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“En la Sagrada Escritura encontramos varios pasajes muy hermosos que nos
muestran la forma de acercarnos a Dios a través del canto y la música,
transformados en ofrenda, en holocausto agradable a nuestro Señor,
abandonándonos en sus benditas manos y reconociendo su fidelidad y amor
para con nosotros”.
1. El Arca de la Alianza
En el segundo libro de Crónicas (Cap. 3), Salomón, hijo del Rey David,
construye un templo para guardar el Arca de la Alianza. El Arca representaba a
Dios unido en alianza con su pueblo y contenía los 10 mandamientos escritos
en las tablas de la Ley en el Horeb. Estos mandatos fueron entregados a Moisés
después de que Yahvé los liberó de su esclavitud en Egipto.
La Biblia narra que al trasladar el Arca los levitas eran los designados para
celebrar, glorificar y alabar a Yahvé, el Dios de Israel, (1Cr 25, 1-5; 2Cr 5,12).
Iban acompañando al Señor hacia el lugar que estaba preparado para albergar
su presencia. El hecho que más nos llama la atención es que mientras el Arca
de la Alianza iba hacia su lugar, los encargados de la alabanza -los levitas-
encabezados por Asaf, Emán y Yedutum, iban entonando cánticos de gozo y
alegría por la presencia de Dios que camina entre ellos.
Una densa nube cayó sobre la casa de Dios; dice la Palabra: “la Gloria del
Señor llenaba la casa de Yahvé”, y seguramente llenaba también los corazones
de quienes estaban preparados para recibirlo y abrieron su corazón ante su
presencia. El gozo de aquellos que alababan y glorificaban a Dios fue
contagiado al mismo Señor que decidió llegar a ellos y gozarse junto con su
pueblo mostrando la hermosura de su gloria. Como aquellas ocasiones, antes
de la caída de nuestros primeros padres, Adán y Eva, cuando Dios mismo
caminaba en el Edén, en esta ocasión la casa terrena, el Templo de Salomón, se
convirtió en una sola casa porque Dios decidió hacer morada ahí. Es como si el
cielo se hubiera juntado con la tierra, como si el aire de Dios, su atmosfera,
hubiera inundado aquel lugar, como si el Edén se hubiera instaurado ahí
mismo.
Bien dice el dicho popular que “Amor con amor se paga”, y esto que sucedía
no era otra cosa que ellos, nuestros colegas levitas junto a sus hermanos
israelitas, amando a Yavhé a través de sus cantos, su música, su alabanza,
correspondiendo el amor y misericordia de Dios.
Qué difícil tarea; nosotros libres por la voluntad de Dios, imperfectos pero a la
misma vez perfectibles; capaces de realizar cada vez mejor las cosas y luchando
por alcanzar la Gloria eterna. Pero tenemos esta hermosa oportunidad de vivir
momentos de comunión con la Santísima Trinidad, porque “el Reino de los
cielos ya está aquí”, dice el Señor (Mateo 4,17).
Recuerdo las palabras del Salmo 8, “quienes somos Señor para que te acuerdes
de nosotros”, que aún con nuestras miserias e infidelidades nos regalas
hermosos momentos impregnados de tu presencia. Amados hermanos, en la
alabanza a través de la música, encontramos un momento trascendental en el
servicio al Señor; como dice Cantar de los Cantares (2,11): “Las lluvias ya
pasaron, es el tiempo de las canciones nuevas”; pero es algo que tenemos que
asumir de manera responsable para que Dios manifieste su gracia en cada una
de las comunidades, lugares y momentos donde servimos.
No nos debe caber la duda de que cuando estemos decididos a vivir conforme
al Señor lo quiere, la gloria de Dios se manifestara al instante en cada nota que
brote de nuestro instrumento, de nuestra voz, cada vez que el Señor por su
infinita misericordia permita que nosotros, sus ciervos sedientos, sus siervos
amados, podamos poner al servicio de la comunidad los dones que Él mismo
nos ha regalado para edificar su Iglesia, su Cuerpo Místico, del cual Él es
cabeza.
Nosotros, como Iglesia que fundó Cristo, contamos con absolutamente todos
los medios de salvación, solo hay que despertar; somos el gigante que ha
permanecido dormido durante mucho tiempo, es momento de levantarse e ir al
encuentro del Señor, traerlo verdaderamente a su morada, donde Él quiere
estar, para que se posesione de lo que es suyo y haga de ello lo que siempre ha
querido: “verdaderos adoradores, en espíritu y en verdad” (Juan 4,23).