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COLECCIÓN ARCHIVO FEMINISTA


Dirigida por Alejandra Castillo

2
Alejandra Castillo

Nudos feministas
C O L E C C I Ó N ARC H I VO F E M I N I S TA

Política, filosofía, democracia

Palinodia
3
Registro de propiedad intelectual: N°
ISBN:

Editorial Palinodia
Teléfono: 664 1563
Mail: editorial@palinodia.cl
Diseño y diagramación: Paloma Castillo Mora
Santiago de Chile, julio 2011.

4
Índice

1. El feminismo: política de lo múltiple 11

2. Republicanismo y diferencia de los sexos 27

3. La (in)humanidad de las mujeres 47

4. Autonomía política en las democracias elitistas 59

5. El escenario Bachelet y las políticas de la presencia 77

6. El feminismo no es un humanismo 101

Noticia de los textos 107

5
6
A la memoria de Julieta Kirkwood

7
8
Si el feminismo es revolución, y si no se convierte
una en revolucionaria por la ciencia, sino por la
indignación, nos parecía evidente entonces que a
las feministas correspondiese el lenguaje del arrojo y
no la inexpresividad de la mesura, puesto que en
este último caso nos encontraríamos frente a un
grupo oprimido que (a primera vista) renunciaría a
emplear el lenguaje de su rebeldía, para compartir,
con todo respeto, el lenguaje del orden.

Julieta Kirkwood

9
10
1. El feminismo: una política
de lo múltiple

Siempre hay más de un feminismo. A pesar de la comple-


jidad que implica, el feminismo es una política de lo múltiple,
evoca diversos sentidos y da refugio a diferentes tipos de prácticas
y agenciamientos. Tomemos por ejemplo dos sentidos, y dos prac-
ticas diversas del feminismo. Llamemos a una “política de la ac-
ción afirmativa”, mientras que, por el momento, designemos a la
otra como “política de la interrupción”. Comenzaré señalando que
ambas políticas son necesarias, urgentes, aunque sus tiempos, énfa-
sis y búsquedas no coinciden, ni se complementan necesariamente.
La primera está orientada al mejoramiento de las condiciones de
vida de las mujeres, promoviendo su presencia igualitaria en el es-
pacio público. La segunda está encauzada fundamentalmente al
enjuiciamiento crítico de los relatos patriarcales (ya sean históricos,
filosóficos o antropológicos) que constituyen la trama moderna de
la política. La primera se traduce en políticas de acción afirmativas
vía extensión y reconocimiento de derechos. La segunda se ejercita
en el cuestionamiento de las figuras de la familia sentimental, el
contrato sexual y la idea de la madre cívica con que la política mo-
derna ha constituido y descrito a la “mujer”.

Política de la acción afirmativa

La política de la acción afirmativa busca la inclusión de lo


otro, las otras, en el marco social y cultural existente con la pro-

11
mesa de que la propia inclusión de las mujeres transformará el
marco social y cultural existente. Este es el presupuesto que se
encuentra detrás de las políticas feministas que buscan subsanar
la mala representación de las mujeres en la esfera pública/políti-
ca. Como insistentemente ha sido dicho por las especialistas en
temas de participación política, la presencia de las mujeres en la
esfera de la política aún es minoritaria1. Este escenario no es muy
distinto ni siquiera en aquellos países en los que un número signi-
ficativo de partidos políticos han incorporado medidas como la
discriminación positiva, las cuotas o cupos para elevar la propor-
ción de mujeres electas. A pesar de la imperfección de dichas
medidas, es todavía válida la hipótesis que señala que una justa
representación pasa por la participación proporcional de los dife-
rentes grupos sociales, de ahí la necesaria implementación de di-
ferentes mecanismos encaminados a posibilitar políticas de la pre-
sencia2. El argumento para el apoyo de lo que ha sido llamado
política de la presencia reside, principalmente, en que la subrepre-
sentación de miembros de un grupo social determinado se consi-
dera un grave impedimento para la igualdad política, pues incli-
na la toma de decisiones en favor de grupos ya dominantes, y deja
a los integrantes de grupos subrepresentados como ciudadanos
de segunda categoría3. De algún modo, estas políticas afirmativas
de la “presencia” se confían en la ley del número: un mayor nú-
mero de “mujeres” lograría producir un cambio significativo en el
espacio público. Tomemos por caso la paridad. Esta política por
la visibilidad, por el reconocimiento, la podríamos sintetizar en el

1
Bérengère Marques-Pereira, La representación polítique des femmes en Amérique
Latine, Bruxelles/Paris, Harmattan, 2000; Mercedes Prieto (ed.), Mujeres y escena-
rios ciudadanos, Quito-Ecuador, FLACSO, 2008; Marcela Ríos (ed.), Mujer y polí-
tica. El impacto de las cuotas de género en América Latina, Catalonia/FLACSO, 2008;
VV.AA., Del dicho al hecho: manual de buenas prácticas para la participación de mujeres
en los partidos políticos latinoamericanos, Lima-Perú, IDEA Internacional, 2008.
2
Anne Phillips, The Politics of Presence, Oxford, Oxford University Press, 1995.
3
Anne Phillips, “Democracy and Representation: Or Why Should it Matter Who
our Representatives are?”, Anne Phillips (ed), Feminism and Politics, Oxford, Oxford
University Press, 1998, pp. 224-240.

12
siguiente axioma: “a mayor reconocimiento, mayor igualdad”. Esto
es: más garantías, más derechos, más participación, más reconoci-
miento se traduce en mayor igualdad. Aunque parezca extraño
mencionarlo, el sujeto al cual está dirigida esta política feminista
de acción afirmativa es la Mujer, ahora con mayúsculas. La mujer
todo cuerpo, maternidad. En efecto, la política feminista de ac-
ción afirmativa debe presuponer al sujeto mujer al cual está diri-
gida dicha política. Podría decirse que para que funcione la polí-
tica de “mayor reconocimiento, mayor igualdad” es necesario pre-
concebir una identidad “mujer” rígida. Este feminismo, de algún
modo, proyecta hacia el futuro una decisión previa sobre la mu-
jer: decisión que naturaliza una especie de contrato entre los sexos
que fija, de una vez y para siempre, la idea y el sentido de la
palabra “mujer”. No es una novedad a esta altura del debate que
esta identidad esté vinculada a las retóricas del amor romántico y
a las políticas del cuidado. No es difícil atisbar que estas retóricas
y estas políticas, afines y complementarias, están al servicio de un
esquema patriarcal de la familia que modela y organiza los roles,
las maneras y hasta las transgresiones del “ser mujer”. Destaque-
mos que estas políticas confían en la certeza de un cuerpo, en la
marca definitoria del cuerpo femenino que es incorporado como
diferencia al espacio público/político. Como sabemos, esta incor-
poración ocurre bajo la forma de la maternidad y el cuidado, re-
introduciendo así nuevamente argumentos “privados” para ha-
blar de la mujer en lo público4.
Siguiendo esta línea de argumentación, el lugar de desti-
no de la política feminista afirmativa es su propio comienzo. Si
tuviésemos que mudar o alterar desde una perspectiva feminista
afirmativa la afamada sentencia de Simone de Beauvoir La mujer
no nace, se hace, tendríamos que decir la mujer llega a ser lo que es.

4
Sobre este punto, me permito remitir a mi artículo “Políticas del cuidado”, Revista
Actuel Marx/Intervenciones, Nº 4 (La nueva cuestión feminista), Universidad ARCIS,
Santiago de Chile, 2005, pp. 33-43.

13
Desde cierta perspectiva, podría decirse que este feminismo de
acción afirmativa busca poner en práctica una política remedial
de género que tiene por objetivo principal asegurar a las “muje-
res” el hecho de ser “mujeres” sin daño. De ahí, que las políticas
de reconocimiento de este feminismo estén básicamente dirigidas
a la protección de la infancia y de la familia. Si tuviésemos que
señalar una de las paradojas de esta política de acción afirmativa
es simplemente que su mayor éxito es su mayor fracaso. A mayor
inclusión, a mayor visibilidad de la “mujer”, más se acentúa y
consolida el discurso del amor romántico y de las políticas del
cuidado a él asociadas. Políticas que necesitan de una idea de mujer
en tanto pura “diferencia” portadora de estilos y prácticas “singu-
lares” ancladas a un ideario maternal y, en última instancia, a
cierta idea de lo “femenino”. Grafiquemos estas políticas del cui-
dado retomando dos momentos centrales de la historia del femi-
nismo chileno del siglo veinte. El primero momento nos reenvía a
la historia política de los años cincuenta, y a la impresionante
participación de las mujeres en asociaciones políticas “femeninas”
o “feministas”. Los llamados partidos políticos femeninos, y el
amplio movimiento social de mujeres que les sirvió de base, final-
mente terminaron diluyéndose tras la obtención del sufragio uni-
versal y el fortalecimiento del sistema de bienestar social5. Treinta
años más tarde, en la década de los ochenta, luego de la heroica
lucha de las mujeres contra la dictadura, el movimiento feminista
terminará nuevamente disolviéndose tras la conformación de or-

5
En relación al debilitamiento del accionar político de las mujeres en Chile en la
década del cincuenta, Julieta Kirkwood indicará: “Desde entonces, todo acerca-
miento de la mujer a la política se hará a dos bandas, del Orden o del Cambio,
desconfiándose siempre de asambleas de mujeres independientes o de grupos que
recuerden hermandades peligrosas. Militantemente solas y asiladas, cada una bus-
cará un hombre, un compañero, un ejecutivo, un militar o aventurero, un padre, un
líder, un esclavo, un obrero que las ubique en la farándula. Así despersonalizadas,
serán convocadas a nuevas intenciones de sección femenina, a colocar su grano de
arena —participación política— en proyectos definidos y sancionados más allá de
las cortinas”. Véase, Julieta Kirkwood, Ser Política en Chile. Los nudos de la sabiduría
feminista, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1990, p. 172-173 [edición original de
1986].

14
ganismos compensatorios como el SERNAM y la institucionali-
zación universitaria de los estudios de género (que como sabemos
es simplemente otra forma de decir “mujer”).
Dos escenas del feminismo chileno, dos escenificaciones de
una política del desorden que, sin embargo, no hace sino reiterar el
mismo viejo argumento de la inclusión aporética de las mujeres: la
inclusión diferenciada, vinculada a los decires de la “madre”.
Es necesario insistir en que estas políticas del desorden
harán suyas, sin contradicción, tanto retóricas conservadoras de la
maternidad como prácticas progresistas de la igualdad. Es justa-
mente esta especial forma política del feminismo chileno lo que
dará lugar a lo que aquí denominaré “políticas del cuidado”6. Esta
peculiar política feminista encuentra en Chile dos momentos fun-
damentales. En un primer momento, la agenda afirmativa del
feminismo chileno se define en función de la visibilidad de la
diferencia sexual y de la obtención de derechos civiles. En efecto,
las primeras organizaciones políticas de mujeres que se declaran
feministas en el país, a comienzos de los años veinte del siglo
pasado, harán de la diferencia sexual y de la demanda de los dere-
chos civiles su principal bandera de lucha. El año 1919 será sin-
gularmente importante para el despliegue de la agenda afirmati-
va. Ese es el año en que se celebra el Congreso Internacional de
Mujeres en Washington. Y también es el año en que se crea el
Consejo Nacional de las Mujeres en Chile, espacio, que desde un
comienzo, se abocará a la discusión de la relación de derechos y
democracia. Los deseos de ampliar los estrechos límites que la
ciudadanía ofrecía a la mujer, obligará a Amanda Labarca, a Delia
Rouge, a Martina Barros y a Celinda Reyes (algunas de las parti-
cipantes de este Consejo), a darse a la tarea de elaborar uno de los
primeros anteproyectos de ley acerca de los derechos civiles de las
mujeres. Resultado de este trabajo es la publicación en 1922 del

6
He desarrollado más ampliamente este punto en La República masculina y la
promesa igualitaria, Santiago, Editorial Palinodia, 2005.

15
Proyecto sobre derechos civiles y políticos de la mujer. Es de rigor men-
cionar que el Proyecto contará con el decidido apoyo de Pedro
Aguirre Cerda y de Arturo Alessandri Palma.
Este primer momento de la agenda afirmativa encuentra
en Amanda Labarca una vocera destacada. En efecto, en Emanci-
pación civil (1925), y bajo la retórica de la interpelación, Labarca
expondrá en sus rasgos esenciales una de las tesis principales del
programa teórico de la agenda afirmativa del feminismo chileno.
En sus palabras: “Si [las mujeres] pedimos equiparación civil no
es porque intentemos el trágico esfuerzo de llegar a ser en todo
vuestras semejantes. Sabemos que las funciones son distintas, que
nuestras calidades diversas, pero que somos iguales en el espíritu,
idénticos en los ideales de redención humana. Sólo queremos ar-
monizar con vosotros en un plano de igualdad espiritual. Abomi-
namos, tanto del hombre que se feminiza, como de la mujer que
adopta arrestos de varón”7. Prefiguración de una política de la
diferencia que no sólo vincula cada uno de los sexos a funciones y
roles determinados, sino que, además, hace explícita la lógica di-
ferencial que vincula, por un lado, lo “masculino” al dominio de
lo público y universal y, por otro, lo “femenino” al dominio de lo
privado materno.
Un segundo momento de la agenda afirmativa viene defi-
nido por la incorporación de los derechos humanos al programa
teórico del feminismo chileno. En otras palabras, la demanda de
los derechos humanos pasará a constituir un nuevo lugar de defi-
nición de la práctica feminista. Más claramente, es bajo la figura
de la reivindicación de los derechos sociales y económicos que las
mujeres de mediados del siglo veinte reformularán su reclamo
feminista. Es importante destacar que bajo la alocución de los
“derechos humanos” se entenderá cierta “humanidad comparti-
da” que para el caso de las mujeres se figurará en el despolitizado

7
Amanda Labarca, “Emancipación civil” (1925), ¿A dónde va la mujer?, Santiago,
Ediciones Extra, 1934, p. 170. El paréntesis es mío.

16
cuerpo materno. Incorporando esta modulación en las políticas
de la ciudadanía, la declaración de principios del Partido Progre-
sista Femenino se preguntará lo siguiente: “Pero con el derecho a
sufragio, ¿Conquista [la mujer] también la totalidad de sus dere-
chos jurídicos y humanos? No; aún quedan discriminaciones, aún
existen preferencias. Sabe que logrará su reivindicación total y
sabe que constituyendo una fuerza, nada puede serle negado”8.
Parece rondar a la carta de ciudadanía del Partido Progresista feme-
nino aquella tesis que señala que si la sociedad salarial está anclada
a la necesidad de un “sueldo”, lo que debe buscarse para ser ciu-
dadano/ciudadana no es sólo el derecho a elegir o ser elegido, sino
asegurar las condiciones económicas mínimas para poder actuar
como un ciudadano/ciudadana. Alrededor de esta tesis el Partido
Progresista femenino presentará un programa que buscará (1) la
derogación de todas las leyes que mantienen a la mujer en un
situación de “inferioridad”; (2) pasar de un régimen de “comuni-
dad de bienes”, dentro del matrimonio, a uno de “separación to-
tal”; (3) la modificación de las leyes relacionadas con la sucesión;
en las que los derechos de la mujer, como cónyuge, se hallan le-
sionados; (4) el reconocimiento de iguales posibilidades que al
varón para desempeñar aquellos cargos que su capacidad, sus
méritos y conocimientos la habiliten; (5) el establecimiento de
un estatuto profesional para todas las mujeres que desempeñan
una profesión netamente femenina, como dentistas, enfermeras,
visitadoras sociales, matronas, etc., a fin de que se les otorgue una
justa remuneración, de acuerdo con los estudios realizados y la
importancia de estas funciones; (6) la reglamentación del trabajo
de la mujer conforme a su naturaleza física9. Un plan sencillo.
Derechos políticos más derechos económicos. De algún modo, se
deja entrever que para ejercer la ciudadanía el “derecho a voto” es

8
Partido Progresista Femenino, Declaración de principios, programa y estatutos, 19 de
octubre, 1951. El paréntesis es mío.
9
Ibíd., p. 6.

17
simplemente el comienzo. Temprano en el siglo veinte, podría-
mos decir, las mujeres del Partido Progresista Femenino advirtieron
que los derechos económicos hacen efectivos los derechos políti-
cos. Esta agenda feminista afirmativa es, de algún modo, la ante-
sala de las aspiraciones y logros de las políticas de mujeres en
materia de derechos para la segunda mitad del siglo. Agenda po-
lítica afirmativa que también señala, de igual modo, los límites a
esas mismas políticas afirmativas.

Límites de la acción afirmativa

Hace algún tiempo la teórica política feminista Carole


Pateman describió en la forma de un dilema el problema de las
mujeres con la tradición moderna de lo político: si las mujeres
desean ser iguales en el espacio de lo común deben asimilarse a
un patrón universal (masculino). Por el contrario, si desean ingre-
sar en tanto mujeres, portadoras de la diferencia de cuerpos sexua-
dos (femeninos), piden lo imposible puesto que esa diferencia es,
precisamente, lo que la política moderna excluye10.
Esta construcción dilemática de la política de las mujeres
bien podría haber hecho creer en la huida de las mujeres de la políti-
ca o en la imposibilidad de cualquier política de mujeres a riesgo de
caer en un patrón universal masculino. Muy por el contrario, como
nunca antes las mujeres han sido incorporadas en el espacio de lo
público y la política. América Latina rezagada en muchos aspectos
puede ostentar presidencias dirigidas por mujeres. Teóricos sociales
como el francés Alain Touraine, que por lo general envían a la parcela
de las cosas sin importancia los temas relativos a las mujeres, publi-
can libros como Le Monde des femmes (no cabe ahondar, aunque si

10
Carole Pateman, The Sexual Contract, Oxford, Polity Press, 1988. Nuevos argu-
mentos pueden encontrarse en Carole Pateman y Charles Mills, Contract &
Domination, Cambridge, Polity Press, 2007.

18
destacar el tono paternalista del libro)11. En esta misma línea, que
bien cabría calificar de eufórica, podríamos mencionar el texto de la
española Mary Nash, anverso femenino del libro antes mencionado,
titulado Mujeres en el Mundo12. ¡Mujeres en el mundo! Parece que la
presencia de las mujeres es ya un dato irrefutable.
Sin duda, las mujeres son más visibles y tienen un lugar
de relevancia en el espacio de las cosas comunes. No sólo son más
y más visibles que antaño, cabe destacarlo, sino que según reza el
actual sentido común habitan el mundo de un modo “distinto”,
describen el mundo con una voz, un tono tal vez “diferente”.
Lugar diferencial de la política de mujeres que a comienzos de los
años ochenta encontró en el texto In a Different Voice de Carol
Gilligan un hito fundacional13. Con la certeza de las cosas sim-
ples, Gilligan afirmará que las mujeres se definen “a sí mismas en
el marco de la relación humana, al mismo tiempo que se juzgan
en función de su capacidad de atender a otros”14. Se podría haber
pronosticado que dicha afirmación, de fuerte impronta materna-
lista, se atenuaría con el paso del tiempo. Lejos de aquel pronós-
tico, con el paso de los años hemos visto cómo la política de mu-
jeres cómodamente se ha adaptado a esta política de la diferencia.
La tesis que planteaba Carol Gilligan en una “voz diferente” más
que dormir el sueño de los justos en alguna biblioteca de estudios
de género se ha transformado en los últimos años en práctica teó-
rica y política, especialmente, en América Latina15. Incluso teóri-

11
Alain Touraine, Le monde des femmes, Paris, Librairie Arthème Fayard, 2006.
12
Mary Nash, Mujeres en el mundo. Historia, retos y movimientos, Madrid, Alianza
Editorial, 2004.
13
Carol Gilligan, In a Different Voice. Psychological Theory and Women’s Development,
Cambridge, Harvard University Press, 1982.
14
Ibíd., p. 38.
15
Véase, por ejemplo, Beatriz Kohen, “Ciudadanía y ética del cuidado”, en Elisa
Carrió y Diana Maffía (comps.), Búsquedas de sentido para una nueva política, Buenos
Aires, Paidós, 2005, pp. 175-188; como también a Alba Carosio, “La ética feminista.
Más allá de la justicia”, Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, Centro de Estudios
de la Mujer, Universidad Central de Venezuela, Caracas, Vol. 12/Nº 28, 2007, pp.
159-183. En esta misma línea puede ser citada, Margarita María Errázuriz (ed.),
Saber de ellas. Entre lo público y lo privado, Santiago, Mercurio/Aguilar, 2006.

19
cas feministas de otras latitudes como Rosi Braidotti, reconocida
por la reivindicación del nomadismo y de las metamorfosis a la
hora de hablar de las identidades, hoy nos invita, sin embargo y
sorprendentemente, a revisar la ética del cuidado de Gilligan en
tanto que el “cuidado es un práctica situada y responsable”16.
¿Qué ocurre entonces con el dilema que nos planteaba Ca-
role Pateman en su fundamental The Sexual Contract? A esta pre-
gunta caben dos respuestas. La primera respuesta podría señalar
que la realidad de las sociedades contemporáneas ha cambiado ra-
dicalmente haciendo de la inclusión de las mujeres una realidad
efectiva, desactivando con ello el dilema planteado por Pateman.
Una segunda respuesta podría apuntar en otra dirección. Más que
otorgar una respuesta nos señalaría una detención. Detención que
busca cuestionar la formulación del propio dilema. La razón para
esta demora es sencilla: el dilema planteado por Carole Pateman
pareciera no ser del todo correcto. Si bien Carole Pateman logra
explicitar la trama patriarcal que constituye a la tradición moderna
de lo político, desde Hobbes a Hegel, no logra ver que ésta no
excluye a la mujer en tanto diferencia sino que, muy por el contra-
rio, es la propia diferencia lo que de ella es requerido17.
En otras palabras, la tradición moderna de lo político (aquí
hacemos extensiva esta denominación tanto a su versión liberal
como a su versión republicana) generará un discurso doble de lo
universal excluyente para las mujeres. Discurso doble que tendrá
en la figura de la “diferencia” su llave de entrada y en la materni-
dad su lugar de salida: se ingresa para salir. Dicho de otro modo,
el discurso de la diferencia, de la diferencia materna, es el discur-
so político/público moderno par excellence de/para las mujeres.
En este sentido, la huida/salida de la política moderna (masculi-
na) —para asumir el “cuerpo femenino”, sus experiencias y atri-

16
Rosi Braidotti, “Revisión de la ética del cuidado”, Transposiciones. Sobre la ética
nómada, Barcelona, Editorial Gedisa, 2009, p. 169.
17
Para un desarrollo posible de esta política de la diferencia, véase, Iris Marion
Young, Inclusión and Democracy, Oxford, Oxford University Press, 2000.

20
butos— una política de la diferencia (femenina) no haría sino
reiterar una escena que ya está contenida en la trama moderna de
la política: una política de la diferencia femenina, una política del
cuidado. Se equivoca, entonces, Pateman cuando señala que la
“diferencia” es lo que la política moderna excluye. Se equivoca,
entonces, cuando cree ver en la diferencia que las mujeres portan
(la reproducción dicho brevemente) un modelo de política pro-
piamente “femenina” más allá de la trama patriarcal de la política.
Se equivoca, por último, cuando ve en la diferencia entendida
como maternidad una salida progresista a la figuración de la mu-
jer en la esfera pública. Cabe destacar que este equívoco responde
a la presuposición de que todo discurso liberal de la política para
las mujeres tenderá a ser necesariamente universal y abstracto,
desafectado del cuerpo y las pasiones18. Lo que me gustaría esta-
blecer, por el contrario, es que el discurso de la “diferencia” es el
punto de conexión tanto de políticas progresistas como de políti-
cas conservadoras en lo que tiene que ver con el acceso de las
mujeres a los derechos y a la ciudadanía.

Política de la interrupción

¿Cómo no hacer de la necesaria política feminista afirma-


tiva sólo y siempre una reivindicación de identidades reificadas
en torno al significante “mujer-madre”? En otras palabras, ¿cómo

18
Señal de ese equívoco es la singular sensación que la “mujer” aún no ha llegado a
ser plenamente una “mujer” o un “ser humano”. Coinciden, en este punto, tanto
teóricas feministas socialistas como liberales. En este sentido, Catharine MacKinnon
afirmará, con razón, que los principios de los derechos humanos no están basados
en la experiencia de las “mujeres”. En concordancia con lo anterior, aunque sin el
radicalismo de MacKinnon, la filósofa Martha Nussbaum agregará, desde el libera-
lismo, que las mujeres carecen de un apoyo esencial para llevar una vida plenamente
humana. Sin duda, ambas teóricas políticas asumen el lugar de la diferencia para
pensar a la mujer, lugar que no llegan a cuestionar. Para el desarrollo de ambas
posturas véase: Catharine MacKinnon, Are Women Human? And Other Internacio-
nal Dialogues, Cambridge, Harvard University Press, 2006; Martha Nussbaum,
Women and Human Development, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.

21
ser feministas sin ser “mujeres”, esto es, cómo ser feministas más
allá de la descripción-prescripción patriarcal del “ser mujer”? Co-
nocemos la respuesta que daría en los años ochenta Monique
Wittig ante la paradoja de ser mujer: para llegar a ser mujeres
primero hay que aceptar ser eso de ser “mujer” patriarcalmente
establecido. En otras palabras, es demandar, exigir ser incluidas
igualitariamente dentro de una forma política que las incluye ex-
cluyéndolas. De ahí que Wittig llame a abolir el sexo y se declare
una desertora de su clase. Pero la deserción es una huida, es una
vuelta a casa, una vuelta al mundo privado. ¿Cómo salir entonces
de la paradoja de ser mujer?
Es frente a esta paradoja que las políticas feministas de la
interrupción más que un repliegue proponen un cuestionamien-
to profundo al modo moderno de la política19. Este feminismo
no busca la inclusión, tampoco el reconocimiento. El presupues-
to de este rechazo es la firme creencia que la afirmación de “que a
mayor reconocimiento, mayor igualdad” no cambia el orden pa-
triarcal de la política moderna. Política auto-centrada en la figura
del individuo propietario, en jerarquías, binarismos y en la vio-
lencia de la exclusión (entendida ésta no como una falla o un
proceso incompleto sino como un elemento estructural del orden
político).
Este feminismo de la interrupción implica un movimien-
to doble, primero, enjuicia los elementos que modernamente han
constituido a la mujer: esto es la familia sentimental, el contrato
sexual y la idea de madre cívica. En consecuencia, no se tratará
pues de un puro acto de agregación afirmativa. Y segundo, des-
plaza la tesis feminista de la huida a la tierra prometida de las
“mujeres”. Dicho de otro, tampoco es del todo útil el sugerente

19
En este ejercicio feminista se pueden mencionar: Gloria Anzaldúa, Borderlands/
La frontera. The New Mestiza, San Francisco, Aunt Lute Books, 1987; Julieta
Kirkwood, Ser política en Chile. Los nudos de la sabiduría feminista, Santiago, Cuarto
Propio, 1986; Nelly Richard, Feminismo, género, diferencia(s), Santiago, Palinodia,
2007.

22
acto de negación o de invención de los nombres de la mujer por
fuera, en los márgenes. No se puede ser feminista sólo habitando
en los márgenes: habitando la tranquilidad del margen de la his-
toria (en la escritura de la “otra historia”); habitando en los már-
genes de la lengua (en la audacia de la creación de otras hablas,
casi siempre de los sentimientos); habitando, por último, en los
márgenes del poder (en la creencia de políticas de la diferencia).
No es posible el discurso feminista sólo y en la obstinada “nega-
ción absoluta” como señalaba Julieta Kirkwood en los años ochenta.
Es por ello, que la política/escritura feminista no desistirá de las
retóricas de lo universal. La política del feminismo se elaborará,
más bien, en un complejo juego entre lo excluido y lo incluido,
de lo particular y lo universal, en un movimiento que irá desde
los márgenes hacia el centro y en ese gesto intentará la re-inven-
ción, no de la mujer, sino que de la propia política moderna20. Es
por ello, que el feminismo no sólo puede ser definido como una
política de interés, sólo reivindicativa de un grupo en particular,
sino como un proyecto de transformación total21.
En otros términos, este feminismo se instaurará en tanto
zona fronteriza, intermedia, trabajando interpretativamente so-
bre la pesada herencia y legado del pensamiento occidental (en
especial bajo la forma de la narración histórica) y sobre su ince-
sante re-elaboración o traducción. Feminismo que sospechará,
primero, de las retóricas universalistas de la política y del concep-
to de lo humano a ellas relacionado; en segundo lugar, cuestiona-
rá el canon instituido por las narrativas científicas (incluidas las
sociales e históricas); y por último, desdibujará los límites esta-
blecidos entre lo literario y lo no literario para la escritura de las
ciencias sociales. Es sólo a partir de esta redescripción/desplaza-
miento de la “gran teoría” —si nos es lícito llamar bajo esa nomi-

20
Julieta Kirkwood, “La Formación de la conciencia feminista”, Ser política en Chile.
Los nudos de la sabiduría feminista, op. cit., p. 24.
21
Ibíd., p.12.

23
nación tanto a los canónicos discursos de la ciencia como a las
narraciones histórico nacionales— que se re-elaborará otro lugar
para el feminismo.

***

¿Es posible salir de este momento doble del feminismo?


Creo que más que optar por una u otra alternativa (la inclusión
por la acción afirmativa o la interrupción del sentido común com-
partido) prefiero situar la política feminista en la propia tensión.
Tal como lo haría Julieta Kirkwood cuya política feminista parece
“saltar de la casa a la utopía sin solución de continuidad”. Política
del salto que no hace más que poner de manifiesto el dilema de
contar como “uno”, ser persona, más sin embargo, bajo el recono-
cimiento e identificación patriarcal que semantiza a las mujeres
en la triada “marido, hijos, hogar”22. Políticas discontinuas, arti-
culadas en el doble reconocimiento —y rechazo— de la vida do-
méstica en tanto espacio de sujeción y del espacio político en
tanto espacio de lo universal/masculino. Esta dialéctica del reco-
nocimiento y del rechazo pareciera, para muchas, ubicar a las
políticas feministas en la puerta de salida de cualquier forma de
hacer política tradicional, en la medida que enjuician no sólo los
contextos de explotación, dominación y sujeción en que se en-
cuentran las mujeres, sino que también las posibles vías para su-
perarlos.
En fin, políticas feministas que se instalan en una tempo-
ralidad desplazada que se proyecta a lo que no existe aún, pero
que es tomado como “real”23. Políticas feministas que se ubican
en una “realidad utópica” que, sin embargo, no tiene tiempo para

22
Ibíd., p. 24.
23
En este sentido indicará Julieta Kirkwood: “el feminismo, como toda revolución
profunda, juzga lo que existe y ha existido —pasado y presente— en nombre de lo que
todavía no existe pero es tomado como más real que lo real”. Véase, Julieta Kirkwo-
od, “La mujer en el hacer político chileno”, Ser Política en Chile, op. cit., p. 73.

24
esperar por su realización en un futuro lejano sino que, por el
contrario y paradójicamente, buscan realizarse en el propio gesto
de su enunciación y de nominación feminista. No olvidemos, en
este punto, la intensa política de/por la lengua en la que se instala
el feminismo. Políticas de la enunciación —recordemos, por ejem-
plo: “lo personal es político, “el feminismo soy yo” o “la democra-
cia en la casa y en el país”— que han logrado redescribir, en tér-
minos verosímiles, nuevas prácticas sociales y culturales. Feminis-
mo, entonces, como fuerza ilocutiva que se proyecta en un uni-
versal por hacer, por-venir.

25
26
2. Republicanismo y
diferencia de los sexos

A riesgo de parecer intempestiva, cabría advertir que los


recientes cambios ocurridos a nivel geopolítico obligan a revisar y
discutir algunos de los conceptos principales del pensamiento
político moderno. En efecto, conceptos indiscutidos hasta hace
poco como los de Estado-nación, comunidad, soberanía, dere-
chos e incluso el propio concepto de democracia, se encuentran
hoy sometidos a un proceso creciente de cuestionamiento. Cues-
tionamiento que para algunos y algunas no es más que el reflejo
de una crisis: la crisis del pensamiento político moderno. Las na-
rraciones de las causas se cuentan por centenas y hasta la vastedad
han sido esgrimidos los argumentos que sancionan dicha crisis. A
pesar de no tener afición alguna por los relatos apocalípticos y de
aquellas narraciones que —en un ejercicio ataráxico— nos cuen-
tan el “fin” o los “fines” de una época, me parece que, sin lugar a
dudas, señalan una incomodidad.
Para algunos, por ejemplo, como el filósofo italiano Ro-
berto Esposito dicha incomodidad vendría dada por uno de los
elementos constitutivos de la modernidad: la figura del “enemi-
go”. Apoyándose en la interesante lectura de Homero de Simone
Weil —desarrollada en su texto L’Iliade ou le poême de la force1—
señala que lo propio de la tradición moderna de lo político sería la
violencia. Esposito insistirá en señalar que “no parece excesivo decir
que la Modernidad es el tiempo del ‘enemigo’. Desde un cierto

1
Simone Weil “L’Iliade ou le poême de la force”, La source grecque, Paris, Gallimard,
1953, pp. 11-42.

27
punto de vista, incluso se podría extender esta calificación a toda
la historia occidental y, en particular, a la europea. De hecho,
desde su origen, Europa concibió su propia identidad en térmi-
nos polémicos respecto al otro”2.
Otras y otros filósofos de la política, sin embargo, dirán
que la incomodidad con la herencia de la política moderna no
estaría atada al nudo conformado por la forma dicotómica amigo/
enemigo sino más bien a la categoría de nuda vida. Afín a otra
filosofía de mujer, la filosofía de Hannah Arendt, Giorgio Agam-
ben nos narrará la historia de la política moderna transida por la
categoría fundamental de nuda vida/existencia política3. Incomo-
didad frente a la política moderna que más que haber olvidado su
racionalidad inclusiva y legitimada en la retórica de los derechos
se fundaría, por el contrario, en la propia lógica del “estado de
excepción”. Es por ello, que la nuda vida encontraría, paradójica-
mente, en la “lógica del campo de concentración” su actualiza-
ción más plena4. De algún modo, en palabras de Agamben: “lo
que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoe
en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la
vida como tal se convierta en objeto eminente de los cálculos y de
las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho
de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se
convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situada
originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de
manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión
e inclusión, externo e interno, bíos y zoe, derecho y hecho, entran
en una zona de irreductible indiferenciación. El estado de excep-
ción, en el que la nuda vida era, a la vez, excluida del orden jurí-
dico y apresada en él, constituía en verdad, en su separación mis-

2
Roberto Esposito, “Enemigo, Extranjero, comunidad”, en Manuel Cruz (Comp.),
Los filósofos y la política, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 69.
3
Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-
textos, 2003, p. 18.
4
Ibid., p. 110.

28
ma, el fundamento oculto sobre el que reposaba todo el sistema
político”5.
Ya sea en la forma de la heteronomía radical del enemigo
o en la forma de un cuerpo desnudo despojado de derechos, las
actuales interrogaciones de la filosofía a la tradición política mo-
derna nos señalan al menos una incomodidad. Algunos años antes,
en la década de los ochenta, esta incomodidad se manifestó en el
discurso filosófico a través de la controversia entre “liberales y
comunitarios”. En un ejercicio similar, algunas filósofas y filóso-
fos de habla inglesa enjuiciaron igualmente al discurso moderno
de lo político más sin las pretensiones autofágicas de la actual
crítica europea.
La publicación en 1981 de After Virtue de Aldasair Ma-
cIntyre, marcará el inicio de la crítica comunitarista a la herencia
moderna de la política, figurada y representada en los nombres
de John Rawls, Ronald Dworkin y Jürgen Habermas. Algún tiem-
po después, esta crítica —aunque desde una postura lejana de los
tonos conservadores de MacIntyre— se verá reforzada con la pu-
blicación del texto Liberalism and the Limits of Justice (1982) de
Michael Sandel. Ese mismo año aparecerá el texto In a different
Voice: Psychological Theory and Women Development de Carol Gilli-
gan, texto que, sin duda, elaborará una de las más importantes
críticas a la teoría del desarrollo moral de Kohlberg y que se con-
vertirá en un clásico para la teoría feminista maternal. No está
demás señalar que las tesis defendidas en este texto socavarían,
colateralmente, las bases de una de las ciencias reconstructivas —
la psicología a la kohlberg— que sostenía a la teoría de la acción
comunicativa de Jürgen Habermas.
Este ejercicio crítico de recuperar lo particular —lo co-
munitario— en contraposición a la perspectiva universalista del
liberalismo y a su planteamiento neocontractualista de la ética,
basada en la justicia en cuanto virtud omnicomprensiva de la

5
Ibid., p. 19.

29
política, se verá apoyada con la publicación del importante texto
de Michael Walzer: Spheres of Justice (1983). En un argumento
intencionadamente “particularista”, Michael Walzer defenderá que
los principios de la justicia no son abstractos ni universales sino
que son un producto “inevitable” del particularismo histórico y
cultural6. Ejercicio crítico comunitarista que pondrá en duda, en
primer lugar, la separación entre forma y contenido en la evalua-
ción del juicio moral. Esto llevará a algunos de los autores antes
mencionados, a argumentar que de la sola ley moral no cabe de-
ducir ningún principio moral sustantivo. En segundo lugar, se-
ñalarán que una política que se base sólo en un modelo procesal y
jurídico de las relaciones humanas carecería de la solidaridad y de
la profundidad que suministra la dimensión de la identidad. Y,
en tercer lugar, se enjuiciarán las pretensiones universalistas de
los juicios morales referidos a la justicia, esto es, su incapacidad
de aislarse de los contenidos culturales de una comunidad deter-
minada 7.
A pesar de los valerosos intentos de los defensores de las
políticas de la diferencia, la incomodidad con la política moderna
traducida en el problema de habitar doblemente en la igualdad y
en la diferencia en lo público, sin recibir por ello un reconoci-
miento estigmatizado, no ha sido resuelto. Paralelamente, los de-

6
Michael Walzer, Spheres of Justice, New York, Basic Books, 1983, p. 23.
7
A pesar de las coincidencias debe ser advertido que el pensamiento comunitarista
desde sus comienzos estuvo marcado por la división. Al menos tres corrientes
pueden ser identificadas una conservadora —también llamada neoaristotélica—
encabezada por los textos de Aldasair MacIntyre, los que intentan una confronta-
ción global con el pensamiento de la modernidad; una otra corriente signada como
“propiamente” comunitarista realiza una crítica a la estrechez de las teoría liberales
de la justicia para intentar ampliar el ámbito de la ética a las concepciones del bien
y de la responsabilidad. Esta postura es desarrollada especialmente por Michael
Sandel e Iris Marion Young; finalmente, otra corriente más progresista —que ha
sido llamada neohegeliana— sostiene los ideales universalistas de la ética moderna,
aunque critican la abstracción y el formalismo de las teorías de la justicia. En esta
corriente han sido identificadas las obras de Michael Walzer y Charles Taylor. Para
un desarrollo completo de esta panorámica véase de José Rubio Carracedo, “El
paradigma ético: justicia, solidaridad y autonomía”, en Educación moral, postmoder-
nidad y democracia, Madrid, Trotta, 1996.

30
fensores de las políticas de la universalidad no han dado un pie
atrás en sus afanes, ahora, cosmopolitas. Dignos de créditos son
los esfuerzos de la filósofa Martha Nussbaum —representante
paradigmática de esta posición— que nos invita a repensar las
retóricas universalistas de lo político inspirada en la antigüedad
clásica —como en su texto The Fragility of Goodness (1986)— o
bien en la teoría política contemporánea —como en The Limits of
Patriotism (1999). Ejercicio doble que lleva a Martha Nussbaum
a establecer otras bases para pensar la democracia desarraigada
tanto de nacionalismos como de particularismos etnocéntricos.
Significativos, en este sentido, son sus textos: Cultivating Huma-
nity (1997) y Women and The Human Development (2000). Dado
el encendido debate entre universalistas y particularistas, entre
kantianos y hegelianos, entre nacionalistas y cosmopolitas, es po-
sible constatar, al menos, una incomodidad.
En un intento de entender este nuevo escenario político
incómodo es que, últimamente, se han venido elaborando distin-
tas propuestas de análisis provenientes de las más diversas tradi-
ciones filosófico-políticas. Los objetivos y alcances de estas pro-
puestas distan mucho de ser homogéneos. Algunas de ellas se han
concentrado en un trabajo genealógico de desarrollo y transfor-
mación de los conceptos de ciudadanía, democracia, Estado, na-
ción, entre otros. Otras han intentado desarrollar propuestas teó-
ricas completamente alternativas a la tradición moderna de lo
político8.
Y hay todavía otras que, por el contrario, buscan estable-
cer un concilio entre los logros de la política moderna —en tanto
política de los derechos— y el estado actual de transformaciones

8
Por su impacto en la discusión contemporánea, fundamentalmente, Michael Hardt
y Antonio Negri, Imperio, Barcelona, Paidós, 2002; y, de los mismos autores, Mul-
titud. Guerra y democracia en la era del imperio, Barcelona, Debate, 2004; también
resulta de utilidad, Paolo Virno, Gramática de la multitud, Buenos Aires, Ediciones
Colihue, 2003; y Daniel Bensaïd, Clases, plebes, multitudes, Santiago, Palinodia,
2006.

31
socio-históricas. En esta línea argumental es donde podríamos
situar al “republicanismo”. Como pensamiento político, el repu-
blicanismo criticará la concepción liberal de la democracia, y re-
valorará conceptos tales como los de participación, igualdad y
virtud cívica. Por tal razón, en los debates contemporáneos se sue-
le ver en el republicanismo una tradición alternativa al liberalis-
mo político. Esto en la medida que las políticas liberales tende-
rían a “el vaciado de los ámbitos de decisión, a que los asuntos
importantes de la vida política se decidan —si se deciden— en
instancias ajenas al control público (...) los programas políticos,
carentes de perfil ideológico o normativo reconocible, resultan
apenas distinguibles, de tal modo que los partidos disputan antes
acerca del trato con sus ideas (honestidad, coherencia) o de la
manera de llevarlas a cabo (eficacia) que sobre su contenido, sobre
los intereses que se reconocen justos y a los que hay que subordi-
nar los intereses de otros segmentos de la población”9. De algún
modo, los críticos a las políticas liberales sospecharían de la pre-
tendida neutralidad de las prácticas deliberativas promovidas por
el liberalismo contemporáneo. Dicho en palabras de Chantal
Mouffe, el modelo deliberativo (reflejado en las prácticas del Lo-
bby, por ejemplo) sería incapaz de aceptar “lo político” en su di-
mensión de antagonismo10. La tradición republicana de lo políti-
co, por el contrario, intentará recuperar la política en su arista
más antagónica, en el propio debate público compartido entre
ciudadanos. Señalemos que este decir ciudadano estará lejano de
la creciente privatización de la cosa pública en la actividad de
profesionales de la política11.

9
Felix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (comps.), Nuevas ideas repu-
blicanas. Autogobierno y libertad, Barcelona, Paidós, 2004, p. 12.
10
Chantal Mouffe, La paradoja democrática, Barcelona, Gedisa, 2003, p.141.
11
Cabe recordar que el “renacer” republicano de lo político toma lugar aproxima-
damente en los años cincuenta del siglo recién pasado. Su impulso inicial se asocia
al trabajo desarrollado por un conjunto de filósofos e historiadores insatisfechos
con la perspectiva liberal con la que se estudiaba la historia y la política americana
del siglo XVIII. Entre las investigaciones principales que se suelen nombrar al
momento de reseñar el resurgimiento del pensamiento republicano se encuentran:

32
El tránsito desde un pensamiento liberal a uno de raíz
republicana obligaría a repensar políticamente al menos tres con-
juntos temáticos: a) ciudadanía y virtud cívica12; b) deliberación
colectiva13; y c) libertad14.
En primer lugar, la ciudadanía y la virtud cívica es enten-
dida por la teoría republicana como una tendencia orientada por
la retórica de los derechos y por la participación activa de los
ciudadanos en los asuntos públicos. Desde esta perspectiva se in-
dica que “el estatuto republicano de ciudadanía no sólo propor-
ciona al individuo determinados derechos vinculados a la liber-
tad, sino que además le exige asumir determinados deberes que
van más allá del mero respeto por los derechos de los demás. Im-
plica asumir un compromiso en relación con los intereses funda-
mentales de la sociedad en su conjunto”15. En la herencia que le
llega desde el humanismo cívico, la tradición republicana enten-
derá al “hombre” como ciudadano inmerso en los avatares y de-
bates propios del espacio público. En el reconocimiento de esta
herencia y del cambio en la significación de la palabra “hombre”,
John G. A. Pocock advierte que “la afirmación del republicanismo

L. Hartz, The Liberal Tradition in America; B. Bailyn, The Ideological Origins of the
American Revolution; G. Wood, The Creation of the American Republic; Q. Skinner,
The Foundations of Modern Political Thought; y, por supuesto, el ya clásico texto de
J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the
Atlantic Republic Tradition. Estos textos no sólo serán útiles al momento de desarro-
llar una nueva reinterpretación de la historia de la revolución norteamericana —
interpretación que pondrá en tela de juicio la difundida tesis que señalaba a la
filosofía de John Locke como la principal fuente ideológica del movimiento inde-
pendentista— sino que además, y más importante aún, permitirán revitalizar el
actual debate político filosófico más allá del escenario liberal.
12
Véase, Helena Béjar, El corazón de la república. Avatares de la virtud política,
Barcelona, Paidós, 2000; y Norberto Bobbio y Maurizio Viroli, Diálogo en torno a
la república, Barcelona, Tusquets Editores, 2002.
13
En relación a este punto puede consultarse el texto de Jürgen Habermas, Factici-
dad y validez, Madrid, Trotta, 1998.
14
Fundamentalmente, Philip Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el
gobierno, Barcelona, Paidós, 1999.
15
Felix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (comps.), Nuevas ideas
republicanas. Autogobierno y libertad, op. cit., p. 24. Para un estudio más completo
del concepto de ciudadanía véase: Soledad García y Steven Lukes (comps.), Ciuda-
danía: justicia social, identidad y participación, Madrid, Siglo XXI Editores, 1999.

33
clásico tiene algo que es humanista en sí misma. Comporta la
afirmación de que el homo es naturalmente un ciudadano y de
que es más plenamente él mismo cuando vive en un régimen de
vivere civile”16. En lo relativo a la significación de esto último —
vivere civile— la historia de la tradición republicana ha elaborado
diversas acepciones y matices, tales como: a) devoción hacia el
bien público; b) práctica, o las precondiciones para la práctica, de
relaciones de igualdad entre ciudadanos comprometidos en go-
bernar y en ser gobernados; y c) entendida la ciudadanía como
un modo de acción orientada a los asuntos públicos, el vivere civi-
le podría también significar “esa cualidad activa rectora (ejercida
en repúblicas por ciudadanos iguales entre sí y dedicados al bien
público) que se enfrenta a la fortuna, conocida por los italianos
renacentistas como virtù, pero que, como Maquiavelo iba a mos-
trar, comportaba la práctica de un código de valores no necesaria-
mente idénticos con las virtudes de un cristiano”17.
En segundo lugar, el republicanismo reservará junto a la
participación cierta “figuración pública” que acertadamente ha
sido llamada por la teórica política Anne Phillips: política de la
presencia. Esta presencia, este habitar lo público con “nombres
propios” es resguardada por la política republicana en la figura de
la “deliberación colectiva”. Esta figura de la “deliberación públi-
ca” instaría a los ciudadanos a exponer pública y razonadamente
sus puntos de vista y minimizar, en última instancia, los riesgos
de que la política se convierta en un asunto de grupos de interés.
Por último, el republicanismo valorará un concepto de
libertad lejano de las retóricas liberales de la “libertad negativa”.
Concepto de libertad que ya Hobbes en el Leviathan se encargara
de describir en dichos términos. Recordemos que para Hobbes la
“libertad significa, propiamente, ausencia de oposición; por opo-

16
John G. A. Pocock, “Virtudes, derechos y manners: un modelo para los historia-
dores del pensamiento político”, Historia e ilustración. Doce estudios, Madrid, Mar-
cial Pons Historia, 2002, p. 321.
17
Ibid., p. 325.

34
sición quiero decir impedimentos externos”18. Alejándose de aque-
lla definición y aportando una nueva perspectiva de análisis para
el estudio del concepto de libertad, Philip Pettit aventurará la
hipótesis que el concepto de libertad que la tradición republicana
desarrolla se dejaría describir mejor en tanto “no-dominación”19.
En este punto Pettit explica que “la no-dominación, según la es-
timó la tradición republicana, significa ausencia de dominación
en presencia de otras gentes, no ausencia de dominación lograda
a merced de aislamiento. La no-dominación es el status ligado al
papel cívico del liber: libertas es civitas, según el modo romano de
expresar la idea; la libertad es cívica, no es la libertad natural de la
jerga dieciochesca. Es un ideal social, cuya realización presupone
la presencia de un buen número de agentes que interactúan (...)
la libertad como no-dominación contrasta de un modo interesan-
te con el ideal alternativo de la libertad como no-interferencia.
Ésta va ligada a la libertad natural, más que a la libertad cívica. Y
el vínculo sugiere que puede disfrutarse de esa libertad al margen
de la sociedad, de manera que la no-interferencia significa ausen-
cia de interferencia (...) mientras que la libertad como no domi-
nación representa la libertad de la ciudad”20.
De algún modo, Pettit más que ofrecernos una defini-
ción positiva del concepto de libertad nos otorga, por el contra-
rio, un “ejercicio polémico” que sólo encuentra negativamente su
justificación. Esto es, sólo habrá libertad en la confrontación
activa y pública de la propia situación de los sujetos con el con-
cepto vigente e históricamente situado de libertad en tanto no-
dominación21. En esta misma valoración del concepto de liber-
tad, Quentin Skinner recurriendo a la semántica histórica pro-

18
Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado Eclesiástico y
civil, Madrid, Alianza Editorial, 1999, p. 187.
19
Philip Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., p.
75.
20
Ibid., p. 95-96.
21
Sin lugar a dudas, el concepto de libertad desarrollado por Pettit encuentra
notorias afinidades con los propuestos por Jacques Rancière y Etienne Balibar. Este

35
pondrá modos de “entender los usos de la libertad”, que más
que responder a marcos normativos precisos de interpretación
nos señalarán contextos históricos específicos y luchas determi-
nadas en pos de la libertad. En este sentido, nos explica que
“cuando Berlin pregunta por el concepto verdadero de libertad,
en realidad debe querer preguntar cuál es el modo correcto o
verdadero de analizar los términos mediante los cuales el con-
cepto es expresado. Pero si de eso se trata, entonces me parece
incluso más claro que no hay una respuesta determinada (...)
situarnos fuera de la línea de la historia y facilitar una definición
neutral para palabras como libertas, libertad, autonomía y liber-
tad, es una ilusión a la que bien vale renunciar. Con términos a
la vez tan profundamente normativos, altamente indetermina-
dos, y tan extensamente aplicados en una historia de debate
ideológico tan larga, el proyecto de comprenderlos sólo puede
ser el intento de captar los diferentes roles que han jugado en
nuestra historia, así como nuestro lugar en aquella narrativa”22.
Bien podríamos decir que Quentin Skinner opone también al
gesto definitorio o normativo —la definición del concepto de
libertad ya sea en términos negativos o positivos— una defini-
ción “negativa”. Su tercer concepto de libertad, en un doble
ejercicio temporal, buscaría en el pasado los contextos de uso en
los que mujeres y hombres dotaron de sentido a la palabra “li-
bertad”, para con esas narraciones deslegitimar contextos de do-
minación y constricción presentes. En este sentido, Skinner se

último, por ejemplo, definirá a la libertad del siguiente modo: La libertad y la


igualdad van a la par en la “ciudad” o en la “sociedad”, en el ámbito nacional o
internacional, ya sea que avancen o retrocedan. Con todo, la única manera de
demostrar su carácter verdadero o de justificarla en sí misma es negativa: es la
refutación de sus propias negaciones, por ende es la manifestación de la negatividad
interna que la caracteriza. Eso equivale a definir “libertad” como una no-constric-
ción e igualdad como una no-discriminación. Véase, Etienne Balibar, “Los univer-
sales”, Violencias, identidades y civilidad. Para una cultura política global, Barcelona,
Gedisa, 2005, p. 177.
22
Quentin Skinner, “Isaiah Berlin, liberalismo inglés y un tercer concepto de
Libertad”, ActuelMarx/Intervenciones, Santiago, Nº1, Universidad ARCIS, Santia-
go, 2003, p. 49.

36
complacerá en darnos una definición débil del concepto de li-
bertad, a la manera de un significante vacío la libertad obtendrá
su sentido en cada contexto de enunciación. Consciente de esta
falta de “normatividad”, Skinner se sentirá satisfecho, por el con-
trario, con la formulación de un concepto de libertad incomple-
to, “por hacer” en la historia y en la ciudad.
En el quiasma o intersección de estos tres conjuntos te-
máticos —ciudadanía, deliberación colectiva y libertad— es don-
de busco situar la reflexión en torno al republicanismo y al femi-
nismo. Señalemos, para empezar, que la relación que propone-
mos, esto es, el entre dos incómodo de “feminismo y republicanis-
mo” ha tenido una historia polémica.
Son pocos los elementos que la tradición republicana haya
aportado, sin sospechas, a la discusión feminista. No sin sospe-
chas, valga la reiteración, algunas teóricas feministas han asumi-
do, por ejemplo, las políticas de intereses orientadas al “bien co-
mún” y al ejercicio público deliberativo propuestas por la tradi-
ción del republicanismo cívico. Se ha sugerido que la propia no-
ción de “interés” reflejaría la manera en que ha sido configurado
el espacio público masculinamente. La tradición republicana de
lo político con su decidida insistencia en los intereses universales,
como opuestos a los particulares, y la separación que hace entre lo
público y lo privado se mostraría, en apariencia, más impenetra-
ble a las políticas feministas y de género23. A pesar de estas resis-
tencias iniciales, es posible indicar que el vínculo entre el feminis-
mo y la teoría republicana de lo político ha encontrado al menos
tres valoraciones distintas en el debate contemporáneo.
La primera de ellas, señala la imposibilidad de hermanar
dichas tradiciones. Habría una oposición irreductible entre el
concepto de libertad republicano y el concepto de libertad fe-
minista. La irreductible oposición de estos dos conceptos de
libertad, residiría en la diversa valoración que ambas tradiciones

23
Anne Phillips, Género y teoría democrática, México, Unam, 1996, p. 56-57.

37
de pensamiento tendrían de la esfera doméstica o privada24. La
filósofa Iris M. Young asimilará la posición republicana al ideal
“cívico público”. En relación a ello, esta defensora de las políti-
cas de la diferencia indicará que “este ideal de lo cívico público
excluye a las mujeres y a otros grupos definidos como diferen-
tes, porque su categoría racional y universal se deriva sólo de su
oposición a la afectividad, la particularidad y el cuerpo. Las teo-
rías republicanas insistieron en la unidad de lo cívico público:
en la medida en que se es un ciudadano, todo hombre debe
dejar atrás su particularidad y diferencia, para adoptar un pun-
to de vista del bien común o la voluntad general. En la práctica,
los políticos republicanos instauraron la homogeneidad exclu-
yendo de la ciudadanía a todas aquellas personas definidas como
diferentes y asociadas con el cuerpo, el deseo o las influencias de
la necesidad que puedan hacer virar a los ciudadanos en una
dirección distinta a la del punto de vista de la pura razón”25. De
algún modo, la propia lógica del discurso republicano, la lógica
de la “unidad” implicaría, para Iris M. Young, la exclusión de
las pasiones, intereses —encarnadas en prácticas, sentimientos
y deseos— y el propio cuerpo de las mujeres26.
Una segunda valoración del posible vínculo entre femi-
nismo y republicanismo advierte en la “alternativa republicana”
una opción válida al momento de intentar salir de los atolladeros
políticos y de las dificultades teóricas que el ideario liberal no ha
podido solucionar en lo relativo a la representación de las muje-
res. Ante esta dificultad de las teorías liberales de la política a la

24
En relación a este punto puede verse Iris M. Young, La justicia y la política de la
diferencia, Madrid, Cátedra, 2000; Tom Campbell, “La justicia como
empoderamiento: Young y la acción afirmativa”, La justicia. Los principales debates
contemporáneos, Barcelona, Gedisa, 2002, pp. 201-219; Joan Landes (comp.),
Feminism, the Public and the Private, Oxford, Oxford University Press, 1998.
25
Iris M. Young, La justicia y al política de la diferencia, op. cit. p. 197-198.
26
Iris M. Young, “Imparcialidad y lo cívico público. Algunas implicaciones de las
críticas feministas a la teoría moral y política”, en Seyla Benhabib y Drucilla Cornell
(eds.), Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990,
p. 92.

38
hora de la representación de las mujeres en la esfera de lo político,
Anne Phillips —a pesar de reconocer la dificultad de una posible
alianza entre feminismo y republicanismo— cree que el republi-
canismo podría reivindicarse “como ofreciendo una comprensión
más dialógica de la justicia y del bien público (...) el requeri-
miento mismo de publicidad —es decir, tener que entrar en con-
tacto con otros en público, aceptar argumentos y perspectivas
diferentes, proponer nuestras propias demandas en términos que
sean convincentes para aquellos con los que estamos en desacuer-
do— debería alentar una política más transformadora que permi-
ta que cada uno pueda ir más allá de sus preocupaciones iniciales
y particulares”27. Explicitando las huellas liberales que animan al
discurso feminista, Anne Phillips nos recordará su misión desmi-
tificadora mas sin embargo, también, los propios límites del dis-
curso liberal establecidos en la dicotomía de lo público/privado.
En el intento de desafiar dichos límites, “quizás”, el republicanis-
mo sea un buen aliado para el feminismo. En este sentido Anne
Phillips escribe: “El feminismo es en gran parte un descendiente
del liberalismo: está alimentado por una crítica similar de las po-
siciones inmutables y de las jerarquías tradicionales (...) pero la
tradición liberal se desarrolló durante demasiado tiempo en un
ámbito exclusivamente masculino (...) durante gran parte del si-
glo XX, las feministas han tratado de moderar los excesos del
liberalismo mediante la adición de algunos elementos del pensa-
miento socialista; ahora que el socialismo mismo está en retirada,
el republicanismo luce como un aliado más prometedor”28.
Por último está aquella otra posición que advierte que el
“atraso” con que las mujeres han llegado a ser parte de la Repúbli-

27
Anne Phillips, “Feminismo y republicanismo: ¿es ésta una alianza plausible?”, en
Felix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (comps.), Nuevas ideas republi-
canas. Autogobierno y libertad, Barcelona , op. cit., p. 276.
28
Ibid., p. 284. Véase también A. Phillips, Engendering Democracy, Oxford, Basil
Blackwell, 1991; y de Mary Dietz, “On Arendt”, M. L. Shanley y C. Pateman
(comps.), Feminist Interpretations and Political Theory, Oxford, Polity Press, 1991.

39
ca —en tanto ciudadanas— es un efecto derivado del propio idea-
rio republicano. Geneviève Fraisse indica al respecto: “la historia
es sexuada, la desigualdad de los sexos, denunciada por el femi-
nismo, es política y no solamente antropológica, actual y no sim-
plemente anacrónica e intemporal, si esto no se reconoce, es por-
que el ideal democrático implica lo universal y lo neutro más que
lo particular y la diferencia (...) el universalismo, al considerarse
un ideal es también una máscara (...)”29. La relación entre mujer
y política se instaura así en un desorden como lo llama Genevieve
Fraisse: en el desorden, de lo que podría ser llamado, la política
de lo “universal excluyente”. Formulación aporética que alude a la
vez al telos inclusivista que anima al ideario republicano de la
política pero también a su reverso silente, la exclusión. Hagamos
notar aquí, que si bien lo propio del discurso republicano de la
política ha sido la legitimación de un orden universal exclusivo,
esto no quiere decir que las mujeres no hayan formado parte de
él. Consignemos que esta afirmación debe ser entendida de dos
formas: primero, uno de los concepto claves —y presupuesto—
del republicanismo es la igualdad de todos en tanto ciudadanos
en el espacio público; sin embargo, y segundo, la inclusión que
propicia para el caso de las mujeres es diferenciada, esto es, bajo
las retóricas de los sentimientos y del cuidado y en las figuras de
la amante/esposa y de la esposa/madre.
Aporía que ya para la temprana fecha de 1791 se habrá
convertido en una problemática herencia para las mujeres. Esto
lo evidenciará, por ejemplo, Mary Wollstonecraft, quien, en el
fundamental texto A Vindication of Rights of Woman ajustando
cuentas con una de las fuentes de la tradición republicana moder-

29
Geneviève Fraisse, “Democracia exclusiva, república masculina”, en Hugo Quiroga
y otros (comps.), Filosofías de la ciudadanía, Rosario, Homo Sapiens Ediciones,
1999, p. 137; véase de la misma autora, Musa de la razón, la democracia excluyente y
la diferencia de los sexos, Madrid, Ediciones Cátedra, 1991; La raison des femmes,
París, Plon, 1992; La diferencia de los sexos, Buenos Aires, Manantial, 1996; y Los dos
gobiernos: la familia y la ciudad, Madrid, Ediciones Cátedra, 2003.

40
na (Jean Jacques Rousseau) indicará que: “se han esgrimido infi-
nidad de argumentos ingeniosos para explicar y excusar la tiranía
del hombre y demostrar que los dos sexos, en su búsqueda de la
virtud, deben tender a formarse una personalidad totalmente di-
ferente, o más explícitamente, a las mujeres no se les concede
fuerza suficiente para adquirir eso que merece recibir el nombre
de virtud (...) a las mujeres se les dice desde su infancia, y el
ejemplo de su madre lo refrenda, que para conquistar la protec-
ción de un hombre no necesitan más que un cierto conocimiento
de la debilidad, en otras palabras: astucia y un temperamento
dócil, una aparente obediencia y un cuidado meticuloso en adop-
tar un comportamiento pueril. Y además, ser hermosas, todo lo
demás sobra, al menos veinte años de su vida”30. Si la república
necesita de seres virtuosos, por qué a las mujeres sólo se les conce-
de las virtudes y las artes de las seducción y el engaño (principales
materias de la propedéutica de los sentimientos concedida por
Rousseau a las mujeres).
Las mujeres son parte de la república, qué duda cabe, sin
embargo, su presencia es antecedida por los decires del sentimiento,
del amor y del cuidado. Pero seamos justas, no olvidemos que la
política republicana, tal y como la concibe Rousseau, intenta re-
mediar una exclusión: la exclusión de las mujeres de lo público.
Puesta al día de la política que en un intento de desafiar las pre-
misas de la teoría política atomista e individualista del Estado
hobbesiano desarrollará un modelo de política anclado en una
razón imparcial y universal, excluyendo, al deseo, al sentimiento
y a la particularidad de las necesidades e intereses. Sin embargo, y
en contradicción con lo anterior, las mujeres habitarán “senti-
mentalmente” el espacio de lo social. O como bien lo señala Wo-
llstonecraft, no sin un dejo de ironía y pesar: las mujeres acudien-
do al sentimiento en lugar de hacerlo a la razón hacen que sus

30
Mary Wollstonecraft, Vindication of Rights of Woman, edition C. H. Poston, New
York, Norton, 1975, p. 158.

41
conductas sean “inestables y sus opiniones cambiantes, no tanto
debido a un cambio de punto de vista sino a estados de ánimo
contradictorios (...) ¡Qué desgraciado ha de ser ese individuo cuya
educación sólo ha intentado inflamar sus pasiones!”31.
Inclusión aporética. Política remedial, política de un des-
orden que, sin embargo, vestida con nuevos ropajes no hace sino
reiterar el mismo viejo argumento de la inclusión aporética de las
mujeres: la inclusión diferenciada.
Pero, volviendo al desorden de Geneviève Fraisse, cabe
preguntar ¿cuál es el desorden de las mujeres? Recordemos, como
lo hace la filósofa e historiadora Nicole Loraux, que el desorden
de las mujeres, el desorden instituido en la relación entre mujeres
y política, no es nuevo. Volvamos la vista a uno de los momentos
míticos/ficcionales de la política moderna. Indiquemos, por ejem-
plo, el inevitable lugar común de la relación “mujeres y política”
en la antigua Grecia. Ya en la lejana y mítica Grecia del siglo IV
A. de C., la mujer —la madre Demeter, para ser exactos— estaba
emplazada junto al ágora, en el propio centro de la democracia
ateniense. Ahí, precisamente ahí, en el corazón mismo de la polí-
tica habitaba la madre. Pero no cualquier madre, la madre más
violenta de todas, Demeter: la acongojada madre que clama por
la pérdida de su hija, Perséfone. Una madre junto al ágora. Una
madre, junto al Bouleutérion. Será contiguo a dicho edificio
—sede del consejo de los atenienses— donde se elevará el templo
a esta madre: el Métrôon. Junto a aquel lugar donde se vela por el
buen funcionamiento de la democracia, se emplaza en cercanía a
la mujer, a la madre. En este punto cabe la formulación de al
menos dos preguntas: ¿Por qué tal proximidad?, ¿qué se busca
preservar vinculando, al menos espacialmente, a las mujeres con
la democracia? Estas preguntas resultan evidentes a la hora de
constatar la ausencia de las mujeres —reales, si me es lícito lla-
marlas así— de la política ateniense. Para responder dichas pre-

31
Ibid., p. 164.

42
guntas debe ser aclarado, primero, que para el siglo IV A. de C. el
Métrôon albergaba todos los archivos públicos de Atenas. En pa-
labras de Nicole Loraux “la madre montará guardia sobre toda la
memoria escrita de la democracia, o al menos estarán bajo su cus-
todia leyes y decretos (aquellas realizadas en honor de los hom-
bres de Phyle quienes en el 403 reestablecieron la democracia);
actas de acusación de los procesos (incluida, la graphé de Meletos
contra Sócrates) y cuentas y listas de todos los sorteos”32. La mu-
jer protege y da abrigo a la democracia, en otras palabras, es guar-
diana de sus leyes. Nada más razonable pensar esta relación de la
mujer con el archivo de la democracia ateniense como una rela-
ción política, pero nada más inexacto, sin embargo. La madre, en
palabras de Loraux, figura por antonomasia de lo natural, no hará
más que volverse nodriza, naturaleza que recibe la herencia pater-
na. Dicho de otro modo, se será madre en tanto “porta-huella”,
cuyo principio estará más allá de si: en el padre. La mujer está en
la ciudad, pero excluida de la democracia y, sin embargo, asom-
brosamente protege sus leyes. Es guardiana de las cuentas y listas,
pero ella no forma parte de dichas cuentas. Da abrigo a lo que no
genera y cuida lo que no le es propio.
Sin lugar a dudas, ejemplos como el anterior se multipli-
can en el momento de hablar de mujeres y política. En síntesis, es
posible decir que las mujeres, por largo tiempo, se han relaciona-
do con lo público, con la ciudad, con la política. Más, sin embar-
go, dicha relación se ha inscripto bajo el signo de una aporía: la
aporía del “encuentro inexistente”. Encuentro que, como el antes
mencionado, no busca sino inscribir los signos del padre —y re-
producirlos— en el cuerpo femenino. Desde esta perspectiva, la
política de las mujeres será sólo un agregado, no turbulento, a la
política masculina. Las mujeres, podría decirse, se vinculan a lo
político fallidamente. Vínculo fallido en cuanto sólo son el índice

32
Nicole Loraux, “La Mère sur Agora”, Les mères en deuil, Paris, Seuil, 1990, pp.
105-106.

43
de un desorden: el desorden de ser iguales, pero estar excluidas
de la política. Vínculo fallido, también, puesto que su inclusión
a la comunidad, cuando ello ocurre, se dará en términos de una
simple agregación a lugares y a funciones ya determinados de
antemano.
No obstante aquello, debe ser indicado, que será sólo en
los albores de 1789 cuando dicha “aporía” se haga explícita a ple-
na luz. Será precisamente con el discurso republicano de los dere-
chos —que se comienza a gestar con la revolución democrática
como fue llamada años más tardes por Tocqueville— que las mu-
jeres intentarán hacer suyo el reclamo universalista por la igual-
dad. Reclamo que evidenciará la injusticia de ser parte de una
sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológi-
ca-política en la que el orden social no encuentra más fundamen-
to que cierta “voluntad divina”. Indiquemos que dicho reclamo
encontrará asidero en el propio presupuesto inclusivista (de que
todos los individuos tienen que contar por uno, y ninguno por
más de uno) que incorpora el discurso de los derechos de la revo-
lución. Igualdad, libertad, derechos, universalidad de la ley, par-
ticipación, serán consecuentemente las palabras maestras que ha-
rán plausible un discurso de inclusión política de las mujeres.
Destaquemos que este discurso no será otro que el republicano.
Será precisamente aquí —en el imaginario político otorgado por
la revolución francesa y la ilustración— donde la idea republica-
na de lo político y las mujeres encuentren un lenguaje en común.
El discurso republicano permitirá lo impensado: anudar dos zo-
nas contiguas, pero infinitamente lejanas: mujeres y política. Per-
mitirá la visibilidad de las mujeres, no como portadoras y guar-
dianas de las leyes masculinas, sino como sujetos políticos autó-
nomos. La revolución democrática volverá cada vez más compleja,
e ilegítima, la justificación de la dominación masculina. En este
punto vale citar, in extenso, a Jacques Rancière: “La república es a
la vez el régimen fundado sobre una declaración igualitaria que
no sabe de la diferencia de los sexos y la idea de una complemen-

44
tariedad de las leyes y las costumbres. Según esta complementa-
riedad, la parte de las mujeres es la de las costumbres y la educa-
ción a través de las cuales se forman los espíritus y los corazones
de los ciudadanos (...) la aparición indebida de una mujer en el
escenario electoral transforma en modo de exposición de una dis-
torsión, en el sentido lógico, ese topos republicano de las leyes y
las costumbres que envuelve a la lógica policial en una definición
de lo político. Al construir la universalidad singular polémica, de
una demostración, ella hace aparecer lo universal de la república
como universal particularizado, torcido en su definición misma
por la lógica policial de las funciones y las partes. Esto quiere
decir, a la inversa, que ella transforma en argumento del nos su-
mus, nos existimus femenino todas esas funciones, ‘privilegios’ y
capacidades que la lógica policial, así politizada, atribuye a las
mujeres madres, educadoras, protectoras y civilizadoras de la cla-
se de los ciudadanos legisladores”33.
Nos sumus, nos existimus, parecen decir las mujeres. El dis-
curso feminista hará visible la aporía que anima al discurso repu-
blicano: que se declara fiel, por un lado, al universalismo de la ley,
pero al mismo tiempo excluye a las mujeres de ellas. Las mujeres,
en su reclamo feminista, pedirán por la actualización de dicha
universalidad, haciendo así legítima una escena paradójica: la re-
unión polémica de la comunidad y la no-comunidad. Desde la
igualdad, se demostrará la aporía que implica excluir a las muje-
res del espacio republicano aduciendo como argumento “la dife-
rencia de los sexos”.

33
Jacques Rancière, La Mésentente, Paris, Galilée, 1995, p. 65.

45
46
3. La (in)humanidad de las mujeres

Hay un problema, una incomodidad quizás, entre las


mujeres, los derechos humanos y la idea de ciudadanía que les es
propia. La abogada feminista Catharine Mackinnon describe del
siguiente modo dicha incomodidad: “Lo que sucede a las mujeres
es demasiado particular para ser universal o demasiado universal
para ser particular, lo cual significa demasiado humano para ser
femenino o demasiado femenino para ser humano”1. Sin duda, es
este desencuentro entre la idea de lo “humano” y las “experiencias
de las mujeres” lo que incomoda. Desencuentro que o bien, vuel-
ve invisible la violencia ejercida cotidianamente contra ellas (to-
memos como ejemplo las continuas y habituales representaciones
sexistas/violentas de las mujeres en los medios de comunicación),
o bien, hace de la violencia ejercida contra las mujeres un evento
“excepcional”, una simple expresión de “barbarie”.
De algún modo, esta “excepcionalidad” la mayoría de las
veces es tratada como un salto fuera de la normalidad, como un
salto fuera de la democracia, en fin, como un salto fuera de la
política. La violencia sexual a la que son sometidas las mujeres en
momentos de conflictos armados es, sin duda, el ejemplo ejem-
plar de esta excepcionalidad. Así, en casos como los documenta-
dos por Catharine Mackinnon o David Rieff, la violencia sexual

1
Catharine Mackinnon, “Crimes of War, Crimes of Peace”, Are Women Human?
And Other International Dialogues, Cambridge, The Harvard University Press, 2007,
p. 142.

47
ejercida contra las mujeres es explicada la mayoría de las veces
como el resultado de patologías particulares de individuos aisla-
dos, pero no como una forma normalizada de violencia contra los
derechos humanos de las mujeres2.
En estos y otros casos, cuando la mujer es el centro de
hechos de violencia política, nos encontramos con el problema de
qué decimos cuando decimos derechos humanos. Para el filósofo esta-
dounidense Richard Rorty lo esencial en la descripción de los
derechos humanos es la especial manera en que la palabra “huma-
no” ha sido definida política y jurídicamente. Para Rorty la defi-
nición de humanidad se organiza, en efecto, a partir de tres casos
“fronterizos” que ayudan a distinguir lo “humano” de lo “no hu-
mano”. Estos casos fronterizos determinan y distinguen la huma-
nidad de lo humano, y suponen, en cada caso, una diferencia
fuerte que permite sostener la misma erección de lo humano. Las
figuras fronterizas de la alteridad que organizan la lógica de la
antropogénesis occidental estarían encarnadas en las imágenes o
representaciones del animal, la niñez y la mujer o lo no-macho.
Tres maneras bien definidas de marcar lo no-humano. Tres mane-
ras bien definidas de remarcar lo humano. La distinción huma-
no-animal es quizá la forma dominante que la tradición filosófica
occidental ha utilizado al momento de definir lo humano. De
Platón a Descartes, de Heidegger a Levinas esta distinción se ha
considerado fundamental y “natural”. Pero, bien sabemos noso-
tras las mujeres, que esta distinción no es la única y la principal.
La segunda distinción invocada por el pensamiento occidental
para distinguir lo humano es aquella que se estructura en torno a
la distinción entre adultos y niños. Las personas ignorantes y su-
persticiosas, los pueblos no occidentales, se dice, son como los
niños. Únicamente alcanzan su humanidad si se les educa en los
valores de la cultura occidental. Si pese a los esfuerzos realizados,

2
Sobre este punto, Elena Larrauri, Criminología crítica y violencia de género, Madrid,
Trotta, 2007.

48
si a pesar de la educación entregada, siguen comportándose como
“niños” es porque no pertenecen realmente a la misma clase de
seres que llamamos humanos. En sociedades fuertemente racistas
como la Sudáfrica del apartheid, o los Estados Unidos de la pri-
mera mitad del siglo pasado, los blancos acostumbraban dirigirse
a los negros llamándolos “muchacho” o “chico”. Por otro lado,
bien sabemos cada una de nosotras que cuando se nos trata de
“niña”, a pesar de haber superado ya largamente la treintena, es-
tamos siendo excluidas del universo de lo “humano” y arrojadas al
mundo de la infancia, de la minoría de edad, de la inferioridad.
La tercera distinción entre lo humano y lo no-humano
hoy aparece tipificada bajo formas más veladas de representación.
Naturaleza humana, diferencia de los sexos, razón/sentimientos,
macho/no-macho son algunas de las formas sofisticas que el pen-
samiento contemporáneo exhibe al momento de defender esta
otra frontera entre el hombre y el no-hombre, entre lo humano y
lo no-humano. El tardío e imperfecto ingreso de las mujeres a la
esfera política de lo público nos habla justamente del desencuen-
tro entre las mujeres y la idea de lo “humano” implícita en la
declaración de los derechos del hombre, tal y como ésta ha sido
pensada por la tradición dominante del pensamiento político oc-
cidental.
Desde posiciones teóricas afines al neopragmatismo, se
advierte críticamente que el problema de la definición de lo hu-
mano avanzada y consolidada en la modernidad residiría en el
argumento fundacionalista que estaría en su base, esto es, en la
idea de una presunta naturaleza ahistórica de los seres humanos3.
Argumento que, sin duda, nos habla más de una voluntad de
poder dominante que de una pretendida “naturaleza humana”. Si
bien tiendo a estar de acuerdo con la necesidad de desplazar el
momento sustancialista “ahistórico” de los derechos humanos, me

3
Richard Rorty, “Human Rights, Rationality and Sentimentality”, The Yale Review,
Vol. 81, Nº 4, 1993, pp. 79-90.

49
parece un poco más problemático abandonar por el momento la
pretensión “universalista” que subyace a toda declaración y defen-
sa de los derechos humanos en el mundo.
La necesidad de abandonar la pretensión de universalidad
de los derechos humanos, y, por ende, de abandonar el programa
político “humanitarista” que organiza la defensa de estos dere-
chos, ha sido recientemente propuesta por algunos de los repre-
sentantes más destacados de la tradición crítica filosófica contem-
poránea4. Tomemos por índice de esta crítica de los derechos hu-
manos, la posición sostenida en el último tiempo por el filósofo
esloveno Slavoj Zizek. Repasando rápidamente sus argumentos,
es posible establecer que para Zizek la apuesta política de los “de-
rechos humanos” se articula básicamente en torno a tres supues-
tos básicos: a) un fundamentalismo que convierte en propiedades
esenciales “rasgos contingentes, históricamente condicionados”;
b) la prioridad de la libertad, siempre y cuando ésta sea entendi-
da como “libertad de elección” y no como libertad de “autodeter-
minación”; y c) la creencia de que la apelación a los derechos
humanos es una buena defensa contra los excesos de poder5. Es-
tos supuestos serían para Zizek, en cierto modo, el ropaje externo
de las políticas supuestamente despolitizadas del humanitarismo.
En otras palabras, para el filósofo esloveno tales supuestos serían
la ideología que posibilitaría “el intervencionismo militar que sir-
ve a unos propósitos políticos y económicos bien específicos”6.
Siguiendo una línea de reflexión similar, la teórica feminista esta-
dounidense Wendy Brown agregará que el humanitarismo “se
presenta como una especie de antipolítica, una defensa pura de
los inocentes y de los impotentes frente al poder, una defensa
pura del individuo contra las maquinarias inmensas y potencial-
mente crueles o despóticas de la cultura, el Estado, la guerra, el

4
Alain Badiou, L’éthique, Paris, Nous, 2003.
5
Slavoj Zizek, “Contra los derechos humanos”, New Left Review, Nº 34, 2005, pp.
85-119.
6
Ibíd., p. 95.

50
conflicto étnico, el tribalismo, el patriarcado y otras movilizacio-
nes o ejemplos del poder colectivo contra el individuo”7.
No cabe duda que las lógicas que animan las intervencio-
nes humanitarias amparadas bajo la declaración de los derechos
humanos no están exentas de intereses determinados. Pero, de
igual modo, también es cierto que en momentos de conflictos
armados, ya sea motivados por problemas políticos, éticos o reli-
giosos, las mujeres —independiente del lugar que ocupen en una
sociedad determinada, esto es, entendidas como una clase o un
conjunto determinado de individuos— sufren un tipo de violen-
cia específica: la violencia sexual.
A través de un trabajo paciente de redescripción polémi-
ca y perspicaz, Catharine Mackinnon ha puesto en evidencia
que lo que complica a las mujeres y al feminismo con la idea de
“derechos humanos” es cierta idea de ser humano masculina-
mente descrita que parece serle consustancial. ¿Qué intentamos
decir cuando hablamos de “derechos humanos”? El aserto más
común a la hora de dar respuesta a dicha pregunta es la nomina-
ción de ciertos derechos inalienables al ser humano. De cierta
manera la respuesta nos llevará a un terreno común, a lo común
de nuestra humanidad ¿Qué ocurre, entonces, cuando ese ser
humano es mujer? Volvamos nuevamente a la interrogante ini-
cial, pero con una variación: ¿Qué intentamos decir cuando ha-
blamos de los “derechos humanos de la mujer”? Para los aman-
tes de la simplicidad esta pregunta no tendría ningún valor: la
humanidad es una y compartida por todos y todas. Sin embar-
go, y a pesar de complicar quizás sin razón un tema que aparen-
temente no lo merecería, queda aún la sensación de que la pre-
gunta no ha sido respondida adecuadamente. Pareciera que falta
todavía especificar qué significan los “derechos humanos” cuan-
do se los menciona junto a la palabra “mujer”. Para MacKinnon

7
Wendy Brown, “‘The Most We Can Hope For…’: Human Rights as the Politics
of Fatalism”, The South Atlantic Quarterly, Vol. 103, Nº 2-3, 2004, p. 453.

51
los derechos humanos son producto de una relación conflictiva
entre una lógica social de dominación y una lógica de oposición
a la dominación. Desde esta perspectiva los derechos humanos
más que obedecer a meras abstracciones de principios sempiter-
nos responderían a una “interacción entre el cambio y la resis-
tencia al cambio”. De algún modo, lo que subyace a estas inte-
rrogantes, lo que se encuentra detrás de la insistencia en estas
preguntas, es el intento de desplazar la temática de los “dere-
chos humanos” desde el terreno de la abstracción y los universa-
les para indicar sin ambages que los derechos responden a prác-
ticas y experiencias particulares. Una vez situado el debate en
este nuevo terreno, Mackinnon afirmará, para sorpresa de hu-
manistas de todos los colores, que los derechos humanos no es-
tán basados en la experiencia de las mujeres.
Por la importancia del argumento, me permitiré citar en
extenso la tesis de Mackinnon:

“No es que los derechos humanos de las mujeres no hayan sido


violados. Cuando las mujeres son violadas como los hombres,
quienes son como ellas en los demás aspectos, cuando los brazos
y las piernas de las mujeres sangran al ser cortados, cuando las
mujeres son acribilladas en zanjas y asfixiadas con gas en camio-
nes, cuando los cuerpos de las mujeres son escondidos en el
fondo de minas abandonadas o cuando los cráneos de las mu-
jeres son enviados de Auschwitz a Estrasburgo para realizar
experimentos, ello no se registra en la historia de las atrocidades
contra de los derechos humanos de las mujeres. Ellas son argen-
tinas, hondureñas o judías. Cuando suceden cosas a las mujeres
que también ocurren a los hombres, como ser golpeadas y des-
aparecidas y torturadas hasta la muerte, el hecho de que afecten
a mujeres no se cuenta o no se considera como sufrimiento
humano. Cuando no se ha declarado la guerra y sin embargo
las mujeres son golpeadas por hombres cercanos a ellas, cuando
las esposas desaparecen en los estacionamientos de los super-
mercados, cuando las prostitutas flotan en ríos o aparecen bajo
montones de harapos en edificios abandonados, todo tiende a

52
pasar desapercibido en los archivos del sufrimiento humano
porque las.víctimas son mujeres y huele a sexo”8.

Bien podríamos decir, a propósito de la cita anterior, que


los derechos, los derechos humanos, se han constituido en una
ausencia: la ausencia del cuerpo sexuado. Constatada esta reali-
dad sólo quedan dos salidas: rechazar el ideario de los derechos
humanos por patriarcal y falocéntrico, o hacer que los derechos
humanos incorporen en la figura de la ciudadanía lo que en su
inicio excluían.
Esta es la alternativa que desarrolla el filósofo francés Etien-
ne Balibar. Balibar conociendo las huellas androcéntricas que aún
persisten a la hora de definir lo humano prefiere cambiar el orden
de los elementos: esto es, anteponer la categoría de ciudadanía a
la de humano. En este sentido, en el origen no estaría “lo huma-
no” sino los “derechos políticos”. Lo humano sería aquí una cons-
tatación del respeto de ciertos derechos políticos básicos. Buscan-
do extraer las consecuencias que se derivan de esta tesis, Balibar
observa que es “la ciudadanía la que hace al hombre, no el hom-
bre a la ciudadanía”9.
Sin embargo, y pese a las buenas intenciones de Balibar,
aquí nos encontramos con una nueva complicación. Si bien pare-
ce plausible la propuesta de Balibar de los derechos “ciudadanos”
como antesala obligatoria para los derechos humanos, no es del
todo satisfactoria para las mujeres. No olvidemos que las “políti-
cas feministas”, mucho antes de la propuesta de los derechos cívi-
cos humanos de Balibar, buscaron en la “ciudadanía” un lugar
desde donde re-inventar lo político. Sin embargo, a poco andar se
dieron cuenta de que el concepto de ciudadanía para el caso de las
mujeres se bifurcaba en dos opciones: esto es, o bien igualdad, o

8
Catharine Mackinnon, “Crimes of War, Crimes of Pace”, Are Women Human?, op.
cit., p. 142. La cursiva es mía.
9
Etienne Balibar, “Is a Philosophy of Human Civic Rights Posible?”, The South
Atlantic Quarterly, op. cit., p. 321.

53
bien diferencia. En este sentido, si se opta por la igualdad es ne-
cesario aceptar la abstracción y universalidad de los derechos del
hombre. Si se opta por la diferencia, en cambio, es necesario de-
mandar ser reconocidas por lo que la ciudadanía excluye: la dife-
rencia. Opción de dos filos. Opción doble y contradictoria que a
finales del siglo veinte ha sido descrita por la teórica feminista
Carole Pateman bajo la forma de un dilema:

“El dilema surge porque, dentro de la existente concepción


patriarcal de la ciudadanía, la elección tiene que hacerse siempre
entre la igualdad y la diferencia, o entre la igualdad y la condi-
ción de mujeres. Por un lado, demandar “igualdad” es luchar
por la igualdad con los hombre (exigir que los derechos del
hombre y del ciudadano se extiendan a las mujeres), lo que
significa que las mujeres deben llegar a ser (como) hombres. Por
otro lado, insistir, como lo hacen las feministas contemporá-
neas, en que las actividades, capacidades y atributos de las mu-
jeres deben ser revalorizados y tratados como una contribución
a la ciudadanía es demandar lo imposible; tal “diferencia” es
precisamente lo que la ciudadanía excluye”10.

En otras palabras, podría decirse que cuando el cuerpo


de las mujeres es incorporado como “diferencia” al espacio polí-
tico, lo es bajo la forma de la maternidad y el cuidado, re-intro-
duciendo así nuevamente argumentos “privados” para hablar de
la mujer en lo público. En este punto, sin duda, hay una com-
plicación. Bien podría ser dicho que con este tipo de argumen-
tos no se hace sino actualizar una “política del cuidado” que
necesita de una idea de mujer en tanto “diferencia”, y en tanto
diferencia portadora de estilos y prácticas “diferentes” ancladas
la mayoría de las veces a un ideario maternal y en última instan-
cia al propio cuerpo femenino.

10
Carole Pateman, “The Patriacal Welfare State”, The Disorder of Women, Cambridge,
Polity Press, 1989, pp. 179-209.

54
Destaquemos que este momento doble de la ciudadanía
para las mujeres se ha desarrollado, o bien, promoviendo políticas
por la igualdad, o bien, promoviendo políticas de la diferencia.
Entre las primeras podrían ser mencionadas: a) los intentos de
elaborar ciudadanías democráticas que conciban a la política como
un compromiso colectivo y de participación en la resolución de
los asuntos de la comunidad11; b) las perspectivas que promueven
ciudadanías radicales que buscan convertir a la diferencia sexual
en algo políticamente no pertinente; esta es, por ejemplo, la pos-
tura de postmarxistas como Chantal Mouffe12; c) y, los intentos
recientes de filósofas como Martha Naussbaum, y economistas
como Amartya Sen, de vincular la idea de ciudadanía a la de “ca-
pacidades”. Esta última propuesta, conocida como de “desarrollo
humano” observa que para llegar a ser un “ser humano”, indepen-
diente del sexo o la condición social, cada Estado debería procu-
rar el desarrollo de un conjunto de capacidades (desde las básicas
de alfabetización hasta otras más heterodoxas como las recreati-
vas). De no hacerlo, advierte Nussbaum, difícilmente se podría
decir que en tal o cual lugar hay seres humanos.
Dentro de las propuestas que intentan promover políticas
de la diferencia a la hora de abordar el problema de los derechos
humanos, se pueden mencionar: a) los intentos de desarrollar “ciu-
dadanías sexuadas” o de interés. Desde esta posición, la filósofa
política Iris Marion Young preferirá las “políticas conscientes” en
cuanto al grupo y no aquellas políticas neutrales. En este sentido
indica: “Las políticas que están formuladas universalmente son
ciegas a las diferencias de raza, cultura, género, edad o discapaci-
dad debido a que perpetúan la dominación”13; b) otra propuesta

11
Drucilla Cornell, “Legados problemáticos: los derechos humanos, el imperialis-
mo y la libertad de las mujeres”, En el corazón de la libertad, Madrid, Cátedra, 2001,
pp. 209-254.
12
Chantal Mouffe, “Feminism, Citizenship and Radical Democratic Politics”, The
Return of the Political, London, Verso, 1993, pp. 74-89.
13
Iris Marion Young, Justice and the Politics of Difference, Princeton, The Princeton
University Press, 1990.

55
afín a la perspectiva de las políticas de la diferencia es la que han
desarrollado Patricia Williams, Catherine Mackinnon y Andrea
Dworkin 14.
Si bien, tomadas individualmente las propuestas feminis-
tas de la igualdad y la diferencia difieren al momento de abordar
el problema de los derechos y el tipo de ciudadanía más justa
para las mujeres, es posible, sin embargo, encontrar acuerdos
mínimos a la hora de erradicar la violencia sexual contra las muje-
res. Algunos de estos acuerdos son: 1) hacer de la categoría de lo
“humano” un lugar al cual que hay que llegar y no presuponerla
en tanto categoría sustantiva inicial; 2) incidir en la formulación
de normativas legales que incorporen las experiencias de las muje-
res15; 3) garantizar la vida digna de las mujeres que sin duda pasa
por garantizar derechos económicos y sociales16; y 4) hacer que el
respeto de los derechos humanos de las mujeres se traduzcan en
el desarrollo de capacidades efectivas17.
Cabe destacar, y con esto termino, que la erradicación de
la violencia sexual que silenciosa e invisiblemente forma parte de
la vida cotidiana de las democracias contemporáneas, y que se
explicita sin resguardo en momentos de conflictos armados, no es
sólo tarea de las expertas y expertos en derechos humanos. Tam-
bién se requiere gran imaginación práctica y teórica para generar
nuevas imágenes, metáforas y representaciones de las mujeres no
sexistas y lejanas, a su vez, del paradigma maternalista con la que
la política moderna ha constituido a las mujeres en la esfera pú-
blica. De ahí que junto a los necesarios cambios legales deba im-

14
Patricia Williams, The Alchemy of Race and Right, Cambridge, Harvard University
Press, 1991; Catherine Mackinnon y Andrea Dworkin (ed.), In Harm’s Way: The
Pornography Civil Right Hearings, New York, Harvard University Press, 1997.
15
Hilary Charlesworth, “Alienating Oscar? Feminist Analysis of International Law”,
American Journal of International Law, 1993; igualmente, Tamar Pitch, Un derecho
para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, Madrid, Trotta, 2003.
16
Carole Pateman, “Democraticizing Citizenship”, Politics and Society, Vol. 32, Nº
1, London, 2004, pp. 56-78.
17
Martha C. Nussbaum, Sex and Social Justice, New York, Oxford University Press,
1999.

56
pulsarse también un cambio a nivel de los modos de hablar de
mujeres y hombres en tiempos de paz, en tiempos democráticos.
Estos cambios no sólo deben influir en las hablas bien intencio-
nadas de los actores públicos sino que también debería incidir,
lenta pero decididamente, en la producción de conocimientos
que problematicen la propia marca de la diferencia de los sexos.
Una de las maneras en la que se puede avanzar en este punto es
haciendo entrar las emociones al derecho, esto es, introduciendo
nuevos cuerpos, nuevas experiencias y sufrimientos en la cons-
trucción de las leyes.
Otro camino, que busca incidir en la creación de nuevas
formas de hablar de lo humano en la literatura, la historia y la
filosofía, es el tomado por cierto feminismo contemporáneo en el
atrevimiento de pensar un feminismo que desplace el sintagma
de “comunidad de mujeres”, cuestionando la propia nominación
identitaria de “mujer” en tanto “unidad”, “identidad” y “natura-
leza”. Estos feminismos posthumanos reivindican para sí, paradó-
jicamente, las figuras de la alteridad, de lo fronterizo, de lo múlti-
ple o lo nomádico. Figuras sin ninguna pretensión normativa, y,
sin embargo, figuras de un nuevo comienzo para re-pensar y cues-
tionar creativamente la pretendida idea de universalidad y neutra-
lidad de lo “humano”.

57
58
4. Autonomía política en
las democracias elitistas

Autonomía, un concepto

Con algún dejo de pesar el feminismo contemporáneo ha


notado que el “problema de las mujeres” ha tendido a ser tomado,
o bien, como un “objeto a ser resuelto”, o bien, como medio para
conseguir “otros fines”. Martha Nussbaum comenta, en esta lí-
nea, que “demasiado a menudo se trató a las mujeres como apoyo
para los fines de otros más que como fines en sí mismos”1. Razón
instrumental que no sólo imperará en el espacio público sino que
también en el privado en donde la mujer habitualmente no será
tratada como un fin en sí mismo sino que “como un agregado o
un instrumento de las necesidades de los otros, como una mera
reproductora, cocinera, fregadora, lugar de descarga sexual, cui-
dadora, más que como una fuente de dignidad en sí misma”2.
Razón instrumental que Geneviève Fraisse presentará bajo la si-
guiente descripción: “la mujer sirve para algo diferente a si misma
(…) si ayuda a vender, la mujer puede vender todo tipo de cosas,
y no sólo bienes de consumo, productos (…) o bien puede ser la
encarnación de una dificultad, la solución de un problema”3.
De tal suerte, estamos habituadas a aquellas formula-
ciones que enuncian que es recomendable que la mujer trabaje

1
Martha Nussbaum, “El enfoque de las capacidades: una visión general”, Las mu-
jeres y el desarrollo humano, Barcelona, Herder, 2002, p. 33.
2
Ibíd., p. 322.
3
Geneviève Fraisse, Desnuda está la filosofía, Buenos Aires Leviatán, 2005, p. 52.

59
fuera del hogar puesto que así se ayudaría a reducir las injusti-
cias dentro del espacio privado. De igual modo, se advierte
que es recomendable mejorar la educación de las mujeres ya
que ello permitiría bajar los índices de natalidad no deseada
en países sobre-poblados. En esta misma línea de argumenta-
ción se observa que es recomendable mejorar la educación de
las mujeres en los países en vías de desarrollo, pues una mayor
educación de las mujeres incidiría positivamente en los índi-
ces de salud infantil. Por último, para el caso de los países
desarrollados es ya una costumbre señalar que una mayor edu-
cación de las mujeres mejoraría sin duda los índices de igual-
dad de género en los cargos de poder4. Desde esta descripción
utilitarista, el mejoramiento de la vida de las mujeres sería un
objetivo secundario, ellas ocuparían un lugar intermedio entre
la política y los fines perseguidos: las fuerzas y leyes que las
rigen les son heterónomas.
El lugar pasivo que han empezado a ocupar las mujeres
en las propias políticas que dicen ir en su beneficio vuelve perti-
nente la pregunta por su “autonomía”. Es preciso destacar que
el concepto de autonomía remite a dos acepciones no siempre
conjugables en el campo de la política liberal. La primera acep-
ción, de cuño kantiano, tiene que ver con la capacidad de darse
leyes a sí mismo, de auto-legislación. Este ejercicio de darse le-
yes a sí mismo implicaría ser capaz de generar juicios que pue-
dan ser, a la vez, racionales y universales. Cabe subrayar que en
su primera acepción esta definición de “autonomía” se organiza
principalmente como facultad legislativa, como capacidad de
determinación legal (podríamos llamar a esta primera defini-
ción objetiva). La segunda acepción de “autonomía”, de corte
rousseauniana, quedará definida en la idea de autodetermina-
ción, esto es, de no estar sometido a presiones externas al mo-

4
Amartya Sen, “La agencia de las mujeres y el cambio social”, Desarrollo y libertad,
Barcelona, Planeta, 2001, pp. 233-249.

60
mento de decidir qué vida llevar5. Como es bien sabido, tem-
prano en el siglo veinte el liberalismo, en la figura de Isaiah
Berlin, expulsará ambas definiciones de “autonomía”, y con ello
la idea misma de autonomía, del juego de la política. La prime-
ra definición será digna de sospecha en la medida que el juicio
autónomo para Kant implicaría el establecimiento de dos fuen-
tes de voluntad: una relativa a un “yo puro”, el que establece las
leyes; y otra a un “yo empírico”, el que se somete a dichas leyes.
Esta doble distinción generaría, bajo el análisis de I. Berlin, la
tendencia a superponer la voluntad del “yo ideal” en la comuni-
dad produciendo la asfixia de los “yo empíricos” que la compo-
nen. Siguiendo igual razonamiento, la autonomía como auto-
determinación será cuestionada por Berlin debido a que ésta
generaría el deseo de “autogobierno”, sobrevalorando la libertad
positiva (la participación) sobre la libertad negativa (el deseo de
no ser intervenido).
Si bien estas dos son las definiciones más corrientes de
autonomía, es posible encontrar en el debate contemporáneo una
tercera definición del término centrada en la “voz” y la “agencia”
política. Esta otra definición sitúa en el centro de la noción de
“autonomía” los derechos de hacer (funcionamiento) y de ser (ca-
pacidades) de los sujetos. Desde esta perspectiva y pensado en la
autonomía de las mujeres, Amartya Sen, el principal teórico de
esta corriente, rescatará a Mary Wollstonecraft de la agenda radi-
cal del feminismo para señalar que su obra:

“A Vindication of the Rights of Women, publicada en 1792, plan-


teaba varias demandas dentro del programa general de “reivindi-
cación” que esbozaba. Entre los derechos a los que se refería se
encontraban no sólo algunos de los que están relacionados con el
bienestar de las mujeres (y con los derechos económicos encami-

5
Adela Cortina, “La pobreza como falta de libertad”, Adela Cortina y Gustavo
Pereira, Pobreza y libertad. Erradicar la pobreza desde el enfoque de Amartya Sen,
Madrid, Tecnos, 2009, p. 26.

61
nados directamente a promover ese bienestar), sino también otros
derechos destinados a promover la libre agencia de las mujeres”6.

Amartya Sen parece señalarnos que la política de muje-


res no es sólo del tipo reivindicativa (incluyendo en esta línea
los derechos económicos) sino que, por sobre todo, incorpora
un conjunto de derechos que apuntarían a garantizar la partici-
pación de las mujeres. Derechos que, como en la declaración de
1948, buscan asegurar que las mujeres (1) participen en el go-
bierno de su país; (2) tengan un acceso igualitario a las funcio-
nes públicas; (3) tomen parte libremente en la vida cultural de
la comunidad; y (4) puedan desarrollar libre y plenamente su
personalidad7. La política de las mujeres no es sólo reivindicati-
va, no es sólo acción afirmativa. La política de las mujeres impli-
caría, a su vez, exigir “voz” y “agencia”, esto es, exigir, ser partes
activas en la toma de decisiones en lo que tiene que ver con sus
propias vidas (incluidos su cuerpos) y en la toma de decisiones
de las normas que las regirán en la comunidad en la que viven.
Desde esta perspectiva, afín a ciertas corrientes del feminismo
radical, se avanzaría desde una política utilitarista (primero cen-
trada en el bienestar y luego en lo bienes) a una centrada en las
capacidades8. La variación que introduce el enfoque de las capa-
cidades en la tradición liberal de la política es descrita por Amar-
tya Sen del siguiente modo:

“difiere de otros enfoques que usan otra información, por ejem-


plo, la utilidad personal (que se concentra en los placeres, la
felicidad, el deseo de realización), la opulencia absoluta o relati-
va (que se concentra en los paquetes de bienes, el ingreso real o

6
Amartya Sen, “La agencia de las mujeres y el cambio social”, op. cit. p. 233.
7
Tomado de los artículos 21, 27 y 29 de la Declaración de los Derechos Humanos
(1948). Véase de Lynn Hunt, La invención de los derechos humanos, Barcelona,
Tusquets, 2009, pp. 233-241.
8
Este paso puede ser pensado en el siguiente recorrido teórico: J. Schumpeter - J.
Rawls - A. Sen.

62
la riqueza real), la evaluación de las libertades negativas (que se
concentra en la ejecución de procesos para que se cumplan los
derechos de libertad y las reglas de no interferencia), las compa-
raciones de los medios de libertad (por ejemplo, la que se refiere
a la tenencia de “bienes primarios”, como en la teoría de la
justicia de Rawls) y la comparación de la tenencia de recursos
como una base de la igualdad justa (como en el criterio de la
“igualdad de recursos” de Dworkin)”9.

Más que bienestar, más que bienes, las capacidades apun-


tarían a lo que una persona puede ser o hacer, a los distintos fun-
cionamientos que puede lograr. Por funcionamientos, Sen enten-
derá “las cosas que logra hacer o ser al vivir. La capacidad de una
persona refleja combinaciones alternativas de los funcionamien-
tos que ésta puede lograr, entre las cuales puede elegir una colec-
ción”. El enfoque se basa en una visión de la vida en tanto combi-
nación de varios “quehaceres y seres”, en los que la calidad de vida
debe evaluarse en términos de la capacidad para lograr funciona-
mientos valiosos10. La autonomía se definirá, así, incorporando
tanto el nivel objetivo de la definición kantiana como el nivel
subjetivo de la definición roussoniana. Cabe destacar que Amart-
ya Sen re-elaborará dicho nivel subjetivo de la definición de auto-
nomía a aprtir de la noción de libertad de John Stuart Mill.
En lo que concierne a la definición del concepto de liber-
tad debe indicarse que Mill no sólo adhiere a la doxa liberal en
cuanto a su descripción “negativa”—aquí naturalmente seguimos
la ya célebre distinción realizada por Berlin entre libertad negati-
va y libertad positiva— sino que también introduce una varia-
ción: la autonomía. Esto es, el establecimiento de la razón como
único principio legislativo de la propia conducta. Libertad y au-
tonomía dos palabras que, sin necesidad de explicaciones, pare-

9
Amartya Sen, “Capacidad y bienestar”, en Amartya Sen y Martha Nussbaum
(comps.), Calidad de vida, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 55.
10
Ibíd., pp. 55-56.

63
cen implicarse mutuamente. Pareciera ser evidente presentar jun-
tas ambas palabras —especialmente si de lo que se trata es de dar
una mirada a la “autonomía” desde el feminismo—, sin embargo,
esto también es evidente, no es vocación de la tradición liberal
fraternizar ambos conceptos. Desde esta perspectiva, la libertad
negativa sólo busca defender el espacio privado del individuo,
libre de interferencias, mas sin la incorporación de la autonomía
como principio rector de la acción. No es de extrañar, entonces,
que este concepto de libertad se esfuerce por resguardar espacios
de no intervención olvidando una de las preguntas esenciales de
lo político: ¿qué lugares? y ¿para quiénes? En otras palabras, se
olvida la pregunta del cómo se establece la imprecisa línea que
separa lo público y lo privado, y quiénes instituyen tal marca
divisoria. A riesgo de abandonar el campo liberal, Mill intenta
ampliar la estrecha definición de libertad heredada de la tradi-
ción liberal clásica, incorporándole como elemento esencial la “au-
todeterminación de la propia vida”11.
Extendiéndose más allá de los restringidos contornos que
la definición tradicional ofrecía, Mill hace coincidir en el nombre
de “libertad” las palabras de acción, razón y autonomía. Eviden-
ciando dicho vínculo escribirá que “cuando una persona acepta
una determinada opinión, sin que sus fundamentos aparezcan en
forma concluyente a su propia razón, esta razón no podrá fortale-
cerse, sino que probablemente se debilitará; y si los motivos de
un acto no están conformes con sus propios sentimientos o su
carácter (donde no se trata de las afecciones o los derechos de los
demás), se habrá ganado mucho para hacer sus sentimientos y

11
Debe hacerse notar que esta vinculación entre libertad y autonomía permitirá
que Mill sea incluido, también, en tradiciones políticas que no necesariamente
defienden un concepto “negativo” de libertad, sino más bien uno cercano a la idea
de autogobierno y de acción cívica. De allí que sea posible situar su pensamiento
político, por ejemplo, en una tradición de tono más republicana que liberal. Para el
desarrollo de esta idea, véase, Charles Taylor, “What’s Wrong With the Negative
Liberty?”, Philosophy and Human Sciences. Philosophical Papers II, Cambridge,
Cambridge University Press, 1985, pp. 211-229.

64
carácter inertes y torpes, en vez de activos y enérgicos”12. En con-
secuencia, para Mill no es suficiente la simple regulación y salva-
guarda de espacios de no interferencia para la actualización de la
libertad, sino que es necesario, además, que cada uno y una (vale
la pena consignar este matiz poco usual en la tradición filosófica)
establezca autónomamente los fines de sus vidas13.
Naturalmente, se trata de una especificación de gran im-
portancia. Subrayar la relevancia e incluso el carácter constituti-
vo, si se nos permite, de la autonomía para la realización de la
libertad significa definirla, principalmente, como “control de la
propia vida”. De algún modo, no es más que un desplazamiento
sutil. No obstante, los defensores de la letra liberal clásica estima-
rán que el simple emplazamiento de la autonomía en el corazón
de libertad implica o bien una confusión, o bien la salida del
liberalismo. Una confusión, en tanto la pregunta esencial a la que
únicamente debe responder el concepto de libertad es ¿hasta qué
punto permito la interferencia de terceros en mi vida?, y no ¿quién
me dice lo que tengo que hacer y dejar de hacer?14. Una salida, en
cuanto la respuesta a esta última pregunta, indudablemente, ten-
dría que abordar los temas del autogobierno y de la democracia.
Temas que trocarían el sentido primero del concepto de libertad
de “estar libre de algo” por un “ser libre para algo”15.
Desde la perspectiva abierta por Mill, la libertad supone
que cada sujeto puede efectivamente determinar su propia exis-
tencia16. Tal como se ha hecho notar, este afán de querer legislar

12
John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2001, p. 130.
13
Cabe indicar que esta apertura que ofrece Mill al vincular libertad con autonomía
ha sido rescatada no sólo por cierto liberalismo político sino que también por
algunas corrientes del socialismo. Esto especialmente ha sido realizado por Norber-
to Bobbio quien ha logrado redefinir este concepto de libertad dentro de lo que él
ha llamado “doctrina democrática”. Esta última implica la resignificación del con-
cepto de libertad en tanto “autonomía”, es decir, en tanto poder de darse normas a
sí mismo. Para un desarrollo de este punto, Norberto Bobbio, Teoría general de la
política, Madrid, Trotta, 2003, p. 304.
14
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad y otros escritos, Madrid, Alianza, 2001, p. 59.
15
Ibíd., pp. 58-59.
16
Charles Taylor, “What’s Wrong With the Negative Liberty?”, op. cit., p. 213.

65
autónomamente sobre los propios asuntos —o como se ha dicho,
no sin cierta ironía, “ser su propio amo”— no quedará restringido
simplemente a la vida privada de los sujetos sino que también se
extenderá más allá de los límites de ella. La posibilidad de este
encuentro entre libertad y comunidad, cabe señalarlo, no se rea-
lizará sin fricciones. El motivo es evidente, la libertad entendida
como autonomía implicará no sólo la persistente interrogación
del orden natural de las cosas, sino que también el deseo de mo-
dificar dicho orden. En este sentido Mill denunciará que “el des-
potismo de las costumbres es en todas partes el eterno obstáculo
al desenvolvimiento humano, encontrándose en incesante anta-
gonismo con esa tendencia a conseguir algo mejor que la costum-
bre, denominada según las circunstancias, el espíritu de la liber-
tad o el de progreso o mejoramiento”17. De esta manera, el simple
ejercicio de poner en duda las costumbres interrumpirá el orden
“de lo común” de la comunidad. En consecuencia, no hay órde-
nes sociales, ni jerarquías, ni exclusiones que puedan justificarse
desde lo naturalmente dado. La libertad, entendida de este modo,
permitirá hacer visibles las desigualdades que, escondidas bajo las
formas de las costumbres, persisten en lo social. En relación a ello
Mill insta a “no decretar que el haber nacido mujer en vez de
varón, lo mismo que negro en vez de blanco, o pechero en vez de
noble, decida la situación de la persona a lo largo de toda su vida,
y la excluya de toda posición elevada y de toda ocupación respeta-
ble”18. La libertad, bajo el matiz introducido por Mill, se estable-
ce, entonces, como aquel espacio “polémico de habla” que permi-
te pensar lo político, la democracia. Esto en la medida que el
ejercicio de la libertad desestabiliza el orden natural de las cosas
para poner en evidencia las desigualdades que dicho orden com-
porta. En esta inflexión, en el tránsito de la libertad a la autono-

17
John Stuart Mill, Sobre la Libertad, op. cit., p. 146.
18
John Stuart Mill, “El sometimiento de la mujer”, Ensayos sobre la igualdad de los
sexos, Madrid, Antonio Machado Libros, 2000, p. 165.

66
mía y de la autonomía a la puesta en duda del orden establecido,
Mill hará propicio el contexto para la emergencia del segundo
concepto que estructura su pensamiento político: la igualdad.

Autonomía, capacidades y mujeres

Bajo las coordenadas recién mencionadas, bien podría-


mos decir que si hablamos de autonomía política de las mujeres
nos referimos, principalmente, a las mujeres en tanto “agentes
activos de cambio: como promotores dinámicos de transforma-
ciones sociales que pueden alterar tanto la vida de las mujeres
como la de los hombres”19. Sin duda, aquí Amartya Sen introduce
otro concepto también desterrado tiempo atrás por las democra-
cias liberales: la libertad pero definida de un modo diverso al
negativo. Esto es, libertad en tanto capacidad de cada quien de
tomar parte activa en los asuntos de su comunidad.
Como es bien sabido la teoría de las capacidades en cuan-
to tiene que ver con una perspectiva de género, tal y como es
desarrollada por Amartya Sen y Martha Nussbaum, involucra, en
primer lugar, un enfoque universalista de las funciones centrales
del ser humano, concretamente definidas entre funcionamiento y
capacidades. Por funcionamiento se entenderá el bienestar (sa-
lud, alimentación y participación) y por capacidad se entenderá
la autonomía (la capacidad de elegir y perseguir las propias me-
tas, o, dicho en otras palabras, la capacidad de elegir entre posi-
bles modelos de vida). En segundo lugar, la teoría de las capaci-
dades implica entender a cada persona en tanto fin en sí mismo y
no como un medio. De ambos puntos se deduce que más que
preguntar por índices de bienestar o por los recursos que están los
sujetos en condiciones de manejar, la pregunta sería, desde la pers-
pectiva de las capacidades, qué es lo que la gente realmente es

19
Amartya Sen, “La agencia de las mujeres y el cambio social”, op. cit., p. 233.

67
capaz de ser o de hacer20. Martha Nussbaum formalizará la lista
de capacidades centrales para el funcionamiento humano del si-
guiente modo: a) vida (ser capaz de vivir hasta el final una vida
humana sin que la propia vida se haya reducido de tal modo que
ya no merezca vivirse); b) salud corporal (ser capaz de tener bue-
na salud incluyendo, en este punto también, la salud reproducti-
va); c) integridad corporal (los límites del propio cuerpo deben
ser tratados como soberanos); d) sentidos, imaginación pensa-
miento (recibir una adecuada educación más allá de la simple
alfabetización); d) emociones (ser capaz de vincularse afectiva-
mente con los otros); e) razón práctica (ser capaz de generar una
reflexión crítica sobre su propia vida y la de los demás); f ) afilia-
ción (ser capaz de involucrarse en diferentes tipos de interacción
social); g) entretención (ser capaz de disfrutar de actividades re-
creativas); h) control del propio entorno (político, material)21.
De algún modo, y como es conocido, el enfoque de las
capacidades busca cuestionar las matrices interpretativas de la
igualdad “meramente económica” (PIB) y utilitaria. En esta línea
no es errado señalar que el enfoque de las capacidades se alejaría
del marco de las democracias elitistas debido a que éstas genera-
rían más bien un plano de desigualdad de desarrollo para los in-
dividuos. La razón de este alejamiento es la tendencia de las de-
mocracias elitistas a desalojar la autonomía y la libertad en tanto
agencia de los sujetos. Volveré sobre esto.
En un movimiento sorprendente y heterodoxo a la tradición
liberal, Amartya Sen no sólo desplazará la atención desde la política
del bienestar hacia la de las capacidades22 sino que cuestionará, a su
vez, un punto cardinal del liberalismo: la libertad como no interven-
ción. Cuestionamiento que lo llevará a definir la libertad en tanto

20
Martha Nussbaum, Mujer y desarrollo humano, op. cit. p. 40.
21
Ibíd., p. 120.
22
G. A. Cohen, “¿Igualdad de que? Sobre bienestar, los bienes y las capacidades”,
Amartya Sen y Martha Nussbaum (comps.), Calidad de vida, México, Fondo de
Cultura Económica, 1996, pp. 27-53.

68
“agencia”. De este modo, la autonomía querrá decir “agencia” y agen-
cia implicará “libertad”. Debe ser precisado que esta libertad es liber-
tad de participar e influir en los asuntos que competen a la vida que
queremos llevar en una comunidad determinada. De allí que la auto-
nomía que interese a las mujeres sea la “autonomía política”.
Lo que para las reformulaciones liberales de la política pa-
rece una novedad (incluso un salto afuera de la tradición liberal) no
lo es tanto para la práctica política de las mujeres. Bien podríamos
decir que la “voz” y “agencia” han sido parte constitutiva del femi-
nismo en Chile. Si ponemos atención a las políticas de mujeres
durante el siglo veinte notaremos que, en primer lugar, es una po-
lítica por la visibilidad (toma de palabra); en segundo lugar, es una
política de re-definición de los límites de la ciudadanía; y en tercer
lugar, es una política por la configuración de espacios de participa-
ción. Política de los derechos que se ensayará activamente en la
constitución de lugares de ciudadanía. Recordemos, por ejemplo,
aquel grupo de mujeres de San Felipe que apelando al horizonte
igualitario de la ley exigen votar en las elecciones del año 1875; o
aquellas otras que promovieron la causa de los derechos de las mu-
jeres a través de la publicación de revistas (qué feminista no leyó La
Palanca o la Alborada con el deseo de reiterar el gesto, reiterar otros
feminismos imaginativamente en su propia práctica feminista); o
aquellas que en un gesto aporético crearon Partidos Políticos Feme-
ninos a pesar de no ser ciudadanas. Todos ejercicios de trasgresión
de los límites de la ciudadanía. Ejercicios, en otras palabras, que
intentaban reclamar/inventar el espacio público por medio de la
participación creativa de las mujeres. Ejercicios de “voz” y de “agen-
cia”, cabría decir, que reiteran y multiplican la participación de las
mujeres en los feminismos de la época a través de la creación de
Comités de Dueñas de Casa23, en la constitución de los Comités de
Cultura popular24, en la organización de congresos de mujeres fe-

23
La Mujer Nueva, Nº 27, Año III, Santiago de Chile, 1941, p. 6.
24
La Mujer Nueva, Nº 25, Año III, Santiago de Chile, 1940, p. 4.

69
rroviarias o en creación de institutos de cultura obrera y conferen-
cias Sindicales de Obreras25. Voz y agencia que décadas más tarde,
en los años ochenta del siglo recién pasado, llevarán a las mujeres a
exigir democracia en el país y en la casa. Voz y agencia que se ejerce
en la formación del movimiento feminista y de mujeres. Revistas
como Furia, Nos/otras o el Boletín del Círculo de Estudios de la Mujer
dan cuenta de esta voz. Diversas militancias políticas y sociales dan
asimismo cuenta de la agencia, de la participación de las mujeres
en nuevas formas de ciudadanía.
¿En qué punto podríamos buscar un lugar en que llega-
sen a coincidir la política de mujeres de la primera mitad del siglo
veinte y aquella otra política de las mujeres desarrollada en Dicta-
dura en los años ochenta? Sin temor a equivocarme, ese lugar de
coincidencia es la democracia articulada en los significantes de
igualdad, libertad y, por sobre todo, derechos. Se me podría obje-
tar señalando que ni en la primera mitad del siglo, ni en los años
ochenta del mismo había democracia para las mujeres. Si bien
esto es así, existía, por el contrario, el deseo de democracia. Esto
es, la democracia se constituía en el horizonte normativo y de
emancipación de las mujeres.
Ahora bien, si la cultura política de las mujeres a lo largo
del siglo veinte está vinculada a cierta idea de democracia como
espacio de igualdad y de derechos, ¿de qué modo afecta a la auto-
nomía política de las mujeres cuando el marco de la democracia
es elitista?

Democracia elitista

Antes de intentar dar respuesta a dicha pregunta es preci-


so señalar que la formalización de la teoría de la democracia elitis-
ta (que tienen como antecedente la teoría social de Weber y las

25
La Mujer Nueva, Nº 12, Año II, Santiago de Chile, 1937, p. 12.

70
teorías elitistas de la política de Mosca y Pareto), es de responsa-
bilidad de Joseph Schumpeter, quien en el año 1942 escribe, Ca-
pitalism, Socialism and Democracy. Ya el título del libro enmarca
lo que será entendido por democracia: sistema de partidos políti-
cos empresariales que brindan series surtidas y diferentes de mer-
caderías políticas (bienes), de entre las cuales los votantes eligen
una por mayoría produciendo un gobierno estable que equilibra
la oferta y la demanda (no es casual el lenguaje, Schumpeter era
un especialista en modelos de mercado). Más enfático en esto,
Schumpeter aclarará que: “la democracia no significa y no puede
significar que el pueblo gobierne realmente en cualquier sentido
manifiesto de ‘pueblo’ y ‘gobernar’. Democracia significa que el
pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar a las personas
que pueden gobernarle… Ahora bien, un aspecto de esto puede
expresarse diciendo que la democracia es el gobierno del político”26.
Bajo esta definición la democracia se entenderá en tanto:
(a) pluralista, la sociedad en la que debe funcionar contiene a
sujetos de diversos intereses (consumidores y empresarios); (b)
elitista, el papel principal en el proceso político es asignado a los
grupos dirigentes que se escogen a sí mismos; y (c) es un modelo
de equilibrio, esto es, el proceso democrático es entendido en
tanto un sistema que mantiene el equilibrio entre la oferta y la
demanda de las mercaderías políticas27.
Lejos de la retórica de los derechos y la igualdad con la
que habitualmente se asocia a la democracia, la democracia elitis-
ta es un mecanismo para elegir y autorizar gobiernos. ¿Quiénes
participan?: las élites (grupos auto-elegidos de políticos) organi-
zadas en partidos políticos. Tal como lo señala David Held, la
democracia elitista es “un arreglo institucional para llegar a deci-

26
Joseph Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, New York, Harper
Bros., 1950, pp. 263-264.
27
Lenguaje híbrido entre política y mercado de las democracias elitistas que en
Chile bien podría ser graficado en el libro de Eugenio Tironi, Radiografía de una
derrota, Santiago, Uqbar Editores, 2010.

71
siones políticas —legislativas y administrativas— confiriendo a
ciertos individuos el poder de decidir en todos los asuntos, como
consecuencia de su éxito en la búsqueda del voto de las personas
(…) lejos de ser una forma de vida caracterizada por la promesa
de la igualdad y de las mejores condiciones para el desarrollo hu-
mano [la democracia elitista] es, sencillamente, el derecho perió-
dico a escoger y autorizar a un gobierno para que actuase en su
nombre”28. La democracia, así entendida, busca en último térmi-
no legitimar el resultado de las elecciones periódicas entre élites
políticas rivales29.
Ya para el año 1970 se habían hecho evidentes las dificulta-
des del modelo de la democracia elitista30. De acuerdo a C. B.
Macpherson, el equilibrio que genera esta idea de democracia es un
“equilibrio en la desigualdad”, puesto que la supuesta “soberanía
del consumidor” es ilusoria. Macpherson invita a asumir radical-
mente la analogía entre democracia y mercado. Asumiendo esta
analogía, se podría decir que si el mercado político es lo bastante
competitivo para producir la oferta y la distribución óptima de
mercaderías políticas (óptima en relación a la demanda), lo que
hace es registrar la demanda “efectiva”, es decir, las demandas que
cuentan con una capacidad adquisitiva suficiente para respaldarlas.
Ahora bien, en el mercado económico esto significa sencillamente
dinero. De igual modo, en el mercado político, la capacidad adqui-
sitiva es en gran medida, aunque no exclusivamente, dinero31.
En sociedades tan desiguales como la nuestra, este mode-
lo sólo reproduciría la desigualdad. Las distintas elites harían cir-
cular entre ellas el prestigio, el poder y los bienes económicos.
Esta forma de entender la política (que concentra en si mercado y

28
David Held, Modelos de la democracia, Madrid, Alianza, 2007, p. 206. El parén-
tesis es mío.
29
Ibíd., p. 206.
30
Para una crítica de este modelo de democracia, véase, Carole Pateman, Participa-
tion and Democratic Theory, Cambridge, 1970.
31
C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza, 2003, p.
114.

72
poder político) no sólo desincentiva la participación, sino que
además genera apatía. En este sentido, Macpherson observa que “quie-
nes por su educación y su ocupación experimentan muchas más difi-
cultades que otros para adquirir, dominar y sopesar la información
necesaria para una participación efectiva se hallan en clara desventaja:
una hora de su tiempo consagrada a la participación política no ten-
drá tanto efecto como una hora de uno de los otros. Lo saben, y por
eso son apáticos. Así, la desigualdad económica crea la apatía políti-
ca. La apatía no es un dato independiente”32.
A propósito de la creciente apatía política de las demo-
cracias contemporáneas, cada vez son más numerosos los críti-
cos que advierten que el supuesto de baja participación de la
democracia elitista atenta contra el principio rector del pensa-
miento liberal: la idea de individuo. Identificando esta crítica al
pensamiento liberal con la crítica de la democracia, David Held
ha observado recientemente que el ataque a la herencia clásica
de la democracia supone un ataque explícito a la idea misma del
agente humano individual. Sin duda, se trata de la noción de
los seres humanos como individuos, que pueden ser ciudadanos
activos de su orden político y no meros sujetos de los fines de
otros33. Bajo este modelo, la acción política de los individuos
quedaría reducida a la discusión privada y al ejercicio esporádi-
co del voto, dejando el resto a los “expertos” capaces de adoptar
las dediciones técnicas correctas acerca de la organización de los
asuntos humanos. De este modo, la democracia elitista no sería
tan sólo anti-liberal sino que también anti-democrática. Por úl-
timo, cabe destacar que el elemento “competitivo” generaría,
por el contrario, un modelo “oligopolista” de democracia: esto
es, un modelo donde los pocos vendedores o proveedores de
bienes políticos, no necesitan responder, y no lo hacen, a las
demandas de los comparadores, como tendrían que hacerlo en

32
Ibíd., p. 115.
33
David Held, Modelos de la democracia, op. cit., p. 221.

73
un sistema competitivo: más aun podrían hasta cierto punto
crear sus propias demandas34.
Consciente de la gravedad de las críticas, Robert Dahl ha
buscado corregir en los últimos años algunos de los problemas
que ha presentado el modelo de democracia elitista incorporando
la idea de pluralidad en el poder. Desde esta perspectiva, el análi-
sis busca relevar los procesos que generan y que resultan de la
combinación de los esfuerzos individuales en grupos y en institu-
ciones en competencia por el poder35. El punto de partida de esta
teoría empírica de la democracia es la constatación de la desigual-
dad. Existe la desigualdad (educación, salud, renta, riqueza, etc.)
y no todos los grupos tienen el mismo acceso a todos los tipos de
recursos, ni mucho menos recursos iguales. Sin embargo, casi to-
dos los grupos tienen alguna ventaja que puede ser utilizada para
influir en el proceso democrático. De ahí, la necesidad del con-
senso de las elites. Tributario de un enfoque empírico y elitista de
la democracia, Dahl supone imposible la igualdad en cualquier
sistema político democrático de grandes proporciones, incluso llega
a pensar que continuar sosteniendo dicha idea es “simplemente
fomentar el escepticismo contra la democracia”36. Se ha observa-
do que este realismo político si bien es útil a la hora de mantener
el equilibrio y el consenso social, no lo es tanto a la hora de pro-
mover la igualdad.

34
Ibíd., p. 225.
35
Robert Dahl, Polyarchy: Participation and Opposition, New Heaven, Yale Univerity
Press, 1971.
36
Peter Bachrach, Crítica de la teoría elitista de la democracia, Buenos Aires, Amorror-
tu, 1973.

74
¿De qué modo afecta el marco de la democracia
elitista a la autonomía política de las mujeres?

A pesar de los espacios de visibilidad logrados por las


mujeres durante el siglo veinte, hay una constante que persiste a
la hora de narrarlas en el espacio público.
Esta constante no es otra que cierta política del cuidado
que las representa una y otra vez vinculadas a la protección, a la
asistencia, al amor y a los sentimientos. Esta reiteración del espa-
cio privado en la nominación pública propicia, a su vez, el desa-
rrollo de una política de mujeres anclada en la “diferencia de los
sexos”. Por ello no es casual, ni extraño, que a comienzos de siglo
veintiuno todavía sea pertinente la pregunta por la “especificidad
de las mujeres”, entendiendo por ella, ésta vez, la idea de lideraz-
gos femeninos. Qué pone de manifiesto la propia pregunta ¿hay
liderazgos femeninos? Da la impresión que más que interrogar
por los lugares en los que las mujeres participan, o por las posibi-
lidades reales de participación de éstas, la pregunta busca más
bien indagar en las “formas” en que las mujeres participan, en los
“estilos” del liderazgo político femenino. En otros términos, más
que lugares, posibilidades u oportunidades (funcionamientos y
capacidades, diría Sen), el énfasis está dado por una “cierta pecu-
liaridad” que portaríamos nosotras las mujeres, peculiaridad que
nos daría determinadas ventajas y oportunidades políticas (un
capital). Los adjetivos para calificar estas ventajas diferenciales no
se dejan esperar: cercanas, protectoras, dialogantes, etc.
En otras palabras, plantear la pregunta por los “lideraz-
gos femeninos” en el marco de una democracia elitista conlleva
no sólo afirmar como respuesta un modo “diferenciado” de lle-
var los asuntos de la polis, una forma-otra de gobernar afincada
en la diferencia de los sexos, sino que conlleva además afirmar
inadvertidamente el marco de la democracia elitista y el “orden
natural de las cosas” que le es consustancial en tanto régimen de
desigualdad.

75
En síntesis, quiero concluir reiterando que pensar la auto-
nomía política de las mujeres desde una perspectiva feminista
supone cuestionar tanto la lógica de la diferencia sexual inherente
a la construcción de los liderazgos femeninos, como la lógica “na-
turalizada” de la desigualdad social propia a la formación, conso-
lidación y legitimación de las democracias elitistas. Este doble
cuestionamiento tiene por objetivo des-enmarcar a la política de
mujeres de las formas de representación patriarcal que histórica-
mente la han constituido (políticas del cuidado, retóricas del amor
romántico, políticas de la diferencia sexual), así como des-enmarcar
el deseo de democracia de los modelos elitistas y consensuales que
dominan las actuales descripciones de la práctica democrática.

76
5. El escenario Bachelet o
las políticas de la presencia

A las 12:15 del día 11 de marzo del año 2006 y con el


“Sí, prometo” de Michelle Bachelet se inicia formalmente en Chile
una nueva época para la política. Época que bien podría ser lla-
mada política de la presencia. Nueva forma de entender la política
de mujeres que se inaugura con el primer discurso de Bachelet,
luego de conocer los resultados de las elecciones que la consagran
como la primera presidenta de Chile.
Con la sencilla pero transformadora declaración “mi go-
bierno será un gobierno paritario”1 se incorpora al léxico político
una idea que aúna en sí dos conceptos no pronunciados habitual-
mente en contigüidad: política y diferencia de los sexos. Una idea,
cabe destacarlo, no del todo nueva en el vocabulario y la práctica
política de las mujeres. No recorreré aquí toda la genealogía del
concepto paridad sino que explicitaré más bien tres momentos de
su despliegue: primero, la paridad de algún modo ya esta presen-
te en las primeras demandas por la extensión de la ciudadanía
política de las mujeres: en la medida que se suponía que igual
voto equivaldría a igual representación; segundo, la paridad no
tiene tanto que ver con el hecho de ser representada sino que en
ser representante; y tercero, la paridad busca explicitar el acuerdo
tácito sobre el monopolio masculino de la política. Estos tres
momentos se anudan fuertemente en la voz paridad otorgándole
a la palabra todo ese carácter explosivo que posee.

1
Michelle Bachelet, “Discurso triunfo presidencial”, 15 de enero, 2006, La Tercera,
Santiago, p. 6.

77
El simple sintagma “un gobierno paritario” viene a intro-
ducir la partición, la división del “dos” de la diferencia de los
sexos en lo que habitualmente se entendía como lo uno de la
razón universal de la política. Con la promesa contenida en el
enunciado “mi gobierno será un gobierno paritario” se inicia una
política marcada por la diferencia de los sexos, una política por la
visibilidad de la división. Una política, en otras palabras, que exi-
ge igual visibilidad/representación de hombres y mujeres en la
esfera de los asuntos públicos; una política, en fin, que busca
reconocerse avanzando por caminos aún no andados. En este sen-
tido debemos tomar las palabras de Bachelet: “Será el comienzo
de una nueva etapa donde haremos que los logros de este país
maravilloso entren en el hogar de todos los chilenos, porque quie-
ro que mi gobierno sea recordado como el país de todos y para
todos”2. Nueva etapa de la política que en el propio afán inclusivo
universalista (todos) incorpora también los afanes de la diferencia
de los sexos (todas y todos).
Debe ser señalado que la voluntad de re-democratizar la
democracia expresada en la idea de paridad tendrá como encua-
dre político al republicanismo. Más participación, más visibili-
dad y más mérito (virtud cívica). Dicho de otro modo, no se
favorecerá sólo el hecho de incluir “más mujeres” sino sólo a aque-
llas mujeres merecedoras de ser vinculadas al mundo de la políti-
ca. En este sentido, Michelle Bachelet declarará: “Mi gobierno
será un gobierno paritario, de los mejores y las mejores, será un
gobierno de excelencia, de talento, de caras nuevas y experiencias,
elegiré a la mejor gente, porque Chile lo merece”3. ¿Qué relación
tiene la democracia, las políticas de acción afirmativa con la idea
de “excelencia”? Esta pregunta será la que, de algún modo, inten-
taré responder en lo que sigue.

2
“Discurso triunfo presidencial”, Ibíd., p. 6.
3
Ibíd., p. 6. El énfasis es mío.

78
La idea de excelencia

Un encuadre republicano de la política, sin duda, pero con


una variación: se desplaza el concepto de “virtud cívica” por el con-
cepto de “excelencia”. Una sutil variación pero de importantes con-
secuencias. Desde el vocabulario republicano se suele entender la
virtud cívica como aquellas “capacidades que los ciudadanos deben
poseer para servir al bien público por voluntad propia”4. Estas ca-
pacidades tienen que ver con el hecho de ser libres y autónomos
para participar de la cosa pública, sirviendo al bien común, defen-
diendo la libertad de la comunidad en su conjunto, y rechazando
la coerción y la dominación. Asimismo la virtud cívica ha sido defi-
nida como las relaciones de igualdad entre ciudadanos comprome-
tidos en el hecho de gobernar y ser gobernados5.
En síntesis, la virtud en el vocabulario republicano podría
significar: a) devoción hacia lo público; b) la práctica igualitaria
de ciudadanos en el espacio de las cosas comunes; y c) el ejercicio
de la “vida activa”: actuar en política desinteresadamente. Es im-
portarte destacar que la idea republicana de virtud cívica se insta-
la en el centro de lo político desplazando la idea de “fortuna”. La
discusión contemporánea entorno a lo político ha establecido que
la virtud cívica no puede ser entendida como fortuna o como
suerte (Moral Luck), como ha sido actualmente redefinida, en la
medida que la acción en política virtuosa (republicana) no puede
depender únicamente del lugar privilegiado de quien participa
en política. Entender la virtud cívica como fortuna o suerte hace
caso omiso de las profundas desigualdades existentes en las socie-
dades contemporáneas en materias de distribución de bienes y
riquezas; y en cuanto a las condiciones y posibilidades de igual-

4
Quentin Skinner, “Las paradojas de la libertad política”, en Félix Ovejero et al.,
Nuevas ideas republicanas, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 106.
5
John G. A. Pocock, “Virtudes, derechos y manners”, en Historia e ilustración,
Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 325

79
dad de género y raza6. Para evitar este calce entre privilegio, polí-
tica y representación, la política de corte republicana intenta vol-
ver posible aquello de la “virtud cívica” a través de un sistema
educacional de calidad y público desplazando la idea de “excelen-
cia” por la de “mérito”. Sólo en ese contexto es posible esgrimir la
idea de “mérito”. Por el contrario, pensar el mérito sin institucio-
nes republicanas (educación) significa asumir en términos retóri-
cos el léxico republicano de lo político pero en la práctica avalar
una forma de democracia elitista que no cuestiona sino más bien
cuenta con la desigualdad de clase y los privilegios de ahí deriva-
dos. No está demás recordar que un elemento relevante a la hora
de narrar la biografía de Michelle Bachelet durante su campaña
presidencial fue, sin duda, su destacado paso por el sistema edu-
cacional público (Liceo Nº 1 de niñas y la Universidad de Chile).
El mérito o la virtud cívica nada dice de excelencia. La
política republicana de los mejores debe ser entendida en el sen-
tido antes mencionado, esto es, la capacidad de participar del
espacio de la política sin que esa participación se viese motivada
por el interés privado.
¿De dónde arranca, entonces, esta vinculación entre polí-
tica y excelencia? Desde hace algún tiempo se viene advirtiendo
de la transformación del léxico de la democracia. Junto al uso más
bien nominal de las palabras igualdad, libertad y autonomía se
han venido imponiendo con fuerza las de gestión, calidad y exce-
lencia. Tres palabras, entre otras, que comienzan a circular desde
el mundo del empresariado al de la política sin restricciones. Es
relevante destacar que esta transformación del léxico de lo políti-
co ocurre de forma simultánea en el espacio de la política y en el
de la educación superior. De ahí que sea útil detenernos breve-
mente en la incorporación de la idea de “excelencia” en el discurso

6
Martha Nussbaum, “Educación para la renta, educación para la democracia”, en
Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Barcelona, Katz,
2010, p. 35.

80
universitario. Bill Readings en su importante libro The University
in Ruins afirma que la universidad contemporánea es más bien
como una “corporación burocrática” cuya palabra maestra es la
“excelencia”7. Esta re-definición de la universidad implica, en pri-
mer lugar, el reconocimiento de que la universidad es una empre-
sa y sus estudiantes clientes. En segundo lugar, la idea de “exce-
lencia” obliga a las universidades a someterse continuamente a
certámenes de evaluación cuyos criterios evocan siempre algo más,
un “calificador cuyo significado se fija en relación a otra cosa”8.
Por último, y tercer lugar, a la idea de excelencia le sería consus-
tancial la idea de la exclusión, pues para invocar la idea de exce-
lencia se debe presuponer en términos a priori un grupo cerrado.
Volvamos ahora al campo de la política. ¿Qué efectos ten-
dría para la democracia, o la política en general, que sea definida
bajo los signos de la “excelencia”? Tal como ha ocurrido en el ám-
bito de la educación, el traspaso del léxico empresarial de la exce-
lencia al campo de la política ha comenzado a definir, lenta pero
progresivamente, a la democracia en términos corporativos. En
este punto el teórico político Sheldon Wolin ha señalado que cada
vez más la democracia se ha vuelto “democracia de los accionis-
tas”, metamorfosis de la política que crea “una sensación de parti-
cipación sin exigencias ni responsabilidades”. Esta transformación
en el ámbito de lo político tiene varias consecuencias.
En primer lugar, se refuerza cierta idea elitista de la polí-
tica. De ahí que se legitime la idea de que los cargos elevados, que
no necesitan aprobación popular, deben ser reservados para quie-
nes demuestren tener trayectorias de “excelencia”. En esta línea
de argumentación Sheldon Wolin afirma que “los pocos deberían
más o menos monopolizar el poder, el elitismo político muestra
su afinidad electiva con el capitalismo. Ambos creen que los po-

7
Bill Readings, “La idea de excelencia”, Papel Máquina, Nº 2, Santiago, 2009, pp.
81-103. [Traducción del capítulo dos de The University in Ruins, Cambridge, Harvard
University Press, 1996].
8
Ibíd., p. 83.

81
deres de un cargo elevado, ya sea en el gobierno o en el mundo
empresarial, deben quedar reservados para quienes se los ganan
por sus cualidades personales y talentos excepcionales —demos-
trados en condiciones sumamente competitivas— más que para
quienes llegan al poder en virtud de la aprobación popular. En un
mundo perfecto, a las élites políticas se les confiaría el poder y se
las recompensaría con poder y riqueza. Como ambas representan
lo mejor, tienen, según esta concepción, derecho al poder y a la
recompensa”9.
En el mundo perfecto de las democracias contemporá-
neas, tomando la expresión de Wolin, esta concentración del po-
der tendrá lugar en el Ejecutivo donde los cargos son designados,
por lo que no necesitan ser sancionados electoralmente. Este des-
plazamiento del poder implica la pérdida de centralidad de los
partidos políticos; la marginación del parlamento como un actor
relevante; y la transformación de las militancias y biografías polí-
ticas en carreras profesionales y biografías académicas. Es debido
a este último punto que la composición del “ejecutivo” estará
marcada cada vez más por “profesionales” apolíticos y sin interés
en ser parte de elecciones populares. Sin embargo, esta re-defini-
ción de lo político —en términos de lo que ha sido llamado como
“democracia invertida”— no sólo busca administrar a distancia el
poder y distribuir los recursos más óptimamente, sino que busca
además redefinir lo que se entiende por “política”. En este senti-
do, la transformación de la idea de democracia necesariamente
supone la incorporación de los medios de comunicación masiva al
modelo gestionario de la política, desde el momento en que los
medios comienzan a preocuparse principalmente de las acciones
de ministros y ministras, esto es, de la política del ejecutivo. De
ahí que sea casi obligatorio pasar por el ejecutivo para tener algu-

9
Sheldon Wolin, “Las elites intelectuales contra la democracia”, Democracia S.A.
La democtacia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, Buenos Aires, Katz
editores, 2008, p. 228.

82
na posibilidad de llegar a ser presidente o presidenta de la Repú-
blica. Y ello, a pesar de que no se tenga experiencia política algu-
na, que se perciba el cargo como “técnico” y que no se exhiba
militancia reconocida.
En Chile esta transformación elitista de la política demo-
crática comenzará a tener lugar durante el Gobierno de Ricardo
Lagos (2000-2005). Un índice de esta transformación fue la ini-
ciativa impulsada durante su gobierno de reducir el ejecutivo a
sólo quince ministerios. También no se puede dejar de mencionar
el “gesto” de nombrar a cinco ministras respondiendo “a un com-
promiso suscrito durante sus campaña”10. Asimismo debe ser des-
tacado el hecho de nominar a Michelle Bachelet, primero como
Ministra de Salud, para luego posicionarla a la cabeza del Minis-
terio de Defensa. ¿Qué hubiese pasado si Ricardo Lagos obede-
ciendo a algún otro ejercicio de contrapeso no nomina a Michelle
Bachelet nuevamente como ministra en la cartera de defensa? ¿Hu-
biese ella llegado a ser Presidenta? Estas preguntas nos llevan a la
política ficción, sin duda. Lo cierto es que la insistencia de Lagos,
la decisión de nominarla nuevamente como ministra es el hecho
que hace posible que Michelle Bachelet se vuelva la primera Presi-
denta de la República. Luego los medios cumplen su tarea. Al ges-
to de la nominación, viene la generación del “hecho político” que
hará que Bachelet se vuelva candidata presidencial. Patricia Politzer
lo narra del siguiente modo: “Junto al secretario de Guerra, Gabriel
Gaspar, Bachelet se unió a los militares e inició su recorrido (en un
Mowag) en medio del fuerte temporal. Los medios de comunica-
ción abandonaron otras coberturas para perseguir con sus cámaras
a la Ministra de Defensa. Era la noticia descollante en la televisión
y en las portadas de los diarios. ¡Una doctora arriaba de un tanque!
Qué más notable que la salud y la defensa unidas”11.

10
Clarisa Hardy, Eliterazgo. Liderazgos femeninos en Chile, Santiago, Catalonia,
2005, p. 182.
11
Patricia Politzer, Bachelet. En tierra de hombres, Santiago, Debate, 2010, p. 61.

83
En segundo lugar, volviendo al examen de las consecuen-
cias de vincular la democracia con la idea de excelencia, es posible
indicar que dicho vínculo tiende a clausurar el debate de lo polí-
tico al menos en términos públicos y ciudadanos. Esta clausura se
debe principalmente a que la idea de excelencia opera como un
significante “apolítico” que se define a sí mismo sólo con ser enun-
ciado: ¿quién en su sano juicio podría oponerse a un gobierno de
“excelencia”? Sólo con el hecho de enunciar en contigüidad de-
mocracia y excelencia se da por sentado que lo propuesto obedece
a lo “mejor” y a lo más “deseable”: de algún modo cada uno tiene
una definición relativamente clara de lo que quiere decir “excelen-
cia”, de ahí, que no sea necesario ninguna explicación, ni discu-
sión sobre el uso de la palabra. En este sentido, se ha dicho co-
rrectamente que la idea de excelencia sería parte de aquellos con-
ceptos que parecen estar lejanos de cualquier “ideología” en tanto
no tienen un referente externo definido ni un contenido interno
unívoco12.
No obstante, la aparente claridad conceptual de la idea
de excelencia, a pesar del convencimiento subjetivo que nos lleva
a creer que conocemos bien el significado de ella, necesita siem-
pre de un criterio externo, que no conocemos, para definirse. En
este punto Readings observa que la “excelencia no es un estándar
fijo para juzgar, sino un calificador cuyo significado se fija en rela-
ción a algo más13. Ya veremos qué es ese “algo más” al que refiere
la idea de excelencia cuando es enunciada por Bachelet en rela-
ción a la paridad, las mujeres y la política.
Democracia y empresa, ambos conceptos parecen estar ya
presentes en el Discurso triunfal presidencial de Bachelet. Pues,
es ahí donde encontramos como un lema de gobierno, la fórmula
más propia y característica del arte de gobernar de los gobiernos
de la Concertación. “Mi gobierno, anuncia Bachelet, será un go-

12
Bill Readings, “La idea de excelencia”, op. cit., p. 83.
13
Ibíd., p. 83.

84
bierno de excelencia, de talento, de caras nuevas y experiencias,
elegiré a la mejor gente, porque Chile lo merece”. Comienzo tí-
mido de la transformación del léxico y de la práctica de la política
que será exacerbada al máximo, y sin disimulos, en el gobierno de
derecha que sucederá a Bachelet. Pongamos atención ahora, sólo
por un momento antes de volver a lo que nos interesa, esto es, a
las mujeres, la política y la excelencia, a la frase con la que se cierra
el “arte de gobernar” de Bachelet: “Chile lo merece”. Sin duda,
un slogan conocido, incluso al que estamos habituados en tanto
consumidores. Énfasis pasivo que hace de la ciudadanía un régi-
men “apolítico”, de espectadores, que desdibuja el límite entre la
soberanía política y la de los consumidores despojando a la parti-
cipación de toda exigencia y responsabilidad. ¿No nos recuerda
acaso a ese usual “porque Usted lo merece” (o “porque yo lo me-
rezco”) tan habitual del mundo de las empresas, el comercio, las
multi-tiendas y las ofertas? ¿No hay aquí un discreto desplaza-
miento desde un ciudadano político a un consumidor pasivo
merecedor de buenas ofertas? Por último ¿no estamos en presen-
cia de los inicios de una redefinición de la democracia invertida
hacia al ejecutivo y dirigida en términos corporativos? La idea de
excelencia (y las de calidad y eficiencia que les son complementa-
rias) hace olvidar que la democracia, tal como lo señala Rancière
es, principalmente, un modo de subjetivación política, el nom-
bre de una interrupción singular del orden de distribución, una
forma de interrupción del “eficiente funcionamiento” de ese or-
den que, sin duda, ha naturalizado la exclusión14. Definición de
la democracia en tanto interrupción que busca explicitar lo más
propio de esta forma de gobierno: la igualdad.
En otras palabras, el gobierno de Bachelet da un paso
desde una forma política republicana (anclada en la idea de vir-
tud cívica) a una de orden liberal (anclada en la idea de excelen-
cia). Este paso, a tientas y hasta incierto a veces, producirá (a) la

14
Jacques Rancière, La Mésentente. Politique et philosophie, Paris, Galilée, 1995.

85
superposición inconexa de diversos regímenes argumentativos de
lo político (a veces de corte socialista, a veces de corte republicano
y otras tantas de corte liberal); (b) la confusión y mezcla de retó-
ricas venidas del campo de la políticas con otras venidas del cam-
po empresarial; y (c) la descripción/narración de las militancias
en tanto trayectorias de político-partidarias o en tanto trayecto-
rias universitarias y/o profesionales15.
Es en esta redefinición de la democracia en la que se in-
troduce la “paridad”. Aquí cabe la siguiente interrogación: si la
democracia se define por los signos de la excelencia, pero esta
palabra “excelencia” no se define a sí misma ¿cuál es el criterio
externo que sirve para delimitar qué se entiende específicamente
por “excelencia” cuando se la enuncia en cercanía a las palabras de
mujer y paridad?
Conocida es la marca aporética que constituye la ciudada-
nía de las mujeres en el espacio público/político en Chile. Marca
aporética instalada de antaño en el centro del republicanismo
chileno que declara, por un lado, la igualdad de los sujetos, mien-
tras que, por otro, los excluye de la vida política (primero negán-
doles los derechos políticos para luego negarles igual representa-
ción). ¿Es posible poner fin a esta aporía para la acción política de
las mujeres? Aparentemente sí, aunque su solución nos acerque a
una difícil disyuntiva: el rechazo del telos republicano o su incor-
poración, a pesar de la pérdida que conlleva la asimilación a un
discurso universalista. Dicho de otro modo, la solución nos seña-
la dos posibles alternativas: evidenciar el engaño y desestimar por
inviable el ideal republicano o creer firmemente en el espacio de
igualdad creado por la educación y desde ahí reclamar por la in-
clusión política (nuevamente aquí el dilema de la moneda falsa).
Las mujeres de comienzos de siglo optarán por lo segundo. Muje-

15
Clarisa Hardy hará explícito este vínculo entre “excelencia”, “liderazgo” y política
de mujeres en el sugerente neologismo: “Eliterazgo”. Para el desarrollo de esta idea
véase de Clarisa Hardy, Eliterazgo. Liderazgos femeninos en Chile, op. cit.

86
res y hombres tienen algo en común: la educación. Mujeres y
hombres tienen iguales capacidades y formación para ser parte de
la comunidad en tanto ciudadanos.
De igual modo que las mujeres de inicios del siglo veinte,
las mujeres políticas de comienzos del siglo veintiuno, asumien-
do el inédito y favorable contexto de contar con Michelle Bache-
let como la primera presidenta de Chile, buscarán redefinir el espa-
cio de lo político incorporando la idea de paridad. Una vez más será
la “educación”, esta vez figurada en la metáfora de la “excelencia”, la
que actuará como discurso universal. Esta redefinición cuestiona
necesariamente la norma neutra/abstracta de la política instalando
ahí, el desacuerdo, esto es, la diferencia de los sexos: no es suficiente
sólo con el hecho de votar o ser activas y ordenadas militantes de los
distintos partidos políticos que conforman la Concertación sino
que es necesario reclamar el espacio simbólico de la representación
política. Más mujeres en política hacen la diferencia, parece oírse
tras el reclamo por mayor presencia.

Políticas de la presencia

Como es bien sabido, la política de la presencia se enmar-


ca dentro de las políticas de acción afirmativa instando a generar
procedimientos tendientes a incorporar al espacio de lo político a
aquellos sujetos o grupos excluidos o marginados. Encuadre afir-
mativo para la política de mujeres que a mediados de los años
setenta fue, por primera vez, adoptado por los partidos políticos
de izquierda noruegos incorporando las “cuotas” para seleccionar
sus candidatos al parlamento. Política de acción afirmativa que
luego será asumida en los años ochenta por los partidos laboristas
y de centro del mismo país.
De ahí en más, la idea de incorporar mecanismos para
corregir la sub-representación de las mujeres en política ha ido
ganado adeptos y detractores en el mundo entero. En América

87
Latina, si tomamos por caso, ya para el año 2008 eran once los
países que habían asumido, en algún grado, la política de “cuo-
tas” elevando el número de mujeres electas de modo notorio. Es-
tos países eran: Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador,
Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú y República Domi-
nicana. Política de mayor visibilidad, de mayor representación,
que ha logrado que Argentina, por tomar un ejemplo emblemáti-
co, eleve la cantidad de mujeres en política desde un 6% a un
38,3 % luego de la adopción de las cuotas16.
En síntesis, y reconociendo la importancia que cada vez
más ha ido ganando la política de las cuotas, Mona Lenk Krook
señala que “en los cincuenta años transcurridos entre 1930 y 1980,
sólo 10 países han establecido cuotas, seguidos por 12 más en los
ochenta. En los noventa, sin embargo, las cuotas aparecieron en
más de 50 Estados, a los cuales se les han adicionado casi 40 más
desde el 2000. Como resultado, más de 100 países tienen actual-
mente alguna política de cuotas, habiendo sido más de un 75%
de estas medidas instauradas durante los últimos 15 años. Las
cuotas, por ende, parecen reflejar una norma internacional cre-
ciente con respecto a la necesidad de promover la representación
política de las mujeres”17.
Fue la teórica política Anne Phillips quien llamó la aten-
ción que las razones que venían a apoyar las políticas de acción
afirmativa eran principalmente de orden “práctico”, esto es, la
presión por ganar las elecciones volvía a los partidos políticos más
abiertos a considerar la inclusión de más mujeres en sus filas. Sin
embargo, indica Phillips, las razones de orden “teórico” a favor de
este tipo de acción política son más bien escasas. Para muchos y

16
VV.AA., Del dicho al hecho. Manual de buenas prácticas para la participación de
mujeres en los partidos políticos Latinoamericanos, Lima, IDEA Internacional, 2008, p.
17.
17
Mona Lenk Krook, “La adopción e impacto de las leyes de cuotas de género: una
perspectiva global”, en Marcela Ríos Tobar (ed.), Mujer y política. El impacto de las
cuotas de género en América Latina, Santiago, FLACSO, 2008, p. 29.

88
muchas todavía no es evidente que la diferencia de los sexos afecte
sustancialmente las decisiones de orden político18. Es con la vo-
luntad de presentar nuevos argumentos y razones teóricas en de-
fensa de las políticas de acción afirmativa que Anne Phillips acu-
ñará la idea de “política de la presencia”. Desde este nuevo argu-
mento, la escasa participación de mujeres en política no sería un
dato casual, o el resultado de decisiones personales, sino el índice
de un déficit democrático. En este sentido, Phillips indica: “la
subrepresentación de miembros de un grupo social determinado
se considera en todo caso un grave impedimento para la igualdad
política, algo que inclina la toma de decisiones a favor de grupos
ya dominantes y deja a los otros como ciudadanos de segunda
categoría”19.
Esta forma de entender la representación política cuestio-
nará la contundente afirmación de la teórica política Hanna Pit-
kin, quien señalaba que conceptualmente hay en principio dos
formas de entender la representación: a) en términos pictóricos; y
b) en términos de proceso. La primera dice de una representación
que busca calzar al modo de una “fotografía” con el universo vo-
tante (cantidad proporcional, características personales, etc.). El
segundo tipo de representación política no está tan atento de “quié-
nes” representan para centrase más en el “qué” representan (polí-
ticas, programa, etc.)20. Esta distinción a la hora de definir qué se
entiende por “representación” generaría, en palabras de Pitkin,
dos formas de entender la idea de democracia. Así, aquellos de-
fensores de una idea de representación política “pictórica” serían
más proclives a un tipo de democracia directa, mientras que los

18
Anne Phillips, “Democracy and Representation: or, Why Should it Matter Who
our Representatives are? ”, en Anne Phillips (ed), Feminism & Politics, Oxford,
Oxford University Press, 1998, p. 224
19
Anne Phillips, “La política de la presencia; la reforma de la representación polí-
tica”, en Soledad García y Steven Lukes (eds.), Ciudadanía: justicia social, identidad
y participación, Madrid, Siglo XXI editores, 1999, p. 236.
20
Hanna Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, California, University of
California Press, 1967.

89
defensores de la representación en tanto “proceso” se sentirían
más propensos a formas de democracia representativa. La política
de la presencia, de algún modo, escaparía a dicha definición do-
ble de la representación en la medida que ésta buscaría introducir
la propia “diferencia de los sexos” en la idea de representación. De
este modo, la representación mirada desde el cristal de la “presen-
cia” intentaría:

a) Transformar la representación simbólica: En otros tér-


minos, no se busca calzar de manera pictórica con una
población o sus características, sino que se busca figurar
otras formas para hacer frente a las jerarquías de poder
existentes transformado la “representación”. En palabras
de Phillips, estas políticas por la presencia buscan “revo-
car las historias previas de exclusión y el falso supuesto
que parecían ratificar de que cierto tipo de personas te-
nían una capacidad inferior para gobernar que las demás”21.
b) No estancar la discusión en torno al “reconocimiento”:
Las políticas de la presencia no sólo avanzarían en dar vi-
sibilidad a aquellos grupos marginados del espacio de la
política, sino que buscarían transformarlos en sujetos de
agencia política. De este modo, se intenta introducir mo-
dificaciones en la acción política o en el contenido de las
decisiones que se toman22;
c) Cambiar la representación instalando en el discurso
político defensores/as de políticas de interés “con más
empuje y dinamismo en la escena pública”. En este senti-
do, Phillips observa que los representantes “tienen una
considerable autonomía, lo que explica en parte por qué
sí importa quiénes sean dichos representantes”23.

21
Anne Phillips, “La política de la presencia: la reforma de la representación polí-
tica”, op. cit., pp. 241-242.
22
Ibíd., p. 242.
23
Ibíd., p. 245.

90
Debe ser indicado que a diferencia de las posiciones esgri-
midas por Hanna Pitkin sobre la naturaleza de la representación
(ya sea pictórica o de proceso), y que a diferencia de los argumen-
tos señalados por Anne Phillips para justificar por qué nos debe-
ría importar quién nos representen en política, la instalación de
políticas de la presencia en Chile obedecerá, principalmente en
un comienzo, a razones de índole pragmático. Será durante el
Gobierno de Ricardo Lagos (2000-2005) cuando se incorpora-
rán cinco ministras al gabinete, hecho inédito cabe destacarlo en
la política chilena24. En este sentido, Lagos comenta que: “En el
primer gabinete del Presidente Aylwin se nombró a una mujer a
cargo de los temas de la mujer, por supuesto, y hubo un poco más
de participación femenina entre ellos. A mí me pareció que había
que dar un mensaje potente de incorporación de la mujer: en mi
primer gabinete, de 16 hubo 5 ministras. Hicimos algo parecido
a nivel de intendentes. Creo que esto fue un elemento importan-
te. Pero cuando dijimos pongamos 5 mujeres, no fueron cinco
para algo determinado, sino porque quería dar un salto que fuera
notorio”25.
El gesto de Lagos de otorgar mayor “notoriedad a las
mujeres” en su gobierno trazara una línea entre dos formas de
entender las políticas de la presencia en Chile. Una forma desde

24
Las ministras durante el gobierno de Ricardo Lagos fueron las siguientes: Mariana
Alywin (Ministra de educación); Michelle Bachelet (Ministra de salud y luego
Ministra de Defensa); Adriana del Piano (Ministra Bienes Nacionales); Marigen
Hornkhol (Ministra de Educación); Alejandra Krauss (Ministra de Planificación);
Cecilia Pérez (Ministra de Planificación); Yasna Provoste (Ministra de Planifica-
ción); Sonia Tschorne (Ministra de Vivienda y obras públicas y de Bienes Naciona-
les).
25
María de los Ángeles Fernández, “Mujer y política: entrevista al Presidente
Lagos” en Bienvenida, Paridad, Santiago, Cuarto Propio, 2007, p. 48. Cabe desta-
car a su vez que el incremento de la participación de mujeres en el ejecutivo será
lento; en este sentido Mariela Infante y Ximena Zavala indican: “Desde la recupe-
ración de la democracia, los gobiernos de la Concertación integran en 1990 un 5%
de ministras, porcentaje que aumenta a 16% en 1995. El incremento continúa
hasta el año 2000 con 31% de mujeres, pero en el año 2005 se evidencia un
retroceso y el gobierno de R. Lagos termina con un 17% de ministras”. Véase de
estas autoras, La experiencia del gabinete paritario y su tratamiento en los medios de
comunicación escritos, Santiago, Corporación Humanas, 2010, p.11.

91
“arriba” entendida como un mecanismo democrático invertido,
dirigido principalmente al ejecutivo. Esta será el mecanismo uti-
lizado primero por Lagos y luego por Bachelet. La otra forma
privilegia la participación “desde abajo”, encaminada a potenciar
la democracia reformando la lógica de composición de los parti-
dos políticos. El procedimiento para lograr este objetivo es la ins-
talación de las “cuotas” en las elecciones internas de los partidos.
La primera política de la presencia tendrá en la figura de
la “paridad” su carta de presentación y en la idea de excelencia su
sustento. La segunda se planteará en la necesidad de incorporar
cierto porcentaje de cuotas en los partidos políticos para elevar el
número de mujeres en política. En este sentido, Lorena Fries ha
señalado que “el sistema de cuotas es —sobre todo— un sistema
de corrección de un cierto déficit de mujeres en los espacios de
poder, sean estos los que sean. [El sistema de cuotas] asegura, en
este sentido, la igualdad de oportunidades, ya que se instala en el
punto de partida de la carrera por el poder, sin que necesariamente
garantice el resultado de dicha carrera”26. En cierta medida aquí se
asume la definición de cuotas en tanto la “promoción de la repre-
sentación de las mujeres a través de políticas concretas para el incre-
mento de la selección de candidatas a cargos políticos”27. Mecanis-
mo que no distingue si va dirigido a reservar un lugar en el parla-
mento, en el ejecutivo o en los partidos políticos. Sin embargo,
podría observarse, en contra del argumento de Fries, que fomentar
la política de cuotas en el ejecutivo o en los partidos políticos define
de un modo distinto el tipo de participación buscado, la concep-
ción del poder político y la propia idea de democracia. En otras
palabras, centrar la política de cuotas de género en el ejecutivo im-
plica reforzar una idea de democracia elitista, mientras que promo-

26
Lorena Fries, “Avances y desafíos en torno a la autonomía política”, en Teresa
Valdés, ¿Género en el poder? El Chile de Michelle Bachelet, Santiago, CEDEM, 2010,
p. 134. El paréntesis es mío.
27
Mona Lenk K., “La adopción e impacto de las leyes de cuotas de género: una
perspectiva global”, op. cit., pp. 28-29.

92
ver las políticas de cuotas en los partidos políticos busca fortalecer
formas de democracia más participativa.
En este sentido, las políticas de las cuotas más que apelar
a un discurso “democrático elitista” (como en el caso de la pari-
dad), apelaran a un discurso republicano de lo político, en tanto
éstas buscan fortalecer institucionalmente, a través de los parti-
dos políticos, la igual participación de ambos sexos en política
(no cabe ahondar aquí, aunque si notar, el drástico límite al modo
republicano de la política chilena debido al sistema binominal).
Desde esta perspectiva, que sitúa a las cuotas en el argumento de
re-democratizar la democracia, se ha dicho que “una de las falen-
cias más evidentes de las democracias latinoamericanas se relacio-
na con la representación y participación, específicamente si con-
sideramos la representatividad de las autoridades públicas elec-
tas, el acceso/derecho efectivo de la mitad de la población para
presentarse y competir a cargos públicos”28.
No obstante lo anterior, debe señalarse que las políticas
de cuotas y paridad se implementaron en Chile de modo no anta-
gónico, sino que, paradójicamente y sin cuestionamientos, ten-
dieron a presentarse como dos partes de un todo.

Política de la excelencia y paridad

Debo destacar que esta demanda por más presencia, que en


un primer momento del gobierno de Michelle Bachelet tendrá el
rostro de la paridad, hará suya la “idea de la excelencia” para volver
factible el reclamo por mayor visibilidad de las mujeres en política.
Se presenta con cierto énfasis la “idea de excelencia” para dejar en
claro que lo que se pide no es simplemente “más mujeres”. No es la

28
Marcela Ríos, Daniela Hormazábal y Maggi Cook, “El efecto de las leyes de
cuota en la representación de las mujeres en América Latina”, en Marcela Ríos
Tobar (ed.), Mujer y política. El impacto de las cuotas de género en América Latina, op.
cit., p. 223.

93
ley del número a lo que se apela. El reclamo de más mujeres es
posible en tanto se considera que las mujeres tienen la misma capa-
citación que los hombres para ejercer cargos de alta responsabilidad
política. Al respecto, Clarisa Hardy, Ministra del Gobierno de Ba-
chelet, afirma que “el mayor ingreso de las mujeres a las elites per-
mitiría contribuir a democratizar la generación de poder y a limitar
su reproducción por parte de las mismas elites, facilitando su reno-
vación, esta vez basada en méritos”29.
Es por ello que junto con evidenciar la experiencia políti-
ca de las Ministras del gabinete paritario del gobierno de Miche-
lle Bachelet, se presentan también sus biografías académicas y
profesionales. Diplomas, maestrías, doctorados y conocimientos
de idiomas extranjeros serán pruebas necesarias de competencias
y habilidades para desarrollar el cargo político asignado.
Al igual que a comienzos de siglo veinte, cuando las muje-
res hacían valer aquello de igual educación, igual participación po-
lítica; las mujeres políticas de comienzos del siglo veintiuno harán
valer aquello de igual capacidad y formación, igual representación.
En este sentido, los criterios para definir la “idea de excelencia”
serán, en primer lugar, formación personal (estudios, postgrados,
idiomas, etc.) y, en segundo lugar, la trayectoria política.
La necesidad de definir la participación y visibilidad polí-
tica de las mujeres bajo los criterios de la excelencia “académica”
se debe principalmente a tres factores:
a) reconocimiento político fallido: la acción política de las
mujeres durante el siglo veinte ha estado marcada por el “signo
del margen”. Esto es, una vez conseguidos los derechos políticos
en el año 1949 su visibilidad política quedó circunscrita en el
mejor de los casos a departamentos femeninos (educación, salud,
filantropía); y en el peor de ellos subsumida en la militancia anó-
nima representada bajo la uniforme y universal ley masculina de
la política. Durante la lucha contra la dictadura, las mujeres ten-

29
Clarisa Hardy, Eliterazgo. Liderazgos femeninos en Chile, op. cit., p. 179.

94
drán un lugar central (en el margen que suponía hacer y pensar la
política en tiempos oscuros) no sólo cuestionando un orden auto-
ritario sino que también re-inventando las prácticas políticas en
general. Sin embargo, con la vuelta de la democracia en el año
1990, el margen a que las obligaba un régimen opresivo fue legi-
timado por las prácticas y alianzas político partidarias de la Con-
certación. Esta política del margen o este reconocimiento político
fallido hace que las políticas de las mujeres siempre comiencen
desde cero: siempre una vez más; siempre deben comenzar por
demostrar que las mujeres son capaces; demostrar que el espacio
por ellas conquistado para el accionar político (o el poder por
ellas detentado) no ha sido un regalo, no es casual y que no ha
sido prestado. Las mujeres parecen siempre estar por primera vez
avanzando por los caminos de la política: “como extrañas o adve-
nedizas deben mantener un comportamiento adecuado y cum-
plir con los mandatos de la feminidad si quieren pertenecer a ese
mundo”30. Esta peculiar forma de ejercer la política por parte de
las mujeres ha sido llamada por la filósofa española Celia Amorós
“incompleta investidura”. Es decir, a propósito del cuadro antes
descrito, cuando las mujeres detentan el poder o actúan en polí-
tica pareciera que lo hacen de forma incompleta, vacilante y, por
tanto son percibidas como tal.
b) retóricas privadas: habitualmente las mujeres se les aso-
cia al espacio de privado, doméstico y de los afectos. Esta asocia-
ción responde a cierta descripción del mundo que lo recrea go-
bernado por dos instancias: la ciudad y la familia. La primera
gobernada por los hombres; y la segunda gobernada por las mu-
jeres. Quizás sean los nombres de Creonte y Antígona los más
adecuados para encarnar las leyes con que estos dos espacios se
estructuran. Esta partición entre políticas de la ciudad (neutras,

30
Mariela Infante y Ximena Zavala, La experiencia del gabinete paritario y su trata-
miento en los medios de comunicación escritos, Santiago, Corporación Humanas,
2010, p. 15.

95
universales) y políticas de la familia (de interés, particulares) vuelve
a las mujeres en extranjeras de la ciudad de los hombres, extranje-
ras en la política de las cosas comunes. Esta extranjería lleva a las
mujeres políticas, aun hoy, a tener que dar pruebas constantes de
que son capaces de desplazar aquello que las convertía, en pala-
bras de Hegel, en la “ironía de la comunidad” (no sólo extendien-
do su política de los afectos y de las cosas privadas al espacio de lo
público sino que por sobre todo defendiéndolas). Esta lógica de
“dar pruebas” de ser capaces de ser partes del mundo de las cosas
comunes vuelve a la “idea de excelencia” un argumento eficiente
desde donde posicionar un reclamo por la igualdad. Recurrir al
argumento de la excelencia busca inhabilitar los persistentes pre-
juicios que aún hoy forman parte del sentido común de la políti-
ca chilena. Recordemos, por ejemplo, que durante la campaña
que llevará a Michelle Bachelet a ser la primera presidenta de
Chile será habitual que se enfatizara su carisma y simpatía pero
que se dudara de sus habilidades políticas. Patricia Politzer en
este sentido indica: “‘no da al ancho’, se reitera una y otra vez sin
especificar si eso se refiere a una falta de preparación profesional,
a su personalidad o a su manejo político. Algunos como el histo-
riador Alfredo Jocelyn-Holt, la consideraban un mero producto
mediático y se preguntaban si tendría faldas suficientes para go-
bernar”31. Dicho de otro modo, al esgrimir el argumento de la
“excelencia” se intenta desplazar la configuración simbólica de la
ciudad versus la familia. Se instala, en otras palabras, un argu-
mento que se define en términos abstractos y universales pero que
no apela, inicialmente, a la diferencia de los sexos.
c) universalidad de lo político: si bien “la idea de excelen-
cia” se instala en el escenario de la política de mujeres como un
argumento para posicionarlas en tanto “iguales” (igual formación,
igual capacidad, igual representación); no debe ser olvidado, sin
embargo, que visualizar el argumento de la “excelencia” busca,

31
Patricia Politzer, Bachelet. En tierra de hombres, op. cit., p. 83.

96
aunque no en términos explícitos, reforzar cierto universalismo
de la política que más bien se dice, mayoritariamente, en la figu-
ración “masculina”. En este sentido puede ser dicho, tal como lo
hace Joan W. Scott32, que este argumento de la excelencia (puerta
de entrada de las políticas paritarias en Chile) no es la antítesis
del universalismo, no es la negación de la abstracción de lo políti-
co sino que busca narrar dicha universalidad incorporando el dos
de la diferencia sexual. En un gesto similar Joan W. Scott descri-
birá la demanda por paridad en los años noventa en Francia: “el
argumento de la paridad no fue ni separatista ni esencialista; no
trató sobre de los atributos particulares que las mujeres podrían
incorporar al mundo de la política o sobre la necesidad de repre-
sentar los especiales intereses de las mujeres. Por el contrario, este
argumento se presentó rigurosamente en términos universalistas”33.
Tal como a mediados del siglo veinte la mujeres políticas
desconfiaban que el derecho voto lograra corregir las desigualdades
entre hombres y mujeres en el espacio público y político; las muje-
res políticas de comienzos del siglo veintiuno tendrán la firme cer-
teza que la baja participación y representación de ellas en el campo
de la política (ya sea en partidos políticos como en el parlamento)
se debe a profundos prejuicios, practicas sexistas y un ordenamien-
to paternalista/patriarcal de la política chilena. Prejuicios, sexismo
y paternalismo que a pesar de las buenas intenciones y de la su-
puesta neutralidad y universalidad de los mecanismos y procedi-
mientos de elegibilidad no logran hacer posible que más mujeres
puedan participar igualitariamente en política. No logran hacer
posible, finalmente y términos plenos, aquello establecido en el
artículo 21 de la Declaración de los Derechos Humanos: 1º “toda
persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, direc-
tamente o por medio de sus representantes libremente escogidos; y

32
Joan W. Scott, Parité! Sexual Equaliy and the crisis of French Universalism, Chicago,
The University of Chicago Press, 2005.
33
Ibíd., p. 4.

97
2º “toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igual-
dad, a las funciones públicas de su país”.
Ante este déficit democrático se propondrán dos mecanis-
mos para corregir la desigualdad de acceso, visibilidad y represen-
tación de las mujeres en política. Tal como lo señalamos anterior-
mente estos dos mecanismos serán: las “cuotas de género” y la “pa-
ridad”. Debe ser notado que esta incorporación será tardía e in-
completa en Chile. Si observamos el contexto de discusión teórica y
la implementación de la agenda afirmativa en América Latina nos
daremos rápidamente cuenta que ya para comienzos de la década
de los noventa, Argentina había aprobado la ley de cuotas; le segui-
rán los países de Costa Rica, Perú, Ecuador, Honduras, México,
República Dominicana, Bolivia, Panamá y Paraguay, Brasil34.
Tardíamente Chile se incorpora al debate teórico y a la po-
sibilidad de legislar sobre “ley de cuotas” o “paridad”. Se presentará
en el año 1997 un primer proyecto que “proponía que ninguno de
los sexos pudiera superar el 60% en las listas de candidatos/as para
elecciones parlamentarias y municipales como también en los inte-
grantes de los órganos colegiados de los partidos políticos”35. Este
proyecto fue archivado sin discusión, sin apoyo del ejecutivo, sin
urgencia. Con la insistencia que suelen tener las mujeres para obte-
ner y garantizar sus derechos, este proyecto será nuevamente pre-
sentado en el año 2003, ocasión en la que otra vez será archivado
por la Cámara de Diputados. Entretanto en el año 2002 se presen-
ta otro proyecto, esta vez, para legislar en favor de las cuotas. La
suerte tampoco estará del lado de esta iniciativa legal que buscaba
“modificar diversos cuerpos legales con el objeto de promover el
derecho de las mujeres a participar en la vida pública nacional”36.
Con una inexcusable demora, este proyecto sólo será sometido a

34
VV.AA, Del dicho al hecho, op. cit., p. 16.
35
Lorena Fries, “Avances y desafíos en torno a la autonomía política”, op. cit., p.
131.
36
Ibíd., p. 131.
37
Ibíd., p. 131.

98
votación por la cámara baja cinco años más tarde (2007) para ser
rechazo por 5 votos en contra, 6 votos a favor y una abstención37.
Finalmente, Michelle Bachelet honrando la palabra empeñada du-
rante la campaña presidencial, en la que se comprometió a promo-
ver la adopción de la “ley de cuotas”, enviará, en diciembre del
mismo año 2007, un proyecto que proponía “la modificación de
diversas normas legales, la Ley Orgánica Constitucional de Partidos
Políticos (Ley Nº 18. 603), la ley Orgánica Constitucional de
Municipalidades (Ley Nº 18,695), la Ley Orgánica Constitucio-
nal de Votaciones Populares y Escrutinios (Ley Nº 18.700)”38. Este
proyecto aún duerme el sueño de los justos al no tener apoyo polí-
tico y urgencia legislativa.
Sin la aprobación de estos proyectos de ley sólo nos queda
el gesto, importante por cierto, de Michelle Bachelet de nominar
10 ministras al inicio de su gobierno. Más mujeres, sin duda. Sin
embargo, todavía queda pendiente la posibilidad de generar una
acción política capaz de transformar las retóricas con las que habi-
tualmente son narradas las mujeres en el espacio público.

38
Ibíd., p. 132.

99
100
6. El Feminismo no es un humanismo

“No hay clase sin partido”, con prescindencia de cuál sea su


estructura. A partir de esta afirmación, algunos marxistas como Etien-
ne Balibar han observado que la gran dificultad del feminismo ha
sido determinar cuál habría de ser la institución anti-familia o anti-
patriarcal que construiría y mantendría su identidad política. Esta
dificultad sería el gran déficit estratégico del movimiento feminis-
ta. Déficit paradójico de positividad de un movimiento que preci-
samente es la negación de lo existente, es germen de transforma-
ción del vínculo entre los sexos expresado políticamente. Contra
esta crítica, habría que decir que desde el punto de vista de la eman-
cipación, la política feminista no busca construir una comunidad de
mujeres. La política feminista no busca reeditar aquella versión co-
munista de la “comunidad de mujeres” opuesta a la “comunidad de
esposas” generadas por el matrimonio burgués.
Creyendo dar por superado el problema de la subordina-
ción de las mujeres, Marx y Engels observaban en el Manifiesto
comunista que: “El matrimonio burgués es, en realidad, la comu-
nidad de las esposas. A lo sumo podría reprocharse a los comunis-
tas el que quieran instaurar una comunidad de mujeres oficial y
franca, en lugar de otra hipócritamente embozada. Por lo demás,
se sobreentiende que con la abolición de las actuales relaciones de
producción desaparecerá asimismo la comunidad de mujeres de-
rivada de ellas, es decir la prostitución oficial y no oficial”1.
1
Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, Barcelona, Grijalbo, 1998.

101
Como bien lo saben las organizaciones de mujeres de iz-
quierda que en algún momento confiaron en la certeza de esta
afirmación —y pensaron el fin de la subordinación de las mujeres
como un momento secundario del éxito de la lucha de clases—
subsumir la política feminista en una política desinteresada en
materias de género es un error. Sin duda, aquí el fantasma que
recorre Europa perdió el camino. Uno de los elementos que carac-
teriza a la escritura de manifiestos es la posibilidad de un tiempo
actual doble en cuyo momento secundario de reconocimiento se
genere siempre un re-comienzo. Si esto es así, bien podríamos
decir que en los pasajes del Manifiesto Comunista donde se nos
habla del lugar que ocuparía la mujer en una futura sociedad sin
clases, la lógica de la doble actualidad propia del “manifiesto” no
logra mantenerse. Despojados de toda eternidad enunciativa, aque-
llos pasajes consagrados a la mujer en el comunismo terminan
por revelarse como la reproducción simple de afirmaciones y pre-
juicios de época. Así lo cree Donna Haraway quien descreída de
los manifiestos escribirá paródicamente el Manifiesto para cyborgs.
En esto otro manifiesto no pasará inadvertido el sintagma “comu-
nidad de mujeres”. Desplazando la nominación identitaria de
“mujer” por la de “cyborg”, Haraway cuestionará las ideas de “ori-
ginal”, “unidad”, “identidad” y “naturaleza”2.
En esta línea de argumentación, el feminismo de finales
del siglo veinte no define su práctica en una comunidad de perte-
nencia, no pretende ser generador de instituciones. Arriesgando
el énfasis, podríamos afirmar que la política de clases del feminis-
mo es del orden de una clase paradójica o de una clase no clase,
según la famosa expresión de Bertrand Russell. La política femi-
nista en consecuencia se ejercita en la tarea imposible de consti-
tuir una clase sin partido, en afirmar negativamente su propia
negatividad. ¿Es esto posible? ¿Es posible cambiar el mundo sin

2
Donna Haraway, Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y feminismo socialista a
finales del siglo XX, Madrid, Cátedra, 1990.

102
tomar el poder?, por citar una frase que ha gozado de cierta fama
¿Se puede acaso aventurar la experimentación de un feminismo
cyborg, cómo querría Haraway, absolutamente inapropiable? Así
lo cree el feminismo contemporáneo. Retomando la vieja agenda
radical del feminismo y las huellas que ésta imprimió en el Mani-
fiesto Comunista en cuanto al cuestionamiento del matrimonio y
la familia, el feminismo contemporáneo se aleja de las políticas
afirmativas e identitarias para optar por el cuestionamiento y la
crítica de uno de los pilares del pensamiento moderno: la idea de
“humanidad”.
Quizás aquí sea necesario un breve desvío por la olvidada
agenda radical del feminismo. En 1791, cincuenta y siete años
antes que Karl Marx y Friedrich Engels dieran a la imprenta el
pequeño texto titulado Manifiesto Comunista, Mary Wollstone-
craft escribía la Vindicación de los derechos de la Mujer. En este otro
texto, de mayor extensión y de argumentos “incomprensibles” a
su época, Wollstonecraft cuestionaba tanto la pretendida univer-
salidad de los derechos del ciudadano, como la porfiada insisten-
cia de vincular a las mujeres a la esfera de la familia. No debo
dejar de mencionar que este libro se escribe, primero, a causa de
la profunda decepción que le provoca ver que la Revolución Fran-
cesa no cambiaba de manera sustancial el lugar que las mujeres
ocupaban en la sociedad. En otras palabras, las mujeres seguían
siendo las subordinadas en el nuevo orden que se imponía: aun-
que con una diferencia, el nuevo orden las convertía en las guar-
dianas de la familia. La otra causa de este libro, quizás más fuerte
que la anterior, es el rechazo que provocaba en la sociedad de su
época el desparpajo de verla llegar a reuniones públicas cargando
a su hija Fanny Wollstonecraft, hija ilegítima —como solía decir-
se hasta hace poco— generalmente olvidada en sus biografías.
Cincuenta y siete años antes que Karl Marx y Friedrich Engels
escribieran el Manifiesto Comunista, Olympe de Gouges, estimu-
lada por la impresionante participación de las mujeres en la Re-
volución Francesa y por el tremendo descontento por el sesgo

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sexista que iba tomando la revolución de los derechos, escribía Los
derechos de la mujer y la ciudadana. Dos años después, Olympe de
Gouges será ejecutada. Marx y Engels no están solos a la hora de
presentar sus críticas a la idea del derecho, la familia y el matri-
monio. Muy por el contrario, son herederos de una importante
reflexión feminista en torno al problemático legado de los dere-
chos universales del hombre y del ciudadano.
Herencia de un agenda feminista radical que será reto-
mada a finales del siglo veinte bajo el rótulo de feminismos
posthumanos que reivindican para sí, paradójicamente, las fi-
guras de la alteridad: de lo Queer para Judith Butler, de lo
cyborg para Donna Haraway, de lo fronterizo para Gloria An-
zaldúa y de lo monstruoso para Rosi Braidotti. En la ciencia
ficción feminista, recuerda Rosi Braidotti, los monstruos cy-
borg definen posibilidades políticas y límites bastantes dife-
rentes de los propuestos por la ficción mundana del Hombre y
la Mujer 3. Un cyborg no busca una identidad unitaria, sino
una que demande otra invención de la vida, fuera de los labe-
rintos de dualismos en el que acostumbran perderse nuestros
cuerpos señalará Haraway. Ejercicios de re-invención de lo
humano que implicará salir de los binarismos con los que la
tradición política moderna nos ha acostumbrado a pensar las
identidades. Salida que buscará en la multiplicidad, en la si-
multaneidad, paradójicamente, “humanizar la humanidad”.
Donna Haraway cree que pensar lo humano más allá de lo
identitario exige crear otra formas, otros gestos, pero, que, de
igual modo, exige crear figuras feministas de la humanidad.
Estas figuras no pueden ser Hombre o Mujer. Pues, como bien
lo ha expresado: “La humanidad feminista debe, de algún
modo, resistir tanto a la representación como a la figuración
literal y aún irrumpir con nuevos y poderosos tropos, nuevas

3
Rosi Braidotti, “Cyber-teratologies”, Metamorphoses: Towards a Materialist Theory
of Becoming, Cambridge, Polity Press, 2002, pp. 172-211.

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figuras de habla, nuevos giros de posibilidad histórica”4. Des-
taquemos que lo cyborg o lo queer no remiten, estrictamente
hablando, a una reflexión sobre la política, sino más bien a
una reflexión sobre sus límites y sus pliegues. Estas nomina-
ciones, como nominaciones de lo impolítico, no tienen como
preocupación central la dilatación de la dimensión del indivi-
duo y de la comunidad hasta sus últimos términos sino la de
penetrar la dimensión de lo múltiple, lo plural o lo alterado
del propio individuo. No es, en definitiva, como se podría
pensar, la comunidad la que comprende dentro de si al indivi-
duo, sino el propio individuo el que lleva dentro de si una
comunidad rota. Rebasamientos críticos del sujeto que no ha-
cen sino ahondar en una ya antigua querella: el feminismo no
es una “comunidad de mujeres”. Dicho en otras palabras, el
feminismo no es un humanismo.

4
Donna Haraway, “Ecce Homo, Ain’t (Ar’n’t) I a Woman, and Inappropriate/d
Others: The Human in a Post-Humanist Landscape”, Judith Butler y Joan W.
Scott (eds.), Feminist Theorize the Political, London, Routledge, 1992, p. 86.

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Noticia de los textos

El feminismo: política de lo múltiple. Ponencia presentada


en la Corporación Humanas, en mayo del 2010, a propósito de la
discusión sobre la autonomía política de las mujeres.
Republicanismo y diferencia de los sexos. Texto leído en el
Seminario Internacional de Filosofía y Educación, organizado por
la UNESCO, la Universidad de Chile, la Universidad Metropoli-
tana de Ciencias de la Educación y Embajada de Francia. El colo-
quio se realizó entre el 08 y el 13 de enero del año 2007. Una
primera versión fue publicada en Olga Grau y Patricia Bonzi (edi-
toras), Grafías filosóficas. Problemas actuales de la filosofía y su ense-
ñanza, Santiago de Chile, Trama Impresores, 2008.
La (in)humanidad de las mujeres. Conferencia leída en el
Seminario Internacional Judicialización de casos y reparación a
mujeres víctimas de delitos de violencia sexual en el marco del
conflicto armado, realizado por la Corporación Humanas, sede
Bogotá, en Febrero, 2009. Una primera versión fue publicada en
la revista Papel máquina, Nº 5, Santiago de Chile, 2010.
Autonomía política en las democracias elitistas. Texto pre-
sentado al Taller sobre Autonomía política de las mujeres, organi-
zado por la Fundación Dialoga y la Corporación Humanas du-
rante el segundo semestre del año 2010. El texto discute crítica-
mente la coexistencia de dos marcos referenciales contradictorios
en el Informe de Desarrollo Humano en Chile 2010. Una primera

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versión fue publicada en la revista Diálogos Críticos, Nº 1, Univer-
sidad ARCIS, Santiago de Chile, 2011.
El escenario Bachelet y las políticas de la presencia. El texto
es parte de una investigación sobre Mujeres en el Ejecutivo (2006-
2010) encargada por la Corporación Humanas durante el año
2010.
El feminismo no es un humanismo. Ponencia presentada en
el Coloquio Marx, 160 años. Coloquio organizado por Universi-
dad ARCIS, la Universidad Diego Portales y la Embajada de Fran-
cia, en diciembre del año 2008.

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