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Puñados de dolor

Yo venía de un pueblo de hambres y traía en el alma una carga de penas, de esas penas que no se extinguen
nunca, porque son superaciones de la úlcera que se siente en la carne todo el impotente que despierta tras
largo sueño de injusticias y reconoce a sus hermanos.

En mi pueblo se estancaba la vida, se cubría de lama, y como bostezante pantano enfermaba a los hombres
nacidos para luchar y desplegar energías. Allí todo lo bueno dormía. Dicen que cuando la necesidad aprieta
mucho, la gente se rebela y atropella hasta las piedras. Pero en mi pueblo había mucha hambre y mucha
anemia, y la sangre débil no sabe de coraje. ¡Mi pobre pueblo! Su última probabilidad de salvación se la
arrebataron con la designación de un nuevo cura, que los hartó de fanatismo. Y los brazos colgantes por el
desempleo, se alzaron y trazaron el signo aplacador de la cruz.

Cristo había padecido más y era el hijo de Dios.

De esa capitulación salía yo.

Mal momento para emprender el camino. Las almas tristes son reacias al deslumbramiento, y en Santiago
celebraban el Carnaval. Todos se vistieron el corazón, menos yo. Y porque mi cobardía llevaba en brazos a
mi corazón desnudo, molestaba a los demás con mi silencio, que no juzgaba sino lloraba.

Yo también desfilé en el brillante Corso Florido.

A mí también me disfrazaron el cuerpo y me subieron en una carroza, ignorando la prodigalidad de


lágrimas de mi destino.

La tarde lucía espléndida, con su amplia sonrisa solar sobre las montañas maquilladas de lejanía. Y la gente
reía, reía, gritaba y se entregaba alborozada a la batalla carnavalesca. El arroz llovía, surgía recto como un
chorro de manguera o se ondulaba en surtidores. Semejaba una nevada de menudísimos copos en tarde
soleada. De todos los carros brotaba el graneado proyectil, inagotable, mordiendo las caras que no
defendían a tiempo las manos ocupadas en arrojar la lluvia blanca de sonoro caer.

De repente, me dio un vuelco el corazón. Unos ojos –de los miles de ojos populares que asistían al Corso
desde las aceras abarrotadas de gente– se cruzaron con los míos. Brillaban febriles, cejijuntos y negros en la
faz morena. Entonces advertí que me dolía la vieja herida aún en la animación del carnaval.

—Juanito –había preguntado aquel domingo–, ¿cómo se siente hoy?

Tuvo el muchacho la expresión dolorosa.

—Casimente muerto… To lo güeso me duelen, y lo pioi de to e que sin la cédula no puedo dir al pueblo.

—¿Quiere decir que no ha visto al médico todavía?

—¡Ampué! Y aonde jallo el peso pa la condená cédula? no he negocio echaise al camina con calentura y
topaise con la guaidia ante de llegai ai hopitai.

Intenté confesarle mi pena por no ayudarlo. Pero ante el temor de que no creyera en mi pobreza, callé.

Entre mis pocos odios, el más grande lo he sentido hacia el dinero, porque engendra injusticia y martiriza y
humilla y condena al hambre y al padecimiento a quien no se iza sobre su tintineo.

¡Dinero! El dinero sigue siendo el mismo: La valla de los pobres, el obstáculo siempre alerta a lanzarle al
necesitado su irrefutable “No puedes”, la cicuta del estudiante serio sin recursos que sueña con la
universidad. “No puedes”…“No puedes”, letanía amarga de los que alimentan con su vitalidad justas
aspiraciones irrealizables por el solo hecho de ser pobres. “¡No puedes!” –grita la miseria al estómago
hambriento que pide pan, y al cuerpo enfermo y anhelante de curación. “¡No puedes! ¡No puedes! ¡No
puedes! ”…Y así se van desvaneciendo miles de vidas que dan su jugo a otros hombres sin provecho propio.

¡Crueles tiempos los modernos! Al pensar milenario de los hombres, han inoculado la tortura de la
conciencia despierta.

Llovía el arroz. Parecía cosa de magia. Un copioso manar de la maravillosa Lámpara de Aladino, avalancha
de níveos granitos QUE NO HACEN FALTA EN NINGUNA PARTE y se desbordan por las calles. Los niños
harapientos braceaban en el suelo y se llenaban las manos renegridas para tomar parte en la batalla
carnavalesca. Era día de risa, el día de Momo y había que reír aún cuando el estómago de muchos padeciera
retortijones.
Sin embargo, yo no podía reír, porque me perseguían los ojos febriles de Juanito.

Juanito era natural de mi pueblo. Hijo de campesinos y campesino él mismo. Un peón. Un sembrador de
arroz. De sol a sol trabajaba Juanito, en arco el lomo, con agua hasta las rodillas, y la avidez de las
sanguijuelas pegada a las valientes pantorrillas nudosas. Tenía mujer y un niño, ganaba treinta centavos
diarios. Lo trágico no residía tanto en la pequeñez del jornal, sino en la forma de pago: una o dos horas de
colas primero, y luego, en la mano palúdica extendida sobre el mostrador de la bodega de la finca, un
paquete de arroz y unas cuantas batatas.

Todo el peonaje era víctima del paludismo. Tiritando salía del arrozal por la tarde, y tiritando penetraba en
él por la mañana, tras una noche de dormitar junto a la hoguera, que cual ardiente mosquitero los protegía
del enjambre zumbador. De ese modo se iban agotando hasta sucumbir un día mansamente.

La mamá de Virginita lavaba la ropa de casa y nos invitó a la boda. Matrimonio heroico, porque Juanito
sólo contaba con sus brazos y su jornal de treinta centavos en la finca de don Manuel.

Yo fui ese año nuevo a felicitarlos y volví al nacer el niño. Como en el bohío no había nadie, seguimos hasta
la casa del Encargado. Caminábamos rodeadas de un silencio activo, de un silencio que hacían vibrar los
confusos rumores venidos de los potreros, de las siembras, del molino. Nuestra llegada fue saludada por los
perros bullangueros y el cacareo de las gallinas asustadas.

Por la ventana de la cocina asomó la cabeza de Tata.

—¡Adió, caray! –exclamó regocijada–. Lo más lejos que tenía yo era que las diba a ver hoy. Desmóntense.
¡Lolito! –clarineó su voz aguda– ¡Lolito! ¡Despáchate y ven acá pronto a amarrar loj caballos!… Doña, ¿Y
don Manuel? ¿No dizque venía al asunto del pozo? ¡Mire qué sorpresa, hombe!

La sorpresa era mía… ¿Por dónde andaba Virginita? Apenas desmontadas, formulé la pregunta a la mujer
del Encargado.

—Sembrando arroz, asigún me dijo horita La Niña.

—¡Sembrando arroz! –sorprendíme–. Pero si aún no hace un mes que dio a luz.

—Asina son las cosas, ¡qué quiere usté! Esta es una semana muy batajoliá y to el mundo tiene que trabajar.
Contimá ella que se ha echao otra boca y que pa remache tiene un marío enfermo que no rinde su trabajo.

Miré de lado a doña Gracita.

—¿No se podría hacer algo? –pregunté sin muchas esperanzas.

—Me temo que no –fue la respuesta apesadumbrada–. Manuel cuenta con la cosecha para salir a flote y si
fuéramos a mantener a todos los peones enfermos, además de pagar sustitutos, sería la ruina.

—¿Y el niño? ¿Quién cuida al niño, Tata?

—La mesma Virginita. Anda con él por los arrozales. Peón de alante que se va a dar, criao asina, dentro el
agua dende chiquiningo.

—Sí –ironicé–, peón de alante o palúdico incurable, o lo que es igual, hombre inútil, si logra supervivir.

Y volviéndome a doña Gracita:

—¿Vamos allá? –pedí, sin velar el terror que me causaba el cuadro del niño entre la humedad y las
miasmas–. Me gustaría saludar a Virginita y ver cómo resiste eso.

—¡Imposible! –rehusó mi acompañante– ¿Quién va a coger con este sol hacia los arrozales? Otro día
vendremos más temprano. Hoy tengo que regresar ya.

Y regresamos sin verlos. Pero desde entonces llevo en el pecho la espina de ese dolor: paludismo, hambre,
una mujer debilitada por el alumbramiento, fertilizando con su salud las lagunas, y un niño respirando
miasmas y sembrando en el aire la ternura trágica de sus vagidos.

Y continuaba la batalla carnavalesca. Mientras el arroz nevaba sobre la ciudad, a mí me ardían las mejillas.
Sentía vergüenza de pasarle ante los ojos febriles a Juanito, a Juanito viudo ya y con un hijo raquítico de tez
amarillenta. A Juanito exprimido, triste y derrotado, billetero de Santiago cuando le faltó la ayuda de la
valiente Virginia.
Pero se trata de Momo, el rey de la risa y de la farsa. Y por las calles corría la sangre de Juanito en los níveos
granitos que no hacían falta en ninguna parte, en ningún bohío, en ningún estómago. Y cual ríspida
protesta, el arroz arañaba iracundo las caras rientes y me hería el corazón que llevaba desnudo entre las
manos renuentes a abofetear a mis hermanos hambrientos, con puñados dolor.

Hilma Contreras, Santiago, 1944

Jesús en vitrina
En un zaguán había tres jóvenes sentados. Uno a uno fueron llegando silenciosos y con el ceño fruncido.
Cuando el último se dejó caer en la mecedora, los otros dos exclamaron:

—¡Romance sin palabras!

—¿Eh? –gruñó el recién sentado.

Pero tan sin palabras era el romance que los tres pensamientos se hicieron trizas en una misma carcajada.

Eran tiempos de pascuas; de cielo azulísimo, profundo y denso. El aire, un airecillo fisgón y frío, metía su
nariz impertinente en la intimidad de todos. En unos, duplicándoles la alegría de vivir, y en otros,
hincándoles más en el alma la espina de la vida.

Los tres jóvenes se miraron.

—Riámonos de nosotros mismos –insinuó Wenceslao–. Después de todo, burlarse de la vida es ya vivir.

La más morena de las dos muchachas agregó:

—Sí y se llora por dentro. No –profirió con mayor severidad–, no, ¿sacia el hambre alimentarse de su
propia sangre? ¡Por Dios Santo, que si la comida no mejora, cambio de pensión!

—Emelina tiene razón –opinó la otra–, es como si lo hicieran de propósito. Han escogido el mes de
diciembre para afearnos más la existencia, como si no tuviéramos ya bastante con trabajar en días tan
bellos como éstos, y con el cheque que no alcanza, y las deudas, y las penas y la fatiga, las precauciones y la
salud.

¡Trabajar y exprimirnos la vida para mantenernos vivos y nada más!

—¡Y nada más! –Emelina parecía soñar–. ¡Nada más!

Wenceslao reventó.

—Si esto sigue así, habrá que ponerle remedio. Y lo peor es que uno se muda y se topa con otra pensión
igual. Bueno, yo al menos como demonio asado que me den, pero tú, Niní, no comiste nada hoy. Te volverás
un espárrago.

—Pero no pelirrojo –observó Emelina.

Por esta alusión al patrón volvieron a reír los tres. Eran jóvenes. Podían reír de sus propios males. Había
aún esperanza en los tres, y además era diciembre:

¡Quién pudiera reír mucho en diciembre!

La sirena del cuarto para las dos deshizo el trío. Wenceslao comenzaba su trabajo a las dos. Sus compañeras
lo vieron partir apretándose la correa otra vez grande.

Emelina miró el gorro azul del cielo, liso como un añil sobre las altas paredes coloniales de la pensión.

—Un cielo para ser feliz –pensó, y algo muy hondo le comenzó a llorar.

Toda la tarde trabajó Emelina con la mente en el estómago. Momentos tuvo de odiar su máquina porque en
el tablero oía el pregón del mes: ¡Pascuas! ¡Pascuas! y ella tenía hambre. Hambre en vísperas de
nochebuena, ¡qué ironía! En la calle reventaban las vitrinas de golosinas, de presentes, de joyas y de
juguetes. Si todo eso no estuviese al alcance de todos, ¿lo mostrarían acaso? Pero Emelina es de lo más
incomprensivo que pueda darse. Se gasta su cheque en mala comida que no come y les pasa a las vitrinas
provocativas como rameras, sin gastarse un centavo. Y después echa pestes contra todo. Actitud injusta y de
mal tono. Lo elegante sería comprar de todo sin haber sudado el dinero.
Rumiando malas ideas se pasa la tarde y espera la noche. Wenceslao, primero, y luego, Niní, la encuentra
en el zaguán y aquí se van quedando.

—Después de cena –propone Niní–, iremos a ver las vitrinas.

Emelina se eriza.

—¿Para qué?

—Hija, para perder una hora de estas noches tan largas.

—Y hasta podemos tomarnos un helado –dice el compañero, contándose las monedas en la palma de la
mano–. Por suerte que el lunes pagan. ¿No dices nada, Emelina?

—Estoy pensando en la cena. Si hay albóndigas me suicido. Los otros ríen.

Como no hubo albóndigas fue posible salir juntos por la noche. En el fondo de la calle, una luna grande y
risueña lamía con su lengua blanca el rostro del mar. La gente como mosca se iba pegando a las vitrinas y
exponían sus preferencias y sus proyectos de compras, entre bromas, exclamaciones y risas.

—¡Ay, papi! –exclamaban los niños–. ¡Mira este tren, y aquel revólver, y el carro, y el billar!

—¡Yo quiero esa muñeca!

—¡Y yo el velocípedo!

—¡Y yo el ajedrez!

Emelinda comenzaba a distraerse, pues hay un no sé qué en las proximidades de las Pascuas que aligera el
espíritu.

—Vamos a recorrer la calle entera –indicó Wenceslao–, para luego tomarnos los helados con más gusto.

Sus compañeras aceptaron. Caminaban momentáneamente despreocupadas y deteniéndose aquí y allí,


donde la exhibición atraía más.

Maravillados ante la vitrina del italiano había dos chiquillos curtidos de ropa y de cuerpo. El mayorcito
vendía maní y allí estaba boquiabierto, su lata colgándole tristemente del bracito moreno.

—¿Tú no oyes que te llaman? –dijo Niní.

Pero el niño no existía para el mundo, no oía, no entendía, no le interesaba nada fuera del bello revólver con
su rico cinturón de cápsulas. Unos cuantos estallaron en la esquina sin importarle un comino al morenito.

Wenceslao lo sacudió por el hombro.

—Te han llamado dos veces ya –advirtióle–, y lo que es el maní ese no te lo van a comprar pasmado.

El chiquito tuvo un sobresalto doloroso.

—¿Eh?

Tenía los ojos quietos como los de un pez. A Niní le hizo gracia y preguntó:

—¿Qué le vas a pedir a los Santos Reyes?

El más pequeño se animó y atropelladamente, con los ojos, la boca, las manos, el cuerpecito todo, abrió su
corazón.

—Yo –decía –yo… mire…., yo….., esa guitarra….. y esa pelota colorá… y ese revólver….

—¿Ese? –interrumpió el manicerito despreciativo–. ¿Ese revólver de palo?

—Sí, y la macana y las balas.

—¿Todo eso muchacho? –rió Wenceslao.

—Sí –el niño jadeaba de esperanza–. ¡Los reyes son muy buenos!

—Los reyes son malos.


El manicerito estrujaba sus mana morenas y sucias contra la vitrina.

—Los reyes son malos –repitió sombríamente.

—¡No! –chilló el otro pequeño–. ¡No, son buenos!

Emelina tendió las manos hacia los niños en un impulso irresistible.

—¡Ah! –lamentóse– ¡No lo soporto más!

Esto diciendo se apartó del grupo a grandes zancadas y no paró hasta el zaguán colonial de la pensión.

¡Pascuas…Pascuas…..! ¡No sabía Jesús que había nacido para ser exhibido en las vitrinas de las ciudades y
hacer sufrir a los niños pobres…!

Hilma Contreras, diciembre de 1942

La lechera

Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado,
que va diciendo a todo el que lo advierte
¡Yo sí que estoy contenta con mi suerte!
Porque no apetecía
más compañía que su pensamiento,
que alegre le ofrecía
inocentes ideas de contento.
Marchaba sola la feliz lechera,
y decía entre sí de esta manera:
"Esta leche vendida,
en limpio me dará tanto dinero,
y con esta partida
un canasto de huevos comprar quiero,
para sacar cien pollos, que al estío
merodeen cantando el pío, pío"
"Del importe logrado
de tanto pollo mercaré un cochino;
con bellota, salvado,
berza, castaña engordará sin tino;
tanto que puede ser que yo consiga
ver como se le arrastra la barriga"
"Llevarélo al mercado:
sacaré de él sin duda buen dinero;
compraré de contado
una robusta vaca y un ternero,
que salte y corra toda la campaña,
hasta el monte cercano a la cabaña".
Con este pensamiento
enajenada, brinca de manera
que a su salto violento
el cántaro cayó. ¡Pobre lechera!
¡Qué compasión! Adiós leche, dinero,
huevos, pollos, lechón, vaca y ternero.
¡Oh loca fantasía!,
¡Qué palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría;
no sea que saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre tu cantarilla la esperanza.
No seas ambiciosa
de mejor o más próspera fortuna;
que vivirás ansiosa
sin que pueda saciarte cosa alguna.
No anheles impaciente el bien futuro:
mira que ni el presente está seguro.

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