes de tomar una decisión política.
Para ello, establece una ecuación m/n, siendo m la duración de la deliberación y n el número de partici-
pantes que intervienen en la misma. El resultado de la ecuación sería el tiempo que tendría cada persona
para expresar sus argumentos. Así, si la deliberación durara tres horas y en ella participaran 12 personas,
la ecuación sería 3/12, de tal forma que a cada persona le correspondería 0,4 horas, es decir, quince mi-
nutos para expresar sus opiniones. A medida que aumentamos el número de participantes, el tiempo que
tiene cada persona para expresar sus ideas, necesidades y propuestas, decrecería proporcionalmente.
Manteniendo una duración razonable de la asamblea de tres horas, pero teniendo una población de unos
5.400 habitantes, tendríamos una ecuación de 3/5.400, la cual nos arrojaría un resultado de dos segun-
dos de tiempo por intervención, lo cual parece a todas luces absurdo. Por otro lado, si preferimos man-
tener la duración de cada intervención a un tiempo razonable, quince minutos, y la de la deliberación
en las tres horas, con 5.400 personas solo podrán ejercer su derecho a expresarse una ínfima parte del
total, con lo cual la inmensa mayoría tendría vetado su derecho a participar en las deliberaciones. Una
solución a mano consistiría en alargar la duración de las deliberaciones comunes, es decir, incrementar
m todo lo que sea necesario si queremos conseguir que participen todos los ciudadanos en las delibera-
ciones. Así, si los intervinientes son 5.400 y cada uno interviene durante quince minutos, la asamblea
tendría que prolongarse durante ciento cincuenta días si se quiere dar la palabra a todos, asumiendo que
la paciencia y la compostura de los participantes no pueden durar más de nueve horas seguidas.
116 SEBASTIÁN LINARES
apropiada no son posibles. Las razones son que las multitudes (la persona-
promedio) no tienen una cultura o nivel educativo suficiente (TOCQUEVILLE),
ni una autonomía apropiada (ORTEGA Y GASSET), ni es posible que todos ha-
blen en un tiempo razonable (JOUVENEL).
20
Véase BURNHEIM (1999) para lo primero, LANDEMORE (2013) y ESTLUND (2008), sugiriendo lo
segundo, y LÓPEZ GUERRA (2011) sugiriendo lo tercero. El argumento de LANDEMORE (2013: 114) está
sustentado en la idea instrumental epistémica de que la diversidad cognitiva promueve la toma de deci-
siones colectivas inteligentes (SCOTT, 2007). Según LANDEMORE, no está claro que la elección pueda ser
reconciliada con el cometido de la diversidad cognitiva, ya que puede existir un sesgo de selección en
el conjunto de candidatos que compiten por los cargos. Los electos pueden compartir rasgos o caracte-
rísticas que reducen la competencia epistémica de la asamblea (LANDEMORE, 2013: 106): aun cuando la
competencia general promedio sea alta, su diversidad cognitiva será baja.
118 SEBASTIÁN LINARES
court a falta de ellos. Pero no creo que un sistema de minipúblicos o una Le-
gislatura de ciudadanos sorteados, sin más, pueda sustituir a la democracia
representativa, porque nuestra libertad de elegir y nuestro afán de participar y
tener control sobre los asuntos comunes quedarían seriamente comprometidos
si solo los sorteados tuvieran el poder de tomar decisiones sobre nosotros y
nosotros ningún poder sobre ellos. Y la democracia deliberativa es, antes que
deliberativa, democracia.
21
GOODIN (2008: 202) sostiene que el enfoque sistémico comporta una especie de teoría delibera-
tiva «schumpeterana», según el cual los partidos compiten por el «apoyo electoral» de sus argumentos
y propuestas razonadas.
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 119
22
HABERMAS contempla una tipología de actores privilegiados que producen e impulsan con ma-
yor efectividad la comunicación política: profesionales de los medios, políticos profesionales, miem-
bros de lobbies, expertos en sentido estricto, intelectuales y defensores de causas generales como los
miembros de ONG (HABERMAS, 2008: 166-167). Los actores de la sociedad civil se encuentran, en
cambio, en una posición de partida más débil. Esta distribución desigual de oportunidades para trans-
formar el poder en influencia pública a través de la comunicación de masas distorsiona la dinámica de
esta cuando la mayor influencia de algunos actores llega al punto de que no se discuten los asuntos,
informaciones y argumentos relevantes ni se trasladan a los procesos institucionales de deliberación y
toma de decisiones.
23
Para el concepto de dominación, véase PETTIT (1997).
24
Esto puede generar un discurso oculto que se comunica solo en los espacios privados y entre
los dominados (véase SCOTT, 2000).
25
Si un grupo socialmente dominante (en términos de recursos y capacidad sancionatoria) com-
parte una preferencia determinada (basada en una creencia, a su vez sustentada por cierta información),
entonces es probable que, por miedo a ser sancionados, los demás miembros silencien sus dudas o
críticas, no exhiban información relevante, y oculten sus preferencias verdaderas. Ello conduce a que
las personas: a) amplifiquen los errores (en vez de corregirlos); b) caigan víctimas de las cascadas in-
formativas, que incitan a acatar lo que dicen los predecesores; c) terminen abrazando preferencias más
extremas, en línea con las preferencias predeliberativas de los miembros (polarización de grupos), y
d) enfaticen información compartida en detrimento de la información no compartida (véase SUNSTEIN y
HEISE, 2008, que analizan diversos experimentos que explican estos efectos distorsionadores).
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 121
hechos, las fronteras del criterio de legitimidad política. Si resulta que el ideal
regulativo demanda —bajo la forma de una teoría no ideal— evaluar todo el
sistema de comunicación política, tanto en la esfera pública formal como in-
formal, para saber cuándo debemos obedecer, entonces se abre un campo muy
amplio para las controversias. Por poner algunos ejemplos: ¿es legítima una
ley que fue votada con debate, pero dicho debate no consideró ni dio respuesta
a todos los argumentos, pese a que la ley fue discutida ampliamente en los
medios de comunicación? ¿Es legítima una ley que fue votada con debate y
consideró todos los argumentos, pero que no tuvo una cobertura adecuada en
los medios de comunicación masivos? ¿Es legítimo un decreto del Ejecutivo
dictado en el marco de sus competencias constitucionales que por razones
obvias no fue ni votado ni discutido en el Congreso? Si los minipúblicos me-
joran el grado de legitimidad de las leyes, ¿eso significa que las leyes dictadas
sin el respaldo de minipúblicos son ilegítimas o solo que son un poco menos
legítimas? ¿Y qué significa que sean menos legítimas? Los supuestos contro-
vertidos pueden ser interminables, más si introducimos la circunstancia de
que la comunicación en la esfera pública informal suele estar desequilibrada y
atravesada por la desigualdad de poder.
Frente a estas dificultades, la concepción sistémica podría explorar la si-
guiente respuesta. Esta consistiría en sostener que existe un criterio de legitimi-
dad mínimo, más allá del cual las leyes no merecen obediencia. Ese criterio se
verificaría cuando las leyes son aprobadas en el Congreso después de un proce-
so de discusión pública adecuado dentro del recinto, o después de un proceso
de discusión que involucró a los medios de comunicación. Ahora bien, una vez
cumplido con ese criterio, diría esta respuesta, cabría pasar a hablar de grados
complementarios de legitimidad, en función de si el sistema de comunicación
en su conjunto se ajusta más o menos a lo que demanda el ideal regulativo. El
problema estriba en que esta respuesta tornaría inocua la evaluación sistémica
de la legitimidad. Y es que, si el que estemos obligados a obedecer las leyes de-
pende, en última instancia, de que esta haya sido aprobada por el Congreso des-
pués de un proceso de discusión pública adecuado, cualquier otro ingrediente
que mejore el grado de legitimidad complementaria resultaría superfluo, porque
deberíamos obedecer de todos modos. Puede tener sentido hablar de grados
de legitimidad en un nivel filosófico, pero en la práctica necesitamos saber si
debemos obedecer o no, o si el Estado tiene derecho a usar la fuerza o no, y la
concepción sistémica lamentablemente deja un margen muy abierto (aunque sin
duda esa no es su intención) para hacer interpretaciones ad hoc en cada caso.
26
Por generación «autónoma» de preferencias hago referencia al ideal kantiano de «pensar por
uno mismo». Como cuestión general, un juicio deja de ser autónomo si las creencias no están episté-
micamente justificadas, lo que incluye el ejercicio de ciertas virtudes intelectuales por parte del agente
(SOSA, 2007). Esto no excluye, por supuesto, confiar en el testimonio de terceros. Existen dos casos pa-
radigmáticos de creencias heterónomas: uno es lo que ELSTER (1983) llamó «preferencias adaptativas».
Estas son creencias que cambian sin ninguna reflexión según cambie el ambiente o las circunstancias, al
estilo de la zorra que, al ver que no podía alcanzar las uvas, concluyó que estaban agrias. Las otras son
lo que COHEN ha llamado «preferencias acomodaticias». Estas son preferencias que buscan de manera
reflexiva y deliberada formar ciertos deseos y aspiraciones a falta de alternativas mejores, con miras a
reducir la frustración, como los esclavos estoicos que deliberaban y promovían con argumentos el ideal
del «buen esclavo» (COHEN, 1989a).
124 SEBASTIÁN LINARES
confiere a las suspensiones del juicio un lugar importante dentro del sistema
(véase capítulo IX), y 2) un nuevo mecanismo de democracia directa en el que
a) las asambleas de ciudadanos sorteados tienen un papel informativo esencial
(véase capítulo VII).
En este punto, la democracia participativa epistémica comparte con la de-
mocracia deliberativa elitista la preocupación por la ignorancia estructural y
la falta de autonomía. Pero, a diferencia de ella, cree que existen dispositivos
estructurales adecuados para combatir o atemperar esos problemas. Y a dife-
rencia de la democracia deliberativa sistémica, cree que la deliberación no es
el único camino real disponible para la adquisición de creencias epistémica-
mente justificadas. La democracia participativa epistémica está comprometi-
da, por tanto, con una visión epistemológica no reduccionista, según la cual
las personas pueden tener creencias epistémicamente justificadas confiando
solo en el testimonio de terceros, aunque no tengan acceso directo a las evi-
dencias ni tengan con esos terceros una relación comunicativa de intercambio
de argumentos.
En epistemología social existen dos grandes corrientes acerca de la justi-
ficación epistémica de las creencias basadas en testimonios de terceros. Una
perspectiva, que tiene a Thomas REID (1764) como precursor, aboga por dar
total crédito a los contenidos de los testimonios de terceros, a menos que exis-
tan objeciones relevantes incontrovertibles. En esta teoría de la credulidad, los
testimonios de terceros son una fuente primaria de justificación epistémica de
las creencias, una fuente con credenciales epistémicas igual de poderosas que
otras fuentes más directas, como la percepción, la observación, la memoria,
la inferencia deductiva o inductiva. La otra corriente, reduccionista, que pue-
de remontarse a la obra de David HUME (1739), mantiene que las creencias
basadas en testimonios de terceros solo están justificadas epistémicamente si
las personas que suscriben esas creencias poseen razones positivas no testi-
moniales (basadas en la percepción, la observación, la memoria, etc.) capaces
de justificar la creencia en lo que dicen esos testimonios. De este modo, la
justificación epistémica de la creencia basada en el testimonio termina por re-
ducirse a la justificación epistémica que suministra la percepción, la memoria
y la inferencia inductiva.
Llevadas a sus máximas consecuencias, ninguna de ambas perspectivas
resulta del todo sostenible. Así, contra la teoría de la credulidad se dice que
esta termina por justificar racionalmente la torpeza, el fanatismo en la auto-
ridad, la ingenuidad y la irresponsabilidad epistémica. Y es que, si las perso-
nas pueden adquirir creencias epistémicamente justificadas a falta de razones
positivas no testimoniales, entonces podemos confiar en los testimonios de
cualquier persona, siempre que no haya disponibles objeciones negativas con-
tra esas fuentes. Esto sienta una presunción de confiabilidad epistémica en los
testimonios difícil de mantener. Los mensajes de los predicadores ambulan-
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 125
asertivos de los testimonios, sino que deben versar sobre el tipo de hablante (si
es epistémicamente competente o no, si es generalmente confiable), el tipo de
reporte (si es coherente, riguroso, completo), o el contexto en el que se difun-
de el testimonio (si es apropiado o no para ser confiable). Todas estas «cuali-
ficaciones», que deben estar fundadas en razones positivas no testimoniales,
vuelven a la creencia epistémicamente justificada, aun cuando los contenidos
asertivos de esta no puedan reducirse a fuentes observacionales o basadas en
la inferencia inductiva (LACKEY, 2006, 2010a, 2010b). Por suerte, la democra-
cia participativa epistémica no necesita pronunciarse acerca de cuál de estas
visiones es correcta, y le basta con abrazar alguna de estas perspectivas inter-
medias de la justificación epistémica de las creencias basadas en testimonios
de terceros.
Un sistema en el que las suspensiones del juicio cuentan rinde honor a
quienes deciden de manera epistémicamente responsable no participar por no
disponer de tiempo para evaluar las alternativas, o sencillamente porque no
están seguros que sea verdad aquello en lo que creen. En cambio, un sistema
que induce a quienes no están seguros, o carecen de información, a optar por
alguna de las alternativas en juego, es un sistema que propicia el seguimiento
acrítico de las opiniones de otro (una actitud asociada al populismo), y castiga
la cautela epistémica. Por otro lado, un sistema en el que los participantes o
votantes deben obligatoriamente exponerse a las opiniones consultivas (y sus
argumentos) de una asamblea de sorteados, es un sistema que ofrece condi-
ciones estructurales mejores para la formación de creencias epistémicamente
justificadas basadas en testimonio de terceros, que los mecanismos de demo-
cracia directa que no brindan esas oportunidades. Confiar en el testimonio y
las razones que brinda una asamblea de ciudadanos sorteada, sabiendo que
esta ha tenido tiempo para analizar las evidencias directas y las opiniones de
los expertos, y sabiendo que la escala reducida y la selección aleatoria de esa
muestra asegura unas condiciones razonables para una deliberación genuina
entre iguales, es una forma epistémicamente justificada de creer en algo acer-
ca de lo cual no tenemos acceso directo a las evidencias ni podemos tenerlas.
Las teorías crédulas calificadas podrán aceptar que la asamblea es razona-
blemente competente. Y las teorías reduccionistas calificadas podrán aceptar
que los votantes van pertrechados de razones positivas no testimoniales que
justifican la deferencia a la opinión del minipúblico.
A mi juicio, esta teoría ofrece criterios claros y no controvertibles para
identificar cuándo el Estado tiene derecho a exigir obediencia y hacer uso de la
fuerza, manteniendo al mismo tiempo todos los elementos valiosos de la con-
cepción sistémica. A diferencia de la concepción sistémica de la democracia
deliberativa, ofrece una respuesta sencilla a ese desafío: las leyes son legítimas
cuando todas las personas (si así lo decidieron) tuvieron la oportunidad de vo-
tar por ellas en pie de igualdad, después de haberse expuesto a la información
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 127
justicia distributiva, sin siquiera esforzarse por justificar por qué esas visiones
pueden ser aceptadas por otros que no abrazan la misma religión. Las primeras
expresiones configuran lo que algunos llaman razones «privadas», o preferen-
cias «autorreferenciales» («quiero esto porque es bueno para mí», o porque
«es válido desde mi punto de vista», y punto). Las segundas expresiones son
lo que algunos llaman razones «religiosas», o pronunciamientos basados ex-
clusivamente en la fe o la autoridad religiosa.
¿Es lícito apelar a las razones privadas o religiosas en los debates? Una
corriente práctica de la teoría de la democracia considera que los ciudadanos
deben ser plenamente libres para apelar a cualquier consideración. Las perso-
nas deben deliberar sin cortapisas sustantivas antes de tomar decisiones colec-
tivas por mayoría de votos. En esta visión, todos los argumentos y comentarios
deben tener «su minuto de consideración», incluso las preferencias puramente
egoístas y los argumentos basados exclusivamente en concepciones morales
o religiosas comprehensivas. A esta visión práctica la llamaremos la visión
«amplísima» o del «libre mercado de ideas» de la democracia deliberativa
(WALDRON, 1993, 2012; CHRISTIANO, 2008).
Otra corriente de la democracia deliberativa considera que no, que el de-
bate público debe apelar a principios y argumentos que todas las personas ra-
zonables puedan suscribir (RAWLS, 1993, 1997; COHEN, 1996; QUONG, 2011,
2013; GUTTMAN y THOMPSON, 1996, 2004; FREEMAN, 2004, 2007; LARMORE,
2002; LAFONT, 2009, entre otros). Esta es la versión restringida, o de la «ra-
zón pública» de la democracia deliberativa. Existen varias teorías singulares
sobre el papel de la «razón pública» en la deliberación, pero aquí me detendré
a analizar únicamente aquellas que creen que la «razón pública» debe ser un
ingrediente del debate necesario para conferir legitimidad a las leyes en con-
diciones reales.
Voy a defender una teoría «abierta» de la razón pública, según la cual todas
las personas tienen derecho a expresar cualquier opinión en el debate, incluso
si son opiniones egoístas o autorreferenciales («es mi punto de vista», «me
gusta», o «es lo que busco para mí»), si están basadas exclusivamente en la fe,
o en una autoridad superior («es lo que dice Dios en la Biblia»), o incluso si
son opiniones repudiables desde cualquier concepción razonable de la política.
Sin embargo, para ser legítimas, las leyes aprobadas tienen que tener respaldo,
al menos parcial, en razones públicas que hayan sido ventiladas en el debate,
sin necesidad de que todos los que votaron por ellas efectivamente suscriban
esas razones públicas. Asimismo, voy a defender que este recaudo es aplicable
especialmente a quienes toman parte en las decisiones colectivas vinculantes,
no rigiendo por tanto en la esfera de comunicación pública informal.
En mi defensa, voy a proceder de dos maneras. Primero voy a atacar la
concepción «amplísima» del libre mercado de ideas, y voy a mostrar por qué
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 129
Para los defensores del «libre mercado de ideas», una concepción que
encuentra en John Stuart MILL su principal exponente (1859), en el debate
pueden ventilarse cualquier tipo de ideas, razones, comentarios, opiniones,
objeciones, propuestas y las leyes resultantes no son legítimas por referencia a
los contenidos de ese debate, sino que lo son por ser fruto de un procedimiento
en el que todos tuvieron derecho a participar y a airear sus preocupaciones y
preferencias, sin cortapisa ni límite sustantivo alguno.
Esta visión amplísima es compatible con la ventilación de preferencias
puramente egoístas, o de visiones exclusivamente religiosas. Tiene el atractivo
evidente de incluir a todos dentro del proceso democrático, pero por el otro
lado puede tener implicaciones difíciles de sostener. Una de esas implicacio-
nes aparece, por ejemplo, cuando una mayoría de votantes, después de discutir
y airear las opiniones de cada cual, aprueba una ley que está exclusivamente
sustentada en una visión religiosa de la vida buena. Puede, por ejemplo, apro-
bar la educación religiosa obligatoria en las escuelas con el argumento de
que la religión oficial es la verdad absoluta porque es la palabra revelada de
Dios. O la mayoría puede aprobar una ley sustentada exclusivamente en las
preferencias egoístas de un grupo. O al revés, una mayoría de votantes puede
aprobar una ley de abolición de las religiones sustentada exclusivamente en
la creencia de que son todas falsas y manipulan a las personas. Dicho sea de
paso, estas no son posibilidades meramente hipotéticas, y una teoría no ideal
debe dar respuesta a estos casos extremos. ¿Son todas estas leyes legítimas?
La perspectiva amplísima debería decir que sí, si quiere mantenerse coherente
con su posición, porque después de todo, no son las razones que se ventilan las
que dan cuenta de la legitimidad de las leyes, sino el mero hecho de haberse
desplegado un libre intercambio de ideas.
Pero esto es muy difícil de mantener, ni teórica ni prácticamente. ¿Por
qué habríamos de obedecer una ley que no ha considerado siquiera cómo la
misma puede ser justificada con arreglo a criterios compartidos? Esta no es
una manera de tratar con igual respeto a las personas. Un ideal deliberativo
epistémico presupone la posibilidad de encontrar criterios de validez intersub-
jetiva, y ese cometido impone ciertas exigencias sustantivas mínimas, más allá
130 SEBASTIÁN LINARES
reglas, sino también a todos los principios o razones que justifican esas reglas.
Pues bien, la idea de razón pública no funciona ni como los acuerdos incom-
pletamente teorizados ni como los completamente teorizados. No es como los
primeros porque permite el desacuerdo en las reglas. Si quienes dictaron las
reglas suscriben visiones razonables y quienes están en desacuerdo suscriben
justificaciones irrazonables, el hecho del desacuerdo no afecta la legitimidad
de las normas. Si existe un acuerdo completamente teorizado pero todos los
participantes suscriben visiones irrazonables, entonces el acuerdo tampoco
legitima las reglas aprobadas. Y si existe un acuerdo incompletamente teoriza-
do, y uno de los dos lados suscribe visiones razonables y el otro no (como el
ejemplo de las dos personas que acuerdan prohibir fumar en los lugares cerra-
dos, uno en defensa del derecho a la salud de los no fumadores, y el otro para
combatir el vicio), puede decirse que prima facie la regla tiene un sustento en
la idea de razón pública 27.
Tercero, la búsqueda de una base compartida de justificación involucra
una especie de «autorrestricción». Las personas se abstienen de presentar jus-
tificaciones o argumentos que no pueden ser compartidos por otros, que sa-
ben que otros no pueden aceptar. Por ejemplo, la persona que considera que
fumar es un vicio que debe ser completamente erradicado y perseguido, no
puede alegar esa creencia como argumento para prohibir fumar en los lugares
públicos, porque esa es una creencia que no es razonablemente aceptada por
todos. Tiene que abstenerse de plantear esa creencia en público y buscar un ar-
gumento que otras personas razonables puedan compartir, como el argumento
de que fumar en lugares cerrados daña la salud de los no fumadores y afecta
la libertad de las personas de tener oportunidades para disfrutar de entornos
libres de humo.
Cuarto, la idea de razón pública pide a los hablantes abstenerse de apelar
a la «verdad» como base de las justificaciones. Este reclamo a veces es mal
interpretado. En principio, existe un sentido «desentrecomillado» (disquota-
tional) de la noción de verdad (RAMSEY, 1927) que es imposible de erradicar.
Según este sentido desentrecomillado, es lo mismo decir «es verdad que P
es X» que decir simplemente «P es X». Decir «es verdad» no agrega nada al
enunciado «P es X». Cuando RAWLS sostiene, por ejemplo, que las leyes no
son legítimas por ser verdaderas, sino por ser razonables, está diciendo tam-
bién que decir «es verdad» que las leyes razonables son legítimas no agrega
nada respecto de su legitimidad. Pero RAWLS no pide abstenerse de la idea de
verdad en este único sentido desentrecomillado. También habla de un sentido
más sustantivo, según el cual existe una lista de creencias sustantivas básicas
27
Digo prima facie porque no basta la apelación retórica y vaga a un principio abstracto y general
para amarrar las normas a la idea de razón pública. Volviendo al ejemplo de la prohibición de fumar, la
mera apelación al derecho a la salud de los no fumadores no bastaría: tiene que haber un sustento más
sólido, fundado en evidencias, que permitan sostener la razonabilidad de la medida.
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 133
acuerdo con el cual las personas seculares o religiosas pueden airear sus más
profundas convicciones sobre la verdad del bien y la justicia, sin más restric-
ciones. Sin embargo, cuando existen objeciones razonables, sustentadas en
la idea de razón pública, los ciudadanos —seculares o religiosos— tienen el
deber de responder a estas con arreglo a consideraciones de razón pública.
Sin duda rendir culto a la sinceridad es importante, pero más importante
es ejercer el poder público sobre bases razonables contra quienes no están
de acuerdo con las decisiones. Y las visiones del debate amplísimo, por más
atractivas que sean en términos de inclusión y de respeto a la autenticidad,
tienen que estar preparadas para responder a los casos extremos que aparecen
cuando, por ejemplo, una mayoría de votantes impone una decisión sobre ba-
ses absolutamente intolerables. ¿Por qué habría de ser legítima una decisión
democrática impoluta que impone, por poner un caso, como castigo penal a
ciertos delitos la picana eléctrica? Siempre se puede recurrir a la estrategia
de decir que estas decisiones irrazonables en realidad obedecen a fallas del
proceso democrático, y que un proceso impecablemente democrático en el
que todos puedan airear sus convicciones más profundas nunca llegará a esos
resultados. Pero si una mayoría de votantes reales es nazi, o defiende el terro-
rismo de Estado, por poner dos casos, no hay nada que les impida llegar a esos
resultados, y en ejercicio de su libertad de expresión tomarán la decisión ape-
lando exclusivamente a principios que una persona razonable no compartiría.
Según creo, airear las convicciones más profundas es valioso, incluso las
convicciones irrazonables, o aquellas que no pueden ser compartidas por otras
personas razonables (como la creencia en Dios). Y es valioso no solo por ra-
zones de autenticidad con las creencias de uno, sino también porque existe en
ello involucrado un elemento de innovación política (véanse WALDRON, 1993;
SOLUM, 1996). La idea de razón pública parece encorsetar una lista definiti-
va y cerrada de parámetros genéricos —que no estipulan sus condiciones de
aplicación— que funcionan como tamiz de todas las decisiones. Esto corre el
peligro obvio de hacer del debate razonable una caricatura de sí mismo, donde
predomina la retórica vacía, superficial, en la que quienes participan nunca
discuten los detalles ni las consecuencias de las alternativas sino que siempre
apelan a consideraciones vaporosas o palabras grandilocuentes con implica-
ciones vagas. La autenticidad tiene una fuerza motivadora, una energía vital
que es un elemento importante de innovación política. Por eso creo que todas
las visiones, incluso las irrazonables, tienen derecho a airear sus posturas y
sus convicciones en el debate público. Pero ese derecho termina allí, y no se
extiende a las decisiones resultantes. Las decisiones o leyes, para ser legíti-
mas, tienen que estar afincadas, al menos parcialmente, en consideraciones
razonables, y las mayorías legislativas, el ejecutivo, los funcionarios públicos
y las cortes tienen el deber de fundar, en el debido momento, las decisiones en
esas consideraciones.
DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN CONDICIONES IDEALES Y NO IDEALES 135
28
Salvo aquellas que desplieguen, bajo una interpretación y escrutinio estricto, una probabilidad
elevada de generar violencia (como cuando alguien en un teatro exclama «¡Hay una bomba!» para
divertirse).
29
Véase WALDRON (2011).
136 SEBASTIÁN LINARES
5. CONCLUSIONES
to), así como ideales muy idealizados (de cumplimiento imposible) y poco
idealizados (de cumplimiento posible). Argumenté, en ese sentido, que los
ideales constitutivos configuran una guía inapropiada para derivar implica-
ciones prácticas en la realidad, en razón de que si las personas persiguieran
todas sus preferencias autorreferenciales el procedimiento nunca alcanzaría
resultados justos. Defendí así la idea de un ideal deliberativo epistémico, con
condiciones realizables, como el mejor modelo a mano para analizar las im-
plicaciones prácticas de la legitimidad.
En segundo lugar, analicé la instrumentación práctica de un ideal delibera-
tivo epistémico, y me detuve en dos problemas fundamentales: el problema de
la escala, y el problema de las razones «no públicas» (como las razones reli-
giosas, egoístas o autorreferenciales). El primer problema aparece cuando nos
damos cuenta que no es posible garantizar que todos los sujetos a coerción del
Estado deliberen genuinamente entre sí antes de tomar una decisión. Expliqué
cuatro estrategias para sortear este problema: la de la democracia deliberativa
elitista (que considera que la deliberación entre iguales es un ingrediente nece-
sario para evaluar la legitimidad de las instituciones representativas), la de los
defensores de los minipúblicos deliberativos (que consideran que las asam-
bleas de sorteados pueden sortear adecuadamente el problema de la escala), la
de la democracia sistémica (que considera que los principios y condiciones del
ideal deliberativo deben cumplirse en el nivel macro del sistema, y no en cada
una de las instancias o foros), y lo que denominé la democracia participativa
epistémica, que tiene un compromiso con la deliberación entre iguales pero
no renuncia a la participación masiva en todas las decisiones de relevancia, en
tanto sea posible concebir canales para la generación autónoma de preferen-
cias informadas y prosociales. Argumenté que esta última es la estrategia más
justificada, aún desde una visión deliberativa ideal.
El segundo problema aparece cuando las decisiones políticas vienen res-
paldadas exclusivamente por razones «no públicas» (como las razones religio-
sas o egoístas). Contra este problema se han alzado dos enfoques deliberativos
generales de la legitimidad de las leyes: la visión del «libre mercado de ideas»,
según el cual cualquier consideración puede ser ventilada en el foro público,
y el enfoque de la «razón pública», según el cual solo las consideraciones que
apelan a principios que toda persona razonable sería capaz de aceptar infunden
legitimidad a las leyes resultantes. En este capítulo defendí una visión «abier-
ta» e inclusiva de la razón pública. Esta concepción permite las apelaciones a
la «verdad» y la ventilación de las convicciones más profundas, incluso si son
irrazonables, siempre que, en el debido momento, se aporten consideraciones
basadas en la razón pública como sustento a las leyes. La idea de razón públi-
ca introduce un ingrediente sustantivo de legitimidad de las leyes puntuales,
pero esto no es un problema para una visión mixta de la democracia que tiene,
también, un compromiso epistémico.
CAPÍTULO V
MODESTIA EPISTÉMICA
1. INTRODUCCIÓN
1
Existe una diferencia conceptual entre «información» (information), «conocimiento» (know-
ledge) y «sabiduría» (wisdom). Por «información» entendemos aquellos datos que buscan responder
a una pregunta sobre la realidad, datos que pueden estar contenidos en un mensaje testimonial o ser
derivados de la observación directa o la percepción. Un dato es, por ejemplo, «en la ciudad de Buenos
Aires se cometieron 200 homicidios dolosos con armas de fuego en el año 2014». El conocimiento, en
cambio, y poniendo al margen los contraejemplos señalados por GETTIER (1963), refiere a una creencia
justificada y verdadera sobre algún aspecto de la realidad (justified true belief). Es decir, el conocimien-
140 SEBASTIÁN LINARES
to requiere de información, pero se diferencia de ella en que designa una propiedad cognitiva del agente
que procesa la información, es decir, refiere a virtudes intelectuales o procesos cognitivos que dan
justificación epistémica a las creencias, virtudes o procesos que vuelven esas creencias más probables
de ser verdaderas. La creencia «en Buenos Aires se cometieron 200 homicidios con armas de fuego en
2014» constituirá conocimiento si, a fin de cuentas, esa creencia está basada en un proceso fiable (es el
dato que reportan los hospitales públicos) o en el ejercicio de virtudes intelectuales, como el análisis
directo de los datos. Finalmente, la noción de sabiduría no tiene un sentido unánime en la literatura,
pero aquí será útil apelar a la definición dada por Bertrand RUSSELL (1967: 177): es una especie de mez-
cla entre conocimiento y sentimiento, que refiere a «una unión íntima determinada del conocimiento
con la captación del destino humano y las finalidades de la vida. La sabiduría requiere una amplitud de
visión que difícilmente es posible si no se posee un conocimiento considerable, pero al mismo tiempo
existe una amplitud de sentimiento, una especie de universalidad de la simpatía». Sócrates suscribía
una noción semejante de sabiduría: para él, la sabiduría consistía en tener una creencia justificada sobre
la acción o decisión correcta en cada circunstancia basada no solo en razones correctas, sino también
arraigada en una comprensión completa de las interrelaciones sistemáticas de dicha acción con todos
los valores humanos (COOPER, 2012: 46).
2
Sobre la idea de modestia epistémica no ya de las decisiones de las multidudes, sino de la deli-
beración política, véase GALLARDO (2009).
MODESTIA EPISTÉMICA 141
petencia individual o probabilidad de acertar debe ser superior a 0,5 por 100.
Sin embargo, los resultados son casi iguales si dejamos de suponer que todos
los votantes poseen la misma competencia y asumimos una competencia pro-
medio superior a 0,5 por 100, siempre que las competencias individuales que
producen este promedio estén distribuidas normalmente en torno al promedio.
Las distribuciones anormales modifican significativamente los resultados, a
veces para mejor, a veces para peor (OWEN et al., 1989).
En su forma más clásica, el teorema del jurado explícitamente se aplica a
opciones binarias como A o B, sí o no, verdadero o falso, mejor o peor. Esto, sin
embargo, no se condice con la naturaleza multidimensional de las elecciones
colectivas. Escoger opciones políticas es muy complicado por la multiplicidad
de dimensiones involucradas en cada elección, y reducirlas a dos es la última
etapa de un proceso que empieza con muchas más alternativas. Por tanto, es
imprescindible saber si la condición de la opción binaria puede ser flexible o
no. Todo indica que sí. Existen numerosas pruebas en esa línea, una de ellas
demostrada por GOODIN y LIST (2001). No tenemos espacio para presentar
el razonamiento, pero las conclusiones principales son estas: cuando existen
más de dos opciones, «si cada votante tiene una probabilidad mayor de votar
por la “mejor” alternativa que de votar por cualquiera de las otras alternativas,
la probabilidad de que la alternativa correcta sea escogida por una mayoría
relativa aumenta a medida que el grupo aumenta en número». Así, la proba-
bilidad de que gane la mejor alternativa por mayoría relativa aumenta con el
tamaño del grupo, aproximándose a una probabilidad de 1, o a la infalibilidad,
con un número infinito de votantes. Con todo, este resultado no es tan impac-
tante cuando consideramos que las opciones disponibles pueden unificarse o
agregarse en alternativas complejas (que incluyen conjuntos de cuestiones),
con miras a acumular probabilidades de ganar. Y es que, aun si la alternativa
correcta tiene una mayor probabilidad de ser escogida que cualquier otra op-
ción disponible, siempre será menor que la suma de las probabilidades de las
opciones restantes. Si, por ejemplo, a un grupo de ciegos se le pide que a través
del tacto identifique la especie de un mamífero gigante (supongamos que son
solo tres: hipopótamo, rinoceronte o elefante), y se les pide que voten por dos
opciones «elefante o resto de mamíferos gigantes», lo normal es que tiendan
sistemáticamente a equivocarse, porque la opción «resto de mamíferos gigan-
tes» agrega las probabilidades de dos opciones distintas. Cuando son más de
dos opciones, por tanto, una condición añadida para que proceda el teorema
es la de que el menú de opciones esté adecuadamente formulado, es decir, que
todas las opciones se encuentren en un mismo nivel de agregación.
Otra de las condiciones originales es la de que los votantes deben man-
tenerse independientes de los demás, lo que se traduce en la idea de «inde-
pendencia estadística». Si cada vez que el votante 1 vota por A (o B) el vo-
tante 2 lo hace también, los votos de ambos votantes estarán correlacionados
144 SEBASTIÁN LINARES
del jurado se desmorone si los individuos son peores que el azar, es más sor-
prendente que el teorema no se cumpla en casos menos extremos (BEREND
y PAROUSH, 1998). Supongamos, por ejemplo, que los individuos son cada
uno mejor que el azar a la hora de tomar decisiones, pero la competencia
de los mismos es una función exponencialmente decreciente del tamaño del
grupo. Por ejemplo, porque las masas son epistémicamente oportunistas y
suscriben juicios perfectamente «aleatorios» (randomizers), es decir, con una
probabilidad de 1/N de acertar (siendo N el número de alternativas). En este
caso, incluirlas en el proceso de toma de decisiones implicará ir reduciendo la
probabilidad de acierto de la mayoría a medida que se incrementa la partici-
pación. Bajo este supuesto, deja de ser verdadero que, a medida que se incre-
menta el número de votantes, la mayoría escoge la mejor alternativa con una
probabilidad superior a la de la probabilidad promedio de los votantes (LIST y
PETTIT, 2011: 98). El teorema del jurado, en ese contexto, tampoco justificaría
por razones epistémicas la inclusión democrática.
Existen algunas buenas razones para pensar que el incremento de los par-
ticipantes está sujeto a una función exponencial decreciente de la competencia
grupal. La primera a) es la de que, en razón de la complejidad del problema,
o del conocimiento que se requiere valorar las alternativas, puede que exista
solo un conjunto limitado de individuos competentes, tal vez porque la infor-
mación o el conocimiento valioso no está ni puede estar al alcance de todos
(e. g., cuestiones esotéricas, que requieren conocimiento científico sofistica-
do). En este caso, a medida que el grupo incluye más y más participantes, ter-
mina introduciendo participantes menos competentes (con una competencia
igual —o inferior— a 1/N) 3. La segunda razón b) es la de que la competencia
individual puede ser una función del esfuerzo en adquirir y procesar informa-
3
Consideremos el caso de un grupo de cinco personas, tres de los cuales tienen una competencia
de 0,6 y dos de los cuales tienen una competencia de 0,9. Bajo la regla de la mayoría, la probabilidad
de que la mayoría escoja la mejor alternativa es de 0,87, una cifra inferior a la competencia de los me-
jores miembros del grupo. Delegar el poder en uno de los miembros más competentes sería, por tanto,
epistémicamente superior a la toma de decisiones democrática. Sin embargo, una especie de regla de la
mayoría con votos «ponderados» sería mejor aún que la dictadura del mejor experto. Supongamos, por
ejemplo, que le adjudicamos un voto a cada uno de los tres miembros menos competentes, y dos votos a
los miembros con mayor probabilidad de acertar. Bajo este arreglo de nueve votos, la probabilidad de que
la mayoría de votos acierte es de 0,93, lo que es superior al más competente de los miembros. Esta intui-
ción queda expresada, de manera más general, en la tesis de que un sistema de votos ponderados según
la competencia de cada participante maximiza el desempeño epistémico del grupo. Se ha demostrado,
r
en ese sentido, que la ponderación adecuada es igual al logaritmo de 1 - r , donde r es la probabilidad
individual de acertar (SHAPLEY y GROFMAN, 1984; GROFMAN, OWEN et al., 1983). Para captar intuitiva-
r
mente esta fórmula, es importante ver que el logaritmo de 1 - r es positivo cuando r es superior a 0,5,
con un valor aproximándose al infinito cuando r es igual a 1; es negativo cuando r es inferior a 0,5, con un
valor aproximándose a menos infinito cuando r es igual a 0; y es igual a 0 cuando r es exactamente igual
a 0,5. Esto significa que los individuos cuyos juicios están positivamente correlacionados con la verdad
reciben un peso positivo, los que están negativamente correlacionados reciben un peso negativo, y los
que suscriben juicios aleatorios (con una competencia exactamente igual a 0,5) no reciben ningún peso.
146 SEBASTIÁN LINARES
ción, y ese esfuerzo decrece a medida en que el tamaño del grupo aumenta, tal
vez porque los individuos se dan cuenta que en un grupo muy amplio, su in-
fluencia marginal sobre la decisión final es muy bajo, o porque los incentivos
no son adecuados para hacer ese esfuerzo cognitivo (LIST y PETTIT, 2004) 4. A
esta dinámica negativa de los grandes números en la responsabilidad cognitiva
individual se la ha denominado como la «ley de Bentham» (ELSTER, 2010),
por ser Jeremy BENTHAM el primero en ocuparse seriamente del problema del
oportunismo o «free-riding» epistémico.
Algo parecido sucede con la competencia epistémica individual cuando
aumentamos no ya el número de personas, sino el número de opciones. Pasado
un cierto umbral en el número de opciones del menú, sucede que una mayor
proporción de personas termina escogiendo alternativas subóptimas (GOURVI-
LLE y SOMAN, 2005), deja de participar (IYENGAR, HUBERMAN y JIANG, 2004;
IYENGAR y LEPPER, 2000), o posterga la decisión para el futuro (DHAR, 1997),
además de que ven incrementada la insatisfacción personal con el resultado
(GILBERT y EBERT, 2002). Con muchas opciones, la competencia epistémica
de las personas que no tienen tiempo ni acceso a toda la información ven
reducida significativamente su competencia epistémica, redundando en una
situación en la que la probabilidad de escoger la alternativa mejor se aproxima
al azar.
Llegados a este punto, es oportuno preguntarse en qué sentido el teore-
ma del jurado puede ayudarnos a precisar las condiciones bajo las cuales la
democracia participativa podría tener potencial epistémico. Existen varias li-
mitaciones en esa línea. Una primera limitación básica reside, precisamente,
en la premisa de que los votantes poseen, cada uno de ellos, o conjuntamente
en promedio (y con una distribución normal), una competencia individual su-
perior al azar (una competencia superior al azar significa que, si existen dos
opciones, la probabilidad individual de acertar es mayor a 0,5, y si existen tres,
la probabilidad individual es mayor a 0,333, y así sucesivamente). Aceptar el
cumplimiento de esta condición en la realidad puede resultar tentador, pero
la fuerza persuasiva de esa premisa es muy débil. En primer lugar, la premi-
4
Cuanto mayor es el número de participantes, mayores incentivos tendrán cada uno de ellos de
ahorrar en esfuerzos cognitivos en el procesamiento de la información, en prestar atención y en valorar
las alternativas, y más incentivos tendrán en confiar en el juicio de otros su decisión (ELSTER, 2010).
Dado que la contribución de cada uno es marginal en el resultado final, racionalmente podrá llegar a
pensar que su falta de esfuerzo no afectará a la calidad del resultado final, si otros lo hacen por él. Pero
si todos actúan de la misma manera, entonces nadie se esfuerza en procesar la información y valorar
las alternativas, y entonces la probabilidad de que la mayoría escoja una buena alternativa se reduce
significativamente. Si, por el efecto de la ley de BENTHAM, todos confían en el juicio de los demás, y
ninguno hace un esfuerzo cognitivo, entonces todos terminan suscribiendo juicios aleatorios, con lo
cual se desmorona el teorema del jurado. Si solo un grupo pequeño hace el esfuerzo cognitivo, y los
demás siempre se pliegan al juicio de ese grupo reducido, entonces la presencia de esos participantes
oportunistas no hace ninguna diferencia en el incremento de la competencia grupal, que será siempre
igual a la competencia del grupo reducido, porque sus votos estarán perfectamente correlacionados
entre sí (LIST y PETTIT, 2004).
MODESTIA EPISTÉMICA 147
5
Es verdad que con algunos principios, «sensibles a los hechos» (fact-sensitive) nos encontramos
en un terreno intermedio, en el cual podría presumirse una cierta competencia superior de algunas per-
sonas frente a otras, en parte por el conocimiento especial que estos tienen de los hechos o condiciones
de aplicación de la validez de esos principios morales. Sin embargo, incluso en estos casos de principios
«sensibles a los hechos» resulta difícil afirmar que las personas comunes formulan sus juicios de mane-
ra aleatoria, con lo cual la premisa de la competencia individual superior al azar podría estar justificada,
al menos como presunción.
148 SEBASTIÁN LINARES
ph - k
p h - k + (1 - p) h - k
del desacuerdo imperante en política, pero muestra cómo del teorema del jura-
do en determinados contextos se pueden inferir implicaciones epistocráticas.
En segundo lugar, el principio de caridad epistémica aplicado en el nivel
individual no resiste un serio análisis llevado a la realidad. Y es que, si bien no
nos ponemos de acuerdo en torno a qué conjunto de fines, principios o valores
son válidos, ni cómo se relacionan, ni cómo solucionar las tensiones entre
ellos en condiciones de aplicación, lo cierto es que al menos sabemos y nos
ponemos de acuerdo en que algunas preferencias individuales son moralmente
abyectas. Sencillamente, cualquier perspectiva razonable las considera moral-
mente rechazables. Los ejemplos pueden ser variados: desde la preferencia
que justifica poner una bomba en una guardería, hasta la de segregar el acceso
a los colegios públicos por razón del color de la piel. Dado que al menos pode-
mos decir que algunas personas suscriben creencias moralmente abyectas, el
principio de caridad epistémica individual no se sostiene. Y si no se sostiene,
entonces deja de ser cierto que, por razones instrumentales, debamos ampliar
la participación igualitaria con base en el teorema del jurado. Porque si es po-
sible excluir a las personas moralmente abyectas, entonces el procedimiento
más atinado, en términos de probabilidad de alcanzar las mejores decisiones,
deja de ser democrático. Para que el teorema del jurado pueda hacerse valer
para justificar la democracia participativa epistémica en cuestiones morales,
por tanto, hay que dejar a un lado el principio de caridad epistémica indivi-
dual, y demostrar, primero, que no es posible o no es prudente identificar a las
preferencias moralmente abyectas, y afirmar, segundo, un principio de caridad
epistémica «grupal», que asume que la competencia epistémica es superior al
azar en el nivel colectivo y con una distribución normal. Pero nuevamente, ser
meramente superior al azar en el nivel colectivo no equivale a ser el procedi-
miento más atinado concebible.
Tengo para mí que cualquier intento destinado a excluir o a reducir el peso
específico del voto de las personas que suscriben creencias morales abyectas
está plagado de dificultades prácticas. Una razón (aunque no la única) para
resistirse a cualquier intento práctico de identificación de los abyectos reside
en que cualquier examen o prueba, por más razonable que esta fuese, inverti-
ría la carga de la prueba en la presunción epistémica: nadie sería moralmente
competente hasta que demuestre lo contrario, algo que a mi juicio supone
plantear un entorno de desconfianza generalizada impropio de una sociedad
democrática. Y delegar la tarea o el esfuerzo de identificar a los abyectos a
cualquier agencia estatal, por más imparcialidad que intentemos asegurar en
ella, plantea riesgos de corrupción y moral hazard que difícilmente sea inte-
ligente correr. Descartada la identificación de los abyectos, queda entonces
solo la premisa de que la multitud tiene una competencia epistémica promedio
(con una distribución normal) superior al azar para defender la democracia
participativa sobre la base del teorema del jurado. Pero tratándose de una pre-
150 SEBASTIÁN LINARES
Los trabajos de Lu HONG y Scott PAGE (HONG y PAGE, 2001, 2004; PAGE,
2007a, 2007b) han venido a aportar un nuevo modelo analítico deductivo para
entender los mecanismos de inteligencia colectiva y sus condiciones de apli-
cación, un modelo que permitiría encontrar un fundamento a la idea de am-
pliar la participación por razones instrumentales incluso cuando el mayor nú-
mero introduce un nivel de competencia promedio menor. La tesis central de
estos autores dice que, en contextos en los que el cometido es el de encontrar
la mejor solución para resolver problemas prácticos (problem solving tasks),
la «diversidad cognitiva» mejora el rendimiento de los grupos. Más aún, los
grupos formados por personas sin una competencia muy alta, pero con enfo-
MODESTIA EPISTÉMICA 151
6
En el plano de las matemáticas, por ejemplo, si el problema es el de identificar un mismo punto
en un espacio bidimensional (con dos ejes, X e Y), una perspectiva sería la de aquella que utiliza las
coordenadas cartesianas (que señala la distancia horizontal y vertical del punto en relación con los ejes),
y otra la que utiliza las coordenadas polares [que utiliza un ángulo (q) y una distancia (r) de un vector
que va desde el punto 0 de los ejes al punto que queremos identificar].
152 SEBASTIÁN LINARES
y así escalar hacia soluciones prácticas mejores. De acuerdo con esto, las de-
cisiones inteligentes emergen de grupos inclusivos y cognitivamente diversos
a pesar de que los miembros exhiben poca información y competencia indi-
vidual general.
En resumidas cuentas: cuando se trata de solucionar problemas prácticos,
el intercambio de información, perspectivas y enfoques heurísticos en grupos
cognitivamente diversos permite el escalamiento de las propuestas hacia solu-
ciones objetivamente mejores que las que alcanzan los grupos menos diversos,
propuestas que no figuraban en las primeras preferencias de los participantes
por no haber sido siquiera concebidas ex ante. En este contexto, no importa
tanto la proporcionalidad de la diversidad cognitiva relativa entre los indi-
viduos o grupos, sino que exista diversidad cognitiva entre los participantes.
Así, en principio, un grupo de treinta personas formado por 21 agentes que
comparten una misma perspectiva y modelo heurístico, en colaboración con
nueve agentes con perspectivas específicas diversas, puede funcionar igual de
bien o incluso mejor que un grupo de treinta personas con seis subgrupos de
cinco personas con perspectivas diversas.
Hélène LANDEMORE (2013) ha encontrado, en este teorema, una razón
convincente para justificar el carácter instrumental epistémico de una amplia
inclusión democrática en la toma de decisiones colectivas. Para esta autora, el
incluir más y más participantes en la toma de decisiones colectivas incrementa
la diversidad cognitiva, y dado que la diversidad cognitiva mejora las decisio-
nes siempre que se cumplan las condiciones del teorema, ello permite sostener
que un sistema democrático ampliamente inclusivo se desempeñará mejor, en
términos epistémicos, que un sistema elitista de toma de decisiones. Aunque
ella considera que la democracia tiene también una justificación procedimen-
tal, anclada en la igual dignidad y en la libertad de elección, lo distintivo de
su teoría consiste en destacar que la democracia tiene teóricamente mejores
credenciales epistémicas que un hipotético sistema epistocrático.
No obstante, a la hora de articular, a la luz del teorema, el diseño de la
democracia en condiciones reales, LANDEMORE considera que una asamblea
amplia de ciudadanos sorteados podría ser un mecanismo más eficiente que
una Legislatura electa para propiciar la diversidad cognitiva. Según parece,
ampliar la participación más allá del número de una asamblea de ciudada-
nos sorteados haría imposible la realización de una de las condiciones del
TDC, concretamente, la condición de que los participantes «compartan» o
«intercambien» sus perspectivas y enfoques heurísticos con miras a «esca-
lar» gradualmente hacia la mejor solución. LANDEMORE saca entonces dos
conclusiones, una situada en el nivel de la teoría ideal y otra (más cautelosa)
situada en el nivel de la teoría no ideal: 1) la democracia (ideal) se desempeña
mejor que la epistocracia (ideal) porque más participantes equivale a más
diversidad cognitiva, y 2) la manera más apropiada de llevar a la práctica los
MODESTIA EPISTÉMICA 155
7
LANDEMORE y PAGE (2015) consideran por eso que el proceso democrático real (construido a
la luz del teorema) tiene que tener dos fases, una fase de intercambio de ideas y propuestas, en la que
la diversidad cognitiva pueda ejercer su potencia superaditiva, y otra fase de votación (que se vuelve
necesaria cuando se constatan desacuerdos), en la que los participantes deben escoger entre dos o más
opciones como si se tratara de predecir la mejor opción. Sin embargo, cuesta ver por qué debe ser un
proceso democrático el mecanismo para llegar a la decisión. Lo distintivo del teorema de la diversidad
cognitiva se correspondería con la primera fase postulada por LANDEMORE y PAGE, no con la fase de
votación.
8
Cabría sostener, sin embargo, que la lógica de «pedir consejo» a múltiples fuentes diversas es
más vulnerable al llamado «sesgo egocéntrico» que un procedimiento mayoritario. El sesgo egocéntrico
se manifiesta cuando personas descuentan u omiten aquellas opiniones contrarias a las de uno, y dan
menor peso específico a las opiniones de otros a medida que se sitúan a mayor distancia que las de uno
(véase YANIV, 2004a, 2004b; YANIV y KLEINBERGER, 2000).
156 SEBASTIÁN LINARES
Existe otro teorema (HONG y PAGE, 2012) que demuestra que, bajo ciertas
condiciones, las decisiones que toma un grupo amplio pero diverso son mejo-
res que las que toma un grupo pequeño y homogéneo. Al teorema se lo llama
«el milagro de la agregación» y aplica, a diferencia del teorema de la diversi-
dad cognitiva, a contextos en los que los participantes realizan predicciones
empíricas (por eso se lo denomina en ocasiones el teorema de los «modelos
predictivos diversos»). La conclusión general del teorema es que, tratándose
de predicciones, los grupos amplios pero cognitivamente diversos (esto es,
con modelos predictivos diferentes) pueden desempeñarse igual que los gru-
pos con una competencia promedio superior pero sin diversidad de modelos
predictivos.
Los modelos predictivos son los enfoques teóricos que usamos para hacer
inferencias predictivas sobre ciertos fenómenos. Supongamos que tenemos
dos organismos independientes de predicción meteorológica, que llamaremos
A y B. Ambos realizan predicciones de temperatura para tres ciudades en un
mismo día. En ningún caso los organismos aciertan con la temperatura exacta,
como puede verse en el siguiente cuadro (las dos primeras filas representan las
predicciones, en la tercera tenemos el promedio de ambas predicciones, y en
la cuarta fila la temperatura real de las ciudades en ese día):
MODESTIA EPISTÉMICA 157
111 – 34 = 77
3. EVIDENCIAS A POSTERIORI
solo cuatro piezas pro-A lo son. Las 12 piezas de información pro-A restantes,
en cambio, son de conocimiento privado de los miembros del grupo, en razón
de tres piezas por persona. En este escenario, B aparece desde el comienzo
como la mejor opción pública, porque viene sustentada con diez piezas de
información compartida (frente a cuatro piezas de A). Teóricamente, si dejá-
ramos que los participantes deliberaran e intercambiaran toda la información
que poseen, deberían terminar reconociendo la superioridad de A. Sin em-
bargo, los experimentos muestran que —por la perversa influencia del poder
o de la conformidad— sucede lo contrario: las personas tienden a darle un
mayor peso a las piezas de información compartida (shared evidence, o com-
mon knowledge) y a no revelar las piezas de información privada (STASSER y
TITUS, 1985; STASSER et al., 1989), produciéndose una especie de «espiral del
silencio» a medida que las personas hacen sus pronunciamientos públicos (en
un sentido semejante a lo teorizado por NOELLE-NEUMANN, 1974). Cuando la
carga de información aumenta, este efecto es aún más poderoso (STASSER y
TITUS, 1987), y más poderoso aún cuando hay un líder identificable en la ma-
yoría que apoya la alternativa incorrecta (CRUZ, HENNINGSEN y SMITH, 1999).
Pues bien, parece suficientemente demostrado que la diversidad cognitiva
ayuda a atenuar esta lógica perversa de la conformidad, propiciando la revela-
ción de información privada y permitiendo, de esa manera, un mayor cúmulo
de información relevante, un mayor menú de opciones, y una mejor evaluación
de las mismas. Pero lo interesante es que esta diversidad cognitiva no puede
ser librada al azar: es importante establecer, con antelación a la búsqueda
de alternativas y soluciones, una división de trabajo explícita. Así, cuando
los grupos se componen con el cometido explícito de establecer una división
de trabajo en distintas áreas o ámbitos especializados, los miembros especia-
listas en cada área tienen incentivos para revelar la información privada, lo
que conduce a neutralizar el efecto de la conformidad (STASSER, STEWART y
WITTENBAUM, 1995). Cuando la información privada está desigualmente dis-
tribuida, los grupos que, con antelación a la deliberación, asignan «roles» es-
pecíficos a cada miembro (en la adquisición y procesamiento de información
específica en distintas áreas), se desempeñan igual de bien que si no hubiera
habido información privada en posesión de nadie (STASSER, STEWART y WIT-
TENBAUM, 1995: 252). Establecer explícitamente una división de trabajo por
tanto, reduce el efecto de la conformidad, amplía las ideas y propuestas, y
mejora significativamente la solución de problemas.
Ahora bien, los efectos positivos de la diversidad cognitiva dependen de
cómo se controlen otras variables, es decir, la idea de que para resolver proble-
mas los grupos numerosos con diversidad cognitiva se desempeñan siempre
mejor que los grupos de expertos menos numerosos y con menor diversidad
cognitiva no encuentra fundamentos empíricos. En primer lugar, existe un um-
bral en el número, más allá del cual el intercambio de información se vuel-
162 SEBASTIÁN LINARES
0,05
0,00
–0,05
–0,10
–0,15
Indiv. Equipo Indiv. Equipo Nada Capacit. Nada Capacit.
mejor que el grupo de los expertos. Los hallazgos muestran que el grupo de los
mejores pronosticadores (identificado conforme a su desempeño pasado) se
desempeña mejor que la multitud, y que los equipos formados por superpro-
nosticadores se desempeñan mucho mejor que los equipos formados sin ellos.
Los expertos importan, e importan mucho. Esto por supuesto es muy distinto
a sostener que quienes se proclaman públicamente como expertos efectiva-
mente lo sean y se desempeñen mejor que el resto de personas comunes. De
hecho, un trabajo también muy influyente de TETLOCK (2006) muestra que los
que normalmente se reputan expertos son tan malos o igual de buenos que las
personas corrientes en la predicción de eventos políticos y económicos. Pero
no deberíamos confundirnos: el gran problema reside en cómo identificar co-
rrectamente a los expertos en la práctica, no en que los expertos sean igual de
buenos (o tan malos) como las personas corrientes.
Pero hay más: resulta que la multitud mejoraría muchísimo sus predic-
ciones si las personas trabajaran en equipos con antelación a la predicción, o
recibieran un proceso de capacitación previo a la misma. Este hallazgo viene
a decirnos que, aunque la media de la multitud sea un criterio suficientemente
bueno para hacer predicciones cuando las opiniones que se agregan son inde-
pendientes y provienen de fuentes diversas, la multitud sería mucho mejor si
cada participante pudiera contrastar sus modelos e información con otros con
antelación a emitir su opinión predictiva, o si recibiera capacitación por parte
de expertos. La multitud se desempeña suficientemente bien en las prediccio-
nes, pero se desempeñaría mejor si cada uno de los participantes escuchara la
opinión y explicación de los más competentes o si deliberara en equipos, con
carácter previo, con otros.
Como dije, algunos autores consideran o sugieren que el teorema del mi-
lagro de la agregación justifica, por razones instrumentales, la democracia
(LANDEMORE, 2013). Pero ni el teorema ni los hallazgos empíricos dan funda-
mento a esa conclusión. Si solo importara tomar la mejor decisión y orquestar
el sistema epistémico más atinado de todos los concebibles, no es la democra-
cia sino la epistocracia la que estaría justificada. Que no podamos identificar
en la práctica a los expertos con carácter previo y de manera incontrovertible
es un problema distinto, que atañe a la operacionalización de las condiciones
del modelo, pero no al modelo ni a sus implicaciones. Porque el no poder
identificar de manera incontrovertible a los expertos no alcanzaría a refutar la
idea de que un sistema de expertos (si estos pudieran ser identificados) sería la
mejor forma de gobierno ideal 9.
9
Algunos trabajos comparan la opinión de la mayoría de las personas expertas o más informa-
das, con la opinión de la mayoría de todas las personas (incluidas las más informadas), y encuentran
que existe una distancia muy significativa entre ambas opiniones agregadas (ALTHAUS, 2003; CAPLAN,
2008). Si los expertos opinan muy distinto a la mayoría de las personas desinformadas, y asumimos que
estar más informado conduce a mejores decisiones, entonces cabe pensar que los expertos llegarán a
decisiones mejores (BRENNAN, 2014).
MODESTIA EPISTÉMICA 167
Uno podría seguir sosteniendo, no obstante, una tesis instrumental más dé-
bil. Esta tesis diría que la democracia encuentra asidero en la idea de que tomar
la mediana de las predicciones suele ser, en una gran cantidad de contextos y
tareas predictivas, un buen predictor. No necesitamos el mejor predictor, sino
un predictor suficientemente bueno, y presumir que todas las opiniones valen
igual y tomar la media o mediana de las mismas es suficiente para este come-
tido. En general, este es el pensamiento de quienes defienden la aplicación del
milagro de la agregación para justificar las propiedades instrumentales de la
democracia. Se trata de abrazar, después de todo, la modestia epistémica.
Esta doctrina está detrás de la influyente teoría de la racionalidad de la opi-
nión pública enarbolada por Benjamin PAGE y Robert SHAPIRO (1992), aplicada a
las elecciones. De acuerdo con estos autores, las personas tienen opiniones signi-
ficativas e informadas sobre algunas cuestiones, y opiniones desinformadas sobre
muchas otras. Aun cuando la mayoría de los juicios individuales sean aleatorios,
y en su mayoría equivocados, resulta que cuando se agregan en una respuesta
colectiva —por ejemplo, el porcentaje de personas a favor de una política par-
ticular— el resultado puede ser bueno y significativo, ya que los errores se dis-
tribuyen simétricamente y se cancelan unos con otros (PAGE y SHAPIRO, 1992).
Sin embargo, muchas evidencias empíricas indican que las personas no
distribuyen sus errores simétricamente. Así, por ejemplo, cuando se les pre-
gunta a las personas sobre cuestiones fácticas que normalmente se ignoran
(como el porcentaje de presupuesto estatal destinado a cooperación interna-
cional, o datos similares), las personas tienden a equivocarse en una dirección
similar (CAPLAN, 2008). Si las personas comunes están sesgadas a favor de
una dirección, entonces la mayoría de los votantes tendería a equivocarse sis-
temáticamente, en vez de acertar. Si cientos de miles o millones de personas
votan con sustento en unos mismos hechos falsos o siguiendo un mismo men-
saje distorsionado de la campaña electoral, el milagro de la agregación no se
produce (BARTELS, 2008). Ese sesgo o dirección particular puede obedecer a
muchos factores idiosincráticos, pero del conjunto de esos factores puede ex-
traerse la idea de que, en ausencia de conocimientos formados autónomamen-
te, y de tiempo para formarse su propio juicio, las personas comunes tienden a
suscribir o adherirse a las opiniones de las personas que aparecen como mejor
informadas. La influencia social puede socavar el milagro de la agregación, y
existen experimentos en esa línea que sustentan esta idea (LORENZ, RAUHUT,
SCHWEITZER y HELBING, 2011). La literatura de psicología de grupos está pla-
gada de experimentos en los que se muestra cómo, con muy poca influencia
social, es posible ver conductas de rebaño y cascadas informativas, dos fenó-
menos que ponen en peligro una de las condiciones fundamentales de la inteli-
gencia colectiva de las multitudes: la agregación de opiniones independientes.
Todas estas consideraciones nos llevan a las siguientes conclusiones. En
primer lugar, es cuanto menos controvertido, a la luz de las evidencias, que
168 SEBASTIÁN LINARES
4. CONCLUSIONES
1
El argumento parece tener asidero empírico. En un experimento sobre cooperación entre gran-
jeros sobre bienes comunes se demostró que aquellos granjeros a los que se les permitía seleccionar un
monitor centralizado tenían un desempeño mejor y percibido como más legítimo que aquellos en los
que el monitor era seleccionado al azar (BALDASARRI y GROSSMAN, 2011).
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 173
2
Esta línea de justificación del sorteo, basada en la creencia de que todos los ciudadanos tienen
una igual competencia política, o al menos una igual capacidad para adquirir las competencias políticas
relevantes, puede remontarse a Protágoras. Recordemos que Protágoras es un personaje que dialoga
con Sócrates en los diálogos de Platón. Allí Platón cuenta el mito de Epimeteo (Platón, Protágoras,
320d-321d), según el cual, en la distribución de facultades y competencias a las especies vivientes, y
por culpa de un descuido de Epimeteo, las personas se quedan sin nada en el reparto. Esta circunstancia
hace que Prometeo decida robar del taller de Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego, para
dárselos furtivamente a los hombres. Con la sabiduría del arte y el fuego, los seres humanos construyen
ciudades, pero dado que carecían de las competencias políticas (el arte del gobierno), no logran convivir
en paz, destruyéndose mutuamente. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada
por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el arte del gobierno y la justicia, a fin de
que rigiesen en las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes
a Zeus la forma de repartir estas facultades en los hombres: ¿las reparto de manera desigual, o las
distribuyo por igual entre todos? «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque
si participan de ellas solo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades». De
acuerdo con este mito, las personas han recibido unas mismas competencias técnicas (destrezas para el
ejercicio del arte) y político-morales (el arte del gobierno y la justicia).
174 SEBASTIÁN LINARES
sorteo puede ser apropiado, como método de decisión, cuando no hay razones
discernibles para decidir entre una u otra opción, cuando las razones que se
esgrimen resultan inconmensurables, o cuando ambas partes de la querella
esgrimen razones de igual peso, sin que tengamos metacriterios a mano para
dirimir el conflicto entre ellas (ELSTER, 1989; STONE, 2007, 2009, 2010, 2011:
parte II). ¿Son estas circunstancias aplicables al sorteo de cargos? No estoy
seguro. Si creemos que todos los ciudadanos tienen un derecho igual a ejercer
la función pública, sin que quepa discriminar otras razones para preferir entre
ellos, entonces podría resultar justo adjudicar los cargos por sorteo. Sin em-
bargo, resulta dudoso que no dispongamos de parámetros para juzgar los mé-
ritos de los candidatos o de las políticas, aún cuando estos sean controvertidos.
Si entendemos que la distribución de funciones debe estar asociada al mérito,
la competencia o la virtud (y ello con independencia de que luego estemos en
desacuerdo respecto de lo que significan o implican esas palabras), entonces
el sorteo no se justifica, porque impide que esas razones valiosas ejerzan su
debida influencia.
Y es que el sorteo, para la toma de decisiones en general, es un proce-
dimiento que ni hace públicas las razones (en caso que las hubiera) para
escoger una u otra alternativa, ni deja que la decisión venga causalmente
determinada por razones. Las preferencias de las personas no tienen, en prin-
cipio, ninguna influencia causal en el resultado, salvo la decisión de decidir
entre cuáles alternativas se va a aplicar el sorteo 3.
Las elecciones populares y las votaciones, en cambio, sí pueden tener, en
principio, la propiedad de seguir el rastro de las razones públicas cuando vie-
nen precedidas de una adecuada deliberación: las razones que sustentan cada
preferencia se hacen públicas, y las razones públicas son las que determinan
el resultado colectivo. Este es un punto crucial: una razón fundamental por la
que el sorteo no tiene sentido en las democracias liberales como mecanismo
exclusivo radica en que el sorteo rompe la conexión entre la decisión legisla-
tiva y los proyectos ideológicos entre los cuales pueden elegir los ciudadanos.
El sorteo garantiza la igualdad, pero al coste de romper el mandato que está
presente en la representación. En unas elecciones representativas se elige entre
partidos o candidatos (que proponen en función de razones paquetes de políti-
cas), mientras que en un sorteo no hay posibilidad de establecer una conexión
entre lo que hará el agraciado y lo que quiere la sociedad 4.
Cuando las elecciones y votaciones vienen precedidas de una fase de dis-
cusión o deliberación adecuada, es probable que el proceso de elección y vo-
3
Pero aun esta decisión puede dejarse librada al azar. Por ejemplo, se puede escoger al azar un
número limitado de alternativas, de todas aquellas que al azar se encuentren en los manuales de econo-
mía, o en los periódicos en un determinado momento.
4
Agradezco al revisor anónimo el señalarme este punto importante.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 175
tación haga públicas las razones relevantes y sus decisiones sigan el rastro de
esas razones.
La tesis de que todas las personas cuentan con iguales capacidades para
juzgar políticamente resulta además del todo controvertida. Una cosa es decir
que todos estamos interesados en las decisiones y que todos tenemos dere-
cho a ejercer nuestra libertad de elección (lo que justificaría un derecho a
participar en las elecciones y un derecho a tener oportunidades equitativas
para informarse), y otra muy distinta es la de asumir que todos somos igual
de competentes en cualquier circunstancia. Y es que, dado que prácticamente
todas las decisiones políticas involucran cuestiones técnicas, algunas de enor-
me complejidad, resulta muy difícil sostener que todos están capacitados para
juzgar esos detalles sin más condiciones. Ahora bien, uno podría traer a la pa-
lestra una tesis más débil, según la cual las personas son igual de competentes
para juzgar los expertos. Para justificar el sorteo como único método —diría
el argumento— solo haría falta la igual capacidad para juzgar la competencia
de los expertos. Los sorteados sabrían juzgar en cada caso quiénes son los
expertos con igualdad de competencia epistémica. El problema que tiene este
argumento, según creo, es que no alcanza a desbaratar el valor de las elec-
ciones populares, porque si todos son igual de competentes para juzgar a los
expertos, entonces por la misma razón se justificaría un sistema donde todas
las personas puedan, después de oír las razones de los expertos, decidir quién
debe gobernar, o qué alternativa de decisión tomar en conjunto. Además, es
dudoso que todos seamos igual de competentes para juzgar a los expertos.
En psicología cognitiva, por ejemplo, es sabido —en lo que se conoce como
el efecto Dunning-Krueger (DUNNING y KRUEGER, 1999)— que las personas
menos competentes en un determinado asunto suelen sobredimensionar sus
propias capacidades epistémicas, mientras que las personas más competentes
suelen devaluar su propia pericia o habilidad.
5
Sobre el concepto de representación descriptiva, véase el clásico trabajo de PITKIN (1967).
6
Lo primero que hay que decir es que la fuerza de las inferencias depende del tamaño de la mues-
tra, que a su vez depende del nivel de confianza que asignemos a la misma. El nivel de confianza indica
la probabilidad de que las inferencias sean ciertas. Así, un 95,5 por 100 de confianza es lo mismo que
decir que nos podemos equivocar con una probabilidad del 4,5 por 100. Cuanto más alto sea el nivel de
confianza y más bajo el margen de error, más aumenta la precisión, pero harán falta más sujetos para
extraer inferencias válidas. Por ejemplo, cuando las poblaciones son muy grandes, como sucede con las
asambleas de sorteados, y el nivel de nivel de confianza es del 95,5 por 100, necesitaríamos una muestra
de 384 individuos. Si el nivel de confianza es de 99 por 100, el tamaño de la muestra se elevará a 660
(MORALES VALLEJO, 2011). Ahora bien, si en la muestra tenemos 199 personas, y 100 personas dicen
preferir una alternativa de entre dos opciones, un nivel de confianza del 95 por 100 significa que, en
la población general, habrá entre 95 y 105 personas que preferirán esa misma alternativa. Este punto
es importante porque muestra que, cuando las diferencias entre las mayorías y las minorías son muy
pequeñas, lo que decida la mayoría puede situarse dentro del margen de error asumido en la muestra.
Luego, lo que a primera vista aparece como el equivalente de la mayoría social, puede estadísticamente
no serlo. Una mayoría de 243 votantes, en una asamblea de sorteados de 384, por ejemplo, no represen-
tará estadísticamente la voluntad de la mayoría de la población general, porque la cifra queda atrapada
dentro del margen de error de la muestra.
7
El primero en concebir el uso de las loterías para descifrar una voluntad general hipotética fue
Robert DAHL, en After the revolution (1970: 149-153). En esa obra, DAHL sugiere la posibilidad de
crear un mini-populus, conformado por mil personas sorteadas al azar, cuyo cometido sea el de deli-
berar, por un año, sobre una cuestión problemática específica, y tomar una decisión al respecto, que
no será vinculante sino meramente exhortativa. Los miembros del mini-populus, al ser tan numerosos,
podrían comunicarse por vía digital o telefónica. Según DAHL, el mini-populus debería seleccionar un
comité administrativo por sorteo, encargado de convocar expertos, preparar sesiones, repartir documen-
tos. Asimismo, el mini-populus podría estar asesorado por un comité de expertos, seleccionado por el
mismo mini-populus. DAHL también plantea la posibilidad de que existan múltiples «mini-populus»
con poderes exhortativos: un mini-populus podría encargarse de definir la agenda del resto, y los demás
mini-populus deliberar cada uno sobre una cuestión específica. Los mini-populus podrían crearse en
cualquier nivel estatal, municipal, regional o nacional, y su constitución estaría en principio a cargo de
los representantes de cada nivel. Una de las recomendaciones más notables de DAHL es la de que las
asambleas de sorteados funcionen como un complemento consultivo (a menos que se les delegue expre-
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 177
principal abanderado de esta tesis. Así, este autor ha sostenido que las asam-
bleas de sorteados permiten la expresión de una opinión pública deliberativa
«contrafactual»: equivale a lo que sería la opinión pública si la gente hubiera
podido formarse su opinión en condiciones deliberativas adecuadas (FISHKIN,
2009: 13). Sin embargo, FISHKIN no extrae implicaciones institucionales ro-
bustas de esa tesis. Así, todo su proyecto está dirigido a convertir a las asam-
bleas de sorteados en una fuente de «consulta» para las autoridades electas 8.
Otros autores, más consecuentes, están dispuestos a llevar esta tesis a sus
máximas consecuencias. Yves SINTOMER, por ejemplo, se atreve a sugerir la
posibilidad de constituir asambleas de ciudadanos sorteados «decisoras», con
carácter vinculante. Si dejamos que una muestra representativa de ciudadanos
delibere en conjunto y tome una decisión, sostiene SINTOMER, podríamos infe-
rir que esa sería la decisión a la que llegaría la población general en el supuesto
(impracticable en los hechos) de que todos hubiesen podido reunirse para de-
liberar e intercambiar información entre ellos (SINTOMER, 2010a, 2010b). Alex
ZAKARAS, en la misma línea, sostiene que los representantes escogidos al azar
actúan siguiendo sus propias actitudes y preferencias, pero el punto es que es-
tas actitudes y preferencias son proporcionalmente equivalentes a las actitudes
y preferencias de la población general 9. Por ello, recomienda la creación de una
cámara de ciudadanos sorteados permanente (ZAKARAS, 2010). En definitiva,
autores como SINTOMER y ZAKARAS defienden, sobre la base de que las deci-
siones representan estadísticamente la opinión contrafáctica ilustrada de la so-
ciedad, la necesidad de empoderar efectivamente a las asambleas de sorteados.
Ni apoyo ni me opongo a la idea de crear una cámara de ciudadanos sor-
teados, y creo —con FISHKIN— que las asambleas de ciudadanos sorteados
pueden ser una fuente de consulta muy útil para la toma de decisiones. Aquí
en cambio voy a cuestionar la línea de justificación hipotética más extrema,
que diría que las asambleas de ciudadanos sorteados deben ser la única forma
de gobierno.
samente, en algún caso puntual, el poder de toma de decisiones con carácter final) de las autoridades
típicas de una democracia.
8
En sus obras Democracy and Deliberation: New Directions for Democratic Reform (1991), The
Voice of the People: Public Opinion and Democracy (1995), y When the People Speaks (2009), FISHKIN
recomienda el uso de asambleas de ciudadanos sorteados como mecanismo adecuado para «consultar»
la voluntad popular. A este mecanismo de consulta popular lo denomina «encuestas deliberativas» (deli-
berative opinión polls), en las cuales, a diferencia de las tradicionales encuestas de opinión, se registran
las opiniones y preferencias de los ciudadanos precedidas de un proceso de deliberación e intercambio
de información. Según FISHKIN, las encuestas deliberativas «proveen un modelo estadístico para inferir
lo que el electorado habría pensado si, hipotéticamente, todos los votantes hubiesen tenido las mismas
oportunidades para deliberar que las que tuvieron los ciudadanos sorteados» (FISHKIN, 1991: 4).
9
ZAKARAS sostiene que las «asambleas de sorteados» encarnan una forma distinta de representa-
ción política, la «representación indicativa», un concepto tomado de PETTIT (2010). La representación
indicativa implica no solo que el representante sorteado suscriba o defienda las mismas actitudes o
preferencias políticas que las de la población general, sino que actúe en base a esas actitudes (ZAKARAS,
2010a: 463).
178 SEBASTIÁN LINARES
Existe una tercera línea de justificación epistémica del sorteo, que ha sido
articulada por vez primera por Hélène LANDEMORE (2012, 2013). Según la
profesora de Yale, las asambleas de sorteados se justifican por la contribución
epistémica que pueden hacer para la solución de problemas comunes y la for-
mulación de predicciones. En el capítulo anterior vimos cómo la diversidad
cognitiva de un grupo puede teóricamente desempeñar un papel epistémico
trascendental en algunos contextos de toma de decisiones. Así, cuando hay
un problema práctico que resolver, el hecho matemático es que un grupo de
personas con una competencia general mediocre, pero con perspectivas y en-
foques heurísticos diversos, puede llegar a mejores soluciones que un grupo
igual de numeroso con una competencia general superior (HONG y PAGE, 2001,
2004; PAGE, 2007a, 2007b). En cambio, cuando se trata de hacer predicciones,
el hecho matemático es que la diversidad cognitiva desempeña un papel igual
de importante que la competencia (HONG y PAGE, 2012).
Es a la luz de estas premisas, sostiene LANDEMORE, que cabe considerar la
posibilidad de instrumentar el sorteo de ciudadanos con miras a propiciar la
diversidad cognitiva dentro de un sistema político. No está claro que LANDE-
MORE defienda la instauración de una asamblea de ciudadanos sorteados como
única forma de gobierno, pero aquí será útil considerar esa posibilidad para
ver hasta dónde llega su argumento.
¿Es el sorteo un mecanismo adecuado para potenciar la diversidad cogniti-
va en un sistema político? Adrian VERMEULE considera explorar la idea de que
la diversidad profesional esté correlacionada con la diversidad epistémica, en
particular con la posesión de herramientas heurísticas y soluciones técnicas di-
versas a problemas comunes (VERMEULE, 2008: 15). Aunque VERMEULE no da
recomendaciones prácticas, de esta sugerencia se seguiría que deberíamos po-
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 181
tenciar, tanto como sea posible, dicha diversidad profesional en el seno de las
asambleas, y no otras diversidades posibles (de género, identidades culturales,
religión, clase social, etcétera). Si lo que importa es la diversidad profesional,
en vez de extraer una muestra representativa de la población general, entonces
deberíamos intentar planificar, de manera no aleatoria, la maximización de la
diversidad de profesiones y oficios.
LANDEMORE considera que esta es una manera inadecuada de plantear la
diversidad cognitiva. En primer lugar, en la teoría de HONG y PAGE no solo
importa la diversidad de enfoques heurísticos, sino también la diversidad de
perspectivas, interpretaciones del mundo, y modelos predictivos. Por ejemplo,
un economista puede poseer herramientas útiles para resolver el problema de
la inflación monetaria en un país, pero un ama de casa tendrá una interpreta-
ción del mundo que aportará luz sobre los problemas de dominación de género
en las familias con bajos recursos y muchos niños. Descartar a priori, el punto
de vista de las amas de casa puede privar a la sociedad de una fuente impor-
tante de valor epistémico. Y, dado el carácter complejo y multidimensional de
la política, resulta difícil, por no decir imposible, planificar a priori el tipo de
diversidad epistémica que hace la diferencia (LANDEMORE, 2012). Puesto que
no sabemos de antemano, y somos incapaces de saberlo, qué perspectivas y
herramientas heurísticas importan, debido a la complejidad, variedad e impre-
visibilidad de los temas y problemas que se discuten, debemos permitir tanta
diversidad cognitiva como sea posible (LANDEMORE, 2012). El sorteo sería,
así, un mecanismo rastreador de la diversidad cognitiva (cognitive diversity
tracking method) 10.
No me opongo a este enfoque, y creo que el sorteo de ciudadanos puede
ser útil, como mecanismo complementario a las elecciones, para potenciar
la diversidad cognitiva. Pero debemos considerar la versión hipotética más
extrema del argumento, que diría que una asamblea de sorteados es la única
forma de gobierno en razón de que tiende a potenciar la diversidad cognitiva y
por su intermedio a alcanzar mejores decisiones que un sistema de elecciones
populares. Esta línea de justificación hipotética enfrenta dos grandes proble-
mas: el primero es un problema de escala, y el segundo es un problema de
especificación.
El problema de escala aparece cuando nos percatamos de que la diver-
sidad cognitiva que importa tiene que estar orientada a la solución del pro-
10
Según LANDEMORE, las cuestiones políticas son imprevisibles, y ello hace que no podamos
anticipar cuál será la perspectiva relevante. No sabemos de antemano de dónde vendrá la respuesta o la
contribución más inteligente, y por esa razón no resulta racional creer que la solución a los problemas
prácticos siempre vendrá de la misma gente, la gente que ha sido elegida en virtud de unos pocos crite-
rios que se consideran relevantes para ganar las elecciones. Dichos criterios puede que no sean útiles a
la hora de encontrar soluciones prácticas, y por eso, lo más racional es tratar de incorporar el máximo
de perspectivas, herramientas heurísticas, interpretaciones y modelos predictivos compatible con un
contexto donde sea posible encauzar una deliberación adecuada (LANDEMORE, 2012, 2013).
182 SEBASTIÁN LINARES
blema. Saber cómo se hacen las mejores pizzas no es relevante ni útil para
resolver el problema de la escasez de viviendas, ni el problema de la droga-
dicción juvenil, por poner un ejemplo sarcástico. Las asambleas de sorteados
tienen un límite natural en la escala: un número de personas que haga posible
el intercambio de propuestas, razones, objeciones y evidencias. Cabe pensar
que ese número siempre será muy inferior al número de problemas complejos
y sofisticados para cuya solución óptima se requiere de una perspectiva o
enfoque heurístico muy específico que no ha sido seleccionado por sorteo.
El límite de la escala plantea serias dudas sobre la posibilidad de que una
asamblea de ciudadanos sorteados pueda hacer valer la diversidad cognitiva
que importa en cada caso.
El segundo problema es de especificación. Una de las condiciones del teo-
rema de HONG y PAGE es que los participantes sean mínimamente inteligentes.
Pero la pregunta es: ¿dónde reside el umbral de competencia epistémica míni-
ma para que la diversidad cognitiva de una asamblea de ciudadanos sorteados
pueda desplegar sus virtudes instrumentales? No está nada claro (o al menos
siempre será objeto de controversias razonables) que en condiciones reales
una asamblea de ciudadanos sorteados reúna esa condición mínima para que
apliquen las implicaciones del teorema de HONG y PAGE.
Por estas dos razones, y por otras ya mencionadas atinentes a la posibili-
dad de manifestar la libertad de elección, no creo que el teorema de HONG y
PAGE sirva para justificar una asamblea de ciudadanos sorteados como única
forma de gobierno. Esto no significa, por supuesto, que el sorteo de ciuda-
danos no pueda ser útil como mecanismos complementario para potenciar la
diversidad cognitiva.
11
El lector podrá consultar las obras de ELSTER (1988) y MANIN (1997).
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 183
miento del autor de El contrato social 12. Mas bien voy a intentar desarrollar
un conjunto de propuestas que han aparecido en los últimos veinte años, y que
plantean usar las loterías como un ingrediente para la revitalización o profun-
dización de las democracias contemporáneas.
Según veremos, las concepciones democráticas que guían cada propuesta
son muy distintas. Una gran mayoría de estas propuestas está basada en la te-
sis de la voluntad general hipotética. Otras están fundadas en la propiedad que
tiene el sorteo para evitar las envidias o la corrupción en la elección de cargos,
otras en el valor de la igualdad, y otras en el cometido de potenciar la diversi-
dad cognitiva. Con todo, en este apartado no tiene una aspiración exhaustiva ni
pretendo explorar los presupuestos teóricos de las propuestas. Me interesa en
cambio mostrar la gran variedad y complejidad de propuestas institucionales
que la teoría y la ciencia política está barajando para el mejoramiento de la
democracia.
12
ROUSSEAU pensaba que en una república bien organizada no todos los cargos deben ser cubier-
tos a través de la elección. Según el pensador ginebrino, la «elección debe llenar los lugares que exigen
capacidad propia», mientras que el sorteo conviene para cubrir aquellos cargos «en los que basta el
buen sentido, la justicia y la integridad» porque en una república bien organizada «esas cualidades son
comunes a todos los ciudadanos» (ROUSSEAU, El contrato social, libro IV, capítulo III). Según ROUS-
SEAU, conviene que los cargos legislativos, los administrativos (El contrato social, libro III, capítulo IV)
y los empleos militares sean asignados por elección, y dejar el sorteo para la asignación de los cargos
judiciales (El contrato social, libro IV, capítulo III).
184 SEBASTIÁN LINARES
Identificación Propuesta
Instrumentación
del problema de solución
Panel Jurados
de de
Asamblea Jurados
Conferencia diseño información
de de
de
ciudadanos políticas
prioridades
públicas
13
Los paneles de diseño se utilizaron más tarde en 1982 por el Ministerio de Investigación y Tec-
nología de Alemania; en 1988 por el Departamento de Protección Ambiental de Nueva Jersey, Estados
Unidos; en 1992 por el Ministerio de Correo Postal y Telecomunicaciones de Alemania, y en 1997 por
el Departamento de Transporte de la Comunidad Autónoma del País Vasco (SELLEREIT, 2010).
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 187
ticular, la imparcialidad del sorteo), sin los cuales el panel de diseño no puede
tenerse como válido.
Se denominan «Asambleas de Ciudadanos» (Citizen’s Assembly) en sen-
tido estricto a todas aquellas que son convocadas por sorteo para deliberar
y emitir una opinión sobre alguna propuesta de reforma ya presentada en la
Legislatura o sometida a referéndum, pero aún no votada. Así, un grupo de
ciudadanos puede exigir a la Legislatura que se convoque una asamblea con el
fin de que esta se pronuncie sobre la cuestión pero con carácter no vinculan-
te 14. La Asamblea convocada tiene el cometido de evaluar las reformas pro-
puestas, deliberar sobre las distintas alternativas, proponer enmiendas y llegar
a una decisión exhortativa por mayoría o alguna supermayoría de votos (según
los requisitos que se establezcan). La decisión equivale a una recomendación
ciudadana, que se presentará a la Legislatura y se publicará en la prensa y
los medios de comunicación, o que servirá como fuente de consulta para los
votantes en referéndum. Típicamente, el proceso puede incluir el registrar las
preferencias de los ciudadanos sorteados sobre las distintas alternativas, antes
y después de la deliberación, para captar si hubo cambios de preferencias que
obedezcan al intercambio de información y al diálogo.
Como modelo de Asamblea de Ciudadanos puede citarse a la Asamblea de
Ciudadanos de British Columbia, en Canadá, que tuvo lugar en 2004. Dicha
Asamblea fue convocada por el gobierno canadiense para que discutiera al-
ternativas de reforma al sistema electoral provincial canadiense. La Asamblea
llegó a la conclusión de que el sistema electoral, de mayoría relativa en distritos
uninominales, debía cambiarse por un sistema de «Single Transferable Vote» 15.
Esta recomendación fue sometida a consideración de los residentes en British
Columbia en un plebiscito concurrente con las elecciones de 2005. La propues-
ta fracasó porque solo se obtuvo el 57,7 por 100 de los votos ciudadanos, y la
ley de convocatoria del plebiscito exigía una mayoría de 60 por 100 de votos
ciudadanos del total de la población canadiense, así como una mayoría abso-
luta en 60 por 100 de los 79 distritos electorales. La Asamblea fue conformada
por ciento sesenta ciudadanos sorteados (un hombre y una mujer, sorteados por
cada distrito electoral, más dos ciudadanos indígenas sorteados) 16.
14
STOCKTON (2006) ha propuesto la idea de institucionalizar la «iniciativa de asamblea de ciu-
dadanos» sorteados, con carácter vinculante. En su propuesta, un porcentaje de la población (un 5 por
100 de los votantes) puede obligar a la Asamblea Legislativa la instrumentación de una asamblea de
ciudadanos sorteados para decidir sobre alguna cuestión específica. Este dispositivo oficiaría como un
mecanismo de control ciudadano de la agenda, pues forzaría a la Legislatura (o a las autoridades ejecu-
tivas) a abordar cuestiones que están siendo ignoradas por los representantes. STOCKTON propone, sin
embargo, limitar el uso de asambleas de sorteados para ciertas cuestiones. Propone que las asambleas
de sorteados solo puedan convocarse para decidir sobre cuestiones electorales, o para decisiones funda-
mentales de inversión en infraestructuras.
15
O método HARE, véase capítulo VIII.
16
El sorteo se instrumentó del siguiente modo: en una primera fase se cursaron, aleatoriamente,
15.800 invitaciones por correo postal, a razón de 200 invitaciones por cada distrito. Quienes deseaban
188 SEBASTIÁN LINARES
participar, debían cursar una respuesta expresando su intención. Los interesados pasaban a una lista,
que luego sufría un segundo filtro aleatorio, para asegurar la representatividad del sorteo final. Se con-
feccionó una segunda lista de interesados, asegurándose que en cada distrito hubiera al menos veinte
participantes, de los cuales diez fueran hombres y diez mujeres. También se garantizó que esos veinte
candidatos por distrito reflejaran la distribución de edad de cada distrito. La confección de estos grupos
fue al azar. A los seleccionados se los convocó a reuniones públicas para que confirmaran su deseo de
participar y se informaran de las etapas y las reglas procedimentales de la Asamblea.
La Asamblea desempeñó funciones por un año. En los seis primeros meses, se sometió a los ciu-
dadanos a un proceso de «aprendizaje», en los que escucharon ponencias y discursos de expertos, de
manera de entender el funcionamiento de varios sistemas electorales y sus efectos en el sistema político.
Los dos meses siguientes, los ciudadanos deliberaron entre ellos sobre las virtudes y falencias de cada
sistema electoral. Al finalizar el tercer mes, la Asamblea votó por mayoría a favor de un cambio del
sistema hacia un sistema de STV. El noveno mes se dedicó a elaborar el informe final. Dicho informe
fue presentado en la Legislatura a inicios de diciembre de 2004 (véanse Van RUYBROECK, 2014; Van
PARIJS, 2014).
17
El proceso constó de tres fases. En una primera fase, los ciudadanos podían introducir sus ideas
y propuestas en una plataforma web online, y calificar las existentes. Hubo miles de problemas y pro-
puestas de cambio vinculadas con temas sociales, económicos, políticos y morales, y participaron unas
seis mil personas. De todos los problemas, se escogieron los 25 más salientes, y cada uno de ellos con
distintas alternativas de reforma. En la segunda fase, se invitó a participar a mil ciudadanos sorteados,
bajo un método de muestreo segmentada, para que distintos rasgos lingüísticos y sociodemográficos
estuvieran adecuadamente representados. En un solo día, los ciudadanos deliberaron en 81 mesas de
diálogo diferentes, 32 fueron bilingües, 30 para flamencos, 18 para francófonos, y una para germano-
hablantes. En la tercera fase, se seleccionaron 32 personas, de una lista de 419 ciudadanos participantes
de la asamblea que expresaron su intención de participar, para deliberar durante tres días seguidos, en
tres semanas consecutivas, y arribar a una decisión consensuada para cada problema.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 189
18
Se eligieron por elección popular 25 consejeros constitucionales, de una lista de 522 candidatos
autoseleccionados. La participación electoral fue tan baja (37 por 100), que las autoridades políticas
decidieron finalmente designar por votación parlamentaria los 25 consejeros constitucionales (BLO-
KKER, 2012).
19
Muchos autores describen este proceso como un verdadero proceso de «crowdsourcing» para la
elaboración del texto constitucional (los comentarios online sumaron unos 3.600, y las propuestas unas
370), aunque la autoridad final para decidir cuáles debían ser incluidas residió en el Consejo (BLOKKER,
2012).
20
Para un análisis de los logros y fracasos de la experiencia, véase LANDEMORE (2014).
190 SEBASTIÁN LINARES
21
El Jefferson Center organizó jurados de control en los años siguientes para las elecciones de al-
calde del Municipio de St. Paul, Minneapolis, para las elecciones a gobernador de Minnesota, en 1990,
y para las elecciones a senador en 1992 en Pennsylvania (CROSBY y HOTTINGER, 2011).
22
La Constitución de Oregón permite que en las elecciones a gobernador y diputados locales
se pueda someter al voto de la ciudadanía diferentes propuestas, algunas de las cuales son de enorme
relevancia institucional (como la creación de impuestos, la aprobación del matrimonio homosexual,
entre muchas otras).
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 191
23
La iniciativa comenzó con una prueba piloto que consistió en reunir a unos 24 ciudadanos
sorteados a discutir sobre dos propuestas de plebiscito. Los resultados fueron tan satisfactorios que el
gobierno local aprobó una ley en junio de 2011 en virtud de la cual se crea una comisión permanente
(bajo la órbita del Ejecutivo) encargada de instrumentar los sorteos y llevar a cabo toda la labor admi-
nistrativa de las asambleas de sorteados, que ahora serán convocadas en todas las elecciones locales,
siempre que haya propuestas de plebiscitos o referéndum (véase GASTIL y KNOBLOCH, 2010; KNOBLOCH
et al., 2014).
192 SEBASTIÁN LINARES
el año 2004. Se reclutó así una muestra de 153 ciudadanos que fueron invita-
dos a deliberar durante un día entero sobre las virtudes de seis candidatos a
alcalde (FISHKIN et al., 2008) 24. Otra experiencia interesante fue instrumenta-
da por el partido MORENA en México para seleccionar los candidatos de los
distritos plurinominales en las elecciones legislativas del año 2015 25.
Otra propuesta dentro de esta categoría sería la de introducir el «sorteo
de votos» para la selección de candidaturas partidarias (AMAR, 1984). Bajo
esta modalidad, los miembros de un partido pueden depositar su voto en la
urna, por cada candidato, tras lo cual se extraen, al azar, el o los ganadores.
El sistema, para que sea efectivo, debería prever que el voto de cada partici-
pante, así como la distribución final de los votos, fuera secreto, para evitar
deslegitimar a aquellos candidatos sorteados que hayan recibido menos votos
que otros.
24
El candidato escogido por la muestra deliberativa perdió finalmente las elecciones (véase FIS-
HKIN et al., 2008).
25
En ese caso se sortearon dos terceras partes de las candidaturas plurinominales entre tres mil
militantes de los trescientos distritos electorales. Se hicieron asambleas en cada uno de los trescientos
distritos y en cada una, se eligieron a diez candidatos: cinco mujeres y cinco hombres (periódico La
Jornada, martes 24 de febrero de 2015, p. 5).
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 193
26
Aunque los orígenes de esta idea pueden remontarse a Marsilio de PADUA (1358), que también
concibió una división de tareas entre la parte aristocrática de la sociedad, responsable de formular las
propuestas, y el conjunto del pueblo, encargado de aprobarlas o rechazarlas.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 195
27
Según parece, el tamaño de las asambleas en el mundo tiende a aproximarse a la raíz cúbica de
la población total (véase TAAGEPERA y RECCHIA, 2002), de manera que ese puede ser uno de los criterios
a emplear para determinar en general el tamaño de una asamblea de sorteados.
196 SEBASTIÁN LINARES
28
Dicha Cámara, a diferencia de la actual Cámara de los Lores, tendrá las siguientes atribuciones:
1) podrá rechazar, por mayoría absoluta, las piezas de legislación que resulten contrarias a los valores
constitucionales; 2) podrá rechazar, por mayoría absoluta, aquellas piezas de legislación que, a juicio
de la misma, no vayan a alcanzar los objetivos fijados por el gobierno, e insistir en que el Gobierno
reformule o bien sus objetivos, o bien la legislación, y 3) podrá rechazar, por mayoría absoluta, aquellas
piezas de legislación que estén redactadas en un lenguaje confuso, e insistir en que el gobierno mejore
la claridad en el lenguaje.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 197
diferentes candidatos de cada partido, tras lo cual se sortea uno de los votos
emitidos. Ello equivale a decir, de acuerdo con la ley estadística de los grandes
números, que cada candidato tiene tanta probabilidad de salir sorteado como
porcentajes de votos haya recibido en cada distrito. A más votos recibidos,
más probabilidad de ganar el escaño legislativo. Si un candidato recibe un 60
por 100 de los votos, entonces tendrá una probabilidad de 0,6 de salir victo-
rioso.
Aunque la propuesta de AMAR va dirigida a reformar tanto el sistema elec-
toral de la Cámara de Diputados como la Cámara de Senadores, es posible
también pensar en fórmulas mixtas, con una Cámara de Diputados electa por
sorteo de votos, y una Cámara de Senadores electa por el sistema tradicional.
Asimismo, aunque la propuesta de AMAR intenta remediar con inteligencia
algunos problemas del sistema electoral de los Estados Unidos (como la prác-
tica perversa del gerrymandering, y los efectos de los distritos uninominales
en la infrarrepresentación de minorías vulnerables), en principio nada obsta
a que el sorteo de votos pueda ser usado en sistemas electorales con distritos
plurinominales de gran magnitud.
El cometido del sorteo de votos para la elección de representantes, según
AMAR, es el de propiciar la representación proporcional de las minorías. En
el actual sistema estadounidense, dice AMAR, las minorías suelen no acceder
a la representación política. La ley de los grandes números asegurará que,
con independencia de quienes salgan electos en cada uno de los distritos, la
Asamblea reflejará casi con exactitud la distribución de votos de la población
entre los diferentes partidos políticos (AMAR, 1984: 1293). El resultado será
un sistema natural de «cuotas» representativas de las perspectivas más votadas
por la sociedad.
Estos efectos tendrán un correlato en las candidaturas partidarias y, a la
postre, en el sistema de partidos: dado que cualquier candidato tiene proba-
bilidades de salir sorteado siempre que reciba al menos un voto, el sistema
incentivará la proliferación de candidaturas partidarias, y el tradicional siste-
ma bipartidista americano se resquebrajará (AMAR, 1984: 1296). El sistema
propiciará el voto «ideológico» en detrimento del voto útil: las personas que
prefieren candidaturas minoritarias tendrán mayores incentivos para votar por
ellas, dado que existe alguna probabilidad de que salgan sorteadas, por ínfimo
que sea el apoyo el electoral. El sistema propiciaría además la rotación de car-
gos, en detrimento de las actuales tasas elevadas de reelección legislativa en
una u otra cámara. En efecto, ningún legislador podrá garantizar con certeza
que saldrá reelecto en el futuro, por más apoyo electoral que tenga, y por más
buena que haya sido su gestión. A la larga, esto promoverá una mayor circu-
lación de las elites políticas.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 199
Tribuno del Pueblo toma decisiones por mayoría, el Poder Popular necesita de
una supermayoría.
Una segunda variante de «Poder Popular» es la planteada por Kevin
O’LEARY (2006). O’LEARY propone seleccionar al azar, por cada uno de los
435 distritos electorales de Estados Unidos, cien ciudadanos, que se reunirán
dos o tres veces al mes a discutir los problemas más relevantes a cambio de los
gastos básicos de transporte y alimentación. Los miembros de estas asambleas
durarán dos años en sus funciones. Antes y después de las deliberaciones, se
registrarán las preferencias de los ciudadanos, y los resultados se harán públi-
cos. El objetivo fundamental es informar de los resultados a las autoridades
políticas (en particular a los senadores y diputados de cada distrito), para que
las preferencias ciudadanas tengan alguna influencia política.
El conjunto de miembros de las 435 asambleas ciudadanas podrán discutir,
en una especie de asamblea virtual, las cuestiones nacionales más relevantes.
Según O’LEARY, internet permitirá que (¡las 43.500!) personas se conecten
cara a cara para deliberar cotidianamente sobre los asuntos más importantes.
En una segunda fase, el sistema supondría la constitución de una «Asamblea
del Pueblo» virtual, que consistirá en la misma red de 43.500 ciudadanos, pero
con poder de voto. A diferencia del modelo de LEIB, la Asamblea del Pueblo
no actuaría en sustitución de los referéndum. Esta «Asamblea del Pueblo»
tendrá un comité administrativo, formado por cien ciudadanos sorteados del
conjunto de las 435 asambleas distritales, que definirá la agenda. La Asam-
blea Popular tendrá como atribuciones introducir propuestas legislativas en
el Congreso (y en esto se distingue notablemente de los modelos «harring-
tonianos»), y obligar al Congreso a tratar en el plenario alguna propuesta de
ley pendiente de aprobación. Asimismo, la Asamblea virtual podrá vetar las
leyes aprobadas por mayoría de votos, veto que solo podrá revertirse por una
supermayoría de tres quintos de la Cámara de Representantes o del Senado.
Exclusiones:
Menores de edad
Cámara de ciudadanos Callenbach y
«Cámara Incapaces
(en sustitución de 435 2 años Sí No Sí Si (por mayoría absoluta) No No
de Ciudadanos» Condenados Phillips, 1984
Diputados) Otras
(¿analfabetos?)
Ingresos anuales McCormick,
«Tribuno Cuarta rama de poder) 51 1 año inferiores a un No Sí Sí Sí (por mayoría absoluta) No No
del Pueblo» 2011
umbral
Diseñar los Sutherland,
100 1 año Ninguno No No No Sí (por mayoría asboluta) Sí distritos electorales 2011
Proporcional al tamaño 1 año y Diseñar los
Cámara de ciudadanos de la población No No No Si (por mayoría absoluta) Sí
Modelos dos meses Ninguno distritos electorales Zakaras, 2010
sorteados (en
«Harringtonianos» 1 año Ninguna No No No Si (por mayoría absoluta) No No Schmidt, 2005
sustitución del Senado) 70.000
Requisitos para Sí (por mayoría absoluta), pero Barret y Carter,
600 4 años ser jurados en No No No No No
en tres supuestos* 1998
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA
juicios
Sí, por supermayoría, y solo
535 1 año Ninguno No No No cuando lo solicite el Congreso o No No Leib, 2004
se plantee una iniciativa popular
Cuarta rama de poder,
«Poder Popular» que se añade a las ya Asamblea virtual
existentes de 43.500, más 435 Requisitos para Sí, por mayoría absoluta
asambleas presenciales 2 años Sí Sí No Sí No O`Leary, 206
ser jurados (votación digital)
locales de 100
miembros sorteados
Asamblea Unicameral
Asambleas (ciudadanos pueden Número de sorteados Requisitos para
unicamerales decidir votar por 4 años Sí Sí Sí NA NA NA Peonidis, 2010
variable ser legislador
mixtas partidos, o por asignar
escaños por sorteo)
Si (solo por
De 36 a 72 ciudadanos ND ND No No No inconstitucionalidad, por No No Spector, 2009
sorteados
«Jurados mayoría de votos)**
«Corte de Ciudadanos»
constitucionales» Si (solo por
200 ciudadanos ND ND No No No inconstitucionalidad, por 60 por No No Gosh, 2010
sorteados 100 de votos)**
* Esos supuestos son: evaluación de la constitucionalidad de las leyes, evaluación de la congruencia de las leyes con los objetivos declarados, y evaluación de la claridad en la redacción.
** Solo en casos concretos de violaciones de derechos (acciones de amparo).
201
29
Trato sobre cláusula notwithstanding del sistema constitucional canadiense en el último capí-
tulo de este libro.
EL LUGAR DEL SORTEO EN LA DEMOCRACIA 203
4. CONCLUSIONES
1. INTRODUCCIÓN
1
Para la mayoría de los autores clásicos, el gobierno representativo nada tenía que ver con la de-
mocracia (un término que, en esa época, hacía referencia a la democracia directa ateniense), y por ello
preferían hablar de república, en vez de democracia, para referirse al gobierno representativo. Según pa-
208 SEBASTIÁN LINARES
4
Los politólogos más influyentes que han defendido esta idea son SCHUMPETER (1942), PLA-
MENATZ (1973) y SARTORI (1987), si bien la visión elitista democrática puede encontrarse también en
autores como MADISON (El Federalista, núm. 10), TOCQUEVILLE (1830, La democracia en América,
Libro 1, Segunda Parte, CV: 191) y ORTEGA Y GASSET (1930).
210 SEBASTIÁN LINARES
Cuestiones
Votante
X Y Z
1 a b b
2 b a b
3 b b a
4 a a a
5 a a a
Mayoría a a a
En este escenario, tres votantes (de un total de cinco), preferirán votar por
el partido A, ya que este maximiza el número de políticas preferidas (ofrece, a
cada uno de estos tres votantes, la promesa de cumplir con dos políticas, mien-
tras que el partido B solo promete una de ellas). El partido elegido cumplirá
sus promesas e instrumentará a en las tres cuestiones. Sin embargo, si se les
pidiera a los votantes que votaran directamente por cada una de esas cuestio-
nes, nos daremos cuenta de que una mayoría prefiere políticas distintas a la
5
La teoría original del votante mediano asume unos supuestos relativamente rigurosos. Esa for-
mulación original parte de la premisa de que las preferencias del votante individual son «de pico único»,
esto es, expresadas en torno a una sola dimensión de la política, y que la distribución de preferencias
entre los votantes es simétrica. En un cuidadoso estudio sobre modelos de competencia política, OS-
BORNE (1995) muestra que algunos de los supuestos de la formulación original pueden ser relajados
sin sacrificar los resultados básicos. Por ejemplo, cuando el análisis se extiende para permitir políticas
multidimensionales el teorema del votante mediano sobrevive, aunque es menos probable que exista
un equilibrio.
212 SEBASTIÁN LINARES
Hemos visto con un simple ejemplo cómo las elecciones populares, cuan-
do no van acompañadas de iniciativas populares, no siempre aseguran una
alineación adecuada de preferencias con las políticas resultantes. Los proble-
6
Una de las defensas de la representación política reside en que esta es necesaria para asegurar la
coherencia interna del paquete de políticas. Sin embargo, los partidos políticos, a la hora de competir en
las elecciones a veces plantean «paquetes» de políticas públicas que no son del todo coherentes entre sí,
con el solo cometido de atraer votos. Incluso en ocasiones ni siquiera plantean políticas concretas, ape-
lando a mensajes o valores que son interpretados por los electores de diferentes maneras con implica-
ciones prácticas contradictorias (veáse GOODIN, 2008: cap. 11). El cometido de asegurar la coherencia
interna de los paquetes de políticas, por tanto, no es algo que pueda ser asumido sin más en cualquier
sistema representativo, y depende de otras variables contextuales.
7
Aquí son relevantes los estudios de MATSUSAKA (2004, 2005) y PHILLIPS (2008). MATSUSAKA
(2004) encuentra que las iniciativas populares tienen tres efectos estructurales sobre la política fiscal:
a) tienden a recortar los impuestos «y» el gasto público; b) tienden a descentralizar el gasto público
hacia los gobiernos municipales, y c) tienden a centrar recaudación menos en los impuestos y más en
las tasas por prestación de servicios públicos (MATSUSAKA, 2004: cap. 3). MATSUSAKA examina varias
encuestas de opinión y muestra que una mayoría de personas favorecía los cambios que luego fueron
instrumentados por las iniciativas populares. MATSUSAKA (2005) investigó si las iniciativas populares
tenían algún efecto en la limitación de los mandatos a legisladores, una opinión generalizada en la
población a la luz de las encuestas. Mientras que prácticamente todos los Estados que receptan la
iniciativa popular adoptaron reformas tendentes a limitar los mandatos de los legisladores (22 de 24
Estados), prácticamente ningún Estado sin iniciativa popular impulsó una reforma semejante (solo dos
de 26 Estados).
En otro estudio, PHILLIPS (2008) investiga la capacidad predictiva de variables partidistas en la
aprobación de reformas fiscales en los Estados locales de Estados Unidos, durante un periodo de treinta
y cinco años. De acuerdo con su hipótesis de partida, la variable ideología del partido (liberal o con-
servador) debería estar correlacionada con la variable reforma fiscal (austeridad fiscal o expansión del
gasto público). PHILLIPS encuentra que en aquellos regímenes que no cuentan con iniciativas populares,
la ideología del partido es determinante para explicar la variación de las reformas fiscales. Sin embar-
go, cuando pasamos a estudiar los regímenes con iniciativas populares, la capacidad predictiva de la
ideología partidista desaparece. La explicación de estas divergencias, según PHILLIPS, reside en que la
iniciativa popular limita las opciones de los políticos de manera directa o indirecta. De manera directa,
mediante la instrumentación de políticas fiscales preferidas por la mayoría de votantes. De manera in-
directa, inhibiendo a los políticos a votar por reformas fiscales que serán rechazadas por la mayoría de
votantes. Estos estudios permiten sustentar, por tanto, la tesis de que las iniciativas populares funcionan,
en los hechos, como un resorte corrector de impronta «mayoritaria» orientado a alinear las políticas
públicas puntuales con las preferencias del votante mediano.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 213
8
Véase próximo capítulo.
214 SEBASTIÁN LINARES
D
A’
Vm
A’’
E
podrán plantear una propuesta cercana a sus puntos ideales, y podrán plantear
la propuesta Vm, que reflejará la posición del votante mediano 9.
Estos simples escenarios permiten ver cómo los sistemas de gobierno re-
flejados por los modelos 1 y 2 permiten la aprobación de políticas situadas
más allá del perímetro de aceptabilidad del votante mediano, mientras que
el sistema de gobierno del modelo 3 permite la aprobación de políticas acep-
tables pero alejadas del punto ideal de la ciudadanía. Si la igualdad de trato
importa, entonces un sistema que contempla la posibilidad de hacer valer en
pie de igualdad las preferencias del votante mediano en torno a las políticas
públicas discutidas tiene más credenciales de legitimidad que un sistema que
carece de esa posibilidad. Las evidencias disponibles, por lo demás, indican
que los representantes efectivamente hacen uso de su posición ventajosa a la
hora de tomar decisiones 10. Dicho de otro modo: un régimen de gobierno sin
mecanismos de democracia directa sería capaz de lograr la aprobación de po-
líticas más cercanas a sus puntos ideales que las que lograría bajo un sistema
de plebiscitos en los que, por definición, el gobierno controla el menú. Y un
sistema de plebiscitos arrojaría resultados más favorables al gobierno que los
que arrojaría un sistema de iniciativa popular ciudadana.
Uno de los argumentos más utilizados, aun por los demócratas, para con-
ferirle a los representantes políticos el monopolio de la agenda, consiste en
sostener que estos últimos poseen un nivel de habilidades y conocimientos
que, en promedio, resulta superior al nivel promedio de la población gene-
ral. Este argumento tiene afinidades, sin duda, con el argumento epistocrático
(según el cual los expertos deben gobernar en razón de que poseen mayor
9
Como explico en el capítulo VIII, incluso en este escenario, entre los tres grupos de ciudadanos
podrán aparecer situaciones de mayorías cíclicas, pero bajo un sistema de iniciativa popular o de contra-
propuestas ciudadanas, las mayorías cíclicas nunca cruzarán el perímetro del «conjunto de alternativas
no cubiertas».
10
La capacidad del gobierno para sacar ventaja cuando tiene el control de la agenda está sufi-
cientemente corroborada por la literatura empírica. Son famosos en ese sentido los trabajos de ROMER
y ROSENTHAL (1978, 1979, 1982), que estudiaron el proceso de elaboración del «presupuesto» en los
distritos escolares del Estado norteamericano de Oregón. Allí cada distrito escolar tiene un presupuesto
básico, fijado por ley. Las autoridades de los distritos pueden obtener fondos suplementarios propo-
niendo un presupuesto superior que se someterá a referendo popular. Si el resultado de las votaciones
populares es positivo, el presupuesto propuesto por las autoridades se convierte en el nuevo presupuesto
básico. Si la votación popular rechaza la propuesta, se mantiene la base antigua. Ellos encontraron que,
en los distritos en donde el monto del presupuesto fijado por ley excedía el nivel de gasto preferido por
el votante mediano, el nivel medio de gasto por estudiante era virtualmente idéntico al presupuesto
básico, mientras que en los distritos en los que el monto del presupuesto legal era inferior al punto ideal
del votante mediano, el nivel medio del gasto por estudiante era 15 por 100 mayor en aquellos distritos
que permitían a las autoridades proponer un nuevo presupuesto y someterlo a referéndum. Esto quiere
decir que las autoridades hacían uso de los plebiscitos para extraer más rentas cuando el gasto social
resultaba tolerable por la mayoría de ciudadanos (aunque distantes del punto ideal).
216 SEBASTIÁN LINARES
11
Esta idea de que los políticos no son expertos «en política general» encuentra suficiente asidero
empírico. En un estudio seminal importante (MATTHEWS y STIMSON, 1975), basado en entrevistas con
legisladores, se muestra cómo los legisladores del Congreso de los Estados Unidos, cuando se enfren-
tan a decisiones que están fuera del área de su competencia, suelen basar sus juicios y sus votos en la
confianza que otorgan al testimonio de sus colegas expertos en la materia. Esta conducta, aparentemente
irresponsable desde un punto de vista epistémico no es más que una adaptación racional a un ambiente
sobrecargado de información.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 217
12
El ejemplo extremo fue una propuesta en California (Propuesta 131, 1990), que contenía casi
quince mil palabras.
13
Los estudios empíricos sobre la competencia epistémica de los votantes en referéndum no son
tan pesimistas. En el estudio seminal más importante sobre el tema (LUPIA, 1994) se les preguntó a 339
218 SEBASTIÁN LINARES
Por supuesto que en contextos en los que existen desacuerdos entre par-
tidos políticos sobre alguna cuestión pública sometida a referéndum, los ciu-
dadanos se enfrentan a un típico problema de «lego/2 expertos» (GOLDMAN,
2001). En esas condiciones, los votantes pueden acudir a diversos indicadores
«proxy» para valorar la validez de las creencias que sustentan las partes en
conflicto: como el desempeño argumentativo, la reputación que tengan los
portavoces, la existencia de conflictos de intereses o incluso la valoración que
de ellos hagan otros expertos. Si existe incertidumbre sobre quiénes son los
expertos, o si habiendo expertos que discrepan entre sí no están disponibles
otros indicadores que permitan deferir al juicio de una de las partes expertas,
entonces sí, la competencia cognitiva del lego en la materia se ve seriamente
reducida. Importa, por tanto, cómo se regula el acceso a la información y la
calidad y el tipo de atajos mentales que se suministre a los votantes 14. Otro
factor importante es el papel que desempeña la élite política: a medida que au-
menta la intensidad de la campaña, más interés generan en los ciudadanos los
temas de debate público y más información se provee al votante, lo que eleva
la competencia epistémica del votante promedio (KRIESI, 2008).
En segundo lugar, importan los incentivos que forjan las reglas que regu-
lan el uso de referéndum. Y es que no se puede poner a todos los sistemas de
democracia directa en el mismo saco, como desplegando los mismos incen-
votantes de California, en una encuesta de opinión, sobre cuestiones empíricas complejas referidas a
cuatro propuestas de votación en referéndum (vinculadas con el mercado de seguros industriales). El
estudio fijó parámetros para medir la competencia de los votantes en una escala de 0 a 20, dependiendo
de la capacidad de acierto de cada votante en cada respuesta (siendo 20 el máximo de competencia).
Pues bien, del total de los encuestados, solo el 25 por 100 (LUPIA, 1994: 75, nota 15) exhibió un grado
de competencia «bajo» (una competencia inferior a nueve). Sin embargo, también se descubrió que los
votantes con competencia «baja» que sabían identificar las preferencias de los actores interesados en
el resultado (en concreto, las preferencias de las empresas de seguro, de un lado, y las de los activistas
o consumidores, del otro) exhibieron un porcentaje en el sentido del voto semejante al de los votantes
que exhibían un grado de competencia alto (de 10 a 20). El principal hallazgo del estudio es que los
votantes que carecían de información empírica detallada sobre las cuestiones en juego, pero que eran
capaces de identificar las preferencias y posiciones públicas de los actores en conflicto, votaron de ma-
nera muy similar a los votantes que poseían información directa de alta calidad. Estos hallazgos dieron
pie para inferir la idea de que los votantes con aparentemente bajos niveles de información política
pueden deferir a la autoridad epistémica de otros, usando atajos mentales, para emular la conducta del
voto que habrían tenido si hubiesen estado informados como los votantes mejor informados. Tener poca
información sustantiva, por tanto, no es decisivo para emitir un voto competente si los votantes tienen
acceso a los testimonios de expertos. Véase en el mismo sentido BOWLER y DONOVAN (1998), y KRIESI
(2002, 2005, 2008).
14
En esa línea, es interesante el estudio de BURNETT, GARRET y MCCUBBINS (2010) de una inicia-
tiva popular compleja cargada de «ruido» e incertidumbre informativa, en la que los votantes no tenían
muy claro quiénes estaban a favor o en contra de las mismas (BURNETT et al., 2010: 33). Los hallazgos
de este estudio son los siguientes: primero, en consonancia con LUPIA (1994) muestran que, efectiva-
mente, los votantes desinformados exhiben una conducta de voto similar a los votantes que conocen
con profundidad las cuestiones a ser votadas. No obstante, los votantes más informados que tienen
preferencias políticas claras y conocen las posiciones de su partido en torno al tema, no votan de manera
consistente con arreglo a sus preferencias políticas, exhibiendo una conducta más errática. También
muestran que cuando existe confusión informativa los votantes son más propensos a emitir un voto «ne-
gativo» con independencia de cuáles sean sus preferencias políticas y quiénes apoyen esas propuestas.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 219
tivos para informarse. Por ejemplo, los votantes desinformados tienen menos
incentivos racionales para ir a votar (FEDDERSEN y PESENDORFER, 1996), de
manera que es probable que aquellos que van a votar estén más informados
que aquellos que no lo hacen, una predicción que encuentra asidero empírico
en la ciencia política (véanse POPKIN, 1991, 1993, 1999; KRIESI, 2002, 2005,
2008) 15. En consecuencia, los sistemas de voto voluntario establecen mejores
incentivos para la emisión de un voto informado que los sistemas de voto
obligatorio. La psicología cognitiva ha demostrado, de manera más general,
que las personas prefieren «apostar» en situaciones en las que se perciben a
sí mismos como expertos en un tema, pero en cambio confían en una lotería
cuando perciben que no dominan la información relevante (HEATH y TVERS-
KY, 1991) 16. Por lo mismo, las personas prefieren ir a votar cuando consideran
que conocen de un tema que les concierne, y se abstienen de hacerlo (y con-
fían en el juicio aleatorio de los demás) cuando suspenden el juicio sobre una
cuestión.
Los políticos no son (no pueden ser) expertos en política general, y la
afirmación de que los ciudadanos son incompetentes para tomar parte directa
en la elaboración y votación de políticas públicas resulta sumamente infraes-
pecificada. Las evidencias en cambio indican que la calidad informativa del
voto ciudadano depende de muchas variables institucionales y de contexto, y
que no es necesario tener conocimiento pleno de las cuestiones en juego para
votar con competencia.
15
El estudio de KRIESI (2002, 2005, 2008), que se centra en Suiza y cubre un periodo de veinte
años, muestra que los votantes no solo apelan a atajos heurísticos como las posiciones oficiales de los
partidos políticos, sino que existe un porcentaje importante de votantes que conoce los argumentos
de fondo de cada propuesta. Su estudio permite sustentar la tesis de que los votantes más informados
tienden a ir a votar, mientras que los menos informados tienden a abstenerse. Esta clase de «autoeli-
minación» de los más incompetentes —sostiene KRIESI— reduce la probabilidad de que las votaciones
populares terminen por aprobar decisiones irrazonables, uno de los riesgos más temidos por los críticos
de las iniciativas populares. Concluye KRIESI: «Es más probable que los que no disponen de suficientes
recursos cognitivos se sientan inseguros acerca de cómo votar y, por tanto, es menos probable que
participen en la votación» (KRIESI, 2002: 185).
16
En los experimentos, se les pedía a las personas que respondieran a cuestiones de conocimiento
empírico (como adivinar nombres históricos, o predecir acontecimientos próximos), y luego asignaran
un valor de probabilidad (subjetiva) respecto de la verdad probable de las respuestas. Luego se les
preguntaba si preferían apostar por sus respuestas o por una lotería con las mismas probabilidades de
acierto. Los experimentos muestran que las personas son más propensas a apostar por sus respuestas
cuando asignan altas probabilidades de acierto a las mismas, o cuando piensan que saben mucho acerca
del tema preguntado.
220 SEBASTIÁN LINARES
en esa línea, que si los ciudadanos tuvieran que votar todas y cada una de las
decisiones políticas, la política dejaría de tener coherencia interna. Las perso-
nas prestarían excesiva atención a cada asunto puntual sin detenerse a analizar
cómo estos asuntos se interrelacionan (ideológica y performativamente) con
otros ámbitos o dimensiones de las política o con otras políticas públicas.
Phillip PETTIT (2001, 2006, 2008) 17 ha criticado fuertemente las iniciativas
populares y los referéndum abrogativos porque, según él, son propensos a ge-
nerar irracionalidades colectivas. Para fundamentar la irracionalidad colectiva
de las iniciativas populares, PETTIT ofrece el siguiente ejemplo. Supongamos
que se somete a referéndum las siguientes cuestiones puntuales: 1) si mante-
ner o no el nivel de presión tributaria actual; 2) si incrementar o no el gasto en
defensa; 3) si incrementar o no el gasto en educación, y 4) si aprobar o no un
presupuesto equilibrado y austero. Todas las personas están de acuerdo en que
si aprobamos un presupuesto equilibrado y mantenemos la presión tributaria
actual, entonces no podemos incrementar el gasto en educación y defensa a la
vez, sino que debemos optar por uno. Supongamos que tres grupos de perso-
nas votan por estas cuestiones puntuales de esta manera:
Mantener Conclusión:
Incrementar Incrementar
la presión Aprobar
Votante gasto gasto
tributaria presupuesto
en defensa en educación
actual equilibrado
A Sí Sí No Sí
B Sí No Sí Sí
No (incrementar
C Sí Sí No (incrementar)
impuestos)
Total 2 Sí 2 Sí 2 Sí 2 Sí
1 No 1 No 1 No 1 No
Fuente: PETTIT, 2008.
17
Véase también MCGANN (2006: 128).
18
Por ser Simeón D. POISSON (1837) y Roberto VACCA (1921) los primeros en formularlo y apli-
carlo en el análisis de decisiones.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 221
19
LACY y NIOU (2000) denominan esta posibilidad como «votar por conjuntos» de cuestiones
(voting by sets) y muestran que solo está disponible cuando el número de cuestiones no supera un deter-
minado umbral, más allá del cual los «conjuntos de cuestiones» se vuelven inmanejables. Por ejemplo,
si hay dos cuestiones, cada una con dos alternativas simples, tenemos cuatro alternativas complejas (o
conjuntos de cuestiones), si pasamos a tres cuestiones, tendríamos ocho alternativas complejas, y si
llegamos a cuatro cuestiones, pasamos a tener 16 alternativas complejas.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 223
20
En el Estado de Colorado, por ejemplo, rige la «regla de la única cuestión», según la cual solo
se puede hacer una pregunta sencilla cada vez que se somete a referéndum popular una iniciativa (GA-
RRET y MCCUBBINS, 2007: 304).
224 SEBASTIÁN LINARES
anticipar de dónde van a venir las innovaciones sociales. Por ello el sistema
debe permanecer abierto a todas las influencias. Esto implica que los gober-
nantes no solo tienen el deber de consultar a otros y permearse de información
diversa, sino que además deben establecerse canales para que grupos de la so-
ciedad puedan ellos mismos someter a decisión popular sus ideas y propuestas
innovadoras.
En este punto es relevante citar el trabajo de MARCH (1999), quien ha ar-
gumentado que la innovación y el aprendizaje son cometidos potencialmente
contradictorios: el aprendizaje social es valioso porque permite la consoli-
dación de rutinas y hábitos, y los hábitos incrementan la previsibilidad y la
eficiencia. Pero la capacidad para la innovación, que es esencial para tener
éxito en entornos cambiantes, depende de que la socialización de las personas
en rutinas y hábitos establecidos no sea completa, y de que siempre exista un
margen de crítica a los mismos. Cuando todas las decisiones dependen del
consentimiento de una clase de personas que han sido socializados en unos
hábitos donde la capacidad innovadora está atrofiada, entonces el sistema no
es capaz de tomar decisiones creativas, necesarias para adaptarse a unas situa-
ciones y entornos complejos y cambiantes.
80
70
60
50
40
30
20
10
Nota: el promedio de participación electoral se calcula como la media de participación por cada referéndum
votado en cada año. La línea de puntos indica el promedio de participación de los últimos diez años.
Fuente: www.c2d.ch.
21
El promedio en Suiza incluye los referéndum mandatorios, los referéndum abrogativos, y las
iniciativas populares. Los estudios parecen indicar que el tipo de mecanismo de democracia directa no
tiene efectos sobre la decisión de ir a votar (véase ANDERSEN y STRIJBIS, 2013), y son otras las variables
que explican las variaciones en la participación electoral.
226 SEBASTIÁN LINARES
22
BURNETT y MCCUBBINS (2013) aportan evidencias de que los votantes poco informados que
acuden a atajos mentales o claves heurísticas provistas por los partidos políticos para fundar su voto,
tienden a ser influenciados en su voto por la evaluación que hacen del desempeño de los gobernantes,
y no por las posiciones públicas de los candidatos o expertos en torno a las cuestiones que se dirimen.
Esta constatación muestra que, cuando hay concurrencia de elecciones a representantes y referéndum,
las elecciones generales tienden a distorsionar el proceso cognitivo de los votantes en los referéndum.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 227
C
SQ
Vm
E
D
A’
23
GERBER (1999) clasifica a los grupos en tres tipos: los grupos económicos son aquellos que
cuentan entre sus miembros a «representantes» de organizaciones con fines de lucro (empresas y cor-
poraciones) y reciben apoyo financiero de estas; los grupos ciudadanos son aquellos que tienen como
miembros a ONG, asociaciones civiles sin fines de lucro, sindicatos; y los grupos profesionales son
aquellos que cuentan entre sus miembros a los gremios y asociaciones profesionales.
24
Este resultado plantea, sin embargo, la siguiente duda: ¿por qué alguien gastaría dinero en apo-
yo a una iniciativa si ello no tiene ningún efecto (e incluso si el efecto a veces es negativo)? STRATMANN
(2005) sostiene que los análisis de regresión que sustentan esta asimetría están sesgados, porque han
omitido una variable, en concreto, la conducta estratégica de los actores que financian las campañas
de publicidad, una conducta que es endógena a la intensidad de la competencia en cada contexto. Por
ejemplo, es más probable que el dinero se gaste cuando las encuestas muestran que el porcentaje de voto
a favor y en contra está parejo. Si, en cambio, una iniciativa despierta un apoyo muy grande, entonces
no existe necesidad de gastar dinero; si igualmente una iniciativa es muy impopular, tampoco hace falta
gastar mucho dinero en contra, ya que la iniciativa fracasará de todas maneras. Entonces, puede darse la
circunstancia de que los grupos económicos gastan mucho dinero en contra en contextos de estimacio-
nes parejas de votos a favor y en contra, y poco dinero a favor en contextos en los que las estimaciones
de victoria son muy halagüeñas. El resultado entonces mostrará que el gasto en publicidad negativa es
eficaz, y el gasto en publicidad positiva ineficaz, pero el resultado se explica por la conducta estratégica
de los grupos, no porque gastar dinero a favor y en contra tenga de verdad efectos asimétricos.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 229
STRATMANN intenta corregir este problema estadístico, y en vez de analizar los gastos totales a
favor y en contra de la iniciativa, examina el número de anuncios de publicidad en televisión y el monto
gastado en publicidad televisiva por los proponentes y oponentes en el nivel de los condados (su estudio
cubre 18 iniciativas en California, de 2000 a 2004). Los hallazgos son reveladores. Encuentra que la
publicidad televisiva a favor y en contra de una iniciativa tiene un efecto positivo significativo en el por-
centaje de votos. En concreto, encuentra que «100 avisos publicitarios extras incrementan el porcentaje
de voto (en un condado) en un 1,2 puntos porcentuales, y el mismo número de avisos publicitarios en
contra reduce el porcentaje en 0,6 puntos porcentuales».
Con todo, analizados con detenimiento, estos resultados no son tan impactantes. La base de datos
del estudio arroja que, en promedio, se difundieron 428 avisos publicitarios positivos y 190 avisos ne-
gativos en cada condado. Entonces, 100 avisos publicitarios equivaldrían, en un condado promedio, un
incremento del 23 por 100 de la publicidad negativa y, un 53 por 100 de la publicidad negativa. Visto de
este modo, los efectos son ínfimos: un 23 por 100 de incremento de la publicidad positiva incrementaría
el porcentaje de votos en 1,2 puntos porcentuales, y un 53 por 100 en publicidad negativa reduciría el
porcentaje en 0,6 por 100 (DE FIGUEREIDO, 2005).
230 SEBASTIÁN LINARES
25
Concretamente, se trataba del jurado de ciudadanos australianos convocado en enero de 2000
para discutir las opciones políticas en torno a la construcción de una carretera (Bloomfield Track) que
iría a atravesar un bosque muy valorado por ciudadanos y ecologistas.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 231
2.8. Implementación
3.1. Suiza
26
Existen, por supuesto, otros países que suscriben mecanismos de control democrático de
la agenda: Estonia, Hungría, Italia, Ecuador (art. 104 del CP), Venezuela (art. 74 del CP), Bolivia
(Ley 026), Costa Rica (art. 105 del CP) y México (Ley Federal de Consulta Popular), entre los más des-
tacables, que por razones de espacio no puedo desarrollar. También en el nivel regional algunos países
suscriben mecanismos de control democrático, es el caso de Columbia Británica en Canadá, y Baviera,
Berlín y Hamburgo en Alemania.
27
En Suiza también existen los «referendos obligatorios», que se tienen que celebrar siempre y
cuando se trate de una modificación de la Constitución, de la entrada en una organización supranacio-
nal, o de seguridad colectiva. En estos casos y algunos más, es obligatorio celebrar un referéndum sin
necesidad de que se recojan firmas (ORDÁS, 2012).
234 SEBASTIÁN LINARES
28
En el año 2000 se hizo una reforma total de la Constitución suiza en la que, manteniendo todo
su contenido material, aquellas normas que no eran o no deberían ser de rango constitucional, se pasa-
ron a leyes federales (ORDÁS, 2012: 40).
29
Desde la reforma parcial de 1977, cien mil ciudadanos (antes cincuenta mil) con derecho a voto
pueden presentar en un plazo de dieciocho meses la iniciativa para la reforma total o parcial. La iniciati-
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 235
va para la revisión total, en cambio, se expresa bajo la forma de una propuesta genérica. Para que pueda
llevarse a cabo, una mayoría de ciudadanos debe aprobar la iniciativa. Este instrumento ha sido utiliza-
do una sola vez: el 8 de septiembre de 1935, pero los ciudadanos rechazaron la iniciativa con 72,3 por
100 de los votos (BBl 1935 II 446). La iniciativa para la revisión parcial de la Constitución, además de
una propuesta genérica puede adoptar la forma de un proyecto redactado (art. 139, inc. 2 de la Const.).
La Asamblea Federal efectúa el control de validez: declara total o parcialmente nulas a las iniciativas
que no cumplen con los principios de la unidad de la forma y de la materia y las disposiciones imperati-
vas del Derecho internacional [art. 139, inc. 3; art. 194, incs. 2 y 3, y art. 173, inc. 1 lit. f) de la Const.].
La unidad de la forma prohíbe la mezcla de propuesta genérica y proyecto redactado (art. 75, inc. 3 de
la LDP), mientras que el principio de la unidad de la materia exige que con la iniciativa se persiga un
objetivo uniforme y que entre sus diferentes partes exista un nexo intrínseco o, en otras palabras, que
no abarque varios temas sustantivos muy diferentes (esto, supuestamente, para evitar la manipulación
estratégica de temas). Las disposiciones imperativas del Derecho internacional se refieren al ius cogens;
es decir, entre otras, a las prohibiciones de agresión, de genocidio, de violencia y de tortura. Constatada
la validez de la iniciativa, la Asamblea Federal debe someterla a votación de ciudadanos y cantones,
recomendando su aprobación o su rechazo. También puede presentar una contrapropuesta (art. 139,
inc. 5 de la Const.). Todos los resultados son vinculantes para las autoridades.
236 SEBASTIÁN LINARES
3.3. Uruguay
Uno de los países que tiene una larga tradición con el control democrático
de la agenda es Uruguay. Uruguay cuenta con los dos instrumentos: el referen-
do abrogativo, y la iniciativa popular de reforma constitucional. Sin embargo,
establece recaudos mucho más exigentes que el caso suizo (y California).
En lo tocante al referendo abrogativo, Uruguay exige reunir el 25 por 100
de firmas del total de ciudadanos con derecho a voto. El procedimiento de
recogimiento de las firmas se instrumenta en dos etapas: en una primera etapa,
un 2 por 100 de votantes registrados plantea el referendo. Una vez recibido,
estos tienen ciento cincuenta días para recoger el 25 por 100 de firmas (el
equivalente aproximado a unas quinientas mil personas), que se realiza en un
día en una especie de «prerreferendum» donde los electores concurren a unas
urnas a depositar su «adhesión». Si se consigue el 25 por 100 de las adhesio-
nes, entonces el referéndum debe celebrarse en los próximos ciento veinte
días. A diferencia del caso suizo, donde el referendo abrogativo puede usarse
para vetar leyes tributarias (pero no la ley de presupuesto), el referendo abro-
gativo en Uruguay no puede utilizarse para vetar ni leyes tributarias ni leyes
que fueron aprobadas en virtud de las prerrogativas exclusivas de iniciativa
legislativa del presidente (entre ellas, la ley de presupuesto).
En Uruguay, al igual que en Suiza, no existe la iniciativa popular legislati-
va, y los ciudadanos solo pueden plantear reformas constitucionales parciales.
A diferencia de Suiza, el número requerido de firmas es del 10 por 100 (apro-
ximadamente unas trescientas mil firmas). Una vez reunidas, el Congreso, en
sesión conjunta, puede formular una contrapropuesta de reforma constitucio-
nal, que podrá someterse a votación popular junto con la iniciativa popular
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 239
30
Véase el capítulo IX, donde cuestiono esta singular manera de regular las abstenciones.
31
Por ser un híbrido entre la democracia directa y la representativa, que funcionará solo en el
marco de las iniciativas populares.
240 SEBASTIÁN LINARES
puede pedir que tengan opinión sobre todas las cuestiones públicas de impor-
tancia, o sobre todas las decisiones públicas. Sin embargo, los representan-
tes del pueblo sí tienen la obligación moral de pronunciarse sobre todos los
asuntos sobre los que existe una necesidad colectiva de tomar una decisión
vinculante. Si las personas se abstienen de votar, entonces la cuota parte de
soberanía de estas quedará subsumida en el cuerpo de representantes, que ha
recibido una delegación para ocuparse de todos aquellos asuntos públicos so-
bre los que los ciudadanos no pueden ocuparse 32.
Es importante señalar que, en este sistema, la cuota parte de soberanía
reclamada necesariamente ha de descontarse proporcionalmente de todos los
votos de los legisladores, con independencia del partido en que militen. Por
otra parte, el voto de los ciudadanos debe ser facultativo y secreto, para evitar
cualquier influencia indebida.
En otro orden de cosas, el sistema debe prever mecanismos para evitar o
reducir el planteamiento de propuestas frívolas. Por ello, el número de firmas
no debe ser ni lo suficientemente alto como para desalentar la presentación de
propuestas originales e innovadoras, ni tan bajo como para permitir que cual-
quier propuesta tenga su «minuto de gloria» en el foro público. Requerir un 5
por 100 de firmas puede ser adecuado, aunque en los Estados muy poblados
los costos de recogimiento de firmas se incrementan significativamente. Por
eso una buena idea es la de ir reduciendo sensiblemente el umbral después de
setenta millones de habitantes a razón de 0,5 puntos porcentuales cada diez
millones más, hasta terminar en un 1 por 100 de habitantes cuando un país
llega a 150 millones de habitantes o más. Agregar además el recaudo —para
Estados federales— de que ninguna región puede aportar más del 30 por 100
de firmas, puede ser una buena manera de filtrar las propuestas frívolas, extre-
mistas o regionalistas. Si se tratara de una iniciativa popular de reforma parcial
de la Constitución, el número o porcentaje de firmas debería ser sensiblemente
superior.
Para intentar ofrecer una respuesta a otros problemas señalados por quie-
nes impugnan los referéndum desde abajo (captura de grupos económicos,
pobreza informativa, obstruccionismo del Ejecutivo en la instrumentación),
es interesante explorar las posibilidades que suministran las asambleas de ciu-
dadanos sorteados. El camino comienza con la presentación de una propuesta
de reforma general en la autoridad competente (que podrá ser una comisión
independiente, o el Tribunal Electoral, o la Corte Suprema, dependiendo del
país), que tomará nota de la misma y desde esa fecha se abrirá un plazo para
32
En el capítulo IX planteo un sistema en el que las abstenciones cuentan en el cómputo de los
votos. En este caso, si las personas van a votar pero deciden suspender el juicio, entonces se sustrae la
cuota parte de soberanía igualmente pero en ese caso se tratará de un voto ciudadano escéptico, que no
se pronuncia por ninguna alternativa.
242 SEBASTIÁN LINARES
33
El sistema que propongo es estructuralmente diferente al que propone ALTMAN (2014), en tanto
que en mi propuesta las asambleas de sorteados no siempre (ni solo) tendrán la misión de elaborar
contrapropuestas «ciudadanas», y establece distintas funciones para distintos supuestos de democracia
directa.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EPISTÉMICA Y CONTROL DE LA AGENDA 243
estas son aceptadas por el comité, y la propuesta con enmiendas termina siendo
aprobada por mayoría de votos de los ciudadanos de la Asamblea, entonces la
propuesta pasará a la Legislatura, que en un plazo podrá aprobarla por mayoría de
votos (y se convertirá en texto constitucional) o rechazarla (en cuyo caso pasará
a referéndum popular, que habrá de convocarse en un plazo legal). Si la Legisla-
tura no se pronuncia en el plazo fijado, la propuesta se entenderá rechazada y se
convocará el referéndum popular. La Legislatura por mayoría de votos siempre
podrá proponer una contrapropuesta de reforma constitucional. El referéndum
nunca podrá realizarse de manera concurrente con las elecciones a representan-
tes. Una semana antes de la votación, será obligatoria la celebración de un debate
televisivo entre los representantes políticos de cada partido con representación
legislativa. Se exigirá un umbral del 45 por 100 de participación electoral para
tener por válido los resultados del referéndum. Los votantes deberán votar por sí
o por no a la propuesta aprobada por la Asamblea de ciudadanos, por sí o por no
a la contrapropuesta aprobada por la Legislatura, y deberán expresar su preferen-
cia por una de las dos propuestas en caso de que las dos obtuvieran una mayoría
absoluta de votos.
En las iniciativas de reforma constitucional no funcionará el sistema de demo-
cracia híbrida. En las papeletas de votación (en el reverso) deberá figurar el ar-
gumento prioritario de la mayoría de la asamblea de sorteados, los votos que
sustentan esa mayoría, el argumento central de la mayoría legislativa para opo-
nerse a dicha propuesta (o defender la contrapropuesta) y el nombre de los tres
financiadores principales de las campañas de publicidad de cada propuesta, con
los montos gastados.
Para las iniciativas populares de ley, el sistema debería discriminar entre dos
supuestos. Si se junta un 0,5 por 100 de las firmas de los ciudadanos con derecho
a voto, se convocará en un plazo razonable a un panel de ciudadanos sorteados de
51 ciudadanos, que deberán (en tres meses) «aprobar» o «rechazar» la propuesta
de iniciativa popular. El panel podrá tratar hasta tres propuestas que alcancen el
porcentaje de firmas requeridas, para lo cual el plazo de deliberación y formula-
ción se extenderá a razón de tres meses por cada propuesta adicional. Si hubiera
más de tres propuestas en un mismo periodo, se sortearán las tres que serán discu-
tidas por el panel y el orden en que serán discutidas, y el resto se postergará hasta
la finalización del periodo y la elección por sorteo de un nuevo panel.
En el panel podrán participar con derecho a voz pero sin derecho a voto cinco
promotores de la propuesta y un representante legislativo por cada bloque legis-
lativo. El panel por mayoría de ciudadanos podrá presentar enmiendas, y si estas
son aceptadas por el comité de promotores o delegados (cinco delegados) desig-
nado en la iniciativa, y la propuesta aprobada por mayoría de votos por el panel
de 51 ciudadanos, entonces la ley pasará a la Legislatura (si el comité rechaza
las enmiendas, se da por rechazada la propuesta). Si la Legislatura aprueba la
propuesta por mayoría absoluta de votos en un plazo, entonces pasa a ser ley. Si
la Legislatura rechaza la propuesta o no se pronuncia en un plazo legal, entonces
se convoca a un referéndum popular en un determinado plazo. La legislatura por
mayoría de votos siempre puede plantear una contrapropuesta legislativa. Previo
al referéndum será obligatorio que exista un debate televisivo entre los represen
tantes de los partidos políticos con representación legislativa. En este supuesto
244 SEBASTIÁN LINARES
5. CONCLUSIONES
1. ASAMBLEAS POLÍTICAS
1
Aunque aquí no quiero entrar en los detalles de aplicación, sería perfectamente viable la posi-
bilidad de que, mediando causa justificada, los gobernantes pudieran estar presentes en las sesiones a
través de vías telemáticas.
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 253
2
Según BENTHAM, cuando un legislador vota en contra de su propio partido, «priva de un voto a
su partido, y da un voto al otro». En cambio, un legislador ausente simplemente no produce «más que
un solo efecto» (privar de un voto a su partido). Véase BENTHAM (1791: cap. 26, p. 258).
254 SEBASTIÁN LINARES
3
Dicho sea de paso, las causales de justificación de las ausencias deberían ser extremadamente
restrictivas (e. g., enfermedad que impida la atención comunicativa). Muchas causales tradicionales de
justificación de la ausencia deberían ahora poder remediarse con formas virtuales de comunicación y
voto. Asimismo, las causales de justificación siempre deberían ser aprobadas ex ante a cualquier vota-
ción, no pudiendo tener efectos retroactivos.
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 255
4
Esta era la concepción de BENTHAM sobre la cuestión (BENTHAM, 1791: cap. 25, p. 251).
256 SEBASTIÁN LINARES
lador, contará con un respaldo mínimo. Pero el problema es que, en este caso
hipotético, el statu quo cuenta con un respaldo aún menor.
Existen asambleas en las que las decisiones se toman normalmente por el
método de la no-objeción, o no-oposición (véase URFALINO, 2006). Bajo este
método, el presidente de la Asamblea formula una propuesta, y si nadie la
objeta expresamente, entonces se tiene por aprobada. En el marco de este mé-
todo, las abstenciones normalmente quedan de facto equiparadas a las apro-
baciones, y solo las objeciones, si existen, se ventilan públicamente. Como ni
las abstenciones ni las aprobaciones se cuentan, puede darse el caso de que
una gran mayoría de personas suspenda el juicio sobre el tema y la propuesta
termine siendo aprobada con el respaldo de unas pocas personas. ¿Por qué esta
práctica que es comúnmente aceptada para el proceder de muchos cuerpos
políticos numerosos debería ser rechazada para regular la toma de decisiones
en una asamblea legislativa?
Si en una asamblea legislativa una supermayoría efectiva se abstiene, lo
único evidente del caso es que esa supermayoría efectiva no logra formar una
convicción clara acerca de si prefiere la propuesta de ley o el statu quo. In-
ferir el rechazo a la propuesta no resulta epistemológicamente justificado, ni
siquiera desde una concepción afín con el teorema del jurado de CONDORCET 5.
Puede ser razonable pensar, entonces, que en situaciones así, la única inferen-
cia válida consiste en creer que los legisladores necesitan de más tiempo para
valorar los argumentos y evidencias y reflexionar sobre otras alternativas
posibles, en aras de aumentar la probabilidad de acertar. Después de todo,
siempre tiene sentido decir que no queremos meramente que la ley aprobada
sea la mejor con una probabilidad meramente superior al azar, sino con una
probabilidad tan alta como sea posible. El cometido de aumentar la participa-
ción de votos, por tanto, es una estrategia que busca precisamente eso. Este
argumento, entonces, justifica el considerar las abstenciones, cuando superan
un determinado umbral, como un dispositivo de retardo y reconsideración de
las cuestiones a decidir.
Propongo, por tanto, el siguiente régimen de abstenciones en las asambleas
legislativas. Si las abstenciones superan un determinado umbral minoritario
5
Cumpliéndose las condiciones del teorema del jurado (probabilidad individual de acertar mayor
a 0,51; dos opciones, e independencia estadística de los participantes) una asamblea que siempre emita
un solo voto favorable (y el resto abstenciones) ostentará una probabilidad de acierto muy inferior a
la de una asamblea en la que todos los legisladores emitan siempre votos favorables o en contra; pero
también es evidente que la probabilidad de acierto será superior a una asamblea en la que todos los
votantes se abstienen siempre. Desde otro punto de vista, dado que la probabilidad bayesiana de que
una opción concreta sea la correcta, dado que una mayoría ha votado efectivamente a favor (o en contra)
de la misma, es una función del margen absoluto entre votos a favor y en contra (véase LIST, 2004), la
probabilidad de que sea correcta la propuesta de ley votada por un solo legislador (y el resto abstencio-
nes) es igual a la probabilidad de que sea correcta una propuesta de ley votada a favor por 51 votantes
y rechazada por 49. Su valor epistémico (o probabilidad e acierto) será baja, pero será superior al azar.
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 257
2. LA ELECCIÓN A GOBERNANTES
6
Si en esta segunda votación las abstenciones crecieran hasta pasar el umbral de 1/2, entonces
habrá que convocarse una asamblea de sorteados, como indica el próximo supuesto.
258 SEBASTIÁN LINARES
7
GOLDMAN (1999: 316) sostiene que en ocasiones es correcto votar con arreglo a nuestras pre-
ferencias autointeresadas, y da el ejemplo de un grupo de turistas que debe decidir qué lugar visitar
(si Yosemite o Yellowstone), a sabiendas de que todos irán juntos. Según GOLDMAN, es correcto para
cada turista votar en esas circunstancias con arreglo a las preferencias personales de cada uno, y des-
criptivamente sería absurdo considerar cada voto individual como una afirmación sobre cuál es el bien
común. Sin embargo, las votaciones a gobernantes (o los referéndum) distan mucho de parecerse a
ese contexto de decisión en la que las personas deben escoger un curso de acción del gusto personal
(COADY, 2012: 64).
8
GOLDMAN es consciente de esta dificultad, y esta dificultad parece explicar por qué su con-
cepción simplemente pide que los votantes se esfuercen por alcanzar «creencias verdaderas» sobre el
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 259
mejor candidato, y en ninguna parte exige que las creencias del votante estén además «epistémicamente
justificadas». Esto, como han hecho notar algunos críticos, supone adoptar una posición que no es
congruente con su propia epistemología normativa individual (BRENDEL, 2009). Detrás de la visión
«veritística» defendida por GOLDMAN está implícita también una concepción epistemológica indulgente
con los deberes epistémicos del votante, y de manera encubierta una visión elitista epistémica de la
democracia, en la medida de que bastaría con que unos pocos (los líderes de opinión) transmitieran a las
masas de votantes las visiones «correctas» de la política, y que estos las asumieran acríticamente, para
que el sistema alcance las mejores decisiones colectivas. Esas decisiones colectivas «mejores» podrán
estar basadas en creencias justificadas, pero correspondería eventualmente a las élites (y no a los votan-
tes) proveer esa justificación. No estoy diciendo que GOLDMAN defienda abiertamente una democracia
elitista, ya que, tratándose de la epistemología individual, él considera que solo hay conocimiento cuan-
do las creencias individuales, además de verdaderas, están epistémicamente justificadas. Pero resulta
incoherente que lo que es exigible en el nivel del juicio individual deje de ser exigible tan pronto como
sumamos personas que tienen el cometido de llegar a una decisión colectiva.
260 SEBASTIÁN LINARES
sus creencias de ámbito local, y si aun así no pudiera formarse creencias epis-
témicamente justificadas sobre estos elementos morales prioritarios, enton-
ces tiene la obligación de suspender el juicio. Creo que esta es la manera de
concebir los deberes epistémicos localizados del votante a los que da lugar la
noción de «conocimiento político distribuido».
Ahora bien, es importante darse cuenta de que no es posible determinar a
priori cuáles son exactamente las cuestiones y dimensiones de evaluación ni
cuál de todas las dimensiones y ámbitos de evaluación recaen en el —por así
decirlo— perímetro del conocimiento local de cada votante. Un economista,
por ejemplo, tendrá un perímetro de evaluación local mucho más amplio que
un deportista, o que un comerciante. Pero esto no significa que los votantes no
tengan deberes epistémicos de ningún tipo: todas las personas tienen el deber
de formarse creencias justificadas sobre las propuestas de los candidatos a
la luz de aquellas dimensiones de evaluación respecto de las cuales pueden
obtener información fiable, y estas consideraciones «locales» deben tener un
peso prioritario en la conducta del votante. Esta es, en definitiva, la visión «lo-
cal» de los deberes epistémicos del votante, que permite ser suficientemente
indulgente con el votante (los votantes no deben informarse sobre todas las
propuestas y sus consecuencias probables) sin caer en el total vaciamiento
epistémico en el que sucumbe la teoría expresiva del voto.
Ahora bien, una vez que afirmamos que el votante tiene un «deber de
conocer» (local), debemos preguntarnos lo siguiente: ¿está obligado a ir a
votar? De la validez de la premisa de que existe un deber moral de conocer,
por parte del votante, no se sigue que el votante tenga además el deber moral
de ir a votar. Más bien parece que la conclusión es exactamente la contraria.
Y es que, si resulta que el votante no cumple con su deber de conocer, ¿no
sería mejor que no fuera a votar? O dicho de otro modo: ¿cómo podría estar
epistémicamente justificado obligar a ir a votar a quien no tiene creencias
epistémicamente justificadas?
Existe, en teoría política, una firme tradición liberal que rechaza, sobre
bases epistémicas, la obligatoriedad del voto y suscribe por tanto su carácter
voluntario. John Stuart MILL puede considerarse el exponente más conspicuo
de esta corriente. En Consideraciones sobre el gobierno representativo, MILL
ataca la idea de que el voto es un derecho individual otorgado al elector para
su propio uso y beneficio personal, y enarbola en cambio la tesis de que es un
acto de confianza, una especie de fideicomiso que la sociedad deposita en cada
ciudadano. Ese fideicomiso involucra deberes epistémicos: el elector debe
ejercer su voto con responsabilidad y teniendo como cometido no su interés
personal, sino el bien común (MILL, 1861: cap. 10). De esta visión se sigue
que si el elector no es capaz de ejercer responsablemente su voto, entonces
no debería votar. Nadie que tenga poder sobre otros, dice MILL, puede ejercer
ese poder sin responsabilidad, y puesto que el voto individual comporta un
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 261
9
En un estudio, KRUGER y DUNNING estudiaron la confianza con la que los participantes aportaban
soluciones a problemas lógicos. Los participantes que siguieron el algoritmo correcto y solucionaron
correctamente todos los problemas manifestaron gran confianza en sus soluciones. Aquellos participan-
tes que se mostraron más dubitativos en la aplicación del algoritmo y que alcanzaron puntajes menores
se mostraron menos confiados. Pero lo paradoja apareció con los participantes que erraron en todos los
problemas, siguiendo un algoritmo equivocado. Estos participantes tendieron a manifestar una gran
confianza en su desempeño, equivalente a la confianza de aquellos que escogieron el algoritmo correcto
y acertaron en todas las soluciones. En otro experimento, se les pidió a los estudiantes, después de dar
un examen, que se evaluaran a sí mismos. Los estudiantes en promedio sobreestimaron su desempeño.
En promedio los participantes creyeron desempeñarse en el percentil 68, cuando por definición lo hi-
cieron en el 50. Pero la sorpresa estuvo en los que se desempeñaron en el 25 por 100 más bajo. Su
desempeño objetivo los ubicaba en el 12 percentil, pero se calificaron a sí mismos en el 60 percentil en
términos de desempeño. Es decir, sobreestimaron su competencia muy por arriba del promedio. Estos
experimentos se replicaron en un gran vasto número de escenarios diversos, con habilidades diversas,
y en general corroboran que, cuando los parámetros de evaluación son complejos, inciertos o variables,
los menos competentes tienden a mostrarse muy confiados en sus auto-evaluaciones (KRUEGER y DUN-
NING, 1999; DUNNING, 2011, 2013).
262 SEBASTIÁN LINARES
10
Dicho sea de paso, y tomando prestado una frase de Borges, esta es la razón por la cual
la moraleja de BRENNAN «los abyectos e ignorantes deberían moralmente abstenerse de votar», si
bien no admite ninguna réplica, tampoco no genera ninguna convicción. Dado que es un hecho que
los abyectos e ignorantes no se abstienen de ir a votar en un sistema voluntario de voto, uno de los
remedios inmediatos que vienen a la mente es el de plantear filtros epistocráticos, una solución que
BRENNAN (2012) escamotea al lector en su libro pero que sobrevuela de manera encubierta en todos
los capítulos.
11
Existen pocas evidencias sobre el efecto del voto obligatorio sobre los incentivos para infor-
marse o votar con competencia. Los estudios experimentales parecen, en efecto, indicar que un sistema
de voto obligatorio no tiene ningún efecto significativo en la competencia promedio de los votantes
(LOEWEN, MILNER y HICKS, 2007). Ello si bien echaría por tierra la tesis optimista de que la obligatorie-
dad incentiva la competencia del votante, también descartaría la tesis pesimista de que la obligatoriedad
multiplica la acumulación de ignorancia. Hacen falta más estudios que aporten luz a esta importante
cuestión.
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 263
12
Teóricamente podría existir una cuarta posibilidad: la aprobación «indistinta» (todos los can-
didatos me resultan igualmente aceptables). Es evidente que esta posibilidad, aunque conceptualmente
valiosa, tendría muy poco uso en la práctica, puesto que no serviría para traducir votos en escaños, sino
simplemente para «confirmar» los votos que otros votantes más selectivos han dado a A, B o a C.
264 SEBASTIÁN LINARES
13
En un experimento ya clásico sobre el tema (LORD, Ross y LEPPER, 1979) con personas que
tenían una opinión previa muy formada sobre la pena capital (la mitad de ellos a favor y la mitad en
contra) se les pidió que leyeran rápidamente las descripciones de dos estudios ficticios (uno a favor y
otro en contra de la pena de muerte): una comparación de los estados de los Estados Unidos con y sin
pena de muerte, y una comparación de las estadísticas de asesinatos en un Estado antes y después de la
introducción de la pena de muerte. Las personas solo leían uno de los estudios, con independencia de
cuál era su opinión previa. Después de la lectura, se les pidió que expresaran sus preferencias sobre la
pena de muerte. De manera interesante, las personas con una opinión previa contraria a la conclusión
del estudio redujeron muy ligeramente su nivel de confianza en la creencia sobre la pena de muerte.
Después leyeron una relación mucho más detallada del procedimiento de los dos estudios y tenían
que considerar en qué medida consideraban bien elaborada y convincente la investigación. Una vez
que leyeron las descripciones más detalladas de los dos estudios, casi todos volvieron a sus creen-
cias originales, independientemente de las pruebas aportadas, resaltando los detalles que apoyaban
su punto de vista y desatendiendo cualquier detalle contrario. Los sujetos describieron los estudios
que apoyaban su punto de vista preexistente como superiores a aquellos que lo contradecían, de modo
detallado y específico. Escribiendo sobre un estudio que supuestamente refutaba el efecto disuasorio
de la pena capital, un defensor de la pena de muerte escribió: «La investigación no cubrió un periodo
lo suficientemente largo de tiempo», mientras que un detractor comentó sobre el mismo estudio: «No
hay ninguna prueba fuerte que pueda contradecir las investigaciones que se han presentado». Los
resultados ilustraron que la gente establece estándares más altos en las pruebas para hipótesis que
están en contra de sus creencias. Este efecto fue más tarde apoyado por otros experimentos en otros
escenarios de evaluación (TABER, 2009), y en general puede decirse que es un patrón sistemático de la
psicología humana.
LA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA 267
umbral. En las demás leyes, en cambio, las sillas vacías tendrán un sentido di-
verso: las sillas vacías correspondientes a las suspensiones equivaldrán a votos
de abstención de los legisladores (es decir, no computarán ni por sí ni por no
para la obtención de la mayoría de los presentes), mientras que las sillas vacías
correspondientes a los votos de rechazo se computarán siempre como votos de
rechazo, volviendo más difícil por tanto la obtención de las mayorías.
Puede darse el caso hipotético de que, en un sistema de voto como el
propuesto, un porcentaje muy elevado de la población con derecho a voto
(superior al 50 por 100) rechace «todos» los candidatos 14. En ese supuesto,
es evidente que quien termine gobernando carecerá de cualquier legitimidad
democrática, tanto subjetiva como objetiva. Un remedio para hacer frente a
estas situaciones consistiría en establecer la necesidad de convocar nuevas
elecciones con nuevos candidatos, en un plazo razonable de tiempo 15. Sin
embargo, un rechazo superior al 50 por 100 16 expresaría no solo un descon-
tento general con los partidos políticos, sino con la manera de organizar es-
tructuralmente el sistema democrático (aunque no con el carácter democrá-
tico del mismo). Por eso, cuando los votos de rechazo total superan el 50 por
100 de los votos efectivos, el sistema debería proceder automáticamente (en
un plazo de un mes desde el resultado) a la realización de elecciones para una
asamblea constituyente, asamblea que deberá, en el plazo improrrogable de
cuatro meses (a contar desde la toma de posesión), por mayoría absoluta, re-
formar la Constitución. Mientras tanto, el gobierno de turno seguirá en el po-
der, pero no podrá aprobar ninguna ley sin una mayoría de dos tercios de los
miembros. Si pasado ese plazo no se consiguen las mayorías para reformar la
Constitución, se convocarán nuevas elecciones generales bajo la Constitución
vigente no reformada. Si la reforma de la Constitución se consigue, entonces
las nuevas elecciones se harán de acuerdo con las nuevas reglas constitucio-
nales. Entiendo que este es el remedio adecuado para lidiar con este tipo de
situaciones anómalas.
14
KEARNEY y ROGERS sostienen que se justificaría prohibir la formación de un partido político
cuyo único programa sea el de «votar en contra de todos». Sin embargo, es dudoso que una prohibición
semejante pueda reconciliarse con la libertad de expresión (KEARNEY y ROGERS, 2006: 32, n. 15).
15
Esta posibilidad existe en algunos Estados locales de Rusia (véase LEVER, 2009: 62, n. 14).
16
Existirían dos formas de computar esta mayoría absoluta de rechazos totales. En la primera,
más exigente, el porcentaje de personas que se abstienen de «ir a votar» se cuentan como votos de
«aprobación indistinta», y por tanto se computan junto con el porcentaje de quienes votaron por el
candidato o partido A, B o X, y con el porcentaje de quienes fueron a votar y emitieron un «voto de
abstención». En la segunda modalidad, el porcentaje de personas que no fueron a votar no se tiene en
cuenta para el cómputo de la mayoría absoluta de rechazos totales. Es obvio que la primera modalidad
haría muy difícil alcanzar la mayoría absoluta de rechazos totales, y por tanto, volvería muy costosa
la reforma constitucional, al menos por esta vía indirecta. Creemos, sin embargo, que la modalidad
adecuada es la primera y más exigente, dado que en nuestra propuesta debería regir una presunción
jurídica a favor de interpretar como «aprobación indistinta» la conducta de quienes no asisten a las
urnas. Rigiendo esa presunción, se trataría de manera desigual e injusta a quienes, previendo que
su abstención se interpreta jurídicamente de esa manera, deciden deliberadamente no acudir a las
votaciones.
270 SEBASTIÁN LINARES
3. REFERÉNDUM
pero pueden emitir tres clases de votos: por si, por no, y un voto de «suspen-
sión del juicio» o «abstención». Si no van a votar, entonces se interpreta que
están conformes con cualquier resultado. Esto quiere decir que los votos de
abstención no se computan para el cómputo de la mayoría absoluta. A diferen-
cia del caso uruguayo, en el que las abstenciones efectivas (el porcentaje de
personas que deciden no votar por el si) se computan como votos negativos 17,
nuestra propuesta supone considerar los votos de abstención como votos de
suspensión del juicio, que no computan ni a favor ni en contra.
Tratándose de referéndum de reforma legal (iniciativa popular legislativa
o referéndum abrogativo de las leyes), creemos que no debería haber un régi-
men de publicidad en la participación, habida cuenta que no gravita sobre los
ciudadanos ningún deber general «de conocer». Sin embargo, creemos que in-
cluso en este tipo de referéndum debería existir, además de la opción de votar
por el si o el no, la posibilidad de emitir un «voto de abstención» o suspensión
del juicio. En general, ninguno de los regímenes actuales contempla esta po-
sibilidad. En el caso suizo, por ejemplo, el régimen es voluntario (tanto para
la iniciativa ciudadana de reforma constitucional como para el referéndum
abrogativo de las leyes) pero quien quiera abstenerse solo tiene como opción
disponible el no concurrir a las urnas. En el caso de Uruguay, en cambio, el
régimen es de lo más curioso: en el caso de los referéndum abrogativos de las
leyes (denominados «referéndum facultativos»), las personas tienen el deber
de ir a votar, pero no pueden emitir un voto de abstención.
4. CONCLUSIONES
17
En el caso de las iniciativas ciudadanas de reforma constitucional (llamado plebiscito de re-
forma constitucional, art. 331, literal A, CP) las personas pueden solamente optar votar por el sí a la
reforma constitucional (activada desde abajo), y si hay más del 50 por 100 de votos positivos, la reforma
es aprobada. En este régimen, las personas tienen la obligación de ir a votar pero pueden abstenerse
de votar en esta clase de referéndum, solo que las abstenciones computan como votos negativos. Este
régimen no es meramente una curiosidad jurídica, sino que tiene efectos políticos: introduce un sesgo
evidente a favor del statu quo. Dicho sesgo quedó en evidencia cuando, en 2009, los uruguayos votaron
por anular o no la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (que a los efectos garantiza la
impunidad de los responsables de delitos de lesa humanidad del régimen autoritario). Dado que votaron
por el sí solo un 47,98 por 100 de los votantes, la ley no fue anulada. Sin embargo, es dudoso que la
opinión del 52,02 por 100 de quienes se abstuvieron de votar haya sido la de «rechazar» la nulidad. Si
la ley hubiese permitido, además, votar por el no y abstenerse, la ley habría sido anulada.
272 SEBASTIÁN LINARES
Este capítulo tiene como objetivo central justificar un sistema de voto «cí-
vico», en virtud del cual todas las personas pueden consultar en un registro
público online quién fue a votar y quién se abstuvo, pero en el que el sentido
del voto permanece secreto. Adicionalmente ofrezco razones para rechazar los
sistemas de «pago» o de «premios» para fomentar la participación electoral,
así como razones para rechazar tanto los sistemas de voto «público» en sus
distintas modalidades (en los que se puede conocer públicamente el «senti-
do» del voto de los ciudadanos) como los sistemas de voto completamente
anónimos desde entornos privados. Argumentaré también que las votaciones
secretas por internet, cuando se llevan a cabo bajo la modalidad de la «tarjeta
digital de identidad del votante» expedida por el Estado, ofrecen garantías de
control institucional que no tienen las votaciones anónimas online, y por tanto
274 SEBASTIÁN LINARES
1
Por ejemplo, en algunos contextos en los que se deben escoger esquemas distributivos, las ver-
siones igualitaristas radicales escogerán aquella alternativa que minimiza la desigualdad en el bienestar
entre todos los participantes, las versiones igualitaristas prioritarias escogerán aquella alternativa que
maximiza el bienestar de los participantes que obtendrán menor nivel de bienestar (maximin), y las ver-
siones «suficientarias» escogerán aquella alternativa que asegura un «piso» mínimo absoluto, medido
objetivamente, a todos los participantes. Todas estas versiones son, de algún modo, perspectivas «pro-
sociales», preocupadas por el bienestar de otros. Aquí no voy a entrar a discutir cuál de estas versiones
de la justicia distributiva está más justificada, y voy a distinguir simplemente entre las perspectivas o
motivaciones egoístas, y las perspectivas o motivaciones prosociales en sentido genérico.
2
BRENNAN y PETTIT (1990) prefieren hablar del modelo normativo de las «preferencias» y el mo-
delo normativo del «juicio», pero la definición que ofrecen de ambos se ajusta, en lo esencial, a nuestra
distinción entre el modelo egoísta y el modelo prosocial.
3
GROTE fue un diputado radical inglés que ingresó a la Cámara de los Comunes en 1832 por la
ciudad de Londres y que promovió activamente el voto secreto durante toda su vida (CROOKE y CROOKE,
2007).
4
Para la historia del voto secreto véase EVANS (1917), BENSON (1941) y STOKES (2011).
276 SEBASTIÁN LINARES
5
Entre los defensores del voto secreto se encontraba James MILL, David RICARDO, sir William
MALESWORTH. En el Reino Unido se llegó a decir que el voto secreto terminaría por abolir la Cámara de
los Lores, la Iglesia anglicana y la monarquía (SEYMOUR, 1915: 480).
6
El voto secreto se adoptó más tarde en Inglaterra en 1872, en Holanda en 1887, en los Estados
locales de Estados Unidos comenzando en 1888, en Austria en 1907, en Francia en 1913, en México en
1911, en Argentina en 1916, en Prusia en 1919 (Buchstein, 2010).
7
Aunque muchos autores (HIRSCHMAN, 1984: 112-114; BARBER, 1984: 187-189, entre otros) re-
conocen que en el voto secreto «se pierde algo importante», consideran que todavía el secreto del voto
tiene una función importante que cumplir en las sociedades contemporáneas —donde las personas están
sujetas a fuertes desigualdades que dan origen a relaciones de dominación económica. Los únicos dos
autores que han defendido un sistema en el que el sentido del voto sea público son, como veremos,
Geoffrey BRENNAN y Philip PETTIT (1990), si bien la propuesta de ellos no requiere la identificación del
sentido del voto de todos los votantes en una suerte de registro público, sino simplemente que en las
mesas de votación existan urnas o casillas diferentes para cada partido o candidato, de manera que el
resto de asistentes pueda «observar» a quién se va a votar.
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 277
Como dije, internet agrega una posibilidad teórica que antes no estaba con-
templada: la posibilidad de emitir votos desde entornos puramente privados.
Teóricamente, internet vendría a introducir combinaciones novedosas en las di-
mensiones de la publicidad en el voto: por ejemplo, el modelo de voto público
puro, ahora podría ejercerse desde un entorno privado si el sistema de votación
online registrase la identidad y el sentido del voto de los cibernautas. Lo único
que le faltaría, a esta modalidad, sería la publicidad in situ. Lo mismo suce-
dería con la modalidad del voto cívico si el sistema registrara públicamente la
identidad de los votantes pero no el sentido del voto, que permanecería secreto.
Es decir, las votaciones por internet desde entornos privados descartarían la
«publicidad in situ», que por razones obvias dejaría de existir 8.
A la luz de todas estas consideraciones, será útil distinguir entre cuatro
variables, en torno a las cuales se sitúan las dimensiones de la publicidad en
8
De algún modo, las votaciones por correo ya permitían algunas de estas modalidades en las que
la publicidad in situ no existía, aunque internet amplía las posibilidades, siendo ahora posible, además,
la modalidad de voto «cívico» online (participación plenamente pública con sentido del voto secreto,
además de una reducción enorme en los costos de la participación política).
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 279
tivaciones para incurrir en una conducta prosocial, entre ellos el interés propio
(el deseo de mejorar el bienestar de uno o de los más próximos a uno), los
intereses altruistas (el deseo de mejorar el bienestar de los demás), y el valor
que tiene para el actor la «imagen pública» de realizar la conducta prosocial
(un valor que depende del carácter observable o no observable de la misma).
En este modelo, una persona deriva incentivos para comportarse de manera
prosocial de tres componentes: a) motivaciones intrínsecas, que básicamente
equivale al interés de mejorar el bienestar de los demás; b) las motivaciones
extrínsecas, que está integrada por las recompensas monetarias o no moneta-
rias que recibe el agente por realizar la acción y que pasan a formar su capital
privado, y c) la imagen pública 9, que es el grado en que la persona se preocupa
por ser percibido por los demás como altruista o egoísta.
El modelo teórico de BENABOU y TIROLE ha demostrado ser muy útil para
explicar los incentivos de la conducta prosocial, y lo interesante del mismo
es que permite incluir tanto las motivaciones altruistas, que tradicionalmente
están excluidas del modelo clásico de elección racional, y la preocupación por
la imagen pública, que es un elemento de control social. El marco de análisis
permite explicar situaciones en las que los incentivos extrínsecos (recompen-
sas o sanciones monetarias) no funcionan para motivar la conducta prosocial, e
incluso para explicar cómo a veces pueden resultar contraproducentes. Quie-
nes proponen de manera ingenua usar siempre los incentivos extrínsecos en
las intervenciones de la conducta argumentan que las recompensas monetarias
pueden ayudar a que las personas lleven a cabo una tarea que de otro modo no
harían, por ejemplo, que estudien, sean puntuales o voten por la política más
justa para la sociedad. Los opositores creen que usar las recompensas o san-
ciones en esas áreas puede tener efectos contrarios a los buscados, al expulsar
o desplazar las motivaciones intrínsecas o la imagen pública que también son
elementos importantes para producir la conducta socialmente deseada.
En primer lugar, en algunos contextos, las recompensas monetarias pue-
den cambiar la manera en que la imagen pública de la conducta es percibida
por los agentes. Si se ofrecen recompensas o se introducen sanciones moneta-
rias para realizar una conducta prosocial que se tenía en alta estima social, la
introducción de esos incentivos puede dar la señal de que el valor público de
esa conducta ya no es tan elevado. Muchos de nosotros solemos creer que ir a
votar es «bueno» y es valorado por la sociedad, pero si nos pagan una pequeña
suma para ir a votar, entonces nuestra percepción sobre la estima social de
la conducta participativa se reduce. Si esa merma es muy grande, las recom-
pensas pueden llegar a tener el efecto contrario al buscado 10. En esa línea, es
9
Estos componentes se integran en una fórmula matemática de utilidad. Para una explicación de
la misma, véase ARIELLY et al. (2009).
10
En esa línea, FREY y OBERHOLZER-GEE (1997) muestran que ofrecer a los miembros de una
comunidad una compensación económica sustanciosa a cambio de que acepten el establecimiento
282 SEBASTIÁN LINARES
de un repositorio de desechos nucleares puede ocasionar que los miembros tengan menor interés en
aceptarlo.
11
GNEEZY y RUSTICHINI (2000a) presentan evidencias de que los estudiantes de secundaria que re-
cogen donaciones de sangre para una organización de caridad, en una campaña puerta a puerta, invierten
más esfuerzo cuando no son recompensados adecuadamente por la tarea, que cuando se establece una
pequeña compensación para ellos. Si los incentivos extrínsecos son altos, el efecto directo del precio será
mayor que el efecto «expulsión» de las motivaciones intrínsecas en el corto plazo. Pero si los incentivos
se eliminan en el mediano plazo, entonces la conducta deseada ya no es fácil de motivar con pequeñas
recompensas. Los agentes que reciben incentivos altos para realizar una tarea determinada «actualizan»
sus creencias sobre el valor de esa conducta, o sobre sus motivaciones intrínsecas, y su motivación para
desempeñar la tarea sin el incentivo adicional elevado puede reducirse permanentemente.
12
ARIELY, BRACHA y MEIER (2009) muestran un experimento que es interesante para nuestros
propósitos. En su estudio, se pidió a 160 personas que aprieten dos teclas del ordenador o computadora
durante cinco minutos. Se pagaba a las personas de acuerdo al siguiente esquema: la primera vez que
llegaban a doscientos clics se pagaba 1 céntimo, los siguientes doscientos clicks 0,5 céntimos, y así en
sentido decreciente. Pues bien, a un grupo se le pidió que realizara la prueba «en público», mientras que
a otro grupo se le pidió que realizara la prueba en privado. El experimento demostró que los incentivos
extrínsecos mejoraron el esfuerzo de los alumnos cuando lo hacían en privado, pero no cuando lo ha-
cían en público. De hecho, ofrecer incentivos extrínsecos redujo significativamente el esfuerzo de los
participantes que lo hicieron en público.
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 283
13
Según creo, esta es una de las falacias en las que incurren autores como Ilya SOMIN (2010) y
Jason BRENNAN (2009): asumir que el interés por informarse depende única y exclusivamente de las
motivaciones extrínsecas o de las consideraciones egoístas. Es obvio que, si las motivaciones para
informarse dependieran solo de estas consideraciones, entonces sí cabría presumir que, mientras las
motivaciones intrínsecas o altruistas desplazan a las egoístas a medida que aumenta el electorado, las
motivaciones para informarse también serían desplazadas hasta extinguirse. Pero esto presume, como
digo, que las motivaciones para informarse dependen solo de consideraciones egoístas, una presunción
que es de lo más controvertida y, hasta donde yo sé, empíricamente falsa.
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 285
14
Es importante destacar, sin embargo, que la institución de la Mistoforía en Atenas era una pe-
queña cantidad de dinero entregada a los miembros de la Boulé y de la Heliea como compensación del
día de trabajo perdido, pero no a los participantes que votaban en la Ekklesia.
15
En el año 2006, algunos legisladores de Arizona propusieron promover la participación elec-
toral dando a los votantes un boleto de lotería. La propuesta fue rechazada. La misma propuesta fue
considerada en 2014 para aumentar la participación electoral en las elecciones municipales de Los
Ángeles, pero también fue desestimada. En el Reino Unido se llevó a cabo un experimento en el que
se ofrecían billetes de lotería a quienes se registraban, con dos grupos: en uno el premio era de 1.000
286 SEBASTIÁN LINARES
libras, y en el otro de 5.000 libras. En el primer grupo se incrementó la participación en un 3,3 por 100
y en el segundo en un 4,2 por 100 (BEHAVIOURAL INSIGHTS TEAM, 2012: 26).
16
En el experimento uno de los grupos votó con arreglo a un sistema de voto público puro (es
decir, todos saben a qué alternativa vota cada uno) mientras que los votantes del segundo grupo votaban
en privado y con arreglo a un voto secreto. Las personas votaban en tres elecciones distintas, en las que
se variaban las recompensas que obtenían los votantes en caso de resultar ganadores (unos incentivos
extrínsecos que varían de entre 5 a 20 dólares en cada elección). El ganador de la elección era decidido
en cada una de las elecciones por un voto escogido al azar (con lo cual cada participante tiene una pro-
babilidad de 0,25 de ser decisivo o pivotal).
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 287
prosociales con mayor probabilidad que los que están en mayoría, y a la inver-
sa cuando el sistema es de voto público). Moraleja: el voto público promueve
la conducta prosocial y el voto en privado y en secreto la conducta egoísta.
Ahora bien, antes de apresurarnos a extrapolar esta conclusión con miras
a proponer un sistema de voto público para las elecciones reales es necesario
poner en contexto el experimento y tener presente los parámetros bajo los
cuales este aplicaría. Según creo, esos parámetros no son extrapolables a las
elecciones masivas reales, por varias razones. En primer lugar, el experimento
de MORTON y OU compara el voto en privado y «secreto» (por internet), con
el voto completamente público (también por internet). Sin embargo, el voto
llamado «secreto» bajo el cual solemos votar en las elecciones reales, como
ya dijimos, tiene una dimensión pública in situ nada desdeñable, lo cual pone
en tela de juicio la adecuación de las comparaciones del experimento con
las alternativas que enfrenta la realidad. En segundo lugar, la probabilidad
de ser pivotal de los votantes del experimento de MORTON y OU es elevadí-
sima, mientras que es infinitesimal en las elecciones reales. En tercer lugar,
el experimento no contempla en absoluto otras variables que están presentes
en los sistemas de voto público real, como la capacidad de algunos votantes
para amenazar a otros, o para comprar los votos de otros votantes situados en
desventaja, consideraciones que ponen en serias dudas la viabilidad del voto
público en escenarios de desigualdad económica o de dominación política. No
creo que haga falta aquí citar la larguísima lista de experimentos de psicolo-
gía cognitiva que, desde los pioneros trabajos de Solomon Asch (1940, 1948)
muestran el poder de sugestión de quienes están en posición de autoridad, para
defender que el voto público no es una buena idea 17.
En definitiva, los parámetros y las alternativas bajo los cuales actúan los
participantes del experimento de MORTON no son los mismos que los paráme-
tros y las alternativas bajo las que actúan los votantes reales, y por tanto la infe-
rencia «si queremos promover las motivaciones prosociales, luego habría que
pasar a un sistema de voto público puro» resulta cuanto menos problemática.
Según creo, existe un elemento a ser considerado que no ha sido debida-
mente incluido en el análisis del comportamiento del votante, y es la «imagen
pública» que el «ir a votar», o el carácter (informado o no) del voto, tiene para
el resto de la sociedad. Este es un componente importante de las motivaciones
de la conducta prosocial en general (BENABOU y TIROLE, 2006; ARIELY, BRA-
CHA y MEIER, 2009), y por extensión también del comportamiento del votante.
Según el modelo de BENABOU y TIROLE, las personas llevan a cabo elecciones
prosociales en buena parte motivadas por la «imagen pública» que puedan
infundir.
17
De hecho, existen estudios en esa línea que muestran que los votantes cuyas preferencias están
en minoría son los más preocupados por la privacidad de sus votos (KARPOVITZ et al., 2011).
288 SEBASTIÁN LINARES
los periódicos, que usan con igual frecuencia). En cuanto a las características
demográficas, el origen geográfico (urbano o rural) no es relevante y, aunque
en las primeras elecciones se evidenció un sesgo masculino, con el tiempo la
proporción de hombres y mujeres que votan por internet es equivalente a la del
conjunto de la población. En cuanto a la edad, en las primeras elecciones se
evidenció una brecha generacional, pero con el tiempo se nota un incremento
de edades mayores en el uso del voto online, al punto que entre los votantes de
la franja que va de dieciocho a cuarenta y nueve años exhiben un uso semejan-
te (TRECHSLER y VASSIL, 2010: 28).
Los votantes por internet son en proporción más educados que los votan-
tes tradicionales (TRECHSLER y VASSIL, 2010: 42) y exhiben una proporción
más elevada de personas con altos ingresos (TRECHSLER y VASSIL, 2010: 44).
Los votantes por internet son menos disciplinados en su participación electo-
ral: tienden a votar con menos frecuencia que los votantes tradicionales (TRE-
CHSLER y VASSIL, 2010: 31). Sin embargo, la posibilidad de votar por internet,
de acuerdo con las encuestas realizadas, solo motiva a votar a aquellos que
tienen algún interés por la política, no alcanzando a motivar a aquellos que
están completamente al margen de la política y suelen abstenerse. La vasta
mayoría de votantes por internet responden que «habrían votado de cualquier
manera» si el voto por internet no hubiese estado disponible (TRECHSLER y
VASSIL, 2010: 34). De hecho, los autores infieren de sus encuestas que solo
uno de cada diez votantes por internet no habría votado si no hubiese tenido
el voto por internet.
En cuanto a la participación electoral, los datos arrojan una realidad am-
bivalente: con el tiempo se evidencia un crecimiento de la proporción de per-
sonas que votan por internet (del total de los que participan), pero la parti-
cipación electoral total se mantiene más o menos en los mismos márgenes,
oscilando entre el 36 por 100 (para elecciones del Parlamento Europeo) y el
63 por 100 para elecciones nacionales. La llegada de las votaciones online,
pues, no parece haber precipitado un crecimiento sostenido de la participa-
ción electoral, como se suponía que iba a suceder al abaratar los costos de la
participación.
Todos estos datos son difíciles de interpretar, porque no conocemos el tipo
de motivaciones que mueven a los votantes por internet en relación con los
votantes tradicionales. Hacen falta más estudios para despejar las dudas, y por
el momento solo podemos basarnos en algunas conjeturas indirectas. Si bien
se evidencia una proporción elevada de gente más educada y con mayores
ingresos en las votaciones online, también parece que estas personas «habrían
votado de todas maneras» si el voto online no hubiese estado disponible. Si
los votantes por internet en su vasta mayoría «habrían votado igual» sin in-
ternet, sí exhiben niveles semejantes de exposición a distintas fuentes de in-
formación, y en general tienden a estar interesados en política, cabe presumir
VOTO, PUBLICIDAD, Y MOTIVACIONES PROSOCIALES 291
que la posibilidad de votar por internet «no hace gran diferencia» en lo que
concierne a las motivaciones prosociales que suscriben, aun cuando bajo di-
cha modalidad de voto desaparece la publicidad in situ que caracteriza al voto
tradicional. Y si no parece haber grandes diferencias pese a haberse eliminado
la publicidad in situ, entonces cabría conjeturar que «las tarjetas de identidad
del votante» emitidas por el Estado son un mecanismo de control institucional
eficaz, al menos para permitir mantener el mismo nivel de conducta prosocial
existente.
Como dije, son todas meras conjeturas. Esas conjeturas apuntan a que las
votaciones por internet no vendrían a cambiar mucho la realidad ni la dinámi-
ca de las votaciones actuales. El problema es que la calidad epistémica de las
votaciones actuales es problemática, al menos en lo que respecta a la calidad
de la información que manejan los votantes, el grado de autonomía en la for-
mación de juicios, y el grado de influencia de las motivaciones prosociales.
Aumentar el nivel de control social y el valor de la «imagen pública» del voto,
a través de un registro público online de participación electoral, según creo,
puede contribuir a mejorar tanto el caudal de motivaciones prosociales como
el grado de información que fundamentan los votos. Y ese cometido o aspira-
ción también es extensible a las votaciones por internet.
5. CONCLUSIONES
Privadas (contratos)
Públicas
1
En los Estados Unidos, por ejemplo, la promesa pública (o juramento) de un diputado dice así:
«Solemnemente prometo (o afirmo) que voy a sostener y defender la Constitución contra los enemigos
de los Estados Unidos, externos o internos; prometo (o afirmo) albergar fe verdadera en ella, que voy a
obedecerla; que cumplo esta obligación libremente, sin ninguna reserva mental ni evasiva, y que voy a
desempeñar bien y lealmente las responsabilidades del cargo que asumo [Que Dios me ayude]».
2
«Yo, Galileo Galilei [...] arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales
de la Iglesia Universal Cristiana, inquisidores generales contra la malicia herética, teniendo ante mis
ojos los Santos y Sagrados Evangelios que toco con mis manos, juro que he creído siempre, y que
creo ahora, y que, Dios mediante, creeré en el futuro, todo lo que sostiene, practica y enseña la santa
Iglesia Católica Apostólica Romana. Pero en vista de que [...] escribí y publiqué un libro (que sostiene
la doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol), y aduzco argumentos grandemente convincentes
(a favor de esa doctrina) [...] abjuro, maldigo, y detesto los antedichos errores y herejías y, en general,
todo error, herejías y secta contrarios a la Santa Iglesia» (Carta de retractación, Convento de Minerva,
este día 22 de junio de 1633.
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 299
3
LUPIA (2004) lleva a cabo un experimento por el cual demuestra que las declaraciones testi-
moniales «bajo juramento» propiciarían una mayor disposición a decir la verdad, y generan un mayor
grado de confianza en la credibilidad de los emisores por parte de los receptores. DE BAR et al. (2011)
demuestran con un experimento que los estudiantes con problemas de obesidad que se «comprometen
públicamente» a llevar una vida sana terminan reduciendo su obesidad en mayor grado que aquellos que
no realizan una promesa pública, o que reciben una recompensa dineraria. MCCAUL, HINSZ y MCCAUL
(1987) exhiben que los estudiantes que se comprometen públicamente a hacer un esfuerzo en tareas
complejas, incrementan el grado de laboriosidad y dedicación que aquellos que no.
4
Una larga lista de experimentos de la psicología cognitiva demuestra que los compromisos pú-
blicos asumidos voluntariamente (self-commitment devices), es decir, sin que nadie los reclame, termi-
nan generando en las personas que los pronuncian un desempeño inferior que el de quienes no asumen
públicamente ningún compromiso que nadie reclame (por ejemplo, las promesas que alguien hace
sin que nadie lo reclame de que se va a dejar de fumar, de que se va a cambiar de estilo de vida este
año, etc.). Véase GOLLWITZER et al. (2009).
300 SEBASTIÁN LINARES
los riesgos de error elevados, escenarios en los cuales los criterios de la con-
ducta ética son difíciles de identificar y controlar en cada caso. Por ejemplo,
es prácticamente imposible establecer un código de conducta ética para los
médicos en cada rama de la medicina para regular cada circunstancia concreta
a la que se enfrentan. Las variables en juego son tantas, las particularidades
de los casos tan diferentes, los riesgos a los que están sometidos tan altos,
que cualquier intento de regular puntillosamente el accionar de los médicos
está destinado al fracaso. En este marco, establecer un juramento por el que
se obliga a dar siempre preeminencia a la salud del paciente puede servir de
criterio ético orientativo para lidiar con todos los complejos casos que se le
plantean en el futuro.
En resumen, las promesas públicas son declaraciones performativas (dicen
lo que hacen, y hacen lo que dicen) que pueden tener algún valor instrumental
dependiendo del caso (pueden contribuir a que la realización de ciertas con-
ductas sea más probable). Las promesas públicas constituyen, además, razo-
nes «protegidas»: una vez enunciadas, el acto de habla de la promesa pública
comporta una razón suficiente para excluir cualquier debate sobre las razones
que dan origen a la promesa. Esto, por supuesto, no significa en ningún caso
que el mero hecho de que una razón sea protegida por una promesa pública
haga que dicha razón esté moral o epistémicamente justificada. Como diji-
mos, obligar por la fuerza a decir que uno «cree» en una determinada creencia
fáctica, o moral, no resulta justificado, porque antes que esa supuesta verdad,
valoramos más la libertad de conciencia. El juramento de retractación de Ga-
lileo, por ejemplo, no volvió a la doctrina geocéntrica más justificada desde
el punto de vista epistémico por el solo hecho de haber sido respaldada por
un juramento. El ejemplo del juramento de Galileo muestra con toda claridad
el peligro de las promesas públicas impuestas por la fuerza: cuando estas se
imponen para «proteger» razones o creencias sustantivas que no merecen es-
tarlo, o cuyas bases son del todo discutibles desde el punto de vista moral o
epistémico.
Ahora bien, aun cuando las promesas públicas institucionales puedan te-
ner una deriva autoritaria, la idea de abolir las promesas públicas tampoco
resulta sensata: ello equivaldría a sostener que dejar de prometer es valioso
por la sola razón de que las promesas protegen razones, lo que presupone
que ninguna razón o creencia puede estar nunca institucionalmente prote-
gida. Esta idea no parece tener mucho sentido. Difícilmente un grupo hu-
mano permanente puede funcionar sin las promesas públicas en un mundo
plagado de incertidumbre, riesgos y contingencia. Las promesas estabilizan
las expectativas, son un dispositivo pragmático para la solución de conflictos
imprevisibles y dinamizan la vida en sociedad al fijar pautas de conducta
esperada. En democracia, por ejemplo, aunque a veces nos quejamos de que
los candidatos políticos prometen mucho, lo cierto es que deben prometer, e
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 301
5
Existe una interpretación extendida de HOBBES que atribuye a su teoría del pacto social la na-
turaleza de «hipotético» (véase RODILLA, 2015). Sin embargo, esa es una interpretación controvertida,
desde el momento en que HOBBES dedica muchas páginas a tratar los juramentos y se refiere a ellos en
innumerables ocasiones. Para citar un párrafo más que claro: «Cada súbdito de una república ha pactado
obedecer la ley civil (bien uno con otro, como cuando se reúnen para nombrar un representante común,
o con el representante mismo uno a uno, cuando subyugados por la espada prometen obediencia a
cambio de guardar la vida»).
6
Históricamente, esta promesa quedaba consagrada solemnemente en el acto de coronación del
rey o reina, por intermedio del cual se comprometía ante Dios a gobernar «de acuerdo con las tradi-
ciones y costumbres inmemoriales del Reino», pero con la Revolución Gloriosa (1688) se sancionó la
302 SEBASTIÁN LINARES
Coronation Oath Act por la cual el rey pasaba a jurar ante Dios que debía gobernar «de acuerdo con las
Leyes acordadas en el Parlamento».
7
En Inglaterra este juramento, desde 1593, se combinó con el Juramento de Supremacía, por
el cual todo hombre libre (oficial, civil o eclesiástico) debía jurar además que «negaba la Supremacía
del Papa».
8
HOBBES lo establece muy claro en el Leviatán: «Cada súbdito de una república ha pactado
obedecer la ley civil (bien uno con otro, como cuando se reúnen para nombrar un representante común,
o con el representante mismo uno a uno, cuando subyugados por la espada prometen obediencia a
cambio de guardar la vida)» (Leviatán, 1651: 349). Lo que HOBBES viene a decir, y esto fue una verda-
deramente revolucionario en su época, es que el gobernante no deriva su fuente de legitimidad de Dios,
sino en tanto y en cuanto pudiera efectivamente asegurarse la obediencia de sus súbditos.
9
El gobierno legítimo, según LOCKE, es un gobierno que nace de un pacto entre gobernantes y
«hombre libres», es decir, personas que disponen de su vida y de sus propiedades. Las personas, según
LOCKE, prestan su consentimiento de dos maneras: expresa y tácitamente. El consentimiento tácito se
presume de aquel que tiene en propiedad bienes o posee el disfrute de bienes, y se termina cuando se
deshace de esa propiedad o posesión (en ese caso, puede marcharse y constituir otro Estado en cual-
quier lugar del mundo deshabitado). El consentimiento expreso es aquel que una persona realiza bajo
juramento o promesa formal. Quien consiente formal y libremente formar parte de un Estado, entonces
queda sujeto de manera perpetua a seguir perteneciendo al mismo (LOCKE, 1690, Segundo Tratado
sobre el Gobierno, § 121). Pero las promesas hechas por la fuerza carecen de validez (LOCKE, 1690,
Segundo Tratado sobre el Gobierno, § 186). Tanto es así que el conquistador no puede disponer de los
bienes del vencido (sino hasta el monto necesario para reparar los daños), ni esclavizar a sus hijos. Y los
hijos de los vencidos ni aquellos que no participaron de la guerra siguen teniendo derecho a conservar
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 303
bían seguir pronunciando todos los electores propietarios, antes de votar por
sus representantes, y los representantes de estos, antes de tomar posesión del
cargo en el Parlamento) 10.
Fue así que las elecciones a representantes, en el Reino Unido, estuvieron
desde sus orígenes indisolublemente ligadas con la práctica de los juramen-
tos 11. El pacto social, en LOCKE, sigue siendo un pacto sellado a punta de jura-
mentos (del rey) y de los súbditos propietarios, pero incorpora —a diferencia
de HOBBES— la elección de representantes y el consentimiento mayoritario
de estos como fundamento de la legitimidad de las leyes tributarias o de ex-
propiación. Ahora bien, es importante señalar un elemento que se suele pasar
por alto: LOCKE concede la posibilidad de que exista un pacto social legítimo
basado en los juramentos de obediencia a un solo Ejecutivo o rey, sin la sal-
vaguarda institucional de un Parlamento que otorgue el consentimiento mayo-
ritario a las leyes de expropiación de la propiedad. Sin embargo, dice LOCKE,
en ese sistema el Ejecutivo no tiene derecho a violar el derecho natural, y por
tanto no tiene derecho a expropiar la propiedad de sus súbditos. Si el Ejecutivo
lo hiciere, entonces los propietarios tienen derecho a desobedecer y resistirse
(LOCKE, 1690, Segundo Tratado sobre el Gobierno, § 151).
Todo este armazón intelectual se derrumbó, o al menos fue puesto en tela
de juicio, con el pensamiento de ROUSSEAU. Para ROUSSEAU, la propiedad pri-
vada no forma parte del derecho natural 12, y solo a través de un pacto social
legítimo, basado en el consentimiento unánime, genuino (es decir, libre) y
explícito, de todos y cada uno de los ciudadanos, puede haber autoridad con
derecho a reclamar obediencia a sus leyes. Nos llevaría muy lejos desarrollar
el pensamiento de ROUSSEAU sobre la propiedad privada (bajo un pacto social
legítimo) y sobre la autoridad política; aquí bastará con decir que, bajo este
nuevo entendimiento, los sujetos que deben prestar consentimiento son todos
los ciudadanos por el mero hecho de nacer, aunque no tengan propiedades ni
posesiones. El pacto social no puede estar fundado en la desigualdad y por
tanto los juramentos de lealtad y obediencia a una persona singular dejan de
sus propiedades y a que se les reconozca formalmente la propiedad (en cuyo caso se aceptará que con-
sienten tácitamente) o a exigir una forma de gobierno que merezca su consentimiento expreso y formal
(LOCKE, 1690, Segundo Tratado de Gobierno, § 192) .
10
Con la Revolución Gloriosa, en 1696 se obligó a todos los que detenten cargos públicos, los mi-
litares, clérigos y todos los «hombres libres» (propietarios de fundos) jurar fidelidad al rey y defenderlo
llegado el caso (Act of Solemn Association, 1696).
11
A este juramento, y en distintas épocas (desde 1558), se exigía que los votantes juraran ante el
oficial de la mesa electoral que negaran la supremacía del Papa (oath of supremacy), un juramento que
se atemperó en 1793 (permitiendo a grandes propietarios católicos votar) y que más tarde desapareció
en 1829 con la Relief Act.
12
Son célebres sus palabras: «El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió
decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de
la sociedad civil (es decir, un pacto ilegítimo basado en la fuerza) [...] “¡Guardaos de escuchar a este
impostor!; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie”» (ROUS-
SEAU, 1754, Segunda parte).
304 SEBASTIÁN LINARES
ser válidos como fuente de legitimidad del pacto social 13, ya que expresan la
subordinación política de unas personas con otras, y las personas no deberían
estar sujetas más que a la constitución y a las leyes. Por la misma razón, na-
die puede jurar ni prometer ponerse a merced de otra persona para siempre,
renunciando a su libertad. Quienquiera que haga esa especie de promesa, dice
ROUSSEAU, la misma resulta nula.
Para la concepción rousseauniana, es obvio que cobra especial importan-
cia la promesa pública (que puede ser un juramento) de obediencia a la cons-
titución 14 (siempre que se trate de una constitución legítima, aprobada por el
consentimiento explícito de todos y cada uno de los ciudadanos). Pero esto
no significa que otros juramentos o promesas públicas institucionales queden
descartados de plano. Todo dependerá del tipo de contenido del juramento o
promesa pública y las condiciones de libertad en que esa promesa se lleva a
cabo. De hecho, ROUSSEAU (El contrato social, Libro IV, Sobre la religión
civil) pensaba que en un pacto social legítimo los ciudadanos debían compro-
metieran públicamente con unos principios básicos de sociabilidad (entre los
que incluía la creencia en Dios). Aunque su propuesta incurre en una evidente
contradicción cuando sostiene que quienes se negaran al compromiso público
con esos principios podían ser condenados con pena de muerte (¿cómo puede
ser libre una promesa extraída bajo amenaza de muerte?), al menos sirve para
mostrar cómo ROUSSEAU no era reacio al uso de las promesas públicas institu-
cionales distintas a la de la obediencia a la Constitución.
Ahora bien, es evidente que esta concepción de ROUSSEAU plantea muchos
problemas. Un problema clásico es el de cómo lograr, materialmente, el con-
sentimiento unánime de todas las personas que quedarán sujetas a la constitu-
ción, puesto que siempre habrá desacuerdos razonables sobre los contenidos
que esta debería proteger u honrar. No nos vamos a ocupar de esta cuestión
con profundidad, pero diré que existen dos líneas de respuesta plausibles: la
primera es la de que el consentimiento unánime sea requerido solo respecto
del procedimiento de toma de decisiones para aprobar los contenidos de la
constitución, algo que demandaría una primera fase de aprobación unánime
de las reglas procedimentales, y otra fase de deliberación y aprobación (que
puede ser mayoritaria) de los contenidos sustantivos de la constitución (entre
ellos el régimen y la forma de gobierno). Otra respuesta plausible es la de
considerar que el consentimiento unánime es hipotético: es lo que las personas
razonables aprobarían en unas circunstancias ideales de diálogo e igualdad.
Tiendo a pensar que el pensamiento de ROUSSEAU encaja mejor con la primera
13
Esta idea de abolir los juramentos de fidelidad a una persona fue más tarde elogiada por PAINE
en los Derechos del Hombre (PAINE, 1794: 119).
14
Esta fue la razón principal, según creemos, por la que los «juramentos» y promesas públicas
de obediencia a la Constitución figuraron en las primeras constituciones de inspiración rousseauniana
(como la de Vermont, 1777).
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 305
15
David ESTLUND considera que, dado que ningún pacto social, ni ninguna forma de gobierno va
a concitar el consentimiento unánime, y siempre habrá desacuerdos razonables, la única idea plausible
para fundar la legitimidad sobre bases consensuales es la del «consentimiento normativo». Dado que
a veces el consentimiento explícito es nulo (p. ej., cuando se hace bajo amenaza de fuerza, o cuando
supone consentir conductas moralmente reprobables desde todo punto de vista razonable, como con-
sentir esclavizarse a sí mismo), entonces tiene sentido, dice ESTLUND, pensar que el no-consentimiento
también puede ser nulo, por ejemplo, cuando se propone una forma de gobierno razonable y la persona
la rechaza o se niega a consentir. En este caso, su negación del consentimiento es nula, lo que equivale
a consentir (véase ESTLUND, 2008: cap. 4).
306 SEBASTIÁN LINARES
condiciones bajo las cuales podrían estas ser válidas. Según GODWIN, todos
los ámbitos de la conducta humana están sujetos a la moral pública (o derecho
natural), y son los imperativos de la moral los que obligan a las personas, con
independencia de lo que hayan prometido o no. Prometer, para esta visión, es
moralmente reprobable, porque solo debemos estar atados a la moral. Ahora
bien, la posición de GODWIN resulta problemática desde el momento en que
reconocemos que existe un desacuerdo profundo, razonable y persistente so-
bre muchas cuestiones de moral pública y justicia sustantiva. Es verdad que
comprometerse, por ejemplo, a no cometer homicidios resulta irrelevante,
porque estamos obligados a cumplir con ese deber con independencia de lo
que prometamos, y porque de algún modo supondría reconocer que sería lícito
matar en caso de no pronunciar promesa alguna 16. Pero no todas las conductas
moralmente exigibles funcionan como el deber de no cometer homicidios. Los
ámbitos y los cursos de la conducta humana son multifacéticos y cambiantes,
y en una amplísima gama de ellos no puede decirse que exista algo así como
un imperativo de moral pública aceptado por unanimidad por todas las perso-
nas razonables. En estos ámbitos, librados al desacuerdo moral y razonable,
las promesas públicas (incluso las institucionales u obligatorias) pueden tener
un papel importante que cumplir, al fijar orientaciones generales de la conduc-
ta deseada que, a falta de las mismas, las personas no tendrían.
16
Por esta misma razón John Stuart MILL atacó los juramentos de «decir la verdad» en juicio
penal; según él, bastaba con el valor intrínseco de la verdad y con la ley que castiga el perjurio para
inducir a la conducta debida (MILL, 1823).
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 307
17
El juramento de la redacción de la Constitución de Vermont de 1777 dice así: «I solemnly
swear, by the ever living God (or affirm, in the presence of Almighty God,) that whenever I am called
to give any vote or suffrage, touching any matter that concerns the State of Vermont, I will do it so, as
in arty conscience, I shall judge will roost conduce to the best good of the same, as established by the
constitution, without fear or favor of any man». En 1793, con el ingreso a la Unión, se quita la apelación
a Dios y la declaración pasa a ser una promesa pública: «You solemnly swear (or affirm) that whenever
you give your vote or suffrage, touching any matter that concerns the State of Vermont, you will do it
so as in your conscience you shall judge will most conduce to the best good of the same, as established
by the constitution, without fear or favour of any man» (Sección 21, Constitución de Vermont, 1793).
308 SEBASTIÁN LINARES
Como dije, la promesa no prejuzga sobre cuáles son las visiones correctas
de la política, el bien común o la justicia distributiva, y solo pide que las perso-
nas reflexionen y sean responsables antes de ejercer su voto, nada más ni nada
menos. Sin embargo, aun cuando no se comprometa con ninguna concepción
sustantiva, cabe preguntarse si la promesa tiene algún compromiso explícito
con alguna visión epistémica, de todas las existentes, o si en cambio puede
permanecer neutral también en esta dimensión más básica.
La respuesta a esta inquietud es un tanto compleja. En principio, la pro-
mesa pública puede ser compatible tanto con el cognoscitivismo moral como
con el escepticismo epistémico o no cognoscitivismo. Nos llevaría muy lejos
desarrollar la discusión entre estas dos corrientes de la epistemología moral;
para nuestros propósitos será suficiente con decir que mientras el cognosci-
tivismo presume que es valioso esforzarse por buscar, a través del diálogo y
la reflexión, criterios intersubjetivos de validez o verdad moral, el no cog-
noscitivismo considera que tales criterios no son posibles de identificar, y
lo que las personas dicen que es «bueno» o «malo», justo o injusto, correcto
o incorrecto, no es más que la expresión de sus gustos o emociones subje-
tivas. De acuerdo con esto, parecería, prima facie, que la promesa pública
de responsabilidad excluiría a los escépticos morales, que consideran que la
reflexión moral no es una fuente fiable para alcanzar ninguna verdad o co-
nocimiento moral. Sin embargo, esa sería una conclusión errónea, ya que la
fórmula de la promesa solo pide que las personas funden su voto en un juicio
reflexivo y ejerzan su voto con responsabilidad, lo que no excluye la posibi-
lidad de reflexionar sobre los propios gustos o emociones y ser responsable
con las propias creencias emotivas subjetivas. Es verdad que quedarían fuera
las versiones más toscas del emotivismo que consideran que ni siquiera vale
la pena reflexionar sobre los propios gustos o preferencias subjetivas, pero
esa visión sería tan absurda que no tiene sentido siquiera considerarla. En
cualquier caso, nada importante se perdería con que estas queden excluidas
de la promesa.
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 311
Ahora bien, la promesa obligatoria exige que las personas prometan fun-
dar el voto en un juicio reflexivo. Esta exigencia abre un campo de debate
inquietante dentro del cognoscitivismo, desde el momento en que no todas
las teorías epistemológicas cognoscitivistas están dispuestas a aceptar que el
conocimiento se alcance necesariamente con el respaldo de razones y creen-
cias reflexivas. En epistemología existen dos grandes corrientes sobre el tema,
que se ramifican a su vez en diversas facciones o escuelas: el externalismo y
el internalismo (BONJOUR y SOSA, 2003). Básicamente el externalismo sostie-
ne que, para que una creencia (fáctica) esté justificada, el sujeto que tiene la
creencia no debe, además, ser consciente de cómo llegó a ella y estar en posi-
ción de dar razón de esa creencia. Para una de las versiones más conspicuas
del externalismo (GOLDMAN, 1979, 1988, 1992), una creencia está justificada
cuando es fruto de (está causado por) un proceso epistémico que es fiable
(aunque falible), en el sentido de que dicho proceso conduce, con más proba-
bilidad que menos, a alcanzar creencias verdaderas (true belief). Una creencia
justificada es, en este sentido, una creencia producida por un proceso fiable,
sin que sea importante determinar si el sujeto que la tiene es consciente de
cómo accedió a ella. En definitiva, para que una creencia esté justificada basta
con que sea fruto de las capacidades que normalmente conducen a alcanzar
creencias verdaderas, como la memoria, la inferencia lógica-deductiva, la per-
cepción, la experimentación, o incluso el testimonio (siempre que la fuente
del mismo sea, de hecho, confiable), y todo ello con independencia de que el
sujeto pueda ser consciente y dar explicación de las bases epistémicas de su
creencia.
Por contraposición, tenemos la corriente del internalismo, que sostiene
que para que una creencia (fáctica) esté epistémicamente justificada los ele-
mentos que la vuelven justificada deben ser, además, conocidos por el sujeto,
en el sentido de que debe ser consciente de cómo accedió a ellos y poder dar
explicación de los mismos. En la versión más extrema del internalismo, «to-
dos» los elementos que forman la base que vuelve epistémicamente justificada
una creencia deben, además, ser conocidos por el sujeto, mientras que en una
versión más débil o moderada, basta con que el sujeto sea consciente de uno o
algunos de esos elementos.
Salta a la vista que la propuesta de la promesa pública tiene una fuerte
afinidad con las visiones internalistas de la justificación epistémica. Ello es
así porque quien pronuncia la promesa expresará un compromiso con el juicio
reflexivo, lo que aparentemente supone descartar la idea de que se puede tener
conocimiento sin el respaldo de la reflexión. Una de las objeciones inmediatas
que surgen, entonces, es la de que la promesa pública no tendrá la aceptación
de las visiones externalistas de la justificación epistémica.
Una línea de respuesta posible sería la de reconocer este desacuerdo y
afirmar que, en efecto, las visiones externalistas de la justificación epistémica
312 SEBASTIÁN LINARES
de nivel superior, sea porque implica «más conocimiento» (no solo conoce-
mos X, sino que conocemos además las bases epistémicas de X), sea porque
es más fiable 18. Según SOSA, las creencias que tenemos sobre la base de un
conocimiento reflexivo son «mejores» creencias, porque equivalen a alcanzar
creencias a la luz del día. El conocimiento animal no es que sea poco fiable.
Sencillamente, sucede que el conocimiento reflexivo es epistémicamente su-
perior y merece una especie de lugar de honor en nuestras vidas intelectuales.
Ahora bien, suponiendo que no nos quedamos conformes con estos argu-
mentos, todavía habría un argumento importante para seguir pensando que las
visiones externalistas pueden aceptar el componente reflexivo de la promesa.
Este argumento ha sido magistralmente formulado por Ronald BEINER (1983:
167): «[el juicio reflexivo] puede operar con mayor o menor independencia
de las condiciones políticas actuales en las que fortuitamente las personas
se encuentran situadas. El mismo tiene la capacidad inherente de liberarse
de cualquier circunstancia contingente que ata y constriñe las posibilidades
humanas. Esto viene implicado en el carácter doble del juicio humano: el
agente que formula un juicio político delibera desde dentro de su situación
actual; y el agente espectador reflexiona sobre su situación actual; pero la
misma reflexión lo libera de las ataduras del momento. Entonces, atender
a las facultades del juicio (reflexivo) puede ser una forma de devolverle a
las personas su condición de ciudadanos, en un mundo que frustra cualquier
sentido real de la ciudadanía [¡juzgar (reflexivamente) se convierte entonces
en una especie de acción política indirecta!]».
El argumento de BEINER viene a señalar un valor no epistémico de la re-
flexión: el valor de la libertad o autonomía personal. Según este argumento,
reflexionar sobre las bases epistémicas de nuestras creencias nos libera de las
contingencias materiales que nos atan, al someter a crítica las mismas y abrir
la puerta a otras posibilidades de acción. Y más que eso, puesto que reflexio-
18
¿Es cierto que el conocimiento reflexivo es epistémicamente más fiable que el conocimiento no
reflexivo o mecánico? Según creo, hay buenas evidencias experimentales que sustentan la idea de que el
conocimiento reflexivo es, en una gran variedad de contextos de decisión, más fiable que el conocimien-
to inconsciente o no reflexivo. Algunos experimentos muestran que las personas, cuando tienen que
escoger, en un plazo breve de tiempo, entre un menú amplio de alternativas, y valorarlas con arreglo a
un número amplio de parámetros o dimensiones de evaluación, toma mejores decisiones cuando decide
de manera irreflexiva, que cuando intenta llegar a un juicio reflexivo de los argumentos y evidencias
que sustentan dicha elección (DIJKSTERHUIS, BOS, NORDGREN y VAN BAAREN, 2006; DIJKSTERHUIS y
NORDGREN, 2006). Sin embargo, esta clase de hallazgos distan mucho de tener una validez «general» o
universal, del tipo «siempre el conocimiento irreflexivo es más fiable que el conocimiento reflexivo».
De hecho, hay buenas razones para pensar que la validez de estos hallazgos está circunscrita a unas con-
diciones de contexto muy limitadas, como un número amplio de alternativas, un número muy amplio de
parámetros de evaluación y un plazo breve de tiempo para valorarlos (SHANKS y NEWELL, 2014). A falta
de algunas de estas condiciones, parece que el desempeño instrumental del conocimiento irreflexivo
no es tan halagüeño. Por ejemplo, cuando en la misma clase de experimento los sujetos pueden fijar su
propio plazo de tiempo para llegar a la mejor decisión, se ha demostrado que el conocimiento reflexivo
es igual o más fiable que la toma de decisiones irreflexiva o inconsciente (PAYNE, SAMPER, BETTMAN
y LUCE, 2008).
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 315
Es sabido que Philip CONVERSE (1990: 372) fue el primero en mostrar, con
datos empíricos, una queja recurrente de muchos conservadores y críticos de
la democracia: que los ciudadanos carecen de información política básica y
suelen fundar sus votos en conjeturas, gustos o afinidades sumamente ende-
bles desde el punto de vista de la competencia epistémica. Con ello inició una
influyente línea de investigación en la ciencia política que ha perseguido, con
éxito, fortalecer la intuición que tenía Bernard SHAW de que si la oligarquía es
el gobierno de la minoría corrupta, la democracia es el de la mayoría incompe-
tente. Si CONVERSE mostraba que «las dos verdades más simples en torno a la
distribución de la información política en los electorados es que el promedio
es bajo y la varianza es alta» (CONVERSE, 1990: 372), ahora sabemos, además,
que la diferencia entre los votantes más informados y los menos es altísima 19:
Aunque la calidad informativa que arrojan estos estudios no es nada aus-
piciosa, es importante poner también los datos en contexto. En primer lugar,
no toda la información básica importa para tomar decisiones inteligentes en
política. Desconocer el nombre de los miembros de la Corte Suprema, por
poner un caso, no es relevante para decidir qué partido ofrece las mejores
propuestas. En segundo lugar, las relativamente pocas cuestiones que captan
la atención de los votantes son, como suele suceder en política, complejas.
¿Debemos aumentar el presupuesto en educación? ¿Qué hacer para mejorar el
transporte público? ¿Cuáles son las medidas más eficientes para combatir el
desempleo y, al mismo tiempo, la precariedad laboral? Para cada una de estas
cuestiones, existe una mayoría de votantes que las perciben como intrincadas
y remotas. Si se les preguntara a los votantes cuál es la mejor política en esas
19
Así, en un influyente estudio se ha mostrado que los votantes que se sitúan en el cuartil más
alto exhiben un promedio de 15,6 por 100 respuestas correctas (de 18 posibles), mientras que los que se
sitúan en el cuartil más bajo promedian solo 2,5 por 100 respuestas correctas» (ALTHAUS, 2003: 11-12).
316 SEBASTIÁN LINARES
20
Uno de los problemas más discutidos en epistemología social es precisamente como volver
compatible la dependencia epistémica a los testimonios de terceros con el ideal kantiano de autonomía
en la generación de juicios. No tengo espacio para desarrollar este importante debate, pero diré que mi
propuesta (que combina las asambleas de sorteados informativas, un sistema de publicidad en la parti-
cipación, un régimen nuevo de cómputo de las abstenciones, y la promesa pública del votante) vuelve
más probable el voto informado y basado en la reflexión autónoma (tanto respecto de las evidencias
directas como de la competencia e independencia de los ciudadanos sorteados que ofrecen su testimo-
nio cualificado a los votantes).
LA PROMESA PÚBLICA DEL VOTANTE 317
21
Véase capítulo IX de este libro.
318 SEBASTIÁN LINARES
6. CONCLUSIONES
1. INTRODUCCIÓN
Todos los demócratas aceptan que una de las bases de la legitimidad de-
mocrática reside en el principio de igualdad (DAHL, 2007). Las implicaciones
de este principio son fuertes: reclama que no se discrimine a ninguna persona,
en la atribución de derechos políticos, sin una justificación razonable. Es bien
conocido que la historia de la democracia fue una lucha por la inclusión: por la
inclusión de las mujeres, de los desposeídos, de los descendientes de esclavos,
de los analfabetos, de los obreros, o de algunas minorías étnicas, religiosas
o culturales. En las democracias electorales contemporáneas, sin embargo,
todavía persisten categorías de personas excluidas del derecho al voto: los
extranjeros residentes, los ciudadanos residentes en otro país, los condenados,
los menores y los incapaces en general. Estas exclusiones son aceptadas como
restricciones de derechos que no comportan discriminaciones odiosas, y por
tanto parecen condecirse con el principio de que toda propuesta de coerción
debe ser aceptada por las visiones razonables de la política (ESTLUND, 2008;
RAWLS, 1993).
En este capítulo quiero cuestionar esta idea. Voy a argumentar, de manera
general, que la exclusión del derecho al voto de los condenados, de los extran-
jeros residentes y de los menores e incapaces, enfrenta objeciones razonables.
320 SEBASTIÁN LINARES
1
El espacio del que aquí dispongo no me permite adentrarme en el debate acerca de si el derecho
de participación se atribuye a «todos los intereses afectados» (en sus diferentes versiones), o en cambio
—como pienso— a los que están sujetos a coerción del Estado. Para una discusión sobre sus fundamen-
tos e implicaciones, véanse GOODIN (2007), MILLER (2009) y MIKLOSI (2012).
LAS NUEVAS FRONTERAS DE LA INCLUSIÓN 321
2
Muchos pensadores clásicos ligados al movimiento de la Revolución Francesa, como Thomas
PAINE o Nicolás de CONDORCET, defendieron la extensión del voto a todas las personas, sin distinción
de género, raza o propiedad. CONDORCET incluso elaboró un proyecto de constitución republicana que
otorgaba derecho de voto a quienes podían demostrar una residencia de un año (URBINATI, 2004). En
los hechos, la Asamblea republicana, en 1791, promulgó un régimen censitario, según el cual solo
322 SEBASTIÁN LINARES
podían votar los hombres adultos residentes que hubiesen pagado, en el término de un año, una suma
de impuestos equivalente a tres días de trabajo. Este esquema, aunque ciertamente no democrático y
excluyente, descartó la discriminación del derecho al voto con base en la nacionalidad de las personas,
y solo en ese sentido puede decirse que fue, aunque de manera muy deficitaria, «no perfeccionista».
3
En la América postrevolucionaria, desde 1776, los derechos de voto (y el derecho a ser elegible)
se otorgaron solo a los residentes (aunque blancos, hombres y propietarios). La primera Constitución
de Vermont, por ejemplo, daba derecho de voto a los extranjeros, mientras que la Asamblea de Virginia
hizo lo mismo a través de una ley. En Pensilvania, después de dos años de residencia, los extranjeros
podían votar. Esta práctica se mantuvo, de una manera u otra, hasta 1926 en los Estados Unidos (RAS-
KIN, 1993: 1391).
LAS NUEVAS FRONTERAS DE LA INCLUSIÓN 323
Elecciones nacionales
Elecciones nacionales
Estonia Bolivia
Finlandia (desde 1981 hasta 1991) Colombia
Islandia (desde 1920 hasta 1995) Dinamarca (desde 1981)
Israel Finlandia (desde 1991)
Noruega (desde 1978 a 1982) Hungría
Irlanda (desde 1963 a 1984)
Holanda
Solo elecciones municipales
Noruega (desde 1982)
Canadá España
Alemania (1989-1990) Suecia
Suiza Venezuela
Estados Unidos Argentina
Ningún otro país ha adoptado un sistema tan permisivo. Irlanda, por ejem-
plo, establece seis meses de residencia como condición previa para adquirir la
324 SEBASTIÁN LINARES
titularidad del derecho al voto, pero solo permite votar en las elecciones loca-
les. Uruguay también permite a los extranjeros residentes votar en elecciones
nacionales, pero exige que los extranjeros residan durante quince años (un
recaudo extremadamente severo, teniendo en cuenta que solo bastan tres años
de residencia para adquirir la nacionalidad por naturalización). En América
Latina, el país más permisivo es Chile, que permite votar en las elecciones na-
cionales parlamentarias a los extranjeros que hubieran residido durante cinco
años (arts. 13 y 14 del CP).
Ahora bien, el enfoque «no perfeccionista» encuentra dificultades para
aceptar el otorgamiento de derechos de voto a los ciudadanos que residen, de
manera permanente, fuera del país de origen. Y es que, si la titularidad del
voto depende del hecho de quedar sometidos a las leyes coercitivas, y esta
condición se alcanza con la residencia permanente, luego de esas premisas
parece deducirse que quienes no residen de manera permanente no deberían
ser titulares del derecho de voto. Con ello, estarían justificadas las prácticas
de algunos Estados, dirigidas a excluir del voto a los nacionales que residen
en otro país después de un determinado número de años (LÓPEZ GUERRA,
2005).
Algunos autores, sin embargo, consideran que la residencia permanente
no es la única condición suficiente del sometimiento a las leyes de un país.
Se ha intentando argumentar, en ese sentido, que los ciudadanos residentes
en otro país siguen sujetos a las leyes del país de origen (OWEN, 2011). Si,
por ejemplo, el país de origen celebra un referéndum en el que todos los ciu-
dadanos deben decidir, por mayoría, si suprimir o no los derechos de voto de
los ciudadanos residentes en el exterior, puede decirse que la decisión que se
tome será «vinculante» para los últimos, y por la misma razón que estos «es-
tarán sujetos» a «esa» ley de su país de origen. Luego, sostiene esta postura,
lo importante no es el grado en que los ciudadanos residentes en el exterior
estén sujetos a las leyes de su país de origen, sino si están sujetos o no en algún
sentido importante del término.
Esta respuesta, sin embargo, no es del todo satisfactoria, porque si tuvié-
semos que ser consistentes con la idea de «quedar vinculados a las leyes o
decisiones políticas de otro país», entonces deberíamos extender el derecho
de voto «también» a muchas personas residentes en el exterior que no son
ciudadanos del país de origen y que incluso nunca han residido en el mismo.
Por ejemplo, deberíamos adjudicar el derecho de voto a todos los propietarios
de capitales o bienes raíces residentes en el exterior porque las leyes de pro-
piedad también los vinculan. O reconocer la titularidad del voto a las personas
de otros países que padecen en carne propia las acciones militares de nuestro
gobierno. De hecho, no hay nadie que esté sujeto a las decisiones de otro país,
en el sentido más literal del término, y de la manera más dramática, que las
víctimas inocentes de las guerras.
LAS NUEVAS FRONTERAS DE LA INCLUSIÓN 325
Los estudios seminales se remontan a PIAGET (1924) y fueron ampliados más tarde por KHOL-
4
BERG (1981) y PIAGET. Un recuento contemporáneo de las evidencias sobre el desarrollo moral del niño
puede encontrarse en LEJARRAGA (2004, 2006).
332 SEBASTIÁN LINARES
Sea como sea, el caso es que siempre existirán objeciones razonables para
oponerse a esa infrainclusión (o sobreinclusión). Estos reparos son, por otro
lado, de un carácter instrumental epistémico: resulta irrazonable reconocer
(o desconocer) cuotas de poder político sobre otros a quienes carecen de (o
poseen) las facultades mínimas de juicio para tomar decisiones morales res-
ponsables.
No quiero negar la importancia de este debate. Fijar la frontera óptima
en el reconocimiento de los derechos políticos plenos es un asunto moral-
mente prioritario. Sin embargo, es un tema sobre el que todavía hacen falta
más investigaciones empíricas para zanjar adecuadamente la cuestión. Aún no
conocemos suficiente, por ejemplo, sobre cómo se desempeñan efectivamente
los menores de dieciséis años a la hora de votar en aquellos regímenes que lo
permiten, y solamente somos capaces de acudir a analogías imperfectas para
presumir cómo se comportarían en edades aún menores. Necesitamos saber
más, y experimentar más (el nivel local podría ser adecuado para ello), para
iluminar las posiciones en este debate.
Ahora bien, donde sea que se fije la frontera, creo que existen buenas razo-
nes para adoptar un régimen de representación legal en el voto de los menores,
en virtud del cual sus padres o tutores legales tienen el derecho a ejercer el
voto del menor en su nombre y la obligación moral de hacerlo en el interés de
estos 5. Este sistema fue concebido por primera vez por el demógrafo húngaro
Paul DEMENY (1986), como un mecanismo dirigido a estimular la natalidad
en los países con tasas de crecimiento demográfico negativas (SANDERSON,
2007), y el mismo esquema ha sido propuesto por Martha NUSSBAUM (2009)
para el caso de los incapaces mentales. Vale la pena preguntarse si una pro-
puesta como esa puede ser justificada a la luz de los valores que dan sentido a
la democracia participativa epistémica.
En el capítulo VII he argumentado que delegamos nuestra cuota de so-
beranía a nuestros representantes «por razones pragmáticas» —no podemos
ocuparnos personalmente de todos los asuntos públicos—. Pues bien, si las
personas delegan su cuota parte de soberanía por razones pragmáticas a quie-
nes tienen tiempo para dedicarse a tratar los asuntos públicos, por qué no
pensar que es razonable que los menores e incapaces deleguen su cuota parte
de soberanía a quienes tienen la capacidad moral básica de ocuparse de los in-
tereses fundamentales de estos. Negarles el derecho al voto porque carecen de
competencia epistémica mínima, cuando existen «representantes» naturales
de sus intereses (padres, tutores) es moralmente equivalente a negarles, a los
ciudadanos, el poder de elegir representantes políticos alegando que carecen
5
En este sistema, para evitar cualquier conflicto, cada padre emite una fracción de voto equivalen-
te a 1/2. En caso de divorcio, la ley puede establecer que votará el padre o madre que tenga la tenencia
de los hijos (debiendo demostrarlo debidamente). Si la tenencia es compartida, procede el régimen de
fracciones.
LAS NUEVAS FRONTERAS DE LA INCLUSIÓN 333
de tiempo suficiente para ocuparse de todos los asuntos públicos. Aquí existe
una inconsistencia evidente: dado que somos incapaces de ocuparnos perso-
nalmente de todos los asuntos públicos, justificamos que alguien de nuestra
elección se ocupe de ellos, en nuestro nombre y en nuestro mejor interés. Sin
embargo, tratándose de menores e incapaces, creemos que no tiene ninguna
justificación que existan representantes de sus intereses que puedan ejercer su
cuota de soberanía política en su nombre y en su interés. No podemos cohe-
rentemente aceptar lo primero y negar lo segundo.
Contra esta postura se podría alegar que, mientras la delegación a repre-
sentantes políticos es voluntaria, la delegación en los tutores es legal. Sin em-
bargo, esa afirmación no resiste el análisis: yo puedo elegir un gobernante
para que se ocupe por lo general de todos los asuntos públicos que no están a
mi alcance, pero sucede que hay asuntos puntuales sobre los que me gustaría
poder votar de manera autónoma y sin intermediarios. Sin embargo, dado que
no puedo recuperar mi cuota parte de soberanía política, me veo obligado a ser
representado «legalmente» por un representante político que he elegido para
ocuparse de otras cuestiones. Mi argumento es que esta clase de escenarios de
representación «legal» no se distingue en nada del caso de un representante
legal que ejerce el voto en nombre y en el interés de los menores o incapaces.
Tanto el menor, como los ciudadanos, están obligados a ver cómo sus repre-
sentantes votan en su nombre. La única diferencia es que en la primera medió
un acto de voluntad inicial del representado, mientras que en la representación
de menores e incapaces es la ley la que establece el origen del mandato repre-
sentativo. Pero el origen voluntario no hace desaparecer el hecho involuntario
de que el voto de los representantes políticos se ejerce legalmente en nombre y
en el interés de los electores, aun cuando estos desearían en muchas decisiones
poder recuperar su cuota de soberanía y votar de manera independiente y sin
intermediarios.
Otro reparo que se podría plantear diría que si el hecho de tener una com-
petencia moral suficiente para tomar decisiones responsables no es una con-
dición a cumplir para ser titular del derecho de voto —dado que este puede
ser ejercido por representantes—, entonces estamos basando nuestra defensa
de la legitimidad democrática única y exclusivamente en la igualdad política.
Pero yo no dije que la capacidad epistémica deba ser reunida por todos y cada
uno de quienes deben ser por ley titulares del derecho de voto, sino por el sis-
tema democrático en su conjunto. Esto no equivale a prescindir de la dimen-
sión epistémica en la fundamentación de la democracia. La razón de por qué
preferimos una democracia al sorteo radica en que la primera se aprovecha
estructuralmente de las perspectivas inteligentes de las personas, no en que la
inteligencia de todas y cada una de las personas que son o deben ser titulares
del derecho de voto sea una condición mínima necesaria para la aceptación de
un sistema democrático.
334 SEBASTIÁN LINARES
2. CONCLUSIONES
de que estas sean el fruto de un proceso que honra la igual libertad de elección,
entonces no cabe duda de que las Asambleas Legislativas y los mecanismos de
democracia directa se encuentran en una mejor posición comparativa a la hora
de aspirar a erigirse como la autoridad final dentro de un sistema político. Y es
que tanto las Asambleas como los mecanismos de democracia directa repre-
sentan más voces, más perspectivas e intereses, que las que pueden representar
las Cortes Supremas. Aun cuando los jueces de la Corte Suprema o el Tribunal
Constitucional fueran elegidos directamente por el pueblo, las Asambleas se-
guirían ostentando un mayor grado de representatividad democrática compa-
rada, en tanto que los mecanismos de democracia honran la igual libertad de
elección de una manera mucho más amplia y profunda.
Sin embargo, si aceptamos que la legitimidad de las leyes está basada, en
parte, en el carácter epistémico del proceso democrático-deliberativo, enton-
ces el desafío de decidir a quién concederle la autoridad final es más arduo,
porque debemos ponderar las virtudes intrínsecas e instrumentales epistémi-
cas de ambos órganos dentro del sistema democrático. Si, como suele suce-
der, las Cortes Supremas o Tribunales Constitucionales ostentan una legiti-
midad democrática indirecta (puesto que sus miembros suelen ser elegidos
representantes elegidos directamente por la ciudadanía), entonces tal vez su
menor grado de representatividad democrática pueda verse compensado por
su mayor grado de capacidad epistémica para discernir lo que es justo, co-
rrecto o razonable. Y entonces pasaríamos a una comparación entre dos com-
binaciones: el menor valor intrínseco y el (presunto) mayor valor epistémico
de las Cortes, vis a vis el mayor valor procedimental y el (presunto) menor
valor epistémico de las Asambleas y/o referéndum. Si resulta que el sacrificio
de perder representatividad democrática redunda en una ganancia en el valor
epistémico instrumental del sistema democrático en su conjunto, entonces tal
vez el control judicial de las leyes resulta justificado a la luz de la democracia
deliberativa.
Dentro del marco de los ideales deliberativos epistémicos podemos en-
contrar típicamente tres posiciones en relación con la dificultad contrama-
yoritaria. La primera tesis se muestra inconclusa frente al desafío de la jus-
tificación del control judicial de las leyes, y sostiene que ambos sistemas
pueden ser justificados razonablemente a la luz de los valores que fundan la
democracia deliberativa epistémica. La segunda tesis sostiene que una Corte
Suprema o Tribunal Constitucional añade un valor epistémico instrumental
al sistema democrático en su conjunto, un valor de tal calibre que derrota
las consideraciones basadas en el derecho de participación entre iguales y la
representatividad democrática. La tercera tesis justifica un modelo robusto de
control judicial de las leyes solo si es ejercido con el cometido de proteger las
condiciones que hacen posible una genuina deliberación democrática. Vaya-
mos por partes.
340 SEBASTIÁN LINARES
supuesta mejor educación que poseen. Siempre puede aducirse —nos dice—
que el grupo de expertos o de quienes poseen cierta educación va asociado
desproporcionadamente con la pertenencia a ciertas clases sociales o grupos
étnicos, religiosos o culturales que sesgan el resultado del procedimiento en su
favor. Y aun cuando estos rasgos estuvieran distribuidos proporcionalmente,
siempre cabe alegar un nuevo aspecto (manifiesto o latente) que no está repre-
sentado en el grupo de expertos y que distorsionaría el proceso de toma de de-
cisiones. Según ESTLUND, este argumento siempre está disponible, y siempre
es un argumento razonable. Y como es razonable, bloquea la idea de que el
hecho de saber más o conocer mejor que otros lo que debe hacerse política-
mente da derecho a tener autoridad.
La epistocracia, por tanto, no pasa el requisito de aceptabilidad calificado
porque no alcanza a ser tributaria de la aceptación del conjunto de las opinio-
nes razonables. Fracasada la epistocracia, entonces solo queda replegarse por
defecto —dice ESTLUND— a aquel acuerdo político que sí pasa el filtro del
requisito de aceptabilidad calificado. Ese acuerdo es el proceso deliberativo-
democrático, un acuerdo que supone condescender (por así decirlo) a la idea
de honrar la igual participación en la elaboración de las leyes, pero que sigue
teniendo un componente epistémico instrumental (modesto y siempre falible).
Esto permite mantener todo el valor epistémico disponible al mismo tiempo
que permite sortear el requisito de aceptabilidad calificado.
Ahora bien, dicho esto, ESTLUND sostiene que el acuerdo político demo-
crático-deliberativo que supuestamente queda justificado, después de recha-
zarse el gobierno de los expertos, incluye a todas las ramas de un gobierno
democrático (Cortes, Legislaturas, Ejecutivo), y todas las decisiones que se
derivan de ese acuerdo son democráticas y cuentan con legitimidad, así sean
sentencias, leyes o decretos. ESTLUND reconoce que algunos cargos oficiales
no son electos directamente por la ciudadanía, pero sostiene que en una de-
mocracia (si no por definición, al menos en general) cualquier funcionario
público es o bien elegido o bien designado por alguien que fue elegido —o al
menos por alguien con un cargo cuyo origen puede rastrearse hasta un cargo
electo— (ESTLUND, 2008: 225). Todos tienen, en mayor o menor grado, cre-
denciales democráticas. Aunque ESTLUND no lo dice, no cabe duda de que este
reconocimiento implica negar que el argumento contra la epistocracia esté
automáticamente disponible contra este tipo de funcionarios indirectamente
elegidos. Según ESTLUND, los acuerdos políticos que se desvían de la idea de
igualdad política podrían quedar justificados si no encarnan comparaciones
odiosas. De hecho, el sistema democrático representativo moderno cristaliza
muchas desviaciones a la igualdad política: los representantes y burócratas
tienen un mayor poder de influencia e impacto que el que de hecho tienen
los ciudadanos comunes, los arreglos electorales a veces conceden un mayor
valor, a la hora de determinar quién debe ser elegido, a los votos de ciertos dis-
342 SEBASTIÁN LINARES
tritos, y así. Por la misma razón, el control judicial de las leyes, si bien es una
institución que incumple el reclamo de honrar la igual participación, podría
pasar el filtro del requisito de aceptabilidad calificado si resulta que no incurre
en discriminaciones injustificables para cualquier perspectiva razonable.
Con todo, hay que decir que su argumentación teórica no sustenta una
defensa de un modelo robusto de control judicial de las leyes, sino que más
bien defiende la idea de que un acuerdo político que cuenta con un modelo
robusto de revisión judicial podría eventualmente pasar el filtro del requisito
de aceptabilidad calificado. Sin embargo, también los acuerdos políticos de-
mocráticos que no receptan el control judicial de las leyes podrían pasar ese
mismo filtro. Esto queda claro cuando ESTLUND sugiere que algunos derechos
pueden (pero nada obliga a ello) quedar atrincherados y su custodia ser con-
fiada a procedimiento no mayoritarios. Y los derechos que pueden quedar al
margen del procedimiento legislativo mayoritario no solo incluyen las liberta-
des políticas que conforman las condiciones básicas del proceso deliberativo-
democrático (libertad de expresión, libertad de asociación, derecho de voto,
libertad de formación de partidos políticos), sino también otras libertades y
garantías que no conforman condiciones procesales sino límites sustantivos al
proceso (ESTLUND, 2008: 232).
Es interesante ver cómo los reparos que David ESTLUND lanza contra la
propuesta de Stuart MILL de otorgar más votos a los que saben leer y escribir
346 SEBASTIÁN LINARES
los hombres, con exclusión de las mujeres. Y aun cuando las mujeres estuvie-
ren adecuadamente representadas, todavía puede que no lo estén las minorías
indígenas, o ciertas clases sociales, o las identidades regionales. Con todo, aun
si no existieren rasgos empíricamente verificables, siempre sería razonable
alegar que ciertas perspectivas empíricamente no verificables están despro-
porcionadamente representadas en el grupo reducido de jueces. La objeción
demográfica, por tanto, también bloquea la propuesta de un modelo robusto de
revisión judicial. La propuesta de MILL otorgaba al menos un voto a todos los
participantes, un elemento que aspiraba a aprovechar los beneficios epistémi-
cos del mayor número de personas y perspectivas. Tratándose de un modelo
robusto de revisión judicial, ni siquiera esa ventaja epistémica está disponible,
y solo la forma de selección de los jueces les infunde a ellos un cierto grado
de representatividad del conjunto de perspectivas ciudadanas (que siempre es
comparativamente inferior al que encarnan las Legislaturas).
El argumento, entonces, es el siguiente. Si la propuesta epistocrática de
MILL queda impugnada por la «objeción demográfica» (en virtud de que siem-
pre es razonable alegar que el grupo de los educados posee, de manera despro-
porcionada, rasgos epistémicamente contraproducentes), entonces la misma
impugnación es aplicable a un modelo robusto de revisión judicial.
1
Las pruebas empíricas de esta tesis se remontan al trabajo de Robert THORNDIKE (1938). En una
muestra de doscientas personas, se formaron grupos de seis, cinco y cuatro miembros. Se le pidió a cada
individuo que respondiera diversas preguntas con una respuesta correcta. Luego se pidió a los grupos
que deliberaran y tomaran una decisión grupal (por mayoría). El experimento demostró que cuando la
mayoría de los individuos del grupo había respondido, en el examen individual, la respuesta correcta,
en el examen grupal un 79 por 100 de grupos terminó decidiéndose por la respuesta correcta. Cuando la
mayoría de los individuos del grupo había respondido, en el examen individual, la opción incorrecta, un
56 por 100 de los grupos terminó decidiéndose por la respuesta incorrecta. El experimento demuestra
que, aunque la verdad desempeña algún papel (79 por 100 es mayor a 56 por 100), también la mayoría
ejerce una influencia importante en las decisiones grupales. Con todo, la competencia promedio del
grupo fue levemente superior a la competencia promedio que tenía cada persona antes de deliberar y
votar en grupo (66 por 100 de aciertos grupales, frente a 62 por 100 de aciertos individuales).
350 SEBASTIÁN LINARES
2.3. La falsa promesa de que los jueces promoverán con sus decisiones
la democracia deliberativa
Según creo, las razones que derrotan las justificaciones de un modelo ro-
busto de control judicial de las leyes no necesariamente justifican por defecto
la abolición de todo tipo de control judicial de constitucionalidad de la ley.
Algunos esquemas alternativos de control constitucional compatibles con la
idea de atribuir la autoridad final a las Legislaturas o a las decisiones tomadas
en referéndum podrían estar justificados.
En otro lugar he examinado con detalle las posibilidades del diálogo demo-
crático interinstitucional en diversos esquemas de control de constitucionalidad
de la ley (véase LINARES, 2008b). En esa oportunidad, examiné el esquema
canadiense de la cláusula «notwithstanding» (HOGG et al., 2007), las declara-
ciones de incompatibilidad del sistema del Reino Unido después de la Human
Rights Act (2000), y el diseño institucional de Israel, que combina una constitu-
ción flexible con la facultad judicial de declarar inválida una ley. Por razones de
espacio aquí no voy a volver a tratar estos diseños institucionales, y me bastará
con decir que todos ellos son congruentes con la idea de asegurar la autoridad
final de las Legislaturas. Sin embargo, no todos ellos propician un genuino
diálogo interinstitucional, y todos tienen defectos que vale la pena considerar a
la hora de optar por uno u otro. El sistema canadiense, según dije, permite que
la Legislatura pueda prescindir de los argumentos de derechos a la hora de im-
poner sus preferencias, una opción que no se condice con un genuino diálogo 2.
2
No obstante, en la práctica la cláusula «notwithstanding» nunca ha sido utilizada por el Congre-
so federal canadiense. En los hechos lo que suele verse es una suerte de diálogo entre tribunales y Con-
greso que discurre por otros canales. Lo normal es que después de una declaración judicial de inconsti-
tucionalidad el Congreso vuelva a insistir aprobando una ley que, aunque no sea idéntica a la declarada
352 SEBASTIÁN LINARES
inválida, sí reintroduzca algunos puntos. En una segunda lectura judicial, los jueces constitucionales
canadienses suelen deferir a la voluntad del legislador en el intento de conjurar la amenaza de que, en
una última movida legislativa, se eche mano de la cláusula «no obstante» (véase WEBBER, 2005).
DEMOCRACIA DELIBERATIVA Y CONTROL JUDICIAL DE LAS LEYES 353
esta audiencia, una vez oídas todas las posturas, el Parlamento podría volver a
debatir la cuestión y someterla a votación.
Uno de los temores más fundados es el de que el Congreso haga un uso
abusivo de este poder. Para evitar o al menos reducir ese riesgo, creo que
el uso de la cláusula override debe cumplir ciertos recaudos. Nuevamente,
las «asambleas de sorteados» (FISHKIN, 2009) aquí podrían funcionar como
un resorte para ganar legitimidad en la respuesta legislativa. Si el panel de
ciudadanos sorteados coincide con la opinión de la Asamblea legislativa, la
legitimidad democrática de la claúsula override es mayor, y se abren las puer-
tas para un debate más profundo, que involucra también a la sociedad. Esta
vía, ejercida adecuadamente, da la oportunidad a los jueces para repensar sus
interpretaciones y corregir sus errores exponiéndolos a diferentes voces y, por
el otro, a que el pueblo y sus representantes puedan volver a debatir el tema.
Finalmente, cabría estipular que el uso de esta suerte de cláusula override
tenga efectos temporales, es decir, cabría pensar que la decisión del Congreso
que revalida una norma (previamente declarada inconstitucional por la Corte)
tenga vigencia hasta la formación de una nueva legislatura electa, que estaría
obligada a ratificar la decisión del Congreso anterior. Un sistema como este,
ciertamente, no garantiza en absoluto el surgimiento de un genuino diálogo,
pero ofrece incentivos para que la deliberación sea más probable, a la par que
deposita la última palabra institucional en el Congreso.
6.º Ratificación
de la decisión
del Congreso
4. CONCLUSIONES
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