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Señores Ocultos
Tim Pratt
Poco antes de que conociese al Capitán Fantasía, me
había cortado la punta del índice mientras troceaba pepino
para una ensalada. Chillé y sacudí la mano, con lo que
conseguí dejar la encimera salpicada de sangre y rasgar la
fina tira de piel que mantenía unido el extremo del índice
al resto del dedo. El pedacito de carne se soltó y voló hasta
el fregadero, se coló por el triturador de desperdicios y
adiós muy buenas.
Tras maldecir, me concentré en mis terminaciones
nerviosas e interrumpí el dolor. Se me durmió el dedo
entero. Me costaba controlar los nervios a una escala tan
pequeña. Con el índice bien levantado como un niño
ansioso por responder en clase, insté a que me creciera
nueva carne sobre la herida. Me prepararía unas
hamburguesas de buen tamaño para tomar con la ensalada,
y así proporcionar materia y calorías con vistas a la
curación… mi nueva punta del índice debería haber
crecido para la mañana siguiente, aunque a la uña le
llevaría más, con lo que me tocaría mantener los nervios
insensibles o llevar cuidado para no rozar la delicada piel
de debajo de la uña.
Sonó el teléfono. Respondí torpemente con la mano
izquierda. Pensé que sería mi director, Jack Harrah,
llamando para recordarme el ensayo general de esa noche,
¡como si se me fuese a olvidar! Yo interpretaba a Orestes,
el protagonista, en el teatro Harrah’s Greek Revival,
dedicado a recuperar clásicos griegos.
—Hola, Li —me saludó Brady Doolittle.
A punto estuve de colgar. Pero ¿para qué? Me habían
localizado.
—Jefe —respondí sin alterarme—, presenté mi
dimisión.
—No fue aceptada —replicó Brady animadamente—.
Necesitamos el mejor metamorfo disponible y ese eres tú.
Te hemos dejado a tu aire casi un año, sin molestarte para
nada. Bastante agradecido deberías estar.
Conque me habían vigilado durante todo el tiempo.
Vaya, ¡cómo no! El Servicio no le perdía la pista a la
gente.
—Mañana es noche de estreno. ¿No puede esperar este
asunto hasta…?
—Tu suplente, Bill Monroe, puede reemplazarte. Para
entonces ya estarás interpretando un papel mucho más
importante.
Brady lo sabía todo. Siempre. Por eso dirigía el
Servicio. Miré las manchas de sangre en la encimera y me
resigné.
—¿Cuándo pasaréis a buscarme?
—Hay un coche esperándote fuera. Prepara el
equipaje. —Hizo una pausa—. Creo que esto te va a
gustar, Li.
—Seguro.
Colgué. No me hacía falta preparar el equipaje; ya lo
tenía listo: una muda de ropa y artículos de aseo tamaño
viaje. Cuesta perder las viejas costumbres.
Mientras caminaba hacia el automóvil, un sedán oficial
sin distintivos, pensé: «Soy como Orestes, atrapado por el
destino cruel». No pude evitar sonreír. ¡Qué
melodramático! Aunque me tocase interpretar de nuevo el
papel de agente secreto tampoco era cuestión de
sobreactuar.
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De no ser porque ya había vaciado la vejiga, me habría
meado encima otra vez.
No era un submarino como me había esperado, sino
toda una ciudad sumergida.
Se trataba, en concreto, del Unterseeburg nazi, una
achaparrada estrella de mar metálica, la principal base
submarina del Reich, el búnker al que Goebbels había
huido durante el desmoronamiento germano. El Capitán
nadó hacia el edificio, que desprendía una débil
fosforescencia, y yo lo seguí dando patadas de rana y
permitiendo que el traje inteligente se encargara de la
mayor parte del trabajo. Al enfrentarme a este artefacto del
pasado que era imposible existiera, la cabeza empezó a
darme vueltas. Observé la extensa y oscura superficie
metálica sin dejar de pensar: «No, no, no».
El Unterseeburg se aferraba a un arrecife artificial, a
tan solo unos pocos metros bajo la superficie. Los Aliados
habían torpedeado aquel bastión en las postrimerías de la
guerra, con Goebbels dentro. Allí debía haber habido
ruinas, vigas metálicas retorcidas engrosadas por los
percebes, no una ciudad entera. Su presencia confirmaba
mis temores: los espejismos del Capitán Fantasía se habían
convertido en realidad y habíamos viajado al pasado.
¿Me convertiría yo en Spaceboy a continuación?
Antes de que pudiera rendirme al desaliento o
simplemente quedarme paralizado ante la enormidad de la
situación, hombres rana empezaron a salir de una cámara
estanca y me tocó pelear. Esquivé arpones de fusiles
submarinos, estupefacto y aterrorizado ante mi propia
agilidad, al considerarla otra señal más de que me estaba
transformando en Spaceboy. El tejido inteligente no
bastaba para explicar mis nuevas destrezas y vertiginosos
reflejos, pasmosos incluso bajo el agua.
El Capitán se movía más pesadamente, pero lidiaba
con los buzos con eficiencia: les arrancaba su anticuado (a
mis ojos) equipo, entrechocaba cabezas, propinaba patadas
en estómagos… Cuando el último submarinista huyó hacia
la superficie, me reuní con el Capitán en la cámara estanca
por la que habían salido. El Capitán atravesó de un
puñetazo el acero reforzado y tiró de él hacia atrás. A
continuación, me indicó con un gesto que entrase por el
agujero. Me deslicé por el boquete, y luego el Capitán lo
agrandó y me siguió.
Una vez dentro, el Capitán empujó los bordes
irregulares del metal rasgado hasta recolocarlos en su
lugar, y los frotó trazando rápidos círculos. Tras unos
segundos, debajo de su mano apareció un brillo rojo y,
alrededor de la escotilla, el agua empezó a hervir. Bajo la
palma del Capitán, el acero de las grietas se fundió, y él
dejó de frotar. Había creado la fricción suficiente para
fundir el acero y conseguir que la cámara volviera a ser
estanca. Golpeó el botón de descompresión y el nivel del
agua del compartimento descendió.
Me invadió una sensación de triunfo, por estar con el
Capitán, y durante un instante olvidé la tesitura temporal.
Un momento después di en pensar que ese regocijo podía
corresponder a Spaceboy, y me pregunté cómo se
desarrollaría el cambio, la transformación de mi
personalidad en la del compañero fallecido del Capitán.
¿Lo notaría cuando ocurriera?, ¿sentiría cómo los últimos
restos de mi propio yo se desvanecían y finalmente me
convertía en el personaje que estaba interpretando hasta
extremos que en el pasado jamás había alcanzado?
El Capitán abrió de una patada un amplio boquete en la
puerta interior. Yo me adentré en pos de él por un estrecho
pasillo bien iluminado que se curvaba tras unos pocos
metros. Cámaras de vigilancia anticuadas nos observaban.
El Capitán fue saltando para alcanzarlas y las destrozó
entre gritos excitados.
Dibujé una sonrisa alrededor del respirador. El Capitán
se lo pasaba bomba luchando contra las fuerzas del mal,
ese júbilo era la principal explicación de su popularidad.
Una vez se hubo cargado todas las cámaras en ese
tramo desierto de pasillo, me tomó entre sus brazos y me
besó en la boca.
Pasmado, yo no reaccioné en absoluto, ni siquiera para
resistirme. La barba de tres días del Capitán se clavó en mi
barbilla y sus brazos enormes me estrecharon con fuerza.
Volvió a depositarme en el suelo con cuidado, y dijo:
—Vamos a por Mengele.
Y echó a correr, con sus botas martilleando el suelo.
Yo lo seguí, mientras en mi cabeza las piezas iban
encajando. Aquel primer abrazo, el atroz desconsuelo del
Capitán cuando el verdadero Spaceboy había muerto y
cómo aquel día aciago se había lanzado a degüello contra
el barón Von Blitz y su artillería y acabado con ellos, la
soltería del Capitán, tal vez incluso el ceñidísimo traje
plateado de Spaceboy… todo eso cobraba sentido ahora.
En la década de los cuarenta, no se habría tolerado un
héroe homosexual, e incluso hoy en día nadie aceptaría que
tuviera relaciones con un chico de diecisiete años. Dudaba
de que Brady, ni nadie, estuviese al tanto de esto.
Traté de discernir alguna señal de excitación en mí
mismo. Si me sentía atraído por el Capitán, ¿sería eso
indicativo de un nuevo paso en mi transformación? No
percibí reacción alguna aparte de la sorpresa.
Algo más tranquilo, pero mucho más consciente de lo
ajustado del traje, fui tras el Capitán.
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