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RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATÓLICA DEL PERÚ ESCUELA NACIONAL DE ALABANZA SEMINARIO DE

ALABANZA Y ADORACIÓN: “MI ALMA GLORIFICA AL SEÑOR”

Tema 01:

LOS ORÍGENES DE LA ALABANZA: Historia de un Pueblo de Alabanza

En la Biblia, una de las primeras palabras que aparece registrada y que de manera específica encierra un
significado de alabanza a Dios es la palabra ¡Teruwa! y aparece justo en medio de los campos de batalla durante
las luchas del pueblo de Israel, quienes habiendo salido de Egipto iban a la conquista de la tierra prometida.

El ¡Teruwa! más famoso del que cuentan las Sagradas Escrituras fue el proferido por el pueblo de Israel frente a
las murallas de la ciudad de Jericó (Jos 6,1-20). Hagamos un viaje en el tiempo y vivamos la Palabra de Dios
tratando de formar parte de ese momento:

Imaginemos que somos soldados del ejército de Israel; han pasado ya 40 años desde que nuestro pueblo salió de
Egipto, crecimos escuchando las historias de la huida de Egipto, del maná que llovió del cielo, de cómo Moisés
sacó agua de la roca, de cómo Dios grabó los mandamientos en roca y ahora estamos justo en el momento tan
esperado por nuestro pueblo, algunos de nuestros familiares hubieran querido estar aquí, pero la vida no les
alcanzó para poder verlo, pero a ti y a mí nos tocó estar aquí, enlistados en el ejército frente a la tierra
prometida y aquí estamos junto a todo el pueblo de Israel delante de esa gran ciudad llamada Jericó, la Tierra
Prometida por Dios, ese lugar del que mana leche y miel; y que Él prometió poner en nuestras manos. Sin
embargo no será tan fácil llegar, hay una muralla que rodea la ciudad, un muro enorme hecho de piedra, cal y
canto, que se interpone entre la promesa de Dios y nuestro pueblo.

Josué, nuestro comandante, nos ordenó hace 07 días, junto con todo el pueblo, dar una vuelta cada día
alrededor de la ciudad con los sacerdotes por delante llevando en hombros el Arca de la Alianza. En cada vuelta
que dábamos marchando no podíamos dejar de observar detenidamente la muralla: era enorme, buscábamos
alguna parte debilitada, alguna rendija por donde se pueda mirar la ciudad al otro lado de la muralla, pero no,
no veíamos nada, no había ninguna grieta, ninguna parte débil, la muralla parecía impenetrable, incluso más de
una vez la gente de la ciudad se asomaba encima de la muralla burlándose de nosotros y del resto del pueblo, se
sentían tan seguros, tan altivos y orgullosos de su muralla viéndonos insignificantes ante sus ojos.

Pero hoy era el séptimo día de marcha, sólo escuchábamos las trompetas de los sacerdotes que iban al frente,
no era usual que nuestro ejército marche en silencio, siempre que se marchaba en batalla, cada vez que
aparecía el Arca de la Alianza en medio del campo, habíamos aprendido a aclamar dando gritos a voz en cuello
proclamando de antemano la victoria de nuestro Dios.

Al gritar y aclamar a Dios todos juntos, nos ardía el corazón, nuestra confianza se acrecentaba y el enemigo nos
miraba con temor. Sin embargo, esta vez, Josué había pedido guardar ese grito, esa aclamación, para el último
día, y hoy era ese día, por fin íbamos a poder desatar una aclamación digna de nuestro Dios por habernos traído
hasta la Tierra prometida. Esta proclamación iba a ser diferente, tenía que ser especial, no solo se trataba de
pronunciar a voz en cuello un ¡Teruwa! contenido en 06 días de marcha, sino se trataba de liberar una
aclamación gozosa, un grito de victoria esperado a lo largo de 40 años de camino hacia la tierra prometida.

Luego de dar la séptima vuelta, del séptimo día, por un momento quedó todo en silencio, sonaron las trompetas
de los sacerdotes y se escuchó la voz de Josué diciendo: «¡Lanzad el grito de guerra, porque Yahveh os ha
entregado la ciudad!» y lanzamos una aclamación tan estruendosa, un ¡Teruwa! como nunca lo habíamos
hecho, con todas nuestras fuerzas, desde los más profundo de nuestro corazón y ante nuestros ojos esos
inmensos muros cayeron uno a uno mostrándonos al fin la tierra prometida por nuestro Dios.

La fé y la confianza de los guerreros y todo el pueblo de Israel en Dios era muy grande, pues Él les había dicho
“Cuando ya en vuestra tierra partáis para el combate contra un enemigo que os oprime tocareis las trompetas a
clamoreo, así se acordará Yahvé vuestro Dios de vosotros y seréis liberados de vuestros enemigos”(Num 10,9).
En vez de mirar sus debilidades, en vez de pensar que los enemigos eran como gigantes en comparación con
ellos, en vez de fijarse en los obstáculos como aquel muro inmenso que rodeaba a Jericó; decidieron dirigir su
atención y su mirada a Dios en vez de mirarse a sí mismos, desatando una alabanza clamorosa a aquel que
ofreció liberarlos de la opresión. Por hacer esto eran muy bendecidos y Yahvé siempre estaba con ellos:
“Dichoso el pueblo que conoce el grito de aclamación” (Sal 89,15).

Podemos aprender mucho de la forma como el pueblo de Israel entendía la alabanza. Hoy ya no hay batallas
para conquistar la tierra prometida, pero si hay luchas interiores que libramos contra enemigos que nos
oprimen: las obsesiones, las tristezas, los desánimos, los sentimientos de culpa, etc. A esto sumamos las
distintas pruebas que nos impone la vida cotidiana como son una jornada dura de trabajo, dificultades en las
relaciones con nuestra familia o nuestros compañeros de trabajo, cuentas por pagar, etc. También hay luchas
exteriores ante las cuales nos sentimos derrotados como son la violencia en las calles, el tráfico de drogas, las
redes de pornografía, las injusticias sociales, el terrorismo, la pérdida de los valores familiares, la cultura
antivida; quienes se presentan como gigantes que oprimen a los hijos de Dios. Tal como lo hacían los israelitas,
hay que volver la mirada a Dios y en lugar de mirarnos a nosotros mismos, en vez de dejarnos abrumar por un
abismo que se abre bajo nuestros pies, debemos mirar al cielo y alabarlo con grandes voces por su bondad, por
su misericordia y su poder.

Una vez que el pueblo de Israel quedó establecido en la tierra prometida el Arca de la Alianza también dejó de
estar errante y al construirse el templo de Salomón, el arca queda guardada en el templo y nunca más fue
sacada al campo de batalla. A partir de entonces el grito de ¡Teruwa! pasa de ser un grito de guerra a una
aclamación de liturgia festiva que se pronunciaba en las grandes procesiones y ceremonias del templo. Este es
el sentido principal que tiene el ¡Teruwa! en los llamados Salmos de Aclamación, designados para especiales
ceremonias en torno al Arca del Señor: “Venid cantemos gozosos a Yahvé, aclamemos a la roca de nuestra
salvación; con acciones de gracias vayamos ante él, aclamémosle con salmos”(Sal 95, 1-2).

Aunque no conozcamos al detalle el ritual que acompañaba a esta liturgia de alabanza, si sabemos era una
ceremonia bellísima, que llenaba el alma de los fieles de una alegría y una paz profunda. “Qué bueno es
alabarte Señor y cantar a tu nombre” (Sal 92,1). “Alabad al Señor que la música es buena y dulce la
alabanza”(Sal 147,1). La belleza de esta alabanza llenaba el corazón de felicidad y hacían envidiar la suerte de
los levitas y sacerdotes que podían asistir todos los días a esta alabanza: “Felices los que viven en tu casa porque
te están siempre alabando”(Sal 84,8). Este deseo de participar de esta alabanza por parte de los peregrinos que
acudían a Jerusalén se ve claramente reflejado en este salmo: “Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de
Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo”. (Sal 84,3).

Hagamos otro viaje juntos y seamos nosotros los peregrinos que acudimos al templo que construyó Salomón
para participar de las alabanzas en torno al tabernáculo. Era la primera vez que acudíamos en peregrinación al
templo y habíamos recibido noticias de su magnificencia: Salomón había dispuesto que más de ciento ochenta
mil hombres trabajaran durante siete años y medio para construirlo, (1Re 5,27-30). Para su construcción David
había reunido 108.000 talentos, 10.000 dáricos de oro y 1.017.000 talentos de plata, que actualmente sería
equivalente a 48.337.047.000 dólares. Todo este dinero lo empleó Salomón en la construcción, y puso el
sobrante en los tesoros del templo. (1Re 7,51; 2Cr 5,1). A lo lejos ya se podía divisar sobre el monte Moria el
templo que medía aproximadamente 30 metros de largo, 10 metros de ancho y 15 metros de alto (2 Crónicas
3,1; 1 Re 6,2). Parecía increíble que lleguemos al mismísimo templo que construyó el rey Salomón cumpliendo
los deseos de su padre el rey David quien anhelaba tener un lugar digno para guardar el Arca de la Alianza y
poder rendir homenaje a Dios.

Ahí estábamos nosotros, atravesando el pórtico del templo, admirando sus muros interiores recubiertos en su
totalidad con cedro traído desde el Líbano esculpidos con querubines y palmeras adornados con enchapes de
oro, dábamos nuestros primeros pasos en ese piso recubierto de ciprés con adornos y aplicaciones de oro,
parecía un sueño, el que estemos caminando lentamente dirigiéndonos hacia el altar. El altar estaba al fondo
del recinto en una habitación especial recubierta completamente de oro y resguardado por dos querubines de
aproximadamente 5 metros de alto cada uno cubiertos de oro también, sin dudas era el sitio más hermoso del
templo y ahí estaba el Arca de la Alianza (1 Re 6,15-32). A medida que nos acercábamos podíamos escuchar más
claramente el sonido de los instrumentos: el sonido del cuerno al compás de los tambores, las melodías del arpa
y la cítara junto con el laud y la flauta realzados por el repique tintineante de los címbalos combinados en
angelicales melodías de alabanza que nunca habían escuchado nuestros oídos (Sal 150,3-5). Y allí, interpretando
los instrumentos y cantando con un gozo sin igual ante el altar, estaban los levitas, hombres escogidos para
dedicar su vida entera a proclamar las alabanzas de Dios, familias enteras escogidas por el Rey David para ser
consagradas al culto y cuidado del templo, ellos no tenían tierra porque su herencia era estar todo el tiempo en
la presencia de Dios, y ellos eran los que en ese momento nos invitaban a proclamar juntos las alabanzas al Dios
de Israel. Nuestro corazón se llenaba de un gozo y una paz indescriptibles, esto era lo que nuestra alma deseaba,
éste era el motivo por el cual habíamos venido, el poder estar en la presencia de Dios cantándole, aclamándole,
alabándole y en nuestro corazón nacía un deseo: el poder al igual que los levitas quedarnos a vivir en el templo
para siempre: “Una cosa he pedido a Yahveh, una cosa estoy buscando: morar en la Casa de Yahveh, todos los
días de mi vida, para gustar la dulzura de Yahveh y cuidar de su Templo” (Sal 27,4).

Aquel templo de piedra representaba el lugar de reposo de la gloria de Dios y el lugar de reencuentro de Dios
con su pueblo. Sin embargo, poco a poco el pueblo de Dios empieza a comprender que la gloria de Dios no
puede encerrarse en un recinto de piedra: “Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto
menos esta casa que he construido!” (1Re 8,27). Y al destruirse el primer templo tras la conquista de
Nabucodonosor los israelitas se dan cuenta que el verdadero templo son los hombres humildes y contritos. Este
proceso de traslado de un lugar físico de piedra hacia un lugar espiritual vivo culmina en el Nuevo Testamento
que presenta a Jesús mismo como el templo de la nueva alianza: “Destruid este Templo y yo lo reedificaré en
tres días” (Jn 2,19).

Ahora Dios no recibe nuestra alabanza en un sitio específico, sino en todas partes, con tal que lo hagamos desde
dentro de su Templo que es Jesús, es decir, como miembros de su cuerpo. Al adorar en espíritu y verdad
estamos adorando desde el templo que es Jesús, en comunión con su mismo Espíritu (Jn 4,23). Al estar en
comunión con Cristo el Espíritu ora en nosotros (Rom 8,26) y el Padre no puede dejar de acoger esta alabanza
que es la misma alabanza de su Hijo en nosotros. La Iglesia es templo espiritual porque en ella habita el Espíritu
de Dios y cada uno de los cristianos es piedra viva de este templo espiritual: “Para que vosotros, sacerdocio real,
ofrezcáis sacrificios espirituales que gracias a Jesús son aceptados por Dios, y lleguéis a ser piedras vivas de un
templo espiritual” (1 Pe 2,5). Y hoy nosotros como templos vivos somos llamados con nuestra vida misma a
proclamar las alabanzas de Aquel que nos ha liberado de las tinieblas: “Pero vosotros sois linaje elegido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las
tinieblas a su admirable luz” (1 Pe 2,9).

APLICACIÓN VIVENCIAL DEL TEMA 01

A continuación se propone una serie de actividades que complementarán el desarrollo del tema. El equipo de
servicio deberá estar atento a lo que el Espíritu Santo inspire para enriquecer y complementar estas actividades
propuestas.

Actividades a desarrollar

Actividad 1: A nivel personal:

En silencio respóndete a ti mismo esta pregunta

¿Qué batallas estás librando en este instante en tu vida? ¿En tu familia, tu trabajo, tu salud, tus debilidades, lo
económico?

Actividad 2: A nivel grupal

Se forman grupos y cada uno de los miembros elige una situación personal que ha identificado en la actividad 1
y la comparte con el grupo. Luego cada uno escribe esa situación en un papel tamaño oficio el cual será pegado
en uno de los lados de una caja grande de cartón que se entregará a cada grupo.

Actividad 3: A nivel comunitario

Luego con todas las cajas de los grupos se construirá un muro frente a la asamblea. A continuación, en oración,
se empezará una alabanza victoriosa esperando que Dios derrumbe esa muralla. (Para esto el guía cuando vea
que los hermanos hayan alcanzado la firmeza de la alabanza, podrá botar las cajas como signo de que lo
lograron con el favor de Dios animándolos por la fé a que crean que esto ha sucedido)

Actividad 4: Tarea para la semana a nivel personal

En tu oración personal en un momento de silencio, de preferencia frente al Santísimo Sacramento, escribe una
frase de alabanza a Dios que sea diferente a las que has escuchado antes. Por ejemplo: ¡Bendigo tu
incomparable amor! ¡Tu reino Señor es el más grande de todos los tiempos! ¡Los siglos de los siglos no
alcanzarían para contar tu grandeza!¡Santo eres Señor y lo grito con todos tus ángeles! Tu frase de alabanza la
aprenderás de memoria.

Realizarás esta tarea por 6 días, de tal manera que el séptimo día tendrás como mínimo seis frases de alabanza
nuevas.

Al séptimo día, en tu oración personal realizarás una oración de alabanza al Señor con las frases inspiradas
durante los 6 días anteriores y podrá agregar aún más, incluso con música, como lo guíe el Espíritu Santo.

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