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Comisión Teológica Internacional - Lectura Del Padre Wilson
Comisión Teológica Internacional - Lectura Del Padre Wilson
(1979)
***
Introducción
1.2. Durante los últimos siglos, la investigación histórica sobre Jesús ha sido
dirigida más de una vez contra el dogma cristológico. Esta actitud antidogmática
no es en sí misma, sin embargo, un postulado necesario del buen uso del método
histórico-crítico. Dentro de los límites de la investigación exegética es
ciertamente legítimo reconstruir una imagen puramente histórica de Jesús o bien
—para decirlo en forma más realista— poner en evidencia y verificar los hechos
que se refieren a la existencia histórica de Jesús.
1.3. Las cristologías actuales deben evitar caer en tales errores, si es que quieren
ser valederas. El peligro es particularmente grande para las así llamadas
«cristologías desde abajo», en la medida en que pretenden apoyarse en
investigaciones puramente históricas. Es ciertamente legítimo tener en cuenta los
investigaciones exegéticas más recientes, pero es preciso velar del mismo modo a
fin de no volver a caer en los prejuicios de los que hemos hablado anteriormente.
2.1. Los textos del Nuevo Testamento tienen como finalidad el conocimiento
cada vez más profundo de la fe, y su aceptación. No consideran, pues, a
Jesucristo en la perspectiva del género literario de la pura historia o de la
biografía en un marco, por así decirlo, retrospectivo. La significación universal y
escatológica del mensaje y de la persona de Jesucristo exige que se sobrepasen
tanto la pura evocación histórica, como las evocaciones puramente funcionales.
La noción moderna de la historia, avanzada por algunos como en oposición con
la fe, y considerada como desnuda presentación objetiva de una realidad pasada,
difiere, por lo demás, de la historia tal como la concebían los antiguos.
2.4. La síntesis original y primitiva del Jesús terrenal y del Cristo resucitado, se
encuentra en diversas fórmulas de «confesión de fe» y de «homologías» que
hacen hincapié al mismo tiempo y con especial insistencia en su muerte y en su
resurrección. Con Rom 1, 3ss, citemos, entre otros, el texto de 1 Cor 15, 3-4: «Os
he transmitido en primer lugar lo que yo mismo he recibido: que Cristo ha
muerto por nuestros pecados, según los Escrituras; que fue sepultado, y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras». Estos textos establecen una conexión
auténtica entre una historia individual y la significación por siempre duradera de
Jesús. Presentan en un nudo la «historia de la esencia» de Jesucristo. Esta síntesis
constituye ejemplo y modelo para toda auténtica cristología.
2.7. El Espíritu Santo, que ha revelado a Jesús como Cristo, comunica a los fieles
la vida mismo del Dios trinitario. Suscita y vivifica la fe en Jesús como Hijo de
Dios exaltado en la gloria y presente, a la vez, en la historia humana.
1. Los teólogos que hoy en día ponen en duda la divinidad de Cristo recurren a
menudo a la siguiente argumentación: tal dogma no puede provenir de la
revelación bíblica auténtica; su origen está en el helenismo. Pero las
investigaciones históricas más rigurosas demuestran, al contrario, que la manera
de pensar de los griegos es totalmente extraña a este dogma y que lo rechaza con
todas sus fuerzas. El helenismo opuso a la fe de los cristianos, que proclamaban
la divinidad de Cristo, su dogma de la trascendencia divina, dogma que el
helenismo consideraba inconciliable con la contingencia y la existencia en la
historia humana de Jesús de Nazaret. Para los filósofos griegos era
particularmente difícil aceptar la idea de una encarnación divina. Los platónicos
la tenían por impensable en virtud de su doctrina sobre la divinidad; los estoicos,
por su parte, no podían hacerla coincidir con lo que ellos enseñaban sobre el
cosmos.
B) El concilio de Calcedonia
3. La doctrina paulina de los dos Adán (ver 1 Cor 15, 21ss; Rom 5, 12-19) será el
principio cristológico que conducirá e iluminará la confrontación con la cultura
humana, y será también el criterio para juzgar las investigaciones actuales en el
campo de la antropología. Gracias a este paralelismo, Cristo, que es el segundo y
último Adán, no puede ser comprendido sin tener en cuenta al primer Adán, es
decir, nuestra condición humana. El primer Adán, por su parte, sólo es percibido
en su verdadera y plena humanidad a condición de que se abra a Cristo que nos
salva y nos diviniza por su vida, su muerte y su resurrección.
Son numerosos quienes, hoy en día, formulan dificultades mayores aún cuando
se trata de los aspectos soteriológicos de los dogmas cristológicos. Rechazan toda
idea de salvación que implique una heteronomía con respecto al proyecto de
vida. Critican lo que estiman ser la característica puramente individual de la
salvación cristiana. La promesa de una bienaventuranza futura les parece una
utopía que aparta a los hombres de sus verdaderos deberes, que son, a su juicio,
únicamente terrenales. Preguntan de qué han debido ser rescatados los hombres,
y a quién habría sido preciso pagar el precio de la salvación. Se indignan ante la
idea de que Dios haya podido exigir la sangre de un inocente, y ven en esta
concepción una sospecha de sadismo. Argumentan contra lo que se ha llamado la
«satisfacción vicaria» (es decir, por un mediador), diciendo que tal satisfacción es
moralmente imposible: cada conciencia es autónoma —es su argumento— y ella
no puede ser liberada por otro. En fin, algunos de nuestros contemporáneos se
quejan de no encontrar en la vida de la Iglesia y de los fieles la expresión viviente
del misterio de liberación que proclaman.
La vida de Cristo nos proporciona una nueva comprensión tanto de Dios como
del hombre. Del mismo modo que «el Dios de los cristianos» es nuevo y
específico, así también «el hombre de los cristianos» es nuevo y original con
respecto a todas las demás concepciones acerca del hombre. La condescendencia
de Dios (Tit 3, 4) y, si se puede emplear el término, su «humildad» lo hace
solidario de los hombres por medio de la Encarnación, obra de amor. Así se hace
posible un hombre nuevo que encuentra su gloria en el servicio y no en la
dominación.
La existencia de Cristo es para los hombres (pro-existencia); para ellos tomó
forma de siervo (cf. Flp 2, 7); para ellos muere y resucita de entre los muertos a
la verdadera vida (cf. Rom 4, 24). La vida de Cristo, orientado hacia los demás,
nos hace ver que la verdadera autonomía del hombre no consiste ni en una
superioridad ni en una oposición. Por el espíritu de superioridad (supra-
existencia) el hombre trata de imponerse y dominar a los otros. En la oposición
(contra-existencia) trata a los hombres con injusticia y se esfuerza por
manipularlos.
6.1. La tarea de los teólogos es, ante todo, construir una síntesis que subraye
todos los aspectos y todos los valores del misterio de Cristo. Deberán asumir en
dicha síntesis los resultados auténticos de la exégesis bíblica y de las
investigaciones sobre la historia de la salvación. Tendrán también en cuenta la
manera como las religiones de los diversos pueblos muestran la inquietud por la
salvación y cómo los hombres en general hacen esfuerzos para obtener una
auténtica liberación. Y serán igualmente atentos a las enseñanzas de los santos y
de los doctores de la Iglesia.
El Cuerpo Místico de Cristo está formado por una gran diversidad de miembros,
y les da la misma paz en la unidad sin menospreciar por ello sus rasgos
particulares. El Espíritu «mantiene todo en la unidad y conoce toda palabra»[5].
De este Espíritu todos los pueblos y todos los hombres han recibido sus propias
riquezas y carismas. Por ellos se ha enriquecido la familia universal de Dios,
puesto que, con una misma voz y con un mismo corazón, y también en sus
diversas lenguas, los hijos de Dios invocan a su Padre de los cielos por Cristo
Jesús.
1. Dios Padre «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros» (Rom 8, 32). Nuestro Señor se hizo hombre «por nosotros y por nuestra
salvación». «Tanto amó Dios al mundo, que dio su Hijo, su unigénito para que
todo hombre que crea en Él, no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16).
Así pues, la persona de Jesucristo no puede ser separada de la obra redentora; los
beneficios de la salvación no son separables de la divinidad de Jesucristo. Sólo el
Hijo de Dios puede realizar una auténtica redención del pecado del mundo, de la
muerte eterna y de la servidumbre de la ley, según la voluntad del Padre y con la
cooperación del Espíritu Santo.
Una segunda investigación se situará a otro nivel (nº 4), y mostrará cómo la
multiplicidad de la terminología neotestamentaria acerca de la obra de la
redención, es rica en enseñanzas sobre la soteriología. Se tratará de
sistematizarlas y de percibir todo su sentido teológico. Y se someterá,
naturalmente, esta investigación, a la confrontación con los textos mismos de la
Sagrada Escritura.
2.3. Al morir, Jesús expresa su voluntad de servir (cf. Mc 10, 45), lo que es el
resultado y la continuación de toda su vida (cf. Lc 22, 27). Lo uno y lo otro
proceden de una actitud fundamental que tiende a vivir y a morir por Dios y por
los hombres, lo que algunos llaman «pro-existencia» (= existir para los otros). En
razón de esta disposición, Jesús estaba orientado, por su «esencia» misma, a ser
el salvador escatológico que procura «nuestra» salvación (cf. 1 Cor 15, 3; Lc 22,
19. 20b), la salvación de «Israel» (Jn 11, 30) y de los «gentiles» (Jn 11, 51ss), de
«muchos» (Mc 14, 24; 10, 45), de «todos» (2 Cor 5, 14ss; 1 Tim 2, 6), y del
«mundo» (Jn 6, 51c).
Aunque abierto a la voluntad del Padre, Jesús pudo, sin embargo, considerar
diversas preguntas. ¿Concedería el Padre éxito a la predicación del reino, o sería
un fracaso la salvación escatológica de Israel? ¿Sería necesario recibir el
«bautismo» de la muerte (cf. Mc 10, 38ss) y beber el «cáliz» de la pasión
(cf. Mc 14, 36)? ¿Querría el Padre promover su reino, aunque Jesús fracasara en
virtud de su muerte, aunque fuera ella un martirio? ¿Haría el Padre eficaz para la
salvación lo que Jesús sufriera «muriendo por los demás»?
3.1. Por la resurrección y exaltación, Dios confirmó que Jesús es para los
creyentes el Salvador definitivo, Señor y Cristo (Hech 2, 36), el Hijo del hombre
que viene como juez del mundo (cf. Mc 14, 62), y lo manifestó estableciéndolo
como «Hijo de Dios con potestad» (Rom 1, 4). La resurrección y exaltación de
Cristo demostraron a los fieles, cada día con mayor claridad, que su muerte en la
cruz es eficaz para la salvación de los hombres; antes de la Pascua los fieles no
pudieron expresar estas realidades en forma apropiada.
3.2. De lo dicho fluye que hay que considerar ante todo dos cosas: a) Jesús sabía
que Él era el salvador escatológico (cf. 2.1), que anunciaba el reino de Dios y lo
«re-presentaba» o sea, lo hacía presente (cf. 2.2 y 2.3); b) Por la resurrección y
exaltación de Jesús su muerte se manifestó como elemento constitutivo de la
salvación que él traía (cf. Lc 22, 20 y paral.; 1 Cor 11, 24), mediante la
realización de la «Nueva Alianza» escatológica. De esto puede deducirse que la
muerte de Jesús es eficaz para la salvación.
3.3. Pero esta acción divina, por medio de la cual se realiza la salvación a través
de la obra del Salvador y su muerte y resurrección, que lo constituyen en forma
definitiva e irrevocable como tal, apenas puede denominarse, en sentido estricto
y en el orden puramente nocional, una «sustitución expiatoria» o una «expiación
vicaria», a no ser que se consideren la muerte y las acciones de Jesús como
sostenidos por su actitud existencial y fundamental que incluya alguna ciencia y
voluntad subjetivas (cf. supra 2.5) de sufrir a título vicario la pena del género
humano (cf. Gál 3, 13) y su «pecado» (cf. Jn 1, 29; 2 Cor 5, 21).
3.4. Jesús sólo pudo ejercer, por un don gratuito, el efecto de tal expiación
vicaria, porque aceptó «ser dado por el Padre» y porque él mismo se entregó al
Padre, que lo aceptó en la resurrección. Éste era el ministerio «pro-existencial»
que había de cumplir en su muerte el Hijo preexistente (Gál 1, 4; 2, 20).
7. Los teólogos más recientes tratan de recuperar la idea del «comercio» (nublada
en san Anselmo) por dos caminos:
3.1. En los escritos paulinos Cristo resucitado es designado como aquel a quien el
Padre «sometió todos las cosas bajo sus pies». Este señorío, aplicado de varios
modos, se lee explícitamente en 1 Cor 15, 27; Ef 1, 22; Heb 2, 8 y expresado con
otras palabras se encuentra también en Ef 3, 10ss, Col 1, 18; Flp 3, 21.
3.2. Sea cual fuere el origen de esta expresión (Gén 1, 26, mediante Sal 8, 7), ella
pertenece en primer lugar a la humanidad glorificada de Cristo, y no a su sola
divinidad. Pertenece, en efecto, al Hijo encarnado «tener todo bajo sus pies»,
porque sólo él destruyó la potestad que tenían el pecado y la muerte para reducir
a los hombres a servidumbre. Cristo, al superar con su resurrección la
corruptibilidad que afectaba al primer Adán, y hecho en grado supremo «cuerpo
espiritual» (1 Cor 15, 44) en su propia carne, abrió paso al reino de la
incorruptibilidad, por lo cual es el «segundo y último Adán» (1 Cor 15, 45. 49), a
quien «todo está sujeto» (1 Cor 15, 27) y que puede «también sujetar todo a sí»
(Flp 3, 21).
3.3. Esta abolición del imperio de la muerte consiste, en cuanto se refiere a los
hombres y a todo el mundo, en una y la misma renovación que tendrá lugar al fin
de los tiempos con muy manifiestos efectos. Mateo la llama παλιγγενεσία (19,
28); Pablo reconoce en ella lo que es esperado por toda creatura (Rom 8, 19); el
Apocalipsis (21, 1), usando los palabras del Antiguo Testamento (Is 65, 17; 66,
22), se atreve a hablar de cielo nuevo y tierra nueva.
3.4. Una antropología demasiado estrecho, que desprecia o, por lo menos, pasa
por alto aquel elemento fundamental del hombre que se refiere al mundo, podría
impedir que se estimara suficientemente la afirmación del Nuevo Testamento
acerca del principado cósmico de Cristo. Pero esta afirmación es de suma
importancia en nuestros tiempos. No bien percibida hasta ahora, lo ha sido en
forma vívida a partir del progreso de las ciencias naturales, y consiguientemente
la importancia del mundo y su influjo en la existencia humana, así como los
problemas que de allí nacen.
3.6. Además, aquel principado cósmico, por la razón de que pertenece a aquel
que es «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), es también el
fundamento del principado que nosotros tenemos en él. Ya se realiza en alguna
forma la «identidad» espiritual que nos ha sido dada por Cristo (cf. 1 Cor 3, 21.
23). Esta identidad, aunque sólo se manifestará plenamente en la Parusía, hace
verdaderamente posible para nosotros, ya en la vida presente, la libertad con
respecto a todas las potestades de este mundo (Col 2, 15), de tal modo que, entre
las vicisitudes del mundo, sin exceptuar siquiera nuestra propia muerte, podamos
amar a Cristo (Rom 8, 38-39; 1 Jn 3, 2; Rom 14, 8-9).
[6] Ses. 22ª, Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, canon 3: DS 1753.
[7] Cf. más ampliamente Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium 61: AAS 57 (1965) 63.
[8] Rito de la comunión, 132: Missale Romanum, editio typica (Typis Polyglottis
Vaticanis, 1970) 474; cf. Heb 9,14.