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Una gota de sangre Ángela Hernández Núñez

El dedo recorrió la página de poroso ocre. Una emoción de sintonía le ahuecó el tacto, atrayendo
paisajes de fénix, jardines con rocas y pozos cristalinos, montañas suspendidas en el vacío, cortejos
gentiles de sensuales parejas tomando el té... Estas comarcas de plástica vecindad distrajeron el
corazón todavía ávido de la administradora del museo. Aspiró a fondo, sintiendo su cuerpo como
una joven culebra, un arcano a la par, que se le deshacía sin desciframiento; facultado, no obstante,
para medrar en placenteras resonancias. La punzada de una imprevista grapa, cuya punta
enmohecida se hundió en la yema del pulgar, la sacó del agradable embelesamiento;
comprobándole, una vez más, que en su vida toda extralimitación tendría que ser truncada de algún
modo ominoso. Al principio, un minúsculo chorro de sangre brotó trabajosamente. Apretó con
vehemencia el dedo, hasta que una gota gorda y creciente vaciló sobre la superficie pálida,
derramándose en el cristal de la mesa, donde lució como un punto distinguido entre la fulgurante
orfebrería.

En este brevísimo lapso, estuvo completamente sola, entre destellos que el sol del atardecer hacía
flotar en un ajeno campo. Olvidó las vergüenzas. Olvidó el resto de su cuerpo y de sus líquidos.
Pensó que una gota de sangre es como una conjetura sobre la manta blanquísima de la primera
noche en que el vivir se aloca y precipita; de un lado, la maravilla; del otro, el chasco. 108 Un ojo
enrojecido contemplando por la ventana la fiesta recién acabada; luego, pupila ansiosa que atisba el
sendero por donde debería arribar el que desperdiga los días en lechos diferentes, buscando
cerciorarse de que un cuerpo virgen no siempre suelta una gota de sangre, hasta que la propia
naturaleza se ha desgastado y ya no tiene gobierno sobre el hábito. Una gota de sangre puede ser
una vidriera, un río, un cascabel rotando entre las costillas de la que mira en la ventana un punto
acercándose, o alejándose. Y pensó en la emperatriz del vaso de porcelana, que siendo máxima, no
era la favorita. Y se observó a sí misma: consorte reverente figurando diademas y concubinas en
relojes que no se deben descubrir, pues traducen el tiempo vertiginoso que envejece. Supuso que
una gota de sangre tendía a ser como el antojo encarnado en la nuca de su esposo; esquivo bajo la
palma atribulada de su mano.

Pensó en el árbol de ciruelo que gozó fugada, impúdica bajo el resguardo de otra frente y otros
dedos, desdeñadores de historias sobre manchas de la primera noche. Representó papilas, poros y
polen. Entonces despertaba con melodías acuáticas en el cerebro; experimentando su naturaleza —
escolopendra, azalea— los exclusivos orgasmos, para regresar sorprendida al galipote malhumorado
de las idas y vueltas; incomprendiendo el hombre —único otro de sus experiencias— esa renuncia
terca dictada por la responsabilidad. Una gota de sangre puede ser, efectivamente, un botón de rosa
andándole en el seno, una advertencia de escape, el báculo que clausura con un golpe la tarde, o
una vida… Una gota de sangre es como un disparo sobre el reloj de arena, en la hora súbita en que
hay un llover sucediendo en todas partes, un diluvio del alma, una acción que revuelve. Y recordó
vestimentas de verdes plaquetas, los helicópteros, las paredes horadadas y el insomnio.

En la glorieta, el 109 muchacho tocando la guitarra, luego de haber participado en un fusilamiento.


Syaren acechándole desde el balcón: preciosa es la gota de azul ultramarino oscilando entre el ojo.
Precisa o bamboleante como el amanecer caleidoscópico en que, por un momento, se olvidan
relámpagos y trincheras. Una gota de sangre es abertura al infinito, por donde un ojo se contempla,
y un sueño refleja a otro sueño. Y pensó que ese sueño discurriendo, como la arena en el reloj, sólo
podía corresponder a Syaren, la niña de sus ojos, atravesada por una bala loca. Una gota de sangre
puede ser la pupila escudriñando la nave imposible del retorno.

Pensó también que una gota de sangre podía ser una cosa viva y bella, como un augurio: la cabeza
de su primogénita avanzando por el canal de su vagina; dos grandes ojos, reteniendo aún la raíz y el
rumor de todos los lenguajes. El aura fronteriza de los peces pegada todavía a sus contornos. Una
gota de sangre es tinta que apunta: “riel”, “estela”, debiendo cifrar lo que ella, absorbida en la
diaridad, no escribió ni escribiría; pues sus intentos creativos resultaban rosáceos, a la manera tensa
y tersa de la existencia que jamás estalla. Pero también puede ser un criadero de mariquitas y
caléndulas, como aquello que bullera sin salir de su alma. En fin, una gota de sangre es una chispa
que sale o queda inmanifiesta. Y pensó en el libro de citas, en las polémicas audaces fluyendo por
corredores bañados de ácido y en las venas del cielo abriéndose en sombras. Los cercos y cerdos.

El cráneo de Eduvigis sumido por la pedrada de un camarada. Réquiem, fraternidades, laminado de


sesos. Los extremistas tomando por maestros a sus otrora carceleros; el rojo casi metafísico; las
consignas y requisiciones; el summa cum laude desangrándose en la escalera frente a sus hijos; las
manos blancas garabateadas sobre las lápidas. Rivera, el espía esmirriado, entre 110 los árboles
oscuros del campus, sometido a juicio sumarísimo. Los ciertos radicales procurando totos
perfumados. La fuente, el parque, Regina Angelórum, banderas en los bolsillos. Creyó que todo eso
no era más que substrato de la época en que todavía mecía a Syaren en sus piernas, acogiendo en su
pensión a universitarios y empleados públicos con sus mundillos e ínfulas, con sus especulaciones y
osadías. Y presumió que la memoria, y no la vida, era obstinadamente pesimista.

Una gota de sangre puede ser, a la postre, una baja, una época, el olor del armario donde se
esconden libros prohibidos o el encanto cómplice del pensionista que hubo de vencer todos los
peligros, salvo el de su propia aceleración. Pero también, una gota de sangre puede ser un mapa de
gorjeos. Y figuraron cunas y dientecitos irradiantes. Interferencia en la razón siniestra del que ignora
y vive; su hombre anciano en propiedad de jóvenes mujeres. Pensó en moras, huevos de cigua,
granizos y humos acogedores como rampas. Pensó que su niñez había sido larga y que su vejez era
demasiado larga. Pensó que toda su vida estaba hecha de transacciones y transiciones. Un viaje de
tránsitos que se detendría abruptamente. Una gota de sangre puede ser terminación, se dijo,
sintiendo que su cuerpo se estremecía, mientras un sabor a ciruelas inundaba su paladar.

Biografía

Nació en Buena Vista, Jarabacoa, República Dominicana, en el año 1954. Textos de su autoría se han
traducido al inglés, francés, italiano, islandés, bengalí y noruego. Los textos narrativos, poéticos y
ensayísticos de la autora están incluidos en una importante cantidad de antologías de distintos
continentes. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua.

Dirigió la revista Xinesquema. En el género de cuentos ha publicado: Alótropos, 1989; Masticar una
rosa, 1993; y, Piedra de sacrificio, Premio Nacional de Cuentos 1998. La secta del crisantemo,
(Premio de Nacional de Cuento 2012). Es autora de las novelas: Mudanza ÁNGELA HERNÁNDEZ
NÚÑEZ 111 de los sentidos, 2000, Premio Cole de novela breve; Charamicos, 2003; Metáfora del
cuerpo en fuga, novela. Editorial Cole. 2006. En poesía, tiene las obras: Arca espejada, 1994; Telar de
rebeldía, 1998; Alicornio, 2004, Premio Nacional de Poesía. En ensayo ha publicado: Emergencia del
silencio, 1985; La escritura como opción ética, 2003; La mujer en la historia dominicana, 2009, (en
coautoría con Orlando Inoa), y, Onirias, poesía e imagen, 2012.

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