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En busca de la musa de la Historia

Por Simon Schama.


Universidad de Harvard.
Tomado de la Revista Facetas N° 3, 1992, pp. 62-65.

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EN BUSCA DE LA MUSA DE LA HISTORIA
Estudiamos el pasado para iluminar la condición humana a partir del testimonio
de la memoria

“La historia es a veces ficción y otras veces es teoría”, escribió el gran


historiador británico Thomas Macaulay. Sin embargo ahora el profesor de
historia de la Universidad de Harvard, Simon Schama, pregunta: ¿Qué fue de
la imaginación épica y la amplitud narrativa, que hicieron de la lectura de los
historiadores de antaño algo tan emocionante como la lectura de una novela?
Él afirma que los académicos de hoy se han especializado en exceso y le
temen a la controversia; sin embargo, en lugar de eso, la historia debe narrar
una historia y esclarecer el pasado “en toda su espléndida confusión”, tratando
“de hacer que el lector viva los momentos que ya se han ido y sienta por un
instante que el pasado es algo más real y vibrante que el presente”.

Schama es el autor de The Embarrassment of Riches: An Interpretation of


Dutch Culture in the Golden Age (Lo embarazoso de la riqueza: una
interpretación de la cultura holandesa en la Edad de Oro), Citizens
(Ciudadanos) donde analiza la Revolución Francesa, y Dead Certainties
(Certezas muertas) que trata de la Norteamérica de los siglos XVIII y XIX.
¿Cuál ha sido el error en la enseñanza de la historia? Veamos todo el paisaje.
En el presente hay más historiadores profesionales –los que no tienen otra
ocupación para ganarse el pan- que en ninguna otra época desde que “el
Padre de la Historia”, Herodoto, inició su crónica de la Grecia antigua. Los
programas de posgrado en las grandes universidades producen legiones de
doctores, los que a su vez preparan más doctores y éstos se hacen cargo de
innumerables conferencias y de una gran proliferación de institutos. Los
salones de la casa de la historia, que en otro tiempo eran espaciosos, se han
subdividido hoy en cubículos de especialidades cada día más pequeños. Así se
sabe más y más sobre cada vez menos.

La situación es igualmente mala en las escuelas secundarias, donde los


alumnos se sientan estupefactos frente a los textos de la historia mundial, tan
gruesos como la guía telefónica, cuya lectura casi es más o menos igual de
excitante. Millones de dólares del ramo editorial están atados a una industria
donde la regla sagrada es “no ofender”, sobre todo a los comités de adopción
de libros de texto, que son elegidos con un criterio político y cuya aceptación o
rechazo pueden significar el éxito o el fracaso de una edición. Para no correr
riesgos, muchos de esos libros se fabrican en una línea de montaje formada
por diseñadores gráficos, comités editoriales y zánganos redactores, después
de lo cual reciben el sello de aprobación de académicos a los que se les paga
por cubrirse la nariz y volver la vista a otra parte. En esos libros no hay ni el
menor asomo de las grandes narraciones de la historia, escritas por una sola
persona o por dos a lo sumo (como las obras de los historiadores
estadounidenses Allan Nevins y Henry Steele Commanger, en mis días de
estudiante) y capaces de excitar la imaginación y alimentar el inmenso apetito
de drama histórico que está latente en la mente de casi todos los jóvenes.

Aun cuando ha sido degradada al rango de una rama secundaria del civismo,
Clío, la musa de la historia, está bajo un intenso asedio. Por una parte, se le
dice que pase al frente y recite las verdades eternas de la tradición occidental;
la otra, se le advierte que mientras no se vuelva “multicultural” será una pobre
buena para nada.

Eso da lugar en seguida a furiosas batallas sobre nimiedades que serían


cómicas y estúpidas (como la diferencia entre una “persona esclavizada” y un
“esclavo”), si no dejaran a su paso un yermo de acres polémicas. Sin embargo
si se usan como insulto los términos “eurocéntrico” y “afrocéntrico”, se
confunde por completo su sentido. Es decir, que mientras en las escuelas y
universidades la historia adopte la forma de un libro de recortes sobre minucias
documentales y hueca reverencia, su capacidad para atrapar la imaginación se
habrá perdido. Una historia multicultural que sólo haga las veces de una guía
taquigráfica sobre la civilización mundial (dos páginas dedicadas a la nación
africana de Benin y

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otras dos a la dinastía Mughal o mongólica) es tan propensa a causar el tedio,
con su evangelio acerca de la santidad de la cultura ancestral, como la historia
de viejo cuño, donde se deformaban los hechos a fin de hacer énfasis en el
dinamismo de una Europa incapaz de producir víctimas.

Al mismo tiempo que la enseñanza de la historia en las escuelas puede estar


en verdad frente a cierta amenaza de extinción, algunos académicos como la
formidable Gertrude Himmelfarb, profesora emérita de historia en la
Universidad de la Ciudad de Nueva Cork, frunce el ceño y se irrita si el
historiador no incluye notas al pie de página, con lo cual la asignatura se vuelve
una especie en peligro inminente de extinción. (A últimas fechas yo mismo fui
blanco de sus críticas porque no incluí notas de pie de página en Citizens, mi
libro sobre la Revolución Francesa, que fue escrito ex profeso para un público
popular.) Otros defensores autodesignados de Clío sienten pánico ante el
menor signo de humor literario. La admonición y la reprimenda que se hace
ante todo al historiador es ésta: elude lo subjetivo, lo interpretativo. El camino
de la verdad es la dura y pedregosa senda del empirismo acumulativo; el santo
Grial que está al final de la ruta es una helada y límpida objetividad.

Sin embargo la omisión de sí mismos no fue un rasgo notable en los


historiadores que yo leí en la escuela, ni en ninguno de los grandes textos
históricos que han perdurado. Los académicos a quienes entonces admiré –
David Knowles, un monje del siglo XX que habló de la disolución de los
monasterios por los Tudor como un momento trágico, y no como un triunfo de
la edificación del estado inglés; Denis Brogan, nacido en Glasgow, que vio con
mirada sardónica la política de las repúblicas de Francia y los EUA, en su
cátedra de Oxford y de Cambridge; Richard Cobb, cuyo seminario sobre la
Revolución Francesa fue una de las glorias caóticas de Oxford en las décadas
de 1960 y 1970- tenían en común la capacidad instintiva de vivir en mundos
que el tiempo alejó del nuestro, y de infundir en su obra la proximidad de esa
experiencia del “otro”, con lo cual dotaban a éste de voz, color y textura.

El más excéntrico de esos viajeros involuntarios del tiempo fue tal vez Walter
Ullmann, el gran historiador del papado, a cuyos desvanes en la Escuela
Superior Trinity de la Universidad de Cambridge fui enviado en el verano de
1965, a estudiar la historia de la Edad Media. El clima era inusitadamente
tormentoso en aquella mañana oscura y gris, que se iluminaba con las súbitas
ramificaciones de los relámpagos. En su celda de filósofo estaba la sombría y
encorvada figura de Ullmann, con las gafas al estilo del papa Pío XII posadas
precariamente sobre la nariz y con un manto verdoso que despedía ese tipo de
iridiscencia fungosa que adquieren las togas académicas muy gastadas, en el
húmedo levante de Inglaterra.. Aun para el criterio de Cambridge, él era un
personaje de intimidante excentricidad, que fumaba uno tras otro sus cigarrillos
y echaba las cenizas en el doblez de su pantalón. Con la música de fondo de la
tormenta que arreciaba, procedí a leer con diligencia mi torpe ensayo sobre la
conversión del emperador Constantino al cristianismo, a raíz de lo cual le
cambió el nombre a Bizancio y la llamó Constantinopla. En un pasaje de mi
lectura, cuando el emperador estaba a punto de tomar esa súbita decisión, se
oyó el estruendo ensordecedor de un rayo. Ullmann se puso de pie de un salto,
corrió hacia la ventana y exclamó: “¡Ya oigo el redoble por la muerte de
Bizancio!”.

Y supongo que en verdad lo oyó. ¿Acaso el asombroso sentido de inmediatez,


que Ullmann sabía trasmitir, fue en perjuicio de su estudio de la historia? ¿Se
volvió él mismo un académico más discutible o un analista más débil por su
destreza para hacer una síntesis sicológica de aquellos siglos? Lo dudo mucho;
y tampoco creo que Thomas Macaulay haya sufrido menoscabo alguno por su
ferviente creencia en la religión whing del progreso, en el siglo XIX, o el
historiador francés Jules Michelet por su ardiente fe en el destino democrático
de Francia.

La tensión entre el historiador popular y los árbitros del decoro profesional ya


es, en sí misma, historia antigua. Muchos de los historiadores más perdurables
–Voltaire, Gibbon, Macaulay, Carlyle, Trevelyan- no sólo escribieron al margen
de la academia, sino en franco desafío a la misma.

G. M. Trevelyan, un historiador británico del siglo XX que escribió con gran


elocuencia sobre la “esclerosada autocomplacencia de los académicos”,
renunció a su beca en Cambridge justamente porque pensó que los
historiadores analíticos lo intimidarían y le impedirían crear la historia literaria
que bullía en su maravillosa imaginación.

Para todos esos autores la historia no era un lugar remoto y fúnebre, sino un
mundo que hablaba con fuerza y urgencia de nuestras propias inquietudes.
¿Cómo podremos revivir el sentido de la inmediatez dramática que ellos
poseían? En primer lugar, la historia tiene que ser liberada de su cautiverio en
el currículo de las escuelas, donde se le tiene como rehén de esa disciplina
amorfa y utilitaria que se conoce como estudios sociales. La historia se debe
mostrar sin sonrojo como lo que es: el estudio del pasado en toda su
espléndida confusión. Ella se tendrá que recrear en el sabor arcaico del
pasado, en la extraña música de su acento.

El peor instrumento educativo que se usa para despertar en los niños el

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interés por la historia es, a mi juicio, esa serie de “periódicos históricos” donde
la experiencia de los siglos pasados se vuelve plana, en encabezamientos
periodísticos de estilo moderno en los que se anuncia una entrevista con el
fundador de la patria Thomas Jefferson o con el abolicionista Frederick
Douglass, pues con eso se priva a tales personajes de su propia voz y se les
despoja de las cualidades que hacen de la historia algo tan apasionante. El
poder narrativo de la historia no estriba en que ésta sea regurgitada con los
ropajes de la prensa moderna. En realidad es al revés: en las manos
adecuadas, cobra su poder justamente por cuanto la distingue del sustento
diario de nuestro mundo de información desechable, no por lo que la asemeja a
él.

Trevelyan lo dijo mejor: “La poesía de la historia reside en el hecho casi


milagroso de que en otro tiempo, en esta tierra, en esta extensión familiar de
terreno, otros hombres y mujeres tan reales como hoy lo somos nosotros
caminaron, tuvieron sus propios pensamientos, fueron arrastrados por sus
pasiones y hoy se han ido, desapareciendo [uno] tras otro en un adiós tan
definitivo como el que a nosotros nos espera, cuando nos vayamos como
fantasmas al llegar el alba”.
Publicado por Luis E. Sánchez Gavidia en 15:00

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