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Introducción e historia: Concilio de Nicea

Los cuatro primeros concilios ecuménicos


Instituciones, doctrinas, procesos de recepción

Camino de Nicea (325)

La primacía de los cuatro primeros concilios ecuménicos

Entre los siete concilios de la antigüedad cristiana que se siguen acogiendo como
ecuménicos por la mayor parte de las Iglesias, destacan por su autoridad doctrinal y por
su importancia histórica los cuatro primeros, desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451).

La primacía que se les reconoce se deriva sobre todo del hecho de que formularon los
dogmas fundamentales del cristianismo, en relación con la Trinidad (concilio I de Nicea
y I de Constantinopla) y con la encarnación (Efesino y Calcedonense). Por eso, ya desde
Gregorio Magno (Ep. 1, 25) fueron vistos, junto con los evangelios, como la piedra
cuadrangular puesta como fundamento del edificio de la fe.

(En relación a la Santísima Trinidad y la encarnación)

No se trata sólo de una visión teológica que brota a lo largo de un proceso secular de
recepción y que contribuye a engrandecer y a poner bajo una nueva luz el dato original.
La centralidad de los primeros concilios se comprende también en el contexto más
amplio de la Iglesia antigua, donde asumen la función de puntos nucleares de una
época: existe una serie de fenómenos y de problemas que converge y encuentra su cauce
y su solución en los concilios, mientras que éstos marcan a su vez el comienzo de
nuevos desarrollos, destinados a incidir profundamente en la vida eclesial.

Sin duda, el grupo de los cuatro primeros concilios ecuménicos se caracteriza por una
real continuidad histórica, y representa por eso mismo, también bajo este aspecto, una
unidad consistente. Sin embargo, no se pueden ignorar las censuras que surgen en su
interior y que inducen a una especie de división o de simetría entre los dos primeros
concilios y los otros dos.

Nicea y el Constantinopolitano I trazan la línea de la elaboración trinitaria, fijando así el


marco para la evolución dogmática posterior; establecen además las premisas esenciales
para la organización eclesiástica de la pentarquía (el régimen de los cinco grandes
patriarcados con su jerarquía interna), sancionada luego en Calcedonia.

Así pues, por un lado, se sitúan principalmente en el cauce de la reflexión teológica y


del régimen eclesiástico del siglo IV; por otro, anticipan de forma más o menos
aproximativa los sucesos posteriores. A su vez, Efeso y Calcedonia delimitan una
primera fase de las controversias cristológicas, que desde los comienzos del siglo V se
prolongarán hasta finales del siglo VII. De esta manera, se inscriben —aunque sean
como momentos distintos— dentro de una trayectoria que se prolonga al menos hasta el
III concilio de
Constantinopla (680-681) y que parece incluso dejar huellas en las peripecias del mismo
II concilio de Nicea (787).

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Además, hay que tener presente otras diferencias significativas, especialmente en lo
relativo al estatuto formal y —podríamos decir— la tipología de estos concilios. Así, el
concilio del año 381 no es propiamente en su origen un concilio ecuménico, sino que
llega a serlo en virtud de la recepción de que es objeto a partir de Calcedonia. Tampoco
puede hablarse, desde un punto de vista estrictamente histórico, de «un» concilio de
Efeso, ya que en el año 431 se enfrentan y combaten entre sí dos asambleas opuestas.

De nuevo, será la recepción la que confiera al concilio de Cirilo la patente de


ecumenicidad. Finalmente, aunque Nicea y Calcedonia constituyen bajo varios aspectos
dos modelos de concilios afines, hay que recordar sin embargo la posición eminente del
primer concilio, una especie de «canon en el canon». Mientras que la autoridad de Nicea
se mantiene como indiscutible ya a comienzos del siglo V, convirtiéndose en la medida
por excelencia de la ortodoxia, Calcedonia será discutido durante mucho tiempo y su
recepción sólo podrá afirmarse definitivamente con el sexto concilio ecuménico.
Por tanto, es evidente que los cuatro primeros concilios, a pesar de presentar aspectos,
estructuras y problemáticas comunes, ni deben considerarse como realidades
perfectamente homogéneas entre sí, ni tampoco pueden decirse totalmente cerrados en
el acto de su celebración.

De hecho, su conclusión, en cuanto que implica factores históricos de impacto más


inmediato, se retrasa en el tiempo, confiriendo progresivamente a los concilios una
densidad distinta y haciendo destacar progresivamente las virtualidades insertas en
ellos. Esto implica necesariamente, para una reconstrucción histórica que pretenda de
algún modo ser adecuada, la inclusión de la perspectiva que ofrece la recepción. Por lo
demás, precisamente a la luz de esa reconstrucción, en los concilios posteriores a Nicea
se vislumbran motivos importantes
de la autocomprensión manifestada por esos mismos concilios sobre su naturaleza y sus
objetivos. De esta forma las nuevas formulaciones doctrinales llegan a justificarse ante
todo como una interpretación de la fe nicena, la cual, aunque considerada como la plena
expresión de la fe de la Iglesia, aparece sin embargo necesitada de precisiones y de
aplicaciones ulteriores, en relación con los diversos momentos históricos, cuando se
perfila el peligro de la herejía.

De los concilios locales al concilio «universal»

En el origen de esta cadena, en la que un concilio se va insertando sucesivamente como


un nuevo eslabón, tenemos con el Niceno I un episodio que destaca del contexto de la
vida sinodal de la Iglesia antigua, tal como se había ido desarrollando desde sus
comienzos un tanto oscuros, en la segunda mitad el siglo II, con ocasión de la crisis
montañista (Eusebio de Cesárea, HE V, 16, 10).

La institución del «concilio ecuménico» que nace con Nicea —aunque también es una
expresión de la misma praxis conciliar que se fue desarrollando cada vez más a lo largo
del siglo III—, constituye un salto cualitativo respecto al pasado. Si se prescinde del
llamado «concilio apostólico» que nos recuerda Hech 15 (significativo, por otra parte,
en la historia de los concilios antiguos, más como modelo ideal que como precedente
histórico significativo), ninguna otra asamblea eclesial anterior al 325 pudo exhibir una
autoridad y una representatividad similar a la de Nicea.

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Esto no significa que antes de esa fecha faltasen motivos para una forma parecida de
autogobierno en la Iglesia antigua. De hecho, a finales del siglo II la controversia sobre
la celebración de la pascua, iniciada por el papa Víctor I (1897-198/199?), que criticaba
el uso cuartodecimano difundido en las Iglesias del Asia menor, había dado lugar a
reacciones anticipadamente «ecuménicas». Sin embargo, aunque el problema se
prestaba
a una discusión generalizada —como de hecho se hizo—, ésta no se llevó a cabo a
través
de un concilio general de las Iglesias, sino mediante sínodos locales (Eusebio de
Cesárea,
HE V, 23-25).
Las estructuras de gobierno y los modos de la comunión eclesial continúan tan
sólidamente arraigados en el horizonte de la Iglesia local y del rico pluralismo
manifestado en ella, que incluso en el siglo III no surge todavía una instancia
representativa «universal». Sin embargo, en este periodo, especialmente en donde la
experiencia sinodal es una costumbre bastante difundida (como ocurre en el África
romana, antes y después de Cipriano), se empieza a tomar conciencia de que,
precisamente en el marco de acentuada autonomía del obispo local y de su comunidad
particular, el concilio es la única posibilidad para dar expresión a la unidad de la Iglesia.
Por otra parte, el elemento sinodal tampoco está ausente allí donde van surgiendo
instancias eclesiales de alcance regional o suprarregional, como ocurre con las
«Iglesias-madre» de Roma, en Italia, y de Alejandría, en Egipto. Aquí se perfila ya la
dialéctica entre las reivindicaciones primaciales de las sedes mayores, especialmente del
obispo de Roma, y los poderes del concilio, no sólo local sino también más tarde
universal, aunque esta dialéctica permanezca en estado latente para muchos de los
concilios ecuménicos antiguos.
La rica experimentación que se observa durante el siglo III, con sus tipologías
ampliamente diferenciadas de concilios, asienta algunos de los presupuestos más
directos
para la realización del primer concilio ecuménico. Las cuestiones disciplinares se
convierten en el tema privilegiado, si no exclusivo, de los sínodos. Asoman también
explícitamente las auténticas temáticas doctrinales y en el sínodo antioqueno de 268-
269 —en donde el obispo de la ciudad, Pablo de Samosata, fue condenado por sus tesis
en materia de cristología— la institución conciliar asume el carácter de una «instancia
procesual».
Entre las diversas modalidades adoptadas hasta entonces, era ésta precisamente la figura
sinodal a la que apelaron de ordinario en su praxis los concilios ecuménicos de la
antigüedad. Por una parte, la manifestación de una orientación doctrinal, percibida
como
divergente respecto a la tradición y por tanto como motivo de desgarramiento de la
unidad
de la Iglesia; por otra, una reacción de condena y de rechazo, que se lleva a cabo
mediante un juicio de la doctrina rechazada o incluso mediante el proceso de sus
promotores: son éstos los polos principales de la dialéctica que atraviesa los primeros
concilios. Por otra parte, si es verdad que los aspectos dogmáticos saltan al primer plano
en los concilios desde Nicea hasta Calcedonia, no agotan sin embargo toda su actividad
y todo su alcance. Junto a las definiciones doctrinales se elabora también una legislación
canónica que tiene a veces, un gran peso. Sin embargo, el aspecto procesual del
momento sinodal y la normativa disciplinar promovida por los concilios adquieren toda

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su eficacia solamente en presencia de unas circunstancias históricas radicalmente
distintas. Esta condición favorable a la consolidación y a la extensión de la instancia
sinodal se da, en tiempos de Constantino, con el paso de la persecución a la tolerancia
del cristianismo y por tanto al comienzo cada vez más decisivo de un régimen de
cristiandad. La realidad eclesial se convierte también en objeto de la política del
emperador, que ve en la Iglesia un elemento fundamental de su proyecto de gobierno.
Entonces el concilio deja de ser una estructura interna de la Iglesia, expresión de su
comunión de fe y de disciplina, para transformarse en un instrumento para la
actuación del nuevo papel público de que está investida, como sostén del bienestar y
de la unidad del Estado.

Pero este proceso, con todas las ambigüedades de que está cargado, no se consolida en
una tipología uniforme. Aunque las fuerzas que actúan sobre la institución conciliar, en
el contexto del imperio cristiano antiguo, siguen siendo idénticas en gran medida, su
diversa combinación a tenor de las situaciones históricas puede dar origen a figuras
sinodales distintas.

El emperador Constantino y la institución conciliar

Aunque la acción del emperador en favor del cristianismo se desarrolló en varios


ámbitos, ninguno de ellos se resintió tan profundamente de su intervención como la vida
conciliar. A partir de Constantino la institución sinodal obtiene un reconocimiento
jurídico concreto y sus decisiones tienen efecto en las leyes imperiales. El carácter
público de las asambleas eclesiásticas queda subrayado, en particular, por el hecho de
que el emperador se atribuye también la función de convocar los concilios, al menos los
de interés más general, de definir las modalidades de participación y de desarrollo del
mismo, y de dar finalmente una sanción legal a sus decisiones.

La transformación de la instancia conciliar en órgano del Estado, que se cumplirá y se


manifestará ya sustancialmente con el Niceno I, estuvo preparada por las peripecias
ligadas al primer conflicto eclesial con el que tuvo que enfrentarse Constantino, apenas
se afianza su poder en occidente y se produce con él el giro hacia el cristianismo. En
abril del año 313, la crisis que perturba a la Iglesia africana por causa de la criticada
elección de Ceciliano como obispo de Cartago, movió a sus opositores, seguidores de
Donato, a apelar al emperador.
Se le pide que ponga la disputa en manos de un tribunal imparcial, señalado por los
mismos donatistas en los obispos de la Galia. Constantino prefiere inicialmente delegar
el examen del caso al obispo de Roma, Milcíades (310-*314), pero dándole normas
concretas sobre sus modalidades (Eusebio de Cesárea, HE X, 5, 19-20). No está claro si
el emperador pensaba en una sede judicial comparable a las que preveía el derecho
procesual romano. De todas formas, Milcíades entendió este procedimiento en los
términos, más familiares para él, de un sínodo y se comportó de manera consiguiente,
ampliando el número de los jueces. Después de que el sínodo romano (2-5 de octubre
del 313) emitiera una sentencia favorable a Ceciliano, los donatistas, insatisfechos por la
forma con que se había desarrollado el juicio, renovaron su petición a Constantino, que
compartió su idea de un nuevo examen y convocó por propia iniciativa en Arles, para
agosto del año 314, a los obispos del territorio del imperio que él controlaba (Eusebio
de Cesárea, HE X, 5, 21- 24). entre los que se encontraba también el papa Silvestre
(314-335). Este se hizo representar por cuatro legados, inaugurando con ello la práctica
que seguirán habitualmente los obispos de Roma respecto a los concilios antiguos.

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Aunque no es exacto hablar del concilio de Arles como del primer «concilio
ecuménico», no cabe duda de que con él se dio por primera vez por lo menos una
instancia representativa de la Iglesia occidental en su conjunto. No resulta sorprendente
que el concilio, aun manifestando su autonomía tanto respecto al emperador como
respecto al papa, precisamente en virtud de su situación geográfica, reservara un trato de
reverencia
especial a este último, a quien encomendó la tarea de publicar sus decisiones,
garantizando particularmente la recepción de los cánones. El episodio de Arles, sin duda
alguna instructivo respecto a aquella dialéctica papa-concilios que parece ser típica de la
Iglesia occidental, merece destacarse sobre todo por el carácter aparentemente pacífico
de la intervención imperial. La decisión de Constantino, aunque seguía dejando
espacio a una independencia de juicio y a un control autónomo de la asamblea
sinodal, creaba de hecho la institución del «sínodo imperial», sin que en la Iglesia se
manifestara ninguna reacción ante semejante innovación.

Por otra parte, la conducta de Constantino estaba en conformidad con las ideas de la
antigüedad, que reconocían al emperador una responsabilidad especial en materia
religiosa. Esta imagen del soberano como pontifex maximus pasará también al
cristianismo, dominando durante siglos la visión del basileus. Por ese mismo motivo
pareció también indiscutible el paso análogo de Constantino que, un decenio más tarde,
dio origen al primer concilio ecuménico, cuando el emperador tuvo que enfrentarse en
el año 324 con una cuestión mucho más grave y desgarradora que el cisma donatista.

El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea

Una vez derrotado Licinio y unificado el imperio bajo su cetro (324), Constantino vio
comprometida la paz religiosa, y con ella aquella concordia del organismo civil que
tanto le preocupaba, debido a la controversia que había surgido unos años antes en
Alejandría y que luego se extendió a las otras Iglesias de oriente, en torno a las ideas
trinitarias de Arrio. Las razones inmediatas y las circunstancias precisas del conflicto
que se planteó entre el presbítero alejandrino y su obispo Alejandro no son fáciles de
aclarar, ya que muchos de los elementos del trasfondo teológico, que los investigadores
suponían hasta ahora, resultan hoy poco seguros. De todas formas, podemos
considerar esta disputa doctrinal —referida al problema de la relación entre el Hijo o
Logos de Dios y Dios Padre— como el punto de llegada de una reflexión que había
durado más de dos siglos, especialmente dentro del cristianismo oriental.

En este ambiente, que alcanzó muy pronto un gran florecimiento intelectual, habían
aparecido a lo largo de los siglos II y III diversos esbozos de un pensamiento
cristológico que intentaba dar cierta organicidad a los puntos contenidos ya en el nuevo
testamento, en donde la función atribuida a Jesucristo en el plano de la salvación va
acompañada de su reconocimiento como Hijo de Dios preexistente. Al declarar que el
Crucificado y el
Resucitado era la persona misma del Logos, en comunión con el Padre desde toda la
eternidad y artífice junto con él de la obra de la creación, nacía la exigencia de explicar
los términos de esa relación. Entre los diversos intentos se había ido imponiendo un
modelo cristológico que, adoptando con el evangelio de Juan el concepto de Logos,
recurría a una categoría fundamental para la filosofía helenista. Efectivamente, gracias a
ella se había intentado resolver el problema de la relación entre Dios y el mundo,

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introduciendo la noción de un ser intermedio, capaz de colmar el abismo que separa la
realidad divina, transcendente e inmutable, del cosmos mudable y finito. En su versión
cristiana, la idea del Logos se había identificado con el Hijo preexistente y mediador de
0la creación.

La teología del Logos tendía entonces a ver la relación entre el Padre y el Hijo como
una relación de subordinación del segundo al primero, convencida de que por este
camino no se comprometía el dogma de la unidad de Dios. No obstante, la idea del
Logos, tal como se aplicaba en las cosmologías filosóficas, en donde servía de base a la
afirmación de la eternidad del mundo, llevaba consigo una dificultad no pequeña para el
pensamiento cristiano de la creación. Por otra parte, si el mundo no es eterno, la acción
del Logos
como mediador y revelador ¿es limitada en el tiempo, en relación con las criaturas?; y
entonces ¿hay que considerarlo como no coeterno con el Padre? En línea con este
planteamiento, Orígenes, autor del esfuerzo sistemático más atrevido que se había
llevado a cabo en la teología cristiana anterior a Nicea, tuvo que enfrentarse
precisamente con estas dificultades, pero su solución tropezó muy pronto con fuertes
resistencias y finalmente fue rechazada por la Iglesia antigua. Para evitar el riesgo de
sostener la no-eternidad del Logos, Orígenes ideó la doctrina de la preexistencia de las
almas, que implicaba la noción de una creación eterna. Sin embargo, al ser puesta en
entredicho esta doctrina, se agudizó el problema derivado de la estrecha correlación
entre el Logos y la creación, es decir, si el Logos entraba en la categoría de lo creado.
Arrio dio a este problema una respuesta positiva, suscitando así las controversias que
llevarían a la definición de Nicea.

Con todo, en la evolución de las doctrinas sobre la Trinidad el capítulo representado por
Orígenes merece ser recordado también por la aportación que dio a la fijación de un
esquema y de una terminología trinitaria. Su aportación consistió esencialmente en la
distinción de las tres hipóstasis divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu santo. Este
sistema
de relaciones entre las hipóstasis de la Trinidad ofrece el cuadro para el desarrollo
teológico de la Iglesia griega y ofrece un antídoto contra el peligro monarquiano y sus
variantes (como el modalismo y el patripasianismo), que acentúan excesivamente la
unidad de Dios hasta comprometer las diferencias hipostáticas. Por otro lado, la doctrina
origeniana de las tres hipóstasis supone también un problema terminológico, que
anticipa en parte las complicaciones posteriores a Nicea, ya que se habla también en ella
de tres ousiai («esencias» o «sustancias», que pueden entenderse en sentido genérico o
individualizado) o de tres pragmata («realidades» o «seres»), dando lugar a la sospecha
de triteísmo, especialmente a los ojos de la Iglesia occidental muy atenta a una visión
unitaria de la divinidad y por eso mismo poco sensible a las seducciones de la teología
«pluralista» de tradición origeniana. Además, al subrayarse la distinción hipostática, se
planteaba el problema de cómo garantizar la unidad de Dios. Afirmando a Dios Padre
como único principio (y, al menos en este sentido, acogiendo la instancia monarquiana),
era difícil mantener la unidad del ser de Dios para los que reconocían las tres hipóstasis,
sin recurrir a un modelo subordinacionista (el Padre, el Hijo y el Espíritu dispuestos en

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un orden decreciente, en analogía con los modelos cosmológicos de la filosofía
contemporánea).

La controversia sobre el arrianismo

El esquema trinitario elaborado por Orígenes, al menos en virtud de su hipoteca


subordinacionista, constituyó también probablemente una base de partida para Arrio,
aunque resulta difícil señalar su dependencia directa. A primera vista sus ideas podrían
parecer como una especie de repetición de la forma extremista de la doctrina trinitaria
pluralista y subordinacionista formulada a mediados del siglo III por Dionisio de
Alejandría.
Este incidente teológico (durante el cual el obispo alejandrino había manifestado
algunas reservas ante el término homoousios, recibido luego por Nicea) es recordado a
menudo como uno de los precedentes más próximos de la crisis amana, pero sus
contornos precisos están aún lejos de ser claros. En realidad Arrio aparece como una
figura bastante
original antes que como intérprete radical de una escuela determinada. Lo demuestra,
entre otras cosas, su vinculación con su maestro Luciano de Antioquía (312),
personalidad destacada que había recogido en torno a sí un amplio círculo de discípulos,
señalado a menudo impropiamente como el iniciador de la escuela exegética
antioquena,
que anticipó quizás un subordinacionismo moderno al que podrán referirse los
defensores
de Arrio.

La incertidumbre sobre los orígenes del arrianismo explica por qué sigue discutiéndose
todavía la cuestión relativa a la prioridad de los acentos teológicos de Arrio. En el
pasado,
se sostuvo generalmente que el interrogante principal se refería a la doctrina sobre Dios
y sus implicaciones trinitarias; hoy los autores se muestran inclinados a creer que se
refería en primer lugar el tema cristológico-cosmológico y que estaba además
acompañado de fuertes repercusiones soteriológicas. Pero si queremos reconstruir al
menos sumariamente el pensamiento del teólogo alejandrino, hemos de tener en cuenta
tanto la parcialidad de los testimonios históricos, procedentes en su mayoría de fuentes
hostiles y tendenciosas, como las mismas oscilaciones de carácter táctico que manifestó
a veces el personaje, según las circunstancias en que le tocó declarar sus propias
convicciones doctrinales. A pesar de estas limitaciones, es posible poner de relieve
algunos aspectos centrales de las ideas profesadas por Arrio, o al menos aquellas
formulaciones que dieron pretexto al conflicto dogmático y fueron identificadas a
continuación con las posiciones típicas de la corriente teológica que tomó su nombre.

Estas formulaciones pueden reducirse a una premisa fundamental, que Arrio deduce
de la concepción de la absoluta unidad y trascendencia de Dios: sólo Dios es «principio
no engendrado» y la esencia de la divinidad no puede dividirse ni comunicarse a los
otros, mientras que lo que existe ha sido llamado al ser de la nada.

Son estas tesis sobre Dios, compartidas además por sus propios adversarios, las que
impulsaron a ver en el pensamiento de Arrio la expresión de un monoteísmo rígido, más

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sensible a las instancias racionales de la filosofía que al dato bíblico-kerigmático. Pero
la impresión de que partió sobre todo de la intención de mantener sólida la unidad y la
unicidad divinas parecería confirmarse por las consecuencias que se sacan de esta visión
de Dios para la doctrina sobre el Hijo, o bien —según una lectura distinta— del relieve
que adquiere el principio (la esencia «no engendrada» de Dios), a la luz de las
afirmaciones de Arrio sobre el Logos. El es «criatura», ciertamente superior a todas las
demás, pero ha sido sacado de la nada lo mismo que ellas.

Así pues, como criatura, tuvo un principio. Uno de los slogans más célebres y
discutidos sobre el Logos, que fueron atribuidos a Arrio, consistía precisamente en
la afirmación, condenada luego en Nicea, según la cual «hubo un tiempo en que él
no era».

Aquí Arrio rompía claramente con la doctrina origeniana de la coeternidad del Hijo con
el Padre, ya que ésta implicaba a su juicio dos principios inengendrados,
comprometiendo
en su raíz la noción misma de la unicidad de Dios. Por consiguiente, el Hijo es distinto
del Padre, mónada absolutamente transcendente, no sólo en virtud de su hipóstasis, sino
también en cuanto a su misma naturaleza.

Estas ideas, expresadas por Arrio en varios escritos (y especialmente en su obra


principal, la Thalia) de los que se ha conservado muy poco, le valieron muy pronto la
condenación del propio obispo Alejandro, probablemente en torno al año 320. A pesar
de eso, Arrio no se dio por vencido, aun cuando fue desterrado de Egipto.
Aprovechándose de las amistades contraídas durante su periodo de estudio en
Antioquía, apeló a los «colucianistas», que se habían convertido entre tanto en
miembros influyentes del episcopado oriental, así como a otros exponentes del mismo.
En particular, recibió el apoyo de los obispos de Palestina, entre ellos Eusebio de
Antioquía, el gran historiador de la Iglesia, que representaba la personalidad más
significativa, y sobre todo el del obispo de la capital, Eusebio de Nicomedia. Este reunió
un sínodo que readmitió a Arrio y a sus
seguidores en la comunión eclesial e informó de sus decisiones al episcopado oriental,
invitándole a ejercer presiones sobre Alejandro para que revisase el juicio. A su vez, el
obispo de Alejandría remachó la condenación de Arrio en un gran sínodo que reunió
cerca de un centenar de obispos. Una carta encíclica suya, en la que notificaba la
sentencia a las demás Iglesias, parece ser que reunió más de doscientas adhesiones
(Opitz 15). De esta manera, en vez de apagarse, la controversia se amplió a toda la
Iglesia oriental e introdujo un profundo desgarramiento en su interior.

Vísperas de Nicea

Al principio Constantino vio en el conflicto una disputa inútil entre teólogos, como él
mismo insinúa en una carta dirigida a los dos contendientes (Eusebio de Cesárea, V.
Const. II, 64-72). El emperador envió a Alejandría al obispo Osio de Córdoba, su
consejero eclesiástico desde hacía más de un decenio, para que intentase una mediación.
Esta iniciativa fracasó, quizás entre otras cosas porque la persona del mediador, por su
procedencia occidental, no era la más adecuada para captar los problemas planteados
por
una reflexión trinitaria que había tenido un desarrollo distinto del de la teología latina.

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No quedaba ya más que recorrer el camino hacia un concilio general, como se había
hecho con la cuestión donatista en el sínodo de Arles.

De manera similar a lo que se había verificado en aquella ocasión, el resultado de Nicea


parece como si hubiera sido preconstituido, por así decirlo, por un suceso análogo. Se
trata de un sínodo celebrado en Antioquía entre el año 324 y el 325, quizás bajo la
presidencia de Osio, en el que participaron obispos de Palestina, de Siria y del Asia
menor (la carta sinodal lleva 56 firmas). Se tomó entonces una postura anti-arriana,
confirmando la sentencia lanzada por Alejandro de Alejandría, y quedaron
provisionalmente excluidos de la comunión eclesial, hasta el concilio ecuménico ya
próximo, tres sostenedores de Arrio (Eusebio de Cesárea, Teodoto de Laodicea y
Narciso de Neroníades), que se habían negado a firmar la fórmula anti-arriana
promulgada por el concilio.

Entre los numerosos interrogantes que suscitan en los historiadores las vísperas de
Nicea, el episodio de Antioquía plantea uno de especial importancia. Es muy
controvertido, incluso por los testimonios limitados que hay del mismo (CPG 8509-
8510), y no resulta fácil dar un juicio sobre las consecuencias que pudo implicar para la
parte arriana. Es innegable que su resultado tendía a configurar de manera desfavorable
para los arrianos la situación de partida del inminente concilio ecuménico. Por otra
parte, no se puede decir que las formulaciones doctrinales del sínodo de Antioquía
abriesen directamente el camino a las de Nicea.

Del texto de la profesión de fe contenida en la carta sinodal se deduce que la mayor


preocupación dogmática del concilio procedía de la exigencia de precisar la idea de
«generación» del Hijo, de modo que se rechazase la ecuación arriana entre «engendrar»
y «crear».

En este sentido, su aportación doctrinal —a diferencia de lo que sucederá en Nicea—


debe verse todavía en el ámbito de la teología trinitaria origeniana.

Decidir en un sentido o en otro la cuestión del sínodo antioqueno cambia de forma


sensible el cuadro inicial del concilio niceno, ante el cual algunos personajes como
Eusebio de Cesárea llegan a asumir un papel de inculpados o por lo menos se sienten
obligados a defenderse. Sin embargo, es lícito pensar que las decisiones de Antioquía,
por muy significativas que fuesen, no llegaron a ser más vinculantes de lo que fue la
sentencia romana del año 313 para el posterior sínodo de Arles. En efecto, se ha
subrayado que también este resultado negativo para el arrianismo debe encuadrarse de
todos modos en la política de pacificación de Constantino. El emperador, ajeno al
deseo de seguir orientaciones y soluciones más radicales, tendía siempre a suavizar
los extremos, y por consiguiente no habría aceptado sin más las conclusiones del
concilio por la cuota de unilateralidad que contenían.

Arrio y su doctrina

Arrio, nacido en Libia, estudió Teología en Antioquía, donde fue compañero de Eusebio
de Nicomedia. Ordenado de diácono, ya fue excomulgado por partidario de Melecio,
Obispo que en tiempos de persecuciones había hecho ciertas ordenaciones inválidas.
Perdonado y ordenado de presbítero, fue nombrado párroco de Baukalis, perteneciente
al obispado de Alejandría. Era hombre atractivo, de noble porte austero en sus

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costumbres y sagaz de doctrina y de palabra elocuente: todo ello le conquistó amplia
popularidad. En el año 318, Arrio contradijo públicamente a su obispo Alejandro acerca
de la generación del Verbo por el Padre: no pudiéndole reducir su obispo este reunió un
concilio de obispos (320-321) que condenó a Arrio y lo relevó de su parroquia. Arrio
huyó al Asia, donde predicó su teoría, consiguiendo mucho prosélitos. Para propagar y
hacer más popular su doctrina compuso unos cantos populares bajo el nombre de
“talia”, que cantaban sus adeptos y que motivaban frecuentes rencillas y altercados con
los cristianos ortodoxos.

Su doctrina

Arranca de la doctrina del subordinacionismo. Arrio coloca entre Dios y el mundo, un


ser internedio, el logos. Despues asienta estas proposiciones:

1- El hijo no procede del Padre, sino de la nada, por lo que no es igual al Padre.
2- Por lo tanto es Hijo de una criatura; aunque la más perfecta, pues las demás han
sido hechas por Él.
3- No es eterno como el Padre, aunque fue hecho antes de todo tiempo
4- El hijo puede llamarse Dios impropiamente; pero no es Dios verdadero.

Por lo tanto Arrio defendía que el hijo estaba subordinado al Padre y que era una
creación inferior.

Difusión de la herejía y conatos de solución

Como Arrio austero e inteligente, ambientaba su doctrina con frases de la Escritura y de


la misma Iglesia, y las alababa con una piedad y un celo envidiables, prontos
aumentaron sus admiradores y seguidores. Pero la gran difusión que alcanzó esta
doctrina tiene dos explicaciones.

1- El favor de Eusebio. Obispo de Nicomedia, quien le puso de su parte primero a


la hermana del Emperador, Constancia, y luego al mismo Emperador,
Constancio
2- Por la gran afinidad que tenía con las ideas gentílicas y gnósticas, que placían a
los eruditos y a los que intentaban conciliar, cristianismo y helenismo.

De una parte y otra se levantaron grandes paladines: por Arrio, aquel Eusebio y otro
Eusebio de Cesarea, y muy pronto dignatarios y hasta emperadores. Por parte del
cristianismo los que veremos en el Concilio de Nicea, y a la cabeza, San Atanasio y
Osio
El emperador Constantino, a quien, además del sentimiento religioso que le animaba, le
convenía atajar la paz de su imperio recién unificado y en plan de estabilización,
preocupado por los caracteres agrios que esta lucha adquiría, intentó apaciguar el
ambiente. A mas de otros recursos, envió a su consejero y confidente, el famoso Obispo
de Córdoba, Osio, a que interviniese cerca de Alejandro y especialmente de Arrio.

Pero Arrio no atendió a las razones, tanto dogmáticas como morales, del Santo Obispo
español, y lejos de someterse a la ortodoxia, reavivó sus impulsos. Osio hizo ver al
Emperador que, ante el grave peligro que se cernía sobre la unidad, era precisa la
celebración de un Concilio. Porque nunca como entonces-y se vería mejor un siglo más

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tarde- se produciría un peligro más grave para la ortodoxia; ya se barruntaba la gran
difusión de la herejía, que haría decir a San Jerónimo, más tarde: “Toda la tierra se
despertó y notó con sorpresa que se había hecho arriana”.

Concilio de Nicea

Convocado el año 325 por el Emperador “a consejo de los sacerdotes” con el


consentimiento del Papa San Silvestre, quien envió a los presbíteros romanos, Víctor y
Vicente, haciendo también legado suyo al Obispo Osio. Se reunieron lo menos 250
obispos (Eusebio de Cesarea) y, según otros, hasta 300 y 318: los había de todas partes
del mundo, especialmente Asia y África: entre ellos se contaba algunos confesores de la
fe, “llevando los estigmas del martrio en su cuerpo”, como Pablo de Neocesárea con las
manos paralisadas por haber sido quemado sus tendones, y Pafnucio de Egipto que
perdió un ojo en la persecución de Maximino. (Dioclesiano y Maximiano, 305-311), era
por tanto personas que habían sido probadas en la fidelidad.

La sesión solemne fue en el mes de Julio y tuvo lugar en el salón de honor en el palacio
imperial. El emperador abrió la asamblea con un discurso de bienvenida en el que dio
máxima importancia a la finalidad de la concordia que se perseguía (paz y unidad de la
Iglesia), dejando luego las palabras a los preseidentes del Concilio. Al que daba plena y
total autoridad, pues el asistía como devoto oyente.

Arrio pudo defender su doctrina asistido por 17 obispos partidarios (llamados


Eusebianos), a los que contestaron otros célebres católicos, como Eustaquio de
Antioquía, Marcelo de Ancira y sobre todo el campeón de la ortodoxia, Atanasio,
diácono del Obispo Alejandro; este grupo partiendo de la Fe de la Iglesia de Cesarea
elaboró lo que será conocido como l símbolo de fe de Nicena o de los Obispos. En ella
se evitaba expli

Arrio pudo hacer temblar y hasta llorar de pena muchos santos y venerables obispos,
que no podían escuchar sus blasfemas proposiciones; se llegó incluso a intentar una
transacción con fórmula de Eusebio de Cesarea que fue rechazada. Por fin se redactó-
seguramente por Osio de Córdoba y Atanasio, la fórmula conciliar que abarca una
exposición del símbolo apostólico. La fórmula fue suscrita por los eusebianos,
temerosos de perder sus sedes. Se condenaron expresamente las proposiciones de Arrio
y sus escritos lo fueron al fuego; el hereje fue excomulgado. Sólo dos obispos no la
aceptaron y, juntamente con Arrio, fueron desterrados por el Emperador.

El Símbolo de Nicea

Pone su acento en la generación del Verbo, adoptando el término, “homoussios” o sea


“consustancial”
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de lo visible de lo invisible, y en un
sólo Señor, Jesucristo, hijo de Dios, unigénito del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz,
verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por
quien fueron hechas todas las cosas en el cielo y en la tierra, que por nuestra salvación
descendió de los cielos, se encarnó y se hizo hombre y sufrió y resucitó al tercer día y
subió a los cielos y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

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El símbolo niceno terminaba con la condenación o anatema de los que profesasen
doctrinas contrarias. El Emperador recibió con veneración y besó el Símbolo Niceno,
declarándolo ley en su reino. Resolvió el concilio el tiempo en el que debía celebrarse la
Pascua, cuestión muy debatida y en la que se acordó celebrarla como en la Iglesia
Romana, se fija cada año el domingo después del primer plenilunio de primavera, se
decretó también la suspensión de los obispos ordenados por Melecio. El concilio emitió
20 cánones sobre el nombramiento de los clérigos, admisión de herejes, apóstatas y
penitentes, y otras cuestiones de rito y disciplina.

El Espíritu de Nicea fue ganando al mundo, a pesar de las luchas que se le avecinaban,
hasta ser considerado en frase de San Atanasio, “verdadera columna y signo de victoria
contra toda herejía”

El concilio de Nicea es una lección a repetir en otros concilios siempre que surjan
amenazas contra la ortodoxia: concretar en una fórmula concisa y clara lo definido,
evitando la ambigüedad sólo favorable a los herejes.

No es de menor importancia como consecuencia que para la Iglesia reporta el servicio y


sumisión piadosa de la suprema autoridad, el Emperador, siendo el primero en la
cooperación y servicio a la fe, pero quedando en el segundo plano a la hora de la
jerarquía y de orden sacerdotales.

También se trató el tema de los “lapsi”, cristianos que durante las persecuciones habían
flaqueado y que ahora pedían volver a ser admitidos a la comunidad cristiana. El cánon
11 indica que los lapsi pueden ser readmitidos a la comunidad habiendo cumplido una
penitencia establecida, duraba doce años y tenía tres grados diversos. El cánon 4
indicaba que el clérigo ordenado célibe ya no podía contraer matrimonio (costumbre
oriental todavía hoy en práctica)

Consecuencias: Eusebio de Nicomedia seguía con las ideas arrianas, la poca preparación
de Constantino no le ayudaba a mantenerse firme frente a sus principios. Osio de
Córdoba fue quien lo ayudó a mantener su postura hasta que este tuvo que volver a
Occidente, Eusebio de Nicomedia, comenzó una campaña contra Atanasio de Alejandría
y los defensores nicenos más destacados. Occidente se mantenía fiel a Nicea y Oriente
estaba dividido entre los filo-arrianos y los defensores de los nicenos. Los próximos
emperadores favorecían al semiarrianismo. La aparición de los tres grandes Teólogos
capadocios, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, y Basilio de Cesarea
contribuyeron con sus aportaciones a hacer mas inteligible el credo de Nicea: una
sustancia; tres personas. Ello ayudó a que muchos abandonaran el semiarrianismo para
volver a la fe de Nicea. A pesar de todo las heridas y las tensiones eran lo
suficientemente fuertes como para obligar al nuevo emperador Teodocio (379-395) a
convocar un nuevo Concilio Ecuménico para solucionar definitivamente esas
controversias.

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